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Fundación universitaria san Alfonso

Estudiante: Reilander Aldana


Asignatura: lenguajes informáticos

DISEÑOS DE EXPERIENCIAS

EXPERIENCIA RELIGIOSA PERSONAL

Un tema que ha estudiado la teología, la fenomenología de la religión, la psicología


religiosa… Tema fundamental porque nuestra vida se titula religiosa.

1. Muerte de Dios y experiencia religiosa

Se le atribuye a Goethe la frase de que toda la historia es una lucha entre la fe y la


increencia. Para algunos, esta lucha ha llegado a su fin y la victoria se ha inclinado hacia la
increencia. Las palabras de Hegel y Nietzsche sobre la muerte de Dios las consideran como
una descripción acertada de nuestro tiempo. Y más que referirse a un enunciado teórico
filosófico-teológico, lo que se quiere significar es que Dios ha muerto en cuanto que la fe
ya no es fuente de impulsos que determinen la vida y la historia. Dios ha muerto puede
significar que ha dejado de ser centro y nervio de la existencia humana, que ya no es una
cuestión vital. Por eso, el abismo entre la fe y la experiencia humana es, sin duda uno de los
problemas más graves de la predicación y de la teología hoy.

Esta muerte de Dios como referente primero, no se plantea así en el marco de la vida
religiosa. La formulación «muerte de Dios y vida religiosa» parece abiertamente
contradictoria. ¿Cómo se podría hablar de vida religiosa desde la ausencia de Dios? Y
¿Cómo resistir veinticuatro horas más en un universo religioso si en el propio mundo
interior se ha borrado la huella y el rumor de Dios?

Más que de muerte de Dios, habría que hablar de múltiples formas de pereza
religiosa, de ateísmo larvado, de fe declinante laminada hasta el extremo. Una comprensión
mínima de la realidad lleva a localizar esta situación. El tono débil de la fe se describe,
ordinariamente, con la expresión, ya un poco estereotipada, crisis de fe. Crisis que puede
significar ruina de la fe —y en este caso tendrían que entrar en funcionamiento todos los
mecanismos de emergencia personal e institucional— o, tomando la palabra crisis sin
resonancias negativas, hablar, más bien, de una situación de opción clarificadora. Esta
segunda lectura de la palabra crisis puede conducir a la profundización de la comprensión
de la fe. En el camino de la Iglesia y de la teología se han dado otros momentos de viraje y,
al parecer, también hoy nos encontramos de nuevo en uno de esos puntos en los que se está
dando un giro importante. En este contexto amplio de la historia del espíritu, de la sociedad
y de la teología, hay que enmarcar el tema de la experiencia religiosa.

2. El abismo entre la fe y la experiencia religiosa

La libertad y el pensar han tomado conciencia de su carácter relevante. El ser


humano ha salido de su minoría de edad y se ha convertido en medida de sí mismo. La
ciencia y la técnica hacen posible que la realidad se pueda planificar, dirigir y conformar
más cada día. El resultado es un mundo humanizado y secularizado, a la vez.
Consecuentemente, emancipado. Ante los tonos de este cuadro, es fácil comprender que
muchas personas se hayan sorprendido. A partir de esta incapacidad de diálogo y de
reacción ante el pensamiento moderno, surgen los intentos de restauración y de
reforzamiento de la autoridad. Un mundo que se desmorona, necesita un principio de
unidad, unos indicadores claros. Así ha nacido una apologética temerosa ante la hora
presente, que coloca la llamada modernidad bajo sospecha. También han brotado diferentes
teologías que han intentado mediar en esta confrontación. A veces, con el resultado
negativo de corromper tanto el pensamiento como la fe. Los propósitos legítimos de la
teología de mediación continúan, sin embargo, en pie.

Nos encontramos en un momento decisivo que se inscribe dentro del contexto de un


cambio de los fundamentos de la sociedad moderna. Seguimos manoseando las mismas
cuestiones fundamentales que planteó la Ilustración: la relación fe e historia, libertad y
autoridad, Iglesia y sociedad moderna. El mejor modo de describir la situación actual es
decir que vivimos el tiempo de una segunda Ilustración (Walter Kasper, «Introducción a la
fe», Sígueme, Salamanca, 1982, Pág. 28) que viene a revisar la primera. Hoy la libertad
humana nos resulta cualquier cosa menos evidente. Conocemos estar determinados por la
biología, la psicología o la sociología. Sabemos que la razón nunca comienza en un punto
cero. Por eso la segunda Ilustración es más sobria y modesta que la primera, tiene una
profunda conciencia de la relatividad de la realidad y de la provisionalidad de todos
nuestros conceptos y modelos de comprensión.

Esta situación es crítica porque los planteamientos, las ayudas comprensivas y las
formas de articulación de la fe tradicionales fallan considerablemente. No estamos, sin
embargo, ante ninguna situación de caos. El ser humano en su pregunta por la felicidad, por
la plenitud, por el sentido, se convierte en fundamento de esta esperanza. El hombre es para
sí mismo una pregunta abierta. Pregunta que constituye una provocación a la teología.
Quizá pocas veces se haya esperado tanto de la fe como hoy.

