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PADRE PÍO

CONTRA
SATANÁS
HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS
Marco Tosatti

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PADRE PÍO
CONTRA
SATANÁS
HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS
Traducción de Helena Faccia Serrano

Prólogo a la edición española


Lucio Ángel Vallejo Balda

Marco Tosatti

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BIBLIOTHECAHOMOLEGENS

© Marco Tosatti
© Homo Legens, 2018
Calle Monasterio de las Batuecas, 21
28049 Madrid
www.homolegens.com

De la traducción: © Helena Faccia Serrano


Del prólogo: © Lucio Ángel Vallejo Balda
Colección dirigida por Gabriel Ariza

Título original: Padre Pio contro Satana: La battaglia finale (2017)


Santi indemoniati: Casi straordinari di possessione (2017)

ISBN: 978-84-17407-25-4

Maquetación y diseño de cubierta: Ignacio Cascajero Curros

Todos los derechos reservados.


Queda rigurosamente prohibida la reproducción total o parcial de este libro por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la
reprografía, el tratamiento informático y la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo público sin permiso previo y por
escrito del editor.

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ÍNDICE

PRÓLOGO
EL PADRE PÍO CONTRA SATANÁS
Una leyenda antigua
Antes del inicio
La visión
Cartas
De Pietrelcina a San Giovanni Rotondo: el demonio lo sigue
Traiciones
Complot
Exorcismos y endemoniados
Hasta el final

SANTOS ENDEMONIADOS
Introducción
La beata Eustoquia de Padua
Cristina de Stommeln
Mariam Baouardy
Santos varios
Bibliografía esencial sobre santos endemoniados

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PRÓLOGO

El libro que tiene en sus manos ha gozado de gran éxito en Italia. Aborda un tema que
desata una gran curiosidad en el sentir popular: la existencia y la actuación del demonio.
Satanás está presente en los textos evangélicos y en toda la literatura espiritual y este
libro explica su actuación contra algunos santos que han sufrido en su vida los más duros
ataques del Maligno.
Comienza con la historia del Padre Pío. Para el público español, el Padre Pío, san Pío
de Pietrelcina, no pasa de ser un santo exótico conocido por sus llagas. En Italia es en
estos momentos el santo más popular y su devoción se ha extendido por todo el país.
Mi relación “personal” con el Padre Pío empieza en mi juventud, con un episodio
puntual e intrascendente pero que recuerdo con mucha viveza. Una mañana, en la
soledad de la capilla del Seminario de Logroño -solía llegar siempre el primero porque
era el encargado de encender la calefacción, y no tanto por grandes piedades- me
encontré sobre uno de los bancos una estampa del Padre Pío que contenía una pequeña
reliquia ex indumentis. Yo no había oído hablar de él y cuando pregunté al compañero
que vino después lo único que me dijo del Padre Pío es que era un santo que tenía llagas.
Ahí empezó y terminó mi corta relación con el Padre Pío.
Muchos años después, en tiempos recientes, viviendo en una situación personal de
gran intensidad, y, si queremos, con tintes dramáticos, se produce la visita de la reliquia
del Padre Pío a Roma con motivo del jubileo de la Misericordia. Yo no podía acercarme
físicamente a saludarlo, a pesar de lo cerca que estábamos el uno del otro, y por eso hice
el propósito de compensar mi ausencia con la lectura de alguna biografía suya. Me
recomendaron la biografía oficial de su proceso y, ciertamente, la devoré. Al tomar en
mis manos el libro de la biblioteca de la comunidad de Franciscanos Conventuales en la
que residía en ese tiempo, se cayó una estampa: la misma que había encontrado muchos
años atrás. Estampa con reliquia que me acompaña desde entonces.
Leí casi todo lo que se encontraba en esta biblioteca sobre el Padre Pío, que no era
poco, de muy desigual calidad, pero descubrí la tremenda polémica, entre sus defensores
y sus detractores, que acompañó al Padre Pío toda su vida.
Tengo una deuda con él, por tantas vivencias personales y gracias concedidas que
ahora no tiene sentido contar, y, sin duda, esta es una ocasión de agradecer al Padre Pío
y, en cierto modo, devolverle pobremente los favores recibidos.
Por razones de trabajo tuve la oportunidad de estar en varias ocasiones con el padre
Gabriele Amorth, con quien pude hablar de lo divino y de lo humano. Le despertó la
curiosidad saber que mi especialidad es la teología espiritual, y que la había cursado en
Burgos en un momento en el que contaba con profesores de máximo nivel, expertos en
los autores cumbre de la mística católica. En las conversaciones con Amorth, tuvimos la
ocasión de acercarnos a algunos textos de los grandes, san Juan y santa Teresa, que le
resultaban difíciles de comprender. Reímos con ganas cuando le intenté explicar que no

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era un problema sólo de lenguaje: hasta para un español son complicados los textos de
nuestro Siglo de Oro. Las poesías, y sobre todo las religiosas, no se dejan traducir con
facilidad. Una traducción hace que pierdan muchos matices que les aportan la riqueza
literaria de la lengua madre.
Parte de este libro de Marco Tosatti se centra en un estudio del padre Amorth sobre
la presencia del demonio en la vida del Padre Pío. El padre Amorth es considerado el
mayor especialista en exorcismos y, en nuestras conversaciones, ciertamente hablamos
del demonio -con el padre Amorth era impensable no hacerlo- pero nunca del Padre Pío,
imagino que más por mi ignorancia que por falta de interés por su parte.
Este libro tiene dos partes muy definidas. Por un lado, nos muestra la vida de tres
santos “extraños” que han llegado a sufrir en su vida episodios de auténtica posesión
diabólica y que están muy bien documentados. Es una parte histórica y algo erudita, que
nos da a conocer casos exóticos de la santidad y nos permite entender la presencia y la
forma de actuar del demonio en el mundo, que no ha cambiado mucho con el paso de los
siglos. Los tres personajes pertenecen a diferentes periodos históricos (Siglos XIII, XV y
XIX). El autor explica su decisión de no entrar en casos del primer milenio por contar
con mucha menos documentación, no por no existir.
Por otra parte, tenemos el importante capítulo sobre el Padre Pío. En este caso, no se
hace referencia a una posesión diabólica, que no la tuvo jamás, sino a los episodios de su
vida, muchos, en donde la acción del demonio era clamorosa y evidente incluso para los
que convivían con él. El Padre Pío no era un santo escritor, y no relató nunca de modo
sistemático la acción de Dios en su alma. Tosatti tiene la gran habilidad de entresacar de
sus escritos, sobre todo de las abundantes cartas personales, una riqueza de textos en los
que ciertamente hace hablar y contar al Padre Pío su historia, dando la sensación de que
el autor desaparece.
La presencia del demonio en la vida de Padre Pío era tan continua que bromeaba
frecuentemente con este hecho, le ponía motes como “barba azul” y le consideraba uno
más de la familia. Las agresiones, incluso físicas, eran frecuentes y las soportó con
alegría, sabiendo que eran el preludio de grandes gracias de Dios. Él sabía que Dios no
permitiría nada más allá de lo que pudiera soportar, y era consciente de que las muchas
gracias que continuamente recibía estaban acompañadas de terribles ataques demoniacos
que San Pío de Pietrelcina llevaba con un estupendo humor.
El más allá se hace más acá en las vidas narradas en este libro. Historias cuyos
protagonistas son personas pero que han tenido una vivencia muy especial de la
sobrenaturalidad, haciéndola muy natural y habitual en sus vidas. El Padre Pío veía de
pequeño a la virgen y no hablaba de ello porque pensaba que todos la veían, que eso era
lo normal. Así fue toda su vida en la que hizo que fuera normal lo sobrenatural, que para
el común de los mortales se muestra mucho más lejano.
Estos santos son considerados santos raros, que se salen de la regla, pero que tienen,
en vida y después de su marcha al paraíso, un gran atractivo. Lo que para los demás
necesita pruebas, para ellos se presenta como evidente. Junto a una inquietante y
misteriosa presencia del Maligno y de sus manifestaciones extraordinarias, estos

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hombres y mujeres son esas brechas de Luz Divina que se adentran en este valle de
lágrimas para confirmar en la fe a sus hermanos.
Es un honor el poder prologar este libro salido de las manos de Marco Tosatti, uno
de los grandes vaticanistas de las últimas décadas y referencia ineludible para el que
desea estar bien informado y profundizar en las noticias de la Iglesia con un criterio y
solidez que no es habitual en la prensa. Su trayectoria como católico de primera línea y
como escritor de reconocido prestigio hace que me sienta muy satisfecho de poder
introducir su obra.

Lucio Ángel Vallejo Balda


Junio 2018

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Una leyenda antigua

Les contamos una historia extraordinaria, un duelo de tiempos antiguos, vivido en el


siglo que acabamos de dejar atrás; una saga legendaria, una lucha que parece increíble en
nuestro tiempo. Y que, sin embargo, es real. Es la historia de un cuerpo a cuerpo
prolongado durante toda la existencia terrena, y también más allá, entre un monje y su
Adversario. Una batalla sin exclusión de golpes, una lucha por la vida y la muerte, que
comenzó cuando el protagonista humano era un muchacho y que se cerró sólo con su
desaparición corporal. La vida de este monje, encerrado durante decenios en unos pocos
metros cuadrados, ha llenado las bibliotecas y los periódicos, ha cambiado
profundamente la existencia de centenares de miles de seres humanos. Es un misterio.
Tampoco ahora ha sido completamente revelado. Ni siquiera ahora que el Padre Pío ha
sido elevado a los honores de los altares, empujado a la canonización por la veneración
de millones de personas, compartida por un gran Papa.
Es un misterio por qué este hombre introdujo lo «extraordinario» en la existencia de
cada día, lo convirtió en normal, e hizo que caminaran juntos banalidad y
acontecimientos excepcionales, inexplicables. Con él, lo sobrenatural entró con fuerza en
el vivir cotidiano, haciendo caer la barrera entre el milagro y la vida de cada día.
Es en la Biblia, en las Escrituras, donde encontramos este mismo panorama, un
paisaje en el que lo sobrenatural se puede desvelar con mucha naturalidad a los ojos
humanos. Y detrás de esa barrera caída aparece la lucha entre enemigos eternos, una
batalla que vive incluso por una extraña relación entre la fuerza divina y su criatura
rebelde. Hablan –¡los enemigos!–, se amenazan, se informan con jactancia sobre los
próximos movimientos. Y se hace referencia también a la Autoridad superior, como
veremos cuando el Padre Pío le pedirá a Jesucristo que no permita que el demonio siga
asustando a los monjes de Santa Ana, en Foggia. Una relación verdaderamente extraña,
que hace evidentes los límites impuestos al Adversario por su Creador, y su ser, en el
sufrimiento, un instrumento, sólo un instrumento, cuando sus aspiraciones son realmente
otras; un instrumento misterioso, ilógico, irracional para la mente humana, pero
instrumento.
Job, la injusticia de su historia, tan evidente y palpable a nuestros ojos, totalmente
incomprensible, que nos lleva incluso a pensar en un Dios que parece jugar con el dolor
y los sufrimientos humanos, es el ejemplo que nos viene inmediatamente a la memoria.
«Había en la tierra de Uz un hombre llamado Job. Era justo, honrado y temeroso de
Dios y vivía apartado del mal… Era el más rico de los hombres de Oriente»1, recita el
libro sapiencial, que refiere un diálogo teológicamente profundo y, al mismo tiempo,
desconcertante, para una sensibilidad ajena a los misterios de los planes divinos. «Un día
los hijos de Dios se presentaron ante el Señor; entre ellos apareció también Satán. El
Señor preguntó a Satán: “¿De dónde vienes?”. Satán respondió al Señor: “De dar
vueltas por la tierra, de andar por ella”. El Señor añadió: “¿Te has fijado en mi siervo

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Job? En la tierra no hay otro como él: es un hombre justo y honrado, que teme a Dios y
vive apartado del mal”. Satán contestó al Señor: “¿Y crees que Job teme a Dios de
balde? ¿No has levantado tú mismo una valla en torno a él, su hogar y todo lo suyo?
Has bendecido sus trabajos, y sus rebaños se extienden por el país. Extiende tu mano y
daña sus bienes y ¡ya verás cómo te maldice en la cara!”. El Señor respondió a Satán:
“Haz lo que quieras con sus cosas, pero a él ni lo toques”. Satán abandonó la presencia
del Señor»2. Sabemos con cuánta abundancia de perfidia y crueldad convirtió en un
infierno la vida del justo, que protestó, y con razón, pero que resumió sus sufrimientos
en pocas palabras sabias: «Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo volveré a él.
El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó; bendito sea el nombre del Señor»3. ¿Por qué
este libro nos parece tan desconcertante? Porque el demonio se presenta como uno de los
“clientes” habituales de Dios, en compañía de los “hijos de Dios”. Un trato tan
consolidado que el diablo está en diálogo con Dios, incluso lo desafía y apuesta con él,
como se hace con los amigos, sobre la fe y la fidelidad del justo. Dios le da permiso,
algo aparentemente increíble, para perseguir a Job y atacarle en todo, menos en su vida.
Tal vez en esto se puede leer la imposibilidad del demonio de agredir el alma sin el
consentimiento, la voluntad de la víctima. Todo el resto, sí. 4. Sigue el libro sapiencial:
«El señor respondió a Satán: “Haz lo que quieras con él, pero respétale la vida”. Satán
abandonó la presencia del Señor. Entonces hirió a Job con llagas malignas, desde la
planta del pie a la coronilla»5.
Las analogías con la epopeya del Padre Pío de Pietrelcina son evidentes. Como Job,
también nuestro monje del Sannio fue herido física y espiritualmente, tentado
(“pensamientos de blasfemia”), perseguido precisamente por quienes deberían haberle
defendido y haberse ocupado de él; y fue atacado también en las personas que tenía
cerca. Incluso después de su muerte. También sus enfermedades rezuman esta lucha. La
observación que hace uno de los biógrafos más atentos del Padre Pío, Luigi Peroni, es
muy acertada: «Es necesario precisar que en la vida del Padre Pío todo ese ir y venir
misterioso de torturas físicas y morales, todas esas manifestaciones externas, aunque
fueran apenas perceptibles, de las penas místicas, de los tormentos morales, de las
preocupaciones por los hermanos que sufren, de la participación en el dolor del prójimo,
de las mortificaciones penitenciales, vigilias y ayunos, de las luchas durísimas con el
demonio, fueron siempre catalogadas bajo el término genérico de “enfermedad”. Así, era
común que quien lo veía postrado con cara de miedo, preguntara a sus hermanos y estos
le respondieran: “… el padre no se encuentra muy bien… el padre está ligeramente
indispuesto…”». En la Positio se cita la opinión de un médico, el Dr. Michele Capuano,
según el cual el Padre Pío, en los ochenta y un años de su vida, pasó por toda la gama de
sufrimientos: «Desde el dolor ardiente de la cistitis hemorrágica al dolor de los cólicos
renales, que le destrozaban; del dolor de las contusiones en los tobillos y muñecas al
dolor corrosivo del epitelioma auricular; de los pinchazos lacerantes de la hernia
irreducible, al dolor lancinante de las hemorroides trombosadas; de los dolores fríos de la
artrosis generalizada, al brusco y punzante de las pulmonías; del dolor opresivo de la
sinusitis frontal, al terebrante de la pleuritis exudativa; del dolor pruriginoso de la

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pediculosis a los dolores pulsantes de los abscesos pasajeros; de las manifestaciones
corrosivas de la úlcera gástrica a los dolores tensionales de las migrañas. Por lo tanto,
una gama de manifestaciones tan amplia, compleja e inusualmente potente que hace que
nos preguntemos con aprensión cómo podía soportar y afrontar, día a día, todas las tareas
–a veces pesadas– de su ministerio». Una resistencia que asombró a los hermanos y
fieles de este «Job del siglo XX»; asombrados de ver cómo, a pesar de todo, permanecía
fiel, sin hacer concesiones, a su misión, y a una batalla que no le perdonó ni a él ni a
quien estaba cerca de él.
La idea de esta investigación, este estudio sobre la lucha entre el Padre Pío y el
demonio, nació, en realidad, precisamente gracias a un episodio del que fue protagonista
uno de los “muy fieles” del santo del Gargano. En una larga serie de conversaciones con
don Gabriele Amorth, que llevó a la redacción de Inchiesta sul demonio, el gran
exorcista nos relata cómo el comendador Angelo Battisti, primer administrador y primer
presidente de la Casa Alivio del Sufrimiento de San Giovanni Rotondo, fue poseído por
el demonio en los últimos años de su vida. Encontrarán los detalles de esta particular
experiencia más adelante. Pero nos preguntamos cómo fue posible; el “porqué” de esta
agresión. Examinando relatos, biografías, testimonios sobre el Padre Pío y, sobre todo, la
inédita Positio, la cantidad de documentos recogidos por los postuladores de la causa del
santo, hemos podido reconstruir poco a poco la trama y la urdimbre de un tapiz que
ilustra la guerra combatida a lo largo de toda su vida contra el demonio. Y, sobre todo,
por el demonio: un diablo a veces violento, otras con características extrañamente
“hogareñas”; el diablo de las leyendas sobre san Antonio, más que el Mal personificado
por Hitler, Stalin y sus partidarios en esos mismos años. Un demonio que no dudó en
utilizar todos los instrumentos, también y sobre todo esos comunes, para urdir un
verdadero complot contra el santo del Gargano. Dos capítulos, en nuestra opinión de
enorme interés, conciernen a este argumento, con testimonios e hipótesis inquietantes.
Formando este mosaico nos hemos dado cuenta, como afirma en la Positio el padre
Cristoforo Maria Bove y como emerge también en la correspondencia, que existía una
estrecha conexión entre las apariciones diabólicas vividas por el Padre Pío y los éxtasis y
visiones celestiales. Es una advertencia necesaria, porque en realidad, por razones de
espacio y para no traicionar el espíritu monográfico y la finalidad de esta pequeña obra,
nos centraremos sobre todo en las primeras, dando por descontados los segundos. Pero la
excepcionalidad de las manifestaciones demoníacas creemos que se debe al altísimo
nivel de espiritualidad alcanzado por el monje del Gargano: donde el sol es más claro y
brillante, también la sombra es más nítida.
¿Una lucha real? ¿O presente solamente en el alma y en la vida espiritual del Padre
Pío? Los testimonios de hechos concretos, inexplicables, o francamente pavorosos no
faltan. En la hipótesis más “laica” y racionalista, parecería obligatorio suspender, por lo
menos, el juicio; para quien cree, con la Iglesia, en la existencia de esta criatura rebelde a
Dios, e instrumento misterioso en un plano divino igualmente impenetrable, la lectura es
mucho más clara y menos problemática. Pero desde cualquier punto de observación en el
que nos situemos, creemos que no se puede evitar apreciar la grandiosidad de esta lucha,

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el duelo épico entre dos gigantes. Si Padre Pío no fuera un sacerdote franciscano,
capuchino, y santo por la Iglesia católica, sino un monje zen de un remoto monasterio
japonés o un asceta sanniasi de la jungla india… pues bien, la batalla emprendida contra
el espíritu del Mal no perdería nada de su belleza y nobleza. Y, por lo menos en este
sentido, estamos seguros que, al relatarla, no traicionamos las expectativas de quien
tendrá la paciencia de leernos.
1 Jb 1, 1; 3. [Nota del Traductor]
2 Jb 1, 6-12. [N.d.T.]
3 Jb 1, 21. [N.d.T.]
4 Jb 2, 4-4. [N.d.T.]
5 Jb 2, 6-7. [N.d.T.]

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Antes del inicio

Francesco decidió consagrarse a Dios y al bien para siempre, toda la vida, a la edad de
cinco años. «Un impulso insólito para su edad –escribieron sus dos biógrafos, el padre
Melchiorre da Pobladura y el padre Alessandro da Ripabottoni– y probablemente sin
darse cuenta de un hecho tan comprometido y trascendental». No era un niño como los
otros, si bien no fue hasta mucho más tarde cuando se dieron cuenta del mundo
extraordinario en el que vivía ese cachorro humano del Sannio. «Los éxtasis y las
apariciones comenzaron cuando tenía cinco años, cuando surgió en él el pensamiento de
consagrarse definitivamente al Señor, y fueron continuos –afirma el padre Agostino da
San Marco in Lamis–. Cuando le preguntaron por qué había ocultado estos hechos
durante tanto tiempo (hasta 1915), cándidamente respondió que no había dicho nada
porque creía que eran cosas normales que les sucedían a todas las almas… A los cinco
años empezaron también las apariciones diabólicas».
Pero tal vez, “alguien” ya sabía que en Pietrelcina había llegado al mundo una
criatura que le habría creado no pocos problemas; tanto, que el propio Padre Pío cuenta,
en sus recuerdos de una infancia pobre y campesina, que cuando se iba a la cama, por la
noche, «mi madre apagaba la vela y aparecían muchos monstruos cerca de mí, y yo
lloraba; volvía a encender la vela y yo callaba, porque los monstruos desaparecían. La
volvía a apagar y, de nuevo, volvía a llorar por los monstruos…».
En el Diario del padre Agostino leemos: «Los éxtasis y las apariciones empezaron a
la edad de cinco años; y a esta misma edad empezaron las apariciones diabólicas que,
durante casi veinte años, tuvieron siempre formas muy obscenas, humanas y, sobre todo,
bestiales. Sólo casi veinte años después, por una simple coincidencia, su confesor supo
de estos fenómenos sobrenaturales, iniciados muchos años antes. El padre Agostino le
preguntó al Padre Pío cómo es que nunca le había hablado de las apariciones de la
Virgen y este le respondió: “¿Usted no ve a la Virgen?”. El padre Agostino respondió
con un “no” y Padre Pío respondió: “Usted lo dice por santa humildad”».
¿Qué veía el pequeño Francesco? Nos lo cuenta el testimonio del padre Gerardo
Saldutto: «Francesco era aún un niño cuando empezaron los éxtasis y las apariciones que
le acompañarían el resto de su vida. En esas visiones no sólo estaban Jesús, la Virgen,
ángeles y santos, sino también figuras diabólicas y demonios enfadados. El diablo, de
hecho, se le aparecía, cuando tenía tan sólo cinco años, con figuras horribles,
amenazadoras y espantosas; un tormento que no le daba tregua tampoco durante la noche
y “sin embargo, no tuve miedo de él”».
El demonio siguió apareciéndose a Francesco durante toda su infancia y
adolescencia, si bien el monje santo era reacio a hablar de sus experiencias espirituales y
físicas. Pero a través de una carta dirigida a la profesora Nina Campanile, una de sus
hijas espirituales, sabemos que en esa época, antes de entrar en el noviciado –estamos a
caballo entre los siglos XIX y XX–, los ataques eran frecuentes e implacables. «¡Dios

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mío! ¿A quién relatar ese martirio interno –escribía el Padre Pío– que tenía lugar dentro
de mí? El simple recuerdo de esa lucha intestina, que entonces sucedía dentro de mí, me
hiela la sangre en las venas, y ya han transcurrido casi veinte años. Sentía la voz del
deber de obedecerte, ¡oh Dios verdadero y bueno! Pero tus enemigos y los míos, ¡me
tiranizaban, me dislocaban los huesos, me escarnecían y me retorcían las vísceras!».
La Positio, el conjunto de documentos, testimonios y estudios realizados para decidir
si se podía incluir al Padre Pío entre los beatos y los santos, ofrece un relato preciso de
esta descripción, citando los Apuntes del padre Benedetto da San Marco in Lamis: «Las
vejaciones diabólicas empezaron a la edad de cinco años». Habla de «apariciones del
diablo en figuras asquerosas, a menudo amenazadoras, horribles y aterradoras. Era un
tormento ver que apagaban la vela y quedarse preso, todas las noches, indefectiblemente,
de estas representaciones. No podía dormir. Un poco de sopor y era turbado».
Escaramuzas, relámpagos lejanos de una futura tempestad.

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La visión

Toda gran misión necesita signos, un anuncio y una investidura. La guerra presupone un
objetivo y un enemigo. El objetivo –es evidente por todos los comentarios, autorizados,
sobre la persona del Padre Pío– era un objeto extraño para la mentalidad laica y
materialista de la que estamos impregnados: el alma. La suya, ante todo, y después la de
los demás, todos los demás. El enemigo es igualmente increíble para quien está
acostumbrado a razonar sólo en términos físicos; si bien, a pesar de su extraordinaria
astucia, de vez en cuando, por alguna misteriosa razón, deja que surja algo de su
presencia, perceptible, de forma concreta, también a los ojos ofuscados por la
materialidad y el dogma de la racionalidad que todo lo explica. Los signos premonitorios
de la hazaña a la que Francesco Forgione, nacido en 1887, estaba destinado los veremos
más adelante. El anuncio de la misión y la investidura tendrían que haber permanecido
secretos al estar vinculados a hechos extraordinarios y extraordinariamente personales.
En cambio, gracias a la afortunada y obligada curiosidad de los directores espirituales
del Padre Pío, los conocemos, en el relato que él mismo hizo, y cuyo manuscrito está
custodiado hoy, con sumo cuidado, en San Giovanni Rotondo.
Es un episodio de gran belleza, que tiene a veces el ritmo de un poema épico y, otras,
las características de la poesía religiosa de la Edad Media. Empezando por la frase
inicial, “en nombre de Jesús”: ¿cómo no recordar que en un mundo cultural que ha
conservado un rasgo formal muy cercano a nuestro pre-Renacimiento, el mundo
islámico, cada gesto, ya sea beber como subirse al coche, está marcado por la fórmula bi
ism allahi, “en nombre de Dios”? Y, a continuación, la “justificación” del escrito, con la
petición autorizada para narrar; y el título, “primera llamada…” que hace presuponer
otras; el uso de la tercera persona, como si quien escribe fuera un simple observador del
contexto espiritual en el que se produce el hecho extraordinario. Una atmósfera que nos
recuerda la Divina Comedia. Pero he aquí la visión “fundacional” de la vida del Padre
Pío.
In nomine Jesu. Amén.
Todo lo que iré narrando en este pobre escrito mío, lo hago en virtud de santa
obediencia. Sólo Dios puede comprender hasta el fondo con cuánta repugnancia lo
hago. Y si Él no hubiera fortificado bien mi espíritu en el respeto debido a la autoridad,
me habría negado con firmeza hasta llegar a la rebelión, y nunca hubiera puesto por
escrito lo que estoy a punto de hacer, conociendo muy profundamente la malicia de esta
alma que es premiada con tan importantes favores del cielo. Que Dios me asista y
fortalezca mi espíritu, para que pueda dominar la confusión que siento dentro de mí al
manifestar lo que iré narrando.
Primera llamada extraordinaria hecha a esta alma para que abandone el mundo y el
camino de la propia perdición para dedicarse enteramente al servicio de Dios.
Esta alma sintió con fuerza, desde la más tierna infancia, la vocación al estado

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religioso; pero al pasar los años, ¡ay de mí!, esta alma iba absorbiendo la vanidad de
este mundo. Por una parte, la vocación, que se hacía sentir con fuerza en esta alma, y
por la otra, el dulce pero falso goce de este mundo, empezaron a luchar entre ellos, en el
corazón de esta pobre; y tal vez –y sin tal vez– los sentidos, con el paso del tiempo,
habrían triunfado ciertamente sobre el espíritu y sofocado la buena semilla de la divina
llamada. Pero el Señor, que quería esta alma para sí, quiso favorecerla con esta visión.
Un día, mientras meditaba sobre su vocación y cómo tomar la decisión de decir
adiós al mundo para dedicarse enteramente a Dios en un sagrado recinto, fue
repentinamente extasiada y llevada a mirar con el ojo de la inteligencia las cosas, de
manera distinta a como se ven con los ojos del cuerpo.
Vio a su lado un hombre majestuoso de rara belleza, resplandeciente como el sol,
que la tomó de la mano. Oyó que le decía: «Ven conmigo, porque te conviene combatir
como un guerrero valeroso». La llevó a un campo abierto. Había una gran multitud,
dividida en dos grupos. En un lado, vio hombres de rostros bellísimos, cubiertos con
túnicas blancas, cándidas como la nieve; al otro, el segundo grupo, hombres de aspecto
horrible, con hábitos negros como si fueran sombras oscuras.
Entre estos dos numerosos grupos de hombres había un gran espacio, en el que el
guía colocó a esta alma. El alma estaba admirando estos dos grupos de hombres
cuando, de repente, avanzó en medio de ese espacio, que dividía a los dos grupos, un
hombre de altura desmesurada, que parecía tocar las nubes con la frente: su rostro
parecía el de un etíope, y era horrible.
Al verle, la pobre alma se sintió desconcertada, sintió que la vida se detenía. Este
extraño personaje avanzaba cada vez más. Su guía, que seguía a su lado, le dijo que
tendría que combatir con ese individuo. Ante estas palabras la pobre palideció, se puso
a temblar y estuvo a punto de caer desfallecida, tan fuerte era el terror que le causaba.
El guía la sostuvo por un brazo y, cuando la pobre se hubo recuperado un poco del
susto, se dirigió al guía pidiéndole que le evitara exponerla al furor de ese personaje tan
extraño; porque le decía que era tan fuerte que para aterrorizarlo no bastaban todas las
fuerzas de todos los hombres juntos.
«Vana es toda resistencia, te conviene pelear. Ánimo: entra con confianza en la
lucha, avanza con valentía que yo siempre estaré cerca; te ayudaré y no permitiré que te
derrote; como premio de tu victoria te daré una espléndida corona que te adornará la
frente».
La pobre alma cogió fuerza y entró en el combate con ese formidable y misterioso
personaje. El choque fue enorme, pero con la ayuda que le daba el guía, que nunca se
separó de ella, al final lo derrotó, lo venció y lo obligó a huir.
El guía, entonces, fiel a su promesa, sacó del interior de su túnica una corona de
gran belleza, nunca vista, que sería inútil describir, y se la puso en la cabeza, pero
enseguida la retiró diciendo: «Tengo otra más bella reservada para ti si sabes luchar
bien con ese personaje con el que acabas de combatir. Volverá a atacarte para
recuperar el honor perdido. Combate con valentía y no dudes de mi ayuda. Mantén los
ojos abiertos, porque este personaje actuará contra ti cogiéndote por sorpresa. No te

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asustes si te molesta, no tengas miedo de su formidable presencia, recuerda lo que te he
prometido: siempre estaré cerca de ti, te ayudaré siempre, para que consigas
derrotarlo».
Una vez derrotado ese hombre misterioso, la gran multitud de hombres de aspecto
horrible se dio a la fuga entre chillidos, imprecaciones y gritos que aturdían, mientras
que de los pechos de la otra multitud de hombres de bellísimo aspecto salían voces de
aplauso y de alabanza hacia ese hombre maravilloso y más luminoso que el sol, que
había ayudado de manera tan magnifica en esa dura batalla a la pobre alma.
Así acabó la visión.
Dentro de esa pobre alma permaneció tal valor por esta visión, que rompió
eternamente con el mundo, como si de mil años se trataran, para dedicarse por entero al
servicio divino en algún instituto religioso.
Esta alma comprende el significado de esta visión, pero no con total claridad. Sin
embargo, el Señor quiso manifestar el significado de esta simbólica visión con otra
visión pocos días antes de entrar en el convento. Digo pocos días antes, porque ella ya
había pedido permiso para entrar a ese superior provincial, que le había dado una
respuesta afirmativa, cuando el Señor le dignó con otra visión, que fue puramente
intelectual.
Era el día de la Circuncisión de Nuestro Señor, cinco días antes de que esta alma
saliera de la casa paterna. Ya había comulgado y mientras estaba en oración con su
Señor, una luz sobrenatural interior la cubrió de repente. Por medio de esta purísima
luz comprendió, de manera fulminante, que su entrada en la orden para dedicarse al
Rey celestial no era otra cosa sino exponerse a la lucha con este misterioso hombre
infernal con el que había sostenido la batalla en la visión precedente.
Comprendió entonces, y esto le dio valor, que si bien los demonios estarían
presentes en el combate para reírse de sus derrotas, no tenía nada que temer porque los
ángeles la ayudarían en sus combates para aplaudir las derrotas de Satanás.
Unos y otros estaban simbolizados en los dos grupos de hombres que había visto en
la otra visión. Comprendió, además, que no debía temer al enemigo con el que tenía que
luchar, aunque era terrible, porque Él mismo, Jesucristo, representado por ese hombre
luminoso que le había hecho de guía, la ayudaría y estaría siempre cerca de ella para
ayudarla y premiarla en el Paraíso por las victorias que conseguiría siempre que,
confiada la lucha sólo a él, hubiera combatido con generosidad.
Esta visión fortaleció a esta alma en su último adiós al mundo. Pero no hay que
creer que esta alma no sufrió al abandonar a su familia, a la que estaba muy unida. Le
dolían incluso los huesos al separarse de ella y este dolor era tan agudo que estuvo a
punto de desfallecer.
A medida que se acercaba el día de su partida, este sufrimiento aumentaba. La
última noche que pasó con su familia el Señor la consoló con otra visión. Vio a Jesús y a
Su Madre que, en toda su majestad, le dieron ánimos y garantizaron su predilección.
Después, Jesús puso su mano sobre su cabeza y esto bastó para darle fuerza en la parte
superior del alma, por lo que no derramó una sola lágrima en la dolorosa separación, a

17
pesar del sufrimiento que le desgarraba el alma y el cuerpo.
La visión lleva fecha 1 de enero de 1903. Veintiún días más tarde, Francesco
Forgione abandonaba para siempre el nombre con el que había nacido y asumió, en el
noviciado de Morcone, el de Padre Pío de Pietrelcina, y se ponía el hábito franciscano y
capuchino.
Eligió ese nombre porque en la pequeña iglesia de Pietrelcina una urna contiene los
restos de un mártir del que no se sabe nada más, traídos aquí desde Roma a mediados del
siglo XVIII, como regalo de la Santa Sede al príncipe Carafa, feudatario del territorio
pietrelcinés. Este cristiano de los tiempos antiguos se convirtió, con el nombre de san
Pío, en el copatrono del pueblo. El día de la “vestición”, Francesco Forgione asumió su
nombre, sin imaginarse que Pietrelcina añadiría, en el nuevo milenio, otro san Pío.
Cuatro años y cinco días más tarde, el 27 de enero de 1903, en el convento de Sant‘Elia a
Pianisi, firma el pacto de consagración. La guerra se ha iniciado.

18
Cartas

Si es verdad, como sostiene don Gabriele Amorth y como efectivamente es evidente por
los testimonios que hemos encontrado en la Positio, que el Padre Pío fue objeto de todo
tipo de ataques por parte del demonio a lo largo de su vida, hasta pocos días antes de su
muerte, no hay duda que la batalla fue especialmente dura, dinámica y profunda durante
el difícil periodo transcurrido en Pietrelcina, antes que el monje santo entrase en el
perdido, aislado y paupérrimo convento de San Giovanni Rotondo. Un periodo difícil,
atormentado, en el que el deseo de abrazar plenamente la regla de san Francisco parecía
chocar con un impedimento físico constante. Cada vez que el hermano Francesco
Forgione intentaba formar parte de la vida monástica, su salud empeoraba, hasta el punto
que los superiores se sentían obligados a enviarlo de vuelta a casa, con la esperanza que
el aire de su pueblo natal lo ayudase a restablecerse. O para que pudiera pasar a mejor
vida estando en familia. El Padre Pío vivía en la “torrecilla”, una habitación rústica y
pobre en la que estudiaba y rezaba. Era una casa que pertenecía a su familia y hay
testimonios indirectos sobre la presencia del Padre Pío en ese lugar de retiro, y de los
hechos extraordinarios que allí ocurrían. Giovannina Iadanza, una paisana del Padre Pío,
terciaria franciscana, que vivía precisamente frente a la “torrecilla”, en un edificio que
siempre ha pertenecido a su familia, le contó al padre Gerardo Saldutto que su abuela
«difícilmente nos hablaba de los episodios que sucedían en la “torrecilla” cuando vivía
en ella el Padre Pío, para no asustarnos. Pero he oído a algunos paisanos hablar de los
“ruidos” que procedían de allí.
Algunos contaban que a menudo el tío Giuseppe pedía poder ir a curiosear a través
del ojo de la cerradura (y puesto que en esa época las llaves eran muy grandes, se podía
ver bien lo que sucedía al otro lado de la puerta) para atribuir a esos rumores hechos
reales. Los relatos que sucedían en esa habitación eran terribles: el Padre Pío recibía
verdaderos ataques del maligno, caía al suelo, todo lo que había en la habitación volaba
por los aires. Pero el Padre Pío, a pesar de ser objeto de los ataques del maligno, en esa
“torrecilla” estudió, escribió cartas y, de alguna manera, descansó».
Vejaciones y tormentos diabólicos forman parte del tejido del que están vestidos
muchos santos. Sin embargo, a veces las huellas son mínimas, porque los interesados no
quieren dar a conocer ese particular recorrido de purificación. En el caso del Padre Pío,
debemos estar especialmente agradecidos a sus directores espirituales de ese periodo, el
padre Agostino da San Marco in Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis,
que le mandaron escribir con detalle lo que le sucedía.
De su epistolario podemos darnos cuenta del amplio abanico de agresiones al que
estaba sometido el joven fraile. El 6 de julio de 1910 escribía al padre Benedetto:
«…detrás de las innumerables tentaciones, a las que estoy sujeto cada día,
permanece en mi mente una duda que me atormenta: si verdaderamente las he
expulsado…

19
La pluma no puede describir lo que pasa por mi alma en estos momentos de
ocultación de Jesús. El maligno acentúa la incertidumbre de haber expulsado o no las
tentaciones cuando me acerco a la santísima comunión. Son momentos, padre mío, de
gran batalla. Y ¡cuánta fuerza me debo dar para no privarme de tanto consuelo! Y
usted, padre, ¿qué piensa de todo esto? ¿Es el demonio el que suscita todo esto o me
engaño a mí mismo? Dígame cómo debo comportarme».
En la carta siguiente al padre Benedetto, fechada el 17 de agosto de 1910, el Padre
Pío nos da una indicación del tipo de tentaciones a las que estará sometido toda su vida:
«…Sin embargo, también es verdad que el demonio no puede darse tregua para
hacerme perder la paz del alma y, así, disminuir en mí toda la confianza que tengo en la
divina misericordia. Y esto intenta obtenerlo, sobre todo, mediante tentaciones
continuas contra la santa pureza, que va suscitando en mi imaginación y, a veces,
sencillamente mirando cosas que no digo que son santas, pero al menos indiferentes».
Una situación de verdadero acorralamiento, como podemos leer en una carta
posterior, del 1 de octubre de 1910:
«…No sé cómo dar las gracias al amado Jesús, que tanta fuerza y valor me da para
soportar no sólo las enfermedades que me manda, sino las continuas tentaciones, que él
por desgracia permite y que día a día se van multiplicando. Estas tentaciones me hacen
temblar de la cabeza a los pies ante la idea de ofender a Dios. Espero que en el futuro
sea, por lo menos, parecido al pasado, es decir, no permanecer víctima. Padre mío, esta
pena es demasiado fuerte para mí».
Unos meses más tarde, vemos que además de las tentaciones, el adversario del monje
santo abre otro frente, el de la duda. El 2 de junio de 1911 escribe al padre Benedetto
desde la “torrecilla”:
«… Nuestro común enemigo sigue haciéndome la guerra y hasta ahora no ha dado
señal alguna de querer retirarse y darse por vencido. Quiere que me pierda a toda
costa; me presenta el cuadro doloroso de mi vida y, lo que es peor, me insinúa
pensamientos de desesperación.
Pero siento la obligación, ante nuestra Madre María, de rechazar estas insidias del
enemigo. Dele también usted las gracias a esta buena Madre por dichas gracias
singularísimas, que poco a poco me va impetrando; mientras tanto, le pido que me
sugiera algún nuevo modo para que pueda complacer en todo a esta bienaventurada
Madre».
El “baffettone”6 lo llama el Padre Pío a finales de diciembre de 1911, y es en este
periodo cuando empezamos a saber de verdaderas agresiones y trastornos de origen
probablemente diabólico. Se habla de ello en la carta al padre Benedetto del 13 de enero
de 1912:
«En cuanto al estado físico, si exceptuamos la vista, que no quiere volver, estoy
bastante bien. Respecto al estado moral, sólo le digo que el ogro7 no quiere dejarme
para nada; al contrario, me causa cada vez más dificultades. Pero también es verdad
que Jesús está conmigo. Permítame la frase que estoy a punto de usar: tengo una
continua indigestión de consolación».

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Encontramos casi los mismos conceptos en la carta al padre Agostino, cinco días
más tarde, pero con detalles decididamente inquietantes:
«…De salud estoy bastante bien, pero la vista no quiere volver. El ogro no se quiere
dar por vencido. Ha adoptado casi todas las formas. Desde hace varios días viene a
visitarme con otros satélites suyos armados con bastones y artefactos de hierro y, lo que
es peor, se presentan con su propia forma. ¡Cuántas veces me habrá echado de la cama
arrastrándome por la habitación! Pero, ¡paciencia! Jesús, la Madre, el Ángel, san José
y el padre san Francisco están casi siempre conmigo…».
El Padre Pío no consideraba su permanencia en Pietrelcina como unas vacaciones,
todo lo contrario; y de todas formas, había alguien que estaba haciendo de todo para
conseguir que fuera menos agradable. Veamos, por ejemplo, qué escribía al padre
Agostino en enero de 1912:
«¡Cuándo terminará mi penitencia en este lugar! Si usted fuera libre de emprender
un viaje, no dudaría en dirigirle en esta carta una cálida invitación a dejar todo por un
momento y venir a consolarme en mi exilio. Pero, ¡que se haga la voluntad de Dios, que
quiere que prolongue mi penitencia en este lugar!
En este día especialmente estoy haciendo una suma y prolongada indigestión de
divina consolación. El ogro, con muchos de sus iguales, con excepción del miércoles, no
deja de luchar contra mí, diría incluso, a muerte…
De jueves a sábado sufro bastante. Se me ofrece todo el espectáculo de la Pasión y
se puede usted imaginar si hay consolación en medio de todo esto. En estos días, más
que nunca, nuestro común enemigo hace todo lo posible para perderme y destruirme,
como me repite siempre».
El padre Agostino responde inmediatamente, en latín y en francés:
«…Gaudeo quoque quod linguam gallicam etiam cognoscere coepisti. Optime! Très
bien petit enfant! Dieu te bénie! Au revoir, mon très chéri petit enfant»8.
Una particularidad que volveremos a ver debida a la convicción, tal vez ingenua, que
si escribe en francés, en latín y en griego provocaría una segura irritación en el demonio.
El padre Agostino se preguntaba cómo era posible que el Padre Pío conociera una lengua
que no había estudiado nunca:
«…Que el buen Jesús sea en ti glorificado y no temas las insidias y los combates a
los que te somete el enemigo: siempre triunfarás para gloria de Dios… ¿Quién te ha
enseñado el francés?».
La batalla continúa. El 28 de febrero de 1912, el fraile le escribe al padre Agostino:
«…las visitas de estos personajes habituales siguen y son cada vez más frecuentes,
las batallas no cesan. A veces me parece que esos cosacci9 se la toman más con las
personas que me aman que conmigo. Pero se me asegura que no debo temer nada».
Agresiones que son paralelas a una mayor participación de los tormentos de la Pasión.
«Desde el jueves por la noche hasta el sábado, como también el martes, es una tragedia
dolorosa para mí. Es tanto el dolor que siento que parece que mi corazón, manos y pies
están atravesados por una espada. El demonio, mientras tanto, no deja de aparecer ante
mí con sus formas horribles, golpeándome de manera terrible» (Pietrelcina, 21 de marzo

21
de 1912). Y el 31 del mismo mes, el Padre Pío le cuenta al padre Agostino: «… En estos
santos días el ogro me aflige más que nunca. Le ruego que me encomiende al Señor,
para que no caiga víctima de este común enemigo», que decide pasar a la acción, como
cuenta el 18 de abril de 1912: «… estaba aún en la cama cuando me visitaron esos
cosacci, que me pegaron bárbaramente; considero una gracia haber podido soportar los
golpes sin morir, una prueba, padre mío, que era muy superior a mis fuerzas… El
demonio no hará posible que nos veamos antes del capítulo, pero no importa si consigue
que no nos abracemos físicamente». Es una presión continua: «… El demonio sigue
aterrorizándome. Y después de que usted me escribiera que tal vez a mediados de este
mes nos volveremos a ver, me atemoriza aún más diciéndome que tiene que destruirme.
¿Se lo permitirá Jesús? Oh, padre mío, estoy preparado para todo; pero espero que
Jesús no le dé este permiso» (1 de mayo de 1912).
Pero se le debió dar algún tipo de permiso, porque el 28 de junio de 1912 el Padre
Pío escribía al padre Agostino: «Padre queridísimo, es necesario que le explique qué me
ha sucedido estas dos últimas noches.
La otra noche la pasé fatal: desde las diez que me fui a la cama hasta las cinco de la
mañana ese cosaccio me pegó continuamente. Las sugestiones diabólicas que ponía en
mi cabeza fueron muchas: pensamientos desesperados, de desconfianza hacia Dios.
Pero ¡viva Jesús!, porque me protegí repitiéndole a Jesús: vulnera tua merita mea10.
Creía realmente que esa iba a ser mi última noche de vida; y si no moría, que
perdería la razón. Pero bendito sea Jesús, nada de esto ha sucedido.
A las cinco de la mañana, cuando ese cosaccio se fue, un frío invadió toda mi
persona. Empecé a temblar de la cabeza a los pies, como una caña ante una tormenta.
Duró un par de horas. Expulsé sangre por la boca.
Al final vino el Niño Jesús, al que le dije que sólo haría su voluntad. Me consoló y
alivió mis sufrimientos de la noche».
Entonces empezó otra forma de perturbación: cortar los “abastecimientos”
espirituales necesarios con que el joven fraile capuchino, encerrado en su “torrecilla”,
contaba para no ceder a los asaltos. Una verdadera y propia estrategia bélica, consistente
en impedir los contactos del Padre Pío con sus directores espirituales. Al comienzo de la
guerra –el religioso aún no ha llegado a San Giovanni Rotondo–, vemos que los
impedimentos son muy primitivos, podríamos casi decir brutales, como se lee en la carta
enviada al padre Agostino desde Pietrelcina el 9 de agosto de 1912: «Hace tiempo que
deseaba escribiros, pero el ogro me lo ha impedido. He dicho que me lo ha impedido
porque cada vez que estaba a punto de escribiros, me sobrevenía un fortísimo dolor de
cabeza, que parecía que se me iba a partir en dos, acompañado por un dolor muy agudo
en el brazo derecho, que me imposibilitaba mantener la pluma en la mano».
Las agresiones diabólicas tienen, sin embargo, una contrapartida: «…Estaba en la
iglesia dando gracias por la misa cuando, de repente, sentí que un fuego muy vivo y
ardiente hería mi corazón. Pensaba que me moría… El alma, víctima de estos consuelos,
se queda muda. Me parecía que una fuerza invisible me sumergía totalmente en ese
fuego. ¡Dios mío, qué fuego! ¡Qué dulzura!

22
… Sin embargo, no crean que el ogro me deja en paz. Son tales los tormentos que
inflige a mi cuerpo que les dejo imaginar los consuelos divinos a los que está sujeta mi
alma. Viva siempre el dulcísimo Jesús, que me da tanta fuerza para poder reírme en la
cara de ese cosaccio».
La riqueza de los episodios contados por el joven franciscano a sus guías espirituales
constituye un verdadero tesoro para los estudiosos de las relaciones entre santidad y
presencias diabólicas, un tesoro que, tal vez, no ha sido examinado aún con la debida
atención para comprender de qué modo estos dos caminos, aparentemente tan
divergentes, en realidad se cruzan a menudo, o marchan de manera paralela de modo que
llegan a ser familiares. Y, de nuevo, no podemos dejar de mencionar, para subrayar este
“contacto recurrente” entre el santo y el Diablo, algunos ejemplos bíblicos, como el
Libro de Job o el diálogo en los Evangelios entre Jesús y el Tentador, con una punta de
ironía característica de la región de Campania, como leemos el 14 de octubre de 1912, en
las palabras dirigidas al padre Agostino:
«Estimadísimo padre:
Mi débil existencia continúa en esta vida en medio de la batalla.
¿Sabe lo que ha intentado el diablo? Él no quería que en la última carta que le he
enviado le informara de la guerra que sostiene contra mí. Y como yo, tal como es
habitual, no quise escucharle, empezó enseguida a sugerirme: “Gustarías más a Jesús si
rompieras la relación con tu padre; él es para ti un ser bastante peligroso, es un objeto
de gran distracción para ti. El tiempo es muy valioso, no lo malgastes en esta peligrosa
correspondencia con este padre; utilízalo en rezar por tu salud, que está en peligro. Si
sigues en este estado, te aviso que el infierno siempre está abierto para ti”.
A esta diabólica sugerencia respondí de manera evidentemente sarcástica: “Tengo
que confesarle mi error. Hasta ahora he estado viviendo una falsa suposición, no creía
que era tan bueno en la dirección espiritual. Me duele no poder asumirle como mi
director, porque este padre mío ejerce este papel desde hace mucho tiempo y nuestra
relación ha llegado a tal punto que es imposible para mí romperla de golpe. Vaya, vaya,
seguro que encuentra otras almas que le asumirán como director de su espíritu al ser
usted tan bueno en dicha materia”.
No recibí respuesta de ellos (digo ellos porque eran más de uno, aunque el que
hablaba era sólo uno) porque se echaron encima de mí, maldiciéndome y diciendo que
me destruirían si no cambiaba de idea respecto a nuestra relación.
Ésta es la guerra que tengo que combatir a día de hoy. Quiere que cese totalmente
cualquier tipo de relación y comunicación con usted. Y si no hago lo que me pide,
amenaza con hacerme cosas que la mente humana nunca podría imaginar.
Padre mío, es verdad que me siento bastante débil, pero no temo. ¿Acaso Jesús no
ve mi angustia y el peso que me oprime?».
El Padre Pío, aislado en su refugio de Pietrelcina, sentía una gran necesidad de
contacto con sus directores espirituales. Una necesidad que surgía con más fuerza en el
periodo atormentado de la “noche oscura”. Hay quien intenta menoscabar esta relación
hasta romperla; el resultado se obtendrá más adelante, paradójicamente, gracias a una de

23
las visitas apostólicas. Pero en esta fase los intentos de aislamiento son realizados aún de
manera directa:
«…Estoy seguro que a estas alturas el padre Evangelista ya os ha informado de la
nueva fase de la guerra que esos apóstatas impuros lanzan contra mí. Estos, padre mío,
al no poder derrotar mi constancia en informaros de sus insidias, se han agarrado a este
otro extremo: desearían atraparme en sus redes privándome de sus consejos, que usted
me da a través de sus cartas, único consuelo mío. Y yo lo soportaré para gloria de Dios
y para confusión suya.
¿No le dije a usted que Jesús quiere que sufra sin consuelo? ¿Acaso no me ha
pedido y elegido para ser una de sus víctimas? Y el dulcísimo Jesús me ha hecho
comprender, por desgracia, todo el significado de víctima. Es necesario, estimado
padre, llegar al consummatum est y al in manus tuas.
No le cuento de qué manera me golpean esos desgraciados. A veces siento que estoy
a punto de morir. El sábado me pareció que querían realmente acabar conmigo, ya no
sabía qué santo implorar; me dirijo a mi ángel y después de hacerse esperar un buen
rato, helo aquí al final aleteando a mi alrededor y con su angélica voz cantar himnos a
la divina Majestad. Sucedió una escena que es habitual: le grité con dureza por haberse
hecho esperar durante tanto tiempo, mientras yo no dejaba de pedir su ayuda…»
(Pietrelcina, 5 de noviembre de 1912).
Mientras tanto, la batalla sobre las cartas continúa, a un nivel que podríamos definir
casi infantil. El padre Agostino escribe a su discípulo (es el 6 de noviembre de 1912) en
francés, convencido de pagar con la misma moneda al diablo:
«Mon très chéri fils en Jésus-Christ, c’est avec plaisir que j’apprends la nouvelle
phase de la guerre que te fait continuellement notre très laid ennemi: n’aie pas peur de
lui, car il sera toujours entièrement vaincu. N’importe qu’il vient avec ses troupes, parce
que toute l’armée de l’enfer obéit a la permission de Dieu.
Conserve toujours la sainte humilité à la divine volonté, car le superbe tentateur
tremble par l’humilité des fils de Dieu… La bataille finira et celle-la aura le triomphe
immortel… Je salue de tout coeur ton bon petit ange et, si bien le voudra, je lui
commande au nom de Jésus de ne pas permettre dans l’avenir que les ennemis déchirent
mes lettres, mais plutôt vouloir qu’ils se consomment dans leur rage: c’est pur cela que
je t’écrive en français: puis quand j’aurai le temps, je t’écrirai en grec».
(Queridísimo hijo en Jesucristo: Es con gran placer que vengo en conocimiento de
la nueva fase de la guerra de nuestro feo enemigo contra ti: no le temas, porque siempre
será derrotado. No importa si viene con su tropa, porque todo el ejército del infierno
obedece al permiso de Dios… Saludo de todo corazón a tu angelito y, si quiere, le
ordeno en nombre de Jesús que no permita en futuro que los enemigos rompan mis
cartas, sino que se consuman en su rabia. Es por este motivo por el que te escribo en
francés. Cuando tenga tiempo, te escribiré en griego).
El “angelito” del Padre Pío debe haber escuchado, por lo menos en parte, el
llamamiento del maestro y del discípulo, porque el 18 de noviembre el Padre Pío escribe:
«…El que siempre está cerca de mí ha venido, por fin, a derrotar al enemigo

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infernal para que yo le pueda escribir estas pocas líneas. Pero estoy bastante débil. El
enemigo ya no quiere abandonarme, toca a mi puerta continuamente. Intenta envenenar
mi vida con sus insidias infernales.
Le disgusta sumamente que se lo cuente. Me sugiere que deje de contarle lo que
pasa entre él y yo, y me insinúa que os narre las visitas buenas al ser, dice él, las únicas
que pueden gustaros y edificaros.
…El arcipreste, consciente de la batalla de estos apóstatas impuros respecto a sus
cartas, me aconsejó que cuando me llegara su primera carta, fuera a abrirla a su casa.
Así hice cuando recibí vuestra última misiva. Pero cuando la abrimos la
encontramos toda manchada de tinta. ¿Habría sido también esto una venganza del
ogro? No puedo creer que usted me la haya enviado así, porque usted bien conoce mi
“cecocenzia”11.
Lo que había escrito nos pareció ilegible, pero cuando le pusimos encima el
crucifijo, este arrojó un poco de luz, lo suficiente para poder leerla, aunque con
dificultad. Esta carta está bien conservada».
Entra en escena, en este momento, otro personaje religioso, un sacerdote residente en
Pietrelcina. Como escribe el padre Gerardo Saldutto: «Durante su larga estancia en
Pietrelcina, los directores espirituales del Padre Pío, el padre Agostino da San Marco in
Lamis y el padre Benedetto da San Marco in Lamis, aun siguiendo su relación epistolar
con él, le aconsejaron encomendarse a un director espiritual y confesor in loco, que lo
ayudase a afrontar y resolver sus problemas internos más urgentes. Para esta tarea se
dirigió al arcipreste de Pietrelcina, don Salvatore Pannullo, que de este modo fue en esos
años copartícipe espiritual, pero también testigo objetivo de muchos acontecimientos
inexplicables». La batalla, mientras tanto, se había desplazado a las cartas, de manera
muy decidida. El padre Agostino se lamenta, desde San Giovanni Rotondo, el 8 de
diciembre de 1912: «… No te he escrito antes porque estaba ocupado en muchas tareas.
Escribo en griego a pesar del enemigo, cuya lucha es ridícula. ¿Qué quiere y qué hace
destruyendo mis cartas? ¿Acaso no conoce el poder de Dios? No escuches al maligno ni
te preocupes de su guerra».
Entonces se planteó el problema de leer las cartas que, misteriosamente, llegaban en
blanco o cubiertas de manchas de tinta. Escribe el Padre Pío el 13 de diciembre de 1912:
«… Con la ayuda del buen angelito, el pérfido plan del cosaccio ha fracasado; he
podido leer su carta. El angelito me había sugerido que cuando llegara una carta suya
la rociara con agua bendita antes de abrirla. Así hice con su última carta. ¡Qué rabia
ha debido sentir el ogro! Su deseo es acabar conmigo a toda costa. Está utilizando todas
sus artimañas diabólicas. Pero será aplastado. El angelito me lo ha garantizado, el
paraíso está con nosotros». Desaires aparte, continuaban los trucos ya experimentados
precedentemente: «La otra noche se me presentó con el aspecto de uno de nuestros
padres, transmitiéndome una orden muy severa del padre provincial de no volver a
escribirle, porque es contrario a la pobreza e impedimento grave a la perfección.
Confieso mi debilidad, padre mío, lloré amargamente, creyendo que esto era una
realidad. Nunca habría podido sospechar mínimamente que esto era un engaño del

