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Wittgenstein y la historicidad

Román Cuartango

La crítica que el último Wittgenstein lleva a cabo de las pretensiones de


fundamentación racional o, lo que es lo mismo, de la extensión o del dominio
de la filosofía (experta y competente en asuntos de racionalidad) se dirige
contra la (presunta) certeza que constituye la base de la confianza en los pro-
cedimientos para la formación de conceptos y en éstos mismos una vez esta-
tuidos. Wittgenstein ataca por distintos flancos esta confianza, aunque su ob-
jetivo principal sea la idea de una razón autotransparente pilotada por un suje-
to otorgador de sentido. Según esta idea, el sujeto aparece, con sus vivencias
e intenciones, como la fuente de los significados lingüísticos.
Con vistas a la realización de este propósito, Wittgenstein pone en mar-
cha una estrategia escéptica que debe alcanzar, en primer lugar, a las preten-
siones y los métodos de la filosofía. Si la realidad de lo real es concebida
como lo correspondiente a los principios provenientes de la constitución del
sujeto del conocimiento y la enunciación que los administra y distribuye, en-
tonces la filosofía buscará reducirlo todo a aquéllos. Pero si, por el contrario,
la realidad es entendida como lo ajeno a principio, como lo distintivo de la dife-
rencia y la diversidad de lo que se presenta, ya sea en la naturaleza o en el
lenguaje, incluso en la conciencia, entonces la filosofía debería tener como
objetivo la apreciación de la pluralidad. Desde este último punto de vista,
pues, la mera consideración de conceptos (de palabras) no servirá de mucha
ayuda.
La mirada filosófica se desplaza, por tanto, desde el centro lógico-lingüís-
tico del sujeto hacia los modos de vivir en que los hombres se encuentran ya
involucrados y cuya acción determinan de algún modo. Esta variación direc-
cional enfrenta, antes que nada, a la filosofía con la diferencia existente entre
el pensar y los modos de ser, las formas de la realidad. Wittgenstein caracteri-
!1
za su propio trabajo mediante una cita del Rey Lear de Shakespeare –“I’ll
teach you differences”– y lo hace ilustrando lo que le aleja de un Hegel que
pretende que las cosas que parecen diferentes son en realidad iguales, preci-
samente lo opuesto a su intención de probar que las cosas que parecen igua-
les son en realidad diferentes. El giro, pues, en el sentido de la indagación fi-
losófica implica no sólo el descubrimiento de la diferencia como lo primero en
cuanto a la realidad, anterior a cualquier fundamento propuesto, significa so-
bre todo que la filosofía tiene mucho que ver con cómo se vive, con el estilo
de vida, de forma que si acontecen ciertos cambios en éste último se vuelven
superfluas la preguntas filosóficas tradicionales. La filosofía tiene que ver con
el propio disponerse en el mundo: “El trabajo en la filosofía es –como a menu-
do el trabajo en la arquitectura– en realidad más que nada el trabajo en uno
mismo. En la propia constitución. En cómo se ven las cosas. (Y en qué se exi-
ge de ellas)”1. Es el estilo de vida, entendido como resolución filosófica el que
condiciona cómo se vean las cosas y qué se exija de ellas. Pero el estilo no es
una propiedad natural, es algo sometido a creación y modificación. Cambio e
innovación son, por eso, dos atributos del hacer filosófico wittgensteiniano, del
propio estilo, sobre los que ha vuelto una y otra vez en diversos lugares:
“Quien enseña filosofía hoy en día no da manjares al otro porque a éste le
gusten, sino para cambiar su gusto”; “Mi modo de filosofar me resulta todavía,
y una y otra vez, nuevo, y por eso me tengo que repetir tan a menudo. Para
otra generación se habrá convertido en algo habitual” (VB, 451). Y, como se
ha dicho, un rasgo principal de ese modo de enfocar las cosas se encuentra
en su empeño por librar a la filosofía de la presión unificadora que, para él,
resulta insoportable. El trabajo filosófico tiene que ver con la precisión analíti-
ca y no con la exaltación especulativa, que busca siempre conducir a princi-
pio, fundamentar, lo que implica que las diferencias se desvanezcan como
medio para que las cuestiones queden zanjadas. Para Wittgenstein, la racio-
nalidad se prueba siempre en la capacidad para la diferenciación y en la fuer-
za para operar en una realidad diversa.

1
Vermischte Bemerkungen (VB), Werkausgabe, vol. 8, Frankfurt, 1984 (págs. 445-573), pág. 472
!2
La indagación en medio de las diferencias, entendida como un cuidadoso
trabajo de análisis, de distinciones y matizaciones y no como la persecución a
toda costa de la reducción a unidad trae consigo una suspensión de la teoría –
si por ésta se entiende la subsunción bajo principios. Frente a ella ejercita
Wittgenstein lo que se ha llamado un “pensar con ejemplos” mediante el que
se van entrelazando ensayos de descripción, los cuales se superponen o se
disponen unos al lado de los otros para producir no una figura sino múltiples
vistas. Así describe él mismo, en el prólogo a las Investigaciones Filosóficas,
su particular camino en el pensamiento: “Que lo mejor que yo podría escribir
siempre se quedaría sólo en observaciones filosóficas; que mis pensamientos
desfallecían tan pronto como intentaba obligarlos a proseguir, contra su incli-
nación natural, en una sola dirección”; a lo que añade enseguida que no se
trata de un gusto propio sino de una exigencia de la cosa misma: “Y esto es-
taba conectado, ciertamente, con la naturaleza misma de la investigación. Ella
misma nos obliga a atravesar en zigzag un amplio dominio de pensamiento en
todas las direcciones”.
Pero, aunque se trate de su estilo, lo que está en juego no es una “volun-
tad de estilo” por parte de Wittgenstein, si por ello se entiende lo particular,
específico, exclusivo de este autor, sino precisamente lo contrario: que la in-
vestigación se ajuste a las necesidades de la cosa, lo que implica una profun-
da modificación de un modo de hacer filosofía que es percibido como inade-
cuado, anquilosado, petrificado. Lo que se rechaza es justamente un pensa-
miento de la identidad incapaz de dilatarse, de dar de sí lo suficiente como
para que en él pueda ser aprehendida la realidad –que Wittgenstein aprecia
diversa y variable.
En El Cuaderno azul2 lleva a cabo una caracterización de ese modo de
hacer rechazado –así como del alternativo que él propone– cuando al intentar
responder a la pregunta “¿qué son los signos?” indica que no va a proporcio-
nar, como es corriente, una respuesta general. En lugar de zanjar la cuestión
la abre y dilata proponiendo que “observemos atentamente casos particulares

2
Los cuadernos azul y marrón. Madrid, 1976, pág. 44 ss.
!3
en los que hablaríamos de ‘operar con signos’” (44); y a continuación se sirve
del procedimiento al que se ha aludido y que es característico de la reflexión
de su última época: considerar un ejemplo. El estudio de un ejemplo del ope-
rar con signos le dará pie para presentar un cuasi-concepto (lo llamamos así
puesto que no lo es en sentido estricto), “juegos de lenguaje”, por medio del
que se referirá a los modos más sencillos de emplear signos. Wittgenstein se
sirve de esta terminología no para establecer un universal de validez rígida; lo
que pretende es mantener abierta la conexión con la realidad en toda su di-
versidad y actividad. Para él resulta crucial que los términos conceptuales del
lenguaje no sean aplicados con rigidez, sino que de algún modo se manten-
gan suspendidos en el punto cero de la determinación para que puedan en-
sancharse y encogerse según requieran las circunstancias. Así, en los Últi-
mos escritos sobre la Filosofía de la Psicología indica que nos las tenemos
que ver con conceptos elásticos, flexibles. En realidad, lo son casi todos los
del lenguaje, pues los empleos que responden a formas de vida, tienden
siempre a abrirse y no a cerrarse (en lo que respecta al significado). Y en la
filosofía, a diferencia de lo que ocurre en la ciencia, que busca una determina-
ción precisa y, a poder ser, unívoca, esa apertura ha de ser respetada, guar-
dada, cultivada y descrita.
De ahí la elección por parte de Wittgenstein de la palabra “juego”, la cual
connota justamente la no cerrazón, un movimiento y actividad3 que no forman
parte de un ejercicio de reducción a fundamento. Jugar es lo que hacen los
niños (y los juegos de lenguaje son las formas “con que un niño comienza a
hacer uso de las palabras”) y es característico del juego la variación tentativa,
la modificación así como la dispersión y la particularidad. Lo que Wittgenstein
no quiere es que esto se pierda al desplazar el sentido de lo real al terreno
neblinoso de los principios universales. Al considerar estas formas sencillas no
se pierden de vista –y eso es aquí lo importante– “…actividades, reacciones,
que son nítidas y transparentes” (45).

