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ENTREVISTA A WARREN MONTAG

El miedo a Trotsky es el miedo a las masas


Entrevistado por Halis Yildirim para Left Voice, Warren Montag –profesor en Occidental
College de Los Angeles (Estados Unidos), editor de la revista décalages y autor de
diversos libros sobre Adam Smith, Spinoza y Althusser– argumentó por qué firmó la
declaración contra la serie de Netflix Trotsky y reflexionó sobre lo que expresa desde el
punto de vista ideológico y político.

Usted firmó la declaración criticando la serie de Netflix Trotsky. ¿Por qué pensó que ese
pronunciamiento era necesario? Un punto importante es enfatizado en la misma
declaración: Trotsky fue claramente producida y distribuida a propósito del centenario de la Revolución
Rusa, un evento que la serie retrata como una tragedia nacional. Pero, ¿por qué centrarse en Trotsky, en
lugar de en Lenin, o incluso en Stalin? En parte, como es demasiado obvio, centrar la serie en Trotsky le
permite apelar al antisemitismo popular hoy en día en Rusia y Europa del Este. De esta manera, se
considera que Stalin, a pesar de todas sus faltas, ha salvado a Rusia de la influencia judía, si no de su
dominación, a través de sus purgas de los bolcheviques judíos y ordenando el asesinato de Trotsky.
¿Existe un vínculo entre el antisemitismo en Trotsky y la representación negativa que hace del
socialismo y el comunismo? ¿Cuáles cree que son los elementos más relevantes del legado de Trotsky
hoy en día?

Al acercarse a la serie Trotsky, tan amplia y correctamente condenada como una expresión más o
menos directa de la orientación política del régimen de Putin, es útil recordar la frase de Althusser de
que “ni la amnesia, ni la repugnancia, ni la ironía producen siquiera la sombra de una crítica” [1]. Esto
no quiere decir que una crítica nos permita evitar o trascender el asco y la indignación que muchos de
nosotros experimentamos al ver la serie. Por el contrario, estas sensaciones son indicadoras de las
propiedades visuales y discursivas de Trotsky: sobre todo el antisemitismo en el que se deleita
(empleando de forma ostentosa en tantas escenas como sea posible alguna variante de la palabra “zhid”
[“judío”en idioma ruso, NdT]), y el anticomunismo que escenifica en forma de una alegoría tan burda e
improbable que el asesino de Trotsky, “Jacson”, emerge como el centro moral de la serie. Sin embargo,
sería un error denunciar a Trotsky y luego dejarla de lado sobre todo por suponer que su antisemitismo
y anticomunismo se pueden reducir a formas históricas anteriores, como si se tratara simplemente de
repeticiones de patrones ideológicos ya existentes y, por tanto, conocidas. Por el contrario, es
imperativo, tanto política como teóricamente, entender lo que es irreductible al pasado, las maneras en
que Trotsky da lugar a una mutación o, más precisamente, de una recombinación de las nociones de
judío y comunista que revela el alcance de su unificación a través de la mediación de un tercer término:
las masas. Los cambios en estos patrones ideológicos son respuestas estratégica y tácticamente
necesarias a los riesgos, amenazas y oportunidades internas de la coyuntura histórica actual. Para
combatir el antisemitismo y el anticomunismo del presente, tenemos que entender cómo han cambiado
y determinar las debilidades y vulnerabilidades de sus formas actuales. También debemos determinar la
eficacia de nuestra propia estrategia y tácticas, tanto discursivas como de otro tipo.
