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Derecho Administrativo Español

Derecho Administrativo Español


Tomo II
Acto administrativo, Procedimiento
administrativo y revisión de
la Actuación administrativa

Jaime Rodríguez-Arana
Miguel Ángel Sendín
derecho administrativo español. Tomo Ii
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ISBN tomo II 978-84-9745-449-0


ISBN Obra completa 978-84-9745-456-8
Depósito Legal: C-3406-2009

Directora Editorial: Cristina Seco López


Editora: Lorena Bello
Producción Editorial: Gesbiblo, S. L.

Impreso en España – Printed in Spain


Abreviaturas
Abreviaturas vii

LAESP: L  ey 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los


servicios públicos
LG: Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno.
LBRL: Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local.
LCSP: Ley 30/2007, de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público
LGT: Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria.
LOFAGE: Ley 6/1997, de 14 de abril, de Organización y Funcionamiento de la
Administración General del Estado.
LOPD: L  ey Orgánica 4/2001, de 12 de noviembre, reguladora del Derecho de
Petición.
RCDE: Real Decreto 523/2006, de 28 de abril, Suprime la exigencia de aportar el
certificado de empadronamiento, como documento probatorio del domicilio
y residencia, en los procedimientos administrativos de la Administración
General del Estado y de sus organismos públicos vinculados o dependientes
RDPSAGE: Real Decreto 772/1999, de 7 de mayo, por el que se regula la presentación
de solicitudes, escritos y comunicaciones ante la Administración General
del Estado, la expedición de copias de documentos y devolución de originales
y el régimen de las oficinas de registro.
LRJAPPAC: Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
ROF: Real Decreto 2568/1986, de 28 de noviembre, por el que se aprueba el
Reglamento de organización, funcionamiento y régimen jurídico de las
Entidades locales.
Prólogo
Prólogo xi

E l tomo dos de este Derecho Administrativo Español se ha dedicado al estudio


del acto administrativo, del procedimiento administrativo y de la revisión de
los actos administrativos. Temas centrales del programa de Derecho Administrativo
que, en este volumen, hemos elaborado el profesor Miguel Sendín y yo mismo.
Dentro del plan trazado hace unos años para este curso de Derecho Administrativo
nos hemos propuesto, poco a poco, año a año si es posible, ofrecer a los estudiantes y
estudiosos del Derecho Administrativo las partes más importantes en que se compone
nuestra asignatura. Tras el estudio del Derecho Administrativo Constitucional y las
principales fuentes del Derecho Administrativo, hemos decidido dedicar el segundo
tomo a la actuación administrativa unilateral. En concreto, a la teoría del acto admi-
nistrativo, a su procedimiento de elaboración y, finalmente, a las técnicas de revisión
de los actos administrativos. Para este segundo volumen he tenido el privilegio de
contar con la colaboración del profesor Miguel Sendín, joven profesor de derecho
administrativo ya con una obra consolidada y bien conocida. Mientras quien escribe
se ha encargado de la parte del acto administrativo, el profesor Miguel Sendín se ha
concentrado en el procedimiento y la revisión de los actos administrativos.
Tal y como se anunció en el primer volumen de este curso, tratamos en la me-
dida de lo posible de ilustrar los comentarios y glosas doctrinales, identificando a
los autores de las distintas exposiciones sobre el tema, con la jurisprudencia más
relevante para el estudio de cada institución, categoría o concepto. La línea argu-
mental que seguimos para exponer el entero sistema del Derecho Administrativo
trae su causa del marco constitucional, sobre todo del sentido del servicio objetivo al
interés general como concepto central del Derecho Administrativo. En este sentido,
la proyección de la Constitución se proyecta con fuerza sobre la teoría del acto admi-
nistrativo, especialmente en relación con algunas de sus características más señeras,
ejecutividad y ejecutoriedad por ejemplo, que han de ser explicadas y comprendidas
bajo la luz constitucional. Otro tanto de lo mismo se puede decir acerca del requisito
de la audiencia establecido en la misma Norma Fundamental en su artículo 105 en el
marco de la teoría del procedimiento administrativo en general. El contexto consti-
tucional también ayuda a entender mejor, qué duda cabe, el alcance, los límites y la
funcionalidad de la potestad de revisión de oficio de los actos administrativos como
poder específico del que dispone la propia Administración según en qué casos.
La decisión de ofrecer a la comunidad jurídica el tomo segundo de este curso de
Derecho Administrativo se debe a varios factores. En primer lugar, porque se trata
de un compromiso asumido con la editorial. En segundo término, porque queremos
disponer de un manual de varios tomos en el que se pueda encontrar el alcance y
sentido constitucional de Derecho Administrativo en sus principales instituciones,
categorías y conceptos, que pueda servir a los alumnos de Derecho Administrativo
de la Facultad de Derecho y de la Doble licenciatura de Derecho y Económicas. Y,
en tercer lugar, porque desde hace tiempo venía acariciando el proyecto de escribir
un Manual con algunos colaboradores y no encontraba el momento. Ahora, que me
dedico esencialmente a la docencia y a la investigación, parece llegado ese momento
y por ello hemos iniciado la tarea apenas hace dos años.
xii Prólogo

Esperamos que con este volumen los alumnos puedan comprender mejor el
sentido del acto administrativo, el alcance del procedimiento administrativo y los
problemas que se plantean cuando se trata de la revisión de oficio de actos nulos
o de actos anulables o de los recursos administrativos. Con este propósito se han
escrito todas y cada una de las páginas de este libro: para que el estudio del Derecho
Administrativo sea más sencillo para los estudiantes de la Facultad de Derecho y de
la Doble Titulación.

El Ferrol, agosto de 2009


Jaime Rodríguez-Arana
Catedrático de Derecho Administrativo de la Universidad de A Coruña
Presidente de la Asociación Española de Ciencias Administrativas
Contenido
Contenido xv

Primera parte
El acto administrativo
I. Introducción. .......................................................................................... 3
II. Delimitación conceptual......................................................................... 5
III. Clases....................................................................................................... 14
IV. Los elementos del acto administrativo................................................... 17
V. Acto administrativo y norma administrativa......................................... 46
VI. La eficacia de los actos administrativos................................................. 48
VII. Notificación y publicación de los actos administrativos....................... 93
VIII. La nulidad de pleno de derecho de los actos administrativos. .............. 116
IX. La anulabilidad de los actos administrativos. ....................................... 131
X. Efectos de la nulidad y la anulabilidad, anulación parcial,
conversión y convalidación de los actos administrativos...................... 138

Segunda parte
Procedimiento administrativo
I. Definición................................................................................................ 147
II. Finalidad.................................................................................................. 148
III. Transcendencia........................................................................................ 149
IV. Procedimiento administrativo común y procedimientos
especiales o formalizados........................................................................ 150
V. Principios generales del procedimiento administrativo. ....................... 153
1. Principio contradictorio................................................................................. 153
2. Principio de economía procesal..................................................................... 155
3. Principio in dubio pro actione....................................................................... 155
4. Principio de oficialidad.................................................................................. 156
5. Principio de transparencia............................................................................. 156
VI. Los sujetos en el procedimiento administrativo..................................... 158
1. La Administración pública actuante............................................................. 158
2. Abstención y recusación................................................................................. 159
A. Fundamento.............................................................................................. 159
B. Definición.................................................................................................. 160
C. Normas comunes para la abstención y recusación................................. 160
a. Ámbito.................................................................................................. 160
b. Causas................................................................................................... 161
D. Abstención................................................................................................. 162
xvi Contenido

E. Recusación................................................................................................. 164
F. Responsabilidad del titular de la competencia
por la correcta tramitación del procedimiento...................................... 166
3. Los interesados................................................................................................ 166
4. Capacidad jurídica.......................................................................................... 167
5. Capacidad de obrar......................................................................................... 167
6. Legitimación.................................................................................................... 169
7. Representación y defensa de los interesados................................................. 177
VII. Derechos de los ciudadanos
en los procedimientos administrativos. .................................................. 181
1. Naturaleza jurídica......................................................................................... 181
2. Derecho a la presentación de solicitudes, escritos y comunicaciones
en registros distintos al del órgano al que va dirigido................................. 183
3. Posibilidad de presentar los escritos, solicitudes y
comunicaciones en lengua cooficial.............................................................. 184
4. Derecho a obtener copia sellada de los documentos que
acompañen a las solicitudes escritos y comunicaciones.............................. 187
5. Derecho a obtener recibo de la solicitud, escrito
o comunicación presentada............................................................................ 189
6. Derecho a presentar documentos en cualquier
momento del procedimiento.......................................................................... 190
7. Derecho a no presentar documentos no exigidos por el ordenamiento
jurídico o que ya están en poder de la Administración............................... 190
8. Derecho a identificar a las autoridades y al personal al servicio
de las Administraciones públicas bajo cuya responsabilidad
se tramiten los procedimientos...................................................................... 194
9. Derecho a obtener información y orientación acerca de los requisitos
jurídicos o técnicos que las disposiciones vigentes impongan a los
proyectos, actuaciones o solicitudes que se propongan realizar................. 194
10. Derecho a ser tratados con respeto y deferencia por las autoridades
y funcionarios, que habrán de facilitarles el ejercicio de sus
derechos y el cumplimiento de sus obligaciones.......................................... 195
11. Derecho a exigir las responsabilidades de las Administraciones
públicas a su servicio, cuando así corresponda legalmente......................... 196
VIII. Términos y plazos..................................................................................... 197
IX. Plazo para la cumplimentación de trámites. .......................................... 203
X. El plazo máximo para resolver el procedimiento: Obligación
de resolver y silencio administrativo...................................................... 204
1. Consecuencias del incumplimiento de la obligación de resolver
en los procedimientos iniciados a instancia de parte:
El silencio administrativo.............................................................................. 209
A. Definición.................................................................................................. 210
B. Finalidad.................................................................................................... 210
Contenido xvii

C. Naturaleza jurídica................................................................................... 210


D. Efectos del silencio.................................................................................... 211
2. Consecuencias derivada del incumplimiento de la obligación
de resolver en los procedimientos iniciados de oficio.................................. 214
XI. Las alteraciones en los plazos del procedimiento.................................. 216
1. Ampliación de los plazos................................................................................ 216
2. La reducción de los plazos. La tramitación de urgencia.............................. 218
XII. Fases del procedimiento........................................................................... 220
1. Iniciación del procedimiento......................................................................... 220
A. La solicitud o instancia............................................................................. 221
B. I niciación de oficio..................................................................................... 224
2. Fase de instrucción......................................................................................... 224
A. Alegaciones................................................................................................ 225
B. Informes y dictámenes............................................................................. 225
C. Prueba........................................................................................................ 229
D. Trámite de audiencia................................................................................ 231
E. Trámite de información pública.............................................................. 234
3. Terminación del procedimiento.................................................................... 237
A. La propuesta de resolución....................................................................... 237
B. Modos normales y anormales de terminación del procedimiento....... 237
C. La resolución en sentido estricto............................................................. 238
D. Terminación anormal del procedimiento............................................... 239
a. Desistimiento y renuncia..................................................................... 239
b. Caducidad............................................................................................. 240
c. Terminación convencional.................................................................. 241

Tercera parte
La revisión de los actos administrativos
I. La revisión de los actos administrativos. ............................................... 247
II. Revisión de oficio..................................................................................... 248
1. Acción de nulidad (artículo 102.1 LRJAPPAC)............................................. 248
A. Objeto......................................................................................................... 248
B. Dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo
equivalente de la Comunidad Autónoma................................................ 251
C. Procedimiento........................................................................................... 252
a. Plazo...................................................................................................... 252
b. Iniciación del procedimiento.............................................................. 252
c. Obligación de resolver y silencio administrativo............................... 255
d. Resolución............................................................................................. 255
e. Compatibilidad con otras vías de impugnación................................ 257
xviii Contenido

2. Declaración de lesividad................................................................................. 257


A. Concepto y finalidad................................................................................ 257
B. Ámbito....................................................................................................... 258
C. Competencia.............................................................................................. 260
D. Plazos......................................................................................................... 261
E. Procedimiento........................................................................................... 262
F. Suspensión................................................................................................. 262
G. Acto final................................................................................................... 263
3. Revocación de actos administrativos desfavorables..................................... 263
4. Rectificación de errores materiales................................................................ 265
5. Normas generales sobre la revisión de oficio................................................ 267
A. Suspensión en los procedimientos de revisión de oficio........................ 267
B. Límites de la revisión................................................................................ 267
III. Recursos administrativos........................................................................ 268
1. El recurso administrativo. definición y características............................... 268
2. Fundamento y funcionalidad de los recursos administrativos................... 270
3. Procedimiento de recurso.............................................................................. 272
4. Recurso de reposición..................................................................................... 275
5. Recurso de alzada........................................................................................... 276
6. Recurso extraordinario de revisión............................................................... 277
IV. Los medios de resolución de conflictos alternativos
a los recursos tradicionales. .................................................................. 279
1. Introducción.................................................................................................... 279
2. Supuestos de impugnación ante comisiones especiales
reconocidas en el ordenamiento jurídico español........................................ 279
3. Régimen jurídico de los recursos sustitutivos
del artículo 107.2 lrjappac......................................................................... 282
4. La sujeción de la administración a la mediación,
conciliación y arbitraje................................................................................... 285

Bibliografía....................................................................................................... 287
Primera parte
El acto administrativo
Primera parte 

I. Introducción
Tras el estudio de las principales fuentes del Derecho Administrativo, que son las fuentes
del Derecho en si mismo, los manuales y los programas al uso de nuestra asignatura
suelen dedicar un capítulo, varios según los casos, a explicar y analizar el acto adminis-
trativo. La Administración pública, como sabemos, ordinariamente se manifiesta ante
los ciudadanos, y también entre sí en el marco de las relaciones interadministrativas,
de forma unilateral o en régimen bilateral. En el primer caso nos encontraremos ante
actos administrativos y, en el segundo, ante contratos administrativos.
En efecto, la unilateralidad es la nota que mejor define a los actos administrativos
mientras que la bilateralidad es la principal característica de los contratos públicos.
En el caso de los actos y de los contratos, en ambos supuestos, la Administración pú-
blica está condicionada por el interés general, puesto que como dice la Constitución
española en el artículo 103, “la Administración pública sirve con objetividad el
interés general”, precepto que hemos comentado extensamente en el tomo primero
de este Curso de Derecho Administrativo Español.
En este capítulo vamos a estudiar que es un acto administrativo, como se confec-
ciona, que modalidades o tipología presenta en la realidad, cuales son sus requisitos
de validez, qué diferencias hay entre la nulidad absoluta, o de pleno derecho, y la
anulabilidad o nulidad relativa, la eficacia de los actos administrativos, cómo se no-
tifican a los interesados, cuál es el procedimiento ordinario para la su elaboración,
si es que la Administración los puede revisar de oficio, para terminar con las vías
de reacción jurídica de que disponen los ciudadanos afectados para pedir ante la
Autoridad administrativa la nulidad de pleno derecho a la anulabilidad del acto de
que se trate.
Tal y como ha quedado bien claro en el tomo primero de este Curso, si la
Administración pública ha de actuar en función de correspondientes y pertinentes
habilitaciones legales, para dictar actos administrativos es necesario contar, como
regla general, con una norma administrativa, ordinariamente un reglamento, que le
sirva de cobertura. El reglamento se dicta en ejecución de la ley y el acto administra-
tivo en el marco del reglamento. El acto administrativo, por ser la aplicación de una
norma a la realidad, y por ser expresión concreta de una Administración pública que
sirve con objetividad el interés general, dispone de una serie de poderes especiales
que hacen del acto administrativo el ejercicio de un poder ejecutivo y ejecutorio.
Ejecutivo porque desde que es eficaz es de obligatorio cumplimiento. Y ejecutorio
porque, además, puede ser impuesto por la fuerza, por la coacción jurídica frente
a los destinatarios resistentes. Ahora bien, esos poderes especiales de que dispone
la Administración pública han de ser siempre justificados en razones concretas de
interés general. De lo contrario, la arbitrariedad está servida y, por ello, la vuelta al
Estado autoritario será una realidad en la actuación administrativa.
Es verdad que los principios de ejecutividad y ejecutoriedad pueden ofrecer al-
gunos problemas desde la perspectiva de la tutela judicial efectiva, de la prohibición
de la indefensión y, especialmente, desde la consideración de la Administración
 Derecho Administrativo español. Tomo II

como juez y parte al crear, modificar o extinguir directamente relaciones jurídicas


sin necesidad de contar con intervención judicial alguna. Se trata, es verdad, de
un fenomenal poder que ha de ser atemperado y limitado por las exigencias del
sometimiento de la Administración a la Ley y al Derecho tal y como exige la propia
Constitución española en su artículo 106. A este tema dedicaremos un epígrafe
completo a partir de la más reciente jurisprudencia del Tribunal Constitucional y
del Tribunal Supremo.
Primera parte 

II. Delimitación conceptual


El acto administrativo, como suele ocurrir con casi todos los conceptos centrales del
Derecho Administrativo, admite diversas aproximaciones, diferentes definiciones.
La razón se encuentra en que según cuál sea el punto de vista a considerar, así resul-
tará la definición propuesta. En este sentido, a fuer de ser sistemáticos, se puede decir
que se aprecian dos tendencias fundamentales en la doctrina. Una, de origen italiano,
que define el acto administrativo como toda declaración de voluntad, deseo o juicio
realizada por la Administración pública y sometida al Derecho Administrativo. La
otra, de inspiración germánica, entiende que el acto administrativo es toda mani-
festación de autoridad pública realizada por la Administración pública dirigida a la
creación, modificación o extinción de una relación jurídica particular determinada
normativamente, regulada por el Derecho Administrativo y con efectividad inme-
diata en el ámbito externo.
A poco que se examinen ambas doctrinas se caerá en la cuenta de que para la
doctrina alemana lo que es fundamental en el acto administrativo es su capacidad de
incidir sobre la realidad en un caso particular, mientras que para la doctrina italiana
lo esencial es que la Administración se exprese hacia el mundo exterior. En un caso,
lo relevante es que la Administración manifieste su voluntad hacia fuera de sí misma
con arreglo al Derecho Administrativo. En el otro, lo determinante es la capacidad
real operativa de tal declaración de voluntad, deseo o juicio de transformar la realidad
en un supuesto específico.
Los actos administrativos, institución propia del Derecho Administrativo, per-
tenecen a la categoría general de los actos jurídicos. Esta categoría general ahora,
en el marco del Derecho Administrativo, aparece caracterizada por la naturaleza
del autor del acto que es la propia Administración pública así como por su destino
y tendencia hacia el servicio objetivo al interés general.Los actos administrativos,
desde esta perspectiva, serían los actos jurídicos dictados por la Administración
pública sometidos al Derecho Administrativo. El problema de esta definición reside
en el entendimiento de que es un acto jurídico en relación con la Administración,
porque si estamos de acuerdo con que el acto jurídico es todo acto humano deli-
berado y consciente dotado de relevancia jurídica, la cuestión se centra en saber
en que medida y hasta que punto la Administración pública como tal dispone de
voluntariedad y libertad para confeccionar sus decisiones, sus resoluciones, sus ac-
tos. Este tema es también el que diferencia la definición de origen italiano (amplia)
de la alemana (estricta). Se entenderá, sin embargo, que una postura de síntesis,
superadora, que comprenda ambas aproximaciones, podría resolver los problemas
que ofrece esta polémica.
En efecto, si entendemos el acto administrativo en sentido amplio y en
él comprendemos cualquier manifestación o declaración de voluntad de la
Administración pública sometida al Derecho Administrativo, habrá que entender,
congruentemente, que serán actos administrativos, por ejemplo, los informes o
 Derecho Administrativo español. Tomo II

dictámenes de los órganos consultivos de la Administración, así como las cer-


tificaciones o actos administrativos de comprobación o verificación. Si, por el
contrario, nos inclinamos por la tesis germánica, entonces sólo serán actos ad-
ministrativos las resoluciones dictadas por la Administración con capacidad de
incidir en las relaciones jurídicas particulares establecidas normativamente, de
obligatoriedad inmediata y reguladas por el Derecho Administrativo. Es claro que
desde esta perspectiva no serán actos administrativos los informes, los dictáme-
nes o las opiniones jurídicas emanadas de los órganos consultivos de naturaleza
jurídica, como tampoco lo serán los certificados, verificaciones o comprobaciones
realizadas por la propia Administración. En este sentido, el Tribunal Supremo,
por sentencia de 3 de abril de 200, ha señalado que los actos administrativos son
aquellos actos jurídicos realizados por una Administración con arreglo al Derecho
Administrativo, por lo que han de emanar de un ente público comprendido dentro
de la Administración y cuando actúa investido de “imperium” y en el ejercicio de
sus prerrogativas.
La perspectiva amplia del acto administrativo podría acotar el campo de defini-
ción a los denominados actos discrecionales pues en toda declaración de voluntad
o de juicio de la Administración cabría apreciar de algún modo una suerte de libre
determinación, sometida claro está a la ley y al Derecho, de la que no dispone la
Administración cuando actúa en ejercicio de potestades regladas. Por otro lado, la
dimensión estricta del acto administrativo nos conduciría inexorablemente a excluir
muchas manifestaciones de la actividad administrativa que ciertamente componen
la actividad ordinaria de las Administraciones públicas.
La realidad, que es el mejor observatorio del Derecho, nos ofrece, también, actos
de la Administración pública no sujetos al Derecho Administrativo. Nos referimos
a aquellos supuestos en los que la Administración se presenta en el tráfico jurídico
civil o mercantil fundamental como cualquier otro sujeto de los que ordinariamente
actúan en este ámbito. La Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo Común (LRJAPPAC) de 1992 se refiere a estos
supuestos al regular las reclamaciones previas al ejercicio de las acciones civiles y la-
borales. Ciertamente, en estos casos, aunque estamos ante actos dictados por órganos
administrativos, al no estar sometidos al Derecho Administrativo podríamos decir
que nos encontramos ante actos de la Administración sometidos al Derecho Privado.
Desde un punto de vista procesal se puede definir el acto administrativo como el
acto dictado por la Administración susceptible de ser recurrido ante la jurisdicción
que se encarga del conocimiento judicial de este tipo de actos (actos administra-
tivos): la jurisdicción contencioso administrativa. Se trata de una aproximación
insuficiente pues a día de hoy es posible impugnar ante los Tribunales las vías de
hecho, manifestación de la acción administrativa que se diferencia notablemente
de los actos administrativos entendidos como actos jurídicos dictados por las
Administraciones públicas.
Primera parte 

GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, partiendo de la jurisprudencia,


definen el acto administrativo como el acto jurídico de la función administrativa.
En esta concepción se excluyen, por tanto, los hechos jurídicos y las vías de hecho
u operaciones materiales. Los hechos jurídicos producen, por su propia naturaleza,
efectos jurídicos pero no son actos administrativos porque no son dictados por la
Administración pública en cuanto que son simple manifestaciones del acontecer
humano. Las vías de hecho son realizaciones ordinariamente de órganos adminis-
trativos que carecen de legitimidad jurídica en cuanto se producen, podemos decir,
al margen o contra el Derecho.
La jurisprudencia ha intentado precisar el alcance del concepto de la vía de
hecho. Así, la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cantabria, en sentencia de
12 de julio de 2000 señala que hay diferentes aproximaciones doctrinales:” Mientras
para algunos en tal concepto se engloban todos aquellos supuestos en los que la
Administración pasa a la acción sin haber adoptado previamente la decisión que le sir-
va de fundamento jurídico o cuando comete una irregularidad grosera en perjuicio del
derecho de propiedad o de una libertad pública, para otros se produce en los supuestos
inexistencia de acto legitimador o cuando existiendo acto administrativo adolezca de
tal grado de ilicitud que se le niegue fuerza legitimadora”. La sentencia recoge también
el punto de vista del Tribunal Constitucional en su sentencia 160/1991 cuando define
la vía de hecho como “una pura acción material, no amparada siquiera aparentemente
por una cobertura jurídica”.
Para GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, son actos administrativos
todas las manifestaciones de voluntad, conocimiento, juicio o deseo imputables a la
Administración y sometidos al Derecho Administrativo. En este concepto, de inspi-
ración italiana, se incluyen los actos administrativos en sentido estricto, los informes
o dictámenes o actos en sentido amplio, como también serían las contestaciones a
consultas que los particulares soliciten de las Administraciones públicas.
En realidad, los actos administrativos en sentido estricto son manifestaciones
de voluntad procedentes de órganos administrativos que crean situaciones de
derecho subjetivo, tal y como ha señalado el Tribunal Supremo en una sentencia
de 1964, de 14 de diciembre. Este tipo de actos son las llamadas resoluciones que
constituyen el acto tipo, podríamos decir, con el que concluye un procedimiento
administrativo. En el mismo sentido, los dictámenes de la Administración a peti-
ción de parte, sea esta pública o privada, cuando vinculan al solicitante a actuar
en un determinado sentido también gozan de la capacidad de crear, modificar o
extinguir, según cual sea el caso, una determinada relación jurídica. En cambio,
una contestación a una determinada consulta en la que la Administración lo único
que hace es poner de manifiesto a un administrado o particular un determinado
criterio o una concreta forma de actuar, sin efectos vinculantes, sin consecuencias
jurídicas concretas en el caso objeto de la consulta, no es un acto administrativo en
sentido estricto. Esta tesis jurisprudencial parece seguir la orientación germánica
o estricta en esta materia.
 Derecho Administrativo español. Tomo II

La esencia de los actos administrativos en sentido estricto según la doctrina ale-


mana se encuentra, como ha señalado Bocanegra, en el carácter regulador, en su
capacidad de crear, modificar o extinguir relaciones jurídicas. Estos actos, además,
son la materialización jurídica de potestades administrativas, lo que los diferencia
netamente de los actos jurídicos de la Administración sometidos al Derecho Privado
pues en estos casos la Administración actúa como un sujeto jurídico privado más, al
menos teóricamente. Como dice Bocanegra, que se pronuncia claramente por la
tesis estricta, los actos administrativos son ejercicio de aplicación del Derecho. Los
reglamentos, de acuerdo con la ley habilitante, crean Derecho o lo innovan. Los actos
administrativos son concreción de la potestad administrativa a la realidad en un caso
concreto. En esta perspectiva, lo esencial del acto administrativo es materializar una
norma administrativa a la realidad para un destinatario concreto. Es decir, un acto
administrativo no es más que la aplicación automática, mecánica, de la norma a un
destinatario concreto. La capacidad normativa, regulatoria se transmite al particular
a través del acto administrativo. Por tanto, lo decisivo es la potestad que se inscribe
en el acto. Todo lo que no sea creación, modificación o extinción de relaciones jurí-
dicas concretas no pertenece al mundo del acto administrativo.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo también se ha caracterizado, con algunos
vaivenes, por la consideración estricta. En este sentido, encontramos, entre otras, una
sentencia de 10 de febrero de 1994 en la que entiende que “los informes suministrados
por la Administración a instancia de los propios interesados o las respuestas a consul-
tas planteadas por los mismos tienen el carácter de trámite meramente informativo
y, por consiguiente carecen de entidad para vincular a la Administración informante,
ni confieren a quienes los reciben derecho concreto alguno constituyendo tan sólo
elementos de asesoramiento o de juicio valorables discrecionalmente por la misma al
pronunciarse decisoriamente sobre el particular”.
Sin embargo, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO
apoyados en otra línea de argumentación jurisprudencial, que esto sea así no excluye
que en el caso de que el acto administrativo posterior que contradiga el contenido
de la contestación a la consulta pueda dar lugar a responsabilidad patrimonial de
la Administración pública. Así, por ejemplo, lo ha entendido la sentencia de 29 de
octubre de 1982 del Tribunal Supremo, al sentar que la emisión de las consultas
tiene “importantes consecuencias en orden a una responsabilidad del órgano ad-
ministrativo que evacuó la consulta en un determinado sentido y posteriormente
modificó su criterio al dictar el acto, responsabilidad que puede concretarse en una
indemnización de daños y perjuicios, exigible a través del cauce correspondiente”.
En este sentido, el Tribunal Supremo ha afirmado, por sentencia de 23 de febrero de
1999, que es posible tal responsabilidad patrimonial “pues si de acuerdo con la más
moderna doctrina científica y jurisprudencial, la resolución de consultas, en cuanto
declaración de juicio, es una variante típica del acto administrativo —conceptuado
dogmáticamente como declaración de voluntad, deseo, conocimiento o juicio— que
como tal, aunque desprovista de las características propias de éstos —ejecutividad—
Primera parte 

inciden o pueden incidir como acto puramente declarador o clarificador de derechos


en la conducta del consultante”. En estos casos, el acto administrativo concreto
ocasiona un perjuicio económicamente resarcible al separarse de la consulta, lo que,
obviamente, si es el caso, debe restaurarse a través de la pertinente indemnización.
Si en el caso anterior el Tribunal Supremo maneja un criterio amplio de acto
administrativo, en la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de las Islas Canarias
de 21 de diciembre de 1998 se sigue el criterio estricto. En esta resolución judicial
se parte de la sentencia del Tribunal Supremo de 7 de mayo de 1979, que sigue una
jurisprudencia constante en la materia. De esta manera, se excluye de la condición de
acto administrativo un informe técnico de la Audiencia de Cuentas de Canarias ya
que “todo acto administrativo constituye una especie de acto jurídico emanado de
un órgano administrativo en manifestación de voluntad creadora de una situación
jurídica”. Por eso, sigue diciendo el Tribunal Supremo, “de esta conceptuación hay
que excluir todas aquellas declaraciones o manifestaciones que aunque provengan de
órganos administrativos, no son creadoras o modificadoras de situaciones jurídicas,
es decir, las que carezcan de efectos imperativos o decisorios. Si este planteamiento
teórico lo trasladamos al campo del presente caso, observamos que se trata de un
informe, de un dictamen, que son simples manifestaciones de juicio que provienen
de un órgano de tipo consultivo o de asesoramiento (…). En este informe no se crea
ni modifica situación jurídica alguna, lo que conlleva que carezca de efectos impe-
rativos o decisorios”.
La jurisprudencia, pues, es diferente según el concepto de acto administrativo
que maneje. La sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía de 19 de
octubre de 1999 entiende que un acto de evaluación académica, una calificación
universitaria es un acto administrativo al entender que el criterio de la doctrina cien-
tífica y de la jurisprudencia es “un concepto amplio que comprende toda declaración
de voluntad, de juicio, de conocimiento, o de deseo por parte de la Administración
pública en ejercicio de una potestad administrativa distinta de la potestad reglamen-
taria”. Un acto administrativo es, por tanto, aplicación a la realidad de una potestad
administrativa. Esto es así porque, como ya indicamos en el Tomo anterior al tratar
de los reglamentos, el acto trae causa del reglamento, de la norma.
La jurisprudencia también ha tenido ocasión de distinguir el acto administrativo
de las “nóminas”. En efecto, el Tribunal Supremo señaló en sus sentencias de 18 de
enero de 1985 y de 20 de abril de 1993 que “las nóminas no presentan el carácter
estricto y riguroso de actos administrativos sino el de mera constatación documen-
tal del pago de haberes a los funcionarios públicos”. Ahora bien, como se establece
en estas sentencias, “el abono de tales retribuciones constituye acto de aplicación
individualizada, por su concreción a las circunstancias específicas de cada empleado
público, de las disposiciones generales o reglamentarias reguladoras de tales haberes
y, en cuanto tal acto aplicativo, tales pagos documentados a través de las nóminas
abren la vía del recurso indirecto contra reglamentos”.
El Tribunal Supremo, en sentencia de 24 de septiembre de 1999, modula el re-
quisito del acto administrativo referido la condición del autor del acto. Me explico,
10 Derecho Administrativo español. Tomo II

según esta jurisprudencia lo determinante del acto administrativo no es tanto si


quien directamente lo realiza es formalmente una Administración pública, sino
“que las consecuencias jurídicas de esa conducta sean directamente imputables o
referibles a un Ente público. Y esto último sucede cuando, tanto cuando aquella
conducta es directamente realizada por órganos administrativos, como cuando
lo desarrolla una persona privada que actúa a título de delegado, representante,
agente o mandatario de una persona pública”.
También nos encontramos con alguna sentencia del Tribunal Supremo, de ca-
rácter esencialista, como la de 3 de abril de 1990, en la que se afirma que los actos
administrativos no dependen de la denominación que se les dé sino de su naturaleza
y características y de las consecuencias que se deriven de su contenido, de forma y
manera que, según esta tesis, la clave para saber si nos encontramos en presencia
o no de un acto administrativo estará en si su autor es un ente público, si opera en
el marco de poderes públicos y si estamos ante una actuación dictada al servicio
objetivo del interés general. En este sentido, el Tribunal Supremo, partiendo de una
concepción objetiva y finalista ha sentado en su sentencia de 24 de septiembre de
1999 que lo relevante “no es que quien directamente la realice merezca formalmente
la consideración de Administración pública, sino que las consecuencias jurídicas
de esa conducta sean directamente imputables o referibles a un Ente público y esto
sucede, tanto cuando aquella conducta es directamente realizada por órganos ad-
ministrativos como cuando lo desarrolla una persona jurídica privada que actúa de
delegado, representante, agente o mandatario de una persona pública”.
Para poner fin a este epígrafe acerca del concepto, de la naturaleza del acto
administrativo, es menester aclarar las diferencias entre el acto y la norma, entre
la resolución administrativa y el reglamento. Las diferencias entre acto y norma,
como saben muy bien mis alumnos, junto a los supuestos de motivación de los actos
administrativos, constituye una de mis preguntas preferidas en el examen o, mejor,
en el sistema de evaluación continua que suelo seguir. Me parece que esta es una
cuestión capital para entender no sólo la esencia del acto, sino también el sentido y la
funcionalidad del reglamento. Ciertamente, al tratar en el tomo anterior acerca del
reglamento ya se abordó, de alguna manera esta cuestión. Anteriormente, al señalar
que el acto administrativo es siempre consecuencia del ejercicio de potestades admi-
nistrativas, se advierte la profunda diferencia.
Las diferencias que la doctrina suele encontrar entre ambas categorías jurídicas
se circunscriben a los destinatarios, a la eficacia, a la nulidad y a la forma de exterio-
rización. Ordinariamente, las normas se refieren a una pluralidad indeterminada
aunque determinable de sujetos, el acto es más concreto porque consiste normal-
mente en la aplicación del reglamento a una persona concreta. El reglamento se
fortalece, se robustece como tal con su uso reiterado, el acto administrativo se
consume con su ejercicio. Los reglamentos innovan el ordenamiento, los actos los
aplican. Mientras que la ilegalidad de un reglamento determina ordinariamente
su nulidad de pleno de derecho, la ilegalidad de un acto, puede dar lugar tanto a
Primera parte 11

nulidad absoluta como a la nulidad relativa o anulabilidad. Y, finalmente, mientras


que la norma ha de publicarse en periódicos oficiales para disponer de fuerza de
obligar, el acto se comunica al interesado.
La jurisprudencia se ha ocupado convenientemente de esta cuestión puesto que
en la realidad las cosas no son tantas veces tan claras como en la teoría. A veces
resulta que nos podemos encontrar con actos de contenido general, a veces alguna
de estas diferencias aparecen difuminadas en la realidad. En este sentido, el Tribunal
Supremo en sentencia de 10 de noviembre de 1994 califica un determinado Real
Decreto, no como norma, sino como acto administrativo dirigido a una pluralidad
indeterminada de sujetos que, además, constituye el acto inicial de un procedimien-
to administrativo complejo. En este caso se trataba de un Real Decreto por el que se
declaraba de interés general de la nación la transformación económica y social de
determinadas zonas regables. Según el Tribunal Supremo, tal Real Decreto “se dicta
en ejecución del artículo 92 de la ley de reforma y desarrollo agrario. En cuanto a su
contenido aprueba una declaración de interés general de la nación que debe ir seguida
de la aprobación de planes de transformación de la zona, los cuales afectarán desde
luego directamente a los bienes y derechos. Pero este acto inicial del procedimiento
complejo no puede considerarse como una actividad normativa pues no regula
conductas de futuro estableciendo obligaciones y derechos en cuanto a su objeto ma-
terial, es decir, la transformación de la zona. Si se trata en cambio de un acto dirigido
a una pluralidad de sujetos, es decir, a todos los afectados de presente o de futuro.
Pues aunque no sea una disposición general produce sin duda efectos indirectos en
cuanto acto previo a los posteriores planes de transformación, y directos en cuanto
como medida preventiva las enajenaciones de tierras en la zona quedan sometidas a
una autorización administrativa prevista en la disposición transitoria”. Se trata, en
este caso, a pesar de su denominación, de un acto complejo, de un acto-presupuesto
procedimental que sin capacidad normativa ordena el sentido de las actuaciones de
la Administración en un supuesto concreto. Desde luego, es una modalidad de actos
administrativos singulares que refleja hasta que punto la realidad obliga a modular
las siempre sugerentes concepciones dogmáticas.
En efecto, el Tribunal Supremo en su sentencia de 15 de septiembre de 1995 se-
ñala que “el acto administrativo se diferencia del reglamento en que éste es norma
jurídica y, por ello, susceptible de aplicación reiterada, mientras que aquel no lo es
y sus efectos se producen sólo una vez, agotándose al ser aplicado. Los reglamentos
innovan el ordenamiento, mientras que los actos administrativos aplican el existen-
te. Los reglamentos responden a las nociones de generalidad y carácter abstracto que
señalan, al menos por regla general, a toda norma jurídica mientras que los actos
administrativos responden, también por regla general, a lo concreto y singular. El
reglamento es revocable, mediante su derogación, modificación o sustitución, mien-
tras que al acto administrativo le afectan los límites de revocación que impone la ley
como garantía de los derechos subjetivos a que, en su caso, haya podido dar lugar.
La ilegalidad de un reglamento implica su nulidad de pleno derecho, en tanto que
12 Derecho Administrativo español. Tomo II

la ilegalidad de un acto sólo implica, como regla general, su anulabilidad”. También


encontramos el reconocimiento jurisprudencial de esta categoría de actos plurales
o referidos a una pluralidad determinable de administrados, en las sentencias del
Tribunal Supremo de 11 de abril de 1994 o de 29 de abril de 193. En estos casos, tales
actos de contenido general, carecen de “la nota de la normatividad innovadora del
Ordenamiento jurídico, propia de las disposiciones de carácter general y, si por el
contrario, concurre la peculiaridad de ser una acción de concreción cuantitativa”,
algo obvio si tenemos en cuenta que tal resolución judicial se refería a un acuerdo del
consejo de ministros por el que se concretaba para en determinado período de tiempo
las previsiones normativas reguladoras del régimen económico de la explotación del
acueducto Tajo-Segura.
Se puede decir que la primera sentencia del Tribunal Supremo en la que se encuen-
tra una completa diferenciación entre ambas categorías del Derecho Administrativo,
como recuerda la sentencia de 4 de julio de 1987, es nada menos que de 8 de marzo
de 1973. En esta resolución de principios de la década de los setenta del siglo pasado
se establecen las distintas materias en las que es posible establecer o basar, en cada
caso, la diferencia entre el acto administrativo y la norma administrativa: “origen,
expresión formal, ámbito y efectos, destinatarios, por supuesto el contenido, cuya
disección analítica”, dice la sentencia de 4 de julio de 1987, “desde la doble perspecti-
va estructura-función, ha sido el método habitual de este Tribunal Supremo en casos
semejantes, seguido consciente y explícitamente también por esta misma sala el 31 de
octubre de 1986”. Para realizar tal tarea de disección analítica, prosigue el Supremo
en esta capital sentencia de 1987, es necesaria “una operación de aislamiento de los
elementos componente, subjetivos, objetivos, objetivos, causales, y teleológicos”. El
caso que trata la sentencia que glosamos se refería a una Orden ministerial acerca
del nuevo margen de las oficinas de farmacia, es decir, acerca del beneficio de las
oficinas de farmacia por dispensación al público de medicamentos. Pues bien, “el
conjunto de alegaciones de hacer y de no hacer o de dar que alberga la Orden (…) se
imponen unas veces a los laboratorios respecto del suministro de productos, envases
o cartonajes y reetiquetados y siempre a las oficinas de farmacia, incidiendo de modo
difuso pero innegable sobre los clientes o consumidores. En definitiva, no se trata
de actos singulares, con un destinatario individualizado o una pluralidad de ellos,
determinada o no, sino de una auténtica disposición que configura reglas de con-
ducta futuras (mandatos y prohibiciones) cuyo cumplimiento no agota en si mismo
las pautas de comportamiento y cuya fuerza de obligar nace de su promulgación o
publicación en el periódico oficial. El talante necesario y coactivo de la formulación,
por una parte y por otra el carácter general y abstracto, impersonal e indefinido en
el tiempo, muestra que se está en presencia de normas jurídicas de naturaleza regla-
mentaria y, por tanto, de rango subordinado, producidas en ejercicio de la potestad
homónima encomendada al gobierno”.
Las diferencias entre acto y norma también se pueden apreciar con claridad y
nitidez en la sentencia del Tribunal Supremo de 19 de enero de 1987: la norma es “un
Primera parte 13

instrumento ordenador que es lo que esencialmente distingue la disposición general


del acto administrativo, que viene configurado como lago ya ordenado y limitado a
ejecutar y a cumplir una ordenación previa; diferenciándose también el acto admi-
nistrativo de la disposición general en que el primero con su cumplimiento se agota
y que para un nuevo cumplimiento se habrá de dictar un nuevo acto; en tanto que
la disposición general o reglamento no se consume con cumplirlo una vez sino que
sigue vigente y susceptible de una pluralidad indefinida de cumplimientos”. En el
mismo sentido, la sentencia de 9 de marzo de 1987: “El criterio diferenciador es claro:
el reglamento forma parte del Ordenamiento, en tanto que el acto es algo ordenado
que se produce en aplicación del aquél, lo que por consecuencia implica que mientras
el reglamento es susceptible de una pluralidad indefinida de aplicaciones el acto se
agote o consume con la ejecución”. Con otras palabras tal diferencia la encontramos
en una sentencia, también del Tribunal Supremo, de 26 de noviembre de 1979: “el
criterio que puede ser determinante para tratar de delimitar la frontera (…) está en
su consuntividad y su ordinamentalidad”.
14 Derecho Administrativo español. Tomo II

III. Clases
Según el punto de vista que se adopte, así será la tipología de actos administrativos.
Si atendemos al criterio conceptual, podemos distinguir entre actos administrativos
en sentido estricto y actos administrativos en sentido amplio. Si nos concentramos
en los destinatarios, podemos hablar de actos individuales o actos plurales si es que
los destinatarios, aunque indeterminados, son determinables sin especial dificultad.
También podemos distinguir los actos administrativos en función de su relación
con los destinatarios: en unos casos son positivos, si mejoran o amplían su posición
en la relación jurídica, y negativos si limitan o reducen sus derechos subjetivos. Si
tenemos en cuanto al autor del acto, este podrá ser nacional, autonómico o local
según proceda de la Administración del Estado, de la Comunidad Autónoma o de
Ente local. Desde otro punto de vista, si los actos son dictados por una autoridad in-
dividual o colegiada, serán simples y si es necesaria la concurrencia de varios órganos
administrativos, serán complejos. Y sin dictados por autoridad pública territorial,
actos administrativos territoriales, mientras que si proceden de las autoridades de la
llamada Administración institucional, serán actos administrativos institucionales.
En el marco de los actos administrativos en sentido amplio podemos distinguir
entre resoluciones, que son los que ponen fin a un procedimiento administrati-
vo, y meros actos administrativos, que serían aquellas declaraciones de juicio o
conocimiento sin fuerza de obligar, tales como los certificados, requerimientos o
inscripciones en los registros públicos. Si nos detenemos en la dimensión formal se
pueden diferenciar los actos entre los expresos, que son los ordinarios, los tácitos,
en los que se presume el sentido de la ausencia de voluntad de la Administración
de la conducta administrativa, y los presuntos, aquellos en los que es el propio
Ordenamiento, en ausencia de conducta administrativa o de formalidad, determi-
na el contenido del acto.
Si atendemos al criterio procedimental, podemos distinguir entre actos finales
o resoluciones y actos de trámite. Los primeros son los que terminan un determi-
nado procedimiento administrativo, mientras los segundos son los que componen
el procedimiento, los que permiten la tramitación del procedimiento, aquellos en
cuya virtud se va configurando la voluntad administrativa que se plasmará en forma
de resolución. Esta clasificación tiene relevantes consecuencias porque los actos ad-
ministrativos susceptibles de impugnación son, como regla, las resoluciones o actos
finales. Los actos de trámite ordinariamente no son impugnables salvo que concurran
en ellos las características que establece el artículo 107 de la Ley de Régimen Jurídico
de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común y el
artículo 25 de la ley reguladora de la jurisdicción contencioso administrativa. A saber,
que los actos de trámite incidan directa o indirectamente el fondo del asunto, que de-
terminen la imposibilidad de continuar el procedimiento, que produzcan indefensión
o perjuicio irreparable a derechos e intereses legítimos.
Desde el punto de vista de la validez, los actos pueden ser válidos, nulos, o anu-
lables según el grado y la naturaleza, en estos dos últimos casos, de la infracción
Primera parte 15

o violación en qué incurra el acto de que se trate en cada caso. Si nos hallamos
ante algunos de los supuestos del artículo 62 de la Ley de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, estaremos
ante actos nulos de pleno derecho, actos nulos absolutos. Si, por el contrario, nos
hallamos ante actos que incurran en cualquier infracción del ordenamiento jurídico,
incluida la desviación del poder, se trataría de actos anulables. Mientras las actos
nulos no prescriben nunca y la acción se nulidad, por tanto, se puede interponer en
cualquier momento, los anulables tienen plazo determinado. La sentencia que esta-
blece la nulidad de pleno derecho tiene efectos desde que se dictó el acto, mientras
que en los casos de nulidad relativa o anulabilidad, la eficacia de la sentencia es “ex
tunc”, desde el momento en que la sentencia se comunica a los interesados.
Sin embargo, de las diferentes clasificaciones que se pueden hacer, la más
importante para nosotros es la que atiende al criterio de la sujeción al Derecho
Administrativo. Desde esta perspectiva podemos distinguir entre actos reglados y
discrecionales. Tal caracterización parte de la naturaleza de los elementos estructu-
rales de los actos administrativos. Estos pueden ser subjetivos, objetivos, causales o
finalistas. Ordinariamente los elementos referidos al autor del acto, al sujeto, y a su
contenido, al objeto, se dice que son reglados porque están sujetos total y plenamente
al Derecho Administrativo sin que quepa capacidad alguna de libre apreciación del
autor del acto. En cambio, por lo que respecta a la causa o al fin de los actos, en
ambos casos el problema se encuentra en la existencia de un elemento de ordenación
al interés general, al interés público, en el que como es lógico la Administración goza
de un determinado margen de libre apreciación que, ciertamente, ha de motivar y
justificar racionalmente. Mientras que los actos reglados son actos en los que no
interviene la voluntad administrativa porque han de adecuarse materialmente a
una serie de requisitos concretos preestablecidos en la norma, en el caso de los actos
discrecionales, como su nombre indica, existe un ámbito de discreción del órgano
autor del acto en orden a la adecuación del mismo al interés general. Que exista ese
margen de discrecionalidad no quiere decir, ni mucho menos, que se trate de actos
que escapan al control del Derecho Administrativo. Más bien, en estos casos, como
trataremos al estudiar la naturaleza y control de las potestades discrecionales, el
control judicial, previsto en el artículo 106 de la Constitución, se aplica igualmente.
De esta manera, el grado con que la Administración adopta sus decisiones discre-
cionales también está controlado por el Derecho Administrativo. En estos casos, el
control jurídico se realiza a través de unas determinadas técnicas entre las que la
fuerza jurídica de los principios generales adquiere un singular protagonismo. Si
resulta que el principio de realidad o de racionalidad, o sus proyecciones concretas,
como el de la buena administración, cada vez tienen más relevancia en el Derecho
Administrativo, es porque la necesidad de racionalizar, de motivar lógicamente, de
acreditar pormenorizadamente los actos administrativos, especialmente los discre-
cionales, es capital para entender el entero sistema del derecho Administrativo en el
marco del Estado de Derecho.
16 Derecho Administrativo español. Tomo II

En este contexto aparece la problemática del acto discrecional por excelencia: el


acto político. A partir de una determinada interpretación del principio de la separa-
ción de poderes, hasta no hace mucho incluso el acto discrecional no era susceptible
de control por los jueces por entender que tal criterio fundante del Estado de Derecho
impedía que un poder del estado pudiera enjuiciar los actos de otro poder del Estado.
Sin embargo, desde los propios postulados del Estado de Derecho se advirtió que
un poder del Estado que volviera a la subjetividad, al capricho, a la pura voluntad
de arbitrio como fuente de ejercicio del poder, sería un poder absoluto, un poder
incongruente con el sentido mismo del Estado de Derecho. Por ello, al poder judicial,
que ha de ser independiente y autónomo del ejecutivo y del legislativo, se le confió
precisamente el conocimiento de las controversias jurídicas, muchas de las cuales se
producen frente a los actos del poder ejecutivo. Pues bien, cuando el poder ejecutivo
actúa como tal, cuando el gobierno ejerce sus funciones políticas suelen producirse
determinados actos que se denominan actos políticos, que tradicionalmente estaban
excluidos del control de los tribunales de justicia por entender que la tarea de direc-
ción política que al gobierno compete como cabeza de la Administración pública
están exentas de control judicial. Tal afirmación de irrecurribilidad, de ausencia de
control, de ámbitos propios dónde no es posible que entre el poder judicial, no parece
que pueda mantenerse en un Estado de Derecho. Porque, como antes comentamos,
el Estado de Derecho se caracteriza entre otras cosas por la no existencia de áreas o
espacios exentos de control judicial, pues, de lo contrario se estaría posibilitando la
arbitrariedad, la opacidad, la oscuridad, el misterio o el enigma en dónde debe haber
transparencia, claridad, posibilidad de control y congruencia o racionalidad.
Primera parte 17

IV. Los elementos del acto administrativo


La validez de un acto jurídico se refiere a las condiciones o requisitos que dicho acto
ha de cumplir para existir jurídicamente. En el caso de los actos administrativos,
la validez se circunscribe a los requisitos que debe contener un acto administrativo
para que el Ordenamiento jurídico lo reconozca como tal. Es decir, ¿cuáles son los
requisitos que el Derecho Administrativo exige para que un acto administrativo esté
válidamente confeccionado, exista jurídicamente en el universo de las manifestacio-
nes de voluntad de la Administración pública con capacidad de crear, modificar o
extinguir relaciones jurídico-administrativas?.
En la doctrina se encuentran dos aproximaciones diferentes a esta cuestión
que parten, como en el caso de la delimitación conceptual, de dos vías distintas de
acercarse al Derecho Administrativo en su conjunto. La doctrina italiana parte de
la teoría de los elementos del acto administrativo, que serán los elementos, los com-
ponentes que necesita el acto administrativo para ser válido. La doctrina alemana,
y entre nosotros el profesor BOCANEGRA, critica esta posición doctrinal porque
según su criterio es demasiado abstracta y demasiado deudora de la construcción
dogmática del negocio jurídico de matriz privatista. Por el contrario, el catedrático
de la Universidad de Oviedo propone un estudio de la validez más pegado al Derecho
Administrativo, analizando en primer lugar la admisibilidad del acto administrati-
vo, en segundo término las condiciones formales de validez del acto (competencia,
procedimiento y forma) para terminar con las condiciones materiales de validez, es
decir, los requisitos que el Ordenamiento impone a los actos desde el punto de vista
de su contenido. La doctrina italiana, más clásica, estudia los elementos subjetivo,
objetivo, formal y finalista o causal según la perspectiva que se selecciones. Sigamos
una u otra doctrina, lo cierto es que tenemos que estudiar las mismas cuestiones.
Conviene precisar en este momento de la exposición que validez y eficacia son
categorías distintas. La validez se refiere a la condición de viabilidad del acto. La
eficacia se mueve en el mundo de los efectos. Efectos y viabilidad jurídica, insisto,
son dos realidades bien distintas en dónde operan también conceptos e institu-
ciones bien dispares. Por ejemplo, la referencia central de la validez del acto es
el momento en que este se dicta. Por el contrario, la eficacia siempre juega en el
momento en que el acto es conocido por el destinatario, bien porque se le notifica
como regla o, excepcionalmente, se publica en algún diario o periódico oficial
para general conocimiento.
La validez, a su vez, puede ser absoluta o relativa. En el primer caso nos encontra-
mos ante actos nulos de pleno derecho. Es decir actos que realmente adolecen de un
requisito esencial para su viabilidad jurídica y por tanto se puede decir que no han
podido surtir ningún tipo de efectos. Es más, ni existen ni han existido nunca. La sen-
tencia de nulidad absoluta tiene efectos “ex nunc” y la acción de nulidad no prescribe
nunca. En cambio, cuando en la confección del acto se ha producido un vicio que no
es merecedor de esencial, entonces el acto despliega sus efectos hasta la sentencia de
anulabilidad, que así se llama la nulidad o invalidez relativa, disponiendo el actor de
18 Derecho Administrativo español. Tomo II

cinco años para interponer la dicha acción contados a partir desde el momento del
conocimiento de dicha circunstancia. Cuando una institución nace con una tara que
hace a su naturaleza, no se la puede reconocer como tal sencillamente porque para
que se produzca tal identificación es preciso que la categoría muestre todas y cada
una de las condiciones que se refieren a su propia fisonomía institucional.
Junto a la invalidez, que puede ser absoluta y priva de efectos al acto desde el
momento en que se dicta, invalidez absoluta, o desde el momento en que se declare,
invalidez relativa, se encuentra la irregularidad del acto. Las irregularidades, por
definición, no son invalidantes. Es decir, no determinan la invalidez del acto, sino
otros efectos como puede ser, por ejemplo, si el acto es dictado fuera de plazo, la
responsabilidad del titular del órgano autor de dicho acto tal y como establece el
artículo 63.3 de la LRJAPPAC. En el caso de las convalidaciones de créditos, depen-
diendo de las circunstancias en que tal situación se produce, también podrán dar
lugar a responsabilidad si fuera el caso.
Una cuestión fundamental que plantea el profesor BOCANEGRA es la referente
a si una Administración pública puede, sin más, dictar un acto administrativo. Es
decir, ¿es siempre y en todo caso necesario la existencia de una potestad adminis-
trativa que habilite a la propia Administración para dictar actos administrativos?
En principio, los actos administrativos son aplicaciones a la realidad particular de
normas administrativas. Así como la norma es, ordinariamente, una actividad de
ejecución o complemento de la ley, el acto es la forma concreta que la Administración
tiene de aplicar la norma a la realidad más concreta. Por tanto, como regla general,
la Administración pública ha de disponer de una norma de cobertura que le permita
la realización del acto administrativo concreto. La razón es bien sencilla. Como re-
sulta que la actividad de la Administración, como estudiaremos en breve, es, como
regla, ejecutiva y ejecutoria y, por ello, puede afectar negativamente a la esfera de
derechos y libertades de los ciudadanos, es menester que siempre exista una habili-
tación concreta, un reglamento generalmente, que permita dicha potestad de dictar
actos administrativos, que siempre serán, como regla, a excepción de los llamados
actos plurales, dictados para una persona concreta, para un destinatario determi-
nado. Pero, ¿y si el acto administrativo incide favorablemente en la esfera jurídica
del destinatario? ¿Necesitará también en estos casos una norma administrativa de
cobertura? Pues si, claramente sí porque la Administración pública no es un poder
omnímodo u omnipotente. Más bien, recibe su fuerza jurídica de las normas. En el
fondo, la cuestión se reduce a reconocer que el Estado de derecho ha operado una
profunda transformación en la dinámica del poder. Ahora, sea para mejorar las
condiciones jurídicas de los ciudadanos o para empeorarlas, es menester siempre
una norma habilitante pues lo contrario equivaldría a la existencia de un poder
ilimitado, algo que sencillamente no es posible en los postulados del Estado social
y democrático de derecho.
Corresponde a continuación el estudio de los elementos necesarios para la validez
del acto administrativo. A saber, el elemento subjetivo, el objetivo, el formal o el
causal, o, lo que es lo mismo, las condiciones formales (competencia, procedimiento
y forma) y materiales (contenido) de validez de los actos administrativos.
Primera parte 19

En primer lugar, analizaremos brevemente el requisito subjetivo. Es decir, los actos


administrativos han de emanar del órgano administrativo competente, del sujeto jurí-
dico-público que tiene el poder para dictarlo. Es decir, del órgano apto, porque dispone
de las atribuciones previstas en la norma, para dictar tal acto administrativo.
En efecto, tal y como dispone el artículo 53 de la LRJAPPAC:
“1. Los actos administrativos que dicten las Administraciones públicas, bien de oficio
o a instancia del interesado, se producirán por el órgano competente ajustándose al pro-
cedimiento establecido.
2. El contenido de los actos se ajustará a lo dispuesto por el Ordenamiento jurídico y
será determinado y adecuado a los fines de aquellos”.

Los actos administrativos, para ser válidos, por lo que ahora interesa, han de
producirse por el órgano con competencia para ello. Han de ser dictados por el ti-
tular legítimo, a través del procedimiento establecido y con el contenido establecido
en el Ordenamiento jurídico, que en todo caso será determinado y en consonancia
con el servicio objetivo al interés general, tal y como señala el artículo 103 de la
Constitución española de 1978.
Los actos administrativos han de dictarse, por tanto, por el órgano en quien
recaiga la idoneidad, la aptitud, la competencia precisa para producir tales actos. La
competencia, como ha sentado el Tribunal Supremo, sentencia de 10 de noviembre
de 1992, es “el conjunto de atribuciones, facultades o poderes que corresponden a un
determinado órgano de la Administración”.
En el marco de cada Ente público, la competencia es irrenunciable y ha ser
ejercida por los órganos que la tengan atribuida como propia, salvo los supuestos
de delegación, avocación o sustitución. Por tanto, para que sea posible dictar un
acto administrativo por un órgano administrativo es menester que la competencia
esté atribuida expresamente, de forma clara, de manera que no quepa duda alguna
acerca de la naturaleza de la manifestación de la actividad administrativa que pueda
esperarse de tal órgano administrativo.
La competencia, como ha señalado el Tribunal Supremo en sentencia de 23 de
junio de 1993, no puede ser genérica o abstracta, “algo ambiguo e ilimitado derivado
de una genérica posición de supremacía (…) sino que se precisa una norma atributiva
concreta, sin la cual la autoatribución por vía de hecho de una competencia no pre-
vista en la norma puede entenderse como de la nulidad de pleno de derecho…”. No
existe, pues, una competencia genérica de dictar actos administrativos. Es necesaria
una norma concreta en la se establezca tal poder. Por una razón que ya hemos desa-
rrollado en el Tomo anterior, y que hemos comentado líneas atrás. La Administración
pública en la democracia está sometida a la ley y al Derecho. El Estado de Derecho
ha querido que el poder ejecutivo como cabeza de la Administración sea limitado,
impidiendo los espacios genéricos de actuación en los que bien podría instalarse la
arbitrariedad, la ausencia de racionalidad, algo contrario a dicho modelo de Estado.
Junto a la racionalidad, el Derecho Administrativo está muy relacionado con otro
término: concreción, puntualización, detalle. El interés general que ha de servir
20 Derecho Administrativo español. Tomo II

objetivamente la Administración pública ha de ser concreto, específico, puntual.


Si la Administración pretende actuar en el marco de cláusulas abiertas, generales,
abstractas, por mucho que se apele al interés general, su actuación será antijurídica
porque la esencia de la actividad administrativa en un Estado de Derecho es la mejora
permanente de las condiciones de vida de los ciudadanos en los asuntos públicos
concretos. Y para que ello sea posible, es menester que la norma permita expresa-
mente a la Administración desplegar su capacidad jurídica en ámbitos concretos.
En efecto, para dictar actos administrativos es necesaria la atribución concreta
del poder para ello. La competencia es, pues, la medida del poder o potestad de un
determinado órgano. La competencia para dictar actos no se presume, ha de estar
expresamente prevista en la norma que define el estatuto, el régimen jurídico, del
órgano administrativo de que se trate. No cabe pues admitir la teoría de los poderes
o las competencias implícitas de la Administración para actuar. Es decir, el fin de
interés público que ha de presidir la actuación de las Administraciones públicas no
justifica que ésta ordinariamente se autoconceda, se autoatribuya los poderes o las
competencias que considere precisas para realizar el interés público. Tales poderes,
tales competencias han de estar expresamente previstas en las normas administra-
tivas correspondientes.
Un asunto tradicional que los autores del Derecho Administrativo suelen tratar
en esta materia es el relativo a si sólo los órganos de la Administración pública en
sentido estricto pueden dictar actos administrativos o si también lo pueden hacer
los órganos del poder judicial o del poder legislativo. Como regla general, los ór-
ganos del poder legislativo están para elaborar las leyes, que es su función propia.
Y los órganos del poder judicial están para dirimir en Derecho las controversias
o polémicas jurídicas que les sometan los particulares y las personas jurídicas. La
realidad con lo que nos encontramos nos muestra que, desde el punto de vista pro-
cesal, hay actos del poder judicial o del poder legislativo, de sus órganos de gobierno
y administración, que son susceptibles de ser impugnados ante la jurisdicción que
juzga los actos administrativos. ¿Quiere ello decir que, entonces, estos órganos de
ambos poderes del Estado pueden dictar actos administrativos?, ¿Tiene el órgano
de gobierno de los jueces dimensión de Administración pública?, ¿Es la mesa del
Parlamento, como máximo órgano de gobierno, un órgano administrativo? Estas
preguntas se responderán en un sentido o en otro según cual sea el criterio esencial
manejado en torno al concepto del acto administrativo y, por extensión, del entero
sistema del Derecho Administrativo.
¿Y si es la Administración quien interfiere en el poder judicial y dicta un acto
legislativo o judicial? Dicho acto será, por aplicación del artículo 62.1.b) LRJAPPAC
nulo por ser manifiestamente incompetente. La LRJAPPAC ha querido sancionar
con la nulidad absoluta o de pleno derecho los actos palmariamente, notoriamente,
obviamente, groseramente, “manifiestamente” incompetentes como es, por ejemplo,
según el Tribunal Supremo en una sentencia de 20 de mayo de 1982, aquel acto de
la Administración pública en el que, excediéndose de sus funciones propias “invade
poderes atribuidos a la jurisdicción ordinaria”. En estos supuestos GONZÁLEZ
Primera parte 21

PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO entienden que, además, el órgano administrativo


que así actuara incurriría en delito de acuerdo con los artículos 506 a 508 del Código
Penal, de manera que en estos supuestos, la nulidad de pleno derecho podría ser
solicitada, bien a tenor del párrafo 1.b) o del parágrafo 1.d) del mismo artículo 62.1
de la LRJAPPAC.
Hoy en día, asistimos a un fenómeno de globalización del Derecho que también
afecta al Derecho Administrativo. Esta tendencia aplicable al conjunto de las ramas
del Derecho nos sitúa ante un contexto que afecta también al Derecho Administrativo.
En efecto, ¿cómo podemos califica la existencia de órganos público-privados que en
el espacio global administrativo dictan actos de contenido general? O, ¿cómo es po-
sible que incluso existan órganos privados que dictan actos de trascendencia general?
Pensemos en reguladores globales compuestos por funcionarios y representantes de
instituciones o instituciones privadas o pensemos en comités antidoping globales
que dictan resoluciones de general aceptación. Si no me equivoco, la realidad está
demostrando que la posición subjetiva hace aguas, que lo determinante no es quien
dicte el acto sino que dicho acto tenga un contenido propio de servicio objetivo al
interés general. Desde este punto de vista, las concepciones sobre la competencia,
propias del Derecho Administrativo Estatal, seguramente tendrán que ser revisadas
desde la perspectiva del Derecho Administrativo Global, una realidad jurídica que
ahí está y que en este momento precisa de sistematización y de análisis para intentar
estar a la altura jurídica del tiempo en que vivimos.
Dentro de cada Ente público hay normalmente una pluralidad de órganos jerár-
quicamente articulados, cuyas atribuciones viene expresadas en la norma que regula
es estatuto del Ente de que se trate en cada caso. Por tanto, como es lógico, si un
órgano de la Administración de la Xunta de Galicia dicta un acto propio de un Ente
local o de un órgano de la Administración del Estado nos encontramos ante un acto
que presenta un vicio de competencia, que será nulo de pleno de derecho, o anulable,
nulidad relativa, según la naturaleza o el grado que presente tal incompetencia a
juicio del Juez o del Tribunal Contencioso Administrativo, que es el órgano “compe-
tente” a su vez para estimar tal cuestión.
En el marco de cada Ente, podrá dictar el acto administrativo quien lo tenga
atribuido expresamente como propio en la norma que regule el estatuto del Ente. Es
decir, como dispone el Tribunal Supremo por sentencia de 18 de marzo de 2001, el
acto ha de ser dictado por el órgano que tenga la competencia atribuida por razón
de la materia, de la jerarquía y del territorio. Será un acto dictado por órgano in-
competente el acto de la dirección general de urbanismo de la Xunta de Galicia que
apruebe definitivamente un plan urbanístico de León. Igualmente, es incompetente
tal órgano de la Administración de la Xunta de Galicia si pretende resolver un recur-
so de alzada frente a un acto propio.
El titular del órgano administrativo, además de ser competente para dictar el acto
administrativo, ha de estar correcta o legalmente investido (BOCANEGRA) o, como
dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, ha de estar legalmente adscrito
por disponer de título suficiente y nombramiento adecuado. Además de la investidura,
22 Derecho Administrativo español. Tomo II

el titular del órgano ha de estar libre de los supuestos de abstención o recusación


establecidos en los artículos 28 y 29 de la LRJAPPAC. Cuando nos encontramos ante
actos dictados por personas, o incluso titulares de órganos administrativos no inves-
tidos, las cosas se complican. La doctrina del funcionario de hecho se ha construido
precisamente para explicar estas situaciones. En virtud de la seguridad jurídica y del
principio de buena fe y de confianza legítima se comprende que, en efecto, se puedan
imputar a la Administración los efectos de actos que, de lo contrario, podrían dar
lugar a situaciones desfavorables, contrarias a la racionalidad jurídica. Otra cosa bien
distinta es que quien actúa sin la competencia y sin la investidura suficiente pretenda
usar arbitrariamente tales apariencias en su favor quebrantando el interés público.
En estos casos en los que no se puede predicar la buena fe de los destinatarios sería
incongruente admitir la eficacia de unos actos que, se mire por dónde se mire, son
radicalmente nulos sin que la apariencia de la representación, por ejemplo, pueda
permitir sanar o convalidar actos dictados con mala fe en origen y en destino.
Desde el punto de vista de la formación de la voluntad del órgano administra-
tivo que va a dictar el acto administrativo, es necesario tener en cuenta que para el
Derecho Administrativo es irrelevante la discordancia entre voluntad real y volun-
tad manifestada. Es decir, los actos emanan de una autoridad pública y en cuanto
aparecen exteriormente del modo exigido son eficaces aunque exista una radical
oposición entre la voluntad interna del titular del órgano y la voluntad externamen-
te manifestada. Sin embargo, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, existen casos en los que tal discrepancia puede conllevar la ineficacia de
la voluntad declarada. En este sentido, estos autores distinguen entre discrepancia
no intencional, discrepancia intencional, y reglas de la formación de la voluntad de
los órganos colegiados.
La discrepancia no intencional se produce cuando el titular del órgano no es
consciente de la ausencia de coincidencia entre la voluntad real y la manifestada
o, si la conoce, no la desea. En el caso de no conocimiento de la discordancia es-
tamos en el marco de la ignorancia o del error, cuya trascendencia en el Derecho
Administrativo es menor que en el Derecho Privado salvo que se trate de error en la
determinación de los hechos que constituyen el fundamento del acto si que afectan,
en cuyo caso se afecta a la validez como es lógico. La propia LRJAPPAC admite no
solo que el error pueda ser causa determinante de invalidez sino también, en ciertos
casos, puede legitimar la interposición del recurso extraordinario de revisión tal y
como señala el artículo 118. 1ª y 2ª de esta ley. Cuando la discrepancia es conocida
y no deseada estamos en el mundo de la coacción física o psíquica. Si hay, por estas
causas, ausencia completa, absoluta, de voluntad, el acto ha de ser nulo de pleno
derecho. En estos supuestos, es menester que tal estado haya sido declarado por
sentencia firme en la jurisdicción penal, pues tal conducta es un delito. Una vez que
tal cosa haya acontecido es necesario con arreglo al artículo 102 de la LRJAPPAC
incoar el correspondiente procedimiento para declarar, de oficio o a instancia de
parte, la nulidad del acto administrativo emitido bajo violencia. Como la voluntad
de de la Administración pública está siempre legalmente vinculada, la existencia de
Primera parte 23

error en la persona que actúa o incluso el uso de violencia para torcer tal voluntad no
convierte en ilegal un acto objetivamente adecuado al Ordenamiento. Ahora bien,
si penalmente se estima tal responsabilidad y se reconoce que se ha actuado bajo
violencia, entonces, como anteriormente señalamos, si se enervan los mecanismos
previstos, se podrá conseguir una declaración de nulidad de pleno de derecho si es
que la ausencia de voluntad es total.
¿Qué ocurre cuando la discordancia entre la voluntad interna y la externa es
deliberada? GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO son de la opinión de
que si, además, concurren los demás requisitos para la realización del acto, éste
producirá los efectos característicos. Sin embargo, estos autores citan una sentencia
del Tribunal Supremo e 21 de junio de 1994 en la que se declara la nulidad de pleno
derecho de un acto administrativo de adjudicación de un contrato por concurrir
un caso de simulación absoluta. Se trataba de la adjudicación de cinco casetas que
ya estaban realmente construidas en el momento de la convocatoria del correspon-
diente concurso ya que se trataba de “legalizar” una anterior adjudicación viciada.
Para el Tribunal Supremo, nos encontramos en un caso, no de desviación de poder,
cuyo efecto es la anulabilidad, cuanto de un supuesto de nulidad absoluta por ha-
llarnos ante un acto de contenido imposible ya que dimana de una causa falsa y
carente de objetivo por ser un acto ilícito consecuente con un negocio jurídico con
simulación absoluta.
Cuándo de órganos colegiados se trata, hay que tener presente que para que sus
actos sean válidos han de producirse conforme a las condiciones formales que las
normas establecen para posibilitar la imputación de su actuación al órgano tal y
como disponen os artículos 22 y siguientes de la Ley de Régimen Jurídico de las
Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. En estos
casos, si se prescinde de las normas que regulan el procedimiento para la formación
de la voluntad de estos órganos estamos ante un caso claro de infracción de normas de
procedimiento. Obviamente, si se prescinde de normas que tienen carácter esencial,
entonces estaremos en un supuesto de nulidad de pleno derecho. En este sentido, el
artículo 62.1.e) de la LRJAPPAC no deja mucho margen para la duda cuando califica
de nulos de pleno derecho los actos dictados prescindiendo total y absolutamente de
las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la voluntad de los
órganos colegiados.
Por lo que se refiere al procedimiento, como ya sabemos, los actos administra-
tivos, como dispone el artículo 53 de la LRJAPPAC, han de producirse de acuerdo
con el procedimiento establecido. Y el procedimiento es el conjunto de trámites
administrativos articulados que componen un acto administrativo y cuya razón de
ser no es otra que garantizar la legalidad, la oportunidad y el acierto de la decisión
del titular del órgano emisor de dicho acto. Por tanto, en el marco del procedimien-
to hemos de distinguir entre actos de trámite y el acto final. Los de trámite están
destinados a preparar el acto final o resolución y, en si mismos, salvo que concurran
los requisitos a que con anterioridad, en sede de clases de actos, referimos, no son
24 Derecho Administrativo español. Tomo II

susceptibles de impugnación porque, insisto, están orientados a la resolución final


con la que culmina el procedimiento administrativo.
En el marco del procedimiento administrativo hay que tener en cuenta que la
Constitución, artículo 105, ha querido que su existencia sea un trámite necesario
para la producción de los actos administrativos: “La ley regulará el procedimiento
a través del cual deben producirse los actos administrativos, garantizando, cuando
proceda, la audiencia al interesado”. Por tanto, un acto dictado sin procedimiento
es un acto que conculca un precepto constitucional y, además, de acuerdo con el
artículo 62 LRJAPPAC un acto nulo de pleno derecho por haberse producido pres-
cindiendo total y absolutamente del procedimiento establecido. Obviamente, como
estudiaremos más adelante, no es lo mismo saltarse algún trámite del procedimiento
que, simple y llanamente, pasar olímpicamente del procedimiento entrando en vías
de hecho o actuaciones de plano de la Administración pública. El procedimiento,
como parece decirnos la Constitución, tiene como finalidad garantizar, cuando
proceda, la audiencia de los interesados. Realmente, la audiencia, la presencia de los
interesados puede decirse que al amparo del sentido del criterio de la participación en
el Estado social y democrático de Derecho, es un requisito esencial del procedimiento.
Por tanto, cuando se excluya, habrá de hacerse motivadamente, lo que podrá ocurrir,
excepcionalmente, cuando estemos en casos en los que estén en juego el derecho a
la intimidad, investigaciones delictivas o asuntos de interés público conectados a la
seguridad nacional. En otras palabras, la ausencia de procedimiento ha de motivarse,
ha de justificarse en argumentos de racionalidad jurídica vinculados, como es lógico,
a consideraciones relativas a los intereses públicos concretos en juego.
En materia de forma, de acuerdo con el artículo 55.1 de la LRJAPPAC parece
establecerse como regla general, es lógico, que los actos se produzcan por escrito:
“Los actos administrativos se producirán por escrito a menos que su naturaleza exija
o permita otra forma más adecuada de expresión y constancia”. Así, en forma escrita,
siempre queda constancia de la decisión administrativa, es más sencilla la ejecución
del acto, el destinatario o destinatarios pueden conocer los argumentos en que se
funda la Administración para la emisión del acto si es que pretenden recurrirlo y,
también, es más fácil su notificación a los destinatarios, requisito necesario para que
el acto sea eficaz, pues un acto no comunicado al destinatario es un acto ineficaz y,
por tanto, no produce efectos jurídicos por muy bien confeccionado que esté.
La regla general de la forma escrita admite la excepción de la expresión verbal u
oral cuando la propia naturaleza del acto así lo exija o permita otra forma más ade-
cuada su expresión o constancia. Piénsese, por ejemplo, en las instrucciones que un
Ministro del interior imparta a sus subordinados en un caso de atentado terrorista o
en la instrucción de un policía de tráfico prohibiendo el paso en determinado sentido
por causa de un accidente múltiple. Lo razonable y apropiado es que, en estos casos,
se use la forma oral. Pero ello no excluye, para que haya constancia del contenido de
esos actos administrativos, como dispone el párrafo segundo de este artículo, que
“en los casos en los que los órganos administrativos ejerzan su competencia en forma
verbal, la constancia escrita del acto, cuando sea necesaria, se efectuará y firmará por
Primera parte 25

el titular del órgano inferior o funcionario que la reciba oralmente, expresando en la


comunicación del mismo la autoridad de la que procede.
Si se tratara de resoluciones, el titular de la competencia deberá autorizar una
relación de las que haya dictado de forma verbal, con expresión de su contenido”.
Ciertamente, se comprende que en función de la naturaleza propia de algunos
actos, proceda la forma verbal, pero es más difícil de entender que la forma verbal
sea más adecuada desde el punto de vista de la constancia del acto. Sin embargo,
como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la exclusión de la
forma escrita, con base en el artículo 55.1 LRJAPPAC, cuando la naturaleza del acto
“permita” otra forma más adecuada de expresión o constancia, es censurable. Por la
sencilla razón, dicen estos autores, de que si puede prescindirse de la forma escrita
de manifestación del acto cuando simplemente la naturaleza del acto admita otra
más adecuada, se está reconociendo un amplio margen de discrecionalidad para
producir actos válidos no escritos. Si estamos de acuerdo en el ejercicio de poderes
discrecionales ha de hacerse motivadamente, razonadamente habría de tomar tal
decisión la Administración, lo que debería hacerlo por escrito, algo que parece
incongruente con un acto no escrito.
Sin embargo, en la realidad cotidiana es francamente extraño que un acto se
produzca de forma verbal más allá de situaciones de emergencia o en materias rela-
cionadas con la seguridad pública en que por las propias circunstancias del caso no
sea posible el acto escrito. Fuera de estos supuestos, la verdad es que en muy contadas
ocasiones se producen actos verbales, por lo que, en efecto, la dicción del precepto
que comentamos, excesivamente amplia, es censurable,
El Tribunal Supremo, por sentencia de 21 de enero de 1992, señala que la forma
escrita es “ante todo, una garantía de seriedad y certeza” de manera que admitir la
concesión de una licencia de forma verbal, como dice otra sentencia de 26 de febrero
de 1992 “introduciría un factor grave de seguridad jurídica”. Obviamente, la for-
ma oral al margen de los supuestos en que proceda por la propia naturaleza de las
circunstancias, introduce una notable quiebra del principio de seguridad jurídica
y de confianza legítima de los administrados en una Administración que sirve con
objetividad los intereses generales.
La forma escrita, insisto, salvo en asuntos urgentes o en cuestiones en las que
la inmediatez de la actuación es esencial, será la regla general. De todas maneras,
cuando se dicten actos verbalmente, lo mejor es que siempre quede constancia
escrita si es posible a posteriori. Es verdad que el precepto transcrito parece indicar
que puede haber actos en los que no sea necesaria la constancia escrita. Sin embar-
go, no acierto a encontrar ejemplos en los que la constancia escrita sea innecesaria.
Es más, en el Estado de Derecho lo congruente es que todos los actos puedan ser
conocidos y que el secreto, y no digamos, la actuación sin soporte documental, se
persiga para que la luz y la transparencia sean las guías de actuación de los titulares
de los órganos administrativos.
Junto a actos escritos y a actos verbales, BOCANEGRA cita los actos manifestados
a través de signos convencionales, como pueden ser las señales de tráfico o los actos
26 Derecho Administrativo español. Tomo II

acústicos, cuyo mejor exponente son los semáforos para invidentes o las propias
señales de tráfico que hay en las carreteras, autovías y autopistas. Estadísticamente,
es lo cierto, y lo normal, la producción escrita de los actos administrativos.
Finalmente, por lo que se refiere a la forma, el propio artículo 55 de la LRJAPPAC
dispone en su último párrafo que “cuando deba dictarse una serie de actos adminis-
trativos de la misma naturaleza, tales como nombramientos, concesiones o licencias,
podrán refundirse en un único acto, acordado por el órgano competente, que espe-
cificará las personas u otras circunstancias que individualicen los efectos del acto
para cada interesado”. Como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
la refundición no da lugar, a diferencia de la acumulación, a un acto único porque los
actos refundidos conservan su individualidad, si bien se producirán por escrito en
un solo documento. Son requisitos de validez de la refundición, por lo que se refiere
al sujeto emisor, que se acuerde por el órgano competente y, en cuanto al objeto, que
los actos sean de la misma naturaleza. La enumeración de diferentes posibilidades de
refundición que señala el precepto en cuestión no es una lista cerrada sino una lista
ejemplificativa, por lo que, obviamente, además de los nombramientos, concesiones
o licencias que se citan pueden dictarse para otro tipo de actos. Es menester, en
estos casos, que la refundición se refiera a actos que, además de ser de la misma
naturaleza, contengan una serie de elementos comunes, de manera que sea posible
una declaración genérica común a todos ellos con la especificación del elemento di-
ferencial, evitando que aquella declaración genérica, que constituye el contenido de
todos, se repita tantas veces como los elementos diferenciales (GONZÁLEZ PÉREZ
y GONZÁLEZ NAVARRO).
Al tratar sobre la forma de los actos administrativos, BOCANEGRA analiza cua-
les deben ser los requisitos formales que han de cumplir los actos. Es decir, ¿cuál es
el contenido formal del escrito en el que se plasma el acto administrativo? A juicio de
este autor, la LRJAPPAC no ofrece una regulación satisfactoria. En la práctica, todo
acto escrito, aunque no está sujeto a requisito de forma más allá del procedimiento
legalmente establecido que ha de seguirse para su producción, habrá de contener
todos los denominados requisitos del acto. Es decir, en el encabezamiento constará
el órgano administrativo emisor con su adscripción jerárquica correspondiente,
un preámbulo en el que se expondrán las normas tenidas en cuenta así como los
trámites que se han seguido, la motivación, si es necesaria a tenor del artículo 54
LRJAPPAC, la parte dispositiva en la que efectivamente se concreta el contenido real
del acto administrativo, para terminar con el lugar de emisión, la fecha y la firma del
titular del órgano, al que suele acompañarse la expresión de la naturaleza del acto y
en caso de no agotar la vía administrativa, los recursos administrativos y el judicial
que se pueden interponer en caso de desacuerdo.
En relación con la motivación, aunque sólo sea exigible legalmente en los casos del
artículo citado, no está de más que se incorpore en todos los actos administrativos
alguna referencia racional que permita colegir con facilidad los argumentos lógicos
de los que trae causa dicha resolución administrativa. En un Estado de Derecho, la
exigencia de objetividad que la propia Constitución española impone a la actuación de
Primera parte 27

la Administración debe plasmarse en todas sus manifestaciones de voluntad. Como


los actos administrativos son la principal expresión de la voluntad administrativa,
en ellos deberá aparecer de alguna manera el sello de la objetividad, cuya forma más
sencilla es incorporar en su exteriorización los argumentos en los que se ha basado la
Administración para dictar el acto administrativo en cuestión. Como ha precisado
el Tribunal Constitucional en su sentencia de 16 de junio de 1982, la motivación es
necesaria para el debido conocimiento de los interesados y para la posible defensa de
sus derechos, y debe darse con la amplitud necesaria para tal fin, pues solo expresan-
do las razones que justifiquen la decisión, es como puede el interesado después alegar
cuanto le convenga para su defensa, sin subsumirse en la manifiesta indefensión que
proscribe el artículo 24.1 de la Constitución, también extensivo a las resoluciones
administrativas”. Más adelante, el propio Tribunal Constitucional, en sentencia
14/1991, dispuso que la motivación de los actos discrecionales garantiza que se ha
actuado racionalmente y no arbitrariamente y permite un adecuado control de los
actos discrecionales, exigiéndose una motivación suficiente, que al menos, exprese
apoyo en razones que faciliten conocer cuales han sido los criterios fundamentales
de la decisión.
En efecto, aunque podría dedicarse un epígrafe especial, me parece que es
pertinente analizar en este punto la motivación del acto administrativo. Porque
obviamente es una cuestión relativa a los requisitos del acto administrativo y,
sobre todo, porque es una cuestión central de la teoría del acto administrativo.
La motivación, lo acabamos de señalar, es una manifestación, como pocas, de la
objetividad a la que está condicionada la acción administrativa precisamente por
el sentido racional del servicio al interés general que debe expresar toda manifesta-
ción de la actuación administrativa. Desde una perspectiva amplia, el artículo 103
de la Constitución, al mandar que la actividad administrativa refleje siempre el
servicio objetivo al interés general, está obligando, insisto, a que todos los actos
administrativos sean un exponente de ese servicio objetivo al interés general. Y si
así debe ser, como todos estamos de acuerdo, entonces resulta que la motivación,
así considerada, ha de ser una característica propia que distinga a los actos admi-
nistrativos de otras categorías jurídicas. En Alemania, como es sabido, la exigencia
de la motivación no conoce excepciones. Ahora bien, en el derecho español, si
nos situamos en una aproximación más concreta, resulta que las exigencias de
motivación, que han de ser generales para todos los actos administrativos, son
imprescindibles en una serie de actos administrativos en los que por razones de
discrecionalidad o de restricción o limitación de las posiciones jurídicas de los
particulares, la objetividad o racionalidad ha de ser expresada necesariamente,
siempre y e todo caso. Además, junto a esta perspectiva, no puede olvidarse, como
recuerda nuestro Tribunal Constitucional tempranamente que en la propia moti-
vación de los actos administrativos hay una razón de orden procesal: la defensa de
los derechos e intereses legítimos del destinatario de un acto administrativo.
La motivación no es sólo pura formalidad, no es sólo fórmula de estilo, ni cubrir
el expediente. La motivación es, en mi opinión, una obra de artesanía jurídica que
28 Derecho Administrativo español. Tomo II

expresa el compromiso de una Administración pública, y de sus agentes, por elabo-


rar y confeccionar actos administrativos en el marco del Estado de Derecho. Con
razón se ha dicho que la temperatura democrática de una Administración pública
se mide, entre otros factores, por el grado de calidad de la motivación de los actos
administrativos. En efecto, cuando se cuida la motivación, cuando los funciona-
rios encargados de tal tarea han asumido la relevancia y trascendencia de su labor,
se puede decir que nos encontramos ante una Administración que intenta servir
objetivamente el interés general. La objetividad, característica constitucional de la
actuación administrativa, se satisface a partir de la racionalidad. Por eso, el Tribunal
Supremo, en una sentencia de 10 de marzo de 2004 dice que la motivación, como
ingrediente formal del acto administrativo, se cumple si del contenido del acto se
deducen las razones determinantes de lo resuelto en el mismo.
Desde una perspectiva más general, la sentencia del Tribunal Supremo de 22 de
febrero de 2005 señala que la motivación refuerza los principios de objetividad y
transparencia de la actuación administrativa y posibilita una plena tutela de los
derechos e intereses legítimos de los ciudadanos. La motivación implica, pues,
objetividad y efectividad de la tutela judicial. En el mismo sentido se pronunció
el propio Tribunal Supremo a través de una sentencia de 29 de noviembre de 2006
al establecer que la motivación tiene por finalidad que el interesado conozca los
motivos que conducen a la resolución con el fin, en su caso, de poder rebatirlos
en la forma procedimental regulada al efecto. La motivación, pues, continua esta
sentencia, es consecuencia de los principios de seguridad jurídica y de interdicción
de la arbitrariedad enunciados en el apartado 3 del artículo 9 de la Constitución es-
pañola y, también, desde otra perspectiva, puede considerarse como una exigencia
constitucional impuesta no sólo por el artículo 24.2 CE, sino también por el artículo
103 (principio de legalidad en la actuación administrativa). Además, esta resolución
judicial, con buen criterio, recuerda que la obligación de motivar es consecuencia
también del derecho a una buena administración proclamado en el artículo 41 del
Tratado de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea cuando dispone que
forma parte de tal derecho fundamental de la persona la obligación que incumbe a
la Administración de motivar sus decisiones.
En efecto, la motivación es, también una garantía de los derechos de los particu-
lares, que así podrán conocer las razones que han impulsado a la Administración
pública a resolver en una determinada dirección y no en otra. La ausencia de
motivación, cuando es preceptiva legalmente, puede entenderse como un vicio
merecedor de nulidad de pleno derecho, pues provoca indefensión y se concul-
ca así el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la
Constitución, en aplicación del artículo 62.1.a) de la LRJAPPAC. Sin embargo, en
la mayoría de los casos, la falta de motivación es determinante de anulabilidad,
sobre todo porque es una jurisprudencia en la que la posibilidad de que la ausencia
de motivación lesione un derecho fundamental se considera quizás un tanto exa-
gerada al aplicar, por razones históricas, la doctrina de la indefensión, sentencia
del Tribunal Supremo de 13 de febrero de 1992, situación que, con la Constitución
Primera parte 29

en la mano, puede considerarse como un claro supuesto de lesión del derecho a la


tutela judicial efectiva al quedarse el particular sin los argumentos para impetrar
la tutela judicial a que siempre tiene derecho.
Si se considera que la motivación no es más que un requisito formal de los actos
administrativos en los que legalmente sea procedente, entonces su ausencia o defi-
ciente formulación es merecedora de la sanción de la anulabilidad, nulidad relativo
o, en todo caso, constitutiva de irregularidad no invalidante. El deslinde de ambos
conceptos, como señala una sentencia del Tribunal Supremo de 1 de octubre de 1988,
se ha de hacer indagando si realmente ha existido una ignorancia de los motivos que
fundan la actuación administrativa y si por tanto se ha producido o no la indefensión
del administrado. Ahora bien, si admitimos que estamos ante una cuestión material,
de fondo, y se produce una lesión de derechos fundamentales con su omisión, tal
y como señalaba antes, entonces, como también admiten González Pérez y
González Navarro, podríamos estar ante un supuesto de nulidad absoluta del
artículo 62.1.a) de la LRJAPPAC. Esta doctrina, sin embargo, cuenta con el no peque-
ño obstáculo de que la jurisprudencia del Tribunal Supremo sigue considerando en
general que la motivación es un requisito formal (sentencia de 26 de noviembre de
1987). En sentido contrario, encontramos una progresiva sentencia de 20 de noviem-
bre de 1998 que entiende, con toda lógica jurídica, que la omisión de la motivación
“puede generar la indefensión prohibida por el artículo 24.1 de la Constitución”.
Para esta sentencia, la motivación no es un requisito formal sino “que lo es de fondo
(…) porque solo a través de los motivos pueden los interesados conocer las razones
que justifican el acto, necesarios para que la jurisdicción contencioso administrativa
pueda controlar la actividad de la Administración”. El argumento fundamental para
considerar que la motivación no es sólo un requisito formal reside en que la principal
nota que la Constitución atribuye a la Administración es la del servicio objetivo al
interés general. Y en esta tarea la motivación de los actos es sencillamente esencial
para tal servicio objetivo al interés general.
¿Ha de constar la motivación en el cuerpo del acto? ¿Puede encontrarse en el
expediente administrativo? La jurisprudencia ha entendido que aunque lo normal es
que la motivación se encuentre en la redacción material del acto, es posible que sea
fácilmente colegible del conjunto del expediente. Es más, puede que la motivación
se encuentre en las memorias del expediente en cuestión, algo que quien conozca
el funcionamiento ordinario y real de la Administración sabe que ocurre muchas
veces. El propio Tribunal Supremo, sentencia de 21 de enero de 2003, ha entendido
que la motivación “puede hacerse bien directamente bien por referencia a informes
o dictámenes obrantes en el expediente”. En el mismo sentido, la reciente sentencia
del Tribunal Supremo de 24 de junio de 2008 recuerda que la motivación de los actos
administrativos debe integrarse con los documentos obrantes en el expediente, de
manera que la obligación de motivación de los actos discrecionales queda cumplida
si con tal documentación los afectados conocen las razones que han llevado a la
Administración a adoptar una determinada resolución y ello les permite adoptar
una adecuada defensa de sus intereses.
30 Derecho Administrativo español. Tomo II

En estos casos, el particular habrá de tener acceso al expediente porque si el


interesado no tiene posibilidad de acceso a él estamos en un caso de indefensión
material. En cualquier caso, lo mejor siempre es que la motivación se encuentre en el
texto final del acto administrativo pues de esta manera en el cuerpo del acto estaría
todo lo relevante desde el punto de vista jurídico.
Si la motivación se hace directamente habrá de realizarse “con sucinta referencia
de hechos y fundamentos de derecho” según dispone el primer parágrafo del artí-
culo 54 LRJAPPAC. El Tribunal Supremo, por sentencia de 10 de marzo de 2003,
entiende que “la motivación no significa un reconocimiento exhaustivo y detallado,
pero tampoco una formula convencional ni meramente ritual, sino la especificación
de la causa, esto es, la adecuación del acto al fin perseguido; por ello, para cumplir
este requisito formal se precisa la fijación de los hechos determinantes, su subsunción
en la norma y una especificación sucinta de las razones por las que éste se deduce
y resulte adecuada la resolución”. Es decir, en la motivación, de manera sucinta hay
que desvelar las razones que en virtud de los hechos concretos han aconsejado al
órgano administrativo resolver en determinado sentido. La comunicación de la
causa del acto, la explicación de las razones en relación con los hechos, es la principal
tarea que ha de ocupar al autor de la motivación que, insisto, debe ser una obra de
artesanía pues en la motivación de los actos nos jugamos valores, como señalamos
anteriormente, esenciales del Estado de Derecho.
La expresión “sucinta referencia a los hechos y supuestos de derecho”, dice
el Tribunal Supremo en una sentencia de 5 de mayo de 1999 no permite a la
Administración reducir el alcance de la motivación a “una genérica remisión al
contenido de preceptos legales porque esa circunstancia no evita la indefensión del
solicitante, que no puede llegar a conocer la razón cabal de la negativa, ni consi-
guientemente, argumentar con eficacia la impugnación de esa denegación”. Lo que
es pertinente para cumplir con el sentido del parágrafo primero del artículo 54
LRJAPPAC es, como también ha señalado el Tribunal Supremo, “dar razón plena del
proceso lógico y jurídico que determina la decisión” (sentencia de 15 de febrero de
1991). Y para ello no es menester una extensión amplia, sino la adecuada para cum-
plir con el fin de la motivación. En este sentido, como también ha tenido ocasión de
señalar el Tribunal Supremo en sentencia de 12 de enero de 1998 que “la suficiencia
de la motivación viene determinada por un punto de referencia obligado, cual es
la mayor o menor necesidad de un razonamiento más extenso o conciso, según las
circunstancias que hayan de explicarse y las fundamentaciones que se precisen”.
La motivación de los actos es, más que una cuestión de orden cuantitativo, una
materia que debe resolverse desde la perspectiva cualitativa. La motivación, pues, no
se acredita con una prolija y larga explicación, sino con los argumentos apropiados
al caso concreto, que en muchos casos podrán realizarse en breves líneas. Será la
naturaleza de cada caso la que determine la extensión de la motivación. Como regla,
la clave reside en explicitar convincentemente desde el punto de vista racional, las
causas que han aconsejado que, por ejemplo, un poder discrecional se concrete en
un sentido determinado.
Primera parte 31

La motivación, como señala BOCANEGRA, consiste en una operación jurídica


dirigida a revelar, a manifestar, por parte de la Administración autora del acto, las
razones de la adecuación del acto al fin de servicio objetivo al interés público que lo
justifica. En los casos de poderes discrecionales, la motivación es fundamental puesto
que en estos supuestos se produce un juicio o ponderación administrativa que lleva
a la opción por una determinada solución de entre varias legalmente posibles, por
lo que las exigencias generales de objetividad, que siempre acompañan a la actividad
administrativa, son particularmente intensas.
Realmente, si la fuerza jurídica del acto administrativo procede de su pre-
sunción de legitimidad, de su adecuación al interés general, parece lógico que la
motivación esté conectada, no sólo a las razones del caso concreto, sino también,
de forma más general, a las razones de interés público que justifican la confección
del acto administrativo.
Aunque como veremos a continuación la motivación es exigible legalmente
en determinados casos, pienso que el legislador lo que hace es obligar en ciertos
supuestos a una motivación específica, dada la naturaleza del acto de que se trate.
Con carácter general, el artículo 103 de la Constitución, en cuanto dispone que la
Administración actuar al servicio objetivo del interés general, parece reclamar que
todas las actuaciones de la Administración sean objetivas, lo que necesariamente
habrá de traducirse en actuaciones racionales, en actuaciones motivadas en argu-
mentos de interés público concretos.
Analicemos, a continuación el precepto que el legislador dedica a la motivación,
que es el 54 de la LRJAPPAC, ubicado en el capítulo segundo del título quinto bajo la
rúbrica de requisitos del acto administrativo.
“1. Serán motivados, con sucinta referencia de hechos y fundamentos de derecho:
a) Los actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos.
b) Los actos que resuelvan procedimientos de revisión de oficio de disposiciones o
actos administrativos, recursos administrativos, reclamaciones previas a la vía judicial y
procedimientos de arbitraje.
c) Los que se separen del criterio seguido en actuaciones precedentes o del dictamen
de órganos consultivos.
d) Los acuerdos de suspensión de actos, cualesquiera que sea el motivo de ésta, así como
la adopción de medidas provisionales previstas en los artículos 72 y 136 de esta Ley.
e) Los acuerdos de aplicación de la tramitación de urgencia o de ampliación de plazos.
f) Los que se dicten en el ejercicio de potestades discrecionales, así como los que
deban serlo en virtud de disposición legal o reglamentaria expresa.
2. La motivación de los actos que pongan fin a los procedimientos selectivos y de
concurrencia competitiva se realizará de conformidad con lo que dispongan las normas
que regulen sus convocatorias, debiendo, en todo caso, quedar acreditados en el procedi-
miento los fundamentos de la resolución que se adopte”.

