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“Pero a nosotros no nos es dado descansar en nin-

gún lugar…”
Román Cuartango

Nos proponemos pensar sobre la palabra de Hölderlin, porque tenemos in-


terés en algo que viene en ella. Para este pensamiento, Heidegger es en nuestro
tiempo una ayuda imprescindible. Pero no es Heidegger el tema, sino aquello de
lo que trata también su pensamiento y que él percibe en Hölderlin, eso que, en
último término, puede decirse que es lo que despierta nuestro interés por filóso-
fos y poetas. Hay algo que éstos tienen y que nosotros necesitamos y por lo cual
requerimos su ayuda. Eso es lo que buscamos en ellos y lo que, entonces, se con-
vierte en estrella polar de nuestras preguntas y reflexiones.
En estas páginas vamos a intentar lo siguiente: llegar a Hölderlin por la vía
de Heidegger, haciendo preguntas al filósofo de nuestro tiempo para que la pala-
bra del poeta lejano pueda abrírsenos de un modo genuino, un paso más acá del
goce o de la experiencia estética, dando ánimo a la reflexión, a la razón vuelta so-
bre sí misma. Pues éste es un asunto en el que el propio Hölderlin histórico –más
allá del juego virtual de imágenes que produce el reflejo especular de las interpre-
taciones– estuvo interesado: en construir un mundo racional al tiempo que en
construir una razón no encorsetada y alejada de ese mundo (no “abstracta” en la
terminología de su época).
¿Cuál es la perspectiva que nos proporciona Heidegger?, ¿desde dónde mira
a Hölderlin?, ¿qué es lo que busca y qué es lo que ve en él? El lugar es lo primero
que nos interesa: donde el pensamiento se encuentra en dificultades y se ve for-
zado a volverse sobre sí mismo. Y ahí, en ese momento crucial, se proyecta la
sombra del poeta cuyo trato con la palabra –palabra que es la sustancia del pen-
samiento–, constituye asimismo un hito de la autorreflexión moderna, de modo
que su interpretación se torna imprescindible para la autotematización del pen-
samiento.

1
Ésta es, pues, de entrada la cosa misma: un pensamiento que se ha vuelto
sospechoso (para el filósofo) y la palabra (que viene al encuentro en el decir del
poeta). Ambas cosas quedan más acá de la filosofía (en tanto que tradición meta-
física) y de la investigación filológico-estética (en tanto que ciencia hermenéuti-
ca). Respecto de ambas y, sobre todo, de la relación entre ellas busca Heidegger
orientaciones en Hölderlin (y no porque él invente a un Hölderlin filósofo que ya
estaba disponible en la tradición alemana). En el decir poético hölderliniano en-
cuentran expresión las pretensiones ilustradas (la racionalización del mundo, la
autonomía de un sujeto dominador, liberado del poder divino y entronizado casi
en la divinidad, etc.), así como su inexorable finitud y orgullo. Como espejo en el
que ese sujeto dominador pueda reflejarse y volver en sí de su sueño imperial
(que ha producido ya entonces monstruos enormes), inventa Hölderlin la figura
poética de Grecia: ese lugar próximo (puesto que representa el modelo) y a la vez
lejano (puesto que es lo otro de la modernidad desencajada), hacia el que viaja el
poeta, pero del que siempre se encuentra lejos el hombre moderno. La relación
entre Grecia y la modernidad se convierte así en el ámbito, en el escenario dentro
del cual pueda ser dicha y pensada la tragedia de la razón moderna (la pérdida
del mundo sobre el que se creía dueño y señor, la pérdida de sí mismo, la finitud,
la mortalidad inevitable). Y sobre las ondas que produce el eco de la Grecia míti-
ca, adviene el recuerdo de algo que tal vez nunca fue (de hecho), pero que puede
ser narrado y, por eso mismo, añorado, el destino de los hombres contra la ima-
gen de los inmortales:

Allá arriba marcháis por la luz,/en blando suelo, ¡bienaventurados Genios!/Fúlgidas brisas de los dio-
ses/os tocan ligeras,/como los dedos de la artista/las sagradas cuerdas./
Sin hado, como el dormido/niño, respiran los celestiales;/castamente guardado/en modesto capullo,/
florece eterno/para ellos el espíritu,/y los ojos dichosos/miran en tranquila/y eterna claridad./
Pero a nosotros no nos es dado/descansar en ningún lugar;/desaparecen, caen/los dolientes hombres/
ciegamente de una/hora a otra,/como agua de peñasco/en peñasco arrojada,/a través de los años, allá hacia
1
lo incierto .

