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Una experiencia racional transformada

(Filosofía de la Historia al final del s. xx)

Manuel Cruz
Román Cuartango

¿No es la filosofía de la historia una preocupación del pasado? Puesto que está perfectamente justificado
preguntar de esta manera cuando se sobreentiende un significado decimonónico del término “filosofía de la
historia”, conviene investigar si ha habido modificaciones que avalen un cambio semántico que permita dife-
renciar la filosofía de la historia actual de la clásica, que buscaba el sentido de la historia, su ser. Tal búsque-
da ha sido abandonada, pero algo se mantiene aunque sea en condiciones distintas a las de s. XIX, una pers-
pectiva en la que se sitúa el pensamiento al descubrir que la realidad (humana) se produce y se trasforma de
tal manera que no tiene propiamente esencia si por ésta se entiende algo estante, fijo y definitivo.
El punto culminante de la filosofía de la historia coincidió con la etapa ascendente de la ilustración, que
percibía una realidad móvil, en desarrollo, lo que conllevaba la disolución de la idea de un cosmos ordenado
y definitivo. Al mimo tiempo, la metafísica comenzaba a caer en descrédito, lo que implica también el des-
moronamiento del orden absoluto, en cuyo lugar se coloca el hombre. Para ese hombre autónomo la historia
se convertía en espacio experiencial, de acción y vida, es decir, en horizonte fundador de sentido. El resulta-
do de todo ello fue que la filosofía de la historia terminó por deponer a una metafísica orientada cosmoteoló-
gicamente. A este esplendor en la primera ilustración le siguió el derrumbe estrepitoso que coincidió con la
reivindicación de la historia frente a su reducción filosófica. Motivos de ese desmoronamiento son, p.e., la
disolución de la filosofía de la razón substancial del idealismo alemán, el final del optimismo respecto del
progreso, al descubrir que como asunto humano la historia resultaba ambivalente, así como la pujanza de las
ciencias humanas de carácter histórico-empírico. Con Ranke y Droysen la historia sigue siendo la realidad
que todo lo abarca, pero ya no es cognoscible por medio de la autorreflexión de la razón. Sin embargo, el his-
toricismo resultante, en tanto que reivindicación del primado del plano histórico, trae consigo nuevas posibi-
lidades para la filosofía de la historia, aunque siempre desplazándola del lugar principal en el que le corres-
pondiera una vez, cual nueva metafísica de la modernidad, elaborar el gran relato mediante el cual era
aprehendido el desarrollo o la realización de la idea de libertad y reconciliación humanas. Queda expedito
entonces el camino para una filosofía postmetafísica, de carácter eminentemente reflexivo, que se ocupe de
la experiencia del trato racional con una realidad diversa y no derivada.
Un episodio de esa transformación de la filosofía de la historia que tiene perfiles propios lo constituye la
denominada “filosofía analítica de la historia”. Ésta comienza, como indica Arthur Danto, uno de sus prota-
gonistas, con la publicación, en 1942, del ensayo de Hempel The function of General Laws in History. Aun-
que este escrito se dirigía contra la pretensión de establecer una metodología científica de carácter específico
para la historia a partir de la comprensión, intentando probar que sólo había una forma de explicación cien-
tífica, a saber, la que tiene lugar mediante la subsunción del acontecimiento particular a explicar bajo una ley
universal, Danto indica que su propio libro, Analytical Philosophy of History, pretendía mostrar que la ex-
plicación al modo de Hempel era compatible con la narración, intentando defender con ello el llamado Cove-
!1
ring Law Model de la afirmación de que los modelos narrativos representaban una alternativa a él1. Con ello,
las dos vías que se tendían paralelas hasta entonces terminaban por confluir, para lo cual, el pensamiento
analítico incorporaba algunos de los más importantes motivos “historicistas”. El más relevante introductor
de tales motivos fue Kuhn, quien defendió una concepción en la que la historia no se convertía, como en
Hempel, en una ciencia aplicada, sino que pasaba a ser la matriz para la comprensión de las ciencias en su
conjunto. Se volvió moda inmediatamente considerar la ciencia no como un cálculo lógico intemporal sino
como un sistema en desarrollo, como algo cuyos cambios en el transcurso temporal son filosóficamente más
importantes para su esencia que el edificio teórico intemporal que se encuentra unido a leyes vinculadas por
su parte a enunciados observacionales2 . La filosofía de la ciencia pareció ser devorada por algunos de sus re-
toños, aquellos que, bajo la influencia de Wittgenstein, como N.R. Hanson, S. Toulmin y el propio Kuhn, se
habían pasado a la historia de la ciencia.
Otros conceptos provenientes del historicismo, la fenomenología, la hermenéutica y el estructuralismo
que hacen su aparición en la filosofía de la ciencia, hija del neopositivismo, son el de “mundo”, que implica
una historización de la posición cognoscitiva (época, cultura, etc.), haciéndola relativa (incluso las teorías
científicas deben ser entendidas a partir de los mundos respectivos en los que se originan), “punto de vista”,
“intencionalidad”, “acción”. Todos ellos son históricos. Y puesto que tanto los puntos de vista como los mun-
dos de los entes históricos se hayan determinados por su lugar histórico, sucede que “nos comprendemos a
nosotros mismos después de la nueva filosofía de la historia como marcados de lado a lado históricamente”3 .
Preguntemos ahora: ¿en qué consiste esa perspectiva modificada? Para expresar lo que en ella hay de
modificación, la llamaremos “horizontal”, de manera que implique una relación negativa con “vertical”. Este
“horizontal” hace referencia a que todo aquello de lo que se ocupa el pensamiento se encuentra al mismo ni-
vel, que no hay algo así como un principio del que todo lo demás dependa o a lo que, de una u otra manera,
se reduzca. De acuerdo con ello, la horizontalidad podría ser denominada asimismo “carácter postmetafísi-
co” o algo parecido. Y esto lo trae consigo la moderna conciencia histórica haciendo hincapié en la carencia
de esencialidad, en la igual validez de todos los pasos, en la importancia de la particularidad e, incluso, de la
singularidad. Esta perspectiva horizontal es, en cierto modo, fruto de la filosofía de la historia, entendiendo
ésta como la reflexión filosófica que descubre el carácter histórico de la realidad y que, al hacerlo, modifica la
concepción de la sustancia y de su esencia. De ese modo la atención se pone en una realidad diversa e irre-
ductible a principio sustancial: hay que comprender las particularidades en tanto que tales. La realidad no
puede ser concebida ya como una realización del concepto. Se desconfía de los procedimientos de la razón
(por identificadores). Pero esta modificación del punto de vista no es exclusiva de una especialidad filosófica
sino que representa un cambio en la manera de entender lo ontológico en general, es un rasgo, sin más, de la
filosofía moderna, es lo que la hace moderna.
En estas circunstancias, la razón tiene que ampliar su capacidad perceptiva –abandonando la “estrechez
de miras” de un pensamiento cortado según el patrón de una racionalidad monológica y abstractamente uni-