En la medida en que la serie se inspira en las primeras nociones fascistas del judeo-bolchevismo,
también las desarrolla y transforma. Trotsky, en cada giro narrativo, no solo añade algo a la
construcción del judío/comunista como enemigo de la familia, la iglesia y la nación, y lo hace como si lo
que añade fuera de hecho oculto o inadvertido y luego descubierto, sino que también, tal vez
sorprendentemente, trata de establecer las relaciones recíprocas entre el antisemitismo y las
características esenciales del judío. Las versiones violentas y burdas del antisemitismo que la serie
muestra repetidamente, a veces con un vago gesto de desaprobación, se van entendiendo como la
respuesta de la “gente común” a aspectos de la cultura y la conducta de los judíos imaginarios
de Trotsky. ¿Y cómo no se puede odiar a esos judíos? Algunos son propietarios de casas de empeño,
conspirando con sus supuestos competidores, se sugiere, para engañar a sus desesperados clientes
cristianos. Otros son intelectuales arrogantes que se enorgullecen de su capacidad para ofrecer críticas
irrefutables a los ideales cristianos. Y otros son líderes políticos que usan los halagos y apelan a la
igualdad y la justicia para dominar a las masas, que se convierten así en instrumentos con los que
destruir la sociedad tradicional a la que los judíos nunca pertenecerán. Los “comunes” tienen razón en
odiarlos, y si su odio conduce a actos lamentables, la culpa es de los judíos que han inspirado ese odio.
Peor aún, los judíos que pueblan la serie están impulsados sobre todo por la envidia y el odio implacable
a quienes los odian, lo que significa que cuanto mayor sea el odio popular hacia ellos, mayor será el mal
con el que los judíos les devolverán ese odio. La serie sitúa el antagonismo entre judíos y antisemitas en
el centro del mundo político; se convierte en la fuerza motriz de una espiral de conflictos cada vez más
amplia. Esta línea de argumentación ha demostrado ser notablemente eficaz; la AFD alemana [partido
de derecha euroescéptico, NdT], por ejemplo, la ha adaptado a su propia agitación islamofóbica,
simplemente sustituyendo “judío” por “musulmán”.
El judío (es decir, todos los personajes masculinos judíos de la serie -las mujeres y los niños de la
familia de Trotsky son sus víctimas-) es llevado de esta manera a cometer actos cada vez más maléficos
contra el mundo no judío. Al principio, estos actos adoptan formas mezquinas: una cultura de pequeños
negocios y operaciones de préstamo de dinero que permiten a los judíos engañar a los demás, o tal vez
simplemente expresiones de desprecio, como la que el padre de Trotsky pronunció en poco más que un
susurro entre los campesinos en el mercado de la ciudad. Pero pronto queda claro que los judíos (como
Marx, Luxemburgo y Trotsky) inventan el socialismo y el comunismo para infiltrarse en la vida política
ganándose la confianza y la admiración de las masas no judías, neutralizando así su agresión mediante
la predicación de la igualdad y utilizándolas con el propósito de una destrucción sin sentido y
apocalíptica.

Pero aquí, la serie se encuentra con una especie de callejón sin salida, ya que las contradicciones
internas del judío imaginario que ha construido, y del que Trotsky sería la encarnación, se vuelven
insuperables. ¿Realmente cree el judío en las doctrinas comunistas que ha inventado y sigue
predicando? En este caso, representaría una fusión de Fariseo y Zelote, intelectualmente
sobredesarrollado y convencido de su propia superioridad, pero al mismo tiempo singularmente
impulsado por un compromiso con una noción de justicia que exige nada menos que la destrucción del
orden económico y social. Los judíos, habiendo rechazado a Jesús como el Mesías, se han convertido en
una nación de futuros mesías, cada uno convenciéndose a sí mismo de que ha sido elegido, como una
luz para las naciones, para conducir a toda la humanidad a un nuevo mundo. Son peligrosos en el
sentido de que prefieren morir antes que aceptar la verdad del orden cristiano que solo la ceguera
autoimpuesta le impide ver. Si, como Trotsky, el judío puede ganar a las masas a su visión y llevarlas a
abandonar la causa de la nación rusa en favor del internacionalismo proletario y la revolución mundial,
el resultado sería el fin de la civilización. La serie incluso sugiere en una escena que la conocida ausencia
de patriotismo y sentimiento nacional entre los judíos es el resultado de una internacional judía secreta
para la cual la Tercera Internacional, con su cábala de líderes revolucionarios judíos (Bela Kun,
Luxemburgo, Jogiches, Trotsky, Zinoviev, Radek) sirve de tapadera; sin embargo, un solo hombre justo,
por ejemplo, un “Jacson”, puede impedir la llegada del anticristo y el fin del mundo, como
el Katechon del Nuevo Testamento, tal como lo entiende Carl Schmitt.
