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El espíritu como poder libre y el estado hegeliano

Román Cuartango

1. El espíritu

La libre y suelta individualidad subjetiva representa sin duda el


punto de partida para la consideración ética y política. Es propio del
modo moderno de entender el Estado dar por supuesta la existencia de
una “multitud atomística de individuos” (Fundamentos de filosofía del
derecho (PhR) § 273 obs.) que preceden a la constitución (y deciden so-
bre ella). A lo que Hegel objeta que “el concepto no tiene nada que ver
con una multitud” (ibídem).
En efecto: cuando la soltura y la multitud inorgánica son abordadas
desde cierta perspectiva, se difuminan en el interior de redes significati-
vas que resultan a la postre determinantes; “el espíritu no es nada indivi-
dual, sino unidad de lo individual y de lo universal” (PhR § 156 Z), la
constelación, articulada conceptualmente, de prácticas normativas e ins-
tituciones. Aquella sustancia se encarna, pues, en estas últimas, que no
solo preservan sino que constituyen la efectiva realización de la libertad
de los individuos. A la postre, nada prevalece por encima de los fines de
estos. Y aunque lo anterior pueda resultar paradójico, es cometido de la
noción de “espíritu” disponer para el pensamiento el suelo sustancial
capaz de acoger tanto la diferencia cuanto la identidad entre individuo y
Estado.
En la Fenomenología, Hegel introduce el concepto de espíritu en
conexión con el entramado intersubjetivo de la autoconciencia, que se
manifiesta en las relaciones de reconocimiento. El yo no es pensado
como un ente solitario; por el contrario, se halla enfrentado a otro yo y
situado en un mundo, es decir, en una estructura significativa que pro-

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porciona estímulos conceptuales y normativos ante los que es necesario
responder. La sustancia espiritual se determina mediante los atributos
propios de la libertad: incertidumbre, falta de cierre, historicidad, apertu-
ra a la interpretación…
El significado primero de la libertad es negativo. El sujeto libre tien-
de a sustraerse a cualquier atadura. Pero al mismo tiempo una libertad
abstracta le deja colgado en el vacío. Eso quiere decir que la elaboración
de un concepto suficientemente rico en determinaciones exige entender
al propio individuo desde la perspectiva del espíritu, lo que conlleva
pensarlo como estando dotado de propiedades relacionales que solo
pueden hacerse efectivas en un contexto esencialmente intersubjetivo.
La vertiente epistémica de este equilibrio entre el sujeto y el objeto
se torna patente en la manera en que se concibe el acto cognoscitivo.
Este debe ser necesariamente considerado como algo que acontece en el
seno de un tipo de comportamiento específicamente humano al que lla-
mamos “saber”. Así, manejar conceptos se parece más a una praxis en la
que el sujeto se ve habilitado para hacer determinadas cosas. En este
modelo encaja mejor un sujeto universal (que se maneja en la situación)
que ese individuo particularizado (que reacciona mediante una capta-
ción singular), el cual debería ser concebido como una suerte de espíritu
inacabado, que se aferra a una sola determinación, mientras que las de-
más quedan borrosas.
En sentido pleno y concreto, lo verdadero, libre, etc. es el espíritu
absoluto, que, por otra parte, no significa sino la totalidad consumada y
asumida (tanto lógica como históricamente). En su primera comparecen-
cia, adopta la forma propia de lo subjetivo, del yo: inquietud, actividad,
autorreferencia, soltura. Frente a lo solo en sí (y al positivo y quieto “ser
así”), representa, como se ha dicho, la capacidad para retirarse de todo
contenido, de toda realidad. De ese modo, aun cuando al espíritu
desarrollado especulativamente le corresponda la forma de lo cabe sí en