3
El objetivo del empleo de tal término es “subrayar que hablar la lengua forma parte de una actividad o de una forma
de vida” IF, § 23.
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Pero, continúa Wittgenstein, lo que hace difícil que este modo de proce-
der, que este tipo de investigación, deje de ser raro y pueda ser adoptado
como algo normal, es “nuestro ansia de generalidad” que es resultado de al-
gunas tendencias enraizadas en la gramática de nuestro lenguaje que –de
acuerdo con lo que Wittgenstein ha sostenido desde siempre– inducen a la
filosofía a confusión. Cuatro son las tendencias señaladas: a) la tendencia a
buscar algo común a todas la entidades que incluimos bajo un término gene-
ral, b) la tendencia a pensar que la persona que ha aprendido a comprender
un término general ha entrado en posesión de una imagen general contra-
puesta a las imágenes particulares, c) la idea que tenemos de lo que sucede
cuando comprendemos una idea general, que confunde un estado mental en
la forma de un hipotético mecanismo mental y un estado mental en la forma
de un estado de conciencia (dolor de muelas) (46), d) nuestra preocupación
por el método de la ciencia, es decir, la reducción explicativa de los fenóme-
nos naturales al menor número de leyes o de principios.
Contra tales tendencias, origen de las confusiones filosóficas y “fuente de
toda metafísica” (46) desarrolla Wittgenstein la estrategia mencionada de ser-
virse de cuasi-conceptos, mediante los cuales tenga lugar una determinación
aparente, una que representa, más que nada, el dejar en suspenso la deter-
minación para que el pensamiento se demore no tanto en lo particular cuanto
en las dimensiones de la particularidad, en lo que ella implica y presupone, en
el fenómeno completo, etc. Partiendo de la idea de que comprender un tér-
mino general no es poseer una imagen general, que se tiene del mismo modo
que ciertos estados mentales, sino más bien ser capaz de operar, de proceder
de una determinada manera al trato con las cosas, insiste Wittgenstein en que
el cuasi-concepto “juegos de lenguaje” no representa la imagen de la esencia
común a todos los juegos –bien diferentes y hasta irreductiblemente diversos.
Precisamente porque no pretende él el empleo de un término general, cuyo
uso engendra confusión –dando la impresión de que cada juego es sólo un
medio para un fin, a saber: producir la idea que representa la verdadera esen-
cia–, lo que busca mediante dicha terminología es quebrar esa conexión me-

!5
dios-fin. En realidad, de lo que se trata es de poner de algún modo nombre a
una proximidad entre elementos diversos que puede ilustrarse con otro con-
cepto problemático: “parecidos de familia” –hay aspectos similares, otros se
superponen o entrelazan, etc, pero sin ser ejemplificaciones de una esencia. A
estos términos lingüísticos que parecen generales pero no constituyen clases
bien determinadas podríamos llamarlos conceptos horizontales o transversa-
les. En la filosofía –que no debe dejarse deslumbrar en esto por la ciencia–
convendría hacer uso de tales conceptos dado que pueden contribuir al logro
de lo que constituye el objetivo de la investigación: proporcionar orientaciones
para moverse en la realidad. Wittgenstein ha insistido en que “Un problema
filosófico tiene la forma: ‘no me oriento’”4, y la orientación se encuentra antes y
por encima de cualquier otro asunto, pues quien no se orienta difícilmente me-
jorará su situación construyendo únicamente teorías, o especulando y defi-
niendo nuevos conceptos, sino que intentará lograr una visión panorámica y
ordenar sus pensamientos.
Lo primero que requiere orientación filosófica es el propio lenguaje, que
se encuentra lejos de ser un lugar en el que todo aparezca nítido y sencillo:
“Nuestro lenguaje puede ser visto como una vieja ciudad: una maraña de ca-
lles y plazas, de casas viejas y nuevas y de casas con añadidos de periodos
diversos; y esto rodeado de un conjunto de barrios nuevos con calles rectas y
con casas uniformes”5. Esa antigua ciudad, en la que debajo de lo nuevo se
encuentran amontonados laberínticas referencias y usos, concentra a modo
de punto de fuga los rasgos ontológicos tanto de la razón cuanto de la reali-
dad, ésos de los que se ocupa el filósofo. Pero puesto que la ciudad es diver-
sa y enmarañada, no habrá posibilidad de orientarse sin un adiestramiento
para la diversidad que se aleje de la apresurada reducción de esa diversidad a
una pretendida unidad subyacente. De hecho, como dice el propio Wittgens-
tein, “nuestra tarea no puede ser nunca reducir algo a algo, o explicar algo. En
realidad la filosofía es ‘puramente descriptiva’” (Cuaderno azul, pág. 46). Des-

4
IF, Barcelona, 1988, § 123.

5
Ibíd., § 18.
!6
cubrir esto implica comenzar a liberarse de la “actitud despectiva hacia el caso
particular”. Sin embargo, la filosofía no logra tampoco con sus ensayos de
orientación otra cosa que ciertas vistas de la realidad. De ahí que sus arreglos
de composición tengan que ser una y otra vez revalidados, repetidos, renova-
dos.
En este punto puede establecerse un relación entre la posición wittgens-
teiniana y lo que podemos caracterizar como “perspectiva histórica”. Lo que
Wittgenstein está postulando es que el conocimiento filosófico se haga fuerte
en su historicidad sin convertirse en reducción sistémica. Ya Kant (KrV, A 836,
B 864) había distinguido entre conocimiento histórico y conocimiento racional,
siendo el primero cognitio ex datis mientras que el segundo sería cognitio ex
principiis. De “histórico” habría que hablar cuando el conocimiento tiene lugar
únicamente “en el grado y hasta el punto en que le ha sido revelado desde
fuera, ya sea por experiencia, por un relato o a través de una enseñanza”. El
ejercicio que, para Wittgenstein, es peculiar de la filosofía tiene mucho que ver
con esta actividad histórica, que recopila datos. Sólo que no hay posiblemente
nada ulterior que añadir a no ser la confección de un álbum en el que van
reuniéndose todas las vistas de la realidad que surgen de los diferentes mo-
vimientos de aproximación realizados desde todos los lados. Sin embargo, pa-
rece que falta algo a esta reunión de fragmentos de experiencia, precisamente
eso que Kant denomina “racional”. Eso que falta es lo que media entre la po-
sición fundamentalista kantiana y la transversal-histórica wittgensteiniana:
para éste la orientación es el resultado de un aprendizaje que proporciona 1)
indicaciones sobre la diversidad primera e irreductible y 2) puntos de vista o
perspectivas para considerar todo lo diverso, pero sin que tales lugares se
conviertan en esencias comunes, fundamentos o principios en realización.
Cada perspectiva representa un movimiento de absorción de la diversidad,
que es reunida en el punto de fuga de aquélla; pero éste es también modifica-
ble, de hecho se tiene que modificar por exigencias de una más adecuada
orientación, para mejorar la perspectiva, para conseguir la perspectiva ade-
cuada (aquella que exige la cosa para darse por completo). Del concepto de

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perspectiva forman parte tanto 1) el “ver con distancia suficiente” cuanto 2) el
“ver de una determinada manera”. Lo segundo hace referencia a la atención a
la particularidad: a la inmersión en el contexto de donación. Esta inmersión
obliga a proceder como si fuera posible pasarse sin el esquema conceptual
previo, como si la cosa aún no estuviera determinada; implica, pues, ver de
otra manera: no “esto como esto”, sino como otro algo: verlo según un aspec-
to que siendo suyo no es lo suyo, sino un rasgo de otredad.
“Otredad”, por su parte, remite a variación posible en la cosa misma; es
decir: la exigencia de atención a la realidad en su diferencia conlleva una ne-
cesaria modificación del modo de considerar –o de “mirar”. En la obra de Witt-
genstein podemos encontrar precisamente una seductora distinción entre dos
usos de “ver”: 1) “veo esto” y 2) “veo una semejanza” (éste último uso implica
atender no a la determinación, sino precisamente al más allá de ésta: se trata,
por tanto, de una suerte de “ver interpretado”). Pero este segundo “ver” no es
concebido como una manipulación o un falseamiento, un hacer lo que se quie-
ra con la realidad, sino como la producción de una apariencia con sentido que
viene propiciada por una especial atención a la cosa y que, a causa de ello,
presenta virtudes constructivas y de juego en favor de la posibilidad. Se trata
de un ver variadamente que, sin embargo, no produce una otredad absoluta,
sino el ver esto no sólo como esto sino también como esto otro. Tal es lo que
sucede con los esquemas, los mapas, así como con otros procedimientos si-
milares de representación: se trata de algo que tiene que ser visto variada-
mente, interpretadamente, y precisamente en contextos normales. En ello hay
una fijación en o una relevancia de las transiciones (como sucede en los jue-
gos infantiles, en los que resulta imprescindible ser capaz de “verlo ahora
como…” y en los que, en cualquier caso, se juega a “verlo como…”). Pero
esto tiene sus límites. Como se ha dicho, no se puede intentar ver algo de
cualquier manera, como cualquier cosa: se ve de esta o de aquella manera
dependiendo de las posibilidades de la cosa misma (no se puede tratar de ver
la F como esa letra, pero sí como una horca).