1
Danto, A.: “Niedergang und Ende der analytischen Geschitsphilosophie”. En: Nagl-Docekal, H. (ed.): Der Sinn des Historischen. Frankfurt, 1996 (págs. 126-147),
pág. 128.

2
Ibídem.

3
Ibíd., pág. 146.
!2
versalista. Debe aprender a mirar mejor o a mirar como nunca ha mirado antes, a saber, ampliamente, de
forma perspectiva o panorámica, lo que incluye una aprehensión no reductora de la totalidad, a través, lo
que implica un conocimiento de la estructura de la totalidad, comprendiendo las situaciones, lo que conlleva
la disposición de lo singular en la totalidad. Esta modalidad de la experiencia ha sido denominada “transver-
sal”. En resumen: puede decirse que los conceptos más relevantes de la aportación de la perspectiva filosófi-
co-histórica a la “corriente principal” de la filosofía serían, entre otros, los siguientes: “horizontalidad”, “di-
versidad”, “transversalidad” y “experiencia”. La filosofía de la historia podría ser definida entonces como una
suerte de “filosofía de la experiencia horizontal”.
Desde esa nueva perspectiva se descubre también la pluralidad irreductible de formas de vida. En este
punto cuadra perfectamente esa preferencia expresada por Wittgenstein y que puede resumirse en la frase
“I’ll teach you differences”. Así replicó Wittgenstein en una ocasión a la pregunta de Drury referente a cuál
era su relación con Hegel. Wittgenstein contestó que él no podría hacer mucho con Hegel, ya que éste pre-
tende siempre decir que las cosas que parecen diferentes son en realidad iguales, mientras que su interés se
centraba en probar que las cosas que parecen iguales son en realidad diferentes4. Siempre que en la realidad
se perciben las diferencias, tomando a la unidad como un producto de la razón –necesario para que ésta se
oriente– se sitúa el pensamiento en una perspectiva horizontal y claramente experiencial.
¿Qué quiere decir que la filosofía contemporánea trae consigo una revitalización y agudización del enfo-
que experiencial? Que la experiencia se convierte en lo principal cuando se trata del pensamiento, porque
éste percibe la diferencia existente, en cierto modo, entre él y lo real al tiempo que la imposibilidad de sepa-
rarse de una realidad de la él mismo forma parte de, puesto que se encuentra integrado en formas de vida
determinadas –de ahí que no haya un sitio fuera de un determinado juego de lenguaje (Putnam), ese “punto
de vista de ningún lugar” al que la filosofía (y la razón en general) ha aspirado tradicionalmente. Sin embar-
go, esto no representa sin más la afirmación del relativismo. Cuando, pese a lo dicho, el pensamiento sigue
pretendiendo orientarse veritativamente, entonces no se conforma con ser un fenónemo funcionalmente in-
tegrado en una determinada forma de vida –se ve forzado a desarrollar alguna estrategia pragmática me-
diante la que se haga posible cierto planteamiento de universalidad. No obstante, lo universal a alcanzar no
puede tener, p.e. en Wittgenstein, el sentido de una completitud o una perfección (Investigaciones filosófi-
cas II, XI S. 510; Zettel § 465), éste ya no es el objetivo de la filosofía. Tal vez el único sentido de lo universal
que pueda sostenerse es el ejercicio de la consideración reflexiva, que implique para cada punto de vista,
para cada juego, la revisión de sus condiciones de posibilidad. De lo que se trata es de desenredar los nudos
que se forman en el pensamiento. Esto requiere, como se ha dicho, una modificación de la mirada y de los
objetivos y, sobre todo, una acentuación de la importancia del procedimiento, del camino: viniendo de un
lado se percibiben ciertos aspectos diferentes de los que se perciben viniendo de otro, etc.
Esta perspectiva de la “experiencia horizontal” se ha ido conformando en el proceso reflexivo de la mo-
dernidad y es, así, el resultado de la experiencia racional misma, de la que surge una razón transformada.
“Muerte de la razón” y razón sobrepujada constituyen, en cierta medida, los dos lados de ese epílogo de la
ilustración, del fin de la modernidad. La postmodernidad se encuentra definida (Lyotard) por ciertos rasgos

4