La motivación, como ha señalado atinadamente el Tribunal Supremo, es una


exigencia constitucional que trae causa de los artículos 9, que sanciona el principio
de sujeción de los poderes públicos a la Constitución y al resto del Ordenamiento
32 Derecho Administrativo español. Tomo II

jurídico así como la prohibición de la arbitrariedad, 103, que reclama el servicio


objetivo al interés general así como el sometimiento pleno de la Administración a la
ley y al Derecho, y al artículo 23.2 CE que dispone el principio de acceso en condi-
ciones de igualdad a la función administrativa. Así, la sentencia de 29 de septiembre
de 1988, señala que “cuando se dice que la discrecionalidad no es arbitrariedad se
está diciendo precisamente, entre otras cosas, que incluso las llamadas decisiones
discrecionales —y ninguna decisión lo es de manera total— han de ser motivadas.
Lo contrario chocaría con preceptos de rango constitucional como los siguientes:
artículo 9.1 —sujeción de los poderes públicos a la Constitución y al resto del
Ordenamiento jurídico; artículo 9.3 —interdicción de la arbitrariedad—; artícu-
lo 103 —sujeción plena a la ley, y, además, al derecha que es previa a aquélla”.
Efectivamente, si convenimos, como decía LOCKE, que la arbitrariedad es la
ausencia de racionalidad, todos los actos del poder ejecutivo y de la Administración
han de ser racionales. Por ello, también desde esta perspectiva más abstracta puede
afirmarse que la exigencia de motivación es inherente a la propia esencia y razón de
ser de la Administración pública.
El marco constitucional de la motivación de los actos administrativos, que es
claro, refleja hasta que punto nos hallamos ante una obligación constitucional de la
Administración conectada a su propia esencia y justificación institucional. El citado
artículo 103.1 CE, al exigir la actuación de la Administración pública al servicio
objetivo del interés general, está disponiendo claramente que la objetividad, esto es,
la racionalidad, debe ser nota distintiva de la actuación administrativa, sea ésta por
acto o por contrato. La Administración, sea cual sea su forma de expresión, siempre
y en todo caso ha de atender a la objetividad. De lo contrario, si nos situamos en
esquemas de subjetividad, de arbitrariedad, estaríamos violando nada menos que
uno de los principios fundantes del Estado de Derecho. Desde otro punto de vista, la
sentencia del Tribunal Supremo de 5 de diciembre de 1990 llega a la misma conclu-
sión al señalar que “las exigencias efectivas del Estado de Derecho han determinado
el alumbramiento de técnicas que permiten el control judicial de la Administración
(artículo 106, CE)”. Control judicial que a tenor de lo que establece este artículo
constitucional, se proyecta más allá del control jurídico de la actividad administrati-
va al incluir el sometimiento de la propia Administración a los fines que la justifican.
Como los fines que la justifican son fines de interés público y el interés público ha
de gestionarse de forma objetiva, resulta que el Estado de Derecho reclama de la
función administrativa una acción racional, objetiva, congruente con los fines de
interés público que debe servir.
En parecidos términos se expresa la sentencia del Tribunal Supremo de 14 de
septiembre de 1994, seguida por la sentencia de 11 de diciembre de 1998, cuando
señala que “el sometimiento de la actuación administrativa a la ley y al Derecho,
la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos, y el control que corres-
ponde a los tribunales de la legalidad de la legalidad de la actividad administrativa
y de ese sometimiento a la ley demandan la motivación de los actos administra-
tivos en garantía de la seguridad jurídica, de la igual aplicación de la ley y del
Primera parte 33

Derecho a la igual protección jurídica (artículos 9.1 y 103.1)”. Esta jurisprudencia,


pues, parece inclinarse por la existencia de una exigencia constitucional general
de motivación que se desprende del contexto constitucional, especialmente de los
artículos 9, 103 y 106.
El alcance de la motivación, como dispone la sentencia anterior, “debe realizarse
con la amplitud necesaria para su debido conocimiento y posterior defensa, con lo
que la motivación del acto se conecta con el derecho fundamental a la tutela judicial
efectiva y el derecho de defensa”. Es decir, la motivación en cuanto exteriorización
de los argumentos racionales del acto permite una mejor defensa del destinatario del
acto encaminada, si es que el acto lesiona su posición jurídica, a recurrirlo sea en vía
administrativa, sea en vía judicial. De esta manera, si es que se impide el ejercicio del
derecho a la tutela judicial efectiva y el derecho se defensa, se está lesionando un dere-
cho fundamental de los que dan lugar, por mandato del artículo 62.1.a), a la nulidad
absoluta, a la nulidad de pleno derecho. La perspectiva de la tutela judicial efectiva
es tan importante como que afecta a un derecho fundamental de la persona. Sin
embargo, la razón constitucional de la motivación reside en la exigencia de obje-
tividad que ha de tener cualquier manifestación de voluntad de la Administración.
Lógicamente, si tal objetividad acompaña a las actuaciones administrativas, entonces
será más fácil, si se da el caso, impugnar o recurrir dicho acto porque las razones de
su confección permiten la reacción jurídica en su contra.
La sentencia del Tribunal Supremo de 24 de marzo de 2000 ofrece una buena
definición de motivación: “El Ordenamiento jurídico viene exigiendo la motivación
con relación a ciertos actos haciendo consistir aquélla en la necesidad de hacer
públicas las razones de hecho y de derecho que los justifican y fundamentan con
las finalidades de permitir el control indirecto de la opinión pública, para que no
aparezca el acto como manifestación voluntarista de un órgano sin otro apoyo que
el ilegítimo de una simple decisión autoritaria e injustificada, de permitir el control
jurisdiccional de dichos actos en los que la motivación es valiosísimo elemento para
determinar si se ajusta o no a derecho, y de dar a conocer a sus destinatarios las
razones en que aquéllos se asientan, único modo de que puedan decidir sobre la per-
tinencia de su impugnación y sobre los fundamentos de ésta, al margen de constituir,
la motivación, el ejercicio de una elegante cortesía siempre deseable”
En términos generales, toda la actuación administrativa, en la medida en que debe
ser servicio objetivo al interés general, ha de ser razonada, ha de estar mínimamente
motivada. Ahora bien, aún siendo esto así en general, el legislador ha querido ofrecer
un régimen especial de motivación para una serie de actos en los que la necesidad de
exteriorizar la racionalidad es siempre necesaria dada su conexión con la esfera ju-
rídica del particular destinatario del acto administrativo. Tal régimen se encuentra,
como sabemos, en el artículo 54 de la LRJAPPAC anteriormente transcrito.
De acuerdo con el artículo 54.1 la motivación consiste en una operación de comu-
nicación de los argumentos de hecho y de derecho en que se funda un determinado
acto administrativo. Es decir, como recuerda el Tribunal Supremo en su sentencia de
30 de noviembre de 1999, la motivación consiste en “la necesidad de hacer públicas
34 Derecho Administrativo español. Tomo II

las razones de hecho y de derecho que los justifican y los fundamentan con las finali-
dades de permitir el control indirecto de la opinión pública, para que no aparezca el
acto como manifestación voluntarista de un órgano sin otro apoyo que el ilegítimo
de una simple decisión autoritaria e injustificada, de permitir el control jurisdiccional
de dichos actos en los que la motivación es valiosísimo elemento para determinar si se
ajusta o no a Derecho, y de dar a conocer a sus destinatarios las razones en que aquéllos
se asientan, único modo de que puedan decidir sobre la pertinencia o impertinencia
de de su impugnación y sobre los fundamentos de ésta, al margen de constituir, la
motivación, el ejercicio de una elegante cortesía siempre deseable”.
La exteriorización de esas razones de hecho y de derecho ha de tener una adecuada
armonía y congruencia, pues de no haberla, de constituir un conjunto de argumenta-
ciones inconexas, sin relación de causalidad, no se podrían colegir las razones reales
de la producción del acto y, por tanto, no estaríamos en una motivación adecuada a
los postulados de un Estado de Derecho.
Es verdad que el artículo 54 LRJAPPAC sólo exige la motivación para una serie
de actos. Sin embargo, como ya señalamos con anterioridad, la motivación general
es exigible a todos los actos administrativos en el Estado de Derecho, sin perjuicio
de que en determinados casos, debido a su especial relevancia, trascendencia o rela-
ción con los ciudadanos, ésta deba ser especialmente cuidadosa. En cualquier caso,
la propia jurisprudencia, dados los términos tan amplios en que está redactado el
artículo 54 LRJAPPAC, no ha tenido empacho alguno en admitir en que, efectiva-
mente, la motivación es la regla general tal y como así ha manifestado la sentencia del
Tribunal Supremo de 11 de diciembre de 2002.
En primer lugar, según el precepto que comentamos, han de ser motivados “los
actos que limiten derechos subjetivos o intereses legítimos”. La razón es obvia puesto
que estamos ante actos administrativos desfavorables para los ciudadanos. Como
han señalado GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la motivación se
exige, en este supuesto, a todo acto administrativo que suponga una limitación a la
actividad del administrado que no estuviera prohibida o que estuviera condicionada
a la adopción del acto. Se trata de motivación de actos, no de normas, y de actos que
limiten derechos subjetivos, no de actos delimitadores, tal y como ha entendido la
sentencia del Tribunal Supremo de 8 de junio de 1999.
En segundo lugar, el artículo 54 LRJAPPAC se refiere a los “actos administrativos
que resuelvan procedimientos de revisión de oficio, recursos administrativos, recla-
maciones previas a la vía judicial y procedimientos de arbitraje”. Es decir se trata de
actos que tienen especial trascendencia por estar llamados a resolver procedimientos
de revisión de oficio, procedimientos en los que es la propia Administración quien
ha decido someter un acto perfecto a revisión por entender que podría incurrir en
nulidad de pleno derecho o en anulabilidad. Igualmente, es ejercicio de poder dis-
crecional, la resolución de un recurso administrativo, como también lo son los actos
que resuelven las reclamaciones previas. En todos estos casos nos encontramos ante
una función de naturaleza judicial de la Administración y, por ello, parece razonable
exigir la motivación a un acto administrativo que dirime controversias o resuelve
Primera parte 35

conflictos jurídicos. En efecto, en estos casos, la forma de redactar el acto tiene un


gran parecido con una sentencia. Los supuestos de hecho y los fundamentos de de-
recho conducen, a través de la razón y la lógica, a un determinado pronunciamiento,
que en caso de desestimación de la pretensión del recurrente, debe ser conveniente-
mente argumentado.
En tercer lugar nos encontramos con los actos que se separan del criterio seguido
en actuaciones precedentes o del dictamen de órganos consultivos. La exigencia legal
de motivación en estos casos no reclama demasiados comentarios ya que en estos
supuestos en los que la decisión administrativa se aparta del precedente o desconoce
los informes de órganos consultivos, el esfuerzo de racionalidad debe ser mayor para
explicar el sentido de dicho acto administrativo. El Tribunal Supremo ha dejado bien
claro que en los casos de renovación de concesiones de dominio público, como se-
ñalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, concurre tal obligación legal.
Así, por ejemplo, la sentencia de 24 de febrero de 1999 dice que “los actos originarios
impugnados debieron ser motivados, porque esa quiebra de de anteriores renovacio-
nes significaba dar el traste con el criterio seguido en actuaciones precedentes”. La
jurisprudencia también ha exigido que se motiven los actos de trámite que integran
el procedimiento y que se separan del mantenido en otros actos anteriores o de órga-
nos consultivos (sentencia del Tribunal Supremo de 5 de octubre de 1988) así como
el caso del acto que se aparta de la propuesta de resolución (sentencia del Tribunal
Supremo de 29 de septiembre de 1988). El valor jurídico del precedente administra-
tivo es extraordinariamente importante porque la tarea administrativa es una tarea
reiterada, conocida por los ciudadanos y, desde este punto de vista, previsible. En de-
terminados casos, si concurren ciertas circunstancias, se actúa siempre en el mismo
sentido. Si, repentinamente, en estos supuestos, se quiebra la confianza legítima, la
buena fe de los ciudadanos en la racionalidad de la Administración sin explicación,
entramos de lleno en el proceloso mundo de la arbitrariedad y la subjetividad que,
comos sabemos, se encuentran en las antípodas del Estado de Derecho.
En cuarto lugar, la LRJAPPAC extiende la motivación a los acuerdos de sus-
pensión, cualquiera que sea el motivo de ésta. También es lógico que un acuerdo
administrativo que resuelve un incidente de paralización provisional de los efectos
de un acto administrativo sea objeto de una motivación esmerada. Efectivamente,
en estos casos se ventila nada menos que la suspensión de la ejecutividad de un acto
administrativo, la detención provisional de los efectos de un acto que se presume
que ha sido dictado de acuerdo con la presunción de legitimidad y legalidad, con la
presunción de que está inspirado en razones de interés general, de ahí su fuerza de
obligar. Y si la ejecutividad, como expresión de la autotutela administrativa se funda
sobre la presunción de interés general que acompaña a los actos administrativos,
cuando estos van a ser retrasados en su ejecutividad, es lógico que tal decisión se
motive suficientemente en razones de interés general.
En quinto lugar, también han de motivarse los actos de aplicación de la trami-
tación de urgencia o de ampliación de plazos. Es fácil colegir que el acto por el que
se declara una expropiación forzosa urgente deba ser especialmente motivado. En el
36 Derecho Administrativo español. Tomo II

mismo sentido, cuando de ampliar un plazo se trata, igualmente hay que explicar por
qué se hace. En estos supuestos en los que la Administración ejerce poderes especiales,
si cabe, la motivación es más relevante. Podría argumentarse que tales supuestos son,
por su especial naturaleza, de discrecionalidad. Y como el precepto que analizamos
exige la motivación en todas las manifestaciones de las potestades discrecionales ad-
ministrativas (letra f del artículo 54.1 LRJAPPAC) se podría concluir que este supuesto,
como otros del precepto, no hace falta por redundantes. Es cierto, pero no lo es menos
que siendo la mayor parte de los actos discrecionales, que se haga una mención a los
más importantes no afecta al régimen general del artículo 54.1 LRJAPPAC. En estos
supuestos, la motivación, dado que nos encontramos ante poderes discrecionales, ha-
brá de venir fundada, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
en razones de interés público. Es lógico puesto que, por ejemplo, la declaración de
emergencia de una contratación administrativa vendrá aconsejada por razones con-
cretas, detalladas, de interés público. Igualmente, la ampliación de un plazo en un
determinado procedimiento habrá de atender a exigencias concretas de interés general,
pues de lo contrario pareciera que no tendría sentido tal medida.
En sexto lugar, el artículo 54.1 LRJAPPAC se refiere genéricamente a la motivación
de todos los actos que se dicten en el ejercicio de poderes discrecionales. Si la motiva-
ción ha de ser la regla general de acuerdo con la exigencia constitucional de servicio
objetivo al interés general, cuando se trata de actos en los que la Administración
dispone de un ámbito de libre apreciación tal obligación es mayor y de una alcance
mas concreto y específico. La motivación se expresa en el acto administrativo a tra-
vés de la exteriorización de los criterios en los que basa su confección de acuerdo con
las exigencias, concretas y específicas, del interés general. Pues bien, si resulta que
los actos discrecionales no estuvieran suficientemente motivados, estaríamos en el
reino de la arbitrariedad. Arbitrariedad que está prohibida por nuestra Constitución
porque en el Estado de Derecho se sustituye, con carácter general, la subjetividad en
el ejercicio del poder por la objetividad, la irracionalidad por la racionalidad.
En sentido amplio, la sentencia del Tribunal Supremo de 1 de junio de 1999 es
bien clara cuando sostiene que “la discrecionalidad, en cualquiera de sus variantes,
parte de la posibilidad de elegir entre un mayor o menor abanico de opciones o, si se
prefiere, resulta que su ejercicio permite una pluralidad de soluciones justas, o de op-
tar entre alternativas que, en general, sean igualmente justas desde el punto de vista
del Derecho o, tal vez mejor, razonables, desde el mismo punto de vista, por lo que
el ejercicio de la potestad discrecional presupone una opción entre varias posibles, y
una razonabilidad en un marco socio-cultural determinado, pero precisamente por
ello, la decisión discrecional exige, como inseparable de ella, la motivación, que es lo
que garantiza que se ha actuado racionalmente y no arbitrariamente, y la que permi-
te un adecuado control de los actos discrecionales, exigiéndose así una motivación
suficiente, que al menos exprese apoyo en razones que permitan conocer cuales han
sido los criterios esenciales fundamentales de la decisión (STC 14/1991), fórmula un
tanto vaga si se quiere, pero que tiene la ventaja de poder medirse caso por caso si se
cumple o no con la suficiencia”.
Primera parte 37

La discrecionalidad del acto nunca es absoluta o total, pues siempre habrá algún
elemento de naturaleza reglada, procedimental o formal. En estos casos, la motiva-
ción habrá de circunscribirse a esa zona de discrecionalidad, de manera que la luz
se proyecte sobre las razones internas en cuya virtud la Administración ha operado
en esa área de libre disposición de que disfruta en algunos casos con el fin de servir
objetivamente el interés general. Como ha señalado también el Tribunal Supremo en
su sentencia de 3 de febrero de 1998, la Administración pública cuando procede en
el marco de la discrecionalidad “ha de apreciar y considerar, con adecuada pondera-
ción y supuesto por supuesto, los intereses públicos y privados puestos en juego y los
demás elementos de juicio requeridos por la norma, reflejando consecuentemente
en la resolución, mediante una motivación suficiente y congruente (…) las causas
que determinen circunstancialmente, la concesión o no (sobre todo en caso de de-
negación) de la licencia o autorización”. He aquí algunos conceptos que son bien
relevantes para comprender mejor el alcance de la motivación. Debe hacerse caso
por caso. No hay fórmulas de estilo para motivar los actos porque, salvo que estemos
en presencia de actos en masa, cada acto es cada acto, y cada acto se ha dictado con
arreglo a unas determinadas circunstancias. Además, es menester que la operación
jurídica de motivación se haga con ponderación y de forma congruente con las exi-
gencias normativas y de interés general que siempre han de estar bien presentes en
todas las cuestiones que se refieren al acto administrativo en general.
La motivación según el artículo 54 LRJAPPAC y la jurisprudencia ha de ser, como
ya hemos indicado, suficiente y congruente. Suficiente para que los particulares
puedan conocer fácilmente las razones en las que se apoyó la Administración para
resolver y congruente con el interés general porque la Administración ha de servir
siempre de manera objetiva. Además, la jurisprudencia reclama de la operación
de motivación un ejercicio jurídico de ponderación de intereses y, por supuesto,
un contraste adecuado con el caso concreto de que se trate. Es decir, cuando nos
encontramos ante motivaciones genéricas, abstractas, que no hacen referencia al-
guna, o insuficiente, al caso concreto, nos encontramos ante motivaciones que no
cumplen los mínimos exigibles. A veces, la Administración recurre a fórmulas de
estilo previamente elaboradas para intentar cumplir con la motivación. Salvo que
se trate de casos idénticos, lo lógico es que cada caso se trate individualmente y que
también individualmente se proceda a la motivación correspondiente.
En séptimo lugar, el legislador dispone que habrán de motivarse los actos que
deban serlo en virtud de las correspondientes disposiciones legales o reglamenta-
rias. Y, en el párrafo segundo del artículo 54 encontramos una referencia expresa a
la motivación en los casos de actos que resultan de procedimientos selectivos y de
concurrencia competitiva, en cuyo caso “han de quedar acreditados en el proce-
dimiento los fundamentos de la resolución que se adopte”. En estos supuestos, es
evidente que el alcance y la extensión de la motivación serán bien diferente de los
casos normales u ordinarios. Por ejemplo, en un tribunal de selección de personal al
servicio de la Administración pública, la motivación se realiza en virtud de los cri-
terios previamente establecidos proyectados sobre los ejercicios de cada opositor. Así,
38 Derecho Administrativo español. Tomo II

la motivación resultará de las notas o comentarios de los miembros del Tribunal


que se recogerán en las actas de las sesiones y, también, de las anotaciones que
realizan los citados miembros del tribunal de selección en relación con las dife-
rentes intervenciones de los candidatos. De lo contrario, si no se acreditaran las
razones de las decisiones del Tribunal, aunque hayan sido expresadas oralmente
en las deliberaciones, ante los terceros o interesados en el procedimiento, se estaría
procediendo en un marco de oscuridad, misterio o enigma que choca frontalmente
con los postulados del Estado de Derecho y que precisamente la motivación de los
actos administrativos pretende combatir.
En este sentido, el Tribunal Supremo ha entendido, por sentencia de 29 de mayo
de 2001, que “la Administración ha de expresar las razones que le inducen a otorgar
preferencia a uno de los solicitantes frente al resto de los concursantes, haciendo
desaparecer así cualquier atisbo de arbitrariedad y permitiendo, al mismo tiempo,
que el no beneficiario pueda contradecir, en su caso, las razones motivadoras del acto
y el órgano judicial apreciar si ha actuado o no dentro de los límites impuestos a la
actividad de los poderes públicos”. Además, “la exigencia de motivación no puede ser
suplida por la simple fijación de puntuaciones (…), con tal exigencia no se trata de
sustituir el criterio técnico de la Administración, sino de conocer en qué ha consisti-
do éste y cuales han sido los datos determinantes de la decisión”. En estos supuestos
en que la fundamentación de la decisión se hace en función de puntuaciones o califi-
caciones, tales puntuaciones o calificaciones han de realizarse a partir de los criterios
previamente determinados que son aplicados sobre cada uno de los concursantes,
sin que sea suficiente la mera exposición de las notas correspondientes sin sopor-
te motivador. Más bien, es menester que tales calificaciones o puntuaciones estén
fundadas sobre determinadas anotaciones o glosas de los miembros del Tribunal de
selección, que normalmente constarán en las actas de las reuniones deliberativas y
que se contendrán en el expediente del correspondiente concurso u oposición.
Una vez analizada la motivación de los actos administrativos vamos a estudiar lo
que Bocanegra denomina condiciones formales de validez, que se refieren a la
relación entre el acto, la norma y la ley. Es decir, el acto trae causa de la potestad reglamen-
taria y ésta, a su vez, del poder legislativo. El artículo 103 de la Constitución española,
como bien sabemos, dispone que la Administración opera con “sometimiento pleno a
la ley y al derecho”. Con ello quiere decirse que la actuación administrativa ha de estar
de acuerdo con las leyes y con los principios generales del Derecho.
De acuerdo con el sistema de fuentes, en parte analizado en el Tomo primero,
la potestad reglamentaria, causa de la actuación administrativa ordinaria, a su vez
viene justificada, viene habilitada, a través del correspondiente reglamento, en una
ley previa. De esta manera, aunque sea por vía indirecta, es verdad que la actuación
administrativa es una actividad que trae causa del legislador. Un acto administrativo
se dicta porque el reglamento del que trae causa es ejecución de una ley, por lo que,
efectivamente, los actos son, deben ser, prolongaciones de la ley a través de la norma
para los casos concretos.
Primera parte 39

Como dice BOCANEGRA, la primacía del principio de legalidad implica,


también, que todo acto administrativo haya de cumplir con todas y cada una de
las normas jurídicas que configuran el Ordenamiento jurídico en el momento
en que sea dictado por el órgano administrativo competente. En este sentido, la
Administración actúa siempre en ejercicio de potestades. Potestades y poderes que
han de venir expresamente previstos en la ley, o que al menos, si seguimos la tesis
de la vinculación negativa, no contradigan lo determinado por la ley. Los poderes
o potestades públicos son, por propia definición, abstractos o generales, concre-
tándose a la realidad a través de los actos administrativos. Es decir, a través de los
actos administrativos, las potestades generan relaciones jurídicas administrativas
singulares. Sin potestades, sin poderes, no hay actuación administrativa. Sin leyes,
no hay potestades. Por tanto, como sentencia Bocanegra, sin potestades, sin
poderes, la Administración pública ordinariamente no puede actuar. Es posible, sin
embargo, que la potestad de dictar actos administrativos venga de un reglamento,
de una norma que la propia Administración se proporciona a si misma en ejercicio
de ese peculiar fenómeno de autoatribución de potestades. En los casos en que tal
operación se produce, se lesiona la reserva de ley cuando tal potestad reglamentaria
se produce al margen de la correspondiente habilitación legal previa tratándose
de materias reservadas a la ley, derechos fundamentales por ejemplo. En casos de
materias no reservadas a la ley, puede seguirse el principio de vinculación negativa
porque lo que por ley no está prohibido está permitido. El reglamento nunca podrá
contradecir la ley. En unos casos, materias reservadas a la ley, el reglamento necesita
habilitación expresa previa. En otros, lo que se requiere es que el reglamento no
invada en ningún caso el espacio a la ley.
En España, como es bien sabido, a diferencia de lo que acontece en Francia, no
existen materias expresamente reservadas al reglamento. Recordemos, en este sen-
tido, que el propio artículo 62 de la LRJAPPAC dice que son nulos de pleno derecho
las disposiciones administrativas que vulneren la Constitución, las leyes u otras
disposiciones administrativas de rango superior, las que regulen materias reservadas
a la ley, y las que establezcan la retroactividad de disposiciones sancionadoras no
favorables o restrictivas de derechos individuales.
El acto administrativo supone una aplicación de la norma administrativa a la rea-
lidad. Como la norma administrativa trae causa de la ley, todo acto administrativo
es una segunda derivación de la ley. Es la misma ley que se proyecta sobre la realidad
a través de la correspondiente norma administrativa. Si admitimos, sin embargo, la
perspectiva negativa del principio de legalidad, entonces lo fundamental, en las ma-
terias no reservadas, será que la norma administrativa de cobertura no contradiga
lo dispuesto en le ley.
Las limitaciones, gravámenes, restricciones o actos desfavorables, en la medida
en que afectan a derechos fundamentales han de venir siempre soportados en una
norma con cobertura expresa de la ley, con habilitación legal explícita. El artícu-
lo 53.1 de la Constitución es bien expresivo cuando dispone que los derechos y
libertades reconocidos en el capítulo segundo del presente título vinculan a todos
40 Derecho Administrativo español. Tomo II

los poderes públicos. Sólo por ley, que en todo caso habrá de respetar su contenido
esencial, podrá regularse el ejercicio de tales derechos y libertades que se tutelarán de
acuerdo con el artículo 161.1.a) de la propia Constitución. Por tanto, las limitaciones
o restricciones de la libertad en vía administrativa han de contener siempre y en
todo caso la correspondiente cobertura legal. Por el contrario, cuando se admite que
la actividad de limitación de las libertades se realice al margen de la ley, entonces se
puede decir que el sistema político en que tal cosa acontece es un Estado policía, un
Estado autoritario.
El legislador ha tenido tan clara esta cuestión que quiso que en la LRJAPPAC se es-
tableciera una causa especial de nulidad de pleno derecho de los actos administrativos
en el artículo 62 al establecer que los actos que lesionen los derechos fundamentales a
que se refiere el artículo 53.1 de la Constitución, en efecto, serán considerados nulos
de pleno derecho. No anulables, nulos de pleno derecho, que es la mayor sanción de
invalidez a que se puede hacer acreedor un acto administrativo ilegal.
En cambio, si el acto se dicta sobre la base de un reglamento que no respeta la
regla de las materias reservadas será anulable, salvo, claro está, que afecte a derechos
fundamentales o incurra en alguno de los supuestos del artículo 62 de la LRJAPPAC.
La norma habilitante es presupuesto necesario para la existencia de los actos. La
necesidad de la adecuación del acto a la norma, dice BOCANEGRA, es una exigencia
de que el acto se acomode al fin público perseguido por la norma que atribuyó a la
Administración la potestad de dictar acto de aplicación a la realidad. En realidad,
la presunción de interés general que descansa en la esencia misma del quehacer y
actuar administrativo se explica porque la potestad de dictar actos administrativos
es consecuencia de la necesidad de aplicar a la realidad una norma administrativa.
Como toda norma administrativa, todo reglamento se realiza para el mejor servicio
objetivo al interés general, de manera que los actos concretos de aplicación que lleva
a cabo la Administración han de disfrutar necesariamente de la misma condición
que la norma de la que traen causa.
Esta presunción, que trae causa de la especial posición jurídica que histórica-
mente se ha reservado a la Administración pública, es sin embargo, susceptible de
abusos por su propia abstracción. Por eso, cada vez va siendo más razonable que
si la Administración quiere hacer uso de sus potestades especiales concrete las ra-
zones de interés general que motivan tal actuación. Así, de esta manera, si se exige
esta condición previa para el ejercicio de potestades especiales que trascienden la
posición jurídica propia de los ciudadanos, es probable que el uso de los poderes y
potestades exorbitantes se reduzca notablemente y, en todo caso, cuando se pretenda
su ejercicio, se pueda reconducir a parámetros de lógica y racionalidad.
Efectivamente, la adecuación de la actividad administrativa al interés general es
una obligación constitucionalmente impuesta a la Administración, pues ésta ha de
servir con objetividad los intereses generales. Y ese servicio al interés general ha de
ser garantizado por el Ordenamiento, de manera que la actuación administrativa
para fines de interés privado o incluso para fines de interés público no previstos en la
norma se denomina técnicamente desviación de poder. Desviación de poder que el
Primera parte 41

artículo 70 de la vigente Ley reguladora de la jurisdicción contencioso administrativa


define como la ejecución de potestades administrativas para fines no previstos en el
Ordenamiento jurídico.
La desviación de poder, a pesar de que en sí misma constituye una clara contra-
vención de la esencia misma de la Administración, tiene la sanción de la anulabilidad,
no de la nulidad de pleno derecho. Así lo señala el artículo 63.1 de la LRJAPPAC al
disponer que “son anulables los actos de la Administración que incurran en cual-
quier infracción del Ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder”.
El artículo 103 de la Constitución, como sabemos, somete la actuación de la
Administración, cualquiera que sea su naturaleza, a la ley y al Derecho plenamente.
Es decir, el constituyente quiso dejar bien clara la sujeción total de la Administración
a la ley y al Derecho. Ciertamente, la sujeción al Derecho se realiza en buena medida a
través de los principios generales, fuentes del Derecho que además, como estudiamos
en el Tomo anterior, constituyen el oxígeno que deben respirar las normas para que
éstas cumplan con la finalidad propia que les atribuye el Ordenamiento jurídico.
En efecto, el sometimiento a los principios generales constituye un afinado
sistema de control de la actuación administrativa que, de esta manera, asegura que
tal actividad habrá de ajustarse a principios tan relevantes como el de proporcio-
nalidad, racionalidad, confianza legítima, buena fe, actos propios, congruencia y
coherencia, realidad y tantos otros que, de construcción jurisprudencial, ayudan
sobremanera a que la actuación administrativa se encuentre en todo momento
sujeta a la ley y al Derecho.
Junto a los principios generales del Derecho, principios que expresan la centra-
lidad de la persona y su dignidad como elementos capitales del Estado de Derecho,
la funcionalidad de los derechos fundamentales de la persona, artículo 53.1 de la
Constitución, es de tal calibre que vinculan la acción de los Poderes públicos. Esta
vinculación, más allá de su contenido negativo, implica que las Administraciones pú-
blicas han de ser sensibles a la efectividad de los derechos fundamentales cumpliendo
su tarea de ejecución de las leyes y las normas haciendo posible que en los diferentes
sectores de la actividad administrativa los derechos fundamentales de las personas
sean facilitados y promovidos. En este sentido, la letra y el espíritu del artículo 9.2 de
la Constitución es bien significativa en la medida que atribuye a los poderes públicos
una función de promoción de condiciones para que la libertad y la igualdad de las
personas y de los grupos en que se constituyan sean reales y efectivas. Este mandato
constitucional, analizado en el tomo anterior, es especialmente grave en materia de
policía administrativa, en la actividad administrativa de limitación y, por supuesto,
en el ejercicio de la potestad sancionadora de la Administración pública.
Desde el punto de vista del contenido, el legislador es bien explícito. En efecto,
el artículo 53.2 de la LRJAPPAC señala que “el contenido de los actos se ajustará
a lo dispuesto por el Ordenamiento jurídico y será determinado y adecuado a los
fines aquéllos”. Es decir, los actos han de tener un contenido concreto, real, reali-
zable y adecuado al interés general previsto en la norma que define la potestad de
confección de los actos administrativos. Nos encontramos, pues, de nuevo ante el
42 Derecho Administrativo español. Tomo II

interés general, ahora por la vía del contenido de los actos. Se trata, pues, de una
nueva vuelta de tuerca que el Ordenamiento establece para asegurar que el servicio
objetivo al interés general del que trata la Constitución esté presente en todos los
requisitos del acto administración, también en lo que se refiere al contenido. Por
otra parte, desde la perspectiva de la nulidad, el artículo 62 LRJAPPAC dice que son
nulos de peno derecho los actos administrativos que tengan un contenido imposi-
ble”. Por tanto, a “sensu contrario”, los actos han de ser posibles, han de tener un
contenido susceptible de poder ser llevado a efecto.
El acto administrativo ha de ser posible, determinado y adecuado al interés
general previsto en la norma administrativa. La imposibilidad de contenido, sea
física o jurídica, plantea el problema de la inexistencia de acto en estos casos en
lugar de la nulidad. Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
si realmente existe imposibilidad, le bastará al sujeto obligado con resistirse al cum-
plimiento ya que la Administración no podrá hacerlo efectivo a través de los medios
ordinarios de ejecución forzosa por obvias razones. Sin embargo, si tenemos en
cuenta, señalan estos autores, que partiendo de considerar erróneamente posible lo
que es imposible, podría plantearse la indemnización de perjuicios, y ante la obsti-
nación de los titulares de los órganos administrativos, podrían utilizarse extremos
recursos coactivos para intentar el cumplimiento de lo que es imposible cumplir,
por lo que no está de más su inclusión entre los casos de nulidad, a fin de poder
utilizar todos los remedios que el Ordenamiento arbitra frente a los actos ilegales.
La tesis de la inexistencia ya señalamos con anterioridad que puede ser útil desde
un punto de vista fenomenológico pero desde la perspectiva de la defensa jurídica
ante las causas que la producen es mejor y más útil la teoría de la nulidad de pleno
derecho del acto administrativo.
El Tribunal Supremo ha entendido que los actos son imposibles cuando existe
indeterminación en su contenido puesto que mal se puede cumplir lo que no se
sabe como cumplir (sentencia de 9 de mayo de 1985). También la jurisprudencia
ha entendido que estamos ante un acto de contenido imposible cuando el acto ver-
sa sobre la ejecución de una obra que ya estaba realizada (sentencia del Tribunal
Supremo de 21 de junio de 1994). En sentido más general, la doctrina de la identidad
entre imposibilidad e indeterminación del contenido la encontramos en la reciente
sentencia del Tribunal Supremo de 19 de mayo de 2000 cuando señala que son actos
de contenido imposible aquellos “que encierran una contradicción interna en sus
términos por oponerse a las leyes físicas inexorables o a lo que racionalmente se
considere insuperable”. En efecto, la imposibilidad metafísica, física o jurídica, las
tres, han de englobarse, en sentido contrario, en el concepto de imposibilidad del
artículo 62.1 c) del la LRJAPPAC, que sanciona con la nulidad de pleno derecho los
actos administrativos de contenido imposible.
A la hora de analizar el objeto del acto administrativo hemos de tener presente,
como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, que el acto adminis-
trativo ha de tener siempre un objeto lícito. El problema de tal caracterización del
objeto del acto estriba en que tal nota no la encontramos en la LRJAPPAC, lo que no
Primera parte 43

es obstáculo insalvable porque si entendemos que la licitud equivale, como parecen


argumentar estos autores, a la adecuación o congruencia del contenido del acto con
los fines de interés público que lo presiden, entonces no hay mayores problemas. En
este sentido de conformidad del acto con el Ordenamiento jurídico, de adecuación a
los fines de interés público que lo justifican podemos afirmar que el objeto del acto
administrativo habrá de ser siempre lícito.
Esta adecuación de la actividad al Ordenamiento jurídico al Ordenamiento
jurídico es consecuencia, por una parte, de la objetividad que ha de presidir el fun-
cionamiento del aparato administrativo, y, por otra, del sometimiento a la ley y al
Derecho con que debe proceder. Por eso, de acuerdo con el artículo 53. 2 LRJAPPAC,
el contenido de los actos se ajustará a lo dispuesto por el Ordenamiento jurídico
y será determinado y adecuado a los fines de aquellos. Además, según el artícu-
lo 62.1.f) de la LRJAPPAC, son nulos de pleno derecho los actos expresos o presuntos
contrarios al Ordenamiento jurídico por los que se adquieren facultades o derechos
cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición. Si la infracción del
Ordenamiento jurídico es ordinaria, entonces nos hallaríamos ante un supuesto de
anulabilidad previsto en el artículo 63 de esta Ley.
Si atendemos al grado de invalidez en que puede incurrir un acto administrativo
ilícito, siguiendo a GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, podemos distin-
guir entre ilicitud ordinaria, no penal e ilicitud penal.
En el caso de la ilicitud penal, el artículo 62.1.d) de la LRJAPPAC determina que
en estos casos, como es obvio, estamos ante un supuesto de nulidad de pleno derecho
de los actos administrativos: “son nulos de pleno derecho los actos que sean consti-
tutivos de infracción penal o se dicten como consecuencia de ésta”. Es decir, todos
los actos que sean constitutivos de infracción penal, delitos o faltas, serán nulos de
pleno derecho.
La calificación de ilícito penal que puede merecer el contenido de un acto admi-
nistrativo no es propia de la jurisdicción contencioso administrativa tal y como se
deduce del artículo 4 de la ley reguladora de la jurisdicción contencioso administra-
tiva de 1998. Tal condición del acto ha de ser declarada por el orden jurisdiccional
penal tal y como, a su vez, señala el artículo 9.3 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.
Siendo esto así, ¿cuándo podría procesalmente hacerse valer tal causa de nulidad
de pleno derecho de los actos administrativos? Ciertamente, una vez que haya
recaído sentencia firme en el correspondiente proceso penal es posible solicitar la
nulidad de pleno derecho en la jurisdicción administrativa. Además, como afirman
González Pérez y González Navarro, en los supuestos de prevaricación,
cohecho… u otra maquinación fraudulenta, el interesado podrá, aparte de incoar
el procedimiento de revisión regulado en el artículo 102 LRJAPPAC, interponer el
recurso de revisión regulado en el artículo 118.1.4 de la LRJAPPAC.
Algunos autores como XIOL, GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO
admiten que el único caso en que podría admitirse la declaración de nulidad de
pleno derecho de un acto administrativo sin una previa condena penal, sería aquel
en el que se hubiera producido por la jurisdicción penal una sentencia absolutoria
44 Derecho Administrativo español. Tomo II

por falta de culpabilidad del agente en la que se declarase la antijuricidad penal de la


conducta, pues parecer ser precisamente este elemento y no la culpabilidad, aquel al
que atiende la LRJAPPAC al configurar el supuesto.
En caso de ilicitud no penal, a tenor de lo dispuesto en el artículo 63 LRJAPPAC, el
de la anulabilidad, ésta será la consecuencia jurídica de tales actos. Ordinariamente,
las infracciones del Ordenamiento en que puedan incurrir los actos administrativos,
salvo los supuestos extremadamente graves en que procede la nulidad, deben califi-
carse de anulabilidad de acuerdo con el citado artículo 63 LRJAPPAC. Como dicen
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, cualquiera que fuera la norma
infringida y la modalidad de la infracción, el acto será anulable, no nulo de pleno de
derecho ni irregular.
Junto a los requisitos subjetivo y objetivo de los actos administrativos, la doctrina
suele referirse también a la causa y al fin, a veces como conceptos diversos, a veces
identificándolos. En realidad, la causa de un acto administrativo no deja de ser una
circunstancia de interés general, una determinada necesidad pública que provoca, al
amparo de la correspondiente norma, que a su vez trae causa de la pertinente ley, una
proyección o aplicación concreta del interés general a la realidad. Desde este punto
de vista, GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO afirman que la causa de los
actos administrativos se nos presenta como el interés público a satisfacer en el caso
concreto y representa el fin objetivo hacia el que ha de actuar la Administración en
cada una de sus concretas determinaciones. Causa e interés público concreto se iden-
tifican, de forma y manera que desde la teoría de la causa en el acto administrativo
o desde la perspectiva teleológica o finalista, de lo que se trata es de garantizar que,
en efecto, en todo acto administrativo exista una tendencia o misión encaminada a
satisfacer el interés público en la concreta realidad sobre la que se proyecta el corres-
pondiente acto administrativo.
¿Es lo mismo causa que motivación? El profesor SEBASTIÁN MARTÍN-
RETORTILLO señaló que los motivos de los actos administrativos no son sino las
varias razones más o menos remotas o inmediatas que impulsan el “iter voluntatis”
del agente y que en su último desarrollo, para que el acto administrativo sea legítimo,
deben coincidir con la causa.
En la actividad administrativa, como ya hemos señalado, es fundamental que
exista armonía en relación al fin de interés general que se ha de atender en el caso
concreto. Además, como sabemos, la potestad en que se funda la capacidad de dictar
actos administrativos ha de estar prevista en la norma que permite o posibilita la
acción administrativa. Pues bien, esa potestad tiene una concreta finalidad prevista
en la correspondiente norma habilitadora. Y a esa finalidad ha de ser atendida,
como dice el Tribunal Supremo en su sentencia de 24 de febrero de 1998, a través
de la concreta actividad administrativa de aplicación de dicha potestad. Dicho en
otros términos, “el contenido de los actos administrativos ha de ser congruente y
adecuado con los fines que lo justifican” (sentencia del Tribunal Supremo de 12 de
julio de 2001).
Primera parte 45

La exigencia de adecuación del acto administrativo a los fines previstos en el


Ordenamiento es el fundamento de la institución denominada desviación de poder.
Es decir, siempre que se ejercite una potestad administrativa para un fin distinto al
fijado por el Ordenamiento jurídico estaremos ante una desviación de poder y, por
tanto, como ya sabemos, el acto administrativo será anulable. La desviación de poder
se produce siempre que la actividad administrativa se separe de la finalidad pública
que le es inherente o que, siendo pública, se separe de la finalidad pública prevista
en la norma administrativa que le sirve de cobertura. En este sentido, el Tribunal
Supremo ha señalado en su sentencia de 13 de mayo de 1994 que “la desviación de
poder, como vicio determinante de la anulabilidad de los actos administrativos,
constituye el ejercicio de las potestades administrativas para fines distintos de los
fijados por el Ordenamiento jurídico”.
En materia de desviación de poder hay que tener presente, como ha declarado
la jurisprudencia del Tribunal Supremo, sentencia de 4 de diciembre de 1991, que
“es necesario un acto aparentemente ajustado a la legalidad, pero que en el fondo
persigue un fin distinto al interés público querido por el legislador. Se presume que
la Administración ejerce sus potestades conforme a Derecho. No puede exigirse, por
razón de su propia naturaleza, una prueba plena sobre su existencia, ni tampoco fun-
darse en meras presunciones o conjeturas, siendo necesario acreditar la concurrencia
de hechos o elementos suficientes para formar en el Tribunal la convicción de que
la Administración acomodó su actuación a la legalidad pero con finalidad distinta
de la pretendida por la norma aplicable”. La prueba de la desviación de poder, como
es obvio, es exigida, con más o menos rotundidad, por el propio Tribunal Supremo
(sentencias de 29 de noviembre de 1986 y de 15 de marzo de 1993). En este sentido,
la sentencia de 12 de enero de 1998 señala que existe una doctrina jurisprudencial
consolidada en cuya virtud se flexibiliza el rigor de la exigencia de una prueba plena
sobre la concurrencia de tal vicio (desviación de poder), al sustituirlo por la más
matizada de que se acredite su existencia en términos suficientes como para que el
Tribunal pueda llegar a la convicción de que se ha incurrido en él. En el mismo sen-
tido, la sentencia de 20 de marzo de 1988 señala que “la desviación de poder supone
un ánimo predeterminado de utilizar las facultades de la Administración con fines
distintos de lo previsto por la ley, de forma que aquella actuación sea arbitraria y que
la presunción de legalidad del acto exige acreditar hechos o elementos suficientes
para llevar al Tribunal a la convicción de que la Administración actuó en forma
distinta a la prevista en la norma”.
46 Derecho Administrativo español. Tomo II

V. Acto administrativo y norma administrativa


La relación entre acto y norma ha sido expuesta en términos generales, desde la
perspectiva del reglamento, en el tomo anterior. Ahora interesa analizar esta cues-
tión desde el ángulo del acto administrativo. En efecto, el principio de legalidad,
ya estudiado anteriormente, plantea el sometimiento de la entera Administración
pública, y por ello de toda su actividad, a la ley y al Derecho. El sometimiento a la ley
implica la sujeción del aparato administrativo y su quehacer también a las normas
que se dictan para la aplicación de la ley, normas que precisan del acto adminis-
trativo para materializar “ad personam” el contenido de la ley. El sometimiento al
Derecho implica, como ya analizamos en materia de principios generales, la proyección
de todo el conjunto de criterios de Derecho sobre la actuación administrativa de
manera que también el oxígeno en el que se muevan las normas y los actos de la
Administración sea el adecuado al Estado de Derecho.
Como señala BOCANEGRA, todo acto administrativo debe cumplir con el con-
junto de normas jurídicas previas que forman el Ordenamiento en el momento de
su confección, incluidas también las normas de Derecho comunitario europeo, que
como sabemos, son de aplicación directa desplazando a las normas internas que con
ellas colisionen.
En este punto es conveniente recordar que en virtud del principio de legalidad
en versión de vinculación negativa, salvo en materias de reserva de ley, como por
ejemplo derechos fundamentales, la Administración puede dictar reglamentos
siempre y cuando no contravenga o lesionen lo dispuesto en la Ley. En estas materias
no reservadas a la ley los reglamentos dictados por la Administración podrán ser
desarrollados por los correspondientes actos administrativos.
Tanto se siga la doctrina de la “positive Bindung” o de la “negative Bindung”,
vinculación positiva o negativa de la Administración al legislador, lo cierto y ver-
dad es que en el Estado de Derecho la Administración debe actuar siempre en el
marco de las potestades de que dispone que son atribuidas por el Ordenamiento.
La Administración, insisto, no puede en el Estado de Derecho autoatribuirse po-
testades porque está sometida a la ley y al Derecho. La Administración precisa de
habilitaciones legislativas para actuar como regla. Si seguimos la tesis de la vincu-
lación positiva, entonces tendríamos que afirmar que siempre y en todo caso ha de
existir una ley previa que permita actuar a la Administración. Probablemente, esta
doctrina sea demasiado rigurosa de manera que la tesis de la vinculación negativa
parece más razonable siempre, claro está, que la doctrina de la reserva de ley se
interprete severamente.
Las potestades administrativas han de aplicarse sobre la realidad. Para ello, la
Administración dicta los pertinentes actos administrativos que ordinariamente
acompañan la posición jurídica de la Administración prevista en la norma admi-
nistrativa. Por tanto, si el acto trae causa de la norma y ésta de la ley, al menos en materias
reservadas, la potestad de dictar actos administrativos, en materias de reserva
legal, está amparada por una norma con rango de ley. Esta afirmación nos lleva a
Primera parte 47

preguntarnos: ¿entonces en los casos de materias no reservadas, la Administración


puede dictar actos sin la correspondiente cobertura legal? Para contestar a esta
pregunta hay que tener presente que las potestades administrativas, entre las que se
encuentra la de dictar actos administrativos, han de estar ordinariamente previstas
en la ley, por lo que, desde este punto de vista, aunque indirectamente, no queda
más remedio que sostener que, en efecto, los actos administrativos tienen siempre,
aunque sea de manera refleja y general, cobertura legal.
Los actos administrativos que limitan o restringen los derechos subjetivos o
intereses legítimos de los ciudadanos siempre han de contar con amparo legal ex-
preso. Por una razón bien obvia: desde el primer constitucionalismo del siglo XIX se
entendió que los asuntos relativos a las libertades y derechos innatos de las personas
serían de la competencia del Legislativo, por lo que en esa sede será dónde se acometa
la tarea de la regulación de estas cuestiones. Como señala Bocanegra, la doctrina
alemana ha entendido que, además de en estos casos, también es necesaria la cober-
tura legal expresa en todos los casos de actos de gravamen que se produzcan en el
marco de las relaciones especiales de sujeción.
Pero la reserva de ley va más allá de los meros actos de gravamen. Según la doc-
trina alemana que recoge BOCANEGRA, esta tesis se aplica a todos aquellos actos
en los que el contenido favorable viene asociado a un gravamen siempre y cuando
tal gravamen constituya algo más que una mera condición accesoria que trate de
asegurar el cumplimiento de los requisitos legales a los que si somete la ventaja jurí-
dica definida. Para los alemanes es claro que todo acto de gravamen requiere de ley
previa salvo que el contenido del acto de gravamen sea solo un medio para asegurar
que el beneficio se otorga en las condiciones legalmente establecidas, sin imponer un
contenido negativo adicional.
En el Derecho español, a tenor de lo dispuesto en el artículo 53.1 de la Constitución,
todos los actos administrativos, sean limitadores o favorables a los ciudadanos,
si afectan de forma esencial al desarrollo de los derechos fundamentales, han de
contar con la pertinente habilitación legal. Si estamos de acuerdo en que el régimen
jurídico de los derechos fundamentales de la persona es uno de los puntos centrales
del sistema constitucional, es lógico que su desarrollo y todo lo que pueda afectar,
de una u otra manera, a su ejercicio por los ciudadanos, deba tener cobertura legal
o, al menos, estar de acuerdo con los principios generales de Derecho, si es que por
alguna razón, que todo puede ser, el legislador sigue dictados propios de un inter-
vencionismo irracional. Si se dejara en manos de las potestades administrativas la
regulación, por ejemplo, de las condiciones de ejercicio de los derechos fundamenta-
les, estaríamos posibilitando que el poder ejecutivo, en cualquier momento, a partir
de las técnicas de la policía administrativa, se convierta en un poder autoritario, en
un poder arbitrario.
Los actos administrativos, en virtud del artículo 103 de la Constitución, están
sometidos, además de a la ley, a los principios generales del Derecho. Por tanto, las
consideraciones efectuadas en el tomo anterior con relación a la relevancia de los
principios en relación con el Derecho Administrativo son de general aplicación a
48 Derecho Administrativo español. Tomo II

los actos administrativos en cuanto son elementos centrales y vertebradotes del


sistema jurídico. En este sentido, como señala BOCANEGRA, en esta materia de los
principios, hay que tener presente que según el artículo 9.1 CE también los poderes
públicos están vinculados a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico,
por lo que también los actos administrativos han de respetar los derechos funda-
mentales de la persona. Y no sólo respetarlos, sino de acuerdo con los artículos 9 y
53 de la Constitución, las Administraciones públicas han promoverlos y facilitar su
ejercicio efectivo en su quehacer cotidiano. Es tanta, obviamente, la importancia que
tiene el sometimiento de la actuación administrativa a los derechos fundamentales,
que la primera causa de nulidad de pleno derecho de los actos administrativos es
precisamente la lesión de los derechos fundamentales susceptibles de amparo cons-
titucional, tal y como prescribe el artículo 62.1.a) de la LRJAPPAC.
Uno de los principios generales de mayor aplicación en materia de actos
administrativos es el principio de proporcionalidad, principio que, como señala
Bocanegra, implica que el acto debe ser adecuado a los fines que persigue, esto
es, que sea idóneo, necesario y que guarde relación con el fin propuesto. De alguna
manera, este principio jurídico está previsto en el artículo 103 de la Constitución
cuando se dice que la Administración sirve objetivamente el interés general, o en
el artículo 106 CE cuando se señala que los Tribunales, además de controlar la
legalidad de la actividad administrativa y la potestad reglamentaria, también fisca-
lizan jurídicamente el sometimiento de la propia Administración a los fines que la
justifican. Por tanto, el principio de congruencia tiene respaldo constitucional. La
proporcionalidad se refiere, más bien, a la actuación adecuada al fin previsto de la
manera menos gravosa posible para el particular.

VI. La eficacia de los actos administrativos


Con no poca frecuencia se confunden actos válidos y actos eficaces. La causa de tal
identificación, se debe, entre otras razones a que dos categorías jurídicas tan cen-
trales de la teoría de los actos jurídicos como validez y eficacia se utilizan no pocas
veces como sinónimas. A veces se dice que un acto inválido es ineficaz o que un acto
ineficaz siempre es inválido, algo que como intentaremos exponer en este epígrafe
no es, ni mucho menos, así.
En efecto, mientras que la validez se mueve en el mundo de los requisitos necesarios
e imprescindibles para que un acto administrativo sea viable para el Ordenamiento jurí-
dico, la eficacia se circunscribe al reino de las consecuencias jurídicas de los actos. En el
caso de la validez estamos hablando de la plena conformidad a Derecho y en el supuesto
de la eficacia estamos tratando sobre la proyección de los actos administrativos.
El Tribunal Supremo, en sentencia de 7 de junio de 1984 ha señalado, en materia
de validez y eficacia, que ambos conceptos son distintos, suponiendo la primera la
concurrencia en el acto de todos los elementos que deben integrarlo según los requi-
sitos propios de cada caso y la competencia del órgano que lo pronunció, gozando
incluso de una presunción “iuris tantum”, en tanto que la eficacia es lo que el propio
Primera parte 49

artículo 57 LRJAPPAC condiciona en ciertos supuestos, como en el estar supeditada


la notificación al interesado.
Como señala BOCANEGRA, es conveniente distinguir, dentro de la eficacia de los
actos administrativos, una dimensión interna y otra externa. La dimensión interna
se refiere a la obligatoriedad jurídica inherente a todo acto administrativo válido,
a todo acto administrativo confeccionado de acuerdo con las reglas del Derecho
Administrativo. Estamos, podría decirse de alguna manera, ante la eficacia en po-
tencia. La dimensión externa, por su parte, se refiere a las consecuencias jurídicas
concretas, reales, que se producen tras la pertinente y oportuna notificación o publi-
cación del acto según los casos. Para el destinatario del acto, éste es real y construye
la relación jurídica concreta desde la notificación o publicación. Es más, los plazos de
vigencia del acto empiezan a contabilizarse siempre a partir de la notificación o de la
publicación, según proceda.
La eficacia interna, obligatoriedad genérica del acto para Administración y
destinatario o destinatarios, y la eficacia externa, consumación de las consecuen-
cias jurídicas, se producen de modo simultáneo con la notificación publicación
al interesado o interesados. Sin embargo, en ocasiones esto no ocurre así porque
es posible, por ejemplo, que el contenido del acto se condicione al transcurso de
un plazo de tiempo, a un término. En este caso, el acto adquiere eficacia externa,
debiendo ser impugnado si se pretende evitar su firmeza. Es decir, el contenido del
acto, sus efectos jurídico-materiales, se demoran hasta la llegada del término, pero
los efectos jurídicos ordinarios del acto empiezan a producirse con la notificación
o publicación, aunque esta esté demorada por la existencia de un término. En este
caso, como señala Bocanegra, se produce la eficacia externa, pero no la interna
porque su contenido jurídico, el del acto, no será obligatorio en la medida en que
aún no se han producido, mientras no llegue el plazo, los efectos jurídico-materiales
a cuyo cumplimiento se dirige la regulación que incorpora.
Un problema que BOCANEGRA ha planteado es el relativo a si la eficacia del
acto administrativo respecto a un sujeto implica necesariamente la eficacia para los
demás, al resultar la regulación indivisible y disponer el acto en cuestión de eficacia
frente a terceros (por ejemplo, la licencia de construcción a favor de una persona,
que afecta negativamente a sus vecinos). La solución que propone este autor consiste
en considerar que el acto administrativo es eficaz a partir de la notificación de la
resolución a su destinatario principal, pero no adquiere firmeza frente a quienes,
siendo interesados en el procedimiento, no fueron notificados o frente a quienes
debieron haber sido llamados al procedimiento y no lo fueron. Esta solución, que es
razonable, está presidida por la necesidad de salvaguardar el principio de seguridad
jurídica de quien recibe la notificación ( que, en el ejemplo, debe poder iniciar la ac-
tividad autorizada con la certeza de que no comete infracción alguna por carecer de
licencia) y, por otro lado, por la necesidad de preservar el derecho a la tutela judicial
efectiva de los terceros afectados, que deben poder tener la posibilidad de recurrir la
decisión desde el momento en que tengan conocimiento de la misma. Obviamente,
la Administración no puede beneficiarse de la torpeza en que incurre cuando no
50 Derecho Administrativo español. Tomo II

informa del contenido de un acto a los potenciales perjudicados. Igualmente, si los


terceros afectados que puedan impugnar el acto no lo hacen en plazo, el acto deviene
firme sin que éstos puedan obviamente beneficiarse de su negligencia. Nadie puede
beneficiarse de su torpeza o negligencia es una regla general de derecho de pleno
aplicación también en esta materia.
Los actos administrativos nulos de pleno derecho no producen efectos, por
lo que nunca podrán ganar firmeza, ni siquiera si se dejan pasar los tiempos de
impugnación. La razón se encuentra en que son actos que no han sido configu-
rados como lo quiere el Ordenamiento jurídico y por ello no tienen capacidad
para desplegar efectos al adolecer de graves y esenciales defectos que les impide
disponer de fuerza de obligar. Los actos nulos de pleno derecho, por todo ello, no
se pueden beneficiar de la apariencia de la buena fe ni tampoco del principio de
seguridad jurídica puesto que la apariencia es, más bien, de nulidad absoluta. Esta
afirmación, sin embargo, habría que precisarla para referirla solo a los casos en que
la nulidad sea palmaria, obvia, evidente, notoria. En puridad, los actos adminis-
trativos habrían de ser nulos de pleno derecho cuando conste fehacientemente esta
circunstancia sin demasiadas indagaciones.
Es verdad que un acto nulo de pleno derecho o uno anulable puede ser ineficaz.
Sería el caso del acto nulo o anulable que no se notifica adecuadamente. Sin em-
bargo, sólo pueden ser eficaces, los actos anulables, no los nulos, que por su propia
naturaleza no son susceptibles de ser ejecutivos y ejecutorios, aunque desde el punto
de vista de la realidad en ocasiones hay que admitir, sobre todo tras largos años
de validez, que han producido efectos de algún modo, sobre todo en relación con
terceros que han consolidado situaciones jurídicas mientras dicho acto era presun-
tamente válido y eficaz. Los actos anulables, en cambio, mientras no se anulen por la
autoridad competente, son eficaces.
En efecto, el grado máximo de invalidez se asocia, dice BOCANEGRA, a la
ineficacia. Como la nulidad absoluta o nulidad de pleno derecho de los actos ad-
ministrativos encarna la invalidez radical, es razonable que también representen la
máxima ineficacia posible. La razón reside en que las causas de nulidad de pleno
derecho son supuestos de especial relevancia por su lesión de los más importantes
valores y principios jurídicos materiales y formales del derecho administrativo. Por
ejemplo, un acto que lesiona un derecho fundamental de la persona es un acto que
está violando uno de los elementos medulares del Ordenamiento jurídico consagrado
en la Constitución de 1978. Y un acto que se realiza, por ejemplo, prescindiendo total
y absolutamente del procedimiento legalmente establecido, es un acto que conculca
una de las garantías más elementales de que disponen los ciudadanos como es la de
que existan procedimientos administrativos que garanticen, entre otros, el principio
de igualdad ante la ley. Los actos que incurren en tales desórdenes jurídicos es lógico
que sean expulsados del Ordenamiento, ya que han sido producidos en contra de
los postulados básicos del sistema normativo. Se entiende, pues, que estos actos no
produzcan efecto jurídico alguno. Son ineficaces, como dice Bocanegra, total y
absolutamente. Que sean ineficaces no excluye que mientras no se declaró este extremo
Primera parte 51

no dejaran de producir efectos. Otra cosa es que se intenten salvar dichos efectos a
partir de la doctrina que los derechos adquiridos, pues muchas veces al amparo de
un acto administrativo, años después declarado nulo, se celebraron ciertas relaciones
jurídicas entre diversos sujetos que están protegidas por el principio de seguridad
jurídica y por el principio de confianza legítima.
En concreto, el precepto que la LRJAPPAC dedica al tema de la eficacia de los
actos es el artículo 57, que dispone:
“1. Los actos de las Administraciones públicas sujetos al Derecho Administrativo se
presumirán válidos y producirán efectos desde la fecha en que se dicten, salvo que en ellos
se disponga otra cosa.
2. La eficacia quedará demorada cuando así lo exija el contenido del acto o esté
supeditada a su notificación, publicación o aprobación superior.
3. Excepcionalmente, podrá otorgarse eficacia retroactiva a los actos cuando se dic-
ten en sustitución de actos anulados y, asimismo, cuando produzcan efectos favorables
al interesado, siempre que los supuestos de hecho necesarios existieran ya en la fecha
a que se retrotraiga la eficacia del acto y ésta no lesione derechos e intereses legítimos
de otras personas”.

Una lectura atenta del precepto, después de lo escrito, nos plantea una interesante
pregunta. Si resulta que los actos nulos de pleno derecho no son eficaces, ¿como es
posible que el legislador señale con carácter general, sin matización alguna, que todos
los actos, sean nulos o anulables, producen efectos desde la fecha en que se dicten sal-
vo que en ellos se disponga otra cosa? Obviamente, los actos nulos de pleno derecho
son, por definición, ineficaces con la salvedad indicada anteriormente. Si esto es así,
la dicción del precepto no es la más adecuada. BOCANEGRA, a quien seguimos en
este punto, se ha cuestionado este tema. Tras señalar que es sorprendente la literatura
del precepto considera que a pesar de la claridad de los términos, los actos nulos
de pleno derecho, los actos que se entienda que son merecedores de tal condición,
pueden ser privados de efectos bien en el marco de la suspensión de su eficacia o en
el contexto de la revisión de oficio. En el marco de la suspensión, el artículo 111.2.b)
LRJAPPAC, como más adelante comentaremos, la acción preventiva permite obtener
la paralización temporal de los efectos del acto si es que la suspensión se funda en
alguna de las causas de nulidad de pleno derecho del artículo 62 de la LRJAPPAC.
Por otra parte, el órgano competente de la Administración que advierte la nulidad
absoluta del acto en cuestión e inicia su revisión de oficio puede suspender su eficacia
de acuerdo con lo dispuesto por el artículo 104, también de la LRJAPPAC.
El gran problema de la nulidad es el de su desconocimiento mientras no se pro-
duce una resolución administrativa o judicial sobre la misma. Es decir, si el órgano
competente o el juez o tribunal no se han pronunciado, ¿hasta que punto el acto
presuntamente nulo de pleno derecho ha de ser desconocido, incumplido por los
funcionarios y por los particulares? En el Estado de Derecho la calificación de un
acto jurídico, de una relación jurídica o de un negocio jurídico sometido a contro-
versia ha de ser realizada por quien tiene la competencia para ello. En el caso del
52 Derecho Administrativo español. Tomo II

Derecho Administrativo, si estamos en vía administrativa, es la Administración el


órgano competente. Y si estamos ante la jurisdicción contencioso administrativa,
habrá de ser el juez o tribunal quien se pronuncie sobre tal extremo. Siendo esto así,
no es menos cierto que las causas de nulidad de pleno derecho realmente suponen
“prima facie”, a primera vista, una clara, notoria, palmaria, obvia y evidente nulidad
que no puede pasar inadvertida para Administración o particulares. Si a esta consi-
deración, de sentido común y de sentido jurídico, añadimos que los funcionarios, en
virtud del Código penal, artículo 410.2, están autorizados a desobedecer una orden
notoriamente ilegal, la solución al problema no es tan difícil de encontrar. Además,
el Ordenamiento jurídico contempla como falta muy grave la adopción de acuerdos
manifiestamente ilegales en el artículo 31.1.d) de la Ley de medidas para la reforma
de la función de 1984. Por su parte, el artículo 7.1.h) del reglamento de régimen dis-
ciplinario de los funcionarios de la Administración del Estado considera falta grave
la adopción de acuerdos manifiestamente ilegales cuando causen cualquier perjuicio
a la Administración o a los ciudadanos y no constituyan falta muy grave.
Por tanto, como dice BOCANEGRA, el funcionario que trate de trate de ejecutar o
ejecute un acto nulo de pleno derecho, es decir un acto que manifiesta y palmariamen-
te ofrezca indicios de tal condición jurídica, puede ser objeto de sanción disciplinaria,
que puede ser incluso más grave que la que se impondría por la desobediencia. En la
medida en que nadie puede ser obligado a cometer una acción tipificada como delito
o falta, no parece dudoso que todo lo anterior pueda romper la asombrosa y extrava-
gante regla que afirma la eficacia, y por tanto, la vinculación jurídica de todos los actos
administrativos, incluidos lo viciados de nulidad absoluta.
La contradicción apuntada entre normas del procedimiento general y el Derecho
penal y disciplinario debe resolverse, de acuerdo con la tesis de Bocanegra, con
una interpretación acorde a los principios constitucionales de legalidad y de some-
timiento de la Administración pública a la ley y al Derecho, que obligan a privar de
eficacia a los actos nulos. Para ello, es menester llamar la atención sobre la necesidad
de que la nulidad sea palmaria, evidente, obvia a primera vista. De esta manera, es
más fácil calificar la nulidad absoluta y también es más sencillo su reconocimiento
tanto por las autoridades competentes, como por los destinatarios del acto adminis-
trativo en cuestión. En estos casos, el funcionario salvará su responsabilidad si por
escrito esgrime las razones de la nulidad.
La doctrina ha entendido, al margen del problema de la ineficacia absoluta
de los actos nulos de pleno derecho, que el párrafo 1 del artículo 57 LRJAPPAC
constituye una reiteración del principio de ejecutividad recogido en el artículo
anterior, el 56 LRJAPPAC, que es el primer precepto con el que comienza el título
de la LRJAPPAC dedicado a la eficacia de los actos administrativos: “Los actos de
las Administraciones públicas sujetos al Derecho Administrativo serán ejecutivos
con arreglo a lo dispuesto en la presente ley”. En este sentido, BARCELONA LLOP
entiende que en este supuesto del artículo 57.1 LRJAPPAC estamos tratando de la
ejecutividad en la más descarnada, por incondicionada, de sus expresiones; salvo que
el acto diga otra cosa, es ejecutivo, es eficaz desde la fecha misma en que se dicta.
Primera parte 53

El artículo 56 LRJAPPAC reconoce el principio de ejecutividad o eficacia inme-


diata del acto administrativo. En realidad, el acto administrativo está acompañado
de la presunción de legalidad, presunción que cuando nos hallamos ante un caso real
de nulidad de pleno derecho se desvanece precisamente por la evidencia y notoriedad
del vicio, por lo que cuando nos encontramos ante un acto en esta situación se pueda
firmar que es ineficaz. Ineficacia que ha de ser declarada por la autoridad compe-
tente por razones de seguridad jurídica, aunque es claro, como antes señalamos,
los actos nulos de pleno derecho, por su especial visibilidad, no son de obligatorio
cumplimiento ni para los destinatarios ni para la Administración. Realizada esta
matización, los actos administrativos dictados con arreglo al Ordenamiento son
ejecutivos. Esto es, despliegan sus efectos desde que se dictan porque disfrutan de
la presunción de validez y obligatoriedad de su cumplimiento inmediato como regla
general. Por el sólo hecho de ser dictados, los actos administrativos disfrutan tam-
bién de la presunción de legalidad, presunción que, como ha dicho la jurisprudencia
del Tribunal Supremo, desplaza sobre el administrado la carga de accionar con la
finalidad de evitar que aquel devenga firme y consentido (sentencia del Tribunal
Supremo de 22 de octubre de 1989).
La presunción de legalidad, privilegio destacado del acto administrativo que
deriva del artículo 57 LRJAPPAC, es denominada por el Tribunal Supremo “pre-
sunción de legitimidad” o “presunción de validez”. Consiste en considerar que el
acto administrativo lleva en sí mismo la semilla de la juricidad por el hecho de ser
dictado por una Administración pública, por lo que se presume válido desde la
fecha en que se dicte. Tal presunción opera mientras el acto no se haya declarado
inválido por la autoridad competente y constituye el presupuesto o sustrato de la
ejecutividad administrativa.
Es una presunción “iuris tantum” que evidentemente puede ser destruida a tra-
vés del ejercicio de las acciones, recursos y procedimientos que permitan declarar
la invalidez. Es decir, el demandante es quien debe impugnar judicialmente el acto
administrativo. Ello, sin embargo, no quiere decir, como ha señalado el Tribunal
Supremo en una sentencia de 4 de junio de 2003, que la carga de la prueba recaiga ex-
clusivamente sobre el recurrente. Más bien, como dice dicha sentencia, en el proceso
judicial cada parte tiene sus obligaciones probatorias como en cualquier proceso, y
sobre la Administración recae la de acreditar que se dan las circunstancias de hecho
que constituyen requisitos para el ejercicio de sus competencias.
En materia local, el Tribunal Supremo, sentencia de 22 de enero de 2004, ha de-
nominado a esta presunción de “legitimidad” a partir del artículo 4.1.e) de la ley de
bases del régimen local de 2 de abril de 1985, señalando que tal presunción no puede
oponerse a la posibilidad de que los tribunales decreten su anulación, si estiman que
concurre alguna causa para ello.
Una sentencia de 22 de junio de 2005, del Tribunal Supremo, ha dispuesto que
la presunción de legalidad de los actos y disposiciones administrativas sólo implica
el deber de impugnarlos pero no la exoneración a la Administración autora de los
mismos de la carga de probar una vez que se ha ejercitado acción en sede judicial
54 Derecho Administrativo español. Tomo II

pretendiendo la ilegalidad de un acto administrativo. La presunción, sentencia del


Tribunal Supremo de 22 de diciembre de 2005, sitúa al recurrente en la posición
de tener que alegar y probar la infracción del acto desvirtuando la presunción
“iuris tantum”. Más recientemente, la sentencia de 19 de julio de 2007, también del
Tribunal Supremo, señaló que “la presunción de legalidad que adorna a los actos
administrativos desaparece cuando se demuestra que el acto es nulo o anulable y eso
naturalmente lo pueden declarar los tribunales”.
La eficacia normal del acto administrativo es la ejecutividad. Es decir, el acto
es obligatorio y dispone de la capacidad jurídica de ser proyectado unilateralmente
sobre la realidad. Se diferencia de la ejecutoriedad en que ésta es la capacidad jurídica
de que dispone el acto administrativo, por haberse dictado de acuerdo con la presun-
ción de juricidad y de proyección del interés público, para se llevado a efecto incluso
por encima, superando la resistencia del destinatario. La ejecutividad hace referencia
a la idoneidad del acto para producir inmediatamente los efectos que le son propios.
La ejecutoriedad, por su parte, se refiere a la capacidad del acto de ser llevado a efecto
unilateralmente, incluso contra la voluntad de sus destinatarios.
Ciertamente, el contenido de un acto administrativo no nulo de pleno de de-
recho, por su naturaleza ejecutiva, ha de ser respetado por los particulares y por
la Administración pública. Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, al igual que existe el deber general de respetar las normas jurídicas —sin
que la ignorancia excuse de su incumplimiento— existe el de respetar las declara-
ciones contenidas en los actos administrativos y las situaciones jurídicas derivadas
o legitimadas por ellos. Así, frente a la actuación material legitimada por el acto
administrativo, en tanto no sea anulado por el órgano competente de la jurisdicción
contencioso administrativa, la LRJAPPAC dispone en su artículo 101 que no podrá
incoarse la vía interdictal. ¿Qué pasaría en caso de un acto nulo de pleno derecho,
esto es, en caso de un acto groseramente inválido? Insisto, en estos casos, la mera
visibilidad del vicio en el que incurra el acto es determinante de la destrucción de la
presunción de legalidad y, por ende, de la imposibilidad de producción de efectos.
Los efectos del acto administrativo suelen dirigirse al destinatario, que ordina-
riamente está perfectamente determinado e individualizado. Sin embargo, hay casos
de actos en los que el destinatario no está individualizado. Es el caso previsto en el
artículo 59.5.a) de la LRJAPPAC pues se refiere a actos administrativos “que tengan
por destinatario una pluralidad indeterminada de personas”.
Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, si bien los efectos
directos u ordinarios se extienden a los destinatarios del acto, los efectos indirectos o
reflejos pueden extenderse también a quienes no sean técnicamente destinatarios del
acto, pero que pueden ser favorecidos o perjudicados por dicho acto administrativo.
Si seguimos un criterio amplio en orden a la definición del acto administrativo,
entonces resultará que las certificaciones serían actos que agotarían su eficacia con su
declaración o calificación. Los actos que establecen una determinada carga, no una
obligación en sentido estricto, dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO
que no son susceptibles de ejecución forzosa. Si el particular no realiza la actividad
Primera parte 55

en que consiste la carga, las consecuencias nunca serán la ejecución contra la voluntad
del sujeto de la carga, sino las que establezca el Ordenamiento jurídico. En el caso
de actos que imponen una obligación a la Administración o al destinatario, una vez
cumplida se agota la eficacia del acto. Finalmente, en el caso de actos de duración
indefinida o por plazo determinado, el acto despliega sus efectos en la medida en
que subsista aquella situación jurídica. Por ejemplo, el Tribunal Supremo, aplicando
esta doctrina, entendió, por sentencia de 2 de junio de 1997, que debe rechazarse una
propuesta de nombramiento para la misma plaza por no estar vacante.
Normalmente, la eficacia de los actos se extiende hasta que se produzcan los
hechos o circunstancias previstos por el derecho para la cesación de la vigencia. En
efecto, las causas de extinción de los actos administrativos válidos hay que analizar-
las, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, en atención a los
sujetos, al objeto y al propio acto.
En el caso de que la cesación de la eficacia se produzca a instancias de la propia
Administración, ésta lo que hace es revisar sus propios actos de acuerdo con el artí-
culo 105.1 de la LRJAPPAC. En este caso existe un límite infranqueable: que dichos
actos no sean contrarios a la equidad, a la buena fe o a las leyes. GONZÁLEZ PÉREZ
y GONZÁLEZ NAVARRO han tenido ocasión de señalar que la irrevocabilidad de
los actos declarativos de derechos subjetivos ha sido un principio general amplia-
mente secundado por la jurisprudencia del Tribunal Supremo. La revisión, aparte de
la vía del recurso, se admite a través de los procedimientos de revisión expresamente
previstos en el artículo 102 de la LRJAPPAC y siempre será posible privarlos de efec-
tos por expropiación de los derechos de ellos derivados, con las garantías sentadas
por la legislación expropiatoria. En relación con ciertos actos, González Pérez
y González Navarro entienden que se reconoce por ley la posibilidad de la
revocación, aunque reconozcan derechos subjetivos, y sean reales, como es el caso de
las concesiones de utilización del dominio público.
El fallecimiento del destinatario también puede ocasionar la cesación de la efi-
cacia del acto administrativo. Es el caso de los actos favorables en que se concede
una autorización o licencia. Si tal contenido es personalísimo, la muerte del desti-
natario produce la extinción del acto administrativo en cuestión. También existen
actos cuya extinción o cesación de eficacia depende de la voluntad del administra-
do. Obviamente, si estamos ante actos favorables, si el destinatario renuncia a los
efectos positivos, ésta ocasiona la extinción del acto administrativo. La renuncia de
derechos, de acuerdo con la teoría general del Derecho, es admisible siempre que
no contraríe el interés o el orden público ni se perjudique a terceros. En el caso del
Derecho Administrativo, para que tal renuncia sea operativa es menester que la propia
Administración pública la acepte, aceptación que ordinariamente no podrá impedir
salvo que nos encontremos ante alguna circunstancia realmente excepcional.
Si el destinatario cumple el contenido del acto administrativo es obvio que se
extinguen también los efectos del acto administrativo como consecuencia, como
dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, del agotamiento del acto
administrativo. Este es el supuesto ordinario de extinción de los efectos del acto,
56 Derecho Administrativo español. Tomo II

que no opera en los actos de eficacia indefinida como puede ser el otorgamiento de
una licencia para una determinada actividad comercial, industrial o profesional sin
límite concreto de tiempo. En el mismo sentido, como ya hemos advertido al tratar
sobre el objeto del acto administrativo, si es que el acto se refiere a una realidad
material objetiva, su desaparición da lugar “ipso facto” a la extinción de los efectos
de éste. Es el caso, bien citado por estos autores, de la extinción de una licencia para
la realización de unas obras en un edificio que por encontrarse en estado ruinoso se
viene abajo. Si el objeto del acto, en estos casos, deviene de imposible cumplimiento,
entonces también se extingue al desparecer, de manera sobrevenida, el objeto del
acto administrativo en cuestión.
La extinción de los efectos del acto se puede producir también porque expire el
plazo o término establecido en el objeto del acto. El plazo, como señalan GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, puede fijar el plazo para que el destinatario co-
mience el ejercicio de una actividad y continúe realizándola a un ritmo razonable.
En estos casos, cuando así se determine, la extinción del acto no se producirá por el
devenir del plazo automáticamente, sino que será menester acreditar la inactividad
del administrado. Sin embargo, el caso ordinario es la extinción por el transcurso
del plazo estipulado en el contenido del acto. Además, es posible que la eficacia del
acto e someta a condición resolutoria, de forma y manera que sólo al acontecer tal
circunstancia se producirá la extinción de la eficacia del acto administrativo de que
se trate. Si se imponen en el acto determinadas condiciones al destinatario, bien por
así estipularlo el Ordenamiento jurídico, bien por decisión de la Administración en
el marco del derecho vigente, incumplidas éstas por el destinatario, los efectos del
administrativo también se extinguirán.
La ejecutividad se refiere, pues, a la fuerza especial de obligar de que dispone el
acto administrativo por estar amparado en la presunción de legalidad, que a su vez trae
causa del principio constitucional de eficacia fundado sobre la satisfacción del interés
general en el que están inscritas las actuaciones de la Administración pública. En este
sentido, la sentencia del Tribunal Supremo de 1992 recuerda este doble fundamento
de la ejecutividad: eficacia y presunción de legalidad, cuando señala que “la dimen-
sión temporal del principio constitucional de efectividad de la tutela judicial efectiva
—artículo 24.1 de la Constitución— impone, dada la larga duración del proceso, un
control de la ejecutividad del acto administrativo que se adelante en el tiempo al que
en la sentencia se lleve a cabo sobre el fondo del asunto. Y ese control de la ejecutividad
ha de llevarse a cabo teniendo en cuenta el fundamento de la propia ejecutividad que
una reiterada jurisprudencia —autos de 19 de septiembre de 1990, 31 de julio de 1991,
25 de enero de 1992, etc.— liga no solo al principio de eficacia de la actuación admi-
nistrativa —artículo 103.1 CE— sino también, se destaca, a la presunción de legalidad
del acto administrativo, apoyo el de esta presunción que resulta insoslayablemente
necesario dado que en un Estado de Derecho la eficacia opera dentro de la legalidad
como subraya el precepto constitucional citado y también declara la jurisprudencia
—en este sentido, sentencia de 27 de enero de 1992: el principio de eficacia no puede
implicar menguas de las garantías del administrado”.
Primera parte 57

La ejecutividad quiere decir obligatoriedad del acto administrativo. Ejecutoriedad,


en cambio, se refiere a la especial potencia de que gozan los actos administrativos,
por la presunción de legalidad y de interés general, para cumplirse unilateralmente
sobre la realidad con independencia de la resistencia que el destinatario pueda opo-
ner. Ejecutividad y ejecutoriedad, como se ha dicho, son las dos expresiones de la
autotutela declarativa y ejecutiva.
Es verdad que los actos administrativos son ejecutivos en el mismo sentido que
lo son todos los actos jurídicos. Sin embargo, siendo ello cierto, no lo es menos que,
además, de esa ejecutividad general, los actos administrativos disfrutan de una eje-
cutividad especial, autotutela declarativa, que permite a la Administración autora
del acto dirimir las controversias con las personas que con ella se relacionan y decidir
las cuestiones unilateralmente. Y no sólo resolverlas por sí misma (ejecutividad),
también puede ejecutarlas contra la voluntad de obligado (ejecutoriedad).
El efecto ordinario del acto administrativo es su ejecutividad, ejecutividad que,
como analizaremos a continuación exhaustivamente al tratar monográficamente
sobre el tema junto a la tutela judicial efectiva, trae causa de la condición pública
del Ente que dicta el acto y, por ende, del interés público al que deber servir con
objetividad según mandato del artículo 103 de la Constitución de 1978.
En efecto, como es sabido, la Ley Jurisdiccional de 1956, en consonancia con el
momento y las circunstancias históricas que presidieron su nacimiento, partía de
una consideración general del efecto no suspensivo de la interposición de recursos
en vía judicial contra los actos administrativos. Frente a este principio, se contem-
plaba la sola excepción de que la ejecución de actos pudieran causar perjuicios de
reparación imposible o difícil, en cuyo caso el Tribunal, a instancia del interesado,
podría acordar la suspensión. Este es, en esencia, el contenido del viejo artículo 122
de la LJCA de 27 de diciembre de 1.956, cuya Exposición de Motivos se situaba, sin
embargo un paso más allá de la propia regulación que interpretaba, al señalar que,
a la hora de declarar la suspensión, se deberá ponderar en qué medida el interés
público la exige. De igual modo, en relación con la dificultad de la reparación, la
Exposición de Motivos afirmaba que no cabía excluirla, sin más, por el hecho de que
el daño fuese evaluable económicamente.
Desde este punto de partida —que apuntaba en su propio nacimiento, unas
interesantes posibilidades interpretativas— se edifica la construcción doctrinal y
jurisprudencial sobre las medidas cautelares en general y la suspensión en particular
que, tiene, en su evolución, un antes y un después de la Constitución de 1.978.
En efecto, podemos, en primer lugar, identificar un progresivo debilitamiento del
requisito de la imposible o difícil reparación de los daños, como elemento central del
sistema, que parte, como hemos visto, de la propia Ley Jurisdiccional de 1956.
Del carácter vertebrador de este requisito de la dificultad de la reparación se
ha señalado, con acierto, que desviaba la atención hacia un problema que no era el
fundamental, ya que lo realmente decisivo es la protección de los bienes jurídicos en
presencia en el caso concreto, mediante una solución de justicia material.
58 Derecho Administrativo español. Tomo II

Se ha querido, también, buscar la causa de esta interpretación exclusivamente


centrada en la dificultad o imposibilidad de reparación en la propia —e inade-
cuada— redacción del párrafo 2º del artículo 122 de la ley de 1956 y en el paralelo
desconocimiento del contenido de la Exposición de Motivos, a cuyas posibilidades
interpretativas ya hemos aludido y que, ciertamente, sólo al final de la vida de esta
ley se le supo sacar toda la virtualidad que encerraba.
Pues bien, sobre estos presupuestos, la Jurisprudencia se situó, en el momento
inicial de la aplicación de la Ley de 1956, en una posición marcadamente favorable
a la preeminencia absoluta de el principio de ejecutividad de los actos, denegando
prácticamente como regla toda suspensión cuyo posible daño fuera evaluable econó-
micamente, desoyendo, por otra parte, la propia exposición de motivos de la ley.
Ahora bien, esta posición inicial fue progresivamente matizada al socaire de la
realidad constitucional que, a partir de 1978, marcó una consideración nueva de
las medidas cautelares y, entre ellas, de la suspensión, al entrar en relación con las
necesidades derivadas del derecho a la tutela judicial efectiva. Es, ésta, una de las conse-
cuencias de la proyección de un orden jurídico nuevo sobre unos cimientos viejos que
precisaban de una tarea a fondo de remozamiento, rehabilitación y reconstrucción.
Efectivamente, el criterio de la reparación económica —y de su presupuesto: la
evaluabilidad de los daños— no podía ser considerado de manera absoluta, más
bien requería de una solución valorativa caso por caso. A partir de aquí, se entendió
que el precepto del artículo 122 de la Jurisdicción encierra un concepto jurídico
indeterminado, necesitado de ser traducido conforme al conjunto de circunstancias
concurrentes en cada supuesto concreto. Casuismo que, unido a la citada, aunque
tardía incorporación del texto de la Exposición de Motivos de la Ley de 1956 como
elemento hermenéutico de primer orden, invitaba claramente a valorar los intereses
implicados para decidir otorgar o no la suspensión. Tarea de ponderación que, sin
embargo y como veremos, es uno de los criterios determinantes que la Ley de 1998
establece para la procedencia o no de la medida cautelar.
Es, insisto, a partir de la Constitución de 1978, cuando el criterio de la irrepa-
rabilidad de los daños deja de ser, al menos en apariencia, el eje sobre el que pivota
la suspensión, entonces la única medida cautelar prevista en la ley. La búsqueda
de la solución justa en cada caso trajo como lógica consecuencia la necesidad de
ponderar los intereses en conflicto, teniendo muy en cuenta la incidencia del interés
público. Y, en este punto, la combinación del criterio de los daños y la incidencia del
interés público fue calificada por el Tribunal Supremo de “interpretación auténtica”
del artículo 122 de la Ley de 1956, abriendo las puertas a la nueva regulación que
contempla el Derecho vigente.
Una nueva nota vino a completar este debate. En el mismo sentido de la ponde-
ración de intereses ante la suspensión, se pronunció la regulación del procedimiento
de amparo constitucional en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional, que esta-
bleció que, en materia de suspensión en esta vía, la Sala suspenderá el acto cuando la
ejecución hubiere de ocasionar un perjuicio que haría perder al amparo su finalidad
y, a “sensu contrario”, podrá denegarse la suspensión solo cuando de ésta pueda
Primera parte 59

seguirse perturbación grave de los intereses generales. Regulación, insisto, establecida


en el artículo 56 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional que hasta literalmente
recoge el legislador de 1998 en la ley de la jurisdicción contencioso administrativa.
Poco a poco, pues, como fruto de la labor del Tribunal Supremo basada en
la cantidad y la calidad de sus autos relativos a la posibilidad de suspender actos
recurridos, fue viendo la luz una nueva interpretación del artículo 122 de la Ley
de 1956 en la que el criterio de la irreparabilidad o difícil reparación, fue, primero
sustituido por la concepción de la “irreversibilidad” —que permite una más amplia
tutela judicial— y, junto a ello, tomó cuerpo la ponderación del interés público en
presencia, a partir de la consideración de lo expuesto en la Exposición de motivos de
la Ley Jurisdiccional.
Realmente, si la ejecutividad se fundamenta en razones de interés público, no
parece muy aventurado pensar que la suspensión pueda jugar cuando no haya
interés público grave en la ejecución del acto o norma. Sabemos que el conflicto
de intereses es frecuente en estos casos. Pero sabemos, también, que los principios
constitucionales concretados en la “vis expansiva” de las libertades públicas y los
derechos fundamentales deben abrirnos las puertas de la solución.
No debe, sin embargo, asimilarse un progresivo aumento de la operatividad de la
suspensión con un paulatino vaciamiento de la ejecutividad sino, más bien, es me-
nester señalar la necesidad de integrar la ejecutividad en el marco constitucional en
que discurre la Administración pública. La ejecutividad debe, por tanto, entenderse
precisamente en clave constitucional. Y, en esta línea, lo relevante es, como queda
señalado, que el enjuiciamiento de dicha ejecutividad garantice la tutela cautelar que
la Constitución hace nacer del principio del artículo 24.1 de nuestra Carta Magna.
En este sentido sí me parece interesante citar la sentencia del Tribunal Supremo
de 15 de junio de 1987, según la cual, la potestad ejecutoria de la Administración,
legalmente reconocida, no puede considerarse, en modo alguno, como contraria a
la Constitución, sino, más bien, como desarrollo necesario del principio de «eficacia
con sometimiento pleno a la Ley y al Derecho» que proclama el artículo 103 de la
Carta Magna. Ahora bien, que esto sea así, no quiere decir, ni mucho menos, que la
tutela cautelar no introduzca razonables límites a la posición institucional de una
Administración que ya no tiene la ejecutividad, una versión radical del polémico
privilegio de autotutela.
A partir de aquí, y a pesar de que en la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional
o en la Ley de Protección Jurisdiccional de los Derechos Fundamentales —hoy in-
tegrada en la Jurisdicción contencioso administrativo de 1998— se haya invertido
la regla general de la no suspensión, no debe deducirse que la suspensión deba ser
la regla general ya que esta regulación no es más que la consecuencia de que, en
determinados presupuestos —protección de libertades públicas, sanciones adminis-
trativas— el Derecho se ajuste a la propia realidad y naturaleza de las cosas.
Como punto final a la construcción jurisprudencial que venimos describiendo,
debemos situar el juego de la interrelación entre la ejecutividad y la tutela judicial
efectiva del artículo 24 de la Constitución. Frente a quienes, como veremos, vieron
60 Derecho Administrativo español. Tomo II

en esta relación la necesidad de interpretar de modo distinto —cuando no de vaciar


completamente de contenido— la regulación de la Ley Jurisdiccional de 1956, parece
afirmarse una postura más razonable y equilibrada, según la cual, la protección de los
derechos fundamentales —en especial del derechos a la tutela judicial efectiva— se
satisface haciendo que la ejecutividad de los actos administrativos pueda ser some-
tida a la decisión de un Tribunal y que éste, con la información y los instrumentos
propios del principio de contradicción, resuelva en Derecho.
Sin ánimo de realizar una exposición exhaustiva de la evolución jurisprudencial
—que resultaría un tanto ardua y que, por otra parte, es bien difundida y conocida
en esta materia— sí quisiera llamar la atención sobre algunas resoluciones judiciales
que ilustran la evolución que hasta aquí hemos comentado.
Efectivamente, la jurisprudencia ha sido la responsable de incorporar una nueva
aproximación de la suspensión mediante la cual ha dejado de ser un mero meca-
nismo excepcional, para convertirse en una pieza central del sistema de garantías
consagrado en la Constitución. El nuevo camino no es ya la protección radical
del interés público, sino la lógica necesidad constitucional de garantizar la plena
eficacia de la decisión judicial sobre el conflicto, que deriva del derecho a la tutela
judicial efectiva.
El Tribunal Constitucional ha tenido ocasión de pronunciarse en numerosas
ocasiones sobre la autotutela declarativa y ejecutiva de que goza la Administración
en relación con la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución y, por
ello, en conexión con la potestad judicial de control jurídico de la actividad admi-
nistrativa y de la potestad reglamentaria así como de los fines que justifican la entera
actividad de la Administración. En términos generales, la doctrina es bien clara: la
autotutela declarativa y ejecutiva, el privilegio de la ejecutividad y de ejecutoriedad
de los actos administrativos no conculca automáticamente la tutela judicial efectiva.
Este principio, sin embargo, admite algunas excepciones, excepciones que en buena
medida permiten formular el principio de que la ejecutividad administrativa es válida
constitucionalmente si ésta asume, en su mismo ejercicio, como parte sustancial, el
control judicial, lo que equivale a afirmar que mientras la ejecutividad está sometida
al control judicial la Administración no dispone plena y libremente de la ejecutividad
o ejecutoriedad, pues, de lo contrario, la tutela judicial sería una quimera, no sería
efectiva en una palabra, conculcando entonces el espíritu y al letra de la efectivi-
dad de dicha tutela. Además, en los casos de actos administrativos sancionadores,
por obvias razones, estos sólo pueden ser ejecutivos a partir de su firmeza, lo que
equivale a introducir en este caso un relevante límite que desde luego altera la regla.
Vamos, pues, a estudiar algunos de los casos más relevantes en los que el Tribunal
Supremo ha tenido ocasión de construir una doctrina que, aunque admite la regla
general de la ejecutividad y la ejecutoriedad, en realidad modifica sustancialmente
su entendimiento, al menos como era habitual antes de la Constitución de 1978.
Con carácter previo, pienso que la tesis de la que se parte en este tomo comporta,
en efecto, límites sustanciales en relación con la manera en que tradicionalmente
se viene entendiendo entre nosotros el sentido de las potestades y privilegios, o
Primera parte 61

prerrogativas, de que dispone la Administración pública. Más que privilegios o


prerrogativas, términos que habría que empezar a desterrar de nuestro diccionario
de glosarios, habría que hablar de poderes o potestades. Poderes o potestades que,
en efecto, en determinadas circunstancias, que habrán de ser especiales, extraor-
dinarias, implican un canon de exorbitancia. Ahora bien, en estos casos, que serán
excepcionales, la propia Administración habrá de justificar racionalmente las
causas, a partir del interés público, del uso de estos poderes excepcionales. Y esa
resolución motivada, que puede ser impugnada naturalmente, si se enfrenta a una
medida cautelar con ciertos visos de racionalidad, no digamos si la apariencia es de
un vicio grosero o grave, puede ser paralizada temporalmente.
El Tribunal Constitucional desde el principio ha señalado que el privilegio de la
autotutela atribuido a la Administración no es contrario a la Constitución, sino que
engarza con el principio de eficacia enunciado en el artículo 103 de la Constitución.
Esta doctrina la encontramos desde la sentencia 22/1984, pasando por la 238/1992,
la 148/1993, la 78/1996 y más recientemente en la 199/1998. Por otra parte, junto
a este criterio de la compatibilidad del privilegio de la autotutela administrativa
con la Constitución, ha sido constante la opinión del alto Tribunal acerca de que la
ejecutividad de los actos administrativos en términos generales y abstractos no es
incompatible con la Constitución, en concreto con el principio de la tutela judicial
efectiva establecida en el artículo 24.1 de nuestra Carta Magna ( sentencias 66/1984,
341/1993, 78/11996 199/1998, o autos 265/1985, 458/1988, 930/1988, 1095/1988,
220/1991 y 116/1995). Ahora bien, como también ha establecido nuestro Tribunal
Constitucional, el privilegio de autotutela, que incluye a su vez las prerrogativas de
la ejecutividad y ejecutoriedad de los actos de la Administración, no puede en modo
algunos primar sobre el contenido de los derechos y libertades de los ciudadanos
(sentencias 22/1984, 171/1997 y 199/1998). Este es, desde luego, el núcleo gordiano
de la cuestión porque, en efecto, en muchas ocasiones la ejecutividad puede lesionar
gravemente el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y acarrear situaciones
de indefensión prohibidas también en el artículo 24.1 de la Constitución.
El Tribunal Constitucional, en la sentencia 199/1998, recuerda que “del artícu-
lo 106 se deriva que la actuación administrativa está sometida al control de legalidad
de los Tribunales, y el 117.3 atribuye a éstos no solo la potestad de juzgar sino ade-
más de ejecutar lo juzgado. De modo que si los particulares acuden ante éstos para
impugnar los actos de la Administración y, en su caso, para que decidan sobre la
ejecutividad o suspensión de los mismos, el derecho de los ciudadanos a la tutela
judicial efectiva garantizado en el artículo 24.1 implica que los órganos judiciales
se deban pronunciar sobre ambos aspectos, con independencia de la decisión”. En
relación con la ejecutividad o suspensión de los actos, el Tribunal Constitucional
recuerda en esta sentencia que ya en 1984, en la sentencia 66/1984, se declaró que el
derecho a la tutela se satisface facilitando que la ejecución pueda ser sometida a la
decisión de un Tribunal y que éste, con la información y contradicción que resulte
menester resuelva sobre la suspensión. Además, desde 1991 (auto 85/371/1991) se
ha afirmado por el Tribunal Constitucional que la protección de los Tribunales del
62 Derecho Administrativo español. Tomo II

orden contencioso-administrativo incluye la facultad de suspender cautelarmente


los actos de ejecución en los términos que resulten precisos para garantizar la tutela
judicial de los derechos implicados.
Si, en efecto, la tutela judicial efectiva se satisface facilitando que la ejecutividad
del acto pueda ser sometida a la decisión de un Tribunal, entonces no se alcance a
comprender, si esto es así, como puede operar la ejecución inmediata de un acto
cuando éste ha sido puesto en conocimiento de un juez o tribunal del orden conten-
cioso administrativo y presumiblemente lesiona el derecho fundamental a la tutela
judicial efectiva.
En este sentido, el Tribunal Constitucional, llevando más allá su razonamiento,
dispone que “por imperativo del artículo 24.1 de la Constitución, la prestación de
la tutela judicial ha de ser efectiva y ello obliga a que, cuando el órgano judicial
competente se pronuncie sobre la ejecutividad o suspensión a él sometida, su
decisión pueda llevarla a cabo, lo que impide que otros órganos del Estado, sean
administrativos o de otro orden jurisdiccional distinto, resuelvan previamente sobre
tal pretensión, interfiriéndose de esa manera en el proceso judicial de que conoce el
Tribunal competente y convirtiendo así en ilusoria y en eficaz la tutela que pudiera
dispensar éste” (sentencia 199/1998). Como ha recordado la sentencia 76/1992, hasta
que no se tome la decisión al respecto por el Tribunal competente, el acto no puede
ser ejecutado por la Administración, porque en tal hipótesis esta se habría conver-
tido en Juez (sentencia 78/1996) pero tampoco la ejecución por otro órgano judicial
distinto porque esta eventualidad impediría que aquel Tribunal, el competente,
pudiera conocer eficazmente la tutela tal y como le impone el derecho fundamental
(sentencia 76/1992)”.
La doctrina del Tribunal expuesta es bien clara: ejecutividad y ejecutoriedad sí,
pero si hay riesgo para los derechos y libertades de los ciudadanos, queda en segundo
plano. Es decir, los derechos fundamentales de las personas están jurídicamente por
encima de la ejecutividad y ejecutoriedad. Tienen mayor rango jurídico. En estos
casos, sobre todo cuando aparece la tutela judicial efectiva por medio, entonces ésta
obliga a que la ejecutividad y la ejecutoriedad se supediten al control judicial. Es
lógico pues de lo contrario la tutela en vez de efectiva devendrá en ineficaz, en ilu-
soria, en una quimera, algo contrario radicalmente a lo que quiere la Constitución.
Por eso, el principio de la compatibilidad es general y abstracto, tal y como señala
también el Tribunal Constitucional. Es general y abstracto, pero cuando aparece
en liza el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva, entonces, salvo que se
trate de una invocación injustificada y fraudulenta, se detienen los efectos del acto
administrativo hasta que el Tribunal competente se pronuncie acerca de dicha eje-
cutividad y ejecutoriedad evaluando circunstanciadamente, como dispone la actual
Ley de l contencioso administrativo de 1998, los intereses en conflicto en orden a
determinar si la ejecución del acto haría perder al recurso su finalidad legítima.
Es decir, la tutela judicial efectiva, el derecho fundamental de la persona a la
tutela judicial efectiva, reclama en estos casos que la ejecución espere a la decisión
judicial. De lo contrario, la Administración se convierte en Juez, aparece, es
Primera parte 63

incongruente con los postulados del Estado de Derecho, como Juez y parte. En otras
palabras la ejecutividad y la ejecutoriedad, expresiones del privilegio de la autotutela
de la Administración —declarativa y ejecutiva— han sido replanteadas desde la
Constitución hasta el punto de que han pasado de dogmas a principios sometidos a los
derechos fundamentales de la persona. Si la Administración resuelve la ejecución de
un acto administrativo sobre cuya ejecutividad debe pronunciarse el Juez o Tribunal
incurre en una grave violación constitucional, nada menos que en la lesión de un
derecho fundamental. Por eso los derechos fundamentales en un Estado de Derecho
son de mejor condición jurídica que los principios de la actividad administrativa
ya que en un Estado social y democrático de Derecho la Administración pública es,
aunque resulta una afirmación de Perogrullo, de los ciudadanos. Los ciudadanos son
los dueños de la Administración y ésta en su actuación ha de servir con objetividad
los intereses generales, intereses que en un Estado social y democrático de Derecho,
como ha señalado el Tribunal Constitucional en una sentencia de 7 de febrero de
1984, han de definirse a través de una acción concertada entre los agentes sociales y
los poderes públicos.
En realidad, la pugna ejecutividad y tutela judicial efectiva está en la entraña
misma de la dinámica misma del acto administrativo. Es decir, la ejecución inme-
diata en sí misma hace ilusoria la tutela judicial efectiva pues tal acto si se pretende
combatir jurídicamente tras su ejecución, su objeto habrá desaparecido al haberse
ejecutado de inmediato. La cuestión, pues, es complicada. Si hay apelación a la tutela
judicial efectiva, el juez o tribunal contencioso administrativo habrá de tener bien
presente su posible lesión, lesión que en pura teoría se produce cuando un acto se
ejecuta inmediatamente pues, insisto, si no se detiene su ejecutividad la indefensión
es una realidad al haber desaparecido el objeto del litigio.
“La posibilidad legal de solicitar y obtener de los órganos jurisdiccionales la
suspensión del acto administrativo impugnado se configura como un límite a la
ejecutividad de as resoluciones de la Administración” (sentencia del Tribunal
Constitucional 238/1992). La ejecutividad y la ejecutoriedad tienen límites como
hemos señalado. Uno de ellos, quizás el más importante, es el de la suspensión o, a
día de hoy, cualquier otra medida cautelar que pueda detener transitoriamente los
efectos del acto administrativo impugnado. En este sentido, como señala la senten-
cia constitucional 238/1992, aunque la ejecutividad en si misma no pugna con la
Constitución, es verdad que si pugna cuando se ejerce sobre dicha propiedad de la
actuación administrativa la tutela judicial efectiva. Cuando un acto administrativo
está en sede judicial, su ejecutividad, salvo que fehacientemente conste en los autos
que el interés público concreto aconsejara su inmediata ejecución, debe pararse
provisionalmente hasta la sentencia correspondiente. De lo contrario, como sigue
diciendo esta sentencia, se trata de “evitar que un posible fallo favorable a la pre-
tensión deducida quede (contra lo dispuesto en el artículo 24.1 CE) desprovisto de
eficacia por la conservación o consolidación irreversible de situaciones contrarias al
derecho o interés reconocido por el órgano jurisdiccional en su momento”.
Ciertamente, si el juez o tribunal del orden contencioso administrativo advierte
que la acción jurisdiccional puede quedar inerte por poderse ejecutar el acto con
64 Derecho Administrativo español. Tomo II

anterioridad, ha de detener su ejecución. Para mi la razón más poderosa de la limita-


ción de la ejecutividad se halla en que el juez o tribunal contencioso administrativo
lo que hace cuando se le presenta una medida cautelar, es trabajar jurídicamente
en el ámbito de la eficacia administrativa, no de la validez, que la tiene vedada en
materia de cautelares. Y la eficacia se refiere al interés general insito en la actuación
administrativa. En efecto, la presunción de legalidad, legitimidad, acierto u oportu-
nidad de la actuación administrativa descansa en que el interés general es la “ratio
essendi” de los actos administrativos. Si en el juicio sobre la ejecutividad el juez
o tribunal descubre que el interés general, tras la pertinente operación jurídica de
valoración circunstanciada de los intereses en conflicto, no aconseja la ejecución,
sino más bien su paralización, ha de proceder a la suspensión del la ejecutividad del
acto administrativa.
Por eso, cuando un acto administrativo se lleva a la jurisdicción contencioso
administrativa, la prerrogativa de la autotutela debe ser interpretada desde la pers-
pectiva constitucional. De esta manera, de no detenerse la ejecutividad, como dice
la sentencia del Tribunal Constitucional 238/1992, se produciría “una merma de la
efectividad de la tutela judicial”.
Mucho se ha discutido acerca de si la interposición del recurso contencioso debe
o no producir la suspensión del acto administrativo. Con la legislación anterior en
la mano, del artículo 122 y siguientes de la ley jurisdiccional española de 1956 no se
podía deducir la regla de la suspensión sino más bien la no suspensión salvo que el
actor pudiera probar que la ejecución del acto ocasionara perjuicios de imposible o
difícil reparación. Hoy, de acuerdo con la ley de la jurisdicción contencioso adminis-
trativa de 1998, tal regla ya no se formula en términos tan categóricos. Sin embargo,
cuando el recurso se funde en la lesión de derechos fundamentales, antes de 1998,
de acuerdo con la ley de protección judicial de los derechos fundamentales de 1978,
la ejecución debía paralizarse como regla a no ser que el abogado del Estado justifi-
cara que dicha ejecución venía exigida por el interés general (artículo 7.4). Hoy, sin
embargo, desafortunadamente, la ley citada de 1998 no contempla tal hipótesis para
las impugnaciones realizadas en el marco del procedimiento especial de protección
de derechos fundamentales. En estos casos, se seguirá el régimen general de proceso
contencioso administrativo diseñado en la legislación de 1998. Por tanto, en materia
de protección de derechos fundamentales, a pesar del acierto del legislador de 1978,
hoy en modo alguno se puede decir, con el Tribunal Constitucional, que los derechos
fundamentales son de mejor condición que los principios que rigen la actuación de la
Administración pública, al menos en lo que se refiere a las medidas cautelares.
El Tribunal Constitucional, en la sentencia 238/1992 intenta mantener el prin-
cipio general de la no suspensión como regla. Para ello, dice que “ciertamente, el
artículo 24.1 CE no hace referencia alguna a las medidas cautelares ni a la potestad
de suspensión. Pero de ello no puede inferirse que quede libre el legislador de todo
límite para disponer o no medidas de aquel género o para ordenarlas sin condiciona-
miento constitucional previo”. Como sigue diciendo el Tribunal, “la tutela judicial
ha de ser, por imperativo constitucional, “efectiva”, y la medida en que lo sea o no,
Primera parte 65

ha de hallarse en la suficiencia de las potestades atribuidas por la ley a los órganos


del poder judicial para, efectivamente, salvaguardar los intereses o derechos cuya
protección se demanda”. Es decir, la proyección de la tutela judicial efectiva sobre
la ejecutividad de los actos administrativas trae consigue una relevante limitación
que constituye ciertamente la excepción a la regla general. Sin embargo, si se medita
sobre el alcance real de tal afirmación del Tribunal Constitucional resulta que ahora
el acento no está en la ejecutividad sino en la tutela judicial efectiva. Si tal ejecutivi-
dad, si los poderes de ejecución inmediata, ponen en tela de juicio o lesionan la tutela
judicial efectiva, habrán de considerarse ilegales, pues no puede ser que la actuación
administrativa conculque nada menos que un derecho fundamental de la persona
como es el derecho a la tutela judicial efectiva.
La tutela judicial, como dice el Tribunal Constitucional en su sentencia 14/1992
“no es tal sin medidas cautelares que aseguren el efectivo cumplimiento de la reso-
lución que recaiga en el proceso”. En efecto, las medidas cautelares, cuando se den
los supuestos legales previstos para su adopción, paralizan la ejecutividad. Es más,
en este fallo el Tribunal Constitucional es bien claro: la tutela judicial efectiva no
existe sin las medidas cautelares. Probablemente por ello, no hace mucho tiempo se
ha afirmado que en el marco de la tutela judicial efectiva se encuentra la denominada
tutela judicial cautelar. El derecho a la tutela judicial efectiva comprende el derecho a
la tutela judicial cautelar. Sin medidas cautelares la tutela judicial efectiva en materia
de ejecutividad de actos administrativos sería ilusoria, irreal, inexistente.
En este sentido sigue diciendo el Tribunal Constitucional en su sentencia
238/1992 que “reconocida por ley la ejecutividad de los actos administrativos, no
puede el legislador eliminar de manera absoluta la posibilidad de adoptar medidas
cautelares dirigidas a asegurar la efectividad de la sentencia estimatoria que pudiera
dictarse en el proceso contencioso administrativo pues con ello se vendría a privar
a los justiciables de una garantía que, por equilibrar y ponderar la incidencia de
aquellas prerrogativas, se configura como contenido del derecho a la tutela judicial
efectiva. Para que ésta se considere satisfecha es, pues, preciso que la ejecutividad
pueda ser sometida a la decisión de un Tribunal y que este, tras la información y
contradicción que resulte menester, pueda resolver sobre su eventual suspensión
(sentencia 66/1984)”.
Por tanto, el privilegio de la ejecutividad y ejecutoriedad en su entendimiento
constitucional no es un criterio absoluto. Es, relativo, sometido a límites. Es más, la
luz de la Constitución nos muestra una prerrogativa, mejor, una potestad, que ha de
ejercerse con sentido de la ponderación y de equilibrio si es que se pretende que opere
al servicio objetivo del interés general. Se comprende, pues, que en esta materia la
jurisprudencia, como ciencia de la solución justa a las controversias jurídicas, sea
muy importante para realizar esa tarea ponderación y equilibrio.
La sentencia del Tribunal Constitucional, ya citada, 22/1984 aborda más en
concreto la problemática de la ejecutoriedad desde la perspectiva constitucional.
Primero señala que la ejecutividad es plenamente constitucional: “la potestad de
la Administración de autoejecución de las resoluciones y actos dictados por ella se
66 Derecho Administrativo español. Tomo II

encuentran en nuestro Derecho positivo vigente legalmente reconocida y no puede


considerarse que sea contraria a la Constitución. Es verdad que el artículo 117.3 de
la Constitución atribuye al monopolio de la actividad jurisdiccional consistente en
ejecutar lo decidido a los Jueces y Tribunales establecidos en las leyes, pero no es
menos cierto que el artículo 103 reconoce como uno de los principios a los que la
Administración pública ha de atenerse el de eficacia “con sometimiento pleno a la
ley y al Derecho”. Significa ello una remisión a la decisión del legislador ordinario
respecto de aquellas normas, medios e instrumentos en que se concrete la consagra-
ción de la eficacia. Entre ellas, no cabe duda que se puede encontrar la potestad de
autotutela o autoejecución practicable genéricamente por cualquier Administración
pública con arreglo al artículo 103 de la Constitución y, por ende, puede ser ejercida
por las autoridades municipales, pues aún cuando el artículo 140 de la Constitución
establece la autonomía de los municipios, la Administración municipal es una
Administración pública en el sentido del antes referido artículo 103.” Llama la aten-
ción que el Tribunal Constitucional desde el principio intenta salvar el principio
de autotutela, eso sí, en términos generales y abstractos, lo que supone que en su
proyección concreta y material sobre la realidad es posible, más que posible, que
aparezcan límites pues, de lo contrario, nos hallaríamos ante una omnímoda po-
testad administrativa, lo que está en franca contradicción con la centralidad de los
derechos fundamentales y con la condición limitada del poder público.
Pues bien, una vez admitida, como sigue diciendo esta sentencia, “la conformidad
con la Constitución de la potestad administrativa de autotutela, en virtud de la cual
se permite que la Administración emane actos declaratorios de la existencia y límites
de sus propios derechos con eficacia ejecutiva inmediata, hay en seguida que señalar
que la Administración, que a través de sus órganos competentes procede a la ejecución
forzosa de actos administrativos, tiene en los de ejecución que respetar los derechos
fundamentales de los sujetos pasivos de la ejecución”. En materia de inviolabilidad
del domicilio esta doctrina es, si cabe, bien clara pues, como dispone la sentencia que
estamos comentando, “la regla de la inviolabilidad es de contenido amplio e impone
una extensa serie de garantías y de facultades, en las que se comprenden las de vedar
toda clase de invasiones, incluidas las que puedan realizarse sin penetración directa
por medio de aparatos mecánicos, electrónicos y otros análogos”.
Si entramos a examinar algunos actos en los que obviamente su ejecutividad pue-
de dar lugar a situaciones de evidente irreversibilidad, como son los sancionadores,
o los que limitan derechos subjetivos, entonces nos hallamos ante una modulación
razonable de esta potestad especial que estamos estudiando. En este sentido, el auto
del Tribunal Constitucional 1095/1988 señala que “la ejecutividad de los actos ad-
ministrativos, incluso sancionadores, no es incompatible con el derecho a la tutela
judicial efectiva de las personas ya que, tal como se dijera en la sentencia 115/1987 de
7 de julio, la efectividad de la tutela que el artículo 24 de la Constitución establece
no impone en todos los casos la suspensión del acto administrativo recurrido, pues
dicho precepto lo que garantiza es la adecuada y regular prestación jurisdiccional,
en un proceso con todas las garantías, por parte de los órganos jurisdiccionales. Y,
Primera parte 67

por su parte, en la STC 66/1984, de 6 de junio, a propósito en aquella ocasión, de la


alegación por el recurrente de la vulneración del derecho a la presunción de inocen-
cia si se reconocía ejecutividad inmediata a un acto administrativo sancionador aún
no firme, este Tribunal también dio un respuesta clara y taxativa, al estimar que la
efectividad de las sanciones no entra en colisión con la presunción de inocencia; la
propia legitimidad de la potestad sancionatoria y la sujeción a un procedimiento
contradictorio, abierto al juego de la prueba según las pertinentes pruebas al respec-
to, excluye toda idea en confrontación con la presunción de inocencia”.
La doctrina del Tribunal Constitucional es clara: la presunción de inocencia no
se lesiona automáticamente en virtud de la regla de la ejecutividad de los actos admi-
nistrativos sancionadores porque se presume que en el procedimiento sancionador
se han respetado los principios de contradicción y ha sido posible el juego de la prue-
ba. Si así no fuera y la ejecutividad como regla quedara condicionada a la firmeza
del acto, tal propiedad y potestad administrativa, como dice el auto de referencia,
“quedaría radicalmente eliminada y las facultades de los Tribunales Contencioso
Administrativos, en orden a valorar los efectos de la ejecución o suspensión, privadas
de sentido y operatividad” Sin embargo, aunque es verdad que en términos generales
esta afirmación puede ser adecuada, también lo es, como recuerda el auto que ahora
glosamos que puede haber supuestos en los el respeto del derecho a la tutela judicial
efectiva exija que se mantenga abierta la posibilidad de solicitar del órgano jurisdic-
cional la suspensión del acto de la Administración. “Tal exigencia, dice el auto, ha
de ser ponderada, no obstante, teniendo en cuenta también los bienes jurídicos que
la actuación administrativa intenta proteger, pues como resulta evidente la vigencia
de la actuación de la Administración es mayor y más respetable cuando se intenta
con ella preservar derechos de terceros que cuando está dirigida, simplemente, a
asegurar intereses de la Administración”.
El estudio de la jurisprudencia constitucional en la materia refleja el peso del pre-
juicio de la autotutela en materia de actos administrativos, principio que hoy tiene ya
tantas limitaciones y excepciones que habría que pensar en eliminar o, al menos, en
formular de otra manera. En aquellos casos, en los que tal criterio pueda chocar con
la tutela judicial efectiva, primará tal derecho fundamental. De lo contario, es claro, la
indefensión estará servida y la conculcación de la Constitución en este punto será una
realidad inadmisible. La pretensión de ejecución inmediata de los actos entiendo que
ha de acompañarse siempre de una severa y bien preparada motivación en razones de
interés público. Sin embargo, las afirmaciones categóricas han de modularse a través
de la jurisprudencia, que es la ciencia que estudia la solución justa en cada caso.
Es decir, habrá que atender caso por caso para analizar jurídicamente los bienes
jurídicos en presencia y, sobre todo, la ponderación circunstanciada, como hoy señala
la actual ley de 1998, de los intereses en conflicto de manera que el recurso no pierda
su finalidad legítima, lo que ocurre cuando se producen situaciones irreversibles. El
caso de la sentencia del Tribunal Constitucional 66/1984 se refería a una sanción de
cierre de un establecimiento en el que no se acudió a la suspensión sino a la petición
de nulidad de la imposición de la sanción por vulnerar, a juicio del recurrente, la
68 Derecho Administrativo español. Tomo II

presunción de inocencia la ejecutividad del acto administrativo sancionador. A pesar


del contenido de la sentencia, el Tribunal Constitucional señala que “la fijación de la
fecha de cierre para un día muy próximo al de la notificación del acuerdo hacía, efec-
tivamente, difícil —sino imposible— que el recurrente pudiera impetrar con éxito
de los órganos jurisdiccionales la suspensión de la actuación administrativa, pero
prescindiendo del hecho de que no siquiera intentó aprovechar este escaso margen
que la proximidad de las fechas le dejaba, acudió ante el órgano jurisdiccional sólo
después de ejecutado el acto”.
En el tiempo presente, la primacía de los derechos fundamentales de la persona
hace precisa una tarea de modulación y atemperación del rigor de la unilateralidad
que, en otros momentos históricos, definían la propia esencia de la Administración
pública. Hoy, en un Estado social y democrático de Derecho, los dogmas que
antaño ayudaron al surgimiento del Derecho Administrativo deben ser releídos y
repensados desde la proyección constitucional. Como ha puesto de manifiesto la
sentencia del Tribunal Constitucional 166/1998, “tanto la autotutela ejecutiva de la
Administración local como la inembargabilidad de la Hacienda pública municipal
surgieron históricamente no sólo en atención a las concepciones jurídicas enton-
ces dominantes —la separación sin interferencias mutuas entre la Jurisdicción y
la Administración, como corolario de la división de poderes— sino también por
exigencias derivadas tanto del principio de legalidad administrativa como del de
legalidad presupuestario”. Principios que en aquel tiempo tenían un entendimiento
estático y cerrado pero que con el paso del tiempo y con la eclosión del Estado social
y democrático de Derecho han ido perdiendo su potencia para abrirse a compren-
siones más relativas y más ajustadas a la hoy evidente centralidad de la dignidad de
la persona y sus derechos fundamentales.
El Tribunal Supremo, y los Tribunales Superiores de Justicia de las Comunidades
Autónomas, por su parte, al enjuiciar la legalidad de la actuación administrativa y a la
hora, como dice el artículo 106 de la Constitución, de velar porque la Administración
actúe en el marco del interés general, se han encontrado con algunos casos en los
que, al postularse la paralización de la actuación administrativa, han tenido que
pronunciarse sobre estas cuestiones. Como es lógico, la doctrina de estos Tribunales
ha estado muy pegada a la jurisprudencia constitucional completándola en algunos
supuestos no analizados por el propio Tribunal Constitucional.
A continuación vamos a analizar algunos de los fallos judiciales más relevantes de
los últimos tiempos. En efecto, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid, en su sen-
tencia 268/2007, en materia de actos administrativos sancionadores, tras recordar la
jurisprudencia constitucional ya expuesta anteriormente, señala que la ejecutividad,
a pesar de la fuerza jurídica del artículo 24.1 de la Constitución, no desaparece sino
que la proyección del derecho fundamental a la tutela judicial efectiva se satisface
facilitando, como dice el Tribunal Constitucional en su sentencia 66/1984, que ésta
pueda ser sometida a la decisión de un Tribunal y que, éste, con la información y
contradicción que resulte menester, resuelva sobre la suspensión. Es decir, la ejecu-
tividad de las sanciones administrativas no es contraria en principio y en términos
Primera parte 69

generales a la presunción de inocencia siempre que pueda ser conocida en la sede


correspondiente por un juez o Tribunal. En este sentido, también se pronuncia el
Tribunal Supremo en una sentencia de 2 de enero de 2001 al afirmar que “la ejecuti-
vidad de los actos sancionadores no es en principio contraria al derecho reconocido
en el artículo 24 de la Constitución, y lo decisivo para que tal ejecutividad pueda ser
considerada procedente, desde la perspectiva de dicho precepto constitucional, será
su posibilidad de control jurisdiccional”.
En principio, en abstracto, en términos generales, la ejecutividad no es contraria
a la efectividad de la tutela judicial. Por tanto, será en cada caso, en el que se venti-
lan unos determinados intereses generales y unos derechos o intereses legítimos de
los particulares, dónde haya que estudiar esta doctrina. Es verdad que si el acto se
ejecuta antes de que se pronuncie el juez o tribunal sobre la paralización de la ejecu-
tividad, se puede entender que la Administración ha actuado al margen de la buena
fe que le es exigible como parte de una relación jurídica. Será, pues casuísticamente,
como mejor se podrá apreciar la modulación de estas doctrinas jurisprudenciales a
la realidad de una ejecutividad que cada vez ha de ser aplicada con mayor raciona-
lidad y moderación.
En el mismo sentido, tenemos una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de
Cataluña 449/2006 en la que se establece, tras recordar la jurisprudencia del Tribunal
Constitucional y del Tribunal Supremo en la materia, que la luz de la tutela judicial
efectiva sobre la ejecutividad reclama que esta prerrogativa de la Administración
pública pueda ser sometida a control judicial.
La Audiencia Nacional, por sentencia de 21 de junio de 2002, recuerda el funda-
mento constitucional de la ejecutividad: “la eficacia de la actuación administrativa,
constitucionalmente reconocida en el artículo 103 de la Constitución, impone que
los actos de las Administraciones públicas nazcan con vocación de inmediato cum-
plimiento, eso es, sean inmediatamente ejecutivos —artículo 94— y produzcan
efectos desde la fecha en que se dictan —artículo 57—, ambos de la ley 30/1992, por
lo que su impugnación en vía administrativa o judicial no produce la suspensión
automática de la ejecución”. Sin embargo, como recuerda esta sentencia, el artícu-
lo 138.3 de la ley 30/1992 de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
del Procedimiento Administrativo Común, impone la demora de la ejecución de
los actos administrativos sancionadores hasta el momento en que se haya agotado
la vía administrativa previa. Esta especialidad, dice la sentencia comentada, “sólo
comporta que mientras estén sustanciándose los recursos administrativos previos a
la vía jurisdiccional, es decir, hasta que la resolución haya causado estado, según la
terminología de nuestras leyes administrativas, no pueden acordarse actos materiales
de ejecución. Esta previsión comprende el período de tiempo que media hasta que el
acto administrativo no es recurrible, por los medios ordinarios, en vía administrativa,
pero no se extiende al período de tiempo que media entre la interposición del recurso
contencioso administrativo, con petición de suspensión, y la resolución judicial que
acuerda dicha medida cautelar”. También recuerda la Audiencia Nacional, a través
de su sala de lo contencioso administrativo, que la Ley de 13 de julio de 1998, reguladora
70 Derecho Administrativo español. Tomo II

de la jurisdicción contencioso administrativa no reconoce el efecto suspensivo automático


como consecuencia de la interposición del recurso contencioso administrativo.
Es más, “de la regulación de las medidas cautelares se deduce la interpretación
contraria. Así, el artículo 134 de la Ley de 1998 impone al órgano judicial que
acuerde la suspensión de la ejecución del acto recurrido la obligación de poner
dicha circunstancia en conocimiento del órgano administrativo correspondiente
para su inmediato cumplimiento, previsión que parte de la consideración de que
la suspensión no es automática por la simple interposición del recurso contencioso
administrativo que incluye solicitud de suspensión”.
El Tribunal Supremo, por sentencia de 12 de noviembre de 2001, entiende, si-
guiendo una jurisprudencia constante, que para decidir sobre la ejecutividad en una
pieza separada de medidas cautelares es menester coordinar y armonizar la evitación
del daño a los intereses públicos que puedan derivarse de la suspensión de la ejecu-
ción y que al ejecutarse el acto se causen perjuicios de imposible o difícil reparación
para el recurrente, lo que implica un juicio de ponderación (autos de 15 de enero, de
21 de febrero, de 18 de marzo, y de 8 de noviembre de 1994, de 1 de abril, 22 de mayo
y 13 de diciembre de 1995, de 7 de noviembre de 1996 y de 16 de septiembre de 1997,
entre muchos otros). En el caso que enjuicia el Tribunal Supremo, suspensión de
funciones por seis meses a un servidor público, el alto Tribunal examina las que, a su
juicio, son las cuestiones que deben dilucidarse en estos procesos en relación con la
ejecutividad del antedicho acto administrativo sancionador. La primera versa sobre
si la ejecución de la sanción puede hacer perder al recurso su finalidad legítima,
cuestión que el Tribunal Supremo desestima diciendo que es constante la jurisprudencia
que señala que, caso de estimación del recurso, se produciría el pleno reintegro de
los derechos del interesado. En segundo lugar, el Tribunal Supremo entiende que
no se produce perturbación de los intereses generales porque la ejecutividad no da
lugar a una situación irreversible puesto que no concurre la existencia de daños o
perjuicios irreparables por quien solicita la suspensión. Finalmente, El Tribunal
Supremo recuerda que sólo cabría acordar a paralización temporal de la ejecutividad
“cuando el acto recaiga en cumplimiento de una norma o disposición que haya sido
previamente declarada nula o se impugne un acto o disposición idéntico a otro que
ya fuera jurisdiccionalmente anulado, pero no como sucede en este caso, cuando ni
pierde la finalidad legítima el recurso ni el daño o perjuicio tiene carácter irreparable,
habiéndose garantizado, en la cuestión examinada, el debido control jurisdiccional
respondiendo al contenido constitucional del artículo 24.1 de la Constitución”.
Esta doctrina, sin embargo, plantea un interrogante que puede afectar al conjunto
de los actos administrativos sancionadores. Es éste: ¿hasta que punto el control ju-
dicial de la ejecutividad de una sanción no debe contiene también un juicio sobre
la posible lesión de la buena fama, del honor, del sancionado si la sentencia, en su
caso, anula dicho acto administrativo sancionador? Si pensamos que, en efecto,
una sanción administrativa puede incidir negativamente en la buena fama o en el
honor de una persona, ¿es qué esta circunstancia no debe pesar también a la hora
del juicio de la ejecutividad? ¿No reclama la prudencia del juzgador, el principio
Primera parte 71

de proporcionalidad o el principio de racionalidad, salvo que el caso sea palmario,


obvio, evidente, que, si hay alguna duda, se limite una ejecutividad que puede afectar
al derecho fundamental al honor, a la buena fama, debido a cualquier ser humano
por el solo hecho de serlo?.
En los casos de actos administrativos que implican entradas de la Administración
en los domicilios particulares es necesaria la autorización del juez de instrucción.
Juez que como señala la sentencia de 5 de junio de 2002 del Tribunal Superior de
Justicia de La Rioja, es garante del derecho fundamental a la inviolabilidad del do-
micilio y que no debe reducir su intervención a un “simple automatismo formal que
dejase desprovista aquella función garantizadora de todo análisis valorativo tanto
sobre el acto administrativo de cobertura, como sobre el mismo procedimiento de
ejecución forzosa que exige la entrada domiciliaria, así como acerca de la eventual
afectación de otros derechos fundamentales y libertades públicas derivadas de la
ejecutoridad del acto administrativo”. Es más, aunque el juez de instrucción no es
el juez propio de la ejecutividad y ejecutoriedad del acto administrativo de entrada
en un domicilio particular, el Tribunal Constitucional, en sus sentencias 76/1992
y 137/1985, superando este automatismo ha señalado que estos jueces tienen “la
potestad de controlar, además de que el interesado es, efectivamente, el titular del
domicilio para cuya entrada se solicita la autorización, la necesidad de dicha entrada
para la ejecución del acto de la Administración, que éste sea dictado por la Autoridad
competente, que el acto aparezca fundado en Derecho y necesario para alcanzar el
fin perseguido y, en fin, que no se produzcan más limitaciones que las estrictamente
necesarias para la ejecución del acto”. Por eso, como sienta esta misma sentencia,
el juez de instrucción, aunque no sea el estricto juez de la ejecutividad del acto, en
estos casos, “debe verificar la apariencia de legalidad de que este acto efectivamente
requiere la entrada en el domicilio”, lo que, desde luego, implica de alguna manera
un pronunciamiento que afecta a la presunción de legalidad y a la ejecutividad de la
actuación administrativa.
En el mismo sentido, el auto 470/2005 del Tribunal Superior de Justicia de Madrid
recuerda que en estos casos en que es menester disponer de la autorización judicial
a que se refiere el artículo 18 de la Constitución, a partir de la sentencia del Tribunal
Constitucional 144/1987, señala que en estos supuestos el control de legalidad del
órgano judicial competente debe limitarse a la apreciación de la apariencia formal de
la legitimidad de la actuación administrativa, velando por la correcta identificación
del sujeto pasivo afectado por la medida solicitada y por su adecuada proporcionali-
dad, en el sentido de considerar que resulta indispensable la entrada en el domicilio
para llevar a cabo la ejecución pretendida. En este sentido, insisto, aunque el juez de
instrucción no puede pronunciarse sobre la ejecutividad del acto, si ha de valorar “la
apariencia de legalidad con el fin de evitar que se produzcan entradas arbitrarias”,
es muy difícil que ese juicio de apariencia de legalidad no tenga alguna influencia
sobre el eventual juicio que sobre la ejecutividad corresponde al juez o Tribunal de la
jurisdicción contencioso administrativa.
72 Derecho Administrativo español. Tomo II