Así queda marcado el límite para los mortales. El poeta, en cuanto mortal, se
encuentra también arrojado, pero su tarea es cantar la relación con los inmorta-

1
Canción del destino de Hiperión (la traducción es de José Mª Valverde).
2
les, es cantar la relación que integran tanto unos como otros y que pone a unos y
a otros en su sitio. Al cantar dicha relación se convierte, por su parte, Hölderlin
en el poeta que canta el hacer y el destino del poeta. Con ello pone al poeta (ge-
nuino, no al mero componedor de versos) en un lugar especial entre los mortales:
el que puede hacerse cargo de la falta y, precisamente por ello, percibir la consti-
tución esencial de la mortalidad. Puede ser visto entonces como un modelo, como
la imagen de una vida humana lograda. Y aquí es donde Heidegger sitúa su pen-
samiento.
En el espejo del hacer mencionado, en la tarea del poeta, tal como se realiza
en Hölderlin y en algunos otros poetas singulares –pero no en cada artista de la
poesía– busca Heidegger el reflejo de una humanidad que, según su diagnóstico,
se ha arrinconado unilateralmente en una de sus posibilidades, como consecuen-
cia del desarrollo de la historia del pensamiento occidental –que también tiene su
origen en Grecia–, el cual ha experimentado una aceleración inusitada en la épo-
ca moderna, producto de lo cual la distancia con Grecia se ensancha. Hölderlin se
convierte entonces en una estación principal de esa historia, que hay que apren-
der a pensar, porque en ella se resume ese acontecer, que ahora tiene que ser na-
rrado.
A Hölderlin hay que acudir porque 1. en su obra comparece de modo ejem-
plar la tragedia del hombre endiosado a la que nos hemos referido y 2. porque en
ese comparecer ve Heidegger las orientaciones pertinentes para iniciar un cambio
de rumbo radical en el pensar occidental. Los dos puntos son, por lo demás, as-
pectos de una y la misma cosa, que es la que interesa a Heidegger, que es también
la que interesó a Hölderlin y que tiene que ser para nosotros igualmente la cosa
que mueve nuestro interés por el filósofo y por el poeta. Eso es la esencia de la
razón finita que, como pensamiento y como palabra, se mide con el orden infini-
to, con el sentido de lo que es: se trata de la cuestión ontológica, de la pregunta
por el ser. Respecto de esa cuestión cobra relevancia el poetizar hölderliniano en
el pensamiento de Heidegger; y no porque éste crea ver en aquél una veta ontoló-
gica –Hölderlin como el poeta filosófico es ya un tópico de la cultura europea que,
como tal tópico, no dice nada– que hay que desentrañar y explotar, sino porque

3
en el genuino hacer poético hölderliniano percibe Heidegger ciertos rasgos que
pueden servir para reorientar el pensar ontológico ya tradicional en la metafísica
occidental, un pensar que, en tanto que metafísico, ha perdido en cierto modo la
capacidad de enfrentar el asunto del ser. En pocas palabras: no es que Heidegger
lleve a Hölderlin hacia el lado de la filosofía, sino que pretende que la metafísica
se mire en el espejo del poetizar –que usa también palabras y que es, así, un or-
den de la razón, bien que distinto del discursivo (una posibilidad de ser de la ra-
zón enfrentada a lo que ésta ha llegado a ser de hecho en el presente), un orden
en el que predomina el dejar ser sobre la intervención, el decir que se pone a dis-
posición más que el calcular que dispone de todo.
La tesis ontológica podría formularse así: el ser tal vez comparece mejor en
la palabra del poeta genuino que en un discurso metafísico. Por eso, Hölderlin es
mucho más que un tema entre otros posibles para el pensamiento o la interpreta-
ción del filósofo, puesto que el decir poético, en el que late, como se ha insinuado,
esa cierta razón otra, no es, para Heidegger, esto o aquello, sino antes bien lo que
hace posible –o funda, con palabras de Hölderlin: “Pero lo que permanece, lo
fundan los poetas”2– uno u otro decir. No es, pues, Hölderlin, un poeta cualquie -
ra, su decir es imprescindible para el destino de la humanidad. Su figura, vuelta
hacia lo originario, anuncia la venida del dios que viene, ese dios mencionado en
el título – “Sólo un dios puede salvarnos”– de la célebre entrevista concedida por
Heidegger a Der Spiegel, de la que provienen también estas palabras: “Mi pensar
se encuentra en una relación indispensable con respecto a la poesía de Hölderlin.
No tengo a Hölderlin por un poeta cualquiera, cuya obra, junto a otras muchas,
convierten en tema los historiadores de la literatura. Hölderlin es para mí el poe-
ta que señala al futuro, que aguarda al dios y que, por consiguiente, no puede
quedar sólo como un objeto de la investigación sobre Hölderlin en las representa-
ciones histórico-literarias”3.
Y en realidad estas palabras ofrecen una buena indicación de lo que Heideg-
ger encuentra en el poeta: la atenta espera a la venida del dios que representa un