Cf. Drury, M. O’C.: “Conversations with Wittgenstein”. En Rhees, R. (ed.): Recollections of Wittgenstein, Oxford, 1984 (págs. 97-171), pág. 157.
!3
experienciales y reflexivos que toman su inspiración del segundo Wittgenstein y de la Crítica del Juicio kan-
tiana, a los que se suman otros propios de una epistemología postempirista, una estética vanguardista y un
liberalismo político postutópico. Todos ellos caracterizan esa ruptura con la razón totalizadora que toma la
forma de despedida de los grandes relatos (de la emancipación humana o de la realización de la idea) y la re-
nuncia tanto a las legitimaciones llevadas a cabo mediante una fundamentación última cuanto a su sustitu-
ción por una, asimismo totalizante, teoría de sistemas. Se desvanecen las utopías que preconizan una recon-
ciliación y posterior armonía universal o una unidad del género humano. Lyotard opone a la estructura verti-
cal característica de la razón moderna el pluralismo horizontal irreductible de los distintos juegos de lengua-
je –así como de las formas de vida a los que éstos remiten–, lo que comporta el carácter irreductiblemente
local de todos los consensos y acuerdos.
En este contexto, marcado por la despedida de la modernidad, se anuncia el fin de la historia. La posibi-
lidad de tal afirmación radica en cómo se define postmodernidad por contraste con la ilustración y sus aspi-
raciones. La ilustración tiene un sentido proyectivo, constructivo, que va íntimamente unido a la conciencia
del tiempo y que determina su índole histórica. La realidad –principalmente la humana– no está concluida,
sino que lo dado es sólo una parte, un momento, del desarrollo de la idea que la subyace. Aquí hay dos no-
ciones básicas: la de idea o principio de lo real y la de desarrollo. Ambas se ven modificadas con el cambio de
perspectiva que implica el post. De una idea por realizar se pasa a la pluralidad de principios efectivos, que
no aguardan realización. Por otra parte, ese mismo principio, que puede tomar la forma de realidad comple-
tamente desarrollada (perfecta) o, también, de verdad, es para la ilustración un estímulo favorecedor del de-
bate, la confrontación de posiciones, el antagonismo, lo que provoca una importante inquietud y movilidad.
La historia es concebida como la imposibilidad de quietud mientras haya algo que desarrollar y, por tanto,
que transformar o que construir. Ya sea vista de un modo más bien evolutivo o considerada desde la perspec-
tiva crítica, la ilustración requiere una filosofía de la historia –en el sentido clásico del término–, es decir una
concepción finalística de ese desarrollo que anticipe el fin-final, de modo que éste pueda ayudar en la regula-
ción del transcurso, o que sirva de referente para esbozar una perspectiva utópica en la que pueda ser pensa-
da, por ejemplo, una crítica de la razón que no desemboque en la nada sino que favorezca la reconciliación de
las posiciones antagónicas.
En cambio, desde el punto de vista post este antagonismo es visto como un malentendido. Si la historia
concluye no es porque se piense que ya no es posible más desarrollo. Lo que se modifica es el ángulo de la
percepción; no hay antagonismo porque falta conmensurabilidad: las distintas posiciones no son distintas
realizaciones de la misma sustancia, no hay denominador común, sino diferencias originarias de formas de
vida y, por consiguiente, de significado. Ello hace inviables –y, por lo mismo, fuente inagotable de confusio-
nes– las pretensiones epistemológicas. El propio concepto de “verdad”, aspiración suprema del conocimien-
to, se transforma, como indica R. Rorty, en un sentido que cabría denominar “pragmatico-historicista”. Pero
no sólo se abren la realidad y la epistemología, al ensancharse el concepto de “verdad”; ello trae aparejado al
abandono de la distinción entre apariencia y realidad, así como una modificación del concepto tradicional de
ciencia, basado en la capacidad predictiva. La perspectiva histórica resulta beneficiada de esta operación. Si
la historia ha tenido una débil legitimidad científica ha sido por su incapacidad para contestar a preguntas de