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Este fenómeno que acabamos de describir ha sido denominado por Witt-
genstein “fulgurar del aspecto” (ese poder aparecer algo de otra manera al
mismo tiempo que se lo ve como esto). Pero el fulgurar del aspecto, aunque
se apoye en los caracteres de aquello que es visto, es en realidad resultado
de la ejercitación en una visión atenta, de esa mirada que podemos llamar en
perspectiva, en la que se corrige la posición para ver mejor. Y aquí entra en
juego el otro significado de perspectiva: la visión panorámica o sinóptica. Po-
nerse en perspectiva no sólo significa atender a la cosa sino también colocar-
se a la distancia suficiente para que sea posible ver el conjunto, lo que repre-
senta una cierta universalidad –entendida no como un medio para un fin, la
totalidad, sino como una necesidad de lo diverso que es valorado en tanto que
tal. Es esta necesidad la que fuerza a corregir continuamente la posición. Tal
corrección permitirá apreciar lo que hay de posible en lo efectivamente real.
Para ello, ese movimiento debe comportar el logro de: 1) una mirada amplia o
panorámica: que abarque suficientemente todo; 2) una mirada de través que
haga posible la apreciación de la estructura total; y 3) una mirada comprensiva
que permita la distinción de lo singular en la totalidad. No obstante, tales mira-
das no constituyen una supuesta visión divina –del punto de vista de ningún
lugar o de la orto-perspectiva–, caracterizan por el contrario a un ejercicio ex-
periencial que conlleva el que todo resultado pueda ser sometido a recusación
con la consiguiente transformación la perspectiva.
La búsqueda de perspectiva representa, por tanto, un fenómeno de mar-
cados rasgos históricos. Este mirar atento y dispuesto a la variación, en la
forma de ver como, de ver situado, y asimismo en la de ver más allá constitu-
ye un rasgo fundamental de toda experiencia, pero sobre todo de la experien-
cia que podríamos llamar “histórica”.
La experiencia se define como enseñanza que se adquiere mediante
práctica. En ella el punto de partida es la investigación de lo que hay, de lo
que sale al encuentro. Esto coincide con el significado de “istoria”, que es
“conocimiento adquirido mediante investigación”, “información adquirida me-
diante búsqueda” (un conocimiento al que la búsqueda y la investigación que-

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dan adheridos: lo importante no son los principios que se alcancen, sino el or-
den del aparecer y del hallar). No obstante, la investigación se realiza con la
vista puesta en la determinación, procediendo a establecer que aquello que es
objeto de experiencia es un “esto”, lo que conduce a la constatación de rela-
ciones con otros “esto”, a su combinación, agrupación, contraposición, etc. En
cualquier caso, de lo que se trata es de que el objeto sea identificado como
una entidad, lo que implica colocarlo dentro de una clase, bajo el domino de
una intensión semántica, de un concepto. De este modo, el logro de la expe-
riencia es haber contribuido a una subsunción: se atiende a lo que viene al
encuentro para ponerlo en su sitio. Pero un tal colocar presupone que hay un
sitio ya establecido y que ese lugar tiene que haber sido instituido mediante
algún procedimiento. El sentido (direccional) de la actividad racional es, pues,
el que va de los conceptos, principios, ideas ya establecidos a lo que se pre-
senta en la experiencia. Esto comporta que tenga que ser también de algún
modo la experiencia la que proporcione las claves para la formación de aque-
llos conceptos, con lo que el sentido (direccional) también tiene que ir de las
cosas de las experiencia a las ideas, a la razón.
Lo anterior supone que en la experiencia no sólo se identifican y clasifi-
can las cosas, sino que se erigen los principios de la clasificación –y esto hace
pensar que si se establecen esos principios por vez primera, asimismo pue-
den transformarse o ser sustituidos por otros, creando un nuevo orden de cla-
sificación. Por eso en la experiencia se acoge un doble sentido: es el reino del
orden –identificar de acuerdo con los principios– y también el de la creación y
transformación: donde cabe desordenar para ordenan de otra manera –que
dejen de valer esos principios y sean sustituidos por otros. Como se ha dicho,
en la experiencia reflexiva común todo acaba en la determinación, pero como
es también la experiencia el lugar en el que se produce el concepto, puede
decirse que en ella está en juego asimismo la horizontalidad, la indetermina-
ción. Una experiencia entendida de esta segunda manera es la que tiene ese
rasgo que hemos llamado “histórico” (en tanto que puede ser tomada como
radical o sin conclusión posible). En principio, ésta no sería otra cosa que el

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primer momento de un proceso total que acabaría en la determinación produ-
ciendo lo que llama Kant “conocimiento racional”. Visto así, el investigador se-
ría quien en posesión de un proyecto de investigación, es decir, de un fin-final
que conduce la experiencia, se enfrenta a la diferencia para conducirla a iden-
tidad. De este investigador –al que llamaremos el Forscher– se distingue, en
nuestra lectura de Wittgenstein, aquel otro al que llamaremos el histor y que
es escéptico frente a las pretensiones de determinación, al menos de aquella
determinación completa o que zanja la cuestión. Aunque algo tiene que ser
determinado para que pueda ser enunciado o “apreciado”, él está, como se ha
dicho, más interesado en la posibilidad que en la determinación. El histor, que
se muestra con la máscara del filósofo cuya facultad más propia es la que
conduce a la descripción no positivista, a aquella abierta a los continuos cam-
bios de perspectiva (es decir, a deslizamientos en la determinación que tienen
lugar en un doble sentido: desplazarse para afinar la determinación y modifi-
car ésta para lograr un nuevo punto de vista que dé lugar a una determinación
modificada), encarna tal vez el más importante concepto de “histórico” que
puede encontrarse en Wittgenstein.
El pensamiento característico del histor es uno que no puede ser enten-
dido sin la referencia a la acción. En tanto que un hacer que lleva a cabo (que
realiza) algo se orienta hacia un objetivo. Y aquí, donde son posibles diversos
modos de “orientarse hacia”, se aprecian los rasgos diferenciales de la inves-
tigación propia del histor. Hay una diferencia entre un movimiento del pensar
que, por decirlo así, rebota en la cosa en cuestión para confirmar su determi-
nación y otro para el que mantenerse cabe la cosa, haciendo patente la es-
tructura misma de la determinación –es decir: del darse la cosa como tal cosa
o del ser cosa– es lo primero a lo que hay que atender. La realización caracte-
rística de la acción –en tanto que, como se ha dicho, algo es realizado– con-
siste así sobre todo en desplegar ese algo en la completitud de su esencia; es
decir, el ser o el sentido de aquello que es llevado a completitud. Pero esto
que se produce, el comparecer de la cosa, que puede ser tomado por el lado
de lo que es (la determinación; entonces vale lo universal) o por el lado del ser

