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A través del orden de los signos, cuya propiedad es organizarse estableciendo leyes, clasificaciones,
distribuciones jerárquicas, la ciudad letrada articuló su relación con el Poder, al que sirvió mediante
leyes, reglamentos, proclamas, cédulas, propaganda y mediante la ideologización destinada a
sustentarlo y justificarlo. La ciudad letrada remendó la majestad del Poder, aunque también puede
decirse que éste rigió las operaciones letradas, inspirando sus principios de concentración, elitismo
y jerarquización. Fue la distancia entre la letra rígida y la fluida palabra hablada, que hizo de la
ciudad letrada una ciudad escrituraria, reservada a una estricta minoría.
A su preparación se dedicaron ingentes recursos. Desde 1538 se contó con una Universidad en
Santo Domingo, y antes que terminara el siglo, se fundaron las de México, Lima, Bogotá, Quito y
Cuzco. No sola la escritura, sino también la lectura, quedó reservada al grupo letrado: hasta
mediados del siglo XVIII estuvo prohibida a los fieles la lectura de la Biblia, reservada
exclusivamente a la clase sacerdotal.
Este exclusivismo fijó las bases de una reverencia por la escritura que concluyó sacralizándola. La
letra fue siempre acatada, tanto durante la Colonia, como durante la Republica. De dos fuentes
diferentes procedían los escritos y la vida social, los primeros no emanaban de la segunda sino que
procuraban imponérsele y encuadrarla dentro de un molde no hecho a su medida.
El corpus de leyes, edictos, códigos, acrecentado aún más desde la independencia, concedió un
puesto destacado al conjunto de abogados, escribanos, escribientes y burócratas de la
administración. Por sus manos pasaron los documentos que instauraban el Poder.
Tanto en la Colonia como en la República, adquirieron una oscura preeminencia los escribanos.
No eran sin embargo los únicos para quienes el aprendizaje de la retórica y la oratoria eran
indispensables instrumentos de acción.
Dos lenguajes
La ciudad escrituraria estaba rodeada de dos anillos, lingüística y socialmente enemigos, a los que
pertenecía la inmensa mayoría de la población.
El mar cercano y aquel con el cual compartía en términos generales la misma lengua, era el anillo
urbano donde se distribuía la plebe formada de criollos, ibéricos descalzados, extranjeros, mulato,
mestizos y todas la variadas castas derivadas de cruces étnicos que no se identificaban ni con los
indios ni con los esclavos negros.
Rodeado de este primer anillo había otro mucho más vasto, pues aunque también ocupaba los
suburbios se extendía por la inmensidad de los campos, rigiendo en haciendas, pequeñas aldea o
quilombos de negros. Este anillo correspondía al uso de las lenguas indígenas o africanas que
establecían el territorio enemigo.
El uso de la lengua acrisolaba una jerarquía social, daba prueba de una preeminencia y establecía un
cerco defensivo respecto a un entorno hostil, y sobre todo, inferior. Esta actitud defensiva en torno a
la lengua no hizo sino intensificar la adhesión a la norma. Ha sido realzada la forzosa incorporación
lexical que originó la conquista de nuevas tierras con nuevas plantas, animales, costumbres, pero
esas palabras se incorporaron sin dificultad al sistema y no alteraron la norma.
Entre las peculiaridades de la vida colonial, cabe realzar la importancia que tuvo una suerte de
cordón umbilical escriturario que le transmitía las órdenes y los modelos de la metrópoli a los que
debían ajustarse. Los barcos eran permanentes portadores de mensajes escritos que dictaminaban
sobre los mayores intereses de los colonos y del mismo modo estos procedían a contestar.
Purismo idiomático
Graffiti
Todo intento de rebatir, desafiar o vencer la imposición de la escritura, pasa obligadamente por ella.
Podría decirse que la escritura concluye absorbiendo todo la libertad humana, porque solo en su
campo se tiende la batalla de nuevos sectores que disputan posiciones de poder. Así al menos
parece comprobarlo la historia de los grafitti en América Latina.
Por la pared, en que se inscribe, por su frecuente anonimato, por sus habituales faltas de ortografía,
por el tipo de mensaje que transmiten, los grafitti atestiguan autores marginados de las vías letradas,
muchas veces ajenos al cultivo de la escritura, habitualmente recusadores, protestarios e incluso
desesperados. El autor da el ejemplo de los capitanes españoles de Cortés que le escribían en
paredes frases en su contra. Cortés responde a dichas críticas “Pared blanca, papel de necios”.
Restablecía así la jerarquía de la escritura, condenando el uso de muros (al alcance de cualquiera)
para esos fines superiores. Certificaba la clandestinidad de los grafitti, su depredatoria apropiación
de la escritura, su ilegalidad atentatoria del poder que rige la sociedad.
La ciudad real
La ciudad letrada quiere ser fija e intemporal como los signos, en oposición constante a la ciudad
real que solo existe en la historia y se pliega a las trasformaciones de la sociedad. El problema
capital, entonces, será el de la capacidad de adaptación de la ciudad letrada.
El autor nombra las diferentes requisitorias contra la ciudad letrada, como la de Lizardi, la de Simón
Rodríguez y la gaceta.
Estas cuatro palabras clave sintetizan las ideas centrales que me interesa destacar en La ciudad
letrada. La importancia de su perspectiva reside en situar un territorio (la ciudad), postular un sujeto
(el letrado) y unas prácticas (la lectura y sobre todo la escritura) y finalmente proponer una política:
evangelizar, luego educar, esto es, una voluntad hegemónica de las elites letradas (Rama habla de
poder en un sentido más difuso). La elite letrada, desde la Colonia hasta el presente, está cerca del
poder y posee además el poder de la escritura. Esto llevó a estas elites a la sacralización de la
escritura y a convertir esta práctica en el escenario de las disputas hegemónicas en Latinoamérica.
Cualquier intento de rebelión contra la ciudad letrada, afirmaba Rama, tendrá que pasar por la
escritura. Por tal motivo ciudad letrada y ciudad escrituraria aparecen a veces como sinónimos