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lo otro, eso no significa que, de entrada, no tienda a afirmarse únicamen-
te como para sí sin lo otro.
La capacidad para operar en distintos ámbitos de alteridad, en tra-
mas diversas de significado, todo eso que forma parte del “entre” en el
que se produce el encuentro pero también la confrontación, define al
espíritu. En ese sentido, significa no depender de lo antecedente, y eso
quiere decir poder: “aquel modo de presencia de las cosas consistente
en que “se” dispone de ellas” (Marzoa). Sin embargo, no se trata de un
poder absoluto, pues se halla condicionado por la capacidad para mane-
jarse y modificarse en medio de una situación descentrada e incluso
desgarrada. Y también de un poder compartido por los individuos. En
efecto: los contenidos que maneja un sujeto se estructuran conceptual-
mente (al igual que él mismo, en tanto que algo determinado), y un con-
cepto no es algo efímero, permanece en el tiempo, se puede volver sobre
él, etc. Esta manera de entender la subjetividad convierte al espíritu he-
geliano en precursor de una concepción como la sostenida por Wittgens-
tein sobre el significado público de lo mental.
El derecho representa el acto mediante el cual el yo singular se ele-
va a la universalidad. En esta se alcanza la dimensión que permite com-
prender al hombre individual “poniéndole en relación con la vida de la
ciudad de la que es miembro” (Hyppolite). El individuo remite esencial-
mente a la polis. Una condición necesaria, aunque tal vez no suficiente.

2. El punto de vista especulativo

Pero esta identidad entre lo singular y las forma institucionales no es


inmediata sin simple Hay que adoptar cierta perspectiva para percibir lo
absoluto en su configuración individual; o dicho de otra manera: para
que sea factible combinar la posición liberal moderna (el principio del

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individuo) con la idea hegeliana de un êthos político. Solo llegará a con-
cepto a través de la entera experiencia del pensar.
El Estado no representa una existencia cualquiera; la suya es más
bien una realidad lógica y sistémica que se encuentra revestida de espe-
ciales caracteres. Para hacer frente a una realidad como esta, la filosofía
debe pensar mediante ideas, es decir: debe permitir que se manifieste
cierto aspecto insoslayable pero no evidente de su asunto. Ese punto de
vista recibe el nombre de especulación.
Hay que tematizar, por tanto, los supuestos sin los que no habría un
proceder racional, así como enlazar lo que está siendo separado en el
conocer determinativo. El entendimiento da lugar siempre a una expe-
riencia de cosas –de esto(s)–, pero no es capaz de dar cuenta de aquellos
aspectos de la realidad como el enlace, la relación, la totalidad o, en ge-
neral, lo que se sustrae a la limitación: lo infinito, lo absoluto…
El esfuerzo pensante por hacerse cargo de todas las consecuencias
que comporta su asunto da pie a una suerte de inferencialismo que He-
gel denomina “experiencia”. Los contenidos conceptuales se encuentran
articulados por relaciones materiales de consecuencia e incompatibili-
dad. La “mediación” (Vermittlung) y la “negación determinada “ (bes-
timmte Negation) constituyen, así, las operaciones fundamentales del
hilo conceptual, de lo lógico.
El sujeto representa la instancia responsable de los juicios, mientras
que el objeto se erige como aquello frente a lo cual el juicio es respon-
sable. De este modo, Hegel entiende la actividad discursiva desde una
perspectiva normativa (lo que se refleja en el concepto de espíritu). El te-
rritorio espiritual se corresponde con el reino kantiano de la libertad, que
implica el juego entre autoridad, responsabilidad y reconocimiento; y
tiene su existencia en el lenguaje: “das Dasein des Geistes” (Fen: 380).
El tránsito del entendimiento a la razón remite al tránsito desde una
concepción estática de las relaciones conceptuales a una explicación di-
námica del proceso de determinación de dichos contenidos. La razón no

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sería otra cosa que esa manera de convertir en saber lo que sucede en el
seno de aquel.
Semejante despliegue y metamorfosis de las determinaciones arras-
tra tanto al pensamiento como a la cosa del pensar a un episodio de di-
solución escéptica de las más firmes certezas. Este “trabajo de lo negati-
vo”, cuando es capaz de alumbrar una nueva perspectiva más com-
prehensiva, es lo que constituye la “dialéctica”. Un tal proceder –que da
lugar a lo lógico– habrá de permitir que el yo y su querer inmediato pue-
da ser visto como voluntad libre, capaz de querer libremente lo que es
necesario y se desenvuelva en una totalidad ética, de reconocimiento,
suelo nutricio de lo político.