!4
la forma “si hacemos tal cosa, ¿qué ocurrirá?”, puesto que “la ciencia puede predecir en tanto que capta co-
rrectamente la realidad”5 .
La cuestión de la postmodernidad hace patente el afianzamiento del componente reflexivo de la razón,
donde “reflexivo” tiene no sólo el sentido de “volver a pasar”, “volver a pensar”, sino también el kantiano del
juicio reflexionante, a saber: no la subsunción de lo particular bajo lo universal por medio de la determina-
ción, sino el de lo singular para lo que no hay en principio determinación pero la exige. De ahí la importancia
creciente de la experiencia estética como modelo de una relación modificada de la razón con sus cosas. La
realidad pasa a ser vista sobre todo desde el lado de su singularidad y no de lo que tiene en común, desde el
lado de la diferencia y no del de la identidad. Como Wittgenstein, se aprende a ver ahora, donde antes se per-
cibía la identidad de lo diferente, la diferencia en lo idéntico.
La filosofía de la historia del final del siglo XX ha dejado atrás las preocupaciones por el sentido global
de la historia o por establecer la legitimidad de las ciencias del espíritu para irse transformando del una re-
flexión filosófica sobre los límites de la racionalidad misma en tanto que facultad humana principal y, por
tanto, también, sobre otros aspectos de esa “humanidad”, como son el que el hombre sea no sólo un ente en-
tre otros sino principalmente sujeto –de acción, de imputación, etc. El concepto de “experiencia” definía la
característica principal de esta “subjetividad”, descubierta en el esplendor de la ilustración, cuando la filoso-
fía de la historia era reina. La experiencia de la conciencia fue descrita ya por Hegel como la la historia ple-
namente moderna de una subjetividad que movilizaba la vieja sustancialidad del pensamiento tradicional y,
aunque hacía del hombre el protagonista de la realidad, el verdadero creador de mundos, mostraba también
su precariedad y la de todo lo que le rodea, puesto que todo está por hacer y puede asimismo deshacerse.
La filosofía de la historia del final de la modernidad o de la transmodernidad o de la modernidad refle-
xiva –¡tanto da!– es por eso sobre todo filosofía de la experiencia transversal, recuperando en ello el interés
por una relación renovada con la realidad –un trato cuidadoso con la naturaleza, con los demás hombres,
etc. Esto tiene que ver con una suerte de “descarga proyectiva”6 del peso de la historia, en el sentido moderno
de la necesidad de construir un hombre y un habitar racionales. La perspectiva posthistórica nace –como en
el “caso Heidegger”– de la experiencia del fracaso de un proyecto vital personal convertido en “apuesta histó-
rica” o también de la desesperación apremiante en algunas situaciones (postguerra, amenaza nuclear).
“Posthistoria” caracterizaría una modificación del moderno dominio tecnocientífico, económico y político.
Ahora el disponer se torna un escuchar atento que aguarda. La máxima pasa a ser “no hay futuro ni salva-
ción” o “si los hubiera, no vendrían de la mano de la acción dominadora, técnica y calculadora, tal como se ha
impuesto en occidente en los últimos siglos” (puede recordarse aquí el título que preside la entrevista pós-
tuma de Heidegger: “sólo un dios puede salvarnos”). El futuro no será el producto de una técnica aplicada a
la elaboración del presente, sino a lo sumo la gracia que será concedida si el hombre transforma su hacer. Si
éste trata de modo distinto a la naturaleza y a sí mismo, tal vez haya aún esperanza. Ese trato implica Gelas-