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ogro, si el angelito no me hubiera revelado el ardid. Sólo Jesús sabe lo que se necesita
para persuadirme. El compañero de mi infancia intenta eliminar el dolor que me
infligen estos apóstatas impuros, meciendo el espíritu en un sueño de esperanza.
Yo estoy tranquilo, resignado a todo, y me atrevo a esperar que estos artificios
diabólicos no produzcan los efectos desastrosos que durante un tiempo me asustaron».
Una vez que su director espiritual le envió una carta escrita en francés “para fastidiar
al demonio”, cuando el Padre Pío la abrió, en presencia del arcipreste don Salvatore
Pannullo, encontró una gran mancha de tinta, aunque consiguió hacerla legible. Don
Salvatore dejó un testimonio escrito del hecho:
«25 de agosto de 1919
Yo, el abajo firmante, arcipreste de Pietrelcina, testifico bajo la santidad del
juramento, que la presente, abierta en mi presencia, llegó tan manchada que era del
todo ilegible. Una vez puesto encima el crucifijo, rociada con agua bendita y recitados
los santos exorcismos, se pudo leer como consta. De hecho, llamé a mi sobrina Grazia
Pannullo, maestra…» que sabía francés, «… que la leyó en presencia del Padre Pío y
mía, ignorando los rituales que había realizado antes de llamarla».
En otra ocasión, manteniendo la promesa dada, el padre Agostino escribió en griego,
con la ingenua esperanza de que Satanás no conociera esta lengua (olvidándose,
evidentemente, que la glosolalia es uno de los posibles indicios de presencia diabólica en
una persona). Pero tampoco el Padre Pío conocía el griego y le reveló al arcipreste que
su Ángel Custodio le había explicado todo, como testimonia el párroco: «Certifico que
yo, el abajo firmante arcipreste de Pietrelcina, bajo la santidad del juramento, tras haber
recibido la presente me explicó literalmente el contenido. Al preguntarle cómo había
podido leerla y explicarla no conociendo el alfabeto griego, me respondió: “¿Sabe? El
Ángel Custodio me ha explicado todo”».
Ése fue un momento duro para el joven capuchino que, además, parecía estar muy
convencido de estar cerca del final de su existencia terrenal. De las cartas de este periodo
nos damos cuenta de la presencia, además, de vejaciones y malestares físicos y no se
puede excluir que también estos puedan atribuirse a una influencia diabólica. Entre
diciembre de 1912 y enero de 1913, el Padre Pío escribe: «…esos cosacci intentan
atormentarme de todas las maneras posibles. Por esto me lamento a Jesús y oigo que me
repite: “Valor, que después de la batalla viene la paz”. Estoy dispuesto a todo, con tal
de hacer su voluntad. Rece por mí, se lo suplico, que el resto de vida que me quede lo
dedique a su gloria y que este tiempo que quede corra de tal modo que se propague la
luz». De nuevo: «… Jesús, además de la prueba de los temores y temblores espirituales
con una pizca de desolación, va añadiendo también esa larga y variada prueba del
malestar físico, sirviéndose para esto de esos feos cosacci.
Vea lo que tuve que sufrir hace unas noches por culpa de esos apóstatas impuros. A
altas horas de la noche empezaron su asalto con un ruido endiablado y, aunque al
principio no veía nada, comprendí quién hacía este extraño rumor. Y en vez de
asustarme, me preparé al combate con una sonrisa irónica en los labios.
Entonces sí que aparecieron ante mí en las formas más abominables. Y para

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hacerme prevaricar empezaron a tratarme con guante blanco; pero gracias al cielo les
grité con todas mis fuerzas, tratándoles por lo que valen. Y cuando vieron que todos sus
esfuerzos se desvanecían, se lanzaron contra mí, me tiraron al suelo y me golpearon con
fuerza, lanzando almohadas, libros, sillas, emitiendo al mismo tiempo gritos
desesperados y pronunciando palabras soeces.
Por suerte, las habitaciones cerca de la mía y la que está debajo están deshabitadas.
Me quejé al angelito y este, tras echarme un sermón, añadió: “Dale gracias a Jesús por
tratarte como elegido para que le sigas de cerca por la cuesta del Calvario… ¿Crees
que no estaría tan contento, si no te viera tan abatido?… Jesús permite estos asaltos al
demonio porque su piedad hace que te ame y quiere que te parezcas a Él en las
angustias del desierto, del huerto y de la cruz. Tú defiéndete, aleja siempre y desprecia
las insinuaciones malignas y si tus fuerzas no te bastan, no te aflijas, amado de mi
corazón, yo estoy cerca de ti”».
Pero, ¿realmente estaban deshabitados los alrededores de la “torrecilla” donde el
fraile, siguiendo la estela de muchos otros santos y eremitas de la historia cristiana,
llevaba a cabo su paso por el desierto? A este respecto escribe el padre Gerardo Saldutto,
que ha llevado a cabo una valiosa serie de entrevistas entre los paisanos del lugar: «A
veces, el estruendo de esas luchas misteriosas era tan fuerte que despertaba a la gente del
vecindario, que a la una o dos de la madrugada salía de casa para ver lo que estaba
pasando allí arriba. Conmueve la preocupación amorosa de la madre del Padre Pío,
mamá Peppa, que cada mañana iba a la habitación de su hijo para ver cómo estaba y
encontraba todo hecho un caos: colchón, silla, cama y a él tan trastornado y agotado que
casi no conseguía hablar. Entonces le preguntaba, desgarrada: “Hijo mío, ¿cómo vas a
poder seguir adelante así?” y él la consolaba y le decía que no se preocupara, que
siempre tenía a su lado a la Virgen que le daba fuerza y lo ayudaba».
Su hermano Michele, años más tarde, contaba que después de la marcha definitiva
del Padre Pío desde Pietrelcina, primero para ir a Foggia y, después, para San Giovanni
Rotondo, se seguían oyendo en la “torrecilla” ruidos terribles y horripilantes. El maligno
estaba al acecho esperando el retorno del Padre que, después de la última visita en 1916,
no volvería nunca más. Cuando Michele le contó esto a su hermano, este le aconsejó que
llamara a un sacerdote para que bendijera la casa, porque esos cosacci aún no se habían
ido. Michele Forgione hizo exorcizar la habitación y cesaron los rumores, el lanzamiento
y la destrucción de objetos. Estos extraños episodios confirmaron a todos que el joven
capuchino verdaderamente era el objeto de los tormentos del diablo, que quería
obstaculizar su misión y que en este periodo parecía estar interesado, sobre todo, en
romper el vínculo entre el Padre Pío y sus directores espirituales, probablemente –es
nuestra hipótesis– para hacer más eficaces los ataques sucesivos de las tentaciones y las
dudas, que continuaron aún durante mucho tiempo. Las peticiones en este sentido
parecían concretas. Escribe el morador de la “torrecilla” el 1 de febrero de 1913: «…Esos
cosacci, al recibir su carta, antes de abrirla me dijeron que la rompiera o que la
quemara. Si hacía esto se irían para siempre y no me molestarían nunca más.
Yo permanecí mudo, sin darles ninguna respuesta, aunque en mi corazón les

27
despreciaba. Entonces añadieron: “Pedimos esto sencillamente como condición para
retirarnos. Al hacer esto, no lo haces como desprecio a nadie”. Les respondí que nada
me movería de mi propósito.
Se lanzaron contra mí como tigres hambrientos, maldiciéndome y amenazándome,
diciendo que me lo harían pagar. Padre mío, ¡han mantenido su palabra! A partir de
ese día me pegan diariamente. Pero no me asusto. ¿Acaso no tengo en Jesús a un
padre? ¿Acaso no es verdad que siempre seré su hijo?».
Asombra la “fisicidad” de los ataques, aunque es precisamente en esta época cuando
el Padre Pío empieza a expresar claramente que su batalla personal se encuadra en el
gran fresco de una lucha nacida inmediatamente después de la creación.
«Amadísimo padre:
Estoy bastante contento. Jesús no deja de amarme, a pesar de no merecerlo, porque
no evita que esos feos tortazos me aflijan. Han pasado ya veintidós días desde que Jesús
les permitió desahogar su ira sobre mí. Mi cuerpo, padre mío, está todo él magullado
por la gran cantidad de golpes que hasta el presente nuestros enemigos me han dado.
En más de una ocasión han llegado incluso a quitarme el camisón y a golpearme en
ese estado. Ahora dígame, ¿no ha sido tal vez Jesús quien me ha ayudado en estos
momentos tan tristes en los que, privado de todo, los demonios han intentado destruirme
y perderme? Añada además que después de que estos se hayan ido, me quedaba
desvestido durante mucho tiempo, porque no podía moverme, en esta estación tan fría.
¡Cuántas dolencias debería tener si nuestro dulcísimo Jesús no me hubiera ayudado!
Ignoro lo que me sucederá; sin embargo, sé con certeza una sola cosa y es que el
Señor nunca faltará a su promesa: “No temas, te haré sufrir, pero te daré también la
fuerza –me repite Jesús–. Deseo que tu alma, con martirio diario y oculto, sea
purificada y probada; no te asustes si permito que el demonio te tiente, que el mundo te
desagrade, que las personas que tú más amas te aflijan, porque nada prevalecerá contra
aquellos que gimen bajo la cruz por amor mío, ya que he obrado para protegerlos”»
(Pietrelcina, 13 de febrero de 1913).
Esta conciencia hace que el aislamiento y la dureza de la lucha sean menos arduos.
Hace tres años que el Padre Pío vive en Pietrelcina, aunque su deseo sería entrar en el
convento. Y las agresiones no cesan. Relata el 8 de abril de 1913: «… Esos cosacci no
cesan de golpearme, de arrojarme a veces de la cama, llegando también a quitarme el
camisón y a golpearme en ese estado. Pero ya no me dan miedo. Jesús es siempre muy
amoroso conmigo, a veces incluso me levanta del suelo y me deposita en la cama». En
esos días, da también algún paso en falso, que hace que su condición sea aún más
precaria: «… Por desgracia, tengo que confesar, ante mi confusión, que el efecto
esperado no se ha alcanzado, porque esta Madre santa se enfureció por mi atrevimiento
de pedir nuevamente dicha gracia, que me había prohibido severamente.
He pagado a caro precio mi involuntaria desobediencia. A partir de ese día se retiró
de mí junto a los otros personajes celestes.
Y ahora, padre mío, ¡quién podría narrarle todo lo que he tenido que soportar! ¡He
estado solo durante la noche y solo durante el día! Una guerra muy dura tiene lugar

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desde ese día con esos feos cosacci. Querían que creyera que había sido rechazado por
Dios. ¡Y quién no lo habría creído, visto el modo demasiado descortés con el que fui
alejado por Jesús y María! Pero doy gracias a Jesús, porque si bien me ha quitado todo
al alejarse de mí, no me ha quitado la esperanza en Él» (18 de mayo de 1913).
Es un periodo en el que parece que el joven fraile se opone al aguijón. Nos parece
interesante, y de gran valor, para captar un atisbo de la compleja relación existente entre
los actores de esta trágica escena: «… Por el modo de hablar del Señor no quise decirle
el resto por consideración con usted, porque soy consciente del mal que habría causado
en el espíritu. Pero como usted me ordenó que lo llevase a cabo, quise hacer la prueba
antes de decirle el resto; pero el Señor, que se sirve de esos cosacci para impedir el mal,
quiso utilizarlos esta vez para hacerlo. Hice la prueba varias veces y esos apóstatas
impuros siempre han sido violentos conmigo.
Me quejé con Jesús y estos me agredieron severamente y Jesús me hizo comprender
con firmeza que él ha tenido que utilizar a sus enemigos para impedir que sus órdenes
no fueran transgredidas por este mezquino. Y al decirle yo, bastante crispado, que tenía
que obedecer porque me lo ordenaba un superior, Él, sin ofenderse de esta respuesta un
poco resentida, me ha sonreído dulcemente: “¿Lo quieres, me has dicho, hijo mío?
Pruébalo, te doy permiso. No recibirás más violencia de los demonios”.
Feliz de haber conseguido este permiso, me senté a la mesa para escribir. Pero,
¡imposible! La clara locución, que tan vivamente tenía grabada en la mente, se alejó del
todo y no recordé nada. Sospeché entonces, aunque el ánimo tranquilo me decía lo
contrario, que tal vez también esto fuera una broma de los feos demonios.
Abandoné momentáneamente mi intención de escribir. Me levanté y me puse a
pasear por la habitación. ¡Qué extraño! La locución está claramente grabada en mi
mente. Me siento de nuevo, agarro la pluma para escribir y el fenómeno se repite.
Exasperado por esto, caigo de rodillas ante una imagen del Sagrado Corazón de Jesús,
consumiéndome en lágrimas y lamentos con el dulce Señor, porque había permitido a
esos cosacci no sólo que fueran violentos de nuevo, sino que me engañaran».
¿Son estas las nubes que empiezan a amontonarse en el cielo espiritual del monje
santo y que en los meses y años siguientes cubrirán todo su horizonte, cerrándolo en la
“noche del alma”? Es una hipótesis que no nos parece irreal. Y también en esta difícil
travesía de lugares oscuros se advierte la presencia de un compañero temible. «… Sin
embargo, no le escondo las estrecheces que siente mi corazón al ver tantas almas que
apostatan de Jesús; y lo que más me hiela la sangre en mi corazón es ver que muchas
almas se alejan de Dios, fuente de agua viva, por el solo motivo que están en ayunas de
la palabra divina. Las mieses son muchas y pocos los trabajadores. ¿Quién recogerá las
mieses del campo de la Iglesia, que están ya todas a punto? ¿Se dispersarán por la
tierra debido a la escasez de trabajadores? ¿Las recogerán los emisarios de Satanás,
que por desgracia son muchísimos y están muy activos?
… Hay algunos momentos en los que el cielo de mi alma se cubre de nubes tan
oscuras y tenebrosas que no dejan entrever un débil rayo de sol. Es plena noche para la
pobre alma. Todo el infierno cae sobre ella con sus rugidos cavernosos, toda la mala

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vida pasada y, lo que es más espantoso, es que la propia alma con su fantasía y su
imaginación parece estar volcada a conjurar contra ella. Los hermosos días pasados a
la sombra de Su Señor desaparecen del todo de la mente. El tormento que siente la
pobre alma es tal, que no sabría diferenciarlo de las penas atroces que sufren los
condenados del infierno» (20 de abril de 1914).
Es un momento en el que el Padre Pío siente que su cuerpo está agotado; y este
agotamiento se difunde a las cualidades espirituales, hasta el punto que teme sucumbir
ante el enemigo: «… ¡Dios mío!, esos espíritus malignos, padre mío, hacen todo lo
posible para que me pierda; quieren derrotarme con la fuerza, parece que se
aprovechan de mi debilidad física para lanzar contra mí su ira y ver si así pueden
arrancarme del pecho esa fe y esa fortaleza que procede del Padre de las Luces.
Hay momentos en que me veo en el borde del precipicio. Parece entonces que la
pugna es para burlar a esos sinvergüenzas; todo me causa estremecimiento, una agonía
mortal atraviesa mi pobre espíritu, afectando también a mi pobre cuerpo; siento que
todos mis miembros se entumecen. Veo la vida delante de mí como detenida,
suspendida» (30 de octubre de 1914).
Es precisamente entonces cuando el joven fraile reacciona, dedicándose a la guía
espiritual de una mujer a la que podríamos casi definir como una “proto-hija espiritual”,
la primera de una cadena infinita de almas. Asistimos entonces al desarrollo de otro
“modelo” de batalla: el ataque a las personas cercanas y amigas del Padre Pío. Escribe al
padre Agostino el 16 de febrero de 1915:
«… No sabría decirle cuánta rabia siente hacia mí ese bruto animal de Satanás por
la dirección provisional que llevo a cabo en esa alma. Me hace de todo, también a esa
pobre le está haciendo la guerra y entre los muchos agravios que le ha hecho, uno es
este: cuando lee mis cartas intenta perturbar su imaginación y una de las veces, al leer
una de mis cartas, oyó que le gritaba al oído: “No escuches a ese mentiroso”. Pero esa
alma de Dios, sin inmutarse, se rio con fuerza en su cara y al ser descubierto se dio a la
fuga.
Por desgracia, esa fea bestia está convencida que no puede ganarla para sí y, por lo
tanto, al no poder vencer, hace todos los esfuerzos para impedirle una mayor
perfección».
Pero ya está en plena “noche oscura”. He aquí dos cartas, escritas ambas el 1 de abril
de 1915, la primera al padre Benedetto y la segunda al padre Agostino: «¿Recibió mi
última carta, fechada el 18 del mes pasado? Le ruego que no me niegue su ayuda, no me
niegue su enseñanza, sabiendo que el demonio, más que nunca, se ensaña con la
pequeña barca de mi pobre espíritu. Padre mío, ya no puedo más, no tengo más fuerzas;
la batalla está en su último estadio, me parece que de un momento a otro me voy a
ahogar con las aguas de la tribulación. ¡Ay de mí! ¿Quién nos salvará? Estoy solo en
este combate, de día y de noche, contra un enemigo demasiado fuerte y poderoso.
¿Quién vencerá? ¿A quién le sonreirá la victoria? Se combate hasta el último extremo
por ambas partes, padre mío: si medimos la fuerza de ambas partes, me veo débil,
agotado ante las filas enemigas, estoy a punto de ser aplastado, de ser reducido a la

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nada».
«… La lucha contra el infierno ha llegado a tal punto que no puedo seguir adelante.
La pequeña barca de mi espíritu está a punto de ser sumergida por las olas del océano.
Padre mío, realmente ya no puedo más; siento que la tierra desaparece bajo mis pies y
mis fuerzas disminuyen; muero y saboreo todas las muertes juntas en cada instante de
mi vida… La lucha es extrema desde ambos lados; al medir las fuerzas de ambas partes
me aterrorizo ante las filas enemigas, me siento aplastado por fuerzas infernales, temo
ser reducido a la nada de un momento a otro».
Una batalla llevada a cabo no sólo con medios espirituales, como ya se ve en el
informe que el Padre Pío le hace al padre Benedetto en el que relata dos días de
persecuciones, soportados para poder continuar la dirección espiritual iniciada: «… He
aquí, padre, la carta para esa alma de Barletta. Escribir esta carta ha sido un esfuerzo:
el demonio, enfadadísimo, ha utilizado todas las malas artes posibles para impedírmelo.
Me ha martirizado de muchas maneras y durante dos larguísimos días he tenido que
aguantar su furia para poder escribir lo que, con la ayuda de Jesús, he conseguido
escribir. No quiere darse por vencido. Que el Señor me guarde de escucharle y de ceder
a su vergonzoso objetivo.
Verdaderamente hay momentos, y no son raros, en los que me siento aplastado bajo
la poderosa fuerza de este triste cosaccio. No sé a qué agarrarme; rezo, pero a veces la
luz tarda en llegar. ¿Qué debo hacer? Ayúdeme, se lo ruego, ¡no me abandone!
Padre mío, tal vez el demonio se entromete porque lo permite Dios».
Es tal vez el periodo de mayor sufrimiento, y las confesiones del joven fraile asumen
un tono que recuerdan al Antiguo Testamento: «… Los enemigos se sublevan, oh padre,
continuamente contra la barca de mi espíritu y todos a la vez me gritan: “Matémosle,
aplastémosle, porque está débil y no podrá resistir mucho tiempo”. Ay, padre mío,
¿quién me liberará de estos leones que rugen y que están dispuestos a devorarme?» (9
de mayo de 1915). En esta delicadísima fase de su formación el Padre Pío recibe del
padre Agostino una regla que seguirá de manera férrea toda su vida. Le escribe desde
San Marco la Catola el 29 de enero de 1916: «… La autoridad se podrá equivocar: la
obediencia nunca se equivoca. Dios mismo nunca ha dispensado a ningún santo de la
obediencia a la autoridad. El provincial, en tu caso, dice que tu espíritu es víctima de una
ilusión diabólica y que deberías derrotarla».
La “noche oscura” experimentada por muchos grandes místicos, y también por
sacerdotes y cristianos, parece que tuvo en el caso del Padre Pío una dificultad añadida, a
saber: la lucha constante, bajo todas las formas posibles, con el demonio. Una prueba
evidente la leemos en la carta que envió el 13 de agosto de 1916 al padre Benedetto:
«¿Qué quiere que le diga de las pruebas que el Señor ha querido enviarme? Las
tinieblas en las que vive mi alma crecen cada vez más y, en lugar de ver surgir el alba,
la pobre sólo ve cómo la noche sigue avanzando. El alma ve a Dios lejos y lo ve
revistiéndose, no sabría decir de qué, pero si se puede comparar a una figura, diría que
es similar a esa bruma que suele cubrir ciertas mañanas un río; una bruma que cuando
es muy densa impide ver el río que fluye debajo de ella.

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… La guerra que sostengo con el enemigo de nuestra salud es indescriptible. La
lucha apremia directamente entre espíritu y espíritu. ¡Qué agonía, qué terror para la
pobre alma! Casi nunca estoy libre de ella, el enemigo quiere tomar la fortaleza, la
pequeña ciudadela. Quiere dominar el alma utilizando todas las estratagemas posibles,
que sólo él es capaz de encontrar. Y vista la continua resistencia y la guerra que hay
siempre en marcha, sucede que, de vez en cuando, en los asaltos más violentos, surja ese
trastorno que afecta también al físico y que exteriormente se manifiesta con abundante
sudor frío, no causados por efectos naturales, sino por la lucha que hierve en el espíritu,
no importa si la estación del año es cálida y, menos aún, si es fría. Tiemblo por esto, que
no acabe siendo infiel a Dios. Que Él me haga morir antes de permitir una desventura
tal».
Y a la misma persona, unos meses más tarde, el 8 de noviembre de 1916, el fraile
capuchino le confesaba haber llegado al extremo de sus recursos espirituales: «… Tenga
la bondad de escuchar cuál es mi actual estado, prometo hacerlo de manera resumida.
La batalla es más feroz aún, si cabe. Mi espíritu, desde hace días, está sumergido en las
tinieblas más oscuras. Reconozco que me es imposible practicar el bien, me encuentro
en un estado de extremo abandono: mucha molestia en el estómago espiritual, mucha
amargura en la boca interior, lo que hace que me sepa a hiel el vino más dulce de este
mundo12.
Pensamientos de blasfemia atraviesan continuamente mi mente y, más aún,
sugestiones, infidelidades, descreimiento…
El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre voluntad. En
este estado no puedo hacer nada más que decir, con firme resolución, pero sin
sentimiento: Viva Jesús. Yo creo… Pero, ¿quién puede decir cómo pronuncio estas
santas expresiones? Las pronuncio con timidez, sin fuerza y sin valor, y haciendo gran
violencia sobre mí mismo.
…. Las tinieblas más oscuras reinan sobre todo lo que hago. Una duda perenne
atraviesa mi alma en todas mis acciones».
De esa situación, en la que «… la niebla que me rodea es tan densa que no deja
pasar mi mirada, siempre fija en ella intentado ver a Aquél a quien busca mi alma.
¡Pobre de mí! Me rodean continuamente espinas y la oscuridad más absoluta, no sé
cómo podré salir de esta situación» (4 de diciembre de 1916), hay quien intenta
aprovecharse. El Padre Pío, que se encuentra en San Giovanni Rotondo, escribe por
primera vez al padre Benedetto el 16 de julio de 1917: «… Hay momentos en que me
asaltan violentas tentaciones contra la fe. Estoy seguro de que la voluntad se posa, pero
la fantasía es tan viva y la tentación tiene colores tan claros, que en la mente aparece el
pecado no sólo como una cosa indiferente, sino incluso agradable.
De aquí nacen todos esos pensamientos de desconsuelo, desconfianza,
desesperación e, incluso, –le ruego padre que no se horrorice–, de blasfemia. Me asusto
ante tanta lucha, tiemblo y me esfuerzo, y estoy seguro que no caigo por gracia de
Dios».
Está inmerso en una oscuridad espiritual que no le da tregua, ni paz; se ahoga en la

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oscuridad que lo rodea, con este efecto: «En ella sólo veo el movimiento de las fieras que
me amenazan con ser su presa; mi oído sólo escucha el rugir incesante de dichas fieras,
que me causan tal miedo que me da la sensación que voy a morir». Sigue: «Continuos
pensamientos de blasfemia atraviesan mi mente; también sugestiones, infidelidades y
descreimiento… El demonio hace ruido y ruge continuamente alrededor de mi pobre
voluntad».
(Tras una experiencia de éxtasis particularmente delicada…): «Pero, ¡Dios! ¡Quién
podría haber imaginado lo que al cabo de poco tiempo iba a sucederme! El infierno se
desencadenó contra mí. Esta palabra abraza todo. Fui lanzado a una cárcel más oscura
que la primera, en la que ahora me encuentro y en la que sólo reina un horror
sempiterno. Aquí, todos mis pecados son expuestos… Y las tinieblas se intensifican cada
vez más…».
El tipo de ataques cambia temporalmente: viendo que el joven fraile es
particularmente sensible al temor de haber ofendido a Dios, su adversario se insinúa en
esta debilidad e intenta convencerlo de que lo que teme es verdad, hasta el punto que el
padre Benedetto tiene que hacer uso de su autoridad en más de una ocasión para sacarlo
de la trampa: «… Me inclino a creer que la representación oscura de la vida pasada,
con el martirio agudo del espíritu y del cuerpo, no es una operación divina, sino más
bien un tormento de Satanás, sobre todo si la cognición del pasado se revierte sobre
culpas graves actuales o sobre actos mortales de ingratitud… En la primera hipótesis
debería salir del martirio y no creer en la escena porque es mentira» (San Marco la
Catola, julio de 1917).
«… Si se le presenta la visión de una vida pecaminosa e ingrata hasta el punto de
haber merecido alguna vez el desdén de Dios por haberlo ofendido mortalmente, esta
visión es falsa y, por lo tanto, diabólica, y el sufrimiento que causa sólo puede atribuirse
a la propia causa que, por consiguiente, hay que despreciar y evitar» (San Marco la
Catola, 6 de agosto de 1917).
Es el momento en que una nueva prueba le espera al Padre Pío, de la que habla en las
cartas que van desde los últimos meses de 1917 a los primeros de 1918: «De nuevo, mi
alma en estos días ha bajado al infierno; de nuevo, el Señor me ha expuesto a la furia de
Satanás, cuyos ataques son violentos y asiduos. Este apóstata infame quiere arrancarme
del corazón lo que hay de más sagrado en él: la fe. Me ataca de día, a todas horas; me
amarga el sueño por la noche. Hasta ahora, en que escribo, soy plenamente consciente
que no he dejado que me derrote. Pero, ¿y en el futuro? Siento plenamente la voluntad
apegada a su Dios, pero debo confesar que las fuerzas físicas y morales, por la lucha
sostenida, se debilitan cada vez más».
Estamos llegando casi al final de esa prueba tremenda, aunque parece que la presión,
en algunos momentos, es insostenible. El 21 de agosto de 1918, el Padre Pío escribe
desde San Giovanni Rotondo: «… Dios mío, padre, ¡cuántas necesidades se agolpan
alrededor de mi espíritu, que se deshace y marchita en su dolor! Estoy cada vez más
perdido en este desorden lúgubre y creciente del espíritu, en la oscuridad, en la
dolorosa pérdida de todas las fuerzas y en la pérdida de los sentidos.

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… Estoy dispuesto a todo, a cualquier esfuerzo para entregarme, pero no tengo
modo ni medios para levantarme por el día, y recibir ayuda con recuerdos y apoyos,
porque todo es devorado y destruido por una fuerza oculta, que debe ser poderosa. ¡Oh
camino, verdad y vida, dadme lo que mi alma necesita, para que no me ahogue en el
vasto océano de abismo que, indefectiblemente, me invita y me atrae para devorarme!
Padre mío, mis fuerzas ya no aguantan tamaño martirio, esta horrenda masacre, y
este es el tercer día que estoy obligado a permanecer impotente en la cama…
El atentado contra mí es fuerte y muy temible desde todos los flancos, en todos los
campos; todo objetivo, toda intención, toda virtud es puesta a prueba». El único punto
de agarre es resistir, ciegamente, confiando en la autoridad de la Iglesia. «… ¿Qué ha
sucedido? Tengo continuamente a Satanás cerca de mí, con sus intensas tentaciones y yo
miro todo, siempre inerte, porque siempre soy impotente y no consigo liberarme, falto de
una voluntad que desearía fuera enérgica». Pero este punto de agarre parece vacilar:
«Tengo continuamente a Satanás cerca de mí, con sus intensas tentaciones y yo miro
todo, siempre inerte, porque siempre soy impotente y no consigo liberarme, falto de una
voluntad que desearía fuera enérgica, y temo que él tenga algo que ganar, porque lo veo
siempre a mi alrededor y vuelve siempre al asalto. Por lo tanto, algo ha ganado o
espera ganar… El asalto avanza, avanza y avanza siempre y me golpea en el centro. La
santa obediencia, que era la última voz que quedaba para mantener firme la fortaleza,
parece ceder bajo la influencia satánica» (5 de septiembre de 1918).
La salida del impasse en el que parece encontrarse el monje santo viene de la oración
y de la dedicación total a la misión, que parece clara: emprender una batalla sin cuartel
para salvar al mayor número posible de almas, empezado por la de su fiel de Barletta:
«… No dejo de rezar a Nuestro Señor por la pobre Giuseppina Villani, para que retire
de ella la durísima prueba, ordenando a Satanás que se retire de ella. Al confesarla,
haría muy bien en utilizar algún precepto mental, imponiendo a Satanás que se retire de
ella para que la deje libre en la confesión» (2 de abril de 1919).
Una decisión tomada con tanta firmeza que el Padre Pío responderá negativamente el
3 de junio de 1919 desde San Giovanni Rotondo a la petición del superior, que había
aludido a un deber de caridad, de escribir a dos hermanos: «… No tengo un minuto libre:
todo el tiempo lo dedico a liberar a los hermanos de los lazos de Satanás. ¡Bendito sea
Dios! Por lo tanto, le ruego que no me atormente haciendo llamamientos a la caridad,
porque la mayor caridad es arrancar almas atrapadas por Satanás y ganarlas para
Cristo. Es lo que hago continuamente de día y de noche… Aquí vienen innumerables
personas de cualquier clase y de ambos sexos con el único fin de confesarse; es el único
objetivo que tengo. Hay conversiones espléndidas. Por lo que todos deben resignarse y
contentarse con el simple recuerdo que hago de todos ante Jesús».
6 Uno de los nombres que da el Padre Pío al diablo. [N.d.T.]
7 Otro de los nombres que daba al diablo. [N.d.T.]
8 «Me alegra que hayas empezado a aprender francés. ¡Óptimo! Muy bien, hijo mío. ¡Que Dios te bendiga!
Hasta pronto, mi querido hijito». [N.d.T.]
9 Otro apelativo que el Padre Pío daba al demonio. Es el despectivo de “cosa” (“cosaccio”), que equivaldría en
español a “esas cosas, esa cosa, esa cosaza”. [N.d.T.]
10 Tus heridas (llagas) son mis méritos. [N.d.T.]

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11 Palabra inventada que tiene el significado de “ceguera”, no total aunque hace difícil la lectura; dificultad
para leer. [N.d.T.]
12 Parece que el Padre Pío hace aquí referencia al vino eucarístico, la Sangre de Cristo. [N.d.T.]

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De Pietrelcina a San Giovanni Rotondo: el demonio le sigue

No sólo es la “torrecilla” la residencia del Padre Pío en el exilio de Pietrelcina. Si en


invierno el fraile prefiere el apartamento de su hermano, Michele, cerca de la pequeña
iglesia de Santa Ana, en verano suele ir a la “granja” –poco más que una cabaña para
guardar los aperos y para no tener que dormir a la luz de las estrellas durante el trabajo
en el campo, en Piana Romana. Ahí su familia tiene unas tierras y al hermano Pío le
gusta ese lugar, donde, con el buen tiempo, puede aislarse más fácilmente, rezar y
estudiar. Todas las mañanas va al pueblo para celebrar misa; recorre un camino
serpenteante que suavemente conduce desde los campos hasta el arroyo. Hay un puente
de madera que cruza el pequeño cauce de agua casi en los límites del pueblo. Y en el
puente, como ocurría en la Edad Media, tiene que pagar peaje. Pero no son los soldados
de algún señor local los que lo esperan para sacarle el dinero. Son los demonios, que se
colocan a su paso para insultarlo y pegarlo. «¡Está pasando el santo!», le gritan, usando
de manera burlona el nombre con el que se le conocía en el pueblo. «¡Está pasando el
santo!». Pero el Padre Pío reaccionaba: «¡Reventad! ¡Reventad!» (dicho en dialecto
campano). Por desgracia para él la cosa no se acaba ahí; por la noche, cuando vuelve a
casa, lo está esperando el llamado “monje habitual”. Lo recibe con las mismas palabras
usadas por los “bandidos” en el puente: «¡Llega el santo!», y luego pasa de la burla a los
golpes. Luigi Peroni, que siguió al Padre Pío desde 1946 hasta su muerte, afirma que hay
muchos testimonios de estos episodios, y cita sobre todo el de un fraile, Antonio di
Matteo. Fray Antonio oyó el relato del Padre Pío que tenía miedo de cruzar el puente
(Voce di Padre Pío, octubre de 1971, p. 7). Además hay una confidencia del Padre Pío a
Lino da Prata sobre la paliza que le dio el demonio (Número Único, Padre Pío, 1968, p.
18).
En julio de 1916, el Padre Pío pasó una primera y breve estancia en San Giovanni
Rotondo, cuando volvía de Foggia. Pero aquí tampoco está “solo”; alguien lo sigue y lo
molesta, todos los días. El padre Paolino da Casacalenda lo recuerda así en sus
memorias: «Los días que transcurrió en San Giovanni Rotondo fueron un gran alivio
para su físico. Respiraba con verdadero placer el aire fresco de las montañas que rodean
el convento y ya no sentía la somnolencia y la opresión que le producían los calores de
Foggia. También empezó a dormir durante las horas en las que la comunidad se iba a la
cama, de forma que sintió renacer sus fuerzas. Aunque el diablo le seguía atormentando
todas las noches, y yo me daba cuenta por el sudor que empapaba su camisón cuando le
ayudaba a cambiarse; pero yo estaba muy contento y no me arrepentía de haberle
animado a venir conmigo». El camisón estaba «como si lo hubieran sumergido en un
barreño de agua y luego lo hubieran sacado».
Como en una epopeya de antiguos héroes, en un duelo mítico, los adversarios se
siguen, se amenazan, se enfrentan; incluso cuando parece que se están alejando, en
realidad están estudiando nuevas tácticas para recuperar las energías. El demonio no

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pierde de vista al Padre Pío de Pietrelcina, donde durante casi seis años le ha sometido a
todas las posibles pruebas físicas y espirituales, le acompaña a Foggia, en el período que
el joven fraile pasó allí. Las manifestaciones diabólicas en la “torrecilla” no eran
precisamente silenciosas, como hemos sabido gracias a los testimonios de los vecinos. Y
de las particulares características del demonio se percataron muy pronto los hermanos
del convento de Foggia. Durante su estancia en Venafro el monje santo había escrito,
como siempre a petición de sus superiores, y por la “santa obediencia”, una relación
detallada: «Estas tentaciones son realmente terribles, porque el demonio ataca
completamente el espíritu de los que se elevan en el amor de Dios y lo agita de un modo
tan violento que, si no se recibe una ayuda especial del Señor, se podría sucumbir, sobre
todo cuando el demonio, para conseguir más fácilmente la victoria, se muestra bajo la
forma de una mujer malvada, desnuda, y empuja con violencia al alma para hacerla
sucumbir y caer en la tentación. Al principio se me apareció bajo la forma de un gato
negro y feo. La segunda vez bajo la forma de unas jovencitas desnudas que bailaban
lascivamente. La tercera vez, sin aparecerse, me escupían en la cara. La cuarta vez, sin
aparecerse, me atormentaban con ruidos ensordecedores. La quinta vez, se me apareció
con forma de verdugo que me flageló. La sexta vez con forma de Crucificado. La
séptima vez bajo la forma de un joven, amigo de los frailes, que me había visitado hacía
poco. La octava vez bajo la forma del padre espiritual. La novena vez bajo la forma del
padre provincial. La décima vez bajo la forma de Pío X. Otras veces bajo la forma de mi
Ángel de la Guarda, san Francisco, la Santísima Virgen, o con su aspecto horrible
acompañado de un ejército de espíritus infernales».
También en Santa Ana, en Foggia, el adversario agotó todo su repertorio. Varias
declaraciones hechas más tarde por los religiosos que vivían en el convento en ese
período coinciden en un hecho: los ataques, ruidosos y violentos, siempre se producían a
la hora de la cena, creando, lógicamente, mucho desconcierto y curiosidad. Algunos
hermanos fueron a quejarse ante los superiores y el padre provincial, Benedetto da San
Marco in Lamis, que también era el director espiritual del Padre Pío, le manifestó el
deseo de que hiciera cesar esos ruidos. No sabemos por qué, pero transcribieron el breve
diálogo que mantuvieron los dos.
«En fin, querido hijo, es necesario que esos ruidos cesen de una vez por todas. Ésta
es una comunidad religiosa en la que no sólo hay ancianos, que no sienten mucho miedo
por lo que ocurre, sino que también hay algunos jóvenes frailes que se asustan y viven en
un estado de gran nerviosismo. Y también están los frailes que pasan por aquí, sobre
todo ahora que ha estallado la guerra, y entenderás que no quieran quedarse aquí aun
viéndose obligados por la necesidad.
– ¡Pero, reverendo padre, vuestra paternidad sabe muy bien que no es culpa mía y
que no tengo nada que ver con lo que sucede! ¡Es la voluntad del Señor la que lo
permite!
– Entiendo que tú no tengas nada que ver, pero tú puedes, es más, debes, pedir al
Señor que cumpla su voluntad como quiera, pero debes decirle al Señor que yo, como
superior, por el bien de esta comunidad, deseo que por lo menos se me conceda que cese

37
el ruido.
– Seguiré la santa obediencia y esperemos que el Señor escuche mi humilde
oración».
La oración fue atendida y el jaleo que tanto molestaba a los frailes se terminó. Pero
no la curiosidad; porque los ataques, aunque silenciosos y siempre a la hora de la cena,
continuaban. No faltaban los frailes, entre los más ancianos, que querían comprobar la
realidad de esas peleas, y a veces se quedaban en la celda del Padre Pío, haciéndole
compañía. El padre Paolino da Casacalenda, entonces guardián del convento de San
Giovanni Rotondo, realizó en esa época una visita a Foggia y dejó su testimonio: «Me
pasé por la celda del Padre Pío y, haciéndome el gracioso, le dije al Padre que ya que me
encontraba allí me iba a quedar a la hora de la cena en su habitación para ver si el diablo
se atrevía a presentarse estando yo allí. El Padre Pío, sonriendo, me lo desaconsejó
diciendo que esperaba que el hecho no se produjera esa noche. Pero yo insistí y me
quedé. En un determinado momento le dije: “¿Has visto? Hasta ahora no ha pasado nada,
pero no me iré a cenar hasta que los hermanos no hayan dejado el refectorio”. Y eso
hice. Me dirigí al refectorio, ¡y ojalá no lo hubiera hecho! En cuanto bajé el primer
escalón oí un golpe tremendo, el cual, como era la primera vez para mí, me sacudió todo
el cuerpo. Salí disparado hacia la celda del Padre, lleno de pesar porque no me esperaba
un golpe así de repente y me quedé muy mal cuando lo encontré completamente pálido,
como le pasaba siempre. Me di cuenta de que sudaba abundantemente y que todo
coincidía con lo que me habían contado. Satanás había pasado por allí».
El mismo episodio, pero con un mayor número de detalles, y con otro episodio
añadido que no honra mucho a un obispo, fue recordado por Luigi Peroni: «Resultó que
durante la estancia del Padre Pío en el convento, se oían de vez en cuando unos ruidos
muy fuertes, como unos golpes violentos. Nadie entendía el motivo. Pero los golpes se
notaban cuando el Padre Pío estaba solo en la habitación, que se encontraba en el primer
piso, justo encima del refectorio de los frailes. Una noche, después de haber tomado la
cuarta parte de un helado, Piuccio13 le preguntó al superior si podía retirarse a su celda.
El superior le dio permiso, pues sabía que no cenaba. De repente, un golpe violento
retumbó sobre la cabeza de los comensales que, como si se hubieran puesto de acuerdo,
enmudecieron al mismo tiempo. El hermano lego, fray Francesco da Torremaggiore,
corrió al piso de arriba para preguntarle al Padre qué había pasado. El Padre Pío le
aseguró que no necesitaba nada; y cuando los frailes subieron a sus celdas para un breve
recreo, él no sólo se unió a su alegría, sino que incluso fue el centro de la misma. En
efecto, sabía contar divertidas anécdotas o chistes graciosos con su típica agudeza que
hacía que todos lo escucharan y se divirtieran.
Eso la primera noche, luego la segunda, después la tercera. Los frailes en el
refectorio, cuando llegaba la hora del “golpazo” en el techo, enmudecían, miraban
disimulando hacia arriba, metían la cabeza en el hábito. Luego, después del recreo, se
refugiaban en sus celdas y cerraban bien con llave.
Un día, mientras los frailes estaban comiendo, presente el obispo de la diócesis de
Foggia, Mons. Salvatore Bella, se oyó un ruido endiablado y un rodar de piedras, cajas y

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otros materiales por las escaleras, mientras nubes de polvo y humo oscurecían el pasillo.
Parecía que se había caído el techo de la sala. Todos corrieron con el obispo para ver lo
que había pasado. Nada, todo estaba en su sitio, pero el Padre Pío estaba hecho un
desastre, sudoroso, pálido como la cera y respiraba con dificultad.
“Padre Pío, ¿qué ha pasado?”.
“¡Nada, nada!... Dejadme descansar un poco, id a comer”.
Los frailes salieron, pero el guardián se quedó, decidido a hacerle compañía.
“Que no, déjame solo”, insistió el Padre Pío.
“Pero Padre Pío, no puedo tolerar todo este tormento que está sufriendo sin intentar
ayudarle”.
“Por el bien de tu alma, vete y déjame solo con Dios”. El padre Nazareno, al oír la
misteriosa amenaza, se quedó abrumado por el miedo, besó la mano al Padre Pío y se
alejó precipitadamente.
Era lógico pensar que se trataba de una lucha para vencer las tentaciones contra la
virtud de la pureza.
Una noche tuvieron un huésped ilustre en el convento: Mons. D´Agostino, obispo de
Ariano Irpino. Fue inevitable que en la conversación surgiera el tema de los golpes y se
hicieran conjeturas, suposiciones y sospechas acerca de su origen. ¡Incluso había quien
sospechaba que se trataba de obra del demonio! El obispo se reía con ganas y, abriendo
los brazos, casi como un gesto de decepción, exclamó: “Venga, padre guardián, la Edad
Media ya pasó, ¿y usted todavía cree en estos cuentos chinos?”.
La cena había llegado a su fin cuando, de repente, se oyeron arriba, en el techo,
como unas fuertes pisadas; luego, un golpe, y un estruendo que hizo temblar todo el
refectorio. El criado del obispo, que estaba comiendo en la cercana hospedería, llegó
corriendo como una exhalación, con el cabello erizado por el miedo y preguntando qué
había pasado. El obispo no dijo nada, porque le faltaba el aliento; estaba pálido y
tembloroso. Le pidió al guardián que un fraile le hiciera compañía esa noche y en cuanto
amaneció se fue para no volver a pisar nunca más el convento de Santa Ana. Mientras
huía, el obispo de Ariano Irpino probablemente se preguntaría como era posible que, a la
luz del pensamiento moderno, hiciera tanto ruido una superada Edad Media.
Mientras tanto, el padre Nazareno decidió exorcizar el convento y, con la estola y el
recipiente de agua bendita, entró en la habitación del Padre Pío pidiéndole que le
confiara el motivo de todo ese alboroto. El Padre Pío se rio e intentó cambiar de
conversación. Pero el guardián le avisó de que si se negaba a hablar, le obligaría a
hacerlo por obediencia. Así que el Padre Pío le contó que el demonio había intentado
tentarlo con todas sus fuerzas y que entre ellos se había producido una pelea de la que el
Padre Pío, como siempre, había salido ganador “por la gracia de Dios”.
“¿Y por qué esa detonación?”.
“Satanás, de la rabia, reventó”, o, como dijo con su colorido dialecto: “reventó de
rabia”.
“Y si yo estuviera presente, ¿se produciría la pelea?”.
“Sí, podría pasar, pero no se lo aconsejo”.

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“Piuccio, esta situación se tiene que acabar. Le dirás a Jesús que no permita nunca
más esta detonación. Si quiere permitir la tentación, que lo haga, pero sin atemorizar a
los religiosos».
La entrevista entre el Padre Pío y el padre guardián se extrajo de los apuntes del
padre Nazareno. El padre Paolino confirma el hecho en sus Memorias, aunque especifica
que la orden al Padre Pío de que cesara el ruido se la dio el padre provincial, el padre
Benedetto.
Tampoco era fácil para los hermanos del Padre Pío creer, en esa época, en lo que
estaba pasando. El protagonista de estos hechos extraordinarios era a sus ojos un joven
fraile como otros muchos, y de él sólo se sabía que había vivido mucho tiempo fuera del
convento, con el permiso de los superiores, por una grave enfermedad, que seguramente
se lo habría llevado pronto.
Posteriormente se recogieron otros testimonios. Por ejemplo, el padre Nazareno D
´Arpaise, que en aquella época era el padre superior del convento de Santa Ana,
describió así lo que pasó una noche en la que el Padre Pío, a la hora de la cena, se había
retirado a su celda mientras la comunidad estaba todavía en el refectorio: «Se oyó una
fuerte detonación en su habitación, que estaba sobre la bóveda del refectorio. Mandé a
fray Francesco da Torremaggiore a la celda del Padre Pío, creyendo que necesitaba algo
y que, al haber llamado en vano, había lanzado una silla en medio de la habitación para
que le oyéramos. El fraile fue arriba y preguntó que qué necesitaba, pero el Padre Pío
contestó: “No he llamado y no necesito nada”. Cuando me aseguré de que no necesitaba
nada, seguimos con la cena. En las noches siguientes la detonación se producía con
regularidad. En el refectorio los frailes empezaron a fantasear y a imaginarse cosas».
El padre Nazareno añadió a su relación: «Una vez me contó que el demonio lo
tentaba con todas las fuerzas y que entre ellos tenía lugar una gran pelea, pero él me
decía: “Gracias a Dios siempre gano yo”». Otra anotación recuerda el testimonio del
padre Paolino da Casacalenda: «Después de cada detonación, es decir, la “lucha” entre el
maligno y el Padre Pío, este se encontraba en un baño de sudor y había que cambiarlo de
pies a cabeza. Recuerdo, y no exagero, que una vez casi llené un barreño de agua sólo
con los calzoncillos».
La granja de Piana Roma, el convento de Santa Ana y San Giovanni Rotondo;
también en Sant‘Elia a Pianisi, otra etapa del viaje hacia la que será su sede definitiva
durante cincuenta años, el demonio seguirá a su enemigo. El joven fray Pío nos cuenta
este episodio: «Me encontraba en Sant‘Elia a Pianisi en el período que estudiaba
filosofía. Mi celda era la penúltima del pasillo que rodea por detrás la iglesia, a la
altura de la hornacina de la Inmaculada que domina el frente del altar mayor. Una
noche de verano, después de la oración de la mañana, tenía la ventana y la puerta
abiertas por el calor, cuando oí unos ruidos que parecían llegar de la celda de al lado.
“¿Qué estará haciendo a estas horas fray Anastasio?”, me pregunté. Como creí que
estaba despierto en oración, me puse a rezar el Santo Rosario. Entre nosotros había un
reto para ver quién rezaba más y yo no quería quedarme detrás. Pero como seguía el
ruido, es más, se estaba volviendo más insistente, quise llamar al hermano. Había

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además un fuerte olor a azufre. Me asomé a la ventana para llamarlo: las dos ventanas,
la mía y la de fray Anastasio, estaban tan cerca que nos podíamos intercambiar libros y
otras cosas con tan sólo alargar la mano. “Fray Anastasio, fray Anastasio...”, llamé sin
alzar mucho la voz. Como no obtuve respuesta me retiré, pero vi con terror entrar por la
puerta un gran perro de cuya boca salía mucho humo. Caí de espaldas en la cama y oí
que decía: “¡Es él, es él!”. Mientras estaba en esa postura vi al animal pegar un salto
hasta el alféizar de la ventana, y de ahí saltar al techo de enfrente para luego
desaparecer». El Padre Pío se desmayó en la cama, después de haber dado un fuerte
grito. Acudieron fray Clemente y fray Anastasio, y enseguida también el director de los
estudiantes; el monje les contó la aparición diabólica. El monstruoso perro negro, con
una cabeza enorme, sentado sobre las patas traseras lo miraba fijamente.
Y luego Venafro. Tampoco se quedó aquí mucho tiempo fray Pío de Pietrelcina,
pero Venafro es importante porque fue precisamente en ese lugar donde las personas que
vivían cerca de él empezaron a notar los signos extraordinarios de su personalidad. En
Venafro estaba mal; tan mal que no conseguía retener nada de lo que comía, aunque
seguía estudiando, rezando y celebrando. Ayunó durante veintiún días seguidos,
alimentándose sólo con la hostia consagrada de la Eucaristía. Le vieron caer en éxtasis a
menudo y, como siempre, hubo manifestaciones diabólicas. El padre Benedetto anotó en
su Diario estos hechos: «El Padre Pío empeora de manera espantosa. Tiene que guardar
cama día y noche, renunciando incluso a la celebración de la misa. Empiezan a
manifestarse fenómenos clamorosos a los que todos podemos asistir: éxtasis y
apariciones diabólicas. El padre Agostino da San Marco in Lamis asiste a estos
fenómenos con un bloc, anotando todo lo que el Padre Pío dice cuando habla con los
misteriosos personajes. Los éxtasis y las apariciones diabólicas se alternan. Una tarde,
antes de la cena, avisaron que el Padre estaba mal y deliraba: corrí a su habitación donde
había otros frailes y vi al Padre en la cama con el rostro alterado, diciendo: “Echad a ese
gato que me quiere atacar”. Satanás se le aparece bajo las formas más variadas: como
jovencitas desnudas bailando lascivamente; en forma de Crucificado; en forma de un
joven amigo de los frailes; bajo la forma del padre espiritual, del papa Pío X, del Ángel
de la Guarda, de san Francisco, de María Santísima, pero también bajo sus verdaderas
apariencias horribles, con un ejército de espíritus infernales. Estos seres maléficos
golpean al pobre Padre hasta hacerle sangrar, lo atormentan con ruidos ensordecedores,
le escupen en la cara. Pero él siempre consigue liberarse y vencerlos invocando el
nombre de Jesús».
También hubo médicos que presenciaron los éxtasis para estudiar el fenómeno. Una
relación informa: «No hay una correspondencia entre los latidos del corazón y las
pulsaciones, estas eran fuertes y aceleradas, pero los latidos lo eran aún mucho más,
como si el corazón quisiera estallar». Una discordancia semejante sorprendía a los
médicos de entonces; ni siquiera hoy se podría explicar.
Mientras tanto, el adversario sigue probando sus trucos. El Padre Pío quería
confesarse con el padre Agostino en Venafro. El demonio se le apareció “bajo la forma
del padre espiritual, diciéndole que había ido a confesarlo…”. Pero el falso confesor

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tenía una herida en la frente; dijo que se la había hecho “cayéndose por las escaleras”.
Pero tanto la herida como “la sensación de repugnancia” que el Padre Pío sentía en estas
apariciones pusieron al fraile en guardia y le permitieron reconocer al maligno.
Anteriormente, en Pietrelcina, se le había aparecido un fraile portador de una “severa
orden del padre provincial” de no volver a escribir al padre Agostino porque eso era
“contrario a la pobreza y un impedimento para la perfección”. Y el Padre Pío casi se lo
creyó.
Y, por último, llegó a San Giovanni Rotondo, donde pasará el resto de su vida. Es el
año 1917, el más movido de la existencia del monje santo, durante el cual sin duda viajó
más. Se ocupa de la formación de los internos, en un sentido muy amplio, como se puede
deducir del episodio del que fue protagonista. Los internos oyeron una noche gritos,
golpes, caídas, ruido de cadenas y risas, o más bien unas carcajadas tremendas, que
llegaban de su habitación. La mañana siguiente el Padre Pío apareció en unas
condiciones lamentables: tenía un ojo hinchado, estaba lleno de moratones. Su
habitación estaba patas arriba: hasta las barras de la cama estaban torcidas y enroscadas.
El maestro Vincenzo, zapatero y herrero, y factotum del convento, intentó arreglar lo
mejor posible la cama. Tenía muy buena mano con huesos y músculos, y muchas veces
conseguía poner en condiciones al monje santo, que, según los testimonios, a veces salía
de esas luchas diabólicas con luxaciones y otras dolencias y siempre pedía que “lo
arreglara él”, el cual, con un único hábil movimiento, ponía en su sitio los huesos
dislocados. Una vez comentó, con una risita, cuando el Padre Pío estaba entrando en el
confesionario: «¡Te la ha jugado esta noche, eh! ¡Te la ha jugado!». El padre superior
lógicamente pedía explicaciones: y el monje santo contaba que había tenido que pelearse
con el demonio para proteger a un alumno de una tentación. «Me apaleó, pero gané la
batalla». Una documentación conservada en San Giovanni Rotondo, y citada por Luigi
Peroni, recuerda que «cada vez que el Padre Pío salía de la lucha con el demonio con los
huesos dislocados o fracturados, quería que lo “arreglara” el maestro Vincenzo. Hay
quien recuerda que el maestro le arregló una vez, con un movimiento rápido, un brazo
que el Padre tenía fuera de la puerta del confesionario mientras estaba confesando a las
mujeres. El Padre Pío también le mandaba a otros pacientes. El herrero se llamaba
Vincenzo Fino. Muchas veces acudía llamado de urgencia al confesionario de las
mujeres y, después de ponerle en su sitio, en un abrir y cerrar de ojos, la muñeca o el
hombro o el brazo, besaba la mano del Padre y le susurraba: “¡Eh! ¡Te la ha jugado esta
noche, te la ha jugado!”. El Padre le daba un abrazo junto con las gracias».
Un testimonio inédito muy interesante, contenido en la Positio, nos lo proporciona el
padre Aurelio de Sant‘Elia a Pianisi, que era uno de los alumnos del Padre Pío. «Supe
más tarde –cuenta– de las luchas que sostenía con el diablo. Debo decir que fui testigo
de lo que afirmaron los demás, religiosos maduros y conscientes. En 1917 recuerdo que,
al regresar de las oraciones vespertinas al dormitorio, habilitado hoy como archivo,
encontré, o mejor dicho, encontramos, las barras, gruesas como un dedo, que sujetaban
las cortinas de separación de la cama del Padre, retorcidas y fuera de su sitio.
Asombrados primero y luego asustados, cada uno daba su opinión. Los más jóvenes

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lloraban, los mayores intentaban calmar los ánimos. El Padre llegó alertado por el jaleo.
Nos tranquilizó a todos y nos pidió que rezáramos con él para que el maligno no cantara
victoria.
Con la ternura de una madre nos pidió que nos fuéramos a la cama porque él iba a
velar a nuestro lado. Y no se movió de allí hasta que nos quedamos dormidos. Puso el
despertador para que sonase un poco más tarde de lo normal y, cuando nos despertamos,
nos pidió que no le dijéramos a nadie lo que había pasado. Guardamos las barras
celosamente durante muchos meses. Un superior inconsciente dejó luego que las
emplearan para la barandilla del pequeño balcón que se abrió en la escuela, hoy
habilitada para la revista Voce di Padre Pío. Otro episodio de este tipo, aunque del todo
personal, fue el siguiente: No me parecía bien, como joven responsable del grupo de los
seminaristas más jóvenes, que se quedaran dando vueltas, después de recibir la bendición
vespertina que el Padre nos daba a todos, para pedirle otra. Me quejé apesadumbrado
ante ellos y ante el propio Padre, afirmando que consideraba hipócrita e inútil que
pidieran una segunda bendición. El Padre se quedó un poco mal y me pidió que
moderara el juicio porque podría arrepentirme… No cedí a sus reiteradas súplicas y, algo
alterado, me fui y me dirigí a mi celda, hoy habitada por el superior del convento, a
dormir.
Pero no conseguía conciliar el sueño, algo raro en un chico de quince años. El Padre
vino dos veces a verme, pidiéndome siempre que rezara.
A pesar de todos sus cuidados paternos, no conseguí dormirme. A medianoche,
después de haber contado las horas que marcaba el reloj, situado entonces al final del
pasillo principal, advertí un extraño fenómeno. Un calor intenso y sofocante, un olor
nauseabundo, pasos de pies descalzos y una respiración acelerada y jadeante.
Quería gritar y moverme, pero el miedo me impedía gritar y moverme de sitio. Este
fenómeno duró más de diez minutos. Noté claramente un rascar de uñas junto a la cama.
No estoy exagerando: no vi nada, pero lo noté todo. La mano invisible cogió el cuadrito
de la Virgen de Pompeya que me había regalado el Padre y lo lanzó contra los postigos
de la pequeña ventana de mi celda. Oí el golpe y constaté por la mañana, en presencia
del Padre Pío, lo que había pasado esa noche. Muerto de miedo, no me atreví a salir de la
celda y no me moví de la cama hasta que no amaneció y no oí los primeros pasos en el
pasillo. Sin vestirme, en calzoncillos y camiseta, corrí a la celda del Padre, temblando,
llorando y gritando, para contarle lo que había pasado y para rogarle que me dejara irme
inmediatamente a mi pueblo. El Padre no me dejó hablar. Comprendió todo. Se levantó y
me dijo estas palabras: “Menos mal que sólo has oído y no has visto nada”. Me tocó la
cabeza y la muñeca y sin hacerme volver a la celda, me acomodó en su cama. Me dormí
enseguida. Vino a despertarme después del desayuno. Me hizo prometer que no le
contaría a ninguno de los compañeros la terrible y espantosa noche y me aseguró que me
trasladaría de la celda al pequeño dormitorio colectivo, donde podría estar más tranquilo.
Desde esa noche el primero que pedía una y dos bendiciones era yo».
También es inédito el relato, contenido en la Positio, del padre Federico da Macchia
Valfortore. En la habitación en la que dormía el Padre Pío había espacio para otra cama

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«que ocupaba siempre yo. Una noche me despertó de golpe un gran ruido. Con los ojos
abiertos y tapado hasta la cabeza, oía al Padre Pío gimiendo y repitiendo estas únicas
palabras: “¡Virgen Santa!”... También oía carcajadas y ruido de hierros retorciéndose y
cayéndose y cadenas arrastrándose por el suelo. No sé cuánto tiempo duró esta escena,
pero desde luego yo me quedé sin aliento, escondido como un ratón debajo de los muros
de una casa en ruinas. Por la mañana, antes de que sonase el despertador, a duras penas
conseguí sacar la cabeza fuera de las sábanas, y, al tenue resplandor de una vela, vi
asustado que las barras de las cortinas estaban retorcidas y el Padre Pío, con un ojo
hinchado y dolorido, estaba sentado en la silla. Me abroché los pantalones, me acerqué al
Padre muy asustado y, echándome a sus pies, grité: “Padre, Padre, ¿qué ha pasado esta
noche?”. El Padre Pío me besó, me tranquilizó y me dijo que no hablara, y luego me
pidió que fuera a llamar al padre Paolino, que dormía en una habitación separada». El
Padre Pío mantuvo el silencio sobre los hechos de aquella noche y, sólo algún tiempo
después –contó el religioso en su testimonio contenido en la Positio–, explicó el
misterio. «Queréis saber por qué el diablo me dio una solemne paliza: para defender,
como padre espiritual, a uno de vosotros. La persona en cuestión (nos dijo también el
nombre) era presa de una fuerte tentación contra la pureza y, mientras él invocaba a la
Virgen, también invocaba espiritualmente mi ayuda. Fui corriendo en su auxilio y,
sostenidos por el Rosario a la Virgen, conseguimos ganar. El muchacho tentado, libre
de la tentación, durmió hasta la mañana, mientras yo sostuve la lucha y fui apaleado,
pero gané la batalla».
13 Piuccio, diminutivo cariñoso de Pío. [N.d.T.]