3. El poder del espíritu: die freie Macht

Desde el punto de vista que Hegel promueve, lo primero que se


exige a la filosofía es que comprenda y exponga convenientemente el
encadenamiento necesario del orden espiritual. Como ya se dijo, nos
encontramos en el reino de la libertad. Y, en este territorio, jugar cobra el
significado de un poder harto especial. No se depende de las cosas,
puesto que no se halla uno –en cuanto a la acción– pre-dispuesto por el
modo de ser de ellas.
He aquí una propiedad definitoria de la ontología del sujeto. Esa
capacidad de moverse comprensivamente en medio de “situaciones” da
lugar a aquello en lo que consiste el espíritu: estar ya siempre en el signi-
ficado de lo que se maneja. Su obrar representa una suerte de juego. Ju-
gar1 consiste en interpretar el sentido tomando la determinación como
acto libre. Las reglas no lo fijan todo, únicamente establecen las condi-
ciones para la variación creativa.

1Jugar – individuo – regla. Cf. Cuartango: Tal vez no tan sujeto (el individuo las reglas de juego y lo políti-
co).

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Íntimamente conectado con lo anterior se encuentra la idea de po-
der, aquella presencia (de ser) en el que la cosa es tanto más presente (es
más) cuanto menos se depende y más se dispone de ella. Y el poder se
faculta como tal gracias al conocimiento: cuanto más y mejor se conoce
la cosa, tanto más se hace uso de ella para finalidades que no son de la
cosa, sino de “nosotros”.
Puesto que no se trata de una función de las reglas, el jugador tiene
cierto poder sobre ellas. Esa potencia del sujeto no significa otra cosa
que el poder del espíritu, cuya forma alumbra en la capacidad para ex-
presar, redescribir e interpretar. ¿Qué sentido tienen entonces aquellas?
Pues que hace factible que uno sepa a qué debe atenerse. De esta mane-
ra, aun cuando dé la impresión de que limitan las acciones, en realidad
posibilitan el libre juego del jugador. Cobra sentido entonces la noción
de un “poder libre” que dispone las condiciones imprescindibles para el
desenvolvimiento de los sujetos.
El individuo se ve impelido a jugar en cada caso y situación. En eso
consiste ser individuo: tener que apostar, invertir, emprender, innovar…
Jugársela siempre. Todas estas son actividades propias del modo de exis-
tencia del moderno bourgeois. Y asimismo este burgués puede participar
más tarde en un juego superior (como citoyen). Ahora bien, ¿se trata en
este último caso de un jugar verdadero? Porque si, de algún modo, el
ciudadano –que suele ser pensado como alguien que se ha formado en
el compromiso con lo universal– se entregara a la seducción del juego,
¿no carecería por ello mismo de la necesaria seriedad ética?
¿Debe el individuo “jugar” a ser universal, es decir, algo distinto de
individuo?, ¿debe desprenderse de su individualidad, lo que supondría
que esta constituye un estado deficiente, y hasta pernicioso? Pero en este
momento se encuentra ya activo, en forma de experiencia, un cierto po-
der del espíritu. Lo que Hegel pretende probar es que la propia lógica de
la individualidad, de su voluntad autoafirmativa, conducirá a una trans-

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formación experiencial del individuo, situándolo en la perspectiva uni-
versal imprescindible para una existencia verdaderamente libre.
En tanto que jugador, el sujeto no permanece quieto (ni sujeto). Se
la juega: pone en juego su propio ser. Así es como Hegel ha pensado la
vitalidad de un orden político concebido como realización del concepto
de una voluntad libre autodeterminada. La vida en el Estado no podría
significar la quietud, salvo que los individuos se convirtiesen en simples
funciones de un organismo autosuficiente. Y el reconocimiento tampoco
debe adoptar, por tanto, la forma simple de la identidad. Para Hegel, el
poder del espíritu se muestra en el interés del Estado por preservar la di-
ferencia individual.
Así que la exigencia de una Aufhebung que no elimine la individua-
lidad, se vería puesta a prueba en el contexto del juego. Pues solo en ese
terreno se combinan los dos elementos cuya reunión resulta aparente-
mente problemática: las reglas, el orden y la libertad. Además, también
desde dicha perspectiva, la experiencia del sujeto-jugador y la experien-
cia del sujeto-sustancial convergen. Lo que aparece entonces ya no es
una simple voluntad arbitraria.
El poder del Estado suele ser entendido como el derecho a imponer
el cumplimiento de las normas mediante la violencia legítima. Pero esa
idea de una identidad entre poder y violencia oscurece la conexión con-
ceptual que existe entre entre aquel y la libertad. Si el Estado representa
la efectiva realidad del individuo, entonces este debe experimentar su ser
libre en esa realidad política. La teoría clásica ya sostuvo la tesis de que
un disfrute verdadero de la libertad presupone la existencia de un poder
suficiente para establecer las reglas que obliguen a todos.
Cabría decir entonces que el rasgo fundamental del poder reside en
que posibilita un ir más allá de sí mismo que no signifique extravío o
pérdida del propio ser, sino todo lo contrario. Esto es lo que se ve reco-
gido en la definición hegeliana del espíritu: Bei sich selbst sein im Ande-
ren. Y en la medida en que predispone el espacio para el libre juego, el