2
Verso final del poema Andenken.

3
Der Spiegel, nº 23/1976, pág. 214 (la entrevista había tenido lugar el 23 de diciembre de 1966, pero Heidegger puso
como condición para que se realizara que no fuera publicada hasta después de su muerte).
4
modo del hacer humano alternativo al de la acción voluntarista que ha forzado en
la historia moderna de occidente tanto la naturaleza de las cosas cuanto la natu-
raleza del hombre, es decir, que ha forzado al ser. ¿Pero en qué consiste una tal
alternativa? Podría resumirse orientativamente con la propia terminología hei-
deggeriana: “dejar ser”. En eso consiste el hacer del poeta. El desempeño de su
oficio le obliga a trabajar con palabras de las que no es dueño aunque se sirva de
ellas. En realidad, todo uso de palabras es sólo eso, un uso que se realiza siempre
de acuerdo con ciertas reglas, con ciertos principios, que remiten a un orden –un
logos para el decir– que puede ser variado, reproducido, recreado, pero que no
es, en tanto que tal, obra del hombre que en él habita como un animal que dice,
que está dotado de razón.
En el desempeño de su oficio, el poeta se dispone a la escucha del logos, del
orden que posibilita, que acompaña siempre a todo decir o viene en él, pero que
no es lo que él presenta y dice. De la variación y recreación de esa posibilidad
surge la obra bella (en palabras que se tienen equivocadamente por propias del
poeta). El poeta descubre así un sentido que entrega a los hombres. Se ejercita
para ello en un hacer –la poiesis del poetizar– sobre cuya imagen puede verse re-
flejada como una distorsión el hacer de la razón dominadora, subjetiva, abstracta.
Para el poeta, lo subjetivo de su hacer es siempre una suerte de puesta a disposi-
ción de eso que tiene que encontrar en él una forma determinada. El poeta, ben-
decido con un don divino, intuye que la palabra que él expresa no es de su pro-
piedad y, por eso, se encuentra unido en su tarea a aquello que le rodea: el asunto
y los objetos de su decir y, claro está, el sentido que posibilita su recreación. Su
hacer deja por tanto, como se ha dicho, una estela que diverge de la propia de la
razón occidental, cuyos caracteres son precisamente los de una subjetividad sepa-
rada de su objeto que lo fuerza y lo somete, porque cree que en ella misma reside
el principio y el sentido, y que, precisamente por eso, lo pierde una y otra vez has-
ta llegar a extraviarse por completo –incapaz de apreciar aquello que no es idén-
tico a ella, toma posesión finalmente de una desvaída copia de lo real.
Así pues, el poeta al que canta Hölderlin, el poeta Hölderlin mismo, se con-
vierte para Heidegger en el punto de referencia de su crítica a la razón subjetiva