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Traiciones

El Padre Pío llegó a San Giovanni Rotondo en septiembre de 1916: aquella sería su
morada definitiva durante más de cincuenta años, hasta su muerte, en 1968.
Hacía pocas semanas que había llegado, cuando tuvo una nueva visión, que años más
tarde refirió al padre Tarcisio da Cervinara, pero llamándola, por humildad, “sueño”.
«Parecía que me encontraba en la ventana del pequeño coro de la iglesita de S.
Giovanni Rotondo y, en la plazuela que está delante, estaba apiñada una multitud
inmensa. Después de haber observado toda aquella innumerable multitud de personas,
asomándome a la ventana del coro, pregunto: “¿Quiénes sois? ¿Qué queréis?”. Y toda
esa muchedumbre, en coro, con voz estentórea y ensordecedora, grita a voz en cuello:
“¡La muerte del Padre Pío!”. ¡¡¡Me di cuenta de que eran todos demonios!!! A estas
palabras, volví al coro para orar. Enseguida me vino al encuentro la Virgen que, con
dolorida mirada materna y con gesto decidido, me puso entre las manos un “Arma”
diciéndome: “¡Con esta “Arma” eres tú quien vencerá!” La usé desde la ventana del
coro y toda aquella gente cayó fulminantemente al suelo quedando aturdida. Me
desperté. Después me dormí de nuevo y me encontré en la misma ventana. Vi de nuevo
una numerosa muchedumbre. Maravillado, y no sin una cierta desilusión, dije gritando:
“¡Ah!, ¿no estáis muertos?”. Y de nuevo pregunté: “¿Quiénes sois?”… Responden:
“¡Somos cristianos!”. Aliviado, digo a todos: “Sois hijos de Jesús… Entonces, ¡venid
conmigo! ¡Seguidme y obedecedme! ¡Y jamás nadie os hará daño!”. Y añadí:
“Estrechad siempre en vuestra mano el “Arma de María” y obtendréis siempre y en
todas partes victoria sobre los enemigos infernales”».
San Giovanni Rotondo fue el teatro de una batalla continua, diaria, durísima, cuerpo
a cuerpo, entre el fraile santo y su adversario. Que se sirvió de todo instrumento,
ordinario y extraordinario, para quitar de en medio a quien evidentemente juzgaba un
combatiente temible. En San Giovanni Rotondo se dieron manifestaciones excepcionales
del diablo, pero sobre todo fue allí donde se desarrolló, con el concurso y la ayuda de
hombres de Iglesia, la operación principal contra el Padre Pío: el atentado a su
credibilidad. Fue un capítulo doloroso, que condujo a una desgraciadísima “visita
apostólica”, (una especie de investigación de la Santa Sede, hecho siempre dramático
donde se da, ya sea una diócesis, un convento o un seminario) e incluso a espiar, con
micrófonos y grabadoras, los coloquios y probablemente –se diga lo que se diga
oficialmente– también las confesiones del Padre Pío: una violación gravísima del
sacramento de la Reconciliación. Podemos sólo aludir a las líneas fundamentales de la
cuestión, muy conocidas por otra parte, para hacer comprensible lo que contaremos. El
Padre Pío era acusado de tener comportamientos no lícitos con algunas de sus hijas
espirituales, del grupo de las “pías mujeres”; es decir, las que seguían su apostolado con
particular fervor. La acusación venía –también, pero no sólo–, de una o más seguidoras,
que se sentían menos privilegiadas o menos consideradas; y en particular de Elvira, una

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de las hermanas Serritelli, residentes en San Giovanni Rotondo.
Es un asunto cuyos contornos son increíbles. El profesor Antonio Bianchi, uno de los
testigos escuchados por los autores de la Positio, dirá: «Su denuncia no es el producto de
un irreflexivo raptus de locura. Su locura es fría y paciente: busca una agregación y una
resonancia. Una visita apostólica no se decide de la noche a la mañana. Casi
seguramente no entraba en las previsiones de las hermanas Serritelli. Y, sin embargo,
cuando se perfila, no albergan dudas, y entran en la escena como si desde hacía tiempo
hubiesen estudiado el guion y previsto comparecientes secundarios. Las hermanas
Serritelli buscaron adhesiones incluso en otras direcciones. Encontraron sintonía y una
misma onda en el padre Giustino. Rodeaban puntualmente el altar donde celebraba el
padre Giustino antes de la misa del Padre. Las hermanas Serritelli, aunque con cautela,
procuraban que el secreto no siguiera siendo tal.
De aquí la actitud seca y despectiva del padre Giustino en relación con el Padre, la
colocación de un confesionario propio con la parte trasera girada, alternativo al del Padre
Pío, y el subsiguiente ensañamiento incluso después de la muerte del Padre, que
encuentra una explicación en la fe prestada a las confidencias de las hermanas Serritelli».
El padre Giustino es quien tiene la idea de grabar al Padre Pío y es el autor de las
grabaciones escandalosas; un capuchino “exiliado” en Malta y al que precisamente el
Padre Pío hace llamar de nuevo al convento de San Giovanni Rotondo. El padre Carmelo
Durante dice que el padre Giustino, ya como estudiante de teología, «por su legalismo de
‘zelota’, se aplicó con esmero y por todos los medios, incluso con recursos arbitrarios a
Roma, para hacer retrasar la ordenación sacerdotal a uno o varios hermanos que él
retenía indignos. Entre los estudiantes estalló un drama insanable». El padre Giustino
veía sexo y pecado en todas partes. Encargado de ocuparse del Padre Pío, que tenía ya
setenta años, temía de manera maniaca por la salvación de su alma. Junto con fray
Maseo; fue él, gracias a su experiencia de albañil, quien instaló cables, micrófonos y
grabadora. Fray Maseo de San Martino en Pensilis, cuenta el padre Carmelo Durante,
«fue el fidelísimo colaborador, ejecutor y secretario del padre Giustino. Ambos, por
consejo de una tal sor Lucina, llegaron, según testimonios de testigos oculares, a seguir
al Padre Pío, exorcizándole, con chorros de agua bendita, ¡convencidos de que estaba
invadido por el demonio!…».
La atmósfera alrededor del convento era eléctrica, desde siempre; y la fama de
santidad del Padre Pío había desencadenado energías que en una óptica religiosa es fácil
clasificar como diabólicas. En la Positio, Girolama Longo, una fiel del convento, cuenta
que «hasta los años 30, entre las hijas espirituales del Padre Pío había una que era
verdaderamente santa, Lucia Fiorentino, muerta el 16 de febrero de 1934. Junto con sus
amigas, Lucia frecuentaba el convento y la iglesia de los capuchinos. Iba allí solamente
para hablar de cosas espirituales con el Padre Pío y para asistir a las funciones sagradas.
De manera particular, tomaba parte en los triduos y en las novenas, que se hacían
siempre por la tarde, hacia el anochecer. La pobrecita sufría de un hipo nervioso que
hacía que le faltara el aire y casi la sofocaba. Obligada a salir de la iglesia, Lucia se
refugiaba en la esquina del convento para respirar mejor. A veces se quedaba así, detrás

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de esa esquina, con la frente en el revés de la mano apoyada al muro, durante mucho
tiempo, y volvía a la iglesia solamente al término de la función. En esa posición, era
vista por algún pastor o campesino que descendía de la montaña hacia el pueblo
(entonces el lugar estaba desierto y no había iluminación eléctrica). Una mujer detrás de
la esquina del convento, al anochecer, era una escena que no podía pasar inadvertida.
¿Qué hacía allí?… Seguro que estaba allí para saltar el muro de clausura e ir… a
hacer el amor con el “monje santo”. Pero el Padre Pío estaba en la iglesia recitando las
oraciones del triduo o de la novena, y Lucia Fiorentino estaba allí para respirar un poco
de aire fresco y, terminada la función, bajaba al pueblo con las otras compañeras.
Pero su llegada a casa era precedida por la noticia, verdaderamente excepcional, de
que una mujer había sido vista en la esquina del convento, saltar el muro de clausura,
etc.».
Por no hablar de las cartas anónimas. El padre Raffaele de Sant‘Elia en Pianisi ha
dejado un manuscrito inédito, citado en la Positio, donde recuerda que el monje santo
«tuvo que sostener un duro ataque a la pureza y a la santidad de su vida».
«Contra el Padre Pío ha sido también usada la vil arma de las cartas anónimas,
remitidas con abundancia al convento de San Giovanni Rotondo, a la curia Capuchina de
Foggia y a Roma. En ciertos periodos le llegaban al superior del convento cartas
anónimas en cadena, y algunas veces de contenido ignominioso respecto al Padre Pío.
Atacaban la moralidad y el ministerio sagrado del Padre Pío. Obra sólo diabólica,
especialmente para nosotros, de la comunidad, que estábamos en contacto directo con el
pobre Padre. Sobre eso, a menudo se decía que el Padre concedía audiencias peligrosas a
una o a otra persona, y se daban citas, señalando la hora y los días en que había recibido
o debía recibir a tal persona, abriendo la puerta de la iglesia siempre a hora tardía». El
padre Raffaele decidió, por escrúpulo de conciencia y como responsable del convento,
vigilar todas las noches. Hizo cambiar la cerradura de la puerta de la iglesia con una
llave más complicada; puso un candado en la puerta de la sacristía que conduce a la
escalera interna de la clausura y «cuando estaba seguro de que el Padre Pío se había
retirado e ido a la cama a dormir, porque a veces incluso roncaba, antes de irme a la
cama, ponía tiras de papel pegadas a la puerta de la escalera que baja desde el corredor
superior… Este trabajo duró mucho, hasta que no cesaron completamente las cartas
anónimas. Puedo afirmar con segura conciencia y con juramento que nunca, ni yo ni el
padre Vittore, hemos notado el mínimo inconveniente: nunca he encontrado rotas las
tiras de papel».
En una ocasión específica, el 24 de febrero de 1939, otra carta advierte: esta noche
mientras estéis cenando el Padre Pío abrirá la iglesia. Es la hora de la cena. Después de
algunos bocados, el Padre Pío advierte al padre vicario que debe ausentarse, y sale.
Cuenta el padre Raffaele: «Subo al corredor; me quito las sandalias y a pies desnudos –
hacía frío– voy detrás de la puerta del coro para asegurarme de que el Padre Pío estaba
todavía allí; y con mi suma sorpresa y gran humillación siento que el pobre Padre, tan
calumniado por almas vendidas al diablo, se disciplinaba diciendo el Miserere con voz
bastante clara… Después observo por el ventanuco de la habitación al lado del coro para

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ver si en la plazuela había alguien; pero no había ni un alma. Entonces me convenzo de
que era una obra puramente diabólica, con la única finalidad de difamar al Padre».
Pero las voces y las calumnias vencieron a la evidencia. Se decidió instalar
micrófonos, para controlar lo que sucedía en la celda del Padre Pío y en la hospedería, en
la salita donde el religioso recibía privadamente a sus hijos e hijas espirituales. Según el
informe escrito para la Positio por el padre Amedeo Fabrocini, provincial de Foggia, «se
colocaron sólo dos micrófonos, uno en la celda n. 5 del Padre Pío, y el otro en el
locutorio u hospedería (una habitación al lado de la puerta de ingreso del convento). La
idea de colocar los micrófonos le vino al padre Giustino Gaballo (el hermano encargado
de la asistencia al Padre Pío, tarea que en realidad llevaba a cabo con fraterna
dedicación), que efectuó secretamente con la colaboración del hermano no clérigo fray
Maseo Cannito. El padre Giustino y su colaborador, no siendo “demonios” nunca se
permitieron, por cuanto me consta, grabar una confesión sacramental14: a ellos les
interesaban solamente las conversaciones del Padre con las tres “pías mujeres” y cuanto
iba a referirle semanalmente (justo cada sábado) el comendador Battisti, delegado
administrativo de la Casa Alivio del Sufrimiento.
A la pregunta de qué querían decirme, el padre Giustino respondía que el día
precedente había grabado secretamente una conversación del Padre Pío con las “pías
mujeres”, a las que había recibido privadamente en la hospedería y que, habiendo
conocido con dolorosa sorpresa cosas graves, era necesario que yo le autorizase a
continuar grabando dichas conversaciones privadas.
Ante mi insistencia de que me refirieran antes qué era lo que habían descubierto, no
respondieron. Cuando, nervioso por su silencio, exclamé: “Por amor de Dios,
explicaos… tengo el derecho de saber… ¿por qué, entonces, habéis venido a mí?”,
intervino el padre Emilio: “Se trata de un beso…”. “Beso… ¿pero de qué clase?”, añadí.
Un alzarse de hombros fue la respuesta. Tomó la palabra el padre Giustino: “Repetimos
que hemos venido para que nos autorice a continuar grabando las conversaciones
reservadas del Padre Pío. Es absolutamente necesario”.
“No puedo permitirlo”, respondí.
“Entonces –contestó con tono serio– tenga la seguridad de que, ya que el nombre del
Padre Pío tiene fama en todas partes, usted cargará con las tremendas responsabilidades
ante la Orden, la Iglesia y el mundo de todas las gravísimas consecuencias que derivarán
de la negada autorización”».
La iniciativa del padre Giustino «la asumió una alta autoridad romana», de quien el
padre Amedeo ignora la identidad.
El padre Amedeo recibió la orden de ponerse a disposición del padre Umberto
Terenzi, rector del Santuario del Divino Amore, y fue a encontrarle una noche en Roma.
«Dispuesta la cinta en la grabadora, se sentó al lado y me invitó a hacer lo mismo,
diciendo: “Ahora escuchamos esta conversación del Padre Pío… en silencio… y,
después, los comentarios”. El aparato enviaba un sutil hilo de voz; aun teniendo cerca la
oreja, no conseguí aferrar sino alguna palabra aislada, nunca una frase de sentido
completo. Al contrario, parecía que él entendía todo. En un cierto momento me llamó la

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atención: “Ahora, aquí hay un beso”. Escuchamos varias veces la grabación, pero
siempre con el mismo resultado para mí. Desenchufada la grabadora de la corriente,
exclamó indignado: “Cosas graves, Padre mío, cosas tristes… Constituirán una espina
para la Iglesia. Qué desilusión y qué escándalo para innumerables almas… y también
para mí, que me era muy querido. Pero es necesario afrontar rápidamente este asunto
desagradable, con medidas severas, eficaces. También el confesor del Padre Pío recibirá
lo que se merece: será exiliado a África”».
Don Terenzi actuaba, dijo, «por mandato recibido del Santo Oficio (entonces
dirigido por el arzobispo Parente, porque el cardenal Ottaviani estaba ausente). Todo
cuanto dispongo, lo establezco de acuerdo con la Suprema Congregación». Recordemos
que fue el Padre Pío quien pidió que terminase el exilio del padre Giustino. Cuenta el
padre Carmelo Durante este episodio: «En 1964 tuve un encuentro con Su Eminencia:
argumento de la conversación, el Padre Pío. En un momento determinado de la
conversación sobre el uso de las grabadoras, me preguntó a bocajarro: “Padre Carmelo,
entonces, ¿por qué el Padre Pío quiso tener cerca al padre Giustino, pidiendo a través de
usted su vuelta de Malta?”.
Me sentí humillado y mortificado, comprendiendo la gravedad de esa pregunta, y
esbocé una respuesta: “Eminencia, antes el padre Giustino quería mucho al Padre Pío y
después…”. Iba a continuar cuando el cardenal, reanudando y respondiéndose él mismo
a su pregunta, recalcó: “Ya, además, ¡también Jesús tuvo su Judas en el colegio
apostólico! Así también el Padre Pío ha tenido su Judas”».
Ya en precedencia, muchos años antes, el Padre Pío había sido objeto de una
campaña de calumnias; y también en aquella ocasión el ataque partió de dentro de la
Iglesia. Refiere el padre Alberto D´Apolito: «Don Domenico, en la campaña denigrante
contra el Padre Pío y los Frailes capuchinos, fue un instrumento fácil y maleable en las
manos del arcipreste y del arzobispo Gagliardi (…). En los últimos años de su vida me
rogaba que fuera a hacerle un poco de compañía en la soledad de su casa. El argumento
de las conversaciones era siempre el mismo: el pasado, la lucha contra el Padre Pío, el
desmoronamiento de sus calumnias, el remordimiento de conciencia».
Pero decía: «Estaba convencido de actuar bien. Pensaba que el Padre Pío era un
impostor. Además, he tenido que obedecer a quien me daba las órdenes». Era el obispo,
que le ordenaba calumniar al Padre Pío, y él no pensaba que se tratase de calumnias:
«No pensaba en ello. Era muy joven para reflexionar y darme cuenta. Sabía que tenía
que obedecer y no daba importancia a muchas cosas». El padre Alberto D´Apolito dijo
que reconocía «la injusticia y mi culpa de haber hablado y escrito contra el Padre Pío».
Pero se negó a redactar un desmentido escrito. «No tengo la valentía… de palabra
desmiento todo». Y, efectivamente, en la Positio falta la retractación de don Palladino.
Pero volvamos a los años 60, a los micrófonos y a la perversa “visita apostólica” que
llevó a cabo monseñor Maccari, que recibió la declaración de Elvira Serritelli. Una
declaración clara y precisa, de la que llega a saber que la mujer habría tenido relaciones
con el Padre Pío semel vel bis in hebdomada como el visitador escribió en su latín curial,
que ciertamente Elvira Serritelli desconocía: “una o dos veces a la semana”.

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Ciertamente, Elvira no conservó para sí el contenido de aquella declaración, si como
cuenta don Giosuè Fini: «Al visitador apostólico Mons. Maccari, ahora arzobispo de
Ancona, Elvira Serritelli le había referido cosas extrañas, incongruentes sobre la
conducta del Padre Pío, más aún, había especificado muy bien acusaciones muy graves.
Yo pensé en el mundo circunstante. Se me dijo que había calumniado al Padre. Me puse
a buscar la verdad». Y habló con Maria Massa, una fiel de San Giovanni Rotondo, que le
dijo: «En la época de la visita apostólica fui a ver a Maccari, que me preguntó si Elvira
Serritelli era capaz de mentir. Me sentí impulsada a decir que sí y con todas mis fuerzas
afirmé vigorosamente que Elvira Serritelli era capaz de mentir. Me acerqué a la hermana
de Elvira Serritelli, la señorita Marietta, para saber algo sobre la declaración de Elvira a
Mons. Maccari. Marietta, con facilidad y alarde, dijo: “Ce l´ha fatta a gh´isso lu
servizie”15 y acompañó las palabras extendiendo el brazo y poniendo la mano izquierda
en la cavidad del codo para subrayar “lu servizie” hecho al Padre Pío. Yo lo entendí
todo: (aquel ‘gh´isso’) era el Padre Pío y entendí el significado del gesto vulgar, que me
reveló una vez más los bajos orígenes de Serritelli».
«Satanás trabajaba en aquella mente enferma desde muchísimos años antes», ha
declarado Maria Massa en otra ocasión, y el Padre Pío dijo: «Nunca me he hecho
ilusiones en lo que se refiere a las personas que me han rodeado». Serritelli incluidas: las
llamaba “mis llagas” y no escatimaba reproches. La señora Anna Benvenuto, viuda
Panicali, recuerda la confidencia de otra fiel: «Un día la señorita Cianferoni, alma pía y
muy devota del Padre Pío, me dijo en confianza que había sabido de una persona muy
digna de fe que el Padre había impuesto como penitencia a Elvira que se encerrara en su
habitación y que cruzara el suelo de la misma con la lengua».
Pero todas esas intrigas al lado del monje santo funcionaban, por supuesto. El
profesor Antonio Bianchi ha referido en la Positio: «Personalmente me pareció
indescifrable la extrema claridad del cardenal Iorio, cuando rehusando un apremio de la
marquesa Giovanna Boschi para que se interesara por el Padre Pío, no consiguió reprimir
las lágrimas y susurró con amargura: “¡Aquellas mujeres del Padre Pío!”. Igualmente
inclasificable la respuesta del cardenal Lercaro, en la iglesia de San Gioacchino en
Roma, a la marquesa Boschi, a la señorita Margherita Hamilton y a otras hijas
espirituales: “Eminencia, ¡cuánto hacen sufrir al Padre Pío!”. “¡También él hace sufrir al
Papa!”».
El padre Carmelo Durante cuenta cómo un miembro de la Comisión que tuvo que
examinar las cintas magnéticas con las grabaciones del Padre Pío, le reveló que «un día
recibió una llamada telefónica de monseñor Loris Capovilla, secretario particular del
Papa16, con la que a nombre de este le invitaba a participar en la celebración de una Hora
Santa convocada por el mismo Santo Padre precisamente para impetrar al Señor la luz
para un juicio sereno y verdadero sobre la persona del Padre Pío». Luz que
evidentemente no vino, porque la “visita apostólica”, aunque resolvió drásticamente el
escándalo de los micrófonos, fue viciada por las calumnias y las prevenciones. Siempre
el padre Carmelo refiere, a propósito del Papa Juan XXIII, otra confidencia hecha por
una persona de la antecámara pontificia. «Al término de su vida terrena, Juan XXIII,

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símbolo de la bondad y de la afabilidad, a quien le suplicaba en favor del Padre Pío,
humillado y herido por medidas punitivas del Santo Oficio, repetía: “¡Me han engañado!
¡Me han engañado! En mi vida yo no hecho mal a nadie, ni siquiera a una mosca… ¡Me
han engañado: el Padre Pío es un hombre de Dios!”».
Pero la estrategia del descrédito ya había trabajado silenciosamente, en profundidad.
Giovanni Gigliozzi, durante años cercano al Padre Pío, declaró así en el proceso ante la
Congregación para las Causas de los Santos: «Me causó estupor una conversación con
don Umberto Terenzi, párroco del Divino Amore en Roma, durante muchísimos años
amigo fiel del Padre Pío y que después se puso en contra improvisadamente; me contó
de pasadas relaciones del siervo de Dios con una de estas “pías mujeres”, añadiendo que
el Padre Pío antes era santo y que ahora ya no lo era. Yo repliqué que si el Padre Pío
había tenido alguna de aquellas fantasías, lo habría hecho cuando era más joven, y no
ahora que era decrépito y anciano. Dije que don Terenzi nunca había visto la cara de
aquellas “pías mujeres”. Bastaba mirarlas para ser liberados de la tentación».
También el padre Amedeo se preguntó: «¿Por qué don Terenzi había pasado de tanto
aprecio por el Padre Pío a una valoración opuesta, hasta considerarle un “inmoral” y un
“hipócrita”?». ¿Y cómo fue posible que se creyeran acusaciones de este género, y que
gente que apreciaba al Padre Pío cambiara de opinión sobre él tan rápidamente? El
capítulo siguiente ofrece, gracias a un testimonio reservado contenido en la Positio, una
posible respuesta a comportamientos aparentemente inexplicables.
«Desde el profundo silencio de mi celda siento, de un tiempo a esta parte, el eco de
voces siniestras que están en torno a mi pobre persona», escribía el Padre Pío. Veamos
qué género de susurros y dónde.
14 Pero sobre este punto las opiniones, comenzando por la del Padre Pío, son muy diferentes. [N.d.A.]
15 “Se lo ha hecho a él este servicio”, en dialecto local de la Apulia, expresión muy fuerte para indicar que se le
ha puesto en una situación incómoda, que le causará un gran daño [N.d.T.].
16 Juan XXIII, [N.d.A.]

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Complot

Que monseñor Maccari, su secretario y una misteriosa “secretaria” que los acompañó en
los dos meses de investigación en San Giovanni Rotondo hayan sido instrumentos de la
agresión diabólica al Padre Pío es una opinión compartida por muchos, de la que hemos
encontrado numerosos testimonios en la Positio, el monumental dossier de documentos
que sirvió de base para la beatificación, primero, y la canonización, después, del monje
santo. De la gran cantidad de entrevistas, estudios y declaraciones recogidas en el curso
de los años por Gerardo di Flumeri, Alessandro da Ripabottoni y el postulador de la
causa, el padre Cristoforo Bove, emergen circunstancias y detalles de gran interés. En
particular hemos encontrado un testimonio, el de don Francesco Putti, un sacerdote que
vivía en la Iglesia de San Francisco Javier, en Avellino, que arroja una luz inquietante y
reveladora sobre la “leyenda negra” que atormentó durante años al Padre Pío. Esta
declaración es interesante porque presenta, documentándola, la tesis de la puesta en
marcha de un verdadero complot para desacreditar al monje del Gargano. Un complot
“autónomo” respecto a la visita apostólica de Maccari, con ramificaciones en toda Italia;
pero sus autoras –porque se trataba de mujeres, algunas de las cuales estaban vinculadas
a la masonería– aprovecharon, según cuanto afirma en la Positio don Francesco Putti,
con gran oportunismo la ocasión que les ofreció la presencia en San Giovanni Rotondo
de un investigador tan decididamente prevenido y hostil. El efecto de su acción,
vinculado a la “bomba Serritelli”, fue claramente devastador.
«Entre las personas interrogadas por el visitador apostólico –contó don Francesco
Putti–, había algunas mujeres que eran verdaderos demonios encarnados; era algo que ya
sabía antes de la visita apostólica. Sería ridículo pensar que dichas personas, a las que les
gustaba hacerse pasar por ángeles, hubieran declarado en los interrogatorios del activo
visitador apostólico cosas en armonía con el desarrollo del apostolado de bien que el
Padre Pío llevaba a cabo para la gloría de Dios y la salvación de las almas; en cambio,
tengo la certeza material y moral que sus declaraciones fueron infames contra el Padre
Pío, porque infame era su comportamiento. Además, se enorgullecían de ello sin ningún
pudor».
Es sabido que hubo celos y rivalidad, como sucede siempre en situaciones de este
tipo, también en el mundo femenino que gravitaba alrededor del convento de San
Giovanni Rotondo y, en particular, entre las “hijas espirituales” del santo. Pero si es
verdad lo que afirmó el sacerdote de Avellino, en este caso el escenario es totalmente
distinto. No se trata sólo de desahogos debidos al carácter, sino de un plan bien
organizado, de una verdadera estrategia, planificada con detalle, lejos del monasterio del
Gargano y puesta en marcha minuciosamente en un arco de tiempo que va más allá de
unos pocos días o episodios. «Examiné el comportamiento de dichas mujeres –decía don
Francesco Putti– y constaté que cada una de sus acciones estaba dirigida al mal, no por
error, sino con malicia y a propósito. Su prolongada y dificultosa presencia en San

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Giovanni Rotondo tenía un objetivo claro que fue llevado a término a través de
declaraciones, deposiciones secretas, juradas y firmadas, para engañar a la Santa Madre
Iglesia».
Pero, ¿cuál era el objetivo de esta conjura? El efecto principal de la acción llevada a
cabo por este grupo de conspiradoras fue modificar la actitud de algunos frailes y
sacerdotes, hasta ese momento devotos admiradores del Padre Pío de Pietrelcina. No
sólo. También se instrumentalizó el momento más elevado de la vida espiritual del
monje santo para obtener “material” para utilizar en ritos de tipo muy distinto. Don
Francesco Putti contó: «No les digo nombres, pero les pongo un ejemplo: hubo una
mujer, alemana, y según el uso masónico, después de la Santa Comunión, en acto fingido
de adoración, mientras escondía su rostro en un libro de oración, fue sorprendida
mientras ponía la hostia consagrada entre las páginas del libro». El sacerdote habla de
“uso masónico”; sin embargo, quien tiene un cierto conocimiento del mundo vinculado a
las sectas satánicas, sabe que la hostia consagrada tiene una importancia muy especial en
ese ambiente: la posesión de la hostia es fundamental para celebrar las misas negras y,
por lo tanto, la “partícula” después de la transubstanciación está buscadísima por los
satanistas. Podemos imaginar lo buscada que estaría una hostia consagrada por el Padre
Pío, cuya misión era la lucha contra el demonio en sus distintas manifestaciones. Y el
gusto perverso y especial con el que se celebraría una misa satánica con una hostia
sustraída de las manos del monje santo.
«Hubo otra que se presentó a un fraile con un relicario en el que había aún
fragmentos de hostias consagradas, afirmando que ella misma, por encargo de la
masonería, había profanado, después de la Comunión, las hostias, entregándolas
directamente a los masones».
El testimonio de don Francesco Putti no puede ignorar, obviamente, a las mayores
acusadoras del Padre Pío en la visita apostólica de monseñor Maccari, empujadas por los
celos en relación al monje del Sannio. Don Putti considera que es «interesante que las
cinco hermanas Serritelli (que, como se dice, se definieron ellas mismas las “cinco
plagas del Padre Pío”), residentes desde siempre en San Giovanni Rotondo, fueran
quienes, de manera voluntaria, hicieran conocer las declaraciones firmadas y juradas
hechas al visitador apostólico. Hoy, contrariamente a lo que se creía, no todo ha
permanecido en secreto… Sé que Emanuele Brunatto posee veintidós declaraciones de
las personas interrogadas por monseñor Maccari, el visitador apostólico». Emanuele
Brunatto, el gran defensor del Padre Pío, murió solo el 10 de febrero de 1965, tras haber
manifestado su temor de ser asesinado. Una maleta llena de documentos, que quería
confiar a Luigi Peroni, otro protagonista de la batalla en favor del Padre Pío, desapareció
esa mañana. Nunca se encontró. Brunatto, el día anterior, había telefoneado a casa de un
amigo suyo desde hacía años, al que le confió: «Quieren matarme». Nunca se le hizo la
autopsia; era anciano, estaba enfermo del corazón, pero sus acciones de esas últimas
horas –la llamada telefónica, el deseo de entregar la maleta de documentos lo antes
posible a Luigi Peroni–, lanzan una sombra inquietante sobre su final.
El testimonio de don Franceso Putti se remonta a los años 60, unos años después de

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la visita apostólica de monseñor Maccari, y fue incluido en la Positio en 1986. Entre
otras cosas, el sacerdote tuvo en mano la fotocopia de un documento de gran
importancia. Se trataba de una declaración firmada por el arquitecto Mario Schierano,
que reproducimos a continuación, incluida en el N. 2284 de la Positio. «En mayo de
1964 fui con el prof. Di Raimo a San Giovanni Rotondo –escribe el arquitecto– para ver
al Padre Pío. En un coloquio que tuve con él a solas, le pregunté si era verdad que habían
puestos micrófonos en su confesionario. Me respondió: “Sí, se han atrevido a tanto”.
Roma, a 23 de abril de 1986. Doy fe, Mario Schierano».
Luigi Peroni fue a ver a don Francesco Putti para preguntarle qué conclusión sacaba
tras haber recibido el documento. «Nada en absoluto –fue la respuesta–. Las personas
que me confiaron el documento esperaban de mí que solucionara un problema del que no
soy árbitro. Como era mi deber, informé a algunos superiores y pienso que estos se
dieron perfectamente cuenta de la importancia del documento. No obstante, alguno me
aconsejó que me desinteresara del asunto. Otro me respondió: “¿Y qué puedo hacer
yo?”. Ciertamente la situación es complicada, porque la verdad se conoce sólo en parte».
¿Los micrófonos fueron puestos también en el confesionario o no? La versión
oficial, consolidada, apoya el “no”, tal vez con la intención de no ensombrecer aún más
un cuadro que es de por sí ya muy turbio, en el que hay sacerdotes espiando, violando la
intimidad espiritual de un monje santo.
Por algunas frases del Padre Pío, no obstante, se puede sacar una impresión distinta.
Luigi Peroni recuerda que «cuando una hija espiritual del Padre Pío, que fue a verle
cuando se difundió la noticia del escándalo, le preguntó consternada: “Pero, Padre, ¿es
verdad lo de las grabadoras en el confesionario?”, él respondió: “Sin duda, hija mía, es
verdad… ¡claro que lo es!… Cuando yo estaba en el confesionario, trabajaban arriba;
cuando yo estaba arriba, ¡trabajaban aquí!”». Y unos años más tarde, hablando con el
delegado apostólico, el padre Clemente da Santa Maria in Punta, el Padre Pío dirá: «Si
hubiera sabido que había grabadoras en el confesionario, no hubiera ido a confesar para
no exponer el sacramento de la confesión a un sacrilegio terrible».
Es más que probable que existiera realmente la violación del secreto sacramental
vinculado a la confesión, porque el Padre Pío confesaba a los penitentes también en el
locutorio. Es también comprensible que, seguidamente, se haya intentado evitar
consecuencias de imagen aún más graves que, en última instancia, habrían afectado a la
Iglesia. Y, así, el propio Padre Pío, sobre el caso de los micrófonos en el confesionario,
se mostró dolorosamente reticente, como si sintiera el peso de la vergüenza. Todo para
demostrar una tesis: «Se le acusaba de inmoralidad con mujeres –dijo don Putti–, como
sucedió en los tiempos de monseñor Gagliardi, obispo de Manfredonia, y compañeros,
cuyas acciones son bien conocidas».
El Padre Pío acusado de relaciones ilícitas con mujeres: «No sólo no lo creo, sino
que me da repugnancia pensarlo. ¡No se respetan ni siquiera los setenta y cinco años del
fraile! La verdad es que quien tenía interés en que se creyera esto, orquestó todo con el
fin de alcanzar una apariencia de verdad».
La Positio presenta, en este punto, una acusación gravísima a la que ya hemos

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aludido al principio de este capítulo, pero que ahora les presentamos con toda su
amplitud, es decir, un complot real. «Los hechos existen y, es más, existen las pruebas –
contó don Francesco Putti, entrevistado sin saberlo–. Poned mente al diabólico y pérfido
sistema para que la propia Iglesia atacara a un sacerdote. He aquí el caso práctico, como
de hecho ocurrió. En primer lugar, es necesario que algunos hermanos, u otros
sacerdotes, sean vinculados al secreto natural de la confesión sacramental con algunas
mujeres. Me explico: un buen día, bueno, en realidad un mal día, una hija del demonio
en carne y hueso, encargada a propósito “por quien tiene interés” de actuar contra el
sacerdote N.N. se presenta al confesor A.B. y dice que el sacerdote N.N. se ha
comportado mal con ella, ha hecho cosas innombrables. En otra ocasión, otra hija del
demonio refiere al confesor C.D. que dicho sacerdote N.N. le ha hecho propuestas
obscenas y también se ha comportado mal con ella. Y así, hasta obtener que más
mujeres, hijas del demonio, se dirijan cada una a su propio confesor, acusando
inicuamente al mismo sacerdote N.N. de impureza y complicidad en pecado
ignominioso. Con dicha operación diabólica, llevada a cabo durante mucho tiempo y
minuciosamente, al final todos los sacerdotes saben que el sacerdote N.N. se ha
comportado mal. Por otra parte, cada uno de los confesores no tiene motivo de dudar de
la sinceridad de la acusación circunstanciada porque su penitente, en conjunto, se
muestra aparentemente recta y temerosa de Dios, cuando la realidad es que es una
mensajera con la tarea de arruinar al sacerdote N.N. En el caso que se lleve a cabo una
investigación del sacerdote N.N., es lógico que sus hermanos no tomen la iniciativa para
defender al presunto culpable. Por este motivo, la autoridad eclesiástica encontrará el
camino libre para tomar las medidas de rigor que requiere el caso en cuestión. El
resultado es que se destruirá al sacerdote N.N. para siempre».
¿Estamos hablando de un caso teórico? En opinión de don Francesco Putti, en
absoluto: lo que acabamos de exponer es la trama de la tragedia del monje santo del
Gargano. Una estrategia que el sacerdote residente en Avellino no duda en atribuir a
fuerzas oscuras. «La que acabo de relatar es la historia del Padre Pío y puedo
demostrarlo. En primer lugar, en el verano de 1960 me encontré con un padre capuchino
que me abrió su alma afligida y precisamente en dicha circunstancia pude citar no sólo
las virtudes del Padre Pío, sino sobre todo la silenciosa aceptación del sufrimiento por él
ofrecida en favor de las almas. Tras lo cual, surgió entre ese hermano del Padre Pío y yo
una divergencia de juicio sobre la realidad de las virtudes del Padre Pío y, en especial,
acerca de la castidad.
Dicho padre afirmó que, sinceramente, no compartía el elogio sobre la castidad del
Padre Pío. Ante mi sorpresa, ratificó su pensamiento diciéndome: “Por desgracia, no es
como usted dice; me resulta que las cosas son de otro modo. De hecho, una mujer me ha
confesado que el Padre Pío se había comportado mal con ella, por lo que…”. Por mi
parte, instintivamente, sabiendo por experiencia que en cualquier caso el nombre del
cómplice en pecado infame no debe revelarse, pregunté si había sido él quien lo había
solicitado. La respuesta fue precisa: “No, de manera espontánea me dijeron el nombre
del Padre Pío como cómplice en pecado ignominioso”. Me quedé perplejo oyendo que se

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había informado del nombre del cómplice de manera espontánea… repito, ¡esto nunca
sucede!
En segundo lugar, el comportamiento de muchos, demasiados, hermanos del Padre
Pío es y sigue siendo totalmente injustificable. De personas entusiastas de su hermano se
transformaron en enemigos acérrimos del mismo. En algunos hubo un cambio radical y
repentino que no tiene ninguna justificación: la única explicación la podemos encontrar
en lo que hemos expuesto más arriba».
¿Cuántas veces se ha repetido esta operación de excepcional perfidia? Es imposible
saberlo. Fue una operación extremadamente eficaz: su fuerza derivaba, y aún hoy deriva,
de estar estrechamente unida a un sacramento tan delicado como el de la Reconciliación.
El sacerdote que recibe la confesión es “vulnerable” puesto que debe presuponer la
buena fe de quien admite las propias culpas, de manera gratuita y, aparentemente, sin
segundos fines. Y, al mismo tiempo, al estar vinculado al secreto, no puede compartirlo
con nadie ni confrontar su experiencia o las confidencias recibidas. Una obligación que
garantiza la privacidad y el encubrimiento de la maquinación, prácticamente para
siempre. Según todo lo que hemos leído, este ataque a la credibilidad del Padre Pío no se
limitaba a San Giovanni Rotondo. He aquí un pasaje de la declaración grabada sin que su
autor tuviera conocimiento de ello: «Me constaba que el padre Cappello, s.j., que ejercía
su apostolado en la iglesia de San Ignacio en Roma y que tuve el placer de conocer y con
el que me vi en más de una ocasión, personalmente sentía amor, estima y veneración
hacia el Padre Pío. Tras casi un mes después de que un demonio de mujer, G.F., que se
había mudado a Roma desde San Giovanni Rotondo, hubiera estado siguiendo al padre
Cappello, también este (que ahora está en el cielo) tuvo su metamorfosis respecto al
Padre Pío: había dejado de considerar al Padre Pío como un hombre de Dios, llegando a
influir negativamente en las altas esferas eclesiásticas, desaconsejando a varios
sacerdotes que frecuentaran al Padre Pío. El propio visitador apostólico, durante la visita
apostólica, le ordenó a un sacerdote que hacía tiempo que estaba en San Giovanni
Rotondo que se fuera diciéndole: “Usted no puede estar aquí, ¡este no es un lugar
adecuado para los sacerdotes!”. A menudo, en San Giovanni Rotondo han estado
presentes durante mucho tiempo mujeres que, en un primer momento, se mostraban
ostentosamente perfectas y devotísimas cristianas –con formas exteriores también fuera
de lo normal– hacia el Padre Pío; después, aumentando progresivamente la ostentación
de su rectitud y devoción hacia el Padre, se han descubierto, incluso de manera estúpida,
haciendo ver lo que realmente eran: inmorales, mentirosas, hijas del demonio. En el
momento en que se ha descubierto cómo eran realmente, han creído que había llegado el
momento de llevar a cabo el mal. El demonio es más astuto que inteligente».
Es evidente que una visita apostólica como la que llevó a cabo monseñor Maccari
representó una oportunidad única y excepcional para coronar el largo trabajo que llevó a
socavar la fama de integridad del Padre Pío. Donde una serie infinita de ataques
frontales, físicos y espirituales, había fracasado, mostrándose todavía ineficaces, la
perfidia sutil y venenosa de una calumnia disfrazada de arrepentimiento podría tener
efectos devastadores. Desde un punto de vista espiritual y religioso, el uso malvado de

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un futuro sucesor de los apóstoles como monseñor Maccari es motivo de reflexión sobre
el mysterium iniquitatis y la libertad de acción que le había concedido Dios.
«Entre las personas interrogadas por el visitador apostólico había algunas mujeres
que eran verdaderos demonios encarnados. Lo sabía antes de la visita apostólica. Sería
ridículo pensar que dichas personas, a las que les gustaba disfrazarse de ángeles,
declararon en los interrogatorios del activo visitador apostólico cosas que estuvieran en
armonía con el desarrollo del apostolado de bien que el Padre Pío lleva a cabo para
gloria de Dios y la salvación de las almas; en cambio, tengo la certeza material y moral
que sus declaraciones contra el Padre Pío fueron infames, porque infame era su
comportamiento. Además, se enorgullecían de ello descaradamente. He examinado el
comportamiento de estas mujeres y he podido constatar que cada una de sus acciones
estaba dirigida al mal, no por error, sino con malicia y acto de voluntad. Su prolongada y
dificultosa permanencia en San Giovanni Rotondo tenía una objetivo bien definido; y fue
llevado a cabo a través de declaraciones, deposiciones secretas, juradas y firmadas, para
engañar a la Santa Madre Iglesia».
Sobre la actuación de G.F., la mujer que siguió hasta Roma al padre Cappello, don
Francesco Putti no tenía dudas: «Ella era el último demonio en orden de tiempo, pero
primero en importancia por las infamias que afirma haber “visto” hacer al Padre Pío y
que he descubierto. Primero vino a Roma para preparar su plan diabólico, acercándose a
varios eclesiásticos y, después, se alejó definitivamente de San Giovanni Rotondo,
mudándose a Roma tras la visita apostólica de monseñor Maccari. Pero no sin haber
realizado su misión diabólica contra el Padre Pío».
Por lo tanto, según don Putti, la calumniadora del confesionario no estaba sola, sino
que estaba coadyuvada por otras personas, también éstas mujeres. Y cuando se le
preguntó, como resulta en la Positio, si pensaba que esas personas tenían la tarea de
denigrar al Padre Pío obedeciendo las órdenes de alguna organización, la respuesta fue
positiva: «Ciertamente, y no eran pocas. Por otra parte, deben comprender que denigrar a
alguien con calumnias con la certeza que lo que se dice permanece encerrado en el
riguroso secreto de los archivos del Santo Oficio, es un imán para cualquier demonio
encarnado. Para esta gente fue verdaderamente una ocasión propicia e impensable. Había
llegado el momento adecuado para completar el servicio ante su inicuo amo, que las
había instruido para este fin, sabiendo además que estaban fuera de todo control,
responsabilidad, confrontación o denuncia. Realmente, la acción tal como fue ideada,
guiada y actuada es una obra maestra de la infamia».
El vínculo con la visita apostólica que llevó a consecuencias tan humillantes para el
Padre Pío, hasta que no se cambió de Papa y las sanciones fueron abolidas, era directo.
De hecho, la visita apostólica tuvo como efecto impedir el ministerio pastoral, es decir,
la lucha que el Padre Pío llevaba a cabo con el adversario para arrancar las almas de sus
garras. «En San Giovanni Rotondo se asiste a un fenómeno muy extraño –subrayaba don
Putti–: en cualquier otro lugar se intentaba atraer a los fieles con cualquier medio
moderno y dispendioso; allí, en cambio, se expulsaría a todos si esto fuera posible. De
hecho, la iglesia (de los capuchinos) trabaja diligentemente contra las directrices de la

57
Santa Madre Iglesia: la voluntaria falta de servicio en la administración de los
sacramentos a los fieles –y, lo que es peor, para los pobres enfermos del lugar– llega a
niveles altísimos; las devociones que la Santa Madre Iglesia recomienda insistentemente
en otros lugares por el bien de las almas, en la iglesia (de los capuchinos), si es posible,
se suprimen o se obstaculizan. La santa misa, para mayor incomodidad de los fieles, no
puede ser celebrada después de las 8:30 horas, ni siquiera por sacerdotes que no son del
lugar. Todo esto, junto a otras cosas, que evito enumerar, se realiza deliberadamente
porque, así dicen, estas son las órdenes dejadas por el visitador apostólico. Estos
interrogantes y puntos oscuros son y seguirán siendo un misterio debido a sus
contrasentidos».
Si se acepta la hipótesis de que también esta persecución no fue más que un episodio
de la guerra, se puede pensar que el enemigo jurado del Padre Pío se quedó satisfecho de
esta particular “campaña”. En lo que respecta a los instrumentos humanos del complot,
don Francesco Putti ha dejado su interpretación: «El Padre Pío, mediante un larguísimo y
fecundo apostolado, ha llevado a la conversión a diversos exponentes de la masonería,
entre otros muchos pecadores. Este hecho ha provocado una reacción llena de rabia, que
fue realizada con una programación lenta y segura. Ningún otro medio habría podido
frenar al Padre Pío en su apostolado; sólo una acusación de inmoralidad, que es lo que
sucedió. Con sistemas como este se ha arruinado la vida de muchos sacerdotes, pero no
puedo dar nombres. Basta recordar a san Alfonso. Acusado de inmoralidad, fue
despreciado, vilipendiado y murió fuera de la orden por él fundada, porque fue
expulsado. Contrariamente a lo que se hubiera esperado entonces, ha subido a la gloria
de los altares. Su gloria es la sentencia contra los acusadores».