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poder político constituye algo completamente distinto del sometimiento
o del imperio de la fuerza. Hegel afirma que aun cuando el Estado pueda
haber surgido por medio de la violencia, sin embargo “no reposa sobre
ella” (Enz § 432, Zusatz). No debe confundirse, como sucede a menudo,
el origen o la adquisición de algo con su fundamento conceptual.
A la violencia primera que instituye una nueva forma política –por
ejemplo, en una revolución– le sigue inmediatamente un esfuerzo por
lograr un reequilibrio de aquel hecho negativo mediante un acto jurídico
que establezca condiciones positivas. Y la plena estabilidad solo se logra
cuando se vuelve factible una vida individual libre que, entre otras cosas,
evite la permanente desafección. Podría hablarse entonces de un con-
cepto hegeliano de “poder libre”, puesto que él no identifica someti-
miento (Unterwerfung) a la ley con opresión (Unterdrückung). En reali-
dad, el espíritu surge de la convergencia entre poder y libertad, resultan-
te a su vez del trabajo del concepto; expresa el reconocimiento cumpli-
do, la otredad asumida, y una posibilidad infinita de ser que puede en-
tonces concretarse. De ahí que sea posible hablar, en este contexto, de
un disponer o liberar el terreno para la libertad (Freilegung der Freiheit)
(Esto es: libertad en sentido positivo).

4.¿Qué estado? (¿“liberal-republicanismo”?)

Hegel concibe el Estado como la Aufhebung de los intereses contra-


puestos en la esfera de la sociedad civil. En tanto que tal, cobra sentido
por lo que elimina, pero también por lo que conserva. Así que, bajo la
regulación estatal, la sociedad civil puede desplegar la universalidad que
anida en ella sin que se desvanezca el impulso que proviene de libre
juego de los individuos. De acuerdo con el concepto, el orden político
moderno no puede ya adoptar la configuración de un Estado absolutista.

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¿Cuál debe ser entonces la forma (especulativa) del Estado? En lo
que se refiere a la estructura lógica, constituye un sistema de tres silo-
gismos (Enz § 198, obs.) en el que: 1) cada uno de los elementos ocupa
en su momento el lugar del término medio y 2) las categorías lógicas que
forman parte del “concepto” –lo singular, lo particular y lo universal– se
corresponden con las tres instancias que configuran la sustancia ética: la
persona, la sociedad civil y el Estado (el derecho, la ley, el gobierno) [1.
S-P-U; 2. U-S-P; 3. P-U-S]. No se trata, pues, de un todo compacto,
como el que enuncia un juicio limitado. Por el contrario, lo que se pro-
duce es un conjunto orgánico en el que la potencia impelente proviene
de lo singular. Al mismo tiempo, lo universal no se encuentra tampoco
reñido con la particularidad, sino que se media con ella.
La concepción especulativa de lo político establece, pues, unas
condiciones semejantes a las de cualquier Estado de derecho contempo-
ráneo. Es más, algunas afirmaciones del propio Hegel lo sitúan muy pró-
ximo a los pensadores liberales. En la Filosofía real, por ejemplo, reclama
una intervención mínima del Estado en la industria. Por otro lado, el
aroma antiguo del concepto hegeliano de Estado como eticidad real in-
dica que a todo el proyecto le subyace una última intención republicana
–pero convenientemente modernizada; es decir, que incluye algunos
puntos de vista liberales (republicanismo: libertades antiguas; liberalis-
mo: libertades modernas (civiles).
En todo caso, la concepción política hegeliana presenta un doble
rostro. Por una parte, tira de ella una fuerza que tiende a orientarla hacia
la afirmación de la potencia del Estado. Pero, por otra, existe también
una fuerza contrapuesta que la conduce hacia una formulación liberal
preocupada por preservar la esfera de la libertad de los individuos, así
como el campo de las interacciones económicas y sociales. Y sin embar-
go, el fin último de Hegel no es otro que subsanar los defectos manifies-
tos del concepto liberal, que limita la incumbencia del Estado a la pro-
tección de la vida y de la propiedad de los individuos. De este modo se