Al mismo tiempo, la serie nos presenta otra figura del judío, en cierto modo menos peligrosa. Este es el
judío como actor racional y maximizador de utilidad que, aunque despreciable, es predecible y por lo
tanto manejable. Parvus es la encarnación de este tipo. Se ve y actúa como un caballero y se siente a
gusto entre otros caballeros. Es activo en el movimiento socialista sin más convicción que porque ve una
oportunidad financiera allí. Su objetivo, sugiere la serie, no es simplemente arruinar a Rusia creando la
apariencia de insolvencia de los bancos y provocando pánico, sino también neutralizar el movimiento
revolucionario en sí mismo utilizando el dinero para crear competencia en lugar de cooperación entre
sus diferentes facciones. Por desagradable que sea, en el peor de los casos es un parásito, y no el Ángel
de la Muerte representado por el profeta armado.
La diferencia entre los dos tipos de judíos se puede ver en un motivo que no es tan trivial o pequeño
como se podría pensar al principio. La serie muestra un interés obsesivo por los nombres, los
seudónimos y los cambios de nombre. Los personajes no judíos se deleitan en dirigirse a los judíos con
los apellidos judíos que han intercambiado por nombres rusos, o simplemente imitando la
pronunciación yiddish de sus nombres “reales”. El comandante de la prisión cuyo nombre Trotsky
adopta como propio, llega a nombrar como “Lev” a “Leyba” y pronuncia “Bronstein”, como se hace
en yiddish, como Bronshtayn. La serie sugiere que la adopción posterior de Trotsky del nombre de su
torturador es el resultado de una identificación con el agresor y del reconocimiento de que Christian
Trotsky lo ha visto como realmente es, sin ilusiones. Al mismo tiempo, la decisión de Trotsky de
cambiar su nombre está motivada por algo más que la necesidad de evitar la detección. En parte, es
también un gesto de solidaridad por el que se despoja de lo que lo diferencia de las masas que quiere
dirigir, es decir, es un acto de asimilación. En la serie, sin embargo, los judíos solo pueden fingir o
parecer asimilarse: lo hacen, como Trotsky, para tener acceso a las masas que los rechazarían si se
supiera que son judíos o, como Parvus (cuyo nombre real es Gelfand, como su amigo no judío insiste en
recordarle), para mezclarse sin ser detectados con los ricos y poderosos. El judío solo puede parecer
como los demás; en realidad ha adoptado un disfraz para llegar a las masas y utilizarlas para fines
ajenos a sus intereses. No hace falta decir que la serie hace impensable la idea de que un movimiento
revolucionario de masas podría movilizarse activamente, si no para acabar con el antisemitismo y todas
las demás formas de opresión nacional y racismo, al menos para reducir en gran medida su poder.
Admitir tal posibilidad sería privar a la clase dominante de su pretendido reclamo de que el circuito
cerrado por el que el antisemitismo popular crea envidia y odio a los judíos, que aviva aún más el
antisemitismo, solo puede ser interrumpido por el sometimiento de las masas y de los judíos por parte
de los gobernantes naturales de Rusia. Trotsky observó con desprecio que Stalin comenzó a utilizar los
nombres de nacimiento de los bolcheviques judíos (sobre todo, la “troika”: Trotsky, Zinoviev y
Kamenev) en lugar de los nombres rusos por los que se les conocía en el partido, después de haber sido
arrestados y acusados de varias conspiraciones, apelando y fortaleciendo el antisemitismo popular que
había estado disminuyendo desde la revolución, precisamente para movilizar el apoyo de las masas a la
liquidación de los antiguos bolcheviques [2]. Del mismo modo, Winston Churchill, que ya había
expresado su convicción de que los judíos, no todos los judíos por supuesto (aprobaba a los sionistas),
sino las masas judías malignas cuya envidia y odio los habían enviado en masa a los movimientos
socialistas y comunistas, exhibían un fanatismo claramente enraizado en su judaísmo. El espécimen
perfecto de este tipo no era otro que el ogro de Europa, identificado por Churchill como León Trotsky,
alias Bronstein [3].