58
Exorcismos y endemoniados

Eran las almas las que estaban en juego en la lucha épica prefigurada por la “visión” de
enero de 1903. La batalla se producía cada día, durante horas, en el confesionario. Un
enfrentamiento que duró cincuenta años, salvo el periodo en el que se le prohibió al
Padre Pío ejercer el ministerio de la reconciliación. Sin duda, ese fue el terreno principal
en el que el Padre Pío y su enemigo se enfrentaron duramente. Éste y el personal de las
dudas y las tentaciones que el demonio quería sembrar para debilitar al adversario.
Habría sido lógico esperarse que el monje santo, precisamente por su facilidad para
conciliar lo extraordinario con la normalidad cotidiana, le dedicase una forma especial de
lucha al diablo, es decir, la “liberación” ritual. La relación del Padre Pío con los
exorcismos ha llamado siempre la atención de los biógrafos, aunque, por lo visto, los
practicó de manera esporádica. De todas formas se encuentran episodios excepcionales
en su ya de por sí extraordinaria lucha. Uno de los más llamativos ocurrió en 1964, es
decir, cuatro años antes de la muerte del monje santo. Era verano, y entre las mujeres
que esperaban en la sacristía pequeña que llegase el Padre Pío, había una chica de
dieciocho años, del norte de Italia, poseída. Cuando el fraile entró, el demonio se puso a
dar gritos y a insultar. El Padre Pío hizo como que no le oyó. Pero, durante la noche del
5 y el 6 de julio, el convento se vio sacudido por un gran estruendo, un trueno que hizo
temblar las paredes y el suelo. Y un instante después se oyeron los gritos del Padre Pío:
«¡Hermanos, ayudadme!... ¡Hermanos, ayudadme!...». Los religiosos corrieron a su
celda y encontraron al anciano en el suelo, boca abajo, semiinconsciente; le salía sangre
de la boca y la nariz, y en la arcada superciliar derecha tenía una gran herida, como de un
puñetazo. La mañana siguiente el Padre Pío tuvo que guardar cama y no pudo bajar a la
capilla para celebrar misa.
El hecho fue narrado por muchos testigos; el padre Eligio D’Antonio, en concreto, lo
incluyó en su Diario. Asimismo Luigi Peroni proporciona una versión llena de detalles:
«Al día siguiente, el padre Dellepiane vio, en el primer piso, al Padre Pío andando sujeto
por dos hermanos. Al verlo en tan mal estado, le preguntó alarmado: “¿Qué ha pasado,
Padre?”. “¡Nada, me he caído!”. Pero uno de los frailes añadió: “… y ha recibido un
montón de palos”. Mientras bajaban las escaleras, se oyó la voz de la joven, poseída por
el demonio, gritando desde el pasillo: “¡Esa alma ya era mía; me la ha quitado por la
fuerza, en el último momento, ese viejo tonto! Quería destruirlo esta noche; y sin duda le
habría arrancado los ojos si esa mujer no le hubiera puesto una almohada debajo del
rostro...”. Luego se supo que el Padre Pío había sido encontrado debajo de la cama, lleno
de golpes, con los ojos hinchados y con signos evidentes de que unos dedos habían
intentado dejarlo ciego. Para cerrar la herida de la arcada superciliar los médicos le
pusieron dos puntos en carne viva. Esa misma mañana del 6 de julio, el demonio, por
boca de la posesa, confirmó lo ocurrido: “... Ayer por la noche, a las diez, fui a visitar a
alguien... me he vengado... así aprenderá la próxima vez”. Realmente el que aún no

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había aprendido era el demonio, porque aunque el Padre Pío le había dejado que le
pegara, no se iba a achantar con setenta y siete años».
Luigi Peroni recogió este testimonio directamente del padre Pío Dellepiane, de los
Frailes Mínimos de San Francisco de Paula, el primer domingo de mayo de 1973.
Después de ese ataque, hicieron algunas fotos al Padre Pío, en las que resultan evidentes
las marcas de la agresión dejadas en el rostro. Pero la historia de esa endemoniada y de
su “huésped”, especialmente feroz, no acabó ahí. En efecto, cuenta Alberto D´Apolito
que algunos sacerdotes, capuchinos y conventuales, intentaron exorcizar a la
endemoniada, con permiso del obispo. El diablo les tomaba el pelo: «¡No tenéis
vergüenza! Habéis comido y bebido y ahora queréis echarme de este cuerpo. No lo
conseguiréis». El padre Dellepiane también cuenta que el demonio presumía, por boca
de la posesa, de haberle dado un fuerte puñetazo en la espina dorsal al Padre Pío y que,
gracias a la paliza, le había impedido bajar a la iglesia a celebrar la misa. La historia
termina algunos días más tarde. El Padre Pío, restablecido, pasó de nuevo por la
sacristía, para ir a la iglesia a decir misa. La joven endemoniada le vio salir vestido con
los paramentos sacerdotales: dio un grito enorme y se desmayó. Cuando recuperó los
sentidos, era libre.
La Positio contiene un episodio que parecería increíble si el Padre Pío no se lo
hubiese contado al padre Tarcisio, que nos lo recuerda así: «Una mañana, mientras
estaba confesando a los hombres –dice el Padre Pío–, se me presentó un señor alto,
delgado, vestido con una cierta elegancia y de maneras educadas, amables. Este
desconocido se arrodilló y empezó a revelar sus pecados, que eran de todo tipo contra
Dios, contra el prójimo, contra la moral: todos aberrantes. Me sorprendió una cosa. A
pesar de todas las censuras, incluso después de mi reprensión, aduciendo como prueba
la palabra de Dios, el magisterio de la Iglesia y la moral de los santos, este enigmático
penitente rebatía mis palabras justificando, con extrema habilidad y rebuscada
amabilidad, todo tipo de pecado, vaciándolo de toda malicia e intentando, al mismo
tiempo, convertir en normales, naturales y humanamente indiferentes todos los actos
pecaminosos. Y esto no sólo para los pecados que eran gravísimos contra Dios, Jesús, la
Virgen y los Santos, a los que se refería con perífrasis irreverentes sin nombrarlos
nunca, sino también para los pecados que eran moralmente tan sucios y groseros que
tocaban el fondo de la más nauseabunda cloaca. Las respuestas que daba este
enigmático penitente a mis argumentaciones, con hábil sutileza y suavizada malicia, me
impresionaron. Me preguntaba a mí mismo: “¿Quién es este? ¿De qué mundo viene?
¿Quién podrá ser?”, e intentaba estudiar bien su rostro para leer algo entre los pliegues
de su cara; y al mismo tiempo agudizaba el oído para que no se me escapara ninguna de
sus palabras, de forma que pudiera sopesarlas en toda su magnitud. De repente –dice el
Padre Pío–, gracias a una luz interior intensa y brillante, me di cuenta de a quién tenía
delante. Y con tono decidido y autoritario le dije: “Di viva Jesús, viva María”. Nada
más pronunciar estos dulces y poderosos nombres, Satanás desapareció al instante con
un salto, dejando detrás de sí una estela de fuego y un insoportable e irrespirable
hedor». Así se lo narró al padre Tarcisio da Cervinara, ya desaparecido, amigo del padre

60
Amorth, exorcista en San Giovanni Rotondo y autor de un pequeño estudio sobre las
relaciones entre el Padre Pío y el diablo.
También en la Positio hemos encontrado un episodio contado por un sacerdote, don
Pierino Galeone: «En 1949 estuve con el Padre todo el mes de julio. Fue un año cargado
de hechos. Una mañana el Padre Pío estaba confesando en la sacristía de la iglesia
antigua. Se encontraba a la derecha, entrando por la puerta que de la iglesia lleva a la
sacristía. El espacio estaba cerrado por dos cortinas. Por el centro, donde las cortinas no
se unían perfectamente, podía ver al Padre. Mientras la gente se acercaba ordenadamente
a confesar, yo leía el breviario y veía al Padre.
En un determinado momento, un hombre robusto, ojos pequeños y negros, canoso,
con una chaqueta oscura y pantalones a rayas, entró de la iglesia a la sacristía por la
puerta a la derecha del altar. Suspendí la lectura del breviario e, intrigado por el
comportamiento extraño de ese hombre, me puse a observarlo. Sin esperar su turno, pasó
delante de todos y entró por el centro, donde se juntaban las cortinas, y se plantó delante
del Padre, al que ya no conseguía ver. Después de unos dos minutos le vi desaparecer
debajo del suelo, con las piernas abiertas. El hecho me dejó atónito aunque no turbado.
Me dije a mí mismo: “Padre, no entiendo nada, pero me gustaría que un día me
contara qué ha pasado”. Mientras estaba pensando esto, alcé los ojos hacia el Padre y lo
vi como Jesús, joven, rubio y guapo, apoyado en la silla en la que estaba sentado,
mirando a ese hombre que desaparecía en el suelo. Inmediatamente después, el Padre,
con su aspecto normal, gritó: “Chicos, ¿os queréis dar prisa?”.
El hecho pasó inobservado a los que estaban esperando y enseguida se reanudó el
turno de las confesiones. El año siguiente estábamos todos en el porche. Hablábamos
con el Padre del libro Celestino VI de Giovanni Papini, en el que se afirma que un día,
después de muchos milenios de Infierno, también los demonios irán al Paraíso.
El Padre Pío estaba callado, pero hacía gestos de no estar de acuerdo con lo que
decía el libro. Le preguntamos qué pensaba. Él contestó: “Recuerdo que una vez leí que
un pobre sacerdote estaba en la sacristía confesando a la gente. Entonces entró un
hombre de unos cuarenta años, ojos negros, canoso, chaqueta negra, pantalones a rayas,
y pasando delante de todos, se presentó delante del confesor, quedándose de pie. El
sacerdote lo invitó a que se arrodillara, pero él contestó: “¡No puedo!” y creyendo que
estaba enfermo le preguntó enseguida por sus pecados. El hombre dijo tantos pecados
que parecía que había cometido todos los pecados del mundo.
El sacerdote, después de haberle dado los oportunos consejos, le pidió al extraño
penitente que por lo menos inclinara la cabeza, porque iba a darle la absolución. Otra vez
le contestó: “No puedo”. Entonces, contaba el Padre Pío, el sacerdote dijo: “Amigo mío,
cuando te pones los pantalones por la mañana, la cabeza la inclinas un poco ¿sí o no?”.
El hombre miró con desdén al sacerdote y contestó: “Yo soy Lucifer, en mi reino nadie
se inclina””. El Padre Pío concluyó: “Si Lucifer y los demonios no se pueden inclinar
ante Dios, mucho menos podrán ir al Paraíso”. Después de otras aclaraciones, el Padre
Pío se levantó para retirarse a su celda nº 1. Me acerqué a la puerta y le dije: “Padre, ese
sacerdote cuya anécdota ha contado era usted. El hecho le ocurrió el año pasado, en la

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sacristía, y yo estaba presente”. El Padre Pío se puso triste y, llorando, me contestó: “Sí,
es verdad, me pasó a mí, pero también es verdad que el episodio lo leí en un libro”».
Y aún hay más: estamos en 1924 y el Padre Pío se quedó a rezar en el presbiterio de
la iglesia, mientras los hermanos se encontraban ya en el refectorio. De repente oyó un
ruido que provenía del altar mayor, se acercó y vio a un frailecillo quitando la cera caída
en los candeleros. «¡Eh! chaval, ¿qué tontería estás haciendo?» le preguntó. El otro
contestó: «Hago las tareas que no hice bien cuando estaba aquí. Soy un novicio
capuchino... Pasé a la otra vida cuando hacía el noviciado en este convento. Me he
salvado, pero debo reparar las faltas cometidas en este convento, sobre todo en la
limpieza de la iglesia. Padre, reza por mí...». En ese momento se cayeron algunos cirios
y el Padre dijo: «¡Sí, claro! Y ahora lo expías tirando las velas...». El frailecillo
desapareció; y el Padre Pío, un poco turbado, se unió a los demás en la habitación de la
chimenea común. Poco después llamó a Emanuele Brunatto y le dijo que cogiera una
vela y que fuera con él a la iglesia. Cuando llegaron, le pidió que mirara si detrás del
altar estaba todo en su sitio. En el suelo había algunos cirios rotos. «Ya nos podemos ir»,
dijo el Padre Pío, sin explicar al perplejo Brunatto el porqué de ese paseo.
El padre Bonaventura da Pavullo cuenta que una vez «hacia las doce del mediodía,
en la iglesia se le acercó [al Padre Pío] una anciana para pedirle que la confesara y que,
como era sorda, quería confesarse en la sacristía. El Padre la invitó a arrodillarse, pero
ella le dijo que le dolían las rodillas y que no podía. Durante la confesión le enumeró una
cantidad ingente de pecados horribles. Cuando el Padre iba a pronunciar la fórmula de la
absolución, la vieja pegó un grito salvaje y salió huyendo, seguida por un silbido como
de viento y por el golpear de las puertas de la sacristía y la iglesia. El Padre Pío fue a
buscar a la mujer hasta la plaza del convento e incluso preguntó por ella a un grupo de
peregrinos que estaba comiendo debajo del olmo. Ninguno había visto a la mujer». Con
mucha modestia, el padre Tarcisio afirma que «en San Giovanni Rotondo los exorcismos
contra el maligno solía hacerlos el Padre Pío; y no era raro el caso en el que el Padre
delegaba en algún hermano para que los hiciera en su lugar. Pero la metodología era
diferente: el Padre y el exorcista no procedían del mismo modo». En varias ocasiones
llevaron ante el monje estigmatizado a personas que creían que estaban poseídas o, en
cualquier caso, víctimas de algún maleficio. El padre Tarcisio cuenta que el Padre Pío
«después de echarles un vistazo escrutador, le decía al interesado y a los que le
acompañaban: “Ve al médico”; “Llevadlo al médico”. Es obvio que en estos casos no se
traba de posesión, sino de alguna enfermedad psiconeurótica». Otras veces la situación
era muy diferente. El exorcista de San Giovanni Rotondo recuerda un episodio en el que
el Padre Pío se dirigió a él de esta manera: «Muchacho, hazle un exorcismo a esta pobre
mujer: ¡aquí sí que está el maligno!». Y estaba de verdad, y mientras el padre Tarcisio
decía las oraciones, la poseída pateaba, mordía e intentaba agredir a los que la sujetaban.
Y le gritaba al padre Tarcisio: “¡A ti no te puedo hacer nada! ¡Contigo está ese otro [el
Padre Pío] rezando y ayudándote!». Es interesante también que don Gabriele Amorth
cuente que, incluso ahora, durante los exorcismos, las personas poseídas ven a su lado –
aunque don Gabriele no lo perciba– al Padre Pío.

62
Un capítulo aparte merecen los encuentros ocasionales, que recuerdan a algunas
imágenes del Evangelio, del Padre Pío con personas poseídas por el demonio, que en su
presencia intentaban atacarle o se abandonaban a unos gestos descomedidos. En general
la respuesta era perentoria, brusca, intimidatoria: «¡Cállate!»; o: «¡Basta!»; y también
«¡Déjalo ya!». O si no, el Padre Pío miraba fijamente a la persona y a su huésped
indeseado, y le ordenaba: «¡Vete!». En la mayor parte de los casos el poseso se
tranquilizaba. El padre Tarcisio recuerda que, por lo menos en dos ocasiones, el espíritu
que habitaba la persona se dirigió directamente al monje santo, diciendo: «¡Padre Pío,
eres más molesto que san Miguel!»; y «Padre Pío, no nos arrebates las almas y nosotros
dejaremos de molestarte». El padre Tarcisio le preguntó: «Padre espiritual, ¿ha oído lo
que ha dicho el diablo?». Y el Padre Pío le contestó: «Satanás me tiene miedo». Casi con
la misma frase respondió sonriendo a una joven que le daba las gracias por haberla
liberado: «¿No sabes que Satanás me tiene miedo?». En un artículo escrito en 1977 para
el “Boletín” de la Casa Alivio del Sufrimiento, Cleonice Morcaldi, una de las hijas
espirituales del Padre Pío, recuerda que el monje santo aconsejaba a un alma temerosa de
los demonios: «Hija mía, espero que nunca veas uno, te morirías al instante. ¡Aleja
enseguida las tentaciones con la ayuda de la Virgen; son chispas de fuego ardiente que,
si se posan un poco, te quemarán! ¡Vence quien huye!».

63
Hasta el final

El epílogo de una saga es siempre melancólico. Aunque el héroe esté destinado al


triunfo, un adversario despiadado busca grietas en su armadura hasta el último segundo,
y mientras la arena corre en la clepsidra, multiplica los esfuerzos para arrollar al
adversario que siente que se le escapa. Le ataca en el físico: vahídos, toses asmáticas
sofocantes, bandazos y caídas como consecuencia de improvisos desvanecimientos,
variaciones repentinas en la temperatura corpórea. Y después, visiones tremendas. El
padre Federico de Macchia cuenta que en sus últimos días de vida terrena el monje santo
«era turbado por visiones pavorosas»; él mismo afirmaba «que veía los espíritus del
Infierno». El padre Giorgio Cruchon, jesuita, ponente en el I Convenio de estudio sobre
la espiritualidad del Padre Pío, cita al padre Alessio, y escribe: «El Padre Pío estaba
agitado; había llamado al padre Alessio de la celda n. 8; estaba en la silla, oraba, y dijo:
“¡Hijo mío, quédate aquí porque no me dejan en paz un segundo!”. A veces era presa de
visiones aterradoras, como cuando, en la pequeña terraza al lado de su celda, fue asaltado
por el miedo, levantó las manos con los dedos abiertos durante dos o tres minutos, con
tanto sudor (y rubor) que el padre Alessio tuvo que enjuagarle la cabeza con diez
pañuelos. Poco después, cuando el padre Alessio le preguntó qué había sucedido, le
respondió: “Si hubieras visto lo que he visto yo, habrías muerto”».
Podemos pensar que tampoco durante las últimas horas de vida el adversario le dio
tregua. El padre Pellegrino de Sant‘Elia en Pianisi cuenta: «A medianoche ha
comenzado a temblar como un niño; un miedo, un terror que ha durado hasta la una
después de medianoche. Ha querido que me sentase a su lado, cerca de la cama, y me
estrechaba fuerte las manos. Después me ha preguntado: “Uagliò, hai ditto la Messa?”17.
Eran las 12,10; y yo: “¡Es demasiado pronto! –he respondido sonriendo– ¡todavía es
medianoche!”. Y él: “¡Vale! ¡Esta mañana la dirás por mí!”».
El héroe de una epopeya “debe” morir con la espada en mano. También el Padre Pío
tenía un arma. Cuál era lo reveló pocos días antes de morir. Cuenta el padre Tarcisio de
Cervinara que un día, «metiéndose en la cama, dijo a los frailes que estaban en la celda
con él: “Dadme el arma”. Y los frailes, sorprendidos e intrigados, le preguntan: “¿Dónde
está el arma? ¡Nosotros no vemos nada!”. Y el Padre Pío: “¡Está en mi hábito, que
habéis colgado en el perchero ahora mismo!”. Los frailes, después de haber revuelto
todos los bolsillos de su hábito religioso, le dicen: “¡Padre, no hay ningún arma en su
sayo! ¡Sólo está la corona del Rosario!”. Y el Padre Pío, rápido: “Y esta, ¿no es un
arma? ¿La verdadera arma?”».

17 «Muchacho, ¿has dicho la misa?» [N.d.T.].

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HISTORIAS DE SANTOS ENDEMONIADOS

65
Introducción

La responsabilidad y el mérito de esta segunda parte del libro son, en origen, de don
Gabriele Amorth, uno de los sacerdotes más conocidos y, ciertamente, más competentes
en la pastoral del exorcismo en nuestro país. Durante los largos coloquios de los que
nació Inchiesta sul Demonio, don Gabriele citó, de pasada, algunos nombres de santos
que habían sufrido –algunos en tiempos muy lejanos, otros en cambio en épocas más
cercanas a nosotros–, ataques por parte del Adversario por excelencia. Ataques que en
algunos casos habían durado periodos más o menos largos, hasta llegar a lo que los
exorcistas llaman posesión. Más adelante veremos con detalle los modos y grados con
los que Satanás, según los expertos de este difícil y problemático ámbito, se vuelve
fastidioso. Y, ciertamente, en época reciente, una de las personas que fue víctima durante
más tiempo y con mayor frecuencia de “agresiones” racionalmente inexplicables, con
gran cantidad de testimonios, ha sido el Padre Pío de Pietrelcina, beatificado y
canonizado por Juan Pablo II. Una notable abundancia de material documental ha
llevado a publicar, de manera casi natural, la primera parte de este libro: El Padre Pío
contra Satanás. La Positio, es decir, la instrucción del caso, por utilizar una expresión
laica, del proceso de beatificación y canonización consta de ocho volúmenes. Y aunque
no parece que los postuladores tengan deseo alguno de resaltar de manera especial estos
fenómenos, estos surgen de manera espontánea; seguramente han contribuido, junto a la
cantidad de hechos preternaturales clamorosamente presentes en la existencia del Padre
Pío, a crear a su alrededor, y de quien le era devoto, la fama de “oscurantismo”
medieval. Sobre todo por parte de quienes quieren reconducir, adrede, a la sola materia
todo lo existente, negándose a admitir la incapacidad de las categorías científicas y
racionales para explicar fenómenos evidentes también ahora, incluso entre nosotros.
Es una actitud hiperracionalista, que linda el ridículo en su ciega voluntad de negar
lo existente y que, por desgracia, ha contagiado de manera hipócrita a amplias franjas del
mundo católico, incluidos sacerdotes y obispos. Es probablemente uno de los muchos
ejemplos de sometimiento psicológico de los que sufre la cultura católica, una mordaza
que sólo ahora, después de decenios, tiende tal vez a aflojarse. El diablo, tal como lo
conciben los cristianos (y no sólo ellos), tal vez no existe; pero es impresionante como la
“vulgata” intelectual se niega a admitir la posibilidad del misterio, de algo que supere las
explicaciones meramente materiales y físicas. Es más fácil separar el átomo que socavar
un prejuicio, decía Albert Einstein. Y el prejuicio según el cual todo es materia, todo –
para bien o para mal– tiene su origen y fin en el universo tangible, a veces parece de
verdad estar a prueba de bombas.
Es una especie de miedo, de rigidez, que tiene unas consecuencias paradójicas y,
estas sí, verdaderamente fideístas. Así, ha sucedido que un profesor experto en
psicología, ante el caso de una madre de familia que apenas conoce el italiano (en su
estado normal) y que en condiciones anormales (estaba siendo tratada por una posible

66
posesión) responde, adecuadamente, a preguntas planteadas en siete idiomas, incluidos
el árabe, el hebreo y el coreano; pues bien, el profesor responde que en esto no hay nada
extraordinario, porque «en el cerebro está todo». Fe en estado puro, por desgracia mal
ubicada y totalmente acientífica, pero no sorprendente si ya en 1986 un estudioso laico,
aunque intelectualmente honesto como Giuseppe Caputo invitaba (tiempo presente,
septiembre-octubre de 1986) a sus colegas a no «repetir con aire de suficiencia las
recetas remotas de los artículos de la Enciclopedia de Diderot y de d´Alembert».
Esta actitud ideológicamente correcta y pertinazmente negacionista ha penetrado por
ósmosis también en el ámbito católico, a cualquier nivel, de los cardenales para abajo.
Ahora algo está cambiando, pero por necesidad. Diócesis sin exorcistas desde hace años
están organizando equipos mixtos de psiquiatras y sacerdotes delegados del obispo,
porque cada vez hay más víctimas de sucesos inexplicables; inexplicables según los
cánones de la medicina y de las ciencias naturales, pero conocidos desde hace siglos por
la experiencia de la Iglesia. Y aunque el fenómeno, sometido a un discernimiento
riguroso, demuestra la feliz rareza de lo excepcional, es testimonio también de su
existencia.
Una existencia, ciertamente, no puesta en evidencia por la Iglesia del último medio
siglo. La decisión de hacer prevalecer «el blanco sobre el negro», la positividad sobre la
negatividad, fruto del Concilio Vaticano II, es una corriente fuerte, fausta y vital; pero no
debe hacernos olvidar la presencia bien documentada y, como tal, afirmada sin dudas por
parte del Evangelio y del magisterio, de un adversario que no es la representación
mística de la maldad presente en el corazón humano, sino un ángel caído que es muy
activo en persuadir a los seres humanos para que recorran caminos malvados.
Decíamos al inicio que la responsabilidad de este libro debe ser atribuida, en parte, a
don Amorth, que con sus alusiones sobre el vínculo entre santidad y demonio ha
estimulado nuestra curiosidad y el deseo de profundizar, de encontrar detalles de esta
singular unión. ¿Cómo es posible que ejemplos vivos de perfección cristiana estén
poseídos por Satanás? ¿Por qué se permite y se concede? ¿Qué relación existe, entonces,
entre Dios y el propio Satanás? Hay muchas preguntas y, naturalmente, la mayor parte se
queda sin respuesta. Pero nos pareció interesante descubrir las historias olvidadas y
sacarlas de nuevo a la luz.
No ha sido una investigación muy fácil. Si, como ha escrito justamente el padre
Giandomenico Mucci (La Civiltà Cattolica, 21 de abril de 2001), «también el diablo es
(o parece) muerto», enfatizando cómo «el diablo cristiano ha salido de puntillas de las
conciencias y de la teología»; y si, como ha evidenciado Giuseppe Caputo, la cesión de
la teología a la «superficial vulgata de los medios de comunicación» impone edulcorar
las verdades cristianas y obliga a «hacer salir al diablo por la puerta de servicio»,
imaginemos la ardua labor que es buscar sus huellas en vidas que, por definición, son
ejemplares. La Iglesia no tiene interés en prestar una especial atención a casos que son, a
pesar de todo, difíciles y discutibles. Un santo que blasfema; una santa que entra
corriendo en la iglesia armada con un largo cuchillo amenazando a sus hermanas y que
tiene intención de matarse; una beata protagonista de hechos inexplicables, acusada de

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“hechizar” al confesor y que está a punto de ser juzgada por brujería… Pues bien, estos
ejemplos no pertenecen exactamente a un muestrario apologético de fácil consumo para
los fieles. Así como parece, y es, bastante repugnante la imagen de una beata vejada
continuamente –ella y los que están cerca de ella– por el lanzamiento o el deslizamiento
de excrementos humanos caídos de la nada. Por lo tanto, al manto de silencio que ha
caído sobre el demonio por parte de la Iglesia católica en los últimos cincuenta años y
más, se ha añadido otro velo de silencio, aún más profundo, sobre estos casos “límite”.
Ya habían sido bastante descuidados en precedencia: la última obra sobre la Beata
Eustoquia de Padua, una religiosa que murió muy joven y que transcurrió gran parte de
su breve vida “poseída”, se remonta al siglo XVIII. Y nos sentimos muy cercanos a lo
que escribía en 1759 Giulio Cordara, S.I., historiador y biógrafo de la Beata Eustoquia:
«La vida de un santo no es ciertamente del gusto corriente del siglo en el que vivimos.
Libros de este tipo, incluso los más acreditados, los más antiguos, hoy en día son objeto
de burla por considerarse fabulosos, o se abandonan como inútiles… ¿Santa, pero de un
modo extraño y con la insólita y deforme decoración de ciertas leyendas que tienen algo
de monstruoso? ¿Santa, pero nacida de un sacrilegio? ¿Santa, pero durante un tiempo
considerada una hechicera y una bellaca? ¿Santa, pero casi siempre en manos de un
demonio que la agota, la domina y la posee? ¿Quién podría no estar en boca de los
críticos? ¿Quién podría sustraerse a las burlas de ciertos eruditos?». Sobre la Beata
Cristina di Stommeln se ha levantado más polvareda, mientras que, en cambio, el caso
de la “arabita” ha sido, por suerte, “monitorizado” e impreso en biografías al inicio del
siglo pasado.
En el pasado, estudiosos como Paul Verdun siguieron este principio en obras
análogas: «Busquemos los hechos diabólicos en los que están mezclados los santos,
tanto durante su vida como después de su muerte; examinemos estos hechos y saquemos
las consecuencias lógicas sin querer atribuir al demonio todo lo que se presenta como
extraordinario; asimismo rechacemos como evidente todo lo que claramente debe ser
vinculado en ellos a la obra de las potencias infernales». Nuestra investigación es aún
más limitada; sin descuidar las vejaciones y molestias de varios tipos que las almas
votadas a la perfección han tenido que sufrir –un capítulo no exhaustivo de la materia
pero, a pesar de todo, bastante rico–, nos hemos centrado sobre todo en el fenómeno,
más limitado pero muy interesante, de casos de obsesión y posesión permitida por Dios
en personas que fueron, después, objeto de la veneración de los fieles.
Hemos elegido tres vidas “poseídas”: una del siglo XIII, otra del siglo XV y una del
siglo XIX, lejanas entre ellas tanto geográfica como espiritualmente. Hemos excluido en
el capítulo final, en el que se abordan brevemente numerosos casos de vejación y de
obsesión, los hechos anteriores al siglo X, porque no tenían, en nuestra opinión, las
suficientes garantías de verificabilidad. Con esto no queremos decir que pertenezcan
todos al campo de la leyenda; sencillamente nos ha parecido que faltaban los
instrumentos necesarios para someterlos a un examen crítico-histórico. Por consiguiente,
hemos privilegiado episodios sacados de los procesos de canonización, confirmados por
declaraciones hechas ante notario, o por los diarios redactados por los propios santos,

68
escritos por “obediencia” a los confesores y, en principio, no destinados a la publicación;
o a relatos hechos por testigos oculares, referidos por los historiadores y reproducidos,
en latín, por los sabios bolandistas.
Dicho esto, es necesario recordar que la mayoría de los santos han llevado vidas muy
activas, ricas, en algunos casos llenas de peripecias; han tenido contacto con hombres de
todas las condiciones, se han ocupado de cuestiones religiosas, sociales y políticas
difíciles, han fundado obras que han sobrevivido durante muchos siglos; en resumen, han
estado gravados con responsabilidades morales y materiales enormes, de las que han
llevado el peso con éxito para su mayor gloria. No eran, por lo tanto, espíritus débiles, ni
hombres dispuestos a complacerse con vanas esperanzas. Difícilmente puede dudarse de
su sinceridad: sus vidas son testimonio de humildad y de un profundo horror hacia la
mentira. Sus biógrafos eran, generalmente, sacerdotes y religiosos para los que el estudio
de la teología y el culto de la verdad eran un deber más imperativo que para el resto de
los cristianos. Obviamente, no es imposible que los protagonistas y los narradores hayan
podido equivocarse o ser víctimas de ilusiones. De todas formas, a priori, parece menos
sostenible afirmar, como desean los últimos, pero numerosos epígonos de un polvoriento
positivismo del siglo XIX, que se hayan equivocado, todos, y que durante más de diez
siglos se hayan puesto de acuerdo, desde todos los puntos del mundo, para admitir las
mismas manifestaciones diabólicas, contarlas y presentarlas como verdaderas, si
hubieran sido falsas.
Parece ser que las formas de vejación y de obsesión y, en general, las persecuciones
de carácter diabólico, han tenido lugar en cualquier época; y una de las causas de
obsesión y posesión, según cuanto sostienen los especialistas, es la práctica de las artes
mágicas. Sostienen que un pacto directo entre el ángel caído y un ser humano es algo
raro, pero posible; y según quienes han estudiado en los siglos pasados estos fenómenos,
no es infrecuente que este tipo de acuerdo sea seguido por una obsesión o posesión. El
caso de Gil de Santarem, de Portugal, parece una confirmación en el campo de las
víctimas “santas”.
Algunas veces, escribe Paul Verdun en su Le diable dans la vie des saints, «pero
muy raramente, Dios ha permitido las posesiones y las obsesiones con el fin, parece ser,
de perfeccionar la virtud de sus servidores gracias a esta prueba».
Los protagonistas de nuestra investigación son, a pesar de todo, personas
extraordinarias desde el punto de vista espiritual: hombres y mujeres que viven en un
universo interior excepcional, a menudo atacados por lo extraordinario en el físico y en
el alma. Personas que llegan a estar en contacto de manera muy especial con la divinidad
y sus manifestaciones y que, precisamente por esto, aunque no siempre, encuentran en su
camino de perfeccionamiento espiritual el rostro oscuro de la divinidad, el protagonista
del misterio del Mal. Es un “cortocircuito” extraordinario e interesante. Personas
destinadas a vivir una existencia profundamente, casi exclusivamente espiritual y
orientada hacia la divinidad, el amor absoluto, tropiezan con su opuesto y deben
enfrentarse a manifestaciones muy físicas y concretas de esta aversión.
En la primera parte de este libro ya aludimos a la singular y visible familiaridad en

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las relaciones entre el Creador y la criatura rebelde: la historia de Job y el increíble
coloquio entre Dios y Satanás, sentado entre quienes rodeaban a Dios, y el permiso
recibido por el Adversario para poner a prueba la fe de Job. Tampoco podemos olvidar
cómo en el Evangelio Jesús advierte a los apóstoles que Satanás ha obtenido el permiso
de cribarles como el grano, en la Pasión. Es un misterio dentro del misterio, el papel del
ángel caído en la economía del mundo y en las relaciones entre el Bendito y sus criaturas
y, sobre todo, esas criaturas más queridas por Él.
¿Cómo lleva a cabo el diablo su tarea? Según la doctrina católica, existen dos tipos
de operaciones diabólicas: las ordinarias y las extraordinarias.
Quien se ha ocupado de esta materia como especialista nos enseña que el demonio
actúa sobre todos los hombres, tentándoles: actúa sobre las facultades del alma, en
especial la imaginación –la voluntad sufre su acción sólo indirectamente– y gracias a las
representaciones, con las sobreexcitaciones de las pasiones, empuja a los hombres al
pecado. Nadie puede evitar estos asaltos de demonio: son las operaciones ordinarias.
En otros casos más raros, los demonios manifiestan su presencia con vejaciones
molestas, más espantosas que dolorosas: hacen oír ruidos, hacen que objetos se muevan,
los transportan, los arrojan y a veces los rompen: es lo que se llama infestación.
Subiendo de nivel en las actividades extraordinarias, en otros casos atacan a las
personas, las golpean, las hieren, ya sea asumiendo una forma visible o permaneciendo
invisibles. Es la obsesión externa o puramente corporal.
A un nivel superior y más doloroso, encontramos que actuando sobre el cerebro, el
ángel maldito adormece las facultades del alma, sin privarlas totalmente de su acción;
oscurece la inteligencia privando, de este modo, al alma de una parte de su libertad; o
imprimiendo violenta e incesantemente en la imaginación representaciones terroríficas,
insinúa ideas falsas que el alma no consigue rechazar, o lo hace con mucho esfuerzo,
apetitos malsanos, sentimientos infernales a los que cree que da su consentimiento. Tanta
es la fuerza que tiene el impulso del mal. La víctima cree que odia a Dios, que ama la
blasfemia, cuando lo que sucede es que mantiene, sin que sea consciente de ello, en el
alma y en la voluntad, una fuerte repulsa, ciertamente voluntaria y libre, que la preserva
del pecado.
Es la obsesión interior. A veces hay personas excelentes que, en estas crisis y sin
otros motivos o causas, son fuertemente impulsadas al suicidio y llegan incluso a intentar
quitarse la vida, sin llegar a hacerlo. Pueden ser casos de obsesión diabólica.
Por último, en otros casos, rarísimos, el demonio toma posesión del organismo
humano, dispone de sus miembros, su lengua, del cuerpo entero que maneja a su placer,
a menudo durmiendo a la víctima y privándola de cualquier conciencia: es la posesión.
Estos son, según los especialistas, los diversos grados de la violencia demoníaca: es
como una invasión progresiva en la que el demonio extiende cada vez más su acción
extraordinaria. Los expertos en este campo tan delicado y difícil sostienen que, a
menudo, cuando el protagonista de las molestias emplea un modo tan fuerte de
persecución, no abandona por este motivo el anterior; así, si la infestación puede existir
sin obsesión, la obsesión raramente no está acompañada de los fenómenos de

70
infestación. Del mismo modo, la obsesión, sobre todo la obsesión externa, existe a
menudo sin la posesión; pero cuando hay posesión, los otros dos modos de vejación
diabólica se unen a ella casi siempre.
La posesión no llega nunca hasta “dar” el alma: el demonio no informa al cuerpo que
posee, no le comunica la vida; el alma continúa desarrollando esta función fundamental.
Pero con un procedimiento que desconocemos, se une al cuerpo animado; parece que
penetra en lo más íntimo del cerebro y del sistema nervioso; impide al alma que actúe a
su manera y, sustituyéndola, imprime a los miembros los movimientos que quiere, añade
a la fisionomía rasgos característicos que a menudo, y parece ser que muy a pesar suyo,
desvelan sus mismas emociones, su cólera, su orgullo; parece mirar con los ojos del
poseído, habla con su boca, está tan íntimamente unido al cuerpo del que se ha adueñado
que sufre con el contacto que este cuerpo tiene con los objetos bendecidos. Y esto –las
reacciones violentas, inexplicables al contacto con los objetos sagrados– son unos de los
indicios principales para los sacerdotes que practican la pastoral del exorcismo. Pero, por
otra parte, el demonio está obligado en su acción por las disposiciones y las costumbres
del poseído; el artista más hábil depende en gran medida del instrumento que utiliza. De
este modo, sucederá que el demonio tomará en préstamo, a pesar suyo, las expresiones
habituales del poseído, hablará más fácilmente y con más ganas la lengua conocida del
poseído que la lengua que emplea el exorcista, aunque la entienda perfectamente. Parece
que, en lugar de forjar nuevos modelos, pone en marcha los que hay grabados en el
cerebro.
El demonio que se ha adueñado de un cuerpo no hace de este su lugar de estancia
habitual, a no ser que esté obligado por una fuerza superior. Entra y sale como le da la
gana. Además, cuando reside en él, su acción no es siempre la misma; a veces es nula, a
veces débil, otras fuerte; por último, cuando duerme a su víctima, sólo habla él, sólo
actúa él.
De ello se deriva que el poseído pase por diversos estados. En el estado de calma
completa es una persona normal, totalmente normal, ya sea que el demonio no esté en
ella, que se esconda o no se haga oír. En el estado de crisis, el energúmeno ya no tiene
libertad de movimiento; se ha dormido, no se acuerda, después de la crisis, ni de las
acciones ni de las palabras que “otro” ha hecho y dicho por medio de su cuerpo; si
mantiene plena conciencia, no puede impedir ni las agitaciones de su cuerpo, ni los
gestos y palabras, pero es ajeno a todo ello. A menudo pasa por un estado intermedio en
el que el demonio, sin utilizar demasiada violencia, lo bloquea, le quita en parte la
libertad de movimiento y, a veces, influye sobre sus acciones mentales, convirtiéndolo
en un obtuso y semiinconsciente.
Con frecuencia, siguen enseñando los expertos, el demonio actúa sólo en una parte
del cuerpo; va y viene, desplazándose de la cabeza a las extremidades. A veces sucede
que por permiso de Dios está obligado a sentir su paso. A veces endurece una parte del
cuerpo hasta que está rígida como una barra de hierro y, mientras tanto, la pobre víctima,
que tiene la cabeza libre, es plenamente consciente; si sube al cerebro, la mayoría de las
veces privará a su víctima del uso de los sentidos y la hundirá en un sueño irresistible.

71
Les rogamos que recuerden estas características relacionadas con la posesión más
adelante, o que vuelvan a leerlas, cuando abordemos la vida de los santos y de los beatos
sometidos a esta prueba.
Se necesita un permiso muy especial de Dios para que puedan ejercer sus vejaciones,
ya sea que se trate de la infestación, de la obsesión o de la posesión. Claramente la causa
de estas molestias es un misterio, aunque en general, en el caso de los santos y los
beatos, esto sucede como una forma particularmente refinada de purificación. Para las
personas “normales”, según la opinión de muchos exorcistas, una de las causas más
frecuentes de las vejaciones diabólicas es el maleficio. Los maleficios, nos dicen, son los
sacramentos del diablo. Este “mono de Dios” habría creado signos sensibles a los que
vincula una especie de poder perjudicial, que produce males de distinto tipo, flagelos y, a
veces, incluso la muerte. El ritual romano reconoce la eficacia de los encantamientos y
ordena que sean destruidos. El demonio, de hecho, está obligado a actuar cuando el
maleficio ha sido hecho según el ritual diabólico; los sortilegios le confieren una especie
de potencia mayor para dañar a sus víctimas…
Muchas posesiones célebres tuvieron por causa los maleficios: es el caso de la
posesión de Madeleine de la Palud y de Louise Capeau, en Marsella, de las ursulinas de
Loudun o el caso de las ursulinas de Louviers.
Por último, es necesario recordar que para la Iglesia la posesión no es un mal
absoluto; sólo el pecado es un mal real. La posesión es, para quien la sufre, un
sufrimiento terrible, pero que puede resolverse en un bien mayor para su alma y del que
se alegrará y dará gracias a Dios por toda la eternidad. Suele ser más una prueba que un
castigo. Dios a menudo permite que sean sometidas a esta prueba las almas más
inocentes sin que los hombres hayan contribuido en nada a causarla: quiere que las almas
saquen un enorme provecho de estas durísimas pruebas. Efectivamente, bien soportadas,
estas pruebas están entre las más gratificantes, sobre todo para la víctima, pero también
para los exorcistas e incluso para los testigos. Si Marie des Vallées, que fue poseída tras
un maleficio, no hubiera sufrido esta prueba, que se convirtió en un martirio largo y
arduo, no habría sido elevada al alto grado de heroísmo que hizo que fuera apodada la
Santa de Coutances (Francia, 1590-1656).
Estos motivos providenciales que han hecho posible la posesión a veces impiden que
esta termine. Dios puede prolongar la prueba durante años, incluso toda la vida del
poseído. La prueba del padre Jean-Joseph Surin18 duró treinta y un años. Los demonios
le impedían a Marie des Vallées hacer la comunión: fue exorcizada cada día durante un
año delante del Santísimo Sacramento, con el fin de obtener el favor de poder comulgar,
pero los demonios se lo impedían continuamente. Se les obligó a confesar, durante el
exorcismo, que no podían obedecer, que había una orden explícita de Dios y que no
conocían el motivo. La poseída principal de Marsella, Madeleine de la Palud, pudo ser
liberada de Asmodeo y de otros dos demonios (1611), pero Belcebú permaneció
prisionero en su cuerpo por permiso divino. Una última aclaración: por las biografías de
los santos y los beatos se puede ver que los fenómenos diabólicos preceden a estados de
éxtasis y visiones celestes.

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Una vez concluida esta larga premisa, necesaria para enmarcar cuanto sigue, les
invitamos a recorrer la vida extraordinaria de algunos personajes, con la confianza de
que no les decepcione.
Indulgentia dignus est labor arduus19.

18 Jesuita, místico, predicador, escritor y exorcista, nació el 9 de febrero de 1600 en Burdeos y falleció en la
misma ciudad el 21 de abril de 1665. Participó en los exorcismos de Loudun, en 1634-1637. [N.d.T.]
19 Un arduo trabajo es digno de indulgencia. [N.d.T.]

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La beata Eustoquia de Padua

Con una extraordinaria dosis de eufemismo, la vida de la beata Eustoquia, una joven
mujer de la Padua rica, sibarita y mundana del siglo XV, se puede definir como trágica.
Sorprende que nunca haya sido argumento para una novela o cualquier otro género de
obra artística. Pero, en realidad, sobre esta beata, muy venerada en su tiempo, e incluso
durante varios siglos después de la muerte, ha caído el olvido. Tanto que el último libro
escrito y publicado sobre ella es la biografía de un literato culto (y latinista excelso)
Giulio Cordara que, en 1756, intentó renovar su fama, basándose en el diario del
confesor de Eustoquia, el padre Pietro Salicario. Lo cierto es que fue una vida de grandes
sufrimientos; una visión puramente racionalista, si se dignara a ocuparse de ello,
atribuye, o atribuiría las manifestaciones extraordinarias de las que era protagonista y
víctima, a problemas mentales o a patologías relacionadas con la psique. Aunque, una
vez más, la evidencia de algunos fenómenos demasiado fuera de lo normal e
inexplicables según los parámetros de las ciencias médicas, tanto de entonces como de
ahora, deberían, al menos, suscitar alguna duda incluso entre los escépticos más
empedernidos. Al contrario, quien, como don Gabriele Amorth, tiene una larga
experiencia en otro género de Mal, reconoce en la beata Eustoquia los signos de una
posesión maligna. Diagnosticada ya en su época, por otra parte; efectivamente, la joven
religiosa fue exorcizada varias veces, liberándose por fin sólo en la vigilia de la muerte,
que tuvo lugar a la edad de veinticinco años. En nuestro relato nos hemos basado
ampliamente en la “vida” trazada por el padre Cordara, escrita en tiempos ciertamente
tempestuosos para la fe católica, y para la Compañía de Jesús de manera particular. En
1773, cediendo a las presiones de las monarquías borbónicas, Clemente XIV suprimía la
Compañía de Jesús. La beata Eustoquia de Padua ha encontrado en el día 13 de febrero
su lugar en el calendario.
«El hombre sabio de ninguna cosa se escandaliza», advierte Giulio Cordara en el
primer capítulo, y dice que ni la santidad del lugar en el que se habita, ni la del hábito
que se viste, «son defensa suficiente contra los asaltos del tentador». Lo que parecía
particularmente verdad para las monjas de San Prosdocimo, un convento paduano, de la
orden benedictina. Pero hacia la mitad del siglo XV, por lo que parece «no habiéndose
introducido todavía el sagrado freno de la clausura, reinaba ahí una gran libertad, y la
mayor parte de las monjas no pensaba sino en divertirse». Tanto que sucedió que «se
encontrase ahí, por casualidad, cierta religiosa forastera, llamada Maddalena Cavalcabò,
joven más bien simple y quizás hasta aquel momento inocente, que había venido por
algunos días de la zona de Gemola, donde habitaba establemente en otro monasterio,
también bajo la regla de san Benito, y soy de la opinión de que había venido
expresamente para divertirse». Pero fueran las que fueran sus intenciones, es cierto que,
siguiendo el ejemplo de sus desenfrenadas hermanas «enseguida entabló amistad con el
primer joven que se encontró delante y, para su desgracia, fue un joven de buen aspecto,

74
pero de baja extracción, de costumbres corrompidas». No sólo: estaba casado, el joven,
que respondía al nombre de Bartolomeo Bellini. «El cual la sedujo de tal manera y tanto
se introdujo en su confianza, que en breve la infeliz se dio cuenta de haber concebido.
Confusa y perdida por un accidente, que sin embargo debía prever, y no sabiendo cómo
ocultar su ignominia, comunicado el secreto a alguna monja de su mayor confianza,
tomó la decisión de fingir enfermedad y se quedó en el mismo monasterio, hasta que a su
tiempo, con el mayor secreto posible, pero no tanto que el hecho no fuera conocido en
toda la casa, dio a luz a una niña». Concluido el enredo, salió de escena Maddalena
Cavalcabò, volviendo a Gemola, donde pasa el resto de sus días en lágrimas y
penitencia. El fruto de la culpa queda en manos del padre: «Apenas nacida, la inocente
niña fue entregada a su padre, el cual, habiéndola hecho bautizar, imponiéndole el
nombre de Lucrecia, la confió a una nodriza para que la criara. Ésta la tuvo consigo
durante cuatro años seguidos y finalmente la restituyó, ya crecida, a Bartolomeo, su
padre. Siendo la niña de aspecto agraciado y extremadamente atractiva y agradable, y
más aún, dando signos en edad tan joven de una rara cordura y juicio, la acogió el padre
con gran amor y, como si en ella encontrase todas sus delicias, no dejaba de acariciarla
con la mayor ternura. Pero no así la madrastra, que enseguida le mostró odio y comenzó
a mirarla de mala manera, como memoria viva de la injuria que le había hecho el
marido». Ya se encuentran aquí las premisas para una historia dramática, una historia de
Cenicienta. Pero pronto, a la mezcla ya de por sí explosiva se añadió otro ingrediente:
«Por ciertos signos horribles y espantosos, que suscitaron desconcierto en toda la casa,
se descubrió de repente que la niña estaba infectada por un demonio, que de su pequeño
cuerpo ejercía despiadado gobierno. El padre Pietro Salicario la llama absolutamente
inspirada, pero en qué sentido se deba entender esta palabra y si la niña era
verdaderamente una energúmena, dejaré que otro la examine y lo decida. En mi opinión,
me inclino a creer que si la niña fue verdaderamente poseída por el demonio, no lo fue
más que de un modo muy imperfecto, y con la expresa reserva de que no pudiera
impedirle el uso de la razón y el ejercicio de los actos internos de las virtudes; por lo que
no la llamaría energúmena, sino más precisamente obsesa, según la distinción de los
maestros que han examinado sutilmente esta materia. Me mueve a creer esto el ver que,
a pesar de que el espíritu infernal la manejase según su voluntad, ahora la lengua o las
manos, con el obligarla a decir y a hacer lo que menos quería, y la atormentara y aun a
veces la elevase en el aire, a pesar de todo, ella, incluso en medio de las más furiosas y
violentas manifestaciones, permanecía con el ánimo en Dios recogido y se ejercitaba
internamente en actos de mucho mérito, como se dirá en su lugar».
Dejando aparte las doctas disertaciones sobre el grado de presencia diabólica en
Eustoquia, concluye Giulio Cordara, «es verdad que el maligno espíritu, ya fuese
asistente o habitándola, desde la edad de cuatro años comenzó a molestarla, y nunca la
abandonó totalmente, sino poco antes de su muerte».
Bartolomeo, en vez de compadecerse de la hija, «mal sufriendo el trastorno de un
huésped tan importuno como es el demonio, mucho se alejó de la hija, que se le había
llevado a casa». La pequeña fue exorcizada, la situación pareció volverse tranquila; pero

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las relaciones con el padre y la madrastra no mejoraron, al contrario. «Y así pues, ambos
comenzaron a maltratarla y a afligirla de tan duras maneras, que la miserable estuvo
varias veces cerca de morir. Continuas y duras eran las reprensiones, despiadados y
bárbaros los golpes. Mal vestida, peor alimentada, carente de todo lo necesario,
probando vergüenza de sí misma, cayendo en ira y desaire respecto a sus criados, la
infeliz no sabía qué hacer, ni encontraba más consuelo que desahogarse en secreto con
Dios por medio de la oración y encomendarse toda a sus manos amorosas».
Lucrecia tenía siete años y su padre se imaginó «que ella, irritada por sus maltratos,
y más aún cansada de sufrirlos, atentara contra su vida y proyectase darle veneno; y tanto
se convenció de este asunto que, siendo por otra parte hombre bestial en sus arrebatos,
determinó prevenirla y matarla». Pero por fortuna para ambos esta primera decisión
cambió en la de meterla en algún monasterio. ¿Y por qué no precisamente en el que
había nacido? Este Bartolomeo debía de ser hombre dotado de una particular forma de
ironía no privada de perversión. O quizás quería vengarse de la madre de su hija. Es
cierto, sin embargo, que «en edad, pues, de siete años, Lucrecia fue entregada a las
monjas de San Prosdocimo, para que la educasen en las costumbres y en los trabajos de
la mujer. Pero en las costumbres, ¿qué educación podría esperarse, donde las mismas
religiosas educadoras, así como las otras jóvenes colegialas, no daban con sus ejemplos,
y quizás también con las palabras, sino seductoras instrucciones del más licencioso
libertinaje?». Pero Lucrecia se comportaba muy bien; era, por lo que parece, muy
agradable. No se dejó tentar por nada que no fuera la devoción, en particular a san
Jerónimo, que invocaba como su especial protector. Nueve años duró este tenor de vida
«tan ejemplar, tan santa, en todo aquel espacio de tiempo que el maligno espíritu no la
molestó nunca, sino que, por algunos signos sensibles, le hacía de vez en cuando conocer
que estaba todavía presente, que por ahora no había perdido aquel poder que Dios le
había dado sobre el cuerpo de ella. Por qué no se manifestó más que así, por qué la dejó
por tanto tiempo en paz, no sabría decirlo. Pero además de que Dios quizás no le
permitía hacer más, es creíble que él mismo no juzgase excitar terrores y alarmas en
aquella casa, para que las monjas no aprovecharan luego motivo para echarla». El padre
Cordara plantea la hipótesis de que el demonio la quisiera en el claustro, en aquel
claustro, porque vista la compañía y los ejemplos ofrecidos cotidianamente por las
monjas libertinas, «no encontraba lugar más apto para obstaculizarla en sus santas
inclinaciones, ni nunca depuso la esperanza de que tantos perversos ejemplos, que tenía
siempre ante los ojos, sirvieran alguna vez para trastornarla». Obviamente estamos en el
campo de las hipótesis, recuerda el prudente jesuita, concluyendo: «Así creo yo que
piensa el astuto».
Corría el año de gracia de 1460 cuando la abadesa de San Prosdocimo pasó a mejor
vida, y se planteó el problema de la sucesión. El obispo, Giacomo Zeno, ordenó
suspender la elección hasta nueva orden, para encontrar alguien que devolviera el orden
en el monasterio. «Se enfurecieron ante esta intimación las mujeres igualmente
indisciplinadas y soberbias, y como nada aborrecían tanto como el nombre de
observancia y de reforma, no queriendo someterse al yugo y no sabiendo cómo

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esquivarlo, y con infeliz consejo, olvidadas de su profesión y de las promesas a Dios
solemnemente juradas, salieron todas tumultuosamente del claustro y volvieron a llevar
una vida secular en sus casas paternas. Partieron juntas todas las jóvenes colegialas, de
modo que sólo quedó en el monasterio nuestra Lucrecia, que no quiso acomodarse al
sentimiento de las otras, ni seguir su ejemplo». Fue un gran escándalo en la ciudad y el
obispo se aprovechó de ello; tomó un buen número de religiosas de otro convento
(entonces no había escasez de vocaciones…), Santa María de la Misericordia, y las hizo
pasar a San Prosdocimo. «A ellas juntó no pocas jóvenes colegialas de las mejores, a
todas impuso como superiora una monja de experimentada bondad y sabiduría, llamada
Giustina de Lazzarà, noble de Padua, creándola abadesa con su autoridad, pero no sin el
agrado de todas las demás; con lo que se vino a fundar en el monasterio de San
Prosdocimo un nuevo monasterio, no habiendo quedado del primero más que las paredes
y el nombre». Cambió todo en el monasterio y Lucrecia comenzó a pensar en tomar el
hábito. Lo pidió a las monjas. «Éstas acogieron con frialdad la instancia, no poco reacias
se mostraron a satisfacerla, no porque encontraran alguna cosa reprensible en sus
costumbres, sino por otras dos razones, que tenían toda la apariencia de buenas. La
primera, para no tener siempre ante los ojos una memoria viva de un hecho que por
honor de su claustro debía olvidarse, ni deber siempre ver en una compañera el
deshonor, y lo diré así, el cuerpo del delito de su madre. La segunda, porque habiéndose
ella educado entre la intemperancia y disipación que hasta hace poco reinaban en aquel
monasterio, no podían convencerse de que no hubiera contraído un poco de los vicios y
de las máximas de aquellas, con las cuales había debido por tanto tiempo convivir y
conversar; por lo que sospechaban que su bondad no fuese sino una apariencia engañosa,
bajo la cual se escondiese una fina maldad. La abadesa se inclinaba en un principio a los
mismos sentimientos y no estaba dispuesta a aceptarla». Pero estaba incierta; el hecho de
que Lucrecia hubiese permanecido cuando las monjas disolutas habían dejado el
convento, declaraba en su favor y, en el fondo, ¿qué culpa tenía ella si era hija de una
madre un poco particular? El obispo cortó la discusión; fue del parecer que la postulante
debía aceptarse de todos modos. Fue, pues, aceptada Lucrecia por la abadesa, aunque
con poca satisfacción de las otras monjas, y el 5 de enero de 1461 fue, con el rito
acostumbrado, vestida con el hábito de San Benito, corriendo entonces el decimosexto
año de edad. En esta ocasión, dejado el antiguo nombre de Lucrecia, tomó el de
Eustoquia, y esto en gracia de su gran protector san Jerónimo, que entre sus hijas
espirituales parece que amase singularmente a la célebre Eustaquia, virtuosísima virgen
y dama romana».
Ésta era la situación, cuando alguien pensó oportuno manifestarse de nuevo.
«Hacía ya varios años que el maligno espíritu no molestaba, sino como mucho muy
ligeramente y en secreto a la bendita virgen, de manera que las religiosas nada sabían de
la horrible incomodidad a la que estaba sujeta». Las hermanas ya no tenían en mucha
simpatía a nuestra heroína que, o por falta de atención o carácter, o (según la opinión del
padre Salicario y del padre Cordara) por posesión, alimentó todavía más su aversión.
«Con esta malvada intriga comenzó a hacerla caer en algunas pequeñas faltas exteriores,

77
ora contra la ley del silencio, ora contra la caridad, ora contra la obediencia, lo que
obtenía moviéndole ora la lengua, ora las manos, ora otra parte del cuerpo como ella
menos quería, y no obstante toda su repulsa en contrario, de manera que las monjas no
pudieran adivinar la verdadera causa de aquellas acciones, sino que las creyeran
verdaderas culpas de ánimo reo, y así mayormente se confirmasen en la siniestra opinión
que ya habían concebido. El artificio, que tan bien le había salido en la casa paterna,
como hemos visto, lo consiguió ahora de maravilla». En realidad era un comportamiento
extraño por su parte; pero las monjas pensaron que había fingido todas las virtudes que
sabemos con la finalidad de obtener el hábito religioso; y «así, aunque la viesen en el
resto muy ejemplar, frecuente en el coro, modesta en el rostro, retirada, devota y toda
dedicada a la práctica de la piedad, todo lo tomaban de mala manera, casi como que con
el manto de una estudiada hipocresía buscase recubrir la interna depravación del ánimo.
En fin, cayó en tal desprecio y oprobio ante todas, que cada una de ella se guardaba, y ni
una se dignaba tratar con ella». Pero Eustoquia reaccionaba sumergiéndose en la
humildad, pidiendo penitencias por sus faltas, de las que se acusaba en confesión. Fue
entonces cuando se entró en una nueva fase de la guerra. «Confuso y desairado el
espíritu infernal por el buen uso que ella hacía de sus tribulaciones, continuó sin
embargo en la estela del método que se había propuesto buscando nuevas maneras de
atribularla, y entretanto dispuesto a hacerle sentir su dura mano, manifestándose de
nuevo, y sobre su cuerpo desahogando su furor». El padre Cordara alude a algunos
«signos precursores de la batalla que se avecinaba». «Un mes antes de la fiesta de San
Jerónimo comenzó Eustoquia a sentirse demasiado agitada e inquieta, y le apareció en el
rostro un no sé qué de turbio y peligroso, que no terminaba de entenderse, pero no dejaba
de tener en aprensión toda la casa. Pero todo comprendió, no sé si por humana
sagacidad, o por luz celeste, el docto y pío confesor (y era precisamente aquel Pietro
Salicario), el cual, por eso, llamada ante él la digna de lástima, con palabras apropiadas
le dio fuerzas para atenerse al orden ante ciertos asaltos furiosos que en breve le daría su
terrible enemigo». Pietro Salicario advirtió también a la abadesa, «avisándola de que
Eustoquia estaba poseída y pronto verían horrorosos signos de ello». Las monjas no se
sintieron muy felices con la noticia: «No se puede creer cuánto se alteraron al oír que,
por causa de ella, debían tener en casa un espíritu del infierno y sufrir sus infestaciones y
terrores». Éste era el estado de las cosas cuando llegó la fiesta de san Jerónimo, en calma
total. «Pero en el día siguiente, casi como si explotara al improviso un subterránea y
oculta mina, hubo tal horroroso estrépito en el claustro, que bien se conoció que era el
demonio que venía, lo diré así, a mostrarse en público después de haber observado por
largo tiempo el incógnito, y venía como verdugo, con el más terrible aparato de horror y
terrores. Los gritos y chillidos de la infeliz posesa atronaban el aire. Con los ojos en
blanco, con los cabellos sueltos y alterados, con el rostro de mil colores, ora rechinaba
horriblemente los dientes, ora se debatía toda ansiosamente y se retorcía como una
serpiente y se abalanzaba a veces en alto como una pelota, en signo de la extrema
violencia que le hacía su despiadado tirano. Toda la casa estaba en estado de confusión y
de agitación. Las monjas corrían aquí y allá cohibidas, y otras se escondían por el miedo,

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otras ardían de rabia. Algunas se pararon a observar de lejos a la infeliz paciente con
algún sentido de compasión, pero ella, aferrando un cuchillo, que por fuerza le llegó a las
manos, corrió a arremeter contra ellas furiosamente y, puestas todas en fuga, se paró
sobre un banco, donde quedó como yerta e inmóvil». Naturalmente fue llamado con gran
frenesí el confesor, que exorcizó a Eustoquia, obligando «al espíritu maligno con el
imperio sacerdotal a que hablara». Es un panorama que los sacerdotes que practican este
cuidado pastoral conocen bien. El huésped indeseado de Eustoquia (y del convento),
cuenta padre Cordara, «habló contra su voluntad y confesó que el gran Doctor de la
Iglesia san Jerónimo le había inhibido en el culmen de su furia, y le había encepado por
entonces sobre aquel banco, de manera que no podía moverse más. Ahí estuvo la virgen
quieta e inmóvil durante un largo espacio de tiempo, aplicándose entre tanto los sagrados
exorcismos para obligar al espíritu maligno a partir. Pero cuando menos se esperaba,
volvió a encolerizarse de tan extraña manera, que para impedir algún grave desconcierto,
pareció conveniente atar a la obsesa y asegurarla con cuerdas a una columna». ¿Cuánto
tiempo estuvo atada a la columna la pobre Eustoquia? No se sabe; la biografía habla de
muchos días. Y seguramente no fueron días felices: ni puede explicarse bastante cuánto
en este tiempo ella sufría a causa de su cruel verdugo. Le parecía que ora le rasgase las
vísceras a pedazos, ora hacía fuerza por estrangularla. A veces la golpeaba duramente y
con tanta rabia que bajo la tempestad de golpes perdía los sentidos y se sentía morir.
Gemía la pobre, y entre sus gemidos se confundían horribles gritos, que no venían de
ella, sino que por su boca los arrojaba el terrible monstruo infernal. Pero del dolor no
expresó jamás de su boca alguna palabra de impaciencia o de poca resignación; que, al
contrario, cuando era libre de hablar, se la sentía alabar y bendecir a su Dios, y con
afectuosas expresiones darle gracias por esa tribulación, que recibía de sus manos como
un beneficio y como una prueba de su amor infinito». El demonio no podía prevalecer
contra aquel “corazón de esmalte”, afirma con triunfalismo el padre Cordara, y al fin la
persecución cesó, al menos temporalmente. Pero no así las dificultades para la pobre
Eustoquia, como veremos enseguida.
La gran dificultad de Eustoquia fue una enfermedad, inexplicable, de la madre
abadesa. «Enfermó la abadesa, no sé de qué enfermedad, pero ciertamente tan extraña e
insólita, que los médicos, por cuanto especulasen, no llegaban a entender ni la calidad ni
la causa. Creciendo el mal y viéndose que la enferma se iba lentamente consumiendo
cada día más, se comenzó a susurrar en el claustro, según el pensar de aquellos tiempos,
que pudiera ser efecto de algún oculto embrujo». Estaban todos los ingredientes: una
religiosa poseída por un espíritu maligno, además, más bien odiada dentro del convento;
una enfermedad inexplicable. Y encima, como toque final, también inexplicable, sucedió
que las religiosas «encontraron en un rincón de la casa ciertas cosas supersticiosas», es
decir, objetos no mejor especificados que habrían podido servir para un hechizo. «Los
ojos de todas las monjas se volvieron inmediatamente hacia Eustoquia, mujer, como se
decía, de mala calidad, única entre todas capaz de tan enorme atentado, única por alguna
injuria enemiga de la abadesa. Eustoquia, pues, fue condenada antes que escuchada, casi
a furor de pueblo fue encerrada en una oscura prisión del monasterio, y se habló de

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enviarla al patíbulo como hechicera sacrílega y mortal». Naturalmente, la opinión
pública estuvo inmediatamente contra Eustoquia, comenzando por el protector del
monasterio, «hombre de noble condición, pero de pocas luces; informado del
encarcelamiento de Eustoquia, no sólo aprobó ciegamente el hecho como legítimo, sino
que ardió de desprecio contra la supuesta rea de tal execrable delito. Lo aprobó
igualmente el obispo, el cual además ordenó que la infeliz encarcelada fuera tratada sólo
a pan y agua, y que cada tercer día fuera dejada totalmente en ayunas sin ninguna fuente
de nutrición. En poco tiempo se divulgó por la ciudad cómo la buena, la devota
Eustoquia se había descubierto finalmente como hechicera, que a fuerza de hechizos
había atentado contra la vida de su abadesa, y estaba por eso tenida en cárcel bajo un
riguroso proceso». Y la fama de las maldades de la joven tanto creció, que hubo un
intento de justicia sumaria: «Corrió hasta el monasterio el pueblo en gran cantidad, y con
insano clamor gritaba que se entregase al fuego la bruja infame, que fuera quemada viva
la indigna mujer fatal». Las monjas que la tenían en custodia, dos elegidas entre aquellas
más hostiles, consideraban un deber informarla de todo. Y en este periodo, según cuanto
contó después al confesor, fue sometida a tentaciones y sugestiones directas por parte de
su Adversario. «Con las primeras la invitaba a la libertad; con las segundas la incitaba a
la desesperación. Le decía a veces, con aire dulce y agradable: “¿No ves, oh desdichada,
la triste ganancia que haces con esta tu loca piedad? Estás en un mar de dificultades y
otras mayores te esperan. ¿Y qué esperas tú en este monasterio, ahora que has perdido
todo crédito, avergonzada, aborrecida, perseguida por todas tus compañeras? ¡Cuán
mejor sería que siguieras mis consejos y te valieras de mi ayuda! Yo estoy listo, si
quieres, para sacarte de la sordidez de esta penosa cárcel y te prometo hacerte gozar los
más dulces frutos de la libertad y la condición. Abre los ojos de una vez, y no quieras
perder como estúpida tus días más hermosos y el florecer de tu juventud entre tantas
miserias”. Algunas otras veces, adoptando un tono áspero y severo: “¿Pero no te das
cuenta, -le decía-, de que Dios ya no piensa en ti, que te ha abandonado del todo en mis
manos, que eres cosa mía y mía has de ser en eterno? Haz, pues, lo que quieras para
merecerte su gracia. Reza, llora, suspira, todo está perdido. Dios te ha rechazado para
siempre, estás condenada, y mucho tiempo no pasará que tendrás que venir conmigo al
infierno, como vienen todos los otros elegidos”. Continua era la molestia de estas voces,
y era poco menos que insufrible, por la necesidad en que la tenía de deber resistir
siempre a tales asaltos, haciendo actos y protestas en contrario».
Pidió varias veces el Breviario, para rezar las Horas; dado que no le fue concedido,
pasaba las horas recitando oraciones y aquellos salmos que conocía de memoria. El
único que no la había abandonado en esa circunstancia tan desastrosa era su confesor,
Pietro Salicario, que «no sabía convencerse de que hubiera podido cometer tan enorme
exceso que le era imputado. Todo le hablaba en favor de la inocencia de ella, su bondad
en primer lugar, y después también la aversión descubierta que contra ella profesaban
todas las monjas». Procuró con dulzura y prudencia insinuar alguna duda en el ánimo de
las monjas; les recordaba cómo eran livianos los indicios y cómo, en cualquier caso,
debían tratarla de manera menos cruel en el caso de que fuera inocente, y ciertamente

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todavía no condenada. El único efecto que tuvo su defensa fue hacer que las religiosas de
San Prosdocimo pensasen que Eustoquia le había hechizado también a él. «Mientras el
confesor se mostraba tan solícito con Eustoquia y tanto hacía en favor suyo, ella
finalmente nutría un ardentísimo deseo de poder hablar al menos una vez con él, para
tener luz y consejo en varias dudas de su conciencia. Lo había solicitado varias veces a
las monjas, aunque siempre en vano. Pero ahora pensaron bien concederle la gracia, no
tanto para hacerla gozar de una tan mísera consolación, cuanto porque esperaban que el
confesor, hablando con ella, quedaría desengañado, y con ellas se uniría en reconocerla y
declararla rea del supuesto delito». El encuentro tuvo lugar; pero en un momento en el
que Eustoquia, según su biógrafo, estaba poseída. Así sucedió que «el maligno, pues,
moviendo de propia voluntad los labios de ella, le hizo decir en presencia de otras
monjas que ella era verdaderamente rea del delito que se le imputaba, y que lo había
cometido por el odio que tenía a la abadesa y en venganza por haberla atado a una
columna. Le hizo decir que se había aferrado a un potente hechizo, como el medio más
acertado y seguro para dar el golpe, añadiendo que se había instruido bien en aquellas
artes diabólicas en la época de las otras monjas, que eran excelentes maestras. Todo esto
lo dijo el demonio por boca de Eustoquia, pero de manera tan natural que no podía
suscitar sospecha que ella no hablase por voluntad propia y de su mejor sentimiento».
Obvia alegría de las monjas y confusión del pobre confesor. Pero que «reflexionando
en su interior que la infeliz doncella estaba poseída por un espíritu infernal y que este
espíritu era capaz de decir por la boca de ella cualquier mentira, le entró una gran
sospecha de lo que podía esconderse bajo una tal confesión y quiso aclararse». Pidió a
las monjas la gracia de otro encuentro, lo obtuvo y volvió a ver a Eustoquia. «Pero esta
vez comenzando el encuentro por los exorcismos, hizo en modo que la virgen hablase
por sí misma y no el demonio por ella, y tuvo la consolación de sentir un lenguaje muy
diferente del día anterior. Habló, como solía siempre, con sentimientos de gran
humildad. Se declaró digna de los castigos más severos por sus culpas, y solicitó con
insistencia ser amonestada, mortificada, humillada; pero en cuanto al delito atribuido,
con toda ingenuidad, protestó, que ni siquiera había pensado en ello, que era
completamente inocente». La batalla recomenzó, pero las monjas no querían doblegarse
de ninguna manera, al contrario. «No le quisieron permitir ninguna visita más del
confesor, y por cuanto anhelara e insistentemente pidiera esta pequeña gracia, siempre se
la negaron. Y porque una vez fue vista asomada a un pequeño ventanuco de la prisión y
parecía que, con las manos juntas y otros gestos, se encomendaba a las oraciones de otra
religiosa, la reprendieron duramente por ello e hicieron cerrar aquel ventanuco de
manera que ya no pudiera asomarse». Salicario se esforzaba en salvar a Eustoquia por
todos los medios, pidiendo que se rezase por las hermanas de San Prosdocimo a las
religiosas de otros conventos y a laicos. Y, como hace notar con una punta de humor el
buen padre Cordara, no consiguió salirse con la suya. «Cuanto más él se empeñaba para
hacer conocer la verdad, lo mismo se empeñaba el demonio para mayormente enturbiarla
y cubrirla, y conviene reconocer que, por un tiempo, permitiéndolo así Dios, el demonio
venció».