El auto 326/2001 del Tribunal Superior de Justicia de Madrid, señala que el juicio
de la ejecutividad que se produce en el incidente de medidas cautelares, tal y como
ha sido actualmente regulado por la Ley de 1998 en los artículos 129 y siguientes
de la ley, impone al juzgador la valoración circunstanciada de los intereses en con-
flicto de manera que la cautelar solo podrá acordarse cuando la ejecución del acto
administrativo en cuestión podría hacer perder al recurso su finalidad legítima. En
este auto el Tribunal Superior de Justicia de Madrid parece indicar que solo existe
un criterio para la adopción de la cautelar. No es otro que la ponderación circuns-
tanciada de los intereses en conflicto, operación jurídica que debe concluir en la
pérdida de sentido del recurso si es que se ejecuta el acto administrativo en cuestión.
Por ello, aunque la exposición de motivos de la ley jurisdiccional de 1998 dispone
que ahora las cautelares serán medidas ordinarias y no excepcionales como antes,
debido a la rigurosa interpretación del artículo 122 de la ley jurisdiccional de 1956,
el Tribunal madrileño destaca que ahora la ejecutividad del acto se ha robustecido
pues “la ley de nuestra jurisdicción de 1956 fijaba en su artículo 122 como estándar
normativo para acordar la suspensión el de los perjuicios más o menos irremediables
que la ejecución podría producir. La ley actual ha reducido esos posibles perjuicios
a uno sólo: el de que el recurso pudiera perder su finalidad legítima”. Interpretación
que, a mi juicio, es bastante discutible puesto que la referencia del legislador a que el
recurso pueda perder su finalidad legítima abre las puertas a un entendimiento más
abierto, racional y progresivo de la medida cautelar, por cierto ahora en régimen de
“numerus apertos”, no como antes de 1998 en que sólo era posible la suspensión del
acto administrativo.
La sentencia de la Audiencia Nacional de 21 de marzo de 2000 recuerda que
el principio de tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Constitución, como
sabemos, reclama que el control jurisdiccional que tan ampliamente traza el artícu-
lo 106 CE haya de proyectarse también sobre la ejecutividad del acto administrativo.
El principio de ejecutividad “no es sólo consecuencia de la presunción de legalidad
del acto, sino también de la necesidad de que la actuación pública se produzca con
continuidad y regularidad, no constituyendo, pues, la ejecutividad no es una nota
exclusivamente formal, sino que tiene también su fundamento material, las exigen-
cias del interés público, encontrándose la potestad ejecutoria o autotutela ejecutiva
en el derecho positivo vigente legalmente reconocida, no pudiendo considerarse
contraria a la Constitución, como desarrollo del principio de eficacia, con someti-
miento pleno a la ley y al Derecho, como proclama el artículo 103 CE”. Por tanto,
si el fundamento material de la ejecutividad está en los intereses generales, el juicio
sobre su eventual paralización ha de centrarse especialmente en esta consideración
desde diferentes puntos de vista o contrastes jurídicos.
En esta misma sentencia la Audiencia Nacional expone acertadamente el sig-
nificado constitucional de la ejecutividad planteando la necesidad de que en su
aplicación se actúe con moderación de manera que cuando se produzcan situa-
ciones irreversibles sea menester su paralización temporal. En efecto, “el principio
de ejecutividad inmediata de los actos administrativos no excluye que deba ser
Primera parte 73

templado en función de los valores insertos en la Constitución, cuando, indepen-


dientemente del juicio sobre la legalidad intrínseca del acto administrativo que en
su momento pueda emitirse, de aquella ejecución inmediata pueda derivarse una
situación irreversible afectante a derechos sustantivos constitucionalmente procla-
mados, en materia no sancionatoria”. Queda la duda de si la materia sancionadora
queda excluida de este régimen por entender el Tribunal que en estos casos, dada la
naturaleza de los bienes jurídicos en juego, la necesidad de templar o atemperar el
rigor de la ejecutividad aconseja su paralización en tanto en cuanto el juzgador se
pronuncie sobre si procede o no la correspondiente medida cautelar.
La nota de la irreversibilidad, referida con anterioridad, es, a mi entender, la
principal referencia interpretativa del sistema de medidas cautelares. Cuando el
juez o tribunal al examinar la petición de medidas cautelares llega a la convicción
de que se encuentra ante una situación irreversible, ante una situación que hará
perder la finalidad legítima al recurso, no tiene más posibilidad que conceder la
medida cautelar pues si admite la irreversibilidad de la situación estaría asumiendo
que, efectivamente, se estaría produciendo una situación de indefensión que, como
sabemos, esta proscrita por la propia Constitución.
El Tribunal Supremo, por sentencia de 17 de julio de 2001, realiza una interesante
distinción entre ejecutividad y actividad de ejecución en materia de resoluciones
administrativas. “Lo primero, ejecutividad, expresa una calidad de dicha resolución,
consistente en la posibilidad que permite de ser llevada a la práctica mediante actos
materiales de ejecución. Mientras que los segundo son esos propios actos materiales
por los que se lleva a la práctica la resolución, y que son algo distinto de esta última,
aunque arranquen de ella”. Para el Tribunal Supremo, lo que se enjuicia en un in-
cidente cautelar es la propia ejecutividad. En efecto, “el derecho a la tutela judicial
efectiva se satisface cuando antes de la ejecución se permite someter a la decisión de
un Tribunal la ejecutividad para que este resuelva sobre su suspensión. Y, por tanto,
se vulnera ese derecho fundamental no cuando se dictan actos que gozan de ejecuti-
vidad, sino cuando en relación a los mismos, se inician actos materiales de ejecución
sin ofrecer al interesado la posibilidad de instar la suspensión de esa actividad”.
La tutela judicial efectiva, pues, trae consigo límites a la ejecutividad puesto que,
como dice el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña por sentencia de 11 de oc-
tubre de 1999, la necesidad de garantizar el derecho fundamental a la tutela judicial
efectiva supone en vía administrativa, como excepción a la regla de la no suspensión,
que se pueda paralizar la eficacia de un acto administrativo cuando su ejecución
pudiera causar perjuicios de imposible o difícil reparación —artículo 112.2 de la
ley 30/1992— o cuando la impugnación se fundamente en alguna de las causas de
nulidad de pleno derecho previstas en el artículo 62 de dicha ley. En este sentido, el
Tribunal Superior de Cataluña recuerda que la jurisprudencia del Tribunal Supremo
ha llegado incluso a hablar de un nuevo derecho fundamental deducido del de la
tutela judicial efectivo como es el derecho a la tutela cautelar. Si tenemos en cuenta,
además, que ahora, según la exposición de motivos de la ley jurisdiccional de 1998,
las medidas cautelares ya no son una excepción sino facultades que el órgano judicial
74 Derecho Administrativo español. Tomo II

puede utilizar siempre que sea necesario para evitar que el recurso pueda perder su
finalidad legítima cuando llegue a tal conclusión tras una ponderación circunstan-
ciada de los intereses en conflicto, podría considerarse que en los últimos tiempos se
ha ido produciendo un cierto debilitamiento de esta propiedad de los actos adminis-
trativos, sobre todo cuando nos hallamos ante la tutela judicial efectiva.
Una sentencia del Tribunal Supremo de 7 de mayo de 1999 dispone que “el
privilegio de la ejecutoriedad de los actos administrativos es la cualidad de todo
acto administrativo de producir sus normales efectos. El fundamento jurídico de tal
privilegio es la presunción de legalidad del acto y la necesidad de que se realicen los
intereses públicos”. Realmente, el Tribunal Supremo confunde en ocasiones la eje-
cutividad con la ejecutoriedad cuando realmente se trata de dos momentos distintos
del ejercicio de una misma prerrogativa. Sin embargo, es acertado que se subraye que
el fundamento de la ejecutoriedad y de la ejecutividad se encuentra en la necesidad
de satisfacción de los intereses públicos porque, desde este punto de vista, es sencillo
argumentar que la detención o paralización transitoria de los efectos del acto admi-
nistrativo debe estar presidida siempre por la consideración, como decía la antigua
exposición de motivos de la ley de 1956, del grado e intensidad con que precisamente
los intereses generales, sobre el caso concreto, aconsejan o no la inmediata ejecución
o la suspensión de la ejecución. En realidad, si consideramos que la ejecutividad es
el privilegio en potencia y la ejecutoriedad en acto, una vez que es menester llevar
a efecto concreto el contenido del acto administrativo, entonces tiene pleno sentido
el siguiente razonamiento del Tribunal Supremo en la sentencia que comentamos:
“lo único que sucede en los actos de ejecución forzosa, es que la Administración no
puede iniciar ninguna actuación material que limite derechos de los particulares sin
que previamente haya sido adoptada la decisión que le sirva de fundamento”.
Existen determinados actos como pueden ser las demoliciones o cierres de ins-
talaciones, clausura de actividades, en los que obviamente la posibilidad de que la
ejecución pueda ocasionar situaciones irreversibles es francamente probable. En estos
casos se puede apreciar una cierta tendencia de los Tribunales a admitir las cautelares
por entender precisamente que la ejecutividad podría hacer perder al recurso su fi-
nalidad legítima. Por ejemplo, el Tribunal Supremo por sentencia de 28 de febrero de
1997, en un caso de demolición, entendió que “la actividad de la Administración debe
permitir que al acudir a los Tribunales, los interesados puedan solicitar y obtener la
tutela cautelar, que el momento en que se notificó la comunicación de 24 de noviem-
bre de 1992 (el día anterior a la demolición) hacía muy difícil o imposible”.
La sentencia del Tribunal Supremo de 1 de abril de 1996 señala, por otra parte,
que aunque la ejecutividad no es obstáculo para que se pueda a llevar a efecto el
control judicial del artículo 106 de la Constitución “es la Administración la que corre
el riesgo de la ejecución de un acto que no es firme, de suerte que el administrado
no deberá sufrir ningún perjuicio como consecuencia de de una actividad de la
Administración que la revisión judicial posterior puede declarar ilegal”.
La autotutela administrativa tiene una dimensión declarativa y otra ejecutiva.
Como dice el Tribunal Supremo en su sentencia de 22 de febrero de 1988: “el principio
Primera parte 75

de autotutela administrativa lleva consigo la potestad de ejecutar forzosamente los


actos administrativos. Su actuación exige los siguientes presupuestos: existencia de
un acto administrativo que sirva de título para la ejecución y del que derive para el ad-
ministrado la obligación de llevar a cabo una determinada actuación, y otorgamiento
de la posibilidad de una ejecución voluntaria mediante el previo apercibimiento al
obligado”. Esta doctrina demuestra, confirma, la diferencia entre ejecutividad, apti-
tud general para producir efectos jurídicos sobre la realidad de manera unilateral y,
ejecutoriedad, capacidad de resistir cualquier obstáculo que impida llevar a efecto el
contenido de un acto administrativo no anulado ni paralizado.
Desde otro punto de vista, el propio Tribunal Supremo, en sentencia de 15 de
junio de 1987, señaló que “la potestad ejecutoria, que permite la auto-ejecución de
sus propias resoluciones por la Administración que las dictó, se encuentra en nuestro
derecho vigente legalmente reconocida y no puede considerarse que sea contraria a la
Constitución como desarrollo del principio de eficacia con sometimiento pleno a la ley
y a Derecho que proclama el artículo 103 según ha dicho el Tribunal Constitucional y
recordamos nosotros en numerosas ocasiones. Es una consecuencia de la presunción
de legitimidad que alcanza a todas las actuaciones de los poderes públicos, no sólo a
las del Ejecutivo, y con mayor razón si, a su vez, el poder ostenta una verdadera legi-
timidad democrática, Esta presunción de legitimidad, inherente a la entera actividad
pública (legislativa, ejecutiva y judicial) está presente y operante, aunque implícita,
en la Constitución y a veces explícita en el resto del Ordenamiento jurídico. El sim-
ple enunciado de que “la Administración pública sirve con objetividad los intereses
generales” refleja esta legitimidad presumible desde el mismo texto constitucional
(art. 103.1) y tal presunción justifica las potestades de la Administración para dotarse
a si misma de un titulo ejecutivo (el acto administrativo) y para ejecutarlo por sí e
inmediatamente, encadenamiento lógico que es característico de nuestro sistema ad-
ministrativo y según el cual perdería su propia sustantividad (sentencia del Tribunal
Supremo de 26 de marzo de 1986)”. Ciertamente es difícil encontrar una explicación
mejor fundada y más clara del sentido de la ejecutividad y de la ejecutoriedad en el
Derecho Administrativo español. El problema, sin embargo, es que a la sentencia le
falta el complemento de la posible interferencia de la ejecutividad en el marco de la
tutela judicial efectiva. Consideración que tras la Constitución española de 1978 es
necesaria para comprender el sentido y funcionalidad de la ejecutividad y ejecutorie-
dad de los actos administrativos en un Estado de Derecho como el nuestro.
El Tribunal Supremo, en su sentencia de 10 de noviembre de 1986, en relación
con una de las manifestaciones de la ejecución forzosa de los actos administrativos,
el apremio sobre el patrimonio, ha afirmado que la potestad ejecutoria, la ejecuto-
riedad, permite a la Administración obtener la efectividad de sus resoluciones por si
misma:”tal prerrogativa no aparece mencionada en la Constitución, a diferencia de
otras cuyo fundamento inmediato se encuentra en aquélla, como la sancionadora y
la reglamentaria. Sin embargo, este Tribunal Supremo ha dado por supuesta, siem-
pre, la supervivencia de la potestad en cuestión, una vez promulgada nuestra norma
fundamental y el Tribunal Constitucional, por su parte, coincide explícitamente con
76 Derecho Administrativo español. Tomo II

tal criterio (…). En definitiva, la potestad ejecutoria, inherente a nuestro sistema


administrativo, es obra directa de la ley y en ella encuentra su raíz y configuración”.
En definitiva, como razona el Tribunal Supremo en su sentencia de 7 de abril
de 1986 citando al Tribunal Constitucional en la ya conocida sentencia 66/1984
“la cuestión se centra en si el artículo 24.1 de la Constitución impone una rein-
terpretación de los textos que en nuestro Derecho contienen las reglas respecto a
la ejecutividad”. Como dice más adelante el Tribunal Constitucional, no se podrá
afirmar desparecida la ejecutividad o “poniendo más el acento en uno de aquellos
intereses que en otro (se alude a los comprometidos por la ejecutividad, de un lado, y
a los generales, de otro) relegar o despreciar otros, tanto generales como de terceros.
El derecho a la tutela se satisface, pues, facilitando que la ejecutividad pueda ser
sometida a la decisión de un juez que, con la información y contradicción que sea
menester, resuelva sobre la suspensión”.
Aunque esta sentencia del Tribunal Constitucional versa sobre un acto sanciona-
dor plantea desde luego, en sus justos términos, la subsistencia de la ejecutividad y
de la ejecutoriedad en un sistema democrático, de Derecho, en el que hay separación de
poderes, principio de legalidad y reconocimiento de los derechos fundamentales de la
persona. En general, las prerrogativas de la Administración han de realizarse en un
contexto de servicio objetivo al interés general, lo que significa, entre otras cosas,
que es necesario un razonable grado de ponderación y moderación en su ejercicio
concreto. Por otra parte, cuando la Administración incursiona en el mundo de los
derechos fundamentales, si el recurso contra ella presentado tiene visos de prosperar,
está debidamente razonado, la ejecutividad debiera pararse hasta la sentencia sobre
el fondo. En este punto, la regulación de 1978 era más congruente que la de 1998 que,
en esta materia, ha dado un paso atrás del que se podría salir si la jurisprudencia
encontrara resquicios y espacios para una interpretación más abierta y razonable.
La ejecutividad, con las matizaciones realizadas, se ampara en el servicio objetivo
al interés general, aroma que deben desprender todos los actos y las normas admi-
nistrativas. Si así no fuere, y además resultare palmaria la nulidad absoluta por la
visibilidad y gravedad del vicio en que incurriera el acto administrativo, entonces es
probable que la presunción de validez y legalidad de los actos deba quebrar.
Siendo el efecto ordinario del acto el de ser cumplido en sus propios términos de
acuerdo con su contenido por el destinatario, GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO se refieren a los efectos anormales del acto que distinguen según se den
respecto al administrado o a la Administración pública. En el caso del administrado,
el incumplimiento voluntario del contenido del acto puede dar lugar, aparte de a la
ejecutoriedad o ejecución forzosa, al resarcimiento de daños o perjuicios o a una
sanción administrativa. Procederá la indemnización de daños y perjuicios, dicen
estos autores, cuando la inejecución se deba a la voluntad exclusiva del obligado o
cuando esta se produce por acuerdo del órgano competente a instancias del obli-
gado. Al primer supuesto se refiere el artículo 98.3 de la LRJAPPAC en materia de
ejecución subsidiaria y el artículo 100 de la misma ley al tratar sobre la compulsión
de las personas, que más adelante estudiaremos. Al segundo caso, suspensión de la
Primera parte 77

ejecución acordada en un proceso administrativo o adopción de cualquier medida


cautelar en general se refiere el artículo 133 de la Ley reguladora de la jurisdicción
contencioso administrativa de 1998. Es más, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, la ley requiere en este mismo artículo que se preste caución
suficiente para responder de los daños y perjuicios que pudieran resultar de ella.
La sanción administrativa es consecuencia del incumplimiento del obligado por
el acto administrativo cuando tal actitud está tipificada de infracción jurídico-
administrativa. Entonces, previa instrucción del pertinente expediente sancionador,
se impondrá la correspondiente sanción administrativa. Si el incumplimiento del
destinatario incluye aspectos penales, que todo es posible, entonces podría aplicarse
la legislación penal.
Por lo que se refiere a los efectos anormales respecto a la Administración pública,
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO señalan que el ejercicio de la función
administrativa puede dar lugar, en materia de actos administrativos, a la responsabi-
lidad administrativa de los artículos 139 a 144 de la LRJAPPAC o a la responsabilidad
de los titulares del órgano administrativo regulada en los artículos 145 y 146 de la
misma Ley.
Por otra parte, es menester distinguir también entre eficacia de los actos adminis-
trativos y, como señala BOCANEGRA, mera producción física o material de efectos
en la realidad. El artículo 57.1 de la LRJAPPAC, según este autor, confunde ambos
conceptos. Conceptos que ciertamente tienen diferente significado jurídico puesto
que una licencia puede ser eficaz si es que se notifica correctamente y, a la vez, puede
ser incumplida si es que el destinatario de dicha licencia no realiza la actividad auto-
rizada. En este caso estaríamos ante un acto eficaz sin proyección sobre la realidad lo
que, en principio, tampoco ofrecería mayores problemas, puesto que en estos casos
habría que aplicar la doctrina del incumplimiento voluntario del contenido por el
destinatario del acto, tema analizado anteriormente. Por tanto, la eficacia del acto
administrativo, o ejecutividad general, se refiere a la obligatoriedad del cumplimien-
to del acto administrativo, obligatoriedad que, tal y como entiende Bocanegra,
equivale a vinculación jurídica, no necesariamente a exigibilidad de cumplimiento
del contenido del acto por parte del destinatario. En cambio, la ejecutividad especial
o administrativa si que incluye, junto a la general, el cumplimiento del contenido
del acto por parte del destinatario. Esta vinculación jurídica comprende tanto a los
particulares como a la Administración pública de acuerdo con el artículo 9 de la
Constitución, por lo que si la Administración quiere separarse de lo dispuesto en un
determinado acto administrativo, lo que ha de hacer será proceder a la revisión de
oficio de dicho acto administrativo.
El problema de la “eficacia” de los actos nulos de pleno derecho, una de las cues-
tiones más espinosas en materia de actos administrativos, no es, ni mucho menos,
sencillo de resolver en la práctica. En teoría sabemos que los actos nulos de pleno
derecho son, o deberían ser, metafísicamente ineficaces porque es imposible que
puedan producir efectos dada la naturaleza del vicio en que incurren. Sin embargo, en
la realidad es posible pensar en un acto nulo de pleno derecho, ni declarado tal por la
78 Derecho Administrativo español. Tomo II

autoridad competente ni así apreciado por quien pueda hacerlo. En este supuesto ese
acto “ad extra” produce efectos y hasta ha podido haberse cumplido por un destina-
tario que ni lo ha impugnado ni ha considerado la dimensión de la infracción. Pues
bien, en opinión de BOCANEGRA, que se apoya en la argumentación de GARCÍA
LUENGO, estos actos no deben tener consecuencias jurídicas ni pueden fundar nin-
guna situación de confianza jurídicamente protegible. En otras palabras, se trata de
actos que no han existido por no reunir las condiciones de exigibilidad del Derecho,
por lo que si en un momento posterior se insta procesalmente, dada que la acción
de nulidad no prescribe nunca, dicha nulidad de pleno derecho y así se establece por
el poder judicial, nos encontramos con que la sentencia, por disponer de efecto “ex
tunc” eliminará la eficacia y restablecerá la situación jurídica al momento previo a
la producción del acto.
Esta doctrina, que puede ser considerada intachable desde una perspectiva lógica,
choca, sin embargo, con la realidad cuando un acto nulo de pleno derecho, hasta que
se declara judicial o administrativamente como tal, ha generado relaciones jurídicas
que afectan no sólo a su destinatario sino a terceros.
Problemático se plantea también el caso de una nulidad de pleno derecho apre-
ciada por un funcionario o por un particular y que se hace valer por unos u otros.
¿Qué pasa si al final la sentencia estima que tal nulidad, a pesar de los pesares, no es
conforme al ordenamiento jurídico? En estos supuestos habrá que distinguir entre
si el funcionario o el particular actuó o no de buena fe, lo que podrá probarse en
función de la solidez de las argumentaciones que hubiere realizado para hacer valer
esa nulidad por ellos apreciada. Es verdad que esta posibilidad plantea en su autén-
tico valor el problema de estas nulidades apreciadas sin declaración judicial. Para
evitar, pues, estos problemas, quizás una buena solución sería que el funcionario o
particular que se tope con un acto “palmariamente” nulo, inmediatamente solicite
su nulidad en la vía administrativa o judicial con expresa petición de la suspensión
de la eficacia del acto, petición de suspensión que en vía administrativa si podrá
ampararse en cualquiera de las causas de nulidad del artículo 62 de la LRJAPPAC.
Así como existe una vinculación directa entre nulidad de pleno derecho y eficacia,
no ocurre lo mismo en el caso de los actos anulables. En pura teoría, si afirmamos,
con la doctrina alemana, que el acto nulo de pleno derecho es radicalmente ineficaz,
resulta que tal consecuencia jurídica no depende de la voluntad del particular afec-
tado. Ahora bien, cuando nos hallamos ante actos anulables, la presunción de validez
del acto se deja en manos de los afectados por la posibilidad de eliminar los efectos
del acto anulable en su propio interés. Es decir, la eficacia del acto, por así decirlo,
está en manos del particular afectado. Si, por ejemplo, decide no atacar la anulabi-
lidad de un acto, este se convierte en firme y continúa produciendo los efectos que
le son propios. Por tanto, si el destinatario de un acto administrativo anulable no lo
impugna convenientemente, éste es convalidado por la inactividad del perjudicado
deteniendo dicho acto en firme e inatacable. Firme porque se han dejado pasar los
plazos del recurso. E inatacable porque la acción anulabilidad, al contrario que la de
nulidad de pleno derecho, tiene plazo de prescripción.
Primera parte 79

Como señala BOCANEGRA, el establecimiento en el artículo 57.1 de la LRJAPPAC


de la regla de la presunción de validez del acto administrativo implica trasladar la
carga de su impugnación al particular. En el caso de los actos nulos de pleno derecho,
por ser nulos son radicalmente ineficaces. En cambio, no se puede negar la eficacia de
los actos anulables cuya convalidación se produce por el mero transcurso del tiempo
sin que el particular afectado haya combatido jurídicamente tal invalidez relativa
o anulabilidad del acto administrativo. Es decir, los actos anulables se presumen
eficaces mientras no se impugnen. Si se impugnan y se accede, por ejemplo, a la
suspensión, entonces la eficacia queda demorada hasta que se produzca el fallo del
órgano judicial competente sobre el fondo del asunto.
La presunción de validez, como señala BOCANEGRA, cumple una función muy
importante en relación con la ejecutoriedad de los actos administrativos. En efecto,
tal presunción sirve nada menos que de título jurídico para proceder a la ejecución
forzosa del acto en caso de ser necesario. Es decir, la presunción de validez de los
actos administrativos permite la ejecución sin necesidad de tener que probar la
conformidad a derecho de los actos que se pretende ejecutar. Es un privilegio de tal
calibre que explica perfectamente las garantías que jurisprudencia y doctrina han
exigido para que la ejecutividad sea susceptible de control judicial. Si así no fuera,
si la presunción de validez, o privilegio de ejecutividad, operara sin control alguno,
entonces estaríamos ante una concepción unilateral y cerrada de la autotutela que no
encajaría en un sistema en el que la tutela judicial es efectiva y en el que se prohíbe
la indefensión.
El artículo 57.1 LRJAPPAC sanciona la eficacia inmediata de los actos adminis-
trativos “salvo que en ellos se disponga otra cosa”. Es decir, una vez dictado el acto
este es eficaz (eficacia interna), pero es posible que si éste está sometido, por ejemplo,
a una condición temporal o una condición suspensiva, la eficacia externa se demore
hasta la llegada del término o hasta que se cumpla el hecho incierto y futuro en que
consiste dicha condición suspensiva. Como ha señalado la doctrina, los actos pueden
estar sujetos a condiciones suspensivas, que constituyen elementos accidentales a
cuya realización se supedita el comienzo de la eficacia.
En el caso de los actos administrativos sancionadores, el Tribunal Supremo ha
entendido con buen criterio, partiendo de los postulados constitucionales, que las
sanciones administrativas serán eficaces en cuanto devengan firmes. Aunque la efi-
cacia de un acto, dice BOCANEGRA, no depende ordinariamente de su firmeza o de
su ausencia ni de que agote la vía administrativa, el artículo 138.3 de la LRJAPPAC,
en materia de de derecho administrativo sancionador dispone que la “resolución será
ejecutiva cuando ponga fin a la vía administrativa”, adoptándose en aquélla, “en su
caso, las disposiciones cautelares precisas para garantizar su eficacia en tanto no sea
ejecutiva”. Tiene razón el catedrático de Oviedo cuando afirma en relación con este
precepto que interpretado literalmente podría llegar incluso a pensarse que la falta
de interposición de los recursos frente a un acto administrativo sancionador que no
pone fin a la vía administrativa habría de implicar que nunca adquiriría firmeza ya
que, aunque fuera firme, continuaría sin agotar la vía administrativa.
80 Derecho Administrativo español. Tomo II

El artículo 21 del Reglamento de procedimiento para el ejercicio de la potestad


sancionadora desarrolla el precepto citado en los siguientes términos:
“1. Las resoluciones que pongan fin ala vía administrativa serán inmediatamente
ejecutivas y contra las mismas no podrá interponerse recurso administrativo ordinario
(hoy habría de leer, tras la reforma de 1999, potestativo de reposición).
2. Las resoluciones que no pongan fin a la vía administrativa no serán ejecutivas en
tanto no haya recaído resolución del recurso ordinario (potestativo de reposición habría
que leer hoy, tras la reforma citada de 1999) que, en su caso, se haya interpuesto o haya
transcurrido el plazo para su interposición sin que ésta se haya producido”.

En virtud de lo dispuesto en el artículo 57.1 LRJAPPAC la eficacia del acto, con las
modulaciones realizadas, comienza desde la fecha en que se dicta. Es decir, desde ese
momento la eficacia es inmediata. Sin embargo, excepcionalmente, como dispone
el precepto en el párrafo segundo, es posible la demora de la eficacia, o la eficacia
retroactiva en el parágrafo tercero del artículo citado en determinadas condiciones.
Efectivamente, el párrafo segundo del artículo 57 LRJAPPAC dispone que “la
eficacia quedará demorada cuando así lo exija el contenido del acto o esté supeditado
a su notificación, publicación o aprobación posterior”.
“Cuando lo exija el contenido del acto” quiere decir que si bien el acto es eficaz
desde que se dicta, es posible que éste no se pueda cumplir porque el presupuesto de
hecho en que descansa no se da en cierto momento. Bocanegra pone el ejemplo
de una orden dada por la autoridad competente para retirar la nieve de las aceras para
los propietarios de negocios colindantes. Obviamente, mientras no nieve, el acto no
se puede llevar a efecto por obvias razones. El acto finalizador de un procedimiento
expropiatorio determinando el justo precio no produce por sí mismo la transferencia
de la propiedad a favor del beneficiario en tanto en cuanto no se realice el pago al ex-
propiado. Otro ejemplo es el de la eficacia del acto administrativo de nombramiento
de un profesor titular de universidad. Desde que se publica es eficaz, pero su eficacia
se demora, la eficacia externa, hasta que el interesado toma posesión de la plaza
de profesor. Esto es así porque como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO el acto de nombramiento de un funcionario tiene condicionados sus
efectos a la efectiva toma de posesión.
El párrafo segundo del artículo 57.1 también dice que la eficacia del acto quedará
demorada cuando “esté supeditada a su notificación, publicación o aprobación su-
perior”. Ciertamente, la eficacia externa de los actos administrativos no se despliega
con carácter general hasta que éstos se notifican a los interesados o se publican si es
el caso, puesto que el artículo 58 de la LRJAPPAC dispone que los actos administra-
tivos se notificaran a los interesados. El acto de notificación es un acto distinto del
que es objeto la notificación aunque en ciertos casos, como señalan GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, no para las certificaciones, y para ciertos efectos
—los prejudiciales, por ejemplo— se condición de eficacia. ¿Es un acto de trámite
la notificación, o un acto independiente? Si entendemos que es un acto de trámite,
Primera parte 81

al no constituir un requisito de validez sino de eficacia, si no se notifica no podrá


revisarse de oficio si el contenido del acto es desfavorable al interesado (AYUSO
RUIZ-TOLEDO).
El profesor BOCANEGRA entiende, a partir de la jurisprudencia del Tribunal
Supremo, que la subordinación de la eficacia del acto a su notificación ha de ser
siempre favorable al destinatario del acto porque la notificación es una garantía y no
un obstáculo a la eficacia de los actos favorables. Para Bocanegra la supeditación
de la eficacia a la notificación se refiere a los actos desfavorables al interesado ya que
la sentencia del Tribunal Supremo de 18 de febrero de 1998 entiende que, en otro
caso, quedaría a merced de la Administración demorar los actos favorables con sólo
no notificarlos, algo inaceptable en un Estado de Derecho como el nuestro. El caso
de esta sentencia se refería a la pretensión de la Administración de imponer una
sanción a causa de una actividad realizada sin licencia una vez que ésta había ya sido
concedido con anterioridad, pero sin notificar al destinatario. Esta doctrina que jus-
tifica la obligatoriedad para la propia Administración del acto no notificado se funda
en que los preceptos que regulan el régimen jurídico de la notificación o publicación
han de interpretarse siempre de la manera más favorable a los ciudadanos aunque en
puridad, como señala BOCANEGRA, lo propio sería, en estos casos, la producción
de un acto presunto por silencio o la misma caducidad del procedimiento cuando el
mismo, iniciado de oficio, pudiera haber concluido en un acto desfavorable.
Esta consideración pienso que también debe proyectarse sobre el problema de
la ejecución de sentencias favorables a la propia Administración pública. Si en estos
casos se deja al absoluto arbitrio de la Administración tal posibilidad podríamos
encontrarnos, casos hay y no pocos, ante inejecuciones de sentencias favorables a la
Administración debidas a intereses, cuando menos, inconfesables. La cuestión de
fondo que se ventila en estos casos reside en que en un Estado de Derecho no es
posible concebir una potestad administrativa de manera omnímoda, arbitraria, pre-
cisamente porque la caída del Antiguo Régimen es la caída de la irracionalidad y la
subjetividad y la victoria de la racionalidad y la objetividad como patrones esenciales
del ejercicio de potestades administrativas.
En el párrafo segundo del artículo 57 está prevista la demora de la eficacia del acto
cuándo esté supeditada a su publicación. La publicación de los actos administrativos
sustituye a la notificación, de acuerdo con el artículo 59.4 de la LRJAPPAC, en el caso
de que los destinatarios sean desconocidos o se ignore su domicilio. Además, en deter-
minadas circunstancias la Ley expresamente prevé que se pueda exigir la publicación
como garantía de acierto en la decisión o para mejor realizar los intereses públicos que
constituyen la finalidad del acto. En estos supuestos, la eficacia del acto, sea de trámite
o resolución, quedará demorada hasta que se produzca su publicación en el boletín
o periódico que en cada caso se determine. Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, en algunos casos esta publicación viene impuesta por su
naturaleza, como los de anuncio de una información pública (artículo 86 LRJAPPAC)
o los de convocatoria de una oposición o concurso (artículo 59.5 LRJAPPAC).
82 Derecho Administrativo español. Tomo II

La eficacia del acto administrativo quedará demorada también, según el artícu-


lo 57.2 LRJAPPAC, cuando se supedite a la aprobación superior. En algunos casos en
los que existen relaciones de jerarquía o tutela muchos de los actos del órgano ad-
ministrativo tutelado o jerárquicamente inferior han de ser autorizados o aprobados
por el órgano de tutela o jerárquicamente superior para que adquieran eficacia. En
estos supuestos, tal y como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
el acto de aprobación, independiente del que es objeto de ella, constituye una condi-
ción del primero, de manera que el acto sólo produce efectos jurídicos desde que se
produce la aprobación o concurre el silencio administrativo. Estos autores señalan
también que si el acto sujeto a aprobación o autorización es de los que, además,
deben ser notificados o publicados, es evidente que la eficacia quedará demorada no
sólo hasta la fecha del acto de aprobación, sino hasta la notificación o publicación de
éste, así como del acto aprobado.
Aunque en el párrafo segundo del artículo 57 LRJAPPAC no se prevea expresa-
mente, la eficacia del acto administrativo puede quedar también demorada en caso de
suspensión de la ejecución en vía administrativa o en caso de que sea menester, para la
eficacia, que el acto agote la vía administrativa. En este último caso, como señalamos
con anterioridad, es verdad que el agotamiento de la vía administrativa o la firmeza
no son requisitos de eficacia del acto aunque es posible que se exija alguna de estas
dos situaciones para que los actos sean ejecutivos, tal y como ocurre, ya lo sabemos
con los actos administrativos de naturaleza sancionadora. En el caso de la suspensión
en la vía administrativa la eficacia se demora hasta que se resuelve sobre el fondo del
recurso si es que estamos en materia de recursos, materia por cierto cada vez más
relevante habida cuenta de la crisis de la justicia administrativa en general, por obvios
motivos, y el prestigio, también por evidentes razones, de la llamada justicia cautelar,
sea en ante la autoridad administrativa sea ante la autoridad judicial. En cualquier
caso, el tratamiento completo de la suspensión en vía administrativa se puede en-
contrar en materia de recursos administrativos al analizar el efecto no suspensivo de
la interposición del acto administrativo. Es el caso del artículo 111 de la LRJAPPAC.
Igualmente, también se trata acerca de la suspensión del acto en administrativo al
estudiar la revisión de oficio como veremos al comentar el artículo 104 LRJAPPAC
o en materia del recurso contencioso administrativo al glosar los artículos 129 y si-
guientes de la Ley la jurisdicción contencioso-administrativa de 1998 que tampoco la
interposición de este recurso suspende la ejecución del acto administrativo. En estos
casos, la suspensión deja de tener funcionalidad operativa cuando desparece cuando
se dicte resolución desestimatoria del recurso. En el supuesto del artículo 127 de la Ley
de la jurisdicción contencioso administrativa de 1998, procedimiento de suspensión
previa de actos y acuerdos administrativos, la suspensión se mantendrá hasta que se
dicte la pertinente sentencia levantando la suspensión.
¿Sobre qué efectos se proyecta la suspensión de la ejecución del acto adminis-
trativo? Cuando se adopta la decisión, administrativa o judicial, de suspender la
eficacia de un acto, se suspende su ejecutividad y, por ende su ejecutoriedad, pues
se paraliza el presupuesto jurídico de la ejecución forzosa. Además, como
Primera parte 83

ha entendido el Tribunal Supremo en la sentencia de 18 de marzo de 2003, la sus-


pensión se extiende al conjunto de los efectos. Es decir, alcanza también, dice el
Tribunal Supremo, a los efectos predeterminados definitivos que el acto suspendido
puede producir en otros procedimientos.
La suspensión del acto en la vía administrativa, la paralización temporal de su efi-
cacia, es ordinariamente una medida cautelar dirigida a preservar el objeto del litigio
de manera que el recurso no pierda su finalidad legítima por haberse consolidado
alguna situación irreversible. Debe llamarse la atención acerca de la naturaleza de
la medida cautelar que tiene la suspensión cuando se determina en la vía de recurso
administrativa puesto que, al igual que acontece en la vía contencioso administrati-
va, requiere del Tribunal de que se trate de una labor de ponderación jurídica de los
intereses públicos y privados, entre los que se incluyen los de terceros, en conflicto,
tal y como señala el artículo 111 LRJAPPAC. Pues bien, una vez realizada tal ope-
ración jurídica de contraste entre los intereses referidos, el órgano administrativo
competente, como dispone el precepto citado, podrá inclinarse por la suspensión en
caso de que la ejecución pudiera ocasionar daños o perjuicios de imposible o difícil
reparación al recurrente o si la impugnación se funda en alguna de las causas de
nulidad de pleno derecho establecidas en el artículo 62.1 de la LRJAPPAC.
Es conocida la doctrina que señala que como la pretensión de suspensión es una
manifestación del derecho fundamental a la tutela cautelar, derivado de la tutela
judicial efectiva del artículo 24.1 CE, la ponderación que se haga por el órgano admi-
nistrativo o judicial para oponerse a dicha suspensión ha de estar amparada también
por algún derecho fundamental puesto que dado el rango de esta tutela cautelar
no le pueden ser opuestos simples intereses públicos o privados ya que, si así fuera,
señala BOCANEGRA a partir de la opinión de GARCÍA DE ENTERRÍA, se estaría
comprometiendo la eficacia de un derecho fundamental con la alegación de cual-
quier interés, sea público o privado. Esta doctrina, bien respetable por la categoría
de quienes la sostienen, tiene, sin embargo, un problema. Si como regla se afirma
que la petición de suspensión está amparada siempre y todo caso por el derecho
a la tutela judicial efectiva, entonces la tal tarea de ponderación jurídica resultaría
superflua a no ser que frente a la suspensión solicitada se pudiera razonar con otro
derecho fundamental. Por otra parte, quienes conocen algo de la práctica forense
saben que hoy en casi todos los recursos contenciosos se suele reivindicar la medida
cautelar de suspensión, también en la vía administrativa. Si se le otorga “in genere” a
la suspensión esta fuerza especial sin discriminación, es probable que pasemos de la
regla general de la ejecutividad a la regla general de la suspensión, algo que planteado
categóricamente, dogmáticamente, no me parece ni razonable ni adecuado. Además,
no se puede olvidar que en la vía administrativa la suspensión se puede fundar en
las causas de nulidad de pleno derecho del acto administrativo, lo que desde luego
permite una mayor capacidad de decisión sobre la suspensión que cuando ésta se
solicita ante la jurisdicción contencioso administrativa.
El órgano administrativo que ha de resolver sobre la suspensión, una vez efec-
tuada la labor de contraste jurídico referida, ha de analizar si la ejecución ocasiona
84 Derecho Administrativo español. Tomo II

perjuicios de imposible o difícil reparación al recurrente o si la impugnación se


funda en alguna de las causas de nulidad de pleno derecho previstas en la ley. En el
primer caso, nos hallamos ante una típica causa de procedencia de medida cautelar,
el “periculum in mora”, el peligro o daño derivado de la ejecución, de manera que
en este supuesto se evaluará la eficacia, la ejecutividad del acto en orden a la conso-
lidación de una situación irreversible para el recurrente. Un sector de la doctrina ha
lamentado que el legislador de 1992, y el de 1999, para la reforma de la LRJAPPAC, así
como el de 1998 en la ley reguladora de la jurisdicción contencioso administrativa,
se hayan separado de la doctrina del “fumus boni iuris” que, ciertamente, junto al
“periculum in mora” constituyen en la teoría general de las medidas cautelares las
dos causas de su procedencia. Dado que tuve el honor de participar en el proceso
de elaboración de la reforma de la LRJAPPAC de 1999 y en el de la ley de 1998 de lo
contencioso administrativo, me parece de justicia explicar las razones de por qué no
se admitió en ambas normas la doctrina del “fumus boni iuris” que también alguna
jurisprudencia venía aplicando desde los años noventa del siglo pasado.
La doctrina del “fumus boni iuris”, de apariencia de buen derecho es una doctri-
na que ordinariamente señala que tal apariencia ha de circunscribirse a la posición
del particular recurrente, nunca, o menos veces, a la posición de la Administración.
Me explico, el acto administrativo dictado oportunamente disfruta como sabemos
de la presunción de validez, de la presunción de veracidad, de oportunidad, de le-
gitimidad porque se presume que el interés general habita en dicho acto porque ha
sido producido en ejercicio de la constitucional tarea de servicio objetivo al interés
general. Por tanto, la apariencia de buen derecho de quien debe ser presumida es de
la Administración pública. Si esta teoría parece un tanto exagerada, al menos seña-
lemos que si el acto goza de la presunción de validez, hay una apariencia de legalidad
y de adecuación al interés general que para ser destruida ha de hacerse desde un
razonamiento en el que obviamente, palmariamente tal presunción resulte inacepta-
ble. Estamos en los casos nulidad absoluta, en los casos de manifiesta incompetencia
o conculcación total y absoluta del procedimiento, de evidente lesión de derechos
fundamentales de la persona por poner algunos de los supuestos del artículo 62.1
de la LRJPPAC. En estos supuestos, que sí admite el artículo 111 LRJAPPAC para la
suspensión en vía administrativa, no parece muy difícil colegir que se está haciendo
un juicio previo, un test previo de la legalidad del acto. Algo que es propio de la
sentencia judicial y que si bien se puede admitir en la vía administrativa por la tras-
cendencia del vicio en que puede incurrir un acto administrativo, en modo alguno es
admisible en la vía judicial. Por una sencilla razón, porque de así afirmarse, se estaría
desnaturalizando el sentido y la finalidad de lo que es una medida cautelar, que por
definición está diseñada para preservar el objeto del litigio, para evitar que el recurso
pierda su finalidad legítima, para impedir que se consoliden situaciones irreversi-
bles. Pero en modo alguno en el juicio cautelar se puede juzgar sobre argumentos de
validez, de legalidad. La autoridad administrativa al resolver un recurso puede tener
en cuenta factores que no son propios del proceso judicial. Por eso, la sentencia de 24 de
enero de 2000 del Tribunal Supremo, señala con claridad que:
Primera parte 85

“la doctrina de la apariencia de buen derecho se ha incorporado como criterio


jurisprudencial para decidir la procedencia de una concreta medida cautelar y sin-
gularmente la suspensión de la ejecutividad del acto impugnado; así el auto de 31 de
enero de 1994(…), sin embargo hemos declarado en este mismo auto y en el anterior
de 22 de noviembre de 199 (…), que dicha doctrina tan difundida cuanto necesitada
de prudente aplicación, debe tenerse en cuenta al solicitarse la nulidad de un acto
dictado en cumplimiento o ejecución de una norma o disposición de carácter ge-
neral declarada previamente nula de pleno derecho, o bien cuando se impugna un
acto idéntico a otro que ya fue anulado jurisdiccionalmente, pero no al impugnarse
un acto administrativo en virtud de causas que han de ser por primera vez, objeto
de valoración y decisión en el proceso principal, pues de lo contrario se prejuzgaría
la cuestión de fondo, de manera que por amparar el derecho a una tutela judicial
se vulneraría también otro derecho fundamental recogido en el propio artículo 24
de la Constitución, cual es el derecho al proceso con todas las garantías debidas de
contradicción y prueba, porque el incidente de suspensión no es trámite idóneo para
decidir la cuestión objeto de pleito”.
En la realidad, si estudiamos estadísticamente el número de cautelares que se
conceden en casos de sentencias sobre el fondo que establecen la ilegalidad del acto,
nos daremos cuenta de que aunque, en efecto, en la medida cautelar no proceda
analizar el fondo del litigio, el órgano judicial competente tiene delante el expediente
para resolver sobre la cautelar solicitada. Quiero decir con ello que en los casos de
obvia nulidad, de patente nulidad, es lo más probable que el juicio de eficacia que está
en la base de una medida cautelar tenga alguna relación, no por supuesto esencial y
sustancial, con tal circunstancia, sin que obviamente en la fundamentación del auto
sobre la procedencia o no de tal medida pueda aparecer argumentación alguna sobre
el fondo del litigio.
El problema del “fumus boni iuris” es que su postulación se ha identificado con la
pretensión de que el juicio cautelar pueda versar sobre el fondo del pleito, lo que real-
mente, en pura teoría procesal de medidas cautelares, no es posible. Si que es posible,
sin embargo, como reza al actual artículo 728 de la ley procesal civil del 2000, que el
solicitante de la medida cautelar presente datos, argumentos o justificaciones docu-
mentales que conduzcan a fundar, por parte del Tribunal, sin prejuzgar el fondo del
asunto, un juicio provisional e indiciario favorable al fundamento de su pretensión.
El problema radica en que la ley de la jurisdicción contencioso administrativa de
1998 establece claramente el sentido del juicio cautelar en esta materia, que es al que
hay que atenerse. En estos casos, el órgano judicial competente habrá de realizar una
labor de ponderación jurídica de los intereses en juego y, tras completarla, estudiar si
el recurso perderá o no su finalidad legítima de no atender a la cautelar solicitada.
Volviendo a la vía administrativa tras esta excursión al contencioso administrati-
vo, nos situamos en la segunda causa de suspensión: cuando se alegue alguna de las
causas de nulidad de pleno derecho de los actos administrativos establecidos en el
artículo 62.1 de la LRJAPPAC. BOCANEGRA, siguiendo su razonamiento sobre nu-
lidad de pleno derecho e ineficacia de los actos administrativos, dice, coherentemente,
86 Derecho Administrativo español. Tomo II

que el hecho de que la suspensión prospere en estos casos confirma que la nulidad
absoluta hay que interpretarla como ineficacia radical. Aquí si que nos encontramos
ante un claro supuesto de “fumus boni iuris” puesto que la autoridad administrativa
que ha de resolver el correspondiente recurso administrativo va a entrar en el aná-
lisis de la legalidad del acto puesto que va a adoptar la suspensión, si procede, en un
supuesto de nulidad de pleno derecho del acto administrativo.
Para Bocanegra contrasta este precepto, el artículo 111 de la LRJAPPAC, con
el desafortunado artículo 104 de la misma ley que parece condicionar la suspensión
del acto durante el procedimiento de declaración de la nulidad a la única regla del
“periculum in mora”, aún cuando deba decirse que la denegación de la suspensión
de un acto grave y manifiestamente ilegal que está causando un perjuicio cierto, no
importa si reparable o no, puede suponer la adopción, a sabiendas de su injusticia, de
una resolución arbitraria.
En la vía administrativa, la suspensión puede ir acompañada, si así lo entiende
la autoridad administrativa competente, de la pertinente medida cautelar, que va
dirigida a asegurar, artículo 111.4. párrafo primero de la LRJAPPAC, la protección
del interés público o de terceros y la eficacia del acto, si éste la recupera. Entre estas
medidas cautelares, destaca la petición por parte del órgano administrativo compe-
tente para decidir sobre la suspensión de una caución suficiente para responder de
los posibles perjuicios que la suspensión pueda traer consigo.
Por otra parte, el artículo 111 LRJAPPAC permite que la suspensión decretada
por la autoridad administrativa competente pueda prolongar su eficacia más allá del
agotamiento de la vía administrativa. En efecto, el párrafo tercero del artículo 111.4
de la LRJAPPAC permite que la suspensión proyecte su eficacia en la misma vía con-
tencioso-administrativa. Para ello, es obvio que el órgano judicial competente ha de
entender que, en efecto, se dan los requisitos que para la procedencia de las medidas
cautelares establece la ley de 1998. ¿Es necesario que esa prolongación de efectos sea
ratificada por el tribunal o juez contencioso? Entiendo que si porque el precepto de la
LRJAPPAC permite tal posibilidad, no la ordena imperativamente, luego, entonces, si
se va a prorrogar la eficacia de la cautelar en la jurisdicción contenciosa es menester
que así se establezca por quien tenga competencia para ello.
Sin embargo, es verdad que la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, en sen-
tencia de 20 de mayo de 1996, como señala BOCANEGRA, parece imponer sin más el
mantenimiento de la suspensión en caso de impugnación contencioso administrativa:
“…el derecho a la tutela se extiende a la pretensión de suspensión de la ejecución de
los actos administrativos que, si fue formulada en el procedimiento administrativo, debe
permitir la impugnación jurisdiccional de su denegación y si se ejercitó en el proceso
debe dar lugar en el mismo a la correspondiente revisión específica…Si, pues, hemos
declarado que la tutela se satisface así, es lógico entender que mientras se toma aquella
decisión no pueda impedirse ejecutando el acto, con lo cual la Administración se habría
convertido en juez. Los obstáculos insalvables a esta fiscalización lesionan, por tanto, el
derecho a la tutela judicial y justifican que, desde el artículo 24.1 de la Constitución, se
reinterpreten los preceptos aplicables”.
Primera parte 87

Esta doctrina, sin matices, entendida de manera categórica, exige el replan-


teamiento tradicional del entendimiento de los privilegios de ejecutividad y
ejecutoriedad de los actos administrativos. En si misma, la doctrina aquí sentada
por el Tribunal Constitucional, advierte de los obvios peligros a que conduce una
perspectiva unilateral de la autotutela declarativa y ejecutiva en la medida en que
la Administración asume funciones judiciales. Obviamente, si el artículo 24.1 de
la Constitución reclama una nueva lectura, una reinterpretación, de los preceptos
que regulan estas prerrogativas administrativas, entonces ciertamente se podría
decir que la proyección de la luz constitucional sobre el Derecho Administrativo ha
de traer consigo, en parte así esta aconteciendo, relevantes transformaciones de la
esencia del entero sistema del Derecho Administrativo. En el caso que ahora estamos
analizando, el Tribunal Constitucional parece postular que la suspensión deba ser la
regla general cuando nos hallemos ante impugnaciones contencioso administrativas
de actos administrativos. Tesis que aunque pueda parecer un tanto radical, pienso
que en no mucho tiempo habrá de ser la regla general a la que habrán de agregarse las
razonables excepciones que sea menester. Es decir, la misma solución que en el dere-
cho alemán, solución que a día de hoy, sin embargo, como reconoce la doctrina, ha
conducido a una desnaturalización de la regla a causa del sinnúmero de excepciones
que acompañan a la suspensión automática de los actos administrativos como efecto
ordinario de la interposición del recurso contencioso administrativo.
Una de las novedades más relevantes en materia de suspensión del acto en la vía
administrativa es la relativa a la operatividad del silencio administrativo positivo
una vez transcurridos treinta días desde la postulación de la suspensión sin respuesta
alguna por la autoridad administrativa competente. Tal regla está en el párrafo terce-
ro del artículo 111 LRJAPPAC. Sin embargo, como señala BOCANEGRA, aún siendo
una solución plausible, no lo es tanto la exclusión en estos casos de la notificación,
que conforme al artículo 42.4, párrafo segundo LRJAPPAC, debe informar de la fe-
cha en que se recibió la solicitud en el registro del órgano competente, habida cuenta
de la inseguridad que genera.
El párrafo quinto del artículo 111 LRJAPPAC establece que cuando nos hallemos
ante un acto administrativo con una pluralidad indeterminada de destinatarios, su
suspensión, por obvias razones de seguridad jurídica y de publicidad suficiente, ha
de insertarse en el mismo periódico oficial en el que se publicó el acto administrativo
objeto de suspensión.
¿Se extiende la suspensión de la ejecutividad de un acto administrativo a la
obligatoriedad del contenido del acto para la Administración autora del acto y para
los destinatarios del mismo? Es decir, ¿se proyectan los efectos de la suspensión más
allá de la ejecutividad del acto? BOCANEGRA es partidario de extender los efectos
de la suspensión más allá de la mera ejecutividad, de forma que alcance también
al conjunto de la eficacia del acto, concepto éste que es más amplio que el de la
ejecutividad en el que se incluye también la interrupción de los posibles efectos de-
terminantes de la resolución definitiva de otros procedimientos. Así, por ejemplo,
señala BOCANEGRA, la suspensión de una orden de expulsión de un extranjero
88 Derecho Administrativo español. Tomo II

permite la continuación del procedimiento de legalización, evitándose el efecto


obstaculizador que sobre la legalización produce la orden de expulsión, tal y como
ha reconocido el Tribunal Supremo por sentencia de 18 de marzo de 2003.
El párrafo tercero del artículo 57 LRJAPPAC se refiere a la extraordinaria eficacia
retroactiva de los actos administrativos en estos términos: “Excepcionalmente, po-
drá otorgarse eficacia retroactiva a los actos cuando se dicten en sustitución de actos
anulados, y, asimismo, cuando produzcan efectos favorables al interesado, siempre
que los supuestos de hecho necesarios existieran ya en la fecha a que se retrotraiga y
ésta no lesione derechos o intereses legítimos de otras personas”.
Desde luego, la literatura de este parágrafo no es ciertamente un dechado de
perfección lingüística. El principio es el de la irretroactividad de los actos adminis-
trativos, corolario necesario de la regla de la irretroactividad de las normas jurídicas
reconocido en el artículo 9.3 de la Constitución
El fundamento de la irretroactividad, como bien sabemos, no es otro que el de la se-
guridad jurídica, la certeza de las normas a aplicar en cada caso. El artículo 57 LRJAPPAC
en su párrafo tercero, recoge, sin embargo, varias excepciones. Analicémoslas.
La primera se refiere a los actos que se dicten en sustitución de otros actos anu-
lados. Señala BOCANEGRA en relación con este punto que el acto anulado puede
ser perfectamente un acto nulo de pleno derecho o un acto anulable. Sin embargo, es
menester distinguir a estos efectos entre actos administrativos que producen efectos
sólo respecto a sus destinatarios y aquellos otros actos que despliegan sus efectos
frente a terceros.
En el primer caso, como señala BOCANEGRA, el conflicto de intereses se suscita
exclusivamente entre la Administración y el destinatario, debiendo ser resuelta tal
controversia a partir del principio de legalidad y del principio de protección de la
confianza de acuerdo, además, con lo dispuesto por el artículo 3.1 LRJAPPAC. En
este supuesto, el acto administrativo dictado en sustitución del anulado únicamente
podrá tener efectos retroactivos cuando sea favorable para el ciudadano tal y como
se deduce de la regla general en materia de retroactividad. Si el acto anulado era
favorable y había suscitado una confianza protegible, el acto anulado no debió ser
eliminado, siendo entonces, dice Bocanegra, tal eliminación ilegal ya que el artí-
culo 106 LRJAPPAC obliga a la Administración y a los Tribunales al mantenimiento
de aquél, de manera que si se sustituye este acto por otro igualmente favorable, nada
impide su retroactividad, que subsana la ilegalidad cometida con la anulación, pero
si el acto que se quiere hacer retroactivo en sustitución del anulado es desfavorable,
la retroactividad solo sería posible si la ilegalidad del acto anulado recae en el ámbito
de la responsabilidad del ciudadano; es decir, si le resulta imputable.
Si el acto afecta a un tercero de forma desfavorable, según BOCANEGRA, se debe
aplicar la regla que impone el artículo 57.3 LRJAPPAC para los supuestos en que no
existe acto anulado previo que consiste en que los efectos del acto retroactivo, aun-
que sea favorable para el destinatario principal, no pueden dañar el derecho o interés
legítimo de los terceros ya que, de entenderse en otro sentido, la existencia de un
Primera parte 89

acto nulo o anulable fruto de la torpeza de la Administración no puede, solo faltaría,


legitimar la eficacia retroactiva a un acto en perjuicio de tercero tal y como dispone
el párrafo tercero del artículo 57 de la LRJAPPAC. Además, la Administración no
puede beneficiarse de la torpeza de su actuación pues la desviación de poder se puede
combatir jurídicamente y el principio de congruencia y el de racionalidad, así como
el de buena administración de los asuntos públicos, impiden tal posibilidad.
La segunda excepción a la irretroactividad se refiere, según el parágrafo tercero
del artículo 57 LRJAPPAC, a los actos “cuando produzcan efectos favorables al in-
teresado, siempre que los supuestos de hecho necesarios existieran ya en la fecha a
que se retrotraiga la eficacia del acto y ésta no lesione derechos o intereses legítimos
de otras personas”. En este supuesto han de darse dos requisitos: que los supuestos
de hecho necesarios existieran ya en la fecha a que se retrotraiga la eficacia del acto
y que no lesionen derechos o intereses legítimos de otras personas. Analicemos, con
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO estas dos condiciones.
Por lo que se refiere a la primera condición o requisito, parece que claro que si
la validez de un acto depende de que se produzca el supuesto de hecho de la norma,
únicamente podrá admitirse la eficacia de un acto respecto de hechos existentes
que se adecuan a la norma. Un caso paradigmático de eficacia retroactiva, señalan
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, se refiere al acto administrativo
legitimador, una licencia, previsto en la legislación urbanística cuando el particular
hubiese realizado una actividad sin obtener la preceptiva licencia. Como el hecho de
no haber obtenido la licencia no presupone necesariamente la ilegalidad de la obra
realizada, se prevé una medida cautelar —la suspensión— para evitar que continúe
la obra y la iniciación de un procedimiento en el que se verifique a conformidad o
disconformidad de la obra a la Ordenación vigente y, en su caso, la concesión de
la licencia producirá efectos respecto de las situaciones surgidas con anterioridad.
Esta doctrina la encontramos en la jurisprudencia del Tribunal Supremo. De una
manera categórica, por ejemplo, la reciente sentencia de 4 de julio de 2000 señala que
la retroactividad autorizada por el artículo 57 LRJAPPAC exige, entre otros, que los
supuestos de hecho necesarios existieran ya en la fecha a que se retrotraiga la eficacia
del acto, a la fecha, como dice la sentencia del Tribunal Supremo de 22 de septiembre
de 1992, a la cual hayan de retrotraerse los efectos.
El segundo requisito o condición previsto por el legislador para que prospere
la retroactividad se refiere a que el acto favorable al interesado, a su vez, no lesione
derechos o intereses legítimos de otras personas. Esta doctrina es antigua. En efecto,
ya el Tribunal Supremo en sentencia de 2 de junio de 1963 entendió que la retroac-
tividad, para que produzca efectos favorables al interesado, está condicionada a que
no se lesionen intereses legítimos de otras personas.
El profesor BOCANEGRA llama la atención sobre la discrecionalidad que el
artículo 57.3 LRJAPPAC atribuye a la Administración para dotar de eficacia retro-
activa a los actos administrativos. Obviamente, para que tal discrecionalidad opere,
“podrá” dice el precepto que comentamos, es menester que se den los dos requisitos
o condiciones expuestos y, sobre todo, que se trate de la concesión de un beneficio
90 Derecho Administrativo español. Tomo II

determinado a una persona o personas concretas, beneficio que de constituir un


privilegio frente a otra persona o grupo de personas, es probable que lesionara el
principio de igualdad.
En cualquier caso, el Tribunal Supremo, por sentencia de 19 de mayo de 2004,
ha señalado que la posibilidad de otorgar eficacia retroactiva a los actos dictados
en sustitución de otros anulados, es una posibilidad que se concede a la misma
Administración en relación con la eficacia y ejecutividad de sus propios actos, y
no una facultad otorgada a los Tribunales par alterar los límites de su jurisdicción
revisora, siempre limitada al acto concreto impugnado.
Finalmente, la sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Murcia recuerda,
a través de su sentencia de 31 de julio de 2003, que la irretroactividad es la regla
general, principio aplicable sin excepción a los actos de gravamen o limitativos de
derechos en aplicación inexcusable del artículo 9.3 de la Constitución, que sanciona
la irretroactividad de las disposiciones sancionadoras no favorables o restrictivas
de derechos individuales. Y si para los actos favorables o ampliativos, el principio
general es también la irretroactividad, debe dejarse a salvo la posibilidad de darles
eficacia retroactiva, dice el Tribunal Superior de Justicia de Murcia, cuando se dicten
en sustitución de actos anulados, siempre que los supuestos de hecho existieran en
la fecha a que se retrotraiga la eficacia del acto y este no lesione derechos o intereses
legítimos de otras personas tal y como dispone el artículo 57 LRJAPAC. Pues bien, el
Tribunal Supremo, siguiendo una tesis diferente a la expuesta en el párrafo anterior,
en sentencia de 28 de julio de 1986, impone la eficacia retroactiva de los actos dictados
tanto en sustitución de actos anulables como nulos de pleno derecho, configurando
la retroactividad como un derecho del administrado más que como una potestad
discrecional de la Administración. Tal posición, el Tribunal Supremo, en este caso,
la funda en los principios de buena fe, seguridad jurídica y legalidad.
Tras el pertinente estudio de la suspensión al tratar de la cesación temporal de la
eficacia de los actos administrativos, corresponde ahora analizar brevemente la cesa-
ción o fin definitivo de los efectos de los actos administrativos. Antes de entrar en el
estudio de las causas o motivos en cuya virtud los actos dejen de tener eficacia jurídica,
es conveniente realizar algunas precisiones de la mano del profesor BOCANEGRA.
En efecto, si bien el inicio de la eficacia del acto se produce en el momento de la
notificación o de la publicación, según los casos en que nos encontremos, los supues-
tos de cesación o fin de la eficacia de los actos administrativos son más complejos y
no es posible establecer nítidamente la separación entre la producción de los efectos
y su terminación.
En algún caso, una vez agotado el efecto principal del acto, éste continúa tenien-
do existencia jurídica y siendo capaz de producir efectos jurídicos distintos, bien
sean de tipo procesal (excepción de acto consentido) o de forma indirecta, pues el
acto puede ser presupuesto de un procedimiento posterior o tenido en cuenta como
declaración de un estado o relación jurídica o como título de legitimación a otros
efectos (BOCANEGRA).
Primera parte 91

Pues bien, con estas matizaciones, puede afirmarse que las causas de terminación
de los efectos de acto son la siguientes: por cumplimiento del contenido del acto, por
expiración del plazo a que estén sometidos, por cumplimiento de una condición re-
solutoria, por revocación ordenada por la Administración, voluntad del destinatario
cuando este tenga un efecto favorable y aquél renuncie al mismo o, finalmente, por
fallecimiento del destinatario del acto siempre que su contenido sea una obligación
o un derecho de carácter personal que dependa de las condiciones subjetivas del
propio destinatario.
En el primer caso, cumplimiento del contenido del acto, podemos decir que
este será el supuesto ordinario de extinción de los efectos del acto administrativo.
En efecto, la Administración cuando dicta actos administrativos, lo hace para que
estos se cumplan puesto que su cumplimiento está, debe estar, asociado al servicio
objetivo del interés general, que es la tarea constitucional que justifica la actividad
administrativa. Por tanto, cuando la Administración constata que se ha cumplido el
fin previsto en el acto, que es el contenido del acto mismo, entonces este ha perdido
su sentido y, perdido su sentido por haberse cumplido el fin, se termina la eficacia.
En el segundo caso, el transcurso del tiempo previsto en el propio contenido del
acto da lugar a la finalización de su eficacia. Es decir, la terminación del plazo al que
están sometidos los efectos del acto provoca su cesación definitiva.
En el tercer caso, el cumplimiento de una condición resolutoria, por aplicación de
la teoría general de esta cláusula accesoria del acto, trae consigo el fin de la eficacia
del acto puesto que, en estos casos, la eficacia aparece en el contenido del acto con-
dicionada a la realización de una determinada circunstancia o hecho que, una vez,
acontecido, se produce la terminación de la vida del acto administrativo.
En el cuarto supuesto, terminación de la eficacia por revocación, hay que tener
en cuenta que la naturaleza de esta figura jurídica. En efecto, la revocación es una
forma de terminación de la eficacia de un acto administrativo, de acuerdo con el de-
recho por motivos de oportunidad. Tal institución, como fácilmente se comprenderá
después de todo lo escrito en el tomo anterior y en este, ha de estar rodeada, para su
operatividad de relevantes cautelas para evitar que se convierta en una expresión de
arbitrariedad o de discrecionalidad incontrolada, que a la postre es lo mismo. Por
eso, el artículo 105 LRJAPPAC somete la revocación a exigentes requisitos. Además
de esta acepción, la revocación, como señala Bocanegra, también puede referirse
al resultado del incumplimiento por el destinatario del acto de las cláusulas acceso-
rias lícitamente establecidas en el acto o de las condiciones legalmente previstas en
el mismo. Este autor entiende también que también produce la cesación definitiva
de la eficacia del acto el ejercicio de la revocación cuándo ésta es consecuencia de la
anulación administrativa o judicial (previa incoación del procedimiento de lesividad
por la propia Administración) de un acto administrativa por alguna causa de anu-
labilidad. Si la anulación se produce por una causa de nulidad de pleno derecho, es
algo más, dice BOCANEGRA.
En quinto lugar, la eficacia cesa definitivamente a causa de la voluntad del destina-
tario del acto administrativo cuando éste tenga un efecto favorable y aquél renuncie al
92 Derecho Administrativo español. Tomo II

mismo, aunque formalmente la extinción del acto se producirá precisamente cuando


la Administración acepte la renuncia salvo que legalmente no sea necesario.
En sexto lugar, la eficacia del acto administrativo se termina definitivamente
cuando desaparece el objeto sobre el que el acto proyectaba sus efectos. Finalmente,
el fallecimiento del destinatario de los efectos del acto también traerá consigo la cesa-
ción definitiva de la eficacia cuando su contenido sea una obligación o un derecho de
carácter personal que dependa de las condiciones subjetivas del propio destinatario.
Es el caso, por ejemplo, de una sanción por incumplimiento de las normas de tráfico:
extingue cuando fallece el infractor.
Primera parte 93

VII. Notificación y publicación de


los actos administrativos
La regla general, ya lo sabemos, es que los actos administrativos son eficaces, con
eficacia externa, “erga omnes”, desde el momento de su notificación al interesado
o interesados. Como el acto suele consistir, por lo general, en una declaración de
voluntad concreta, el destinatario o destinatarios son fácilmente determinables. Sin
embargo, cuando el acto vaya dirigido a un colectivo indeterminado, pero determi-
nable de personas, entonces el legislador establece que la eficacia de dicho acto se
produce a partir de su publicación en el lugar o lugares que se estime conveniente
para el conocimiento por los destinatarios del contenido del acto en cuestión.
En materia de notificación, el precepto que tenemos que estudiar es el artículo 58 de
la LRJAPPAC, que reza así:
“1. Se notificarán a los interesados las resoluciones y actos administrativos que afec-
ten a sus derechos e intereses, en los términos previstos en el artículo siguiente.
2. Toda notificación deberá ser cursada dentro del plazo de diez días a partir de la
fecha en que el acto haya sido dictado, y deberá contener el texto íntegro de la resolu-
ción, con indicación de si es o no definitivo en la vía administrativa, la expresión de
los recursos que procedan, órgano ante el que hubieran de presentarse y plazo para in-
terponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan ejercitar, en su caso, cualquier
otro que estimen procedente.
3. Las notificaciones que conteniendo el texto íntegro del acto omitiesen alguno de
los demás requisitos previstos en el apartado anterior surtirán efecto a partir en que el
interesado realice acciones que supongan el conocimiento del contenido y alcance de la
resolución o acto objeto de la notificación o resolución, o interponga cualquier recurso
que proceda.
4. Sin perjuicio de lo establecido en el apartado anterior, y a los solos efectos de
entender cumplida la obligación de notificar dentro del plazo máximo de duración de
los procedimientos, será suficiente la notificación que contenga cuando menos el texto
íntegro de la resolución, así como el intento de notificación debidamente acreditado”.

La notificación de los actos administrativos es propiamente otro acto adminis-


trativo dirigido precisamente a comunicar el contenido de un acto al destinatario o
destinatarios. Se trata de una práctica administrativa que permite acreditar el cono-
cimiento por parte de los destinatarios de su contenido de manera que dicho acto
entre en el mundo de la eficacia. Si se lee con detenimiento el precepto transcrito,
se comprenderá bien que su redacción está presidida por la experiencia de los años
y por la necesidad de entender acreditada la comunicación del contenido del acto,
tanto cuando la propia notificación contiene deficiencias formales, tanto cuando el
interesado busca denodadamente la manera de eludir la notificación por todos los
medios a su alcance, algo por otra parte nada infrecuente por estos pagos como todos
bien sabemos.
Los actos administrativos se confeccionan para aplicar una norma a la realidad.
Se dictan en el marco de la presunción de legalidad y oportunidad y, por ello, se dice
94 Derecho Administrativo español. Tomo II

que son la expresión concreta del interés general. Están llamados a producir efectos y
por ello es menester conocer el momento en que el acto despliega los efectos jurídicos.
Sabemos que las normas entran en el mundo de la realidad, en el mundo de la eficacia,
una vez que se publican. Los actos, por su parte, precisan de su comunicación al inte-
resado. He aquí una de las principales diferencias que existen entre acto y norma.
El artículo 58 de la LRJAPPAC establece la obligatoriedad de notificar los actos
administrativos a los interesados como presupuesto de eficacia. Señala el plazo en
que tal operación habrá de realizarse una vez confeccionado el acto administrativo:
diez días desde que el acto ha sido dictado. Dicha notificación, para ser eficaz, ha de
contener el texto íntegro de la resolución, si es o no definitivo en vía administrativa la
expresión de los recursos que procedan, órgano ante el que hubieran de presentarse y
plazo para interponerlos. Especifica el contenido mínimo que ha de tener el acto para
que sea eficaz. Además, el precepto contiene una presunción de notificación: siempre
que el interesado realice actuaciones que supongan el conocimiento y alcance de la
resolución o siempre que el interesado interponga cualquier recurso que proceda.
El artículo 58 LRJAPPAC dispone que, a los solos efectos de entender cumplida la
notificación dentro del plazo máximo de duración de los procedimientos, será sufi-
ciente la notificación que contenga cuando menos el texto íntegro de la resolución,
así como el intento de notificación debidamente acreditado.
Parece fuera de dudas que el sentido de la notificación es el de dar a conocer el
contenido del acto a los destinatarios. Es decir, poner en conocimiento de los inte-
resados una resolución que afecta de alguna manera a sus derechos o intereses. Así,
la sentencia del Tribunal Supremo de 23 de octubre de 1986 es bien explícita en este
sentido al señalar que la finalidad de la notificación es “exclusivamente dar a conocer
a los destinatarios las resoluciones o acuerdos que afecten a sus derechos e intereses”.
Ahora bien, además de este cometido, el acto de notificación parece que también
tiene relevancia en orden a la eficacia del acto.
¿Es la notificación un requisito para la eficacia del acto?, ¿es un mero trámite del
acto administrativo?, ¿es un acto independiente del que depende la eficacia del acto
administrativo? La contestación a esta pregunta nos ofrece diferentes respuestas.
Realmente, la lectura del artículo 57 de la Ley, como señalamos anteriormente, sienta
la regla general de la eficacia de los actos administrativos desde que estos se dictan.
En algunos casos, la eficacia, sigue señalando el precepto, quedará demorada cuando
así lo exija el contenido del acto o esté supeditada a su notificación, publicación o
aprobación superior. El artículo 58 LRJAPPAC, que no hace referencia a la eficacia,
dispone que habrán de ser notificados todos los actos y resoluciones que afecten a los
derechos e intereses de los interesados.
Desde luego, la redacción de estos preceptos no es un dechado de perfección. Es,
más bien, confusa puesto que los actos administrativos como regla general sabemos
que afectan a los derechos e intereses de las personas. Por tanto, si esto es así, como
lo acredita la realidad cotidiana, la notificación es un presupuesto para la eficacia
de los actos porque no es verdad que éstos sean obligatorios en concreto para los
destinatarios a no ser que se le comunique como es obvio.
Primera parte 95

En este punto, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,


hay diferentes posiciones. Un sector doctrinal (AYUSO RUIZ-TOLEDO) y jurispru-
dencial (sentencia del Tribunal Supremo de 17 de noviembre de 1990) entiende que la
notificación no es más que un trámite interno del acto administrativo. Sin embargo,
es mayoritaria la posición jurisprudencial que configura la notificación como un acto
administrativo independiente. Así, por ejemplo, la sentencia del Tribunal Supremo
de 25 de octubre de 1974 señala que “la notificación como acto independiente deter-
mina el comienzo de la eficacia del acto administrativo”, la sentencia del Tribunal
Supremo de 29 de enero 1982 dispone que los defectos de que pueda adolecer una
notificación sólo puede viciar el acto de notificación, careciendo de valor para anular
los acuerdos adoptados, la sentencia del Tribunal Supremo de 8 de julio de 1983 se-
ñala que hay que distinguir entre requisitos de la notificación y elementos necesarios
del acto porque, la notificación es un acto individual e independiente (sentencia del
Tribunal Supremo de 21 de octubre de 1986).
A pesar, pues, de la literatura del artículo 57 de la LRJAPPAC, la notificación, salvo
que un acto no afecte a derechos e intereses de personas, es una condición de eficacia
del acto administrativo. Es decir, comos dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, depende de la notificación que se produzcan efectos desfavorables para
los interesados como puede ser la carga de comparecer en un determinado procedi-
miento o el inicio de los plazos para la interposición del recurso.
Desde luego, si razonamos desde el principio de seguridad jurídica, desde la
necesidad, exigencia del Estado de Derecho, de que los actos jurídicos desplieguen
sus efectos desde un determinado momento, éste, en el caso de los actos administra-
tivos que afectan a derechos e intereses de personas no es, no puede ser otro que el de
la comunicación a los mismos.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha sido bien clara desde el principio. Las
sentencias de 19 de diciembre de 1989 o de 27 de febrero de 1990 son bien claras y ex-
plícitas al afirmar categóricamente que la notificación determina para los afectados
el comienzo de la eficacia del acto notificado. Es más, el principio general, en pala-
bras de la sentencia de 21 de mayo de 1998, a falta de constancias o registros sobre el
hecho de la comunicación misma, es que la notificación sólo producirá efecto desde
la fecha en que el interesado se de por notificado, lo que puede ocurrir bien por una
actuación expresa suya o bien implícita. Es decir, si resulta que el interesado firma un
acuse de recibo de la notificación es obvio que ha manifestado su voluntad de asumir
el contenido del acto. Igualmente, si resulta que no consta formalmente la recepción
de la notificación pero el interesado presenta un recurso administrativo entonces la
fecha de la interposición del recurso será la fecha a partir de la cual se entenderá que
el acto despliega sus efectos jurídicos.
La notificación, como acto administrativo autónomo, aunque relacionado con
el acto que se notifica, se produce bien formalmente, expresamente, o bien presun-
tamente. Expresamente, cuando se puede acreditar, porque hay constancia que el
interesado o interesados han tenido conocimiento del contenido del acto. Y presun-
tamente, cuando, como dice la Ley, el interesado o interesados realicen actuaciones
96 Derecho Administrativo español. Tomo II

de las que se pueda deducir que han tomado conocimiento del contenido del acto.
Esto se produce, por ejemplo, cuando el destinatario interpone un recurso o cuando
realice, por ejemplo, negocios jurídicos en los que el contenido del acto notificado
sea necesario para su suscripción. En el marco de la legislación anterior, el Tribunal
Supremo señaló, sentencias de 25 de noviembre de 1965 o de 16 de noviembre de
1976, que cuando no consta fehacientemente la fecha de la notificación “hay que
atenerse a las manifestaciones de los interesados sobre el conocimiento que tuvieran
del acto”. Una sentencia, también del Tribunal Supremo de 21 de octubre de 1990,
dispone que en caso contrario se estaría vulnerando lo dispuesto en el artículo 24
de la Constitución pues si no se tiene en cuenta la voluntad del destinatario de un
acto en orden a notificación de dicho acto, éste quedaría en una clara situación de
indefensión que hoy la Constitución prohíbe precisamente en el artículo 24 de la
Carta Magna.
La notificación, como elemento que determina el comienzo de la eficacia del
acto administrativo, ha sido puesta en relación, tras la Constitución, con algunos de
los más importantes principios generales de Derecho como pueden ser el principio
de buena fe o con el principio de tutela judicial efectiva. Esto es así porque dar un
carácter tan absoluto a una notificación incorrecta que impida la vía del recurso
administrativo o contencioso al destinatario es sencillamente incongruente con el
espíritu y la letra de la Constitución.
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO han tratado esta cuestión a la luz
de una interesante y luminosa sentencia del Tribunal Supremo de 2 de noviembre de
1983 que es realmente bien clara a este respecto: “el principio de buena fe, el derecho
a la tutela judicial efectiva y la abundante jurisprudencia recaída sobre notificaciones
defectuosas impiden aceptar que la practicada con incumplimiento de los requisitos
de expresión de los recursos procedentes, órganos ante el que deben presentarse y
plazo para interponerlos (…)sea compatible con la grave consecuencia de impedir
al interesado que ultime la vía administrativa y acceda al consiguiente recurso con-
tencioso”. Si es la Administración pública quien no cumple con su obligación de
notificar correctamente un acto administrativo al interesado, parece razonable que
no se pueda beneficiar de su negligencia pues ello supondría una clara lesión del
principio de servicio objetivo al interés general que debe presidir la actuación de la
Administración pública.
En efecto, si una notificación defectuosa impidiera al interesado la tutela judicial
efectiva de su posición jurídica, además de hacer ilusorio tal derecho fundamental,
se estaría dejando al particular en una obvia situación de indefensión prohibida por
el artículo 24 de la Constitución. En realidad, como dice una sentencia del Tribunal
Supremo de 16 de febrero de 1994, el rigor con que deben observarse las garantías
de la notificación es tal que no pueden desconocer el principio favorable al enjui-
ciamiento del fondo del asunto, hoy, principio de tutela judicial efectiva. Por tanto,
la notificación, que no es requisito de validez, sino de eficacia, si no se realiza co-
rrectamente, no es causa de inadmisión del recurso contencioso que eventualmente
pudiera interponerse.
Primera parte 97

Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, el grado en que


se produce la indefensión, por omisión de la notificación o práctica incorrecta, es el
dato relevante para verificar en que medida se ha producido la subsanación. En este
sentido, el Tribunal Supremo examina en una sentencia de 29 de febrero de 1984 si es
posible que se declare la nulidad de una notificación una vez que ya se ha accedido a
la instancia procesal pertinente: “…la nulidad de la notificación administrativa es un
último remedio que tiene por objeto impedir que el interesado se vea privado de la
tutela jurisdiccional a consecuencia de indicaciones erróneas u omisiones cometidas
por la Administración en el acto de notificación del acuerdo recurrido, y, por tanto
si se le concede esa tutela con la declaración de que el recurso ha sido válidamente
interpuesto, no se puede hablar de indefensión, ni procede acordar esa nulidad que
entrañaría, en exclusivo perjuicio del recurrente, el imponerle una superflua repe-
tición de actuaciones administrativas y judiciales con el único resultado de volver a
reproducir una cuestión litigiosa que puede y debe ser abordada con la misma am-
plitud en el recurso contencioso actual que se tiene por procedente y adecuado”. Esta
doctrina jurisprudencial nos muestra hasta que punto la proyección del artículo 24
de la Constitución influye en una institución tan importante para la posición jurídica
de los ciudadanos como es la notificación de los actos administrativos. Si es posible
la interposición del recurso judicial, en él se podrán sustanciar todas las cuestiones
que afectan al fondo del acto recurrido, sino también la posible incorrección de la
notificación. Si una vez interpuesto el recurso, se entendiera que se ha producido una
notificación ilegal y se dispusiera que se retrotraigan las actuaciones al momento de
una nueva notificación acorde a la norma, es evidente que se estaría perjudicando a
situación jurídica de recurrente.
Por tanto, en esta materia de la notificación, hay que analizar hasta que punto
la notificación incorrecta o su ausencia entrañan indefensión o no para proceder a
las actuaciones procesales que sean pertinentes. Con ello quiero llamar la atención
acerca de la relevancia de estudiar todas las categorías y conceptos del Derecho
Administrativo desde la luz constitucional, con el propósito de que, en efecto, el
Derecho Administrativo refleje en su entero sistema los principios y los preceptos
de la Carta Magna. En materia de notificación, la afirmación de la tutela judicial
efectiva y la proscripción de la indefensión obligan a la Administración a notificar
adecuadamente los actos administrativos puesto que si nadie puede beneficiarse de
su negligencia, menos una persona jurídica que se justifica constitucionalmente en
el servicio objetivo de los intereses generales.
La notificación del acto administrativo es, pues, requisito y condición de su efi-
cacia. Mientras no se comunique, no se notifique al interesado, dicho acto, aunque
haya producido efectos generales, abstractos desde que se dicta, no se concretan al
interesado hasta el día de su notificación. Es decir, mientras no se notifica el acto,
éste no es de obligado cumplimiento para el destinatario.
¿Debe la notificación contener el objeto del acto o, además, otros extremos?
De acuerdo con la legislación tradicional española, hoy cristalizada en el derecho
fundamental a la tutela judicial efectiva, el destinatario del acto administrativo
98 Derecho Administrativo español. Tomo II

debe, a través de la notificación conocer el contenido del acto, cómo afecta a sus
derechos e intereses, a su posición jurídica. Por ello, como atinadamente señala el
Tribunal Supremo en su sentencia de 14 de octubre de 1992: “la finalidad básica e
toda notificación va enderezada a lograr que el contenido del acto llegue realmente a
conocimiento de su natural destinatario, en toda sus integridad sustancial y formal
en una fecha indubitada susceptible de efectuar sin dificultad el cómputo del plazo
previsto para que el interesado pueda actuar en defensa de su derecho”.
En otras palabras, el contenido del acto debe estar en consonancia con el princi-
pio-derecho de tutela judicial efectiva. Y la tutela judicial será efectiva, si como reza
el artículo 58 LRJAPPAC, en el contenido del acto consta si este es definitivo o no en
la vía administrativa y los recursos que procedan, especialmente ante quien han de
interponerse y los plazos para su eventual ejercicio.
La notificación, aunque sea un acto administrativo independiente, tiene natura-
leza de acto de trámite, puesto que es necesario para que el acto principal despliegue
su virtualidad operativa. En esencia, el objeto de la notificación es dar conocimiento
del acto principal y de los medios de impugnación de que dispone el interesado. Si
ambos requisitos se incumplen, para que la notificación sea inválida es menester que
se haya producido una situación de indefensión. En este caso, habrá de acreditarse
que, en efecto, la notificación se ha producido sin cumplir los requisitos establecidos
en la Ley y además, al mismo tiempo, impidiendo o dificultándola afectado el ejer-
cicio de los medios de defensa.
El responsable de la notificación es, como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, el titular de la unidad administrativo o el personal al servi-
cio de la Administración pública de dónde proceda el acto “que tuviese a su cargo la
resolución despacho de los asuntos” tal y como dispone el artículo 41.1 LRJAPPAC.
Ordinariamente, la notificación se practica en el domicilio o domicilios del intere-
sado o interesados. Por eso, suele entrar en escena una persona del servicio postal de
correos o de la mensajería privada.
El sujeto pasivo, de acuerdo con el artículo 58 LRJAPPAC es el interesado o los
interesados, si bien es posible que los actos del procedimiento puedan afectar, ade-
más, a personas distintas de los interesados (testigos o peritos por ejemplo), por lo
que también a éstos se les deberán notificar los actos que les afecten (GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO).
En los casos de condominio, el Tribunal Supremo tiene declarado que hay que
notificara todos los copropietarios sin que sea válido elegir arbitrariamente a cual-
quiera de ellos y excluir a los demás tal y como señala la sentencia de 11 de mayo
de 1996. La notificación a los representantes de los interesados es válida puesto
que una de las principales tareas que competen a estas personas es precisamente
la de recibir las notificaciones de sus representados. Así se deduce del artículo 32
LRJAPPAC cuándo se refiere a que la representación se presume para los actos y
gestiones de mero trámite, entre las que se encuentra la recepción de las notificacio-
nes dirigidas a su representado. Más claramente, el propio artículo 59.1 LRJAPPAC,
en la materia que nos ocupa, así lo reconoce. En caso de actos con pluralidad de
Primera parte 99

interesados, de acuerdo con el artículo 33 de LRJAPPAC, será posible, cuando no


se haya determinado expresamente quien será quien esté a cargo de las actuaciones
relacionadas con la Administración pública, que la notificación se realice a quien
figure en primer término.
Ordinariamente, dada la complejidad de la vida actual, es difícil que el interesado
a quien se deba comunicar el acto administrativo pueda ser notificado en su domi-
cilio, pues no es sencillo que coincidan el sujeto notificador y el sujeto interesado en
la notificación del acto, por lo que normalmente la notificación podrá realizarse con
cualquier persona que se encuentre en el domicilio y haga constar su identidad, antes
parentesco o razón de permanencia en el mismo (LPA) siempre, claro está, que la no-
tificación contenga los requisitos necesarios para su validez. Se comprenderá pues,
que el régimen de la denominada práctica de la notificación se intente impregnar de
un conjunto de formalidades que van dirigidas a que el sujeto destinatario del acto
llegue al conocimiento de su contenido y de los medios de su impugnación con los
que podrá reaccionar jurídicamente si entiende que dicho acto lesiona sus derechos
o intereses legítimos. En los casos en que la notificación se practica ante persona
distinta del destinatario natural del acto, la notificación, como ha dicho el Tribunal
Supremo en una sentencia de 23 de septiembre de 1994, ha de realizarse “sin mengua
de las garantías del administrado”. Incluso, en estos casos, dadas las condiciones que
suelen concurrir en quienes están más tiempo en los domicilios, dichas garantías
han de extremarse para que conste fehacientemente que los requisitos de validez
de la notificación se han cumplido validamente. Realmente, el principio de eficacia
al que está sometida la Administración y el principio de celeridad que preside el
procedimiento administrativo permiten que la notificación pueda hacerse a persona
distinta del destinatario natural que se encuentre en el domicilio del interesado.
En el artículo 59 LRJAPPAC, modificado en su párrafo tercero por la reforma de
1999, dispone bajo la rúbrica de “práctica de la notificación”:
“1. Las notificaciones se practicarán por cualquier medio que permita tener constan-
cia de la recepción por el interesado o su representante, así como de la fecha, la identidad
y el contenido del acto notificado.
La acreditación de la notificación efectuada se incorporará al expediente.
2. En los procedimientos iniciados a instancia del interesado, la notificación se
practicará en el lugar que éste haya señalado a tal efecto en la solicitud. Cuando ello no
fuera posible, en cualquier lugar adecuado a tal fin, y por cualquier medio conforme a lo
dispuesto en el apartado 1 de este artículo.
Cuando la notificación se practique en el domicilio del interesado, de no hallarse pre-
sente éste en el momento de entregarse la notificación podrá hacerse cargo de la misma
cualquier persona que se encuentre en el domicilio y haga constar su identidad. Si nadie
pudiera hacerse cargo de la notificación, se hará constar esa circunstancia en el expedien-
te, junto con el día y la hora en que se intentó la notificación, intento que se repetirá por
una sola vez y en una hora distinta dentro de los tres días siguientes.
3. Para que la notificación se practique utilizando medios telemáticos se requerirá
que el interesado haya señalado dicho medio como preferente o consentido expresa-
mente su utilización, identificando además la dirección electrónica correspondiente,
100 Derecho Administrativo español. Tomo II

que deberá cumplir con los requisitos reglamentariamente establecidos. En estos casos,
la notificación se entenderá practicada a todos los efectos legales en el momento en que
se produzca el acceso a su contenido en la dirección electrónica. Cuando, existiendo
constancia de la recepción de la notificación en la dirección electrónica, transcurriesen
diez días naturales sin que se acceda a su contenido, se entenderá que la notificación ha
sido rechazada con los efectos previstos en el siguiente apartado, salvo que de oficio o a
instancia del interesado se compruebe la imposibilidad técnica o materia del acceso.
4. Cuando el interesado o su representante rechace la notificación de una actuación
administrativa, se hará constar en el expediente, especificándose las circunstancias del
intento de notificación y se tendrá por efectuado el trámite siguiéndose el procedimiento.
5. Cuando los interesados en un procedimiento sean desconocidos, se ignore el lugar
de la notificación o el medio a que se refiere el punto 1 de este artículo, o bien intentada
la notificación, no se hubiese podido practicar, la notificación se hará por medio de
anuncios en el tablón de edictos del Ayuntamiento en su último domicilio, en el Boletín
Oficial del Estado, de la Comunidad Autónoma o de la Provincia, según cual sea la
Administración de la que proceda el acto a notificar, y el ámbito territorial del órgano
que lo dictó.
En el caso de que el último domicilio conocido radicara en un país extranjero, la
notificación se efectuará mediante su publicación en el tablón de anuncios del Consulado
o Sección Consular de la Embajada correspondiente.
6. La publicación, en los términos del artículo siguiente, sustituirá a la notificación,
surtiendo sus mismos efectos en los siguientes casos:
a) Cuando el acto tenga por destinatario a una pluralidad indeterminada de personas
o cuando la Administración estime que la notificación efectuada a un solo interesado es
insuficiente para garantizar la notificación a todos, siendo, en este último caso, adicional
a la notificación efectuada.
b) Cuando se trata de actos integrantes de un proceso selectivo o de concurrencia
competitiva de cualquier tipo. En este caso, la convocatoria del procedimiento deberá
indicar el tablón de anuncios o medios de comunicación donde se efectuarán las sucesi-
vas publicaciones, careciendo de validez las que se lleven a cabo en lugares distintos.”