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esa determinación (entonces vale el modo característico de serlo), debe ser
preservado en cuanto a su significación y a esto se consagra la tarea del is-
tor. Su acción no es la consecuencia de un pensar; en realidad no consiste en
otra cosa que en preservar el comparecer mismo. No se trata, pues, de una
acción cuyo pensamiento posibilitador descanse en el significado (la determi-
nación) para después producir un efecto, sino que lo suyo es dejar ser, hacer
posible ser –o dicho de otro modo: ajustarse a la verdad.
Pero el “ajuste a la verdad” –una verdad fenomenológica o pragmático-
experiencial, histórica– exige que en la investigación se pongan en marcha
diversas estrategias favorables para que el asunto no concluya en una reduc-
ción o subsunción del comparecer en la determinación establecida –esto es
esto, donde lo que vale es el segundo “esto”–, para que la comparecencia sea
atendida en su particularidad y especificidad –o también en su “historicidad”.
En la obra de Wittgenstein encontramos diversas sugerencias sobre las men-
cionadas estrategias –y que, pese a todo, no deben ser entendidas como un
método o los medios para un fin. Todas ellas tienen que ver con una impres-
cindible modificación de nuestro hacer racional (nuestro hacer-pensar o lo que
hacemos con nuestro pensamiento), puesto que lo que está en juego es que
sea atendido eso que tiende a desvanecerse en el proceso de reflexión, de
determinación del entendimiento, de conocimiento de “algo como algo”: la sin-
gularidad de lo singular, la diversidad de lo diverso o, dicho con términos clá-
sicos, el ser de lo que es.
Hay, pues, un acercamiento que no entroniza una vía como la vía correc-
ta, sino que aprecia cualquier aproximación como provisional y necesitada de
ajuste –de ahí que haya que complementar una “vista” de la realidad con otras
“vistas” posibles”, construyendo un álbum (construyendo lo universal como un
álbum) en el que lo diverso y las diferencias son conducidas, sin exclusión, a
una cierta visión sinóptica. Ese ejercicio produce una flexibilización del enten-
dimiento que resulta de pensar mediante ejemplos o símiles –“un buen símil
refresca el entendimiento”6. Pensar en ejemplos conlleva, pues, no sólo la

6
Vermischte Bemerkungen, op.cit., pág. 451.
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atención suspendida a lo que es en su diversidad, sino también la temporali-
zación del trabajo pensante. Y no únicamente en el sentido de que la investi-
gación deba tener una forma secuencial, sino también en el de que sus resul-
tados se encuentran abiertos a la recusación, a la disolución, a la transforma-
ción. De ese modo, se trata de algo presente y a la vez sido y por-venir (sido,
por cuanto es ya punto a partir del cual se va hacia otro, y por venir, en tanto
que puede llegar a ser visto de otra manera y, por tanto, a ser de otra
manera). Además, el único sentido en el que puede apoyarse la formación del
álbum es el que se reconstruye en la rememoración del camino recorrido, es
decir, contando la historia de cómo hemos llegado hasta aquí: este lugar sólo
se deduce históricamente. La historia es la de la fulguración del aspecto y, con
ello, la de la deriva conceptual que tiene lugar como resultado de un investigar
que no se conforma con cada una de las determinaciones que, necesariamen-
te, se tienen que ir produciendo. Esto es lo que va resultando de la experien-
cia: una modificación de quien la hace.
Sin embargo, hay que tener cuidado con no llevar a cabo una hipóstasis
de la experiencia. Ésta, entendida en el sentido, antes mencionado, de expe-
riencia radical, en la que queda suspendida en último término la conclusión
determinativa, no produce otra cosa que el deslizamiento del punto de vista, la
modificación de la perspectiva. Pero, precisamente por esto, resulta oportuno
insistir en la pregunta: ¿qué es lo que obtenemos en la experiencia?, ¿obte-
nemos verdaderamente algo? (pues si no hay propiamente determinación,
¿qué hay?). En una experiencia radical –que no se detiene por tanto y que va
adoptando cada vez nuevos puntos de vista– se puede ir fijando esto y aque-
llo, pero incluso esto y aquello es aún provisional y cabe que sea otro. El re-
sultado de esta experiencia no es, pues, un conocimiento pero tampoco una
nada. En realidad, se trata de un movimiento del pensar que permite apreciar
los límites del conocer y que produce modificaciones en un entendimiento que
atiende a su limitación (viéndose a sí mismo desde fuera). De ese modo, con-
tribuye también a una posible ampliación del conocimiento. El recorrido total,
detenido provisionalmente en alguno de sus momentos, con el fin de estable-

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cer desde él una presentación sinóptica, ofrece entonces ciertas claves para
otra constitución, una suerte de determinación del movimiento realizado, en el
que cada algo cobre sentido por su relación con el todo, siendo éste única-
mente un supuesto perceptivo, considerativo, evaluativo y no propiamente otro
algo. Este conocimiento es lo que podríamos llamar un conocimiento histórico.
De este modo no hay en Wittgenstein una simple afirmación de la diversidad,
puesto que ella remite, por su parte, al camino (reconstruible) de la experien-
cia, a su historia. Y dicho camino requiere de la argumentación: hay que apor-
tar razones sobre la manera en que se establece la relación entre lo que se
presenta y su presentarse. Puede decirse entonces que en la concepción witt-
gensteiniana de lo histórico, entendida de esta suerte, se encuentra contenido
bastante más que mera fragmentación y relativismo.
A lo que estamos dando vueltas aquí es a una especie de juego que tiene
dos términos límite (o limitadores): por una parte, la determinación, la regla, lo
reglado y, por otra, lo incierto, lo nuevo, lo carente de regla en sentido estricto,
lo individual cualitativo absoluto, etc. De ahí que la experiencia vacile necesa-
riamente entre ser nueva experiencia sobre hechos conocidos (en la que algo
permanece mientras algo cambia) o nueva experiencia sin más. Este juego
podría denominarse también la relación entre individuo y orden o el movimien-
to de arreglo y desarreglo; pues lo que hay aquí es la referencia imprescindi-
ble de lo uno a lo otro: de lo incierto e individual a lo consabido, la determina-
ción, la regla; y viceversa: la referencia de la regla al movimiento de cambio
de perspectiva, de atención pretendida a eso más que se desvía y deriva sin
que sea, de entrada, propiamente nada. En cada momento del recorrido del
que hemos hablado puede lograrse un acuerdo en los conceptos, que se han
establecido como lo cierto y acostumbrado, y que sirven como punto de parti-
da para un relajamiento ulterior de su rigidez a consecuencia de nuevas expe-
riencias (o de que la experiencia no se detenga), de una deriva, en fin, de tipo
histórico. O sea, que podríamos decir que la variación tiene lugar porque hay
regla, porque hay orden, certeza, fijación. La vida humana es reglada, lo que
significa que los comportamientos del hombre, del tipo que sean –acción, re-

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flexión, expresión–, aun cuando tengan un carácter singular (éste, aquí, etc.),
son variaciones, realizaciones de órdenes, de contenidos que se encuentran
ya dados. Pero aunque el orden sea importante, no debe olvidarse ese “tener
que realizarse” característico del hecho de que tales órdenes exijan ser habi-
tados, elaborados, vivificados (son asunto del hombre, constituyen su mundo
propio). El comportamiento humano puede ser entendido, entonces, como una
suerte de composición y descomposición de órdenes, un arreglar y desarre-
glar.
Arreglar sería algo así como “ajustarse a regla”. Pero ¿cómo tiene lugar
este ajuste?, ¿se trata de una disposición natural o de la aprehensión de un
significado? En este último caso, ¿de qué tipo de significado estamos hablan-
do? Wittgenstein cuestiona que el significado de una regla sea como una
esencia que haya que captar mediante la interpretación. Es decir: si buscamos
en la regla un interior que nos proporcione su más precisa constitución no en-
contraremos nada. Las reglas que rigen el comportamiento humano no se pa-
recen a las que son características de un cálculo –que lo constituyen lógica-
mente, ellas son las que hacen del cálculo lo que es (como ocurre también
con las reglas del juego de ajedrez: aunque en los juegos, y también en éste,
las reglas no lo cubren todo: se puede jugar, dentro de lo que ellas permiten,
de muy diferentes maneras, creando desarrollos del juego: tales variaciones
hacen que el juego sea lo que es: mover así o asá, dar mate en tantos movi-
mientos, combinar el balón de maneras distintas, etc.).
Lo anterior trae consigo la sospecha de que aunque el comportamiento
humano sea reglado, las reglas a las que se ajusta no lo definen, de tal mane-
ra que las acciones sean idénticas a las determinaciones de la regla. Por eso
hay que preguntar ahora: ¿está el comportamiento humano completamente
definido por las reglas? ¿No sucede en realidad al revés: que reconstruimos
ese comportamiento estableciendo modelos reglados? Pero, si no se siguen
reglas predeterminadas, ¿qué se sigue? Podemos contestar que ciertas pau-
tas establecidas por la costumbre –lo que significa que no quedan definidas
nunca por completo, que si bien hay acomodación ésta se encuentra abierta lo