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Pero a la larga la constancia del confesor comenzó a abrir brecha en el ánimo de las
monjas, causando «turbación y remordimiento». La abadesa lentamente estaba
recuperándose de su misteriosa enfermedad; y precisamente a la abadesa le sucedió un
acontecimiento milagroso. O, más bien, diabólico; efectivamente, cuenta la biografía que
la dama recibió una visita extraordinaria. «Transformado en Ángel de luz se presentó a la
abadesa, que ya comenzaba a recuperarse de la enfermedad, y le dio a entender que era
voluntad de Dios que del delito de Eustoquia no se hiciera más investigación. Sino que,
ya fuera rea o inocente, estando evidentemente poseída, no convenía que se quedase más
tiempo en aquel claustro, donde por causa suya se producían tantos disturbios. Que
procurase, pues, inducirla a irse, pero que lo hiciera con las maneras más suaves y
dulces, por medio de una persona prudente e imparcial, de manera que no se diese al
prójimo causa de hablar u ocasión de escándalo. La abadesa no tuvo ninguna duda de la
aparición celeste, y mucho menos pudo dudar de ella, en cuanto que el medio sugerido
por el falso Ángel le parecía en sí mismo muy prudente, necesario quizás, y esperó las
mejores de todas las circunstancias».
El “mediador” elegido fue Francesco de Lazzarà, su hermano mayor, «hombre
acreditado por nacimiento y doctrina y, además, de reconocida bondad». Francesco
aceptó de buen grado y fue a ver a Eustoquia y, de la manera más suave posible, intentó
convencerla de que se fuera. «Le hizo considerar las duras circunstancias en las que se
encontraba. Que sus tormentos eran grandes y que iban haciéndose cada vez mayores.
Que las religiosas, sus compañeras, estaban altamente prevenidas contra ella y eran
inexorables. Que estando ella poseída por un espíritu maligno, no parecía ni siquiera
razonable tener siempre una comunidad religiosa en esas convulsiones y terrores que
consigo lleva, como consecuencias necesarias, un demonio en casa. Con todas estas
reflexiones, le sugería que debía liberar tanto a sí misma como al monasterio de tantas
inquietudes. Tal debía ser sin duda el querer de Dios. Esos mismos obstáculos, que
encontraba en el estado religioso, eran otras tantas voces de Dios, con las que se
explicaba que no la quería en tal estado. En lo que concierne a lo demás, que no dudara
de nada. Él mismo proveería a que no se hablase más de su supuesto delito, y que
cuando volviera al mundo, sería asunto suyo encontrarle tanto dote como esposo, de
manera que pudiera vivir con todas sus conveniencias y servir también a Dios con total
tranquilidad. No estando sujeta con los sagrados vínculos de los votos, no debía dudar
mucho de una tal resolución, no solamente lícita, sino por cuanto a él le parecía,
necesaria». Eustoquia escuchó tranquila y después confundió completamente al buen
Francesco: «No creáis que yo sea tan infeliz como el mundo se cree. Mis tribulaciones
son todas regalos y finuras de amor que me hace mi dulce Esposo Jesús, y yo estoy tan
contenta de ello, que no las cambiaría por las mayores felicidades de la tierra». Llamada
por Dios al estado religioso, no pensaba ir a una vida cómoda. Le dolía que sus
compañeras la vieran con malos ojos, «pero no puedo quejarme de ello, porque la culpa
es toda mía. Demasiada razón tienen en tenerme sometida, porque demasiados son mis
defectos y ciertamente no merezco estar entre ellas. Pero procuraré corregirme y ellas se
apaciguarán. Sé que soy molesta para la comunidad por ser atormentada por un demonio,

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que mientras me atormenta sólo a mí, da miedo también a las otras religiosas. Pero ojalá
pudiera yo acostumbrarme a sufrir los tormentos como ellas se acostumbrarán a
despreciar los terrores. Pero, de todas maneras, no estando en mi mano librarme de ello,
espero que sabrán tener compasión de mí y conseguirán más bien más materia de mérito
que de impaciencia». Francesco procuró al menos hacerle aceptar un cambio de lugar: a
esto Eustoquia «respondió francamente, que donde había nacido por desgracia, ahí
quería vivir y morir por elección».
Las monjas se enfurecieron en vez de corregirse; pero fueron obligadas a liberar a
Eustoquia por la intervención conjunta del confesor, de Francesco de Lazzarà y del
obispo, después de tres meses de dura cárcel. «Para decir la verdad, salió de una cárcel
para entrar en otra». De hecho, las monjas la encerraron en una habitación de la
enfermería; no totalmente aislada, ni tenebrosa y oscura como la primera celda, pero… Y
aquí volvió a visitarla el huésped indeseado. «Pero aquí fue donde el demonio, tantas
veces escarnecido por ella, pensó llevar a cabo sus venganzas, y porque ya desesperaba
de ganarse su alma, quiso al menos desahogarse con atormentarle el cuerpo de manera
tan despiadada, que sintiera el peso de su cólera y aprendiera de una vez, si eso era
posible, a no burlarse tanto de él. Volvió, pues, el espíritu entrometido a hacerse sentir
en el cuerpo de la bendita virgen y retomó el interrumpido tormento, para continuarlo
después con menos interrupciones y con más crueldad que antes. El primer signo que dio
fue un horroroso estrépito, que se oyó en la habitación donde ella habitaba. Al ruido
acudió la monja que la custodiaba, hizo esfuerzos por entrar, llamó varias veces a
Eustoquia en voz alta; pero ni a las llamadas tuvo respuesta. Ni, por cuanto forzase la
puerta, pudo abrirse. Corrió cada vez más jadeante a un pequeño ventanuco, que desde lo
alto daba a la tal habitación, y vio bien esparcidos por el suelo los hábitos de la virgen,
pero dónde pudiera estar, no pudo descubrirlo. Entretanto, se reunieron las monjas, se
echó abajo la puerta y fue encontrada la infeliz extendida por tierra en un rincón,
desnuda, semiviva y con tantas marcas, sobre todo alrededor de la garganta, que se supo
que el demonio la había golpeado duramente y había intentado asfixiarla. Recogida del
suelo y reconfortada como mejor se pudo, se recuperó poco a poco del mortal
desfallecimiento. Pero esto no fue más que un preludio de aquello que su terrible
enemigo doméstico le estaba preparando y que nosotros veremos ahora».
No era el demonio el único que se sintió burlado: el confesor, Salicario, cuando supo
que en realidad Eustoquia había sido sencillamente trasladada de prisión, no se calló:
«Volvió a gritar contra esta segunda prisión, y habló tan alto contra un maltrato tan
continuado y tan injusto, que finalmente aquellas, por cierta sujeción que sin embargo
tenían, o por salvar alguna apariencia de respeto hacia él, pensaron complacerle». Dado
que una conversa había enfermado en aquellos días, por el «pestilente contagio» que
causaba estragos en la ciudad, se la confiaron a Eustoquia, con la secreta esperanza de un
contacto resolutorio. «Aceptó ella de buen ánimo un oficio de tanta caridad, y aunque se
viese de nuevo segregada del contacto de sus compañeras y como en una tercera prisión,
con el riesgo añadido de dejar la vida en ello, de todas maneras comenzó a ejercer su
empleo con el mayor buen ánimo, exactitud y diligencia, sirviendo día y noche a la

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enferma en todo aquello que necesitaba. Sólo la afligía que ahora más que nunca la
molestaba el demonio, por lo que la enferma se aterrorizaba y recibía de su servicio
quizás más daño que alivio. En verdad, era cosa digna de compasión el ver a veces por
una parte a la enferma que yacía en el lecho, oprimida por la más violenta exacerbación
del mal, y por otra a la pobre enfermera terriblemente golpeada por el maligno espíritu,
arrojada por tierra, desgarrada, agraviada y de otras maneras horrorosamente maltratada
y afligida. Se compadecían mutuamente entre ellas y se ayudaban juntas como mejor
podían, ya que ninguna otra ponía pie en aquella habitación y ni siquiera se atrevía a
acercarse». Por fin, otra conversa, llamada Eufrasia, decidió venir a ayudarlas, «no
asustada por los insultos del demonio», ni por el peligro de contagio. Y su presencia fue
verdaderamente de gran ayuda, no sólo para la apestada, sino también para Eustoquia,
«porque en los accesos del espíritu infernal, y cuanto más se ensañaba contra ella, le
tiraba encima una estola sacerdotal, de la que la desdichada obtenía notable alivio para
sus dolores».
La enferma sanó y se supo que no estaba enferma de peste. Y para las pobres monjas
se volvió a plantear el problema: ¿qué hacer con Eustoquia? Decidieron devolverle la
libertad, pero con una larga lista de restricciones. «La dejaron, pues, libre, pero con la
prohibición expresa de intervenir con las otras en el coro, ni bajar nunca a la iglesia a los
Oficios divinos, ni comparecer jamás en el locutorio, ni dejarse ver por nadie de los
externos. Además, le prohibieron hablar con persona viva de sus tribulaciones, miserable
alivio de los infelices, pero sin embargo necesario en ciertos casos para la naturaleza
humana para defenderse de las calamidades de la vida. Y porque no podían impedirle
que a veces compareciera en los lugares públicos del monasterio, ellas, cuando la
encontraban, o bajaban los ojos o le daban despectivamente la espalda. Ninguna la
quería a su lado, como si fuera una apestada; ninguna le dirigía una palabra, casi como si
fuera una excomulgada; apenas se dignaban a mirarla, como si temieran envenenarse a
través de los ojos o quedar contaminadas».
Todo procede ad maiorem Dei gloriam, para el jesuita Cordara, que ve en el
comportamiento de las hermanas de San Prosdocimo la voluntad divina, para obtener en
Eustoquia una santidad «toda trabajada a golpe de martillo, a fuerza de sufrimientos y
humillaciones gravísimas de todo género». Las monjas no creían en los ataques del
demonio y acusaban a Eustoquia de fingir para suscitar compasión. Así, con una cierta
satisfacción, el biógrafo de la muchacha paduana reivindica su sinceridad.
«Pero menos mal que la cosa se mudó en evidencia y pareció que el demonio mismo
se interesaba en vengar en esta parte el honor de su enemiga, liberándola él mismo de tan
negra e injuriosa calumnia. Cierto, las palizas que de ahora en adelante empezó a
propinarle durante el resto de su vida fueron tan atroces, y en sí mismas tan extrañas y
tan superiores a cualquier arte y fuerza humana, que no dejaron espacio a sospechar
disimulo, por lo que las monjas mismas finalmente debieron cambiar de opinión y
confesar que, desgraciadamente, la desdichada se encontraba en poder de un espíritu del
infierno». Para abreviar, el padre Cordara resume una gama de ejemplos, y así evita tener
que hablar de ello continuamente en el resto de la biografía, pero haciendo presente que

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los ataques continuaron durante «todos los años que le quedaban de vida… Comenzó,
pues, el demonio desde este momento a dirigirle insultos, más extraños, más públicos y
más frecuentes que antes, hasta quererla matar, si Dios se lo hubiera permitido. Ahora la
conducía a alguna habitación retirada y allí, despojada de todos sus vestidos, duramente
la golpeaba con un látigo de cuerdecillas, armado con algunas puntas de bronce, o le
rasgaba cruelmente las carnes con un cuchillo. Ahora la arrastraba furiosamente por
tierra hasta la puerta del monasterio, casi como si quisiera sacarla fuera de aquel sagrado
recinto, y a veces, elevándola en alto del suelo, la dejaba después caer de golpe, de
manera que parecía un milagro que no se le rompieran los huesos con el golpe. Varias
veces le trinchó menudamente la piel del cuello, y otras muchas le abrió las venas con
gran efusión de sangre, hasta padecer mortales desmayos y desfallecimientos. A menudo
la ceñía estrechamente con cuerdas o le metía en los costados un hirsuto cilicio, que le
ocasionaba tormento y cansancio insoportables. A menudo le apretaba vigorosamente la
cabeza, o se la lavaba con agua helada y después la cubría con paños húmedos,
obligándola a tener esa humedad en la cabeza para que le ocasionase agudos dolores,
como sucedía. Tres o cuatro veces cada día le hacía beber grandes vasos de agua fría,
sobre todo por la mañana cuando se levantaba de la cama, con la única finalidad de que
se le destemplara el estómago, y a veces mezclaba dentro cal o barniz o cualquier otra
cosa malsana y repugnante, e incluso una vez la obligó a comerse una esponja frita con
aceite hediondo que, a juicio de los médicos, habría bastado para matarla. Al tomar
alimento le movía y conturbaba el estómago, de manera que se veía obligada a
rechazarlo inmediatamente y, a menudo, con el alimento vomitaba también sangre.
Además de todo esto, le ocasionaba continuamente dolores atroces en todo el cuerpo, de
modo que le parecía a veces que ardía viva en medio del fuego; otras, que era seccionada
en pedazos por cortantes cuchillas; otras veces se sentía quebrantar todos los huesos, con
dolores tan ásperos e intensos, que la dejaban extremada». Desgraciadamente falta en
esta lista una división por episodios; y un relato detallado de cómo sucedían estas
torturas. Se da cuenta de ello también el biógrafo que, efectivamente, decide dar algunas
descripciones ejemplares. «Pero vayamos a algunos hechos particulares, que por haber
sucedido ante los ojos de las otras monjas, o al menos de manera tan sensible que no se
les puede negar, sirven admirablemente a desengañar sobre la supuesta simulación. Un
día el maligno espíritu la llevó sobre una altísima viga del techo y desde allí amenazó
con dejarla caer si no le ofrecía el alma suya en regalo. Todas las monjas, apocadas ante
el horroroso espectáculo, chillaban con gran voz y llamaban a todos los santos del Cielo
en ayuda. Pero el confesor, que por suerte estaba presente, con la fuerza de los
exorcismos frenó la ira del intrépido dragón y le obligó a devolver al suelo sin lesión
alguna a la virgen, la única que en tan grande peligro no se había turbado. Otro día el
demonio la arrastró a la sala del capítulo y, encerrada ahí, le abrió las carnes en varios
puntos, de modo que arrojaba una gran cantidad de sangre. Y porque ella, según su
costumbre, llamaba a Dios, a María y a sus Santos protectores en ayuda, él, ensañándose
aún más, prorrumpió en horribles blasfemias, protestando que a pesar de Dios, María y
todos los Santos que estaban en el Cielo, alguna vez aquella alma sería suya. Pero apenas

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pronunciadas las impías palabras, comenzó a gritar desesperadamente, como si estuviera
siendo atormentado por mano invisible, y al confesor, que prontamente acudió a este
estruendo, y le obligó a hablar, declaró que san Jerónimo y san Lucas le golpeaban
duramente con golpes de látigo. De tal castigo quedó tan mortificado, que después de
aquel momento no se atrevió a proferir ninguna otra blasfemia, al contrario, al solo
nombre de estos dos santos se ponía todo a temblar. No menos notable fue lo que le
sucedió en otra ocasión en presencia del confesor y fue que el demonio le plantó un
cuchillo en medio del pecho y se abrió una herida tan profunda que de ella manaba un
río de sangre. Y no contento con esto, la amenazaba de querer ensanchar tanto esa
herida, hasta que se le pudiera ver el corazón. A lo que la virgen sin turbarse le
respondió: “Si quieres -dijo- que pueda verse mi corazón, escúlpeme en el pecho el
Nombre Santísimo de Jesús”. Aprobó este dicho el confesor y mandó al demonio que lo
llevara a cabo, a cuya orden fue obligado a obedecer, como se descubrió después de la
muerte de ella, cuando al lavarse el cadáver, le encontraron en la parte izquierda del
pecho grabado el Santo Nombre, con gran maravilla de todas las religiosas que de ello
fueron testigo».
Pero si el demonio a veces obedecía al confesor, ¿por qué, al contrario, se negaba a
irse cuando con la misma autoridad Salicario le ordenaba que dejase tranquila a
Eustoquia? «No creo que la razón sea otra más que –escribe el padre Cordara– el deseo
preestablecido de Dios de elevar a Eustoquia a una santidad eminente por medio,
precisamente, de diabólicas vejaciones. Ésta fue sin duda la causa por la que Dios quitó a
los exorcismos la eficacia en orden a la expulsión total del maligno espíritu, dejándoles,
por otra parte, la de sofrenar la violencia y amortiguar el furor».
Es un caso totalmente extraordinario, según el estudioso jesuita, «por eso Dios, que
de Eustoquia quería hacer una santa de nuevo admirable ejemplo, con nuevo y quizás
único ejemplo de providencia, dispuso que el demonio la poseyera, no sólo durante
algún tiempo determinado, como de otros santos se lee, sino durante toda su vida, y
solamente le obligó a dejarle sus espacios de respiro y de sosiego, para que pudiera
plácidamente atender a sus devociones».
Por otra parte, Eustoquia colaboraba plenamente: «Así, como ejemplo, cuando el
maligno espíritu le cortaba menudamente la piel alrededor del cuello, “Bien me está -
decía-; esto es en pena de aquellos vanos lazos que me ponía en el cuello de jovencita”.
Y cuando la ceñía estrechamente con cuerdas, y cuando le bañaba la cabeza con agua
helada, y cuando la obligaba a beber brebajes asquerosos, y cuando, finalmente, la
golpeaba con látigos, o con hierros cortantes le desgarraba las carnes, en todo reconocía
un justo castigo de sus pasadas vanidades, de su ser delicada, de los pecados antiguos de
gula, ira y soberbia, que creía que había cometido en sus primeros años, y admiraba la
Divina bondad que por culpas tan graves se contentase con imponerle penas tan ligeras».
Al final, Eustoquia consiguió hacerse aceptar por sus hermanas. «Eustoquia, no
solamente toleró con invencible resignación y constancia las atroces afrentas que le hacia
el demonio, enemigo común de los hombres, y suyo en particular, sino que, con la
misma resignación y constancia, toleró también aquellas otras quizás más duras que le

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hacían las religiosas, sus compañeras. Ella se daba cuenta muy bien de que era evitada,
aborrecida, perseguida por ellas. No podía no conocer las malas intenciones que tenían
contra ella y el positivo desprecio con el que la miraban, como si fuera el vituperio del
claustro, la vergüenza y el deshonor del hábito santo. No recibía más que desaires,
incivilidad y afrentas. A pesar de todo eso, ella las amaba a todas con ternura, como a
hermanas, las honraba y respetaba como superioras, aprovechaba todas las ocasiones
para servirlas; y nunca se dio que se tomara la libertad de desatender en un punto sus
órdenes, aun cuando fueran duras e injustas. El demonio, más fastidioso y terrible con
las agradables sugestiones internas que con todos los esfuerzos exteriores de su crueldad,
no dejaba de provocarla a acto de odio, y sabiendo bien cuánto más es débil nuestra
humanidad en la pasión de la ira, le ponía ante los ojos aquellas personas en particular
que más se le mostraban adversas y se las presentaba en la perspectiva más odiosa,
exagerando los agravios que le hacían. Pero ella, en vez de encolerizarse, les daba la
razón de tratarla así, las excusaba, las defendía incluso, y no pudiendo hacer otra cosa en
prueba de su sincero amor, oraba continuamente por ellas». La fuente de estas
informaciones es Pietro Salicario, que en calidad de confesor de Eustoquia, conocía las
mociones de su ánimo. Cuatro años duró esta conducta absolutamente irreprensible, y
venció la hostilidad de sus hermanas. Existió una parcial liberación, relata el biógrafo,
durante una visita a san Lucas, su protector: «Pero no obtuvo la liberación total del
espíritu infernal, o porque no la pidió o porque no era recurso para ella». El clima nuevo
que se respiraba en el monasterio posibilitó que Eustoquia fuera admitida, con decisión
común, a la solemne profesión de los votos que tuvo lugar el 25 de marzo de 1465,
cuando Eustoquia tenía veintiún años. «Empleaba ordinariamente su tiempo en la
meditación de las cosas celestes, o en la lectura de libros espirituales, o en provechosas
conversaciones espirituales con su confesor. Y aunque el demonio la atormentase cada
día de diferentes maneras, sin embargo, habiendo obtenido de Dios que no pudiera
inquietarla durante el tiempo de los Oficios divinos, nunca dejaba el coro, y era siempre
la primera en llegar y la última en partir, así como en cualquier otra observancia, la más
puntual y precisa». Dos años más tarde debía recibir el “velo negro”, una especie de
confirmación de la profesión. Estaba enferma y lo recibió en el lecho de manos de su
confesor, el 14 de septiembre de 1467. Ya desde hacía tiempo por toda Padua se decía de
«aquella Eustoquia, antes hechicera, insoportable, bellaca y como tal encarcelada,
aborrecida, perseguida por todas las monjas y difamada por toda la ciudad, que era el
honor del monasterio, el amor y el ejemplo de las monjas y por toda la ciudad en
concepto universal de santa, y todos como de una santa hablaban de ella». Entre otras
cosas, y seguramente también esto había jugado un papel propio, tanto en el odio de las
hermanas antes, como en la exaltación popular después, hay que decir que Eustoquia era
muy hermosa. Escribe el padre Cordara, como verdadero hombre de mundo del siglo
XVI, que «… Y no es que no tuviese todavía ella sus dotes tales de poder complacerse
de ellas y de hacerlas valer, y elevar la cabeza por encima de sus compañeras. Tenía
aquellas del ánimo, tanto naturales como sobrenaturales, que hacían de ella alguien muy
superior a todas. Y aun cuando otras le faltasen, tenía la dote de una excelente belleza,

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que es gran fomento de vanidad, y entre las mujeres vale por muchas otras, y siendo dote
visible y expuesta a los ojos de todos, no le podía ser contrastada por nadie… “Oh
padre”, dijo una vez a su confesor, “¡qué contenta estoy con estas tribulaciones! ¿Y
quién me habría corregido, si no hubiera sido este amable flagelo?”. Pero, ¿qué más
puede decirse? Llegó incluso a apreciar a su demonio y a temer perderlo, solamente
porque servía para hacerla más humilde…». Un particular, este de apreciar su demonio,
ciertamente difícil de encontrar en la vida de cualquiera. Pero es igual: Eustoquia era una
mujer verdaderamente especial. Así como fue particular el último periodo de su breve
existencia. Esta dureza, impuesta desde el exterior y autoimpuesta, habían minado el
físico de la joven que, con veintitrés años, no parecía en condiciones de durar mucho. «A
pesar de todo, sobrevivió todavía dos años, que fueron para ella más fecundos en
paciencia y en mérito, y como de una continua preparación a la muerte. En este tiempo el
demonio la atormentó incluso más que de costumbre, no dejando pasar día en que no la
golpease y la lesionase duramente, hasta dejarla privada de sentidos en un lago de
sangre. Y como ya desesperado de ganarse su alma, intentó quitarle al menos la vida del
cuerpo, pero siempre inútilmente, no queriendo Dios que su sierva muriese por manos de
tan cruel verdugo». El padre Salicario afirma que el demonio intentó varias veces
cortarle la arteria, pero «esta, por Divino poder, siempre se le escapó de las manos. No
pudiendo tener éxito en su despiadado designio, más se ensañaba con los golpes y con
los suplicios». Intentó entonces otro camino; y es singular que sea el autor de la biografía
quien hable de ello: «Puso en el corazón del confesor tal oculta aversión y animosidad
hacia esta su pobre penitente, que sumo hastío probaba en conversar con ella, por lo que
ya no iba a verla sino muy raramente, y siempre con gran fastidio la escuchaba, con
brusquedad la respondía y con pocas palabras la despachaba… Le parecía que había sido
abandonada en lo mejor y se lamentaba dulcemente de ello con Dios». Al intento de la
desesperación le siguieron otros golpes, «golpeándola en este último con más ferocidad
de antes y desgarrándole horriblemente las carnes, para hacer salir el poco resto de
sangre que todavía le quedaba».
El último intento de asalto, narra el biógrafo, fue jocoso (hablamos de una mujer de
veinticinco años). «De repente sintió despertar en la fantasía mil vívidas imágenes de
bailes, fiestas, nupcias y cosas incluso peores, en las que en todo el tiempo de su vida
nunca había pensado. Conoció ella inmediatamente de qué mano venía el golpe y burló
como desgarbado al tentador que viniese ahora a meterle en la cabeza tales locuras,
ahora que se encontraba moribunda, cosas a las que siempre había tenido aversión,
incluso en sus años más floridos, aunque estuviera sana y llena de vigor». Una extraña
tentación, contada a la fiel Eufrasia: «Incluso moribundos viene el maligno a tentarnos
en la sensualidad y le basta un pequeño consenso para arruinarnos. El pobrecillo lo
intenta hasta que puede; pero quien le resiste constantemente en vida, ciertamente no
será abandonado por Dios en sus últimas horas». Eustoquia predijo el día en que moriría.
«Luego rogó a su querida Eufrasia que, por caridad, no la abandonase esa noche.
Prometió la buena sirvienta asistirla hasta el último respiro, como así hizo. Pero esa
noche, mientras velaba en la misma habitación de la enferma, oyó de repente un ruido

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extraño, como de un hombre que trepase con las manos y los pies por las paredes, y que
fuera a salir por el techo. Comprendió que en aquel instante el demonio había
abandonado para siempre a la Sierva de Dios y, como un desesperado, se había ido de
aquella habitación. También lo pensó el confesor y toda la comunidad, hasta el punto
que, a partir de ese momento, la enferma permaneció con un aire en el rostro tan
sosegado y sereno, que enamoraba el verla… Después de esto, compuesta decentemente
con las manos sobre el pecho, en su presencia exhaló el último respiro con la cara tan
alegre y risueña, que ninguna se dio cuenta de su tránsito sino mucho tiempo después de
que ya hubiera fallecido. Así terminó sus días la beata Eustoquia el 13 de febrero de
1469, estando todavía en el año vigesimo quinto de su edad».
Extrañas cosas siguieron a la muerte de Eustoquia. «…Se pasó a lavar, según la
costumbre, y a revestir el cadáver antes de enterrarlo, y creció entonces la estima hacia
ella, creció la devoción. Dado que le fue encontrado grabado en el pecho, como hemos
dicho antes, el Nombre Santísimo de Jesús, les pareció a todas la monjas como una
autenticación irrefutable de su santidad». Además apareció, resplandeciente de luz y
«con el rostro alegre y risueño» a su confesor, que estaba orando por ella en el momento
en que espiró. El cuerpo emanaba un olor suave y el perfume continuó saliendo del
sepulcro. Los obsesos comenzaron a ser llevados a la tumba, con grandes resultados de
sanación. Pero un hecho verdaderamente singular es el caso de la infestación o posesión
de Eustoquia a su más fiel amiga. Así habla de ello el padre Cordara: «A esto, y a otros
muchísimos hechos de la misma naturaleza -añade Salicario- como aquella buena
conversa, que varias veces hemos nombrado en esta historia, llamada sor Eufrasia, que
con tanto afecto y caridad había asistido a la beata mientras vivió, poco después de la
muerte de ella se descubrió también ella poseída, y eso por un favor especial que la
misma beata le había obtenido, que la quiso parte de sus tribulaciones en vida para que
pudiera participar de su mismo galardón en el Cielo. Dije por un favor especial, porque,
sea como sea que el ciego mundo lo entienda, las gracias espirituales son de un orden
superior y deben valorarse bastante más que cualquier terrena y temporal ventaja…».
Explicando después algunas particularidades de aquella nueva energúmena, dice que «el
maligno espíritu que habitaba en ella fue el mismo que había poseído durante tanto
tiempo y tan cruelmente atormentado a la beata Eustoquia, y eso se supo por el mismo
demonio, que fue obligado a manifestarlo». Dice que este demonio manifestó varias
veces, que si no había podido ganar a la primera de las dos obsesas, ganaría al menos a la
segunda, cosa en la que se engañó ampliamente, porque Eufrasia vivió y murió como
buena Sierva de Dios, y dejó también ella opinión de una virtud no común. Añade que
este mismo demonio mostraba gran temor al solo nombre de Eustoquia, gran pena sentía
viendo tan honorada y celebrada su santidad, y no permitía que Eufrasia se acercara
nunca al sepulcro de ella, forzándola a alejarse hacia otras partes cuando se encaminaba
a aquella parte. «Pero una vez, añade, estando él muy enfadado y desdeñoso porque veía
que crecía cada días más la devoción a la beata, preso de una gran envidia, se volvió
contra mí e intentó golpearme. Yo le amenacé diciéndole que la beata me vengaría, y así
fue. Así, poco después, Eufrasia no solamente pudo acercarse a la sepultura, sino que

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milagrosamente fue llevada, parada y casi anclada sobre la misma, y se supo que el
maligno espíritu estaba siendo mientras tanto atormentado y maltratado por esa beata».
Hasta aquí Salicario. Y con él cerramos, también nosotros, la breve, feliz vida de
Eustoquia, antes Lucrecia Bellini, que es recordada en el calendario el 13 de febrero.

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Cristina de Stommeln

Christina Stumbelensis: así llamaba Huysmans en La Catedral a la heroína de una de las


pruebas diabólicas, sino más duras, desde luego más desagradables. De su vida como
atormentada, obsesionada y en momentos, con mucha probabilidad poseída, poseemos
varios “reportajes”; una biografía anónima, la biografía que de ella escribió un fraile
dominico sueco, Pedro de Dacia, con el que vivió una larga, apasionada y casta relación,
un auténtico amor místico “en Cristo”, y algunas cartas. Y, lógicamente, de ella se habla
en las Acta sanctorum de los bolandistas, en latín, la obra colosal realizada por los
jesuitas belgas para recoger y legar a la posteridad los hechos y las empresas de santos y
beatos. El padre Bolland recopiló la mayor parte del material escrito; el padre Daniel
Papebroch lo ordenó, lo anotó y comentó, y en 1668 dio el visto bueno para la
publicación de la primera entrega de la colosal obra. Las Acta forman una colección
imponente de cincuenta y tres volúmenes in folio; cada página, dividida en dos
columnas, tiene 142 líneas. Encontramos a Cristina en la fecha del 22 de junio, en el
Tomo IV de las Acta junii, bajo el título: De Christina Stumbelensi, virgine devota
Ordinis Praedicatorum in Archidioecesi coloniensi. El relato ocupa 184 páginas. Lo que
reproducimos a continuación son fragmentos de una vida que aún no tiene un biógrafo
moderno.
Sin embargo, es suficiente para plantear una serie de interrogantes. Porque, o el cura
de Stommeln, la familia de Cristina, el grupo de beguinas –luego explicaremos quiénes
eran–, una cantidad de personas del pueblo y un nutrido número de padres dominicos,
además de dos benedictinos, se pusieron de acuerdo para inventar hechos, ruidos y
golpes; o hay que reconocer que en el siglo XIII, en ese pueblecito cerca de Colonia, y
en esa joven (muerta luego sin más problemas con setenta años) sucedieron cosas
inexplicables. Por supuesto, muchas de las cosas que se cuentan en la biografía como
físicas y reales, de las que no nos hemos ocupado, se producían en el universo especial
del que se alimenta el alma de los místicos. Pero hemos preferido centrarnos en los
hechos que tuvieron testigos o que dejaron huellas concretas. Ernest Renan, con su
pasión desmitificadora, investigó sobre la vida de Cristina, y defendía la idea –si es que
se puede defender; yo tengo mis dudas– de que en la Edad Media la noción de veracidad
era distinta de la actual. Quizás, pero un francés especialmente debería saber que la caca
es caca; y es precisamente esa materia la que le hacía la vida difícil a Cristina y a los que
estaban con ella. Además de las vejaciones, es muy probable que durante algunos
períodos la beguina fuera poseída por el demonio; los síntomas son bastante claros como
para suscitar por lo menos una fundada sospecha de posesión. Pedro de Dacia merecería
un discurso aparte; hay quien asegura que es el escritor sueco más antiguo, nacido en
Gotland entre 1230 y 1240. Conoció a Cristina en 1268; y con ella a su grupo de
beguinas. No las de Colonia, que a causa de su excesiva austeridad y devoción le habían
pedido que se fuera, sino un pequeño grupo formado con ella en el pueblo. ¿Quiénes

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eran las beguinas? A finales del siglo XII, unas mujeres empezaron a experimentar la
posibilidad de vivir fuera de la alternativa de ser esposa o monja encerrada en el claustro.
Este movimiento alcanzó su ápice hacia la mitad del siglo siguiente, y ese es
precisamente el momento en el que aparece nuestra heroína…
Según la biografía anónima, en 1242 Cristina Bruso nació en una aldea llamada
Stommeln, a dos millas de Colonia; era hija de un agricultor acomodado, que quiso que
su hija recibiera una cierta educación. «Fue marcada por la mano de Dios en el muslo
izquierdo. Era como un sello estampado con la cera, de color violeta. Cuando tenía cinco
años, Jesús se le apareció con el aspecto de un niño y le enseñó las bases de la vida
espiritual, los dogmas y las oraciones». A la edad de seis años, volvió a verlo en las
manos del sacerdote en el momento de la consagración. Le dijo: «Aquí me tienes,
preparado para ser misericordioso. Todo aquel que implore misericordia, obtendrá
misericordia». Tenía siete años, en 1249, cuando su hagiografía cuenta que «los ángeles
la llevaron al Paraíso y allí le fueron revelados los secretos celestiales». Pero no es todo;
en una evidente paráfrasis del “Ave María”, un serafín habría sido enviado para ofrecerle
este saludo: «Dios te salve Cristina, llena de gracia, el Señor es contigo; bendita tú eres
entre todas las mujeres; y bendito es Jesús, tu Esposo». El ángel, añade la biografía, le
reveló numerosos secretos…
El cursus honorum místico y extraordinario sigue: «Cuando cumplió nueve años, el
día de la Anunciación fue presentada a la Virgen María, y aprendió dos secuencias, una
sobre el Espíritu Santo: “Ven Espíritu Santo, y manda del cielo un rayo de tu luz…”, y
otra sobre María Santísima: “Salve, rosa generosa, salve, lirio esplendente…”; en 1252,
con diez años, “Nuestro Señor Jesucristo se le apareció, como el Esposo encaminándose
hacia el lecho nupcial”. Era una época en la que el noviazgo empezaba muy pronto. “Así
como María fue predestinada en mi sabiduría eterna a ser mi madre, tú lo has sido para
ser mi esposa. Pero es necesario que sufras mucho en mi nombre”».
Los problemas empezaron cuando cumplió doce años y sus padres manifestaron la
intención de darle un marido. «Se negó y, huyendo de sus padres, llegó a Colonia donde,
en compañía de los pobres y miserables, agotada por el hambre y la sed, pedía limosna.
Cuando tenía trece años, se fue con las beguinas de Colonia, sin nada más que sus
vestidos y su ropa íntima, un pan negro y un pan blanco, un poco de garo20 y tres
camisas de lino limpias. Y cuando estuvo en el convento de las beguinas, se privó de
todos los bienes, comodidades y placeres».
Frecuentaba las iglesias, oía hablar de Dios con alegría, realizaba sus tareas con celo.
Llevaba puesto un cilicio y una cuerda cuyos nudos le provocaban heridas. En los días
festivos hacía ayuno con pan y agua, y dormía en un banco o sobre la piedra. Todas las
noches hacía doscientas genuflexiones y el viernes decía todas las “horas”, postrada o
tumbada en el suelo, con los brazos extendidos, como si recordara continuamente los
sufrimientos que Jesucristo soportó por nosotros en la cruz, junto con los de la beata
Virgen María y todos los santos… Sufría con todos ellos. Y el Señor Jesús se le aparecía
tal como estaba en la cruz.
Hasta entonces su existencia, aparte de las visiones místicas de la infancia, no

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parecía en nada diferente a la de sus hermanas; se dedicaba a la oración. Pero a los
quince años la vida espiritual de Cristina dio un salto hacia lo extraordinario,
consecuencia de su deseo de participar de forma más directa en los sufrimientos de la
cruz: «Como deseaba tener algo que le recordase la Pasión de Cristo, recibió los
estigmas en las manos, los pies, la frente y el costado, y desde entonces, hasta la edad de
cuarenta y cinco años, soportó todo tipo de tormentos y tentaciones diabólicas».
Empezó, de una manera paradójicamente festiva, el calvario de las vejaciones: «Una
noche, mientras estaba hilando o se dedicaba a alguna otra tarea a la luz de la luna, se le
aparecieron los demonios en forma de ángeles, iluminándose con grandes cirios y
tocando la trompeta y otros instrumentos, para que ella creyera que era un modo de
felicitarla por sus méritos. Se comportaron así mientras ella rezaba… Pero, avisada por
el Espíritu Santo, no levantó los ojos ni interrumpió sus oraciones, y así los tañedores de
trompeta se retiraron tristemente».
Inmediatamente después se produjo un hecho en apariencia inexplicable, pero que
puede hacer suponer algún tipo de intervención “exterior” en la joven Cristina: «En la
iglesia de los Frailes Predicadores de Colonia perdió el conocimiento. La llevaron al
hospital y allí permaneció tres días y tres noches. Sus compañeras beguinas pensaron que
había perdido la razón o que sufría de epilepsia, con el riesgo de terminar loca hasta el
final de sus días».
Fue en este momento de la vida de Cristina cuando empezaron a volverse cada vez
más duros los ataques diabólicos, hasta llegar a pensar en la posibilidad de una auténtica
posesión. Es una tipología que los sacerdotes que practican la pastoral del exorcismo
conocen bien, es decir, el rechazo a lo sagrado, unido a una tendencia a la
autodestrucción sin motivos evidentes en la vida de la futura beata. Leamos lo que dice
la biografía: «Una vez el diablo se plantó a los pies de su cama bajo la apariencia de san
Bartolomé apóstol, y le dijo: “Puesto que deseas tan vivamente alcanzar el reino de los
cielos, he venido a ponerme de acuerdo contigo para que te mates y de esta forma seas
una mártir ante Dios”. Esta tentación duró seis meses, durante los cuales se habría dejado
morir sin problemas, y pensaba llevar a la práctica esta idea tirándose a un pozo o
poniendo fin a sus días de otra manera, si el Señor no hubiera velado por ella. Un día que
se encontraba sola quiso abrirse una vena con un cuchillo, pero apareció una mancha
negra en su brazo, gracias a la cual recordó que, si se mataba, iría al infierno, y por eso
renunció».
Fue víctima de otra tentación con la eucaristía y otros artículos de fe: resistió
valientemente. Este tipo de dificultades espirituales también les son familiares tanto a los
expertos de fenómenos místicos como a los sacerdotes que practican el servicio pastoral
del exorcismo. El rechazo total de lo sagrado, la imposibilidad a menudo física de rezar
o acercarse a los sacramentos, son indicios de posesión. En tiempos recientes ha sido
famoso el caso de Angelo Battisti, brazo derecho del Padre Pío, empleado en la
Secretaría de Estado y primer administrador de la “Casa de la Divina Providencia”. En
los últimos años de su existencia, según el padre Gabriele Amorth, que lo trató y lo
liberó, estuvo poseído por el demonio; un hombre que iba a misa todos los días no

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conseguía ni entrar en la iglesia. La liberación se produjo pocas semanas antes de su
muerte. Y vemos que también en Cristina se manifestaron –setecientos años antes– unos
síntomas muy sospechosos. «A menudo le salía sangre por la boca y la nariz, y suplicaba
llorando a Cristo que la ayudara, diciendo: “Oh, Señor, si quieres aleja de mí estas
tentaciones, son más insoportables que la muerte”. No creía que Dios hubiese creado el
universo… podían pasar dieciocho semanas sin que acudiera a confesarse».
La liberación, parcial y temporal, se produjo de manera casi milagrosa. Forzándose a
sí misma, fue a misa y «un día, durante la consagración de la hostia, vio al Niño Jesús en
las manos del sacerdote: “Soy Jesucristo, –le dijo– tu esposo, Dios verdadero y
verdadero hombre”. Al ver y oír esto, sintió que le fallaba el corazón, y cuando se
recuperó, la luz de la fe se manifestó en su alma y fue liberada de sus dudas».
Pero no de su adversario principal. Es más, podría decirse que justo desde ese
momento empezó un calvario, a menudo visible y compartido por los que estaban con
ella, de vejaciones y obsesiones. Escribe la biografía anónima de la joven de Stommeln:
«Al ver que estas dos tentaciones no habían surtido efecto, el viejo enemigo cambió de
táctica. Echó en sus alimentos seres repugnantes: serpientes, sapos y arañas, que se
comía haciendo un terrible esfuerzo, a pesar del horror que le producían. La sensación de
frío que le causaban era indescriptible, no conseguía retenerlos, los vomitaba. Si quería
beber algo, lo encontraba lleno de gusanos. “Si bebes, tendrás al diablo en el vientre”, le
decía el tentador indicándole un ánfora a la que estaba acercando los labios, y vio
retorcerse unos bichos. Después de haberla bendecido, bebió, pero vomitó. En la
consagración vio un sapo. En la comunión le pareció que se iba a tragar uno».
«Esta tentación duró seis meses –escribe el autor, que usa el término “tentación” para
los fenómenos que, en realidad, a la luz de la casuística habría que clasificar con más
precisión como vejaciones. Hacia los dieciséis años sufrió unas tentaciones inhumanas,
sin encontrar en su ambiente religioso o seglar a nadie que la consolase».
Luego comenzaron las apariciones y las vejaciones demoníacas; apariciones con el
aspecto de san Bartolomé, durante aproximadamente un mes, que le ofreció unas
espinas, que se llaman roscum, para que se flagelase el cuerpo; lo reconoció y lo
rechazó. Durante ocho noches el demonio la azotó con las espinas, de la cabeza a las
plantas de los pies. Luego asumió la forma de un gallo, para molestarla mientras rezaba;
por último, «… mientras estaba rezando apareció de nuevo. Era un hombre negro,
vestido con harapos. Arrojó innumerables pulgas a su cama y desapareció, en medio de
sonoras carcajadas, caminando a lo largo del tejado de la casa. Esta vejación duró seis
noches. Una de las beguinas, Alicia, que era ciega, no quería creérselo. Entonces el
diablo le puso cuatro mil pulgas en su cama. Ella las tiró al fuego con las dos manos y
tardó toda la noche en hacerlo. Cristina dejó las pulgas en su cama y durmió con ellas
seis noches, hasta que no se fueron. Después ya no tuvo más pulgas u otros insectos
parecidos, lo que es muy raro y extraordinario».
O por lo menos lo era en la Colonia del siglo XIII, donde la higiene –como en el
resto de Europa– era una hipótesis más que una costumbre. Luego ocurrió algo
verdaderamente inusual y único, en la casuística de las vejaciones, y en especial de esas

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rebeliones contra los santos. «Cuando tenía dieciocho años…» su enemigo invisible fue
a visitarla: «Antes del Adviento, llegó mientras estaba postrada en oración y le ensució
la cara y los brazos con un excremento muy innoble. En otra ocasión, la golpeó con
fuerza con un látigo de nudos, que dejó de piedra a los que estaban delante, porque
nunca se había oído hablar de una cosa así en el pueblo. Se desmayó cinco veces… La
vigilia de la Natividad del Señor oyó la voz de un toro que se abalanzó sobre ella y se
tragó su cabeza, inundando de babas su rostro, con la intención de ahogarla… cuando
estaba en misa, o durante el sermón, o cuando estaba rezando, oía mugidos. Esta
tentación duró cuatro semanas».
La tranquilidad no duró mucho, y de nuevo estamos ante una manifestación
extraordinaria que entra dentro de los síntomas y los indicios que permiten, junto a otros,
diagnosticar una posesión demoníaca. «… Estuvo quince días muda y sufrió tanto que se
hirió el pecho y vomitó sangre. El diablo le dijo: “Tonta, ¿dónde está ahora tu Dios?”».
Desde los dieciocho años hasta los veinticinco las pruebas físicas fueron realmente
muy duras. Ya hemos visto que las agresiones se volvieron especialmente fuertes
coincidiendo con los momentos más intensos del calendario litúrgico, el Adviento y la
Pasión y Resurrección. Así que no hay que sorprenderse si «… la vigilia del sábado (de
Gloria), como las beguinas que estaban en su contra se hallaban con ella en los oficios, y
la beguina ciega se había quedado sola en casa, la esposa no dejó de sufrir con su Esposo
en cada uno de sus miembros. Hacia la hora nona, los miembros crujieron como si se
hubieran roto en mil pedazos. Los hermanos Gérard de Grifon y Jacques d´Audernac
estaban allí, así como la virgen Cristina y las dos hermanas del párroco, Hedwige y
Gertrude. Mientras estaban cantando, se oyó de repente un ruido en la casa que llamó la
atención de todo el mundo. La casa se abrió en tres partes por encima de ellos, y Cristina
fue arrebatada del grupo de las beguinas y lanzada fuera de la casa, donde se quedó
medio muerta».
A partir de ahora no faltará nunca en la casa de Cristina una presencia religiosa,
dominicos sobre todo, aunque también benedictinos, y seglares.
«Una tarde les pidió a los frailes que se fueran, porque los demonios estaban
amenazándola con quitarle la ropa. Entonces fray Gérard dijo: “No te abandonaré, pero
si te desnudan, te taparé con mi escapulario”. Mientras decía esto, el demonio le arrancó
con fuerza las mangas del hábito, y su vestido de piel. “Infeliz –dijo ella sonriendo–, no
sabes que mi padre podrá darme otros vestidos”. El diablo se llevó los jirones
arrancados, pero ya no se atrevió a más».
Por el momento. Y en vista de que el ataque frontal no producía frutos, probó con
medios más ladinos. El demonio intentaba convencerla para que renunciase al estado
religioso, afirmando que Dios, al inicio del mundo, había ordenado que todos vivieran en
el matrimonio. Cristina refutó estos argumentos, pero su adversario… «llegó en la
oscuridad de la noche, llevando consigo un hombre y una mujer. Esta mujer llevaba
consigo a un niño y, aun así, ella y el hombre se tocaron mutuamente con mucha
dulzura. Luego la mujer le dio un beso al niño y dijo: “No hay placer mayor que el
hombre que se une a la mujer y la mujer que ama a su hijo”. Cuando vio y escuchó esto,

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Cristina se sintió fuertemente tentada, y aunque cerrase los ojos, no conseguía apartar
estas imágenes. La tentación duró seis semanas. Resistir a ella fue más duro que la
muerte».
Así lo cuenta la biografía y, en efecto, para una mujer de veinte años –según los
parámetros de la época, en su plena madurez afectiva y reproductiva– la elección de la
castidad y la esterilidad física debía de ser muy dura. Pero muy pronto otros problemas
alteraron su tranquilidad espiritual: «La invadió una hinchazón, obligándola a alejar a
sus amigos más queridos. Y el demonio le decía: “Puesto que no me has hecho caso, te
aseguro que te avergonzaré. Pondré a un niño en la iglesia ante ti y diré que es tuyo, que
lo has engendrado con tus amigos religiosos”. Cuando oía un ruido en la iglesia, temía
que el demonio llevara a cabo su amenaza, y el miedo le impedía rezar. Tres veces, en el
momento de la comunión, le pareció que la gente decía: “¡Mirad a esa vil mentirosa! ¡Ha
tenido un hijo!”. Le abandonó el deseo de comulgar. Temía ser deshonrada si se hubiera
acercado al altar. Al final resistió, pues pensaba: aunque todo el mundo te difame, Dios
sabe que eres inocente».
El biógrafo más apasionado de Cristina fue Pedro de Dacia. Pasó por Colonia y
luego por Stommeln, en 1268, cuando Cristina tenía veintiséis años y él más de treinta.
Así cuenta la primera visita: «… La noche del día siguiente, fray Walter dio un pequeño
rodeo para pasar por la casa del párroco, donde se encontraba en ese momento la
muchacha a causa de sus continuas tribulaciones. El fraile, que había sido su confesor
desde que era niña más o menos, entró en la casa. Lo seguí y decidí que si hubiera visto
algo insólito o asombroso, habría guardado silencio. Vi un mobiliario pobre, una familia
entristecida, una muchacha con el rostro cubierto por un velo y sentada un poco
apartada. Cuando se puso de pie, a la llegada de fray Walter, el demonio la empujó hacia
atrás mientras lo estaba saludando y le estampó la cabeza contra la pared, tan fuerte que
se movió toda la casa. Los presentes se asustaron. Yo, por el contrario, me sentí
inundado por una alegría extraordinaria, tenía el espíritu como suspendido en trance,
lleno de admiración, pero también cohibido, porque temía que se me notase. Sentía que
algo insólito iba a ocurrir y, sin embargo, aparentemente no había nada que pudiera
explicar por parte mía una alegría interior tan grande».
También el adversario sentía que algo estaba pasando; tal vez le molestaba la
presencia de los dominicos, y especialmente la del fraile sueco, que tendrá un papel muy
importante en la vida espiritual de Cristina: «… Mientras estudiaba con atención a mi
compañero y a la muchacha, vi al diablo empujarla siete veces, cuatro contra la pared
que estaba detrás de ella y tres contra el baúl que estaba a su izquierda, y todo esto con
tanta violencia que el ruido contra la pared y el baúl se podía oír desde lejos. Me
sorprendió que con todos esos golpes a la muchacha no se le escapase un gemido o un
grito. No sólo no demostraba impaciencia o dolor, con palabras o gestos, sino que
permanecía impasible. Incapaz de contenerme más, le dije a fray Walter: “Querido
padre, no sé si os habéis dado cuenta de que el demonio está agrediendo violentamente a
la muchacha sentada a su lado; será mejor si os alejáis del baúl y de la pared y ponéis un
almohadón entre estos y ella de manera que, si vuelve a lanzarla, el golpe sea menos