5
Rorty, R.: Verdad y progreso. Barcelona, 2000, pág. 16. Para Rorty no hay nada a lo que llegar, en el sentido del concepto que tiene que ser realizado; lo que hay
son interpretaciones, versiones: “Tan pronto como se abandona la idea de que nos hacemos menos crueles y tratamos mejor a los demás por haber comprendido
más cabalmente la verdadera naturaleza del ser humano, o de los derechos humanos, o de las humanas obligaciones (más pseudoexplicaciones), parece suficiente
definir el progreso moral como un convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos…” (ibídem).

6
Niethammer, L: Posthistoire. Ist die Geschichte zu Ende? Reinbeck bei Hamburg, 1989, pág. 163.
!5
senheit (serenidad), dejar ser, atender calladamente a los signos que anuncian el advenimiento de un nuevo
Aión (Heidegger).
En esa experiencia de los límites y de la necesidad de un trato transformado se inscribe uno de los asun-
tos que han ocupado a la filosofía de la historia en los últimos tiempos, el de la escritura en general y el de la
narración en particular, como manifestación de la experiencia de sujetos históricos que se convierten a la vez
en objetos. Lo que interesa es un tipo de experiencia diferente de la objetivante, de la que Yorck von Warten-
burg llamó “ocular”, i. e., la experiencia de lo legible, lo que puede ponerse en nombres y que, después, cons-
tituye un texto. Pero lo interesante de esta metáfora de la “legibilidad” reside en que permite pensar la rela-
ción entre el hombre y lo ajeno bajo una perspectiva distinta, hablar de lo que no se somete en tanto que no
se somete. Y permite asimismo mostrar que la marca de una única forma de experiencia que busca la dispo-
nibilidad (de la naturaleza, de acuerdo con los cánones de la ciencia moderna, y de todo lo extraño, mágico,
encantado, de acuerdo con el principio de la racionalización) en lugar de la familiaridad del mundo no es
algo obvio o natural, sino históricamente contingente7 .
El sujeto está interesado en la relación histórica con el mundo, pero su interésno es particular: es la exi-
gencia de una relación valorativa del hombre con el mundo. El mundo está abierto a la acción humana y la
reclama. Y para que el mundo pueda ser valorado tiene que ser dramatizado, historizado8 . Con esto retorna
una cuestión droysiana: ¿no es acaso la narración algo así como una condición trascendental, puesto que no
cabe la cuestión de cómo es la realidad en sí, antes de la narración? Y también una sospecha: que una disci-
plina que produce relatos narrativos de su objeto como un fin en sí y que investiga sus datos a fin de contar
una historia parece teóricamente poco sólida y metodológicamente deficiente.
En el debate sobre la narratividad han tomado parte desde los analíticos norteamericanos (Walsh, Gar-
diner, Dray, Gallie, M. White, Danto, Mink), intentando establecer su estatuto epistemológico, hasta los filó-
sofos de orientación hermenéutica, como Gadamer y Ricoeur, que han considerado la narrativa como la ma-
nifestación discursiva de un tipo específico de conciencia temporal o estructura del tiempo, pasando por cier-
tos historiadores orientados hacia las ciencias sociales (el grupo francés de los Annales: Braudel, Furet, Le
Goff, Le Roy-Ladurie, etc.) que consideran la historiografía narrativa como no científica, incluso como estra-
tegia de representación ideológica, que debe ser extirpada para convertir a la historia en una verdadera cien-
cia.
Pero, como ha señalado H. White, el valor de la narratividad radica precisamente en lo que sus críticos
han visto como rechazable: que la historia como narración es sólo lenguaje. Esto hace confluir la discusión
con la corriente principal de la filosofía para la que el “giro lingüístico” ha constituido un hito. Hay que tener
en cuenta los diferentes actos de habla, principalmente los ilocutivos. El olvido de estas funciones del len-
guaje explica que haya sido primada la función comunicativa: la historia es un mensaje sobre un referente,
con lo que el código narrativo no aporta nada. Sin embargo, la elección de un tipo u otro de discurso tiene
relevancia para la cuestión del significado. Así, p.e., la crónica y la narrativa pueden transmitir la misma in-

7
Blumenberg, H.: La legibilidad del mundo. Barcelona, 2000, pág. 23: “Únicamente con el tiempo y en amplios horizontes históricos se realiza lo que no puede
estar ni ser poseído simultáneamente, de una vez para siempre, en un estado de univocidad. La metáfora de la conversión lingüística del ser está completamente al
servicio de un concepto de ser opuesto al ideal de la objetivación científica”.