!15
que nos obliga a insistir un poco más. ¿Es la costumbre una regla?, ¿hasta
qué punto?, ¿de qué tipo? Lo crucial aquí puede ser lo siguiente: ¿de qué
manera uno se ajusta a regla siguiendo la costumbre o, también, comportán-
dose humanamente? Hay que tener en cuenta que “costumbre” hace referen-
cia a formas de vida y que éstas combinan motivos muy diversos. Así, la regu-
laridad aparece en ocasiones en la vida humana como un expediente inmejo-
rable para establecer una economía que permite liberar fuerzas para lo inde-
terminado, para la innovación, lo posible, lo incierto. Esto es lo que sucede,
por ejemplo, con la disposición de espacios para la creatividad a partir del es-
tablecimiento de una economía de la acción cuando se fijan ciertas pautas
para lo menos importante de la vida, aquello que tiene que permanecer en el
fondo (como el trasfondo). O también: con la fijación de un tema musical para,
sobre ese suelo, hacer que tenga sentido la variación, el libre juego.
Tenemos así planteado el asunto del ajuste a regla como una forma de
vida humana y, por lo tanto, como un rasgo primordial de la historicidad: lo que
hay que establecer es de qué manera lo persistente, recursivo, lo que se repi-
te y puede ser esperado, no es sólo un automatismo necesario, sino que pue-
de ser visto como esto de aquí y ahora, como lo que acontece una vez, esta
vez. Además, teniendo en cuenta que de lo que hablamos es de la vida de los
hombres, tales estructuras recurrentes tienen que ser analizadas como lo que
son, como productos –aunque indirectos– de la acción humana y que, por tan-
to, llevan su marca. Entonces hay que analizar también de qué manera esos
productos, que se independizan de los hombres que los originaron, se relacio-
nan con ellos; o, mejor, de qué manera los hombres individuales se perciben a
sí mismos relacionándose con esos productos: instituciones, leyes, tenden-
cias, estructuras. “Regla” es, a este respecto, un concepto fundamental pero
problemático puesto que, como hemos visto someramente, en su ámbito de
influencia comparece una de las oposiciones clásicas del pensamiento que se
ocupa de la historia: la que se da entre libertad y necesidad.
En resumen: la vida humana se ajusta a regla, a un cierto orden. Este
ajuste es garantía para el conocimiento y la acción. Pero el hombre puede

!16
también modificar el ajuste: puede ponerlo en cuestión, ensancharlo, estre-
charlo, afirmarlo, rechazarlo, etc. De ahí que el comportamiento (en general)
sea lo primero humano. Con respecto a la regla, esto implica que el ajuste
tome la forma de seguir la regla. Y seguir una regla es jugar, realizar tiradas,
hacer cosas que pueden traer consigo la modificación de la propia regla. Algo
parecido indica Wittgenstein en los §§ 82 y 83 de las PhU, donde deja abierta
la posibilidad de que haya reglas no fijadas o débilmente fijadas.
La concepción wittgensteiniana de la regla se despliega en el contexto –
PhU, §§ 139-242– de su argumentación en favor de una noción pragmática,
amplia y plural del lenguaje –opuesta al modelo del “cálculo” característica del
Tractatus. Y su atención se dirige al empleo de los términos lingüísticos que
constituye el centro de la determinación del significado. Lo que él intenta pro-
bar es que la adscripción de significado no se realiza mediante un acto que
puede acontecer de modo privado, sino que tiene que ver con practicas socia-
les públicas, con comportamientos que remiten precisamente a lo reglado (es-
tablecido, repetible, que puede ser aprendido). La regla tiene que ver, en prin-
cipio, con algo constante y anterior a la acción del agente –aun cuando haya
sido establecida por un agente o por un conjunto de ellos7.
Wittgenstein dice que una regla es como un indicador de caminos8. La
función del indicador es, por decirlo así, despertar una conexión entre signo y
acción que se encuentra ya establecida y no remitir a un ejercicio de herme-
néutica. El suelo en el que se asienta esta relación es expresado como sigue
en el § 198 de las PhU: “…he sido adiestrado para una determinada reacción

7
“Sólo en los casos normales nos es claramente prescrito el uso de una palabra; sabemos, no tenemos duda, qué
hemos de decir en este o aquel caso. Cuanto más anormal es el caso, más dudoso se vuelve lo que debemos decir
entonces. Y si las cosas fueran totalmente distintas de como efectivamente son –si no hubiera, por ejemplo, ninguna
expresión característica de dolor, de miedo, de alegría; si la regla se convirtiera en excepción y la excepción en regla;
o si ambas se convirtieran en fenómenos de aproximadamente la misma frecuencia– entonces nuestros juegos de
lenguaje normales perderían con ello su quid. –El procedimiento de poner una loncha de queso en una balanza y
determinar el precio por la oscilación de la balanza perdería su quid si sucediese frecuentemente que tales lonchas
crecen o encogen repentinamente sin causa aparente. Esta anotación se aclarará más cuando hablemos de cosas
similares como la relación de la expresión con el sentimiento y similares” (PhU, § 142).

8
“Una regla está ahí como un indicador de caminos. –¿No deja éste ninguna duda abierta sobre el camino que debo
tomar? ¿Muestra en qué dirección debo ir cuando paso junto a él: si a lo largo de la carretera, o de la senda o al
camo a traviesa? ¿Pero dónde se encuentra en qué sentido tengo que seguirlo: si en la dirección de la mano o (por
ejemplo) en la opuesta? –Y si en vez de un solo indicador de caminos hubiese una cadena cerrada de indicadores de
caminos o recorriesen el suelo rayas de tiza –¿habría para ellos sólo una interpretación? –Así es que puedo decir que
el indicador de caminos no deja después de todo ninguna duda abierta. O mejor: deja a veces una duda abierta y
otras veces no. Y ésta ya no es una proposición filosófica, sino una proposición empírica” (PhU, § 85).
!17
a ese signo y ahora reacciono así”. “…alguien se guía por el indicador de ca-
minos solamente en la medida en que haya un uso estable, una costumbre”.
Así pues: una acción individual significativa no remite, de entrada, por lo que
respecta a su significado, al hacer particular del individuo en cuestión, sino a
la existencia de un uso estable que reglamenta de algún modo los comporta-
mientos posibles; éstos han sido establecidos, han sido repetidos y se han
convertido en costumbre. Y que hayan sido establecidos no quiere decir, en
principio, que alguien lo ha decidido así y lo ha hecho posible mediante un
acto de atribución significativa. El sentido de esta expresión se esclarece en el
§ 199 de las PhU: “¿Es lo que llamamos “seguir una regla” algo que pudiera
hacer sólo un hombre sólo una vez en la vida?”. La respuesta es “no”; seguir
una regla es una institución (un uso, una costumbre: “Entender una oración
significa entender un lenguaje. Entender un lenguaje significa dominar una
técnica”). Por lo tanto, “establecido” significa “depositado” y “convertido en
suelo”, en apoyo para las conexiones.
Pero cuando pensamos que esto no es cierto o que no proporciona una
explicación suficiente, que tiene que haber algo más fundamental que ese
dominio de la técnica, entonces nos sorprende la paradoja:

“Nuestra paradoja era ésta: una regla no podía determinar ningún curso de acción porque todo
curso de acción puede hacerse concordar con la regla. La respuesta era: Si todo puede hacerse concor-
dar con la regla, entonces también puede hacerse discordar. De donde no habría ni concordancia ni
desacuerdo” (PhU, § 201).

Lo paradójico en el seguimiento de la regla resulta de que ésta –como el


indicador– no es capaz de determinar por sí misma un curso de acción, pues
si no se la entiende como el suelo estable que simplemente es así entonces
cualquier curso de acción puede ser puesto de algún modo en concordancia
con ella. Desde este punto de vista es demasiado amplia, imprecisa y flexible.
No es fácil responder a la pregunta “¿por qué se sigue la flecha en el sentido
que indica la punta y no en el contrario?” buscando una conexión anterior al
uso estable, a la costumbre. Hay, por tanto, un mal entendimiento de la rela-
!18
ción existente entre regla y acción, a saber: que la acción acorde con la regla
sea análoga a una interpretación de ella. Lo que, por el contrario, sucede es
que el seguimiento de la regla tiene lugar en el contexto, establecido y relati-
vamente estable, de una praxis dotada de sentido. Ese contexto es anterior a
la acción, es más: ésta es un caso particular de un comportamiento en la que
se ha sido adiestrado. Y como se ha sido adiestrado para algo –para la repeti-
ción de una cierta conexión: que la flecha se sigue en el sentido que indica la
punta–, esto sirve de instancia de control. Y cuando hay tal instancia, cabe
hablar de “correcto” y “erróneo”. No se trata, pues, de una conexión fáctica,
sino “gramatical”. Como dice Wittgenstein, sólo en el contexto de un juego tie-
ne gracia una regla: “Por eso ‘seguir la regla’ constituye una praxis. Y creer
que se sigue la regla no es seguir la regla. Y por eso no se puede seguir la
regla ‘privadamente’, pues de lo contrario creer seguir la regla sería lo mismo
que seguir la regla” (PhU, § 202). Seguir privadamente una regla sería un
caso de seguir singularmente la regla –pero esto parece contradictorio. Sin
embargo, habría otra posibilidad que consiste no en la privacidad sino en las
realizaciones individuales, históricamente variadas, cada una de ellas repeti-
ción reglada y, al mismo tiempo variación singular.
El corolario de los pasos anteriores es que lo lingüístico requiere, en tan-
to que objeto de la investigación filosófica, de criterios públicos, de lo contrario
no podríamos saber de qué se está hablando en realidad. No hay nada, en-
tonces, referente al significado de las proposiciones que pueda encontrarse
mirando en el interior de la cabeza de los hablantes. Los significados están
fuera, encarnados en conjuntos de actividades lingüísticas y no lingüísticas,
de instituciones prácticas que representan comportamientos establecidos, re-
glados. El entrelazamiento entre el concepto de regla y el de significado se
expresa en el hecho de que las reglas caracterizan una praxis intersubjetiva
en la que, como se ha dicho, alguien tiene que estar ejercitado. Con ello se
disuelven los significados concebidos como objetos –sean de especie ideal,
psicológica o material. La más sencilla relación de significado, como la que
enlaza la palabra “árbol” con los árboles reales, presupone ya el dominio de