5
moderna. Pero no se trata, como se ha dicho, de un poeta cualquiera, ni tampoco
es su decir un perorar premoderno o antimoderno. Hölderlin es el poeta que sur-
giendo del núcleo ígneo la modernidad convierte en un cántico el destino al que
ésta se ve abocada a causa de su propia constitución. Es, en ese sentido, el poeta
de la modernidad. Contempla a ésta como un destino, como un peregrinaje, como
una historia; es decir: la sitúa en una perspectiva desde la que puede verse que
ella no es sino una posibilidad (pero no la única) y que, por tanto, puede ser recu-
sada y superada. Y además canta al destino como sólo puede ser cantado: desde
su cumplimiento, cuando, como una figura de la historia, ya ha madurado y el día
toca a su fin. Por eso el poeta no se encuentra en un tiempo ajeno y lejano, sino
que es él mismo uno de los contemporáneos: entusiasta de la revolución y pre-
tendiente de lo absoluto, es decir, un ilustrado. Pero es también aquel que con-
templa la ilustración y las ansias que despierta desde su historicidad, desde su
parcialidad y recusabilidad: no es la única historia, a lo sumo la de occidente, el
pathos hespérico en el que impera la claridad de la presentación, la sobriedad de
la razón.
Para que esa perspectiva sea posible, Grecia se alza de nuevo como el otro
elemento necesario de la relación: el occidente moderno contra su origen y mode-
lo, en su identidad y diferencia. Hölderlin fue educado en la admiración de la an-
tigüedad clásica, para ir derivando más tarde hacia una posición en la que el
amor a Grecia no implica la imitación, sino antes bien el descubrimiento de que
occidente tiene que aprender a seguir su propio camino –tanto en el desarrollo de
una poética como en la construcción de un mundo que le corresponda. Pero él no
convierte lo propio del occidente moderno en un nuevo absoluto. Al entenderlo y
cantarlo en la distancia que lo separa de la Grecia añorada logra que se perciba la
unilateralidad de ese dominio y cálculo ilimitados –al que no parece condicionar
objeto alguno.
Hölderlin bebe en la fuente que representa el encuentro entre la ilustración
alemana y la Grecia clásica. El debate consiste entonces en si ésta es o no el mo-
delo al que hay que aspirar, si debe ser imitada, si se debe regresar a ella. Un de-
bate así es decisivo para el proyecto de construcción de una sustancia ética reno-

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vada por medio de la revolución, así como para el de la educación estética que
conduzca al levantamiento de una renovada mitología, que insufle espíritu a esa
nueva sociedad. Pero tales proyectos se ven confrontados al final con los trazos
fácticos del mundo moderno, que obligan a trocar la añoranza en sabiduría. So-
bre todo, el saber de la unilateralidad de la propia posición racional (la razón
frente lo real). La razón separada no es capaz de realizar uno de sus más peculia-
res imperativos: la aprehensión absoluta. Esto aparece una y otra vez, con térmi-
nos griegos, en los escritos de Hölderlin: el uno y todo, unidad de lo que es y el
ser. Sin embargo, esta unidad es sólo un postulado o el otro lado de aquello que sí
se tiene. Lo que es y el ser se encuentran ya definitivamente separados en la refle-
xión: en ella queda puesto un término del que se disocia en el juicio aquello que
en él se predica en el otro miembro como íntimamente unido al primer término
fijado. En el decir predicativo no puede venir dicho el ser, el sentido, lo uno, lo
absoluto, el dios, aun cuando sea lo supuesto en él.
Este movimiento para la aprehensión judicativa constituye una historia, que
puede ser trazada partiendo de la dialéctica de la razón pura kantiana y llegando
al rechazo del idealismo a cuyo cobijo, tras la muerte de Hegel, surgirán nuevos
principios ya no ajenos al ser efectivo: el hombre, el lenguaje, el trabajo, el decur-
so histórico, etc. En esta historia es la razón subjetiva quien ordena y dispone.
Pero puede contarse otra si se hace hincapié en la lateralidad de la posición, para
suponerla ex-posición de lo absoluto (o del principio o del sentido o del ser), que,
precisamente por serlo todo, puede comparecer en una determinación positiva,
pero no como lo absoluto, sino como algo (técnicamente: un es más una nega-
ción) determinado. Al contar esta otra historia, quizá pueda mantenerse –no cier-
tamente de forma predicativa– la atenta referencia a eso que sin presentarse aquí
o allá, en esto o aquello, no obstante comparece. Algo así intenta el artista (o lleva
a cabo sin más, puesto que él no se propone otra cosa que lo que exige tanto el
material con el que trabaja cuanto su visión de las cosas: él no extravía el ser), el
poeta, poniendo por obra su ingenio, desplegándolo creativamente. En el ingenio
hay una patencia no explícita del sentido o del principio o de la raíz común, de
acuerdo con el Kant de la Crítica del Juicio. El poeta (artista con palabras) se en-