El artículo 59 LRJAPPAC establece un régimen jurídico de la notificación diri-


gido a rodear a este trámite, como lo denomina en su interior, de formalidades y
presunciones que permitan que tal institución no se convierta en una fase de difícil
o imposible cumplimiento, ni se efectúe sin las razonables garantías que reclama
el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva consagrada en el artículo 24 de
la Constitución.
El párrafo primero del precepto es bien sencillo. Establece una regla general en
cuya virtud lo relevante no es el medio de realización de la notificación, sino que
esta haya surtido efecto porque, en efecto, se haya conseguido constancia de su
recepción por el interesado en lo que se refiere, claro está, a la fecha, a la identidad
del mismo y al contenido del acto notificado, dónde se debe entender incluido,
además del objeto propio del acto principal, los medios de impugnación que se
pueden activar si se considera que se ha producido una lesión de los derechos e inte-
reses legítimos del interesado. Una vez practicada de esta manera la notificación, su
acreditación se acompañará al expediente por una razón bien comprensible ya que
Primera parte 101

en muchos casos el principal problema jurídico de un acto administrativo radica


precisamente en su notificación.
En los casos, que son la mayoría, en que la notificación deba realizarse en el
domicilio del interesado, y éste no se encuentre presente, la ley ahora señala que la
notificación podrá practicarse a “cualquier persona que se encuentre en el domicilio
y haga constar su identidad”. Antes, la Ley exigía que se hiciera constar el parentes-
co o la razón de permanencia en el domicilio de quien recibía la notificación. Lo
determinante ahora es que se haga constar la identidad de quien recibe la notifica-
ción en el domicilio. Es decir, quien reciba la notificación ha de identificarse ante
el notificador, quien deberá tomar nota del nombre y apellidos de la persona, así
como del documento de identidad. Si se trata de la esposa, de una hija, o de una/un
empleada/o doméstica, o un/a empleado/a si estamos en un domicilio institucional,
tal circunstancia es jurídicamente irrelevante probablemente porque tal identifica-
ción podría atentar al derecho a la intimidad del interesado. Esta conclusión puede
obtenerse de una interpretación literal del precepto. Sin embargo, si el artículo lo
ponemos en relación con el principio de seguridad jurídica y de racionalidad o de
objetividad, parece bastante adecuado que se especifique la relación que existe entre
el sujeto receptor y el sujeto destinatario.
Una sentencia del Tribunal Supremo de 1997, de 17 de febrero, entiende que la
notificación por correo es válida si se identifica la persona que firma el acuse de reci-
bo haciendo constar su relación con el destinatario. Lógicamente, si existe cualquier
problema de interpretación en relación con la notificación, la relación de quien recibe
el acto notificador con el destinatario puede resolver muchos problemas. En cambio,
si sólo se exige el nombre y apellidos y el documento nacional de identidad, en oca-
siones tales datos no permiten localizar al sujeto receptor. No digamos cuando no
se exige el documento de identidad o se da por bueno el que recita el sujeto receptor.
Por tanto, las exigencias de la seguridad jurídica y de la racionalidad aconsejan que
también se haga constar en la acreditación de la notificación la relación del receptor
con el destinatario.
En alguna ocasión, se ha planteado, a tenor de la normativa de Correos, si es co-
rrecta una notificación recibida por un hijo menor de 14 años ya que el reglamento de
correos exige que el receptor en estos casos sea mayor de 14 años. El Tribunal Supremo,
en una sentencia de 19 de abril de 1985 admite la validez de una notificación en estas
circunstancias siempre que el menor de 14 años no “presente unos claros aspectos de
subnormalidad o un infantilismo manifiesto, que pusiera en peligro el simple come-
tido de entregar la documentación recibida a su verdadero destinatario o impidiera
contar con la presunción de que tal entrega iba a ser una realidad”. Esta doctrina bien
puede aplicarse a aquellos empleados domésticos que no conocen bien el idioma español
salvo que el receptor consiga, a través de otra lengua, que la notificación se realice de
acuerdo con lo previsto en e Ordenamiento jurídico español.
En cualquier caso, parece obvio que si se recibe la notificación y ésta no contiene
los requisitos mínimos provocando indefensión, es claro que estaremos ante un acto
de notificación inválido.
102 Derecho Administrativo español. Tomo II

Deben notificarse, de acuerdo con lo dispuesto en el articulo 58.1 LRJAPPAC, las


resoluciones y los actos administrativos que afecten a los derechos e intereses de los
destinatarios. Es decir, hay que notificar todas cuantas resoluciones y actos adminis-
trativos afecten a derechos o intereses de los particulares. Es censurable por invitar
a confusión, o por ser redundante, hacer referencia a actos y resoluciones, como si
las resoluciones administrativas no fueran actos. Por tanto si todas las resoluciones
son actos administrativos, la dicción es redundante. Y si resulta que se entiende por
resolución algo distinto al acto administrativo, entonces la confusión está servida.
El problema de si deben notificarse los actos de trámite debe resolverse teniendo
en cuenta la naturaleza del acto de notificación. Por ello, deberán notificarse aquellos
actos de trámite que por su naturaleza exijan su conocimiento por el destinatario
puesto que le obligará a realizar una determinada actuación. Es el caso, como señalan
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, de comparecencias, declaraciones
de testigos o designación de peritos.
De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 58.2 LRJAPPAC la notificación debe
cursarse en el plazo máximo de diez días desde que el acto se haya dictado y debe
contener el texto íntegro del acto, debe indicar si éste es o no definitivo en vía ad-
ministrativa y, finalmente, debe expresar los recursos que procedan con explícita
mención del plazo y del órgano ante el que hayan de interponerse. Es decir, la ley
establece un contenido necesario de la notificación y un plazo para su práctica.
¿Es lo mismo practicar que cursar una notificación? Practicar la notificación es
comunicar el acto y recibir su aquiescencia. Cursar se refiere únicamente al hecho ma-
terial de poner en marcha el operativo para que la notificación llegue a buen fin. En la
LPA se requería, en materia de plazo, la práctica, mientras que ahora, probablemente
a causa de la ineficacia administrativa que reina en este punto, se exige simplemente
que la notificación haya sido cursada, que haya sido enviada. En realidad, si interpre-
tamos literalmente el precepto, resultaría que la notificación que no se verifique en el
domicilio del destinatario, sería eficaz con el sólo hecho de ser enviada al interesado,
algo realmente irracional que, por tal motivo, debe desecharse.
El plazo de los diez días, según tiene declarado una jurisprudencia constante
es un plazo, es irrelevante en relación con la eficacia de la notificación. Según el
Tribunal Supremo, en una sentencia de 25 de abril de 1994 dicho plazo es una norma
que cabe calificar de loable pero no constitutiva del defecto sustancial generador
de indefensión y menos de nulidad. Es más, según sentencia, también del Tribunal
Supremo, de 17 de febrero de 1997, si se produce la notificación transcurridos los
diez días no procede la anulación de la misma ya que el notificado no se ve afectado
por el acto, no está obligado a su cumplimiento, ni a vencer los plazos legales para
interponer los correspondientes recursos sino desde el día de la notificación.
En la notificación según la Ley ha de constar el texto íntegro del acto. Es decir,
el destinatario ha de poder conocer el objeto de dicho acto con sus fundamentos de
derecho y supuestos de hecho, la autoridad de quien emana y la fecha del acto adminis-
trativo principal. Por ejemplo, si alguno de estos extremos faltan pero el destinatario
presenta el correspondiente recurso entonces estamos ante una notificación eficaz
Primera parte 103

de acuerdo con el artículo 58.3 LRJAPPAC. Si el destinatario solicita la subsanación,


entonces habrá de esperarse a que la Administración subsane el acto incompleto.
De acuerdo con el artículo 58.2 LRJAPPAC, en la notificación, normalmente en el
pié de la misma, debe expresarse si el acto es o no definitivo en vía administrativa, si
pone o no fin a la vía administrativa. Si no es menciona este extremo, la notificación
no es eficaz. Si por ejemplo, se indica que el acto pone fin a la vía administrativa y se
especifica una sala incompetente para la admisión del recurso contencioso adminis-
trativo, no hay mayor problema porque cuando una sala conoce de un asunto para
el que no tiene competencia, lo que debe hacer es remitirlo a la sala competente y a
partir de la entrada en la sala competente empezará a correr el plazo para dicho juez
o tribunal (sentencia del Tribunal Supremo de 25 de marzo de 1994). Si se omite esta
circunstancia pero se refieren con claridad los recursos posibles, con indicación de
plazos y órgano ante el que cabe la interposición, el Tribunal Supremo entiende que
no se infringe el precepto de la ley porque, sentencia de 17 de febrero de 1997, ya que
esta circunstancia, finalizar o no la vía administrativa, depende exclusivamente de la
posibilidad o no de promover contra el acto un recurso administrativo.
En la notificación habrán de indicarse el recurso o los recursos que procedan, el
órgano ante el que hubieran de interponerse y el plazo para hacerlo. El acto desde que
se dicta, produce efectos, según el artículo 57 LRJAPPAC, precepto que como señala-
mos con anterioridad hay que interpretarlo haciendo una distinción que ahora cobra
sentido. Aunque el acto sea recurrido en vía administrativa, salvo que se suspenda,
es ejecutivo. Es al destinatario a quien compete, si no está de acuerdo con el con-
tenido del acto, recurrirlo ante la autoridad administrativa o judicial competente.
Por eso, porque el acto es ejecutivo, salvo que produzca situaciones irreversibles,
que el afectado habrá de alegar, por ejemplo, en su suspensión, el requisito de la
indicación de los recursos ha sido interpretado por la jurisprudencia, como señalan
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, rigurosamente. Al destinatario del
acto, por consecuencia de la presunción de legalidad del actuar de la Administración,
se desplaza la carga de recurrir con la finalidad de evitar que el acto devenga firme
y consentido. Por eso, la sentencia del Tribunal Supremo de 28 de noviembre de
1989 es bien explícita en este sentido: “tan radical efecto, encuentra explicación en el
ofrecimiento de recursos que debe ofrecer la notificación del acto administrativo, de
suerte que aquella grave consecuencia sólo se produce si dicho ofrecimiento se hace
con arreglo a derecho”.
La jurisprudencia, por ejemplo, ha entendido que la notificación es defectuosa
si no expresa o constan los recursos admisibles, si se refiere a recurso improceden-
te, si no indica, o lo hace erróneamente, el órgano ante e que ha de interponerse
el recurso, señalando también que este requisito de la mención de los recursos
procedentes y el plazo y los órganos ante los que interponerlos ha de hacerse en
el acto de notificación, sin que sea procedente hacerlo en el propio acto principal.
En todo caso, si se hace en el acto principal, lo lógico es hacerlo igualmente en la
notificación. La razón de que estas notificaciones sean incorrectas o defectuosas
104 Derecho Administrativo español. Tomo II

es que el error, la torpeza de la Administración no puede perjudicar al actor, prin-


cipio general del Derecho Administrativo que es la lógica consecuencia, a sensu
contrario, de la exigencia de obrar objetivo y razonable que la Constitución obliga
al quehacer de las Administraciones públicas en el artículo 103.1.
De acuerdo con lo dispuesto en el artículo 58.3 LRJAPPAC, las notificaciones que
se practiquen de acuerdo con los requisitos establecidos en el parágrafo segundo del
artículo 58 serán eficaces, Es decir, una vez practicada la notificación de acuerdo
con la ley obliga al destinatario y a partir del día siguiente a la notificación empieza
a correr el plazo para recurrir. Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, aunque la notificación no contuviera todos los requisitos exigidos por la
ley produce el efecto de tener cumplida la obligación de notificar y, por ello, no nace-
rá el acto presunto de acuerdo con el artículo 43 LRJAPPAC tal y como se deduce del
apartado 4 del artículo 58 LRJAPPAC, que atribuye asimismo igual efecto al intento
de notificación debidamente acreditado.
En materia de subsanación de los defectos de la notificación, sin embargo, la
actual regulación da un paso atrás bien patente. En la actualidad, en el párrafo 2 del
artículo 58 puede leerse, para el caso de que la notificación, conteniendo el texto ín-
tegro de la notificación omitiese alguno de los requisitos establecidos en el apartado
anterior del artículo, que dichas notificaciones “surtirán efecto a partir de la fecha
en que el interesado realice actuaciones que supongan el conocimiento del contenido
y alcance de la resolución u acto objeto de la notificación o resolución, o interpon-
ga cualquier recurso que proceda”. Con anterioridad, se exigía, para subsanar los
defectos de la notificación, que se hubiese interpuesto el recurso procedente, que el
interesado hubiese hecho manifestación expresa en el sentido de darse por notificado
o que hubieran transcurrido 6 meses desde que se recibe la notificación que contenga
el texto íntegro del acto sin que se hubiese hecho protesta formal solicitando de la
Administración la subsanación del defecto.
Es decir, ahora se requiere, en estos casos, o que se hubiere presentado recurso,
o que el interesado realice actuaciones que supongan el conocimiento del conte-
nido del acto que se notificó defectuosa o incorrectamente. Puede entenderse que
la exigencia de manifestación expresa de darse por notificado cabe dentro de esas
actuaciones que supongan el conocimiento del contenido del acto. Sin embargo, el
transcurso de los 6 meses desde que se realizó la notificación sin que se hubiera
solicitado la subsanación desaparece, aunque podría entenderse, forzando en exceso
la interpretación, que si la subsanación no se demanda en el plazo para interponer el
correspondiente recurso, el destinatario está, con su voluntad, facilitando a firmeza
del acto al dejar pasar el plazo. De todas maneras, en aras de la seguridad jurídica
y de la mejor defensa de la posición jurídica de los interesados, me parece que la
regulación anterior era mejor que la actual.
Como señalan certeramente GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
es muy grave, cuando está en juego nada menos que la viabilidad de un recurso
contra un acto, o la fijación de un plazo para pagar una liquidación tributaria o el
Primera parte 105

cumplimiento de una sanción, que baste la simple suposición de que el interesado,


que no está asistido por técnico en Derecho, conoce su contenido, aunque no co-
nozca los recursos que contra él procedan, para que, a partir de esa fecha, produzca
efectos la notificación. En realidad, una fórmula tan general a lo que conduce es
a una situación de inseguridad jurídica que puede facilitar la arbitrariedad de la
Administración. Por eso, insisto, buena cosa sería en una próxima reforma de la Ley
de 1992 modificar esta cuestión en aras de una mayor seguridad jurídica y de que los
efectos de la notificación se realicen de acuerdo con el principio de buena fe.
En 1999, en la reforma de a Ley de 1992, se añadió en el número 3 del artículo 58,
el término “alcance”. Es decir, ahora la notificación será eficaz a partir de la fecha
en que el interesado realice actuaciones que supongan el contenido y alcance de la
resolución o acto objeto de la notificación. Tal adición, que incurre en una notable
imprecisión, permite, según GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, reme-
diar a los jueces las consecuencias contrarias a la tutela judicial efectiva a que podía
conducir el texto de la LRJAPPAC en la materia. Por otra parte, según el párrafo 4
del artículo 58, a los solos efectos de entender cumplida la obligación de notificar
dentro del plazo máximo de duración de los procedimientos, bastará el intento de
notificación debidamente acreditado.
Una vez que el interesado interpone el correspondiente recurso, se presume, dice
la ley, que la notificación ha surtido efecto porque ésta es presupuesto necesario para
la reacción jurídica frente al acto principal. Si no se conoce, no se puede, o no se debe
recurrir. En estos casos, la notificación defectuosa es eficaz (sentencia del Tribunal
Supremo de 11 de julio de 1997) siempre que, como señala, el Tribunal Supremo, los
recursos se interponen en tiempo y forma (sentencia de 14 de noviembre de 1966).
Por lo que se refiere al procedimiento de la denominada práctica de la notificación,
habrá de tenerse en cuenta el artículo 59 de la Ley. La acreditación de la notificación,
que habrá de incorporarse al expediente, artículo 59.1 LRJAPPAC, constituye el
medio de prueba de su realización. Según el párrafo primero de este artículo “las
notificaciones se practicaran por cualquier medio que permita tener constancia de
la recepción por el interesado o su representante, así como de la fecha, la identidad
y el contenido del acto notificado”. Cuando no consta fehacientemente la fecha de la
notificación según el Tribunal Supremo hay que atenerse a las manifestaciones del
interesado (sentencia de 14 de noviembre de 1976) pues en caso contrario se vulne-
raría el artículo 24.1 de la Constitución (sentencia de 21 de mayo de 1998). En estos
casos en que no consta la fecha de la notificación, aunque aparezca en el expediente
la firma del destinatario recibiendo la notificación, los plazos para recurrir no pue-
den empezar a contar mientras no se concrete el dato de la fecha. Si la notificación no
consta en el expediente y el destinatario afirma que no ha sido notificado, la prueba,
dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, corresponde lógicamente a
la Administración. En sentido contario, si es el destinatario quien afirma que no ha
sido notificado y consta la notificación en el expediente, él será quien deba soportar
la carga de la prueba.
106 Derecho Administrativo español. Tomo II

En materia de efectos del acto principal, como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y


GONZÁLEZ NAVARRO, la ausencia de notificación no puede ser un obstáculo para
que el acto principal produzca efectos jurídicos porque “in genere” los produce desde
que éste ha sido dictado. Ahora bien, es preciso distinguir entre efectos favorables y
desfavorables al destinatario.
Como es lógico, el acto administrativo no puede producir efectos desfavorables
al interesado. El propio Tribunal Supremo, en sentencia de 25 de febrero de 1994,
entiende, en materia de actos tributarios, que la omisión de la notificación o su
defectuosa práctica impide el derecho a la tutela judicial efectiva pues no podrá el
interesado, sin conocer el contenido del acto, contrastar el actuar administrativo
con el ordenamiento jurídico, de forma que “cuando esa notificación no se realiza o
cuando no se facilitan todos sus elementos, hay una apariencia de publicidad, pero
hay también clandestinidad en algo que puede viciar el acto o afectar a intereses
ajenos, por lo que esa mera apariencia de notificación o publicación carece ya de
virtualidad y no puede servir para iniciar a partir de ella el cómputo de los plazos
legales para impugnar los actos, porque la ley está hablando de ellos refriéndose a
aquellos cuya manifestación externa o publicación coincida exactamente con su
contenido íntegro y no a aquellos otros que se aproximan o se aparecen, pero que no
contienen el acto mismo”.
Es evidente que mientras el acto no es conocido por los afectados, no puede em-
pezar a correr el tiempo para su impugnación porque de así haberse establecido, se
estaría conculcando un principio tan básico y elemental como el de la efectividad de
la tutela judicial. Por tanto un acto no notificado o notificado defectuosamente no
puede producir efectos desfavorables al interesado. Por ejemplo, si se trata de un acto
sancionador, mientras el sancionado no tenga constancia del contenido del acto no
podrá dar cumplimiento al mismo. Igualmente, mientras no conste por haberse in-
corporado al expediente la notificación, tampoco la Administración podrá adoptar
medida alguna derivada del incumplimiento por el hecho de que el incumplimiento
no se ha podido producir mientras no conste la notificación. En el caso de la sanción,
la imposición de multas coercitivas ante “incumplimiento” del destinatario de la san-
ción no notificada o mal notificada, no produce efecto alguno. En el mismo sentido,
y desde una perspectiva procesal, tal y como señalamos anteriormente, mientre no
se haya practicado la notificación no se abre los plazos para recurrir el acto principal.
Claro está, si el interesado o destinatario realiza, en los términos del artículo 58.2,
actuaciones que supongan el contenido y alcance del acto objeto de notificación, en
cuyo caso la presunción es a favor de la notificación.
En materia de revisión de actos administrativos anulables los plazos, señalan
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO siempre están abiertos indefinida-
mente para los destinatarios o interesados en general, pero si es la Administración
que ha dictado el acto quien quiere proceder a su revisión, en este caso si es estric-
tamente revisión de oficio, entonces el plazo para la revisión empieza a contarse, no
desde el día de la notificación, sino desde el día siguiente a aquel en que fue dictado
el acto administrativo en cuestión (artículo 103.2 LRJAPPAC).
Primera parte 107

Los actos válidamente confeccionados ya sabemos que producen efectos jurídicos


desde que se dictan. Si no se notifican, lo único que acontece es que no obligan en
concreto para sus destinatarios, pero se trata de actos válidos y que de acuerdo con
el artículo 57.1 de la ley producen efectos desde la fecha en que se dicten. Por tanto,
si esos actos no notificados o mal notificados producen efectos positivos o favorables
para los destinatarios o interesados la Administración está obligada a reconocer
dichos efectos salvo que actué de acuerdo con la ley en los casos de revisión de actos
nulos o anulables en el marco de los artículos 102 y 103 de la Ley de 1992 de Régimen
Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común de 1992.
En estos casos de actos que producen efectos favorables cabe pensar que el destina-
tario o interesado se de por notificado, aunque la notificación no se haya practicado
o se haya hecho defectuosamente, a partir de actuaciones que supongan que conoce
el contenido y alcance del acto. En estos casos de efectos favorables puede pensarse
que el destinatario o interesado haya podido averiguar el contenido del acto antes de
su notificación y, de esta manera, podría realizar la actividad legitimada por el acto.
Sería el caso de la concesión de una licencia de edificación. Si resulta que se trata de
una licencia concedida a un grupo determinado de personas y a los demás les han
notificado, si esa persona consigue comunicarse con la Administración y conocer
que a ella también se le ha concedido la licencia, aunque no le ha sido notificado, no
por ello no podría, como las demás personas a las que se ha notificado la licencia,
dejar de actuar en el mismo sentido.
En el artículo 59 LRJAPPAC se establece el régimen de la práctica de la noti-
ficación, régimen en el que se ha tenido en cuenta la realidad, la experiencia de
una materia que no es fácil de resolver de una vez para siempre, pues en ella juega
muchas veces una voluntariedad orientada y dirigida a evitar a como de lugar las
notificaciones de los actos de contenido desfavorable. El principio general en toda
esta materia es que debe constar de modo fehaciente la notificación aceptada por el
destinatario o interesado. Por eso el Tribunal Supremo ha señalado categóricamente,
sentencia de 21 de marzo de 1983, que la falta de prueba fehaciente sobre la fecha de
recepción por el interesado de la notificación de un acto administrativo determina
que el cómputo de los plazos haya de iniciarse desde la fecha en que el interesado se
manifiesta enterado. Es decir, una vez que el interesado asume la notificación, el acto
es eficaz para él a todos los efectos.
En el artículo 59 LRJAPPAC se dispone que las notificaciones se practicarán por
cualquier medio siempre que en él conste la recepción por el interesado, así como la
fecha, la identidad y el contenido del acto notificado. El Tribunal Supremo entendido,
coherentemente con el precepto, que la notificación telefónica no es válida a causa
de que no permite su constatación indubitada de la misma (sentencia de 11 de junio
de 1990). Además, como también ha señalado el Tribunal Supremo, en sentencia de 5 de
abril de 1990, no es suficiente acreditación una fotocopia que documenta tan solo el
anverso de una tarjeta de acuse de recibo postal, sin que se incluya el contenido del
reverso, dónde habrían de constar los datos precisos para tener como efectuada la
108 Derecho Administrativo español. Tomo II

notificación en forma”. Igualmente, si no existe constancia alguna de la identidad


del acto notificado.
En la forma, en el procedimiento de práctica de las notificaciones el Tribunal
Supremo distingue entre omisiones intrascendentes y los defectos que afectan a las
debidas garantías del particular. Así, la sentencia de 6 de mayo de 1989 dice que
“no puede elevarse a rito lo que no es más que un requisito formal de garantía no
determinante de nulidad, cuando se trata de una omisión intrascendente, en cuanto
la realidad acredita el conocimiento por el destinatarios del contenido del acto y de
todas las exigencias para su imputación desde el momento de su notificación”. La
relevancia de la forma en la práctica de la notificación se justifica, como señala la
sentencia del Tribunal Supremo de 25 de febrero de 1998, en que se trata de una pieza
clave para la prohibición de la indefensión y la garantía del derecho a la tutela judicial
efectiva del artículo 24.1 de la Constitución.
Existen varios procedimientos para practicar la notificación: en caso de que conste
el domicilio del interesado o notificación en caso de destinatarios desconocidos o de
ignorado domicilio. La regla es la de la notificación personal al destinatario o intere-
sado. Si no es posible, se hará en su domicilio. En ambos casos, como veremos, la ley
establece un procedimiento determinado. Lo que no es posible es que se notifique por
edictos sin haberlo intentado anteriormente personalmente. En estos casos estamos
ante nulidad de actuaciones ya que como ha sentado el propio Tribunal Supremo en
una sentencia de 4 de febrero de 1997: la notificación personal a los afectados se erige
en requisito esencial, sin que sea posible sustituirla por la notificación edictal o en
tablones de anuncios.
Cuando se conozca el domicilio del destinatario, ordinariamente porque consta
en el expediente, la notificación se habrá de practicar en dicho domicilio. El domi-
cilio, en los procedimientos a instancia de interesado se hace constar en el escrito de
iniciación del mismo, por lo que lo que procede es practicar la notificación en dicho
domicilio. La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha señalado que la notificación
ha de ser en el domicilio que consta en el expediente, aunque en ocasiones anteriores
el interesado se hubiera dado por notificado en domicilio distinto (sentencia de 5 de
febrero de 1990).
Si el interesado se halla presente en el domicilio y recoge la notificación, no hay
problema. El problema surge cuando, es lo ordinario, el destinatario no se encuentra
en su domicilio y se presenta el servicio de correos o de mensajería privada con la
intención de practicar la correspondiente notificación. Entonces, el notificador ha de
intentar notificar a las personas que señala el párrafo 2 del artículo 59 LRJAPPAC,
de forma y manera que podrá hacerse cargo de la notificación cualquier persona que
se encuentre en el domicilio y haga constar su identidad. Si resulta que no hay nadie,
el notificador lo hará constar en el expediente junto al día y la hora en que intentó
la práctica de la notificación, intento que deberá repetir sólo una vez más en hora
distinta dentro de los tres días siguientes, tal y como dispone el párrafo segundo
del artículo 59 LRJAPPAC. Ahora bien, para que la notificación sea eficaz en estos
Primera parte 109

casos, de acuerdo con el artículo 59.5 será menester proceder a continuación a la


denominada notificación edictal.
Para notificar se puede utilizar cualquier medio que permita acreditar la re-
cepción de la notificación: oficio, carta, telegrama, requerimiento notarial. Si en el
domicilio se encuentra el destinatario o representado, la notificación no presenta
grandes dificultades. En caso de ausencia del destinatario, nos situamos en el párrafo
segundo del artículo 59 LRJAPPAC. Es decir, se puede notificar a cualquier persona
que se encuentre en el domicilio y que haga constar su identidad. Realmente, la in-
determinación del precepto ofrece algunos problemas que se habrían podido evitar
si se hubiera mantenido la redacción anterior, tal y como señalamos anteriormente.
Si, como ocurría antes fuese necesario señalar la vinculación, la relación con el des-
tinatario, las cosas serían más sencillas y el principio de seguridad jurídica estaría
seguramente más presente. Desde luego, aunque ahora no se exige esta circunstan-
cia en la Ley no estaría de más que se hiciera constar si es posible adiestrando a los
notificadotes en este sentido, pues así, insisto, se ganaría en seguridad jurídica. La
notificación realizada a un empleado de la empresa destinataria, si figura su nombre
y documento de identidad, es válida tal y como señalara el Tribunal Supremo en su
sentencia de 3 de diciembre de 1990.
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO se preguntan si es válida la no-
tificación recibida por un hijo menor de edad del destinatario. De acuerdo con el
reglamento de los servicios de correos, es necesaria una edad superior a los catorce
años. El problema se encuentra en como acreditar la edad en la persona que recoge
la notificación. Si se exige que conste el documento de identidad, no habrá mayor
problema para el notificador. Otra cosa es que quien reciba la notificación no se
encuentre en el pleno disfrute de su normalidad psicológica. En estos casos, ante la
obsesión del notificador por conseguir su recepción debiera ser suficiente la simple
alegación de la incapacidad de quien recibió la notificación para que se considere
inválida dicha notificación por ausencia de voluntad en quien la recibió debido a la
mala fe del notificador.
Aunque el artículo 59.2 LRJAPPAC ahora no exige la relación o vinculación
existente entre quien recibe la notificación y el destinatario de la misma, cuando
la notificación se practica a través del servicio de correos, como dicen GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, habrán de seguirse las normas de este servicio
que, como es sabido, exigen que se haga constar el parentesco del receptor con el
destinatario o la razón de su permanencia en el domicilio de éste. El derecho fun-
damental a la identidad es ciertamente muy importante, pero en modo alguno su
defensa puede amparar situaciones de inseguridad jurídica que, en algunos casos,
según la gravedad de la materia objeto del acto que se notifica, puede ocasionar
perjuicios de notable entidad.
En el párrafo 4 del artículo 59 se señala con toda claridad que cuando el interesado
o su representante rechacen la notificación, tal circunstancia se hacer constar en el
expediente junto al intento de notificación. Además, según el precepto, en este caso
la notificación se da por realizada: “se tendrá por efectuado el trámite siguiéndose el
110 Derecho Administrativo español. Tomo II

procedimiento”. En estos supuestos, la negativa del interesado o su representante ha


de ser clara. Es decir, que haya rechazado la notificación sin que exista duda alguna
a respecto. ¿Qué podría pensarse de un interesado que pudiendo recibir la notifica-
ción comunica al notificador que la recibirá en otro momento? Como la ley en los
casos de notificación en el domicilio exige dos intentos para su eficacia (artículo 59.2
LRJAPPAC) más la notificación edictal (artículo 59.5 LRJAPPAC), parece que en este
caso “mutatis mutandis” la notificación sería eficaz por edictos tras haberse inten-
tado una vez más. Estaríamos en el caso del artículo 59.2 LRJAPPAC cuando señala
que “nadie pudiere hacerse cargo de la notificación”, dicción que parece indicar que
habría personas en el domicilio pero por alguna poderosa razón no se pueden hacer
cargo de la notificación. Rechazar la notificación es distinto de no aceptarla en un
determinado momento por imposibilidad. Puede ocurrir que el notificador no pueda
esperar a que el destinatario termine lo que está haciendo en su domicilio, atender a
un hijo enfermo, por lo que si es ineficaz ese primer intento sin que conste el rechazo
del destinatario, la eficacia general quedará demorada al segundo intento y, una vez
este se produzca infructuosamente, se pasará a la notificación edictal prevista en el
artículo 59.5 de la LRJAPPAC.
En relación con la notificación edictal, el Tribunal Supremo ha entendido, por
sentencia de 12 de febrero de 2007, que, de acuerdo con la doctrina del Tribunal
Constitucional establecida en su sentencia 108/1995, de 4 de julio, esta tipo de no-
tificación es subsidiaria y sólo cabe acudir a ella cuando no es posible utilizar otros
medios previstos por la ley, siendo doctrina constante del Tribunal Constitucional
en este tema de las notificaciones, citaciones y emplazamientos, la exigencia de que
el órgano notificador debe asegurarse de la efectividad del acto de comunicación
de que se trate, reservando el llamamiento por edictos para cuando de una manera
cierta haya comprobado la inexistencia del domicilio designado o que el citado lo ha
abandonado sin dejar dato alguno de su paradero. Por ello, la sentencia del Tribunal
Constitucional 234/1988, de 23 de diciembre, señala que la notificación por edictos
es siempre supletoria y que, por tanto, ha de utilizarse como remedio último para
la comunicación del órgano judicial con las partes, lo que significa que previamente
han de agotarse todas aquellas modalidades que aseguran en mayor grado la recep-
ción por el destinatario de la correspondiente notificación y que, en consecuencia,
garanticen en mayor medida el derecho a al defensa. Es decir, como ha entendido el
Tribunal Constitucional en su sentencia de 155/1988, de 3 de abril, la notificación por
edictos ha de estar fundada en criterios de racionalidad, que lleven a la convicción o
certeza de la inutilidad de aquellos otros medios normales de citación.
El párrafo tercero del artículo 59 LRJAPPAC se incorporó en virtud de la reforma
de 1999 y se refiere a las notificaciones que se practiquen a través de medios telemá-
ticos. En estos supuestos, la regla general es que tal notificación es válida cuando
el interesado haya hecho constar su voluntad de recibir preferentemente las notifi-
caciones por este medio o cuando no haya manifestado su voluntad contraria a tal
proceder, habiendo identificado la dirección electrónica a tal efecto, que obviamente
habrá de reunir los requisitos reglamentariamente establecidos. La notificación, en
Primera parte 111

estos casos, es eficaz en el momento en que se produzca el acceso a su contenido en


a dirección electrónica. Es decir, cuando se pueda acreditar que el destinatario ha
abierto su correo electrónico y haya tenido acceso a la cuenta del domicilio electró-
nico. Puede ocurrir, sin embargo, que se haya recibido la notificación en el domicilio
electrónico, pero no se acceda a su contenido. Pues bien, en estos casos, el legislador
señala que se entenderá que la notificación ha sido rechazada transcurridos diez días
naturales desde la recepción sin poder acceder a su contenido, de acuerdo con el
párrafo 4 del artículo 59 LRJAPPAC, salvo que de oficio o a instancia del destinatario
se compruebe la imposibilidad técnica de o material del acceso. En muchos casos,
estos problemas se pueden solventar enviando un acuse de recibo electrónico de la
notificación. Si el interesado no lo acepta y no hace constar la imposibilidad técnica
o material del acceso, entonces esta presunción juega con mayor justificación.
En el párrafo 5 del artículo 59 LRJAPPAC se trata acerca de la llamad notifi-
cación edictal o notificación por edictos, lo que se produce en el caso de que los
destinatarios sean desconocidos, se ignore el lugar de la notificación o el medio a
que se refiere el artículo 59.1 LRJAPPAC, o intentada la notificación no se hubie-
se podido practicar, la notificación se hará por medio de anuncios en el tablón de
edictos del Ayuntamiento en su último domicilio, en el Boletín Oficial del Estado,
de la Comunidad Autónoma o de la Provincia, según cual sea la Administración de
la que proceda el acto a notificar y el ámbito territorial del acto que lo dictó. Si su
último domicilio radicara en el extranjero, será necesaria la notificación en el tablón
de anuncios del Consulado o Sección Consular de la embajada correspondiente.
Además, se permite que las Administraciones puedan establecer otras formas de no-
tificación complementarias a éstas en estos supuestos a través de los restantes medio
de comunicación, hoy también telemáticos, lo que no excluirá la notificación edictal
anteriormente referida, que habrá de practicarse en todo caso.
Esta forma de notificación se aplica, en primer lugar, a interesados desconocidos.
Es lógico que se notifique por edictos porque es la única manera razonable: que se
publique el acto en tablones de anuncios públicos y en medios de comunicación de
su último domicilio. En segundo lugar, el precepto de aplicación a la notificación
edictal se refiere a aquellos destinatarios que aunque conocidos se ignora su domi-
cilio. En estos casos se sabe quienes son los destinatarios del acto pero lo que no se
conoce es su domicilio, por lo que la notificación tradicional es imposible a no ser
que se pueda averiguar el domicilio.
También procede la notificación edictal, de acuerdo con el párrafo quinto
del artículo 59 LRJAPPAC en el caso de que se ignore el medio al que se refiere el
punto primero de este artículo. Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, la redacción no ha podido ser más desafortunada y más confusa. En
efecto, el número 1 del artículo 59 LRJAPPAC se refiere, como hemos señalado con
anterioridad, “a cualquier medio que permita tener constancia de la recepción por el
interesado o su representante”. Realmente, es bien difícil que la propia Administración
que notifica ignore el medio a través del cual se ha practicado. Por eso, lo normal es
que conozca el medio que permita tener constancia de la recepción de la notificación,
112 Derecho Administrativo español. Tomo II

por lo que en este caso lo razonable es que, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, a través de ese medio se haga la notificación no siendo
suficiente la publicación sustitutiva de dicha notificación. MARTÍN REBOLLO
señala atinadamente que esta expresión del artículo 59.5 LRJAPPAC significa que
la notificación edictal solo procede, en este supuesto, cuando se ignore el domicilio
y todo lo más el centro de trabajo del interesado como prioritario “lugar adecuado”
a que se refiere el artículo 59.2 LRJAPPAC, pues otra interpretación paliatoria del
precepto dejaría en manos de la Administración un cambio de libre discrecionalidad
en materia de notificación interdictal que, como es sabido, no resulta en la práctica
un procedimiento con garantías suficientes.
El último supuesto de la notificación interdictal o edictal se refiere a que inten-
tada la notificación no se pueda practicar. Sabemos, de acuerdo con el artículo 59.2
LRJAPPAC que cuando no es posible recibir la notificación en el domicilio del inte-
resado, se ha de hace constar tal extremo en el expediente y, en el plazo de tres días
y en hora distinta, volver a intentar la notificación una sola vez más. Si en este caso
tampoco es posible, entiendo que habrá de acreditarse igualmente en el expediente
y procederse a la notificación edictal. Esto es lo que parece deducirse de una inter-
pretación armónica entre los párrafos 3 y 5 del artículo 59 LRJAPPAC en materia de
notificación en el domicilio del destinatario sin resultado positivo. Sin embargo, en
dicho párrafo 5 no se hace referencia expresa al intento de notificación en el domi-
cilio del interesado por lo que cuando la notificación se haga fuera del domicilio del
interesado, por ejemplo, en el centro de trabajo, entonces sólo será menester, para
que opere la notificación edictal, un solo intento en el centro de trabajo.
MARTÍN REBOLLO entiende que la notificación edictal cuando se intenta in-
fructuosamente la notificación ordinaria sólo debería utilizarse tras agotarse todas
las posibilidades que la ley ofrece para la notificación personal. En todo caso, hay que
señalar, de acuerdo con lo anteriormente expuesto, que en el caso de las notificacio-
nes en el domicilio del interesado hay que intentar dos veces la notificación personal
para que opere la edictal.
El Tribunal Supremo confirma, en su sentencia de 12 de diciembre de 1997, que
en caso de notificación domiciliaria, en este caso de una liquidación tributaria, es
necesario un doble intento, por supuesto sin culpa de la Administración pública.
Además, el alto Tribunal justifica esta modalidad de notificación edictal desde la
perspectiva del cumplimiento del deber constitucional de contribuir al sostenimien-
to de los gastos públicos que a todos impone el artículo 31.1 de la Constitución,
resaltado notoriamente por el Tribunal Constitucional en su sentencia de 76/1990, de
26 de abril, “que implica no sólo una obligación, sino obligaciones de hacer muy in-
tensas, como por ejemplo declarar, autoliquidar, informar, levar registros, conservar
documentos, expedir facturas, obtener el número de identificación fiscal y declarar
el domicilio fiscal para facilitar una fluida comunicación con las Administraciones
tributarias (…) lo que obliga a una conducta diligente por parte de los contribuyentes
que implica el adoptar las disposiciones pertinentes para recibir las notificaciones
por correo; en primer lugar atender los avisos de llegada de las cartas certificadas,
Primera parte 113

introducidas en los buzones y casilleros domiciliarios, proveer la reexpedición de la


correspondencia en caso de ausencia del domicilio, designar a determinadas perso-
nas para la recepción de las notificaciones; es decir, adoptar las medidas adecuadas
para cumplir el deber de contribuir, pues no debe olvidarse que la eficacia de los
actos de liquidación depende exclusivamente del hecho de su notificación”.
Esta sentencia explica el sentido de la notificación edictal en caso de liquidacio-
nes tributarias y también su naturaleza cuando dice que este tipo de notificación “no
ha hecho sino deslindar claramente la responsabilidad que incumbe de una parte a
la Administración tributaria, la cual cumple utilizando para sus notificaciones el
medio de carta certificada con acuse de recibo y, de otra, al servicio de correos, al
cual se le obliga a intentar dos veces la entrega de la carta certificada, y en caso de
no lograrlo a entregar el aviso de llegada, como correspondencia ordinaria (buzones,
casilleros, etc.), debiendo consignar el cartero en su libreta de entrega estos hechos,
para su debida constancia, y así pueda la Administración postal certificarlos a la
Administración tributaria, remitente de la carta que contiene la notificación, gozan-
do, en principio, los actos de la Administración postal de la presunción de legalidad;
y por último, a os contribuyentes, a quienes somete al procedimiento de notificación
edictal, que es una ficción legal, más que una notificación real, como consecuencia
de la responsabilidad que asumen, por no haber actuado con la diligencia que la vida
moderna exige para la recepción efectiva de la correspondencia postal, o lo que es lo
mismo, de la obligación de recibir las notificaciones administrativas”.
La notificación edictal para el caso de que intentadas dos notificaciones en el
domicilio del destinatario están haya sido infructuosas, constituye, para el Tribunal
Supremo, un cierto castigo para el destinatario que no ha sabido conducirse con el
sentido de responsabilidad que reclama conducirse diligentemente en la recepción
de los envíos postales. En lugar de recibir personalmente el acto administrativo que
se notifica, la falta de diligencia convierte a la notificación en una publicación en los
tablones de anuncios públicos y, en su caso, en los medios de comunicación que se
tengan por convenientes.
Para terminar, en el número 6 del artículo 59 LRJAPPAC se prevé que la publi-
cación sustituya a la notificación en los casos de actos que tengan por destinatarios
una pluralidad determinada de personas, cuando la Administración estime que la
notificación efectuada a un solo interesado es insuficiente para garantizar la noti-
ficación a todos, siendo, en este último caso, adicional a la notificación efectuada,
cuando se trate de actos integrantes de un procedimiento selectivo o de concurrencia
competitiva de cualquier tipo. En este supuesto, la convocatoria del procedimiento,
dice el artículo 59.6, deberá indicar el tablón de anuncios o medios de comunicación
dónde se efectuarán las sucesivas publicaciones, careciendo de validez las que se
lleven a efecto en lugares distintos.
En el caso de que la Administración entienda que de notificar el acto a la persona
que se deduzca del artículo 33 de la LRJAPPAC, en los supuestos de procedimien-
tos iniciados por una pluralidad de interesados, no es suficiente para garantizar
114 Derecho Administrativo español. Tomo II

la notificación a todos, como señalamos anteriormente, procederá su publicación


además de su notificación a dicha persona.
Una vez analizados los preceptos que la Ley dedica a la notificación, para terminar
este epígrafe corresponde ahora estudiar la publicación de los actos administrativos,
materia que está recogida en el artículo 60 de la LRJAPPAC
“1. Los actos administrativos serán objeto de publicación cuando así lo establezcan
las normas reguladoras de cada procedimiento o cuando lo aconsejen razones de interés
público apreciadas por el órgano competente.
2. La publicación de un acto deberá contener los mismos elementos que el punto 2 del
artículo 58 exige respecto de las notificaciones. Será también a aplicable a la publicación
lo establecido en el punto 3 del mismo artículo.
En los supuestos de publicaciones de actos que contengan elementos comunes, po-
drán publicarse de forma conjunta los aspectos coincidentes, especificándose solamente
los aspectos individuales de cada acto”.

Cuando no es posible notificar un acto administrativo, o cuando concurren razo-


nes de interés general, lo razonable y lógico es que se intente poner en conocimiento
de los interesados a través de una forma de general conocimiento, acudiéndose a la
publicación. Ahora, en el artículo 60 LRJAPPAC se trata de la publicación de los actos
administrativos como categoría autónoma, al margen de la notificación. Pues bien, la
publicación de los actos en los términos previstos en el artículo 60 LRJAPPAC ante-
riormente transcrito, se producirá en los dos siguientes supuestos.
Primero. Que así se determine en las normas reguladoras de cada procedimiento. Es
el caso, por ejemplo, de la notificación edictal a que se refiere el número 5 del artícu-
lo 58 LRJAPPAC anteriormente estudiado. Igualmente, como señalan GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, es supuesto de publicación el previsto en el
artículo 86 LRJAPPAC, en cuya virtud los actos administrativos que acuerdan la
apertura de la información pública deben ser publicados. Por una poderosa razón:
dichos actos, por su propia naturaleza, exigen su publicación para que puedan cum-
plir su finalidad prevista, como es obvio.
Segundo. Que lo aconsejen razones o motivos de interés general. Estas circuns-
tancias habrán de ser apreciadas discrecionalmente por el órgano ante el que se
tramita el procedimiento, quien procederá a la publicación tras motivar tal decisión
ya que nos hallamos ante un caso claro de ejercicio de una potestad discrecional.
El contenido de estas publicaciones será el mismo que el de las notificaciones tal
y como dispone el artículo 60 LRJAPPAC. Es decir, la publicación deberá contener
el texto íntegro de la resolución con indicación de si es o no definitivo en la vía ad-
ministrativa, la expresión de los recursos que procedan, órgano ante el que hubieran
de presentarse y plazo para interponerlos (artículo 58.2) Sin embargo, de acuerdo
con dicho precepto y el siguiente, existen dos reglas especiales en la materia que con-
viene tener presente. En primer lugar, que si se trata de la publicación de actos que
contengan elementos comunes, podrán publicarse de forma conjunta solamente los
aspectos coincidentes, especificándose solamente los aspectos individuales de cada
Primera parte 115

acto. Y, en segundo término, que en el supuesto de que pudieran lesionar derechos


o intereses legítimos se limite la publicación en el diario oficial que corresponda
a los temas que se establece el artículo 61 LRJAPPAC: somera indicación del con-
tenido del acto y del lugar donde los interesados deberán comparecer en el plazo
que se establezca para conocimiento del contenido íntegro del acto y constancia de
tal conocimiento. La lesión, en este caso, se produce por el hecho de ser publicado
el acto, pudiendo afectar su contenido principalmente a los derechos al honor y a
la intimidad, ambos de relevancia constitucional por su consideración de derechos
fundamentales de la persona, que, como se sabe, gozan de un plus de protección
jurídica. Sin embargo, en estos casos, el alcance de la limitación, total o parcial, al
guardar silencio el precepto, quedará al arbitrio de la Administración pública, a la
que debe exigirse una motivación razonable cuando se pronuncie en uno u otro
sentido. Además de la posible afectación al honor o intimidad de una persona, la
limitación, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, puede
proceder cuando la difusión del acto administrativo en cuestión pusiera en cono-
cimiento de la competencia industrial o económica elementos de una explotación o
industria. Ambos casos, derecho al honor y a la intimidad, y revelación de datos que
lesionan la competencia, son los ejemplos más claros de esta posibilidad de limita-
ción de la publicación que establece el artículo 61 de la Ley de Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común.
El lugar ordinario de la publicación será el diario oficial que corresponda, como
así parece deducirse del artículo 61 LRJAPPAC y de la referencia general que el artí-
culo 60 LRJAPPAC hace a la publicación.
116 Derecho Administrativo español. Tomo II

VIII. La nulidad de pleno de derecho


de los actos administrativos
Bajo la rúbrica de nulidad de pleno derecho, el artículo 62 de la LRJAPPAC establece
los casos en que un acto administrativo merece tal consideración. El título del capítulo
IV, en el que están encuadradas la nulidad y la anulabilidad, se refiere, precisamente,
a estos dos conceptos: nulidad y anulabilidad. Es sabido, ya lo hemos analizado con
anterioridad, que la sanción más grave en que pude incurrir un acto administrativo
es la nulidad, o invalidez absoluta o radical. Supuesto que se ha pretendido asociar a
la inexistencia de acto a o la imposibilidad de que dicho acto haya producido efectos
en algún momento. Se reserva, en cambio, el nombre de la anulabilidad, o invalidez
relativa, para aquellos vicios menores en que puede incurrir un acto por los que ni
el acto deja de producir efectos ni puede considerarse inexistente: son los casos de
cualquier infracción del Ordenamiento jurídico, incluida la desviación de poder, que
son los supuestos más frecuentes de invalidez de actos administrativos.
Suele considerarse que en los supuestos de invalidez absoluta, o nulidad, la magni-
tud del vicio es de tal calibre que dicho acto no ha podido ser capaz de producir efectos
jurídicos dada la naturaleza de la invalidez. Sin embargo, en tantas ocasiones se declara
la nulidad al cabo de un tiempo durante el cual realmente el acto ha producido efectos
que la nulidad no puede eliminar total y absolutamente por obvias razones.
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO señalan que la infracción del
Ordenamiento jurídico puede determinar que el acto no produzca sus efectos nor-
males —invalidez— o que produciendo sus efectos normales, se produzcan otros
anormales —irregularidad—. Los actos irregulares, en lo que se producen estas
infracciones, son actos que producen los efectos ordinarios, normales, que pueden
determinar otros efectos anormales como puede ser la exigencia de responsabi-
lidad al titular del órgano que dictó dicho acto. Son actos que incurren en vicios
denominados transgresiones improcedentes, irregularidades no invalidantes, vicios
irrelevantes, o vicios inoperantes.
Esta figura de la irregularidad no invalidante está reconocida en el artículo 63.2 y
3 LRJAPPAC cuando dispone que “2. No obstante, el defecto de forma sólo determi-
nará la anulabilidad cuando el acto carezca de los requisitos formales indispensables
para alcanzar su fin o de lugar a indefensión de los interesados. 3. La realización de
actuaciones administrativas fuera del tiempo establecido para ellas sólo implicará
la anulabilidad del acto cuando así lo imponga la naturaleza del término o plazo”.
Es decir, en estos casos nos encontramos ante actos administrativos con defectos
formales que, como señala BOCANEGRA, sólo provocan la anulabilidad del acto
cuando su presencia impide determinar si el acto es materialmente conforme a de-
recho en el fondo.
Según esta división, nos encontramos con invalidez, que puede ser absoluta o
relativa, y con irregularidad. En el primer caso, se impide la producción de los efec-
tos normales y típicos y en el segundo, se producen los efectos ordinarios y, además,
alguno o algunos especiales.
Primera parte 117

Como ha recordado BOCANEGRA, la nulidad o invalidez absoluta nace en el


Derecho Civil a partir de la figura del negocio jurídico, afirmándose que cualquier
infracción del Ordenamiento jurídico provoca, en principio, la nulidad, quedando
reducida la anulabilidad a aquellos supuestos en los que el Ordenamiento jurídico
reconoce a una de las partes en el negocio jurídico la acción concreta para pedir su
nulidad, dentro de un plazo, al entender que puede lesionar sus derechos, de manera
que si deja transcurrir dicho período de tiempo sin ejercitar la acción el negocio jurí-
dico se convalida, convalidación que también puede producirse por consentimiento
del lesionado en sus derechos o su representante.
El negocio jurídico nulo tiene según DE CASTRO estas características: es per-
fectamente ineficaz porque no produce ningún efecto negocial pudiendo, eso sí,
derivarse de la nulidad efectos diferentes como el de la responsabilidad por daños,
por ejemplo; es definitiva e insubsanable porque no se puede sanar ni confirmar
por el transcurso del tiempo ya que es indisponible para las partes al estar fuera del
campo de juego de la autonomía de la voluntad; produce efectos “erga omnes”, lo que
implica que se puede oponer frente a cualquiera y a favor de cualquiera; se produce
“ipso iure”, tiene eficacia “ex tunc” por sí misma sin necesidad de intervención
declarativa, que en todo caso tendrá carácter declarativo aún cuando los tribunales
de justicia puedan declararla de oficio.
En cambio, el negocio jurídico anulable sólo puede ser anulado por iniciativa
de quien tiene acción para ello durante su plazo de vigencia, aunque mientras no se
ejercite producirá los efectos que le sean propios y podrá ser convalidado mediante
la sanación del vicio que le afecte.
Como hemos advertido con anterioridad, junto a la invalidez, absoluta o relativa,
se encuentran las llamadas irregularidades no invalidantes y, además, otra categoría
que viene a complicar extraordinariamente las cosas, la inexistencia de negocio
jurídico. Es, desde luego, una categoría de la teoría general del derecho que, como
señala BOCANEGRA, trae causa de un principio del Derecho Francés del Antiguo
Régimen en cuya virtud las causas de nulidad deberían estar taxativamente previstas
en el Ordenamiento jurídico, de forma que tal categoría se utilizaba para etiquetar
los negocios jurídicos en los que la ausencia de determinados requisitos no estaba
expresamente sancionada con la nulidad. En estos casos, se decía que estábamos ante
negocios jurídicos inexistentes.
El problema de esta categoría, que debería abandonarse por los efectos perturba-
dores que puede causar, reside en que realmente no hay actos jurídicos o negocios
jurídicos inexistentes puesto que se han producido y hasta despliegan efectos que en
muchos casos se consolidan en relación con terceros y que sólo se podrán destruir
si es que la indemnización a posterior puede conseguir el efecto perseguido, que
muchas veces no lo conseguirá en manera alguna. En este sentido, se comprende que
calificar todo acto nulo de inexistente es ciertamente peligroso puesto que las causas
de nulidad, establecidas siempre en el Ordenamiento, incluyen siempre la referencia
a la conculcación de los principios generales del Derecho en la medida en que son
118 Derecho Administrativo español. Tomo II

tales los actos que violen la Constitución, en la que ordinariamente tienen, o deben
tener, su asiento, explícito o implícito, los principios generales del derecho.
Tal y como ha señalado BOCANEGRA, la inexistencia es una categoría que carece
por completo de sentido en derecho administrativo a la vista de la extensión, artí-
culo 62 LRJAPPAC, con que el Ordenamiento jurídico reconoce en la actualidad los
supuestos de nulidad. Cuando, por el contrario, no están bien regulados los supuestos
de nulidad de pleno derecho, aparece como figura residual para calificar la situación
de un acto administrativo que incurre en un determinado vicio no merecedor, en
virtud del Ordenamiento vigente, no de nulidad ni de anulabilidad.
La nulidad de pleno derecho, como hemos adelantado, la encontramos en el artí-
culo 62 LRJAPPAC de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y del Procedimiento Administrativo Común:
“1. Los actos de las Administraciones públicas son nulos en los siguientes casos:
a. Los que lesionen los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional.
b. Los dictados por órgano manifiestamente incompetente por razón de la materia o
del territorio.
c. Los que tengan un contenido imposible.
d. Los que sean consecuencia de infracción penal o se dicten como consecuencia de ésta.
e. Los dictados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente
establecido o de las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la
voluntad de los órganos colegiados.
f. Los actos expresos o presuntos contrarios al Ordenamiento jurídico por los que se adquie-
ren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición.
g. Cualquier otro que se establezca expresamente en una disposición de rango legal”.

Como puede colegirse sin gran dificultad, los vicios que ocasionan la nulidad
de pleno derecho han de ser groseros, de entidad, mientras que las causas de anu-
labilidad se reducen a cualquier infracción del Ordenamiento jurídico, incluida la
desviación de poder. Parece que el legislador reserva la nulidad para los supuestos
más graves y deja la anulabilidad para infracciones del Ordenamiento jurídico más
bien ordinarias.
Por eso en el Derecho Administrativo, como señala BOCANEGRA, la regla del
Derecho Privado de la nulidad del negocio jurídico ilegal se transforma por comple-
to invirtiéndose por completo desde la consideración de la doctrina de la invalidez
del acto administrativo. Por una sencilla razón, porque el acto administrativo,
aunque variedad del acto jurídico, es una manifestación unilateral del poder de la
Administración pública que se encuentra sometido a unos principios bien distintos
de los que rigen en materia de negocio jurídico, si bien los efectos de la nulidad son
comunes. Como los actos se presume que son dictados de acuerdo con la presunción
de legalidad y de acuerdo con los intereses públicos, existe un principio de manteni-
miento del acto, en la medida que se presume dictado para atender objetivamente el
interés general, que conduce a calificar la nulidad como la sanción más grave y a la
anulabilidad como la sanción propia de las infracciones en que puedan incurrir los
actos administrativos.
Primera parte 119

En efecto, el artículo 63 LRJAPPAC denomina anulables aquellos actos que incu-


rran en cualquiera infracción del Ordenamiento jurídico incluida la desviación de
poder, reservando la nulidad, llamada de pleno derecho, para aquellos actos (artícu-
lo 62 LRJAPPAC) que incurran en especiales y graves infracciones del Ordenamiento
jurídico. La propia redundancia de nulidad de pleno derecho refuerza probablemente
esta explicación.
El propio Tribunal Supremo, asó lo ha reconocido, por ejemplo, en la sentencia
de 15 de junio de 1990 en la que señala que “en el orden jurídico-administrativo el
sentido finalista de la actuación administrativa para la consecución de sus fines,
la quiebra que para el interés público supondría la quiebra de la exigencia de una
escrupulosa perfección jurídica de los actos administrativos y otros condiciona-
mientos semejantes, han venido a sustituir el principio general de nulidad de pleno
derecho, que rige en el ámbito del derecho privado, expresado fundamentalmente
en el artículo 6.3 CC, por la situación inversa, en cuanto que la regla general es la
anulabilidad o nulidad relativa, mientras lo excepcional es la nulidad absoluta o de
pleno derecho”.
Mientras que en el Derecho Privado toda infracción del Ordenamiento acarrea la
nulidad, en el Derecho Administrativo cualquier infracción del Ordenamiento jurídi-
co lleva aparejada la anulabilidad. La razón, insisto, de esta inversión de la regla, radica
en que en todo acto administrativo hay, o debe haber, como señala BOCANEGRA,
un interés público en juego que no existe en un negocio jurídico que se rige por el
juego de la conjunción de los intereses privados y que lleva a la afirmación de la deno-
minada función institucional de la Administración pública, en cuya virtud, estamos
en presencia de una institución dispuesta por el Ordenamiento jurídico al servicio
de la buena fe y la seguridad jurídica en sus relaciones con los ciudadanos y cuya
actividad no puede verse permanentemente obstaculizada por la nulidad de los actos
administrativos que produciría la regla general de la nulidad del derecho civil. En
cualquier caso, como advertimos en materia de ejecutividad, estas reglas no se pue-
den interpretar de manera tan absoluta que generen indefensión o incongruencia o, lo
más grave, que se desnaturalice la propia esencia de la actividad administrativa, que
no es otra que el servicio objetivo al interés general, que es radicalmente lo contrario
del servicio subjetivo a los poderosos.
La regla general cuando se producen infracciones del Ordenamiento jurídico será,
por tanto, la anulabilidad, mientras que la nulidad o invalidez absoluta, llamada por
el legislador nulidad de pleno derecho, se reserva a infracciones palmarias, mani-
fiestas, ostensibles, obvias que por su propia naturaleza no pueden estar protegidas
por la presunción de buena fe y seguridad jurídica a que aludíamos anteriormente.
Como señala BOCANEGRA, la gravedad de estos casos aconsejan que se ponga en
marcha la reacción jurídica más enérgica de todas, que es la nulidad que, como se
deduce de la lectura del artículo 62 LRJAPPAC es la más grave sanción en que puede
incurrir un acto administrativo.
Las diferencias entre la nulidad y la anulabilidad son bien claras, y, en algún sen-
tido han sido puestas de manifiesto en otros pasajes de este Derecho Administrativo
120 Derecho Administrativo español. Tomo II

Español. Ahora, a efectos sistemáticos, y siguiendo a GONZÁLEZ PÉREZ y


GONZÁLEZ NAVARRO, pueden resumirse en tres.
Primera, mientras que la anulabilidad puede solicitarse sólo en los plazos esta-
blecidos en el Ordenamiento jurídico para los recursos administrativos y para la
revisión de oficio (art. 103 LRJAPPAC), la petición de nulidad se puede hacer en
cualquier momento, porque tal acción no prescribe nunca (artículo 102 LRJAPPAC).
Que la acción de nulidad sea imprescriptible no significa, ni mucho menos, que sea
posible utilizar fuera de los plazos para cada caso previstos los recursos administra-
tivos y contencioso administrativo, pues en tales hipótesis, lo que cabe es acudir al
procedimiento extraordinario de revisión del artículo 102 LRJAPPAC. La impres-
criptibilidad de la acción de nulidad de pleno derecho no puede interpretarse en
términos absolutos de ausencia de límites a su ejercicio: los límites a las potestades
de revisión del artículo 106 LRJAPPAC operan también respecto de la nulidad, tanto
si se pretende hacer efectiva en vía administrativa como en vía contenciosa.
En virtud de la imprescriptibilidad de la acción de nulidad de pleno derecho de
los actos administrativos no es posible invocar la nulidad de un acto administrativo
para fundar la excepción de acto consentido, a pesar de la confusa redacción del
artículo 28 de la ley de la jurisdicción contencioso-administrativa de 1998.
Segunda. Mientras que los actos nulos de pleno derecho no son susceptibles de
convalidación ni subsanación, los anulables quedan sanados por el sólo transcurso
de los plazos para hacer valer la anulabilidad, pudiendo ser objeto de convalidación
(artículo 67 LRJAPPAC). Como señala la sentencia del Tribunal Supremo de 11 de
marzo de 1982 “la nulidad absoluta radical, o de pleno derecho, no es susceptible
de subsanación ni de producir efectos jurídicos en ningún tiempo, puede alegarse
en cualquier momento y como consecuencia de ello la acción no tiene plazo de
caducidad, es imprescriptible, es también irrenunciable, particularmente no pue-
de ser tácitamente renunciada por la falta de utilización de un trámite o por una
situación de aquietamiento y sobre todo y esto es lo de mayor interés, por ser el
conocimiento de estas acciones de nulidad absoluta o de pleno derecho cuestiones de
interés general y de orden público”. Es decir, la nulidad no es susceptible de producir
efectos en tiempo alguno, lo que no quiere decir que no los haya producido. Además,
la gravedad de la sanción de estos actos afecta al propio nervio de la esencia del
Derecho Administrativo pues se trata, como dice el Tribunal Supremo de cuestiones
de interés general y de orden público.
Y, tercera. Mientras que los efectos de la sentencia de nulidad son “ex tunc”, los
de la sentencia de anulabilidad son “ex nunc”. Es decir, la anulabilidad se produce
desde que se pronuncia en tal sentido el tribunal, mientras que la declaración judi-
cial de nulidad se retrotrae al momento, desde entonces, en que el acto se dicta, de
manera que en este caso el acto no ha producido efectos. Es esta una presunción que
en muchos casos no es real porque es obvio, sobre todo en supuestos de actos que
han estado en vigencia por largos años, que se han producido efectos consolidados
en terceros que es muy difícil destruir de repente. En este sentido, la jurisprudencia
del Tribunal Supremo ha afirmado que “es principio general de Derecho que el acto
Primera parte 121

nulo desde su nacimiento ha de considerarse como si nunca se hubiera celebrado”


(sentencia de 29 de febrero de 1966), aunque, como señala la sentencia del Tribunal
Supremo de 20 de marzo de 1990, más con los pies en la tierra, esta nota ha de
matizarse al aplicarse a actos administrativos.
Bocanegra entiende que la nulidad de pleno derecho es una invalidez ab-
soluta, el grado máximo de invalidez previsto en el Ordenamiento jurídico que
se caracteriza por la imposibilidad de que el acto nulo pueda llegar a producir los
efectos a que estaba destinado y por el carácter imprescriptible de la acción para
su ejercicio. En realidad, el acto nulo, aunque no pueda producir los efectos a que
estaba destinado, en algunos casos, cuando la sentencia o declaración de nulidad
tarda muchos años en producirse, no se puede negar que durante su vigencia se han
podido consolidar ciertas situaciones jurídicas que son muy difíciles de destruir en
un momento dado, sobre todo porque estas a su vez han dado lugar a nuevas situa-
ciones jurídicas que, igualmente, no se pueden borrar del mapa del derecho de un
plumazo. En todo caso, se trata de efectos que no se refieren al principal a que estaba
destinado el acto administrativo nulo.
En los actos nulos de pleno derecho la obligación de cumplimiento sencilla-
mente no existe. En la teoría esto se comprende bien, pero insisto, en la práctica las
situaciones y las posiciones jurídicas a veces no se presentan químicamente puras,
sino que las nulidades tardan en declararse, la eficacia de estos actos ha podido dar
lugar, por ejemplo, a perjuicios para terceros, y las indemnizaciones a posteriori no
restauran, en modo alguno, las cosas al momento en que se dictó el acto adminis-
trativo en cuestión.
Los actos nulos sirven, dice BOCANEGRA, de límite al deber de obediencia que,
en un Estado de derecho nunca es ilimitado. Además, si un acto administrativo es
considerado nulo por un funcionario y hecha la advertencia por escrito es cumplido
a su cumplimiento, pienso que debería poner ese extremo en conocimiento del juez
a través del procedimiento de protección de los derechos fundamentales si es que
lesiona un derecho fundamental, para que se pronuncie sobre el caso en el más breve
plazo posible de tiempo.
Como ya hemos señalado, en el Derecho Administrativo la regla frente a los actos
que infringen el Ordenamiento jurídico, incluida la desviación del poder, es la anu-
labilidad, reservándose la nulidad para los casos verdaderamente graves y palmarios.
Por ello, la nulidad, que es la excepción, ha de concurrir en determinados supuestos
establecidos por el propio legislador que atienden, como se puede comprobar tras
una lectura pausada del artículo 62 LRJAPPAC, a las cuestiones centrales de la for-
mación y exteriorización de la voluntad de la Administración con efectos jurídicos
en que suele constituir un acto administrativo.
El acto nulo no es un acto susceptible de producir efectos jurídicos porque la
gravedad en que ha incurrido es tan obvia que en general cualquier sujeto puede
llegar a la conclusión de que estamos ante una violación grave y manifiesta de un
elemento central de un acto administrativo. El problema es que los actos administra-
tivos disfrutan de la presunción de legalidad y de ejecutividad y, por ello, mientras no
122 Derecho Administrativo español. Tomo II

sean declarados nulos por la autoridad administrativa o el juez. Por eso, como dicen
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la Administración, ante un posible
acto nulo, no puede desconocer su existencia, siendo preciso tramitar el expediente
de anulación con todas sus garantías, y entre ellas hay que tener en cuenta la posición
jurídico de los beneficiados o perjudicados, terceros en cualquier caso, que han sido
afectados por la ejecutividad del acto administrativo, mientras estaba en vigor.
En ausencia de normas sobre la nulidad de pleno derecho, se impuso la tarea de
determinar las características que deberían acompañar la condición de nulidad de los
actos administrativos. Si fuera posible, habría que intentar deslindar los supuestos de
obvia y notoria nulidad: una licencia urbanística otorgada por el ministro de defensa,
de otra u otras nulidades que puedan ofrecer más dudas como puede ser un acto
presunto que en contra del Ordenamiento permite obtener determinadas facultades
en materia de servicios de interés general. En el primer caso la nulidad produce sus
efectos desde el momento en tal acto se produce, desde su inicio. En el segundo caso,
si es que hay dudas, que puede haberlas, es menester esperar a la resolución de la auto-
ridad o a la sentencia del juez o tribunal según corresponda. No es que los efectos de la
declaración sean diferentes según estemos en uno u otro caso. Lo que pasa es que en el
primer supuesto es más evidente y más sencilla la eficacia “ex tunc”, mientras que en
el segundo caso, la eficacia de la declaración de nulidad es la misma, aunque su deter-
minación tendrá necesariamente que tener en cuenta la vida del acto administrativo
desde su nacimiento al mundo del derecho hasta su eventual declaración de nulidad.
Ahora bien, parece que la nulidad está pensada para que en estos casos la seguridad
jurídica y la presunción de legalidad del acto en cuestión queden en entredicho por la
magnitud, por el calibre de la infracción en que el acto puede consistir.
Ahora bien, ¿quién decide, quien valora, quién determina si un acto es o no nulo?
En puridad esa decisión apenas debería ser discrecional, puesto que es la propia gra-
vedad del vicio del acto la que muestra “erga omnes” tal situación jurídica. En este
sentido cobra enteros la teoría de la notoriedad, en cuya virtud la nulidad del acto
consiste en una infracción manifiesta de los postulados esenciales del acto admi-
nistrativo evidente para cualquier ciudadano medio que esté en la misma posición
que los destinatarios del acto administrativo. En estos supuestos, de actos ineficaces
desde el inicio y que no pueden nunca obtener firmeza, pueden ser desobedecidos
por terceros sin merma de la seguridad jurídica. Lo que es manifiestamente ilegal no
puede pretender el amparo del principio de seguridad jurídica por obvias razones.
El problema reside en que esa nulidad tiene que ser declarada o imponerse por su
propia palmariedad de manera inapelable, algo que en realidad es difícil puesto que
siempre habrá alguien beneficiado por un acto que no admitirá sin más su nulidad,
sino en virtud de una resolución de los tribunales.
Bocanegra parece decidirse por esta tesis cuando dice que el carácter mani-
fiesto de la infracción es un elemento fácilmente determinable a través de un juego
de presunciones común en el razonamiento jurídico, lo que no parece ocurrir si
seguimos, en lugar del criterio de la evidencia, con el criterio de la gravedad, más
susceptible de valoración y, por ello más difícil de precisar.
Primera parte 123

En España, la ley de procedimiento administrativo de 1958 codificó los supuestos


de nulidad. El artículo 47 de esta ley dispuso que eran causas de nulidad de pleno
derecho de los actos administrativos: los dictados por órgano manifiestamente in-
competente, los de contenido imposible o constitutivos de delito y aquellos dictados
total y absolutamente del procedimiento establecido para ello o de las normas de
contuvieran las reglas para la formación de la voluntad de los órganos colegiados. En
los tres supuestos, las causas de nulidad parecen seguir el criterio de la palmariedad,
o al menos el de la palmariedad más el de la gravedad. BOCANEGRA señala que este
precepto refleja la inspiración italiana pero el contexto político en que se produce,
poco favorable a una configuración amplia de la nulidad, sigue diciendo este autor,
llegó hasta delimitar el alcance del deber de obediencia en estos casos.
La nulidad en la ley de 1958 se reducía prácticamente a aspectos formales, lo que
fue atinadamente criticado por la doctrina que comenzó una tarea de interpretación
extensiva de la letra de la ley. Así, en el supuesto de los actos dictados por órgano
manifiestamente incompetente, se incluirían los supuestos en los que el órgano haya
actuado en contra de los presupuestos que justifican su actuación o halla actuado
más allá de del ámbito material, territorial o jerárquico de la potestad que ejerce, así
como los actos que, aún dentro de esos ámbitos, incumplieran los requisitos legales
exigidos. Sin embargo, no se puede desconocer que una concepción tan amplia de
la incompetencia impide diferenciar con claridad la nulidad de anulabilidad puesto
que cualquier infracción del Ordenamiento jurídico podría entenderse en sentido
amplio como supuesto de nulidad, lo que verdaderamente sería desproporcionado.
Otra explicación expansiva de la nulidad se realizó entendiendo que son nulos de
pleno de derecho, además de los supuestos del artículo 47 de la ley de 1958, lo que
incurran en infracción del Ordenamiento jurídico. Santamaría Pastor, que
patrocinaba entonces este punto de vista, interpretaba orden público como equiva-
lente a lo absolutamente indisponible. Este principio se aplicaría en ausencia de una
determinación legal clara o cuando la propia ley no se pronuncie.
Estas explicaciones, plausibles en el momento en que se postularon, hoy chocan
con el principio de seguridad jurídica, pero sería injusto desconocer lo mucho que
influyeron en la regulación de la ley de 1992. Ley que amplia quizás demasiado los
supuestos de nulidad y el ámbito potencial de su aplicación poniendo en peligro en
algunos casos la diferencia entre nulidad y anulabilidad. El artículo 62 LRJAPPAC,
en su párrafo 1º se refiere a la nulidad de actos y e párrafo 2º a la nulidad de las
normas. La nulidad de las normas lo estudiamos en el volumen primero al tratar de
la nulidad de los reglamentos.
Veamos, a continuación, uno a uno, los supuestos del artículo 62 LRJAPPAC,
anteriormente transcritos.
En primer lugar corresponde realizar la glosa del primer supuesto de nulidad de
pleno derecho: los actos que lesionen los derechos y libertades susceptibles de amparo
constitucional. Se trata ciertamente de la lesión más grave en que puede incurrir un
acto administrativo puesto que los derechos fundamentales e la persona ocupan un
lugar central en el Ordenamiento jurídico y disponen incluso de un procedimiento
124 Derecho Administrativo español. Tomo II

especial ante la jurisdicción contencioso administrativo para demandar su nulidad.


GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO entienden que quizás no sea esta
la medida para garantizar los derechos fundamentales de la persona ya que supone
dejar permanentemente abierto el camino para su nulidad, pudiendo poner en
cuestión el principio de seguridad jurídica. En realidad, la expresa mención de esta
causa de nulidad, que debe ser interpretada restrictivamente, puede servir para que
quine haya sido afectado en su derecho fundamental por un acto administrativo
pueda reaccionar con facilidad ante las dificultades que pueda tener para interpo-
ner la acción del artículo 53.2 de la Constitución a través del procedimiento especial
de protección de los derechos fundamentales diseñado ahora en la ley de 1998. Esta
causa de nulidad tiene que ser interpretada rigurosamente porque la vulneración
del derecho de igualdad, o del derecho a la tutela judicial efectiva es invocada, con
causa y sin ella, como causa de nulidad de muchos actos administrativos.
En segundo término nos encontramos con los actos dictados por órgano mani-
fiestamente incompetente por razón de la materia o del territorio. Es decir, para que la
incompetencia sea determinante de la nulidad de pleno derecho ha de ser manifiesta,
notoria, palmaria, evidente, obvia. Debe poder ser apreciada dicha incompetencia
con facilidad. Sin embargo, el Tribunal Supremo, por sentencia de 20 de noviembre
de 2001 ha entendido que la infracción de la competencia es manifiesta cuando
puede apreciarse al contrastar el acto con el texto legal aplicable sin necesidad de
interpretación, argumento que rebaja en cierta medida la exigencia porque según
esta línea jurisprudencial no siempre será apreciada la infracción manifiesta de la
incompetencia por cualquier ciudadano medio, quien ordinariamente no conoce, ni
tiene por qué conocer, el marco legal de aplicación. Pero este no es el único criterio
del Tribunal Supremo, pues hay una constante doctrina jurisprudencial que afirma
que es incompatible la exigencia de que la incompetencia sea manifiesta con cual-
quier interpretación jurídica o exigencia de esfuerzo dialéctico, como corresponde a
la dialéctica del adverbio expresado en el precepto (sentencias de 28 de enero de 1981,
de 18 de octubre de 1983, de 12 de junio de 1985, de 20 de febrero de 1990 o e 10 de
noviembre de 1992).
El grado de la invalidez depende de la naturaleza de la infracción de la compe-
tencia: si es notoria, evidente, palmaria, ostensible, estaremos ante nulidades, y si la
incompetencia no presenta estas características externas, nos hallaremos ante casos
de anulabilidad. GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO ponen algunos
ejemplos ilustrativos de incompetencias manifiestas: un órgano administrativo que
dicta un acto de apremio a instancia de un acreedor basado en una letra de cambio
frente al aceptante, un Ayuntamiento que aprueba un plan de estudios universitario,
el nombramiento de un magistrado del Tribunal Supremo por el Ministerio de agri-
cultura o que el Ayuntamiento de Coruña dirima un conflicto de atribuciones entre
alcaldes de diversos municipios de la provincia de Madrid.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha tenido ocasión de señalar que el
carácter manifiesto de la incompetencia debe ser por razón de la materia y del terri-
torio, y no por razón de jerarquía o de grado (sentencia de 10 de marzo de 1987). Así
Primera parte 125

se ha recogido en la Ley de 1992. En realidad los casos de incompetencia jerárquica


parece que son fácilmente subsanables, por lo que parece razonable que la nueva Ley
haya circunscrito los casos de incompetencia manifiesta a la materia y al territorio.
En tercer lugar nos encontramos con los actos de contenido imposible. Siempre
que sea imposible, jurídica o materialmente, legal o físicamente, cumplir el objeto
del acto, éste será nulo de pleno derecho. Constituye, como ha declarado el Tribunal
Supremo, acto nulo por esta causa la indeterminación del contenido (sentencia de 9
de mayo de 1985), o, como señala la sentencia del Tribunal Supremo de 2 de noviem-
bre de 2004, actos inadecuados en forma total y originaria, a la realidad física sobre la
que recaen. En opinión de GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, también
podría incluirse en esta categoría el nombramiento para ocupar una plaza vacante
cuando ya está ocupada en tanto no se privé de efectos al acto de nombramiento
anterior, tal y como ha sentado el Tribunal Supremo en su sentencia de 30 de junio
de 1997).
Cuando la obligación contenida en el actos sea personal, la imposibilidad de su
cumplimiento se medirá con criterios subjetivos, mientras que en los demás casos la
imposibilidad se calificará con criterios objetivos ya que como señala SANTAMARÍA
PASTOR, sólo es imposible el cumplimiento de un acto cuando nadie está en dispo-
sición de hacerlo efectivo.
También son actos de contenido imposible, como ha precisado el Tribunal Supremo,
aquellos que encierran una contradicción interna en sus términos(imposibilidad
lógica) por oponerse a leyes físicas inexorables o a lo que racionalmente se considera
insuperable (sentencia de 2 de noviembre de 2004)
Se trata, en esta causal, de actos que no sea posible llevar a efecto, bien por impo-
sibilidad legal o física, jurídica o material, y de actos de contenido indeterminado,
ambiguo, contradictorio o incoherente que impida realmente su cumplimiento. En
estos casos, la jurisprudencia, como ha comentado BOCANEGRA, exige que la im-
posibilidad sea originaria, que exista en el momento de dictarse el acto, puesto que
en otro caso estaríamos ante la categoría de eficacia sobrevenida
En cuarto lugar nos encontramos con los actos constitutivos de infracción pe-
nal o dictados como consecuencia de ésta. Se trata de actos que han sido objeto
de un proceso penal finalizado en el que se ha considerado que se ha producido la
infracción penal que establece la correspondiente sentencia de esta jurisdicción. No
son los jueces administrativos los que resuelven sobre si un acto administrativo ha
infringido o no la norma penal, sino que son los jueces de la jurisdicción penal los
competentes para tal calificación. Sólo un juez penal puede pronunciarse sobre si
un acto administrativo es o no constitutivo de delito o falta. Por tanto, la sentencia
penal es requisito “sine qua non” para que el acto sea nulo de pleno derecho.
Obviamente, el acto en cuestión constituye una infracción de las normas penales
considerado como tal por el juez penal. El acto es ilegal por haber infringido una norma
penal, no una norma administrativa. GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO
entienden en este punto que puede ocurrir que el acto sea constitutivo de delito, sin
126 Derecho Administrativo español. Tomo II

que constituya un supuesto específico de infracción jurídico administrativa. Es el caso


de la prevaricación, en cuyo caso bastará que el acto injusto se haya dictado por el
titular del órgano a sabiendas de tal condición.
A los efectos de esta causal, hay que entender que los actos que ordenan la comi-
sión de delitos merecen el mismo tratamiento y han de ser considerados nulos de
pleno derecho en cuanto recaiga la correspondiente sentencia penal.
Un caso que suele citarse en esta materia es el relativo a la licencia urbanística
concedida gracias a un cohecho. ¿Es un acto nulo de pleno derecho? Se trata de un
acto reglado. Si el solicitante cumple los requisitos tiene derecho a su concesión.
Por tanto, el acto no queda invalidado por el cohecho. Estamos ante un delito de
cohecho penalmente exigible al funcionario que solicitó dinero para la concesión de
una licencia que si cumple los requisitos es de obtención mecánica para el solicitante.
Este caso nos abre el camino al siguiente caso.
El supuesto de la nulidad que estamos estudiando se refiere no sólo a que el acto en
si mismo sea constitutivo de infracción penal, caso analizado anteriormente, sino que
se extiende al caso de que dicho acto sea dictado como consecuencia de un delito o
una falta o, que en su confección, se haya producido un delito o una falta. Por ejemplo,
como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, que en el procedi-
miento de elaboración del acto administrativo se hubieran aportado documentos
falsos, se hubiesen producido testimonios falsos o hubiera existido cohecho, violencia
o dolo. El acto administrativo dictado en estas circunstancias no es constitutivo
de delito o falta al no encajar en los supuestos de hecho que la ley penal considera
delito o falta. Sin embargo, es obvio que en su elaboración o confección ha existido
delito. Pues bien, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, si,
por ejemplo, la violencia ejercida sobre el titular del órgano es de tal entidad que ha
provocado una manifestación de la voluntad que no coincide con la voluntad real,
existirá un vicio que determinará la invalidez. Pero, siguen diciendo estos autores,
hay actos que, aunque fuesen consecuencia de un delito o falta, no son nulos, sino ni
siquiera anulables. El artículo 118.1 LRJAPPAC enumera entre los motivos de revisión,
circunstancia 3ª, que en la resolución hayan influido esencialmente documentos o
testimonios declarados falsos. Si no han influido esencialmente, fundamentalmen-
te, parece admitirse la validez del acto. Y el propio Código Penal, señalan estos dos
profesores de Derecho Administrativo, viene a dar la validez por supuesto en algún
delito concreto, como el de cohecho, al condenar al funcionario público que admite
regalos para la concesión de un acto no prohibido legalmente. Este es el caso de la
licencia urbanística que cumple los requisitos establecidos para la que el funcionario
competente para su concesión, que es mecánica, por ser un acto reglado siempre que
se cumplan los requisitos, solicita una determinada cantidad de dinero.
En estos casos de actos dictados como consecuencia de una infracción penal es
evidente que ha de existir una relación de causalidad entre el acto y el ilícito penal
en cuya virtud se produce el acto. En el caso anterior es obvio que no se da esa
causalidad porque, en efecto, la licencia, aunque medie cohecho, es de concesión
obligatoria si cumple con los requisitos establecidos.
Primera parte 127

En quinto lugar, el artículo 62 LRJAPPAC establece que son nulos de pleno derecho
los actos dictados total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido o
de las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la voluntad de
los órganos colegiados. En este inciso e) del citado artículo 62 LRJAPPAC se requiere
que el vicio de forma sea el más grave de todos: dictar un acto administrativo al
margen del procedimiento y, además, se apareja la nulidad a la violación de las reglas
esenciales para la formación de la voluntad de los órganos colegiados.
El primero de los dos supuestos parece bastante claro puesto que se trata de ac-
tuaciones al margen del procedimiento. No basta con que se omita un trámite, por
esencial que sea, del procedimiento administrativo. El precepto exige que el acto
se dicte prescindiendo total y absolutamente del procedimiento. Estamos, pues, en
los supuestos de las llamadas vías de hecho, que son actuaciones materiales de la
Administración sin procedimiento administrativo que las sustente. Así, por ejemplo,
la sentencia del Tribunal Supremo de 29 de junio de 1990 dispone que la omisión de
un trámite del procedimiento no implica que con ello se haya prescindido total y
absolutamente del procedimiento legalmente establecido. Es necesario, insisto, que
el acto se haya producido al margen del procedimiento, aunque en alguna ocasión
también el Tribunal Supremo ha entendido que omitir algún trámite relevante, esen-
cial, puede ser merecedor de la nulidad. En este sentido, el Tribunal Supremo, en su
sentencia de 15 de junio de 1994 entiende que la ausencia de la memoria económica
en un proyecto de norma por la que se fijan o se modifican precios públicos es un
vicio realmente esencial que comporta la nulidad (…) porque en ausencia de dicha
memoria, los órganos judiciales y los ciudadanos no podemos examinar, valorar o
fiscalizar si el precio público que sea fija o se modifica está o no justificado, por con-
currir las circunstancias y condiciones adecuadas para su determinación. Para que la
omisión del procedimiento desencadene la nulidad, ésta ha de ser clara, manifiesta
y ostensible, tal y como establece la sentencia del Tribunal Supremo 15 de octubre
de 1997.
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, en este primer supuesto del
artículo 62.1e) LRJAPPAC, actos dictados prescindiendo total y absolutamente del
procedimiento legalmente estableado, entienden que hay, a su vez, dos supuestos: actos
dictados con ausencia total de trámite y actos dictados siguiendo un procedimiento
distinto al previsto legalmente.
Cuando se dicta un acto con ausencia total de trámite, cuando no existe proce-
dimiento alguno, se está inequívocamente en supuesto que estamos glosando. Es el
caso, que citan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, de cesión gratuita de
bienes públicos demaniales de uso público sin previa desafectación.
El caso de los actos que siguen un procedimiento administrativo distinto al
determinado por la ley es, sencillamente, un caso de actos dictados prescindiendo
total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido, como fácilmente se
colige. Es el caso de un reglamento que se produce siguiendo el procedimiento para
elaborar un acto administrativo, o viceversa. O, como enseñan GONZÁLEZ PÉREZ
y GONZÁLEZ NAVARRO, si resulta que se priva de efectos a un acto administrativo
128 Derecho Administrativo español. Tomo II

al margen del procedimiento de revisión de oficio previsto en la ley, sin que sea po-
sible sanar el acto por aplicación del régimen jurídico del error material o de cuenta,
pues es un supuesto bien diferente.
El segundo de los supuestos que contempla el artículo 62.1.e) LRJAPPAC se refiere
a los actos dictados prescindiendo de las normas que contienen las reglas esenciales
para la formación de la voluntad de los órganos colegiados. Las reglas esenciales
para la formación de la voluntad de los órganos colegiados son las referentes, según
GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, a la convocatoria, el quórum de
asistencia, la deliberación y la votación. La nulidad, por tanto, sólo se producirán si
se quiebran las reglas en estas materias, pero no, si, por ejemplo, se observarán vicios
en la elaboración de las actas.
El Tribunal Supremo ha entendido que la falta de convocatoria de la sesión a
algunos de los miembros del órgano colegiado es determinante de nulidad (sentencia
de 15 de marzo de 1991). Igualmente, si se adopta un acuerdo sobre un punto no
previsto en el orden del día es nulo salvo en caso de urgencia que habrá de motivarse
(sentencia del Tribunal Supremo de 19 de diciembre de 1989). En cambio, si no se
convoca una asamblea con la antelación prevista en las normas reguladoras, no es-
taríamos ante un supuesto de nulidad “ya que no impidió al acto cumplir su fin, ni
consta que produjese indefensión a sus miembros” (sentencia del Tribunal Supremo
de 13 de enero de 1997). Estos caso, citados por GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, son exponentes claros de la operatividad de esta causa de nulidad, que lo
es tal porque los actos así adoptados producirían indefensión o serían también actos
al margen del procedimiento establecido en asuntos graves que afectan a requisitos
básicos para su confección.
BOCANEGRA entiende que esta causal se refiere a la quiebra de las reglas
esenciales para evitar que se pueda impedir la acomodación a derecho del acto
impugnado con el fin de evitar incurrir en un formalismo excesivo y gravemente
perjudicial para la seguridad del tráfico jurídico. La infracción de las reglas esen-
ciales ha de ser también, en opinión de este autor, manifiesta para proteger a los
particulares frente a una causa de nulidad en la que la Administración pública
comete la infracción en la dimensión interna, generando una confianza en los
destinatarios que es contraria a al juego que le es propio.
En sexto lugar, son nulos de pleno derecho los actos por los que se adquieran
facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adqui-
sición: “los actos expresos o presuntos contrarios al Ordenamiento jurídico por los
que se adquieran facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales
para su adquisición” (artículo 62.1.f) LRJAPPAC). De nuevo con topamos con la
esencialidad, igual que en el último caso analizado anteriormente. Cuando la infrac-
ción es manifiesta, palmaria, patente, evidente, obvia o cuando se refiere a aspectos
esenciales o nucleares de la formación del acto administrativo, o incluso cuando
falten, es el caso, los requisitos esenciales que permiten que en virtud de un acto
expreso o presunto se pretendan adquirir determinadas facultades o derechos.
Primera parte 129

La extensión del precepto es peligrosa porque podría entenderse que el precepto


hace referencia a cualquier requisito relevante para adquirir el derecho o la facultad.
No es fácil determinar con claridad que debe entenderse por requisito esencial en
este supuesto por lo que debemos abogar, como hace la mayoría de la doctrina, por
un criterio restrictivo a la hora de aplicar este artículo. Es preciso que el requisito
sea esencial. GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO entienden que la
esencialidad del requisito se refiera a las condiciones del sujeto o al objeto sobre el
que recaiga la actividad. Es más, parece necesario, dada la generalidad de la norma,
que el acto determine el nacimiento del derecho o facultad —otorgamiento de una
concesión, por ejemplo—, no pudiendo aplicarse a aquellos actos que no den lugar
al nacimiento del derecho o facultad, sino que únicamente remuevan el obstáculo
existente al ejercicio preexistente —una licencia, por ejemplo, según la concepción
tradicional—, lo que plantea, en opinión del profesor GONZÁLEZ PÉREZ, serias
dificultades su aplicación al ámbito urbanístico.
Es conocida en el ámbito urbanístico la doctrina, con base legal, de que no
se pueden adquirir en virtud de silencio administrativo facultades contrarias al
Ordenamiento jurídico. Ahora, sin embargo, la Ley de 1992 adopta un régimen sobre
silencio administrativo positivo bien distinto: producido el acto estimatorio, si incurre
en alguna infracción del Ordenamiento jurídico, podrá reaccionarse frente a él por los
procedimientos que el Ordenamiento establece en función del grado de la infracción
(GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO). En una extensión notoriamente
improcedente, haciendo posible privar de efectos a los actos sin límite temporal alguno
por el procedimiento del artículo 102 LRJAPPAC, ahora la Ley de 1992 sanciona con
la nulidad no solo el acto presunto, sino también el expreso en el que se adquieran
facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos para su adquisición.
Finalmente, en séptimo lugar, encontramos una cláusula abierta en cuya virtud
también serán nulos aquellos actos que se consideren tales en una disposición de
rango legal (artículo 62.1.g) LRJAPPAC). La nulidad sólo puede ser establecida por
una ley o norma con rango de ley, previsión que descarta la posibilidad de dejar a la
Administración una libre determinación en esta materia, lo que sería ciertamente
una desproporción que hay que combatir para reducir la discrecionalidad adminis-
trativa a sus justos límites.
La jurisprudencia, en esta línea, ha entendido que los supuestos de nulidad se
circunscriben a los previstos en la ley, entre “los que no se incluye el supuesto de
inadmisión de la prueba propuesta, puesto que la valoración de su necesidad corres-
ponde a los órganos administrativos y, en su caso, en vía jurisdiccional, a esta sala”
(sentencia del Tribunal Supremo de 8 de marzo de 1977).
Para terminar, es conveniente recordar que el principal efecto de la nulidad es
que el acto nulo no puede producir los efectos a que estaba destinado, lo que, sin
embargo, no excluye que, como dice BOCANEGRA, pueda producir efectos jurí-
dicos distintos, como responsabilidad o, por ejemplo, posibilidad de conversión en
un acto administrativo distinto cuyos requisitos de validez sean cumplidos. Este
autor entiende, como señalamos con anterioridad, que la ineficacia radical del acto
130 Derecho Administrativo español. Tomo II

nulo de pleno derecho exige la desobediencia del acto nulo porque puesto que si la
Administración impone la ejecución de un acto de estas características estaríamos
ante una vía de hecho, por faltar la cobertura jurídica básica, se puede, y se debe
reaccionar jurídicamente por los mismos medios que ante una vía de hecho.
El principal efecto procesal de la nulidad es que la acción para demandarla no
prescribe nunca como consecuencia, dice BOCANEGRA, del carácter indisponible
de la propia sanción de nulidad y de la ausencia en ella del juego de la seguridad
jurídica salvo que estemos en presencia de una revisión de oficio del acto viciado de
nulidad. La nulidad, ya lo sabemos, es insubsanable aunque si cabe, como también
comentamos anteriormente, su conversión, su transformación en otro acto diferente
que reúna los requisitos de validez. La nulidad produce efectos “ex tunc”, desde el
momento en que se dicta el acto.
Finalmente, como afirma BOCANEGRA, excepcionalmente será posible llamar
a la protección de la confianza legítima para defender la estabilidad de las actuacio-
nes materiales favorables derivadas de un acto nulo de pleno derecho o, incluso, la
continuidad de las mismas cuando el destinatario de una resolución pertenezca a un
grupo social al que no pueda exigírsele el nivel de diligencia propio de un ciudadano
medio y su estabilidad vital dependa o se vea condicionada sustancialmente por la
permanencia de aquéllas.
Primera parte 131

IX. La anulabilidad de
los actos administrativos
En Derecho Administrativo, la regla general es que un acto administrativo que infrin-
ge el Ordenamiento jurídico, salvo que lo haga de manera manifiesta, palmaria y en
aspectos esenciales, ser anulable. Es decir los actos ilegales normalmente son anulables.
La nulidad, como ya sabemos, se reserva para las violaciones graves y patentes en que
pueda incurrir el acto administrativo. Mientas que en el Derecho Civil, comos señala
BOCANEGRA, los negocios jurídicos que lesionan el Ordenamiento jurídico son nu-
los, los actos administrativos que infringen las normas del Ordenamiento, salvo los
supuestos de infracción expresamente sancionados con la nulidad de pleno derecho,
son anulables. Ahora bien, no todas las infracciones del Ordenamiento en que puede
incurrir un acto administrativo, al margen de los supuestos desencadenadores de la nu-
lidad de pleno derecho, dan lugar a la anulabilidad. Como sabemos, las irregularidades
no invalidantes son infracciones de aspectos formales del acto que si no son esenciales
o no producen indefensión ni siquiera son anulables (artículo 63.2 LRJAPPAC), tal y
como acontece cuando no se cumplen los plazos establecidos salvo que así lo imponga
la naturaleza del término o plazo de que se trate (artículo 63.3 LRJAPPAC).
El precepto que regula esta materia es el artículo 63 de la Ley de 1992, que dispone
lo siguiente:
“1. Son anulables los actos de la Administración que incurran en cualquier infracción
del Ordenamiento jurídico, incluso la desviación de poder.
2. No obstante, el defecto de forma sólo determinará la anulabilidad cuando el acto
carezca de los requisitos formales indispensables para alcanzar su fin o de lugar a inde-
fensión de los interesados.
3. La realización de actividades administrativas fuera del tiempo establecido para
ellas sólo implicará la anulabilidad del acto cuando así lo imponga la naturaleza del
término o plazo”

Los actos administrativos gozan de la presunción de legalidad y de haber sido


dictados al servicio objetivo del interés general. Por eso son ejecutivos y ejecutorios y
por eso ordinariamente el interés público que se realiza a su través, como regla gene-
ral, reclama una seguridad jurídica y una confianza en que las situaciones jurídicas a
que dan lugar, que modifican o que extinguen tengan estabilidad y certidumbre. Se
trata, de nuevo, de un privilegio de la Administración que debe ser interpretado muy
restrictivamente para evitar abusos y desmanes, en ocasiones bastante frecuentes.
Esta cuestión del alcance de los privilegio, mejor potestades excepcionales de la
Administración, debe resolverse, en el marco del Estado de Derecho, teniendo en
cuenta que cuando la Administración pública quiera operar a base de potestades
excepcionales debiera de justificarlo para el caso concreto. De esta manera, si lo que
se pretende es generar confianza, estabilidad y confianza legítima, mayores serán
cuanto mayor sea el grado de objetividad en el que descanse el ejercicio de potestades
extraordinarias. Permitir el juego ordinario de lo que es excepcional o extraordina-
rio no deja de ser algo irracional.
132 Derecho Administrativo español. Tomo II

En contraposición a la nulidad, el acto anulable produce efectos jurídicos, los


efectos a que estaba destinado el acto, hasta que se pronuncia la sentencia de anulabi-
lidad. Como señala BOCANEGRA, la eficacia del acto anulable podrá ser desactivada
si se interpone la acción correspondiente en el plazo legalmente establecido. Si, por
el contrario, no se ejerce la acción procesal pertinente en el plazo establecido, el acto
anulable se convierte en firme con todas sus consecuencias y ya no podrá volver a ser
impugnado por sus potenciales perjudicados.
En efecto, mientras que la acción de nulidad es imprescriptible, la de anulabilidad
está sujeta a plazo de prescripción. Si no se ejerce la acción el vicio del acto se subsana
automáticamente tal y como dispone el artículo 67 LRJAPPAC. El problema que
puede plantearse en estos supuestos es si pasados los plazos para la acción de nulidad
o para la revisión de oficio se refiere el acto en estas circunstancias es inatacable aun-
que no haya prescrito el derecho cuyo ejercicio se pretende. Esta cuestión fue zanjada
por el antiguo artículo 40 de la ley de 1956 y, hoy, por el artículo 58 de la ley juris-
diccional contencioso administrativa vigente, si bien, como señalan GONZÁLEZ
PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, en su momento se produjo una jurisprudencia
reactiva frente a este tema. Así, por ejemplo, la sentencia de 22 de julio de 1986 del
Tribunal Supremo, fundamental en esta materia, señaló, en línea con la necesidad
de garantizar la tutela judicial efectiva, que “el principal argumento para rechazar
la petición de admisibilidad del recurso es que la falta de impugnación en plazo
no puede nunca perjudicar un derecho material que tiene conforme a la ley una
vida más larga (…), técnica de preclusión hay que entenderla referida a potestades
o a cargas procesales pero a acciones materiales(…). No solo porque así lo impone
un elemental principio de equidad, sino porque lo reclama también el valor justicia
que informa nuestro ordenamiento, lo demanda el principio de tutela efectiva de
los derechos, y resulta con toda claridad de preceptos varios en que se establecen
por el propio Ordenamiento administrativo plazos de prescripción de los derechos
(art. 122 de la ley de expropiación forzosa, artículo 46 de la ley general tributaria,
etc.), preceptos que quedarían reducidos a pura semántica si se pudiese hacer preva-
lecer frente a ellos los plazos mucho más cortos de los recursos configurados como
plazos preclusivos de caducidad (…) promover una acción de indemnización no es
ejercitar una potestad o una carga procesal”.
Los efectos de la declaración de anulabilidad se producen “ex nunc”, desde que
esta se produce. La anulabilidad, pues, supone que a partir del momento de su decla-
ración, el acto, que era de obligado cumplimiento, deja de serlo, ya no obliga porque
queda sin eficacia operativa. Además, como es lógico, la anulabilidad determina
también que queden sin efecto los actos dictados en ejecución del anulado ya que si
no fuera así la eficacia “ex nunc” de la declaración de anulabilidad no sería tal. En
este sentido, la sentencia del Tribunal Supremo de 20 de marzo de 1990 señala que
“incluso en los supuestos en los que el vicio apreciado en el acto administrativo sea
de anulabilidad no podrán mantenerse la consecuencias perjudiciales para el admi-
nistrado que se hayan producido anterioridad a la resolución judicial anulatoria”.
Primera parte 133

La nulidad puede hacerse valer, como señala el Tribunal Supremo por sentencia
de 13 de abril de 1981, por cualquier persona que legítimamente actúe en el proceso,
mientras que la anulabilidad, sobre todo cuando está vinculada a una situación en
que se produzca indefensión, ni puede ser demandada por cualquier persona ni pue-
de apreciarse de oficio. Sólo puede ser invocada por aquel que real y subjetivamente
estime que ha sufrido la indefensión como consecuencia de la infracción formal que
la haya podido ocasionar. Si la apreciación de la nulidad sólo pudiera hacerse de ofi-
cio se conculcaría el artículo 33.2 de la ley jurisdiccional de 1998. Además, se estaría
consagrando un privilegio irracional, que sería igual a consolidar la arbitrariedad,
algo prohibido, como bien sabemos, por la Constitución en su artículo 9.3.
Como señala BOCANEGRA, para la Administración pública el acto anulable
adquiere firmeza en un plazo mucho más generoso que el que se ofrece a los parti-
culares, que será, por regla general, de uno o dos meses, según la impugnación sea
en vía administrativa o en sede contencioso administrativa, plazo que alcanza a los
cuatro años para los actos favorables, que es el previsto en el artículo 103 LRJAPPAC
para la declaración de lesividad, sin que exista, en principio, plazo para la revisión de
los desfavorables, aunque, de producirse ésta, habrá de justificarse cumplidamente su
adecuación al interés público que trata de defenderse, y a los principios de igualdad,
prohibición de la arbitrariedad y protección de la confianza.
Veamos, a continuación, los supuestos que desencadenan la anulabilidad de los
actos administrativos. Antes de analizarlos ha de quedar claro que la anulabilidad es
la consecuencia ordinaria de las infracciones del Ordenamiento jurídico. La infrac-
ción ordinaria del Ordenamiento jurídico por un acto administrativo se sanciona
con la anulabilidad siempre que no esté prevista otra sanción para la infracción, sea
de mayor (nulidad) o de menor gravedad (irregularidad no invalidante). Pues bien,
entre las causas de anulabilidad hemos de citar los defectos de forma y la realización
de actos fuera de plazo.
Por lo que se refiere a los defectos de forma hay que matizar porque no toda
infracción de una norma reguladora de la forma de los actos administrativos da lu-
gar, sin más, a la anulabilidad. Para que concurra la anulabilidad en estos supuestos
es necesario que se den las condiciones establecidas en el párrafo 2 del artículo 63
LRJAPPAC. Es decir, que el acto carezca de los requisitos formales indispensables para
alcanzar su fin o de lugar a la indefensión de los interesados. El Tribunal Supremo,
sentencia de 21 de marzo de 1990, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ
NAVARRO, ha tenido ocasión de sentenciar que las infracciones formales solo son
merecedoras de anulabilidad si son esenciales o si dan lugar a indefensión.
La indefensión, si se interpreta que es una forma de lesión del derecho fundamen-
tal a la tutela judicial efectiva, abre el debate acerca de si en estos casos en los que la
ejecución de un acto puede provocar esta situación no estaremos en presencia de un
supuesto de acto que lesiona un derecho susceptible de amparo constitucional. Si se
argumenta que no toda indefensión es una vulneración del derecho a la tutela judicial
efectiva podríamos salvar la cuestión. Sin embargo, siendo, como es, la indefensión,
una de las situaciones más frecuentes en las que se puede encontrar un interesado
134 Derecho Administrativo español. Tomo II

en relación con la ejecución de un acto, si admitimos que la indefensión equivale a


la negación de la tutela judicial efectiva, porque así es, tendríamos que concluir que
esta causa de anulabilidad debiera haber sido incluida entre las causales de nulidad
de pleno derecho.
El Tribunal Supremo, por ejemplo en la sentencia de 30 de noviembre de 1993, ha
tenido ocasión de sentar que en esta materia hay que proceder “mucha parsimonia
y moderación (…) advirtiendo que en la apreciación de supuestos vicios de nulidad
debe ponderarse la importancia que revista el derecho a que afecte, las desviaciones
que motive, la situación y posición de los interesados en el expediente, y, en fin,
cuantas circunstancias concurran, resultando contraproducente decretar una nu-
lidad de un acto que conllevaría una nulidad de actuaciones con la consiguiente
reproducción de las mismas (…). El derecho no es un fin en sí mismo, ni los trámites
pueden convertirse en ritos sacramentales, disociados, tanto en su realización como
en la omisión de los efectos que produzcan, toda vez que el culto a la forma ha de
ser rendido en cuanto sirve de protección y amparo frente al ejercicio precipitado o
desmedido de la potestad administrativa. Los trámites procedimentales han de ser
entendidos como garantía para los administrados para propiciar el acierto en las
decisiones pero nunca deben ser instrumentalizados como hitos formales obstacu-
lizadores del procedimiento, siendo doctrina jurisprudencial la que basándose en el
principio de economía procesal advierte sobre la improcedencia de declarar nuli-
dades cuando el nuevo acto o resolución que se dicte, una vez subsanado el posible
defecto formal, haya de ser idéntico en sentido material al anterior”.
Esta doctrina, que es constante y reiterada (sentencias de 27 de marzo de 1985,
de 31 de diciembre de 1985, de 5 de abril y 10 de mayo de 1989) confirma la tesis
en cuya virtud la nulidad ha de reservarse para casos especialmente palmarios y
notorios en lo que se refiere a la ausencia evidente de elementos esenciales del acto
administrativo. La cuestión del desconocimiento de la forma debe ser considerada
con sentido de la moderación ya que en estos casos lo máximo que puede acarrear,
salvo que estemos en un supuesto de clara y patente de ausencia de procedimiento,
es la anulabilidad, pudiendo, tantas veces, ser merecedora, según la naturaleza de la
incorrección formal, de una mera irregularidad invalidante.
La importancia que revista el derecho a que afecte la infracción del acto admi-
nistrativo, ha de ponerse en consideración, en estos casos, en relación con las con-
secuencias que se deriven, la situación y posición del interesado en el expediente, y
cuantas circunstancias concurran, lo que conduce a que en estos casos de defectos
formales, el acto así dictado deba ser considerado, como mucho, anulable.
La relevancia del trámite formal de que se trata tiene que ser ponderado en cada
caso en orden a determinar las consecuencia de su incumplimiento, tal y como seña-
la la sentencia del Tribunal Supremo de 6 de marzo de 1998. Así, en esta sentencia, se
declara que la omisión de la notificación y del trámite de audiencia solo da lugar a la
anulación del acto recurrido cuando el Tribunal constata que la misma ha producido
una auténtica situación de indefensión a los recurrentes. Normalmente, cuando se
vulneran las formas de manera grave la consecuencia es la indefensión, situación
Primera parte 135

jurídica que el artículo 63.2 LRJAPPAC sanciona con la anulabilidad. Más claramen-
te, la sentencia del Tribunal Supremo de 4 de mayo de 1998 ha señalado que los vicios
de forma a que alude el artículo 63.2 LRJAPPAC son los defectos del procedimiento
administrativo que se hayan seguido en cada caso, pero no incluye la infracción de
preceptos sustantivos.
Los defectos de forma traen consigo la anulabilidad en los dos casos siguientes:
cuando el acto carezca de los requisitos indispensables para cumplir su fin, o cuando
e produzca indefensión, lo que no excluye, como suele acontecer en la realidad, que
cuando el acto carezca de los requisitos indispensables para cumplir su fin se pro-
duzca consecuentemente una situación de indefensión.
Como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la jurisprudencia
ha ido modulando los supuestos en que considera que se ha omitido un trámite
formal esencial merecedor de anulabilidad, como puede ser la omisión del trámite
de información pública (sentencia del Tribunal Supremo de 1 de diciembre de 1989).
Así, por ejemplo, se ha considerado que es causa de anulabilidad, por este concepto,
la omisión de trámites preceptivos (sentencia de 22 de febrero de 1998). También es
anulable el acto dictado con omisión del trámite de audiencia por considerarse que
en estos casos produce una auténtica situación de indefensión, como ha reconocido
la sentencia del Tribunal Supremo de 6 de febrero de 1998.
En el mismo sentido, el Tribunal Supremo ha entendido que los defectos de trámi-
te en los procedimientos formalizados como el de expropiación forzosa que vulneren
las garantías esenciales son anulables (sentencia de 22 de diciembre de 1997).
La jurisprudencia del Tribunal Supremo también ha delimitado convenien-
temente cuando un defecto formal puede causar indefensión. Así, la sentencia de
26 de abril de 1985 entiende que tal situación se produce cuando el vicio de forma
“ha supuesto una disminución efectiva, real y trascendente de garantías, incidiendo
así en la decisión de fondo y alterando eventualmente su sentido en perjuicio del
administrado y de la propia Administración”. En el mismo sentido, al sentencia del
Tribunal Supremo de 30 de octubre de 1990 cuando dispone que “ solo aquellos vicios
que producen indefensión de las partes o aquellas omisiones procesales de verdadero
carácter sustancial, por quebrantar el derecho de defensa de los interesados o por
privar de algún elemento esencial de conocimiento pueden producir la anulación del
acto administrativo”.
¿Quién está legitimado para solicitar la anulabilidad del acto por esta causa?
Obviamente, quien ha sufrido o padecido la indefensión tal y como ha sido puesto
de manifiesto por la doctrina y una reiterada jurisprudencia del Tribunal Supremo
(sentencias de 13 de abril de 1981 o de 24 de septiembre de 1984).
El artículo 63.3 LRJAPPAC se refiere al caso de los incumplimientos de los plazos
y su virtualidad operativa. En el caso de que incumpla la Administración los plazos
las consecuencias, no se sabe bien porqué, no son las mismas que si el incumpli-
miento proviene del particular. Este precepto sienta el criterio general de la validez
del acto en el que hayan concurrido incumplimientos de plazos, sin perjuicio de la
responsabilidad en que puede haber incurrido quien por acción u omisión haya
136 Derecho Administrativo español. Tomo II

provocado el incumplimiento del “tempus”. Si es válido es que no es inválido; es


decir, ni es nulo ni anulable. Es irregular, que es la tercera categoría que afecta a
la vida de los actos administrativos en punto a su eficacia: irregular, inválido (nu-
lidad de pleno derecho) e inválido relativamente (anulabilidad). La excepción que
establece el precepto que ahora comentamos se refiere a que siendo, en efecto, la
regla la validez en estos casos de incumplimientos de plazo, puede ser que según la
naturaleza del término o plazo, su incumplimiento de lugar a invalidez, que en todo
caso será relativa: anulabilidad.
La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha tenido ocasión de señalar que acti-
vidades administrativas realizadas fuera del tiempo establecido sólo implicarán la
anulación si así lo impusiera, como dice el precepto, la naturaleza del término o plazo
(sentencia de 16 de enero de 1976). Una sentencia, también del Tribunal Supremo, de
15 de abril de 1982 entiende que la emisión de un informe con un retraso de quince
días siendo una actuación administrativa realizada fuera del tiempo establecido
para ello, nunca podrá ser determinante de una nulidad, ni siquiera de una simple
anulabilidad. En el mismo sentido, una sentencia del Tribunal Supremo de 17 de
febrero de 1997 entiende que el incumplimiento del plazo de diez días para practicar
las notificaciones no impone la anulación de la notificación realizada extemporánea-
mente ya que el notificado no se ve afectado por la resolución, no está obligado a su
cumplimiento, ni ve correr los plazos legales para interponer los recursos, sino desde
el día de la notificación. En este caso, sigue diciendo el Tribunal Supremo en esta sen-
tencia, la naturaleza del plazo, al igual que la mayor parte de los fijados para realizar
las actuaciones administrativas, no implica la anulación de la notificación realizada
después del transcurso de los diez días, en razón de que el acto sólo surte efectos desde
el día de su notificación cualquiera que sea el momento en que esta se realice.
¿Qué ocurre si el retraso en el cumplimiento del plazo es imputable al funcionario
encargado del trámite? En estos casos, de actos irregulares, no anulables, la irregula-
ridad puede dar lugar a exigencia de responsabilidad por la tardanza en finalizar el
expediente, pero no invalidez, tal y como señala una vieja jurisprudencia representada
por la sentencia del Tribunal Supremo de 18 de febrero de 1964. El viejo artículo 61
de la ley de 1956 estableció que en los supuestos de demora, si a ello hubiera lugar, se
produciría la responsabilidad del funcionario causante del retraso. Esta infracción
del plazo, como dispone la sentencia del Tribunal Supremo de 9 de octubre de 1984,
sólo es calificable de irregularidad administrativa productora, tan solo, en su caso,
de responsabilidad de los funcionarios causantes de los perjuicios ocasionados por el
retraso, sin que pueda producirse la anulación del acto administrativo.
La demora en la tramitación de actividades administrativas es un supuesto de
funcionamiento anormal de los servicios públicos que puede dar lugar a la respon-
sabilidad patrimonial de la Administración pública. En este caso, tras abonar la
correspondiente indemnización si se demuestra la existencia de responsabilidad, la
Administración deberá repetir contra el funcionario si se demuestra que el retraso
fue ocasionado por culpa dolo, culpa o negligencia grave del funcionario en cues-
tión. Además, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, no
Primera parte 137

sólo responderán los funcionarios a los que sea imputable la demora, sino también
los titulares de los órganos competentes para dictar resolución.
¿De qué manera puede establecerse, cuando sea el caso, la anulabilidad como
consecuencia del incumplimiento de un plazo? La norma señala que así será cuando
se derive o, mejor, lo imponga el propio plazo o término. Según GONZÁLEZ PÉREZ
y GONZÁLEZ NAVARRO, no es necesario que una norma especial establezca esta si-
tuación, sino que bastará con que, dada la regulación del término o plazo, se desprenda
que conlleva, dicen estos autores, su carácter imperativo e inderogable, de tal modo
que se impone su ineficacia siempre que se realice fuera de los limites temporales.
La regla general se refiere a los plazos procedimentales, que son los actos de trámite
conducentes a la tramitación y resolución de un procedimiento administrativo. Ahora
bien, cuando el plazo no es procedimental, sino un plazo para el ejercicio de una po-
testad o de un derecho, entonces no juega esta regla porque estamos en otro contexto
bien distinto. Por eso, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO,
no juega esta regla general y sí la de invalidez del acto extemporáneo en los siguientes
tres casos, con los que rematamos el epígrafe dedicado a la anulabilidad.
Primero. En caso de ejercicio del plazo para el ejercicio de potestades administra-
tivas como puede ser, por ejemplo, la expropiatoria., siempre que el incumplimiento
temporal se trate de un límite al ejercicio de la potestad. No se da esta situación
cuando la norma reguladora de los procedimientos sancionadores en determinada
materia se limita a consignar que la duración del expediente no podrá exceder de
cuatro meses, pues no se trata de un límite temporal al ejercicio de la potestad san-
cionadora, sino un plazo general de procedimiento (sentencia del Tribunal Supremo
de 29 de mayo de 1962).
Segundo. Cuando se trata de plazos para el ejercicio de la potestad de la suspen-
sión de acuerdos locales, por ejemplo, por parte de la Administración del Estado.
Igualmente no se aplica esta regla general en los plazos que se establecen para iniciar
los procedimientos de revisión de oficio.
Tercero. Tampoco se aplica esta regla general en los supuestos en que una vez
transcurrido el plazo, no pudiese realizarse el acto con las debidas garantías.
138 Derecho Administrativo español. Tomo II