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fuerte”. Y eso hizo».
El momento de calma que vino a continuación, cargado de tensa espera, sólo sirvió
para subrayar el dramatismo del momento. Y, en efecto, …«tras un instante, se oyó a la
joven suspirar. Las mujeres que la rodeaban le preguntaron por la causa del suspiro.
Contestó: “Tengo una herida en el pie”, y se dieron cuenta de que tenía en cada pie una
herida húmeda de sangre». A pesar de sus buenos propósitos de permanecer impasible,
fray Pedro estaba muy afectado: «… Vi dos veces las heridas tan frescas que me
pregunto si mi pensamiento no preveía el fluir de la sangre: normalmente hay un
pequeño intervalo entre la herida y el fluir de la sangre. En la parte superior de un pie la
sangre salía de cuatro heridas, y en el otro pie había tres heridas impregnadas de sangre
fresca. Me levanté, trastornado».
La labor de hacerla sufrir siguió adelante y Cristina, después de haberse quejado de
una herida junto a la rodilla, sacó un clavo húmedo de sangre que estaba caliente; los dos
frailes se fueron a dirigir los maitines, pues había llegado ya la mitad de la noche, y a la
vuelta encontraron que había sido herida de nuevo; enseñó otro clavo, mojado de sangre
y caliente como el otro, … «pero con una forma mucho más horrible» y se lo dio a fray
Walter, diciendo: «“Aquí tiene lo que me ha herido”. Estupefactos y llenos de horror,
todos los que estaban ahí observaron el clavo. Le pedí que me lo diera, como un gran
regalo y como prenda de un recuerdo perpetuo». Los dos frailes regresaron a Colonia,
pero en la primera ocasión que se presentó, Pedro de Dacia volvió a Stommeln, esta vez
con un hermano distinto, Gérard de Grifon, confesor de Cristina, maestro de los
estudiantes en la casa de los dominicos de Colonia, un hombre notable por sus
costumbres y su piedad. Asistió a lo que probablemente fue un éxtasis («no he visto
jamás a un ser humano en ese estado») durante un período de tres o cuatro meses
aproximadamente. Y luego escuchó de boca de Cristina este relato: «Ocho días antes de
la Purificación, mientras estaba rezando antes de la primera de las completas, junto a mi
cama, oí la voz de un sapo y me di cuenta de que era un demonio. Primero estaba
aterrorizada, luego, armándome de valor, seguí rezando. Sentí cómo se acercaba y cómo
luego se metía debajo de mi ropa. Subió poco a poco por las piernas y al final se quedó
en el pecho, cubriéndolo casi por completo de lo grande que era. Clavó con tanta fuerza
sus garras en la carne que me dejó unas heridas profundas. Se quedó ahí ocho días, tanto
si yo iba a la iglesia como si hacía otras cosas, y para mí era un sufrimiento no pequeño.
Pero como estaba rezando la noche antes de la Vigilia de la Purificación y además había
comprendido que Dios quería liberarme, metí la mano dentro de la manga, deslicé los
dedos entre mi seno y el vientre del sapo, me lo arranqué con violencia y lo tiré lejos, al
suelo, donde hizo un ruido como un viejo zapato. Ahora han pasado cuatro semanas
desde que pasó todo esto y las heridas que el demonio me hizo en el pecho siguen ahí».
Hubo una tercera visita y luego una cuarta. Esta última la hizo con fray Nicolás. En
esta ocasión Pedro de Dacia podrá observar los estigmas. Por desgracia no sabemos
cuánto tiempo sufrió Cristina estas manifestaciones excepcionales de espiritualidad. Pero
este es el testimonio del biógrafo dominico: «Durante el tiempo que comimos con ella,
pude ver en tres ocasiones en sus manos las señales de la Pasión de Cristo. En el centro

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de cada mano había una llaga del tamaño de una esterlina redonda y como grabada en la
carne a una cierta profundidad. Se pudo ver durante ocho días consecutivos, mientras iba
borrándose cada día un poco. En la parte exterior de la mano, y reproducido en el
interior, había como la señal de un clavo que hubiera penetrado».
Durante los ocho días siguientes los dominicos acompañaron a Cristina y fue fácil
ver aún las heridas. La analogía con el Padre Pío y su poca disposición a enseñar estas
señales de la Pasión nos viene enseguida a la cabeza: «No hizo alusión ni una sola vez.
Parece que las ignoraba. Es más, le desagradaban visiblemente y se mostraba como
contrariada cuando se mencionaban delante de ella; pero yo, que no pretendía caerle en
gracia y no me preocupaba disgustarla, hablaba de ello tranquilamente con las personas
presentes».
Pedro también habla del ambiente humano que rodeaba a Cristina, las beguinas.
Sentía una simpatía especial por Hilla van den Berghe, su compañera inseparable en
todas las tribulaciones y consolaciones, y le dedica grandes elogios: «Sus bromas eran
serias y su seriedad era divertida. Aparte de Cristina, no sé si he visto alguna vez a una
joven tan pura. Era evidente que ignoraba el pecado y Dios sabe que, aunque la haya
observado mucho, no he notado nunca por su parte un solo gesto, una sola señal, una
sola palabra lasciva». Luego estaba Gertrude, la hermana del párroco, una mujer muy
honrada; la tercera era Alicia, de la que se decía que se había quedado ciega por las
muchas lágrimas derramadas, y no echaba de menos la vista. Tuvo que guardar cama
durante siete años y con la privación de sus fuerzas mostró siempre una paciencia
admirable. De la cuarta persona Pedro no dice el nombre, sólo que era «pequeña, buena
por naturaleza, y había hecho voto de castidad con el hábito seglar». Pedro le preguntó a
Alicia sobre lo ocurrido un viernes por la tarde en la que se había quedado a solas con
Cristina, que poco antes había dicho: «“Queridas compañeras, no sé qué me pasa”, y fue
presa de un gran miedo y turbación en lo más íntimo, y su angustia aumentó tanto que,
un poco antes de la mitad de la noche sudó sangre, y esto duró hasta el día siguiente».
Pedro le preguntó a Alicia qué había pasado. Y la ciega contestó: «Oí solamente un gran
ruido, como si hubieran hecho pedazos a un ser humano y todos sus huesos se hubieran
partido por las articulaciones». Pedro le preguntó si había oído alguna voz: «Oí voces y
palabras que no revelaré mientras viva».
El demonio se había convertido en un compañero habitual, un huésped fijo en la casa
de las beguinas y en la aldea de Stommeln. Una familiaridad que muchas veces caía en
la prepotencia y el desprecio. Es el 26 de abril de 1268. Es la fiesta de la Santa Cruz, y
Pedro, que tiene como socius a fray Maurice, se encuentra en Stommeln: son un grupo
de unas diez personas y se dan cuenta de que Cristina ha caído en éxtasis, acompañada
por un perfume maravilloso «que inundaba agradablemente a todos los presentes». Un
éxtasis largo, que dura hasta el amanecer. La sexta visita coincide con un hecho
clamoroso. Es la fiesta de Pentecostés y Pedro de Dacia está en Stommeln, con fray
Gérard de Grifon, y celebra las liturgias. Inmediatamente después de las vísperas,
mientras empezaban las completas, «he aquí el libro de Cristina –que el diablo le había
robado el día de la fiesta de la conversión del apóstol Pablo, como dije en la tercera

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visita–, que llega volando desde el lado occidental de la iglesia, y todos los que estaban
ahí vieron cómo se estampó contra el muro oriental del santuario, donde ella estaba
extendida21. A causa del ruido que hizo dejamos de salmodiar y miramos… Cuando vi el
libro a mis pies, no quise recogerlo, esperando a ver qué decían los demás. El párroco,
que estaba sentado al otro lado de fray Gérard, me miró, vio el libro en las piedras del
suelo, dentro de su bolsa, y gritó: “¡Hermano Pedro, recoged ese libro!”. Reconoció el
libro que había escrito y la bolsa. Lo recogí y se lo tendí al cura, que juró a la manera de
su tierra: “¡Por el alma de mi padre, es el libro de Cristina!”. La bolsa estaba húmeda y
apestaba, como si hubiera caído en una cloaca, pero el libro estaba intacto, muy bien
conservado, y no emanaba ningún mal olor».
Sigue escribiendo Pedro de Dacia, después de haber preguntado entre los fieles: «…
Creíamos que éramos los únicos que sabíamos lo que había pasado en el coro, pero al ir
a cenar nos dimos cuenta de que la historia del libro alimentaba todas las
conversaciones. Cuando le preguntamos a alguien quién les había informado, la
respuesta fue: “No somos ciegos como para no ver el libro volar delante de nuestros
ojos”. Según ellos, el libro había sido lanzado desde la puerta occidental y había cruzado
toda la iglesia hasta chocar con el muro oriental, donde había hecho ruido, cosa de la que
no nos habíamos enterado al estar sentados en el santuario».
La historia del libro, mejor dicho, el milagro del libro, como se le suele llamar, llegó
a los oídos de muchos, incluso a Colonia, y el hermano Aldobrandino, de la Provincia de
Tuscia, residente en Roma, que en esa época estudiaba en Colonia, le pidió a Pedro de
Dacia que lo llevara a Stommeln para ver a Cristina. La encontraron muy débil, porque
hacía catorce días que no dormía. Explicó lo que le pasaba: «Cuando me acuesto en la
cama para dormir, me invade un calor como si estuviese en agua hirviendo, y mi cuerpo
se cubre de ampollas». Se añadieron a la compañía otros dos dominicos, y mientras la
abadesa y las religiosas y los frailes, después de las funciones, estaban descansando en
un prado, discutiendo de temas religiosos como el primado de san Pedro y la figura de
san Juan, una criada acudió llorando: «El diablo ha tirado a Cristina en un estanque de
cieno y temo que se ahogue si no la ayudamos». Fueron corriendo y encontraron a
Cristina inmersa en el fango hasta la cabeza, que le sujetaba en la superficie Hilla van
den Berghe. Pedro de Dacia intentó sacarla del sucio lodo, y necesitó también la ayuda
de fray Aldobrandino para conseguir salvarla. Cristina, cuando fue dejada en la cama, no
tenía ninguna sensibilidad, aunque el cuerpo no estaba rígido cuando lo tocaban.
Pedro y Aldobrandino regresaron a Colonia, y recibieron la visita del padre de
Cristina, muy alterado, porque se sentían, él y su familia, en una situación de gran
riesgo: «Tenemos en contra a un adversario demasiado poderoso. Su crueldad pone en
peligro nuestros bienes y nuestras personas». Una semana más tarde se volvió a
presentar: «Mi hija pide que vayas a visitarla. Puesto que la amas en el Señor, su madre
y yo también te lo pedimos. Ven, si no quieres que todos nuestros bienes sean destruidos
por el demonio y por el incendio». Pedro se dejó convencer, pidió permiso al prior, y se
fue con otro dominico, Wipert Boem, de la provincia de Polonia. Llegaron a su destino
después del crepúsculo, cansados por el largo camino y empapados por la lluvia. Cuando

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entraron, encontraron a Dom Godefroy, prior de Brunwilre, un monasterio en la otra
orilla del Rin, al oeste, y su socius, ecónomo del mismo monasterio, un viejo muy
distinguido. A ellos se unió Johannes, el cura de Stommeln, … «que siempre se había
ocupado de cosas elevadas. Era tan casto que dicen que murió virgen». Pedro y Wipert
saludaron y luego se fueron a secar al fuego sus vestidos, acompañados por el padre
ecónomo, que ponía ante el fuego un pie cubierto por una polaina, «… cuando, de
repente, vimos cómo su polaina se manchaba con un excremento humano del tamaño de
un palmo». Impresionados, «preguntamos qué había pasado. El padre ecónomo contestó:
“Hermanos, debemos acostumbrarnos a cosas de este tipo”». Poco después, prosigue
Pedro de Dacia, «oímos quejarse a los que se habían quedado en la habitación y supimos
que, según una costumbre tomada después del comienzo del Adviento, el demonio había
ensuciado a Cristina. Había que ir a comprobarlo. Regresamos a la habitación, me puse
en el suelo frente a Cristina, el padre prior Godefroy al este, el padre ecónomo al oeste, y
el cura al norte, mientras que la pared de la habitación daba al sur. Cada uno de nosotros
podía no sólo tocar la cama, sino también a la persona que estaba dentro, ya que
estábamos sentados cerca. Por lo que pude observar, el demonio ensució a Cristina más
de veinte veces de distintas maneras. Los familiares de la joven usaban la palabra
“guarrería” para indicar un fenómeno consistente en manchar a la joven con una materia
muy sucia, igual a los excrementos humanos. El demonio la rociaba a veces
completamente, debajo del hábito; otras veces sólo en la cara. En otras ocasiones
depositaba en su cabeza, su toca e incluso en los ojos una especie de pasta de una espesa
porquería con la que le llenaba la cara. Otras veces, se la ponía entre los dientes, y era
tan sólida que sólo podía quitársela con mucho esfuerzo. Mentiría si no dijera que le
quité con mis manos esa porquería, que vista desde fuera parecía una cosa tibia, pero
Cristina la sentía como una materia abrasadora, que le dejaba grandes ampollas en el
cuerpo. Así pasó la noche y no me acuerdo de todo lo que ocurrió. Cuando amaneció, el
padre prior y el padre ecónomo regresaron al monasterio. La tentación se había
acabado». Aunque una vez más el término tentación no es preciso y sería más correcto
hablar de vejación. El día pasó sin maltratos por parte del demonio, pero después de la
puesta de sol «el artesano de obras inmundas» dio señales de vida, y empezó a ensuciar a
Cristina.
«…Hacia la mitad de la noche le pregunté a la muchacha si ella veía al diablo, del
que todos los presentes advertían su presencia con los ojos, la nariz y las manos, e
incluso con las orejas. Cristina me contestó con mucha modestia: “Veo siempre al
demonio, aunque cierre los ojos o los cubra con un velo”. –¿Bajo qué forma se te
aparece?. “Me es imposible describir sus numerosas y variadas transformaciones, pero
en este momento, por ejemplo, veo una figura horrible, nada más. Es tan feo que no creo
que pueda haber una fealdad así de forma natural. Aparte de esto, su cabeza tiene dos
cuernos prominentes”».
Como en la noche anterior, el demonio ensució a Cristina más de veinte veces. Pero
la tercera noche, mientras Pedro de Dacia, el cura Johannes y Wipert Boem hablaban
junto a Cristina, al sentir un ruido debajo del banco donde estaba sentado, Wipert cogió

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el bastón de bambú con el que había llegado desde Toscana, y hurgando con la punta
dijo: «Despreciable demonio, te sacaré los ojos». Como el ruido no cesaba, le preguntó
al cura si conocía algún conjuro para echar al diablo. Y decidieron repetir la fórmula con
la que se exorcizaba a los niños: «Diablo maldito, acuérdate de tu sentencia…». Cristina,
cuando supo lo que tenían intención de hacer, se opuso: «¡Que no se realicen acciones
contra la voluntad de Dios! Mientras Dios quiera, me tocará soportar estas cosas». Pero
los dos siguieron; Wipert repetía palabra por palabra el exorcismo, y estaban casi al
final, cuando «… un ruido terrible se oyó en la pequeña habitación, como si alguien
hubiese explotado una ampolla, y la vela que estaba encima de mi cabeza se apagó. El
hermano Wipert, muy asustado, se levantó para irse, y entonces el diablo le tiró encima
la porquería de la que he hablado, de una forma tan violenta que el fraile empezó a
gritar: “¡Ay triste de mí! ¡He perdido un ojo! ¡Pobre de mí!”. Y se dirigió hacia el fuego
que había estado encendido junto a la puerta, de manera que, si el diablo ensuciaba a
alguno, se pudiera lavar enseguida con agua caliente. Las muchachas que estaban allí
lavaron su escapulario. El diablo le había manchado de arriba abajo, cubriendo un ojo, la
mitad de la nariz, la mitad del pecho hasta la cintura, un hombro y un brazo, con un
excremento humano un poco líquido, como si hubiese salido de un vientre
descompuesto».
Son detalles como este del fuego encendido siempre debajo de un caldero para
poderse lavar, los que dan un toque de singular autenticidad al relato de Pedro de Dacia.
Una vez lavado, Wipert volvió a la habitación, curiosamente de buen humor. Pero según
las palabras de Pedro de Dacia, era lo mismo que estaba ocurriendo en la habitación,
gracias a la intercesión de Cristina. Quienes estaban dentro, no tenían miedo; los que
salían eran presas del asco y el miedo. Cantaron maitines en la habitación, delante de
Cristina, «…porque, mientras la rabia del demonio siguiera desatada, no se podía hacer
otra cosa. De esta porquería salía un hedor que no era pequeño».
Cristina estaba echada en la cama, que también había sido ensuciada muchas veces.
No pidió que la limpiaran, ni tampoco que limpiaran o cambiaran su ropa. Se limitaba a
esconder el rostro debajo de su capa y el resto lo cubría con la colcha de la cama. Se
volvió hacia la pared; rezaba. Pero cuando, después de los maitines, el hermano Wipert
se acercó a la cama, dijo todo emocionado: «“Buen fray Pedro, lo que he constatado es
sorprendente y ningún artificio podría explicarlo. Desde aquí, desde esta cama tantas
veces impregnada de una materia repugnante, ahora sale un olor más suave que el de los
perfumes más exquisitos, naturales o elaborados”. Cuando me acerqué a la cama, vi que
Wipert había dicho la verdad».
Las violencias del diablo hacia los frailes no se quedaron en ese episodio. Unas
semanas más tarde Pedro de Dacia estaba otra vez en Stommeln, acompañado esta vez
por el hermano Gérard de Grifon. Fueron donde Cristina y Gérard bromeando dijo:
«Señor diablo, no me manches, que soy amigo tuyo…». Pedro le contestó, todos
sonrieron y esperaron a que el diablo fuera a saludar a su amigo con su habitual
amabilidad.
«…Fray Gérard se situó a los pies de la cama donde Cristina estaba sentada y yo me

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senté junto a la cabecera, cerca de la puerta. Y entonces, de golpe, desde la esquina en la
que no había nadie sentado, un líquido blanco de no sé qué sustancia salpicó
violentamente, como derramado de una copa, y cayó por el hombro derecho del hermano
Gérard y en la punta de mi nariz, inundando completamente la puerta». Luego los dos
frailes fueron a comer, y todo se desarrolló tranquilamente. Al final de la comida Gérard
se levantó y se dirigió hacia el fuego, que, como hemos dicho, siempre estaba encendido
delante de la puerta de la habitación.
«…Llevaba puesto un escapulario blanco completamente nuevo que estrenaba ese
día. Cuando llegó al centro de la habitación, el demonio regó la capucha de su
escapulario y el pecho con un innoble excremento humano, líquido, apestoso y en una
cantidad tan grande que goteaba… El demonio hizo tantas porquerías de esas que se
olvidaron de las angustias anteriores. Nos esperábamos algo más grave. Ya estábamos
acostumbrados a los excrementos y a las inmundicias, y ahora nos esperábamos objetos
abrasadores y suplicios, porque los que habían pasado allí la noche decían que hacía seis
noches que el diablo quemaba a Cristina con piedras al rojo vivo».
Y, en efecto, como atestigua el fraile dominico: «… Hacia la mitad de la noche –yo
estaba junto a ella y la tranquilizaba como podía–, empezó a contraerse, a temblar y
sudar. Le dije: “¿Qué te pasa? ¿Por qué estás tan angustiada y sudas tanto?”. Contestó:
“Porque veo en frente de ti y de mí a un demonio horrible, de pie, que tiene en las manos
un piedra al rojo vivo con la que me quiere quemar”». Después de haberla dejado en el
lado izquierdo, la depositó en la espalda derecha de Cristina y luego, cuando estaba a
punto de amanecer, el demonio «… multiplicó sus guarrerías a tal punto que habríamos
perdido el gusto por la vida si no hubiésemos tenido la seguridad divina de que seríamos
liberados muy pronto».
Pero la cosa no acabó ahí. Los frailes fueron a decir misa, junto con el cura, y se
quedaron con Cristina fray Giovanni y su compañero, Hilla van den Berghe y Gertrude,
hermana del párroco. Serán testigos de un hecho extraordinario: «El diablo, viejo
enemigo orgulloso y temerario, se presentó en la tierra con tanta audacia, arrogancia y
blasfemia que se metió en la cama de Cristina, y la agitó toda, con fuerza y de forma
visible, y cantó en voz alta y provocadora palabras blasfemas con las notas de una
canción melodiosa, con rimas estudiadas para hacer una poesía». ¿Una posesión? ¿Un
intento de violación de un “íncubo”, del tipo de los sufridos por san Alonso Rodríguez?
Si se trató de posesión, no duró mucho tiempo, porque poco después, cuando Cristina
recuperó el control de la situación, el huésped desapareció haciendo mucho ruido. Como
comprobaron otras veces, después de esta última agresión los frailes, al volver de misa,
encontraron a la joven tumbada en la cama, rígida, su espíritu en otro sitio, en éxtasis:
«Permaneció en éxtasis todo el día de Navidad hasta la medianoche siguiente».
Durante los meses y años siguientes, cuando Pedro de Dacia estaba lejos, en París,
otros padres dominicos fueron a visitar Stommeln con su beguina y fueron testigos de
éxtasis y hechos extraordinarios. Pedro de Dacia se fue a París en 1269; y en su ausencia
la biógrafa anónima continuó el relato. En 1270 Pedro vuelve a Colonia y Stommeln, y
recibe de Cristina el cuaderno del que sacará gran parte del material con el que compuso

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la biografía de la beata.
Pero la guerra de Cristina no tiene fin. El demonio, en agosto de 1269, continúa con
su persecución de la joven, que entonces tenía veintisiete años. Y la biografía describe
un estado que los expertos de exorcismo reconocerán sin problemas como uno de los
indicios típicos de la posesión: el imprevisto e injustificado odio hacia lo sagrado. «…
Durante quince días, antes de la Asunción de la Beata Virgen, sudó sangre. No podía oír
misa, ni la palabra de Dios, ni realizar buenas acciones, si no era contra su voluntad, de
alguna forma contra la muerte… no tenía el gesto normal, sino lleno de horror, tanto que
los hermanos Walter y Godefroy de Weerde y otros dignos de fe apenas podían
reconocerla».
Las historias son tremendas. Es la fiesta de la Exaltación de la Cruz, en septiembre, y
Cristina sufre varias apariciones malignas. Pero eso no es todo. «… En la iglesia, la hirió
aplastándola contra la puerta y durante ocho días no pudo andar. También le robó su toca
y su libro, que le devolvió en Pentecostés, muy a su pesar. El demonio la mordió en gran
parte del cuerpo, le arrancó y quemó su ropa mientras la llevaba puesta, y la golpeó con
crueldad. Hablaba con la cabeza y la boca de un muerto y miraba con sus ojos, asustando
a los frailes. Hirió al prior de Brunwilre y a un monje de Quinheim, y tiró a otros a un
foso. Apedreó a un judío y una judía que querían huir de él».
Llegamos a la fiesta de Todos los Santos de 1269. Y por alguna razón desconocida el
demonio parece verdaderamente desatado; y parece que, además de las vejaciones,
también había obtenido el permiso para “adueñarse” parcialmente de la futura beata.
«…En la víspera de Todos los Santos, la ensució en la comunidad, la llamó bárbara y
se marchó, en presencia de Hilla y las demás internas. Después de la oración se había
quedado toda la noche en el monasterio de Brunwilre. Hasta que no se marchó, Satanás
repartió por todas partes zapatos viejos y excrementos en tal cantidad que el campanero
tuvo que sacarlos en cestos llenos hasta arriba».
La crónica alude por encima a algo que es sumamente revelador, a los ojos de quien
tenga experiencia en posesiones y otros tipos de pruebas diabólicas: «… El diablo
profería blasfemias contra el Señor por boca de Cristina, lo que la ponía sumamente
triste. Decía que el Señor la había abandonado. Del esfuerzo que hacía para resistir,
vomitaba sangre por la boca y la nariz. El demonio luego golpeó a sor Gertrude en la
cabeza con un cráneo que colgó del cuello de uno de los criados. Cuando los criados o
las criadas hacían las camas, Satanás cogía las almohadas y los cojines y los llenaba con
piedras o con cacas de vaca, calientes y blandas. Golpeó violentamente con piedras a los
padres, los hermanos y las hermanas y otros más, e hirió a una judía de una pedrada».
Este elemento también, es decir, el lanzamiento de piedras desde la nada, hasta llegar a
una auténtica granizada de golpes, es un elemento recurrente en las vejaciones diabólicas
que tienen por objeto a los santos y beatos… «Le pegó diez mordiscos al prior del que ya
he hablado, y mordió a Johannes von Mussindorp, el cura, y le tiró a Cristina una piedra
que la golpeó entre los hombros, haciéndole vomitar sangre».
Durante cerca de doce años, las biografías de Cristina presentan un vacío
inexplicable. En 1279, durante el Adviento, la crónica cuenta innumerables adversidades

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sufridas por la mujer, arrastrada entre espinas y por el suelo helado, en el hielo de un
estanque en las lindes el bosque, etc. «… En la comunidad y en presencia de Johannes,
Enrique, cura de Poilheym, y otras personas, el diablo la empujó con tanta fuerza contra
la puerta que la hirió hasta hacerle sangre». Apariciones diabólicas, perros negros, lobos,
diablos que asumían la apariencia de personas conocidas y desconocidas para llevarle
noticias y órdenes dirigidas a hacerle violar sus promesas religiosas, o anunciarle la
muerte de seres queridos. Y también violencias inauditas, heridas de todo tipo, curadas
milagrosamente.
La biografía anónima es una larga lista de torturas y vejaciones, en la que no es fácil
distinguir –salvo en algunos casos, en los que se remite a los testigos– cuánto hubo de
físico en Cristina y cuánto formó parte del mundo de las visiones o sensaciones
interiores. No son menos reales, para una persona que vive sustancialmente su vida
“real” en la esfera mística, pero sí menos documentables. Entre los episodios
documentados está el “milagro” de 1280. «En la iglesia en la que solía sentarse, había
dejado una llave que la beguina Hilla había escondido debajo de un jergón. Pero no
encontraron la llave porque la había cogido el demonio. Al día siguiente, es decir, el
sábado, antes de las vísperas, cuando volvió en sí, le contaron la historia de la llave. Se
puso de rodillas y en la comunidad rezó frente a su ventana, que daba al altar de Santa
María, y, de repente, la ventana fue arrancada de los goznes y lanzada a una cesta, junto
con la llave perdida».
También están los sapos. Ya los hemos encontrado, al principio de nuestra historia,
en una de las primeras fases de las agresiones diabólicas contra Cristina –no lejos de lo
que se puede interpretar como una de las primeras fases de posesión– y los volvemos a
encontrar ahora; en la fórmula descriptiva de la biografía anónima se puede leer una
forma de obsesión, o de posesión: «… Llegaron otros demonios en forma de sapos que
hacían mucho ruido al andar y se deslizaron por su cuerpo y sus miembros, hasta llegar
al corazón e instalándose en sus ojos, nariz y orejas, y la mordisquearon tanto que nadie
se lo habría podido creer, si no hubiera estado allí. A una señal de Dios, el sapo que se
había situado en la boca se quitó y por fin pudo hablar. En voz alta encomendó su alma a
su Esposo; temía morir ahogada. Cuando terminó su oración, el sapo volvió a ponerse en
su boca, y con la suya propia le metió en el cuerpo un hedor y un veneno abominables.
Después de esto, desaparecieron todos los sapos. Pero ella, a causa del veneno que había
tragado, se contorsionaba».
Cristina se curó gracias a la señal de la cruz repetida, –por los ángeles, cuenta la
biografía– y la presencia de la hostia en la patena. Pero la liberación fue temporal: «Tres
noches antes de la natividad de la Beata Virgen, unos demonios fueron a la habitación de
Cristina y la tiraron al suelo después de haberle atado las manos y los pies, y mientras
algunos con forma de sapos le devoraban las orejas, los ojos, la boca y la nariz, otros, en
forma de serpientes, se mezclaban con ellos silbando o metiéndose en sus intestinos y la
torturaban de manera indecible. La tercera noche una serpiente se introdujo en el vientre
de Cristina y le laceró las vísceras y los intestinos».
Como sucede a menudo en la vida de los santos, a estas agresiones diabólicas siguió

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un momento de éxtasis, que para Cristina empezó en el momento en el que comulgó.
Pero la beguina pagará con nuevas palizas y golpes violentos contra la pared y contra el
suelo esta enorme felicidad. Y no por ello cesarán las persecuciones, que alcanzarán
formas sofisticadas de lucha psicológica para debilitar la resistencia de la víctima. Como
veremos en este episodio de comienzos de 1283, es decir, cuando Cristina tenía casi
cuarenta y un años. «Después de la Epifanía, unos demonios fueron a la habitación de
Cristina y empezaron a bromear y a reírse ruidosamente, luego se quejaron
lastimosamente, y al final la pegaron con unos martillos de hierro. Después, le dijeron:
“Primero nos hemos reído a carcajadas, glorificándonos por tenerte en nuestro poder.
Luego te hemos hecho oír nuestros lamentos y nuestros martillazos para convencerte de
que nos hicieras caso. Pero si tú no lo haces, te atormentaremos de distintas maneras, y
después de llevarte con nosotros te torturaremos eternamente en el infierno”. Cristina les
contestó con dureza, invitándoles a usar mejor el tiempo que Dios les había concedido, y
entonces “… vencidos se fueron pegando más gritos”».
«Para satisfacer tu deseo de sufrir por los pecados de los demás» le contestaron a
Cristina, un año más tarde, en 1284, después de la Epifanía, los diablos a los que les
había preguntado por el motivo de sus tormentos. En este año la biografía cuenta lo que
parece que fue otra señal de posesión: «… Durante la tercera semana de Cuaresma fue
rodeada cada noche por cuatro demonios. Dos le abrían la boca con objetos punzantes,
otros derramaban sobre su cuerpo un caldero lleno de gusanos y otras venenosas
inmundicias, y estos monstruos la mordisqueaban y le trituraban los intestinos, y la
torturaban de manera inhumana. Cuando se fueron, se revolcaba por todas partes, sin
poderse sentar ni tumbarse». También en este caso, como anteriormente, el alivio llegó
con la señal de la cruz. Pero ya estamos casi al final del largo calvario de Cristina.
Estamos en 1288, y el 5 de junio en Worenc (Woringen), cerca de Colonia, se libró una
batalla de cinco horas entre el arzobispo de Colonia Sigfredo y el duque de Brabante,
que estuvo a punto de morir, así como Enrique de Luxemburgo y Bertoldo de
Meklemburgo. El señor de Berg se libró de la muerte en esta lucha de cinco horas por
intercesión de Cristina, cuenta la biografía; y la beguina, con casi cuarenta y seis años, le
pidió a Dios sufrir en lugar de algunos combatientes. «…Le pidió a Dios sufrir por ellos,
y por otros, los innumerables e incomprensibles tormentos descritos hasta aquí, y
sangraba abundantemente, y llenaba de sangre dos juegos de cama como mínimo al día.
Todo lo que bebía se transformaba en sangre que salía de las llagas de su cuerpo. Esta
fue la última pena que le infligieron los demonios a la esposa de Cristo… La esposa
combatió y ganó virilmente a Lucifer y a los demás demonios que están en el Infierno y
fuera, y triunfó sobre la carne, el mundo y el demonio. Por último, el año 1312 de Cristo,
durante la noche del querido san Leonardo… Cristina, esposa septuagenaria de Cristo,
emigró de la Iglesia militante y llegó felizmente a la Iglesia triunfante. Su cuerpo está
enterrado en la iglesia de los canónigos de Nideggen, en la provincia de Jülich. Aún no
ha sido canonizada, a pesar de las oraciones dirigidas al Santo Padre».
Pero lo fue más tarde, y en 1908 fue confirmado su culto. El 700° aniversario de su
nacimiento se celebró con gran pompa tanto en Stommeln como en Jülich, donde se

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conservan, en la iglesia de San José, los restos mortales de Cristina. También tenemos un
corpus de cartas de Cristina, en latín, dirigidas a Pedro de Dacia, el dominico que
estableció con ella una relación muy estrecha. La beata confirmaba todas las vejaciones
y también daba a entender que el poder concedido al demonio había ido mucho más
lejos. «…Desde ocho días antes de la fiesta de San Juan Bautista y hasta la Asunción de
la Beata Virgen María, fui torturada continuamente. Después de la comunión, el otro día,
estuve aterrorizada hasta las completas por un hierro candente, tanto que durante la
confesión se me olvidó todo lo que tenía que decir… Otro día que me había propuesto
comulgar, la noche anterior me angustiaron tanto el terror y la visita del diablo que creo
que sudé gotas de sangre. Esto duró quince días. Además no me apetecía ir a misa, ni oír
la palabra de Dios. Y no podía hablar de Dios de ninguna manera, tanto era el miedo que
tenía. Después de haber recibido el cuerpo del Señor y de haber vuelto a mi sitio
habitual, mi corazón seguía angustiado. Esto fue para mí una prueba fuera de lo
normal…
Por último me quemaron el rostro de manera visible, tanto que parecía que tenía
pústulas blancas alrededor de la barbilla. Durante todo este período no caí en éxtasis.
Esta quemadura me duró algún tiempo, pero cuando se curó, otra noche fue el turno de
mis orejas. Luego les tocó a los ojos y la frente, y mis amigos se entristecían al ver mis
ojos hinchados, con grandes pústulas debajo. Por último le tocó a mi nariz, en la gran
plaza, ante fray Guillermo Nonenfant y fray Godefroy Werde…». Cristina también
cuenta que a su hermana, que dormía con ella, una noche se le quemó la nariz, y desde
entonces la había dejado sola, y habla de otros tormentos, hasta el día en que «mi cara
estaba completamente quemada: las mejillas, los ojos, la nariz y la frente estaban
cubiertos de grandes pústulas. Parecía que no tenía cara, como si fuera una leprosa
castigada por Dios… Y he tenido muchas llagas en la cara, cuyas marcas aún se pueden
ver». Son los últimos disparos de esta guerra, de los que encontramos eco en las cartas
que Cristina escribía a Pedro de Dacia cuando ya había regresado a su país: «El demonio
–escribía Cristina– ha traído un cráneo y lo ha tirado aquí y allá. Se lo ha lanzado a la
cabeza a Gertrude, la hermana del cura, y a la cadera de un criado nuestro; y se lo ha
atado al cuello. Al final nos lo ha dejado aquí. Se ha puesto a tirarle piedras a mi padre,
ha herido a Gertrude en la frente, ha mordido al prior de Brunwilre en la mano y le ha
provocado once llagas. Ha herido gravemente a fray Johannes von Mussindorp en la
mano y ha mordido al cura en la muñeca. También me ha herido a mí, en la cabeza, las
rodillas y la espalda, me ha atado cinco veces los dedos y las piernas tan fuerte que ha
hecho brotar la sangre, y por último me ha metido en la boca carne de cadáveres». Una
vejación que recuerda la sufrida por santa Francisca Romana; pero cerremos este
capítulo y la historia de la beata Cristina, vejada, obsesionada y poseída, con el vivaz
relato de un duelo extraordinario: «El diablo me ha agarrado del pelo en mi habitación,
estampando mi cuerpo en el techo. Pero antes había desenvainado una espada con la cual
ha herido en la espalda a Hilla, cortándole el hábito. Mientras estaba extendida en el
techo de mi habitación, ha blandido una espada ante los ojos de todos los presentes. Mi
padre se ha ido corriendo a buscar al cura. Ha venido enseguida y desde el patio ha oído

106
el ruido de la espada. Ha entrado y ha visto la espada moviéndose en el techo de mi
habitación sin que la empuñara ninguna mano. Ha acercado una escalera y quería subir;
pero se lo ha impedido el demonio golpeándole varias veces en la cabeza. Mi padre, con
una pica, ha intentado apartar la espada, pero el demonio ha golpeado a su vez la pica
con la espada. Al final, la ha soltado. El señor cura y los demás han subido al techo y me
han bajado al suelo».
Con la muerte de Pedro de Dacia las informaciones sobre la vida de Cristina se
cierran. Inmediatamente después de su desaparición, acaecida en 1312 a los setenta años,
fue venerada como santa. El culto, ininterrumpido durante seis siglos, fue confirmado
por san Pío X en 1908, y la beata Cristina de Stommeln tiene su lugar en el calendario el
6 de noviembre, junto a san Demetrio, san Leonardo de Noblac, san Melanio, san Iltuto
abad, san Winoco, san Barlaam de Khutyn y la beata Juana María de Maillé.
20 Del latín garum. Entre los romanos, condimento que se hacía poniendo a macerar en salmuera y con diversos
líquidos los intestinos, hígado y otros despojos de ciertos pescados. [N.d.T., fuente: DRAE].
21 En éxtasis, [N.d.A.]

107
Mariam Baouardy

A mediados del siglo XIX, en la somnolienta Palestina del Imperio Otomano es donde
da sus primeros pasos Mariam Baouardy, la “pequeña santa árabe”, la única hasta ahora
de los hijos de Ismael que goza de dicha distinción, elevada a los honores de los altares
por Juan Pablo II el 13 de noviembre de 1983. Otra vida marcada por lo extraordinario
desde el principio: también la joven carmelita, según su confesor y las personas que
vivieron en contacto con ella en Francia y en la India, fue objeto de pruebas muy
especiales y, entre ellas, la posesión por parte de espíritus diabólicos. Mariam Baouardy
nació en I´billin, una pequeña aldea en la carretera que va de Nazaret a San Juan de
Acre22, en Galilea, el 5 de enero de 1846. Sus padres eran melquitas de rito greco-
católico y procedían de Damasco. Pero su padre, Giries (Jorge), era originario de
Horfesch, en Palestina, y su madre, Mariam Shahine, era originaria de Tarshish, otra
pequeña aldea de Palestina. Las aldeas en esa época estaban pobladas por drusos,
musulmanes suníes y árabes cristianos. De I´billin, de los picos rocosos que dominan
Galilea, del panorama estupendo de las montañas del Líbano y del monte Carmelo,
Mariam conservará una nostalgia conmovedora toda su vida. La familia de Mariam
Baouardy era pobre. No sólo. Sus padres tuvieron doce hijos y todos, uno tras otro,
murieron en la primera infancia. La madre convenció a su marido: «Vayamos a Belén a
pie y pidamos una hija a la Virgen. Prometamos que si la petición es acogida, la
llamaremos María y ofreceremos a la iglesia su peso en cera cuando tenga tres años».
Nació Mariam. Dos años después llegó su hermano Boulos (Pablo en árabe). Pero la
serenidad duró poco. Con pocos días de distancia, ambos progenitores murieron. Las
últimas palabras de Giries fueron, dirigidas a una imagen de san José: «Gran Santo, he
aquí mi hija; la Bienaventurada Virgen es su madre. Dígnate protegerla, sé su padre».
Una tía materna acogió a Boulos en su casa, en Tarshish. Mariam fue llevada a casa de
un tío paterno en I´billin. Los dos hermanos nunca volvieron a verse.
Mariam vivió muy bien en casa de su tío, no le faltaba nada. Pero la muerte de sus
padres le dejó un profundo sentido de caducidad de cada ser. Uno de sus juegos favoritos
consistía en excavar en el jardín, con sus pequeñas manos, fosas, tumbarse dentro e
imaginar su muerte y desaparición. Más tarde recordaría a dos hombres que dejaron en
ella una huella indeleble. El primero era un pariente, un obispo. La sentaba sobre sus
rodillas y con lágrimas en los ojos le hablaba del amor que hay que sentir hacia Dios y el
desprecio hacia todo el resto. Un día llegó a la casa un eremita que nadie conocía y que
no volvieron a ver. Recibió, como era la costumbre, la hospitalidad de la familia. Antes
de irse, le llevaron a los niños para que los bendijera. Al ver a la pequeña Mariam le
invadió una emoción extraña, indefinible. Agarró las manos de la niña, las estrechó entre
las suyas y tras un momento de silencio, le dijo al tío: «Se lo ruego, preste particular
atención a esta niña, hágalo» y sin dar ninguna otra explicación, se fue.
Ciertamente, era una niña muy especial. Un día que se había quedado sola en su

108
habitación, donde le habían servido un plato de crema, Mariam meditaba sobre las
verdades eternas. Se decía, llorando: «Si hubiera muerto como mis hermanitos, estaría en
el cielo; en cambio, ahora tal vez vaya al infierno». Mientras estaba inmersa en estos
pensamientos, una serpiente enorme, atraída por el olor de la leche, subió hasta la mesa.
«Era muy pequeña –contaba ella–, pero al mismo tiempo estaba tan absorta en mis
reflexiones que no sentí miedo en absoluto. Considerando ese animal únicamente como
una criatura del Buen Dios, agarré su cabeza con las manos y la hundí en el plato de
crema, sin que el animal me hiciera daño alguno». La criada eligió ese momento para
abrir la puerta: lanzó un grito, que hizo que toda la gente que había en la casa acudiera
corriendo, mientras la serpiente desaparecía.
Esa existencia tranquila tuvo un viraje dramático cuando Mariam se acercó a los
trece años. Toda la familia se había mudado a Alejandría, en Egipto, y su tío, como era
tradición en esa época y en esos lugares, la prometió, sin consultarla y para garantizarle
un futuro, con un tío, hermano de su mujer, que vivía en El Cairo. Se fijó la fecha de la
boda y toda la familia fue invitada al acontecimiento, que debía tener lugar en
Alejandría. Unos días antes de su matrimonio Mariam recibió el anillo de compromiso y
la vistieron con indumentos y joyas costosas. Su tía le explicó cuáles eran los deberes
conyugales: Mariam se quedó terriblemente conmocionada, esa noche no consiguió
conciliar el sueño. Resonaba en su cabeza la voz que había oído en el jardín de I´billin:
«¡Todo pasa! Si quieres darme tu corazón, permaneceré siempre contigo». Mariam tomó
su decisión: no se casaría, se consagraría a Jesús. Transcurrió la noche y todo el día
siguiente en oración, delante del icono de la Bienaventurada Virgen María. Se durmió y
en el sueño recibió un mensaje celestial, se despertó llena de alegría y se cortó el pelo,
trenzándolo con las joyas que había recibido de su prometido y de los parientes. Cuando
el tío comprendió por estas señales que la intención de la joven era permanecer virgen,
se sucedieron las escenas en la casa: rabia, gritos, bofetadas. Nada sirvió para hacerle
cambiar de idea. Llamaron a su confesor y también a un obispo, amigo de la familia;
peor, tampoco ellos consiguieron que cambiara su decisión, hacerle comprender que
estaba deshonrando a la familia a la que le debía todo. El confesor se negó a darle la
absolución a causa de su desobediencia. Su tío, loco de ira, decidió tratarla como una
criada. La mandó a la cocina y dio la orden al resto de la servidumbre de que le dieran
los trabajos más pesados. Mariam se sintió verdaderamente sola en el mundo; pensó en
su hermano, que vivía en Tarshish, en Galilea, y el deseo de volver a verlo fue intenso.
En secreto dictó una carta para invitarlo a que fuera a Alejandría para verla. Sabía que un
antiguo criado de la familia, un musulmán, iba a ir a Nazaret, así que una noche huyó de
la casa para llevarle la misiva. Mariam conocía bien a la madre y a la esposa de ese
hombre, por lo que no temió ir a verlo sola. Tras haber entregado la carta, la joven quiso
irse, pero la invitaron con insistencia a compartir la cena y aceptó para no disgustarlos.
Era casi de noche. Naturalmente, se habló de lo que le había sucedido y del trato injusto
y cruel que le daba su tío. El turco estigmatizó con fuerza esa conducta y, suavemente,
pasó de las críticas a reprobar la religión católica. «Mariam, –le dijo con fuerza– ¿por
qué sigues siendo fiel a una religión que inspira tales sentimientos? Más bien, abraza la

109
nuestra».
«¡Nunca! –gritó Mariam–. Soy hija de la Iglesia católica, apostólica y romana y
espero, con la gracia de Dios, perseverar hasta la muerte en mi religión, la única
verdadera». Ofendido, cegado por la ira, el hombre le dio una patada tirándola al suelo;
agarró su cimitarra y le cortó la garganta. Pensando que la había matado, ayudado por su
madre y su esposa, envolvió a la joven en un gran velo y depositó el cuerpo en un lugar
apartado, ayudado por las tinieblas. Era el 7 de septiembre de 1858.
Mariam no estaba muerta, pero le estaba sucediendo algo extraordinario. He aquí sus
palabras: «Me parecía estar en el cielo: veía a la Santísima Virgen, a los ángeles y los
santos, que me acogían con gran bondad. Veía también a mis padres en medio de ellos…
Disfrutaba de todo lo que veía cuando, de repente, alguien me dice: “Eres virgen, es
verdad, pero tu libro no está aún concluido”. En cuanto acabó de decir estas palabras
volví en mí. Me encontré en una gruta solitaria, sin saber cómo ni quién me había
llevado. Tumbada en una humilde cama, me di cuenta de que a mi lado había una
religiosa que tuvo la caridad de coser la herida de mi cuello. Nunca la vi comer o dormir.
Estaba siempre de pie, a la cabecera, me cuidaba con gran afecto y en silencio. Llevaba
un hábito azul cielo, transparente y como tornasolado. Su velo era del mismo color.
Después, en mi vida, he visto muchos hábitos religiosos, pero ninguno se parecía al
suyo. ¿Cuánto tiempo pasé en ese lugar? No sabría decirlo de manera precisa, creo que
un mes. En todo ese periodo no comí nada. En algunas ocasiones la religiosa me
humedecía los labios con una esponja blanca como la nieve. Es verdad que me dejaba
dormir casi ininterrumpidamente. El último día esa religiosa me sirvió una sopa tan
buena que nunca he vuelto a comer una igual. Cuando acabé el plato le pedí más.
Entonces la religiosa, rompiendo el silencio, me dijo: “Mariam, por ahora es suficiente;
más adelante te daré más. Recuerda, no hagas como esas personas que nunca tienen
suficiente… Di siempre: ‘Basta así’, y el Buen Dios, que lo ve todo, velará por tus
necesidades… No volverás a ver a tu familia; serás hija de san José antes de ser hija de
santa Teresa. Tomarás el hábito carmelita en una casa, profesarás en otra y morirás en
una tercera, en Belén… En tu vida sufrirás mucho, serás un signo de contradicción”».
Más tarde, en varias ocasiones, durante sus éxtasis, y también en situación normal,
María de Jesús Crucificado afirmó que estaba segura de que la misteriosa enfermera era
la Virgen. En agosto de 1875, cuando estaba en el barco que la llevaba a Palestina, contó
lo que recordaba de ese episodio a su confesor, el padre Estrate, y le dijo: «Ahora sé que
esa mujer que me cuidó después de mi martirio era la Virgen». Un testimonio seguro de
ese suceso es la cicatriz en el cuello. Médicos y enfermeras de Marsella, Pau, Mangalore
y, por último, de Belén tuvieron ocasión de verla. Medía diez centímetros de largo y uno
de ancho y se extendía por toda la parte anterior del cuello; la piel, en ese punto, era más
delgada y blanca. Faltaban diversas capas de cartílago de la tráquea. La maestra de las
novicias escribió: «Un famoso médico de Marsella, que había cuidado a Mariam,
confesó que había pensado, a pesar de ser ateo, que un dios debía existir porque, según
las leyes de la naturaleza, Mariam no habría podido sobrevivir». Como resultado de esa
profunda herida, la voz de Mariam siempre fue ronca.