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reduce el planteamiento político mismo. Si se atribuye al Estado solo una
función reguladora, entonces se lo está concibiendo únicamente como
una “organización de la necesidad” (PhR § 270 obs.). Ni siquiera la
creencia religiosa debería ser preservada como camino particular de la
vida (privada) independiente de lo político, pues entonces el aspecto es-
piritual más elevado se emplaza en un más allá (en el interior del sujeto,
en la teoría). Pero la verdad es que el espíritu es en sí mismo ético, ra-
cionalidad efectiva, “y esta es la que existe como Estado” (PhR § 270
obs., pág. 706). (¿Cabría extraer de aquí una incitación postlaicista?)
Cuando se impone el punto de vista de los intereses particulares, la
pertenencia a un Estado aparece como algo arbitrario. Este es un asunto
problemático cuyas punzadas se han recrudecido en la actualidad, dan-
do lugar a ese fenómeno que podríamos llamar el “Estado opcional”: se
aborda lo político a partir de la idea de que no solo es posible elegir el
modelo de constitución, sino incluso la integración en un orden cual-
quiera. El asunto se convierte enseguida en una búsqueda de la felicidad
particular a través de los programas de gobierno. La pregunta es si esto
debe constituir el objetivo de la política.
Hegel llama la atención sobre los peligros que acarrea confundir el
Estado con la sociedad civil; pues en ese caso se termina poniendo el
exclusivo fin de aquel en la seguridad y la protección de la libertad per-
sonal. Una vez realizada dicha asunción, viene de suyo que ser miembro
del Estado “sea algo discrecional” (PhR, § 258 obs.). Tal vez cierta deriva
del propio Hegel maduro se deba a su intención de contrapesar un libe-
ralismo estrecho.
La propia división de poderes suele ser entendida por las concep-
ciones liberales bajo el punto de vista que Hegel denomina “del enten-
dimiento”. Es decir: como una suerte de oposición de instituciones indi-
viduales que pujan por lograr un poder absoluto. De esa manera, se
pierde de vista la consideración especulativa.

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Aunque el fin último del Estado moderno sea la libertad del indivi-
duo, de ello no se sigue que el propósito que lo anima tenga sea solo
este, sino lo universal. Pero Hegel sabe que, si bien se requiere una suer-
te de libertad para lo universal, esto último solo puede plantearse como
fin particular. De ese modo, el patriotismo moderno no consiste princi-
palmente en los sacrificios y la acciones extraordinarias, sino en desarro-
llar la vida cotidiana y particular (la vida burguesa) con intención univer-
salizante o ética. Así que el Estado ha de garantizar las libertades civiles
por mor de las libertades republicanas. Por el contrario, un liberal en-
tiende que estas últimas hacen posibles las civiles. El principio del indi-
viduo no debe confundirse, pues, con alguna limitada concepción libe-
ral. Esta tiende a mezclar la volonté de tous con la volonté génerale.
Consideremos el siguiente pasaje:

“Hay dos manera de pensar cómo pueden coincidir el hombre en el tiempo y el hombre
en la idea, y dos maneras de cómo el estado puede afirmarse en los individuos, a saber: que el
Estado suprima-asuma a los individuos, o que el individuo devenga Estado, que el hombre en
el tiempo se ennoblezca hasta [llegar a] la altura del hombre en la idea: lo bello es esta uni-
dad, esta fusión del carácter, [de] lo sensible y racional” (Filosofía del o Estética: 85).