X. Efectos de la nulidad y la anulabilidad,


anulación parcial, conversión y convalidación
de los actos administrativos
Un acto nulo es un acto radicalmente ineficaz, un acto que no ha podido desplegar los
efectos para los que se había dictado. Un acto anulable es un acto que es ineficaz, pero
sólo desde su declaración por la autoridad administrativa o judicial, según los casos.
El acto administrativo, de acuerdo con el principio “favor acti” se presume válido
y produce efectos desde el mismo momento en que se dicta, tal y como dispone el
artículo 57 LRJAPPAC, por lo que para que se den las condiciones de la invalidez, di-
cen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, es menester la correspondiente
declaración por parte del órgano administrativo o el judicial competente. Así, tal
declaración es la que realmente priva de efectos al acto, en unos casos desde que
se dicta el acto, en otros, los más numerosos, desde que la declaración se produce.
Pues bien, como es lógico, la ineficacia, como es señalado anteriormente, se extiende
también a los actos que son consecuencia o ejecución del anulado.
El principio “favor acti”, manifestación del más general de buena fe, se concreta
en la presunción de validez de los actos administrativos. Su virtualidad operativa,
sin embargo, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, va más
allá de dicha presunción, alcanzando a eliminar la validez por razones de economía
procesal cuando la repetición de las actuaciones conduciría a un resultado igual, o, al
menos, a limitar sus efectos. Este principio se proyecta sobre la norma del artículo 64
y la del 66, ambos de la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y
del Procedimiento Administrativo Común.
En concreto, el artículo 64 LRJAPPAC, en este sentido, limita las consecuencias
de la invalidez de un acto a los que sean consecuencia del mismo, sin que tal realidad,
pueda afectar a actos independientes del inválido. Además, dicho precepto estipula
también que si el acto es inválido en parte, tal condición se proyectará a las partes
que hayan incurrido en la infracción del Ordenamiento jurídico determinante de
dicha invalidez parcial, pero no a las partes independientes que no incurran en dicha
infracción, salvo que la parte viciada sea de tal importancia que sin ella el acto admi-
nistrativo no hubiera sido dictado. Mientras, el artículo 66, limita las consecuencias
de la nulidad de las actuaciones de acuerdo con el principio de conservación de los
actos al que posteriormente nos referiremos.
El artículo 64 LRJAPPAC dispone:
“1. la nulidad o anulabilidad de un acto no implicará la de los sucesivos en el procedimiento
que sean independientes del primero.
2. La nulidad o anulabilidad en parte del acto administrativo no implicará la de los
partes del mismo independientes de aquélla salvo que la parte viciada sea de tal importancia
que sin ella el acto administrativo no hubiera sido dictado”

El principio de conservación del acto, o principio “favor acti” es un principio


general del derecho de especial aplicación al derecho administrativo puesto que el
Primera parte 139

mantenimiento, la estabilidad o la conservación del acto administrativo tiene pleno


sentido en nuestra materia en la medida en que los actos van acompañados de un
conjunto de presunciones que parten del criterio general de que la exteriorización de
la formación de la voluntad administrativa es, como regla, coherente con el interés
general y plenamente válida. Por eso, se entiende que el Ordenamiento administra-
tivo se resista a la invalidez a través de la conservación de aquellos actos y trámites,
como dice el propio artículo 66 LRJAPPAC, cuyo contenido se hubiera mantenido
igual de no haberse cometido la infracción. En otras palabras, es lo que ha manifes-
tado el Tribunal Supremo cuando entiende que las nulidades deben circunscribirse a
lo indispensable, conservándose el contenido de los actos que permanecieren de no
haberse producido la infracción (sentencia de 21 de mayo de 1980).
La invalidez de un acto que forma parte de un procedimiento implicará, como
regla, la de los sucesivos que sean consecuentes o dependientes del anulado. Por
tanto, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la anulación
supondrá retrotraer las actuaciones al trámite en que se cometió la infracción. Ahora
bien, esta regla se limita en virtud del principio de conservación del acto en dos
supuestos. Primero: la invalidez de un acto de trámite no implicará la de los suce-
sivos que sean independientes del primero (artículo 64.1 LRJAPPAC). Segundo: la
invalidez de un acto no afectará a aquellos, que sin ser independientes del anulado,
su contenido se hubiere quedado igual de no haberse cometido la infracción (artícu-
lo 66 LRJAPAC).
Bocanegra entiende que el artículo 64.1 expresa el principio de conservación
del acto desde el punto de vista procedimental, mientras que el artículo 66 LRJAPPAC
reitera este criterio desde un punto de vista más general. En el caso del artículo 66
LRJAPPAC este autor propone, a pesar de lo confuso del precepto, su aplicación a
aquellos actos que no están concatenados en el procedimiento administrativo, que
son autónomos, pero que mantienen algún tipo de relación con el acto inválido, de
forma que pudiera evitarse, por ejemplo, aplicando esta regla, la invalidez de los
actos adoptados por un funcionario cuyo nombramiento es antijurídico.
En efecto, la invalidez de un acto no afecta a los actos sucesivos independientes
del inválido. Es decir la invalidez no se comunica a los actos independientes del anu-
lado. Así lo dispone, como antes hemos señalado, el artículo 64.1 LRJAPPAC. Como
sabemos el procedimiento administrativo está compuesto por un conjunto armónico
y coherente de actos cuyos efectos están vinculados por una relación de causalidad.
Pero no todos los actos del procedimiento son consecuentes o están en relación de
dependencia. En estos casos, las actuaciones que no traigan causa del anulado, son
válidas. Y, como señalan GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, cuando se
repongan las actuaciones al momento en que se cometió la infracción y se remitan
los trámites ulteriores, resulta innecesario reiterar las actuaciones que eran indepen-
dientes del acto que incurrió en la infracción. En el mismo sentido BOCANEGRA
afirma que la previsión del artículo 64.1 LRJAPPAC es una consecuencia lógica
del principio de economía procesal y del propio carácter dinámico de los vicios
procedimentales, de manera que éstos solo afectarán a aquellos actos con los que
140 Derecho Administrativo español. Tomo II

estén relacionados directamente al tenerlos como antecedentes o al incorporar el


contenido del acto inválido al suyo propio.
En realidad, como agudamente ponen de manifiesto GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, la excepción del artículo 64.1 LRJAPPAC será, eso, muy
excepcional. La jurisprudencia del Tribunal Supremo ha entendido que por lo gene-
ral no se da la independencia de actos en el seno de un procedimiento administrativo
(sentencias de 7 de diciembre de 1982). La razón no es otra que la propia naturaleza
del procedimiento, en cuya virtud los actos que lo componen, como antes señala-
mos, suelen estar relacionados entre si por una relación de causalidad, cuando no de
dependencia., de forma que cada uno es presupuesto de los siguientes y presupone
los anteriores. ¿En qué casos se puede dar esa independencia a que alude el precepto
que comentamos? Podemos pensar, con estos autores, en los informes que se emitie-
ron, y obran en el expediente, sin tener a la vista el informe omitido (omisión que da
lugar a anulabilidad) cuándo este no era presupuesto de aquéllos. En estos supuestos,
sería absurdo que anuladas las actuaciones, se repitiera unos informes que deben
confeccionarse sin dependencia del omitido y emitido al reponerse las actuaciones.
BELADIEZ entiende que estamos en estos supuestos cuando se ha omitido el deber
de audiencia para algunos interesados, pero no para todos, Una vez anulado el acto
por omisión de este trámite esencial, no tendría sentido repetir la audiencia para los
que si se realizo con anterioridad.
En el párrafo segundo del artículo 64.2 se refiere a las reglas aplicables a los casos
de invalidez parcial, que requieren, según el profesor BOCANEGRA, dos requisitos.
Primero, que el acto sea divisible, lo que se da sólo en dos casos: cuando el acto acumule
distintas declaraciones, bien porque se han sumado por razones de concentra-
ción procesal varios pronunciamientos (acto que aprueba a varios aspirantes a unas
oposiciones), bien porque el acto tiene un contenido completo al venir acompañada la
resolución principal por un modo que en puridad no se integra en la misma, o, inclu-
so, aunque esta cuestión sea más discutible, cuando al contenido principal se añaden
cláusulas accesorias, y cuando el acto tenga por objeto una prestación que es divisible
al poderse variar, número o el tiempo de su aplicación. Segundo, que en el acto pueda
determinarse que una parte es antijurídica y la otra conforme a derecho sin que exista
una relación de dependencia entre ambas.
El problema reside en determinar si se da o no esa autonomía o independencia,
esa dependencia o causalidad. En el caso de los actos divisibles y de los actos regla-
dos, con discrecionalidad cero, dice BOCANEGRA, no hay mayores problemas, pero
las cosas se complican cuando nos hallamos ante actos discrecionales porque se ha
de estar a la posibilidad de que la parte subsistente del acto cumpla la causa que lo
justificó; esto es, sea objetivamente coherente con el fin establecido por la norma
que otorgó la potestad de dictarlo, sin que deba entrar a valorarse las intenciones de
la autoridad o funcionario que dictó el acto administrativo en cuestión. Beladiez
entiende, en el caso de los actos divisibles, para que proceda el régimen del artí-
culo 64.2 LRJAPPAC es necesario que además del contenido divisible, la parte no
afectada por la invalidez no dependa de elementos que sólo posea la parte viciada.
Primera parte 141

Para GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, la independencia es evidente


en los elementos accesorios. Si en un acto se puede hacer tal distinción, las partes
accidentales son independientes de la principal. Es más, como señala BOQUERA,
si un acto contiene derechos y obligaciones varios y se anulan algunos por ilegales,
los restantes pueden subsistir si no existe una interdependencia esencial entre unos
y otros. En este sentido, el Tribunal Supremo ha establecido en una sentencia de 24
de abril de 1985 que cuando se da la independencia, y la parte viciada no tiene la
importancia que señala el artículo 64.2 LRJAPPAC, se mantendrá la validez de los
pronunciamientos del acto distintos del anulado.
El artículo 65 LRJAPPAC se refiere a la conversión de actos inválidos, otra expre-
sión del principio de conservación del acto. Operación jurídica en cuya virtud un
acto invalido se transforma en un acto válido con ciertas condiciones:
“Los actos nulos o anulables que, sin embargo, contengan los elementos constitutivos
de otro distinto producirán los efectos de éste”.

La conversión es distinta a la convalidación, pues en la convalidación se mantiene


el acto inválido una vez que se depura el vicio determinante de la invalidez. La con-
versión, por el contrario, supone dar vida a otro acto que es distinto del inválido. Por
eso, agudamente GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO llaman la atención
sobre si estamos realmente ante un caso de conversión o transformación o no de
un acto inválido. La razón es que el acto desaparece para dar vida a otro, si bien, al
existir en él elementos que, a tenor del Ordenamiento jurídico, son constitutivos de
otro distinto, se dan los efectos propios de éste. Realmente, el acto del que derivan
los efectos que subsisten es un acto nuevo, deriva del inválido porque la conexión
que existe entre uno y otro no es otra que los elementos que dan vida al acto nuevo se
daban en el nulo (GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO). En este sentido,
el Tribunal Supremo ha señalado en una sentencia de 15 de febrero de 1988 que si se
dan en el acto elementos que, según el Ordenamiento jurídico, son suficientes para
que pueda considerarse válidamente existente otro acto distinto, ha de mantener la
eficacia de éste.
Si es posible la convalidación, la conversión no tiene sentido. La conversión ope-
rará, como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO cuando, dada la
infracción en que incurre el acto inválido, para que surta sus efectos normales sea lo
más lógico, lo más razonable, lo más coherente, su conversión en otro.
Como es obvio, sólo pueden convertirse los actos que son inválidos, bien sean
anulables, bien sean nulos de pleno derecho. Además, el acto inválido, como señala
el artículo 65, ha de contener los elementos constitutivos de otro distinto. Elementos
que según GARRIDO FALLA han de ser todos los exigidos por el Ordenamiento
jurídico para que puedan existir válidamente.
La conversión, como fácilmente puede colegirse, puede usarse fraudulentamente,
por lo que Parada recomienda que hay que admitirla con mucha suspicacia. El
Tribunal Supremo, por su parte, ha negado que la conversión juegue en caso de
142 Derecho Administrativo español. Tomo II

entender que si el acto extemporáneo de decisión de un recurso es inválido, podía


aprovecharse que en él se contenían los elementos de otro distinto de revisión de ofi-
cio. El Tribunal Supremo negó esta posibilidad porque nunca se darían los elementos
constitutivos del acto de revisión de oficio (sentencia de 28 de junio de 1963).
La conversión precisa de un acto administrativo en este sentido tal y como señala
la sentencia de 21 de febrero de 1994. En opinión de BELADIEZ, la conversión actúa
automáticamente, sin perjuicio de que pueda haber un acto administrativo que de-
clare producida la conversión, acto que tendrá carácter declarativo.
En el artículo 66 LRJAPPAC se establece el régimen de la conservación de actos
y trámites:
“El órgano que declare la nulidad o anule las actuaciones dispondrá siempre la con-
servación de aquellos actos y trámites cuyo contenido se hubiera mantenido igual de no
haberse cometido la infracción”.

Como ya señalamos al tratar acerca del artículo 64.1 LRJAPPAC, el principio


de conservación del acto, expresión de los principios “favor acti” y economía pro-
cesal, exige que en los supuestos de nulidad de actuaciones, se mantengan aquellos
actos y trámites cuyo contenido se hubiera mantenido igual de no haberse come-
tido la infracción.
El principio de economía procesal exige el mantenimiento de los actos o trámites
cuyo contenido sería el mismo de repetirse las actuaciones dilatándose despropor-
cionadamente el procedimiento en contra de los principios de celeridad y eficacia
para llegar al mismo resultado (GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO).
Si racionalmente, dice el Tribunal Supremo, puede preverse que se reproducirán los
mismos actos, lo lógico es su mantenimiento (sentencia de 14 de junio de 1993).
Como enseña Lavilla rubira, la expresión nulidad de actuaciones comprende
todas los supuestos de ineficacia de los actos de u procedimiento como consecuencia
de haberse incurrido con anterioridad en un defecto de procedimiento esencial.
Pues bien, dado los términos en que está redactado el precepto, la conservación será
imperativa cuando efectivamente se declare la nulidad de actuaciones sin que la
infracción determinante de tal condición hubiera afectado al contenido del acto. En
estos casos, la conservación no es potestativa, es imperativa.
Por tanto, la declaración de conservación no lesionará el Ordenamiento jurídico
siempre que su contenido, como dispone el artículo 66 LRJAPPAC, hubiere permane-
cido el mismo de no haberse realizado la infracción origen de la nulidad. Para tomar
la decisión acerca de la conversión es menester, como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, considerar los datos objetivos que obran en el expediente.
Es decir, si a la vista de estos datos, aún después de la nulidad de actuaciones, es
presumible que los actos que se repitan tendrían el mismo contenido que tenían
antes de la declaración de la nulidad de actuaciones.
Para terminar el comentario a este precepto, es conveniente discernir entre
actos de trámite y efectos jurídico-materiales de la resolución anulada. Como dice
el Tribunal Supremo en una sentencia de 29 de diciembre de 1972, una cosa es la
Primera parte 143

conservación de actos y trámites cuyo contenido hubiera permanecido el mismo de


no haberse realizado la infracción origen de la nulidad, y otra muy dispar, en razón
a su naturaleza, la del mantenimiento de los efectos jurídicos de un acto anulado sin
existencia de acto material sustitutorio.
El artículo 67 LRJAPPAC se refiere a la convalidación de los actos administrativos,
que como ya sabemos, solo se puede dar en relación con los actos anulables:
“1. La Administración podrá convalidar los actos anulables, subsanando los vicios de
que adolezcan.
2. El acto de convalidación producirá efecto desde su fecha, salvo lo dispuesto ante-
riormente para la retroactividad de los actos administrativos.
3. Si el vicio consistiera en incompetencia no determinante de nulidad, la convalidación
podrá realizarse por el órgano competente cuando sea superior jerárquico del que dictó
el acto viciado.
4. Si el vicio consistiere en la falta de alguna autorización, podrá ser convalidado el
acto mediante el otorgamiento de la misma por el órgano competente.

Al estudiar las diferencias entre nulidad y anulabilidad señalamos que los actos
nulos son insubsanables, no susceptibles de sanación o convalidación debido a que
constituyen la más grave lesión en que puede incurrir un acto administrativo. Los
actos anulables, por su invalidez relativa, por su menor afectación a la esencia del
acto administrativo, en cambio, son susceptibles de convalidación. Al desparecer
el defecto que viciaba un acto de anulabilidad, dicho acto vuelve a la vida, deviene
válido. Como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, se borra la in-
fracción en que incurría y, por tanto, el acto queda plenamente ajustado a Derecho.
La convalidación siempre es potestativa pues el precepto dice que la Administración
“podrá”. Por tanto, la decisión acerca de su conveniencia, como ejercicio de una po-
testad discrecional que es habrá de ser motivada. Es un acto administrativo, como
dice el Tribunal Supremo en una sentencia de 15 de febrero de 1988, en cuya virtud
se subsanan los defectos de un acto administrativo anterior anulable. Recordemos
que el artículo 67.2 LRJAPPC se refiere al acto de convalidación. Es, pues, un acto
administrativo dirigido a subsanar los defectos de otro anterior anulable. Si tal acto
infringiera el Ordenamiento no produciría sus efectos normales, por lo que o tendría
eficacia subsanatoria.
El órgano competente para convalidar es el mismo que el competente para dictar
el acto, salvo en dos casos.
Primero, que el vicio sea de incompetencia, por obvias razones. El párrafo 3 del
artículo 67 LRJAPPAC dice que si el vicio fuera de incompetencia no susceptible de
nulidad, la convalidación la podrá realizar el superior jerárquico al órgano que dictó
el acto anulable. Por tanto, en estos casos solo cabe la convalidación por el superior
jerárquico como ha reconocido el Tribunal Supremo, por ejemplo, en sentencia de
10 de marzo de 1987. En el mundo local, hay decisiones contradictorias, aunque
después de la Ley de grandes ciudades de 1993, el panorama es más claro. Cuando la
convalidación es jerárquica, dice el Tribunal Supremo opera cuando al conocer del
recurso de alzada es desestimado (sentencia de 26 de mayo de 1981).
144 Derecho Administrativo español. Tomo II

Segundo, cuando el defecto consiste en haberse omitido un acto posterior al que


es objeto de convalidación, la convalidación debe proceder de órgano distinto. El
párrafo 4 del artículo 67 LRJAPPAC dispone en este sentido que si el vicio consistiera
en la falta de autorización, o también aprobación como señalan GONZÁLEZ PÉREZ
y GONZÁLEZ NAVARRO, “podrá ser convalidado el acto mediante el otorgamiento
de la misma por el órgano competente”.
En la regulación anterior se excluía de la convalidación los casos de omisión de
informes o propuestas preceptivos lo que es lógico ya que como agudamente señalan
estos autores si la finalidad de estos informes es ilustrar al órgano decisor, no tiene
sentido un informe posterior a la decisión. Aunque ahora no aparece esta exclusión
en el artículo 67 LRJAPPAC, si se pretendiere tal convalidación, además de que es
absurda en sus propios términos, requeriría no ya la incorporación al expediente del
informe omitido, sino una valoración de su contenido, sobre todo si se emitiera en
sentido contrario al acto convalidado, para cumplir con la exigencia de motivación
que impone el artículo 54.1.c) LRJAPPAC.
El Tribunal Supremo ha precisado, en materia de convalidación jerárquica, que
requiere la aceptación íntegra de todas las circunstancias recogidas en la resolución
anterior (sentencia de 25 de noviembre de 1981). También ha tenido ocasión de seña-
lar que nunca puede producirse en aquellos supuestos en que se cause una situación
de indefensión que se mantenga durante todo el curso del expediente administrativo
y tenga trascendencia real y efectiva afectando a la decisión de fondo en perjuicio del
interesado o de terceros.
La convalidación, al no precisarse plazo en la Ley, ¿podrá realizarse en cualquier
momento? La respuesta debe ser negativa puesto que si se han dejado pasar los plazas
para recurrir o para revisar de oficio el acto, este deviene firme e inatacable por lo
que la convalidación sólo tendrá sentido si se produce cuando aún no han transcu-
rrido estos plazos o si habiéndose interpuesto recurso o iniciada la revisión de oficio
todavía no ha recaído resolución sobre la misma.
Como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y GONZÁLEZ NAVARRO, el procedimiento
de convalidación es el de rectificación de oficio o a instancia de parte del acto según
el tipo de infracción en que hubiera incurrido. Si se ha omitido un requisito o trámite
esencial, añadiendo el requisito o cumpliendo el trámite. Si hay un elemento ilegal en
el acto, suprimiéndolo. La convalidación, ha dicho el Tribunal Supremo que puede
ser expresa o implícita, es decir, derivada de actos que concluyentemente impliquen
la subsanación del defecto del acto anulable (sentencia de 15 de febrero de 1988).
Como es lógico, si durante el procedimiento de convalidación es necesario eli-
minar algún pronunciamiento favorable al destinatario del acto, se le deberá dar
audiencia y vista para que alegue lo que tenga por conveniente. Si se trata de un acto,
el que se pretende convalidar, en el que para su confección se hubieren personado
interesados, habrá de dárseles audiencia así como notificárseles el acto de conva-
lidación. En otro caso, sin terceros interesados y de la convalidación sol se deriven
efectos favorables para el destinatario del acto, como dicen GONZÁLEZ PÉREZ y
GONZÁLEZ NAVARRO, no será preciso ni la audiencia ni la vista.
Segunda parte
El procedimiento administrativo
Segunda parte 147

I. Definición
Denominamos procedimiento administrativo a la serie ordenada de actos que sirve
de cauce formal a la actividad administrativa. Constituyendo el medio a través del
cual las potestades administrativas se materializan en un resultado jurídico concreto
(acto administrativo, reglamento, etc.).
Constituye, por tanto, una pluralidad de actos dotados de un sentido unitario,
en cuanto vienen dirigidos a la resolución de un determinado asunto, pero nótese
que cada uno de esos actos conservan su sustantividad propia. El procedimiento
se presenta, por ello, como una unidad, si bien compuesta de elementos múltiples,
susceptibles de ser individualizados.
El procedimiento administrativo debe ser diferenciado del expediente administra-
tivo. Aunque es frecuente que ambos términos sean utilizados como sinónimos, hacen
referencia a dos realidades distintas y claramente diferenciables. Si el procedimiento
es, como acabamos de ver, una serie ordenada de actos, el expediente administrativo
es otra cosa bien distinta: la constancia documental de esa serie de actos.
Aunque no es un parecer uniforme, pues hay quien ha considerado que existe pro-
ceso siempre que se da al administrado la posibilidad de intervención (GONZÁLEZ
NAVARRO), mayoritariamente se suele distinguir entre procedimiento y proceso,
ligando el segundo a la función judicial.
En cualquier caso, debe tenerse en cuenta que el procedimiento administrativo,
aunque no pueda ser equiparado al proceso judicial, se diferencia radicalmente
de los procedimientos seguidos por las organizaciones privadas, por su juricidad
(MARTÍN MATEO), esto es, es un cauce formal predeterminado normativamente,
convirtiéndose en vía esencial para lograr que la Administración ejercite sus potes-
tades con estricta sujeción al principio de legalidad.
148 Derecho Administrativo español. Tomo II

II. Finalidad
Sentado que el procedimiento administrativo es el cauce formal que debe seguir la
Administración para desarrollar la actividad que le es propia, la cuestión es, enton-
ces, porque se obliga a ésta a seguir esa vía procedimental. La respuesta encuentra su
sentido en la propia esencia de la Administración pública, que no es un sujeto dotado
de voluntad y deseos propios, sino un aparato instrumental al servicio del interés pú-
blico y de los ciudadanos. Lo que en último término supone que la Administración
no gestiona un conjunto de intereses propios, como hacen lo sujetos privados, sino
intereses ajenos (intereses públicos y de los ciudadanos).
Esto marca una radical diferencia a la hora de actuar entre la Administración
y los particulares. Los primeros actúan desde la autonomía de su voluntad, lo que
implica libertad para gestionar correcta y diligentemente sus asuntos propios o no.
Ese margen de libertad no lo tiene, sin embargo, la Administración, que debe rea-
lizar una gestión eficaz y adecuada de los intereses que orientan su acción, que son
indisponibles para ella.
Esta radical diferencia entre el sujeto privado y el público tiene también, como
no podía ser de otra manera, su vertiente procedimental. El sujeto privado cuenta
con absoluta libertad a la hora de fijar su cauce de actuación, cuestión que sólo a él
le incumbe, pues si sigue una vía inadecuada de acción, sólo perjudica sus intereses
propios. Sin embargo, la Administración debe estar condicionada a seguir un cauce
correcto para dar satisfacción a los intereses que sirve, encontrando, en consecuencia,
limitada su libertad a la hora de actuar, que deberá desarrollarse siguiendo el camino
procedimental previamente diseñado para garantizar el acierto de su actuación.
Más concretamente, con el establecimiento de este condicionante se trata de lograr
que en la actuación administrativa queden garantizadas tres importantes finalidades:
a) el respeto de los derechos de los ciudadanos; b) la adecuada satisfacción del interés
público; c) la participación de los ciudadanos en el ejercicio de las potestades adminis-
trativas (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Si bien, estas virtudes del procedimiento no deben llevar a una visión mítica del
mismo, pues puede traer también consigo, sobre todo si está deficientemente articu-
lado y regulado, deficiencias importantes, transformarse en un elemento formalista
que retarde la acción administrativa, haciéndola caer en la ineficacia y el formalismo
(SÁNCHEZ MORÓN).
En este sentido, es importante no caer en una perspectiva judicialista del procedi-
miento, en la que la necesidad de tutela de los administrados monopolice la configuración
de éste, impidiendo su adecuación para dar respuesta a su tarea esencial de gestión de los
intereses públicos (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Segunda parte 149

III. Transcendencia
Los objetivos que se pretenden lograr con la exigencia de un procedimiento ad-
ministrativo, que acabamos de examinar, están más allá incluso de los intereses
de los sujetos implicados en la cuestión debatida. Lo que determina la imposibi-
lidad de disponer del procedimiento, que deberá seguirse en todo caso, sin que
pueda eludirse su realización por acuerdo entre la Administración y los interesados
(ENTRENA CUESTA).
En coherencia con ello, nuestro ordenamiento jurídico ha establecido este re-
quisito al máximo nivel, configurando el procedimiento como una exigencia de
relevancia constitucional. Concretamente, el artículo 105 CE establece que la ley
regulara “el procedimiento a través del cual deben producirse los actos administra-
tivos, garantizando, cuando proceda, la audiencia al interesado”.
150 Derecho Administrativo español. Tomo II

IV. Procedimiento administrativo común y


procedimientos especiales o formalizados
Aunque un sector de la doctrina se pronuncie en contra (COSCULLUELA
MONTANER), entendemos que sigue siendo válida la tesis que caracteriza el pro-
cedimiento administrativo común, que aparece regulado en la LRJAPPAC, no como
un procedimiento rígido en el que cada trámite trae causa del que precede, ordenán-
dose estos trámites de forma preclusiva, sino como un procedimiento flexible, que se
limita a regular unos tramites de los que, según el caso, se hará uso o no.
Factor que lo distingue de los procedimientos especiales o procedimientos for-
malizados, que regulan de forma preclusiva el procedimiento en otras normas legales
o reglamentarias (GONZÁLEZ NAVARRO).
Así lo ha destacado el propio Tribunal Supremo, señalando que:
“En el Ordenamiento español es posible distinguir, con toda claridad a partir de la Ley
de 17 de julio de 1958, norma preconstitucional de singular relieve por su calidad técnica
y que aún hoy constituye la cabecera del correspondiente grupo normativo, dos tipos
de procedimiento administrativo: aquellos cuya tramitación viene preestablecida por el
Derecho positivo (y que por eso se les ha podido llamar «procedimientos formalizados») y
aquellos otros en que se deja en libertad al instructor para fijar la tramitación (que son la
mayoría de los procedimientos que se emplean y que se les designa como «procedimientos
no formalizados»). Precisamente el título IV de la Ley citada lo que contiene no es un pro-
cedimiento tipo —que pudiera equipararse al «mayor cuantía» civil— sino un arsenal de
herramientas procesales a disposición del instructor que las utilizará, según convenga en
cada caso, o según la norma aplicable se lo imponga en otros. Es así como el legislador de
1958 solucionó inteligentemente el arduo problema de establecer una regulación general
del procedimiento administrativo en que pudieran tener cabida el sinfín de actuaciones
de la Administración pública. En aquellos casos en que el procedimiento aparece prees-
tablecido o formalizado, el orden ritual prescrito en la norma se impone al instructor del
procedimiento que ve de esta manera cómo imperativamente se le marca el cauce que ha
de seguir para el ejercicio de las potestades de que está dotada la Administración. Y esto no
por puro capricho, sino porque en esos casos se ha considerado necesario acentuar el rigor
de la forma afirmando junto a la idea de eficacia la de garantía” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 12 de febrero de 1986. Núm. 133/1986. FJ. 1).

La regulación del procedimiento administrativo común es una competencia


exclusiva del Estado. Tal y como establece claramente el artículo 149.1.18 CE, que
afirma que corresponde al Estado la competencia exclusiva sobre “el procedimiento
administrativo común”.
Ahora bien, esto no cierra el camino a una regulación por parte de las Comunidades
Autónomas del procedimiento administrativo, pues dicha competencia debe enten-
derse, como apunta el propio artículo 149.1.18 CE, “sin perjuicio de las especialidades
derivadas de la organización propia de la Comunidades Autónomas”.
La primera cuestión que se plantea es, entonces, precisar que es lo que debe en-
tenderse por procedimiento administrativo común, pues es éste el ámbito al que se
Segunda parte 151

circunscribe la citada competencia exclusiva del Estado. El Tribunal Constitucional


lo ha precisado señalando que éste “está integrado por los principios o normas, que,
por un lado, definen la estructura general del iter procedimental que ha de seguirse
para la realización de la actividad jurídica de la Administración y, por otro, prescri-
ben la forma de elaboración, los requisitos de validez y eficacia, los modos de revisión
y los medios de ejecución de los actos administrativos incluyendo señaladamente las
garantías generales de los particulares en el seno del procedimiento, considerando
todos estos aspectos propios de la competencia estatal en el artículo 149.1. 18 CE”
(Sentencia del Tribunal Constitucional de 5 de abril del 2001. FJ. 8. Véase también
Sentencia del Tribunal Constitucional de 29 de noviembre de 1988. FJ. 32).
La segunda cuestión es determinar cual es el papel que pueden jugar las
Comunidades Autónomas en la regulación del procedimiento administrativo, fuera
de ese ámbito que acabamos de ver está reservado en exclusiva al Estado. El Tribunal
Constitucional ha adoptado una solución favorable a las pretensiones autonomistas
(MARTÍNEZ ALARCÓN), considerando que, siempre que operen con respeto al
marco que fija el procedimiento administrativo común, las Comunidades Autónomas
están capacitadas para dictar normas reguladoras de procedimientos especiales o
formalizados en las materias propias de su competencia (procedimientos ratione
materiae, en términos del Tribunal Constitucional). De tal forma que la atribución
de la competencia material lleva aparejada consigo la de regular el procedimiento
para su ejercicio, siempre, insistimos una vez más, en el respeto a los límites que
impone la existencia del procedimiento administrativo común. Así lo ha sentado el
Máximo Intérprete Constitucional, señalando que:
“Sin perjuicio del obligado respeto a esos principios y reglas del procedimiento ad-
ministrativo común, que en la actualidad se encuentran recogidos en las leyes generales
sobre la materia coexisten numerosas reglas especiales del procedimiento aplicables a la
realización de cada tipo de actividad administrativa ratione materiae. La Constitución
no reserva en exclusiva al Estado la regulación de estos procedimientos administrativos
especiales. Antes bien, hay que entender que ésta es una competencia conexa a las que,
respectivamente, el Estado o las Comunidades Autónomas ostentan para la regulación del
régimen sustantivo de cada actividad o servicio de la Administración. De lo contrario, es
decir, si las competencias del régimen sustantivo de la actividad y sobre el correspondien-
te procedimiento hubieran de quedar separadas, de modo que al Estado correspondiera
en todo caso estas últimas, se llegaría al absurdo resultado de permitir que el Estado
pudiera condicionar el ejercicio de la acción administrativa autonómica mediante la
regulación en detalle de cada procedimiento especial, o paralizar incluso el desempeño
de los cometidos propios de las Administraciones Autonómicas si no dictan las normas
del procedimiento aplicables en cada caso. En consecuencia, cuando la competencia
legislativa sobre una materia ha sido atribuida a una Comunidad Autónoma, a ésta cum-
ple también la aprobación de las normas del procedimiento administrativo destinadas
a ejecutarla, si bien deberán respetarse en todo caso las reglas de procedimiento esta-
blecidas en la legislación del Estado dentro del ámbito de sus competencias” (Sentencia
del Tribunal Constitucional de 5 de abril del 2001. FJ. 8. Véase también Sentencia del
Tribunal Constitucional de 29 de noviembre de 1988. FJ. 32).
152 Derecho Administrativo español. Tomo II

Una vez que hemos deslindado el procedimiento administrativo común de los


procedimientos especiales, debemos preguntarnos cual es, pues, la trascendencia y
significado de la existencia del primero.
En tal sentido, la propia autocalificación de este procedimiento como común,
da ya aviso de su significado, se trata de un procedimiento aplicable a todas las
Administraciones públicas, como se infiere fácilmente de la dicción del artículo 1
LRJAPPAC, y a todos los procedimientos (VÁZQUEZ SEIJAS).
De este carácter general escapan tan sólo algunos supuestos aislados. Así, los
procedimientos tributarios y de aplicación de los tributos, que se regirán por la nor-
mativa tributaria y tan sólo supletoriamente por la LRJAPPAC (Disposición adicional 5
LRJAPPAC); la impugnación de los actos de la Seguridad Social y Desempleo, que se
regirán por la Ley de Procedimiento Laboral (Disposición Adicional 6 LRJAPPAC);
el procedimiento administrativo sancionador por infracciones en el orden social y
para la extensión de actas de liquidación de cuotas de la Seguridad Social, que se
regirá por su normativa específica y subsidiariamente por la LRJAPPAC (Disposición
Adicional 7 LRJAPPAC); los procedimientos de ejercicio de la potestad disciplinaria
de las Administraciones públicas respecto del personal a su servicio y de quienes
estén vinculados a ellas por una relación contractual, que se regirán por su normativa
específica (Disposición Adicional 8 LRJAPPAC); los procedimientos instados ante
las Misiones Diplomáticas y Oficinas Consulares por ciudadanos extranjeros no
comunitarios, que se regirán por su normativa específica (Disposición Adicional 11
LRJAPPAC); los procedimientos de elaboración de reglamentos, que se regirán por el
procedimiento previsto en el artículo 24 LG.
Tienen razón, a nuestro juicio, quienes critican esta exclusión, que difumina el
carácter de procedimiento común del regulado en la LRJAPPAC (COSCULLUELA
MONTANER). Mas aún cuando se incluyen excepciones tan cuestionables, como
la de los procedimientos disciplinarios (Disposición Adicional 8 LRJAPPAC), de
dudosa constitucional.
Por lo demás, el procedimiento administrativo común se aplica a toda la acti-
vidad de la Administración, sea o no actividad administrativa en sentido estricto,
pues las cuestiones de procedimiento son separables del fondo, y que éste se rija por
el Derecho privado no implica que rijan las normas de Derecho administrativo rela-
tivas a la formación y exteriorización de la voluntad de la Administración (GARCÍA
DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Segunda parte 153

V. Principiosgenerales del
procedimiento administrativo
Los principios del procedimiento administrativo son un conjunto de reglas básicas,
que conforman un sustrato axiológico esencial que sirve de base a las reglas regula-
doras del procedimiento y aporta criterios interpretativos de las mismas.
Se ha resaltado la especial importancia que tienen estas reglas en cuanto
constituyen un elemento uniformador y ordenador de la muy variada normativa
reguladora del procedimiento, permitiendo generar un sustento uniforme que
facilita la aplicación e interpretación coherente de la multiplicidad de normas gene-
rales y particulares que regulan los procedimientos administrativos (GARCÍA DE
ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).

1. Principio contradictorio
El principio de contradicción determina la necesidad de que puedan acceder al pro-
cedimiento todos los intereses afectados por el mismo, dándose posibilidad a sus
titulares de defenderlos en condiciones de igualdad.
Dicha exigencia encuentra reconocimiento en el artículo 31 LRJAPPAC, que
permite adquirir la condición de interesado a los titulares de derechos subjetivos
o intereses legítimos, individuales o colectivos, que puedan verse afectados por la
resolución que se dicte en el procedimiento.
Entendiendo que la eficiencia de este principio no se agota en una mera tole-
rancia de la Administración hacia aquellos interesados que quieran participar en el
procedimiento, sino que implica también una obligación positiva por parte de los
poderes públicos, que deberán procurar que esas personas interesadas tengan, en
la medida de lo posible, noticia de la celebración de ese procedimiento, a efectos de
poder personarse en el mismo.
En tal sentido debe entenderse el artículo 34 LRJAPPAC, que establece que, si
“durante la instrucción de un procedimiento que no haya tenido publicidad en
forma legal, se advierte la existencia de personas que sean titulares de derechos o in-
tereses legítimos y directos cuya identificación resulte del expediente y que puedan
resultar afectados por la resolución que se dicte, se comunicará a dichas personas la
tramitación del procedimiento”.
En el momento presente, no obstante, no es suficiente con esto, pues la tras-
cendencia pública de todo procedimiento administrativo, en el que está en juego el
interés público, puede determinar la existencia de personas no titulares de derechos
subjetivos o intereses legítimos que tengan datos, opiniones o juicios que aportar al
procedimiento en defensa de la legalidad o del interés público. A dar respuesta a estas
necesidades contribuye el trámite de información pública que regula el artículo 86
LRJAPPAC, permitiendo a las personas no interesadas, examinar el expediente y
presentar, en su caso, alegaciones u observaciones.
El contenido de nuestro principio, no se agota, por lo demás, con el simple acceso
de todos los intereses implicados al procedimiento, sino que determina también la
154 Derecho Administrativo español. Tomo II

necesidad de otorgar a éstos una posición adecuada, desde la que puedan desarrollar
la defensa de sus intereses.
Esta exigencia encuentra plasmación fundamentalmente en la atribución de
la condición de interesado, que lleva implícita la atribución de toda una serie de
facultades y armas procedimentales que le permitan tutelar su posición. Así, a tí-
tulo ejemplificativo, se puede citar el derecho a conocer en cualquier momento el
estado de la tramitación del procedimiento y a obtener copias de los documentos
contenidos en ellos (art. 35.a) LRJAPPAC), el derecho a identificar a las autoridades
y al personal al servicio de las Administraciones públicas bajo cuya responsabilidad
se tramitan los procedimientos (art. 35.b) LRJAPPAC), a formular alegaciones y a
aportar documentos (art. 35.e) y art. 79 LRJAPPAC), etc.
Dentro de estas facultades debe considerarse comprendida la posibilidad por
parte del interesado de oponerse u objetar a cualquier actuación o juicio que realicen
la Administración o los demás interesados (SÁNCHEZ MORÓN).
Fuera de los interesados, la exigencia de este principio es menor. De tal forma que
aquellos que se personen en el trámite de información pública, presentando alega-
ciones u observaciones, ven tutelada su posición con el simple derecho “a obtener de
la Administración una respuesta razonada, que podrá ser común para todas aquellas
alegaciones que planteen cuestiones sustancialmente iguales” (art. 86.3 LRJAPPAC).
Un tercer grupo de consecuencias de este principio se derivan de la necesidad de
que la Administración encargada de tramitar y resolver el procedimiento opere desde
una posición de imparcialidad, que asegure un trato no discriminatorio a todos los
sujetos interesados. Obviamente, esa imparcialidad de la Administración no puede
alcanzar el grado que se demanda de un tribunal de justicia, pues al mismo tiempo
que órgano que sustancia el procedimiento es también parte implicada, juez y parte,
por tanto, a un mismo tiempo.
Esto no entraña una ruptura del principio que nos ocupa, pues bastará para
cumplir con el mismo con que el órgano administrativo sirva con objetividad los
intereses públicos, valorando de forma adecuada y suficiente todos los intereses que
accedan al procedimiento, no cerrando el paso a ninguno de ellos, y ofreciendo a
todos ellos las mismas posibilidades de defensa, sin discriminación alguna.
Objetivos que se tratan de lograr fundamentalmente mediante la fijación de un
conjunto de supuestos determinantes de la abstención o la recusación (arts. 28 y 29
LRJAPPAC), a fin de evitar que puedan asumir un papel decisorio o influyente en el
proceso personas que tienen comprometida su imparcialidad.
No debe olvidarse nunca que la Administración es un sujeto guiado a la satisfacción
de los intereses públicos, ni que el procedimiento es la vía para dar cumplimiento a
esta exigencia. La legitima e imprescindible necesidad de no vulnerar los derechos de
los administrados al cumplir esta labor, no autoriza a perturbar la lógica propia del
procedimiento administrativo, pretendiendo su plena judicialización.
Los efectos de esta regla básica deben prolongarse a lo largo de todo el procedi-
miento. Desde el acceso al procedimiento, como hemos visto, hasta el trámite de
audiencia, que debe dar la posibilidad de defender su posición a todos los interesados
justo antes de que se dicte la propuesta de resolución (art. 84 LRJAPPAC).
Segunda parte 155

2. Principio de economía procesal


Constituye una concreción en el ámbito procedimental del principio de eficiencia,
consagrado con carácter general en el artículo 103 CE, que se concreta, en la exigencia
de una diligente tramitación de los procedimientos administrativos.
Diligencia que implica, en primer lugar, que la Administración se abstenga de rea-
lizar trámites inútiles o innecesarios, que puedan ralentizar o gravar innecesariamente
el desarrollo del procedimiento. Así, por ejemplo, la prohibición de requerimientos
inútiles de documentos, por no ser necesarios para la tramitación del procedimiento o
porque ya se encuentran en poder de la misma (art. 35.f) LRJAPPAC).
En segundo lugar, supone la optimización de las actuaciones desarrolladas, evi-
tando la reiteración o repetición injustificada de actuaciones. En tal sentido, puede
citarse la exigencia del artículo 75.1 LRJAPPAC, de que se acuerden “en un solo acto
todos los trámites que, por su naturaleza, admitan una impulsión simultánea y no
sea obligado su cumplimiento sucesivo”.
Una manifestación específica de esta segunda exigencia, que merece mencionarse
autónomamente, se manifiesta en las declaraciones de invalidez, que no deberán
extenderse a partes de actos o a actos que no se vean afectados por el vicio invalidante
(arts. 64-67 LRJAPPAC), incluso, en algunos casos, a precio de convertir el acto
inválido en un acto distinto que si se sería válido (artículo 66 LRJAPPAC).
Ahora bien, todo ello, claro está, sin que en ningún caso se pueda vulnerar la
finalidad garantista que también persigue el procedimiento.

3. Principio in dubio pro actione


Este principio postula que el cumplimiento de los requisitos formales sea exami-
nado de forma flexible, dando preferencia a las cuestiones de fondo respecto a las
puramente procedimentales, que tienen un carácter secundario. Facilitando, de este
modo, que se pueda dictar una resolución sobre el fondo del asunto.
Sin que esto suponga, obviamente, la desaparición de las formas en el procedi-
miento administrativo, que el administrado deberá cumplir, como es lógico; sino su
valoración como elementos puramente instrumentales, que han de ser exigidos de
forma flexible.
Dicha regla debe aplicarse exclusivamente a favor del administrado, pues nada
justifica que la Administración quede eximida del cumplimiento de las formalidades
exigidas por el ordenamiento jurídico.
Las manifestaciones de este principio son abundantes. Así, cabe citar, por ejemplo,
el artículo 71 LRJAPPAC, que establece que si la solicitud de iniciación no reúne los
requisitos exigidos por el ordenamiento jurídico, “se requerirá al interesado para que,
en un plazo de diez días, subsane la falta o acompañe los documentos preceptivos,
con indicación de que, si así no lo hiciera, se le tendrá por desistido de su petición”;
o el artículo 92 LRJAPPAC, que exige para decretar la caducidad del procedimiento,
que se requiera antes al interesado para que en el plazo de tres meses proceda a la
realización del trámite cuya no realización puede provocar la misma.
156 Derecho Administrativo español. Tomo II

De este principio se deriva, además, una importante regla de interpretación, en


virtud de la cual, en caso de duda debe interpretarse en el sentido más favorable
a la continuación del procedimiento. Así, por ejemplo, al verificar si existe interés
directo a efectos de legitimación, al computar los plazos, etc.

4. Principio de oficialidad
Este principio se concreta en la necesidad de que la propia Administración desarrolle
por si misma toda la actuación precisa para que el procedimiento pueda concluir con
la resolución de las cuestiones planteadas en el mismo, sin que tenga que ser instada
a ello por los interesados.
Esta exigencia aparece recogida en el Derecho positivo, con carácter general, en
el artículo 74 LRJAPPAC, que establece que el “procedimiento (…) se impulsará
de oficio en todos sus trámites”. Con un alcance más concreto, se puede encontrar
en diversos preceptos legales. Así, por ejemplo, respecto a los actos de instrucción,
el artículo 78.1 LRJAPPAC afirma que los “actos de instrucción necesarios para la
determinación, conocimiento y comprobación de los datos en virtud de los cuales
deba pronunciarse la resolución, se realizarán de oficio por el órgano que tramite el
procedimiento”; o el artículo 80.2 LRJAPPAC respecto a la apertura del periodo de
prueba, al establecer que cuando “la Administración no tenga por ciertos los hechos
alegados por los interesados o la naturaleza del procedimiento lo exija, el instructor
del mismo acordará la apertura de un período de prueba”.
El fundamento de esta regla se encuentra en la existencia en todo procedimiento
administrativo de un interés público, más o menos intenso, que demanda satisfac-
ción con independencia de la actividad que desarrollen los sujetos privados, lo que
impide que se deje en manos de éstos la posibilidad de tutela del mismo, que deberá
asumir, en consecuencia, la propia Administración.

5. Principio de transparencia
El principio de transparencia viene a dar respuesta a la necesidad de que la
Administración actúe de cara al público, sin ocultar su acción bajo la opacidad y el
secreto. Es hoy en día una exigencia irrenunciable de todo Estado que se precie de ser
democrático. En nuestro ordenamiento jurídico, esta necesidad luce claramente en
el artículo 3.5 LRJAPPAC, que establece que, en “sus relaciones con los ciudadanos
las Administraciones públicas actúan de conformidad con los principios de transpa-
rencia y de participación”.
El procedimiento administrativo, en cuanto cauce normal para el desarrollo de la
actividad administrativa, es el elemento esencial para alcanzar esa transparencia. Si
bien, debe diferenciarse desde un primer momento dos grandes manifestaciones de
la misma, que van a asumir diferentes consecuencias.
Por un lado, la necesidad de permitir que el administrado tome conocimiento
de la forma en la que actúa la Administración es fruto del derecho de defensa de sus
Segunda parte 157

derechos e intereses, que exige, como es lógico, la posibilidad de tener un perfecto


conocimiento de lo que está ocurriendo en los procedimientos que le afectan.
Se configura así una vertiente de la transparencia restrictiva en su aspecto
subjetivo, pues se benefician de ella únicamente aquéllos que tienen el carácter de
interesados en cada concreto procedimiento, pero intensa desde el punto de vista
material, pues se extiende a todo lo obrante en el procedimiento. Con la única
limitación excepcional de las informaciones y datos a los que veda el acceso el ar-
tículo 84.1 LRJAPPAC, en relación con el artículo 37.5 LRJAPPAC. Excluidos, en
realidad, por la ley únicamente del trámite de audiencia, pero que parece extensible
a cualquier trámite del procedimiento.
Dicho derecho no está sujeto a limitaciones temporales, pues se podrá ejercitar
a lo largo de todo el procedimiento (artículo 35.a) LRJAPPAC) y hasta el tramite
de audiencia al interesado, que debe poner fin a la instrucción del procedimiento
(artículo 84.1 LRJAPPAC).
Por otro lado, la transparencia encuentra fundamento en la necesidad de par-
ticipación de los ciudadanos en la vida pública, exigida constitucionalmente por el
artículo 9.2 CE, que tiene, como presupuesto ineludible el conocimiento por parte
de éstos de la forma en la que la Administración opera. Mal podría el ciudadano, en
caso contrario, participar, bien de forma activa, cooperando con la Administración
en el desarrollo de las políticas públicas; o bien de forma negativa, controlando
la acción de la Administración mediante la puesta en marcha de los mecanismos
impugnatorios pertinentes y la exigencia de responsabilidad política a través de la
emisión del voto.
De aquí surge una manifestación de la transparencia que se concreta en el deno-
minado derecho de acceso a archivos y registros (art. 105.b) CE y art. 37 LRJAPPAC),
amplia desde el punto de vista subjetivo, pues es un derecho genérico de los ciuda-
danos, que no exige requisitos especiales de legitimación. Pero restringido desde el
punto de vista de su alcance objetivo, pues encuentra en su regulación una serie de
limitaciones de toda índole, que de forma directa o indirecta, han acabo transfor-
mando el secreto en regla general y la transparencia en la excepción.
Pero también limitado desde el punto de vista temporal, pues sólo cabe su ejercicio
respecto a expedientes terminados. Configuración de nefasta oportunidad en nuestra
opinión, y dudosa legalidad, pues una gran parte de la doctrina cuestiona su constitu-
cionalidad. Si bien hay también quien la defiende.
158 Derecho Administrativo español. Tomo II

VI. Los sujetos en el procedimiento administrativo


1. La Administración pública actuante
En todo procedimiento administrativo, con independencia de su estructura y conteni-
do, siempre vamos a encontrar a una Administración pública que, en el cumplimiento
de sus funciones, va a asumir el papel protagonista del mismo, encargándose de su
tramitación y dirección.
Son varias las cuestiones jurídicas que se suscitan al respecto. Debiéndose dife-
renciar entre aquellas que vienen referidas a la Administración pública como tal, de
las que afectan a sus órganos y a los titulares de los mismos.
En lo que se refiere a la Administración pública propiamente dicha, se plan-
tea fundamentalmente el problema de la existencia de la potestad, sin la cual la
Administración carecerá de aptitud para tramitar el procedimiento. La determina-
ción del ámbito de esa potestad puede entrar en conflicto con la jurisdicción de los
órganos judiciales, dando lugar en tales casos a un conflicto de jurisdicción, que se
resolverá de conformidad a lo dispuesto por el artículo 38 LOPJ y la Ley Orgánica
2/1987, de 18 de mayo, de Conflictos Jurisdiccionales.
Ahora bien, la potestad que se atribuye globalmente a una Administración pú-
blica no puede ser, como es lógico, ejercida por cualquier órgano de la misma, sino
que la capacidad de ejercitarla se distribuye entre los miembros de su organización.
A esa atribución del ejercicio concreto de la potestad administrativa es a lo que de-
nominamos competencia.
Dicha competencia puede corresponder globalmente a un órgano administrativo,
que se encargue de la tramitación y resolución del procedimiento, o puede implicar
la actuación de una pluralidad de órganos. Así, por ejemplo, en un procedimiento
sancionador, la instrucción y resolución se atribuye a órganos diferentes (art. 134.2
LRJAPPAC).
La titularidad de la competencia puede dar lugar, obviamente, a conflictos
(conflicto de atribuciones) entre diversos órganos administrativos. Estos conflictos
pueden ser de dos tipos: a) positivos, cuando los órganos en conflicto se estiman
competentes; b) negativos, cuando los órganos implicados entienden que carecen
de competencia.
Este tipo de conflictos sólo podrán suscitarse entre órganos de una misma
Administración no relacionados jerárquicamente (art. 20.3 LRJAPPAC). Debiéndose
entender que cuando se susciten entre órganos relacionados jerárquicamente serán
resueltos por el superior jerárquico (COSCULLUELA MONTANER).
Igualmente, no será posible plantearlos una vez que haya finalizado el procedi-
miento administrativo de que se trate (art. 20.3 LRJAPPAC).
El conflicto se puede suscitar de oficio o a instancia de persona interesada. En el
primer caso, el órgano administrativo que se estime incompetente para la resolución
del asunto del que se trate remitirá directamente las actuaciones al órgano que con-
sidere competente (art. 20.1 LRJAPPAC).
Segunda parte 159

Si se plantea por persona interesada, ésta cuenta con dos opciones, bien dirigirse
al órgano que se encuentre conociendo del asunto para que decline su competencia
y remita las actuaciones al órgano competente; o bien dirigirse al órgano que estime
competente para que requiera de inhibición al que esté conociendo del asunto”
(art. 20.2 LRJAPPAC).
El conflicto se sustanciará y resolverá conforme a lo que establezca la legis-
lación vigente en cada concreta Administración pública. En lo que se refiere a la
Administración General del Estado, la solución aparece recogida en la LOFAGE,
para los conflictos intraministeriales; y en la LG, para los conflictos entre órganos
de distintos ministerios.
Por lo que se refiere a los conflictos de competencia entre órganos dependientes
de un mismo Ministerio, la Disposición Adicional 14 LOFAGE establece que, tra-
tándose de conflictos positivos, el órgano que se estime competente requerirá de
inhibición al órgano que conozca del asunto. Debiendo éste suspender el procedi-
miento por el plazo de 10 días. Puede ocurrir, entonces, que el órgano requerido se
allane al requerimiento, en cuyo caso remitirá el expediente al órgano requeriente;
o bien que no lo acepte, en cuyo caso se remitirán las actuaciones al superior jerár-
quico común, que resolverá en el plazo de 10 días, sin que quepa recurso alguno
contra la resolución.
Cuando se trate de un conflicto negativo, la Disposición Adicional 14 LOFAGE
requiere que el órgano que se estime incompetente remita las actuaciones al órgano
que considere competente. Este último decidirá en un plazo de 10 días sobre su
competencia. Debiendo remitir, en caso de que no se estime competente, el asunto
al superior jerárquico común, que resolverá en el plazo de 10 días, sin que contra su
resolución quepa recurso alguno.
En cuanto a los conflictos entre órganos dependientes de distintos Ministerios,
corresponde su resolución al Presidente del Gobierno (art. 2.2.l LG), mediante Real
Decreto del Presidente del Gobierno (art. 25.b) LG).

2. Abstención y recusación
A. Fundamento
Como es sabido, la Administración no deja de ser una ficción jurídica, carente
de verdadera personalidad, que opera sus funciones, por lo tanto, a través de las
personas físicas que integran sus órganos. Dichas personas ostentan, como cual-
quier ser humano, un conjunto de intereses personales egoístas que condicionan
en mayor o menor medida su actuación. Sin embargo, la Administración, en cuan-
to sujeto público, está obligada, por exigencia constitucional, a actuar con plena
objetividad, teniendo como único referente de su acción la satisfacción del interés
público (art. 103 CE).
A fin de conciliar estos elementos contradictorios, el ordenamiento jurídico
arbitra un conjunto de supuestos que permiten apartar del conocimiento de un
determinado asunto a aquellos servidores públicos en los que concurre causa que
160 Derecho Administrativo español. Tomo II

determina una colisión entre la debida imparcialidad con que debe desarrollar sus
funciones y sus intereses personales. A este conjunto de supuestos es a lo que deno-
minamos, según el caso, como causas de abstención o de recusación.

B. Definición
Abstención y recusación son dos instituciones que se confunden en gran medida.
Como acabamos de ver, sirven a una finalidad común, garantizar la imparcialidad
de los servidores públicos en el ejercicio de sus funciones. A lo que se añade que
operan respecto a un ámbito material común, pues las causas que ponen en marcha
una y otra figura son las mismas (art. 28.2 y 29.1 LRJAPPAC).
La diferencia entre una y otra reside únicamente en quién pone de manifiesto la
concurrencia de estas circunstancias. En la abstención es la propia Administración
de oficio, bien por petición del propio servidor público afectado, o bien por orden de
su superior jerárquico; mientras que en la recusación, lo hacen los interesados en el
procedimiento de que se trate.
Este elemento de distinción va a dar lugar a dos figuras distintas, que siguen una
tramitación y comportan implicaciones diferentes, pero que encuentran, como es
lógico, también muchos elementos comunes.

C. Normas comunes para la abstención y recusación


a. Ámbito
Desde el punto de vista subjetivo, afectan a las autoridades y el personal de las
Administraciones (art. 28 LRJAPPAC). Debiéndose entender que esto incluye a
todos los servidores públicos, independientemente de que desarrollen funciones
resolutorias o no (MURILLO DE LA CUEVA), e independientemente del vínculo
que les una con la Administración, esto es, ya sean funcionarios o estén al servicio
de la Administración a través de una relación laboral o un contrato administrativo
(PARADA VÁZQUEZ).
No afectan, sin embargo, a los sujetos privados que simplemente colaboran con
la Administración, como por ejemplo, el contratista de un contrato administrativo
(ABUÍN FLORES).
Es preciso, igualmente, que dicho servidor público pueda tener alguna influencia
en la decisión del procedimiento (GONZÁLEZ NAVARRO). Así lo confirma la juris-
prudencia, que ha fijado la siguiente doctrina:
No “se intenta recusar a quién es instructor o secretario del expediente sancionador,
ni tampoco quién debe dictar resolución en vía administrativa, sino simplemente un
miembro del Colegio Profesional que efectúa una notificación, por lo que no puede
entenderse se haya cometido por el Colegio Profesional infracción alguna en la trami-
tación” (Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de octubre de 1997. FJ. 2).
No pueden ser recusadas las personas que no están al servicio de la Administración.
Como por ejemplo una empresa auditora (Sentencia del Tribunal Supremo de 15 de
octubre de 1999. FJ 4).
Segunda parte 161

Desde el punto de vista objetivo, afecta a todas las decisiones administrativas,


incluyendo tanto los actos resolutorios como los de mero trámite (MURILLO DE
LA CUEVA). Si bien, en todo caso debe tratarse de cuestiones referidas a un procedi-
miento ya iniciado, pues no cabe abstenerse o recusar para un procedimiento futuro
(GONZÁLEZ NAVARRO).

b. Causas
Como ya dijimos, las causas de abstención (art. 28.2 LRJAPPAC), son las mismas que
permiten la recusación (art. 29.1 LRJAPPAC), esto es: a) tener interés personal en el
asunto de que se trate o en otro en cuya resolución pudiera influir la de aquél; ser
administrador de sociedad o entidad interesada, o tener cuestión litigiosa pendien-
te con algún interesado; b) tener parentesco de consanguinidad dentro del cuarto
grado o afinidad dentro del segundo con cualquiera de los interesados, con los
administradores de entidades o sociedades interesadas y también con los asesores,
representantes legales o mandatarios que intervengan en el procedimiento, así como
compartir despacho profesional o estar asociado con éstos para el asesoramiento, la
representación o el mandato; c) tener amistad íntima o enemistad manifiesta con
alguna de las personas mencionadas en el apartado anterior; d) haber tenido inter-
vención como perito o testigo en el procedimiento de que se trate; e) tener relación
de servicio con persona natural o jurídica interesada en el asunto, o haberle prestado
en los dos últimos años servicios profesionales de cualquier tipo y en cualquier cir-
cunstancia o lugar.
Estas causas, para tener relevancia a los efectos que nos ocupan, deben tener una
intensidad suficiente como para influir en la voluntad del afectado. En tal sentido, el
Tribunal Supremo ha fijado la siguiente doctrina:
“La misma suerte ha de correr el segundo, pues la circunstancia de que el Alcalde
y algunos de los Concejales de la Corporación tuvieran matriculados a sus hijos como
alumnos de aquel Centro, no da lugar a ninguna de las causas de abstención previstas en
el artículo 28 de la Ley 30/1992, ni en concreto a las de las letras a) o e) de su número 2,
invocadas en el escrito de demanda. De esa circunstancia en sí misma, o por sí sola, no
cabe colegir que exista para aquellos miembros de la Corporación un interés personal en
el asunto o una relación de servicio entre ellos y el Centro. Esta última con toda obviedad;
y la primera, porque las nuevas perspectivas que para el Centro puedan abrirse con la
modificación urbanística en litigio, no comportan para aquellos padres un provecho,
utilidad o ganancia personal. Si otra fuera la interpretación que hubiera de darse a esas
causas de abstención, difícilmente podría constituirse la Corporación con la totalidad
de sus miembros en la mayor parte de los asuntos en los que están llamados a decidir.
Una interpretación de las mismas acorde con su espíritu y finalidad demanda que su
apreciación sólo sea lógica en presencia de un interés que alcance o tenga la entidad que
normalmente, para el hombre medio, es capaz de influir en su voluntad; de igual modo,
la relación lo ha de ser de servicio, y no aquella que meramente se genera al hilo de una
circunstancia como aquélla. Por tanto, las pruebas dirigidas a acreditarla no versaban so-
bre hechos que fueran trascendentes para la resolución del pleito” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 14 de febrero de 2007. FJ. 3).
162 Derecho Administrativo español. Tomo II

D. Abstención
Tiene lugar cuando el servidor público en el que concurre una causa que compromete
su imparcialidad se aparta del conocimiento de un asunto, no porque haya sido instado
a ello por el administrado, sino por su propia voluntad o la de la Administración.
La abstención constituye un auténtico deber del servidor público, que en caso de
no cumplirse puede dar lugar a responsabilidad (art. 28.5 LRJAPPAC).
Se ha dicho, en ocasiones, que esa responsabilidad, según el caso, podrá ser
disciplinaria, penal, o incluso responsabilidad patrimonial de las Administraciones
públicas (MURILLO DE LA CUEVA). Pero dicha postura no parece correcta,
pues tan sólo la responsabilidad disciplinaria se deriva directamente de la falta de
abstención. La responsabilidad penal, en realidad, se deriva de la comisión de una
infracción penal (sin perjuicio, de que la falta de abstención constituya un indicio
de prevaricación); y la responsabilidad patrimonial de la producción de un daño
(PARADA VÁZQUEZ).
La no abstención da lugar, pues, únicamente a responsabilidad disciplinaria.
Constituyendo falta grave, tal y como establece el artículo 7.1.g) Real Decreto 33/1986,
de 10 de enero, por el que se aprueba el Reglamento de Régimen Disciplinario de los
Funcionarios de la Administración del Estado, que considera como tal intervenir en
un procedimiento administrativo cuando se dé alguna de las causas de abstención
legalmente señaladas.
No es preciso para que se aplique la oportuna sanción disciplinaria que haya
existido previa recusación (SÁNCHEZ MORÓN).
Sin embargo, en cuanto no están sujetos a responsabilidad disciplinaria, no podrá
exigirse por la no abstención a las autoridades políticas (PARADA VÁZQUEZ).
El servidor público implicado queda liberado de esta responsabilidad con la mera
alegación de la causa de abstención, aunque ésta no sea aceptada por su superior
jerárquico (GONZÁLEZ NAVARRO), en cuyo caso se traslada a éste la responsabilidad
por su intervención (PARADA VÁZQUEZ).
No obstante su estricta configuración como un deber, no debe olvidarse que la
abstención es un derecho del funcionario, en cuanto le permite desligarse de aque-
llos supuestos que, dadas sus implicaciones personales en el mismo, le dejan en una
situación comprometida (GONZÁLEZ NAVARRO; ABUÍN FLORES).
En el aspecto procedimental, la abstención es un incidente que no suspende la
tramitación del procedimiento (art. 77 LRJAPPAC). La sustanciación del incidente
variará según la forma en que se produzca la abstención. Puede, en primer lugar, como
ya sabemos, ponerse en marcha por propia voluntad del servidor público afectado. En
tal caso, éste deberá poner en conocimiento de su superior inmediato que considera
que concurre en él causa de recusación, para que resuelva lo que proceda (art. 28.1
LRJAPPAC). Cuando se trate de un funcionario local, dará cuenta al Presidente de la
Corporación por escrito para que este prevea la sustitución reglamentaria (art. 183.1
Real Decreto 2568-1986, de 28 de noviembre, por el que se aprueba el Reglamento de
organización, funcionamiento y régimen jurídico de las Entidades locales).
Segunda parte 163

La LRJAPPAC no exige que la abstención se realice de forma determinada. Si


bien se viene considerando que debe hacerse constar por escrito, para que quede
constancia de ella en el expediente (PARADA VÁZQUEZ). Posición que ratifica la
normativa legal, que exige su formalización en un escrito (art. 183.1 ROF).
En segundo lugar, puede que sea el superior jerárquico del servidor público afecta-
do quien se aperciba de la concurrencia de causa de abstención, en cuyo caso, ordenará
al mismo, motu propio, que se aparte del conocimiento de ese asunto, indicándole que
se abstenga de toda intervención en el expediente (art. 28.4 LRJAPPAC).
La concurrencia de causa de abstención es una cuestión de hecho, que debe ser
probada (ABUÍN FLORES). Por ello, y a pesar de lo que parece indicar la dicción
literal de la ley, para su declaración no basta con alegar la causa que la determina,
sino que debe ser comprobada su realidad, acreditándola en la correspondiente pieza
separada de abstención (GONZÁLEZ NAVARRO; GONZÁLEZ JIMÉNEZ).
Comprobada la causa de abstención se designará a la persona que deba hacer-
se cargo de las actuaciones y continuarlas en el lugar donde quedaron detenidas
(GONZÁLEZ NAVARRO; GONZÁLEZ JIMÉNEZ).
Uno de los aspectos más problemáticos que plantea el régimen jurídico de la
abstención, es la determinación de las consecuencias derivadas de su no realización
cuando es precisa. En tal sentido, el artículo 28.3 LRJAPPAC establece que la actua-
ción de autoridades y personal al servicio de las Administraciones públicas en los que
concurran motivos de abstención no implicará, necesariamente, la invalidez de los
actos en que hayan intervenido.
Esta solución ha sido dada por buena por la doctrina, que la considera lógica, por
evidentes razones de economía procesal, en cuanto carecería de sentido eliminar
actos perfectamente válidos, basándose en simples deficiencias formales carentes de
incidencia real en la decisión (PARADA VÁZQUEZ).
Sin objetar a esa valoración, no dejamos de señalar, sin embargo, la deficiencia de
la solución legislativa por su insuficiencia, que no delimita suficientemente a nuestro
juicio, los supuestos que se deben beneficiar de esa suerte de conservación de validez.
El artículo 28.3 LRJAPPAC es, en tal sentido, una norma claramente incompleta,
porque olvida precisar cuando se va a producir el efecto invalidante.
Dicha cuestión puede, no obstante, entenderse resuelta por el artículo 76 LBRL,
que establece que la actuación de persona que debió abstenerse conlleva la invalidez
del acto, cuando esa intervención haya sido determinante. Si bien, esto no arregla
mucho más la cuestión, pues no es fácil determinar cuando la acción de un sujeto
tiene carácter determinante o no. Esto provoca, en definitiva, que se trate de una
cuestión que no admite resolución general, sino que debe ser examinada en cada
caso concreto (PARADA VÁZQUEZ; MURILLO DE LA CUEVA). Si bien, nos parece
imprescindible fijar algunos criterios que pueden operar como guía al respecto.
En principio, parece evidente que serán inválidos los actos dictados con vulneración
del ordenamiento jurídico. Si bien, obviamente, el factor invalidante en este caso no
es la abstención, sino el vicio del que adolece el acto. El ámbito donde verdaderamente
está llamado a operar la falta de abstención es, por tanto, el de aquellos actos dictados
sin infracción legal.
164 Derecho Administrativo español. Tomo II

En tales supuestos, debe tenerse en cuenta la naturaleza reglada o discrecional del


acto. En el primer caso, dada la ausencia de margen alguno de valoración, la mera
adecuación del acto al ordenamiento jurídico es suficiente por sí sola para probar la
falta de relevancia de la no abstención. Sin embargo, tratándose del ejercicio de po-
testades de carácter discrecional, la relevancia de la intervención debe presumirse.
Cabe, no obstante, mantener la validez del acto aún tratándose de potestades
discrecionales, cuando el peso real del servidor público que debió abstenerse fuera
tan nimio, que se puede considerar irrelevante.
Si bien debe interpretarse esta posibilidad de forma restrictiva, manteniéndose
su validez tan sólo en casos excepcionales, en los que se demuestre que su contenido
hubiera permanecido invariable si no se hubiera producido la intervención de quien
debió abstenerse (GONZÁLEZ NAVARRO).
Un criterio relevante que se puede tener en cuenta en tales casos, como un indicio, es el
número de personas que participaron en el ejercicio de la potestad (ABUÍN FLORES).
En cualquier caso, se debe considerar que hay intervención decisiva y, por lo
tanto, se produce la invalidez del acto, cuando sin la intervención de la persona que
debió abstenerse no se hubieran obtenido votos suficientes para tomar la decisión. El
Tribunal Supremo ha fijado la doctrina siguiente:
“Se suscita pues la cuestión de si la intervención del (…) de Peñafiel en los acuerdos
impugnados ha sido o no determinante de su eficacia.
El artículo 47.3.j) de la Ley 7/1985 dispone que es necesario el voto favorable de la
mayoría absoluta del número legal de miembros de la Corporación para la adopción de
los acuerdos de separación del servicio de los funcionarios de dicha Corporación.
En el supuesto enjuiciado el informe del Secretario del Ayuntamiento de Peñafiel
fechado el 19 de noviembre de 1993 hace constar que la Corporación municipal estaba
formada por trece miembros (folio 88 del expediente). Por otra parte, tanto el acuerdo
sancionador, decidido por el Pleno en sesión de 24 de septiembre de 1993, como la
desestimación del recurso de reposición (acuerdo plenario de 26 de noviembre de 1993)
se adoptaron por siete votos a favor y cuatro abstenciones (folios 78 y 90 del expediente).
Ello determina que, si se prescinde del voto del (…), sobre el que pesaba el deber de
abstención, no se hubieran conseguido más que seis votos a favor de la imposición de la
sanción de separación del servicio, que no representan la mayoría absoluta del número
legal de los miembros de la Corporación, ya que dicho número es el de trece” (Sentencia
del Tribunal Supremo de 17 de noviembre de 2003. FJ. 3).

E. Recusación
Es el medio a través del cual los interesados pueden hacer efectivo el deber de absten-
ción, cuando éste no es cumplido voluntariamente por el servidor público, obligándole
a apartarse forzosamente del conocimiento del asunto que les interesa.
El administrado no cuenta con otra vía para hacer efectivo este deber, pues, como
señala el Tribunal Supremo, no existe “la posibilidad de iniciar un incidente de abs-
tención a solicitud del interesado en el procedimiento (llámese propuesta, petición o
advertencia)” (Sentencia del Tribunal Supremo del 30 de enero del 2001. FJ 3).
Segunda parte 165

Sólo pueden interponerlo los que tengan la consideración de interesados y una


vez que el procedimiento ya esté iniciado (Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de
febrero de 1998. FJ. 7).
Esta facultad forma parte del derecho a la tutela judicial efectiva.
Se puede plantear en cualquier momento de la tramitación del procedimiento
(art. 29.1 LRJAPPAC), mediante interposición de un escrito por parte del interesado
en el que se expresará la causa o causas en las que se funde (art. 29.2 LRJAPPAC), ante
el superior jerárquico del recusado (PARADA VÁZQUEZ).
La recusación es un incidente que suspende el curso del procedimiento (art. 77
LRJAPPAC).
Esto lo convierte en un mecanismo apto para dar lugar a maniobras dilatorias
de las partes, por lo que es criticable la falta de medidas en la LRJAPPAC para evitar
que se pueda convertir en una vía para alargar indebidamente el procedimiento
(GONZÁLEZ NAVARRO).
Su tramitación aparece regulada en el artículo 29.3 LRJAPPAC, según el cual, una
vez planteada, el inmediato superior jerárquico preguntará al recusado, dentro del
día siguiente, si concurre en él esa causa. Entonces pueden suceder dos cosas:
1. Que admita la causa, en cuyo caso el superior acordará acto seguido su sustitu-
ción, esto es, sin más trámites (GONZÁLEZ NAVARRO; GONZÁLEZ JIMÉNEZ).
2. Si no la admite, el superior resolverá en el plazo de 3 días, tras los informes y
comprobaciones que estime oportunos.
Contra la resolución que resuelve la recusación no cabe recurso alguno, sin
perjuicio de la posibilidad de alegar la recusación al interponer el recurso, adminis-
trativo o contencioso-administrativo, según el caso, contra el acto que termine el
procedimiento (art. 29.5 LRJAPPAC).
El propio Tribunal Supremo ha aclarado que esta limitación a la posibilidad de
recurso no se prolonga más allá de la vía administrativa, porque “una interpreta-
ción de lo dispuesto en el artículo 29.5 de la Ley 30/1992 que vaya más allá de los
límites de la vía administrativa (…) no sería compatible con lo establecido en los
artículos 24.1 y 106 de la Constitución” (Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de
febrero de 1998. FJ. 2).
Si se decide la procedencia de la recusación se acordará la sustitución del recusado
en igual forma que en los casos de abstención.
La resolución la adopta el superior jerárquico del recusado (art. 29.3 LRJAPPAC).
En la Administración local, cuando la recusación se dirija a cualquier miembro de
la Corporación decidirá el Presidente, y si se refiere a éste el Pleno (art. 183.2 ROF).
El hecho de que falte ese superior jerárquico no supone, en ningún caso, que
pueda resolver la propia persona recusada, porque sería contrario a la necesa-
ria imparcialidad que debe seguir en la resolución del incidente de recusación
(Sentencia del Tribunal Supremo de 21 de enero de 2003. FJ. 1-9). Así, cuando la
recusación se dirija contra un Ministro deberá resolverla el Consejo de Ministros
(GONZÁLEZ NAVARRO).
166 Derecho Administrativo español. Tomo II

F. Responsabilidad del titular de la competencia por la correcta


tramitación del procedimiento
Como ya señalamos al estudiar el principio de oficialidad, la Administración está
obligada a realizar por sí sola todos los trámites precisos para la correcta resolución
del procedimiento. Dicha obligación se traslada, como es lógico, a la autoridad o
funcionario público titular del órgano que ostente la correspondiente competencia
que, en cuanto responsable de la tramitación, debe dar solución, con carácter gene-
ral, a cualquier posible obstáculo que impida o dificulte su cumplimiento (art. 41
LRJAPPAC). En particular, pesa sobre él el deber de dar satisfacción a la obligación
de resolver el procedimiento en los plazos establecidos (art. 42.7 LRJAPPAC).
Complemento lógica de esa obligación es la responsabilidad del funcionario
por el incumplimiento de esta obligación, que constituye, en esencia, responsa-
bilidad disciplinaria (art. 42.7 LRJAPPAC), pero que puede dar lugar también a
responsabilidad de la Administración (art. 145.2 LRJAPPAC) o responsabilidad
penal (art. 146 LRJAPPAC).
Como no podía ser de otra forma, el ciudadano cuenta con el derecho a solicitar a
la Administración que exija esa responsabilidad (art. 41.2 LRJAPPAC). Constituyendo
el ejercicio de esta facultad la presentación de una auténtica solicitud, y no de una mera
denuncia, que obliga a la Administración a resolver y, en caso de que así no se hiciese,
generaría los efectos propios del silencio administrativo (SÁNCHEZ MORÓN).
A tales efectos, el ciudadano cuenta con un derecho a identificar a la persona
responsable de la tramitación (art. 35.b) LRJAPPAC), que constituye un presupuesto
lógico de dicha exigencia, pues mal podría en otro caso pedir esa responsabilidad
(SANTAMARÍA PASTOR).

3. Los interesados
Denominamos interesados a las personas que intervienen activamente en un procedi-
miento administrativo. Es, por tanto, una noción más estricta que la de administrado,
pues tiene un carácter estrictamente procedimental (VALENCIA VILA).
A diferencia de la Administración actuante, que es sujeto necesario del proce-
dimiento administrativo, el interesado es un sujeto de existencia eventual, pues
existen actuaciones de la Administración que carecen de transcendencia externa,
determinando la inexistencia de administrados interesados. De esta forma, cabe
perfectamente la existencia de procedimientos administrativos en los que participe
únicamente la Administración actuante (MARTÍN MATEO).
Pueden tener la condición de interesados tanto los sujetos privados como las
Administraciones públicas (GONZÁLEZ PÉREZ).
Para que estas personas puedan comparecer en un procedimiento administrativo
deben de cumplir con un conjunto de requisitos subjetivos, a saber, capacidad para
ser parte y de obrar, legitimación y representación, de los que depende la posibilidad
de adoptar esa posición activa en el proceso. Ocasionando la falta de concurrencia de
Segunda parte 167

los mismos su exclusión del procedimiento administrativo, sin necesidad de entrar a


examinar las cuestiones de fondo planteadas en el mismo. Así lo afirma el Tribunal
Supremo, que ha fijado la siguiente doctrina:
La “comparecencia en el procedimiento administrativo, al igual que ocurre en el
judicial, exige la concurrencia de unos requisitos y formalidades referidos a la capa-
cidad de obrar ante la Administración, legitimación para actuar como interesados,
intervención por medio de representantes en los casos y forma establecida, (…) cuyo
examen habrá de ser previo al de cualquier otra petición que se formule, pues negada
la personación en el procedimiento administrativo resulta improcedente la decisión
sobre otras pretensiones que solamente pueden ser ejercitadas por quienes han sido
tenidos como partes en el mismo” (Auto del Tribunal Supremo de 25 de abril de
1990. FJ. 1).
Debemos, pues, examinar de forma detallada cada uno de estos elementos.
Conviene advertir, no obstante, antes de entrar en dicha cuestión, que es doc-
trina jurisprudencial que, en virtud del principio general del Derecho que prohíbe
ir contra los actos propios, “reconocidas por la Administración en la vía previa la
plena capacidad, la debida representación y la legitimación de la entidad recurrente,
no cabe oponer por la representación procesal de aquella su falta en el proceso”
(Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de julio de 1994. FJ. 2). Lo que supone que el
reconocimiento por la Administración del cumplimiento de estos requisitos en vía
administrativa, le vinculará en la vía contencioso-administrativa.

4. Capacidad jurídica
Tradicionalmente se ha considerado en nuestro Derecho que no es preciso dife-
renciar entre capacidad jurídica y capacidad de obrar en el ámbito administrativo.
Los partidarios de esta tesis tienden a considerar que ambas capacidades vienen a
identificarse, en cuanto, normalmente, se permite el ejercicio de los derechos a todos
aquellos a quienes se reconoce aptitud para trabar las relaciones jurídicas de las que
estos derechos surgen (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ). Si
bien dicha tesis ha sido rebatida por otro sector de la doctrina, que postula la necesi-
dad de realizar dicha distinción (GONZÁLEZ PÉREZ).
Como es sabido, por capacidad jurídica debemos entender la aptitud para ser titular
de derechos y obligaciones. Posición que ostentan, como regla general, quienes la tienen
con arreglo al Derecho civil, esto es, las personas jurídicas y las personas físicas.
Debiéndose añadir a ellos a los grupos de afectados, las uniones sin personalidad
o patrimonios independientes o autónomos cuando la Ley así lo declare expresa-
mente (art. 18 LJ).

5. Capacidad de obrar
Es la aptitud para poder actuar válidamente en Derecho. Lo que supone que quienes
carezcan de ella, tendrán que actuar a través de aquéllas personas a las que, según la
normativa aplicable, les corresponda suplir dicha incapacidad.
168 Derecho Administrativo español. Tomo II

El artículo 30 LRJAPPAC establece que tienen capacidad de obrar:


1. Quienes la tienen conforme a las reglas civiles.
2. Los menores de edad para el ejercicio y defensa de aquéllos de sus derechos e
intereses cuya actuación esté permitida por el ordenamiento jurídico-administrativo
sin la asistencia de la persona que ejerza la patria potestad, tutela o curatela.
Esta ampliación de capacidad al menor debe entenderse justificada en el anti-
formalismo propio del Derecho administrativo, que parece chocar con la negación
de capacidad a los menores para ejercer directamente aquellos derechos que el or-
denamiento jurídico-administrativo crea a su favor (PAREJO ALFONSO; PIÑAR
MAÑAS y MORENO MOLINA).
No es posible realizar una delimitación apriorística de los supuestos a los que debe
extenderse esa ampliación de capacidad (RIVERO GONZÁLEZ). Si bien si es posible
delimitar algunos supuestos genéricos que deben quedar excluidos de dicha posibilidad.
En primer lugar, debe darse únicamente para los derechos e intereses que son
favorables al menor, quedando fuera todos aquellos supuestos en que su actuación
autónoma pueda suponerle un perjuicio (PARADA VÁZQUEZ).
En segundo lugar, el propio artículo 30 LRJAPPAC excluye de esta ampliación
de capacidad a los menores incapacitados, cuando la extensión de la incapacitación
afecte al ejercicio y defensa de los derechos o intereses de que se trate.
Igualmente deben excluirse, aunque la ley no lo diga, aquellos menores de tan
corta edad que en la práctica supone una incapacitación para realizar la actuación
de la que se trate.
Fuera de estos casos, parece que debe entenderse que el artículo 30 LRJAPPAC otorga
capacidad al menor salvo que una norma establezca lo contrario (GONZÁLEZ PÉREZ).
Este reconocimiento de capacidad de obrar no impide que la responsabilidad en
que los menores puedan incurrir se traslade, normalmente, a sus padres o tutores, en
cuanto dicha responsabilidad sólo puede hacerse efectiva a partir de unas facultades
de disposición en el orden patrimonial de las que los menores, en principio, carecen
(GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
A la capacidad de obrar del menor se debe añadir la obligación de ser oído en
los procedimientos administrativos que fija la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero,
de Protección Jurídica del Menor, de Modificación Parcial del Código Civil y de la
Ley de Enjuiciamiento Civil, que establece que el menor tiene derecho a ser oído en
cualquier procedimiento administrativo en que esté directamente implicado y que
conduzca a una decisión que afecte a su esfera personal, familiar o social. Podrá
ejercitar este derecho por sí mismo o a través de la persona que designe para que
le represente, cuando tenga suficiente juicio. Cuando no sea posible o no convenga
al interés del menor, podrá conocerse su opinión por medio de sus representantes
legales, siempre que no sean parte interesada ni tengan intereses contrapuestos a los
del menor, o a través de otras personas que por su profesión o relación de especial
confianza con él puedan transmitirla objetivamente. La denegación de su solicitud
de ser oído directamente o por medio de persona que le represente, será motivada y
comunicada al Ministerio Fiscal y al propio menor.
Segunda parte 169

6. Legitimación
La capacidad para participar activamente en un procedimiento concreto, adquiriendo
en él la condición de interesado, exige cumplir con el requisito de la legitimación.
Se entiende por tal la aptitud para formar parte de un procedimiento o proceso
determinado. Constituye una especial relación con el objeto del procedimiento, que
se traduce, como regla general, en ostentar un interés propio en el mismo. Así lo ha
indicado la jurisprudencia, que ha fijado la siguiente doctrina:
El “concepto de legitimación encierra un doble significado: la llamada legiti-
mación «ad processum» y la legitimación «ad causam». Consiste la primera en la
facultad de promover la actividad del órgano decisorio, es decir, la aptitud genérica
de ser parte en cualquier proceso, lo que «es lo mismo que capacidad jurídica o
personalidad, porque toda persona, por el hecho de serlo, es titular de derechos y
obligaciones y puede verse en necesidad de defenderlos».
Pero distinta de la anterior es la legitimación «ad causam» que, de forma más
concreta, se refiere a la aptitud para ser parte en un proceso determinado, lo que
significa que depende de la pretensión procesal que ejercite el actor o, como dice la
sentencia antes citada, consiste en la legitimación propiamente dicha e «implica una
relación especial entre una persona y una situación jurídica en litigio, por virtud de
la cual es esa persona la que según la Ley debe actuar como actor o demandado en ese
pleito»” (Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de diciembre de 2007. FJ. 3).
Si bien, con carácter excepcional, el ordenamiento administrativo reconoce legi-
timación a personas que no se encuentran en esa situación de especial relación con el
objeto del procedimiento, supuesto en el que hablamos del reconocimiento de acción
pública. Así ocurre, por ejemplo, en el ámbito urbanístico, en el que el artículo 4.f)
de la Ley 8/2007, de 28 de mayo, de suelo, reconoce a los ciudadanos el derecho a
ejercer “la acción pública para hacer respetar las determinaciones de la ordenación
territorial y urbanística, así como las decisiones resultantes de los procedimientos de
evaluación ambiental de los instrumentos que las contienen y de los proyectos para
su ejecución, en los términos dispuestos por su legislación reguladora”.
Fuera de los supuestos excepcionales de acción pública, para que se de esa especial
relación que otorga la legitimación, es preciso ser titular de un derecho subjetivo o
interés legítimo que vaya a verse afectado por la resolución que se dicte en el proce-
dimiento de que se trate (art. 31 LRJAPPAC).
Un sector de la doctrina ha negado la importancia de la distinción entre derecho
subjetivo e interés legítimo, considerando que son dos categorías confusas, difícil-
mente deslindables, y que deberían ser equiparadas por exigencias de la tutela judicial
efectiva (BAÑO LEÓN), lo cierto es que a una y otra categoría de legitimados se
asocian consecuencias jurídicas diferentes, por lo que sigue siendo preciso delimitar
uno y otro concepto.
Los titulares de derechos subjetivos serán interesados en todo caso, por el mero
hecho de ser titulares de esos derechos afectados. Tanto si ellos mismos han promo-
vido ese procedimiento (art. 31.a) LRJAPPAC); como cuando no hayan realizado
ninguna actuación de promoción o personación en éste (art. 31.b) LRJAPPAC).
170 Derecho Administrativo español. Tomo II

Frente a ello, los titulares de intereses legítimos sólo adquieren la condición


de interesados cuando ellos mismos han promovido ese procedimiento (art. 31.a)
LRJAPPAC); o cuando, sin haber iniciado el procedimiento, se personen en el proce-
dimiento en tanto no haya recaído resolución definitiva (art. 31.c) LRJAPPAC).
De tal forma que la titularidad de un interés legítimo otorga únicamente la
posibilidad de adquirir la condición de interesado, pero no la propia condición de
interesado, que sólo se adquirirá cuando el titular de ese interés promueva el proce-
dimiento o se persone en el mismo (Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de marzo
de 1999. FJ. 3. Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de octubre de 1999. FJ. 4).
La cuestión reside, entonces, en determinar cuando nos encontramos ante un
derecho subjetivo y cuando ante un interés legítimo.
No hay una noción particular de derecho subjetivo para el Derecho adminis-
trativo, se trata del mismo concepto que rige con carácter general en la teoría del
Derecho, esto es, el poder para exigir el cumplimiento de una prestación con inde-
pendencia de su contenido y de su título (GARCÍA DE ENTERRÍA y FENÁNDEZ
RODRÍGUEZ; PARADA VÁZQUEZ; PAREJO ALFONSO; PIÑAR MAÑAS y
MORENO MOLINA).
Es una noción totalmente independiente del procedimiento (VALENCIA VILA),
el derecho subjetivo es perceptible y existe previamente a que se produzca la altera-
ción de la legalidad que da lugar al procedimiento.
Por lo demás, estos derechos pueden ser de diferente naturaleza. Pudiéndose
distinguir, al menos, tres supuestos típicos de derechos subjetivos, que el ciudadano
puede ostentar frente a la Administración: a) derechos de naturaleza patrimonial,
bien obligacional (contractual, extracontractual o legal) o real; b) derechos crea-
dos o reconocidos por actos administrativos singulares (concesión, autorización,
etc.); c) Situaciones de libertad individual articuladas como derechos subjetivos
(GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ; MORENO MOLINA y
DOMÍNGUEZ ALONSO).
La titularidad de un derecho subjetivo otorga legitimación no sólo cuando el
procedimiento de que se trate pretende directamente afectar a éste, sino también
en los supuestos en los que, sin tener dicho propósito, indirectamente produce esa
afectación (GONZÁLEZ PÉREZ).
En algunos procedimientos lo que se discute es la propia existencia del dere-
cho subjetivo. En tales casos, bastará para estar legitimado con ser la persona a la
que le correspondería la titularidad del derecho si éste finalmente se reconociera
(GONZÁLEZ PÉREZ).
En cuanto al interés legítimo, se designa con tal nombre a la titularidad de una
posición propia de cualquier naturaleza que puede verse afectada, ya sea positiva
o negativamente, por la resolución que se dicte en el procedimiento. De tal forma
que el titular de ese interés queda en posición particular respecto al procedimiento
de que se trate, pues a consecuencia de él podría o bien evitar un perjuicio, o bien
obtener un beneficio (PAREJO ALFONSO; SÁNCHEZ MORÓN).
Segunda parte 171

Así lo ratifica la jurisprudencia, que ha señalado que “el concepto de interés


legítimo (…) equivale a la titularidad potencial de una posición de ventaja o de una
utilidad jurídica por parte de quien ejercita la pretensión y que se materializaría
de prosperar ésta” (Sentencia del Tribunal Supremo de 19 de diciembre de 2007.
FJ. 3); o que por tal “debe reputarse toda situación jurídica individualizada, carac-
terizada, por un lado, por singularizar la esfera jurídica de una persona respecto
de las de la generalidad de los ciudadanos o administrados en sus relaciones con
la Administración pública, y dotada, por otro, de consistencia y lógica jurídico-
administrativas propias, independientes de su conexión o derivación con verdaderos
derechos subjetivos” (Sentencia del Tribunal Supremo de 8 de abril de 1994. FJ. 4).
Es esta posición peculiar la que justifica la necesidad de permitir a su titular
participar activamente en el procedimiento, adquiriendo la condición de interesado,
a fin de que pueda defender la misma de forma adecuada.
El interés legítimo viene siempre vinculado a un supuesto particular, haciendo
que su existencia deba ser examinada siempre desde el caso concreto. No existe inte-
rés legítimo en abstracto (SÁNCHEZ MORÓN).
El derecho a la tutela judicial efectiva exige que dicho juicio sea realizado de
acuerdo a un criterio amplio, comprendiendo tanto la posibilidad de obtener cual-
quier beneficio, como la de evitar cualquier perjuicio (SANTAMARÍA PASTOR;
SÁNCHEZ MORÓN). Así lo ratifica el propio Tribunal Constitucional, que ha
sentado la siguiente doctrina:
Al “conceder el artículo 24.1 CE el derecho a la tutela judicial a todas las personas
que sean titulares de derechos e intereses legítimos está imponiendo a los Jueces y
Tribunales la obligación de interpretar con amplitud las fórmulas que las leyes proce-
sales utilicen en orden a la atribución de legitimación activa para acceder a los procesos
judiciales y, entre ellas, la de “interés directo” que se contiene en el artículo 28.1.a)
LJCA” (Sentencia del Tribunal Constitucional de 23 de mayo de 1990. FJ. 2).
No se incluyen dentro de este concepto los intereses puramente hipotéticos.
Como señala el Tribunal Supremo, solo hay interés legítimo cuando la “resolución
administrativa o jurisdiccional a dictar ha repercutido o puede repercutir, directa
o indirectamente, pero de un modo efectivo y acreditado, es decir, no meramente
hipotético, potencial y futuro, en la correspondiente esfera jurídica de quien se per-
sona” (Sentencia del Tribunal Supremo de 8 de abril de 1994. FJ. 4).
Alcanza incluso a intereses puramente morales (Sentencia del Tribunal Supremo
de 8 de abril de 1994. FJ. 4), como por ejemplo, el honor de la raza judía (Sentencia
del Tribunal Constitucional de 11 de noviembre de 1991. FJ. 3-5). Pero no incluye el
simple interés en el cumplimiento de la legalidad (Sentencia del Tribunal Supremo
de 22 de noviembre de 1996. FJ. 3).
No existe interés legítimo cuando se actúa con abuso de derecho o fraude de
ley procesal. Así, por ejemplo, no se puede considerar como titular de un interés
legítimo a la persona que se dedica a impugnar sistemáticamente toda resolución
que es publicada en el Boletín Oficial del Estado (Sentencia del Tribunal Supremo de
14 de abril de 1997).
172 Derecho Administrativo español. Tomo II

Se reconoce también la legitimación por la titularidad de intereses legítimos


colectivos (art. 31.a) y 31.c) LRJAPPAC). Lo que supone que pueden estar también le-
gitimadas las asociaciones y organizaciones representativas de intereses económicos
y sociales, que sean titulares de intereses legítimos colectivos en los términos que la
ley reconozca (art. 31.2 LRJAPPAC).
Si bien ostentan esa legitimación únicamente en los términos que establezca
la ley. Una parte de la doctrina ha propugnado que debe exigirse ese reconoci-
miento legal de forma flexible, entendiendo que, en aquellos supuestos en que los
ciudadanos hagan uso legal del derecho de asociación para la defensa de determi-
nados derechos específicos, estarían legitimados para la defensa de esos intereses
(RIVERO GONZÁLEZ).
Sin embargo, la jurisprudencia ha negado en algunos casos legitimación a las
asociaciones y organizaciones a las que la ley no ha atribuido la representación de los
intereses colectivos de que se trate:
“Justicia y Ley es, efectivamente, el fruto del ejercicio por unos ciudadanos del derecho
fundamental que reconoce el artículo 22 de la Constitución. Se trata de una asociación
voluntaria que no tiene atribuida la representación y defensa de intereses colectivos. (…)
Y el criterio de la segunda, dictada en el recurso 449/1997, no es trasladable a este
caso ya que se pronuncia sobre la impugnación por una asociación judicial, Jueces para la
Democracia, del nombramiento del Presidente de una Audiencia Provincial. Pues bien,
las asociaciones profesionales de Jueces y Magistrados gozan del reconocimiento expreso
por parte de la Constitución (en su artículo 127.1) y de la Ley Orgánica del Poder Judicial
(en su artículo 401). Reconocimiento que implica el de su aptitud para defender los inte-
reses profesionales de sus miembros con las consecuencias correspondientes en materia
de legitimación desde el momento en que el Tribunal Supremo ha entendido que ese
interés profesional comprende “el marco o estatuto jurídico básico que regula la función
profesional que ejercitan los asociados” (Sentencia de 31 de mayo de 1994).
Obviamente, una asociación voluntaria como Justicia y Ley no se encuentra en la
misma posición” (Sentencia del Tribunal Supremo de 5 de noviembre de 2007. FJ. 4).