110
Con trece años, sin nada y nadie en el mundo, con excepción de un hermano lejano al
que nunca volvería a ver, Mariam buscó refugio en una iglesia, Santa Catalina de
Alejandría. Un franciscano la ayudó y le encontró trabajo como criada en una familia.
Eran unos primos lejanos, pero por suerte no la reconocieron. Intentó ir a Tarshish y se
embarcó en un barco que se dirigía a San Juan de Acre, pero debido a una tempestad
varó en Jaffa. Trabajó como criada en Jaffa y después fue en peregrinación a Jerusalén e
hizo voto de virginidad en el Santo Sepulcro. Volvió a Jaffa y emprendió el viaje hacia
Tarshish; pero esta vez la tempestad la desvió hacia Beirut, ciudad en la que se vio
obligada a buscar trabajo durante diez meses. Después, una familia apellidada Naggiar,
que se estaba trasladando a vivir a Marsella, la invitó a trabajar en Francia. Allí
empezaron los éxtasis, durante la comunión. Y empezó también el laborioso recorrido
para ser religiosa. Fue aceptada por las Hermanas de San José de la Aparición, donde
permaneció dos años como postulante. No sabía leer ni escribir y su escaso francés era
motivo de hilaridad. Tuteaba a todos, como sucede en árabe, también a la superiora, los
obispos y los patriarcas. Los éxtasis aumentaron, hasta que un día la encontraron en el
dormitorio, postrada, con la mano izquierda cubierta de sangre. Eran los estigmas. En
este periodo “la arabita”, como la llamaban, tuvo visiones sobrenaturales. «“Ven a ver el
infierno, sin entrar en él”, me dijo la Virgen. Viendo el infierno, el purgatorio me pareció
un paraíso. Las almas del purgatorio están sometidas a la voluntad divina, son felices de
purificarse con el fuego para ser dignas de la visión beatífica. En el infierno, por el
contrario, sólo se oyen gritos terribles, imprecaciones, blasfemias. Los demonios
parecían consternados ante la visión de la Virgen que me guiaba. Satanás está obligado a
permanecer inmóvil, como un vil esclavo, en presencia de un alma que es toda de Dios».
Estas manifestaciones, tan extrañas y singulares, dividieron a las religiosas en dos
facciones. El resultado es que Mariam no fue aceptada como novicia. La superiora
general, favorable a “la arabita”, escribió a su compañera religiosa del Carmelo de Pau,
“ofreciéndole” la postulante, que fue aceptada. Con ella fue la madre Verónica, maestra
de novicias, una anglicana conversa, que se quedó con Mariam hasta que esta exhaló el
último suspiro. A partir de ese día Mariam Baouardy se convirtió en María de Jesús
Crucificado.
«Hasta ese momento sólo pudo ponerla a prueba con la enfermedad; a partir de
entonces obtuvo poder para atacarla personalmente», escribe el padre Estrate en su
biografía, publicada en París en 1916. «Empezó con la lectura. Cada vez que la novicia
iba a su lección, el demonio le impedía ver las letras. Recurre al agua bendita para
expulsar al demonio. Visto que la tentación se presentaba a menudo, la priora quiso que
le preguntara a Dios si debía continuar con su lecciones o interrumpirlas». En sueños,
María recibe una respuesta de Jesús: «Hija mía, tendrías demasiado orgullo si
aprendieras a leer demasiado pronto. Esta ciencia no la necesitas. Tres cosas te bastan:
mírame y piensa en mí; sé en todo la última; obedece ciegamente».
Las vejaciones y otras molestias crecen en intensidad. Sor María había obtenido
permiso para hacer un ayuno a pan y agua durante cuarenta días, según la intención del
Papa. Satanás, cuenta el biógrafo, hizo de todo para que lo abandonara. Un día la lanzó

111
con violencia contra una puerta cuyo cerrojo de hierro le causó una profunda herida.
Pero ella pidió continuar con el ayuno a pesar del sufrimiento que padecía. Otro día la
lanzó desde lo alto de las escaleras. Pero como no había nadie en el momento de la
caída, no habló de ello en todo el día. Sin embargo, se dieron cuenta que le costaba
caminar. Pronto su pierna se hinchó. Llamaron al médico que constató una rotura en el
pie y ordenó reposo absoluto durante veinte días. Pero sucedió un hecho extraordinario:
«La Beata María de los Ángeles, cuya fiesta se celebraba al día siguiente, la curó de
inmediato y hasta el final de los cuarenta días la novicia pudo permanecer fiel a su
ayuno». En otra ocasión, mientras estaba ingresada en la enfermería y practicaba el
ayuno durante cuarenta días, vio llegar a una hermana que le traía una estupenda
manzana de parte de la superiora. Hubo un momento de embarazo, quería obedecer y, al
mismo tiempo, respetar el ayuno. Invoca a la Virgen, la religiosa monta en cólera y se va
cerrando la puerta con gran estruendo. Sigue una rápida averiguación: la hermana de la
manzana, llamada en causa, se asombra, ni siquiera se ha acercado a la enfermería.
Efectivamente, se aseguran de que mientras tenía lugar el diálogo de la manzana, la
religiosa estaba ocupada vigilando a un grupo de obreros que trabajaba en la casa. Unos
días más tarde entró en la celda de María la madre superiora, iracunda, y le prohíbe que
ese día comulgue. La novicia no replicó y se abstuvo de tomar la hostia. Las otras
religiosas avisaron a la superiora, que le preguntó el motivo: «Pero, madre, lo he hecho
por obediencia, me lo ha ordenado usted esta mañana». Asombro por parte de la
superiora, que no se había acercado a la celda de la “arabita”.
Otra vejación, repetida en varias ocasiones, estaba relacionada con la comida.
«¡Cuántas veces descubrió en su porción, en el comedor, la comida llena de gusanos! A
menudo notaba, en lo que le servían, un olor a cadáver. Sin embargo, ella se lo comía
todo, feliz de que Satanás le diera estas ocasiones de mortificación. A veces ese espíritu
infernal le robaba su trozo de pan, al que le había dado apenas dos mordiscos; a veces
lanzaba el plato en medio del comedor; la novicia, sin descomponerse, pedía permiso
para recoger con la lengua la sopa que el diablo había desparramado y dicho acto de
humildad sólo conseguía aumentar la rabia del tentador».
La propia María contaba, en éxtasis, a la beata Margarita María sus conversaciones
con el adversario: «… Margarita, quiero contaros lo que me ha dicho Satanás. Mi
martirio, a la edad de trece años, ha sido el mayor golpe que le he causado. Satanás no
ama el martirio. Me ha dicho: “Si hubiera sabido en lo que te habrías convertido, te
habría estrangulado a ti, a tu madre, a toda tu familia”. Me ha hablado así, pero yo, yo no
sé nada, no soy más que miseria, debilidad, nulidad: es Jesús el que ha hecho todo en
mí».
Fue en este momento, según la biografía, cuando las manifestaciones diabólicas se
intensifican. María cae en éxtasis, vuelve a la normalidad, no se acuerda de nada. Pero a
este éxtasis le sigue una tristeza mortal; la expresión de su rostro cambia a cada instante,
a veces está completamente negra. «Presa de una verdadera obsesión, se debate entre las
manos de sus hermanas. Sólo podían calmarla con la reliquia de la verdadera Cruz y la
palabra “obediencia”. Pero como los ataques se multiplicaban y eran cada vez más

112
fuertes, fue necesario recurrir al poder de un sacerdote». Llaman al superior de la
comunidad, que practicó una oración de liberación, o un exorcismo, consiguiendo
tranquilizar a la religiosa. «Pero una hora después de haberse ido, mientras intentaban
dar de comer un poco a esta víctima, el demonio volvió a la carga y echó unas agujas en
la porción que le sirven a María intentando ahogarla. La enfermera se da cuenta y las
quita; eran negras y curvadas como ganchos. El diablo echa otras, la novicia traga una
que se le queda pegada a la garganta, es imposible quitarla. Sufre un verdadero martirio.
La madre entonces dice: “En virtud de la Santa Cruz, escupe la aguja” y esta cae
inmediatamente a tierra. A las tres el estado de la novicia cambió repentinamente, como
había anunciado: su rostro está radiante y toda la comunidad da gracias a Dios por su
liberación».
También en el Carmelo estas manifestaciones tan singulares crean asombro y
reflexión. La superiora, la madre Elia, se pregunta: «… Todo lo que le sucede de
extraordinario, en pasado como en presente, ¿viene de Dios? No nos corresponde a
nosotros juzgarlo, pero todo lo que podemos decir es que si el espíritu de Dios no es el
autor, nuestra novicia debería parecernos más digna de admiración por poder permanecer
fiel a su Dios bajo la acción del diablo, y permanecer llena de esperanza en Él, humilde y
pequeña en sí misma, sin buscar nunca la estima de los otros, queriendo sólo la voluntad
de Dios en cada cosa y para su gloria más grande». Se estaba acercando el periodo de
mayor sufrimiento. De hecho, durante cuarenta días María de Jesús Crucificado fue
poseída por el demonio, un calvario del que fueron testigos las hermanas y los sacerdotes
que la acompañaban. Como Job, amaba repetir su confesor, Satanás obtuvo el permiso
para estudiar a la novicia. Esta posesión le fue anunciada a la “arabita” mucho tiempo
antes. Durante la octava de Nuestra Señora del Monte Carmelo, le pareció que Nuestro
Señor la ponía en una prisión muy oscura: «Te veo y esto es suficiente –le dijo el
Señor–; permanece allí sin decir nada». La Beatísima Virgen, por su parte, la lanzó a un
lago rodeado de serpientes y le dijo: «Soy tu madre y soy yo la que te meto en esta agua;
no te muevas. Tu no me verás, pero velaré sobre ti».
Pero mientras esperaba pasar al ataque más directo, no cesaban las otras formas de
vejación. El propósito era hacerla salir del convento. La biografía sostiene que el
demonio tomó la forma de sor María y así disfrazado, fue a ver a las religiosas hablando
contra la caridad y, sobre todo, contra la humildad. Las religiosas, pensando que era la
novicia, no sabían qué pensar. Al final, cuenta María, se le presentó como un ángel de
luz y empezó a alabarla: «Has recibido gracias elegidas, tu sueño no es más que un
éxtasis, todas tus compañeras son testigos entusiastas, te consideran, con razón, como
una santa. Pero, ¿no debes temer los efectos del orgullo? ¿Por qué permanecer tan
expuesta a una tentación perpetua de vanagloria? Los dones que Dios te ha dado son tan
excepcionales que es necesario esconderlos en un desierto. Si no tienes suficiente valor
para vivir sola bajo la mirada de Dios, hazte mendiga: ve al mundo a pedir limosna de
puerta en puerta; recogerás el desprecio y este desprecio será el feliz contrapeso de todos
los favores con los que te ha colmado el Señor».
En la cuaresma de 1868 aparecieron de nuevo los estigmas; fue un momento muy

113
duro para la joven novicia que sufrió, según cuanto dijo después al confesor, ataques
terribles. «Tomaba las formas más horrendas para asustarla; le insinuaba pensamientos
terribles, incluso el pensamiento del suicidio», un elemento presente en muchas
vejaciones y posesiones diabólicas de santos y beatos, como hemos visto en Cristina de
Stommeln y en la beata Eustoquia de Padua. Pero esto no fue todo.
Estamos ya en la vigilia de la “gran posesión”, que durará desde el 26 de julio hasta
el 4 de septiembre de 1868, documentada por el testimonio de las hermanas y los
sacerdotes que estuvieron con ella, día y noche, durante ese largo periodo de sufrimiento.
Su confesor refiere las que eran las impresiones de la “arabita” pocas horas antes que
empezara su calvario: «… Sor María veía avanzar hacia ella una especie de túnel negro
en el que debía entrar. El domingo por la mañana volvió a ver la gran cruz, que Nuestro
Señor le había dado el día antes, avanzar hacia ella y posarse sobre su hombro. A las
diez vio una especie de caja en la que debía ser encerrada. Dos horas más e inició esta
posesión extraordinaria: “Tengo que combatir –había dicho en éxtasis– nueve reyes y
nueve naciones antes de alcanzar la cima de la montaña donde se encuentra Jesús”,
indicando con estas palabras su posesión a manos de nueve legiones sucesivas de
demonios».
Los estudiosos de mística y de los fenómenos relacionados, ya sean de naturaleza
divina o diabólica, recuerdan que «la posesión no es un mal absoluto; sólo el pecado es
el verdadero mal. La posesión, para quien la sufre, es un sufrimiento terrible, pero que
puede revelarse el bien más grande para su alma, y por ello se alegrará y dará gracias a
Dios por toda la eternidad. Suele ser más una prueba que un castigo. Dios a menudo
permite que esta prueba la sufran las almas más inocentes», recuerda el padre Auguste
Saudreau en I fatti straordinari della via spirituale.
A mediodía el rostro de sor María de Jesús Crucificado se oscurece, un ligero
temblor invade sus miembros, el demonio acaba de entrar. «¿Qué farfulláis? –grita por
boca de la poseída, al oír recitar el Ángelus–. ¡Qué negras sois». Arroja el rosario,
diciendo: «¿Qué son todas estas sandeces?». «¡Imbécil!», añade dirigiéndose a una
religiosa que besaba su crucifijo, «estás abrazando un trozo de madera». «Es Jesús, –
responde la religiosa– es el Buen Dios».
«¡No es Dios!, –grita Satanás–. ¿Dónde está la “arabita”? ¡Id a cogerla!». Cuenta el
padre Estrate que «la poseída golpea con fuerza su propio cuerpo: pide un cuchillo para
quitar los signos malos (los estigmas)». Después se dirige a una hermana, culpable de
una pequeña falta escondida y la acusa, alabándola: «Tú, –le dice– tú no eres negra como
las otras, porque has faltado a un acto de la comunidad. Esto para mí es bueno. No sigáis
a la comunidad, pedid siempre cosas particulares». Un instante después se levanta y se
dirige a la puerta de la clausura. «Vamos, vamos, –grita– seguidme todas, id al mundo,
salid de esta casa mala, venid a gozar de los placeres de la tierra». Viendo a la priora,
explota: «¿Quién es esta vieja? No la conozco». Suena el Gran Silencio. Y María,
poseída, sigue hablando, habla más que nunca, exhorta a sus hermanas a hacer lo mismo.
Intenta echar a las hermanas encargadas de vigilarla; y, al contrario, entretener a las que
el deber manda a otro lugar. Y, sobre todo, las invita a no hacer nada de «lo que dice la

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vieja», es decir, la priora.
Según el padre Estrate, se ha adueñado de la “arabita” una legión de demonios.
Dicen, por boca de su víctima: «Nosotros no somos malos; nosotros somos sólo
pequeños delincuentes y los que vendrán después de nosotros lo serán mucho más.
Durante estos ochos días, el Amo nos ha obligado a obedecer a las dos viejas23. La
semana que viene se necesitará a un sacerdote para que obedezcan a los que vendrán; y
la tercera semana, sólo las mangas violetas24 podrán reducirnos a la obediencia».
María de Jesús Crucificado no se quedaba sola un instante, día y noche, porque a
pesar de sus declaraciones de bondad, era evidente que los espíritus diabólicos querían
matarla. La arrastraban a la fuerza para escuchar al abad Manaudas, superior del gran
seminario de Bayonne, que predicaba el retiro espiritual. La palabra de Dios irritaba al
demonio sobremanera; María a menudo interrumpía al predicador, sobre todo cuando
este llamaba en causa al diablo. «No, no –gritaba–. Todo esto no es verdad; miente, ese
viejo. ¡Lo aplastaré!», y acompañaba las palabras con gestos suficientemente elocuentes.
El sacerdote, para nada atemorizado por los gritos, al final de la predicación exigía, en
nombre de la obediencia, que la poseída se acercara a la reja; ordenaba al demonio que
saliera de ese cuerpo y el demonio, después de mucha resistencia, se veía obligado a
obedecer. La religiosa, liberada por un instante, decía, llorando: «Padre, ¿dónde estoy?
Padre, el Buen Dios me ha abandonado. Ya no amo ni a Dios ni a la Santa Virgen. Todos
me han abandonado, también las hermanas». El abad Manaudas le decía palabras de
consuelo e intentaba darle ánimos. «Padre –decía María–, quiero sufrir siempre, no
quiero ofender a Dios. Si pudiera amarlo un poco, sería feliz». «Tú lo amas, hermana –
replicaba el abad–, haz un acto de amor junto a mí», y ella repetía, como una niña, cada
palabra pronunciada por el abad Manaudas. Pero rápidamente añadía: «Yo miento,
padre, yo miento» y el demonio entraba de nuevo en su cuerpo. Entonces se ponía de pie
con orgullo, se ponía ante el sacerdote, golpeaba el suelo con los pies y cuando el
sacerdote la llamaba: «Sor María de Jesús Crucificado», el diablo gritaba: «¡No está!
¡No está!». Si el demonio, en nombre de Jesús, era obligado de nuevo a salir, era para
volver a entrar de inmediato.
Durante esta primera semana, la legión de demonios anunció de manera anticipada
todo lo que debía suceder hasta el final de la lucha. Confesaron, relata el padre Estrate,
que no podían pronunciar la palabra “jueves”, a causa de la institución de la Eucaristía y
que les estaba prohibido reunirse del jueves al viernes por la noche, a causa del misterio
de la Redención. «Cada noche –decía– rendimos cuenta a nuestro jefe de nuestras
victorias; el que ha tenido más, reina sobre el resto todo el día siguiente». Satanás quería
turbar el descanso de la comunidad. Una noche se oyeron gritos espantosos; quería violar
y hacer violar la obligación del silencio. No lo consiguió y el sacerdote le ordenó que se
callara durante la noche.
Las religiosas temían por la vida de la poseída, y con razón. Un día la joven
consiguió escapar durante unos instantes de la vigilancia de sus hermanas y se lanzó,
desde varios metros de altura, en una cisterna llena de agua. La caída habría podido
causarle, si no la muerte, sí heridas graves. No se hizo ningún daño; un hecho

115
extraordinario. Más tarde, durante un exorcismo, Satanás confesó que su incolumidad
era debida a la protección especial de la Virgen.
Durante el recreo, María iba al jardín con otras religiosas. Parece ser que los
demonios que la poseían temían en particular el “eremitorio” del Monte Carmelo, donde
Jesús había concedido tantas gracias. La poseída no quería acercarse y, mucho menos,
entrar: fue necesaria la orden reiterada de la autoridad para triunfar sobre su resistencia.
En cuando tocó el umbral del eremitorio, el demonio la abandonó. Entonces derramó
muchas lágrimas y se quejó con María de haberla abandonado. Pero Satanás volvió
enseguida e inmediatamente gritó: «¡Salgamos de aquí, salgamos de aquí!».
La lucha duraba desde hacía ocho días. Según cuanto había sido predicho, el
domingo fue liberada de manera temporal y María pudo confesarse y comulgar. «Estaba
sumergida en un mar negro –decía–. Ahora puedo levantar un poco la cabeza; sin
embargo, a pesar de todo veo el mismo mar ante mí que avanza, avanza. No experimento
sentimientos positivos, a pesar de haber recibido la comunión». El abad Manaudas pidió
poder hablarle. María bajó al locutorio para recibir su ánimo y sus consejos; pero la
palabra de Dios no penetraba en su alma y la misma tristeza siguió reinando dentro de
ella. Se dirigió al coro parar recitar la Hora intermedia. A las ocho, cuando se
completaba la antífona de la Santísima Virgen, lanzó un gran alarido: la legión acababa
de entrar en su cuerpo. El ataque fue terrible. Esta primera legión no la abandonó hasta
las doce menos cuarto.
Pudo disfrutar de un cuarto de hora de paz. A mediodía entró en su cuerpo la
segunda legión, como narra la biografía. «Nos dimos cuenta enseguida de que estos
nuevos llegados eran más poderosos y malvados que los que les habían precedido. El
abad Manaudas, en nombre de Jesús, consiguió liberarla durante unos instantes y le hizo
pronunciar varios actos de amor y resignación», dice el padre Estrate. La jornada fue
mala y sólo el escapulario de la madre Elia tuvo el poder de calmarla. A las tres se
tranquilizó y aprovechó la pausa para realizar actos de amor hacia Dios y de caridad
hacia sus hermanas: «Dios mío –decía–, quiero seguir sufriendo, para que estés
contento». Y, con una dulzura que conquistaba, añadía, dirigiéndose a sus hermanas:
«¡Soy tan miserable, no merezco que se haga nada por mí! ¡Sois demasiado buenas!
Siento que rezáis, que todos rezan por mí».
Aunque el cuerpo de la religiosa había sido entregado a Satanás, le había sido
prohibido hacer nada que fuera contra la pureza. En el momento más álgido del ataque,
si sus piernas se descubrían un poco, el demonio gritaba: «¡Cubrid a la “arabita”! El
Amo nos prohíbe hacer nada contra la modestia, porque ella no ha pecado nunca en este
sentido. El único poder que tenemos es intentar matarla». Y añadía: «Haría pedazos a
esta maldita árabe. Me hubiera gustado ahogarla en el vientre de su madre. Cuanto más
crece, más aumenta mi rabia, sobre todo a causa de sus signos (los estigmas). Dadme
uno de sus ojos, uno de sus dedos y llenaré de oro una de vuestras celdas».
Para intentar debilitarla y eliminarla, a Satanás le hubiera gustado impedirle comer.
Sin embargo, la obediencia a la madre Elia prevalecía sobre el espíritu diabólico que, a
pesar de todo, utilizaba ampliamente el permiso de atormentar su cuerpo: parecía que

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garras de hierro hubieran pasado sobre los miembros de la víctima. «Su cuerpo estaba
agitado, como cañas agitadas por el viento. Los gritos eran escalofriantes, sus
sufrimientos horribles. Sus fuerzas se decuplicaban, era imposible tenerla quieta. La
palabra del sacerdote tenía, en ese momento, un gran poder sobre la poseída». En una
pausa de la posesión besó con amor una estola que habían puesto sobre ella en varias
ocasiones, durante la crisis: «Este –decía– es el hábito de la Santa Madre Iglesia».
El espíritu diabólico, obligado al silencio durante la noche, habría querido vengarse
de esta obligación durante el periodo, que sabía que se acercaba, en el que el abad
Manaudas debía irse. Avisado por las religiosas, el sacerdote le prohibió al demonio, en
nombre de Jesús, hacer algo durante su ausencia. Fue obligado a obedecer.
Satanás hacia que sor María a veces fuera sorda, otras muda. Pero bastaba que la
autoridad le dijera: «Por obediencia, habla; por obediencia, escucha» y la novicia
hablaba y oía.
«¿Dónde está la árabe?», decía de vez en cuando el diablo, furioso. «Si pudiera
tenerla, ¡qué alegría! Dejaría en paz a toda la comunidad».
Se quería obligar al demonio a hablar en latín: «No, no –dijo–, no lo permitiré nunca;
esta lengua maldita me hace sufrir demasiado, actúa contra mí». Insultaba a las
religiosas, insultaba a la priora; insultaba sobre todo a la madre Elia, a causa del poder
que ella había recibido desde lo alto para combatirlo. Intentaba ahogar a su víctima,
haciendo que se tragara agujas y fragmentos de cristal. La vigilancia de las hermanas
prevenía estos incidentes; y si no conseguían evitarlos, la sola palabra “obediencia”
bastaba para hacer que vomitara esos objetos diabólicos.
En los raros y breves momentos de reposo que Satanás le dejaba, por orden de Dios,
la novicia gritaba de manera sublime: «Sufrir –decía– hasta el fin del mundo, oh Dios
mío, si tal es tu voluntad. ¡Sufrir siempre todo lo que Tú desees! ¡Sólo deseo
complacerte! Jesús, hazme cumplir tu voluntad». Una valentía tan heroica aumentaba la
rabia del diablo. Gritaba, chillaba, se retorcía, maldecía; la vista del sacerdote le hacía
enfurecerse aún más. «Dadme un cabello de la “arabita” –decía al abad Manaudas– y me
voy». «Yo no soy nada –respondía el abad–, el Salvador es su único señor. No caerá un
solo cabello de su cabeza sin el permiso de Dios». Este acto de humildad acallaba al
demonio.
El viernes de la segunda semana de la posesión, Satanás se negó a obedecer. «No me
someteré –gritaba– ni en nombre de la obediencia ni tampoco en nombre de Jesucristo.
Nadie tiene derecho a darme órdenes. Yo soy el amo y haré pedazos a la “arabita”».
«Es verdad –respondió el abad–, nosotros somos sólo nulidades, pecadores; pero yo
soy sacerdote de Jesucristo y en Su nombre te ordeno que obedezcas» y se postró,
imitado por todas las religiosas. Satanás confesó haber sido derrotado: «Mil como
vosotros no me habrían derrotado, pero este acto de humildad abate todo mi poder».
Para los expertos en el tema, una parte especialmente interesante de la posesión de
María de Jesús Crucificado es la de las conversaciones del espíritu con el exorcista. «He
hecho caer –relataba el demonio, según el padre Estrate– a una religiosa en Inglaterra.
Desde ayer es nuestra. Según nuestra táctica habitual, cuando asediamos a un alma

117
consagrada a Dios, empezamos tentándola con pequeñas cosas. Hemos conseguido
hacerle creer que su superiora no la amaba como a las otras. Los celos que sentía la han
empujado a escribir a escondidas cartas dirigidas a personas fuera del convento. Al final
ha deseado salir para casarse. ¡Cuántas almas, en la religión, atrapamos en nuestras
redes, sugiriéndoles la idea de que se las juzga inútiles, que no se las ama! A otras las
conquistamos gracias a la curiosidad, o al deseo de verlo todo, de saberlo todo. Si las que
han pronunciado las tres palabras malvadas25 fueran a ver a la vieja26 e hicieran lo que
ella dice, perderíamos todo. Mientras no vean en ella más que a la criatura y la
obedezcan sólo porque la aman, nosotros no perderemos nada. Triunfar sobre un alma
que ha pronunciado las tres palabras malvadas vale más para nosotros que ser los dueños
de toda una ciudad».
El domingo 2 de agosto, a mediodía, la poseída abrió varias veces la boca, como
intentando tragar algo. Volvió en sí durante unos minutos. «¿Dónde estoy? –preguntó.
Me parece haber soñado que estaba en el agua y que todos los peces, los animales, me
devoraban. Mis pecados eran la causa. ¡Oh, Jesús, sufro todo por ti! Veo al agua negra
que vuelve. ¡No soy digna de sufrir! Madre mía –gritó, dirigiéndose a María– ayúdame,
el agua está aquí». Una nueva legión llegaba para adueñarse de su cuerpo.
Los demonios atormentaron de todos los modos posibles el cuerpo de esta víctima.
Satanás habría podido adueñarse de ella, según parece, si hubiera conseguido que dijera
una sola vez, en su estado normal: «Señor, basta de sufrimientos». El espíritu infernal
estaba seguro de la victoria. Cuarenta veces intentó que pronunciara estas palabras,
desplegando contra ella toda su rabia; cuarenta veces la víctima heroica gritó, ya vuelta
en sí: «¡Sufrir siempre por ti, oh Jesús!». Satanás intentó, otras tres veces, hacerle decir:
«Sufro». El permiso le fue concedido siete veces y Satanás salió derrotado. A pesar de
todo lo que sufría, la religiosa gritó siete veces: «Lloro, Jesús, por no sufrir bastante por
ti».
Las almas del purgatorio liberadas por los méritos de sor María durante este largo y
horroroso martirio, sostiene la biografía, eran cada vez más numerosas. El demonio
ruega al Amo que lo deje irse, confesando, con gran vergüenza por su parte, que ya no
tiene el valor de prolongar el combate. «Tú me has pedido –le responde el Salvador–
tomar posesión de su cuerpo durante cuarenta días; por lo que saldrás al cabo de estos
cuarenta días». Ante este rechazo, Satanás le pide intentar, otras catorce veces, obligarla
a decir estas palabras: «Jesús, libérame de Satanás». El Señor se lo concede, pero el
demonio es derrotado de nuevo. Al final de cada uno de los catorce asaltos, la religiosa
grita invariablemente: «Nada, sólo sufrir por Jesús». El párroco de Saint Martin-le-Pau,
que acude para ayudarla en este combate, es insultado por el diablo, que no consigue
hacerle abandonar el convento antes del final de la batalla.
El abad Manaudas había ido a Bayona para relatar lo que estaba sucediendo al
obispo de la diócesis, mons. Lacroix, y el 17 de agosto volvió al Carmelo de Pau con una
carta del mismo y con todos sus poderes para afrontar la situación. Leyó la carta a sor
María que, en un instante de pausa de la posesión, lo interrumpió y llena de humildad
exclamó: «No soy digna de recibir dicha carta; soy sólo pecado, es demasiado caridad

118
para mí». Unos segundos más tarde, el demonio volvió a poseerla, mientras el abad
Manaudas seguía leyendo, y se mostró muy irritado por lo que el obispo decía contra él.
El padre Estrate relata que, de vez en cuando, Satanás anunciaba una salida temporal
del cuerpo de la novicia para ir a tentar almas. Y que cuando volvía, contaba sus proezas:
«Esta mañana –decía– he empujado a un turco a ahogarse; he intentado empujar al
mismo delito a una señora a la que el marido hacía infeliz. Al cabo de unas horas lo he
conseguido. Un religioso me estaba haciendo mucho daño. Le hemos sugerido que se
impusiera, además de la obediencia, unas penitencias corporales. Ha escuchado nuestras
sugerencias, pensando que estaba escuchando la voz de Dios. Unos días más y será
nuestro. He tentado a la portera de un convento. Con el fin de inspirarle asco por su
tarea, le he dicho: “Ves, has venido aquí para rezar, para observar el silencio, para gozar
de tu soledad y hete aquí, ¡obligada siempre a hablar! Pide a la superiora que te cambie
de lugar”. Ha prestado oído a la tentación, ha llorado y he recogido sus lágrimas. Una
religiosa, encarga de bordar un escapulario, ha llevado a cabo este trabajo de manera
impecable. La superiora, para ofrecer a esta religiosa la ocasión de practicar la humildad,
ha criticado su trabajo y le ha dicho, también, que debería volver a empezarlo. La
religiosa se ha enfadado, ha tirado al suelo el escapulario y se ha retirado a su celda
llorando. He recogido todas sus lágrimas».
A pesar de todas sus derrotas anteriores, relata el confesor, Satanás pidió intentar,
cinco veces, hacerle decir a sor María: «No puedo hablar». El Señor le concedió este
permiso. El combate tuvo inicio y se puso sobre la víctima un trozo del hábito talar de
Pío IX. «Quítatelo –gritó el demonio–, es del blanco malvado». No consiguió que
profiriera un solo lamento. Después de cada ataque del enemigo, las palabras de la
novicia eran cada vez más edificantes: «Sufrimos –decía– por la Rosa, la Santa Iglesia;
rompamos este cuerpo por Jesús. Hasta el fin del mundo, sufrir y ser despreciada. Sólo
deseo a Jesús y su santa voluntad. Sólo podré decir que cumplo esta voluntad cuando mi
cuerpo esté roto, convertido, por decirlo de alguna manera, en harina bajo la muela del
sufrimiento. Jesús nos ha dado este cuerpo; rompámoslo por Él».
Parece que el demonio va a humillarse delante de toda la comunidad. La poseída se
arrodilla sobre su cama. Su cuerpo está como doblado en tres: la cabeza hundida entre
los hombros, sus dientes golpean entre sí, en su rostro aparecen muecas terribles. Tiene
los puños cerrados, arrugados, los levanta hasta la barbilla; los dedos de los pies están
cerrados y curvados, como zarpas. El abad Manaudas cubre a Satanás de insultos: «Aquí
estás, ¡espíritu soberbio! ¡Derrotado por una chiquilla! ¡Tú, el primero y el más bello de
los ángeles, cómo has caído tan bajo! ¡Humíllate, miserable!». Bajo estas acusaciones,
Satanás se curva aún más para esconder su vergüenza: «Tiembla, desgraciado –añade el
sacerdote–, ¡Jesús es el vencedor!» y todo el cuerpo de la poseída tiembla como una hoja
agitada por el viento. Se lanza, postrada totalmente, sobre la cama, como si quisiera
desaparecer.
La batalla, sin embargo, aún no ha acabado. La biografía habla de una nueva
petición. Solicita al Amo el permiso de hacerle decir, con veinte intentos, a la religiosa:
«¡Sufro! ¡Me ahogo!». El padre Estrate ofrece un resumen impresionante de esta nueva

119
agresión. «Te lo permito –responde Jesús– y te permito intentarlo treinta veces». Cien
demonios la atormentan a la vez de manera espantosa. Todo su cuerpo está lacerado.
«Valor -se decían los demonios unos a otros-, lo conseguiremos. Conseguiremos que
diga: sufro. Golpeemos ese cuerpo, ¡destrocémoslo!». Después de los ataques, la
religiosa dice: «Devuelvo mi cuerpo a quien me lo ha dado» y, levantando la voz: «¡Dios
mío bendito!». La enfermera le ofrece algo para beber: «No quiero nada que me quite
sufrimiento», responde. El ataque empieza, las heridas son más profundas, la víctima
escupe sangre por la boca. La legión infernal lacera, grita, blasfemia. Después del
ataque, sor María dice: «Ahora bendigo a Dios» y, en voz más alta, «¡Bendito seas, Dios
mío!».
El tercer ataque es más fuerte que el primero, el demonio brama más que nunca,
atormenta a la víctima cada vez más. «Hasta el trigésimo ataque el sufrimiento y las
blasfemias no dejan de aumentar. Pero también en esta ocasión, no hay nada más
conmovedor, más piadoso, más bello que las palabras pronunciadas, de nuevo después
de cada ataque, por la novicia, en unión con Nuestro Señor en el momento de su
Pasión», cuenta el confesor. «Uno mi voz a la de Jesús en el huerto de los olivos.
¡Bendito seas, Dios mío!». «Uno mi sufrimiento al de Jesús, traicionado por Judas.
¡Bendito seas, Dios mío!». «Me uno a Jesús, que cae por el peso de la cruz. ¡Bendito
seas, Dios mío!».
Hay otra pausa, un poco de aliento en la batalla… Cuando se da cuenta de la
presencia de la priora que va a visitarla después del combate que acabamos de describir,
le demuestra su agradecimiento, y sonríe a las hermanas que no ha visto, dice, desde
hace mucho tiempo. Su alegría de volver a verlas es grande; sin embargo, no consigue
disipar del todo el poso de tristeza que había en el fondo de su alma. La novicia sentía
que la lucha aún no había terminado, veía el «agua negra» acercarse de nuevo. «Mire,
madre mía, mire, ¡el agua negra llega!».
La posesión vuelve a empezar, las escenas ya descritas se renuevan. El sufrimiento
se duplica, multiplica. Satanás, por boca de su poseída, relata sus victorias y sus derrotas.
«Acabamos de triunfar y ganarnos a una religiosa gracias a la desobediencia y la
pereza».
En el jardín el diablo sacude, con fuerza, un árbol cargado de frutas. Intentan
impedírselo. «Dejadme –dice Satanás–, no hago ningún mal. Los frutos malos, los que
empiezan a pudrirse, caerán; los buenos, permanecerán en el árbol. Es así como
sacudimos al mundo: los malos caen, los buenos resisten».
Después de haber intentado, sin éxito, hacerle pronunciar una palabra de desaliento o
cansancio, intenta que ceda a un sentimiento natural de placer, poniéndole en la boca,
durante el ataque, dos caramelos. Vuelta en sí, sor María los escupe diciendo: «No busco
dulzuras, sólo quiero hiel con Jesús. Es hermoso beber el cáliz del Salvador. Amo a
Jesús con todo mi corazón y al prójimo más que a mí misma, por Jesús».
Estamos casi en la fase final de la posesión. Es el 2 de septiembre y se lee una carta
que el obispo de Bayona ha enviado, para animarla en la prueba. A la mañana siguiente,
empieza el último combate, del que disponemos de una crónica detallada, gracias al

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relato escrito por su confesor sobre la base de los testigos presentes. El primer asalto es
durísimo, la víctima escupe sangre por la boca. Después del ataque dice: «Ofrezco mis
sufrimientos a Jesús y estoy preparada para soportar todo lo que Él quiera; lo haré con
gusto, con amor. ¡Bendito seas, Dios mío!». El segundo asalto empieza inmediatamente.
El abad Manaudas acerca la cruz a los labios de la religiosa, para que la bese. El
demonio escupe encima, blasfemando. De nuevo vuelta en sí, la religiosa dice: «Ofrezco
mis sufrimientos en unión con Jesús y con los mártires para el triunfo de la Iglesia.
¡Bendito seas, Dios mío!».
Satanás vuelve a empezar: «¡Preparad el ataúd! –grita– ¡Preparad el ataúd!». Y
escupe sobre la cruz, retorciéndose de manera horrorosa. «Nosotros somos cientos,
nosotros somos cientos», grita y ladra, y sus movimientos hacen temblar la cama.
Después de este tercer asalto, sor María de Jesús Crucificado dice: «Deseo sufrir, ser
inmolada, quemada, triturada, hasta el fin del mundo, por el triunfo de la Iglesia.
¡Bendito seas, Dios mío!». El demonio sigue escupiendo sobre la cruz que el sacerdote le
presenta. La víctima sufre y dice: «Me uno a Jesús en el Calvario, inmolándome con Él
por la conversión de los pecadores. ¡Bendito seas, Dios mío!».
El diablo le hace muecas al abad Manaudas: «Señor cura –le dice riéndose– su viaje
de Bayona a Pau no valdrá para nada: mañana enterraréis a la árabe».
«Haré mi deber –responde el sacerdote–, si muere la enterraré. Pero no morirá y te
desenmascarará». Los gritos de la víctima hielan la sangre en las venas. A veces dice:
«Ofrezco mis sufrimientos con los de Jesús en su vida oculta; los ofrezco por los ciegos
que no conocen la Iglesia, para que lleguen a conocerla. ¡Bendito seas, Dios mío!».
Las escenas de la posesión alcanzan un ritmo paroxístico, que el padre Estrate
consigue transmitir con eficacia. Describe al demonio que se burla del abad Manaudas y
del Oficio divino que este recita. Atormenta de una manera increíble el cuerpo de la
víctima. «Antes –dice– sólo deseaba un cabello de la árabe. Ahora quiero todo su
cuerpo. ¿Sabéis por qué hago sufrir tanto a esta miserable? Porque después todos la
conocerán y yo esto no lo quiero». Sor María sigue resistiéndose: «Me uno a Jesús y
María y ofrezco mis sufrimientos por todos lo que están contra la Iglesia, para que sean
de Jesús. ¡Bendito seas, Dios mío!».
«Espera, espera –grita el diablo–, es necesario que la ahogue» e imitando la voz de la
novicia: «Madre mía –dice– sufro en mis vísceras; madre mía, no puedo más, estoy
destrozada, Satanás me ha pasado por el tamiz» y se ríe. «Dadme de beber» añade, y
vomita encima de las religiosas el agua que estas le ofrecen. «Quiero arrancar un ojo a la
árabe», grita. «Dios mío –dice sor María– uno mis sufrimientos a los de Jesús en el
huerto de los olivos, cuando sudaba sangre y decía: “Dios mío, si es posible, aleja de mí
este cáliz. Pero hágase Tu voluntad y no la mía”. Ofrezco mis sufrimientos con los de
Jesús por los pecadores y por la Iglesia. ¡Bendito seas, Dios mío!».
«He hecho de todo –grita Satanás– para impedir que hable y ha hablado aún más
fuerte». Ponen una cruz sobre la víctima: el demonio ruge ante este contacto, amenaza
con morder, lacerar. Añade, burlándose: «Señor cura, las religiosas no obedecen a la
Regla al quedarse aquí, hágales salir para que cumplan con sus deberes. Y también

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usted, váyase». Blasfemia contra las reliquias de los santos. «Me uno a Jesús –dice la
religiosa– cuando Judas le besa para entregarlo a los malvados; me uno a Jesús por la
Iglesia. ¡Bendito seas, Dios mío!».
El demonio atormenta a su víctima, sobre todo en el pecho: quiere beber de nuevo y
escupe el agua que le dan sobre las religiosas, se pone a reír y a soplar.
Después, empuja a la poseída a morderse. Y como la madre Elia se lo impide, el
demonio dice, riéndose: «Mirad, mirad, esta vieja tiene un afecto especial por la
“arabita”. Y a vosotras, que habéis hecho la profesión en sus manos, no os ama».
Satanás intenta golpear a la madre Elia en la cabeza, grita como una fiera salvaje,
sopla como una locomotora. «Es necesario –dice– que destroce el cuerpo de la árabe».
Los sufrimientos de la religiosa hacen llorar a todos los presentes. Después de esta lucha,
que sólo es la decimosegunda, la novicia dice: «Me uno a Jesús, cuando los malvados se
burlaban de Él, lo insultaban, le escupían en el rostro. Ofrezco mis sufrimientos por el
triunfo de la Iglesia y por todos los que la odian. ¡Bendito seas, Dios mío!».
«Soy el tentador –grita el diablo– soy el tentador». Después, cuando llega el abad
Saint-Guilly, superior de la comunidad, le grita: «Vete con este viejo27 y su breviario.
Soy el tentador, siembro por doquier la división, hago lo que quiero».
En la decimosexta batalla el cuerpo de la víctima tiembla como una hoja: es
suficiente un signo de la cruz del abad Saint-Guilly para que el temblor cese.
«Triunfaremos sobre el viejo28, el malvado escondido29, el de la manga morada30 y el
malvado blanco31, bailaremos sobre ellos». Le arranca el velo a una religiosa diciendo:
«Arranco este velo porque no amo la modestia, me irrita».
«Me uno a Jesús –dice sor María– cuando cae por primera vez bajo el peso de la
cruz; ofrezco mis sufrimientos por los pecadores que caen, para que se levanten de
nuevo con Jesús. ¡Bendito seas, Dios mío!».
«Soy el dueño, iros los dos», grita el diablo a los dos sacerdotes. Y con ironía, llena
de falsa premura: «Señor cura, informad de todo al del hábito blanco (el Papa) para que
la “arabita” sea canonizada un día», y hace muecas.
Después, dirigiéndose hacia el abad Manaudas, le conmina: «Vete, te esperan para
empezar un retiro; vete, al menos, mañana por la mañana». El sacerdote responde que no
se moverá del monasterio y esto enfurece más al adversario.
Mientras tanto, hay un diálogo escondido, que se puede interpretar sólo por las
respuestas que la novicia pronuncia en voz alta. El demonio probablemente le reprocha
algunas culpas, porque se la oye responder: «Sí, yo soy sólo pecado, pero espero en la
misericordia de Dios. ¡Vete, Satanás!». Y después se oye al demonio que con una voz
distinta dice por boca de la víctima: «Una pequeña nada triunfará sobre nosotros. ¡Es
imposible! Haremos tanto que acabará emitiendo un lamento». Y los sufrimientos del
cuerpo de la novicia parecieron alcanzar una intensidad como nunca antes. Después de
esta batalla, la decimoctava, la religiosa dice: «Me uno a Jesús que cae por tercera vez.
Ofrezco mis sufrimientos por los sacerdotes que combaten a los incrédulos y por la
Iglesia. ¡Bendito seas, Dios mío!».
Afirma el padre Estrate que, en ese momento, el adversario habría querido renunciar

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a la lucha, pero que fue obligado a proseguir, lanzando gritos de desconsuelo. Después
del ataque, la religiosa dice: «Tienes mucho que hacer, Satanás. Tú me torturas, me
destrozas, pero sólo harás lo que el Señor te permita hacer». «Pronto –grita el diablo–
vendrá Lucifer y quemará el cuerpo de la árabe». «Ofrezco mis sufrimientos –rebate la
religiosa– por los enemigos de Jesús, para que lo amen como lo amó san Juan. ¡Bendito
seas, Dios mío!».
Continúa su diálogo con el adversario: «Habla Satanás, pertenezco a quien me ha
creado. No te temo. Amo a Jesús por encima de cualquier otra cosa. Aunque me
aplastaras la cabeza, ¿qué habrías hecho? Otros te la aplastarán a ti. Es Jesús el que te
permite hacerme sufrir, estoy contenta. ¿Desearías que me rebelara contra Dios? Mi
Señor es mi Señor, le rendiré gloria. Tú dices que me ha abandonado. Acepto todo lo que
Él quiera. Sólo quiero sufrir y ser despreciada».
Satanás interpela al abad Manaudas: «¿Has oído lo que ha dicho la “arabita”?».
«Sí, he oído –responde– a sor María de Jesús Crucificado».
«No la llames con este nombre –replica el demonio–, llámala “arabita”. ¡Si ella fuera
como vosotros! Pero no sabe ni leer ni escribir. Intento inútilmente que emita un
lamento».
De nuevo en sí, la novicia dice: «… Si el Señor quiere que tú me tientes dos o diez
mil años, e incluso más, acepto. No deseo en absoluto los éxtasis. ¿Sabes qué deseo?
Sufrir y ser despreciada». Después se oye al demonio pronunciar estas palabras de
derrota: «Pierdo todo, pierdo todo –grita–, voy a pedirle al Amo no tentarla más». La
poseída cae como muerta. Pero Satanás vuelve enseguida: «El Amo me ha dicho que la
tiente todo lo que quiera».
«Satanás, ¿me tientas contra la Iglesia? Amo a la Iglesia, es mi madre. Te aplastará
la cabeza. Todos tus ataques contra ella son necesarios para demostrar tu malicia y tu
debilidad. Tus tentaciones dan la luz. ¿Dices que el Santo Padre morirá mártir? Será
mártir del amor, porque creerá que no ha hecho nada por Jesús. Tú estarás por debajo de
él, tu cabeza estará bajo sus pies. Mi madre la Iglesia no caerá. Tú, Satanás, eres el que
caerás. Ya has caído una vez del cielo. Desde entonces caes siempre. Si los hombres te
vieran, no te seguirían nunca. ¿Intentas entristecerme? Estoy llena de alegría. ¿Intentas
desalentarme? Confío en Dios. Sola no soy más que una pequeña nada; gracias a Jesús,
estaré por encima de ti. Ves cómo me burlo de ti. Jesús será mi luz. Jesús ha elegido a
los débiles. Me ha elegido porque soy débil».
La biografía de la “arabita” refiere con exactitud la que debe de haber sido una
experiencia increíble, en el sentido literal del término, no sólo para la protagonista-
víctima, sino también para quienes la rodeaban y fueron testigos directos del diálogo
continuo entre María y su espíritu adversario. «Todo lo que la “arabita” ha dicho son
mentiras –se oía gritar–. ¿Acaso no ha dicho que si me vieran, nadie me seguiría? Pues
bien, todos me ven y todos me siguen. Y el Amo que vino a la tierra para dar ejemplo,
para indicar el camino, todos lo han visto y nadie lo sigue». Un diálogo cadencioso por
el continuo ir y venir del espíritu ocupante. Después de cada asalto, la novicia repite su
alabanza a Dios y sus actos de fe, esperanza y amor.

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«Señor cura, señor superior –decía el diablo a los dos sacerdotes que acudían a la
víctima–, perdéis el tiempo: todo esto no son más que mentiras, todo esto es natural.
Mañana no sucederá nada, el Señor no vendrá. Todo esto es sólo físico, nada de esto
viene de Dios». Y a las religiosas que tomaban apuntes: «¡Miserables! Todo esto es malo
como vosotras; sólo sirve para ser tirado a la basura. No hay nada que sea verdad, es
todo una cuestión física».
En ese momento estamos en la mitad del combate final de esta larga posesión. Aún
debe haber cincuenta asaltos más. Sólo después del ataque número cien llegará la
liberación. Esto dice el demonio a las carmelitas que rodean a sor María en las crisis:
«Vosotras, ¡escuchad! La “arabita” lo ignora, pero yo lo sé». Y se reinicia el diálogo.
Durante una breve tregua, María se dirige al demonio: «¿Dices que cuando estaba en San
José de Marsella tomaste mi forma para dar a las hermanas una mala opinión sobre mí?
¡Me alegra saberlo! Casi siento la tentación de darte las gracias. Pero no, no te las daré;
daré las gracias a Jesús y no con el objetivo de ser conocida. Desearía que todas las
criaturas me juzgaran mal como tú. Dios mío, gracias por hacerme pobre. Sólo quiero tu
amor».
Y al demonio: «Satanás, el nombre que te doy es demasiado hermoso para ti. Te
llamaré inmundicia. Si el mundo te conociera, te despreciaría. Sí, eres sólo inmundicia».
Los asaltos continúan, sin cesar. «Es medianoche, venid, venid –grita el diablo–.
Todos juntos, destrocemos a la árabe». Y, girándose hacia las religiosas, cuya presencia
le irrita: «¿Ninguna quiere ir a dormir? Miradla –e indica a una hermana enferma–; todas
las noches, se va a la cama pronto. Y esta noche, tiene los ojos de un gato».
El confesor relata que el espíritu inoportuno hubiera deseado salir del cuerpo de la
poseída antes del final de los cien ataques, que se enfurecía porque las hermanas se
alegraban cuando confesaba su debilidad e impotencia; refiere que le insultaba, que
maldecía el día en que había iniciado esta batalla contra la novicia. La novicia, tras haber
superado la mitad de la prueba, con una voz débil dice: «Veo un poco el día, veo un poco
la puerta, veo a Jesús llegando; el día se acerca dulcemente, en silencio. No hace como
haces tú, Satanás, que llegas haciendo gran ruido».
Después del ataque septuagésimo sexto, el demonio grita: «¡Esta miserable árabe!
No hemos conseguido que cambiara de rostro. Tampoco lo conseguirá Lucifer, porque
ha sido mártir y se ha mantenido pura, siempre virgen». Después del ataque octogésimo
cuarto, Satanás dice: «Lo confieso, no amamos la caridad, la humildad y la obediencia».
Después del nonagésimo tercer asalto, sor María grita: «¡Gloria a Jesús, gloria a María!
Empiezo a ver el día, la puerta se abre, empiezo a ver a la Santísima Virgen».
Se acerca ya al final de esta experiencia, única y tremenda a la vez. Estamos en el
ataque nonagésimo nono. «Esperad, esperad –dice el diablo–; es posible que cuando
llegue Lucifer, se le escape un lamento». No hay nada que hacer, la novicia repite las
alabanzas a Dios y a los santos. El demonio vuelve, una última vez: habla de la llegada
de Lucifer. «Nuestro jefe –dice– no sale casi nunca del infierno. Al pasar al cuerpo de la
árabe, la quemará tanto que ni siquiera podréis tocar la punta de sus dedos, hasta el
momento en que, a su vez, el Amo no haya pasado a ese mismo cuerpo para sanarlo».

124
La cama de hierro en la que estaba tumbada la novicia desde el inicio del combate
estaba tan dañada que tuvieron que ponerla en otra. A las doce menos cuarto, el diablo
grita: «Atrás, llega Lucifer: si os quedáis cerca de la árabe, todos arderéis». Y he aquí la
descripción de lo que sucedió en palabras del padre Estrate: «El abad Manaudas y las
religiosas retroceden. Unos segundos más tarde, se ven el rostro y las manos de sor
María enrojecer como el fuego e, inmediatamente después, ennegrecerse totalmente. Del
cuerpo sale humo y un fuerte olor a azufre. La religiosa apenas respira. Pronto se
empiezan a oír gritos más fuertes que el silbido de una locomotora. Se contaron hasta
diecinueve. Es el final de la batalla. Una visión celeste se le aparece a la heroica víctima,
que desaparece pronto. La novicia siente ahora todo el dolor: no consigue pronunciar una
sola palabra, ni hacer el mínimo movimiento. Su boca se abre con gran esfuerzo, de
manera intermitente, como la de un moribundo. El abad Manaudas se acerca, como para
recoger su último aliento. Es mediodía, la hora en la que, cuarenta días antes, comenzó la
posesión».
La gran prueba por fin ha acabado, aunque en otros momentos, sor María de Jesús
Crucificado será víctima de la voluntad del espíritu diabólico. Pero las pruebas no han
terminado, las vejaciones y las obsesiones son los instrumentos para hacerla sufrir.
Cuando se quedaba sola en algún momento, relata su confesor, el demonio se le aparecía
con el aspecto de una hermana, escoltada por dos demonios negros, que amenazaban con
estrangularla. Esta visión la aterrorizaba, pero aprovechaba igualmente para humillarse:
«No sé por qué tengo tanto miedo –decía–. ¡Esa religiosa es tan santa! Y yo soy tan
culpable. El pensamiento de su virtud me hace temblar». Otro episodio es claramente
más corpóreo. El demonio echó tal cantidad de agujas en su comida que la pobre
víctima, que se las tragó, sufrió horriblemente durante tres semanas. «Sentía dentro de su
cuerpo como una cadena, que subía y bajaba, lacerando las paredes de su estómago, sus
dolores eran indecibles. El médico, al que habían llamado, no conseguía comprender
nada de su estado. Era imposible aliviarla. Después de varios días de verdadero martirio,
consiguió vomitar algunas agujas. Se las enseñaron al médico que se quedó asombrado y
asustado». Al no sospechar en absoluto la malicia del demonio, creyó que la religiosa se
las había tragado debido a una forma mal entendida de mortificación.
«Hermana –le dijo–, estas agujas han sido dobladas así por alguien, y este alguien es
usted. Confesad vuestra responsabilidad». «Se equivoca, señor –respondió sonriendo
dulcemente–, yo no he preparado nada de este tipo y no me las he tragado
voluntariamente; habría que ser un loco para hacerlo. Hacerlo con conciencia sería una
culpa grave. Dios me ve y el infierno está allí. No he venido aquí para hacer este tipo de
cosas. Todo pasa, en este mundo, y Dios nos juzgará».
El periodo transcurrido en el Carmelo de Pau, en Francia, estaba a punto de terminar.
Sor María estaba a punto de partir para el Carmelo de Mangalore, en la India. También
en Mangalore, como en Pau, sor María de Jesús Crucificado fue víctima de pruebas
terribles por parte del demonio, porque los tres años de obsesión, predichos en una visión
angélica, no se habían cumplido. Se reiniciaron las escenas diabólicas que hemos
explicado. El demonio intentaba convencer a la novicia, a punto de pronunciar los votos

125
definitivos, de que huyera del convento, de que volviera al mundo. El esfuerzo máximo
lo ejerció en la última semana de 1871, cuando por fin los exorcismos a los que fue
sometida sor María tuvieron éxito y fue liberada.
En una carta dirigida al abad Saint-Guilly, arcipreste de Pau, el padre Lazare, que se
ocupaba del Carmelo de Mangalore desde el punto de vista espiritual, describe esas
luchas. Era el final, temporal, de esta prueba dolorosa.
En noviembre de 1872, María de Jesús Crucificado, que cumpliría 25 años el 5 de
enero de 1873, volvió al Carmelo de Pau. Un tiempo antes había tenido, en sueños, la
visión de una amiga desaparecida, Mathilde de Nédonchel, que se le apareció e intentó
consolarla por las otras pruebas que le esperaban. «Efectivamente, a partir de esa noche
–contó más tarde la “arabita”– empecé a pasar de cruz en cruz, de prueba en prueba». Se
oía repetir que vivía una ilusión, que su “pequeño ángel” era un espíritu de las tinieblas;
que sus éxtasis no venían de Dios; que las visiones eran sólo el fruto de su imaginación
oriental; los estigmas eran heridas naturales, hechas con un cuchillo. El 6 de enero de
1872 creyeron que era oportuno exorcizarla, porque se atribuía a un espíritu maligno su
resistencia a estas acusaciones. «Sor María soportó esta humillación de rodillas, en una
actitud de modestia y en “fervorosa oración”. Según los exorcistas, el exorcismo no tuvo
efecto», dice el padre Estrate.
Aún estaba en Mangalore, y después de la marcha del padre Lazare se encontró sola
y sin apoyo, presa de vejaciones humanas continuas, sin consejero, sin dirección
espiritual. A partir del mes de febrero de 1872, las posesiones diabólicas reiniciaron con
las mismas características, las mismas tentaciones, los mismos impulsos irresistibles. El
Lunes de Pascua se le apareció Mathilde de Nédonchel, que le dijo: «Hermana mía, vete.
Es voluntad de Dios que te vayas. Te anuncio que la próxima Navidad la pasarás en tu
patria, pero no permanecerás mucho en ella. El Señor tiene planes para ti… El Señor te
dejará cada vez más sola, pero cuando estés en tu patria, entonces el Espíritu de Dios te
gobernará de nuevo. Esperando, serás abandonada a ti misma, pero la paz permanecerá
en el fondo de tu alma. Ten valor, te repito que en Navidad estarás en tu patria».
Así contaba María la visión y con estas palabras; probablemente quería decir: estarás
abandonada a ti misma, el Señor te dejará cada vez más a ti misma y el espíritu diabólico
volverá a perseguirte, si no lo ha hecho ya. De hecho, recuerda que durante los primeros
tres años de obsesión, esa era una de las expresiones que utilizaba para indicar la acción
del demonio dentro de sí. Por otra parte, era natural que Mathilde de Nédonchel se
adaptase a su lenguaje.
«Las carmelitas de Mangalore no se dejaron confundir. Viendo sus accesos de cólera
violenta –refiere el biógrafo–, sus actos de desobediencia formal, la multiplicación de los
intentos de fuga, sus amenazas de provocar un escándalo refugiándose con los
protestantes o paganos de los alrededores, todas ellas escenas con las que se habían
familiarizado tras la primera obsesión, no tuvieron dificultad en reconocer quien las
causaba». Una de ellas, maestra de novicias, escribió: «Nos dimos cuenta de que estaba
bajo la influencia del espíritu tentador». Un poco más tarde, la misma maestra de
novicias afirmó que el comportamiento de la religiosa, durante ese periodo, se asemejaba

126
al del periodo anterior a la liberación del 30 de junio de 1871. Este testimonio confirmó
el de la priora. La propia sor María se daba cuenta de que una fuerza exterior se había
adueñado de ella y la obligaba a realizar actos reprobables. Una vez desaparecido el
furor de la obsesión, cuando se daba cuenta del escándalo de su conducta, declaraba,
humillándose, «que no podía resistir a una influencia maligna que le causaba, muy a
pesar suyo, esos arranques».
El padre Estrate resalta, en todo esto, un elemento muy particular: «Lo que
desconcertaba más a sus superiores era que, en medio de esas tormentas, que parecían
hechas aposta para atormentar su alma, sor María de Jesús Crucificado conservaba una
paz inalterable, según la predicción de Mathilde de Nédonchel. Se puede creer que Dios
le concedió este insigne favor, para que así ella no perdiera la luz en el corazón de esa
densa tiniebla, y para que el demonio no consiguiera llevarla a la desesperación».
El periodo indio estaba a punto de concluirse. Y de manera dramática. Según sor
María, el demonio tenía un único objetivo: que la expulsaran del monasterio o, peor aún,
causar un escándalo que le concerniera, haciéndole violar la clausura, para así hacerla
entrar de nuevo definitivamente en el mundo, fuera de su vocación y de su camino. En
los últimos cuatro años los intentos de fuga se habían multiplicado. A partir del mes de
febrero esa obsesión pasó a ser irresistible. «Sentía –relatará más tarde–, sentía algo que
me empujaba a irme: combatía hasta que no podía más para llevar a cabo actos opuestos
y quedarme. Imposible. Entonces decía que quería ir a Jerusalén o a Alejandría, al
desierto o a otra parte, sin tener preferencia por un lugar u otro».
Para agravar la situación, le habían dicho que sus votos tal vez no eran válidos; esta
afirmación se la habían repetido con gran firmeza.
El sábado 3 de agosto, el impulso de irse fue aún más violento, aunque en el fondo
de su alma la religiosa seguía teniendo una gran paz. Acababa de confesarse. La puerta
estaba abierta porque había obreros en la casa. Una religiosa estaba vigilando en la
puerta quien entraba y quien salía. «Hermana –dijo María–, voy a pedir a los Terciarios
que me alojen». Sor María cruzó el umbral que, en esa casa provisional, separaba a las
Carmelitas de los Terciarios, llegó hasta ellos y declaró su intención de trabajar, a partir
del día siguiente, como criada con los protestantes o los paganos. Inmediatamente
después se abandonó sin la menor resistencia a quien vino a buscarla y volvió al
convento. Atribuyó este “escándalo” a una tentación. En Pau dirá, después de la oración:
«Cuando pienso que crucé el umbral de la clausura en Mangalore para irme, no puedo
tener remordimientos: al contrario, doy gracias al Señor mil veces por ello y no puedo
hacer otra cosa. Sin embargo, me parecía una gran culpa y siento dolor por haber
causado un escándalo y haber sido motivo de preocupación. Pero tenía que hacerlo a
pesar de mí misma. Siento que en la situación en la que estaba, haría lo mismo. ¿Quién
puede comprenderlo? Si oyen lo que digo, dirán que estaba loca o que soy una mala
religiosa. Y, sin embargo, ante Dios, no puedo pensar de otra manera. El buen Dios sabe
por qué, y eso basta».
Sus biógrafos están convencidos de que en esa ocasión, como en otras, sor María no
era responsable. Había sufrido violencia y no hizo más que sufrir pasivamente una

127
acción que limitaba su libertad.
Por último llegó a Belén, donde fundó un monasterio carmelita. La vida de sor María
de Jesús Crucificado está a punto de llegar a su fin, con solo treinta y dos años. Está en
su lecho de muerte. La comunidad está reunida. Cuenta el padre Estrate: «Nuestros dos
sacerdotes habían vuelto a entrar para asistirla. A las 5 cantaron el Ángelus, hicieron el
signo de la cruz y vieron sus labios moverse. Un instante después, lanzó hacia un lado
una mirada llena de sorpresa y desdén; pero el rostro se volvió sereno al instante. Su
mirada se iluminó como durante los éxtasis, pero sólo durante un instante muy breve.
Diez minutos más tarde, después de besar el crucifico y pronunciar las últimas palabras:
«¡Oh! ¡Sí, misericordia», volvió al Creador. Cuando el cirujano abrió el tórax para coger
el corazón, que el Carmelo de Pau quería conservar, vio una especie de cicatriz. Antes de
extraerlo, llamó a los dos sacerdotes e hizo ver a todos los presentes una apertura cuyos
dos bordes estaban secos, como disecados. Esto demostraba que la apertura no fue hecha
durante la operación. El padre Belloni le preguntó: «¿Una enfermedad puede causar
esto?». «No, –respondió el cirujano– este corazón no ha estado nunca enfermo». El
corazón fue depositado en una bandeja en el momento en que cuatro sacerdotes del
patriarcado y un quinto entraban en la enfermería, por petición del médico, para ser
testigos. Examinaron con calma el corazón y después dejaron una declaración escrita y
firmada. Pero el padre Estrate relata otros detalles extraordinarios: «Todo el día sus
brazos permanecieron flexibles y cuando no se aguantaban sus manos, se extendían solos
en forma de cruz… Ya puesta en el ataúd, sus brazos salieron solos del féretro en tres
ocasiones. Después de que la madre abadesa intentara por tres veces colocarlos bien, le
dijo: “Hija mía, por obediencia, permanece con los brazos bajos, así podremos cerrar el
ataúd”. Y sor María, que había sido obediente en vida hasta el milagro, obedeció
también después de la muerte».
Este retrato parcial y centrado en las pruebas que María de Jesús Crucificado tuvo
que sufrir, debe ser necesariamente completado mencionando sus carismas
excepcionales, los cuales, con frecuencia, se acompañan de fenómenos extraordinarios
de signo distinto. La “arabita” fue una extática durante toda su breve vida. Los éxtasis
crecieron de número e intensidad después de su entrada en el Carmelo. En Mangalore
eran un hecho cotidiano, llegando a tener incluso cinco en un día. En Pau, el 29 de julio
de 1873, se sentó en el comedor, se llevó un vaso a los labios y entró en éxtasis. De
repente empezó a cantar, improvisando música y palabras: con una mano marcaba el
tiempo, con la otra sostenía el vaso y mantenía el ritmo con el cuerpo, sin derramar una
sola gota de agua. El 29 de agosto del mismo año cayó en éxtasis secando los platos.
Escribe la maestra de novicias: «… El rostro radiante, los ojos brillantes parecían fijos
en la visión celeste que la extasiaba. Sonreía, temblaba de alegría, cantaba y hacía los
movimientos de lavar con el estropajo y el plato». María intentaba combatir lo que ella
llamaba “sueño”, contra lo que, en ciertos momentos, no conseguía hacer nada. Incluso
le pidió a su confesor, el padre Manaudas, que le prohibiera “dormir”, pero la respuesta
fue que podía “dormir” así con toda tranquilidad. La maestra de novicias le preguntó
cómo podía suceder. Respondió: «Siento como si mi corazón estuviera abierto, como si

128
hubiera una herida. Y cuando tengo ciertas ideas e impresiones de Dios que me
sorprenden, es como si alguien tocase la herida en mi corazón, y caigo en una gran
debilidad, me pierdo». Durante la ceremonia de la profesión en Mangalore el 21 de
noviembre de 1871, fue necesaria una orden de la priora para despertarla, para que
pudiera pronunciar la fórmula de los votos. No hay que olvidar además que María era
analfabeta. Conseguía expresarse en un francés apenas decente.
Otro aspecto excepcional es la levitación. Es un fenómeno muy presente en la
hagiografía cristiana; en opinión de algunos, María de Jesús Crucificado comparte con
san José de Cupertino (patrono de los aviadores) la capacidad de llevar a cabo vuelos
“reales”, no sólo el hecho de levantarse un poco del suelo. La primera vez sucedió el 22
de junio de 1873, en el jardín del Carmelo de Pau. Notaron su ausencia en el comedor.
La buscaron inútilmente en el claustro y en el jardín, cuando de repente una hermana oyó
un canto: «¡Amor! ¡Amor!». Miró hacia arriba y vio a María que se mantenía en
equilibrio, sin apoyo, encima de un gran cedro. Llegó la priora, que no supo qué hacer.
Recitó una oración y después dijo: «Sor María de Jesús Crucificado, si Jesús lo desea,
baja por obediencia sin caerte ni hacerte daño». En cuanto hubo pronunciado la palabra
“obediencia” la extática bajó, con el rostro radiante, deteniéndose sobre algunas ramas
para cantar «¡Amor!». Se observaron ocho levitaciones en 1873 y en 1874. Una vez, una
hermana laica la vio subir: «Ha agarrado la punta de una rama que un pajarito había
doblado; al cabo de un instante estaba en la cima del árbol». El padre Buzy, uno de los
biógrafos de la religiosa, escribió al obispo mons. Oliver Leroy, historiador y
especialista en fenómenos de levitación: «Sor María se elevaba habitualmente sobre la
cima de los árboles, en la punta de las ramas. En una mano sujetaba su escapulario, con
la otra la punta de una ramita y en un abrir y cerrar de ojos se deslizaba a lo largo del
borde exterior del árbol hasta la cima, donde permanecía, normalmente encima de ramas
demasiado frágiles para sostener su peso». Entre los numerosos testimonios, elegimos el
relatado por una religiosa en el proceso de beatificación. Estaba en el jardín con María,
que le dijo: «Gírate». Giró la cabeza y cuando, un segundo después, miró de nuevo «vi a
María ya sentada en la cima del cedro, sobre una ramita, manteniéndose en equilibrio
como un pájaro y cantando al amor divino». Una vez el rosario se le quedó atrapado,
balanceándose, en la cima del cedro. Y como sucedía con los otros éxtasis, “extáticos”,
cuando volvía en sí la “arabita” no se acordaba de nada. Juan Pablo II, elevándola al
honor de los altares, estableció que fuera recordada el 26 de agosto.