En este marco se sitúa la experiencia religiosa. Todos nos hemos encontrado con
personas que parecen faltarles todo tipo de antenas para captar cualquier noticia sobre Dios.
Y hay un número creciente de seres humanos que encuentran una existencia plena y feliz
sin Dios. Para quienes tenemos el encargo de anunciar la fe, este hecho constituye una
prueba difícil. También conocemos creyentes que descubren un abismo entre la fe y la
experiencia. Como si resultara forzado poder verificar en lo cotidiano aquello que se cree.
Este distanciamiento de la fe y la experiencia resulta inquietante y amenaza la fe hasta el
punto de convertirla en un sobreañadido artificial y hasta molesto.

Nadie pone en duda que la fe es un obsequio indeducible y gratuito de la gracia.

Pero la fe también es acto humano, experiencia. No basta con desgastar la autoridad formal
de Dios o de la Iglesia, sino que se trata de facilitar el llegar a una decisión madura de la fe.
Esto sólo es posible si le damos a la decisión de la fe un lugar en la experiencia humana.

3. La vida religiosa, mediadora de experiencia religiosa

En la llamada «era del vacío», se hace necesaria una mediación entre Dios y el mundo,
entre la realidad que vemos y tocamos y ese más allá que se vislumbra. Se trata de una
mediación existencial. Es éste –y no el ámbito de la acción, por ejemplar que sea– el
espacio propio de la vida religiosa y, sobre todo, lo será mucho más en el futuro. En las
obras que ahora estamos, podemos ser reemplazados y hasta profesionalmente superados.
La emergencia del laicado en la Iglesia también puede reducir nuestro campo de acción.
¿Cuál es, entonces, nuestro lugar? Ha habido un concepto utilitarista de la vida religiosa. Se
ha distorsionado nuestra imagen cuando se nos ha definido como grupos móviles de
servicio. La definición de nuestra vida no pasa por nuestros proyectos de actuación
pastoral, sino a través del empeño por revivir las actitudes vitales de Jesucristo. Desde esta
definición, es posible la verdadera misión evangelizadora. La misión apostólica no es otra
cosa que la identidad en ejercicio. O, dicho de otro modo, no habrá una evangelización
nueva si no hay en los evangelizadores una experiencia nueva y gozosa de un Dios salvador
que hace vivir de manera más plena y positiva.

Sin esta experiencia, todo se vuelve rutinario. Se predica a Jesucristo pero sin la
convicción de que se está ofreciendo lo mejor para el ser humano. Las palabras se vuelven
contra nosotros vacías cuando no nacen de nuestra propia experiencia. Por eso, si queremos
que nuestra vida y nuestro trabajo tengan un pulso fuerte y un espíritu creativo, es necesario
el encuentro personal con Jesucristo. Sólo la experiencia religiosa permite leer la vida desde
la fe. O lo que es lo mismo, sólo desde una interioridad habitada es posible realizar en el
laboratorio del corazón la unificación de la Palabra y el proyecto de Dios sobre nosotros y
sobre la humanidad, y la realidad que va aconteciendo. En ese ir y venir de la realidad a la
Palabra, y de la Palabra a la realidad, se unifica la vida, a partir de claves evangélicas.

Para nosotros agustinos, hablar de experiencia religiosa debiera resultar fácil porque
la referencia a la interioridad es clara. Experiencia religiosa e interioridad son sinónimos
de recogimiento, de encuentro con Dios, de identidad personal, de interpretación de la
realidad desde el mundo interior, de «revelación de lo profundo», de vida entendida como
don recibido, y expresada como don que se ofrece. Todo lo contrario a acritudes intimistas
o a una cierta estética de la soledad que aísla y distancia. Interioridad y experiencia
religiosa sí tienen algo que ver con la soledad, pero no con la soledad vacía, sino con la
soledad de Jesús, el Maestro, que M. Legido describe «llena le aullidos humanos y
diabólicos, de las terribles fuerzas del mal, de todos los dolores humanos, de sus angustias
y esperanzas, y también de la sonrisa de los niños, de la bondad de la suegra de Pedro que
le había puesto la cena, del niño que había ofrecido su bocadillo de peces asados para a la
multitud. Todo aquello era el entramado de su soledad, y con aquello se iba Él al desierto».

La recuperación o el fortalecimiento de la experiencia religiosa admitiría hoy una


traducción abierta a dos caminos: El anclaje de la vida en el ejercicio teologal de la fe, la
esperanza y la caridad, y la lectura contemplativa de la realidad. Desde la experiencia
religiosa, que es fundamentación y enraizamiento, sentirse habitado, constatación de una
presencia, y personalización de unos criterios, todas las cosas y todas las situaciones
adquieren su verdadera dimensión.

PREGUNTAS

1. ¿Qué hacen los Seminaristas, a lo largo del día?

2. ¿Qué tan importante es la oración en sus vidas?

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