El individuo especulativo no significa sino el haberse constituido


políticamente el sujeto: que se haya elevado hasta “la altura del hombre
en la idea”. Entonces se reconoce en las instituciones, puesto que estas
no representan otra cosa que la expresión de sí mismo (como actualiza-
ción de su potencia ontológica, no como existencia inmediata). Así,
aquello que tiene su ser en la Idea se presenta de manera sensible (bella,
equilibrada) en un tiempo determinado. Pero, precisamente por ello,
también se encuentra abocada al desbordamiento que resulta de la en-
trada en juego de magnitudes inconmensurables. Y de esa forma propor-
ciona expresión a un anhelo difícil de satisfacer. No hay, pues, un mo-
mento en el que quedara satisfecha de una vez por todas la infinita exi-
gencia de reconocimiento de la voluntad libre. En el desasosiego que

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ello produce apunta la idea comprensiva, pero sin que pueda manifestar-
se convenientemente en una figura determinada. La reincidencia del in-
dividuo en su individualidad (soltura) impide en cierto modo el cumpli-
miento del reencuentro especulativo; y lo abre a un suceder potencial-
mente infinito.

5. Espíritu objetivo y espíritu absoluto

En el plano internacional se percibe bien esa creciente incapacidad


para establecer reglas universales: representa una recaída en la indivi-
dualidad. De este contraste surge el espíritu del mundo, que ejerce su
derecho en el tribunal universal de la historia, pues en su universalidad
lo particular –los dioses domésticos, la sociedad civil– solo existen como
algo ideal.
Por otra parte, nosotros (los de esta época) tampoco estamos ya dis-
puestos a conceder al Estado ningún género de divinidad o absolutez.
Esto se percibe en ese fenómeno que hemos denominado Estado opcio-
nal. El individuo se halla perplejo ante la ineficacia atribuible a una es-
tructura política que habría que considerar irresponsable. De ahí nace la
idea de que si el Estado desasiste al individuo, este puede romper el con-
trato social. “¡Me irá mejor en otro Estado!”, “¡no me siento vinculado!”.
La dificultad proviene de que el poder político depende en último
término del poder individual. ¿Y qué argumentos pueden convencer a un
individuo de que le conviene reconocerse racionalmente en las institu-
ciones éticas que preconiza Hegel? ¿Qué sucede si el individuo solo está
dispuesto a acatar las leyes que le convenzan, si no quiere renunciar a su
absoluta facultad electiva (su “derecho a decidir”)?
Hegel posiblemente argumentaría que el espíritu, aun cuando se
satisfaga al reconocerse en las formas objetivas, no por ello llega a su fin.

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Esta idea de un más allá de sí en el que el espíritu instituido resulta con-
ceptualmente superado es a lo que apunta la noción de espíritu absoluto.
La particularización activa en la escena internacional y en la histo-
ria proviene de cierta falta de ajuste entre lo que el Estado representa
como individuo y lo que la Idea reclama. De acuerdo con la lógica he-
geliana, la existencia del conflicto indica que hay una realidad que está
reclamando ser pensada. En este caso, se trata de las limitaciones de lo
político para dar cumplimiento a los anhelos de realización de los indi-
viduos. Estos tienden a convertir su insatisfacción en el ideal que se pro-
yecta hacia un más allá incierto. No obstante, la lógica del espíritu
muestra que hay una salida a la alternativa diabólica que se plantea entre
la objetivación y la utopía. La reflexión autosuprimida produce el con-
cepto y, más tarde, la Idea absoluta. ¿Y acaso en este ámbito no tiene
que parecer ideal toda realidad? Por eso puede ser concebido precisa-
mente como el lugar para cualquier evaluación de lo existente.
Pero una sombra escéptica se cierne sobre el planteamiento: ¿sirve
el espíritu absoluto como instancia crítica? Es cierto que el comprender
absoluto comporta aceptar la identidad del sistema; por ejemplo, que el
individuo es Estado. ¿Pero no sería necesario reconocer asimismo que,
en la medida en que aquella se someta a revalidación, el pensar se verá
forzado a distanciarse de la verdad establecida?
Justamente porque el sujeto pretende afianzar su conciencia y evo-
lucionar libremente fuera del abrigo de una constitución, y que esa re-
clamación de su derecho puede perjudicar a los individuos, una filosofía
del espíritu se torna imprescindible.
El espíritu absoluto, no la última parada, sino más bien la esfera
más comprensiva, constituye la expresión de la libre independencia, es
decir, del freie Macht. Por ello su absolutidad consiste precisamente en la
capacidad para ir más allá de cada configuración (comunidades, institu-
ciones, leyes). No obstante, ninguna de sus tres formas (la presentación
estética, la interioridad religiosa y el pensamiento filosófico) se parece al