Se trata, sin duda, de un reconocimiento cicatero y claramente insuficiente


(MORENO MOLINA; DOMÍNGUEZ ALONSO).
Algunos autores defienden la consideración de los intereses legítimos como un
tipo especial de derechos subjetivos (derechos subjetivos reaccionales). Para esta línea
doctrinal es frecuente la existencia en el Derecho administrativo de situaciones que no
son reconducibles a los derechos subjetivos clásicos, en cuanto no existe una situación
previa constituida y diferenciada que quede bajo la protección jurídica, como ocurre
en el derecho subjetivo tradicional, sino una mera obligación de la Administración
de actuar conforme a la legalidad. En dichas situaciones, sin embargo, también
requiere el ciudadano de protección jurídica, dado que el incumplimiento de esa
obligación por parte del sujeto público puede afectar a su núcleo de intereses, bien
produciéndole un perjuicio o impidiéndole obtener un beneficio. Lo que conduce,
en su opinión, a la necesidad de reconocer un auténtico derecho subjetivo reaccional,
que no puede confundirse con el mero derecho a actuar en defensa de la legalidad,
Segunda parte 173

como ocurre en los casos excepcionales en que se reconoce acción pública, ya que
sólo otorga legitimación cuando esa actuación es contraria a los intereses propios del
afectado (GARCÍA DE ENTERRÍA; FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Esta tesis ha recibido el visto bueno de un sector importante de la doctrina
(GONZÁLEZ NAVARRO), pero también la crítica de algunos sectores doctrinales,
que han negado la posibilidad de reducir la noción de interés legítimo a la de derecho
reaccional (MORELL OCAÑA).
En nuestra opinión, debe adoptarse una posición más matizada, siguiendo el
criterio de aquellos que diferencian el interés legítimo de las posibilidades de defensa
procedimental que otorga éste, que es a lo que en sentido estricto debe designarse
como “derecho reaccional” (SÁNCHEZ MORÓN).
En todo caso, corresponde la prueba de la legitimación a quién la alega
(VALENCIA VILA).
La denegación de la legitimación en vía administrativa es un acto de trámite cua-
lificado, que impide la continuación del procedimiento, por lo que será susceptible
de impugnación separada (art. 107.1 LRJAPPAC).
En cualquier caso, dicha denegación constituye una cuestión de Derecho ordi-
nario (RIVERO GONZÁLEZ), pues, como señala el Tribunal Constitucional, “la
indefensión ha de ser entendida como una limitación de los medios de defensa pro-
ducida por una indebida actuación de los órganos judiciales, por lo que no puede
ser alegado el artículo 24.1 CE frente a actuaciones de la Administración. Según
criterio reiterado de este Tribunal, las infracciones cometidas en el procedimiento
administrativo tienen que ser corregidas en vía judicial y planteadas ante los ór-
ganos judiciales y resueltas motivadamente por éstos, en uno u otro sentido, pero
no originan indefensión que pueda situarse en el artículo 24.1 CE” (Sentencia del
Tribunal Constitucional de 4 de noviembre de 1997. FJ. 3).
Si bien, los criterios de legitimación deben ser interpretados en la vía adminis-
trativa en los mismos términos que en la vía judicial, pues, como apunta el Tribunal
Supremo, el interés legítimo “no puede quedar limitado exclusivamente a las fases de
amparo constitucional (art. 162.1.b) CE) o del recurso Contencioso-administrativo
(arts. 28.1.a) LJ y 6 Ley 62/78), sino que es aplicable también a la vía administrativa
previa, que es presupuesto “sine qua non” de la jurisdiccional y, en su caso, de la
constitucional, pues, de no aceptarse dicho criterio amplio y extensivo, la restrictiva
interpretación de la legitimación en esa vía administrativa en la que se recaba la
inicial tutela general de las expectativas individuales haría inoperante e impediría
la amplitud de la legitimación activa con la que el artículo 24.1 CE ha configurado
la defensa de las mismas tanto por medio del recurso de amparo constitucional
como del recurso Contencioso-administrativo en general” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 8 de abril de 1994. FJ. 4).
Quién carece de legitimidad en los términos vistos no puede alcanzar la condición
de interesado. Debe destacarse, en particular, que no es interesado el denunciante
por el mero hecho de serlo. De tal forma que la simple interposición de una denuncia
174 Derecho Administrativo español. Tomo II

no lo convierte en interesado, condición que alcanzará tan sólo cuando ostente legi-
timación en los términos antes vistos.
Lo que supone que el denunciante por el mero hecho de serlo no tiene derecho al
procedimiento, y no puede impugnar la decisión de archivar las actuaciones, ni pue-
de recurrir el acto terminal del procedimiento si éste se tramita y resuelve (Sentencia
del Tribunal Supremo de 23 de junio de 1987. FJ. 4).
El artículo 34 LRJAPPAC establece que, si durante la instrucción de un proce-
dimiento que no haya tenido publicidad en forma legal, se advierte la existencia de
personas que sean titulares de derechos o intereses legítimos y directos cuya identi-
ficación resulte del expediente y que puedan resultar afectados por la resolución que
se dicte, se comunicará a dichas personas la tramitación del procedimiento.
Se trata de una medida que pretende asegurar que las personas que puedan
verse afectadas por la resolución que se dicte en el procedimiento, van a enterarse
del hecho de su iniciación, a fin de que puedan comparecer en el mismo si lo con-
sideran preciso.
Con ello se sirve a una doble finalidad. Por un lado, se atiende al derecho de
defensa de las personas legitimadas, a las que se da posibilidad de defender debi-
damente su posición. Por otro, a las exigencias del interés público, que quedará
indiscutiblemente mejor servido si al tomarse las decisiones públicas se tienen en
cuenta todos los intereses afectados por la misma.
Dada que la finalidad de este precepto es, como acabamos de ver, la mera comu-
nicación a las personas afectadas de la iniciación del procedimiento, a fin de que si
lo consideran preciso se personen en el procedimiento, se puede inferir, claramente,
que la realización de esta comunicación no convierte a quienes la reciben en intere-
sados (GONZÁLEZ PÉREZ).
De la dicción de la propia ley se puede inferir con claridad que la carga de realizar
esa comunicación recae sobre la propia Administración, que la tendrá que realizar
de oficio, como una manifestación más del principio de oficialidad (VALENCIA
VILA). Si bien los interesados en un procedimiento que conozcan datos que permi-
tan identificar a otros interesados que no hayan comparecido en él tienen el deber de
proporcionárselos a la Administración actuante (art. 39.2 LRJAPPAC).
Esta exigencia se refiere tan sólo a los supuestos en que no se haya dado al procedi-
miento publicidad en forma legal. Noción, en nuestra opinión, poco clara, que algún
sector de la doctrina entiende como la no celebración de un trámite de información
pública (GONZÁLEZ PÉREZ). Pero que, en cualquier caso, se debería tener por no
puesta, dado que dicha publicidad no parece que justifique la no llamada al procedi-
miento de personas legitimadas, que están identificadas por la Administración como
tales (RIVERO GONZÁLEZ).
El ámbito subjetivo afectado por esa comunicación ha sido discutido, en cuanto
comprende a todos los titulares de derechos subjetivos afectados, pero no a todos
los titulares de intereses legítimos, sino tan sólo a los titulares de intereses directos.
Solución que ha recibido la crítica de gran parte de la doctrina, que la consideran
contraria al derecho a la tutela judicial efectiva que, en su opinión, demandaría
Segunda parte 175

su extensión a todos los titulares de intereses legítimos conocidos (BAÑO LEÓN;


MORENO MOLINA y DOMÍNGUEZ ALONSO).
Dicha crítica, sin embargo, no nos parece certera. Es de todo punto imposible
que la Administración tenga que estar pendiente para cada concreta actuación
que realice de todas las posibles repercusiones que pueda conllevar su acción, lo
que convertiría la tramitación de los procedimientos en una empresa imposible
(RIVERO GONZÁLEZ; VALENCIA VILA). La obligación de comunicación de la
Administración, a nuestro juicio, queda limitada al diligente aviso a las personas
afectadas que se encuentran en una situación de interés cualificada, que se define,
en esencia, por generar para la Administración una obligación de no agresión ilegal
a dichos intereses.
Así lo ratifica la jurisprudencia, que ha definido ese interés directo como aquel
“que tienen aquellas personas que, por la situación objetiva en que se encuentran, por
una circunstancia de carácter personal o por ser los destinatarios de una regulación
sectorial, son titulares de un interés propio, distinto del de los demás ciudadanos
o administrados y tendente a que los poderes públicos actúen de acuerdo con el
ordenamiento jurídico cuando, con motivo de la persecución de sus propios fines
generales, incidan en el ámbito de ese su interés propio, aunque la actuación de que
se trate no les ocasione, en concreto, un beneficio o servicio inmediato” (Sentencia
del Tribunal Supremo de 8 de abril de 1994. FJ. 4).
La redacción del precepto exige que los titulares de esos derechos o intereses
aparezcan identificados en el expediente. Si bien, esta exigencia debería ser exigible
tan sólo a los titulares de intereses legítimos, pero no a los titulares de derechos
subjetivos (RIVERO GONZÁLEZ).
Igualmente, no se debe entender literalmente la referencia a la fase de instrucción,
entendiéndose la obligación de la Administración de realizar esa comunicación en cua-
lesquiera fase que se encuentre el proceso (VALENCIA VILA; RIVERO GONZÁLEZ).
En cuanto a la forma de esta comunicación, no plantea peculiaridades, se
llevará a cabo conforme a las normas generales que regulan la notificación, y en el
mismo momento en que se conozca la existencia de una persona en dicha situación
(GONZÁLEZ PÉREZ).
No se ha dado una respuesta unánime a las consecuencias derivadas del incumpli-
miento de dicho trámite. Para algunos debe distinguirse según dicha omisión prive
totalmente al ciudadano afectado de la posibilidad de participar en el procedimiento,
en cuyo caso se producirá la nulidad de pleno derecho, por prescindir totalmente
del procedimiento legalmente establecido (art. 62.1.e) LRJAPPAC); o bien tan sólo
genere indefensión, por privarle tan sólo de la posibilidad de realizar algunos trámites
(GONZÁLEZ PÉREZ; RIVERO GONZÁLEZ).
Para otros, sin embargo, de forma más correcta, en nuestra opinión, sería apli-
cable el vicio de anulabilidad por defecto de forma del artículo 63.2 LRJAPPAC, por
lo que sólo determinarán la nulidad del acto cuando genere indefensión (MORENO
MOLINA y DOMÍNGUEZ ALONSO).
176 Derecho Administrativo español. Tomo II

A fin de evitar que ese efecto se produzca, cuando esta comunicación se realice
con posterioridad a la iniciación del procedimiento, y cuando ya se hubiera realizado
un trámite relevante, debe darse la posibilidad al nuevo interesado de realizar dicho
trámite, a fin de evitar una indefensión, que generaría la invalidez del procedimiento
(GONZÁLEZ PÉREZ).
En cualquier caso, entendemos, para que la omisión de esta comunicación tenga
efecto invalidante, debe entenderse preciso que haya sido la causa que ha ocasionado
realmente la no asistencia al procedimiento. No produciéndose dicho efecto si ese
posible interesado hubiera tenido conocimiento por otras vías de la celebración de
ese procedimiento (VALENCIA VILA).
En particular, no generará ese efecto invalidante en el caso de que maliciosamente
la persona legitimada no se persone en el procedimiento del que tenga conocimien-
to, para alegar en vía de recurso la falta de comunicación (Sentencia del Tribunal
Constitucional de 15 de julio de 1988. FJ. 2).
La persona legitimada podrá personarse en el procedimiento adquiriendo la
condición de interesado hasta que no haya recaído resolución definitiva (art. 31.1.c)
LRJAPPAC). De tal forma que sólo queda cerrada la posibilidad de personarse cuan-
do se dicte resolución que resuelva sobre el fondo del asunto, o resolución que declare
su terminación anormal por prescripción, desistimiento, caducidad, renuncia, ter-
minación convencional o desaparición sobrevenida del objeto del procedimiento.
Sin perjuicio, obviamente, de personarse en el procedimiento de recurso en caso de
que se entable éste (GONZÁLEZ PÉREZ).
Cuando la personación se produzca con posterioridad al inicio del procedimien-
to, se debe permitir al interesado participar en las fases del mismo posteriores a su
personación, pero no en las ya concluidas. Si bien la preclusión procesal se debe
aplicar con menor rigor en el procedimiento administrativo que en el proceso judi-
cial, de tal forma que, aunque ya se haya realizado el trámite de audiencia, si no se
ha dictado propuesta de resolución, deben admitirse las alegaciones del personado
y deben tenerse éstas en cuenta, sin perjuicio de que se guarden las exigencias del
principio de contradicción (GONZÁLEZ PÉREZ).
El artículo 31.3 LRJAPPAC establece que, cuando la condición de interesado se
derive de alguna relación jurídica transmisible, el derecho habiente sucederá en tal
condición cualquiera que sea el estado del procedimiento.
Debiéndose tener en cuenta que esta transmisión opera tan sólo cuando se trate de
relaciones jurídicas transmisibles, excluyendo ese efecto respecto a los procedimien-
tos sancionadores y aquellos en los que se haya tenido en cuenta las características
personales del interesado (RIVERO GONZÁLEZ).
En los supuestos de transmisión mortis causa, tampoco se produce la transmisión
en dos supuestos: a) cuando la situación trasmitida tenga un carácter personalísimo;
b) cuando la muerte de la persona física determine una desaparición sobrevenida del
objeto del procedimiento (GONZÁLEZ PÉREZ).
Segunda parte 177

7. Representación y defensa de los interesados


A diferencia de lo que ocurre en los procesos judiciales, en el procedimiento admi-
nistrativo no se exige, como regla general, asistencia letrada alguna. Esta exención de
postulación se extiende tanto a la actuación como interesado en un procedimiento,
como a la actuación en vía de recurso.
Posición que merece, sin duda, un juicio favorable, pues libera al administrado de
una considerable carga económica, facilitando así la defensa por parte del ciudadano
de sus derechos, especialmente de aquellas cuestiones de pequeña cuantía que, en
otro caso, más que probablemente no serían planteados por el administrado, por no
asumir los costes que implicaría su defensa jurídica.
Cuestión distinta es que, como sugiere una parte de la doctrina, dicha regla de-
biera quebrar para los procedimientos sancionadores de los que puedan derivarse
responsabilidades penales (PARADA VÁZQUEZ).
En cualquier caso, esta exclusión de la postulación es una mera posibilidad, que
no impide, como es obvio, que los interesados puedan actuar asesorados o represen-
tados por profesionales jurídicos siempre que lo consideren oportuno. Así lo establece
el artículo 85 LRJAPPAC, respecto al asesoramiento profesional, señalando que los
“interesados podrán, en todo caso, actuar asistidos de asesor cuando lo consideren
conveniente en defensa de sus intereses”; y el artículo 32.1 LRJAPPAC respecto a
la representación, indicando que los “interesados con capacidad de obrar podrán
actuar por medio de representante”.
Cuando decidan actuar a través de un representante se entenderán con éste las ac-
tuaciones, salvo manifestación expresa en contra del interesado (art. 32.1 LRJAPPAC).
Si bien esto no supone que la Administración tenga la facultad de considerar como
representante del administrado a quien lo ha sido en otro procedimiento diferente
(Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de enero de 2001. FJ. 2).
Esta presunción de representación, además, no debe admitirse cuando se trate de
actuaciones que puedan perjudicar al representado o puedan suponer que se den a
conocer datos reservados cuya divulgación pudiera ocasionar un perjuicio al intere-
sado (GONZÁLEZ PÉREZ).
La ley no limita las posibilidades de ejercer como representante a determinados
profesionales, sino que permite que pueda actuar como tal cualquier persona, con el
único requisito de que esté dotada de capacidad de obrar (art. 32.2 LRJAPPAC).
En lo que se refiere a la forma de acreditar la representación. El artículo 32.3
LRJAPPAC la presume para los actos y gestiones de mero trámite. No aclara, sin
embargo, la ley que debemos entender por “actos y gestiones de mero trámite”. Para
un sector de la doctrina se debe entender por tales todos aquellos para los que no se
exige expresamente la acreditación (GONZÁLEZ PÉREZ; SÁNCHEZ MORÓN).
Para otros, sin embargo, la expresión debe tener un contenido más estricto.
Excluyendo, además de aquellos para los que específicamente la ley pide acreditación,
los siguientes: a) aquellos para los cuales la norma reguladora de cada procedimiento
impone una actuación personal del interesado, o ésta se deduce de la naturaleza del
178 Derecho Administrativo español. Tomo II

acto de que se trate o de los derechos que se ejerciten; b) los actos cuyas consecuencias
resulten irreparables para los interesados; c) los que con intervención de los interesa-
dos, ponen fin al procedimiento administrativo (RIVERO GONZÁLEZ).
En cualquier caso, es indudable que es exigible la representación para aquellos
supuestos en que el artículo 32.3 LRJAPPAC la exige expresamente, esto es, para
formular solicitudes, entablar recursos, desistir de acciones y renunciar a derechos
en nombre de otra persona.
Cuando la ley habla a este respecto de formular solicitudes, debe entenderse que
se refiere a todo acto de iniciación del procedimiento a instancia de parte. De tal
forma que, una vez iniciado el procedimiento, no es necesario acreditar de nuevo
la representación, aunque se actúe a través de un nuevo representante. Igualmente,
tampoco será necesario acreditar la representación para solicitar la ejecución de la
resolución de ese procedimiento (GONZÁLEZ PÉREZ).
En cuanto a la forma de acreditar la representación, la ley establece que se podrá
realizar por cualquier medio válido en derecho que deje constancia fidedigna, o me-
diante declaración en comparecencia personal del interesado (art. 32.3 LRJAPPAC).
Como una clara manifestación del principio antiformalista, la LRJAPPAC atenúa
las consecuencias de las faltas de acreditación de la representación cuando es ésta
precisa, estableciendo que la falta o insuficiente acreditación de la representación
no impedirá que se tenga por realizado el acto de que se trate, siempre que se aporte
aquélla o se subsane el defecto dentro del plazo de diez días que deberá conceder al
efecto el órgano administrativo, o de un plazo superior cuando las circunstancias del
caso así lo requieran (art. 32.4 LRJAPPAC).
De la propia dicción del precepto se puede inferir que ese acto o trámite produce
sus efectos desde el mismo momento en que se realiza, si se lleva a cabo dentro de los
plazos indicados la subsanación.
En caso de que no se produzca la subsanación dentro del plazo de diez días o
el superior, en su caso, otorgado por la Administración, se aplicará lo dispuesto en
el artículo 71.1 LRJAPPAC si se trata de un acto de iniciación, esto es, se tendrá al
interesado por desistido; el artículo 76.3 LRJAPPAC si es un trámite distinto al de
iniciación que no tiene carácter esencial, esto es, se le declarara decaído en su derecho
al trámite de que se trate, salvo que se realice correctamente dentro del día en que
se notifica la perdida de dicho trámite; o el artículo 92 LRJAPPAC tratándose de un
trámite imprescindible para la continuidad del procedimiento, esto es, caducidad. Si
bien en este último caso el plazo que se deberá ofrecer al administrado deberá ser,
por exigencia del artículo 92 LRJAPPAC, de tres meses.
Parece preciso, para evitar que quien se encuentre en esta situación reciba un
trato más gravoso que quien incurre en otro tipo de deficiencia, que se cumpla
con los requisitos exigidos en los artículos 71.1, 76.3 y 92 LRJAPPAC, es decir,
advertencia de que no realizada la subsanación se declarará el desistimiento,
preclusión del trámite o caducidad, según el caso. Debiéndose entender que este
previo requerimiento por parte de la Administración es requisito imprescindible
para que dichos efectos se produzcan.
Segunda parte 179

Para un sector de la doctrina, de este supuesto se debe distinguir el de la falta de


la propia representación, esto es, la realización de un acto en nombre de otra persona
careciendo de poder o dotado de poder insuficiente para ello. En dicho caso se admite
la subsanación mediante la ratificación de dicha actuación por el representado, pero
sólo tendrá validez el acto desde el momento en que esa ratificación se produce. De
lo que se deriva que, si la ratificación se produce fuera del plazo preclusivo existente
para realizar ese trámite, da lugar a la preclusión y consecuente perdida del trámite,
incluso aunque se realice dentro del plazo que otorgue la Administración para la
subsanación del defecto de representación (RIVERO GONZÁLEZ).
Para otros, sin embargo, el plazo al que se refiere el artículo 32.4 LRJAPPAC,
es apto tanto para subsanar los defectos en la acreditación previamente concedi-
da, como para subsanar la falta de representación, confiriendo ésta en dicho plazo
(SANTAMARÍA PASTOR). Solución que debe prevalecer, a nuestro juicio, por ser
más conforme con el principio antiformalista que ha de regir el procedimiento.
En cualquier caso, tanto en el caso de falta o insuficiencia de la representación,
como en el supuesto de falta o insuficiencia de la acreditación de la representación,
si la Administración no requiere al interesado la subsanación de dicho defecto, y
continua con la tramitación del procedimiento, no podrá alegar dicha falta en vía
judicial (RIVERO GONZÁLEZ).
Tanto la revocación de la representación por el representado, como la renuncia
a la misma por el representante, deberán ser comunicadas a la Administración ac-
tuante, produciéndose los efectos de esa revocación o esa renuncia tan sólo desde que
dicha comunicación se realiza (RIVERO GONZÁLEZ).
No existe una posición unánime acerca de la posibilidad de que el representado
actúe por sí mismo, subsistente la representación. Una parte de la doctrina niega esa
posibilidad, pues a su juicio recobra el representado su capacidad para actuar por
sí mismo cuando se produce la revocación de esa representación (SANTAMARÍA
PASTOR). Para otros, sin embargo, la existencia de una relación de representación
no impide que, aun subsistiendo ésta, el representado pueda actuar o realizar por sí
mismo trámites ante la Administración (RIVERO GONZÁLEZ).
Un supuesto especial es el recogido en el artículo 33 LRJAPPAC, que establece
que cuando en una solicitud, escrito o comunicación figuren varios interesados, las
actuaciones a que den lugar se efectuarán con el representante o el interesado que
expresamente hayan señalado, y, en su defecto, con el que figure en primer término.
Para una parte de la doctrina se debe entender que la eficacia de este precepto no va
más allá de ahorrar a la Administración la necesidad de comunicarse personalmente
con cada uno de los firmantes, pero sin que por ello se convierta a esa persona con la
que se entiende la Administración en representante de los demás. De tal forma que
éstos siguen teniendo plena capacidad para actuar de forma individual, realizando
las actuaciones o peticiones al órgano administrativo que consideren oportunas. Lo
que incluye la posibilidad de impugnar la resolución que ponga fin al procedimiento
y solicitar su ejecución por separado (GONZÁLEZ PÉREZ).
180 Derecho Administrativo español. Tomo II

Otros, sin embargo, entienden este supuesto como un supuesto de representación


legal, del que sólo se puede liberar el representado mediante manifestación expresa
en contrario (VALENCIA VILA).
En cualquier caso, la resolución que se dicte en el procedimiento, obviamente,
surtirá efectos para todos los firmantes, sin perjuicio de que pueda tener un pronun-
ciamiento diferente para cada uno de ellos (GONZÁLEZ PÉREZ).
Segunda parte 181

VII. Derechos de los ciudadanos en


los procedimientos administrativos
1. Naturaleza jurídica
Una de las novedades que trajo consigo la LRJAPPAC fue una enfática declaración
de derechos que tienen los “ciudadanos, en sus relaciones con las Administraciones
públicas”, recogidos en el artículo 35 LRJAPPAC, que consagra un amplio catálogo
de derechos, una “trascendente formulación de los derechos de los ciudadanos en los
procedimientos administrativos”, en opinión del propio Legislador, expresada en la
exposición de motivos de la ley.
La doctrina, sin embargo, no ha acogido de forma unánime dicha declaración,
que ha sido valorada de forma muy dispar. Para algunos es mera retórica, que no
implica una modificación sustancial de la situación anterior (PARADA VÁZQUEZ;
BAÑO LEÓN), y los derechos incluidos en la misma no integran las principales
facultades del ciudadano en el procedimiento, sino garantías de carácter secundario
(GAMERO CASADO; FERNÁNDEZ RAMOS).
Para otros es, sin embargo, una declaración extraordinariamente expresiva de
una nueva dinámica en las relaciones entre Administración y administrado (EMBID
IRUJO); una acertada introducción de una democrática tabla de derechos de los
administrados (SANTAMARÍA PASTOR); una clara muestra de la voluntad del le-
gislador de reforzar la posición del ciudadano (COSTAS NÚÑEZ); o al menos fruto
de un nuevo espíritu dirigido a la modernización de la Administración y que resalta
su carácter servicial, que debe ser valorado positivamente (MORENO MOLINA;
DOMÍNGUEZ ALONSO).
En cualquier caso, dicha declaración no engloba la totalidad de los derechos que
asisten al administrado en el curso de los procedimientos administrativos, pues junto a
ellos hay otros que aparecen regulados en otro sitio (así, el derecho a audiencia recogido
en el artículo 84 LRJAPPAC, el derecho a la información pública regulado por el artículo 86
LRJAPPAC, o el derecho de subsanación regulado en el artículo 71 LRJAPPAC).
Se trata, además, de un conjunto de garantías de naturaleza y alcance muy
diversos, si bien todos ellos tienen en común que son simples derechos subjeti-
vos, que no alcanzan la categoría de derechos fundamentales (EMBID IRUJO;
COTINO HUESO).
Hay, no obstante, quien da una menor relevancia a estos derechos que nos ocu-
pan (los que regula el artículo 35 LRJAPPAC), entendiendo que son derechos “de
secundaria importancia”, que más que derechos subjetivos perfectos, son derechos
dirigidos a hacer efectivos éstos (DA SILVA OCHOA). No compartimos dicha tesis.
Debe tenerse presente que algunos de estos derechos cuentan en la actualidad con
lo que podíamos denominar como una vertiente electrónica, esto es, la facultad de
ejercitar éstos a través de medios electrónicos, que aparece consagrada en el artículo 6
Ley 11/2007, de 22 de junio, de acceso electrónico de los ciudadanos a los servicios pú-
blicos (en adelante LAESP), que “reconoce a los ciudadanos el derecho a relacionarse
182 Derecho Administrativo español. Tomo II

con las Administraciones públicas utilizando medios electrónicos para el ejercicio


de los derechos previstos en el artículo 35 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de
Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo
Común, así como para obtener informaciones, realizar consultas y alegaciones, formular
solicitudes, manifestar consentimiento, entablar pretensiones, efectuar pagos, realizar
transacciones y oponerse a las resoluciones y actos administrativos”.
Dicho reconocimiento no modifica, evidentemente, la naturaleza de estos dere-
chos, que continúan siendo simples derechos subjetivos (BLASCO DÍAZ, 2007), pero
si que les añade el plus o valor añadido de poder ejercitarlo por esta nueva vía, pues
se espera que de ello se derive una mayor facilidad para que los ciudadanos realicen
sus gestiones (GAMERO CASADO; COTINO HUESO, 2008). A lo que se añade el
evidente valor simbólico de esta declaración (BLASCO DÍAZ; COTINO HUESO).
Por lo demás, los derechos reconocidos en el ámbito electrónico por la LAESP
no son excesivamente novedosos, en cierto modo estaban implícitos en la normativa
anterior. No obstante, se da con dicho texto legal un importante paso adelante en
este ámbito, pues se reconoce por primera vez un derecho subjetivo del ciudadano
a relacionarse electrónicamente, esto es, ya no se trata de un puede ser, sino de un
auténtico debe ser (COTINO HUESO).
Si bien debe tenerse en cuenta que la operatividad de este derecho está limitada
por los plazos establecidos en la Disposición Adicional Tercera de la LAESP, esto es,
desde la fecha de entrada en vigor de este texto legal los derechos del artículo 6 LAESP
podrán ser ejercidos, pero sólo en relación con los procedimientos y actuaciones
adaptados a lo dispuesto en la misma. Debiendo cada Administración pública hacer
pública y mantener actualizada la relación de dichos procedimientos y actuaciones.
En el ámbito de la Administración General del Estado y los organismos públicos
vinculados o dependientes de ésta, los derechos reconocidos en el artículo 6 LAESP
podrán ser ejercidos en relación con la totalidad de los procedimientos y actuaciones
de su competencia a partir del 31 de diciembre de 2009. A tal fin, el Consejo de
Ministros establecerá y hará público un calendario de adaptación gradual de aque-
llos procedimientos y actuaciones que lo requieran.
En el ámbito de las Comunidades Autónomas, los derechos reconocidos en el artí-
culo 6 LAESP podrán ser ejercidos en relación con la totalidad de los procedimientos
y actuaciones de su competencia a partir del 31 de diciembre de 2009 siempre que lo
permitan sus disponibilidades presupuestarias.
En el ámbito de las Entidades que integran la Administración Local, los derechos
reconocidos en el artículo 6 LAESP podrán ser ejercidos en relación con la totalidad
de los procedimientos y actuaciones de su competencia a partir del 31 de diciem-
bre de 2009 siempre que lo permitan sus disponibilidades presupuestarias. A estos
efectos las Diputaciones Provinciales, o en su caso los Cabildos y Consejos Insulares
u otros organismos supramunicipales, podrán prestar los servicios precisos para
garantizar tal efectividad en el ámbito de los municipios que no dispongan de los
medios técnicos y organizativos necesarios para prestarlos.
Segunda parte 183

Este régimen transitorio no deja de ser extraño en una norma básica, que por
naturaleza fija un mínimo irrenunciable que, sin embargo, en este caso, no se va a
extender a aquellas Administraciones territoriales que carezcan de medios económi-
cos (COTINO HUESO).
Debe tenerse en cuenta, por lo demás, que en este catálogo de derechos no vamos
a examinar el derecho de acceso a archivos y registros, dado que éste no rige durante
el procedimiento, sino tan sólo una vez que ha concluido su tramitación. Aspecto
tal vez criticable pero que, desde el punto de vista del Derecho positivo, es hoy en
España un hecho inamovible.

2. Derecho a la presentación de solicitudes, escritos y


comunicaciones en registros distintos al del órgano
al que va dirigido
Constituye éste un derecho especialmente útil para el ciudadano, en cuanto le fa-
cilita notablemente el trámite de presentación de documentos u otros escritos ante
la Administración, estableciendo un amplio listado de registros administrativos
hábiles al efecto. Concretamente, según establece el artículo 38.4 LRJAPPAC, las
solicitudes, escritos y comunicaciones que los ciudadanos dirijan a los órganos de
las Administraciones públicas, y según añade el artículo 2 Real Decreto 772/1999, de
7 de mayo, por el que se regula la presentación de solicitudes, escritos y comunicaciones
ante la Administración General del Estado, la expedición de copias de documentos y
devolución de originales y el régimen de las oficinas de registro (en adelante RDPSAGE),
la documentación complementaria que las acompañe, podrán presentarse:
a) En los registros de los órganos administrativos a que se dirijan; b) en los regis-
tros de cualquier órgano administrativo, que pertenezca a la Administración General
del Estado, a la de cualquier Administración de las Comunidades Autónomas, o a la
de alguna de las entidades que integran la Administración Local si, en este último
caso, se hubiese suscrito el oportuno convenio; c) en las oficinas de Correos, en la
forma que reglamentariamente se establezca; d) en las representaciones diplomáticas
u oficinas consulares de España en el extranjero; e) en cualquier otro que establezcan
las disposiciones vigentes.
Se ha criticado que se excluya, en principio, a las Entidades Locales de este sis-
tema de presentación, pues sólo les será aplicable cuando se suscriba el oportuno
convenio. Siendo en la práctica imposible la celebración de esos convenios con todas
las provincias y municipios, por lo que una gran parte de la población municipal
queda excluida de este derecho (SANTAMARÍA PASTOR).
Esta posibilidad no se extiende, en principio, a las denominadas Administraciones
corporativas, sin perjuicio de la celebración de los oportunos convenios que puedan
hacerlo posible (GARCÍA MUÑIZ).
No cabe la presentación en los registros administrativos de escritos dirigidos a
órganos judiciales (ni siquiera aunque formen parte de la jurisdicción contenciosa).
184 Derecho Administrativo español. Tomo II

Al igual que tampoco es posible que los escritos dirigidos a los órganos administra-
tivos sean presentados en los registros judiciales (GARCÍA MUÑIZ).
Si se podrán presentar, sin embargo, escritos que no hagan referencia a una
cuestión de Derecho administrativo, siempre que vayan dirigidos a un órgano admi-
nistrativo (GARCÍA MUÑIZ).
La fecha de entrada de las solicitudes, escritos y comunicaciones dirigidos a la
Administración General del Estado y a sus Organismos públicos en los lugares en los
que hemos visto que se pueden presentar producirá efectos, en su caso, en cuanto al
cumplimiento de los plazos de los ciudadanos (art. 4.1 RDPSAGE).
Sin embargo, esta fecha no es la que se tiene en cuenta a efectos de computar el
plazo máximo que tiene la Administración para resolver y para que se produzca
silencio administrativo. Pues el artículo 42.3 LRJAPPAC establece que ese plazo se
computara “desde la fecha en que la solicitud haya tenido entrada en el registro del
órgano competente para su tramitación”. Esto supone que no se tiene en cuenta para
el cómputo de dicho plazo el tiempo que transcurre desde la presentación en el órga-
no competente para recibirla, hasta que llega al órgano competente para tramitar.
Dicha solución ha sido considerada por la doctrina una medida comprensible, a
fin de evitar que los administrados pudieran facilitar artificiosamente la producción
del silencio, mediante la presentación de escritos en archivos sobrecargados de traba-
jo o en lugares exóticos (SANTAMARÍA PASTOR y VAQUER CABALLERÍA).
Si bien, no se deja de constatar que permite que la Administración actúe mali-
ciosamente retardando la resolución, mediante el retraso deliberado de la recepción
por parte del órgano competente; y que hace recaer sobre el administrado los efectos
de la ineficacia de la Administración (VAQUER CABALLERÍA). Además de generar
incertidumbre en el administrado acerca de cuando se producen los efectos del silen-
cio, pues desconocerá, al menos en la mayor parte de los casos, la fecha en la que el
escrito llega al órgano competente para la tramitación (SANTAMARÍA PASTOR).

3. Posibilidad de presentar los escritos, solicitudes


y comunicaciones en lengua cooficial
La siempre difícil cuestión de la lengua encuentra también respuesta en este ámbito.
En principio, la LRJAPPAC se limita a regular la lengua a utilizar en los procedi-
mientos tramitados por la Administración General del Estado, dejando la regulación
de dicha cuestión en otras administraciones públicas a esas administraciones. Así se
infiere claramente del artículo 36.2 LRJAPPAC, que establece que, en “los procedi-
mientos tramitados por las Administraciones de las Comunidades Autónomas y de
las Entidades Locales, el uso de la lengua se ajustará a lo previsto en la legislación
autonómica correspondiente”.
Si bien con una única limitación, el artículo 36.3 LRJAPPAC obliga a la Administración
pública instructora a traducir al castellano dos tipos de documentos: a) expedientes o par-
tes de los mismos que deban surtir efecto fuera del territorio de la Comunidad Autónoma;
b) los documentos dirigidos a los interesados que así lo soliciten expresamente.
Segunda parte 185

No obstante, en el caso de que esos documentos deban surtir efectos en el terri-


torio de una Comunidad Autónoma donde sea cooficial esa misma lengua distinta
del castellano, no será precisa su traducción (art. 36.3 LRJAPPAC). Esta excepción
es una exigencia constitucional, pues obligar a la traducción de los documentos
que se encuentren en esa situación supondría una vulneración a la oficialidad de la
lengua vernácula.
Señala el Tribunal Constitucional al respecto, que no “cabe, en efecto, descono-
cer que en algunos supuestos singulares la oficialidad de la lengua propia de una
Comunidad Autónoma no se detiene en los límites de su territorio. Lleva, por ello,
razón la Comunidad Autónoma recurrente al afirmar que, en el anteriormente refe-
rido supuesto, someter a una traducción al castellano los documentos que, surgidos
en una de ellas, deban surtir efectos en la otra (art. 36.2, y lo mismo cabe decir
respecto de lo dispuesto en el art. 36.3), supondría un atentado a la oficialidad de la
lengua en cuestión, común a ambas Comunidades Autónomas. Obligar a traducir
al castellano todos los documentos, expedientes o parte de los mismos que vayan
a producir efectos fuera de la Comunidad Autónoma, incluso en el caso de que en
el territorio donde vayan a desplegar sus efectos tenga también carácter oficial la
lengua en que dichos documentos hayan sido redactados, supone desconocer el
carácter oficial de dicha lengua, ya que, como ha señalado la Sentencia del Tribunal
Constitucional 32/1986, el carácter oficial de una lengua conlleva que los poderes
públicos la reconozcan como medio normal de comunicación en y entre ellos, y
en su relación con los sujetos privados, con plena validez y efectos jurídicos. Por
esta razón, en el ámbito territorial donde una lengua tiene carácter oficial, los actos
jurídicos realizados en dicha lengua, aunque tengan su origen en un procedimiento
administrativo instruido en otra Comunidad Autónoma en la que dicha lengua
tenga también carácter cooficial, han de surtir, por sí mismos, plenos efectos sin
necesidad de ser traducidos. Exigir en estos casos la traducción de los documentos
supone desconocer la existencia de una lengua que en esa Comunidad Autónoma
tiene igualmente carácter oficial, lo que constituye una vulneración del artículo 3.2
CE y de los correlativos preceptos estatutarios en el que se reconoce el carácter ofi-
cial de otras lenguas distintas al castellano”. Sentencia del Tribunal Constitucional
50/1999, de 6 de abril de 1999. FJ. 9.
Téngase también presente que todo documento es potencialmente susceptible de
producir efectos fuera del territorio de su Comunidad Autónoma (por ejemplo, el
que acto que pone fin al procedimiento puede ser objeto de recurso de casación). No
debe entenderse suficiente con esta mera posibilidad potencial para llevar a cabo su
traducción, sino que se deberá llevar a cabo tan sólo cuando sea ya evidente que va a
ser inevitable que produzca efectos fuera de la Comunidad Autónoma de que se trate
(SANTAMARÍA PASTOR; MORENO MOLINA; DOMÍNGUEZ ALONSO).
Por lo que se refiere a la Administración General del Estado, los procedimien-
tos se tramitarán, en principio, en castellano (art. 36.1 LRJAPPAC). No obstante,
los interesados que se dirijan a los órganos de la Administración General del
Estado con sede en el territorio de una Comunidad Autónoma podrán utilizar
186 Derecho Administrativo español. Tomo II

además del castellano también la lengua que sea cooficial en ella (art. 36.1
LRJAPPAC; art. 10. 1 RDPSAGE).
Parece que se trata de un derecho territorial y no personal. De tal modo que
podrán hacer uso de esa posibilidad cualquier persona inmersa en un procedimiento
que se esté tramitando en una comunidad autónoma con lengua propia, sea o no
ciudadano de esa Comunidad Autónoma (SANTAMARÍA PASTOR).
Cuando la oficina de registro en que se presenten los escritos, solicitudes y comu-
nicaciones esté situada fuera del ámbito territorial de vigencia de la lengua cooficial,
se expedirá en todo caso una copia de la solicitud, escrito o comunicación como
recibo acreditativo de su presentación (art. 10.1 RDPSAGE).
Si el administrado se dirige a la Administración en la lengua cooficial en su
Autonomía, el procedimiento se tramitará en la lengua elegida por el interesado
(art. 36.1 LRJAPPAC).
Solución que el Tribunal Constitucional considera una consecuencia necesaria de la co-
oficialidad de la lengua propia autonómica. En tal sentido ha fijado la siguiente doctrina:
“Como señalan los representantes del Gobierno y del Parlamento Vascos, el derecho
a ser atendido en euskera, cuando en esta lengua se inicia e impulsa el procedimiento,
es consecuencia lógica de la cooficialidad, y su negación supondría el mantenimiento de
un «status» inferior (que califican de diglósico) de la lengua a cuya utilización, en sus
actuaciones, se negase la Administración, y que sería el euskera. Y si la utilización del
euskera, en su caso, por los administrados, puede ocasionar dificultades en el seno de
la Administración, tanto estatal como autonómica, tales dificultades son resultado de
una decisión constitucional y no pueden ser motivo para convertir a ésta en irrelevante”
(Sentencia del Tribunal Constitucional 82/1986 de 26 de junio. FJ. 8).

Aunque una parte de la doctrina ha demandado la existencia de una solicitud


formal para pedir dicho efecto (SANTAMARÍA PASTOR), lo cierto es que la ley
es clara al señalar que basta con el simple hecho de que el interesado se dirija a la
Administración en su lengua propia (art. 36.1 LRJAPPAC), por lo que debería ser
con ello suficiente.
Esta solución no es válida para los supuestos en los que concurran varios interesa-
dos. En dicho caso habrá que estar a lo que comúnmente decidan las partes y, en caso
de discrepancia, el procedimiento se tramitará en castellano, si bien los documentos
o testimonios que requieran los interesados se expedirán en la lengua elegida por los
mismos (art. 36.1 LRJAPPAC).
Este régimen se debe respetar, igualmente, en las relaciones de los ciudadanos
con la Administración en las que se utilicen medios electrónicos (Disposición
adicional 6 LAESP). A tales efectos, las sedes electrónicas cuyo titular tenga com-
petencia sobre territorios con régimen de cooficialidad lingüística posibilitarán el
acceso a sus contenidos y servicios en las lenguas correspondientes (Disposición
adicional 6.2 LAESP).
Cada Administración pública afectada determinará el calendario para el cum-
plimiento progresivo de esta obligación, debiendo garantizar el cumplimiento total
de los plazos previstos en la Disposición final tercera LAESP, esto es, deberán poder
Segunda parte 187

ejercitarse en la totalidad de procedimientos y actuaciones de la Administración


General del Estado a partir de 31 de diciembre de 2009 en todo caso, y en la totalidad
de los procedimientos de las Comunidades Autónomas y Entidades Locales, si lo
permiten sus disponibilidades presupuestarias.
Para las fuerzas armadas rige un régimen especial, según el cual todos los militares
tienen el deber de conocer y el derecho a usar el castellano, lengua española oficial
del Estado que se empleará en los actos y relaciones de servicio. Si bien, en las depen-
dencias donde se desarrollen actividades de información administrativa y de registro
con servicio al público se emplearán, en la atención al ciudadano, las lenguas oficiales
españolas conforme a la legislación aplicable en la Administración General del Estado
(Disposición adicional 4 de la Ley 39/2007, de 19 de noviembre, de la carrera militar).
La Administración autonómica y la Administración local se regirán por lo
dispuesto en su normativa específica, que podrá incorporar un uso preferente de
la lengua cooficial propia. El Tribunal Supremo ha fijado al respecto la siguiente
doctrina: corresponde “al legislador autonómico, al Parlamento de Galicia, la com-
petencia lingüística, de acuerdo con el artículo 5.3 EAG que atribuye a los poderes
públicos gallegos la garantía del uso normal y oficial de los idiomas [castellano,
como idioma oficial en todo el Estado, y gallego, como lengua propia del Galicia] y la
potenciación del uso del gallego en todos los órdenes de la vida pública, además de en
la vida cultural e informativa. Y dentro de esta habilitación/mandato, con una clara
orientación teleológica encaminada a la “normalización lingüística”, caben distintas
opciones encaminadas a asegurar el respeto y fomentar el uso de la lengua propia de
la Comunidad Autónoma y cooficial en ésta, según ha reconocido la Sentencia del
Tribunal Constitucional 337/1994, de 23 de diciembre. De esta manera cabe que por
ley autonómica resulte un uso prioritario del gallego, siempre que se respeten los
límites que representa el modelo lingüístico constitucional” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 25 de septiembre de 2000. FJ. 7).
Si bien esa libertad de configuración encuentra algunas limitaciones constitucio-
nales, que se concretan en la prohibición de establecer límites al uso de la lengua en
los procedimientos que se “traduzcan en indefensión del ciudadano. De tal manera
que, de una parte, en todos los procedimientos ha de aceptarse la realización de
manifestaciones y la aportación de documentos por las partes en cualquiera de las
lenguas oficiales, castellano o gallego, con plena validez y eficacia porque ello cons-
tituye la vertiente activa del derecho; y, de otra, los ciudadanos tienen el derecho,
previa solicitud, a obtener testimonio de lo que les afecta debidamente traducido
en la otra lengua oficial distinta de la seguida en el procedimiento” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 25 de septiembre de 2000. FJ. 6).

4. Derecho a obtener copia sellada de los documentos que


acompañen a las solicitudes escritos y comunicaciones
El artículo 35.c) LRJAPPAC establece el derecho de los ciudadanos a “obtener copia sella-
da de los documentos que presenten, aportándola junto con los originales, así como a la
devolución de éstos; salvo cuando los originales deban obrar en el procedimiento”.
188 Derecho Administrativo español. Tomo II

Se refiere este precepto a los documentos complementarios que acompañen a los


documentos principales (solicitudes, alegaciones, recursos, etc.). A diferencia que
estos últimos, cuyo original debe ser retenido siempre por la Administración, los que
ahora nos ocupan pueden ser en algunos casos devueltos al administrado (GAMERO
CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
No se extiende este derecho, a los documentos que no vengan acompañando a
esos documentos principales. Como se puede deducir fácilmente del artículo 7.1
RDPSAGE, que establece que las “oficinas de registro no estarán obligadas a expedir
copias selladas de documentos originales que no acompañen a las solicitudes, escri-
tos o comunicaciones presentadas por el ciudadano”.
Este régimen que vamos a examinar se debe extender, pese a la dicción literal de la
ley, no sólo a los documentos originales aportados por el interesado, sino también a
las copias de éstos debidamente cotejadas, como por ejemplo las escrituras notariales
de poder (RIVERO GONZÁLEZ).
Deben distinguirse en realidad dos supuestos, según baste con presentar una
copia compulsada del documento que debe acompañar a la solicitud, escrito o co-
municación, o haya que aportar el documento original.
Debiéndose establecer como regla general como suficiente la presentación de una
copia, exigiéndose el original sólo de manera excepcional, cuando justificadamente
lo exija una norma legal o reglamentaria (SANTAMARÍA PASTOR; EMBID IRUJO;
MORENO MOLINA; DOMÍNGUEZ ALONSO).
En ambos casos para la eficacia de este derecho, es preciso que los ciudadanos
aporten una copia de los documentos que presenten junto con sus solicitudes, escri-
tos y comunicaciones (art. 38.5 LRJAPPAC y art. 7.2 y 8.2 RDPSAGE).
Cuando baste con la presentación de una copia compulsada, la copia que pre-
sente al ciudadano previo cotejo con el original por cualquiera de los registros a
que se refieren las letras a) y b) del artículo 38.4 LRJAPPAC, será remitida al órgano
destinatario (art. 38.5 LRJAPPAC), una vez diligenciada con un sello o acredita-
ción de compulsa (art. 8.2 RDPSAGE), que expresará la fecha en que se practicó así
como la identificación del órgano y de la persona que expiden la copia compulsada
(art. 8.2 RDPSAGE).
Esa copia compulsada tendrá la misma validez que el original en el procedi-
miento concreto de que se trate, sin que en ningún caso acredite la autenticidad del
documento original (art. 8.3 RDPSAGE).
El documento original será devuelto al ciudadano (art. 38.5 LRJAPPAC), de forma
inmediata por las oficinas de registro en las que se realice la presentación, con inde-
pendencia del órgano, entidad o Administración destinataria (art. 8.1 RDPSAGE).
Este derecho se podrá ejercitar también utilizando medios electrónicos. Así lo
establece el artículo 35.2 LAESP, que permite a los interesados aportar al expediente
copias digitalizadas de los documentos, cuya fidelidad con el original garantizarán
mediante la utilización de firma electrónica avanzada. Implicando la aportación de
tales copias la autorización a la Administración para que acceda y trate la informa-
ción personal contenida en tales documentos.
Segunda parte 189

En tal supuesto, la Administración puede solicitar al archivo correspondiente el


cotejo del contenido de las copias aportadas. Ante la imposibilidad del cotejo y con
carácter excepcional, podrá requerir al particular la exhibición del documento o de
la información original (art. 35.2 LAESP).
En cuanto al segundo supuesto, esto es, cuando el original deba obrar en el pro-
cedimiento, se entregará al ciudadano la copia del mismo, una vez sellada por los
registros mencionados y previa comprobación de su identidad con el original
(art. 38.5 LRJAPPAC).
La copia sellada acreditará que el documento original se encuentra en poder de
la Administración correspondiente (art. 7.3 RDPSAGE). Siendo válida a los efectos
del ejercicio por el ciudadano del derecho de los ciudadanos a no presentar docu-
mentos que ya se hayan en poder de la Administración actuante reconocido en el
artículo 35.f) LRJAPPAC (art. 7.3 RDPSAGE).
Igualmente podrá ser utilizada para solicitar, en su caso, la devolución del docu-
mento original una vez finalizado el procedimiento o actuación o de acuerdo con lo
que disponga la normativa de aplicación (art. 7.3 RDPSAGE).
En el momento en que se entregue el documento original al ciudadano, éste
devolverá la copia sellada a la Administración correspondiente. Si se produjera la
pérdida o destrucción accidental de la copia, su entrega se sustituirá por una de-
claración aportada por el ciudadano en la que exponga por escrito la circunstancia
producida (art. 7.3 RDPSAGE).
Se contempla una excepción a este régimen para los supuestos de expedición
de copias selladas o compulsadas de documentos redactados en lenguas cooficiales
aportados o presentados junto con una solicitud, escrito o comunicación. En dicho
caso, las oficinas de registro situadas fuera del ámbito territorial de vigencia de la
lengua cooficial realizarán la copia con sus propios medios (art. 10.2 RDPSAGE).

5. Derecho a obtener recibo de la solicitud, escrito


o comunicación presentada
El artículo 70.3 LRJAPPAC establece que, de “las solicitudes, comunicaciones y escri-
tos que presenten los interesados en las oficinas de la Administración, podrán éstos
exigir el correspondiente recibo que acredite la fecha de presentación, admitiéndose
como tal una copia en la que figure la fecha de presentación anotada por la oficina”.
La expedición de ese recibo se efectuará en el mismo momento de la presentación
de la solicitud (art. 6.1 RDPSAGE).
En cuanto a la forma de expedición de dicho recibo, debe distinguirse según el
soporte utilizado para la presentación.
“Cuando la solicitud, escrito o comunicación esté en soporte papel y la presentación
se efectúe por el ciudadano o su representante acompañando una copia, el recibo consis-
tirá en la mencionada copia en la que se hará constar el lugar de presentación, así como
la fecha. En este supuesto, el órgano competente para expedir el recibo deberá verificar la
exacta concordancia entre el contenido de la solicitud, escrito o comunicación original y
el de su copia” (art. 6.2 RDPSAGE).
190 Derecho Administrativo español. Tomo II

Si el ciudadano o su representante no la aportase, el órgano competente podrá


optar por realizar una copia de la solicitud, escrito o comunicación con iguales
requisitos que acabamos de examinar o por la expedición de un recibo en el que
además conste el remitente, el órgano destinatario y un extracto del contenido de la
solicitud, escrito o comunicación (art. 6.2 RDPSAGE).

6. Derecho a presentar documentos en cualquier


momento del procedimiento
El artículo 35.e) reconoce el derecho de los ciudadanos a “aportar documentos en
cualquier fase del procedimiento anterior al trámite de audiencia, que deberán ser
tenidos en cuenta por el órgano competente al redactar la propuesta de resolución”.
Se ha señalado que este precepto al referirse a los ciudadanos no exige la condición
de interesado para poder aportar esos documentos (SÁNCHEZ BLANCO).
Esta posibilidad de aportar documentos se extiende, igualmente, al trámite de
audiencia (art. 84.2 LRJAPPAC), que más tarde examinaremos. Dado que este trá-
mite, como tendremos ocasión de ver más detalladamente, debe ser el último del
procedimiento, justo antes de que se dicte la propuesta de resolución, en realidad,
el ciudadano está facultado para aportar documentos a lo largo de todo el procedi-
miento administrativo.
Si bien, debe tener en cuenta que la posibilidad de presentar documentos en este
último trámite ya no está abierto a cualquier persona, sino únicamente a los intere-
sados, que son los únicos a los que se extiende el citado trámite.

7. Derecho a no presentar documentos no exigidos


por el ordenamiento jurídico o que ya están en poder
de la Administración
Téngase en cuenta que, según establece el artículo 35.f) LRJAPPAC, los ciudadanos
tienen derecho a no presentar dos tipos de documentos:
a) Los no exigidos por las normas aplicables al procedimiento de que se trate.
Derecho que aparece reconocido también en alguna normativa específica. Así,
el artículo 99 Ley 58/2003, de 17 de diciembre, General Tributaria (en adelante LGT)
establece que los “obligados tributarios pueden rehusar la presentación de los docu-
mentos que no resulten exigibles por la normativa tributaria y de aquellos que hayan
sido previamente presentados por ellos mismos y que se encuentren en poder de la
Administración tributaria actuante”.
Se trata, con ello, de corregir la tendencia de la Administración a abrumar a los
administrados con la petición abusiva de documentos, que no son necesarios para la
tramitación del asunto del que se trate.
Este derecho constituye una manifestación del principio de legalidad de la ac-
tuación administrativa (DA SILVA OCHOA; GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ
RAMOS; MORENO MOLINA; DOMÍNGUEZ ALONSO), cuyo reconocimiento no
Segunda parte 191

deja de producir una cierta extrañeza, pues la no necesidad de aportar documentos


no exigibles para la tramitación de un procedimiento va de suyo, por lo que en su
dicción literal el precepto contiene una perogrullada (BAÑO LEÓN). No obstante,
dado que es usual que la Administración abuse del derecho a solicitar documentos
a los ciudadanos, no debemos considerar inútil su reconocimiento (SANTAMARÍA
PASTOR y RIVERO ORTEGA).
Se tiene que tener en cuenta, sin embargo, que no es ni posible ni adecuado que se
predetermine todos los documentos que pueden ser exigidos para la tramitación de
un asunto concreto. Lo que supone que la Administración debe estar dotada de una
cierta discrecionalidad para poder solicitar documentos que, aún no exigidos por la
normativa aplicable, sean necesarios para tramitar un asunto concreto, siempre que
esa necesidad quede suficientemente justificada (NÚÑEZ GÓMEZ).
b) Los que ya se encuentren en poder de la Administración actuante.
El término documento debe entenderse en sentido amplio, comprendiendo no
sólo los escritos, sino también otro tipo de documentos (SANTAMARÍA PASTOR).
Se podrá ejercitar no sólo respecto a los documentos aportados en ese concre-
to procedimiento, sino también los que quedaron en poder de la Administración
a consecuencia de otros procedimientos distintos (NÚÑEZ GÓMEZ). No siendo
necesario que hayan sido aportados por el interesado, los puede haber aportado
también otra persona (SANTAMARÍA PASTOR). Algunos autores extienden este
derecho incluso a los documentos que la Administración tenía el deber de obtener,
aunque no se hallen efectivamente en su poder (SANTAMARÍA PASTOR).
La facultad de no aportar estos documentos es totalmente autónoma de la po-
sibilidad de no aportar los documentos vistos en el apartado anterior. Esto es, es la
facultad de no aportar los documentos que ya estén en poder de la Administración,
aunque sean exigibles por la normativa aplicable (NÚÑEZ GÓMEZ).
No regirá este derecho respecto a los documentos destruidos o desapareci-
dos, siempre que quede debidamente justificado dicho extremo por parte de la
Administración (DA SILVA OCHOA y NÚÑEZ GÓMEZ).
Una parte de la doctrina defiende que no se podrá ejercitar este derecho cuando
su recuperación a través de la colaboración interadministrativa sea más costosa que
la nueva presentación (DA SILVA OCHOA).
La normativa sectorial exige en algunos casos, para beneficiarse de esta posi-
bilidad, que se indique la fecha y órgano en que fueron presentados o, en su caso,
emitidos los documentos. Así, el artículo 23.3 Ley 38/2003, de 17 de noviembre,
General de Subvenciones (en adelante LGS), que establece que que las “solicitudes de
los interesados acompañarán los documentos e informaciones determinados en la
norma o convocatoria, salvo que los documentos exigidos ya estuvieran en poder de
cualquier órgano de la Administración actuante, en cuyo caso el solicitante podrá
acogerse a lo establecido en el párrafo f del artículo 35 LRJAPPAC, siempre que se
haga constar la fecha y el órgano o dependencia en que fueron presentados o, en su
caso, emitidos”. En el mismo sentido el artículo 2 Real Decreto 1778/1994, de 5 de
agosto, por el que se adecuan a la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico
192 Derecho Administrativo español. Tomo II

de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común, las nor-


mas reguladoras de los Procedimientos de Otorgamiento, Modificación y Extinción de
Autorizaciones (en adelante RDA).
La normativa específica admite este derecho sólo cuando no hayan trascurrido
más de cinco años desde la terminación del procedimiento al que correspondan
(art. 23.3 LGS; art. 2 RDA).
En caso de imposibilidad material justificada en el expediente, la Administración
podrá requerir al administrado para que presente el documento, o acredite por otra
vía lo acreditado en este (art. 23.3 LGS; art. 2 RDA).
Igualmente, es conforme con este derecho que la Administración pueda solicitar
cuando sea preciso al administrado que confirme los datos previamente aportados.
En tal sentido, señala el artículo 99.2 LGT que la Administración podrá, “en todo
caso, requerir al interesado la ratificación de datos específicos propios o de terceros,
previamente aportados”.
El término Administración pública a efectos de la vigencia de este derecho
comprende, para algunos, a cada una de las diversas personas jurídico-públicas de
naturaleza territorial, incluyendo la totalidad de organismos y entes instrumentales
comprendidos en su seno o ámbito organizativo (SANTAMARÍA PASTOR).
Para otros comprende a todos los órganos administrativos dependientes de una
misma Administración pública, como persona jurídica única (GAMERO CASADO
y FERNÁNDEZ RAMOS).
Una parte de la doctrina ha criticado, en cualquier caso, esta determinación sub-
jetiva, que entienden está configurada en términos demasiado amplios, debiéndose,
en su opinión, haberse limitado al órgano que lo tuviera (MORENO MOLINA y
DOMÍNGUEZ ALONSO).
Aunque algunos autores han resaltado la importancia de este derecho (NÚÑEZ
GÓMEZ), la doctrina se ha pronunciado en líneas generales de forma escéptica
respecto a la vigencia real de éste. Señalando que su aplicabilidad está subordinada
a la adopción de medidas procedimentales y organizativas que permitan su eficacia
(BAÑO LEÓN y SANTAMARÍA PASTOR).
Debe notarse, en cualquier caso, que la consagración de estos derechos dota al
administrado de una importante fuerza de resistencia, en cuanto la invocación del
mismo le puede permitir impedir los efectos perjudiciales que la Administración
anude a la falta de presentación de esos documentos. En tal sentido, la jurisprudencia
ha declarado lo siguiente:
“El artículo 35.f) de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de
las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común establece el
derecho de los ciudadanos a no presentar documentos que ya se encuentren en poder de
la Administración actuante. Del apartado de hechos probados no se desprende que los
informes requeridos a la demandante no se encontrasen ya en poder del Servicio Andaluz
de Salud, misma conclusión a la que se llega del examen del folio 44, en el que se contiene
el requerimiento que le fue practicado.
Segunda parte 193

Así las cosas, aunque los documentos interesados pudiesen entenderse incluidos en el
artículo 5.1a) del Real Decreto 1300/95, en ningún caso puede entenderse que sea obliga-
ción del interesado la aportación de dichos documentos, de acuerdo con el antes indicado
35.f) de la Ley 30/1992, y, por lo tanto, la no aportación de los mismos, en su caso debió
dar lugar a su reclamación de oficio por parte de la Entidad demandada, pero nunca pue-
de legitimar su decisión de declarar la caducidad del expediente por falta de colaboración
del interesado, ya que, aun siendo fundamentales para la resolución del expediente, la
no aportación de dicho documentos no puede imputarse al interesado porque, en todo
caso, los mismos pueden ser requeridos directamente por la citada Entidad. Lo anterior-
mente razonado cobra mayor valor, si cabe, en un supuesto como el presente en el que la
demandante se encuentra afectada de una patología psíquica que haría entendible su no
contestación al requerimiento en su día efectuado” (Sentencia del Tribunal Superior de
Justicia de Andalucía de 30 de mayo de 2001. FJ. 2).

Este derecho ha sido reconocido también respecto a la utilización de los medios


electrónicos en la actividad administrativa, en el artículo 6.2.b) LAESP, que establece
el derecho de los ciudadanos a “no aportar los datos y documentos que obren en
poder de las Administraciones públicas, las cuales utilizarán medios electrónicos
para recabar dicha información”.
Si bien el ejercicio de dicho derecho está sujeto a restricciones en el caso de datos
de carácter personal, en cuyo caso se requiere “el consentimiento de los interesados
en los términos establecidos por la Ley Orgánica 15/1999, de Protección de Datos de
Carácter Personal, o una norma con rango de Ley así lo determine, salvo que existan
restricciones conforme a la normativa de aplicación a los datos y documentos reca-
bados. El citado consentimiento podrá emitirse y recabarse por medios electrónicos”
(art. 6.2.b LAESP).
A estos derechos se debe añadir que la utilización de las bases de datos informati-
zadas de que disponen las Administraciones públicas ha determinado la desaparición
de la obligación de presentar determinados documentos (GAMERO CASADO y
FERNÁNDEZ RAMOS).
Así, en el ámbito de la Administración General del Estado se ha eliminado la necesidad
de presentar el certificado de empadronamiento para probar el domicilio y la residencia.
En tal sentido el artículo único Real Decreto 523/2006, de 28 abril, Suprime la exigencia
de aportar el certificado de empadronamiento, como documento probatorio del domicilio y
residencia, en los procedimientos administrativos de la Administración General del Estado y de
sus organismos públicos vinculados o dependientes (en adelante RDCE).
No obstante, el ciudadano debe dar su consentimiento para que la Administración
pueda acceder a esos datos. En caso de no permitir dicho acceso, deberá presentar el
certificado de empadronamiento o DNI (art. único.3 RDCE).
También hacia la simplificación en la petición documental se conduce la implanta-
ción de medios electrónicos en la gestión administrativa. Administración electrónica
y simplificación deben entenderse como dos elementos imbricados entre sí (COTINO
HUESO). Línea seguida por la LAESP, que establece entre los criterios que deben regir
la gestión electrónica, la “supresión o reducción de la documentación requerida a los
ciudadanos, mediante su sustitución por datos, transmisiones de datos o certificacio-
nes, o la regulación de su aportación al finalizar la tramitación”. (art. 34 LAESP).
194 Derecho Administrativo español. Tomo II

8. Derecho a identificar a las autoridades y al personal


al servicio de las Administraciones públicas bajo cuya
responsabilidad se tramiten los procedimientos
El artículo 35.b) LRJAPPAC reconoce el derecho de los ciudadanos a identificar a las
personas bajo cuya responsabilidad se tramiten los procedimientos. Si bien parece
que se debe entender esta estipulación en un sentido amplio, más allá de lo que su-
giere la literalidad de este artículo, comprendiendo cualquier actividad que realicen
los empleados públicos en el ejercicio de su cargo, tengan carácter procedimental
o no, y con independencia de que de la misma quede o no constancia documental
(SANTAMARÍA PASTOR).
La finalidad del precepto se liga, obviamente, a una eventual exigencia de res-
ponsabilidad, dado que sin conocer a la persona responsable difícilmente podría
hacerse valer ésta (SANTAMARÍA PASTOR), pero tampoco es ajena a la búsqueda
de una mayor transparencia. Debe notarse, no obstante, que esta facultad puede
desembocar en ocasiones en un ejercicio abusivo, que se traduzca en una vía para
facilitar un cierto acoso sobre el funcionario responsable (RIVERO GONZÁLEZ).
En cuanto al contenido del derecho, permite la identificación del empleado pú-
blico a instancias del ciudadano, no implica, por tanto, en principio, un deber de
identificación previa de éste, que sólo será necesaria en aquellos casos que el carácter
de empleado público no resulte evidente, por faltar signos externos que lo hagan pa-
tente, esto es, los supuestos en que la acción pública se desarrolla fuera de las oficinas
públicas y por persona no uniformada (SANTAMARÍA PASTOR).
La identificación no tiene porque ser necesariamente de carácter personal, sino
que puede sustituirse por una identificación abstracta (como por ejemplo, el número
del D.N.I.) (SANTAMARÍA PASTOR).

9. Derecho a obtener información y orientación acerca


de los requisitos jurídicos o técnicos que las disposiciones
vigentes impongan a los proyectos, actuaciones o solicitudes
que se propongan realizar
El artículo 35.g) LRJAPPAC reconoce el derecho a que la Administración asista al
ciudadano informándole acerca de los requisitos a los que están sujetos las actuaciones
que realicen ante las Administraciones públicas.
Se ha discutido el alcance de este deber de información, que algunos conside-
ran va más allá del suministro de una mera información formal acerca de lo que
establezcan las disposiciones vigentes, para comprender un auténtico derecho a ser
asesorado por el empleado público (SANTAMARÍA PASTOR). Mientras que otros
entienden que no implica un auténtico derecho a ser asesorado, en sentido estricto,
pues esto implicaría una intrusión indebida por parte de la Administración respecto
a determinadas profesiones como abogados o gestores administrativos (RIVERO
GONZÁLEZ, EMBID IRUJO).
Segunda parte 195

El Real Decreto 208/1996, de 9 de febrero, por el que se regulan los Servicios de


Información Administrativa y Atención al Ciudadano ha identificado en mayor medida
este deber de suministrar información que califica como general, y que es la “relativa
a la identificación, fines, competencia, estructura, funcionamiento y localización de
organismos y unidades administrativas; la referida a los requisitos jurídicos o técni-
cos que las disposiciones impongan a los proyectos, actuaciones o solicitudes que los
ciudadanos se propongan realizar; la referente a la tramitación de procedimientos, a
los servicios públicos y prestaciones, así como a cualesquiera otros datos que aquellos
tengan necesidad de conocer en sus relaciones con las Administraciones públicas, en
su conjunto, o con alguno de sus ámbitos de actuación”, y que se obre a cualquier
ciudadano, sin necesidad de acreditar ningún tipo de legitimación (art. 2).
De este tipo de información distingue una información particular, que es la que
correspondería ofrecer a los interesados en un procedimiento, y que no entra dentro
del contenido de este concreto derecho que estamos examinando.
De lo que caben pocas dudas, es del carácter más bien didáctico del precepto, que
difícilmente podrá hacer efectivo el ciudadano a través de los mecanismos de defensa
propio del derecho subjetivo (BAÑO LEÓN, MORENO MOLINA y DOMÍNGUEZ
ALONSO, PARADA VÁZQUEZ).
El acto de suministro de información no es un acto administrativo, sino una
mera actuación material de la Administración que, en consecuencia, no genera
derechos ni expectativas para el funcionario y no tiene carácter impugnable (DA
SILVA OCHOA).
El Real Decreto 208/1996 aclara al respecto que esta forma de facilitar a los ciuda-
danos el ejercicio de sus derechos, en ningún caso podrá entrañar una interpretación
normativa, ni consideración jurídica o económica, sino una simple determinación de
conceptos, información de opciones legales o colaboración en la cumplimentación
de impresos o solicitudes (art. 4.b).
Si bien, cabe la posibilidad que de un suministro erróneo de información se derive
responsabilidad patrimonial de las Administraciones públicas (GAMERO CASADO
y FERNÁNDEZ RAMOS).

10. Derecho a ser tratados con respeto y deferencia por las


autoridades y funcionarios, que habrán de facilitarles el ejercicio
de sus derechos y el cumplimiento de sus obligaciones
El artículo 35.i) LRJAPPAC consagra el derecho del ciudadano a recibir un trato
respetuoso y colaborador por parte de las Administraciones públicas. Una facultad
cuya mera mención resulta, en cierto modo, indignante, siendo tan obvia la necesi-
dad de su cumplimiento, aunque sea por una mera cuestión de educación. Si bien,
desgraciadamente, su mención no es, dado lo que ocurre en la práctica, innecesaria
(SANTAMARÍA PASTOR).
El incumplimiento de este deber puede desembocar, en cualquier caso, en la
exigencia de una eventual responsabilidad disciplinaria (EMBID IRUJO).
196 Derecho Administrativo español. Tomo II

11. Derecho a exigir las responsabilidades de las Administraciones


públicas a su servicio, cuando así corresponda legalmente
El artículo 35.1.k) más que reconocer un derecho, recalca la facultad, obviamente
preexistente a dicha declaración, de exigir las responsabilidades legales oportunas a
las Administraciones públicas. Se trata por lo demás de un precepto de mero reenvío,
que no hace otra cosa que remitir a lo que digan las disposiciones vigentes.
Segunda parte 197

VIII. Términos y plazos


Debemos comenzar diferenciando los dos conceptos que encabezan este apartado,
término y plazo. Término es el momento en el que tiene que realizarse una determi-
nada actuación. Mientras que plazo es el espacio de tiempo durante el que se puede
realizar una actuación (GONZÁLEZ NAVARRO).
Uno y otro tienen, según el artículo 47 LRJAPPAC, carácter obligatorio tanto
para la Administración como para los interesados. Disposición un tanto cínica,
como tendremos ocasión de comprobar, pues las consecuencias jurídicas derivadas
del incumplimiento de esta obligación varían notablemente. Siendo en el caso de la
Administración, habitualmente, de tal levedad, que difícilmente puede entenderse
que sean realmente obligatorios.
Antes de examinar estas cuestiones, sin embargo, debemos preguntarnos como
se realiza el cómputo de los plazos y términos. Debiéndose distinguir a tales efectos
diversos supuestos.
En primer lugar, cuando los plazos se fija por años o por meses, dice la ley, se
computarán a partir del día siguiente a aquel en que tenga lugar la notificación o
publicación del acto de que se trate, o desde el siguiente a aquel en que se produzca la
estimación o desestimación por silencio administrativo (art. 48.2 LRJAPPAC).
Esto supone, en definitiva, que se computarán de fecha a fecha, entendiéndose
como meses y años naturales, en los que no se excluyen los días inhábiles (GONZÁLEZ
NAVARRO y MOZO AMO).
De tal forma que el momento inicial del computo serán las 00.00 horas del día
siguiente a aquel en que tenga lugar la notificación o publicación del acto, o desde
que se produzca su estimación o desestimación por silencio administrativo (art. 48.2
LRJAPPAC). De esta forma queda excluido el día en que se recibe la notificación, pu-
blicación o se producen los efectos del silencio, para recurrir o realizar la actuación
de que se trate. Regla que carece de toda justificación y lógica (BORREGO LÓPEZ).
Por otra parte, esta regla se entenderá aplicable incluso aunque es día inicial sea
inhábil, dado que se trata de plazos naturales en los que los días inhábiles también se
computan (MOZO AMO).
La mayor parte de la doctrina entiende que el momento final del plazo será las
24.00 horas del día anterior a aquel en que se inició el computo en el mes en que se
cumpla el plazo, esto es, el día equivalente a aquél en que tuvo lugar la notificación
o publicación, o se consolidó el silencio administrativo (GONZÁLEZ NAVARRO;
MOZO AMO; BORREGO LÓPEZ).
Sin embargo, hay quien, basándose en la literalidad del artículo 48.2 LRJAPPAC
(que establece literalmente que si “en el mes de vencimiento no hubiera día equiva-
lente a aquel en que comienza el cómputo, se entenderá que el plazo expira el último
día del mes”), que el plazo se computa de fecha a fecha pero terminando en el día
equivalente al que comienza el computo (LÓPEZ MIÑO).
Dicha tesis no nos parece, no obstante, admisible, y debe seguirse la primera
postura reseñada, que la jurisprudencia ha afirmado de forma reiterada, fijando la
siguiente doctrina:
198 Derecho Administrativo español. Tomo II

“Conforme a reiterada jurisprudencia de esta Sala, el cómputo de los plazos que,


como el que se preveía para el recurso de reposición previo al contencioso-administrati-
vo, se establecían o fijaban por meses había de efectuarse de fecha a fecha (art. 5 Código
Civil y 60.2 LPA). Y, aún cuando la redacción del artículo 59 de la anterior LPA provocó
inicialmente declaraciones contradictorias, puesto que disponía que los plazos habían de
computarse siempre a partir del día siguiente a aquel en que tenga lugar la notificación
o publicación del acto y podía dudarse si la fecha final era la correspondiente a “ese día
siguiente”, hace tiempo que la jurisprudencia es contante, consolidada y concluyente al
señalar que en orden a la regla “de fecha a fecha”, para los plazos señalados por meses o
por años el dies ad quem, en el mes de que se trate es el equivalente al de la notificación o
publicación. En síntesis este criterio que luego sería acogido por el artículo 48.2 y 4, pá-
rrafo segundo de la Ley 30/1992, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas
y Procedimiento Administrativo Común puede resumirse, incluso antes de esta Ley, en
los siguientes términos: “en los plazos señalados por meses, y aunque el cómputo de fecha
a fecha se inicie al día siguiente al de la notificación o publicación, el día final de dichos
plazos será siempre el correspondiente al mismo número ordinal del día de la notifica-
ción o publicación del mes o año que corresponda” (Sentencia del Tribunal Supremo de
13 de febrero de 1998. FJ. 2).

Debe distinguirse según el plazo de que se trate sea aceleratorio, esto es, pretenda
que la realización de una conducta se realice dentro del plazo fijado; o dilatorio, esto
es, que pretenda que la conducta de que se trate pueda realizarse tan sólo una vez
transcurrido dicho plazo. En el primer supuesto, el comportamiento en cuestión sólo
podrá ser realizado hasta el momento en que se produzca el cumplimiento del plazo,
esto es, las 24.00 horas del día equivalente a aquel en el que se produzca la notificación,
publicación o se produzcan los efectos del silencio. Sin embargo, en los segundos, sólo
podrá ser realizado una vez vencido dicho plazo, esto es, a las 00.00 del día siguiente al
equivalente a aquel en que se produjo la notificación, publicación o se produjeran los
efectos del silencio. El Tribunal Supremo ha fijado al respecto la siguiente doctrina:
“Al respecto puede distinguirse teóricamente entre plazos aceleratorios o plazos dila-
torios, tendentes los primeros a procurar que una determinada conducta solo se realice
en un determinado espacio de tiempo, y los segundos a que una cierta conducta no pueda
tener lugar durante un determinado espacio de tiempo.
En los primeros, que son el marco positivo de posible realización de la actividad tem-
poralmente limitada, no plantea un problema especial la determinación del último día
del plazo, pues ello se deriva de la simple extensión temporal del mismo, una vez fijado el
inicial, de ahí que los artículos 5 del CC y 59 de la LPA de 1958 sean inexpresivos respecto
al día final. Se trata de plazos positivos, que, por contra, implican que la conducta a
que se ordenan, no puede tener lugar validamente después de su transcurso. El espacio
temporal positivo de posible realización de la actividad limitada por el plazo, determina
un espacio temporal negativo, situado fuera de los límites que definen el plazo.
En los segundos, sin embargo, el día final adquiere una especial relevancia, pues solo
después de cumplido el plazo, es cuando puede tener lugar la conducta, cuya dilación
temporal se persigue con éste. En estos plazos negativos el sentido es inverso al de los ante-
riores: todo el espacio temporal del plazo está cerrado a la posible realización de la conducta
limitada por él, que solo podrá tener lugar después de su íntegro transcurso. Pero en todo
Segunda parte 199

caso la definición de ese espacio temporal negativo debe tener un día inicial y un día final,
siendo fuera de ambos cuando puede tener lugar la actividad limitada por él.
Al ser el plazo fijado en el artículo 4 del R.D.L. 17/1977 (y aunque con ello se anticipe
en alguna medida el análisis del segundo motivo) de carácter dilatorio, debemos aceptar
el planteamiento del Ayuntamiento recurrente de que “el término “preaviso” legalmente
utilizado sitúa temporalmente el aviso que impone al momento anterior a lo que anun-
cia”, y que “la huelga preavisada no puede tener lugar hasta el íntegro y total transcurso
del décimo día”.
Al propio tiempo como el plazo, en tanto que espacio temporal limitado, está acotado
por un día inicial y un día final, es imprescindible, para fijar el inicial, acudir a la norma
general al respecto, que se expresa en los Artículos 5 del CC y 59 LPA de 1958, (aplicable
al caso por razón de tiempo), según los cuales se excluye del cómputo el día a partir del
cual debe contarse el plazo (art. 5 CC), o el de la notificación o publicación del acto de
que se trate (art. 59 LPA).
En la medida en que la sentencia recurrida, según los párrafos de la misma que que-
daron transcritos, incluye en los diez días naturales del preaviso de huelga el día 16 de
noviembre, que es el día que se notificó el preaviso, es visto que fija el día inicial del
plazo dilatorio, de que se trata, no en el siguiente día al de la notificación de la huelga,
como exigen los preceptos legales precitados, sino en el propio día de la notificación,
vulnerándose de ese modo los preceptos legales, a que se refiere el motivo.
TERCERO. La vulneración del artículo 4 del RDL 17/77, objeto del segundo de los
motivos del recurso, resulta como inmediata consecuencia de lo razonado al enjuiciar
el motivo precedente, pues si el plazo de preaviso de diez días tiene el sentido dilatorio
que antes se razonó, y no pueden incluirse en su cómputo ni el día del preaviso, ni el
día preavisado para el inicio de la huelga, es claro que, siendo el primero y el segundo,
respectivamente, los días 16 y 26 de noviembre, el plazo intermedio entre ambos no es
de diez días, como el artículo 4 del RDL 17/77 exige, sino de nueve días, de modo que
no se ha observado la limitación temporal que en dicho precepto se establece, por lo que
es así perfectamente adecuada a derecho la resolución del Ayuntamiento recurrente en
esta casación, y demandado en la instancia, al calificar de ilegal la huelga, sin que pueda
compartirse la censura de la sentencia recurrida, cuando habla de “una interpretación
singularmente favorable a su posición”, pues no se trata de una interpretación singular,
sino de la que naturalmente corresponde a los preceptos traídos a colación” (Sentencia
del Tribunal Supremo de 29 de marzo de 1995. FJ. 2-3).

Si en el mes de vencimiento no hubiera día equivalente a aquel en que comienza


el cómputo, se entenderá que el plazo expira el último día del mes (artículo 48.2
LRJAPPAC).
En segundo lugar, si el plazo se señala por días, como regla general, se conside-
rarán días hábiles, lo que supone que se excluyen del computo los domingos y los
declarados festivos (art. 48.1 LRJAPPAC).
Si bien, cabe la posibilidad de que por ley o normativa comunitaria se establezca
solución contraria, esto es, que se consideren días naturales, no excluyéndose del
computo ni los domingos ni los festivos. Así ocurre, por ejemplo, en materia de
contratación pública, ya que la Disposición adicional decimoquinta Ley 30/2007,
de 30 de octubre, de Contratos del Sector Público (en adelante LCSP), establece que
200 Derecho Administrativo español. Tomo II

los plazos establecidos por días en dicho texto legal se entenderán referidos a días
naturales, salvo que en la misma se indique expresamente que solo deben compu-
tarse los días hábiles.
Cuando se señalen los plazos por días naturales, se hará constar esta circunstancia
en las correspondientes notificaciones (art. 48.1 LRJAPPAC).
En estos plazos señalados por días, el día inicial del cómputo será el siguiente a
aquel en que tenga lugar la notificación o publicación del acto de que se trate, o desde
el siguiente a aquel en que se produzca la estimación o la desestimación por silencio
administrativo (art. 48.4 LRJAPPAC).
Para complementar esta regulación de los plazos, la ley establece algunas reglas
relativas a supuestos especiales, aplicables tanto a los plazos señalados por días, como
para los fijados por meses o años.
En primer lugar, cuando el último día del plazo sea inhábil, se entenderá prorro-
gado al primer día hábil siguiente (art. 48.3 LRJAPPAC).
Disposición que debe ser interpretada como una medida a favor del administrado,
destinada a que no se vea perjudicada por la eventualidad de que el último día del
plazo no trabajen las oficinas administrativas. En tal sentido, se pronuncia la
jurisprudencia, que ha señalado que:
“Lo que trata de evitar el artículo 48.3 de la Ley 30/92 es que por el hecho de que el úl-
timo día del plazo sea inhábil para el funcionamiento administrativo, ello no determine
un acortamiento de los plazos en contra del administrado, sino que de esta forma quede
siempre salvaguardado que el plazo que marque la norma sea real y efectivo ya que si no
es eficaz la, actuación en el último día del plazo, en realidad se ha acortado la duración
“efectiva” del mismo” (Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Baleares de 1 de
septiembre de 2000. FJ. 2).

En segundo lugar, cuando un día fuese hábil en el municipio o Comunidad


Autónoma en que residiese el interesado, e inhábil en la sede del órgano administra-
tivo, o a la inversa, se considerará inhábil en todo caso (art. 48.5 LRJAPPAC).
La determinación de los días inhábiles la llevarán a cabo la Administración
General del Estado y de las Administraciones de las Comunidades Autónomas,
en su respectivo ámbito, con sujeción al calendario oficial. El calendario de las
Comunidades autónomas comprenderá los días inhábiles de las Entidades que in-
tegran la Administración Local correspondiente a su ámbito territorial, a las que
será de aplicación. Este calendario se debe publicar antes del comienzo de cada año
en el diario oficial que corresponda y en otros medios de difusión que garanticen su
conocimiento por los ciudadanos (art. 48.7 LRJAPPAC).
No siendo posible que las Entidades Locales dicten acuerdos que modifiquen dicho
calendario. Así lo ha afirmado el Tribunal Supremo, fijando la siguiente doctrina:
“Fundado el acuerdo municipal en que Ley 9/87 de 12 junio, modificada por Ley 7/90
de 19 julio, autoriza a los funcionarios a intervenir en la fijación de las condiciones de
trabajo, en cuya virtud se alcanzó un acuerdo, por el que su jornada laboral se fijó en 35
horas semanales, de lunes a viernes, de donde surge la lógica consecuencia de tener que
Segunda parte 201

declarar inhábiles los sábados, sin embargo este fundamento no tiene en cuenta que las
facultades de participación de los funcionarios en la negociación de sus condiciones de
trabajo no implican la de modificar las normas legales reguladoras de los procedimientos
por medio de los cuales los entes públicos toman sus decisiones, materia excluida, ade-
más, y del ámbito competencial de los municipios, porque artículo 149.1.18 CE considera
competencia exclusiva del Estado “el procedimiento administrativo común, sin perjuicio
de la organización propia de las Comunidades Autónomas”, concepto en el que debían
considerarse integradas las reglas sobre cómputo de plazos contenidos en los mencionados
artículos 59 y 60, siendo de notar, en apoyo de este criterio, que también en la vigente Ley
de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas del Procedimiento Administrativo
Común, de 26 noviembre 1992, se contiene una regulación del cómputo de los términos
y plazos que se impone a todas las Administraciones públicas, precisamente en ejercicio
de la mencionada competencia estatal” (Sentencia del Tribunal Supremo de 13 de octubre
de 1994. FJ. 1).

La declaración de un día como hábil o inhábil tiene tan sólo efectos respecto
al computo de los plazos, pero no determina por sí sola el funcionamiento de los
centros de trabajo de las Administraciones públicas, la organización del tiempo de
trabajo ni el acceso de los ciudadanos a los registros (art. 48.7 LRJAPPAC).
Por último, en cuanto a los plazos señalados por horas, aunque la ley no lo diga,
se debe entender que se cuentan de hora a hora, entendiéndose completa la última
hora (BORREGO LÓPEZ).
Cuando se trata de plazos impugnatorios, hay que dar un diferente tratamiento a
la terminación del plazo y a su iniciación. La terminación, por motivos de seguridad
jurídica, produce un efecto preclusivo, que determina el carácter extemporáneo de
la impugnación que se produzca una vez cerrado dicho plazo. La fecha de iniciación
del plazo, sin embargo, se establece a favor del administrado, de tal forma que, por
exigencia del principio antiformalista, se debe permitir al administrado darse por
notificado, procediendo a impugnar antes del día inicial del cómputo. Si bien opera
como límite a esta posibilidad la existencia del acto administrativo, pues no se puede
impugnar lo que no existe. El Tribunal Supremo ha fijado la siguiente doctrina:
“Para la solución del problema ha de partirse de la observación del funcionamiento
normal de los plazos impugnatorios de los actos administrativos, para luego examinar las
singularidades de los tributos que se cobran de forma periódica mediante recibo.
En efecto, de ordinario el día final de los plazos para el ejercicio de cualquier clase
de reclamaciones o recursos es cierto, inexorable y preclusivo, como corresponde al rigor
de lo que está dirigido a la protección de la seguridad jurídica; por lo que aquí afecta,
vencido el plazo de quince días para la interposición de la Reclamación Económico-
Administrativa, cualquier intento de promoverla devendrá en extemporáneo, única
forma de garantizar que la impugnación no queda formalmente abierta en detrimento de
la estabilidad de las situaciones jurídicas.
Por el contrario el día inicial del cómputo del plazo de impugnación constituye una
garantía para el administrado y varía según los casos, dependiendo del momento en que
el interesado conozca el acuerdo, resolución o cualquier otro acto que le afecte, ya quede
acreditado plenamente este conocimiento mediante la notificación completa, con ofrecimiento
202 Derecho Administrativo español. Tomo II

de recursos (artículo 79 de la antigua Ley de Procedimiento Administrativo de 17 de


Julio de 1958 y ahora artículo 58 de la Ley 30/92) bien lo sea mediante presunciones,
como es el caso de las notificaciones defectuosas, capaces no obstante de surtir plenos
efectos cuando se presume que el interesado se ha informado de la parte omitida o así lo
manifieste expresamente.
También se emplea la presunción de conocimiento, de forma indirecta, para hacer
nacer el plazo impugnatorio en el caso de la ausencia de resolución expresa y por lo tanto
de notificación alguna, cuando se presume la denegación por el mero transcurso del
tiempo (artículos 94 de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958 y 43 y 17 de la
Ley 30/92).
Hasta tal punto el inicio del plazo se establece siempre en garantía de los derechos del
ciudadano que, como es posible al interesado darse por notificado en cualquier momento
posterior a producirse el acto administrativo, la única causa impeditiva de la reclamación
o recurso por anticipación extemporánea en su ejercicio, se encuentra en que aquel aún
no se haya producido, pues no se puede combatir lo que no tiene existencia jurídica, pero
en los demás casos a la realización del acto de la Administración sigue la posibilidad de
combatirlo” (Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de mayo de 1997. FJ. 4)”.
Segunda parte 203

IX. Plazo para la cumplimentación de trámites


La LRJAPPAC sujeta la realización de los trámites del procedimiento por parte de los
interesados a plazos de preclusión y de caducidad.
Un plazo de preclusión es un plazo máximo para realizar una actuación, de
tal modo que si se incumple dicho plazo se pierde el Derecho a realizar la misma
(GONZÁLEZ NAVARRO). Mientras que un plazo de caducidad es un plazo máximo
al que se sujeta una actuación, cuyo incumplimiento supone la pérdida del propio
procedimiento.
Esto nos obliga a distinguir entre los trámites esenciales, esto es, aquéllos que si
no se realizan impiden la continuación del procedimiento, que se sujetan a plazos de
caducidad, y los no esenciales, sujetos a plazos de preclusión.
Aquí estudiaremos únicamente el incumplimiento de los no esenciales, en cuan-
to el incumplimiento de los plazos para regular trámites esenciales da lugar a la
caducidad, que es una forma de terminación anormal del procedimiento, por lo que
será estudiada al analizar los modos de terminación del procedimiento.
Hay que distinguir, en realidad, aquí dos supuestos diferentes: plazos para
cumplimentar un trámite no esencial, y plazos para completar los requisitos de un
trámite no esencial que han sido incumplidos.
En el primer supuesto el plazo para cumplimentar los trámites será: a) el que
establezca la norma correspondiente; b) si falta dicha norma en el plazo de 10 días a
partir de la notificación del correspondiente acto (art. 76.1 LRJAPPAC).
En lo que se refiere a los plazos para complementar los requisitos no cumplidos
de un trámite. La Administración podrá, en cualquier momento, ponerlo en co-
nocimiento de su autor, concediéndole un plazo de diez días para cumplimentarlo
(art. 76.2 LRJAPPAC).
En caso de incumplimiento de cualquiera de estos dos tipos de plazos, se produ-
cirá la misma consecuencia: la preclusión, esto es, la posibilidad de que se les declare
por la Administración decaídos en su derecho al trámite correspondiente (art. 76.3
LRJAPPAC).
Pero debe tenerse en cuenta que la propia LRJAPPAC atempera el rigor de esta
norma, obligando a la Administración a admitir la actuación del interesado, produ-
ciendo ésta sus efectos legales, si se produjera antes o dentro del día que se notifique
la resolución en la que se tenga por transcurrido dicho plazo (art. 76.3 LRJAPPAC).
204 Derecho Administrativo español. Tomo II

X. El plazo máximo para resolver el procedimiento:


Obligación de resolver y silencio administrativo
El artículo 42 LRJAPPAC establece la obligación de resolver y notificar en todos los
procedimientos, cualquiera que sea la forma de la iniciación. Consecuencia lógica e
ineludible de los principios de eficacia y legalidad a los que está sujeta la acción de la
Administración, así como de la necesidad de tutela de los derechos de los administra-
dos, y en especial, del derecho a la tutela judicial efectiva (BOCANEGRA SIERRA).
Debe notarse que se produce el incumplimiento de la obligación de resolver tanto
por la falta de resolución, como por la falta de notificación de resolución (art. 42.1
LRJAPPAC). Así lo ha ratificado la jurisprudencia, señalando que:
“La primera de las infracciones denunciadas, la relativa a la no existencia de silencio
ni por tanto de acto presunto tácito, en atención a que la Administración había actua-
do, es procedente rechazarla, y ello ciertamente no tanto, porque proceda cuestionar la
condición de acto administrativo a la comunicación producida por el Secretario General
en fecha 22 de marzo de 2001, en la que se negaba la legitimación del interesado para
solicitar intereses, ya que existe en las actuaciones otra comunicación similar del mis-
mo Secretario General y fue aceptada y cumplimentada por las partes, sino porque esa
comunicación de 22 de marzo de 2001, no aparece notificada a las partes interesadas, y
por tanto, por esa razón de falta de notificación, y por tanto de conocimiento de parte
del interesado, no se puede tener como actuación de la Administración que impida el
transcurso del plazo a los efectos de constituir o no la petición del interesado un acto
presunto” (Sentencia del Tribunal Supremo de 28 de febrero de 2007. FJ. 3).

Ahora bien, debe tenerse en cuenta que, a los solos efectos de entender cumplida la
obligación de notificar dentro del plazo máximo de duración de los procedimientos,
se considera suficiente la notificación que contenga cuando menos el texto íntegro
de la resolución, así como el intento de notificación, siempre que quede éste debida-
mente acreditado (art. 58.4 LRJAPPAC).
Este último supuesto tiene la finalidad de “evitar la utilización fraudulenta del
rechazo de las notificaciones y lograr con ella, no sólo el señalado de obtener la
estimación presunta de solicitudes, sino también obtener la caducidad de procedi-
mientos sancionadores o productores de efectos negativos para los administrados,
en detrimento de los intereses generales amparados por la actuación administrativa”
(Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de noviembre de 2003. FJ. 5).
Entendiéndose que “la expresión “intento de notificación debidamente acredita-
do” (…) se refiere al intento de notificación personal por cualquier procedimiento
que cumpla con las exigencias legales contempladas en el artículos 59.1 de la Ley
30/1992, pero que resulte infructuoso por cualquier circunstancia y que quede debi-
damente acreditado. Intento tras el cual habrá de procederse en la forma prevista en
el apartado 4 del artículo 59 de la citada Ley.
Así, bastará para entender concluso un procedimiento administrativo dentro del
plazo máximo que la ley le asigne el intento de notificación por cualquier medio
Segunda parte 205

legalmente admisible según los términos del artículo 59.1 de la Ley 30/1992, y que
se practique con todas las garantías legales aunque resulte frustrado finalmente,
siempre que quede debida constancia del mismo en el expediente” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 17 de noviembre de 2003. FJ. 6).
En “la práctica de la notificación más habitual, la que se efectúa por medio de
correo certificado con acuse de recibo, y que hemos debido examinar en el recurso
que nos ocupa, ha de señalarse que el mismo queda culminado, a los efectos del
artículo 59.4 de la Ley 30/1992, en el momento en que la Administración reciba la
devolución del envío de la notificación, al no haberse logrado practicar la misma
por darse las circunstancias previstas en los apartados 2 y 3 del artículo 59 de la Ley
30/1992 (doble intento infructuoso de entrega o rechazo de la misma por el desti-
natario o su representante)” (Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de noviembre
de 2003. FJ. 6).
Existen algunos supuestos de excepción a la obligación general de resolver y
notificar esa resolución. En primer lugar, para los supuestos en los que se produce
una terminación anormal del procedimiento (prescripción, renuncia del derecho,
caducidad del procedimiento, desistimiento de la solicitud y desaparición sobreveni-
da del objeto del procedimiento), no se requiere una resolución en sentido estricto,
entendiendo por tal la que resuelve sobre el fondo del asunto, sino una resolución
meramente formal, en la que se recogerá únicamente la declaración de la circunstan-
cia que concurra en cada caso, con indicación de los hechos producidos y las normas
aplicables (art. 49.1 LRJAPPAC).
Hay otro segundo grupo de excepciones, en las que ni siquiera se requiere de una
resolución formal: a) los supuestos de terminación del procedimiento por pacto o
convenio; b) los procedimientos relativos al ejercicio de derechos sometidos única-
mente al deber de comunicación previa a la Administración (art. 49.1 LRJAPPAC),
como por ejemplo, el derecho de reunión pacífica y sin armas recogido en el artícu-
lo 21 CE. Las razones de esta solución son evidentes. En el primer caso, el pacto o
convenio sustituye a la resolución; en el segundo, ésta no es precisa.
En lo que se refiere al plazo para cumplir con esta obligación de resolver, será el
siguiente: a) el que establezca la norma reguladora, que no podrá exceder de seis me-
ses salvo que una norma con rango de Ley establezca uno mayor o así venga previsto
en la normativa comunitaria europea (art. 42.2 LRJAPPAC); b) faltando regulación
expresa será un plazo de 3 meses (art. 42.3 LRJAPPAC).
La fijación de un plazo subsidiario de tan sólo 3 meses ha sido enjuiciada crí-
ticamente por la doctrina, que lo considera demasiado breve para llevar a cabo la
tramitación de un procedimiento (GONZÁLEZ NAVARRO).
La forma de computar estos plazos variará dependiendo de si se trata de proce-
dimientos iniciados de oficio o a instancia de parte. En los primeros se computará
desde la fecha del acuerdo de iniciación (art. 42.3.a) LRJAPPAC). En los segundos,
desde la fecha en que la solicitud haya tenido entrada en el registro del órgano com-
petente para su tramitación (art. 42.3.b) LRJAPPAC).
206 Derecho Administrativo español. Tomo II

Cabe la suspensión del computo del plazo para resolver en los siguientes supuestos:
a) cuando deba requerirse a cualquier interesado para la subsanación de deficiencias
y la aportación de documentos y otros elementos de juicio necesarios, por el tiempo
que medie entre la notificación del requerimiento y su efectivo cumplimiento por
el destinatario, o, en su defecto, el transcurso del plazo concedido, todo ello sin
perjuicio de lo previsto en el artículo 71 LRJAPPAC; b) Cuando deba obtenerse un
pronunciamiento previo y preceptivo de un órgano de las Comunidades Europeas,
por el tiempo que medie entre la petición, que habrá de comunicarse a los intere-
sados, y la notificación del pronunciamiento a la Administración instructora, que
también deberá serles comunicada; c) cuando deban solicitarse informes que sean
preceptivos y determinantes del contenido de la resolución a órgano de la misma
o distinta Administración, por el tiempo que medie entre la petición, que deberá
comunicarse a los interesados, y la recepción del informe, que igualmente deberá
ser comunicada a los mismos, sin que este plazo de suspensión pueda exceder en
ningún caso de tres meses; d) cuando deban realizarse pruebas técnicas o análisis
contradictorios o dirimentes propuestos por los interesados, durante el tiempo ne-
cesario para la incorporación de los resultados al expediente; e) cuando se inicien
negociaciones con vistas a la conclusión de un pacto o convenio en los términos
previstos en el artículo 88 LRJAPPAC, desde la declaración formal al respecto y hasta
la conclusión sin efecto, en su caso, de las referidas negociaciones que se constatará
mediante declaración formulada por la Administración o los interesados.
Si no fuera posible resolver el procedimiento en los plazos máximos previstos
por la ley, bien por el número de las solicitudes formuladas o las personas afectadas,
la Administración debe intentar la toma de medidas que permitan solventar esa
situación, habilitando el órgano competente para resolver, a propuesta razonada del
órgano instructor, o el superior jerárquico del órgano competente para resolver, a
propuesta de éste, los medios personales y materiales adecuado para cumplir con el
despacho adecuado y en plazo (art. 42.6 LRJAPPAC).
Sólo agotados todos los medios posibles, se podrá, excepcionalmente, acordar la
ampliación del plazo para resolver, motivando claramente las circunstancias concu-
rrentes (art. 42.6 LRJAPPAC).
El artículo 42.4 LRJAPPAC obliga a la Administración a informar al interesado sobre
el plazo máximo para resolver y los efectos derivados de su incumplimiento. Pudiéndose
distinguir en realidad dos obligaciones de naturaleza totalmente diferente.
La primera de ellas es una obligación de carácter genérico, que obliga a las
Administraciones públicas a publicar y mantener actualizadas, a efectos informa-
tivos, las relaciones de procedimientos, con indicación de los plazos máximos de
duración de los mismos, así como de los efectos que produzca el silencio administra-
tivo (art. 42.4 LRJAPPAC).
La segunda es una obligación específica, que tiene la Administración frente al
interesado, en virtud de la cual deberá informar a éste de: a) el plazo máximo nor-
mativamente establecido para la resolución y notificación de los procedimientos;
b) de los efectos que pueda producir el silencio administrativo; c) en caso de iniciarse
Segunda parte 207

a instancia de parte, de la fecha en que la solicitud ha sido recibida por el órgano


competente. Dicha información será suministrada en la notificación o publicación
del acuerdo de iniciación de oficio, o en comunicación que se les dirigirá al efecto
dentro de los diez días siguientes a la recepción de la solicitud en el registro del órgano
competente para su tramitación (art. 42.4 LRJAPPAC).
Una vez que hemos determinado en que consiste la obligación de resolver, debemos
analizar los efectos de su incumplimiento.
En primer lugar, la ley regula las consecuencias que se derivan contra la autoridad
pública responsable de ese incumplimiento, previendo la posibilidad de exigencia
de responsabilidad disciplinaria, sin perjuicio de la exigencia de cualquier otra res-
ponsabilidad a la que hubiere lugar de acuerdo con la normativa vigente (art. 42.7
LRJAPPAC).
En la práctica, sin embargo, este mecanismo de reacción contra el incumpli-
miento de los plazos máximos de resolver se ha mostrado totalmente ineficaz, entre
otras cosas porque no se hace en la vida real uso del mismo. La verdadera tutela del
administrado se produce a través de las consecuencias jurídicas que se derivan de
dicho incumplimiento para la cuestión jurídica debatida. En dicho sentido, la ley fija
un régimen jurídico diferente según el procedimiento se haya iniciado de oficio o a
instancia de parte.
Antes de examinar ese distinto régimen que se establece para uno y otro supuesto,
debe destacarse que la presentación de una petición por parte del administrado en
el seno de otro procedimiento ya existente, que se inició de oficio, no puede consi-
derarse un procedimiento iniciado a instancia de parte, sino un mero incidente, que
sigue el régimen previsto para el procedimiento del que trae causa. Así lo ha señalado
el Tribunal Supremo, indicando que:
“Pues bien a partir de lo anterior y tratándose como se trata aquí, de una petición de
abono de intereses, respecto al importe de la obra realizada por el contratista, en relación
con obras no inicialmente previstas en el contrato y que resultaron necesarias, obligadas,
tras la construcción de la variante de la carretera CN-II Madrid a Francia por la Junquera,
se ha de estimar que esa petición, cual además alega el Abogado del Estado, no genera el
silencio positivo, a que se refiere el artículo 43 de la Ley 30/92, pues esa petición no inicia
procedimiento a solicitud del interesado cual el precepto exige, ya que es una petición
inserta en un procedimiento iniciado antes de oficio por la Administración, y que está
sujeto por tanto a sus propias normas, y no obsta ello el que fuese el interesado el que
solicitara los intereses, pues la Ley, artículo 43, no se refiere a peticiones o reclamaciones
a instancia del interesado y sí a procedimientos iniciados a instancia del interesado, y en
el caso de autos, el procedimiento estaba ya iniciado de oficio, y es, en ese procedimiento
en el que se formula la petición o reclamación. Sin olvidar además, que esa petición de
abono de intereses, no se puede aislar del procedimiento en el que se inserta, pues es en
ese procedimiento ya iniciado de oficio, en el que se reconocen y aparecen los datos a
partir de los que se han de concretar los intereses, de forma tal que, sin valorar y conocer
esos antecedentes que obran en el expediente iniciado de oficio por la Administración, no
se puede saber si el interesado tenía o no derecho a intereses, ni menos el concretar, cuales
eran éstos, ni desde que fecha se habían de computar, en su caso.
208 Derecho Administrativo español. Tomo II

La tesis de la sentencia de instancia parte de una apreciación que esta Sala considera
equivocada, la de considerar que cualquier petición del administrado da lugar o debe
dar lugar, a “un procedimiento iniciado a solicitud del interesado”, de modo que si no se
contesta por la Administración en el plazo máximo establecido por resolver, debe consi-
derarse estimada por silencio, en aplicación del artículo 43.2 de la Ley 30/1992 (LPAC).
La LPAC llevó a cabo una diferencia sustancial en la regulación del sentido del silencio
que contenía la Ley de Procedimiento Administrativo de 17-VII-1958 (LPA), de cuyo exa-
men procede sin embargo comenzar para alcanzar una recta interpretación del artículo 43
LPAC. Porque el supuesto del artículo 94 LPA, que es el que regulaba el silencio admi-
nistrativo negativo era el de que “se formulara alguna petición ante la Administración
y ésta no notificara su decisión en el plazo de tres meses”. La LPA se refería a la falta de
respuesta a cualquier petición, cualquiera que ésta fuera, para dar a ese comportamiento
de la Administración, tras la denuncia ante ésta de la mora, el valor de un acto desestima-
torio, si así lo decidiera el administrado. Sin embargo, cuando el artículo 95 LPA se refiere
al silencio positivo se limitan los supuestos en que ello puede suceder; cuando se establezca
por disposición expresa o cuando se trate de aprobaciones y fiscalizaciones que deban
acordarse en el ejercicio de funciones de fiscalización y tutela de los órganos superiores
sobre los inferiores.
El artículo 43 LPAC, en cambio, no se refiere a solicitudes sino a procedimientos.
Es verdad que su párrafo 2 dice que los interesados podrán entender estimadas sus
solicitudes, pero se trata de solicitudes insertadas en determinados procedimientos.
Procedimientos que resultan de la aplicación de las correspondientes normas legales a las
solicitudes presentadas por los interesados. Y esto que cabía mantenerlo en la redacción
de la LPAC anterior a la modificación aprobada por la Ley 4/1999 de 13-I, es aun mas
patente después de esta Ley. Antes de la Ley 4/1999, porque el artículo 43 contenía tres
supuestos de silencio positivo que remitían a procedimientos mas o menos formalizados;
los dos primeros sin duda alguna (concesión de licencias o autorización de instalación,
traslado o ampliación de empresas y centros de trabajo y solicitudes que habilitaran al
solicitante para el ejercicio de derechos preexistentes), pero también el tercero, “solicitu-
des en cuya normativa de aplicación no se establezca que quedaran desestimadas si no
recae resolución expresa”, porque esa normativa de aplicación no podía ser otra sino la
normativa reguladora del específico procedimiento en cuestión.
Claramente se ve que en la mente del legislador estaba el aplicar el régimen de silencio
positivo no a cualquier pretensión, por descabellada que fuera, sino a una petición que
tuviera entidad suficiente para ser considerada integrante de un determinado proce-
dimiento administrativo. Y así resulta de la Disposición Adicional 3ª LPAC que manda
adecuar los procedimientos existentes a la nueva regulación de la LPAC, y tras esa previsión
se publican varios R.R.DD de adecuación, hasta llegar a la resolución de la Secretaría de
Estado para la Administración Publica de 20-III-96 que publica la relación de procedi-
mientos de la Administración General del Estado.
Esta resolución se publica en el BOE de 10-IV-96 y en dos suplementos de 190 paginas
que en total contienen los procedimientos existentes en el ámbito de la Administración
General del Estado, indicando, entre otras cosas, el plazo para su resolución y los efectos
del silencio.
Y esta es la situación con que se encontró el legislador en la reforma de la LPAC de 1999 .
La Exposición de Motivos de la Ley 4/1999 parte de esa relación de procedimientos,
porque se refiere a los aproximadamente 2000 procedimientos existentes en la actualidad. El
Segunda parte 209

escenario que contempla el legislador para regular el sentido del silencio no es un escenario
de peticiones indiscriminadas a la Administración sino de peticiones que pueden recon-
ducirse a alguno de los procedimientos detectados e individualizados. La Exposición de
Motivos habla de la necesidad de simplificación de ese conjunto de procedimientos, lo
que se plasma en la Disposición Adicional 1ª 1 de la Ley.
Asimismo en la Disposición Adicional 1ª 2 se ordena al Gobierno la adaptación de los
procedimientos existente al sentido del silencio establecido en la Ley. Y la Disposición
Adicional 29 de la Ley 14/2000, de 29-XII de Medidas Fiscales, y de Orden Social, en
su Anexo II contiene una relación de procedimientos en los que el silenció opera en
sentido desestimatorio.
Para el legislador de 1999, como también para el de 1992, sólo cabe aplicar la ficción
del silencio que establece la LPAC para los procedimientos regulados como tales por una
norma jurídica. A diferencia de la LPA que aplicaba el silencio negativo a las peticiones,
cualesquiera que estas fueren.
La LPAC establece como regla el silencio positivo, pero parte de que esa ficción legal
se aplica a procedimientos predeterminados, como resulta de lo más atrás expuesto y
también del artículo 42.2 que, cuando habla de la obligación de resolver, advierte que
ha de resolverse en el plazo “fijado por la norma reguladora del correspondiente pro-
cedimiento”, ha de haber un procedimiento derivado específicamente de una norma
fija, y del 42.5, que manda a las Administraciones Publicas que publiquen y mantengan
actualizadas, a efectos informativos, las relaciones de procedimientos, con indicación
de los plazos máximos de duración de los mismos, así como de los efectos que produzca
el silencio administrativo.
El silencio regulado en los artículos 43 y 44 sólo opera en el marco de alguno de los
procedimientos reconocidos como tales en el ordenamiento jurídico, estén o no estén
recogidos como tales en las normas reglamentarias de delimitación de procedimiento.
Así, en el caso de autos, la petición de intereses deducida es una incidencia de la
ejecución de un contrato de obras. No existe un procedimiento específico relativo a la
ejecución del contrato de obras; sólo lo hay, en la relación de procedimientos existentes
para las peticiones de clasificación de contratistas modificación, cesión o resolución del
contrato o peticiones de atribución de subcontratación.
La ejecución del contrato y todas sus incidencias debe reconducirse al procedimiento
contractual de adjudicación del contrato, porque en ese expediente se recogen el conjunto
de derechos y obligaciones de las partes. Y como se trata de expedientes iniciados de
oficio las consecuencia del silencio para el administrado, según el articulo 42 LPAC se
podrían considerar desestimadas sus solicitudes” (Sentencia del Tribunal Supremo de 28
de febrero de 2007. FJ. 4).

1. Consecuencias del incumplimiento de la obligación de


resolver en los procedimientos iniciados a instancia de parte:
El silencio administrativo
En este tipo de procedimientos, el incumplimiento de los plazos máximos para re-
solver y notificar da lugar a que se produzca el denominado silencio administrativo.
Mecanismo que da tutela jurídica a aquellas vulneraciones de los administrados a las
que da lugar la simple inacción formal de la Administración.
210 Derecho Administrativo español. Tomo II

A. Definición
El silencio administrativo puede ser definido como la ficción jurídica por la que
se entiende, en defensa de los derechos del administrado, que se ha dictado una
resolución de carácter de sentido estimatorio o desestimatorio, según el caso,
cuando transcurren los plazos máximos que tiene la Administración para resolver
un procedimiento y notificar la resolución de la misma, sin que se cumpla con
dichas obligaciones.

B. Finalidad
El silencio administrativo tiene como finalidad tutelar los derechos del administra-
do frente a una eventual inactividad formal de la Administración, que vulneraría
los derechos del administrado mediante su simple falta de actuación, pues dejaría
eternamente pendiente de resolución la cuestión debatida en el procedimiento.
Esta finalidad garantista se da no sólo en el silencio positivo que, como veremos,
permite entender concedido lo pedido a la Administración, sino también en el silen-
cio negativo, pues tiene la virtud de abrir la vía de recurso, permitiendo obtener al
administrado una respuesta jurídica a aquello que plantea en el procedimiento.
Ahora bien, esto no nos debe hacer perder de vista que, por más que venga a dar tu-
tela a los derechos del administrado, lo hace tan sólo como una solución de mínimos,
para tapar una previa violación de los mismos. Debe, por ello, postularse ante todo
que esta figura no tenga que operar en la práctica y que la Administración resuelva
los procedimientos, como es su obligación (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
En cualquier caso, debe evitarse que esta técnica acabe convirtiéndose en una
forma más de terminación del procedimiento a disposición de la Administración,
que le permita desligarse del deber de resolver en aquellos expedientes que, por el
motivo que sea, le resultan molestos o difíciles (GONZÁLEZ NAVARRO).