8
White, H.: El contenido de la forma. Barcelona, 1992, pág. 38: “…el valor atribuido a la narratividad en la representación de acontecimientos reales surge del
deseo de que los acontecimientos reales revelen coherencia, integridad, plenitud y cierre de una imagen de la vida que es y sólo puede ser imaginaria”
!6
formación, pero con significados distintos. Lo esencial es que la narrativización produce un significado bas-
tante diferente del que produce la cronicalización. Y lo hace imponiendo una forma discursiva a los aconte-
cimientos. El código narrativo tiene más un carácter poiético que noético; la suya es una función lingüística
ilocutiva, realizativa9 , que varía según la forma del relato: épica, tragedia, comedia, farsa… En la narrativa
histórica, las experiencias quedan destiladas y convertidas en ficción, preparadas para dotar de significado a
los acontecimientos “reales”. A los resultados de este procedimiento no se les puede negar el estatuto de co-
nocimiento genuino: las dificultades conciernen a su cientificidad, pero eso no obsta para que pueda hablar-
se de conocimiento.
La narrativa histórica puede ser considerada una suerte de alegoría (un discurso que dice una cosa y
significa otra, pero que no es sensu stricto ideología). Al dotar a conjuntos de acontecimientos reales de sig-
nificados que se hallan en el mito y la literatura, lo que hace es comprobar la capacidad de las ficciones que la
literatura presenta a la conciencia mediante su creación de pautas de acontecimientos “imaginarios”. Su ver-
dad es alegórica10 , es decir, sigue más que una lógica una tropológica: la transformación de un hecho en un
acontecimiento de la narrativa. El transito tiene lugar por medio de un proceso de transcodificación, en el
que los acontecimientos originalmente transcritos en el código de la crónica se retranscriben en el código li-
terario de la farsa.
Este tipo de verdad literaria no es ajena a los filósofos de las corrientes fenomenológicas, existenciales y
hermenéuticas. Para ellos la historia es menos un objeto de ciencia que un modo de ser-en-el-mundo. La
hermenéutica, como carácter propio de las ciencias (humanas) históricas, ha puesto el acento en la traduc-
ción y translación, más que en el desciframiento. Se trata de abrir la totalidad que, como suelo común, pone
en conexión al intérprete y al intepretandum. Y esta totalidad es la tradición.
Aunque pueden distinguirse dos dimensiones narrativas, la episódica y la configurativa, es la trama la
que perfila la historicidad de los acontecimientos. Así, un acontecimiento histórico es aquel que puede “con-
tribuir” al desarrollo de una “trama”: “Es como si la trama fuese una entidad en proceso de desarrollo antes
del suceso de cualquier acontecimiento determinado, y cualquier acontecimiento determinado pudiera do-
tarse de historicidad sólo en la medida en que pudiera demostrase que contribuye a este proceso”11. Este es el
aspecto que ha sido subrayado por Ricoeur: la historicidad es un modo estructural o nivel de la propia tem-
poralidad, la cual se convierte en experiencia configuradora en el proceso de seguir una historia. Cuando
contamos algo, dice Ricoeur siguiendo a un Agustín mediado por la fenomenología, “comprendemos el pre-
sente del acontecimiento que narramos en relación con el pasado inmediato de la historia, que es conserva-
do por el acontecimiento que sucede en el presente, y en relación con el desarrollo futuro de la trama, que es

9
Ibíd., pág. 60.

10
“¿Existe alguna prueba, lógica y empírica, aplicables para determinar el valor de verdad de la afirmación de Marx de que los acontecimientos del “18 Brumario
de Luis Bonaparte” constituyen una reproducción como “farsa” de la “tragedia” de 1789?”. Ibíd., pág. 64.