Esto no significa que la serie, a través de sus negaciones y evasiones, no señale también algunas de las
contribuciones más importantes de la propia Historia de la Revolución Rusa de Trotsky, aunque sin
identificarlas directamente. Estos son precisamente los elementos que más amenazan no solo el relato,
a menudo bizarro, de la propia Revolución, sino también las tipificaciones que sus ocho episodios tratan
de inscribir en el presente histórico.
Una de las lecciones más importantes que Trotsky sacó de la experiencia de 1917 y sus secuelas, es decir,
de las dos revoluciones y de la tarea de crear un nuevo orden social sin precedentes, se refería al poder
de las masas. Cuando me refiero al "poder" en este contexto, me refiero no solo a la densidad y
consistencia que les permitió superar las fuerzas de la reacción en las calles y en el campo de batalla,
sino también a la inteligencia colectiva inmanente en este poder (que la serie trabaja muy duro para
hacer impensable). Sostuvo que una de las principales diferencias, en la práctica y en teoría, entre los
bolcheviques y la socialdemocracia era la capacidad de los primeros para aprender de las masas: los
socialdemócratas estaban “ardiendo con el deseo de enseñar a las masas populares, de ser su guardián y
benefactor, pero completamente incapaces de escucharlas, comprenderlas y aprender de ellas. Y sin
aprender de las masas no puede haber dirigentes revolucionarios” [4]. Las ideas producidas por sus
acciones cotidianas y en sus actos de lucha y resistencia las han hecho “mucho más eficaces” que el
orador oficial más eficaz del partido. Trotsky nota:
la agitación molecular que llevan a cabo obreros, marineros, soldados, ganando conversos uno por
uno, derribando las últimas dudas, superando las últimas vacilaciones. Esos meses de febril vida
política habían creado innumerables cuadros en los niveles inferiores, habían educado a cientos y
miles de diamantes en bruto, que estaban acostumbrados a mirar la política desde abajo y no desde
arriba, y por esa misma razón estimaban hechos y personas con una agudeza no siempre accesible a
oradores de tipo académico [5].
No podría haber mayor error que
imaginar que la masa es ciega y crédula. Inmediatamente conmovida por los acontecimientos,
percibe recibe el impacto de la situación, recoge hechos y conjeturas con mil ojos y oídos, prueba
rumores por su propia experiencia, selecciona unos y rechaza otros. Frente a las versiones
contradictorias que tocan un movimiento de masas, aquellas de las que se apropian son las más
cercanas a la verdad. Los éxitos y victorias de los bolcheviques y los cambios y transformaciones de la
teoría que los acompañaron, y que los hicieron inteligibles y repetibles, surgieron de su confianza en
la iniciativa y la independencia de las masas [6].
Además, Trotsky, al igual que Lenin, fue un feroz crítico del chauvinismo ruso (es decir, su racismo,
antisemitismo y sentimientos anti musulmanes), especialmente cuando este chauvinismo se disfrazó de
internacionalismo o universalismo:

El deseo de una nación gobernante de mantener el statu quo a menudo se disfraza de superioridad
frente al "nacionalismo", de la misma manera que el deseo de una nación victoriosa de aferrarse a su
botín adopta fácilmente la forma de pacifismo. Así MacDonald frente a Gandhi se siente como si
fuera un internacionalista [7].
Incluso después de la Revolución de Febrero, los primeros soviets que surgieron en zonas densamente
pobladas por minorías no rusas “con frecuencia libraban una lucha contra el nacionalismo defensivo de
los ucranianos o musulmanes, lo que les proporcionaba una pantalla para la opresión rusa” [8]. Trotsky
reconoció que Rusia “no era un estado nacional sino un estado compuesto de nacionalidades”, cuyas
lenguas, religiones y culturas fueron suprimidas y marginadas en favor de las de Rusia [9]. Cualquier
debilitamiento de la burocracia estatal daba lugar a una revuelta contra el sometimiento de las naciones.