C. Naturaleza jurídica
La naturaleza jurídica del silencio administrativo ha sido discutida por la doctrina.
Para algunos sería la de una presunción (MORELL OCAÑA y ENTRENA CUESTA).
Otros, sin embargo, en nuestra opinión de forma más acertada, matizan que en la
presunción se considera como cierto algo que es solamente dudoso; mientras que
en el silencio lo que se hace es derivar de una situación cierta y constatada (el in-
cumplimiento por parte de la Administración de la obligación de resolver), una
consecuencia que se sabe no se ha producido realmente (se entiende que se ha dic-
tado una resolución, estimatoria o desestimatoria, que no ha existido). Por lo que
concluyen, estamos no ante una presunción, sino ante una auténtica ficción jurídica
(GONZÁLEZ NAVARRO y PARADA VÁZQUEZ).
Tesis que asoma claramente en alguna jurisprudencia, que se ha referido a “la
ficción conocida como silencio administrativo” (Sentencia del Tribunal Supremo de
15 de octubre de 1990. FJ. 3).
Segunda parte 211

A partir de aquí, sin embargo, no se puede dar una solución conjunta al tema
de la naturaleza jurídica del silencio administrativo, dado que éste se disocia en dos
supuestos claramente diferenciados. Por un lado, se distingue un silencio positivo, en
virtud del cual se entiende estimado aquello que se solicitaba en el procedimiento. Por
otro, un silencio negativo, que permite entender desestimado aquello que se pedía.
Aunque hay una parte de la doctrina que defiende que en ambos casos estamos
ante un auténtico acto administrativo (PAREJO ALFONSO), entendemos, con la
doctrina mayoritaria que, en realidad, uno y otro supuesto de silencio ostentan un
carácter y funcionalidad notablemente diferenciados. El primero asume el valor de
un auténtico acto administrativo que pone fin al procedimiento, dotado del mismo
valor y eficacia que tendría el acto expreso. El segundo, sin embargo, no da lugar a
una auténtica resolución, sino que la ficción se limita a posibilitar el acceso a una
segunda instancia, permitiendo la interposición del recurso procedente (TÁBOAS
BENTANACHS; GARCÍA PÉREZ; MORELLO OCAÑA; BOCANEGRA SIERRA).
Tesis que parece ratificar, por lo demás, de forma expresa el ordenamiento ju-
rídico positivo, que al referirse al silencio positivo declara de forma rotunda que la
“estimación por silencio administrativo tiene a todos los efectos la consideración
de acto administrativo finalizador del procedimiento”; mientras que al regular el
silencio negativo señala que la “desestimación por silencio administrativo tiene los
solos efectos de permitir a los interesados la interposición del recurso administrativo
o contencioso-administrativo que resulte procedente” (art. 43.3 LRJAPPAC).

D. Efectos del silencio


Como ya hemos señalado, los efectos del silencio varían según sea positivo o nega-
tivo. El primer paso que debemos que dar es, por tanto, el de determinar cuando el
silencio tiene sentido positivo, y cuando tiene sentido negativo.
La solución más tradicional es dotar al silencio administrativo de un sentido
negativo. Medida con la que se pretendía, no obstante, dar tutela de los derechos de
los administrados, pues, aunque dando por rechazada su petición, permitía al admi-
nistrado acudir a la vía de recursos, bien administrativos o judiciales, impidiendo así
que la Administración mantuviera la resolución eternamente pendiente mediante su
inacción (GONZÁLEZ NAVARRO).
Sin embargo, es también patente que esta tutela es, en cierto modo, imperfecta,
porque obliga al administrado a defender su posición desde el desconocimiento,
en cuanto la Administración no transmite los motivos por los que se produce la
denegación, disminuyendo las posibilidades de defensa (GUAITA). Sin olvidar los
perjuicios que supone tener que interponer un recurso (en ocasiones de carácter
judicial, con todos los inconvenientes que ello conlleva).
Con el propósito de superar estas limitaciones, el legislador actual ha consagrado
la solución radicalmente inversa, dando, con carácter general, sentido positivo al
silencio, al afirmar el artículo 43.2 LRJAPPAC que los interesados podrán entender
estimadas por silencio administrativo sus solicitudes en todos los casos, salvo en los
supuestos excepcionales que a continuación establece.
212 Derecho Administrativo español. Tomo II

Esta solución no nos parece del todo correcta. Cierto es que la fórmula tradicional
del silencio negativo había mostrado en numerosos casos su insuficiencia. La doctri-
na ha puesto de manifiesto que existen supuestos en los que el silencio estimatorio
es una solución más lógica.
Así, en el supuesto de actividades autorizatorias adoptadas en el ejercicio de la
actividad de policía, ámbito en el que este tipo de silencio ejercería un efecto sim-
plificador de los trámites formales para poder hacer efectivo un derecho que ya se
posee, obligando a la Administración a denegar la solicitud expresamente, en caso de
entender que existen motivos que lo impiden (GONZÁLEZ NAVARRO, ENTRENA
CUESTA). Respuesta similar se puede dar a los actos adoptados en las relaciones de
jerarquía (aprobaciones y autorizaciones), dado que la emisión de esos actos es, en
realidad, competencia del órgano que los dicta, no del que los aprueba o autoriza
(ENTRENA CUESTA).
Pero de ahí a consagrar con carácter general, como la actual normativa, el silencio
positivo con carácter general hay una gran distancia, que quizás no se debería haber
recorrido. No le falta, por ello, razón a aquellos que critican esta solución, argu-
mentando que puede determinar la concesión de derechos o facultades contrarios
al ordenamiento jurídico, que perjudiquen los intereses públicos o de terceros; que
genera un alto de grado de inseguridad jurídica; y que pueden provocar el efecto de
alterar las reglas de competencia, impidiendo el órgano instructor que la cuestión
llegue al competente para resolver (PARADA VÁZQUEZ).
A nuestro juicio, se debería haber partido de que el silencio positivo y el silencio
negativo son dos aspectos diferentes de una misma institución, que persiguen finali-
dades diferentes y deben ser aplicados a situaciones diferentes (GUAITA), buscando
una combinación más adecuada y equilibrada de ambos.
En cualquier caso, en el Derecho vigente de esa extensión generalizada de la regla
del silencio positivo quedan excluidos los supuestos recogidos en el artículo 43.2
LRJAPPAC, a saber:
a) Los procedimientos de ejercicio del derecho de petición, a que se refiere el
artículo 29 CE.
b) Aquellos cuya estimación tuviera como consecuencia que se transfirieran al
solicitante o a terceros facultades relativas al dominio público o al servicio público.
c) Los procedimientos de impugnación de actos y disposiciones.
Si bien, cuando el recurso de alzada se haya interpuesto contra la desestimación
por silencio administrativo de una solicitud por el transcurso del plazo, se entenderá
estimado el mismo si, llegado el plazo de resolución, el órgano administrativo com-
petente no dictase resolución expresa sobre el mismo (art. 43.2 LRJAPPAC).
d) Cuando una norma con rango de Ley o norma de Derecho Comunitario
Europeo establezca lo contrario.
La ley aclara que la producción de los efectos del silencio no exime a la
Administración de la obligación de resolver expresamente, que sigue persistiendo
(art. 43.1 LRJAPPAC).
Segunda parte 213

Si bien el sentido de esa resolución estará ya condicionada en caso de que se haya


producido silencio positivo, pues, en dicho caso, la resolución expresa posterior a la
producción del acto sólo podrá dictarse de ser confirmatoria del mismo (art. 43.4
LRJAPPAC).
Lo que implica, igualmente, que la Administración no podrá contradecir, directa
o indirectamente, el derecho obtenido mediante acto presunto dictando un acto
expreso, incluso aunque ese acto expreso tenga un contenido distinto o se dicte en su
ejecución (SÁNCHEZ MORÓN).
Ahora bien, debe tenerse presente que no existe silencio administrativo en contra
de la ley. Lo que supone que vía silencio administrativo no se podrá adquirir aquello
que no podría haberse adquirido por una resolución expresa, al ser contrario al
ordenamiento jurídico (VILLAR PALASÍ y VILLAR EZCURRA).
En consecuencia, con ello, el ordenamiento jurídico sanciona con la nulidad de
pleno derecho los actos presuntos contrarios al ordenamiento jurídico por los que se
adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para
su adquisición (art. 62.1.f) LRJAPPAC).
Si bien, lo anterior no es óbice para que la Administración quede obligada para de-
jar sin efecto ese acto presunto contrario a la legalidad, a tramitar un procedimiento
de revisión de oficio por la vía del artículo 102 LRJAPPAC, pues parece injustificado
que sea el propio administrado el que se vea forzado a demostrar la legalidad de un
acto obtenido por silencio por la propia negligencia de la Administración, que queda
obligada, por ello, a demostrar la ilegalidad del mismo (BOCANEGRA SIERRA).
Ahora bien, nótese que no se permite esta revisión por cualquier deficiencia, sino
tan sólo por la falta de los requisitos esenciales para la adquisición de aquello de que
se trate (art. 62.1.f) LRJAPPAC). Lo que incluye tan sólo aquellos requisitos que se
puedan considerar imprescindibles para obtener aquello que se pedía.
Quedan fuera, en cualquier caso, cualquier tipo de argumento de oportunidad para
dejar sin efecto lo obtenido por silencio (VILLAR PALASÍ y VILLAR EZCURRA).
Tampoco cabrá ampararse en una decisión discrecional para dejar sin efecto
el acto presunto. Esto es, si la norma otorgase a la Administración un margen de
apreciación para la concesión de aquello solicitado por el administrado, no podrá
revisar la Administración la decisión presunta utilizando esa discrecionalidad para
eliminar ésta.
La discrecionalidad es la posibilidad de optar por un conjunto de opciones igual-
mente válidas para el Derecho. Siendo todas esas opciones legítimas, no podrá la
Administración elegir una distinta a la que se deriva del acto presunto, dejando éste
sin valor. La revisión del acto presunto permite acabar con éste cuando lo obtenido
es contrario al ordenamiento jurídico, pero no cuando éste es conforme al mismo,
pero se considere otra opción más adecuada. Si lo ganado por silencio era una de las
soluciones que legítimamente podría haber tomado la Administración dentro de su
margen de discrecionalidad, no puede ser cuestionado.
Tratándose de silencio negativo, sin embargo, la Administración podrá resolver
con posterioridad al vencimiento del plazo máximo, sin vinculación alguna al sentido
del silencio (art. 43.4 LRJAPPAC).
214 Derecho Administrativo español. Tomo II

En cuanto al valor del acto presunto, varía notablemente según se trate de un


supuesto de silencio positivo o negativo. En el primer caso, se genera un acto que está
dotado prácticamente del mismo valor que un acto expreso. Dicho acto se podrá ha-
cer valer tanto ante la Administración como ante cualquier persona física o jurídica,
pública o privada (art. 43.5 LRJAPPAC).
Desde el punto de vista temporal, ese acto presunto producirá efectos desde el
vencimiento del plazo máximo en el que debe dictarse y notificarse la resolución
expresa sin que la misma se haya producido, y su existencia puede ser acreditada por
cualquier medio de prueba admitido en Derecho, incluido el certificado acreditativo
del silencio producido que pudiera solicitarse del órgano competente para resolver.
Solicitado el certificado, éste deberá emitirse en el plazo máximo de quince días
(art. 43.5 LRJAPPAC).
Frente a ello, el silencio negativo produce el único efecto de permitir a los intere-
sados la interposición del recurso administrativo o contencioso-administrativo que
resulte procedente (art. 43.3 LRJAPPAC).
Dado que el silencio negativo no constituye un auténtico acto administrativo, no
podrá dar lugar a la creación de un acto consentido, debiéndose, en consecuencia,
admitir recurso contra cualquier acto que se dicte ratificando su sentido denegatorio
(SÁNCHEZ MORÓN).
El silencio administrativo, ya sea positivo o negativo, puede ser recurrido por
terceras personas distintas al interesado. A esos terceros se les debe aplicar el régimen
para las notificaciones defectuosas, de tal forma que sólo comenzar a correr los pla-
zos para ellos desde que realicen actos que denoten su conocimiento o interpongan
los recursos procedentes, pues en caso contrario quedarían en una situación de clara
indefensión (SÁNCHEZ MORÓN).

2. Consecuencias derivada del incumplimiento de la obligación


de resolver en los procedimientos iniciados de oficio
Como ocurre en los supuestos en los que el procedimiento comienza a instancia de
parte, el vencimiento del plazo máximo establecido sin que se haya dictado y notifica-
do resolución expresa no exime a la Administración del cumplimiento de la obligación
legal de resolver (art. 44 LRJAPPAC). A pesar de lo cual, la ley establece las consecuen-
cias derivadas de la falta de resolución, debiéndose distinguir diversos supuestos.
En primer lugar, cabe la posibilidad de que el procedimiento se hubiera paraliza-
do por causa imputable al interesado, en cuyo caso se interrumpirá el cómputo del
plazo para resolver y notificar la resolución (art. 44 LRJAPPAC).
En segundo lugar, cabe la posibilidad de que el incumplimiento no sea imputable
al interesado, en cuyo caso habrá que distinguir según el tipo de procedimiento de
que se trate.
a) Si se trata de procedimientos de los que pudiera derivarse el reconocimiento
o, en su caso, la constitución de derechos u otras situaciones jurídicas individuali-
zadas, los interesados que hubieren comparecido podrán entender desestimadas sus
pretensiones por silencio administrativo (art. 44.1 LRJAPPAC).
Segunda parte 215

b) Si se trata de procedimientos en que la Administración ejercite potestades


sancionadoras o, en general, de intervención, susceptibles de producir efectos des-
favorables o de gravamen, se producirá la caducidad, con los efectos previstos en el
artículo 92 LRJAPPAC (art. 44.2 LRJAPPAC).
Esta solución debe entenderse como una opción a favor de la seguridad jurídica,
que evita que el procedimiento se perpetúe indefinidamente, convirtiéndose en
una eterna amenaza para el administrado afectado (GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Declarada la caducidad, debe entenderse que el procedimiento termina de modo
irreversible, de tal modo que cualquier actuación realizada con posterioridad y,
en su caso, la eventual resolución que pudiera dictarse, debe reputarse invalida
(SANTAMARÍA PASTOR).
No obstante, debe notarse la insuficiencia de la regulación contenida en el ar-
tículo 44 LRJAPPAC, que no da respuesta al problema del trascurso de los plazos
máximos para resolver en los procedimientos que no pueden ser encajados dentro de
ninguno estos dos supuestos, como ocurre en el caso de los procedimientos selectivos
o de concurrencia competitiva (GONZÁLEZ NAVARRO).
216 Derecho Administrativo español. Tomo II

XI. Las alteraciones en los plazos


del procedimiento
1. Ampliación de los plazos
Como regla general los plazos son inalterables (art. 47 LRJAPPAC), pero se permite,
como excepción, tanto la ampliación de los plazos para realizar determinados trámi-
tes (art. 49 LRJAPPAC), como para extender los plazos máximos para la resolución
del procedimiento (art. 42 LRJAPPAC).
Como ya hemos adelantado, el artículo 49 LRJAPPAC regula la posibilidad
de ampliar los plazos para realizar un trámite concreto y determinado del pro-
cedimiento, lo que lo diferencia de la ampliación de plazos que contempla el
artículo 42 LRJAPPAC, referida a los plazos totales para resolver el procedimiento
(GONZÁLEZ NAVARRO).
Debiéndose tener en cuenta que no existe relación alguna entre una y otra, que
son totalmente independientes. De tal forma que la concesión de una ampliación del
plazo para realizar un trámite vía artículo 49 LRJAPPAC, no implica una ampliación
de los plazos para resolver el procedimiento, que sólo se puede lograr vía artículo 42
LRJAPPAC (RIVERO GONZÁLEZ).
Desde el punto de vista procedimental, la ampliación de plazos es un incidente
(GONZÁLEZ NAVARRO; CARRILLO MORENTE; LÓPEZ MIÑO), que no suspen-
de la tramitación del procedimiento (art. 77 LRJAPPAC contrario sensu).
Dicho incidente se podrá suscitar de oficio o a instancia de parte (art. 49.1
LRJAPPAC). En ambos casos, únicamente antes del vencimiento del plazo de que se
trate (art. 49.3 LRJAPPAC).
En caso de que se platee a instancia de parte, se llevará a cabo mediante un simple
escrito, de acuerdo con los requisitos del artículo 70 LRJAPPAC, en el que se expli-
carán las razones que justifican que se otorgue la prorroga (GONZÁLEZ NAVARRO
y LÓPEZ MIÑO).
Se puede dar por buena, como regla general, la solución propuesta por la doctri-
na, apoyándose en el artículo 49.3 LRJAPPAC, según la cual la Administración está
obligada a responder, cuando el incidente se suscite a instancia de parte, antes de
que trascurra el plazo para realizar el trámite (RIVERO GONZÁLEZ). Si bien, úni-
camente cuando el administrado actúe de forma diligente y de buena fe. No puede,
por propia lógica, verse la Administración obligada a resolver de forma precipitada
una petición de ampliación presentada maliciosamente por el administrado justo en
el momento de su conclusión.
Una parte de la doctrina ha entendido que, en caso de no darse respuesta, no se
producirán, como regla general los efectos propios del silencio positivo, si se podría
dar, sin embargo, en el caso de que sea patente la no existencia de perjuicio para
terceros (RIVERO GONZÁLEZ). No existe, sin embargo, a nuestro juicio, razón
jurídica alguna que permita entender concedida esa petición.
Segunda parte 217

El artículo 49 LRJAPPAC fija una serie de requisitos a los que está condicionada
la condición de la ampliación.
1. No podrá llevarse a cabo esa ampliación si un precepto establece lo contrario
(art. 49.1 LRJAPPAC).
Nótese que se habla de precepto, no de ley formal, lo que habilita a la norma reglamen-
taria para vedar la ampliación de los plazos (RIVERO GONZÁLEZ y LÓPEZ MIÑO).
2. Sólo podrá decretarse si así lo aconsejan las circunstancias y siempre que no se
perjudiquen los derechos de terceros (art. 49. 1 LRJAPPAC).
3. No puede ser en ningún caso objeto de ampliación un plazo ya vencido (art. 49. 3).
Cumplidos estos requisitos, que constituyen elementos reglados, sin cuya con-
currencia no cabe conceder la ampliación, la decisión de ampliar o no tiene un
carácter claramente discrecional para la Administración (GONZÁLEZ NAVARRO
y LÓPEZ MIÑO). Como se deduce con facilidad de la propia dicción del artículo 49
LRJAPPAC, que establece que la Administración la “podrá conceder (…) si las cir-
cunstancias lo aconsejan”.
Si bien la LRJAPPAC regula en su artículo 49.2 supuestos especiales en los que el
otorgamiento de la misma no es discrecional sino reglado, estableciendo que la am-
pliación de los plazos por el tiempo máximo permitido se aplicará en todo caso a los
procedimientos tramitados por las misiones diplomáticas y oficinas consulares, así
como a aquellos que, tramitándose en el interior, exijan cumplimentar algún trámite
en el extranjero o en los que intervengan interesados residentes fuera de España.
La ley no fija el órgano competente para resolver, por lo que se puede considerar
aplicable analógicamente la solución propuesta por el artículo 42.6 LRJAPPAC, esto
es, el órgano competente para resolver, a propuesta razonada del órgano instructor,
o el superior jerárquico del órgano competente para resolver, a propuesta de éste
(GONZÁLEZ NAVARRO y LÓPEZ MIÑO).
El acuerdo de ampliación debe ser motivado (art. 54.1.e) LRJAPPAC), y notifi-
cado a los interesados (art. 49.1 LRJAPPAC), dejándose constancia del mismo en el
expediente (GONZÁLEZ NAVARRO).
En cuanto a la extensión de la ampliación, no podrá exceder de la mitad de los
mismos (art. 49.1 LRJAPPAC).
Esta limitación temporal de la ampliación ha sido criticada, con razón en
nuestra opinión, por la doctrina, en cuanto no parece existir razón alguna que
impida que ese incremento de los plazos en el tiempo razonablemente necesario
para cumplir el plazo de que se trate, que no tiene porque ser la mitad del mismo
(SANTAMARÍA PASTOR).
Este carácter restrictivo permite entender, aunque la ley no lo diga, que no cabrá
una segunda ampliación de un plazo ya ampliado. Si bien, nada parece oponerse a la
ampliación de ulteriores plazos del procedimiento (CARRILLO MORENTE).
Los acuerdos sobre ampliación de plazos o sobre su denegación no serán suscep-
tibles de recurso (art. 49.3 LRJAPPAC). Lo que no impide que se pueda alegar este
hecho al impugnar la resolución final.
218 Derecho Administrativo español. Tomo II

Por lo que se refiere a la ampliación de los plazos totales para resolver el pro-
cedimiento. La ley parte de la consideración de que la mera dificultad para el
cumplimiento de los plazos máximos para resolver no justifica la ampliación de
éstos. De tal forma que, cuando éstos problemas se manifiesten, se deberá habilitar
medios personales o materiales para superar esos obstáculos, mediante decisión
del órgano competente para resolver, a propuesta razonada del órgano instructor,
o el superior jerárquico del órgano competente para resolver, a propuesta de éste
(art. 42.6 LRJAPPAC).
Sólo excepcionalmente, cuando agotada la utilización de los medios disponibles,
se acredite, con motivación clara de las circunstancias concurrentes, la imposibi-
lidad de superar esas dificultades, cabrá la ampliación de estos plazos (art. 42.6
LRJAPPAC).
La ampliación no podrá superar el plazo establecido para la tramitación del pro-
cedimiento (art. 42.6 LRJAPPAC).
No se establece el órgano al que le corresponde tomar esa decisión, pero parece
claro que debe ser el mismo al que le corresponde llevar a cabo la habilitación de
medios personales o materiales (GONZÁLEZ NAVARRO).
El acuerdo que resuelva sobre la ampliación de plazos debe ser notificado a los in-
teresados, y no se puede interponer contra él recurso alguno (art. 42.6 LRJAPPAC).

2. La reducción de los plazos.


La tramitación de urgencia
El artículo 50. 1 LRJAPPAC permite aplicar al procedimiento la tramitación de urgencia.
Dicho precepto establece como único requisito que concurran razones de interés
público que así lo aconsejen, esto es, basta con que existan motivos de interés público
que determinen la existencia de urgencia en la tramitación. La posibilidad de utilizar
esta figura depende, en consecuencia, de la concurrencia de urgencia.
El propio Tribunal Supremo ha fijado que debemos entender por tal, señalando
que “la urgencia alude a un supuesto en el que actuando rápidamente en el procedi-
miento ordinario, la solución, dada la duración de aquél, habría de llegar tarde: las
circunstancias concurrentes demandan una decisión que con la tramitación general
ya sería tardía. Se sacrifican las garantías ordinarias porque con ellas la solución no
serviría para resolver el problema” (Sentencia del Tribunal Supremo de 24 de julio
de 1989. FJ. 3).
El Tribunal Supremo ha declarado que la urgencia es un concepto jurídico in-
determinado, no discrecional, señalando que “la urgencia es sin duda un concepto
jurídico indeterminado lo que significa que su naturaleza no es discrecional sino
reglada: no permite elegir entre varias soluciones igualmente justas, es decir, jurí-
dicamente indiferentes, sino que sólo admite una única solución justa, sin perjuicio
del margen de apreciación que se reconoce a la Administración en la zona de incer-
tidumbre o penumbra que separa las zonas de certeza positiva y negativa” (Sentencia
Segunda parte 219

del Tribunal Supremo de 24 de julio de 1989. FJ. 2. Sentencia del Tribunal Supremo
de 5 de abril de 1988. FJ. 4). De lo que se deriva, como es lógico, la posibilidad de
control judicial de la concurrencia de dicho requisito.
La declaración de urgencia se podrá acordar de oficio o a instancia de parte
(art. 50.1 LRJAPPAC), mediante decisión motivada (art. 54.1.e) LRJAPPAC), contra
la que no cabrá recurso alguno (art. 50.2 LRJAPPAC).
En cuanto a sus efectos, determina la reducción de los plazos a la mitad, con
excepción de los relativos a la presentación de solicitudes y de recurso (art. 50.1
LRJAPPAC).
220 Derecho Administrativo español. Tomo II

XII. Fases del procedimiento


La vida del procedimiento se desarrolla en torno a tres grandes fases: iniciación,
instrucción y terminación (GONZÁLEZ NAVARRO).

1. Iniciación del procedimiento


El procedimiento puede iniciarse de oficio o a solicitud de persona interesada
(art. 68 LRJAPPAC). Siendo perfectamente posible la existencia de procedimientos
que admiten una iniciación mixta, de oficio y a instancia de parte. No cabe una de-
terminación apriorístico del modo en que se iniciarán los distintos procedimientos,
si bien, con carácter general, suelen iniciarse de oficio los susceptibles de generar
efectos negativos para el administrado, y a instancia de parte los que pueden produ-
cir efectos favorables para éste (SANTAMARÍA PASTOR y FANLO LORAS).
Decimos que un procedimiento comienza a instancia de parte si lo excita la presen-
tación de una solicitud por parte de persona interesada. Si bien la iniciación efectiva
del procedimiento se producirá con un acuerdo de iniciación de la Administración
actuante, que es el primer acto del procedimiento.
Entendemos que el concepto de solicitud debe distinguirse del de petición, aun-
que haya un sector de la doctrina que equipara uno y otra (PARADA VÁZQUEZ). A
nuestro juicio se trata de dos figuras netamente diferenciadas, por ser la primera una
petición fundada en Derecho, a través de la que, en sentido propio, no se instrumenta
una petición, sino la exigencia de que se aplique el ordenamiento jurídico a una deter-
minada situación; mientras que la segunda ampara una petición puramente graciable
por la que se pide, en el sentido más estricto del término pedir, a la Administración
algo que no se tiene derecho a exigir. De lo que se deriva, a su vez, que en el primer
caso se requiere de la Administración una resolución fundada en Derecho, mientras
que en el segundo tan sólo se exige de ésta una respuesta, que pueda estar fundada en
motivos de oportunidad (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ;
FERNÁNDEZ PASTRANA; MARTÍN MATEO; MORELL OCAÑA).
Nótese que el primero, el derecho a la instancia o solicitud, tiene su fundamento
en el principio de legalidad, consagrado en el artículo 103 de nuestra Constitución,
que ordena el sometimiento pleno de la Administración a la Ley y al Derecho, y se
rige por lo dispuesto en la LRJAPPAC.
Frente a ello, el derecho petición se edifica sobre la base del artículo 29 de nuestra
Norma Fundamental, que reconoce esta facultad como un derecho fundamental
de los de máximo protección, estableciendo que todos “los españoles tendrán el
derecho de petición individual y colectiva por escrito, en la forma y con los efectos
que determine la Ley”, y se rige por lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/2001, de 12
de noviembre, reguladora del Derecho de Petición (en adelante LODP), que permite
ejercitar este derecho a cualquier persona, natural o jurídica, independientemente de
su nacionalidad, y de forma individual o colectiva (art. 1 LODP), mediante escrito,
y por cualquier medio (incluidos los de carácter electrónico) que permita acreditar
Segunda parte 221

su autenticidad, e incluyendo necesariamente la identidad del solicitante, la nacio-


nalidad si la tuviere, el lugar o el medio elegido para la práctica de notificaciones, el
objeto y el destinatario de la petición y en el caso de peticiones colectivas la firma de
todos los peticionarios, junto a la que sea harán constar los nombres y apellidos de
cada uno de ellos (art. 4 LODP).

A. La solicitud o instancia
A la solicitud por la que se inicia el procedimiento administrativo se le da técnica-
mente la denominación de instancia, debiéndose hacer constar en ella, por exigencia
del artículo 70.1 LRJAPPAC, los siguientes extremos:
– Nombre y apellidos del interesado, y en su caso de su representante, así
como la identificación del medio preferente o del lugar que se señale a efectos de
notificaciones.
– Hechos, razones y petición en que se concrete, con toda claridad la solicitud.
– Lugar y fecha.
Parece que por tales debe entenderse el lugar y la fecha de redacción, lo que la
convierte en una exigencia inútil y entorpecedora (GONZÁLEZ NAVARRO y
RIVERO GONZÁLEZ), al no ser este lugar y esta fecha los que interesa, sino los
de presentación, que quedan acreditados por el sello de la oficina receptora. Como
apunta el Tribunal Supremo, “el acto jurídico de petición ante la Administración no
tiene lugar cuando se confecciona una solicitud o se estampa en ella una fecha, bien
sea la del mismo momento en que se hace u otra distinta, sino cuando se presenta el
escrito ante cualquiera de las oficinas públicas” (Sentencia del Tribunal Supremo de
30 de enero de 1965. Cdo. 4).
Debe darse por buena, por ello, entendemos, la doctrina que considera que el
incumplimiento de esta mención no requiere ni siquiera subsanación (COBO
OLVERA).
– Firma de del solicitante o acreditación de la autenticidad de su voluntad expre-
sada por cualquier medio.
– Órgano, centro o unidad administrativa a la que se dirige.
El orden de estas menciones contenido en este artículo no debe considerarse
obligatorio (GONZÁLEZ NAVARRO).
Fuera de estas exigencias y de las que la normativa concreta del procedimiento del
que se trate pueda establecer en cada caso, rige para la confección de la solicitud el
principio antiformalista (MANUAL DE DOCUMENTOS ADMINISTRATIVOS).
Las ventajas que conlleva, sin embargo, la existencia en algunos casos de una cierta
uniformidad, justifica que la ley obligue a las Administraciones públicas a establecer
modelos y sistemas normalizados de solicitudes cuando se trate de procedimientos
que impliquen la resolución numerosa de una serie de procedimientos. Modelos que
deberán estar a disposición de los ciudadanos en las dependencias administrativas
(art. 70.4 LRJAPPAC).
222 Derecho Administrativo español. Tomo II

Sin perjuicio, obviamente, de que los solicitantes puedan también aportar los
elementos que estimen convenientes para precisar o completar los datos del modelo,
los cuales deberán ser admitidos y tenidos en cuenta por el órgano al que se dirijan
(art. 70.4 LRJAPPAC).
Se ha discutido los efectos que produce la no utilización del modelo normalizado
o su utilización defectuosa. Hay quien considera que debe dar lugar a la inadmisión
(JIMÉNEZ CRUZ). Solución que niegan otros autores, argumentando que estos
modelos se establecen para facilitar el ejercicio de estos derechos por parte de los
ciudadanos, no para la comodidad de la Administración (GAMERO CASADO y
FERNÁNDEZ RAMOS). Por nuestra parte, entendemos, con la doctrina mayori-
taria, que constituyen una deficiencia puramente subsanable en los términos que
establece el artículo 71 LRJAPPAC (RIVERO GONZALEZ y FANLO LORAS), que
en su momento examinaremos.
En cualquier caso, no pueden utilizarse los modelos normalizados como una vía
para que la Administración obtenga percepciones indebidas o exacciones ilegales,
cobrando un precio superior a su coste (JIMÉNEZ CRUZ).
La ley permite la acumulación en una misma solicitud de las pretensiones co-
rrespondientes a una pluralidad de personas, siempre que tengan un contenido y
fundamento idéntico o sustancialmente igual, salvo que las normas reguladoras de
los procedimientos específicos dispongan otra cosa (art. 70.2 LRJAPPAC).
Si la solicitud de iniciación no reúne los requisitos exigidos por la legislación
aplicable la Administración está obligada a ofrecerle al interesado un plazo para la
subsanación de esos defectos (art. 71.1 LRJAPPAC).
Dicha posibilidad constituye una consecuencia ineludible del derecho a la tutela
judicial efectiva, como ha aclarado el Tribunal Supremo, que señala que la necesi-
dad de ofrecer dicho plazo responde “al principio de tutela judicial efectiva de los
derechos, el cual reduce al máximo las posibilidades de cierre o preclusión de esa
vía judicial por meros defectos formales. Es importante subrayar esto, a fin de dejar
claro que la idea directriz que debe inspirar la interpretación de las normas procesa-
les es la de que la actividad administrativa esté sujeta al control de los jueces y que el
acceso a ese control ha de ser facilitado y no entorpecido. Y esa idea directriz o matiz
disciplinar es, a su vez, emanación de otra superior cual es la idea de justicia, valor
constitucional que en nuestro ordenamiento se resume en el derecho del administra-
do a una justicia judicial plenaria, la cual no puede verse ni retrasada (…) ni mucho
menos excluida por una arbitraria exacerbación de preocupaciones formalistas que
lejos de servir al derecho lo anulan y destruyen” (Sentencia del Tribunal Supremo de
12 de abril de 1989. FJ. 2 del TS).
El plazo de subsanación es de diez días (art. 71.1 LRJAPPAC). Si bien podrá
ser ampliado, salvo que se trate de procedimientos selectivos o de concurrencia
competitiva, hasta cinco días más, a petición del interesado o iniciativa del órgano
administrativo competente, cuando la aportación de los documentos requeridos
presente dificultades especiales (art. 71.2 LRJAPPAC).
Segunda parte 223

Dicho plazo se contará a partir del requerimiento que al efecto deberá formular la
Administración, en el que se indicará expresamente que si no se procediese a la sub-
sanación en dicho plazo se le tendrá por desistido previa resolución que deberá ser
dictada en los términos previstos en el artículo 42 LRJAPPAC (art. 71.1 LRJAPPAC).
De esta forma esta posibilidad de subsanación se configura como lo que se co-
noce jurídicamente como una carga, figura que no se confunde ni con el derecho
ni con la obligación, pues tiene elementos propios de ambas. Más concretamente, la
subsanación de los defectos no es una obligación sino una mera posibilidad, lo que
lo aproxima a un derecho; pero en caso de no llevarla a cabo deberá soportar las
consecuencias derivadas de su falta (en el caso que nos ocupa el desistimiento), lo que
le dota de un cierto contenido obligacional (GONZÁLEZ NAVARRO).
La referencia al artículo 42 LRJAPPAC debe entenderse realizada al párrafo se-
gundo del apartado 1 de este artículo, que fija las exigencias del deber de resolver en
caso de desistimiento, supuesto para el que se exige únicamente una resolución que
declare que se ha producido el desistimiento, indicando los hechos producidos y las
normas aplicables. Esto supone que no se exige como ocurre normalmente que se
resuelva sobre el fondo del asunto (esto es, la cuestión que se trata de resolver en el
proceso); sino que se produce lo que se conoce como una resolución anormal, que sin
resolver sobre la cuestión de fondo, se limita a indicar el elemento que ha impedido
dicha resolución (en el caso que nos ocupa, el desistimiento), indicando el régimen
jurídico aplicable a dicha situación.
Ese régimen jurídico será el recogido en el artículo 91.3 LRJAPPAC, que regula el
desistimiento conjuntamente con la renuncia, y que será estudiado en su momento.
Debe señalarse, por otra parte, que la exigencia de subsanación en los términos
del artículo 71.1 LRJAPPAC por parte de la Administración se ciñe a los supuestos en
los que se incumplan los requisitos exigidos por la legislación aplicable. No pudiendo
convertirse en una vía para que la Administración reclame modificaciones no exigi-
das por el ordenamiento jurídico.
En tal sentido, la jurisprudencia ha sentado que no cabe que la Administración re-
clame por este medio documentos no preceptivos, señalando que la “Administración
no puede arbitrariamente exigir cualquier documentación, sino aquella que sea
indispensable para fijar los datos en base a los cuales ha de dictarse la resolución y
esos datos han de ser ignorados por la Administración, ya que si ésta los conoce, por
haber presentado el interesado los documentos que se le piden” no pude reclamarlos
(Sentencia del Tribunal Supremo de 7 de julio de 1997. FJ. 4).
La ley permite que el órgano competente recabe del solicitante la modificación o
mejora voluntarias de los términos de la solicitud, de lo que se levantará acta sucinta,
que se incorporará al procedimiento (art. 71.3 LRJAPPAC). Esta posibilidad se dife-
rencia netamente de la posibilidad de subsanación del artículo 71.1 LRJAPPAC que
acabamos de examinar, que se refiere a la posibilidad de subsanar defectos formales,
mientras que la que ahora nos ocupa se refiere a la posibilidad de mejorar errores de
fondo (GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
224 Derecho Administrativo español. Tomo II

B. Iniciación de oficio
Los procedimientos se iniciarán de oficio por acuerdo del órgano competente (art. 69.1
LRJAPPAC). Si bien no es éste el verdadero elemento que diferencia estos proce-
dimientos de los iniciados a instancia de parte, que comienzan del mismo modo
(FERNÁNDEZ MONTALVO). El criterio que deslinda unos y otros es, más bien,
la causa que determina la adopción de ese acuerdo. En los iniciados a instancia de
parte, el elemento detonante es la voluntad del administrado, manifestada a través
de la presentación por parte de éste de una solicitud; mientras que la iniciación de
oficio puede venir excitada por diversas circunstancias, que encubren en todo caso
la voluntad de la Administración de poner en marcha el expediente (SANTOFIMIO
GAMBOA), y que aparecen enumeradas en el art. 69.1 LRJAPPAC, en concreto:
a) Por propia iniciativa del órgano competente.
b) Por orden de un superior.
c) Por petición razonada de otro órgano.
d) Por denuncia.
Debemos detenernos, aunque sea brevemente, en este último supuesto, que
plantea algunas cuestiones específicas. Se debe entender por denuncia la puesta en
conocimiento de un órgano administrativo de determinados hechos que pueden dar
lugar a la iniciación de un procedimiento administrativo (GONZÁLEZ NAVARRO;
FERNÁNDEZ MONTALVO; SANTAMARÍA PASTOR; MORELL OCAÑA).
Aunque es una actuación dirigida a impulsar la acción de la Administración,
no tiene por sí misma fuerza suficiente para iniciar el procedimiento (Sentencia del
Tribunal Supremo de 23 de junio de 1987. FJ. 4). Esto marca una neta diferencia entre
la presentación de una solicitud y la denuncia, pues la primera está dotada de fuerza
suficiente para poner en marcha el proceso, de tal forma que el acuerdo de iniciación
del procedimiento es una consecuencia necesaria de la misma; la segunda, sin em-
bargo, no vincula al órgano competente, que cuenta con un margen de decisión para
valorar los hechos y decidir acerca de la iniciación (SÁNCHEZ MORÓN).
Tampoco tiene la denuncia fuerza suficiente para otorgar a quien la formula
la condición de interesado (JIMÉNEZ CRUZ; MORELL OCAÑA; ENTRENA
CUESTA), que alcanzará tan sólo en la medida en que cumpla los requisitos de legi-
timación y personación que en su momento vimos.
En cualquier caso, bien comience el procedimiento de oficio o a instancia de parte, el
acuerdo de iniciación que lo pone en marcha es un mero acto de trámite que, como tal,
salvo en los supuestos en los que concurren las circunstancias contenidas en el art. 107.1
LRJAPPAC que lo convierten excepcionalmente en acto cualificado, no será susceptible
de impugnación separada (PARADA VÁZQUEZ y FERNÁNDEZ MONTALVO).

2. Fase de instrucción
Denominamos fase de instrucción a aquella que tiene por objeto recopilar y com-
probar los datos en virtud de los cuales se va a decidir la cuestión de fondo que se
trata de resolver en el procedimiento (FANLO LORAS; VILLAR PALASÍ y VILLAR
Segunda parte 225

EZCURRA) o, dicho en los términos que utiliza el Derecho positivo, “la determi-
nación, conocimiento y comprobación de los datos en virtud de los cuales deba
pronunciarse la resolución” (art. 78.1 LRJAPPAC).
En aplicación del principio de oficialidad, los actos de instrucción deberán reali-
zarse de oficio por el órgano que tramite el procedimiento, sin perjuicio del derecho
de los interesados a proponer aquellas actuaciones que requieran su intervención o
constituyan trámites legal o reglamentariamente establecidos (art. 78.1 LRJAPPAC).
Los actos de instrucción son actos de trámite, por lo que no son con carácter
general susceptibles de impugnación separada (PARADA).

A. Alegaciones
Las alegaciones son declaraciones de conocimiento que realizan los interesados para
introducir en el procedimiento datos que pretenden influir en su decisión, bien sean relati-
vas a los hechos o a los criterios jurídicos aplicables (PARADA VÁZQUEZ; BOQUERA
OLIVER; SANTAMARÍA PASTOR; VILLAR PALASÍ VILLAR EZCURRA).
No son alegaciones, sin embargo, las operaciones de introducción de datos en el
procedimiento por parte de la Administración, que se instrumentan por otras vías
como la prueba, los informes, etc. (FANLO LORAS).
No se establece una forma determinada para su realización. Lo más habitual es
que se realicen por escrito, pero nada impide que se utilicen otras vías (en forma oral,
comparecencia, etc.) (SANTAMARÍA PASTOR).
Se pueden realizar en cualquier momento del procedimiento hasta que se dicte
la propuesta de resolución. El art. 79.1 LRJAPPAC permite que se realicen en cual-
quier momento del procedimiento anterior al trámite de audiencia, y el art. 84.2
LRJAPPAC durante dicho trámite que, como es sabido, se realice justo antes de que
se dicte la propuesta de resolución.
Las alegaciones tienen que ser tenidas en cuenta por el órgano competente
al redactar la correspondiente propuesta de resolución (art. 79.1 LRJAPPAC).
Si bien la inf luencia final que puedan tener en la resolución dependerán
del grado de convicción que generen en el órgano competente para resolver
(SANTAMARÍA PASTOR).

B. Informes y dictámenes
No creemos que tenga sentido distinguir entre los conceptos de informe y dictamen,
por lo que nos alineamos con aquellos que consideran que constituyen términos
sinónimos (GONZÁLEZ NAVARRO) y vamos a dar una definición conjunta
para ambos.
Los informes y dictámenes son declaraciones de juicio emitidas por un órgano
dotado de especiales conocimientos en la materia sobre la que se emite, que tienen
como finalidad asesorar al órgano decisor al respecto, contribuyendo al acierto de
su decisión.
226 Derecho Administrativo español. Tomo II

Por lo que se refiere a su función, son un instrumento adecuado para cumplir


dos tareas diferentes en el procedimiento administrativo. Por un lado, son una
vía para la introducción de datos en el procedimiento; por otra, pueden ser un
medio de comprobación de los datos obrantes en el expediente (VILLAR PALASÍ
y VILLAR EZCURRA).
Aunque hay quien niega su consideración como acto administrativo (PARADA
VÁZQUEZ), parece que debe considerarse que su naturaleza es la de un acto de trá-
mite, por lo que no son susceptibles de impugnación separada. Así lo ha señalado el
Tribunal Supremo, indicando que “dada la naturaleza instrumental de los informes,
es evidente la imposibilidad de impugnar los informes emitidos en un procedimien-
to administrativo, de modo separado e independiente, de la resolución definitiva que
en el procedimiento se adopte” (Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de junio de
1996. FJ. 2).
Es importante a efectos prácticos realizar una doble clasificación de los informes,
distinguiendo, por un lado, entre informes facultativos o preceptivos y, por otro,
entre vinculantes y no vinculantes.
La primera de estas dos clasificaciones atiende a la obligatoriedad de solicitud
del informe. Cuestión a la que da respuesta el art. 82 LRJAPPAC, según el cual, a
“efectos de la resolución del procedimiento, se solicitarán aquellos informes que sean
preceptivos por disposiciones legales, y los que se juzguen necesarios para resolver”.
Esto permite distinguir dos grandes tipos de informes, los facultativos, que son
aquellos que no son exigidos por norma alguna, por lo que queda a la decisión del ór-
gano que tramita el procedimiento pedirlos o no; y los preceptivos, que son aquellos
que deben solicitarse necesariamente, por venir exigidos por una disposición legal.
Debiéndose entender aquí el término disposición legal en sentido amplio, compren-
diendo no sólo las normas con rango de ley, sino también los simples reglamentos
(GONZÁLEZ NAVARRO).
Salvo disposición expresa en contrario, los informes se consideraran facultativos
(art. 83.1 LRJAPPAC).
La segunda clasificación hace referencia a la obligatoriedad que se deriva del
informe para el órgano asesorado. Se habla, entonces, de informe vinculante para
referirse a aquél que obliga en cuanto a su contenido al órgano que lo recibe; y
de informe no vinculante, cuando no se genera dicha obligación, de tal forma
que puede resolver conforme a su propio criterio. Debiéndose considerar, salvo
disposición expresa en contrario, que los informes son no vinculantes (art. 83.1
LRJAPPAC).
Debe, no obstante, hilarse un poco más fino, y distinguir dentro de los dictámenes
o informes vinculantes entre los que lo son en sentido estricto, en cuanto vinculan al
órgano decisor en todos sus elementos; y aquellos de carácter meramente obstativo,
esto es, que se limitan a impedir que se puedan tomar determinadas decisiones en
contra del criterio del órgano que emitió el informe, viniendo, en consecuencia a
funcionar como una especie de veto (SANTAMARÍA PASTOR).
Segunda parte 227

En realidad, la funcionalidad del informe vinculante va más allá de la del mero


asesoramiento, originando una auténtica codecisión o decisión compartida entre el
órgano asesor y el que ostenta la competencia activa.
Sin embargo, el informe no vinculante influirá en la decisión final tan sólo en
la medida en que genere convicción en el órgano que lo recibe, que está obligado a
valorarlo pero no a seguirlo. Si bien, para apartarse de lo establecido en el dictamen
deberá motivar su decisión (art. 54.1.c LRJAPPAC).
La jurisprudencia ha limitado la obligación de motivar a los supuestos en que se
ejerciten potestades discrecionales, no considerándola necesaria, por tanto, en los
supuestos en que se ejercitan potestades regladas. El Tribunal Supremo ha señalado
al respecto la siguiente doctrina:
“La representación procesal de los recurrentes no aporta ningún acto dictado con
anterioridad por el Pleno del Consejo General del Poder Judicial que permita afirmar
que el acto impugnado se aparta del criterio seguido en actuaciones precedentes. A ma-
yor abundamiento, aunque lo hubieran aportado, y, efectivamente se hubiera apartado
del criterio de un acto anterior, tampoco sería precisa una motivación para justificar tal
apartamiento, pues ello sólo es preciso cuando se trata de actos discrecionales, ya que
los actos reglados, como es el acuerdo impugnado, han de someterse en todo caso a las
normas que habilitan su producción. Dentro de la actividad reglada de la Administración
no entra en juego el precedente administrativo, cuyo campo de acción está limitado a
la actividad discrecional. Si la Administración dicta en el ejercicio de su actividad re-
glada un acto contrario al ordenamiento jurídico, el mismo no la vincula para seguir
dictando actos ilegales. Ni los administrados podrían invocar a tal fin el artículo 14 de la
Constitución, pues sólo cabe la igualdad dentro de la legalidad. La necesidad de motivar
los actos administrativos discrecionales que se separen del criterio seguido anteriormen-
te tiene su fundamento en el artículo 9.3 de la Constitución que garantiza la interdicción
de la arbitrariedad de los Poderes públicos. La necesidad de que los actos administrativos
reglados se sujeten a sus normas habilitantes viene impuesto por el propio artículo 9 de
la Constitución que garantiza el principio de legalidad” (Sentencia del Tribunal Supremo
de 26 de octubre de 1995. FJ. 9).

Dicha posición ha sido criticada por la doctrina, en nuestra opinión de manera


acertada, alegando la literalidad del precepto y la necesidad de que el administrado
conozca las razones del actuar de la Administración a fin de controlar su legalidad
(AYALA MUÑOZ), sea el acto reglado o sea discrecional. Probablemente, el grado
y la intensidad de la motivación sea mayor cuando nos encontremos con ejercicio
de potestad discrecional que cuando estemos en presencia de actos reglados, como
fácilmente puede colegirse.
Por lo demás, para que se entienda satisfecho este requisito de motivación es
preciso que la Administración aporte una justificación objetiva y razonable. Así lo
ha sentado la jurisprudencia del Tribunal Supremo, que ha señalado que:
“La variación respecto a la interpretación de las normas es naturalmente admisible,
pues otra cosa supondría vincular rígidamente a los órganos administrativos a lo ya
decidido con anterioridad, pero cuando este cambio de criterio se refiere a una misma
228 Derecho Administrativo español. Tomo II

persona, a quien se ha concedido y mantenido durante siete años en la titularidad de una


licencia de armas, sin que hayan variado las circunstancias que dieron lugar a expedir
dicha autorización, debemos exigir, como lo ha realizado la Sala de primera instancia,
que tal modificación de criterio se funde en una justificación objetiva y razonable, ex-
puesta en las resoluciones dictadas al efecto, como por otra parte demanda el ya citado
artículo 43.1.c) de la Ley de Procedimiento Administrativo” (Sentencia del Tribunal
Supremo de 19 de enero de 1996. FJ. 3).

La exigencia de motivación no se cumple con la simple inclusión de una fórmula


que no deje acreditados los motivos justificados que motivaron el cambio de criterio.
Es menester una tarea de explicación o razonamiento de los motivos sobre los que
descansa el acto administrativo. En tal sentido, señala la jurisprudencia del Tribunal
Supremo que:
“Este precepto exige la motivación expresa cuando la Administración se separe del
criterio seguido en actuaciones precedentes, pero no puede entenderse que el precepto
se cumpla en debida forma porque la Administración haga una afirmación cualquiera,
siendo obvio que la separación del criterio anterior debe fundarse en datos de hecho sóli-
damente acreditados en el expediente administrativo. En caso contrario, como afirma el
juzgador de instancia, se produce una grave quiebra de la seguridad jurídica” (Sentencia
del Tribunal Supremo de 5 de octubre de 1998. FJ. 3).

La petición del informe deberá indicar: a) la norma que lo exige, si es preceptivo,


o la fundamentación de la conveniencia de reclamarlo, si es facultativo (art. 82.1
LRJAPPAC); b) la concreción del extremo o extremos acerca de los que se solicita
(art. 82.2 LRJAPPAC); c) el plazo legal para su emisión (art. 75.2 LRJAPPAC).
Los informes se evacuarán en un plazo de diez días, salvo que una disposición
establezca otra cosa, o que el cumplimiento del resto de los plazos permita o exija
otro plazo mayor o menor (art. 83 LRJAPPAC).
Si no se emite en esos plazos pueden continuar las actuaciones, salvo que se trate
de informes preceptivos que sean determinantes para la resolución del procedimien-
to, en cuyo caso se podrá interrumpir el plazo de los trámites sucesivos (art. 82.3
LRJAPPAC).
La no emisión del informe en plazo puede generar la responsabilidad del órgano
encargado de remitirlo (art. 83.3 LRJAPPAC).
Las consecuencias derivadas de la no solicitud de un informe variarán depen-
diendo del tipo de dictamen del que se trate. Si es facultativo, es evidente que no se
trata de una deficiencia con entidad suficiente para determinar la invalidez de la
resolución que ponga fin a ese procedimiento. Sin perjuicio de que pueda constituir,
como señala una parte de la doctrina, un indicio de la arbitrariedad de la decisión
(SANTAMARÍA PASTOR).
La doctrina no se ha manifestado de forma uniforme acerca de las consecuencias
derivadas de la no solicitud de un informe preceptivo. Así, hay quien considera que dicha
falta determina en todo caso la invalidez de la resolución emitida (SÁNCHEZ MORÓN,
Segunda parte 229

SANTAMARÍA PASTOR). Mientras que otros entienden, de forma más correcta a nues-
tro juicio, que sigue el régimen general de los vicios de forma, dando lugar a la invalidez
tan sólo cuando genere una indefensión material (GONZÁLEZ NAVARRO).
No nos parece que exista duda alguna, no obstante, que cuando ese dictamen
preceptivo es, además, vinculante, la ausencia del informe generará en todo caso la
invalidez de la resolución dictada (SANTAMARÍA PASTOR).
La emisión del informe fuera de plazo es un vicio de mera anulabilidad que, en
consecuencia, admite subsanación, y no impide que se pueda admitir y valorar el
informe extemporáneo (GONZÁLEZ NAVARRO). Si bien con un límite, no cabe,
por propia lógica, la incorporación del informe una vez que ya se ha dictado la reso-
lución, pues ya carece de capacidad de influencia (SANTAMARÍA PASTOR).
La ley fija una regla especial para los supuestos en los que el informe debiera ser
emitido por una Administración pública distinta de la que tramita el procedimiento
en orden a expresar el punto de vista correspondiente a sus competencias respecti-
vas, y transcurriera el plazo sin que aquél se hubiera evacuado. En tales supuestos
la LRJAPPAC establece que se podrán proseguir las actuaciones y que el informe
emitido fuera de plazo podrá no ser tenido en cuenta al adoptar la correspondiente
resolución (art. 83.4 LRJAPPAC).
Nos sumamos a la mejor doctrina, que subraya la falta de sentido de este precepto,
pues parece absurdo que un órgano deje de tener en cuenta el sentido de un informe
porque le llegue fuera de plazo (GONZÁLEZ NAVARRO).
En caso de que el informe se pronuncie sobre cuestiones a las que no se extiende
la consulta realizada, dichos contenidos serán totalmente irrelevantes. Así lo ha
señalado el Tribunal Supremo, según el cual:
Todos “los contenidos del informe que rebasen el ámbito material del procedi-
miento administrativo en que se emite son irrelevantes. Esta irrelevancia se deduce
de la naturaleza del informe, pues si los informes tienen su fundamento en que
constituyen un medio para garantizar el acierto de la resolución final que se dicte en
el procedimiento administrativo en que se emiten, es evidente que no son materia
de informe todas aquellas cuestiones que no están dirigidas a asegurar el acierto de
la resolución final”. De tal modo que “los pronunciamientos de orden jurídico que
exceden del contenido debido de un informe no tienen que ser combatidos mediante
un recurso contencioso específico. De la propia naturaleza de los informes, se deduce
su irrelevancia e inexistencia, por mucho que forme parte del contenido del informe”
(Sentencia del Tribunal Supremo de 17 de junio de 1996. FJ. 2).
Aunque la LRJAPPAC no lo diga, la resolución recaída en el procedimiento para
el que se solicitó el dictamen debería ser comunicada al órgano que emitió el informe
(GONZÁLEZ NAVARRO).

C. Prueba
La prueba puede definirse como la actividad dirigida a la comprobación de la verdad
de los datos presentes en el pleito y relevantes para su resolución.
230 Derecho Administrativo español. Tomo II

El objeto central de la prueba son, evidentemente, los hechos relevantes para la


decisión del procedimiento (art. 80.1 LRJAPPAC). Si bien no será necesario probar
los hechos presumidos por la ley (GONZÁLEZ NAVARRO), ni los que gocen de
notoriedad absoluta y general (art. 281.4 LEC). Si bien, hay que justificar la existen-
cia de dicha notoriedad, pues no puede probarse un dato alegando que se trata de
“un conocimiento notorio sin explicar de dónde proviene la notoriedad y general
conocimiento, pues cuando así se opera, se infringe el principio de contradicción
al impedirse a las partes y al Tribunal de apelación —que pueden no tener esa clase
de conocimiento—, que critiquen las primeras y contraste el segundo la apreciación
realizada por la sala de instancia” (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de marzo
de 1995. FJ. 2).
En principio no son objeto de prueba las normas jurídicas, que deben ser cono-
cidas por el funcionario actuante (PARADA VÁZQUEZ y GONZÁLEZ NAVARRO),
pero si deberá probarse la costumbre, salvo que las partes estuviesen conformes en
su existencia y contenido y sus normas no afectasen al orden público; y las normas
extranjeras en cuanto a su vigencia y contenido (art. 281.2 Ley de Enjuiciamiento
Civil, en adelante LEC).
Para ello se podrán hacer uso de cualquier medio de prueba admisible en Derecho
(art. 80.1 LRJAPPAC).
Consecuencia lógica del principio de oficialidad, al que nos referimos en su mo-
mento, es la necesidad de que el órgano administrativo desarrolle por sí mismo toda la
actividad probatoria necesaria para el esclarecimiento del pleito. Solución que, como
es sabido, responde al interés público que reside en toda cuestión administrativa,
cuya satisfacción no puede abandonarse a la iniciativa de las partes. Así lo confirma
el art. 80.2 LRJAPPAC, al establecer que cuando “la Administración no tenga por
ciertos los hechos alegados por los interesados o la naturaleza del procedimiento lo
exija, el instructor del mismo acordará la apertura de un período de prueba”.
Todo ello, sin perjuicio, evidentemente, de que los interesados puedan solicitar
la práctica de cuantas pruebas consideren necesarias y que sean adecuadas. Dichas
pruebas deberán realizarse, pues en caso contrario podrían dar lugar a una indefen-
sión determinante de la invalidez de la resolución dictada en el procedimiento.
Si bien, evidentemente, el órgano instructor del procedimiento podrá rechazar las
pruebas propuestas por los interesados cuando sean manifiestamente improceden-
tes o innecesarias, mediante resolución motivada (art. 80.3 LRJAPPAC). Debiéndose
entender por improcedentes aquellas pruebas que no guardar relación con lo que sea
objeto del procedimiento (art. 283.1 LEC) y por innecesarias aquellas que “según re-
glas y criterios razonables y seguros, en ningún caso puedan contribuir a esclarecer
los hechos controvertidos” (art. 283.2 LEC).
Cuando las pruebas se realicen a petición del interesado e impliquen gastos que
no deba soportar la Administración, ésta podrá exigir el anticipo de los mismos, a
reserva de la liquidación definitiva, una vez practicada la prueba. La liquidación de
los gastos se practicará uniendo los comprobantes que acrediten la realidad y cuantía
de los mismos (art. 81.3 LRJAPPAC).
Segunda parte 231

En cuanto al momento de su realización, en principio, dada la flexibilidad que


caracteriza los procedimientos administrativos, se podrá practicar en cualquier mo-
mento considerado oportuno por el órgano instructor (SÁNCHEZ MORÓN). No
obstante, la Ley reconoce a dicho órgano la posibilidad de abrir, cuando lo considere
oportuno, un período de prueba por un plazo no superior a treinta días ni inferior a
diez (art. 80.2 LRJAPPAC).
En aplicación del principio de contradicción, se debe dar a los interesados la
posibilidad de participar en la práctica de la prueba. A tale efectos la LRJAPPAC
obliga a la Administración a comunicar a los interesados, con antelación suficiente,
el inicio de las actuaciones necesarias para la realización de las pruebas que hayan
sido admitidas (art. 81.1 LRJAPPAC). Debiéndose consignar en la notificación el
lugar, fecha y hora en que se practicará la prueba, con la advertencia, en su caso, de
que el interesado puede nombrar técnicos para que le asistan (art. 81.2 LRJAPPAC).
La valoración de la prueba que realice el órgano administrativo producirá efectos
únicamente dentro del procedimiento administrativo, y no genera vinculación algu-
na para los Tribunales de Justicia (PAREJO ALFONSO).

D. Trámite de audiencia
Este trámite responde al principio de que nadie puede ser condenado sin ser oído.
Lo que llevado al ámbito del procedimiento administrativo supone que nadie puede
verse afectado en sus derechos subjetivos o intereses legítimos sin ser escuchado
(MORCILLO MORENO).
En esencia es un mecanismo para la defensa de los derechos de los interesados
en el procedimiento, si bien, se constituye también, indirectamente, en una vía para
aportar datos a la Administración, facilitando que ésta pueda dictar una decisión
eficaz, que satisfaga el interés público (JIMÉNEZ PLAZA).
Desde el punto de vista subjetivo es un derecho que se reconoce tan sólo a los
interesados (art. 84.1 LRJAPPAC). Lo que determina que sólo puedan ser ellos los
que reclamen su omisión. En tal sentido se ha pronunciado el Tribunal Supremo,
señalando que “la omisión de este trámite, en relación a concretos sujetos, ha de
ser denunciada por los propios afectados, en cuanto que son ellos los que han de
acreditar la indefensión que se ha producido” (Sentencia del Tribunal Supremo de 30
de abril de 2001. FJ. 4).
Es un derecho de todos los interesados en el procedimiento, por lo que la audien-
cia debe darse a todos aquellos que tengan tal carácter (FERNÁNDEZ MONTALVO,
1993, pág. 301).
Este trámite consta de dos partes. Por un lado, permite tomar conocimiento de
lo actuado mediante la revisión del expediente, que se le pondrá de manifiesto a los
interesados o, en su caso, a sus representantes (art. 84.1 LRJAPPAC). Por otro lado, se
permite a los anteriores reaccionar o defender su posición respecto a todo aquello que
conste en dicho expediente, en cuanto “podrán alegar y presentar los documentos y
justificaciones que estimen pertinentes” (art. 84.2 LRJAPPAC).
232 Derecho Administrativo español. Tomo II

Si bien, en realidad, son dos elementos estrictamente unidos, pues si el intere-


sado a través de este trámite puede defender debidamente su posición, es porque
previamente ha podido revisar todo lo actuado, tomando conciencia de aquello que
le beneficia o perjudica.
Esto determina que el momento de realización del trámite juegue un papel deci-
sivo. La ley fija su celebración una vez instruido el procedimiento e inmediatamente
antes de redactar la propuesta de resolución (art. 84.1 LRJAPPAC), esto es, cuando
ya no se van a aportar más datos al procedimiento, pero aún no se ha decidido éste.
En definitiva, cuando, por un lado, se pueden conocer todos los elementos con inci-
dencia en la resolución de cuestión, y, por otro, existe todavía aún una posibilidad de
influencia efectiva, porque no se ha tomado la decisión final.
No es, por ello, correcto, en nuestra opinión, considerar, como hace una parte de
la doctrina, que es posible prescindir de este trámite si se ha hecho con anterioridad
uso del derecho a conocer, en cualquier momento, el estado de tramitación del pro-
cedimiento (MORENO MOLINA y DOMÍNGUEZ ALONSO).
Por estos mismos motivos, para que se entienda cumplido el trámite se debe
permitir el acceso a la totalidad del expediente, y no sólo a una parte del mismo. Así
lo ratifica la jurisprudencia, que ha señalado que el trámite de audiencia “no podrá
tenerse por cumplido si lo que se pone de manifiesto es tan sólo una parte del ex-
pediente, que omite o no comprende otras que, no siendo reservadas o de no acceso
para el interesado, si son objetivamente de conocimiento oportuno o conveniente, al
menos, para el ejercicio del derecho de alegación” (Sentencia del Tribunal Supremo
de 12 de febrero de 2001. FJ. 3).
De este régimen se exceptúan, no obstante, los documentos del artículo 37.5
LRJAPPAC (art. 84.1 LRJAPPAC), esto es: a) los que contengan información sobre las
actuaciones del Gobierno del Estado o de las Comunidades Autónomas, en el ejercicio
de sus competencias constitucionales no sujetas a Derecho Administrativo; b) los que
contengan información sobre la Defensa Nacional o la Seguridad del Estado; c) los trami-
tados para la investigación de los delitos cuando pudiera ponerse en peligro la protección
de los derechos y libertades de terceros o las necesidades de las investigaciones que se estén
realizando; d) los relativos a las materias protegidas por el secreto comercial o industrial;
e) los relativos a actuaciones administrativas derivadas de la política monetaria.
En cualquier caso, si en virtud de estas excepciones se decidiese permitir el acceso
tan sólo a una parte del expediente, y no a su totalidad, se deberá notificar dicha
decisión, que deberá ser motivada (DE ASIS ROIG).
Se podrá prescindir del trámite de audiencia cuando no figuren en el procedi-
miento ni sean tenidos en cuenta en la resolución otros hechos ni otras alegaciones
y pruebas que las aducidas por el interesado (art. 84.4 LRJAPPAC). Exclusión lógica,
pues el administrado ni va a conocer nada que ya no supiera en la audiencia; ni tiene,
por ello, necesidad de defensa alguna, pues los elementos objeto de valoración son
únicamente los que el mismo ha presentado.
Segunda parte 233

La jurisprudencia ha aclarado que no es necesario realizar dicho trámite en la


resolución de un incidente, en el que no se incorporan hechos, alegaciones o pruebas
distintas a las aducidas por el interesado:
“El escrito que la sociedad “Azulejos Alcor, S.L.”, en cuanto titular del expediente
CS/0343/P12, remitió a la Dirección General de Políticas Sectoriales el 14 de septiembre de
2001 fue examinado en el seno del procedimiento incoado para resolver aquel expediente
como una “incidencia” más del mismo. Tratándose, como se trataba, de responder a una
solicitud de cambio de titularidad en la que constaban los extremos pertinentes (sociedad
“transmitente” y nueva sociedad beneficiaria, así como las referencias a los actos societarios
correspondientes), ninguno de los cuales era puesto en tela de juicio por la Administración,
no resultaba precisa la incoación de otro procedimiento autónomo, como parecen preten-
der los recurrentes, pudiendo el Ministerio de Economía decidir de modo directo sobre el
cambio de titularidad pretendido. Y, por esta misma razón, al resolver de modo directo
sobre la petición, no se vulnera el artículo 84 de la Ley 30/1992, pues la razón de ser del acto
denegatorio no atendía a hechos distintos de los alegados ni requería de pruebas o alegacio-
nes adicionales” (Sentencia del Tribunal Supremo de 29 de diciembre de 2007. FJ. 4).

Se realizará en un plazo no inferior a 10 días ni superior a 15 (art. 84. 2 LRJAPPAC).


Si bien cabe la posibilidad de que los interesados renuncien a dicho trámite, mani-
festando antes del vencimiento del plazo su decisión de no efectuar alegaciones ni
aportar nuevos documentos o justificaciones, en cuyo caso se tendrá por realizado el
trámite (art. 84.3 LRJAPPAC).
No hay uniformidad en la doctrina acerca de los efectos que se derivan de la
omisión de este trámite. Así, para algunos debe aplicarse la doctrina que considera
los vicios de forma como vicios de orden público, que originan la nulidad radical o
nulidad de pleno derecho (PARADA VÁZQUEZ).
Para otros, sin embargo, se debe aplicar la doctrina que considera que los defectos
procedimentales sólo tienen trascendencia anulatoria cuando dan lugar a una inde-
fensión material, siendo en caso contrario meras irregularidades no invalidantes.
Es esta última tesis la que sigue mayoritariamente la jurisprudencia, que ha
afirmado que “la indefensión jurisdiccionalmente trascendente es la material, de
manera que la mera invocación de infracciones formales, sin transcendencia real y
material, no puede provocar la anulación de los actos impugnados. Esta conclusión
se ve corroborada en el orden práctico, pues ningún sentido tendría el cumpli-
miento del trámite omitido si una vez celebrado no se producen modificaciones
reales en el expediente resuelto. Ello obliga, por tanto, a que se alegue, en términos
razonables, que hipotéticos efectos favorables para el recurrente se habrían produ-
cido de haberse observado el trámite omitido. Al no haberse hecho así alegando
los perjuicios razonables que de esa omisión de la audiencia se han seguido, la
indefensión alegada no puede ser apreciada” (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de
febrero de 2001. FJ. 2).
Desde estos presupuestos se puede entender convalidados los defectos de forma
cuando son subsanados en la instancia. De tal modo que, en caso de que se haya
234 Derecho Administrativo español. Tomo II

dado audiencia en el procedimiento de recurso, el defecto de que adolecía el acto se


entiende subsanado.
Esta última tesis es la que sigue mayoritariamente la jurisprudencia, que ha
señalado que “es doctrina jurisprudencial uniforme (…) que si bien el trámite de
audiencia no es de mera solemnidad, ni rito formalista y si medida práctica al ser-
vicio de un concreto objeto como es el de posibilitar, a los diferentes afectados en
un Expediente, el ejercicio de cuantos medios puedan disponer en defensa de sus
derechos, no es menos cierto que la posible nulidad de actuaciones queda supeditada
a que la omisión pueda dar lugar a que con ella se haya producido indefensión en la
parte y, en el supuesto de autos tal indefensión no se ha producido, para la parte hoy
recurrente, toda vez que, en esta vía jurisprudencial, ha podido exponer, con total
conocimiento del Expediente y de todas las actuaciones practicadas, los motivos y
argumentaciones que estimó precisos para la defensa de sus derechos, absolutamen-
te idénticos a los que hubiera podido formular en el trámite formal de Audiencia,
ya que dispuso de todos los datos y antecedentes fácticos y legales obrantes en el
Expediente” (Sentencia del Tribunal Supremo de 16 de noviembre de 1999. FJ. 1).
La no realización del trámite, por tanto, tan sólo determinará la invalidez cuando
de lugar a una indefensión material que no pueda ser subsanada. Como por ejemplo,
cuando no dándose audiencia correctamente se extravíe el expediente, imposibili-
tando la subsanación del defecto en fase de recurso (Sentencia del Tribunal Supremo
de 12 de febrero del 2001. FJ. 3).
Una vez realizado el trámite de audiencia no pueden realizarse nuevos actos de
instrucción, pues en caso contrario debería reabrirse el plazo para realizar el trámite
de audiencia (DE ASÍS ROIG).

E. Trámite de información pública


Este trámite se articula para recabar la opinión de la generalidad del público acerca
del objeto del procedimiento o sobre alguna cuestión que forme parte de mismo. Su
finalidad no es, por tanto, la tutela de los intereses particulares de los interesados,
sino permitir la accesibilidad de todos los posibles datos que puedan ser de utilidad
a la hora de resolver el procedimiento (FERNÁNDEZ MONTALVO).
Si bien, no deja de constituir una medida que garantiza el derecho de la ciuda-
danía a defender su posición, permitiéndole hacer llegar su voz a la Administración
(CAMPO CABAL). Con el valor reforzado que trae consigo su aptitud para conse-
guir que la Administración pueda conocer por anticipado, y por tanto cuando es
posible aún impedir el daño o el conflicto, los intereses que pueden verse eventual-
mente perjudicados o vulnerados por una determinada actuación administrativa
(DANOS ORDÓÑEZ).
Nótese que va dirigido a cualesquier persona física o jurídica que quieran acudir a
dicho trámite, con independencia de que sean o no interesados en ese procedimiento
(art. 86.2 LRJAPPAC). De lo que se deriva su total intranscendencia respecto a la
Segunda parte 235

asignación de la condición de interesado, esto es, ni el hecho de presentarse al mismo


otorga tal condición (art. 86.3 LRJAPPAC); ni la no presentación por parte de quien
ya tiene esa condición le priva de la misma (MARTÍN MATEO).
En cualquier caso, se trata de una facultad, por lo que no puede comportar efecto
perjudicial alguno el hecho de la no comparecencia (FERNÁNDEZ MONTALVO).
En particular, no va a cerrar la posibilidad de recurrir en su momento la resolución
que ponga fin al procedimiento (art. 86.3 LRJAPPAC).
Su naturaleza es la de un acto administrativo de trámite, no constituye un proce-
dimiento independiente (FERNÁNDEZ MONTALVO y JIMÉNEZ CRUZ).
No se trata de un trámite imprescindible, se celebrará tan sólo cuando la naturaleza
del procedimiento lo requiera (art. 86.1 LRJAPPAC). Sin perjuicio, obviamente, de
la posibilidad de que la legislación sectorial lo pueda establecer como obligatorio
para determinados procedimientos. Así, por ejemplo, el artículo 11.1 Real Decreto
Legislativo 2/2008, de 20 de junio, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de
Suelo establece que todos “los instrumentos de ordenación territorial y de ordena-
ción y ejecución urbanísticas, incluidos los de distribución de beneficios y cargas, así
como los convenios que con dicho objeto vayan a ser suscritos por la Administración
competente, deben ser sometidos al trámite de información pública en los términos
y por el plazo que establezca la legislación en la materia, que nunca podrá ser inferior
al mínimo exigido en la legislación sobre procedimiento administrativo común, y
deben publicarse en la forma y con el contenido que determinen las leyes”.
Cuando no ocurre así, queda a la discrecionalidad de la Administración decidir
si es necesaria o no su celebración. Debiéndose entender precisa en aquellos proce-
dimiento es los que existe un conjunto indeterminado de interesados que sea preciso
escuchar y en aquellos en que por su trascendencia social o la importancia de los
intereses públicos en juego merezca la pena escuchar cualquier posible opinión que
se pueda formular (FERNÁNDEZ MONTALVO y JIMÉNEZ CRUZ).
Esta discrecionalidad administrativa debe entenderse de forma restrictiva. De tal
forma que debe optarse por su celebración siempre que concurran las circunstancias
a las que nos referimos en el párrafo anterior. Así lo ha destacado la jurisprudencia,
que ha señalado que “las facultades discrecionales de la Administración para habi-
litar este trámite de información pública concebido, en general, como facultativo
(…) parece han de entenderse en sentido restrictivo; y de ahí también, que cuando
se hubiesen dado uno de los dos supuestos legales: la naturaleza del procedimiento
y su incidencia en colectivos (…) la Administración debe, está obligada, a someter
el procedimiento a esa información pública” (Sentencia del Tribunal Superior de
Justicia de Aragón de 30 de abril de 1993. FJ. 2).
No se establece por ley el momento en que debe celebrarse, sin perjuicio de
que lo haga la legislación específica. Un sector de la doctrina ha defendido que
ha de tener lugar en un momento en el que el procedimiento tenga un grado sufi-
ciente de desarrollo, a fin de que tenga verdadera virtualidad, aunque se ponga de
manifiesto sólo una parte del mismo (MORCILLO MORENO). Sin embargo, en
236 Derecho Administrativo español. Tomo II

nuestra opinión, debe entenderse que su realización se tiene que producir una vez
tramitado el procedimiento.
En cuanto a su contenido, se trata de dar a los comparecientes la posibilidad de
consultar el expediente, bien todo o una parte del mismo, y de formular las alegacio-
nes que consideren oportunas (art. 86.2 LRJAPPAC).
En caso de que se presenten alegaciones la Administración no está, obviamente,
obligada a seguirlas, pero si lo está a considerarlas a la hora de adoptar la resolución
que ponga fin al procedimiento y a dar una respuesta motivada a la persona que las
presentó (art. 86.3 LRJAPPAC).
La falta de esta respuesta motivada no puede tener como consecuencia, sin
embargo, la invalidación de la resolución que se dicte en el procedimiento. Es una
inactividad material de la Administración, contra la que el ciudadano afectado
podrá reaccionar a través de la vía prevista en la Ley Jurisdiccional al efecto, y que
ocasionaría la correspondiente responsabilidad de las autoridades y funcionarios
públicos (MORCILLO MORENO).
Siendo la información pública un acto de trámite, la respuesta dada por la
Administración a las alegaciones formuladas por los comparecientes no será impugnable
ni en vía administrativa, ni en vía contencioso-administrativa (MESEGUER YEBRA).
Para dar publicidad a su celebración, es preciso que se anuncie ésta en el Boletín
Oficial del Estado, de la Comunidad Autónoma o de la Provincia según el caso
(art. 86.2 LRJAPPAC). Este anuncio señalará el lugar de exhibición y determinará el
plazo para formular alegaciones, que en ningún caso podrá ser inferior a veinte días
(art. 86.2 LRJAPPAC).
La realización de este trámite no suple la necesidad de realizar el de audiencia.
Si bien, si se asiste al de información pública, formulándose las mismas alegaciones
que se hubieran podido formular en el de audiencia al interesado, la omisión de este
último se convierte en una irregularidad no invalidante (ENTRENA CUESTA).
Tampoco se suple el trámite que nos ocupa por la realización del de audiencia. Así
lo señala la jurisprudencia, que ha afirmado que el trámite de información pública
“no se cumple con la audiencia del interesado; cosas distintas, que aún teniendo por
común la aportación de datos, mientras los de la audiencia son conclusivos, los de
información son más bien introductorios, «documentadores» de la resolución de las
cuestiones planteadas y de las derivadas de ella” ( Sentencia del Tribunal Superior de
Justicia de Aragón de 30 de abril de 1993. FJ. 2).
La falta de realización de este trámite, cuando es preceptivo, acarrea la nulidad de
la resolución definitiva que pone fin al procedimiento. Así lo ratifica la jurispruden-
cia, que ha señalado que, siendo “cierta la doctrina que se aduce sobre la conservación
de los actos administrativos y sobre la excepcionalidad de la anulación de los mismos
por defectos de forma que solamente puede decretarse por defectos esenciales (…),
ya que la anulación de los actos por defectos de forma sólo se puede acordar cuando
los mismos hayan carecido de los requisitos formales indispensables para alcanzar
su fin o los defectos hayan dado lugar a la indefensión de los interesados (…), no es
Segunda parte 237

menos cierto que la jurisprudencia de este Tribunal ha venido calificando de esencial


el trámite de información pública en toda clase de procedimientos en los que es
preceptiva, decretándose siempre la anulación por su omisión (…) puesto que la
ausencia de una información pública preceptiva, constituye un defecto formal que
impide al acto alcanzar su fin (…). La información pública preceptiva (…) puede
ofrecer datos decisivos para la correcta decisión, y no puede sustraerse tal trámite
con la presunción de que el mismo no habría arrojado ninguna luz adicional al
asunto, pues esto no puede saberse con antelación y hay que hacer la información
pública para poder valorar el resultado” (Sentencia del Tribunal Supremo de 13 de
junio de 1988. FJ. 3).

3. Terminación del procedimiento


A. La propuesta de resolución
Antes de entrar en el examen de la terminación propiamente dicha, debemos hacer
una breve referencia a la propuesta de resolución. Figura importante, aunque la ley
no se refiere a ella más que indirectamente (art. 84.1 LRJAPPAC, al regular el trámite
de audiencia), en aquellos procedimientos en los que el órgano encargado de resolver
es distinto de aquel que se ocupa de la instrucción del procedimiento. En dichos
supuestos la actividad de instrucción culminará con la remisión de esta propuesta al
órgano encargado de decidir (MORELL OCAÑA).
Se trata de un proyecto de resolución que el órgano instructor propone al
órgano decisor, acompañado de las razones de hecho y de derecho que justifican
dicha decisión.
Se debe entender que dicha propuesta no genera ningún tipo de vinculación en
el órgano al que va dirigida, que puede apartarse de ella. Si bien nada obsta para
que una norma jurídica pueda darle en determinados casos carácter vinculante
(BOQUERA OLIVER).

B. Modos normales y anormales de terminación del procedimiento


El modo normal y lógico de terminación del procedimiento es que se dicte una
resolución que resuelva sobre las cuestiones de fondo que se planteaban en el mis-
mo (art. 87.1 LRJAPPAC). Sin embargo, no va a ocurrir así en dos grandes bloques
de supuestos.
Cabe, por un lado, que la Administración, por incapacidad o por dejación de sus
funciones, simplemente no resuelva el procedimiento. Supuesto en que, como ya sabe-
mos, va a entrar en juego el mecanismo del silencio administrativo, provocando una
finalización ficticia del procedimiento, en los términos que vimos en su momento.
Por otra parte, en algunos casos, aún dándose una terminación real del proce-
dimiento, no va a poder ésta resolver las cuestiones de fondo que se discutían en el
procedimiento, por concurrir determinadas causas que impiden que ésta se dicte. Se
238 Derecho Administrativo español. Tomo II

suele hablar en estos casos, aunque hay quien se pronuncia en contra de esta expre-
sión (SANTAMARÍA PASTOR), de una terminación anormal del procedimiento.
Estarían aquí comprendidos los supuestos de desistimiento, renuncia, caducidad
(art. 87.1 LRJAPPAC), desaparición sobrevenida del objeto del procedimiento
(art. 87.2 LRJAPPAC) y terminación convencional (art. 88 LRJAPPAC).

C. La resolución en sentido estricto


Vaya por delante que, cuando hablamos aquí de resolución, nos estamos refiriendo
a la resolución en sentido estricto, esto es, la que determina la terminación normal
del procedimiento, resolviendo las cuestiones de fondo planteadas en el mismo. En
un sentido amplio también se habla de resolución para referirse a la que pone anor-
malmente fin a un procedimiento, esto es, sin resolver sobre el fondo, limitándose a
la declaración de la circunstancia que concurra en cada caso, con indicación de los
hechos producidos y las normas aplicables (art. 42 LRJAPPAC).
El primer requisito que debe cumplir la resolución de un procedimiento ad-
ministrativo es el de congruencia. Exigencia que, no obstante, plantea algunas
particularidades en este ámbito. No las plantea en cuanto a la necesidad de que el
órgano administrativo de respuesta a todas y cada una de las cuestiones planteadas
por las partes, que rige plenamente en el procedimiento administrativo (art. 89.1
LRJAPPAC).
Sin embargo, no basta con lo anterior para que la resolución sea congruente,
sino que es preciso, además, que se resuelvan cualesquiera otras cuestiones que se
deriven del procedimiento (art. 89.2 LRJAPPAC). Solución lógica, dado el interés
público presente en todo procedimiento administrativo, que impide dejar su tutela a
la simple acción de las partes.
Cuando el órgano administrativo vaya a pronunciarse sobre cuestiones no plan-
teadas por los interesados, como una exigencia lógica del principio de contradicción,
deberá darse a éstos la posibilidad de pronunciarse sobre ellas. A tales efectos el
artículo 89.1 LRJAPPAC ordena que el órgano competente las ponga de manifiesto a
los interesados por un plazo no superior a quince días, para que formulen las alega-
ciones que estimen pertinentes y aporten, en su caso, los medios de prueba.
En los procedimientos tramitados a solicitud del interesado, del principio de con-
gruencia se deriva la imposibilidad de agravar su situación inicial, que no impedirá,
sin embargo, que la Administración haga uso de su potestad de incoar de oficio un
nuevo procedimiento, si procede (art. 89.2 LRJAPPAC).
La resolución será motivada en los supuestos previstos en el art. 54 LRJAPPAC
(art. 89.3 LRJAPPAC), pudiendo servir de motivación la aceptación de dictámenes o
informes, debiéndose incorporar éstos al texto de la misma (art. 89.5 LRJAPPAC).
En la resolución se deberá expresar los recursos que procedan contra la misma,
indicándose el órgano administrativo o judicial ante el que hubieran de presentarse
y plazo para interponerlos, sin perjuicio de que los interesados puedan ejercitar
cualquier otro que estimen oportuno (art. 89.3 LRJAPPAC).
Segunda parte 239

D. Terminación anormal del procedimiento


a. Desistimiento y renuncia
Desistimiento y renuncia son dos instituciones distintas pero que presentan algu-
nas similitudes que hacen adecuado su tratamiento conjunto. Una y otra tienen en
común que constituyen, en ambos casos, un apartamiento voluntario por parte del
interesado de lo solicitado.
Se distinguen por su diferente alcance, ya que en el caso del desistimiento se
abandona tan sólo el concreto procedimiento en que se ha formulado la pretensión,
por lo que puede plantearse de nuevo esa pretensión en un procedimiento posterior;
mientras que en la renuncia se abandona el propio derecho que se está ejercitando,
por lo que ya no cabrá su posterior ejercicio en un nuevo procedimiento.
En algunos casos, sin embargo, esta diferencia se diluye, pues la concurrencia de otras
circunstancias puede hacer que los efectos de desistimiento y renuncia sean los mismos.
Así, si se está en vía de recurso, sujeta, como veremos, a rigurosos plazos de
caducidad, cuyo transcurso hace irrecurrible la resolución, el desistimiento va a
implicar de hecho la perdida de la situación jurídica que se trata de hacer valer en
la acción, pues el acto administrativo impugnado deviene inatacable. Lo mismo, a
la inversa, ocurre en los procedimientos en los que se pretende el nacimiento de
un derecho, en los que la renuncia no puede producir más efectos que los del mero
desistimiento, pues no cabe, por lógica, la renuncia a un derecho aún no nacido
(TÁBOAS BENTANACHS).
El desistimiento se puede hacer efectivo por cualquier interesado, mientras que
la renuncia sólo será posible si el ordenamiento jurídico no la prohíbe (art. 90.1
LRJAPPAC), lo que supone, en aplicación del art. 6.2 del Código Civil, que no será
posible la renuncia si contraría el interés u orden público o perjudica a terceros.
Si bien, cuando exista más de un interesado, la renuncia y el desistimiento afectarán
tan sólo al interesado que los formule (art. 90.2 LRJAPPAC).
Tanto el desistimiento como la renuncia podrán realizarse por cualquier medio
que permita su constancia (art. 91.1 LRJAPPAC). Si bien, debe tenerse en cuenta que
para desistir de acciones y renunciar a derechos la representación no se presume, por
lo que hay que acreditarla por cualquier medio valido en derecho que deje constancia
fidedigna (art. 32.3 LRJAPPAC).
La ley no establece nada respecto al momento en que deberá llevarse a cabo,
pero parece evidente que, por su propia naturaleza, podrá realizarse en cualquier
momento anterior a la resolución del procedimiento.
Recibido el desistimiento o la renuncia, la Administración los aceptará de plano y
declarará concluso el procedimiento (art. 91.2 LRJAPPAC), salvo en dos casos:
En primer lugar, si hubiera terceros interesados y éstos instarán la continuación
del procedimiento en el plazo de diez días desde que fueran notificados del desisti-
miento (art. 91.2 LRJAPPAC).
En segundo lugar, cuando la cuestión que se examina en el procedimiento entraña
interés general o fuera conveniente sustanciarla para su definición y esclarecimiento,
240 Derecho Administrativo español. Tomo II

en cuyo caso la Administración podrá limitar los efectos del desistimiento o la re-
nuncia al interesado y seguir adelante con el procedimiento (art. 91.3 LRJAPPAC).

b. Caducidad
Aunque se ha señalado la incorrección del término, propugnando su sustitución por
el probablemente más correcto de perención (GONZÁLEZ NAVARRO), se suele uti-
lizar el término caducidad para referirse a la terminación del procedimiento como
consecuencia de la inactividad culpable del sujeto que lo inició, bien sea el adminis-
trado (art. 92 LRJAPPAC) o la Administración (art. 44.2 LRJAPPAC).
Los efectos derivados de uno y otro incumplimiento son los mismos, pero no
los requisitos para su aplicación. En el segundo caso, esto es, en los procedimientos
iniciados de oficio, se producirá la caducidad por el trascurso del plazo máximo que
tiene la Administración para resolver y notificar sin que se haya dado cumplimiento
a esta obligación, siempre que no se haya paralizado el procedimiento por causa
imputable al interesado y que se trate de procedimientos en que se ejerciten potes-
tades sancionadoras o, en general, de intervención, susceptibles de producir efectos
desfavorables o de gravamen (art. 44 LRJAPPAC).
Debe entenderse que basta con el transcurso de ese plazo máximo para que se
produzca la caducidad, teniendo la resolución de la Administración carácter pura-
mente declarativo (GONZÁLEZ NAVARRO).
En los procedimientos iniciados a instancia de parte se requiere, en primer lugar,
que se produzca una paralización del procedimiento por causa imputable al inte-
resado (art. 92.1 LRJAPPAC). Lo que excluye la producción de dicho efecto cuando
la causa es imputable a la Administración, a un tercero o a cualquier circunstancia
ajena al interesado.
Como puede verse, se trata de una medida dotada de una cierta connotación
sancionadora, que viene a castigar la actitud negligente de la persona que impul-
so el procedimiento. De aquí que no pueda nunca aplicarse cuando tenga efectos
perjudiciales para el interés público o los intereses de terceras personas, que se
verían, en caso contrario, perjudicados injustamente por la pasividad de otros
(PARADA VÁZQUEZ).
Especial importancia tiene la posible afección al interés público. Supuesto en
absoluto infrecuente, dado que en todo procedimiento administrativo se solventan
intereses públicos que, en ocasiones, podrían verse perjudicados negativamente por
la declaración de caducidad. La propia ley se hace eco de esta problemática, señalando
que podrá no aplicarse la caducidad en el supuesto de que la cuestión suscitada afecte
al interés general, o fuera conveniente suscitarla para su definición y esclarecimiento
(art. 92.4 LRJAPPAC).
No basta con la simple inactividad del interesado en el cumplimiento de cual-
quier trámite, tiene que tratarse de un trámite indispensable para la resolución del
procedimiento. Sino se producirá tan sólo la perdida del trámite del que se trate
(art. 92.2 LRJAPPAC).
Segunda parte 241

Dándose dicha circunstancia se deberá requerir al administrado para que cum-


plimente dicho trámite, advirtiéndole que, transcurridos tres meses, de no hacerlo,
se declarará la caducidad del procedimiento (art. 92.1 LRJAPPAC).
Transcurrido dicho plazo, la Administración deberá dictar una resolución decla-
rando la caducidad, en la que acordará el archivo de las actuaciones y que deberá ser
notificada al interesado (art. 92.1 LRJAPPAC).
La caducidad no produce más efecto que la perdida del concreto procedimiento,
sin afectar a los derechos materiales que se estaban ejercitando en el mismo, que
podrán volver a ejercitarse en un procedimiento posterior, siempre que se continúen
dando los presupuestos procesales para ello (art. 92.3 LRJAPPAC).
Si bien, debe tenerse en cuenta que los procedimientos caducados no interrumpen
los plazos de prescripción (art. 92.3 LRJAPPAC).
La declaración de caducidad es susceptible de recurso (art. 92.1 LRJAPPAC), en
cuanto constituye un acto de trámite cualificado, susceptible de impugnación sepa-
rada, por determinar imposibilidad de continuación del procedimiento (art. 107.1
LRJAPPAC). Si bien hay una parte de la doctrina que deriva su recurribilidad de
considerar que constituye una auténtica resolución (GONZÁLEZ NAVARRO).

c. Terminación convencional
El art. 88 LRJAPPAC permite la terminación del procedimiento mediante la celebra-
ción de acuerdos, pactos, convenios o contratos entre la Administración actuante y el
interesado, bien sea una persona de Derecho público o de Derecho privado. Precepto
confuso, que presenta problemas de interpretación.
La doctrina no ha valorado de forma unánime esta posibilidad de terminación
negociada. Para algunos trata de buscar una mayor eficacia en la Administración
evitando, cuando es posible, las situaciones de conflicto, para sustituirlas por
soluciones negociadas o pactadas (SÁNCHEZ MORÓN); pudiendo si son inteligen-
temente utilizados convertirse en una vía valiosa para agilizar la Administración y
evitar dilaciones indebidas y la prolongación inútil de los conflictos (GARCÍA DE
ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Otros, sin embargo, ven en ellos una manifestación más de la excesiva utili-
zación por parte de los poderes públicos de la técnica convencional, muestra de
una Administración débil, que parece avergonzarse de sus poderes unilaterales de
resolución (PARADA VÁZQUEZ).
Coincidimos, en cualquier caso, en que, valoraciones aparte, su utilización
no ha satisfecho en la práctica las expectativas que había generado (MARTIN-
RETORTILLO BAQUER).
Estos actos podrán tener la consideración de finalizadores de los procedimientos
administrativos o insertarse en los mismos con carácter previo, vinculante o no la
resolución que les ponga fin (art. 88.1 LRJAPPAC).
Dicha posibilidad está sujeta a una serie de requisitos: a) no pueden ser contrarios
al ordenamiento jurídico; b) no pueden versar sobre materias no susceptibles de
242 Derecho Administrativo español. Tomo II

transacción; c) tienen que tener por objeto la satisfacción del interés público enco-
mendado (art. 88.1 LRJAPPAC).
De estos requisitos, sin duda, el que más problemas de interpretación genera es la
imposibilidad de que el acuerdo verse sobre materias no susceptibles de transacción.
Concepto de difícil determinación, del que se ha dicho que supone un cierto margen
de indeterminación normativa, bien por la existencia de discrecionalidad, dificul-
tades de interpretación o márgenes de interpretación cualitativos o cuantitativos,
susceptibles de resolverse mediante cesiones mutuas o propuestas de composición
amistosa (SÁNCHEZ MORÓN).
En particular, debe notarse que están fuera del tráfico jurídico y no son sus-
ceptibles, por tanto, de transacción las propias potestades administrativas. Lo que
supone que los acuerdos previos que se inserten en el procedimiento administrativo,
no podrán condicionar el resultado del ejercicio de dichas potestades.
Así lo confirma la jurisprudencia al referirse a los muy discutidos convenios de
planeamiento, respecto a los que ha señalado que no “resulta admisible una «dis-
posición» de la potestad de planeamiento por vía contractual: cualquiera que sea el
contenido de los acuerdos a los que el Ayuntamiento haya llegado con los adminis-
trados, aquella potestad ha de actuarse para lograr la mejor ordenación posible, sin
perjuicio de las consecuencias jurídicas que ya en otro terreno puede desencadenar
el apartamiento de convenios anteriores” (Sentencia del Tribunal Supremo de 30 de
abril de 1990. FJ. 3).
Los acuerdos que se suscriban no supondrán alteración de las competencias atri-
buidas a los órganos administrativos ni de las responsabilidades que correspondan a
las autoridades y funcionarios relativas al funcionamiento de los servicios públicos
(art. 88.4 LRJAPPAC).
A ello se añade que, cuando versen sobre materias de competencia del Consejo de
Ministros, requerirán aprobación expresa de dicho órgano (art. 88.3 LRJAPPAC).
La ley exige que haya una disposición que los prevea, que fije su alcance, efectos y
régimen jurídico específico (art. 88.1 LRJAPPAC).
Esto ha llevado a una parte de la doctrina afirmar que nos encontramos ante una
norma en blanco, que carece de eficacia por sí sola, pues requerirá obligatoriamente
de otra norma que la complemente, autorizando en caso concreto la terminación
mediante convenio (PARADA VÁZQUEZ).
Nosotros entendemos, sin embargo, que la exigencia de esta previsión normativa
expresa sólo es precisa para los supuestos en los que el convenio venga a sustituir
a la resolución, pero no cuando se limite a insertarse en el procedimiento con un
carácter previo a la resolución (SÁNCHEZ MORÓN). Este último supuesto es el caso
de la muy relevante figura del convenio urbanístico, cuya legalidad ha sido admitida
por la doctrina (DELGADO PIQUERAS), como por la jurisprudencia (Sentencia del
Tribunal Supremo de 15 de marzo de 1997. FJ. 4), sin necesidad de una normativa
expresa que permita su celebración.
El art. 88.2 LRJAPPAC fija el contenido mínimo de los mismos, que comprende-
rá: a) la identificación de las partes intervinientes; b) el ámbito personal, funcional y
territorial; c) el plazo de vigencia.
Segunda parte 243

La ley no obliga a publicarlos en todo caso, sólo cuando sea exigible por su na-
turaleza o por las personas a las que va destinado (art. 88.2 LRJAPPAC). Régimen
un tanto impreciso, que puede dar lugar a situaciones de falta de transparencia en
algunos casos (GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
Cabe, no obstante, la posibilidad de que una norma imponga su publicación en
algunos casos concretos. Así ocurre con los convenios urbanísticos, que deberán ser
publicados por exigencia del art. 11 Real Decreto Legislativo 2/2008, de 20 de junio,
por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de Suelo.
Tercera parte
La revisión de
los actos administrativos
Tercera parte 247

I. La revisión de los actos administrativos


El propio Tribunal Supremo ha precisado que debemos entender por revisión de los
actos administrativos, indicándonos que ésta “consiste en someterlos a un nuevo
examen para ratificarlos, corregirlos, enmendarlos o anularlos, si son contrarios a
Derecho, es decir, volverlos a ver” (Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de marzo
de 1998. FJ. 4).
Esa revisión se puede llevar a cabo en vía judicial, ante la jurisdicción contencioso-
administrativa, o en vía administrativa.
Dentro de la revisión en vía administrativa se pueden distinguir, a su vez, dos
medios de revisión: revisión de oficio y recursos administrativos. La primera se ca-
racteriza por llevarse a cabo, al menos en línea de principio, por la propia iniciativa
de la Administración, mientras que la segunda se produce como consecuencia de una
reclamación del administrado. Así lo ha subrayado el propio Tribunal Supremo, indi-
cándonos que la “revisión puede practicarse a iniciativa de la propia Administración,
autora de los mismos, en cuyo caso se denomina revisión de oficio”. Siendo aparte
posible la revisión “en vía administrativa a instancia de los particulares mediante
la interposición de los recursos administrativos correspondientes” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 26 de marzo de 1998. FJ. 4).
A ello se añade que la revisión de oficio tiene como finalidad primaria la defensa
del interés público, y sólo indirectamente la tutela de los derechos de los ciudadanos;
mientras que en los recursos administrativos prevalece el propósito de defensa de
los derechos de los administrados, por más que el interés público no deje de estar
presente (GARRIDO FALLA, PALOMAR OLMEDA y LOSADA GONZÁLEZ).
Sin embargo, con el paso del tiempo, como más tarde veremos, algunos de los
procedimientos de revisión de oficio han dado lugar a auténticas acciones, en cuanto
se pueden poner en marcha también a instancia de parte, con lo que estas diferencias
se diluyen en gran medida. Si bien, siguen manteniendo una sustantividad propia,
que obliga a su estudio por separado.
248 Derecho Administrativo español. Tomo II

II. Revisión de oficio


La existencia de estos mecanismos de revisión constituye una exigencia del principio
de legalidad, que obliga a la Administración a reaccionar por sí misma, sin necesidad
de que le insten a ello los ciudadanos, contra los actos o actuaciones contrarias al
ordenamiento jurídico (PARADA VÁZQUEZ).
Corresponde a cada Administración pública la revisión de oficio de sus propios
actos. Debiéndose tener en cuenta que las Corporaciones de Derecho público los son
en cuanto desarrollan funciones públicas, lo que les permite en tales casos llevar a
cabo la revisión de sus actos (Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de febrero de
1998. FJ. 6-8).

1. Acción de nulidad (artículo 102.1 LRJAPPAC)


A. Objeto
El ámbito de la acción de nulidad se define por dos elementos: las materias que pue-
den ser objeto de revisión por este vía, por un lado; y, por otro, los vicios por los que
deben estar afectadas esas materias.
En cuanto a la primera cuestión, la materia revisable, incluye:
1) Actos administrativos, pero sólo en la medida en que se encuentren en una de
las dos situaciones siguientes: a) hayan puesto fin a la vía administrativa; b) no hayan
sido recurridos en plazo (art. 102.1 LRJAPPAC). Estas limitaciones responden al ca-
rácter extraordinario del recurso, pues se trata con ellas de cerrar el paso a aquellos
supuestos en los que es posible la anulación del acto en vía administrativa por un
procedimiento ordinario (SÁNCHEZ MORÓN).
Debiéndose entender que están comprendidos únicamente los actos administra-
tivos definitivos o resoluciones, pero no los actos de trámite (GAMERO CASADO y
FERNÁNDEZ RAMOS).
No es necesaria la revisión de oficio para decretar la devolución de las subven-
ciones por incumplimiento de las obligaciones a las que se condicionan éstas, ya
que dicho incumplimiento supone la realización de una condición resolutoria, que
provoca dicho efecto, sin que se produzca revisión alguna.

En tal sentido, señala la jurisprudencia que “no resulta aplicable el régimen de revi-
sión de oficio establecido en los artículos 102 y 103 LRJ-PAC. Nuestra jurisprudencia ha
reconocido el carácter modal de la subvención o, si se prefiere, su naturaleza como figura
de Derecho público, que genera inexcusables obligaciones a la entidad beneficiaria, cuyo
incumplimiento determina la procedencia de la devolución de lo percibido sin que ello
comporte, en puridad de principios, la revisión de un acto administrativo declarativo
de derecho que haya de seguir el procedimiento establecido para dicha revisión en los
artículos 102 y siguientes de la LRJ-PAC. Y es que la subvención comporta una atribución
dineraria al beneficiario a cambio de adecuar el ejercicio de su actuación a los fines per-
seguidos con la indicada medida de fomento y que sirven de base para su otorgamiento.
Tercera parte 249

La subvención no responde a una causa donandi, sino a la finalidad de intervenir la


Administración, a través de unos condicionamientos o de un modus, libremente acepta-
do por el beneficiario en el actuación de éste.
Las cantidades que se otorgan al beneficiario están vinculadas al pleno cumplimiento
de los requisitos y al desarrollo de la actividad prevista al efecto. Existe, por tanto, un
carácter condicional en la subvención, en el sentido de que su otorgamiento se produce
siempre bajo la condición resolutoria de que el beneficiario cumpla unas exigencias o
tenga un determinado comportamiento o realice una determinada actividad en los con-
cretos términos en que procede su concesión.
No puede, por tanto, ignorarse el carácter modal y condicional, en los términos como
ha sido contemplado por la jurisprudencia de esta Sala, al examinar la eficacia del otor-
gamiento de las subvenciones: su carácter finalista determina el régimen jurídico de la
actuación del beneficiario y la posición de la Administración concedente. En concreto,
para garantizar en todos sus términos el cumplimiento de la afectación de los fondos a
determinados requisitos y comportamientos, que constituye la causa del otorgamiento,
así como la obligación de devolverlos, en el supuesto de que la Administración otorgante
constate de modo fehaciente el incumplimiento de las cargas asumidas, como deriva del
propio esquema institucional que corresponde a la técnica de fomento que se contempla.
Por consiguiente, cuando se trata del reintegro o denegación de subvenciones por
incumplimiento de los requisitos o indebida utilización de las cantidades recibidas,
esto es por incumplimiento de la finalidad para la que se conceden u otorgan, basta la
comprobación administrativa de dicho incumplimiento para acordar la denegación de la
subvención o la devolución de lo percibido. O, dicho en otros términos, en tal supuesto
no se produce propiamente la revisión de un acto nulo que requiera la aplicación de lo
establecido en el artículo 102 LRJ-PAC o una declaración de anulabilidad del acto que
requiera una declaración de lesividad, según el artículo 103 LRJ-PAC, sino que el acto
de otorgamiento de la subvención, que es inicialmente acorde con el ordenamiento jurí-
dico, no se declara ineficaz por motivo que afecte a la validez de su concesión, sino que
despliega todos sus efectos; y entre ellos, precisamente, la declaración de improcedencia,
el reintegro o devolución de las cantidades cuando no se ha cumplido la condición o
la finalidad para la que se otorgó la subvención. Es éste un efecto inherente al acto de
otorgamiento de la subvención que ni se revisa ni se anula, en sentido propio, sino que la
denegación o devolución representa la eficacia que corresponde al incumplimiento de la
condición resolutoria con que se concede la ayuda” (Sentencia del Tribunal Supremo de
2 de junio de 2003. FJ. 4).

2) Disposiciones administrativas (art. 102.2 LRJAPPAC).


En cuanto al segundo elemento, se exige para poder hacer uso de este procedi-
miento la concurrencia de un vicio de nulidad de pleno derecho (art. 102.1 LRJAPPAC,
para los actos administrativos y 102.2 LRJAPPAC, para los reglamentos).
Este requisito es absolutamente imprescindible, dado el carácter estrictamente
extraordinario de la acción de nulidad. No pudiendo abrirse sino concurre éste la
revisión del acto, que supondría la apertura injustificada de plazos ya fenecidos, en
detrimento del principio de seguridad jurídica. Señala en tal sentido el Tribunal
Supremo que:
La concurrencia de una causa de nulidad de pleno derecho “es un requisito sine qua
non de la viabilidad de tal procedimiento de revisión genuinamente extraordinario”. A
250 Derecho Administrativo español. Tomo II

lo que añade que es “patente, además, que al no interponerse contra la Resolución del
Ministro del Interior recurso Contencioso-Administrativo, dentro de plazo, ésta quedó
firme —fuera o no ajustada a Derecho, se insiste— y la utilización del excepcional reme-
dio de la revisión administrativa, en vía administrativa, no puede servir, cuando no hay
nulidad de pleno derecho de los actos, para reabrir plazos fenecidos, lo que supondría
quebrar principios de seguridad jurídica (artículo 9-3 de la Constitución)” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 25 de enero de 2005. FJ. 5).