!19
una regla que no se fundamenta en otra cosa que en la praxis de su propio
uso. Poner nombres es, entonces, una actividad significativamente secunda-
ria: “…para que el simple nombrar tenga sentido, mucho tiene que estar ya
preparado en el lenguaje” (PhU § 257).
Dicho de otra manera: la completa libertad respecto del curso de acción
a emprender, eso que se supone constituye lo más genuino cuando se trata
del individuo, convertiría a la acción de éste en ininteligible. Lo que lleva a
pensar en una relación necesaria entre cierta libertad y un orden preexistente,
lo reglado: “Seguir una regla es análogo a obedecer una orden. Se nos adies-
tra para ello y se reacciona a ella de determinada manera” (PhU, § 206).
Cuando hemos sido adiestrados y ejecutamos adecuadamente la orden pare-
ce no haber dificultades. Pero “¿…qué pasa si uno reacciona así y el otro de
otra manera a la orden y el adiestramiento? ¿Quién está en lo
correcto?” (Ibid.). Este es un aspecto crucial de la cuestión, porque cabe pen-
sar que, aunque estemos adiestrados, podríamos hacernos preguntas referen-
tes a lo que la regla implica, no para encontrar un hecho que sea punto último
de apoyo, como quiere Kripke, sino para ver el mundo de otra manera y tam-
bién para tomar las riendas de nuestro propio comportamiento. Puede pregun-
tarse entonces si no es cierto –contra Wittgenstein–que siempre se encuentra
abierta la posibilidad de reaccionar de otro modo, aunque eso no sea lo nor-
mal. Decir que no o empecinarse en un sí obsesivo por razón de un principio o
de una perspectiva que se quiere alcanzar, etc.
Sea como fuere, lo cierto es que sólo podemos entender el mundo –y en-
tendernos nosotros en el mundo– si logramos explicitar las claves del compor-
tamiento reglado, del adiestramiento a que ha dado lugar nuestro aprendizaje
–lingüístico, social, etc.–, pero asumiendo al mismo tiempo que se encuentran
abiertos, en deriva, en proceso de formación-deformación. Y esto último es lo
que torna inquietante el asunto: ¿puede, pese a que haya sido entendida
como un suelo estable y anterior a cualquier interpretación, ir variando el se-
guimiento de la regla? O, también: ¿es rígida la regla?

!20
Wittgenstein dice por ejemplo que, para el lenguaje, es imprescindible la
regularidad (§ 207). Esto lo aceptamos, aunque nos interesa investigar en qué
medida esa regularidad permite un índice de variación –sin dejar de ser, claro
está, regularidad– para ver si encontramos un punto de apoyo, un cierto suelo
para la individualidad, para la historicidad. Como se ha visto, Wittgenstein sos-
tiene que la individualidad no puede residir en el interior del individuo; en su
cabeza no hay, por lo que se refiere a los contenidos significativos, nada que
no sea lo expresable, es decir, las reglas mismas, las conexiones y los órde-
nes. Esto es lo que establece el argumento del lenguaje privado. Y si se quie-
re insistir sobre la personalidad habrá que entender ésta como una suerte de
capacidad para la variación e innovación del entendimiento y la acción. La
personalidad tiene más que más con un hacer y actuar sobre lo dado, con un
disponer de lo que hay, con la realización y reproducción (que incluye repeti-
ción y variación) del orden.
Pero ya lo que se acaba de decir nos puede hacer pensar que algo en
relación con la regla depende del individuo (entendido como agente): seguir
una regla radica en la libertad del agente y –como ha señalado M. Frank– “un
empleo pasado de la regla no ata (en el sentido de una determinación lógica o
causal) mi actual comprensión (o el uso que hago actualmente de una regla
recibida)”9 . La regla está abierta a lo nuevo o sólo es regla como lo constante
en el juego de la innovación. A esta dependencia de lo individual la podríamos
llamar su realización histórica. Puede decirse que, aunque se apoye en la re-
gla, el individuo no se deduce de ella: no es una posición en el sistema o una
jugada en el juego. Hay algo en él de absoluta incontrolabilidad. A diferencia
de lo particular, lo “individual” remite a un elemento o parte “que no puede ser
alcanzada nunca en una cadena lógica de deducciones partiendo del concep-
to de la totalidad. Lo universal se convierte en universal interpretado indivi-
dualmente; su exigencia de validez universal se quiebra ante la imprevisibili-
dad (Unvordenklichkeit) propia de la formación de sentido de carácter indivi-

9
Frank, M.: “Individualität und Innovation”. En: Frank, M.: Selbstbewußtsein und Selbsterkenntnis. Stuttgart, 1991,
págs. (50-78), pág. 61.
!21
dual-innovativa”10 . Precisamente por haber sustentado la cuestión de las re-
glas en la de las costumbres, se vuelve Wittgenstein vehementemente (PhU
65-PhU 80) contra los prejuicios que suponen que los conceptos tienen que
estár ya establecidos cuando después se aplican a casos particulares y que
tienen que estar definidos para los casos futuros. Tales prejuicios se encuen-
tran unidos a la imagen del empleo de palabras según reglas preexistentes en
el sentido de una completa predeterminación como sucede en un cáculo.
Pero, como se ha visto, las reglas sólo reglamentan cuando no tienen, en
cada caso particular, que ser completadas por medio de reflexiones adiciona-
les.
Entonces se hace necesario preguntar ¿qué es lo que está determinado
y qué queda indeterminado en nuestro ajustarnos a reglas? Al parecer, no son
reglas explícitas las que se cuidan de la seguridad que observamos en el uso
del lenguaje. Los hablantes usan con seguridad el lenguaje sin que se en-
cuentren siguiendo reglas explícitas (PhU § 84-87). A esta falta de explicita-
ción le acompaña una cierta vaguedad. Así lo expresa García-Carpintero:

“Pero las normas son vagas. ¿Cuenta como una infracción a la regla que prohibe pasarse un se-
máforo en rojo pasarse uno en rojo en una ciudad abandonada, donde sólo el semáforo en cuestión
parece funcionar? ¿Cuenta como una tal infracción pasarse un semáforo en rojo después de esperar
cinco minutos sin que cambie de color? ¿Cuánto tiempo hay que esperar para no cometer una infrac-
ción? Los significados parecen ser así de vagos. ¿Sería una silla algo con una apariencia de silla que
11
aparece y desaparece cada cinco minutos durante una hora?” .