7
cuentra de ese modo ya de entrada en una relación con el ser cuyo sentido es el
inverso al de la partición en el juicio. Pero en el arte sólo se alcanza esa unidad de
un modo aparente: por medio de una mostración que se desvanece cuando se in-
tenta decirla. Es mera patencia; un refulgir por ejemplo en las resonancias que el
poetizar produce al ordenar palabras comunes (que son de todos) de un modo no
común. Esto tal vez no lo sabe el poeta, pero lo percibe el filósofo que viene detrás
y que pregunta “¿en qué consiste el decir de aquél?”. Heidegger quiere esclarecer
este particular estado de cosas cuando afirma que el poeta no es dueño de la pa-
labras que usa4 y que él mismo resulta, en el poetizar, poetizado –reunido en una
composición– por la palabra, que interpreta luego como un sentido que perma-
nece y que se encuentra más allá o por encima de esto y aquello –de dioses y
hombres, de quien dice y su decir.
Un uso similar de la palabra es lo que tiene que aprender del poeta esa razón
subjetiva y abstracta. Para ello tiene que volver en sí y disponerse, en el recono-
cimiento de su posicionalidad en un mapa que ella no ha trazado, a una obediente
espera. Hay que esperar porque, tal como sucede con el sentido artístico, éste se
encuentra siempre por venir –a lo sumo se encuentra viniendo–, pero cuando
parece estar ya aquí, eso es solo apariencia. Y hay que obedecer porque sólo a la
atención puesta en los signos de lo que viene –y no a la aprehensión que fuerza el
sentido y lo reduce metafísicamente– le cabe alguna esperanza. Heidegger carac-
teriza ese “volver en sí” con las siguientes notas: a) es un detener o un cesar de
todas las demás formas de percibir; b) es el completo hallarse solo con aquello
que viene; c) es la concentración dirigida hacia la única forma de acceso dispuesta
en el ámbito de una llegada que no es aún familiar. Para “volver en sí” se requiere
salir de sí, extrañarse, porque lo que hay que apreciar no es algo idéntico, sino lo
inhóspito y otro.
Nos hemos colocado así, de un salto, en medio del asunto del que trata Höl-
derlin y sobre el que quiere reflexionar Heidegger: la condición moderna de
hombre. ¿Cómo han de conducir la propia vida esos seres que no son naturales
(puesto que su destino no está escrito de una vez por todas), pero tampoco eter-

4
"Hölderlins Hymne Andenken". Gesamtausgabe, Band 52, pág.6.
8
nos (y dignos así de un plácido pasar que no es un perecer)? A los mortales no les
es dado descansar en ningún lugar: caer y desaparecer es su constitución, pasar a
través de los años y encontrarse, en fin, arrojados en lo incierto y obligados a
aguardar la muerte. Pero también, de alguna manera, la naturaleza que les rodea
(y de la que se nutren y en donde construyen su casa) y el espíritu tranquilo y cla-
ro de los celestiales es su constitución. Sin uno y otro lado, el caer de los mortales
no produciría ni conciencia ni añoranza, y no sería entonces ni un decir ni una
historia narrada (la vida humana transcurriría, mas no sería asunto del hombre
mismo). Pero la existencia del poeta es la prueba de que no es así, de que ese pa-
sar que es un caer, que es un ir desapareciendo, interesa al hombre, es su princi-
pal interés. De ahí que los otros modos de ser, reales o supuestos, sean también
de su interés y de ahí que él sea el ser interesado no sólo en su ser sino en el ser
sin más. El poetizar se muestra al final como la metáfora de la existencia huma-
na: contar su tránsito, su pasar y su acercarse al perecer, cantar lo que podría ser,
la permanencia serena y cierta, constituye la actividad más humana y, tal vez, el
único consuelo.
El poeta que canta este existir es así nuestro contemporáneo más verdadero:
aquél que tiene mucho que decirnos o al que acudimos en busca de alguna señal
que sirva para esclarecer y orientar el propio destino. ¿Qué es lo que nos enseña
ese poeta, qué hay en el decir de Hölderlin para nosotros? Al menos esto: la mos-
tración de eso que, con palabras modernas, podemos llamar nuestra historicidad.
Que somos un pasar, pero no un simple ser llevados, sino un continuo estar refe-
ridos al permanecer de los inmortales o al quieto silencio de la naturaleza de nos
rodea. Que la añoranza de una inmortalidad perdida (si se imagina la caída desde
el reino de la luz y el blando suelo) o posible (que se alcanzaría mediante el es-
fuerzo constructivo: tal era el fin supuesto de las filosofía de la historia que anti-
cipaban el cumplimiento del paraíso, la comunidad racional, la eticidad ideal) es
una de las dimensiones inexorables de ese pasar, que lo convierte en un transitar.
Y que la tentación de abandonarse a un ser sin más, cual piedra, árbol u hombre
nacional, acecha, ya que es difícil soportar el camino.