No cabe, como se puede deducir fácilmente de lo dicho, revisión a través de esta


vía por motivos de pura oportunidad (SÁNCHEZ MORÓN).
La revisión no será posible cuando se han producido los efectos de la cosa juzga-
da. Señala el Tribunal Supremo que “no cabe la nulidad de los actos administrativos
—regla extensiva a las disposiciones generales— cuando éstos han sido confirmados
por una sentencia judicial firme (…), ya que de lo contrario la eficacia de la cosa
juzgada se vería desvirtuada por la actividad de la Administración a través de este
procedimiento revisorio, ya en su modalidad de oficio, ya como acción auténtica
encomendada a los interesados en la nulidad” (Sentencia del Tribunal Supremo de
30 de noviembre de 1984. Cdo. 10.)
Sin embargo, no le es oponible la excepción de acto consentido, reproductorio o
confirmatorio (GARRIDO FALLA y FERNÁNDEZ PASTRANA; GONZÁLEZ PÉREZ)
La competencia para llevar a cabo esta revisión se atribuye a la propia
Administración pública autora del acto o disposición (art. 102 LRJAPPAC). Nótese
que hablamos de la propia Administración autora del acto o disposición, no del órgano
del que procede el acto o disposición, lo que hace preciso determinar a que órgano de
esa Administración corresponde en cada caso dicha competencia.
En el ámbito de la Administración General del Estado tenemos que acudir a la
Disposición Adicional 16ª de la LOFAGE, que nos indica a quien corresponde dicha
competencia:
a) Respecto a los actos del Consejo de Ministros y de los Ministros: el Consejo de
Ministros; b) Respecto a los actos de los Secretarios de Estado y de los dictados por
los órganos directivos de cada Departamento no dependientes de una Secretaría de
Estado: los Ministros; c) Respecto a los actos dictados por el máximo órgano rector
de los Organismos públicos: los órganos a los que estén adscritos dichos organismos;
d) Respecto a los órganos de los organismos públicos dependientes de su órgano
máximo rector: el máximo órgano rector del Organismo público.
Por lo que se refiere a las Comunidades Autónomas, debe estarse a lo que esta-
blezca en cada caso su legislación específica.
En la Administración local, el artículo 110 LBRL atribuye esa función al Pleno de
la Corporación, respecto a los actos dictados en vía de gestión tributaria. Regla que la
doctrina hace extensible al resto de los actos administrativos (GONZÁLEZ PÉREZ).
No parece que haya obstáculo, por lo demás, para que los interesados puedan
instar la revisión de oficio ante el propio órgano que dictó el acto (GONZÁLEZ
PÉREZ), que estaría obligado a remitir las actuaciones al órgano competente
(art. 20.1 LRJAPPAC).
Tercera parte 251

B. Dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente


de la Comunidad Autónoma
La ley fija como requisito para que pueda declararse la nulidad del acto o disposición
la concurrencia de un dictamen del Consejo de Estado u órgano consultivo equiva-
lente de la Comunidad Autónoma, en su caso, favorable a la declaración de nulidad
(art. 102.1 y 102.2 LRJAPPAC).
La ley admite, por tanto, la posibilidad de sustituir el dictamen del Consejo de
Estado por el del órgano consultivo equivalente de cada Comunidad Autónoma, si
existiese, para la revisión de oficio de los actos de la Administración autonómica.
No existiendo órgano consultivo propio en una Comunidad Autónoma deberá
dictaminar el Consejo de Estado, solicitándose dicho dictamen por conducto del
Presidente de esa Comunidad Autónoma (art. 24 Ley Orgánica 3/1980, de 22 de abril,
del Consejo de Estado).
Aunque alguna doctrina sostuvo que las entidades locales de las Comunidades
Autónomas en las que existiese órgano consultivo propio debían solicitar dictamen
al Consejo de Estado (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA), parece claro que debe
dictaminar el órgano consultivo autonómico (GONZÁLEZ PÉREZ).
El resto de entidades requerirán del dictamen Estatal o autonómico dependiendo
de la Administración de la que dependan o estén vinculadas (GARCÍA-TREVIJANO
GARNICA), esto es, si es ésta la Administración General del Estado requerirán
dictamen del Consejo de Estado y si es una Administración autonómica o local en
órgano consultivo autonómico si existiese.
Esta solución ha sido duramente criticada por una parte de la doctrina, que
considera que los órganos consultivos autonómicos carecen de las condiciones de
independencia y de la tradición que caracteriza al Consejo de Estado, por lo que en-
tienden que se ha dado un paso atrás en la seguridad jurídica del sistema de revisión
de oficio (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
El dictamen deberá solicitarse una vez tramitado el expediente por completo.
Debiéndose solicitar nuevo dictamen si se realizase algún trámite adicional con
posterioridad (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
En la revisión de oficio de los actos de las entidades locales, si hay que solicitar
dictamen al Consejo de Estado, la correspondiente solicitud se cursará por conducto
del Presidente de la Comunidad Autónoma (art. 48 LBRL).
Dicho dictamen, además de preceptivo es vinculante, esto es, constituye un pre-
supuesto para que pueda declararse la nulidad, de tal forma que la Administración
no podrá declarar ésta si el dictamen no es favorable a dicha solución.
Cuestión diferente es si la Administración está necesariamente obligada a declarar
la nulidad cuando el dictamen sea favorable a la misma, en cuyo caso sería un dictamen
vinculante en sentido estricto, o si únicamente le habilita para declararla, pero no
está obligada a hacerlo, esto es, es la Administración quien decide si el dictamen
es favorable a la declaración de nulidad si procede dictar o no dicha declaración
(dictamen habilitante u obstativo).
252 Derecho Administrativo español. Tomo II

No se ha alcanzado unanimidad en la doctrina respecto a dicha cuestión. Una


parte de la misma considera que en todo caso se debería entender el dictamen como
vinculante (SÁNCHEZ MORÓN, GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).

C. Procedimiento
La ley no prevé un procedimiento especial, por lo que se deberá seguir el procedi-
miento general previsto en el Título VI de la LRJAPPAC, con las peculiaridades que se
establecen específicamente para este tipo de revisión, como la exigencia del dictamen
del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma.

a. Plazo
No esta sujeta a plazo, pudiendo ejercitarse “en cualquier momento” (art. 102. 1 y 2
LRJAPPAC). Si bien debe tenerse en cuenta que le son aplicables los límites a la revisión
de oficio que fija el artículo 106 LRJAPPAC, en los términos que luego veremos.

b. Iniciación del procedimiento


Cuando se revisan actos administrativos se puede iniciar de oficio o a instancia de parte
(art. 102.1 LRJAPPAC). De tal modo que consagra una auténtica acción de nulidad,
en cuanto la Administración debe instruir y resolver obligatoriamente, de tal forma
que “genera una especie de derecho al trámite para quien la ejercita” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 29 de marzo del 2001. FJ. 2).
Para la iniciación a instancia de parte será preciso presentar una solicitud, que
deberá cumplir los requisitos que el artículo 70 LRJAPPAC establece en general para
todas las instancias (GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
Aunque hay quien ha defendido que la solución es la misma para las disposiciones
administrativas (PAREJO ALFONSO), la redacción actual de la ley deja pocas dudas
de que la revisión de oficio de reglamentos se puede llevar a cabo tan sólo de oficio
(102.2 LRJAPPAC). De tal forma que el administrado no puede instar la iniciación
de un proceso de revisión de oficio contra un reglamento. Esto no impide que pueda
pedir a la Administración dicha revisión, pero no producirá más efectos que los del
ejercicio del derecho de petición que regula el artículo 29 de la Constitución. Así lo
ha confirmado la jurisprudencia, que ha fijado la siguiente doctrina:
“Con la entrada en vigor de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre, se mantiene la acción
de nulidad respecto de los actos administrativos nulos, «los actos enumerados en el artí-
culo 62.1» según expresión del artículo 102.1.
Sin embargo, no se recoge en dicho precepto la potestad de revisión de oficio por la
Administración de las disposiciones generales nulas ni, consiguientemente, la acción de
nulidad de los particulares frente a las mismas.
Esto ha planteado problemas de interpretación de tal precepto sobre la subsistencia
de la potestad de revisión respecto de las disposiciones generales, con posturas contrarias en
la doctrina que, en general, se asocia a la cuestión de la derogación o no de la Orden de 12 de
diciembre de 1960 que había establecido un procedimiento al efecto.
Tercera parte 253

La situación ha sido clarificada por la Ley 4/1999, de 13 de enero, que introduce de


nuevo y de manera expresa en el número 2 del art. 102 la potestad de revisión de oficio
por la Administración de las disposiciones administrativas en los supuestos previstos en
el art. 62.2, si bien no recoge el ejercicio de la acción de nulidad frente a tales disposicio-
nes por los interesados, lo que no constituye una mera omisión sino que responde a la
verdadera intención del legislador, como pone de manifiesto la exposición de motivos
de dicha Ley cuando señala que «se introduce la revisión de oficio de las disposiciones
generales nulas, que no opera, en ningún caso, como acción de nulidad».
Resulta igualmente significativo que tal regulación, a diferencia de la generalidad de
las modificaciones introducidas por dicha Ley 4/1999, es aplicable a los procedimientos
iniciados antes de la entrada en vigor de la Ley, lo que indica el alcance que el legislador
pretende dar a dicha modificación.
Tal precepto (art. 102), como recogen las sentencias de 28 y 30 de noviembre de 2001, ha
sido interpretado por nuestra sentencia de 28 de septiembre de 2001 (Recurso contencioso
directo núm. 563/2000) en el sentido de que: «Se aprecia claramente cómo en la revisión
de oficio de las disposiciones generales, se ha excluido de modo tajante (por la Ley 4/1999)
la solicitud del interesado que sí subsiste como modo de iniciación del procedimiento
para los actos administrativos, de manera que la revisión de oficio de las disposiciones
generales, se concibe como una auténtica y verdadera actuación “ex officio”, respecto de la
cual los particulares sólo pueden actuar por la vía del derecho de petición».
Y siguiendo este criterio, las referidas sentencias de 28 y 30 de noviembre de 2001
vienen a declarar que la solicitud de anulación formulada cuando la legislación vigente
y aplicable no reconoce la acción de nulidad «se ha convertido en un simple derecho
de petición, que según nuestra sentencia de fecha 28 de septiembre de 2001 (recurso
Contencioso-Administrativo número 563/2000) «sólo obliga a la Administración pública
destinataria a acusar recibo de la recepción (art. 6.2 de la Ley 92/1960) y a comunicar al
peticionario interesado la resolución que se adopte (art. 11.3 de dicha Ley), que obvia-
mente puede ser la de su archivo, sin que, por tanto, el peticionario tenga el derecho a
obtener respuesta favorable a lo solicitado, lo cual implica que respecto de la revisión de
oficio de disposiciones generales, los particulares que ejerzan el derecho constitucional
de petición, solicitando la revisión de oficio de disposiciones generales, carecen de acción
para impugnar el acuerdo que adopta la Administración pública, cualquiera que sea su
significado»” (Sentencia del Tribunal Supremo de 13 de octubre de 2004. FJ. 7).

El órgano competente para la revisión de oficio podrá acordar motivadamente la


inadmisión a trámite de las solicitudes formuladas por los interesados, sin necesidad
de recabar dictamen del Consejo de Estado un órgano consultivo equivalente de
la Comunidad Autónoma en los siguientes casos: a) cuando la solicitud no se base
en alguna de las causas de nulidad del artículo 62 LRJAPPAC; b) cuando carezca
manifiestamente de fundamento; c) cuando se hubieran desestimado en cuanto al
fondo otras solicitudes sustancialmente iguales (art. 102.3 LRJAPPAC).
El acuerdo inadmisión es un acto de trámite que impide la continuidad del proce-
dimiento, por lo que es recurrible en vía administrativa y contencioso-administrativa
(GONZÁLEZ PÉREZ).
La jurisprudencia, sin embargo, ha sentado una doctrina según la cual, si no se ha
sustanciado un procedimiento de revisión de oficio propiamente dicho, por resolver
la Administración la desestimación de la acción de nulidad, bien expresamente o
254 Derecho Administrativo español. Tomo II

presuntamente mediante silencio administrativo, no cabe que en vía de recurso se


resuelva sobre el fondo del asunto, esto es, sobre la procedencia de invalidar el acto
por concurrencia del vicio alegado, sino que cabe tan sólo ordenar, en su caso, a
la Administración que admita a tramite dicha solicitud de revisión, procediendo a
solicitar el dictamen del órgano consultivo y resolver sobre la nulidad. En tal sentido,
señala el Tribunal Supremo que:
“Eso es lo que acontece en el presente caso. Aunque la solicitud de revisión de oficio se
pueda plantear en cualquier momento, respetando los cuatro años del artículo 103.1 b) de
la LRJ-PAC, tiene razón la sentencia recurrida cuando considera improcedente recurrir
a la vía del artículo 103 de la LRJ-PAC como vía alternativa a una impugnación directa
en vía jurisdiccional de la licencia de obras, que no se ejercita. Y ello por la sencilla razón
de que la acción que el artículo 103 LRJ-PAC atribuía a los interesados sólo dimana un
derecho al trámite a favor de quien la ejercite, como acontece con la acción de nulidad del
artículo 102 de la misma Ley. La jurisprudencia de este Tribunal ha distinguido tradicio-
nalmente dos fases en este tipo de procedimientos. La primera comprende la apertura de
un expediente en el que, tras los trámites pertinentes, la Administración determina «pri-
ma facie» si el acto adolece o no de los vicios que determinarían su revisión. En caso de que
la conclusión sea afirmativa se abre la segunda fase que incluye la solicitud de dictamen
del Consejo de Estado u órgano consultivo de la Comunidad Autónoma equiparable a él
y la decisión de anular o no el acto de que se trate, según el dictamen que se emita. Pues
bien la jurisprudencia ha venido declarando en forma constante que en los casos en que
no se ha tramitado el procedimiento completo, en las dos fases que se acaban de enunciar,
no se puede entrar en el fondo de la revisión en vía jurisdiccional en el procedimiento de
revisión de oficio de actos administrativos y disposiciones generales. El examen de fondo
está condicionado, por ello, a la previa tramitación del procedimiento adecuado por la
Administración autora del acto o reglamento sujeto a revisión, del que es pieza esencial el
dictamen favorable del Consejo de Estado, de tal manera que, eludido dicho trámite, bien
por total inactividad que desemboca en desestimación presunta por silencio, bien por
resolución expresa que deniega la revisión quedándose en la primera fase, lo procedente
no es que la Jurisdicción entre a conocer del acto o la norma, sino que, en su caso, ordene
a la Administración que inicie el trámite de la segunda fase y la concluya dictando la
pertinente resolución expresa en orden a si existe la nulidad o anulabilidad pretendida
(sentencias de 24 de octubre de 2000, de 7 de mayo de 1992 —de la Sala Especial del
artículo 61 de la LOPJ— de 22 de octubre de 1990, 18 de abril de 1988 y 21 de febrero de
1983, entre otras). Es patente por ello la confusión de la demanda en que se insiste en el
motivo de casación al defender que la vía de revisión de oficio y la impugnación directa
son alternativas equivalentes. El carácter privilegiado de la acción para instar la revisión,
en los casos de los artículos 102 y 103 de la LRJ-PAC, comporta limitaciones procesales y,
entre ellas, la imposibilidad de pronunciarse sobre los vicios de fondo que se adujeron en
la misma. Así lo ha entendido correctamente, al decidir, la sentencia que se recurre, que
por ello no se pronuncia sobre el fondo de si la licencia es o no ilegal. Debe ser confirmada
en este pronunciamiento, así como en el de la improcedencia de anular la declaración
de que no era pertinente una revisión, contra la que nada se dijo en una demanda plan-
teada en forma incongruente como si de una impugnación directa de licencia se tratara
(Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de noviembre de 2001. FJ. 3).
Tercera parte 255

Dicha jurisprudencia, sin embargo, no nos parece especialmente feliz, y nos ali-
neamos con la doctrina que defiende la necesidad de su superación por suponer una
carga injusta para el recurrente, que se ve obligado a soportar la carga de un nuevo
proceso por el error de la Administración, por su clara contrariedad con el principio
de eficacia procesal y el derecho a la tutela judicial efectiva. Motivos, todos ellos,
que postulan que el órgano judicial resuelva sobre el fondo del asunto (GARCÍA DE
ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
No parece que exista obstáculo, en cualquier caso, para admitir la jurisprudencia
que postula que, existiendo claros fundamentos de la no concurrencia de causa de
nulidad de pleno derecho, el órgano judicial resuelva sobre el fondo del asunto. En
tal sentido el Tribunal Supremo ha señalado que “la Sala entiende que en el caso que
se somete a su consideración concurren circunstancias que ponen de manifiesto la
falta de fundamento de la pretensión de nulidad de pleno derecho con que actúan
el Ayuntamiento de Barbate y la «Junta de Hazas», como a continuación vamos a
examinar, y que, en estos supuestos en que de modo inequívoco no existen las causas
de nulidad radical invocadas frente a la Administración del Estado, el órgano juris-
diccional debe entrar a conocer del fondo de la cuestión suscitada, sin remitirla para
su solución a los órganos administrativos con el fin de que decidan sobre ella, previa
audiencia preceptiva del Consejo de Estado, teniendo esta solución su fundamento
tanto en la procedencia de desestimar la solicitud como en el otorgamiento de una tu-
tela judicial efectiva a las partes, sin introducir dilaciones respecto al enjuiciamiento
de sus pretensiones (artículo 24 de la Constitución), razonamientos que comportan
la desestimación de la alegación formulada al respecto por el Abogado del Estado”
(Sentencia del Tribunal Supremo de 3 de octubre de 1994. RCJ 1994-7391. FJ. 3).

c. Obligación de resolver y silencio administrativo


El plazo máximo para resolver el procedimiento es de tres meses (art. 102.5 LRJAPPAC).
Las consecuencias derivadas del transcurso de dicho plazo varían dependiendo de si
el procedimiento se inicio a instancia de parte o de oficio. En el primer caso se podrá
entender desestimada la resolución por silencio administrativo, mientras que en el
segundo se producirá la caducidad (art. 102.5 LRJAPPAC).
Esto último, se debe entender, tan sólo si no se han personado en el mis-
mo terceras personas que insten su continuación (GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).

d. Resolución
La resolución que resuelva la revisión de oficio es susceptible de recurso, en el que
se revisa no el acto o disposición cuya nulidad se pretende, sino el acto decisorio
que pone fin al propio procedimiento de revisión. En tal sentido señala el Tribunal
Supremo que “se concede al particular interesado una acción de nulidad para que
fuera de todo recurso de naturaleza administrativa, ordinario o extraordinario, y
256 Derecho Administrativo español. Tomo II

sin sujeción a los plazos de interposición de los mismos, la Administración autora


de un acto o disposición general inicie el procedimiento revisorio en él reglado, lo
siga por todos sus trámites y lo ultime con una resolución en la que la pretensión de
nulidad que se haya deducido en el oportuno escrito de petición sea objeto de una
decisión, estimatoria o desestimatoria, producida la cual, u optado el accionante por
entenderla en este último sentido por silencio administrativo negativo, queda abierta
la posibilidad de otra revisión, ahora jurisdiccional, bien a instancia del favorecido
por el acto o disposición, si se hubiera declarado su nulidad, bien a la del que la hu-
biese pretendido, si la misma no hubiera sido declarada, en la que consecuentemente
con los principios de nuestro Ordenamiento procesal contencioso-administrativo,
lo revisable en principio será ahora, no el acto o disposición pretendidamente nulos,
sino el procedimiento revisorio administrativo y el acto decisorio del mismo, en or-
den a determinar, respectivamente, si se han observado todos los trámites esenciales
de aquél y si éste se ajusta a Derecho, lo que en ocasiones reconducirá a la propia
revisión del acto o disposición cuestionados por ir implícito el de lo revisado en el
enjuiciamiento de lo revisable” (Sentencia del Tribunal Supremo de 1 de septiembre
de 1988. FJ. 1).
De lo que se deriva que contra dicho recurso no podrá alegarse la firmeza de
las resoluciones que motivaron la revisión de oficio, en cuanto propiamente no se
impugnan éstas (Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de octubre de 2007. FJ. 2).
Si bien, debe tenerse en cuenta que la impugnación que se deduzca contra la
resolución del procedimiento de revisión de oficio es un recurso, que está sujeto,
en consecuencia a los plazos de caducidad que establece el ordenamiento jurídico
(Sentencia del Tribunal Supremo de 26 de abril del 2001. FJ. 3).
Si de la revisión resulta la invalidez del acto o disposición se produce su anu-
lación, que genera efectos jurídicos ex nunc. Esto marca una notable diferencia,
cuando afecta a disposiciones con la simple derogación de ésta, que tendría efecto ex
tunc (SÁNCHEZ MORÓN).
En cualquier caso, por motivos de seguridad jurídica, la anulación de reglamentos
no va a afectar a la validez de los actos firmes dictados en aplicación del mismo
(art. 102.4 LRJAPPAC).
Si la resolución declara la nulidad de una disposición o acto, la Administración
podrá establecer, en la misma resolución, las indemnizaciones que proceda recono-
cer a los interesados, si se dan las circunstancias previstas en los artículo 139.2 y
141.1 LRJAPPAC, esto es, la que determina la responsabilidad patrimonial de las
Administraciones públicas (art. 102.4 LRJAPPAC).
Con ello se abre simplemente la posibilidad de acumular al procedimiento de
revisión un procedimiento indemnizatorio (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
Sin perjuicio, obviamente, de la posibilidad de solventar dicha pretensión en un
procedimiento autónomo, que se podrá instar mientras no transcurra el plazo de
prescripción de un año que prevé el artículo 142.5 LRJAPPAC.
Tercera parte 257

e. Compatibilidad con otras vías de impugnación


La utilización de la revisión de oficio es compatible con el uso simultáneo del recurso con-
tencioso-administrativo (GÓNZALEZ PÉREZ y GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
Si se diese esa impugnación conjunta, pueden darse dos posibilidades. En caso
de que terminará previamente el procedimiento de revisión, su resolución no vin-
culará, obviamente, al órgano judicial. Si bien, cabe la posibilidad de que suponga
la admisión extraprocesal de la pretensión del recurrente, en cuyo caso podrá éste
allanarse en los términos del artículo 76 LJ, poniéndolo en conocimiento del Juez
o Tribunal, si la Administración no lo hiciera. En tal caso, el Juez o Tribunal oirá
a las partes por plazo común de cinco días y, previa comprobación de lo alegado,
dictará auto en el que declarará terminado el procedimiento y ordenará el archivo
del recurso y la devolución del expediente administrativo, si el reconocimiento no
infringiera manifiestamente el ordenamiento jurídico. En este último caso dictará
sentencia ajustada a Derecho (art. 76.2 LJ).
Si fuese, por el contrario, el proceso judicial el que terminara previamente, que-
daría sin sentido la revisión de oficio, dada que la sentencia judicial produciría los
efectos de cosa juzgada (GONZÁLEZ PÉREZ).

2. Declaración de lesividad
A. Concepto y finalidad
La Administración puede reaccionar, como hemos visto, contra los actos que tienen
un vicio de nulidad de pleno derecho, declarando la nulidad de los mismos por la
vía que establece el artículo 102 LRJAPPAC. También puede revocar, en los términos
que más tarde veremos, los actos que sean desfavorables para los interesados. Sin
embargo, cuando se trata de actos que tienen un mero vicio de anulabilidad y ade-
más son favorables para los interesados, el ordenamiento jurídico otorga una mayor
protección al administrado impidiendo a la Administración anular por sí misma ese
acto, de tal modo que ésta está obligada a acudir para ello a la vía judicial. Lo que
supone que sólo en el marco de un proceso judicial (el proceso de lesividad) se podrá
invalidar ese acto.
Para ello, sin embargo, es preciso que la Administración cumpla con un requisito
previo, que no es otro que la declaración de lesividad del acto, para lo cual deberá
tramitar un procedimiento administrativo cuya única finalidad será dictar dicha
declaración de lesividad. Es ésta, en consecuencia, un acto dotado de una eficacia me-
ramente procesal, pues su único efecto es posibilitar la impugnación de ese acto ante el
órgano judicial, que será quien decida finalmente si ese acto debe ser o no anulado.
Así lo declaran la LRJAPPAC, que establece en su artículo 103 que las
“Administraciones públicas podrán declarar lesivos para el interés público los actos
favorables para los interesados que sean anulables conforme a lo dispuesto en el
artículo 63 de esta Ley, a fin de proceder a su ulterior impugnación ante el orden
jurisdiccional contencioso-administrativo”. Y lo reitera la LJ, que en su artículo 43
258 Derecho Administrativo español. Tomo II

establece que, cuando “la propia Administración autora de algún acto pretenda
demandar su anulación ante la Jurisdicción Contencioso-administrativa deberá,
previamente, declararlo lesivo para el interés público”.
Sentido en el que se pronuncia también la jurisprudencia, que ha señalado que la
“significación que corresponde a la declaración de lesividad (en el artículo 56 de la LJCA
de 1956 y en el 43 de la actual LJCA de 1998) es la de ser un presupuesto procesal o re-
quisito que toda Administración tiene que cumplir cuando pretenda iniciar un proceso
jurisdiccional con el fin de obtener la anulación de un acto dictado por ella misma.
La declaración de lesividad no tiene más efecto que el de permitir a la
Administración instar la impugnación jurisdiccional de un acto dictado por ella
misma, y es dentro del proceso jurisdiccional que así se inicie donde han de ser
emplazados todos los que estén interesados en mantener la validez de dicho acto y
donde pueden hacer valer, en beneficio de sus derechos e intereses, todo lo que esti-
men conveniente en contra de esa declaración de lesividad y de la nulidad pretendida
frente al acto que haya sido objeto de la declaración de lesividad” (Sentencia del
Tribunal Supremo de 23 de abril de 2004. FJ. 3).
Partiendo de estos presupuestos, podemos definir a la declaración de lesividad
como un acto administrativo dotado de una eficacia puramente procesal y que se dicta
con la única finalidad de permitir la impugnación de un acto administrativo anulable
y favorable para el interesado ante la jurisdicción contencioso-administrativa.

B. Ámbito
Como ya hemos adelantado, el ámbito propio de esta figura son los actos favorables al
administrado, pues siendo actos desfavorables podrían atacarse por la vía más sencilla de
la revocación que regula el artículo 105.1 LRJAPPAC. Dichos actos deberán ser, además,
anulables, y no nulos de pleno derecho, en cuyo caso se haría uso de las potestades de
revisión de oficio de actos nulos que regula el ya examinado artículo 102 LRJAPPAC.
Debe de tratarse, además de resoluciones, pues no cabe la declaración de lesividad
de los actos de mero trámite. En tal sentido señala la jurisprudencia lo siguiente:
“Que no puede decirse lo mismo respecto de la declaración de inadmisibilidad que se
solicita por la causa invocada, del apartado c), del artículo 82 de la Ley Jurisdiccional, de
no ser los actos declarados lesivos susceptibles de impugnación, pues si los que se declaran
lesivos para los intereses económicos de la Corporación son los acuerdos de pago y gastos por
compra de agua que se relacionan en el resultando de esta Sentencia, y lo que se solicita en la
demanda es la anulación de los acuerdos de gasto y pago de facturaciones de agua adquirida,
la propia actuación municipal está dando por sentado que existieron otros acuerdos anteriores
del Ayuntamiento recurrente relativos a la adquisición de las aguas (contrato o adjudicación
definitiva), resultando evidente que lo que se denomina acuerdos de gastos y pago, son en
realidad actos posteriores, derivados de los precedentes indicados y del hecho de haber re-
cibido el agua, o si se quiere actos de cumplimiento de lo convenido, o mera consecuencia
o contraprestación, lo que implica que se está dirigiendo el procedimiento de lesividad, no
frente a los verdaderos actos declarativos de derecho que menciona el artículo 110.1 de la Ley
de Procedimiento Administrativo, por los que resultó obligada la Corporación, conforme
Tercera parte 259

al artículo 45 del Reglamento de Contratación (contrato o adjudicación) sino frente a actos


de mero trámite, derivados de esa contratación o adjudicación, de los que son simple con-
secuencia, que, como tales, no son susceptibles de impugnación, lo que resulta evidente si
se piensa que permitir la impugnación independiente de dichos actos de pago, equivaldría,
por ser posteriores a la adjudicación, a ampliar el plazo de 4 años señalado en el artículo 56.1
de la Ley Jurisdiccional para declarar la lesividad de los actos de adjudicación, por lo que
procede declarar la inadmisibilidad del recurso, de conformidad con lo dispuesto en el citado
artículo 82.c), de la Ley Jurisdiccional»” (Sentencia del Tribunal Supremo de 23 de abril de
1985. Cdo. 5 de la sentencia apelada, aceptado por el Tribunal Supremo).

En el procedimiento en el que se dicta la declaración de lesividad debe acreditarse,


además de la existencia de un vicio de anulabilidad, que el acto del que se trate tiene
un carácter lesivo para el interés público, esto es, que existen de razones de interés
público que postulan su eliminación.
Corresponde a la Administración la carga de la prueba de la existencia de esa
lesividad, a efectos de llevar a cabo la declaración de lesividad. Una vez que se realiza
dicha declaración, no obstante, queda colocada en la posición ordinaria de cualquier
recurrente (PAREJO ALFONSO).
Estas circunstancias deben concurrir sobre el propio acto enjuiciado, no tendrá
éxito la declaración de lesividad que se realice sobre un acto en sí valido y que no
produce ningún efecto gravoso para la Administración, pero al que se pretende atri-
buir este carácter por el efecto que tendría sobre el mismo otro acto posterior. En tal
sentido, señala la jurisprudencia que:
“El Abogado del Estado estima que el acta de conformidad suscrita es favorable para
ENDESA, que el acto recurrido es lesivo para el interés público y que la liquidación le-
siva es anulable porque reconoce un derecho que ENDESA no tiene porque pertenece al
Grupo consolidado y que ha ejercitado la entidad dominante del Grupo al cumplir con
sus obligaciones tributarias.
La Sala coincide con el Tribunal de instancia en que el acto liquidatorio difícilmente
puede ser considerado como favorable para ENDESA pues es lo cierto que el acta, pese
a haber sido suscrita de conformidad, empeora objetivamente la situación jurídica del
sujeto pasivo ya que aumenta la base imponible y la cuota. Cierto que incrementa las
deducciones por inversiones pero ello es como consecuencia del incremento de la cuota.
De otra parte, y con referencia al acto de cuya revisión se trata y cuya nulidad se
postula por la Administración, la razón última de su impugnación no radica en la concu-
rrencia de vicios propios imputables al acto mismo, sino en el efecto de desplazamiento o
de ineficacia sobrevenida que sobre dicho acto, inicialmente conforme a Derecho, opera
el segundo de los acuerdos dictados, esto es, la liquidación a SEPI consecutiva al acta de
conformidad levantada en relación con el ejercicio 1996; dicho de otro modo: estaría-
mos ante una situación en la que el vacío se crearía no con la desaparición del acto cuya
nulidad se pretende por vicios estructurales propios, sino por el desplazamiento del acto
de regularización practicado a ENDESA por medio de otro que, en el punto atinente a la
aplicación de las deducciones, provocaría una invalidación sobrevenida de la liquidación
efectuada a aquélla, pero con una particularidad notable: como la única causa de nulidad
que afecta al acto combatido obedece a la posterior existencia de un acto que referido
260 Derecho Administrativo español. Tomo II

a SEPI y versando en parte de su contenido sobre el mismo objeto tributario, acredi-


taría mejor derecho material que el otorgado inicialmente a la liquidación practicada a
ENDESA, si el segundo acto desapareciese —aspecto que no puede dejar de ser consi-
derado aunque sólo sea a efectos dialécticos— el proceso de lesividad quedaría privado
de su razón justificativa. Y todo ello cuando, a juicio de esta Sala también, no se estima
que el acto declarativo de derechos sometido a impugnación contradiga el ordenamiento
jurídico pues queda cubierto por normas tributarias que confieren derechos subjetivos
—en este caso a la deducción por inversiones— de forma incondicional e inmediata.
Si se acepta como principio válido que el proceso de lesividad únicamente puede
dirigirse frente a actos administrativo que adolezcan de defectos constitutivos de anu-
labilidad, es decir, que infrinjan el ordenamiento jurídico, no parece, pues, que deba
predicarse la invalidación respecto de un acto jurídico que fue reputado inicialmente
como válido, lo que quiere decir que su destinatario —ENDESA— hizo uso de su dere-
cho a llevarse consigo las deducciones producidas durante el período de permanencia en
el Grupo en la forma autorizada por las leyes aplicables tanto en su autoliquidación del IS
como en el acta de conformidad con que concluyó la actuación inspectora.
Y tampoco puede decirse que el acto de liquidación confirmado por la sentencia recu-
rrida fuera lesivo para los intereses jurídicos y económicos públicos en la medida en que
constituye un acto que declara y liquida una determinada obligación tributaria, de la que
resulta una cantidad que el sujeto pasivo debe ingresar en la Administración.
No cabe olvidar que el principio de seguridad jurídica aconseja el mantenimiento de la
situación creada al amparo del acto combatido, sobre todo si se tiene en cuenta que lo que
objetivamente se persigue por los recurrentes con la declaración de nulidad de la liquida-
ción supuestamente favorable a ENDESA es su sustitución por otro acto, ya configurado y
expectante, el de la liquidación consecuente al acta de conformidad levantada a SEPI, en
que resulta favorecida esta última entidad, que no puede desprenderse de su condición de
grupo empresarial perteneciente al Estado, que en la instancia y en grado de casación actúa
como recurrente” (Sentencia del Tribunal Supremo de 22 de noviembre de 2007. FJ. 5).

Como se dijo al examinar la acción de nulidad no constituye revisión, y por tanto,


no es necesaria la Declaración de lesividad, para que se decrete la devolución de sub-
venciones por incumplimiento de las condiciones a que se sujetan éstas (Sentencia
del Tribunal Supremo de 2 de junio de 2003. FJ. 4).

C. Competencia
Corresponde a cada Administración pública declarar lesivos sus propios actos
(art. 103.4 y 103.5 LRJAPPAC).
Si el acto proviniese de la Administración General del Estado, la declaración se
adoptará por el órgano competente en la materia. No aclara, sin embargo, la ley quien
es ese órgano, laguna que deberá suplirse vía interpretación, con la inseguridad que
ello genera (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Una parte de la doctrina ha atribuido esa competencia a los Ministros o al
Consejo de Ministros, tomando base en el artículo 13.11 LOFAGE, que establece
que corresponde a los Ministros “declarar la lesividad de los actos administrativos
cuando les corresponda” (PARADA VÁZQUEZ).
Tercera parte 261

Mientras que otros defienden que se aplicará en este ámbito lo dispuesto en la


Disposición Adicional 16 para la revisión de actos nulos o anulables (GAMERO
CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS). Tesis que entendemos debe prevalecer porque
ha sido confirmada por la jurisprudencia (Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de
septiembre de 2008. FJ. 5).
Debe tenerse en cuenta que la declaración de lesividad de los actos de los Jurados
Provinciales de Expropiación Forzosa corresponde al Consejo de Ministros, dado
que para salvaguardar su independencia están fuera de la línea jerárquica, por lo que
no están incardinados en ningún Departamento Ministerial. El Tribunal Supremo
ha fijado la siguiente doctrina al respecto:
La “jurisprudencia de esta Sala ha admitido siempre que la declaración de lesividad de
los acuerdos de los Jurados Provinciales de Expropiación Forzosa corresponde al Consejo
de Ministros. Incluso con posterioridad a la aprobación de la LOFAGE en 1997, dicha
orientación jurisprudencial se ha mantenido inalterada. Véanse a este propósito nuestras
sentencias de 16 de diciembre de 2002, 18 de marzo de 2003 y 30 de mayo de 2003.
Es razonable, además, que dicha competencia le sea reconocida al Consejo de
Ministros, dado que los Jurados Provinciales de Expropiación Forzosa, aun siendo indu-
dablemente órganos de la Administración General del Estado, se hallan fuera de la línea
jerárquica, precisamente para asegurar su independencia de criterio. El art. 35  Ley de
Expropiación Forzosa dispone que la resolución del Jurado “ultimará la vía gubernativa,
y contra la misma procederá tan sólo el recurso contencioso-administrativo”, lo que pone
claramente de manifiesto que el Jurado carece de superior jerárquico. Así, al no estar
incardinados dentro de la jerarquía de ningún departamento ministerial, lo más correcto
es concluir que la declaración de lesividad de sus actos debe corresponder al órgano su-
premo de la Administración General del Estado, que abarca ratione materiae la totalidad
de la misma; es decir, el Consejo de Ministros” (Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de
septiembre de 2008. FJ. 5).

En el caso de las Comunidades Autónomas corresponderá al órgano competente


en cada Comunidad Autónoma (art. 103.4 LRJAPPAC).
Tratándose de Entidades Locales, la declaración se adoptará “por el Pleno de la
Corporación o, en defecto de éste, por el órgano colegiado superior de la entidad”
(art. 103.5 LRJAPPAC).

D. Plazos
Deberá de adoptarse en el plazo de cuatro años desde que se dictó el acto admi-
nistrativo que se pretende anular (103.2 LRJAPPAC). Téngase en cuenta que no es
suficiente con que se inicie el procedimiento para dictar la declaración dentro de ese
plazo, sino que es necesario que se dicte la declaración de lesividad dentro de esos
cuatro años.
Dicho plazo debe computarse desde que se dictó el acto cuya invalidación se
pretende, siendo irrelevante a tales efectos la existencia otros actos posteriores a éste,
bien sean de ejecución, complementarios o derivados del mismo. Señala al respecto
la jurisprudencia que:
262 Derecho Administrativo español. Tomo II

El computo del plazo “ha de partir, sin duda, de la fecha de tal acto, y no de la
de ninguno otro posterior, si es de ejecución, o complementario, o derivado, como
aquí sería el acto por el que se acuerda convalidar el gasto resultante del mencionado
Convenio, cuando es precisamente este último —de 10 de abril de 1990— el que declara
lesivo el Acuerdo del Consejo de Gobierno de dicha Diputación Regional —con fecha
28 de abril de 1994— y, lógicamente, aquél contra el que la misma Diputación dirigía
su impugnación, aunque expresamente mencionara el de 1 de agosto de 1990, de con-
validación, pudiendo, además, destacarse que la anulación de éste no afectaría a la del
Convenio, que era el objeto indiscutible de la declaración de lesividad y de la pretensión
de anulación, como acto originario del que surgían derechos y obligaciones para quienes
lo suscribieron, por lo que, ciertamente, si desde su fecha —10 de abril de 1990— hasta
la de la declaración de lesividad —28 de abril de 1994— ha transcurrido dicho plazo,
obvia resulta la no concurrencia de tal requisito temporal, lo que conlleva a desestimar
el motivo, al no haberse producido infracción de la normativa que cita la recurrente,
sino, justamente, su procedente aplicación (Sentencia del Tribunal Supremo de 10 de
octubre de 2000. FJ. 4).

En el momento en que se dicta la declaración de lesividad se abre el plazo para


interponer el recurso contencioso-administrativo, mediante demanda (art. 4
LRJAPPAC), que pondrá en marcha el proceso de lesividad. Dicho plazo es de dos
meses a contar desde el día siguiente a la fecha de la declaración de lesividad
(art. 46.5 LRJAPPAC).
Nótese que el plazo no es desde la notificación, sino desde la declaración de le-
sividad. Solución lógica, pues si normalmente el plazo para interponer el recurso
comienza con la notificación, es porque los llamados a recurrir son los interesados, y
sólo podrá interponerse el recurso cuando éstos conozcan el acto. Aquí, sin embargo,
quien impugna es la propia Administración que, obviamente, conoce el acto desde el
mismo momento en que éste se dicta.

E. Procedimiento
Sólo cabe, como es obvio, su iniciación de oficio. Debiendo darse audiencia a todos
los que aparezcan como interesados (art. 103.2 LRJAPPAC).
El plazo máximo para resolver el procedimiento es en la actualidad de 6 meses,
transcurrido dicho plazo sin que se declare la lesividad se produce la caducidad
(art. 103.3 LRJAPPAC).
Si dicha consecuencia se produce, esto es, si caduca el procedimiento, no parece
que haya obstáculo alguno para que se inicie un nuevo procedimiento para declarar
la lesividad del acto, siempre, obviamente, que se esté dentro del plazo de cuatro años
al que antes nos referimos (GONZÁLEZ PÉREZ).

F. Suspensión
En este supuesto no cabe hacer uso de la posibilidad de suspensión del acto que
se va a declarar lesivo cuando ésta pudiera causar perjuicios de imposible o difícil
reparación, en base al artículo 104 LRJAPPAC (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
Tercera parte 263

G. Acto final
Para algunos la declaración de lesividad es un acto administrativo y, en consecuen-
cia, es susceptible de recurso. Si bien, matizan que no va a impedir dicho recurso,
con carácter general, la impugnación del acto por la Administración y la consecuente
iniciación del proceso de lesividad, por lo que puede que resulte más efectivo para
el interesado personarse en el proceso de lesividad y defender en él su posición
(SÁNCHEZ MORÓN).
Esta línea, sin embargo, ha sido rechazada por la jurisprudencia, que defiende su
consideración como un acto discrecional, que carece por sí sólo de efectos jurídicos
anulatorios, pues se limita a permitir la puesta en marcha del proceso de lesividad.
Tesis de la que se deriva el importante efecto de la imposibilidad de su impugnación.
Señala al respecto el Tribunal Supremo que:
Declaración “de lesividad que dada la especial naturaleza de los procesos objeto de la
misma, constituye un acto discrecional, que al producir sólo efectos en el ámbito procesal
ante la Jurisdicción Contencioso-administrativa no es susceptible de impugnación di-
recta ante ella «no teniendo otro alcance la declaración de lesividad que el de un trámite
previo para interponer recurso contencioso-administrativo … constituye una facultad
discrecional, tanto más lógica cuanto que no envuelve nunca una resolución definitiva»
—S. de 6 junio 1933—, recordando la S. de 12 marzo 1966 que la declaración de lesividad
habilita la posibilidad de recurrir, consideraciones las antedichas que conducen a confir-
mar la procedencia de la inadmisibilidad declarada por la sentencia apelada” (Sentencia
del Tribunal Supremo de 26 de junio de 1984. Cdo. Segundo del Tribunal Supremo).

La propia jurisprudencia justifica esta doctrina en base a “que no tiene sentido


admitir la interposición de un recurso contra la Administración sin más objeto que
evitar que la misma Administración interponga un recurso, en el cual la parte podrá
hacer plena defensa de sus derechos, incluida la argumentación en que funda ahora
su pretensión” (Sentencia del Tribunal Supremo de 18 de julio de 2000. FJ. 1).
Por otra parte, debe tenerse en cuenta que la declaración de lesividad no se be-
neficia de la presunción de validez de los actos administrativos, no generando en
el administrado la obligación de demostrar la validez del acto declarado lesivo y
cuya anulación pretende la Administración (Sentencia del Tribunal Supremo de 2 de
septiembre de 2008. FJ. 7).
Ya sabemos que la declaración de lesividad no tiene otro fin que la impugnación
del acto al que se refiere ante la jurisdicción contenciosa, de aquí se deriva que los vi-
cios que pueda sufrir la declaración de lesividad determinarán la inadmisibilidad del
recurso contencioso-administrativo formulado contra dicho acto, en los términos
que establece la ley jurisdiccional (GONZÁLEZ PÉREZ).

3. Revocación de actos administrativos desfavorables


Se puede definir la revocación como la retirada definitiva de un acto por parte de
la Administración, a través de un acto posterior de signo contrario (GARCÍA DE
ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
264 Derecho Administrativo español. Tomo II

Una parte de la doctrina considera, además, para que exista revocación que
ésta se base en motivos de oportunidad (BOCANEGRA SIERRA; VILLAR PALASÍ
y VILLAR EZCURRA; MORELL OCAÑA; ENTRENA CUESTA). Mientras que
otros incluyen dentro de este concepto también los supuestos en que se retira un
acto por motivos de legalidad (BOQUERA OLIVER; GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ). Es esta última tesis, entendemos, la que rige en la
actualidad en nuestro ordenamiento jurídico, dado que el artículo 105 LRJAPPAC
regula la revocación de los actos de gravamen o desfavorables, sin hacer distinción
alguna según obedezca a motivos de legalidad o de simple oportunidad.
Se ha criticado por algunos sectores doctrinales esta posición, en cuanto la reti-
rada de un acto por meras razones de oportunidad abre las puertas a la arbitrariedad
y la discriminación (SANTAMARÍA PASTOR).
No son desdeñables, en absoluto, estos argumentos, pese a lo cual, el Derecho positivo
se ha alineado con la tesis mayoritaria que admite el juego de la revocación, aún basán-
dose en motivos de simple oportunidad, siempre que venga referida a actos desfavorables
para el administrado y opere dentro de unos límites que salvaguarden la igualdad y los
intereses públicos (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Se restringe, por tanto, con carácter general la posibilidad de revocación de los
actos administrativos en los supuestos en que estos actos sean favorables para el
administrado, en cuyo caso, sólo cabría la anulación por motivos de legalidad por
la vía de la revisión de oficio, si sufrieran un vicio de nulidad de pleno derecho, o
su impugnación ante la jurisdicción contenciosa, previa declaración de lesividad, si
adolecen de defectos legales de mera anulabilidad.
Dicha limitación no encuentra muchas dificultades para su justificación, dado el
carácter lesivo que tendría para los derechos de los administrados que fuesen priva-
dos de facultades o derechos que ya habían consolidado (MORELL OCAÑA).
Este requisito debe ser objeto de interpretación restrictiva, de tal modo que no
cabrá la revocación de un acto si este es favorable para cualquier sujeto (GARCÍA-
TREVIJANO GARNICA y GONZÁLEZ PÉREZ).
Debe señalarse, no obstante, que esta prohibición de revocación no afectará,
en ningún caso, a las meras expectativas de derechos (ENTRENA CUESTA); ni
tampoco, por no afectar a las posiciones jurídicas de los administrados, a los actos
puramente organizativos (PAREJO ALFONSO).
Si son actos desfavorables, sin embargo, el artículo 105 LRJAPPAC establece de
forma tajante la posibilidad de revocación de los mismos. Solución que no es ajena
a la polémica, pues hay quien ha subrayado que el mero hecho de que un acto sea
desfavorable no habilita para su revocación, pues si la Administración lo ha dictado
es porque el interés público así lo exige, por lo que dejarlo sin efecto sería desatender
ese interés (BOQUERA OLIVER).
No se puede negar la certeza de este argumento, que sólo puede rebatirse desde el
argumento de que la revocación puede servir a la necesidad de adecuar las decisiones
administrativas a las cambiantes exigencias del interés público (VILLAR PALASÍ y
VILLAR EZCURRA; PAREJO ALFONSO).
Tercera parte 265

Ahora bien, entendemos este argumento no elimina del todo la crítica antes se-
ñalada y pone de manifiesto, en nuestro opinión, la excesiva flexibilidad de nuestra
normativa actual en este aspecto. Creemos que se debería exigir para poder llevar a
cabo la revocación que se acreditase la existencia de un interés público que la justifi-
case. Cosa que el artículo 105 no hace al limitarse a permitir la revocación “siempre
que tal revocación no constituya dispensa o exención no permitida por las leyes, o sea
contraria al principio de igualdad, al interés público o al ordenamiento jurídico”.
No nos parece una solución admisible que la Administración pueda dejar sus
actos sin efecto con sólo que no se afecte al interés público, debiera ser exigible que
se acreditase que el interés público lo exige.
En nuestra opinión, debe entenderse que la concurrencia de un vicio con entidad
suficiente para determinar la invalidez justifica la revocación; debiéndose en caso
contrario demostrarse la existencia de razones de interés público que la justifiquen
(GONZÁLEZ PÉREZ).
La LRJAPPAC, en cualquier caso, establece unas limitaciones mínimas, al esta-
blecer que no será posible la revocación, cuando “constituya dispensa o exención no
permitida por las leyes, o sea contraria al principio de igualdad, al interés público o
al ordenamiento jurídico” (art. 105.1 LRJAPPAC).
Nos tememos, no obstante, que tienen razón quienes subrayan la existencia de un
cierto riesgo de falta de control en la toma de estas decisiones, que puede permitir
un ejercicio abusivo de esta facultad por parte de la Administración, dado que, si la
Administración pone en marcha la revocación por que quiere dejar sin efecto ese
acto y ningún administrado se beneficia de él, parece que nadie va a estar interesado
en acudir en su defensa (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA).
En todo caso, es evidente que no será posible la revocación de los actos que hayan
sido objeto de sentencia judicial firme (ENTRENA CUESTA).
Desde el punto de vista temporal, se puede llevar a cabo en cualquier momento
(art. 105.1 LRJAPPAC).
Debe entenderse que es competente para la revocación el mismo órgano que dictó
el acto, salvo que una norma establezca otra cosa (GONZÁLEZ PÉREZ).
La ley no señala una tramitación específica, por lo que habría que seguir un
procedimiento conforme a las reglas generales.
Sería conveniente, aunque se trate de actos desfavorables que se diese audiencia a
los interesados, pues cabe la posibilidad de que éstos pudieran tener otros intereses
respecto a los mismos. GARCÍA-TREVIJANO GARNICA pone el ejemplo de una
expropiación, acto en principio desfavorable, pero que puede que el interesado pre-
fiera que se lleve a cabo para cobrar el justiprecio.
Siendo la revocación un acto discrecional, la resolución que la dicte debe ser
motivada (art. 54.1.f LRJAPPAC).
La revocación no produce efectos retroactivos (GONZÁLEZ PÉREZ).

4. Rectificación de errores materiales


La rectificación de errores materiales es una figura destinada a corregir un conjunto
de defectos muy diversos de los que pueden adolecer los actos administrativos, que
266 Derecho Administrativo español. Tomo II

tienen en común ser simples “errores materiales, de hecho o aritméticos” (art. 105.2
LRJAPPAC). Piénsese a simple título de ejemplo en errores en la trascripción de un
nombre, la suma incorrecta de cantidades, la copia incorrecta de una cifra, etc.
Así, la jurisprudencia ha declarado que existe un error de este tipo cuando “se
ocupan y expropian 19. 940 metros cuadrados y se paga el justiprecio correspondien-
te a la valoración de 2376, 40 metros cuadrados” (Sentencia del Tribunal Supremo de
11 de mayo de 1994. FJ. 4).
De este modo, con la rectificación material no se opera una revisión del acto, ni
por motivos de legalidad ni de oportunidad, sino que se limita tan sólo a eliminar
ese error material, haciendo que el contenido del acto se adapte a aquello que pre-
tendía y debía decir desde un primer momento, depurado ya de las deficiencias que
le generaron ese error.
Nótese que esto supone que esa rectificación se lleva a cabo sin afectar a la validez
del acto (Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de mayo de 1994. FJ. 4).
Partiendo de estos presupuestos, se hace evidente que esta rectificación tiene
su ámbito de acción en supuestos muy concretos y determinados, en los que deben
concurrir las siguientes circunstancias: a) la rectificación no podrá implicar una
alteración esencial del sentido del acto, ni la introducción de nuevos contenidos en el
mismo; b) tampoco puede implicar la realización de ningún tipo de juicio de valor,
interpretación o calificación jurídica; c) debe de actuar sobre errores manifiestos,
que puedan ser contrastados fácilmente y sin necesidad de acudir a elementos ajenos
al expediente administrativo.
Al no afectarse a la validez del acto la rectificación se puede realizar sin límite
temporal alguno, como declara el artículo 105.2 LRJAPPAC, que admite que se lleve
a cabo “en cualquier momento”. Sin perjuicio, evidentemente, de las limitaciones
derivadas del artículo 106 LRJAPPAC.
La ley no fija un cauce procedimental específico, por lo que se seguirá el proce-
dimiento general previsto en la LRJAPPAC, que se podrá poner en marcha tanto de
oficio como a instancia del interesado (art. 105.2 LRJAPPAC).
No se señala por la ley un plazo máximo para la resolución del procedimiento,
por lo que se deberá aplicar el plazo subsidiario de tres meses que establece el artí-
culo 42.3 LRJAPPAC.
Tampoco establece la ley las consecuencias del transcurso de ese plazo máximo
para resolver, lo que genera problemas de interpretación cuando el procedimiento
se inicia a instancia del interesado. En principio, entendemos que debe considerarse
que genera silencio administrativo negativo (GARCÍA-TREVIJANO GARNICA),
con base al artículo 43.2 LRJAPPAC, que prevé dicha consecuencia para los pro-
cedimientos de impugnación de actos. Si bien no puede dejar de notarse que desde
una interpretación rigurosa del texto de este artículo, se podría negar el carácter de
procedimiento de revisión de actos.
Menos problemático es el supuesto en que el procedimiento de rectificación se
inició de oficio, al que resulta aplicable, sin problema alguno, la solución prevista
en el 44 LRJAPPAC. De tal forma que, si la rectificación produce efectos favorables
Tercera parte 267

para el interesado se entenderán desestimadas sus pretensiones por silencio adminis-


trativo; mientras que si es susceptible de producir efectos negativos se producirá la
caducidad del procedimiento.
No parece admisible que tenga sentido en este supuesto declarar la suspensión del
acto prevista en el artículo 104 LRJAPPAC, dado que por las propias características
de estas rectificaciones y la simplicidad del trámite a seguir, se puede decretar sin
dilación la resolución que acuerde la rectificación (GONZÁLEZ PÉREZ).
Aunque la ley no lo diga expresamente, el acto terminal del procedimiento de
rectificación es impugnable, al constituir una resolución en el sentido del artícu-
lo 107.1 LRJAPPAC.

5. Normas generales sobre la revisión de oficio


A. Suspensión en los procedimientos de revisión de oficio
El artículo 104 LRJAPPAC contiene una regulación especial de la suspensión para los
procedimientos de revisión de oficio, que permite suspender la ejecución del acto,
una vez iniciado el procedimiento de revisión, cuando ésta pudiera causar perjuicios
de imposible o difícil reparación.
Estipulación que parece suponer, a contrario sensu, que no cabe decretar dicha
suspensión cuando la impugnación se fundamente en una causa de nulidad de pleno
derecho, como prevé la regulación general de la suspensión prevista en el artículo 111
LRJAPPAC.
No parece, no obstante, que la referencia exclusiva a la suspensión del acto impida
la suspensión de la eficacia de las disposiciones administrativas, cuando sean objeto
de revisión de oficio por la vía del artículo 102 LRJAPPAC (GONZÁLEZ PÉREZ).

B. Límites de la revisión
El artículo 106 LRJAPPAC introduce algunas limitaciones a las facultades de revisión
de oficio, cuyo ejercicio prohíbe cuando, por prescripción de acciones, por el tiempo
transcurrido o por otras circunstancias, resulte contrario a la equidad, a la buena fe,
al derecho de los particulares o a las leyes.
268 Derecho Administrativo español. Tomo II

III. Recursos administrativos


1. El recurso administrativo. definición y características
Se puede definir el recurso administrativo como el acto por el que una persona
interesada impugna un acto administrativo, deduciendo una pretensión contra el
mismo, que va a dar lugar a un procedimiento administrativo en el que se va a revi-
sar la legalidad de dicho acto.
El recurso administrativo constituye, en consecuencia, al igual que la revisión de
oficio y el recurso contencioso administrativo, una vía para la revisión de los actos
administrativos. Si bien encuentra netas diferencias que le separan claramente de
una y otra.
Por un lado, encuentra claras notas diferenciadoras respecto a la revisión en vía judi-
cial, que atienden tanto a la objeto como a la forma en la que se lleva a cabo esa revisión.
En lo que se refiere al objeto del recuso, a diferencia de lo que ocurre con el
recurso contencioso-administrativo, que puede venir referido tanto a actos adminis-
trativos, como disposiciones administrativas, supuestos de inactividad material de
la Administración o vías de hecho (art. 25 LJ), el recurso administrativo sólo puede
tener por objeto la impugnación de actos administrativos.
No cabe, en primer lugar, la impugnación de disposiciones administrativas, ya
que contra éstas no cabe recurso en vía administrativa (art. 107.3 LRJAPPAC), sin
perjuicio de la posibilidad de interponer el denominado recurso indirecto contra
reglamento que, como es sabido, es en sentido estricto un recurso contra un acto
administrativo, no contra un reglamento.
Tampoco es posible impugnar los supuestos de inactividad material de la
Administración y las vías de hecho en vía administrativa, sino tan sólo presentar una
reclamación ante la Administración, que no es propiamente un recurso (art. 29 LJ).
Como ya habíamos adelantado, entre recurso administrativo y recurso conten-
cioso-administrativo existen también importantes diferencias en el modo en que se
instrumenta esa revisión. Diferencias que encuentran su sentido en una diferencia
de raíz, a través del recurso contencioso se ejercita una función pública, la función
jurisdiccional, distinta de la que se hace uso en el recurso administrativo, que es la
función administrativa (CASSAGNE).
De este modo, una y otra se diferencian, en primer lugar, porque los órganos que
la llevan a cabo se encuentran en una posición muy diferente. Del recurso contencioso
conoce un órgano judicial, dotado de todas las características de independencia y
neutralidad que acompañan el ejercicio de la función jurisdiccional. El recurso admi-
nistrativo, sin embargo, queda bajo el conocimiento de la propia Administración que
dicto el acto impugnado, que asume, en consecuencia, la posición de juez y parte.
Por otra parte, porque la revisión judicial se va a llevar a cabo a través de un pro-
ceso, diseñado específicamente para ofrecer una revisión imparcial de la legalidad de
la actuación impugnada. Frente a ello, el recurso administrativo se lleva a la practica
Tercera parte 269

a través de un procedimiento administrativo, acompañado, evidentemente, de las


garantías suficientes para ofrecer una debida tutela a los derechos de los administrados,
pero al que no es ajeno tampoco otra función menos objetiva que la de revisar los
actos administrativos: la de administrar. En el procedimiento administrativo se
conjugan por parte de la Administración el desarrollo de dos funciones no siempre
convergentes, la de revisar la legalidad de los propios actos y la de administrar.
Es cierto que se ha producido una marcada procesalización del procedimiento
de recurso, pero sin que esto lleve nunca a una equiparación total con el proceso,
pues no deja de ser, y no puede dejar de ser, en todo caso un procedimiento admi-
nistrativo, sujeto a las necesarias modulaciones que este ostenta respecto al proceso
(GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Por último, por sus efectos, las resoluciones que ponen fin a los recursos admi-
nistrativos carecen de la eficacia de cosa juzgada propia de las resoluciones judiciales,
por lo que podrán ser siempre impugnadas ante la jurisdicción contenciosa en los
plazos pertinentes.
Por otra parte, en cuanto su relación con la revisión de oficio, debe hacerse notar
que se aproxima a ésta en cuanto constituye también un supuesto de autocontrol,
pues se solventa dentro del seno de la propia Administración, sin acudir a órganos
ajenos a la misma.
Sin embargo, en el recurso esta finalidad de autocontrol convive con una misión
de tutela de los derechos de los administrados, que asume un carácter prevalente.
Consecuencia de ello es que el recurso administrativo no puede nunca excitarse de
oficio, sino que siempre inicia a instancia de persona interesada. De tal forma que es
en todo caso fruto de la decisión de un particular que se considera perjudicado en
sus derechos (SANTOFIMIO GAMBOA).
Se discute por la doctrina si el control que se puede realizar vía recurso pue-
de basarse exclusivamente en motivos estrictamente jurídicos (DE ASIS ROIG;
SANTOFIMIO GAMBOA), o si pueden entrar en juego consideraciones de mera
oportunidad (BREWER CARÍAS).
No puede quitarse, en tal sentido, la razón a aquellos que destacan la dificultad de
evitar en la práctica que esas consideraciones de oportunidad entren de hecho en la
resolución de los recursos, al confluir en el órgano que resuelve el recurso también la
función de administrar (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
Si bien debe señalarse también la necesaria sujeción de la Administración a
determinadas limitaciones al respecto, pues la posibilidad de introducir conside-
raciones de oportunidad en la resolución del recurso no es una consecuencia de
ésta, sino una manifestación del poder de revisión de oficio de sus propios actos que
posee la Administración, sometido a las limitaciones propias de éste, entre las que
se encuentra, como ya sabemos, la de invalidar actos administrativos favorables al
administrado (GARRIDO FALLA, PALOMAR OLMEDA y LOSADA GÓMEZ).
Menos dudas ofrece, en nuestra opinión, que el administrado sólo puede in-
terponer el recurso en base a consideraciones de legalidad, pues la introducción
270 Derecho Administrativo español. Tomo II

de pretensiones basadas en meras consideraciones de oportunidad supondrían la


interposición de una petición graciable, que no constituye recurso, sino ejercicio del
derecho de petición que regula el artículo 29 CE.
Por lo demás, siendo motivos de legalidad, se podrá hacer uso de cualquier vicio
con entidad suficiente para determinar la invalidez del acto, bien sean de nulidad o
de mera anulabilidad (art. 107.1 LRJAPPAC). Lo que deja fuera, evidentemente, las
meras irregularidades no invalidantes, que carecen, como es sabido, de fuerza para
invalidar el acto.
Debe hacerse notar, no obstante, la existencia de dos tipos de recursos: ordinarios,
que se podrán basar en cualquier causa de invalidez (recurso de reposición y recurso
de alzada) y los extraordinarios, que se podrán basar únicamente en determinadas
causas previstas por la ley (recurso extraordinario de revisión).
Téngase en cuenta, no obstante, que los vicios y defectos que hagan anulable un acto
no podrán ser alegados por quienes los hubieren causado (art. 110.3 LRJAPPAC).

2. Fundamento y funcionalidad de los recursos administrativos


La doctrina ha puesto de manifiesto la presencia en el recurso administrativo de
una triple finalidad: a) en primer lugar, operan como una garantía de los derechos
de los interesados, que encuentran en ellos una vía para reaccionar contra aquellos
actos que les perjudican; b) en segundo lugar, constituyen mecanismos de control de
la actividad de la Administración, en cuanto conllevan una revisión de la legalidad
de la actuación administrativa; c) en tercer lugar, ofrecen a la Administración un
privilegio procesal, que le permite reconsiderar su actuación ante de verse sometidos
a un proceso judicial (DE ASÍS ROIG).
El problema reside en como articular un sistema de recursos que sirva de forma
adecuada y proporcionada a estas tres funciones que, lejos de coincidir, son en oca-
siones contradictorias entre sí. Debe notarse previamente que la atribución de estas
tres finalidades no es, ni mucho menos, caprichosa y arbitraria. La atribución a la
Administración de una posición privilegiada resulta de la particular importancia
de los intereses que se le atribuyen, los intereses públicos, que no pueden quedar
desatendidos o mal servidos como consecuencia de la actuación de los sujetos pri-
vados, lo que incluye también su uso de las posibilidades de recurso que otorga el
ordenamiento jurídico.
Ahora bien, en la práctica ha sido desafortunadamente frecuente que la
Administración haga un uso espurio de estos privilegios, que se han convertido en
muchos casos en una arma de la Administración para vencer la resistencia de los
administrados, incapaces de hacer frente a la barrera que supone el ejercicio abu-
sivo por parte de la Administración de sus privilegios procesales, que convierten
en ilusoria la tutela judicial administrativa para muchos ciudadanos, al no poder
afrontar los costes de tiempo y dinero que supone litigar contra una Administración
que impone sus decisiones como hechos consumados.
Tercera parte 271

A esta situación han contribuido en muchos casos los recursos administrativos,


convertidos de forma pervertida, en una vía para que la Administración defienda
con terquedad sus posiciones, relegando al olvido su papel como instrumento para la
tutela de los derechos de los ciudadanos y para el control de la Administración, cuya
única función pasa a ser retardar el acceso a la tutela judicial y haciendo aún más
oneroso litigar contra la Administración.
Dos características de los recursos administrativos facilitan notablemente esta
desviación patológica. Por un lado, la parcialidad del juzgador, que no es, como ya
sabemos, un tercero imparcial, sino la misma Administración que dicto el acto. Por
otro, el carácter obligatorio que en algunos casos ostenta el recurso, que se convierte
en un necesario paso previo para el acceso a los tribunales, que retarda la posibilidad
de acudir a éstos.
No se puede olvidar, no obstante, que el recurso administrativo presenta también
importantes ventajas, que aconsejan su mantenimiento. Así, en primer lugar, debe
destacarse que permite una mayor especialización y preparación técnica del órgano
encargado de enjuiciar el acto, al ser el funcionario encargado de la tramitación de
esos asuntos y poseer, en consecuencia, unos conocimientos técnicos de los que el
juez en muchos casos carece, y que sólo puede alcanzar indirectamente, a través de
los peritos.
También se debe señalar, en segundo lugar, que es un modo de resolución de
conflictos más ágil y flexible que el proceso judicial, con el consiguiente ahorro de
tiempo y dinero.
Por último, en tercer lugar, su carácter esencialmente gratuito le otorga una
importante ventaja frente al siempre oneroso proceso judicial, sobre todo para las
cuestiones de menor cuantía, que difícilmente se planteen en vía judicial, porque el
coste de su defensa supera el interés que tiene para los sujetos interesados.
Ante esta situación, la doctrina se divide entre los partidarios del recurso, en el
que siguen viendo algunos un instrumento útil para el control de la Administración
y la defensa de los derechos de los ciudadanos (AROZAMENA LASO); y los que los
enjuician críticamente, en cuanto ven en ellos poco más que un privilegio abusivo
de la Administración, que sólo sirve para retrasar el acceso a la tutela judicial (DE
ASÍS ROIG).
La mayor parte de la doctrina ha asumido, no obstante, una postura más mati-
zada, que defiende la conservación del recurso administrativo, pero con un carácter
en todo caso estrictamente potestativo. De tal forma que el administrado pueda
hacer uso del mismo, si lo considera adecuado y si, sin embargo, lo considera un
paso inútil, pueda acceder directamente a la vía judicial (GARCÍA DE ENTERRÍA
y FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ; GONZÁLEZ NAVARRO; GONZÁLEZ PÉREZ). Si
bien no faltan tampoco sectores doctrinales críticos con esta posición, en cuanto
entienden que el recurso administrativo sirve también otras finalidades relevantes
distintas a las tutela de los derechos de los ciudadanos (control interno, descargar
de trabajo a la jurisdicción contenciosa, etc.), que deben en algunos caso prevalecer
(SÁNCHEZ MORÓN).
272 Derecho Administrativo español. Tomo II

Sin despreciar el aporte de estas posturas críticas, somos partidarios de la


generalización del recurso potestativo, que daría lugar a un sistema de recursos,
entendemos, más eficaz y respetuoso con los derechos de los ciudadanos. Sistema
que se vería también notablemente beneficiado de un refuerzo de la autonomía del
órgano encargado de resolver el recurso, que le daría una mayor credibilidad y una
mejor aptitud para tutelar los derechos de los ciudadano y el control de la legalidad
de la actuación de la Administración.

3. Procedimiento de recurso
La presentación del recurso va a dar lugar a la tramitación de un procedimiento
administrativo vinculado al procedimiento en que se dictó el acto impugnado, pues
en cierto modo va a continuar en él la discusión de la cuestión objeto de éste, pero
sin que esto impide su carácter puramente autónomo, es un nuevo procedimiento,
dotado de su propia tramitación y que concluirá con su propia resolución.
Como ya se hizo notar, aunque se haya producido una cierta procesalización de
los procedimientos de recurso, siguen siendo simples procedimientos administra-
tivos, por lo que, en lo que no esté específicamente previsto en su regulación, se le
aplicarán las normas reguladoras de los procedimientos (SÁNCHEZ MORÓN).
En lo que se refiere a la legitimación, no existen normas especiales, rigiéndose por
las reglas generales contenidas en el artículo 31 LRJAPPAC, de tal forma que basta con
ser titular de derechos subjetivos o intereses legítimos afectados por el acto impugnado
para poder interponer el recurso o personarse en el mismo como interesado, sin que
sea necesario que se haya ostentado la condición de interesado en el procedimiento
administrativo en que se dictó el acto impugnado (GONZÁLEZ PÉREZ).
El escrito de interposición del recurso deberá expresar: a) el nombre y apellidos
del recurrente, así como la identificación personal del mismo; b) el acto que se recu-
rre y la razón de su impugnación; c) lugar, fecha, firma del recurrente, identificación
del medio y, en su caso, del lugar que se señale a efectos de notificaciones; d) órgano,
centro o unidad administrativa al que se dirige; e) las demás particularidades exigi-
das, en su caso, por las disposiciones específicas (art. 110 LRJAPPAC).
Aunque la LRJAPPAC no lo diga expresamente, es aplicable a los recursos la norma
que establece el artículo 71 LRJAPPAC, que obliga a dar un plazo de 10 días para subsa-
nar los defectos de que pueda adolecer el escrito de interposición del recurso (Sentencia
del Tribunal Supremo de 23 de enero de 1998. FJ. 3).
El error en la calificación del recurso por parte del recurrente no será obstácu-
lo para su tramitación, siempre que se deduzca su verdadero carácter (art. 110.2
LRJAPPAC).
Debe notarse, no obstante, que los plazos para la interposición del recurso son
plazos de caducidad, que no se interrumpen por la interposición de un recurso
improcedente. Si a esto se añade su brevedad (uno o tres meses según el caso, en
los recursos ordinarios) es altamente probable que la interposición de un recurso
erróneo suponga la caducidad del recurso.
Tercera parte 273

De esta regla escapa el supuesto en que el error en la interposición del recurso sea
consecuencia de haber seguido lo establecido en una notificación errónea, en cuyo
caso el error en la impugnación no puede perjudicar al interesado.
En el recurso se podrá solicitar tanto la anulación del acto, como el reconoci-
miento de una situación jurídica individualizada.
La fase de instrucción del procedimiento es normalmente bastante reducida, en
cuanto el recurso trae causa de un procedimiento anterior, y opera sobre la base de
los datos recopilados en éste (GONZÁLEZ PÉREZ). Si bien esto no impide que el ór-
gano administrativo pueda, y deba, ordenar la realización de todos aquellos actos de
instrucción que estime necesarios para la resolución del recurso, así como aquellos
que soliciten los interesados y sean adecuados y pertinentes.
La LRJAPPAC obliga la realización del trámite de audiencia en dos casos. En pri-
mer lugar, prevé un trámite de audiencia para los recurrentes cuando hayan de tenerse
en cuenta nuevos hechos o documentos no recogidos en el expediente originario. En
cuyo caso se les pondrá de manifiesto el expediente, para que, en un plazo no inferior
a diez días ni superior a quince, formulen las alegaciones y presenten los documentos
y justificantes que estimen procedentes (art. 112.1 LRJAPPAC). Teniendo en cuenta
que a estos efectos el recurso, los informes, las propuestas y los documentos que los
recurrentes hayan aportado al expediente antes de recaer la resolución impugnada
no tienen el carácter de documentos nuevos (art. 112.3 LRJAPPAC). Si bien en el
caso de los informes sólo deberán considerarse como documentos no nuevos cuan-
do cumplan una función de mero asesoramiento, pero no cuando tengan carácter
probatorio (GONZÁLEZ NAVARRO).
Este trámite tiene carácter preclusivo, de tal forma que no se tendrán en cuenta
en la resolución de los recursos, hechos, documentos o alegaciones del recurrente,
cuando habiendo podido aportarlos en el trámite de alegaciones no lo haya hecho
(art. 112.1 LRJAPPAC). Solución que ha recibido la crítica de la doctrina, en cuanto
el procedimiento, a diferencia del proceso, no es un mero instrumento para la tutela
de los derechos de los administrados, sino que implica también un control de la
legalidad de la acción administrativa, lo que deja sin sentido que se resten al órga-
no decisor elementos de juicio por la mera pasividad o negligencia del recurrente
(GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ RODRIGUEZ).
Téngase en cuenta, en cualquier caso, que si existieran diversos recurrentes, que
actuasen de forma separada, deberán considerarse los documentos presentados por
los demás recurrentes como documentos nuevos, siendo preciso dar audiencia a los
demás recurrentes.
En segundo lugar, la ley impone también la celebración de audiencia cuando
existan terceras personas interesadas, esto es, a quienes resulten afectados por la re-
solución del recurso sin haberlo interpuesto (GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ
RAMOS), en cuyo caso se les dará traslado del recurso para que en un plazo no
inferior a diez días ni superior a quince, aleguen cuanto estimen procedente
(art. 112.2 LRJAPPAC).
274 Derecho Administrativo español. Tomo II

El recurso terminará mediante resolución en la que se estimará, en todo o en


parte, o se desestimará las pretensiones formuladas en el mismo o declarará su
inadmisión (art. 113.1 LRJAPPAC), esto es, con una resolución sobre el fondo del
asunto, de estimación o desestimación de la pretensión, o con una resolución de
inadmisión, cuando existan circunstancias no subsanables que impidan al órgano
que conoce del recurso entrar en el fondo del asunto.
Cabe, no obstante, la posibilidad de que se aprecie la existencia de un vicio de
forma que determine que no se estime procedente resolver sobre el fondo, en cuyo
caso se ordenará la retroacción del procedimiento al momento en el que el vicio fue
cometido (art. 113.2 LRJAPPAC).
La doctrina ha puesto de manifiesto, entendemos que con razón, que esta posi-
bilidad tiene sentido tan sólo en el ámbito de las relaciones de jerarquía en las que se
desenvuelve el recurso de alzada, que permite que el superior que resuelve el recurso
reconduzca la actitud de su subordinado, ordenándole la correcta tramitación del
recurso, pero carece de todo sentido en el ámbito del recurso de reposición, en el que
el órgano que conoce del recurso es el mismo órgano que dictó el acto impugnado,
por lo que debe proceder a subsanar los defectos formales existentes en el propio pro-
cedimiento de recurso, para evitar dilaciones indebidas (GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ).
En todo caso, sólo podrá hacerse uso de esta posibilidad de forma estrictamente
excepcional, cuando no se pueda resolver sobre el fondo sin la realización del trámite
omitido y sea aún posible su subsanación, ya que si es posible se deberá resolver sobre
el fondo sin más dilación, y si resulta imposible la subsanación del defecto formal,
procederá la anulación del acto impugnado por defecto de forma.
Cuando se resuelva sobre el fondo del asunto, la resolución debe ser congruente
con las peticiones formuladas por el recurrente (art. 113.3 LRJAPPAC), lo que im-
plica que deberán decidirse todas las cuestiones, tanto de forma como de fondo,
planteadas por éste.
Siendo, no obstante, el recurso, un procedimiento administrativo en el que está
en juego un interés público, cuya tutela no puede abandonarse a la acción de los inte-
resados, el órgano que resuelva el recurso deberá decidir también cualesquiera otras
cuestiones que, aunque no se hayan introducido por los interesados, se deriven del pro-
cedimiento. En cuyo caso se deberá oír previamente a éstos (art. 113.3 LRJAPPAC).
No cabe, sin embargo, en ningún caso, que la resolución se extienda a cuestiones
nuevas, no planteadas en el procedimiento administrativos, ni siquiera aunque las ha-
yan introducido las partes en el recurso (VILLAR PALASÍ y VILLAR EZCURRA).
Rige para la resolución del recurso la prohibición de reformatio in peius, esto
es, en ningún caso pueda agravarse la situación inicial del recurrente (art. 113.3
LRJAPPAC). Solución que encuentra su fundamento en la necesidad de evitar que el
administrado pueda verse perturbado en el ejercicio del derecho a la tutela judicial
efectiva en vía de recurso, por la amenaza de que la Administración tome represa-
lias contra aquellos que no acatan sus decisiones, empeorando su situación inicial
(GONZÁLEZ NAVARRO).
Tercera parte 275

Esto no impide, por supuesto, la posibilidad de que impugnen el acto adminis-


trativo diferentes interesados que defiendan posiciones contrapuestas, en cuyo caso,
se amplia la capacidad del órgano decisor al ámbito al que se extiendan todas las
impugnaciones. Sin que se pueda hablar en este caso de reformatio in peius, pues
la Administración debe dar respuesta a las pretensiones formuladas por todos los
posibles interesados.
Cabe también, por último, la terminación mediante silencio administrativo, que
tendrá en el caso de los recursos sentido negativo, al ser procedimientos de impug-
nación de actos (art. 43.2 LRJAPPAC), salvo que se trate de un recurso de alzada
que se haya interpuesto contra la desestimación por silencio administrativo de una
solicitud por el transcurso del plazo, en cuyo caso se entenderá estimado el mismo
si, llegado el plazo de resolución, el órgano administrativo competente no dictase
resolución expresa sobre el mismo (art. 43.2 LRJAPPAC).

4. Recurso de reposición
Es un recurso de carácter potestativo, en cuanto no es necesario interponerlo
necesariamente si se quiere impugnar un acto administrativo. De tal modo que
el administrado puede optar por interponer este recurso o por interponer directa-
mente recurso contencioso-administrativo (art. 116.1 LRJAPPAC). Ahora bien, en
caso de que se opte por la interposición del recurso de reposición, ya no se podrá
interponer el recurso judicial hasta que se resuelva el recurso de reposición, bien
expresamente o por silencio administrativo (art. 116.2 LRJAPPAC).
Este recurso procede únicamente contra los actos que agotan la vía administrativa
(art. 116.1). Debe tenerse en cuenta, no obstante, que las resoluciones de los recursos
de alzada son actos que agotan la vía administrativa, pero contra las que no cabe in-
terponer recurso de reposición, por disposición expresa del artículo 115.3 LRJAPPAC,
que establece que contra la resolución de un recurso de alzada no cabrá ningún otro
recurso administrativo, salvo, en su caso, el recurso extraordinario de revisión.
Igualmente debe hacerse notar que contra la resolución de un recurso de reposi-
ción no cabe interponer un nuevo recurso de reposición (art. 117.3 LRJAPPAC).
Es un recurso ordinario que, como tal, podrá interponerse por cualquier causa de
nulidad de pleno derecho o de anulabilidad (art. 107.1 LRJAPPAC).
Se debe interponer ante el mismo órgano que dictó el acto impugnado (art. 116.1
LRJAPPAC), en un plazo de un mes, si se está impugnando un acto expreso, o de
tres si se trata de un acto presunto, que se contará, para el solicitante y otros posibles
interesados, a partir del día siguiente a aquel en que, de acuerdo con su normativa
específica, se produzca el acto presunto (art. 117.1 LRJAPPAC).
El plazo máximo para resolver el recurso y notificar dicha resolución es un plazo
de un mes (art. 117.2 LRJAPPAC). Esta brevedad encuentra fácil justificación, dado
que resuelve el recurso el mismo órgano que dictó el acto impugnado, por lo que es
un asunto que no le resulta desconocido. Transcurrido dicho plazo se produce en
todo caso silencio administrativo negativo (art. 43.2 LRJAPPAC).
276 Derecho Administrativo español. Tomo II

La resolución del recurso de reposición puede ser impugnada en vía contencioso-


administrativa (art. 117.1 LRJAPPAC).

5. Recurso de alzada
No tiene carácter potestativo, por lo que se erige en un requisito previo para poder
acceder a la jurisdicción contencioso-administrativa. Se puede interponer única-
mente respecto a actos que no agotan la vía administrativa (art. 114.1 LRJAPPAC).
Teniendo en cuenta que la resolución del recurso de alzada es ya un acto que agota
la vía administrativa (art. 109.a LRJAPPAC), por lo que podrá ser objeto de recurso
contencioso-administrativo.
Este recurso se puede interponer ante el mismo órgano que dictó el acto o ante su
superior jerárquico (art. 114.2 LRJAPPAC). Si bien es competente para resolverlo en
todo caso el superior jerárquico del órgano autor del acto (art. 114.1 LRJAPPAC).
Si el recurso se interpone ante el órgano que dictó el acto impugnado, éste deberá
remitirlo al competente para resolverlo en el plazo de diez días, con su informe y con
una copia completa y ordenada del expediente. Siendo el titular del órgano que dictó
el acto recurrido responsable directo del cumplimiento de esta obligación (art. 114.2
LRJAPPAC).
A estos efectos, los Tribunales y órganos de selección del personal al servicio de
las Administraciones públicas y cualesquiera otros que, en el seno de éstas, actúen
con autonomía funcional, se considerarán dependientes del órgano al que estén ads-
critos o, en su defecto, del que haya nombrado al presidente de los mismos (art. 114.1
LRJAPPAC).
Es, al igual que el recurso de reposición, un recurso ordinario que, como tal, po-
drá interponerse por cualquier causa de nulidad de pleno derecho o de anulabilidad
(art. 107.1 LRJAPPAC).
El plazo para su interposición es de un mes, si se impugna un acto expreso, y
de tres meses si se recurre un acto presunto, que se contará, para el solicitante y
otros posibles interesados, a partir del día siguiente a aquel en que, de acuerdo con
su normativa específica, se produzcan los efectos del silencio administrativo
(art. 115.1 LRJAPPAC).
El plazo máximo para resolver el recurso y notificar la resolución es de tres
meses, transcurrido el cual se produce silencio administrativo negativo (art. 115.2
LRJAPPAC), salvo que se trate de la impugnación de un acto presunto desestima-
torio, en cuyo caso ese doble silencio tendrá excepcionalmente sentido positivo
(art. 43.2 LRJAPPAC).
La resolución del recurso de alzada podrá ser impugnada ante la jurisdicción
contencioso-administrativa, en el plazo de dos meses desde la notificación o pu-
blicación del acto, si es expreso; y si fuera presunto en el plazo de seis meses, que se
contarán, para el solicitante y otros posibles interesados, a partir del día siguiente a
aquél en que, de acuerdo con su normativa especifica, se produzca el acto presunto
(art. 46.1 LJ).
Tercera parte 277

No cabe contra la resolución del recurso de alzada la interposición de recurso


alguno en vía administrativa, salvo, en su caso, el recurso extraordinario de revisión
(art. 115.3 LRJAPPAC).

6. Recurso extraordinario de revisión


Se interpone contra los actos firmes en vía administrativa (art. 118.1 LRJAPPAC),
esto es, contra los que no cabe recurso alguno en vía administrativa, bien porque
agotan la vía administrativa o porque no se ha interpuesto contra los mismos recurso
en plazo.
Es un recurso extraordinario, que sólo se podrá interponer por las causas previstas
en la ley: a) que al dictarlos se hubiera incurrido en error de hecho, que resulte de los
propios documentos incorporados al expediente; b) que aparezcan documentos de
valor esencial para la resolución del asunto que, aunque sean posteriores, evidencien
el error de la resolución recurrida; c) que en la resolución hayan influido esencial-
mente documentos o testimonios declarados falsos por sentencia judicial firme,
anterior o posterior a aquella resolución; d) que la resolución se hubiese dictado
como consecuencia de prevaricación, cohecho, violencia, maquinación fraudulenta
u otra conducta punible y se haya declarado así en virtud de sentencia judicial firme
(art. 118.1 LRJAPPAC).
Si el recurso no se basase en alguna de estas causas, o se hubiese desestimado
en cuanto al fondo otros sustancialmente iguales, el órgano competente podrá de-
clarar la inadmisión del recurso, sin necesidad de solicitar el dictamen del Consejo
de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma (art. 119.1
LRJAPPAC).
El plazo para la interposición del recurso varía dependiendo del supuesto en el
que nos encontremos. Si se plantea por error de hecho que deriva del expediente será
de 4 años desde la notificación del acto impugnado; si es por la aparición de nuevos
documentos, tres meses desde su aparición; y, por último, si es por declaración por
sentencia judicial firme de la falsedad de documentos o testimonios o de la existen-
cia de conducta punible, 3 meses desde que la sentencia judicial adquirió firmeza
(art. 118.2 LRJAPPAC).
La competencia para conocer de este recurso corresponde al órgano administrati-
vo que haya dictado el acto objeto de recurso (Disposición adicional 17.1 LOFAGE).
Se exige con carácter preceptivo, pero no vinculante, dictamen del Consejo de
Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma (art. 119.1
LRJAPPAC).
El plazo máximo para resolver es de tres meses, transcurrido el cual sin que se
dicte y notifique la resolución se produce silencio administrativo negativo (art. 199.3
LRJAPPAC).
Si se admite el recurso, el órgano competente deberá pronunciarse no sólo sobre
la procedencia del recurso, sino también sobre el fondo de la cuestión (art. 119.2
LRJAPPAC).
278 Derecho Administrativo español. Tomo II

La resolución que se dicte es susceptible de impugnación ante la jurisdicción con-


tencioso-administrativa (art. 119.3 LRJAPPAC). Si bien, como es evidente, sólo con
base en la causa que haya permitido plantear el recurso extraordinario de revisión.
Se puede utilizar conjuntamente con la acción de nulidad del artículo 102
LRJAPPAC y con la rectificación de errores materiales del art. 105.2 LRJAPPAC
(art. 118.3 LRJAPPAC).
Tercera parte 279

IV. Losmedios de resolución de conflictos


alternativos a los recursos tradicionales
1. Introducción
La aparición de formas específicas de reclamación en vía administrativa es el re-
sultado de la confluencia de un doble factor, por una parte, la insatisfacción de los
ciudadanos ante el deficiente funcionamiento de los recursos administrativos gene-
rales; por otra, la incapacidad de la jurisdicción contencioso-administrativa para dar
satisfacción a esta carencia, dado el notable retraso con el que opera, sin olvidar sus
cuantiosos costes. Esto hace necesario habilitar nuevas vías que permitan una auten-
tica tutela de los derechos de los ciudadanos sin necesidad de acudir al contencioso
(PAREJO ALFONSO, TRAYTER).
La puesta en marcha de mecanismos de este tipo correctamente articulados
podía dar un respiro cada vez más necesario a nuestro agobiado sistema de justi-
cia administrativa (GARCÍA DE ENTERRÍA y FERNÁNDEZ-RODRÍGUEZ), en
cuanto pueden suponer la introducción de fórmulas más ágiles y, sobre todo, más
imparciales de resolución de conflictos, por lo que la mayor parte de la doctrina
tiende a enjuiciar favorablemente su inclusión, y a lamentar su escaso desarrollo en
la práctica (VEGA LABELLA, SÁNCHEZ MORÓN, ÁLVAREZ CIENFUEGOS).
Objetivo central de la introducción de estos mecanismos es rehabilitar la vía de
recurso en vía administrativa, principalmente reforzando la objetividad e impar-
cialidad de los órganos encargados de su resolución (BLANQUER), al desplazar la
resolución del conflicto hacia un órgano no directamente involucrado en el conflicto
(GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ).
Con ello, se pone el acento en la funcionalidad del recurso como vía para la tutela
de los derechos de los ciudadanos, pasando a un plano secundario su papel como
elemento para el autocontrol de la Administración, en cuanto el recurso va a ser
resuelto por un órgano ajeno al encargado de desarrollar las funciones de gestión que
dictaron el acto objeto de control (ÓRTEGA ÁLVAREZ).
No se debe, no obstante, despreciar la importancia de otro factor no menos
crucial del régimen de estos mecanismos de impugnación, como es la posibilidad
de acercar la resolución de los conflictos a los ciudadanos, en cuanto se entiende
que en estos órganos se integraría una participación de los colectivos afectados, que
facilitaría una mayor confianza de los administrados y garantizaría una adecuada
composición del conflicto (VEGA LABELLA, CAMPO CABAL).

2. Supuestos de impugnación ante comisiones especiales


reconocidas en el ordenamiento jurídico español
La Ley 30/1992 prevé con carácter general la posibilidad de establecer este tipo
de mecanismos, señalando en su artículo 107.2 que las “leyes podrán sustituir el
recurso de alzada, en supuestos o ámbitos sectoriales determinados, y cuando la
280 Derecho Administrativo español. Tomo II

especificidad de la materia así lo justifique, por otros procedimientos de impug-


nación, reclamación, conciliación, mediación y arbitraje, ante órganos colegiados o
Comisiones específicas no sometidas a instrucciones jerárquicas, con respeto a los
principios, garantías y plazos que la presente Ley reconoce a los ciudadanos y a los
interesados en todo procedimiento administrativo.
En las mismas condiciones, el recurso de reposición podrá ser sustituido por los
procedimientos a que se refiere el párrafo anterior, respetando su carácter potestati-
vo para el interesado”.
Con un ámbito más limitado, algunas Comunidades Autónomas han realiza-
do una declaración genérica similar de reconocimiento de estos procedimientos,
siguiendo los requisitos fijados en el artículo 107.2 LRJAPPAC, para el ámbito de su
Comunidad Autónoma (art. 62 Decreto Legislativo 2/2001, de 3 de julio, del Gobierno
de Aragón, por el que se aprueba el Texto Refundido de la Ley de la Administración de
la Comunidad Autónoma de Aragón).
Debe entenderse que del artículo 107.2 LRJAPPAC se deriva la exigencia de ley for-
mal para establecer este tipo de mecanismos de revisión (GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ ROGRÍGUEZ). De tal forma que la LRJAPPAC, mas que regular estas
figuras estableciendo una normativa de directa aplicación, contiene una invitación al
legislador, ya sea estatal o autonómico para su instauración y regulación (SÁNCHEZ
MORÓN, TRAYTER).
Si bien esta exigencia se debe entender referida únicamente al establecimiento
del recurso, pero no parece que exista problema para que se remita a norma regla-
mentaria la concreción de algunos elementos de carácter secundario o de detalle o
puramente procedimentales.
En tal sentido, el artículo 62 Decreto Legislativo 2/2001, que tras establecer que
esta “sustitución deberá establecerse, en todo caso, mediante ley” (art. 62.1), añade
que el “procedimiento administrativo de actuación de estas comisiones se regulará
mediante Decreto del Gobierno de Aragón, a propuesta del Consejero de Presidencia
y Relaciones Institucionales, y deberá respetar los principios, las garantías y los pla-
zos que la legislación básica reconoce a los ciudadanos y a los interesados en todo
procedimiento administrativo” (art. 62.3).
También la Ley Orgánica 7/2006, de 21 de noviembre, de protección de la salud
y de lucha contra el dopaje en el deporte, que tras crear mediante ley formal una
Comisión Específica del Comité Español de Disciplina Deportiva, establece que la
“organización de la actividad arbitral del Comité Español de Disciplina Deportiva
y el procedimiento para la resolución de los supuestos se desarrollará, reglamenta-
riamente, primando el principio de inmediatez”.
En todo caso, entendemos que, como es obvio, esa posibilidad de remisión a la
normativa reglamentaria tiene sus límites, no pudiendo alcanzar en ningún caso a la
determinación del ámbito sectorial en que se produce la sustitución, ni a la compo-
sición de la Comisión o Tribunal administrativo, en cuanto constituyen elementos
esenciales cubiertos por la reserva de ley.
Tercera parte 281

El artículo 107.2 reconoce tan sólo la posibilidad de establecer mecanismos de


impugnación o reclamación sustitutivos de los recursos ordinarios, pero no abre la
posibilidad de fijar formas adicionales o alternativas de reclamación a estos recursos.
Lo que implica, además, que sólo podrán impugnarse a través de estos recursos los
actos que serían susceptibles de impugnación a través del recurso al que sustituyen
(ÓRTEGA ÁLVAREZ, SÁNCHEZ MORÓN).
No cabe su utilización con un carácter general, para toda la actividad administra-
tiva, sino que tan sólo se podrá hacer uso del mismo en sectores específicos (VEGA
LABELLA, SÁNCHEZ MORÓN).
Aunque no de forma muy abundante, si que hay en la práctica algunos supuestos
en los que, siguiendo esta habilitación genérica, se han aprobado para supuestos espe-
cíficos algunas normas por las que se crean Comisiones que se pautan a lo dispuesto
en el artículo 107.2 LRJAPPAC, ante las que se solventan recursos sustitutorios de los
recursos jerárquicos tradicionales.
Así, el artículo 8 Ley 35/1995, de 11 de diciembre, de Ayudas a las Víctimas de
Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual, ha creado la Comisión Nacional de
Ayuda y Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual;
el artículo 29.1 de la Ley Orgánica 7/2006, ha dado lugar a una sección específica del
Comité Español de Disciplina Deportiva encargada de este tipo de tareas.
Hay una parte de la doctrina que ha considerado que los mecanismos de impug-
nación que prevé el artículo 107.2 no son auténticos recursos, sino una nueva forma
de impugnación (CAMPO CABAL). No compartimos esta opinión, la propia literalidad
de dicho precepto indica que la posibilidad de sustituir los recursos ordinarios se
puede hacer a favor de “procedimientos de impugnación, reclamación, conciliación,
mediación y arbitraje”, lo que entendemos implica que se pueden sustituir por au-
ténticos recursos o por otro tipo de medios de resolución de conflictos (ENTRENA
CUESTA, COBO OLVERA, FERNÁNDEZ PASTRANA).
En la práctica tenemos ya ejemplos de ambos casos. Así, el artículo 8 Ley 35/1995
establece la sustitución de los recursos por un recurso especial. Sin embargo, el artí-
culo 29.1 Ley Orgánica 7/2006 lo ha hecho por un mecanismo de arbitraje.
El supuesto más relevante y consolidado de tribunal administrativo en nuestro or-
denamiento jurídico opera, sin embargo, al margen del artículo 107.2 LRJAPPAC. Nos
estamos refiriendo al que se fija en el ámbito tributario, a través de las reclamaciones
económico-administrativas, reguladas en la actualidad en la Ley General Tributaria,
que no vamos a examinar, por quedar fuera de nuestro ámbito de estudio.
También en el ámbito tributario, se han creado algunos Tribunal administrativos
fuera del ámbito de la Administración General del Estado. Así, la Ley 1/2006, de 13 de
marzo, por la que se regula el Régimen Especial del municipio de Barcelona ha creado el
Consejo Tributario, “órgano especializado al que se encomiendan, en los términos
previstos en su Reglamento Orgánico”, entre otras, las funciones de dictaminar “las
propuestas de resolución de recursos interpuestos contra los actos de aplicación de
los tributos y precios públicos y demás ingresos de derecho público”.
282 Derecho Administrativo español. Tomo II

En la misma línea, el artículo 25 de la Ley 22/2006, de 4 de julio, de Capitalidad y de


Régimen Especial de Madrid crea el Tribunal Económico-Administrativo Municipal
de Madrid, que ostenta, entre otras funciones, el “conocimiento y resolución de las
reclamaciones que se interpongan en relación con la aplicación de los tributos y la
imposición de sanciones tributarias que realicen el Ayuntamiento de Madrid y las
entidades de derecho público vinculadas o dependientes del mismo, siempre que se
trate de materias de su competencia o tratándose de competencias delegadas, cuando
así lo prevea la norma o el acuerdo de delegación”; y el “conocimiento y resolución de
las reclamaciones que se interpongan contra las resoluciones y los actos de trámite
que decidan, directa o indirectamente, el fondo del asunto, relativo a los actos recau-
datorios referidos a ingresos de derecho público no tributarios del Ayuntamiento de
Madrid y de las entidades de derecho público vinculadas o dependientes del mismo”.

3. Régimen jurídico de los recursos sustitutivos


del artículo 107.2 lrjappac
Al preveer la posibilidad de establecer este tipo de recursos especiales, la LRJAPPAC
fija una serie de condiciones o requisitos. El verdadero valor de estos condicionan-
tes es relativo, pues siendo una ley y exigiéndose ley para su creación, esta última
ley tendría capacidad para modificar lo establecido en la LRJAPPAC (GONZÁLEZ
PÉREZ). Si bien tampoco se puede despreciar totalmente la relevancia de estos con-
dicionamientos, en cuanto que, dado el carácter básico del precepto, el legislador
autonómico deberá pautar la eventual regulación que realice de estos mecanismos a
los criterios y prescripciones impuestos por la LRJAPPAC (SÁNCHEZ MORÓN).
El artículo 107.2 LRJAPPAC exige, ante todo, que estas vías de reclamación ope-
ren con respeto a “los principios, garantías y plazos” establecidos en la LRJAPPAC, lo
que supone una “congelación de esas garantías” a favor de los ciudadanos (GAMERO
CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
Las comisiones encargadas de la resolución de estos recursos no recibirán, por
exigencia del artículo 107.2, instrucciones jerárquicas (no tendría sentido que las
recibiesen, pues en tal caso no habría razón para sustituir los recursos ordinarios)
(VEGA LABELLA), por lo que sus decisiones agotarán la vía administrativa en
aplicación del artículo 109.1.c) LRJAPPAC, que ordena dicha consecuencia para las
“resoluciones de los órganos administrativos que carezcan de superior jerárquico,
salvo que una Ley establezca lo contrario”.
En tal sentido se han pronunciado las normas que establecen este tipo de recursos.
Así, el artículo 11.3 Ley 35/1995 respecto a los acuerdos de la Comisión Nacional de
Ayuda y Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual; el
artículo 29.4 de la Ley Orgánica 7/2006, respecto a las decisiones de la Sección Específica
del Comité Español de Disciplina Deportiva; el artículo 25.2 de la Ley 22/2006 respecto
a las resoluciones del Tribunal Económico-Administrativo Municipal de Madrid.
También se le atribuye, en algún caso, la resolución de los recursos extraordina-
rios de revisión contra sus propios decisiones (art. 11.3 Ley 35/1995 respecto a los
Tercera parte 283

acuerdos de la Comisión Nacional de Ayuda y Asistencia a las Víctimas de Delitos


Violentos y contra la Libertad Sexual).
El punto más delicado del régimen de estas Comisiones es, evidentemente, el
de su composición. Los términos de la ley tan sólo la condicionan desde tres notas,
deben ser órganos colegiados, especializados y dotados de independencia funcional.
Cumpliendo esas notas pueden englobarse dentro de los mismos supuestos muy
variados: integración por funcionarios, expertos, composición mixta, etc.
Suele establecerse una composición plural, entre la que se integran representantes
de los sectores afectados.
Así, el artículo 11.2 Ley 35/1995 establece, respecto a la Comisión Nacional de
Ayuda y Asistencia a las Víctimas de Delitos Violentos y contra la Libertad Sexual, que
el “Gobierno, a propuesta de los Ministros de Justicia, de Economía y Hacienda y del
Interior, establecerá la composición y el régimen de funcionamiento de la Comisión
Nacional. Estará presidida por un Magistrado nombrado a propuesta del Consejo
General del Poder Judicial, e integrada por representantes de la Administración General
del Estado y, en su caso, de las organizaciones vinculadas a la asistencia y defensa de las
víctimas. En cualquier caso, corresponderá una de sus vocalías a un representante del
Ministerio Fiscal, nombrado a propuesta del Fiscal General del Estado”.
El artículo 29.1 de la Ley Orgánica 7/2006 establece que el órgano arbitral “estará
presidido por un miembro del Comité Español de Disciplina Deportiva y compuesto
por otros dos miembros designados, respectivamente, por el deportista interesado
y por acuerdo entre el miembro del Comité Español de Disciplina Deportiva y el
interesado. En el supuesto de que no se llegase a un acuerdo, y ambos convinieran
en manifestar la imposibilidad del mismo, el tercer miembro será el presidente del
citado Comité”.
La imparcialidad de la Comisión sólo queda, al menos en nuestra opinión, de-
bidamente garantizada, si a una adecuada composición se añade un régimen que
garantice la permanencia de los miembros de la Comisión en su cargo, salvo por
causas tasadas objetivamente justificadas.
En tal sentido el artículo 64.3 Decreto Legislativo 2/2001 establece que el “man-
dato del Presidente, de los dos vocales y de sus suplentes será de dos años, y sólo podrán
ser removidos del cargo por su propia voluntad o por notorio incumplimiento de
sus obligaciones”.
También el artículo 47.5 de la Ley 1/2006, respecto al Consejo Tributario, que
establece que durante su mandato los miembros del Consejo serán inamovibles.
Igualmente, el artículo 25.4 Ley 22/2006, respecto al Tribunal Económico-
Administrativo Municipal de Madrid, establece que sus miembros “cesarán por
alguna de las siguientes causas:
a. A petición propia.
b. Cuando lo acuerde el Pleno con la misma mayoría que para su nombramiento.
c. Cuando sean condenados mediante sentencia firme por delito doloso.
d. Cuando sean sancionados mediante resolución firme por la comisión de una
falta disciplinaria muy grave o grave”.
284 Derecho Administrativo español. Tomo II

Parece incluso conveniente, para impedir su captación por el grupo político en el


poder, que su renovación se realice de forma parcial. En tal sentido, el artículo 47.5
de la Ley 1/2006, respecto al Consejo Tributario, dispone que el mandato de los
miembros del Consejo Tributario será de cuatro años, renovable por otros cuatro.
La renovación se hará por mitades cada dos años, después de la constitución del
Consistorio y a la mitad del período interelectoral”.
Tan relevante como la garantía de su independencia resulta la de su preparación
técnica (SÁNCHEZ MORÓN). No es extraño, por ello, que algunas de las normas
reguladoras de este tipo de recursos hayan puesto de manifiesto dicha necesidad.
Algunos textos legales han optado al respecto por exigir genéricamente una prepa-
ración adecuada. En tal sentido, puede citarse el artículo 64.2 Decreto Legislativo
2/2001, que establece que la ley que establezca el recurso de sustitución “deberá
garantizar, en todo caso, la adecuada titulación y competencia de los miembros de la
Comisión y de sus suplentes”.
También en esa línea la Ley 1/2006, respecto al Consejo Tributario, que establece
que éste “estará constituido por un mínimo de tres y un máximo de nueve miem-
bros, designados por Decreto de Alcaldía entre personas de reconocida competencia
técnica en la materia que le es propia, oídos los portavoces de los diferentes grupos
municipales y dándose cuenta al Consejo Municipal”.
Igualmente, el artículo 25.4 de la Ley 22/2006, respecto al Tribunal Económico-
Administrativo Municipal de Madrid, establece que estará “constituido por un
número impar de miembros, con un mínimo de tres, designados por el Pleno, con el
voto favorable de la mayoría absoluta de los miembros que legalmente lo integren, de
entre personas de reconocida competencia técnica”.
Otras normas exigen directamente una determinada titulación específica para
sus miembros. Así, el artículo 29.1 de la Ley Orgánica 7/2006, establece que todos
los miembros de la Comisión específica del Comité Español de Disciplina Deportiva
“deberán ser licenciados en Derecho”.
El artículo 107.2 establece que la “aplicación de estos procedimientos en el ámbito
de la Administración Local no podrá suponer el desconocimiento de las facultades
resolutorias reconocidas a los órganos representativos electos establecidos por la Ley”.
Esta complicada redacción ha sido objeto de diversas interpretaciones. Así, hay
quien ha considerado que viene referida exclusivamente a aquellos supuestos en los
que no se sustituye por un mecanismo de recurso, sino por otros mecanismos de
reclamación (conciliación, mediación y arbitraje) (FERNÁNDEZ PASTRANA).
Parece, sin embargo, que la interpretación más correcta es la que entiende que
en este ámbito estas comisiones sólo podrán formular una propuesta de resolución,
sobre la que decidirá el órgano representativo de cada Corporación, dado que di-
chos órganos son expresión del principio democrático (GARCÍA DE ENTERRÍA y
FERNÁNDEZ RODRÍGUEZ, GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).
Si bien hay quien ha matizado esta afirmación respecto al arbitraje, considerando
que supone simplemente que el órgano local competente deberá ser quien suscriba la
cláusula arbitral (TRAYTER).
Tercera parte 285

En cualquier caso, compartimos la visión crítica de aquellos que han considerado


que la protección de la autonomía local no hace necesario la toma de una medida de
este tipo (SÁNCHEZ MORÓN).
No parece que exista problema, sin embargo, para que los entes locales puedan
crear estas comisiones en ejercicio de su potestad de autoorganización, sin necesidad
de ley previa que les habilite a ello (GAMERO CASADO y FERNÁNDEZ RAMOS).

4. La sujeción de la administración a la mediación,


conciliación y arbitraje
Como ya sabemos, la sustitución de los recursos ordinarios no se realiza siempre a
favor de mecanismos de impugnación que puedan ser calificados como recursos,
sino que se ha abierto también la posibilidad de utilización de mecanismos más pro-
pios del Derecho privado, como la conciliación, la mediación o el arbitraje.
La mayor dificultad que van a encontrar estos mecanismos reside en las limita-
ciones que encuentra la Administración para llevar a cabo transacciones, en cuanto
la Administración debe actuar, como es sabido, con vinculación al principio de
legalidad (ÓRGEGA ÁLVAREZ).
Si bien, hay quien considera que esto no impide que la Administración cuente
con espacio suficiente como para que se produzca una cierta entrada de estas figuras
(SÁNCHEZ MORÓN).
En cualquier caso, lo que si parece evidente es que la operatividad de estas
fórmulas sólo podrá darse en el ámbito en el que la Administración actúe dotada
de discrecionalidad administrativa, nunca donde se ejerciten potestades regladas
(TRAYTER).
Una referencia específica debe hacerse a la posible utilización del arbitraje, que
encuentra, además, en el ámbito administrativo algunas peculiaridades que deben
reseñarse.
Una primera característica relevante es que en el ámbito del Derecho administra-
tivo, aunque hay quien ha defendido la posición contraria (TRAYTER), el arbitraje se
ha establecido como un mecanismo sustitutivo del recurso, no alternativo al mismo.
De esta forma, si se quiere impugnar la resolución se debe acudir necesariamente
al arbitraje. Adquiriendo un cierto carácter forzoso o necesario para quien quiere
impugnar, muy diferente, por tanto, al estricto carácter voluntario que tiene en el
Derecho privado (GONZÁLEZ-VARAS IBÁÑEZ, COBO OLVERA).
En este sentido se ha pronunciado el artículo 29.3 de la Ley Orgánica 7/2006,
según el cual esta fórmula arbitral tendrá “la condición de mecanismo sustitutivo
del recurso administrativo”.
Otra peculiaridad reside en las posibilidades de impugnación judicial del laudo
arbitral. Hay quien considera que sólo sería susceptible de recurso ante la jurisdic-
ción contencioso-administrativa por causas tasadas (TRAYTER). Mientras que otros
postulan que es imprescindible que sea susceptible de control en todo caso ante la
jurisdicción contenciosa (SÁNCHEZ MORÓN).
286 Derecho Administrativo español. Tomo II

En nuestra opinión, tal y como está configurado por la LRJAPPAC, no pue-


de sustraerse del control de la jurisdicción contenciosa. Si bien, no resulta fácil
enjuiciar el acierto de dicha solución, pues, estamos, sin duda, ante una difícil
encrucijada, en la que siempre se tiene algo que perder. Si se permite el recurso
contencioso-administrativo se desvirtúa la figura del arbitraje. Sin embargo, si no
se permite dicha impugnación se podría estar vulnerando un principio tan clave
en el ámbito administrativo como lo es el principio de legalidad (GONZÁLEZ-
VARAS IBÁÑEZ).
En cualquier caso, éste es el camino que ha seguido en la práctica el artículo 29.4
de la Ley Orgánica 7/2006, que establece que las “resoluciones del Comité Español
de Disciplina Deportiva en esta materia agotan la vía administrativa y contra las
mismas, únicamente, podrá interponerse recurso contencioso-administrativo”.
Fórmula que ha recibido, no obstante, la crítica de una parte de la doctrina que
considera necesaria la introducción de una auténtico arbitraje, y no una figura pseu-
doarbitral, que arrastra los mismos defectos de que adolecen los medios de revisión
de la actividad administrativa tradicionales, a los que entienden, en buena parte, se
equipara (MARTÍN DOMÍNGUEZ y CASTREJANA FERNÁNDEZ).
Bibliografía
Bibliografía 289

ÁLVAREZ CIENFUEGOS, J. M. en SANTAMARÍA PASTOR, J. A. y otros:


Comentario Sistemático a la Ley de Régimen Jurídico de las Administraciones
Públicas y del Procedimiento Administrativo Común. Editorial Carperi.
Madrid, 1993.
AROZAMENA LASO, A.: “Recursos administrativos”, en Administraciones
Públicas y ciudadanos. Coordinador: B. Pendás García. Editorial Praxis.
Barcelona, 1993.
DE ASÍS ROIG, A.: “Los recursos administrativos”, en La Administración
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