11
Ibíd., pág. 69.
!7
anticipado por el oyente. Esta triple estructura del presente es la condición de posibilidad de la estructura de
la trama, en la medida en que reúne en sí misma el recuerdo, la expectativas y la atención”12.
Una de las preocupaciones principales de Ricoeur es la “operación historiográfica”, aquella que funda
propiamente la historia13 a lo largo de sus etapas: la documentaria (que va de la declaración de testimonios
oculares a la construcción de archivos), la explicativo/comprensiva (que concierne a los múltiples modos de
conectar “porque” respondiendo a la pregunta “¿por qué?”) y la representativa (la puesta en forma literaria o
escrituraria del discurso). Pero hay un denominador común a todas las fases, la escritura (L’histoire est de
bout en bout écriture); de ahí que Ricoeur vuelva sobre un tema clásico del pensamiento: el papel de la escri-
tura como Pharmakon de la memoria, quizás remedio quizás veneno, tal como se presenta en el Fedro pla-
tónico.
La historia es esa escritura que puede ser entendida como operación de establecimiento (de lo vivo y va-
riable) que separa, sujetándolos, pasado, presente y futuro. Puede hablarse entonces, como hace Ricoeur ci-
tando a los alemanes, de la Unheimlichkeit (inhospitud) de la historia. Cuando el niño aprende historia ésta
se presenta ante él como algo exterior y muerto: es el reino didáctico del “sí”. El descubrimiento de eso que
se llamará memoria histórica consiste en una verdadera aculturación en la exterioridad, que consiste en una
suerte de familiarización progresiva con lo no familiar, con la Unheimlichkeit del pasado histórico. A la con-
tinuidad de la memoria viva se opone en primer lugar la discontinuidad inducida por el trabajo de periodiza-
ción propio del conocimiento histórico: discontinuidad que subraya el carácter sido, abolido, del pasado.
Además, mientras que hay muchas memorias colectivas, la historia es una. Pero la memoria personal o co-
lectiva, al referirse por definición a un pasado que se mantiene vivo gracias a la transmisión de generación en
generación, se convierte en la fuente de una resistencia a la reducción historiográfica. Hay, pues, una dife-
rencia, una ruptura entre memoria e historia: en la memoria el pasado se adhiere de manera continua al pre-
sente; en la historia hay meditación, reflexión y corte. Y de esta ruptura entre historia y memoria emerge una
nueva figura, la de la “memoria asida por la historia”, que puede ser estructurada en tres momentos: 1) el
reino del archivo, 2) la conversión definitiva de la memoria en psicología individual, 3) la memoria-distancia.
¿Y el olvido?, ¿es una disfunción, una distorsión? El olvido es deplorado del mismo modo que el enveje-
cimiento o la muerte: es una de las figuras de lo ineluctable, de lo irremediable. No obstante, él hace posible
la memoria. De aquí resulta esa frágil constitución del conocimiento histórico y por eso el concepto de “expe-
riencia” entra de nuevo en juego. Definir, p.e., el “tiempo de la historia” es lo más difícil, puesto que se trata
del ámbito en el que los demás tiempos pueden ser relatados. La apertura del “horizonte de expectativa” de-
signado por el término “progreso” es la condición de la percepción moderna del tiempo como novedad, eso
que constituye la definición tautológica de la modernidad (en alemán: Neu-Zeit). Pero la metacategoría por
excelencia es “historia”, un singular colectivo: hay tiempo histórico en la medida que hay una historia una.
Sin embargo, “experiencia histórica” significa algo más que un territorio epistemológico, a saber: una rela-

12
Ricoeur, P.: Historia y narratividad. Barcelona, 1999, pág. 146. Para Ricoeur el tiempo poseería tres grados de organización: 1) la intratemporalidad, constitui-
do por las representaciones ordinarias del tiempo como aquellas en las que tienen lugar los acontecimientos; 2) la historicidad, de la que forman parte las represen-
taciones en las que se pone el énfasis en el peso del pasado e, incluso más, el poder de recuperar la “extensión” entre el nacimiento y la muerte en la labor de “repe-
tición”; 3) la temporalidad profunda, en la que se produce las representaciones que pretenden captar la unidad plural de futuro, pasado y presente. En la narrativa
histórica –de hecho, en cualquier narrativa– es la narratividad la que nos devuelve de la intratemporalidad a la historicidad, del cálculo del tiempo a su evocación.