9
Representado en la figura del poeta, el hombre moderno –demiurgo, artífice
de una razón consciente de su poder– experimenta en la poesía de Hölderlin el
arco que describe con necesidad su destino de orgullo impío (hybris). Cómo, tras
haber convertido la añoranza de inmortalidad en intento de asalto a lo absoluto y
de dominación del mundo, lo que ha hecho es soltar las ataduras que ligaban a
toda negatividad, lo que coincide con los diagnósticos que la modernidad ha pro-
ducido sobre sí misma: nihilismo, dialéctica de la ilustración. Cuando el ansia de
domino se topa finalmente con sus propios límites, en forma de finitud y de nega-
tividad desatada (terror político, técnica abstractamente desfigurada), al hombre
unilateral sólo le queda la muerte como añoranza. Pero también respecto de ésta
última puede el hombre comportarse con orgullo o con aceptación sabia. Posi-
blemente lo último es lo que, a fin de cuentas, enseña, tras un periplo de gloria y
divinización, la figura poética hölderliniana de Empédocles: no otra cosa que la
asunción libre de una mortalidad que afirma sin más la diversidad de lo real y
que, para ello, pone como condición el silencio del poeta –o, como se ha dicho, la
aceptación de que la palabra no es propia5.
Puede decirse que nosotros los contemporáneos –y hay que insistir en lo que
indica esta palabra: los que compartimos el estar en un tiempo, en este tiempo,
pero, en definitiva, en el tiempo– recibimos de la palabra de Hölderlin la consta-
tación de la finitud, de la mortalidad, sólo desde la cual puede tener lugar el cán-
tico. No podríamos esperar que cantasen los inmortales, que marchan por la luz,
pisando blando suelo, ni las cosas que permanecen quietas. El cántico es asunto
del añorante, del ser histórico, que, por serlo, supone lo que podría y aprecia el
valor de lo que (él) no es. Pero no todo hombre está en condiciones de cantar: tal
vez sólo quien sabe que su transitar se encuentra posibilitado por la abertura, por
la tensión que media entre la luz de los inmortales y la quietud de la naturaleza,
quien sabe en fin que su ser consiste en esa tensión, que lo suyo es el surgir en el
perecer. El hombre común se encuentra, sin embargo, o bien perdido en la con-
fianza en una naturaleza que aplaque el dolor por la existencia finita (que sería en
todo caso redimida por algún principio que le somete: y es así fiel o nacional) o

5
Sobre este tema merece la pena ser leído el ensayo de José Luis Villacañas titulado Narcisismo y Objetividad (Madrid,
1997).
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bien se oculta su mortalidad y fuerza técnicamente una inmortalidad imposible.
Lo salvífico no es para Hölderlin, por el contrario, nada manejable, sino única-
mente algo por venir (Nah ist/Und schwer zu fassen der Gott6), como una posibi -
lidad que siempre es tal, o el hecho mismo de percibir el peligro (Wo aber Gefahr
ist, wächst/Das Rettende auch7 ).
Vivir en esta tensión, habitar –es decir: hacer de este vivir algo más que un
lamento por la mortalidad, que connotaría siempre el anhelo por cerrar la abertu-
ra, por ser salvado, como si se tratara de una naturaleza que puede quedar cobi-
jada bajo el manto paterno de algún dios nacional–, es lo que acepta y canta el
poeta Hölderlin, como una tragedia (como un dolor engrandecido por el arte, que
sabe y se complace). Entonces, su diagnóstico de que vivimos en tiempos de pe-
nuria puede ser objeto de controversia: ¿se trata de aguardar a que pasen puesto
que seremos salvados o no será que ésta es nuestra condición en tanto que morta-
les, nuestro modo de ser? Para el hombre, el tiempo siempre habrá de ser perci-
bido como carente y sombrío, puesto que no sólo es que su ser sea un trascurrir,
un perecer, sino que él tiene noticia de otro modo de ser más allá del tiempo y eso
le produce añoranza, ansia de asalto a la eternidad o, simplemente, tristeza y la-
mento por no ser uno de los elegidos. La relación con el tiempo es la relación con
el propio ser. Por encima de hombres y de dioses, de mortales e inmortales, él se
da (es gibt Zeit8) y da a cada uno lo suyo, quedando de ese modo como el sentido
o el ser al que, en última instancia, remite todo acontecer y todo ser esto o aque-
llo. Él es, en tanto que esa referencia última de sentido, aquello que no puede ser
nunca objeto de esta o aquella proposición, de esta o aquella acción, de esta o
aquella expresión. En tanto que lo que da, comparece en la donación, pero no
como algo dado. Siendo lo que hace posible, lo necesario en su hurtarse para a
que la realidad se configure (algo que únicamente puede ser cantado en la forma
simbólica de un dios viniente), no puede ser nunca asunto, tema, el qué para una