Lenin y Trotsky reconocieron, en contra de los defensores del antinacionalismo abstracto basado en una
concepción historicista de la forma nación como perteneciente a la época capitalista, que el Partido
Bolchevique estaba obligado
a luchar implacablemente contra toda forma de opresión nacional, incluyendo la retención forzosa de
tal o cual nacionalidad dentro de los límites del estado general. solo así el proletariado ruso podrá
ganarse gradualmente la confianza de las nacionalidades oprimidas [10].
Pedir a estos últimos que pospongan o dejen de lado sus demandas de liberación nacional o que acepten
simplemente la “igualdad formal” desmoralizaría y desmovilizaría a un enorme segmento de la
población, porque “una revolución es una revolución por la razón misma de que no está satisfecha ni
con dádivas ni con pagos diferidos” [11]. Cuando las nacionalidades oprimidas veían la revolución como
un asunto ruso que tenía poco que ver con las formas de explotación y opresión que enfrentaban, el
apoyo a la misma era débil. Tan pronto como quedó claro que los antagonismos nacionales estaban
estrechamente vinculados a las contradicciones de clase, el apoyo a la revolución aumentó
drásticamente. Trotsky no se contentaba con contraponer el universalismo al particularismo, sino que
trazó una línea de demarcación dentro del propio universalismo. Por un lado, un universalismo
amenazado por la diversidad nacional y cultural y que exige que los pueblos oprimidos dejen de luchar
contra su opresión específica. Por otro lado, un universalismo que lucha a cada paso junto a aquellos a
los que se les ha negado la capacidad de expresar y desarrollar sus culturas nacionales y para los que la
liberación nacional es una parte esencial de la revolución socialista.
A menudo pensamos en Trotsky en el exilio, el profeta llorando en el desierto de la derrota y la
contrarrevolución, en casi soledad, abandonado e ignorado. Pero Trotsky, el absurdo melodrama que
pretende enterrarlo y con él a la memoria de 1917, por ese hecho, convoca a lo que Isaac Deutscher
llamó tan acertadamente el profeta armado. Este es el Trotsky cuyo poder aparentemente diabólico,
como incluso la serie está obligada a mostrar, no es realmente suyo: no es nada sin las masas
insurgentes. Él no los conduce, sino que es llevado por ellas, levantado por cada palabra y llanto, por
cada cambio de humor, por sus esperanzas y temores. Los oye como nadie más que Lenin, y cuando
parece hablarles, las palabras que dice son de ellas, no suyas, como si fuera su intérprete o, más
exactamente, un escriba que les lee las propuestas y exhortaciones, los gritos de afirmación y los gritos
airados de la oposición, que surgieron de innumerables reuniones, debates y manifestaciones sin
ningún autor ni punto de origen. Es por esta razón que Trotsky (o Trotsky, alias Bronstein) debe ser
exhumado y reanimado para ser asesinado y enterrado de nuevo, como si matarlo una vez no fuera
suficiente: el miedo a Trotsky es un miedo a las masas.
[1] Louis Althusser, For Marx (Para Marx), Londres, Ed. Penguin, 1969, p. 139.
[2] Leon Trotsky, “Thermidor and Anti-Semitism”, New International 3, no. 4 (whole no. 53), May
1941.
[3] Winston Churchill, “Zionism versus Bolshevism”, llustrated Sunday Herald, (Londres), 8 de
Febrero 8 de 1920; Winston Churchill, “The Ogre of Europe”, en Great Contemporaries, Londres,
Odhams Press, 1947), pp 152-58.
[4] León Trotsky, The History of the Russian Revolution (Historia de la Revolución Rusa, vol. 1, Nueva
York, Pathfinder Press, 1932), p 231.
[5] León Trotsky,The History of the Russian Revolution (Historia de la Revolución Rusa), Nueva York,
Pathfinder Press, 1932), vol. 3, p. 75
[6] Ibídem, p. 125.
[7] Ibídem, p. 45.
[8] Ibídem, p. 46.
[9] Ibídem, p. 36.
[10] Ibídem, p. 39
[11] Ídem.

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