¿Y no se puede ir haciendo una regla mientras se va empleando, a la par


que se va jugando? (PhU, § 82). Aquí de nuevo el lenguaje –como un entra-
mado de prácticas– se presenta como algo diferente de un cálculo. En un
cálculo las reglas son constitutivas de un modo estrecho, se encuentran per-
fectamente determinadas, de tal modo que este “perfectamente determinadas”
es reconocible por su expresión. Por el contrario, como ha dicho Wittgenstein

10
Ibíd., pág. 65.

11
García-Carpintero, M.: Las palabras, las ideas y las cosas. Una presentación de la filosofía del lenguaje. Bar-
celona, 1996, pág. 401.
!22
en PhU § 53-54, para seguir una regla en un juego lingüístico no es necesario
servirse de expresión alguna de ella. Cuando se desea que alguien siga un
cálculo que se ha establecido, se le tienen que dar expresiones para las re-
glas que él pueda comprender. Pero esto no es lo que sucede cuando se trata
de hablar una lengua12. En este caso, se siguen determinadas reglas, pero no
reglas perfectamente determinadas. Wittgenstein dice (§ 81): “…en filosofía
comparamos frecuentemente el uso de una palabra con juegos y cálculos de
reglas fijas, pero no podemos decir que quien usa el lenguaje tenga que jugar
tal juego”. Y prosigue en § 82:

“¿A qué llamo ‘la regla por la que él procede’? –¿A la hipótesis que describe satisfactoriamente su
uso de la palabra, que nosotros observamos; o a la regla que consulta al usar el signo; o a la que nos da
por respuesta si le preguntamos por su regla? –¿Y qué pasa si la observación no permite reconocer
claramente ninguna regla y la pregunta no revela ninguna? –Pues él me dio por cierto una explicación
cuando le pregunté qué es lo que entiende por “N”, pero está dispuesto a retirar y alterar esa explica-
ción. –¿Cómo debo, pues, determinar la regla de acuerdo con la cual él juega? Él mismo no lo sabe. –O
más correctamente: ¿Qué debe aún querer decir aquí la expresión “regla por la que él procede”?”.

La reglamentación característica de una regla no determinada por com-


pleto –como en el reiterado caso del cálculo– resulta, como hemos visto, pro-
blemática: que uno puede seguir una regla sin saber que sigue una regla y,
además, de tal manera que no importe lo que él crea al respecto. De ahí que
distintos cursos de acción puedan concordar con ella y que la interpretación
no sea lo importante. Esto tiene alguna que otra consecuencia inmediata; por
ejemplo, que los individuos se comportan regladamente, crean lo que crean al
respecto y que lo mismo que siguen la regla aunque no piensen que la siguen,
puede que no la estén siguiendo aunque crean seguirla (y, además, que su
seguirla pueda ser una forma de irla modificando). Esto es lo que nos interesa
sobre todo a nosotros. En el § 83 se dice lo siguiente sobre esta modificación
de la regla al tiempo que se sigue:

“Podemos imaginarnos perfectamente que unas personas se entretienen en un prado con una
pelota jugando de tal manera que empiezan diversos juegos existentes sin acabar de jugar alguno de
ellos, y arrojan a lo alto la pelota sin plan ninguno, se persiguen mutuamente en broma con la pelota y

12
Cf. Savigny, Eike von: “Der neue Begriff der Regel: Regelfolgendes Verhalten statt Regelung”, en: Der Mensch als
Mitmensch. Wittgensteins 'Philosophische Untersuchungen'. DTV. München, 1966, pág. 94-125.
!23
se la arrojan, etc. Y ahora alguien dice: Durante todo el tiempo esas personas juegan a un juego de pe-
lota y se guían por ello en cada pelotazo por reglas definidas.
¿Y no hay también el caso en que jugamos y –‘hacemos las reglas sobre la marcha’? Y también
incluso aquel en el que las alteramos –sobre la marcha”.

Wittgenstein se pregunta qué aspecto tendría un juego que estuviese ab-


solutamente delimitado por reglas. Para que ello fuera así tendría que haber
incluso una regla que regulara la aplicación de la regla. Por nuestra parte, no-
sotros podríamos preguntarnos si eso sería siquiera un juego, ya que en él no
cabría la posibilidad de la innovación, algo de suma importancia en el jugar y
sin lo cual tal vez no mereciera la pena jugar. Las reglas explican una parte de
la realidad en lo que se refiere a los juegos que habitualmente jugamos, pero
no la delimitan por entero. Así se indica en el § 68: ““Pero entonces no está
regulada la aplicación de la palabra; no está regulado el ‘juego’ que jugamos
con ella.” –No está en absoluto delimitado por reglas; pero tampoco hay nin-
guna regla para, por ejemplo, cuán alto se puede lanzar la pelota en el tenis, o
cuán fuerte, y no obstante el tenis es un juego y tiene reglas también”. Las re-
glas acotan un campo de posibilidades de acción y, en cierto modo, “definen”
un juego, pero dejan también abiertas múltiples posibilidades, de tal forma que
se pueda jugar el juego nuevamente y no sólo copiarlo o repetirlo sin más: la
“exploración”, podríamos decir, de esas posibilidades, dentro del espacio aco-
tado por las reglas, constituye la gracia del juego. Quien mejor se “mueve” en-
tre las reglas para ensanchar las posibilidades es quien mejor juega –y es
admirado por ello–, y el buen jugador hace que apreciemos mejor el juego y
que disfrutemos más de él.
El indicador de caminos –paradigma, como hemos visto, de regla– no
evita por sí solo las dudas sobre la dirección a seguir. De hecho, aunque habi-
tualmente no dudemos eso no significa que no sea posible dudar. Es más,
cuando empezamos a hacerlo es mucho lo que se tambalea. Al final, lo único
que ofrece cierta resistencia, que tiene solidez, es la costumbre, que puede
expresarse mediante la fórmula “así es como vivimos”. De ese modo, es fun-
cional en una situación de “normalidad” (“El indicador de caminos está en or-
!24
den –si, en circunstancias normales cumple su finalidad”, § 87). Pero no sólo
hay situaciones normales, sino que puede decirse que toda situación normal
se encuentra afectada de un índice de anormalidad, pues, como se ha dicho,
cabe el deslizamiento, la variación en el comportamiento. La repetición de una
jugada no es una reproducción exacta de la jugada tipo –se trata de ésta, rea-
lizada en este momento y de esta manera. De tal suerte que cada repetición
se encuentra expuesta a que lo establecido se deforme por el lado de lo posi-
ble: esto podría ser de otro modo, etc.
Estamos todo el tiempo moviéndonos en torno a este asunto: ¿puede
haber un juego con vaguedad en las reglas? (§ 100). Pero cabe darle también
un sentido histórico a la pregunta: ¿puede haber al menos cierta holgura tem-
poral? ¿Hay razones para pensar una diferencia entre la concepción de la re-
gla y el comportamiento reglado parecida a la que existe entre la concepción
lógica (ideal) del lenguaje y el lenguaje real? (§§ 91 ss.). Los órdenes no son –
ésta es la intuición– posiblemente tan ordenados como se los concibe; y no lo
son porque son órdenes de lo individual, porque ordenan tiradas individuales
que tienden a dispersarse. Hay que hacer continuamente nuevas jugadas –
que aun siendo repeticiones no dejan por eso de ser nuevas–, de lo contrario
no habría ni juego ni orden. ¿Qué serían los sistemas económico o judicial sin
las acciones de los agentes económicos o los actos jurídicos? De este modo,
puede decirse que el orden tiene un carácter asintótico: sólo en el infinito llega
a comprender lo ordenado. El propio Wittgenstein señala (§ 125)13 que cuan-
do seguimos las reglas que hemos establecido para un juego las cosas no
marchan como habíamos supuesto. Tenemos que entender entonces cómo es
posible que nos enredemos en nuestras propias reglas, y entender no es más
que ver sinópticamente. Una visión con perspectiva nos permitirá comprender
que los juegos no coinciden con la idea que nos hacemos de ellos y que las
reglas tampoco funcionan con la rigidez de un cálculo que ellas mismas cons-
13
“El hecho fundamental es aquí: que establecemos reglas, una técnica, para un juego, y que entonces, cuando
seguimos las reglas, no marchan las cosas como habíamos supuesto. Que por tanto nos enredamos, por así decirlo,
en nuestras propias reglas.
Este enredarse en nuestras reglas es lo que queremos entender, es decir, ver sinópticamente.
Ello arroja luz sobre nuestro concepto de significar. Pues en estos casos las cosas resultan de modo distinto
de lo que habíamos pensado, previsto. Decimos justamente, cuando, por ejemplo, se presenta la contradicción: “así
no lo había pensado [gemeint]”.
!25
tituyeran. En realidad, puede que únicamente se trate de los ordenamientos
necesarios para procesar racionalmente. Desde este punto de vista, habla-
ríamos de regla, en otro caso lo haríamos simplemente de comportamientos a
los que estamos acostumbrados. Los juegos pueden ser vistos como particu-
lares o singulares, diversos en todo caso y compartiendo sólo parecidos por
mor de la mirada (hay un único mirar en cada caso, pero tampoco debe olvi-
darse que es posible volver a mirar modificando la perspectiva). No obstante
cada juego puede ser visto también desde el ángulo que dibuja la singularidad
de esta o aquella jugada. E igualmente pueden ser vistos todos como una
suerte de repetición variada de un tipo de jugada. Pero se trata únicamente de
posibilidad porque aquí no cuenta nada como firme y estable, sino que ese
“ser posible” tiene que ver con la capacidad realizativa del individuo, que es
quien mira y actúa. La realidad es diversa, plural y variable, con lo que no po-
demos tomar las formas mediante las que intentamos describirla y ordenarla
con su propia finalidad. Por eso insiste Wittgenstein en que “Nuestros claros y
simples juegos de lenguaje no son estudios preparatorios para un futura re-
glamentación del lenguaje –como si fueran primeras aproximaciones, sin con-
sideración de la fricción y de la resistencia del aire” (PhU § 130).
Pero también podría decirse que la reglas tienen excepciones. A lo que
seguiría la pregunta: ¿juega algún papel la excepción respecto de la regla? Al
menos significa esto: que la regla no cubre completamente el ámbito de su
aplicación. Tal vez por esa rendija podría irse abriendo paso una modificación
de la propia regla. Pero necesitamos, para poder jugar, que las situaciones
sean normales, que la regla no se convierta en excepción y la excepción en
regla (§ 142); si ocurriera esto los juegos perderían su gracia. Ahora bien, lo
que nosotros queremos decir es que esas situaciones normales tienen holgu-
ra, no están tan apretadas, no son tan unívocas que establezcan el compor-
tamiento requerido de un modo invariable. La holgura que tienen es precisa-
mente la proveniente de que son hombres y no coagulaciones de sentido los
que ponen en juego esas mismas reglas –lo que implica deriva individual y
temporal. Hemos llegado así un punto en el que la regla misma tampoco nos