6
Patmos: “Cerca está/y difícil de aprehender el dios”.

7
Ibid.: “Pero donde está el peligro, crece/también lo que salva”.

8
Según la fórmula heideggeriana: el tiempo no es, puesto que, como se ha venido afirmando, no es un esto o aquello, sino
la condición de que esto o aquello sea. Heidegger dice entonces que hay tiempo o, extendiendo al máximo la literalidad de
la expresión, (se) da tiempo (Cf. “Zeit und Sein”. En: Zur Sache des Denkens. Tübingen, 1988, págs. 1-25).
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reflexión. Y sin embargo el hombre –principalmente el hombre occidental mo-
derno– ha intentado el asalto, la dominación del tiempo como si de una naturale-
za se tratara: ha pretendido encadenar la ley que separa y distribuye y el curso del
que depende el pasar y la mortalidad.
El poeta ha cantado ese periplo –ascenso y hundimiento–, aportando pala-
bras de ánimo en los trabajos y palabras de consuelo cuando la esperanza parecía
desvanecida y el desierto se tendía inmenso ante los hombres. Pero este poeta no
acompaña al pueblo elegido en su travesía del desierto hacia una tierra prometi-
da. Su palabra llega más hondo: no hay un fin para el tránsito, no hay un cum-
plimiento de la historia, una inmortalidad aquí y ahora. La venida del dios, la es-
peranza, si cabe, reside en la aceptación confiada y alegre de esa constitución
mortal, que se sigue de una experiencia cabal de la tragedia humana, de ese des-
tino de orgullo que asalta y necesariamente se precipita en el vacío. Dicha acepta-
ción tiene además un corolario. Cuando el héroe es cegado por los dioses renace
en él una nueva visión. Remite el ansia de dominio que no dejaba ver nada en de-
rredor y que volvía todo negro contra blanco y la realidad, contraída en un punto
cero por la fuerza irresistible de la ambición añorante, se distiende y expande to-
mando múltiples formas y colores. Entonces tal vez sea tiempo de aprender a ha-
bitar en esa diversidad que antes tapaba una identidad obsesiva. El acontecer, el
ser de esto y de aquello son ahora la realidad primera y no una simple estación
para impulsarse hacia la idea. La modernidad ha sabido ya de tal estado de cosas,
pero lo ha enfrentado aún con la añoranza melancólica cuya palabra es el lamento
por los tiempos de penuria.
No obstante, tampoco sirve que la aceptación de la historicidad y de la mor-
talidad, con su correspondiente descubrimiento de lo diverso, elimine la tensión
que describe la palabra del poeta. Lo universal –lo absoluto incluso– debe tam-
bién permanecer y ser aceptado: como una referencia necesaria para que el hom-
bre pueda valerse de lo suyo propio. Esa es la tragedia que constituye la palabra
que poetiza al poeta: no cabe ninguna reducción, ningún descanso ingenuo. Es
inútil y vana, diríamos nosotros, la esperanza de un tiempo postmoderno enten-

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dido como dejación que se rinde a la unilateralidad opuesta a aquella otra mo-
derna que ha sido denunciada más arriba.
La enseñanza del libre uso de lo propio es lo que el poeta puede aportar:
cómo se puede habitar en la historia (es decir: en un transcurrir que no conduce
hacia una cancelación del pasar y del perecer) y cómo puede una humanidad
complacerse en ello. El canto de Hölderlin –y también el pensamiento que se es-
fuerza en transformase– puede ayudar, puesto que en él refulge aquello por ve-
nir, aquello que siempre (y necesariamente) se mantendrá diferido.

Barcelona, agosto de 1998

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