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El día que mi hija nació, sinceramente, no sentí gran alegría. ¡Yo quería
un niño! En pocos meses me deje cautivar por la sonrisa de mi Andreita
y por la infinita inocencia de su mirada fija. Fue entonces cuando
empecé a amarla con locura. Su carita y su mirada no se apartaban ni
por un instante de mis pensamientos, la veía en cada niña, todo mi
mundo, era ella.