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simple soltarse de la subjetividad abstracta. Porque ahora se trata de la
manifestación sensible, de la conciencia y del pensar de lo absoluto
mismo. Así pues, del máximo poder posible: el exhibirse de lo absoluto
(die Auslegung des Absoluten).
El espíritu absoluto constituye no solo la realidad o Existenz del es-
píritu, sino también su transparencia subjetiva. Hegel lo ve como una
consumación de la identidad plena entre el ser y la conciencia, entre la
acción y el acto. Puesto que él habla de religión (un religare infinito), lo
anterior podría interpretarse como una suerte de paraíso en el que se
descansa al fin de la inquietud dialéctica. Sin embargo, esto resulta difí-
cil de digerir para nuestra mente tardomoderna. Si el espíritu absoluto
incluye la conciencia y la libertad, ¿no habría que entenderlo como el
momento contrafáctico que hace las veces de instancia crítica? Pero en-
tonces representaría algo parecido a un ideal del espíritu. Y este apunta
más allá, lo que significa que no constituye aún una realidad plenamente
desarrollada, una entelequia. Aquí hay, pues, una dificultad.
La esfera absoluta representa la manifestación de una reflexividad
no parcial, de una conciencia que se concreta como figura estética,
como interioridad refleja de carácter religioso o como saber filosófico:
“el espíritu solo es espíritu en tanto es para el espíritu” (Enz § 564). Esto
justifica ya la noción de la eticidad moderna como reconocimiento espi-
ritual. Y, sin embargo, en tanto que tal, aquel la trasciende, puesto que su
fin y hábitat último se hallan en lo universal e incorpóreo.
La posibilidad de sustraerse al mundo de la eticidad, con la soltura
que es propia del artista, del monje o del filósofo, confiere al espíritu el
germen de un poder de la última palabra. El individuo que ha llegado a
realizarse en tanto que ciudadano no renuncia, pues, a la transformación
de lo político-social. Es libre como verdad. Pero no puede convertirse en
la ironía que aniquila todo y lo vuelve vano, contingente y caprichoso.
Para no verse conducido a la “hueca arbitrariedad”, el espíritu crítico
debe, pues, renunciar a la unilateralidad de lo subjetivo y mantenerse

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como aquella forma de pensamiento libre que tiene al mismo tiempo su
determinación infinita en el contenido absoluto que está-siendo en y
para sí.
Así que, de acuerdo con Hegel, el espíritu absoluto no puede ser
entendido como simple distancia crítica. Con todo, hay que tener en
cuenta que el saber siempre comporta, además, cierta diferencia, y esta
es la que debe ser pensada. ¿Qué actitud toma el sabio ante los objetos
de su saber? ¿Únicamente se le ha reservado la complacencia en la con-
templación del orden y el despliegue del sistema?
El ideal se realiza modernamente a través de la creación propia de
un individuo, es decir, como obra de arte. El genio es aquel que configu-
ra intuitivamente aquello que sería logrado históricamente en el trabajo
de la totalidad. De esa manera, se encuentra próximo al individuo histó-
rico-universal. Ambos apuntan a la Idea mediante su insistencia en la
más radical individualidad. Gracias a ello, son capaces, por ejemplo, de
poner en suspenso la determinación común, de liberar, lo que representa
la forma más genuina de un poder. La intervención del espíritu produce
un objeto en el que tiene lugar un reconocimiento de sí; pero este no
aprehende rasgos incuestionables, sino lo posible en el ser (una suerte de
rendimiento estético).
Esta capacidad de abordar el objeto sin dependencia es lo que ca-
bría entender como el poder libre que le corresponde al espíritu absolu-
to. En el fondo, dicho poder coincide con el del sujeto (que libera lo que
es en su ser posible). El sujeto formado se ha convertido en un poderoso
elemento político y espiritual; aun más: absoluto (¡esta es la lección que
se sigue de la filosofía hegeliana!).
En resumen: los rasgos definitorios del poder libre del espíritu tie-
nen que ver con esa capacidad subjetiva, pero sin tratarse de la imposi-
ción de un individuo sobre otro (esto es lo que el concepto de espíritu
proporciona). Libera al sujeto como sujeto, es decir de las ataduras pro-
pias de la inmediatez tanto interior como exterior. De esa manera, puede

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preservar siempre la soltura sin la cual no se lograría alcanzar el punto
de vista genuinamente subjetivo. Asimismo, convierte el encadenamiento
necesario en una lógica de la libertad.

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