13
Ricoeur, P.: La mémoire, l´histoire, l’oubli. Paris, 2000.
!8
ción auténtica con el mundo, comparable a la que sostiene la experiencia física. El concepto de experiencia se
abre a las tres instancias del tiempo: enlaza el pasado advenido, el futuro esperado y el presente vivido y ac-
tuado. Lo que se declara moderno por excelencia es ese carácter omniabarcante de la historia, para todo
tiempo y lugar, en la forma de historia de la humanidad, de historia mundial. Con ello se produce también el
nacimiento de una religión secular que establece una ecuación entre la historia y la razón. Si Koselleck ha
podido hablar de experiencia histórica ha sido en la medida en que el concepto de historia puede ocupar el
espacio de la religión. De ese modo, tiene lugar una historización de la experiencia humana, que implica un
aprecio del futuro precisamente porque supone la relativización de los contenidos de la creencia tenidos por
inmutables. Después, al resquebrajarse la totalidad, queda sola la experiencia.
Para Koselleck, la conciencia moderna del tiempo, y la condición del “tiempo nuevo” –con la que, tal
vez, se esté rompiendo en este momento–, viene caracterizada por la diferencia creciente entre el “espacio de
experiencia” y el “horizonte de expectativas”. Pero tampoco éste es un movimiento que discurra en una sola
dirección –la del progreso. La modernidad triunfante podía autointerpretarse en esos términos, pero la ex-
periencia histórica lleva ahora consigo también la carga de las limitaciones de ese avance y experimenta va-
riadamente las posibilidades (temporales) humanas. Koselleck pretende expresar tal percepción mediante el
concepto de “Zeitsichten”, capas o estratos del tiempo. Interpreta para ello que Geschichte (historia) no sólo
proviene de geschehen (suceder), sino también de Sichten (capas, estratos)14. La historia estaría compuesta
de numerosos estratos distintos que se van transformando más o menos lentamente, pero en cualquier caso
con velocidades de cambio diversas. De ahí que los historiadores deban aprender a distinguir entre las dife-
rentes capas: las que varían lentamente, las que lo hacen rápidamente y las que son más duraderas, esas que
encierran posibilidades de reiteración. Pero tales capas sólo se actualizan mediante la reflexión (no se perci-
ben en la inmediatez de la investigación positiva, puesto que su acontecer no se encuentra sin más en las
fuentes). Por eso la reflexión tiene que acompañar necesariamente a la labor investigadora –una reflexión
que nace de la experiencia horizontal o histórica y que reclama filosofía. Koselleck cita a Diderot, “La juven-
tud ama acontecimientos y hechos, la vejez reflexiones”, para decir que el historiador tiene que ser viejo y jo-
ven a la vez, lo que hace de su oficio una ocupación ciertamente paradójica. Pero ése es su modo experiencial
específico. “Historia” tiene que ver, desde Grecia, con experiencia y “hacer experiencia” significa ir de aquí
para allá, hacer un viaje. Sin embargo, es después cuando se origina la historia, mediante el informe del viaje
y sobre todo de la reflexión sobre el informe. Ésta es, por decirlo así, la ciencia de la experiencia por antono-
masia. La mencionada significación de la experiencia se pone de manifiesto al profundizar en el asunto de los
estratos de tiempo. Éstos son hallazgos que resultan de la experiencia.
El primero de ellos, cuando se pregunta por el tiempo en los procesos históricos, es la singularidad. Pero
esta singularidad representa únicamente media verdad, pues el conjunto de la historia descansa al mismo
tiempo sobre estructuras de repetición. A este respeto, dice Koselleck, una teoría de los estratos temporales
ofrece la posibilidad de poder medir las distintas velocidades, las aceleraciones o las lentificaciones, haciendo
con ello visibles los distintos modos de transformación que constituyen una gran complejidad temporal. Así,
hay épocas históricas que apuntan más allá de la experiencia de individuos y generaciones. Se trata en este

14
Koselleck, R.: Zeitschichten. Frankfurt, 2000, pág. 238 (hay trad. cast. parcial con el título Los estratos del tiempo: estudios sobre la historia, Barcelona, 2001).
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caso de principios de experiencia que estaban ya dispuestos antes de las generaciones que viven en un mo-
mento dado y que seguirán teniendo influencia previsiblemente después de que esas generaciones desapa-
rezcan. El concepto de “experiencia histórica”, de “experiencia del tiempo” permite dar cuenta de la especifi-
cidad ontológica de las entidades históricas, de esa variabilidad en su modo de ser que las afecta. Koselleck
ejemplifica muy bien lo anterior en los trabajos que dedica a la utopía: la historia transcurre siempre de
modo diferente a como tendemos a interpretarla retrospectivamente o a hacer pronósticos sobre ella, pero
los tres modos de ser tienen su “verdad”, lo que implica una trasformación de este concepto tan importante
desde el punto de vista epistemológico.
De estos esbozos de reflexión puede concluirse la imprescindibilidad de la perspectiva histórica que ha
puesto de manifiesto la última filosofía de la historia. Ella presupone un cambio de la percepción que la ra-
zón tiene de sí y de su posición en la realidad. Dicha modificación, de la que se ocupa la filosofía, depende de
que aprenda a mirar –“¡no pienses, mira!” (Wittgenstein)– más amplia y horizontalmente, a viajar y hacer el
relato de ese viaje o, lo que es lo mismo, a convertirlo a él mismo en experiencia genuina en tanto que aven-
tura reflexionada. La experiencia resultante –una específicamente histórica– constituye una relación autén-
tica con el mundo, no sólo un sueño, una alucinación.

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