!26
ayuda, puesto que no lo determina todo. En realidad, podría decirse que noso-
tros la ayudamos a ella a ser seguida y, por tanto a valer como un indicador.
En resumen: el seguimiento de la regla tiene sentido únicamente en el
seno de un orden, de una institución. Y de un modo paralelo, el orden sólo tie-
ne sentido como reglamentación de lo individual. De ahí que la función de la
regla sea indicar cómo, institucionalmente, se comportan los hombres que sa-
ben jugar a cierto juego cuando lo juegan. La regla, pues, no puede ser priva-
da ni valer para una sola ocasión. Que una regla esté establecida significa que
“más de una vez” es posible, que la repetición es posible. Pero la repetición es
la que trae consigo las dificultades: el deslizamiento, la variación de la regla.
De la publicidad cabe distinguir entonces la privacidad que es posible porque
la regla funciona y al hacerlo deja algo abierto. Esta apertura, al tiempo que
hace tambalearse a la regla, constituye también su condición de posibilidad,
pues sin ella no habría repetición y tampoco tendría existencia –“Einmal ist
kein Mal”. Aunque el lenguaje –según Wittgenstein– requiera regularidad,
también necesita variación individual e histórica para no convertirse en un
cálculo en el que todo comportamiento se halla predeterminado. Y esto puede
hacerse extensivo a todas las formas de vida humana: éstas requieren regula-
ridad, repetición de comportamientos, etc. Pero ¿podría imaginarse una forma
de vida humana en la que la repetición estuviese de tal modo determinada
que todo lo que sucediese fuera punto por punto idéntico a lo ya sucedido; es
decir, una forma de vida humana sin innovación, puro pasado? En realidad,
cuando pensamos en la regularidad de las formas de vida humana no esta-
mos pensando en absoluto en este tipo de determinación exhaustiva; ni si-
quiera cuando pensamos en el orden o en el sistema lo hacemos de tal modo
que implique una situación clasurada. No son las instrucciones sino la cos-
tumbre lo que convierte al sistema en sistema. Pero aunque la costumbre se
encuentre en cierto modo reglamentada –se hace así y no de otra manera–,
Wittgenstein nos ha ayudado a ver que la diversidad de las formas lingüísti-
cas, de juegos más o menos reglamentados, repetibles es tal que sólo cabe la
orientación porque todas ellas remiten a formas de vida, a presupuestos no

!27
interpretables. Aunque nos veamos forzados a decir que “así es como actua-
mos”, sigue en pie la pregunta: ¿podríamos actuar de otro modo?
La regla tiene mucho que ver, dice Wittgenstein situándose en el otro ex-
tremo, con una repetición de lo mismo –¿pero también con una repetición
igual de lo mismo? Cuando se sigue una regla parece que no hay curiosidad
ante la innovación, puesto que no hay innovación: se trata siempre de lo mis-
mo (§ 223): “El empleo de la palabra “regla” está entretejido con el empleo de
la palabra “igual”. (Como el empleo de “proposición” con el empleo de “verda-
dera”)” (§ 225). Y sin embargo es el propio Wittgenstein quien ha dicho que la
regla no lo fija todo (a que altura se tira la pelota, etc.). Así pues, habría aquí
dos versiones de la regla, una más laxa y otra más estricta, una que permite la
innovación y otra que la deja encajada en el “igual” –la única proposición, sen-
su strictu, es la verdadera y del mismo modo la única regla es la igual. Pero
enseguida nos ofrece Wittgenstein la paradoja correspondiente: “Supón que
alguien sigue la serie 1, 3, 5, 7,… poniendo la serie de 2x+1. Y él se pregunta:
‘¿pero siempre hago lo mismo o algo diferente cada vez?’./ Quien todos los
días promete ‘Mañana te visitaré’ –¿dice cada día lo mismo o cada día algo
diferente?”. (§ 226).
Nos vemos, por tanto, forzados a movernos entre las mocionadas versio-
nes, laxa y estricta, de la regla. Por una parte, el intento wittgensteiniano por
eliminar los significados mentales interiores, sacándolos a la luz de las reglas,
puede dar la impresión de que él concibe un mundo completamente reglado,
pero, por otra parte, las reglas no parecen ser nunca tan rígidas como en el
caso de un cálculo en el que el sujeto individual poco tendría que hacer.
La practica intersubjetiva a la que se refieren las reglas y en la que uno
ha sido adiestrado aunque determina, enlaza, haciendo depender el compor-
tamiento de la costumbre, de lo establecido, no excluye una cierta soltura de
los significados. Hablar de “el significado” o de “la regla” no elimina mediante
una operación de identidad un cierto índice de alteridad, tanto en lo tocante a
la relación entre lenguaje y realidad cuanto a la relación entre hablante y ha-
blante. Lo que ocurre es que en un mundo reglado así entendido –un lengua-

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je, p.e., de significados abiertos– ni hay sólo identidad (de significados, de
comportamientos) ni hay sólo alteridad incontrolable, puesto que detrás se en-
cuentra una praxis común y, además, la costumbre: lo que hay es regla y va-
riación de la regla. Esta variación, tal como ha sido expuesta aquí, de reglas
que son seguidas sin dudar y que, no obstante, no están estrictamente esta-
blecidas, sino que son abiertas y, por lo mismo, inciertas (cuando se intenta
aprehender su sentido), constituye una deriva que podríamos denominar “his-
tórica” y no sólo por lo que tiene de secuencialidad productiva (no hay esen-
cia, sino únicamente ese irse constituyendo y transformando), sino también a
causa de la “horizontalidad”. Falta una orto-perspectiva que permitiera inter-
pretar de una vez por todas la regla y zanjar así la cuestión del significado. De
ahí la importancia que cobra el concepto “formas de vida” y también los em-
parentados con él como “costumbre” o “adiestramiento”. No hay una regla
para las reglas, es así como vivimos: los juegos de lenguaje pueden tener un
fondo (algo sobre lo que descansan, algo supuesto como uso y costumbre),
pero ese fondo –que no es un fundamento– reside en ellos y no en otro juego
más fundamental (o juego de sentido o algo así). En otras palabras: no hay
suprasentido, lo único con lo que se cuenta es con una praxis socialmente ins-
tituida y en la que se ha sido adiestrado. Sin embargo, ésta constituye también
un suelo harto endeble: se encuentra sometida a realización y variación. Más
allá (o más acá) de las relaciones vitales de los hombres reina la confusión, la
incertidumbre (que se hace patente en las paradojas a que da lugar la inter-
pretación de la regla).
Con palabras nietzscheanas puede decirse que de lo que se trata es de
tomar el devenir como el ser y no como el devenir del ser, de pensar lo tempo-
ral, las formas de vida de modo que a ellas no les sea contrapuesto un sentido
abstracto que las sobrevuele. En esto consiste el punto de vista de la horizon-
talidad que no sólo es fruto de las disputas habidas en la filosofía de la histo-
ria, él puede ser visto asimismo como un resultado genuino de los esfuerzos
wittgensteinianos por lograr una profunda modificación de la perspectiva ra-
cional.

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