22 Hoy sólo Acre. [N.d.T.]


23 La priora y la maestra de novicias, N.d.A.)
24 El obispo, [N.d.A.]
25 Los tres votos, [N.d.A.]
26 La madre superiora, [N.d.A.]
27 El abad Manaudas, [N.d.A.]
28 El abad Manaudas [N.d.A.]
29 El abad Saint-Guilly, [N.d.A.]
30 El obispo, [N.d.A.]
31 El Papa, [N.d.A.]

129
Santos varios

La historia de la relación de los santos con el adversario, el espíritu diabólico, está llena
de episodios y relatos desde los primeros tiempos de la cristiandad hasta hoy: sólo hay
que pensar en el Padre Pío de Pietrelcina, san Pío. Estamos en el campo de la
espiritualidad extraordinaria, en el terreno de los místicos, un terreno cuyos confines
entre lo que sucede en el exterior del cuerpo y lo que es percibido como hecho real son, a
veces, extremadamente difíciles de verificar. También porque a los interesados
raramente les gusta abordar este tipo de aspectos; si lo hacen, es con reticencia, escriben
o hablan por obediencia al director espiritual. Su interés, el objeto central de su
existencia, es la unión con la divinidad; en este viaje apasionante, los obstáculos resultan
ser meros accesorios, incidentes del recorrido, casi dados por descontado, inevitables.
Como hemos visto en los capítulos precedentes, aparecen, sin embargo, hechos,
episodios compartidos por numerosos testigos, a menudo alejados de la fe.
Acontecimientos que, ciertamente, plantean un problema para quien no comparte la
doctrina cristiana sobre la acción ordinaria y extraordinaria del demonio, y su existencia
como ángel rebelde a Dios.
Razones de espacio nos impiden no sólo ser exhaustivos, sino incluso ofrecer un
panorama que no sea demasiado carente. Pero nos han interesado algunas historias de
santos y beatos que les ofrecemos brevemente. Algunos son muy conocidos, otros están
vinculados a devociones más locales. La gama de las molestias es muy amplia: va de las
tentaciones de carácter físico y espiritual, a las vejaciones corporales, a las obsesiones y
a los momentos de verdadera posesión.
Tenemos, por ejemplo, el caso del padre Giovanni del Castillo, jesuita del siglo XVI,
que, obsesionado por el demonio, blasfemaba contra su voluntad. Habla de ello su
biógrafo y hermano religioso, el padre Giovanni Sebastiano del Campo, en la obra de los
bolandistas del 22 de junio: «El demonio –escribe el padre Auguste Poulain– se servía
también de las manos de este santo religioso para abofetear o quemar imágenes de la
Santísima Virgen». Santa Teresa escribe que un día el demonio «me atormentó durante
cinco horas con dolores tan terribles y con un esfuerzo espiritual y físico tan arduo que
creía que no podría resistir mucho… Con un movimiento al que no podía resistirme me
daba grandes golpes, sacudiendo mi cabeza, mis brazos y todo el cuerpo contra todo lo
que me rodeaba». El padre Surin, uno de los protagonistas del episodio de Loudun, en el
siglo XVII, cuando todo un convento estuvo implicado en un hecho extraordinario, en el
que enfermedades nerviosas se mezclaban con posibles obsesiones y posesiones, y que
parece ser que estuvo “poseído” por el demonio como venganza por el papel que tuvo en
llevar de nuevo la tranquilidad al monasterio, escribe: «Este espíritu se ha unido a mí sin
quitarme mi conciencia y libertad. Está allí como otro yo. Parece entonces que yo tengo
dos almas de las cuales una, privada del uso de sus órganos corporales y manteniéndose
alejada, mira lo que hace la otra. Estoy al mismo tiempo lleno de alegría e impregnado

130
de una tristeza que se manifiesta en llantos y gritos, según los caprichos de los
demonios… Esta alma forastera, que me parece la mía, está traspasada de desesperación
como si fueran flechas, mientras la otra, llena de confianza, desprecia estas
impresiones… Si quiero, requerido por una de estas almas, hacer el signo de la cruz, la
otra me retira el brazo con fuerza…».
Es una tesis defendida por muchos estudiosos de estos fenómenos que la acción del
demonio ha llevado a muchos santos y beatos no sólo a la idea del suicidio, sino incluso
a prepararse materialmente para realizar ese acto, sin llevarlo nunca a cumplimiento.
Durante una de sus grandes pruebas, María Magdalena de Pazzi abandonó el coro y
corrió al comedor para agarrar un cuchillo e intentar quitarse la vida. En otra ocasión,
temiendo caer víctima de un impulso análogo, hizo que la ataran. Caterina de Pazzi nace
en Florencia el 2 de abril de 1566. A los dieciséis años entra en el monasterio de clausura
de Santa María de los Ángeles, el más antiguo de la orden Carmelita. Recibe el nombre
de sor María Magdalena. Después de la profesión religiosa, realizada el 27 de mayo de
1584, tiene inicio su itinerario místico, marcado por gracias y numerosísimas
experiencias singulares, convirtiéndola en una de las más grandes “extáticas” de la
Iglesia.
No tenemos ningún escrito de su puño y letra, con excepción de tres cartas. Pero sus
confesores querían determinar si el origen de estos fenómenos era divino o no y ella
hablaba en éxtasis, por lo que sus hermanas tomaban nota de todo lo que decía durante
las experiencias místicas y en el estado normal, para referir después todo a los directores
espirituales.
Nacieron así los informes de sus experiencias místicas: cuatro grandes volúmenes de
manuscritos originales, llamados “sus” obras, porque conservan ipsis verbis32 el tenor
original de su discurso, revisados por ella, pulidos y corregidos. He aquí algún breve
pasaje, relacionado con el tema que nos interesa:
«Nació sor María Magdalena en la ciudad de Florencia el día de san Francisco de
Padua, el 2 de abril de 1566… Digo, por lo tanto, en el nombre del Señor, que en el día
16 de junio de 1585, que era la fiesta de la Santísima Trinidad, al haber estado susodicha
dilecta alma en continúo éxtasis durante la Octava del Espíritu Santo, de noche y de día,
la noche después de dicha solemnidad de la Santísima Trinidad, a las siete horas, volvió
del rapto con un grandísimo y amable suspiro, temblando toda ella.
Y esto lo hizo por la pena que sintió su alma, porque en ese punto su esposo el Verbo
le arrebató el sentimiento y el placer de su gracia, como le había predicho antes, y se
quedó sola en el “lago de los leones” [sic: lacus leonum: Dan 14,30 Vulgata; español,
“fosa de los leones”], igual que Daniel, es decir, rodeada de multitud de demonios y
afligida por sus grandes y horribles tentaciones». En el momento de entrar en el lago de
los leones, se entristece, se arrodilla y dice: «Véome aquí, rodeada a derecha e izquierda
de tan cruel vista, que estaré obligada, oyendo sus grandes rugidos, a alzar aún más mi
voz, y si fuera retenida en lo extrínseco, no me retendrán sin embargo en lo intrínseco,
porque gritaré tanto que me oirán». Podemos pensar que la referencia a lo extrínseco y a
lo intrínseco tiene el significado de una posesión u obsesión, en la que el espíritu

131
diabólico, como hemos visto anteriormente, causa las acciones, pero deja intacto el
espíritu de la víctima. En noviembre de 1587 dice de nuevo el texto: «Y ahora el Señor
la ha llevado a un punto que quiere que haga todas las cosas contrarias a su naturaleza y,
aún más, a lo que supera la naturaleza, a saber, la gracia. Pero aunque estaba ansiosa y
deseosa de hacer todo lo que le pedía la santa religión, ahora el Señor la pone a prueba
en lo contrario, dándole tanta aridez y sequedad de mente que le parece que no quiere
hacer bien alguno, ni participar en los ejercicios de la religión, aunque no por ello deja
de hacerlos, excepto alguna vez que no ha estado libre al haber concedido el Señor al
demonio, para ponerla a prueba y para su gran mérito, tanta potestad que a veces ha
tenido tanta fuerza, por permiso de Dios, que la ha obligado a permanecer fuera del
ejercicio de la religión, así como estar fuera del coro, del comedor y cosas similares».
Por último, el episodio más famoso: «La noche de san Andrés apóstol [30 de
noviembre], estando en Maitines con todas las demás, y como después refirió a la madre
priora, dijo que estaba siendo estimulada con gran fuerza por una gravísima tentación,
que era la de causarse daño. Y cuando estaba en dicha aflicción, mientras entonaban las
cantoras el Te Deum laudamus, fue rápidamente, sin pensarlo, raptada en espíritu. Y
estando inmóvil en el lugar en el que se encontraba, se fue de aquí, en éxtasis, y se
dirigió al comedor a buscar un cuchillo. De regreso al coro subió al altar [donde no se
celebraba la misa] y puso dicho cuchillo en manos de la Virgen Santísima (cosa similar a
cuanto hemos narrado antes) para que esta le diese la virtud y la gracia de poder vencer
dicha tentación. Después depositó dicho cuchillo a sus pies para mostrar que tal como
ella tiene bajo los pies la cabeza del dragón, es decir, del demonio, así de nuevo
sometería esa tentación que él le causaba. Y si bien recibió de la Beatísima Virgen esta
gracia, no es que se liberara de esas tentaciones, pero sí le quitó aquello con lo que ella
pudiera ofender a Dios. Y por todo esto démosle gracias».
Como hemos visto, el odio a lo sagrado es uno de los indicios más evidentes,
acompañado de otros síntomas, de la presencia nociva de un espíritu diabólico. Es
interesante leer en esta óptica otro punto de las “Relaciones”: «[Deja alguna vez la
comunión]. Y así fue, pero fueron tantas las tentaciones y batallas interiores que le dio el
demonio que le parecía estar en un infierno. Llegó incluso a dejar la Santísima
Comunión, haciéndole creer el demonio que cometía pecado comulgando tan llena como
estaba de pecados. Y esto lo hacía para hacerle perder las fuerzas del alma, porque
privándose del pan vital, se perdían en consecuencia las fuerzas y las armas de nuestra
milicia».
Un lugar especial en nuestra panorámica le corresponde a un beato, Egidio de
Portugal, cuya historia tiene unos ecos literarios decididamente faustianos. Vivió en el
siglo XIII y murió el 14 de mayo de 1265 en la orden de los Frailes Predicadores.
Escribe Andrea Résendio, su biógrafo dominico, sobre el amor que Egidio sentía por el
Conocimiento con “C” mayúscula; de cómo, desde que era pequeño, seguía las lecciones
de los grandes profesores de Coímbra, en esa época capital de Portugal y famosa por el
estudio de las ciencias y la literatura. Se convirtió en un gran experto en medicina y, con
el favor del rey, amigo de sus padres, el aún adolescente Egidio se convirtió en canónigo

132
de las iglesias de Braga, Coímbra e Idama, y párroco de una iglesia en Santarem
dedicada a Ireneo y al nombre de la Virgen María.
El amor por la ciencia lo devoraba y decidió ir a París, sede de una famosa
universidad, para adquirir saber y volver después a su patria. En el camino, relata Andrea
Résendio, «el demonio se unió a él con aspecto de viajero y, durante la conversación, le
preguntó cuál era el motivo de su viaje». Alabó la intención, no la meta, y le dijo que
sabía cómo podría llegar al vértice del conocimiento en farmacia y medicina sin recorrer
tantas millas y perdiendo tantos días de viaje. «Añadió que le garantizaba la adquisición
de esta ciencia oculta y casi divina, que algunos hombres ignorantes consideraban
prohibida, por estupidez y odio, una ciencia gracias a la cual podría expulsar las
enfermedades, conocer el futuro y realizar prodigios que superaban la comprensión de
los mortales. “Es en Toledo, no lejos de aquí, donde podrás instruirte”, concluyó el
viajero».
Egidio se quedó fascinado: cambió el destino de su viaje y se detuvo en Toledo, para
estudiar magia. Pero hizo más: como el héroe de Marlowe y Goethe, «comprometió su fe
bajo el sello de un juramento abominable y vendió su alma con un escrito de su puño y
letra y firmado con sangre». Darían ganas de sonreír si no fuera porque esta misma
práctica es más bien común en ritos de un tipo muy concreto; además, luego los
exorcistas tienen que quemar “pactos” de este tipo. Egidio estuvo siete años en Toledo y,
por fin, convertido ya en experto de esas disciplinas tan extraordinarias, recibió permiso
para partir. Prosiguió su viaje inicial y llegó a París, donde en «poco tiempo conquistó,
con los aplausos de toda la Universidad, el diploma y el título de médico y el permiso
para ejercer la medicina». Realizó curas maravillosas, «pero no le bastaba curar: realizó
numerosos prodigios con el fin de hacer su nombre más célebre, a veces en
circunstancias graves y, en ocasiones, por puro placer».
Un día, en París, estaba en su biblioteca, con las puertas cerradas, cuando se le
apareció «un fantasma con aspecto de hombre armado. Parecía un hombre de mármol.
Estaba montado en un caballo, también de mármol. Con el rostro enojado, blandía de
manera terrible una lanza». En tono de amenaza, le instó: «Cambia tu manera de vivir.
Te lo repito, cambia tu vida». Y desapareció. Egidio se turbó; pero pasada la primera
impresión, se dijo a sí mismo que era un estúpido y volvió a su vida desordenada.
Pasaron algunos días y Egidio se vio de nuevo enfrentado al caballero de mármol en su
biblioteca. El rostro estaba realmente enojado. Empujando el caballo contra Egidio, le
gritó tres veces: «Cambia, cambia, cambia tu manera de vivir; si no lo haces, te mato».
Egidio, aterrorizado, respondió: «La cambiaré, Señor, y perdóname si no he obedecido
más rápidamente a tu primera orden». El caballero le tocó ligeramente el pecho con la
lanza, apenas sobre el corazón; pero a Egidio le pareció que la punta le hubiera
penetrado en profundidad. Llorando y gimiendo llamó a los criados y ordenó que se
prepararan para partir. Volvía a Portugal. Encendió una gran hoguera y quemó sus libros
de magia. Cuando llegó a Palencia vio a unos dominicos –la orden acababa de nacer–
construyendo su monasterio, y a los que les faltaba de todo. Despidió a sus criados y se
unió a los frailes, para vivir una vida de penitencia y mortificación.

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Durante siete años fue cruelmente atormentado por los demonios. Se le aparecían e
intentaban llevarle a la desesperación, recordándole el pasado, sobre todo el pacto
firmado con su sangre, que dejó en Toledo. Durante siete años rezó a la Virgen para que
lo liberara y para que recuperara ese documento terrible. Andrea Résendio cuenta que un
día, «mientras el converso rezaba delante del altar de la Virgen, el pacto infernal cayó de
repente sobre el altar, desde el agujero de la cuerda de las campanas. Al mismo tiempo,
Egidio sintió a los demonios lamentarse de la violencia que habían sufrido». Fue
liberado.
Un caso similar, pero más complejo, es el de Magdalena de la Cruz, una franciscana
de Córdoba del siglo XVI. Se cuenta que tras conceder ser entregada al demonio «desde
la infancia, a los diecisiete años entró en un convento y fue tres veces abadesa. Ayudada
por el demonio, simuló todos los fenómenos místicos: éxtasis, levitación, estigmas,
revelaciones, profecías que en muchas ocasiones fueron acertadas. Creyendo que estaba
a punto de morir se confesó, después se retractó, fue exorcizada y encerrada en otro
convento de la orden».
El capítulo de las vejaciones es amplísimo. Con la beata Inés de Langeac, dominica,
elevada a los altares en 1994 por Juan Pablo II. Estamos en la Francia del siglo XVII.
Inés nació en Velay, en el Puy, el domingo 17 de noviembre de 1602. Murió el 19 de
octubre de 1634. Cuando tenía seis o siete años, Inés decidió llevar a cabo un acto muy
por encima de la comprensión ordinaria de los niños de esa edad: quiso hacer voto de
castidad. Por esta razón fue a la iglesia de los frailes menores conventuales. Estaba
rezando cuando vio entrar en la capilla una jauría de perros negros que se precipitaron
sobre ella, la tiraron al suelo como si quisieran devorarla y después desaparecieron
rápidamente. Según sus biógrafos, este fue sólo el primer acto de una larga batalla, que
tomó forma visible y palpable cuando Inés, ya en el convento, hizo su profesión.
Cuenta Inés que cuando rezaba, Satanás causaba a su alrededor un gran jaleo, como
si los muros de la casa cayeran. A veces, para distraerla, la llamaba por el nombre:
«¡Inés! ¡Inés!» y repetía esta llamada con voz angustiada, imitando el tono y el ansia de
una persona en peligro. La santa no respondía y seguía rezando. Entonces el diablo hacía
resonar en sus oídos, de repente, el ruido sordo y prolongado de un gran muro que caía
cerca de ella. Una vez, cuenta Inés, le pareció que en una circunstancia de este tipo, una
enorme piedra rodaba delante de ella. Inés comprendía bien que estas llamadas y ruidos
sólo eran las ilusiones inventadas por su enemigo para distraerla de pensar en Dios, por
lo que, negándose a dejarse engañar, duplicaba su fervor. Y hasta este punto podemos
dar fe del testimonio de la beata. Las molestias fueron cada vez más factuales e,
inevitablemente, también las personas que la rodeaban empezaron a darse cuenta de que
estaba sucediendo algo fuera de lo común. El resultado fue que el adversario se enfureció
y empezó a pegar a Inés. Parece ser que lo hizo con tanta crueldad que la dejó incapaz de
levantarse del lugar en el que la había dejado semiinconsciente. Su compañera, Gabrielle
Jacques, contó que su amiga salía de esas luchas con el rostro tan martirizado y
desfigurado que no se atrevía a salir de casa.
El 4 de octubre de 1623, Inés recibe el hábito de hermana conversa en el monasterio

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de Langeac. Su tarea era ocuparse de la cocina y, según parece, el demonio le creaba
todo tipo de dificultades y despechos, apareciéndosele bajo las formas más espantosas.
También las otras religiosas empezaron a darse cuenta –por el ruido increíble que se oía
en la habitación– de que algo extraño ocurría.
En la vigilia del paso de hermana conversa a hermana del coro, fue lanzada desde lo
alto de la escalera del convento. Dos religiosas que la vieron volar se quedaron muy
sorprendidas por el hecho de que no se hubiera hecho daño. Inés explicó que la Virgen la
había cogido entre sus brazos al final de la caída. Y la misma explicación dio a propósito
de una caída aún más grave, de la que salió sana y salva y que tuvo como testigo al padre
Martinon, que en ese periodo era su director espiritual.
Los demonios la golpeaban incluso en la iglesia. Un día, dos religiosas que rezaban
ante el Santísimo Sacramento, oyeron el ruido de los golpes que le estaban propinando,
aunque no veían a los agresores. La pusieron en medio de las dos para protegerla; pero
esta precaución no impidió que los invisibles verdugos continuaran, hasta que Inés cayó
como muerta al suelo. La llevaron en brazos a su celda, en un estado lamentable.
Esta persecución aumentaba de intensidad a medida que se acercaba el momento de
su “profesión” y la priora intentó que descansara, al menos durante la noche. Por ello
hizo que durmiera en su celda, esperando que el demonio no osara entrar en ella.
Esperanza vana, porque cada noche, bajo la cama de Inés, se presentaba una gran
serpiente, que después de haber reptado ahí debajo durante un tiempo, se lanzaba sobre
Inés y la golpeaba con brutalidad. La priora oyó el ruido de los golpes y los gemidos de
la víctima. Se asustó tanto que enfermó, empeorando hasta el punto que casi llegó a
morir.
La mañana del día en que Inés debía pronunciar sus votos, el demonio, que la había
maltratado durante cuatro años, dos o tres veces a la semana, arremetió contra ella con
tanta brutalidad que la encontraron extendida en el suelo, bajo su cama, como muerta.
Las otras religiosas la levantaron y el capellán del convento quiso decirle algo, pero Inés
le respondió, con voz baja y rota: «Dejadme por el momento». Le permitieron descansar
hasta el inicio de la ceremonia. Dos religiosas fueron a recogerla y, sosteniéndola por los
brazos, la llevaron al coro. A partir de ese momento, el demonio dejó de perseguir a la
Sierva de Cristo. Según los biógrafos, probablemente ya no tuvo el permiso de Dios.
Uno de los nombres más célebres en esta galería de almas llamadas a la perfección y
molestadas de manera extraordinaria es el de Jean-Marie Vianney, canonizado en 1925
por Pío XI. El sencillo cura de Ars estuvo rodeado en vida por una fama de santidad
increíble, un verdadero “Padre Pío” de la Francia masónica y anticlerical del siglo XIX.
Esta fama le molestaba y pidió varias veces a su obispo permiso para retirarse como
cartujo o trapense, sin obtenerlo. Celebró el sacramento de la confesión con una
dedicación y una intensidad raramente igualadas antes y después de él; incluso en su
lecho de muerte aceptó recibir a personas deseosas de ser absueltas. Ars era un pequeño
pueblo (doscientas almas) a unos treinta y cinco kilómetros de Lyon, cuando en 1818
Jean-Marie Vianney fue nombrado párroco. Murió el 4 de agosto de 1858.
Su biógrafo, Jean Darche, cuenta que seis años después de su llegada al pueblo,

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empezó a ser objeto de unos hechos extraordinarios de origen diabólico, que duraron
más de treinta años. He aquí algunos ejemplos.
«Una noche, mientras estaba a punto de meterse en la cama, oyó tres grandes golpes
en la puerta del patio del presbiterio. Sonaron como si el que los había dado hubiera
querido hundir las tablas de madera con una gran maza».
«Abrí enseguida la ventana –dijo el sacerdote– y pregunté: “¿Quién es?” No vi a
nadie y me fui tranquilamente a la cama encomendándome a Jesús, a la Virgen y a mi
buen ángel».
«El cura aún no se había dormido cuando oyó otros tres golpes, más violentos que
los anteriores, no contra la puerta del patio, sino contra la puerta de la escalera que
llevaba a su habitación. Se levantó y preguntó: “¿Quién es?” No obtuvo respuesta».
«Dos hombres robustos y valientes fueron a dormir a la parroquia durante varias
noches, con el fin de aclarar el hecho. Oyeron el ruido repetidamente, pero no vieron
nada.
Los mismos golpes se repitieron durante más noches y muchos años.
Este jaleo solía suceder a medianoche, tras lo cual Satanás entraba en la habitación
del párroco. Agarraba las cortinas de la ventana y las sacudía con furia, como si hubiera
querido arrancarlas. A menudo cambiaba de sitio los muebles y las sillas. A veces,
después de un momento de silencio, se acercaba a la cama donde el sacerdote descansaba
y lo llamaba en voz alta, con un tono irrisorio: “¡Vianney! ¡Vianney!…”».
Algunos testigos han contado que el demonio fingía clavar clavos en el suelo de
madera con golpes de martillo, serrar puertas y ventanas o romperlas, cepillarlas como
haría un carpintero; y que otras veces tocaba “la generala” sobre la mesa, un banco, la
chimenea o una jarra de agua. Otras veces saltaba y galopaba como un caballo, parecía
elevarse hasta el techo para, después, caer violentamente con los cuatro cascos sobre el
suelo. Aún más: imitaba la marcha pesada de soldados calzados con gruesas botas o el
ruido de pezuñas de un rebaño de ovejas que parecía pasar encima de la cabeza del
sacerdote. Algunas noches, el espíritu infernal suscitaba en el patio clamores tan fuertes
y amenazadores que el párroco y los hombres que dormían en el presbiterio se asustaban.
El Siervo de Dios oía el sonido preciso de las voces, pero no comprendía las palabras
que proferían. Los testigos han relatado que hablaban en lenguas extranjeras, declarando
que, en su opinión, en los discursos que oían sólo había confusión y desorden.
Este jaleo impedía al santo sacerdote cerrar los ojos, aunque estuviera agotado
después de una jornada de trabajo. Ofrecía a Dios esta privación del sueño por la
conversión de los pecadores. Cuando pronunciaba las palabras “conversión de los
pecadores”, el jaleo cesaba un instante, para empezar de nuevo al cabo de unos
segundos.
El párroco relataba con gusto esta prepotencia del espíritu maligno. «No sé –dijo una
vez– si son los ratones o es la “garra” (llamaba así al demonio en señal de desprecio),
pero llegan a cientos a mi granero, se pasean incluso sobre mi cama. Se diría que es un
rebaño de ovejas. Casi no consigo dormir. A menudo agarro un bastón y golpeo el suelo
para que se callen. Siempre es lo mismo».

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Se cuenta que también declaró que los demonios le tiraban de la cama e, incluso, que
les habría gustado matarle.
En el mismo campo que la beata Inés y san Juan Vianney, claras víctimas de
vejaciones, tenemos a santa Francisca Romana, que murió en Roma, en 1440, a la edad
de 56 años. En el mismo campo, pero a un nivel de intensidad y de abandono físico
decididamente superior. Los episodios que citamos proceden de varias fuentes: de su
confesor, el sacerdote romano Giovanni Mariotti, de sor Maria Maddalena dell
´Anguillara, superiora de las Oblatas, y de las hijas en la religión de la Sierva de Dios,
que declararon bajo juramento en la investigación llevada a cabo para el proceso de
canonización.
«Una noche que la Sierva de Dios estaba orando en su celda, fue aferrada con
violencia por el diablo y llevada a un pórtico adyacente a su celda, que se levantaba
sobre la calle, amenazando con dejarla caer.
Otra noche, el diablo puso ante ella un cadáver. Tal vez era verdadero o tal vez era
otro demonio disfrazado como tal. Sea como fuere, este cadáver olía de manera terrible y
estaba lleno de gusanos.
El verdugo infernal se adueñó con violencia de la beata, la lanzó sobre el cuerpo
putrefacto, dando vueltas y vueltas sobre el mismo con rabia extrema. El cuerpo y el
rostro de santa Francisca fueron pasados una y otra vez sobre este horror. Tras la partida
de su perseguidor, sus vestidos y su cuerpo estaban tan sucios que no consiguió liberarse
de esta infección incluso después de haber lavado varias veces sus vestidos.
El hedor que olía durante esta terrible operación le producía nauseas. Posteriormente,
cuando comía algo, recordaba este olor terrible y sólo conseguía comer la cantidad
mínima de alimento para subsistir.
… Una noche que la santa quiso dedicarse a la contemplación con mayor
tranquilidad, entró en la cocina, que a esa hora estaba desierta, y se puso a rezar. En el
hogar quedaba una gran cantidad de carbón que había sido utilizado para preparar la
cena. Su enemigo aprovechó esa circunstancia y la mantuvo suspendida sobre los
carbones durante un cierto periodo de tiempo, lo que causó que los dedos de los pies se
quemaran ligeramente.
… En lo más profundo de las tinieblas, dos espíritus malignos con forma humana se
adueñaron de ella y la dejaron encima de un armario donde ya la habían dejado en otra
ocasión.
Pero después de alzarla, la dejaron caer de golpe. El ruido de esta caída fue
violentísimo. El marido de santa Francisca Romana, que dormía en esa misma
habitación, pero no en la misma cama, se despertó. Sorprendido y, también, asustado,
llamó a su esposa por el nombre, la cual, tras haber recibido este malvado trato, se había
puesto de nuevo, con valentía, de rodillas. Al no querer que su marido supiera de las
manifestaciones sobrenaturales de que era objeto, le respondió de manera
tranquilizadora. El marido se quedó tranquilo, pero más tarde le dijo a su esposa que
había oído un ruido tan fuerte que parecía que toda la casa se iba a caer.
Un día que la vieron leyendo, tres la atacaron. Le quitaron los libros, se los

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rompieron y se precipitaron sobre la beata, la agarraron por los pies y la arrastraron por
la sala, injuriándola. La patearon e hicieron que rodara por el suelo. Había una gran
cantidad de ceniza en la sala: la tiraron encima de ella, le dieron vueltas y le llenaron la
boca de cenizas. Mientras tanto, la víctima seguía rezando. Sus verdugos, viendo su
perseverancia, la golpearon con tiras de cuero durante tres horas.
Sucedió que una hija espiritual de la beata, Rita, necesitaba verla y subió la escalera
para ir a su habitación. Oyó el ruido de los repetidos golpes que los diablos estaban
dando con gran fuerza. Rita, preguntándose qué era la causa de ese jaleo, llegó a la
puerta de la habitación y la encontró cerrada. Se detuvo para escuchar atentamente lo que
sucedía dentro. Entonces distinguió con más claridad el ruido de los correazos y,
también, la voz de la víctima que seguía rezando. Llamó a través de la puerta a la beata y
le pidió que abriera. Santa Francisca Romana respondió con gran esfuerzo: “¡No puedo
abrir!”. Pasaron algunos minutos y, por fin, la beata fue a abrirle con dificultad. Los
espíritus malvados habían abandonado a su víctima al oír la voz de la recién llegada,
como hacían siempre cuando alguien llamaba a la Sierva de Dios. Rita entró y vio a la
que había ido a buscar. Ya no tenía ninguno de los velos con los que se cubría
habitualmente su cabeza. Todos sus vestidos, y el rostro, estaban tan cubiertos de ceniza
que era difícil reconocerla. Tenía la boca llena de ella, por lo que su voz era casi
ininteligible, apenas perceptible. Todo su cuerpo estaba frío».
Parece ser que la presencia de testigos no era impedimento para estas
manifestaciones extraordinarias del espíritu diabólico: «Una vez que santa Francisca
Romana estaba enferma en la cama, el diablo, en presencia de sor Agnese y otros
testigos, le quitó las mantas y abrió y cerró la ventana de su habitación. Las religiosas
vieron el movimiento de la ventana y las mantas, pero no consiguieron ver quién causaba
esos movimientos. Buscaron las mantas en vano, y al final las encontraron enrolladas
bajo la cama. La beata no hizo ninguna reflexión sobre esto; sólo que todo había
sucedido con permiso de Dios.
Sor Perna afirma haber visto a santa Francisca Romana elevada por el aire a una
altura bastante considerable por espíritus malignos y que cuando estos la dejaron, había
caído con gran ruido sobre el suelo de la habitación, y que a continuación había dado
gracias a Dios, alabándolo».
Con santa Coleta de Corbie, gran reformadora de las Clarisas, que es representada a
menudo con pajaritos porque se decía que comprendía su lenguaje, tenemos una variante
“ecológica” en el capítulo de las vejaciones. Es decir, que el espíritu diabólico utilizaba
medios naturales animados para molestarla en su recorrido místico. Coleta nació en
1380, en una de las épocas más críticas de Europa. La Iglesia estaba dividida en dos por
un cisma del papado, las órdenes religiosas eran infieles a las constituciones, las
costumbres de los fieles eran laxas. Ayudada por su padre, Enrique de Baume, Coleta
reformó en 1410 la orden de las Clarisas de Besançon. Pierre de Vallées, confesor de la
beata, nos ha contado muchas cosas, traducidas al latín por Stefano de Juliers, religioso
franciscano y doctor por la Sorbona.
«Sentía una repulsión instintiva por las hormigas. En el convento de Besançon los

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diablos la perseguían, llenándole a menudo con estos pequeños y fastidiosos animales
sus lugares y objetos preferidos, como su oratorio y sus libros. Conseguían reunir miles
de estos animales, que desaparecían con la misma rapidez con la que aparecían. La santa
hacía limpiar o cerrar, inútilmente, los objetos susceptibles de atraer a estos insectos. Las
precauciones no servían de nada, porque en cuanto uno de estos pequeños animales
aparecía, atraía a cientos de miles que desaparecían en un segundo.
En Languedoc, esta persecución tomó la forma de moscas. Llenaban su oratorio en
cantidad tan grande que, con su zumbido, los pinchazos y el vuelo vertiginoso sobre sus
libros y manos, se convertían para ella en fuente de grandísima molestia. Hacía expulsar
a los insectos, pero volvían enseguida.
En Picardía invadieron su cama y oratorio caracoles, tortugas y los reptiles más
odiosos. Cuanto más esfuerzo hacía para liberarse de ellos, más aumentaba su número.
De todas estas persecuciones, una fue la peor de todas. Duró siete años, los que
precedieron a su muerte. Cuando empezaba a orar, veía llegar inmediatamente una
multitud de demonios con forma de moscas, lobos, leopardos, leones, fieras de todo tipo,
serpientes y sapos, como también de hombres y mujeres que le parecían más deformes y
repugnantes que los animales.
Varias de las religiosas vieron estas figuras. Una de ellas en particular, que solía
acompañar a sor Coleta y le hacía de secretaria, cuando se daba cuenta de estos
espectros, se situaba rápidamente entre ellos y su superiora. Cuando veía que venían
demasiados, agarraba una pequeña rama de árbol con la que los expulsaba, obligándoles
a retroceder.
Santa Coleta mostró en alguna ocasión estas visiones a su confesor. La primera vez
que lo hizo, el sacerdote vio a un pequeño león negro que, en principio estaba inmóvil y
silencioso y que luego se puso a caminar.
La segunda vez vio a una gran serpiente, horrible y espantosa, entre su penitente y él.
Este reptil se transformó en una especie de vela de azufre».
Hubo una progresión curiosa en el modo en que estas apariciones intentaban
molestar a Coleta: «Al principio, las figuras se mostraban sobre los muros de su oratorio
o de su habitación sin moverse de allí. Lo hicieron durante mucho tiempo. A
continuación, las apariciones bajaron al suelo, sin acercarse. Por último, llenaron
completamente su apartamento y llegaron a sus vestidos, su libro, sus manos y todas las
partes de su cuerpo. Llegaron hasta sus ojos. Eran los órganos del cuerpo que más le
importaban porque los utilizaba para leer sus oraciones y ver el cuerpo del Salvador. Los
demonios la hirieron tan gravemente en ese punto que sintió un gran dolor y temió
perder la vista… En los últimos días de su vida, la atacaron con grandes bastones y sus
golpes tenían el ruido y el zumbido del trueno. El resultado es que pocas religiosas se
atrevían a quedarse con su superiora para hacerle compañía, a excepción de su secretaria
que, a menudo, iba al oratorio para ver qué sucedía. Pero cuando llegaba, los espectros
desaparecían y sólo veía los bastones que habían utilizado y que habían abandonado en
el suelo, como testimonio de su presencia».
Tampoco san Nicolás de Tolentino, de la orden de los frailes eremitas de san

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Agustín, autor de milagros portentosos, treinta de los cuales fueron juzgados auténticos
por la comisión que examinó la causa de su beatificación, estuvo exento de molestias
notables. Una noche, mientras estaba rezando en su oratorio, vio al diablo apagar la
lámpara, tirarla al suelo y romperla. Su contemporáneo e historiador, fray Pietro di
Monte Rubiano, que cuenta estas vejaciones, añade que el espíritu se ponía sobre el
techo de su oratorio imitando el grito de las distintas bestias salvajes y le daba vueltas a
las tejas como si quisiera destrozar el techo. Viendo que el santo seguía rezando, lo
golpeaba tanto que durante días se veían los signos en todo el cuerpo. Una vez, el
demonio que lo atormentaba declaró: «Yo soy Belial y me han mandado para ser el
aguijón de tu santidad». San Nicolás, fallecido en 1305, fue canonizado en 1446.
La beata Verónica de Binasco, nacida cerca de Milán en 1445, deseaba
ardientemente entrar como religiosa en las Agustinas de Santa Marta de Milán. Para
conseguirlo, cada noche dedicaba algunas horas a aprender a leer y escribir; pero como
no tenía profesor, tuvo muchas dificultades. Por fin, tras tres años de esfuerzos,
consiguió su objetivo y entró en el convento. Su historiador es fray Isidoro d´Isolani, de
la orden de los Predicadores. Se puede pensar que visto que Verónica procedía de una
familia de campesinos, gente sencilla y claramente no sofisticada, su adversario prefirió
no jugar fino con ella. «A menudo el demonio se precipitaba sobre Verónica, como un
león rugiente y la llenaba de golpes. Algunas veces, los ojos de la Sierva de Dios estaban
hinchados y negros debido al maltrato que había sufrido por parte de su enemigo.
Cuando las otras religiosas vieron sus ojos en este estado, preguntaron por la causa de
dicha deformación. La superiora del convento le ordenó revelar lo que había sucedido.
Obedeció, aunque de mala gana.
El diablo la siguió y la sacudió con tantos golpes que se encontró sin velo.
Efectivamente, los signos de estos maltratos eran visibles en todos los miembros de la
Sierva de Dios y las huellas negras de los golpes iban acompañadas de dolores muy
fuertes.
Cuando la virgen empezó a tener éxtasis, el enemigo del género humano la
atormentó aún más, aunque estas sevicias ya no estaban acompañadas de ruido. Verónica
decía que los golpes que el diablo le propinaba parecían los que habría dado un verdugo
muy fuerte, armado por un martillo de hierro o una piedra. Añadía que era necesario
haberlos recibido para comprender qué eran. Soportó durante tres años esta guerra contra
su enemigo y durante este periodo no lo vio con los ojos del cuerpo.
Un domingo, el de la octava de la Epifanía, Verónica rezaba, por la mañana, en su
celda. Durante todo el tiempo que duró la misa en la iglesia, el diablo la golpeó aún más
cruelmente que antes. Los golpes no cesaron hasta que, terminados los santos misterios,
una religiosa fue por causalidad a ver a la Sierva de Dios. Se asombró de verla tirada en
el suelo, el rostro ennegrecido, incapaz de hablar y casi de respirar. Todas las
articulaciones de su cuerpo parecían dislocadas. Sus miembros no tenían fuerza. Estaba
tan oprimida por el espíritu que la torturaba que no conseguía ni siquiera pronunciar la
palabra “Jesús”. Al final dijo: “Señor, moriré con gusto si este es vuestro deseo”.
Oyendo estas palabras, Satanás la dejo medio muerta y con el cuerpo tembloroso. La

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religiosa que la había encontrado en este deplorable estado rompió a llorar. Le preguntó
qué había sucedido. Verónica respondió: “Ha sido el demonio llamado vulgarmente
Malatasca el que me ha dejado en este estado”. La religiosa la ayudó, con gran
dificultad, a tumbarse en la cama. Las otras religiosas llegaron y empezaron a sentir
compasión por la religiosa y a llorar. Inmediatamente el espíritu de Verónica entró en
éxtasis».
Pasemos a otra Verónica, Verónica Giuliani, una figura gigantesca en la historia de
la mística cristiana. Verónica, religiosa capuchina de Città di Castello, es probablemente
poseedora de un primado: es la extática que, por obediencia, más ha escrito, registrando
minuciosamente todo lo que le sucedía en un Diario de siete volúmenes, que incluye
cartas y poesías. Miles de páginas. El Viernes Santo de 1697 aparecieron en su cuerpo
los signos de las cinco llagas de Cristo, que llevó toda la vida. Las superioras del
convento le ordenaron que se sometiera a curas médicas. Cuando se vio que no tenían
efecto, se informó al obispo, que a su vez informó a Roma, e hizo vendar las llagas y
ordenó a Verónica que llevara guantes cerrados con su sello personal. Le prohibió recibir
la comunión y la hizo vigilar constantemente por una hermana. Pero los fenómenos
siguieron manifestándose y se verificaron también después de su muerte. Años antes de
morir, Verónica le había dicho a su confesor que los instrumentos de la Pasión se le
habían grabado en el corazón, y que había hecho un dibujo. El examen de su corazón,
realizado ante una comisión de laicos y eclesiásticos, reveló distintos signos diminutos
en el ventrículo derecho, que correspondían con el dibujo. Manifestaciones
extraordinarias aparte, el resto de su vida fue tan equilibrado, lleno de sentido común
(era muy buena administradora) y manifiestamente sano que es difícil que los éxtasis y
demás fenómenos extraordinarios puedan ser atribuidos a una neurosis histérica. Fue
objeto de todo tipo de ataques por parte del demonio, que llegaron al límite de la
posesión. Fue vejada físicamente como pocas otras personas. Por razones de espacio
podemos ofrecer sólo una mínima parte de lo que contiene su Diario. He aquí cómo una
buena conversa, sor Francesca, confirma, en el Proceso, lo que la santa había narrado,
añadiendo algunas circunstancias que Verónica calló porque no eran necesarias para el
objetivo de su Diario: «Una vez, en el periodo que estuvo encerrada en la enfermería,
siendo yo enfermera con sor Chiara, y estando enferma en la misma enfermería la Madre
sor María Tomassini, una noche oímos un gran ruido de piedras que eran lanzadas en la
enfermería. Sor María, sor Chiara y yo, asustadas, nos levantamos y fuimos corriendo a
ver qué era ese ruido. Con la ayuda de la luz encendida, vimos que las piedras venían de
la celda abierta en la que yacía, en su lecho, con paz y tranquilidad, la Madre sor
Verónica. Vimos muy bien que dichas piedras eran lanzadas en ese sitio y desde ese
sitio, porque además de ver las piedras que estaban en el suelo, vimos cómo lanzaban
otras durante el tiempo que estuvimos en esa celda. Y yo vi, con mis ojos, una sombra,
una figura de hombre, que lanzaba las piedras. Así, gritando con fuerza, empecé a
invocar el nombre de Jesús y María y rápidamente me santigüé. La sombra desapareció
enseguida… Las piedras que recogimos esa noche se conservan, todavía, en las
Capuchinas de Città di Castello, que les han dado el nombre de ladrillos del diablo».

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Esto es lo que escribía Verónica: «Los días 19, 20 y 21 los pasé con grandes ataques
y los demonios me golpeaban de mala manera. Me hicieron oír voces tan horrendas y
espantosas que las oyeron las otras hermanas que estaban en la enfermería. Lanzaron por
la casa trozos de ladrillos. Todo lo hacían para fastidiarme. Me dijeron que no pararían
hasta que no me vieran muerta y que lo podían hacer, porque tenían el dominio absoluto.
Entonces, me agarraron por la garganta, con la intención de ahogarme, pero yo invoqué
el Santísimo Nombre de Jesús con la mente, porque con la voz no podía. En un instante
desaparecieron.
Debido al gran ruido que hicieron, dos hermanas vinieron a verme. Me encontraron
temblorosa y tan fría, que tuvieron que traerme fuego. ¡Bendito sea Dios! Todo es poco
por su amor. Estas cosas me han sucedido más veces». De nuevo: «El demonio me ha
tentado sobremanera para que yo saliera del convento en una ocasión en que la puerta
estaba abierta… porque venían con leña. Me tentó para que fingiera que estaba loca y,
así, salir fuera. Me reí de su locura y, dirigiéndome al Señor, le agradecí por las gracias
que me había concedido al ponerme en este santo lugar. Al final volvió la tentación y el
demonio me cogió del brazo para llevarme a la puerta. Ofrecí resistencia y me arrastró
por toda la habitación.
Mi cuerpo sufrió mucho; sobre todo me pareció que me había roto el brazo, ¡tanto
era mi dolor! Yo me ayudaba con acciones interiores y con voz fuerte invoqué a Jesús y
María. El demonio me dejó. Dio un rugido como un león, vi como llamas y humo en el
aire. ¡Dios mío! Qué miedo sentí… Otra vez, mientras escribía, me agarró por la
garganta y me dijo que dejara de escribir. No le obedecí y me dijo que si no lo hacía, me
mataría. No podía hablar porque sentía que me ahogaba, pero por dentro me ayudaba a
mí misma nombrando el Santo Nombre de Jesús. Al final me dejó. Tenía un aspecto tan
feo… parecía que tenía forma de hombre, pero era todo cuernos. Tenía cara de animal,
no sabría describir su fealdad. Cuando se fue, pareció que nuestra celda se incendiaba.
¡Qué terror sentí!». Tenemos también la normal incitación al suicidio: «Dicho día 2133.
Esta noche, después de un largo combate con varias tentaciones, el tentador me ha dicho
que me tirara por la ventana… que así sería mártir y ya no sufriría tanto…».
He aquí otro ejemplo de lo que la santa sintió suceder decenas de veces: «30 de
noviembre, fiesta de san Andrés… yo, entonces, volví en mí y me sentí llena de
sufrimiento y otras penas. Ahora parecía que me desnudaban; ahora, sentía como si
animales feroces me mordían hasta desgarrarme; ahora sentía un fuego ardiente (el fuego
material no tiene nada que ver con esto); ahora parecía estar a merced de todo tipo de
animales: serpientes, sapos y otros animales venenosos y feroces. Digo esto, pero las
penas que sentía en ese momento eran atroces. No puedo explicar lo que sentí.
(Nota: está rezando por un alma en el Purgatorio, que está a punto de salir).
De repente, me parece que se desencadena el infierno contra mí. Los demonios
querían golpearme y yo dije: “Si es voluntad de Dios, aceptaré cualquier tormento, si
puedo tener esta gracia”. Los demonios decían: “No, no la tendrás; la prisionera es
nuestra” y hubieran querido impedir que esa alma no saliera del Purgatorio.
Entonces, Dios dio potestad a los demonios para que me golpearan. Pensaba que me

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moría, tal era el tormento. Parecía que querían romperme los brazos y todos los huesos.
Me dieron muchos golpes en la cabeza. Pensaba que había muerto. Sea todo por gloria
de Dios. Mi confesor estaba presente y me dio ánimos. Fue de gran ayuda. Los demonios
no vencieron. Me querían quitar la vida, pero Dios les había dado ese poder con objeto
de que yo pudiera sufrir más para poder liberar esta alma. Así lo entendí.
Laus Deo. Días 19, 20 y 2134. Me pareció que estos tres días fueron muy valiosos
por lo que me hicieron sufrir los demonios y por todo el tipo de tentaciones que he
sufrido, sobre todo de desesperación, fe, gula y contradicción a la santa obediencia. En
muchas ocasiones el demonio ha querido quitarme la vida, haciéndome todas las
vejaciones que podía. Dos de ellas fueron estas: la primera ocurrió mientras hacía mis
ejercicios de obediencia, es decir, de renovar los votos y hacer las promesas a los pies de
la Santísima Virgen María. El diablo me cogió en brazos para tirarme por la ventana. Yo,
con fe, invoqué entonces los Santísimos nombres de Jesús y María y él me dejó caer de
golpe al suelo. Me golpeé con tanta fuerza la cabeza que me pareció que me arrancaban
todos los nervios. Tuve una gran contusión. Sea todo para la gloria de Dios.
La segunda vez, me tiró a un lado de la celda y aquí, con golpes y patadas, parecía
que quería hacerme estallar, metiéndome no sé qué en la boca, por lo que no podía
hablar ni respirar, pensaba que me moría… Me quedé temblorosa y asustada al verlo,
muy deforme. Con voz espantosa me dijo: “Te he vencido, eres mía, mía. Ese frailucho
se irá y yo seré tu dueño”. Tras decir esto desapareció, pero me dejó un hedor tan grande
y nauseabundo que no podía respirar… mientras, me prometía a mí misma relatar todo a
mi padre para fastidiar al adversario, que hubiera preferido que no dijera nada. Estas
cosas me han sucedido una y otra vez en los días pasados. También, muchas veces, me
ha dado empujones mientras caminaba por el convento. Una vez, pasando por una puerta
en la que hay tres o cuatro escalones, me dio un empujón y me caí, con peligro de perder
la vida.
Desde que estoy en esa prisión, en cuanto me siento a la mesa me parece ver,
claramente, al demonio y a varios demonios juntos. Meten la mano en todos los
alimentos y por todas partes ensucian. Todo esto me causa tanta nausea que se me quitan
las ganas de comer».
No podemos no aludir a un hecho extraordinario, que duró mucho tiempo, del que
fue víctima san Alfonso Rodríguez, el patrono de los porteros y ujieres, un
extraordinario “coadjutor” de la Compañía de Jesús, aceptado con muchas dificultades
(tenía cuarenta años y carecía de instrucción suficiente) y que vivió durante cuarenta y
cinco años en el Colegio de Monte Sion en Mallorca, donde haciendo de portero alcanzó
cimas de espiritualidad. «Su vida espiritual no fue fácil. Sufrió largos periodos de
desolación y aridez y, a menudo, sufrió violentas tentaciones. Cuanto más duras eran las
penitencias que practicaba, más fuertes le parecían las tentaciones que sufría», ha dicho
de él Alban Butler. Por obediencia a su confesor escribió unas memorias, hablando de sí
mismo, por humildad, en tercera persona. Hacia los cincuenta años, y durante siete años
seguidos, tras haber recibido grandes gracias, fue atacado no sólo por tentaciones
violentas, sino que también fue atacado físicamente. «A veces esta persona era

143
perseguida tan de cerca que es imposible describir su sufrimiento. A veces se sentía muy
débil y angustiada, otras muy desolada y privada de consolación divina y humana. Le
parecía entonces que no había en absoluto Dios para él, sino sólo los demonios que lo
rodeaban, que se presentaban ante él con formas distintas, invitándole al mal y
maldiciéndolo porque no consentía en lo que le proponían. A veces asistía a sus
conversaciones infernales y oía cómo blasfemaban contra Dios, o estaba a punto de
morir ahogada, porque le apretaban la garganta… Se iban sólo para deliberar en el
infierno sobre ella, veía cómo en el infierno discutían y consultaban a un gran número de
demonios… Normalmente llegaban hacia medianoche y, encontrándola dormida,
entraban con gran jaleo para despertarla. Con el ruido se despertaba e inmediatamente la
asaltaban con la tentación, bailaban delante de ella y alguno se le lanzaba encima sin que
pudiera liberarse, sólo le dejaban el rechazo del consentimiento. A pesar del frío, se
sentía sudada, tan viva y dolorosa era la lucha que había tenido que sostener. Pero yo
digo sólo una pequeña parte de lo que me acuerdo. Una vez en concreto, unos la
agarraron, otros la abrazaron para excitarla al mal, sin que ella pudiera liberarse; estuvo a
punto de morir ahogada, tanta fue la rabia que mostraron contra ella. Durante esta prueba
estaba hundida en la tristeza».
Cerramos este capítulo y el libro que, repetimos, no es exhaustivo sobre el tema, con
una pequeña nota sobre un gran santo, Ignacio de Loyola. «Giampaolo, que fue durante
mucho tiempo el compañero de san Ignacio de Loyola –escribe Paul Verdun–,
durmiendo una noche en una cama al lado de la suya, se despertó debido a un ruido de
golpes y gemidos del fundador de la Compañía de Jesús. Se levantó y le preguntó a su
vecino qué pasaba. San Ignacio, sin responderle, le ordenó que volviera a la cama y que
durmiera. El espíritu de las tinieblas intentó, en otra ocasión, estrangular al santo, que
estuvo afónico durante bastantes días».
Nos detenemos aquí, no por falta de testimonios y de víctimas -sólo hay que pensar
en Ángela de Foligno, san José Calabria, san Juan Bosco, san José de Cupertino y otros
muchos-, sino por exigencia de espacio, confiando en el antiguo dicho latino intelligenti
pauca sufficiunt35.
Esperamos haber lanzado por lo menos una minúscula semilla de duda en el
escepticismo imperante. ¿Es posible que todos estos santos y santas fueran visionarios,
enfermos de mente o, en el mejor de los casos, devotos fabuladores?
Por favor…

32 “Con las mismas palabras”. [N.d.T.]


33 De febrero de 1700, [N.d.A.]
34 1713, [N.d.A.]
35 A buen entendedor, pocas palabras bastan. [N.d.T.]

144
Bibliografía esencial sobre santos endemoniados

Vie de soeur Marie de Jésus Crucifié


P. Estrate
Paris 1916

Des Graces d´Oraison


P. Auguste Poulain
Beauchesne editeur
Paris 1931

Les Faits extraordinaires de la Vie spirituelle


Auguste Saudreau
Paris, Bruxelles, Angers 1908

La vita e lo spirito
S. Alfonso Rodriguez
Roma - Civiltà Cattolica, Via Ripetta 246, 1918
Le Diable dans la vie des Saints
Paul Verdun
Delhomme e Briguet editeurs, Paris-Lyon

Veronica Giuliani
Diario - Edizioni Cantagalli

Santa Veronica Giuliani


Fernando da Riese Pío X
Edizioni Messaggero, Padova 1986

Vita della Beata Eustochio


Giulio Cordara SJ
Padova, 1756

Acta Sanctorum
Tomo IV Acta junii
Christina Stumbelensis

S. Gemma Galgani
Estasi - Diario. Autobiografia
Postulazione Padri Passionisti

145
Santa Gemma Galgani
Gesualda Sardi
San Paolo 1992

Extases e tortures
André Billy
Flammarion 1957

Satan’s Rhetoric
A study of Renaissance Demonology
Armando Maggi
University of Chicago Press 2001

Maria Maddalena de’ Pazzi


Manoscritti originali
Archivio dell’Ordine Carmelitano

Teresa d’Avila
Vita Sackville West
Mondadori 2003

146
Índice
PRÓLOGO 6
Una leyenda antigua 9
Antes del inicio 13
La visión 15
Cartas 19
De Pietrelcina a San Giovanni Rotondo: el demonio lo sigue 36
Traiciones 45
Complot 52
Exorcismos y endemoniados 59
Hasta el final 64
SANTOS ENDEMONIADOS 65
Introducción 66
La beata Eustoquia de Padua 74
Cristina de Stommeln 91
Mariam Baouardy 108
Santos varios 130
Bibliografía esencial sobre santos endemoniados 145

147

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