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Concepto, evaluación y programas de intervención
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Introducción
1.1. Introducción
1.3.1. Asertividad
2.1. Introducción
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2.2.2. Hacer y recibir críticas
2.2.5. Ayudar
2.3.3. Atribuciones
2.3.4. Metas
2.3.6 Autoconcepto
2.3.7. Expectativas
2.4.2. La empatía
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3.1. Introducción
3.4.2. La amistad
4.1. Introducción
4.5.1. Introducción
4.5.2. ¿En qué consiste este proyecto (The Child Development Project)?
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4.5.4. ¿Cuáles son los principales componentes
del programa?
5.1. Introducción
Reflexion es finales
Bibliografia
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En una sociedad cada vez más globalizada, plural y multicultural se hace muy patente la
necesidad de aprender a convivir, a relacionarse con personas muy diferentes y a
participar en una sociedad con características que la distinguen de otras épocas históricas.
Esta urgencia por socializar a las nuevas generaciones ha estado presente desde antiguo
como una de las metas de la educación, pero se ha trabajado de modo soterrado a través
del currículo oculto, dejándolo a merced del buen hacer de los profesores, sin prestar una
atención explícita a su enseñanza. La escuela, al igual que la sociedad (que ha recibido
los calificativos de "tecnológica", "de la información", "del conocimiento"), se ha
centrado principalmente en la promoción de los saberes intelectuales e instrumentales, en
el contexto de una cultura eminentemente competitiva e individualista, olvidando a
menudo la importancia de fomentar el desarrollo personal, social y moral de sus alumnos.
Hoy día, con más frecuencia de la deseada, los medios de comunicación nos relatan
historias desgarradoras de violencia interpersonal, de intolerancia, de soledad, de
depresión, de acoso, que van despertando la conciencia y el interés de la opinión pública
porque, además de sus devastadoras consecuencias para los protagonistas directos de
tales hechos, implican una desintegración y pérdida sustancial de la vida en común,
suponiendo un riesgo real para el desarrollo de los niños y adolescentes. Como señalan
Torrego y Moreno (2003: 14), "al igual que se aprende la solidaridad, el respeto a la
diferencia o la honradez, pueden aprenderse también la violencia, la intolerancia y la
corrupción".
Pero lejos de ser pesimistas, "frente a estos peligros, la sociedad democrática posee el
recurso más valioso de todos: la educación de sus ciudadanos. Es la educación la que
tiene el encargo de, más allá de la familia, ejercer una acción humanizadora, capaz de
favorecer el desarrollo de valores humanos que sean un marco de referencia sustancial
para otros aprendizajes y logros de la persona' (Trianes y Fernández-Figarés, 2001: 10).
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la Ley Orgánica 1/1990 de 3 de octubre, de Ordenación General del Sistema Educativo
(LOGSE), especialmente con la implantación de los temas transversales, el llamado
"currículo del siglo XXI" (Sánchez, 1998), intentó dar respuesta a estas demandas.
Además, como se verá a lo largo del libro, aumenta día a día la cantidad de libros,
artículos y programas que van en esta línea. Asimismo, comentaremos otras propuestas
legislativas como la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación.
Por todo lo expuesto, creemos que la escuela debe afrontar los retos que la sociedad
le plantea, fomentando entre sus alumnos la participación responsable y comprometida y
las relaciones interpersonales de calidad. Al mismo tiempo, como formadora y posible
transformadora de la sociedad, la escuela debe ser fuente de los valores y saberes que le
son propios, inherentes a su propia acción y finalidad; debe, por tanto, preparar a sus
alumnos para convertirse en ciudadanos capaces de introducir en la vida cotidiana
aquellas mejoras que se perciben como necesarias. Es decir, la escuela reproduce el
orden social establecido y, a la vez, es un lugar privilegiado para que penetren ideas
transformadoras y para que se reflexione acerca de la sociedad en la que se vive, a la que
se aspira y acerca del tipo de personas que se desea formar (Borrego, 1992).
Como señala Delors (1996: 25), "la educación también es una experiencia social en la
que el niño va conociéndose, enriqueciendo sus relaciones con los demás, adquiriendo las
bases de los conocimientos teóricos y prácticos". La educación tiene, por tanto, una
función social muy importante que busca el pleno desarrollo de la personalidad tanto
mediante "el fortalecimiento de la autonomía personal como de la construcción de una
alteridad solidaria o, dicho de otra manera, del proceso de descubrimiento del otro como
actitud moral' (Carneiro, 1996: 243); en definitiva, la construcción de un mundo humano.
La escuela y las relaciones que en ella tienen lugar se convierten en un ámbito de
actividad y comunicación que, cargado de afectividad y de valoración moral, incide
decisivamente en el desarrollo de los escolares (Ortega y Mora-Merchán, 1996).
Este trabajo se centra esencialmente en esta tarea de la educación que, a pesar de los
avances, aún está pendiente: contribuir al desarrollo de la personalidad de los niños para
que lleguen a relacionarse de forma adecuada, a integrarse y participar responsable y
activamente en la vida social, es decir, para que aprendan a convivir con otros.
Por consiguiente, no se trata sólo de solucionar los problemas que existen, sino
también de promover una visión más positiva de la educación cuyos objetivos no sean
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tanto "corregir" como "fomentar", "desarrollar" y "estimular". Por tanto, proponemos
encaminarnos hacia una nueva dirección, una dirección que en la psicología ya está
teniendo eco en trabajos enmarcados dentro de la llamada "Psicología Positiva"
(Seligman y Csikszentmihalyi, 2000) y que subrayan la importancia de no centrarse exclu
sivamente en los problemas, sino también en comprender y desarrollar las competencias
y cualidades positivas que hacen a las personas y a las sociedades mejores. Así, el campo
de la Psicología Positiva, a nivel individual, hace referencia a cuestiones como el amor, el
valor, las habilidades interpersonales, la perseverancia, el perdón, la originalidad, la
prudencia, entre otras; mientras que a nivel grupal, trata sobre las virtudes cívicas, la
responsabilidad ciudadana, el altruismo, la cortesía, la tolerancia o la ética en el trabajo.
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llegar a un consenso sobre qué se entiende por dicho concepto y sobre cuáles son los
componentes que implica. Es decir, debido a que no existe un acuerdo entre los autores,
se hace imprescindible clarificar dicho término, utilizado a menudo como "cajón de
sastre", así como esclarecer las principales variables implicadas en su desarrollo. Por ello,
nos proponemos reunir distintas investigaciones y aportaciones psicopedagógicas que
permitan adquirir una visión más completa y un marco integrador de la interacción
humana, especialmente en el contexto escolar.
No vamos a detenernos en este aspecto, pero simplemente baste como apunte general
señalar que al introducir el término de "competencia social' en un buscador como Google
aparecen aproximadamente 26.600 referencias en castellano y 399.000 en inglés (social
competence).
Del mismo modo, cada vez es más extensa la lista de jornadas, encuentros o
congresos cuya temática está relacionada con la educación para la convivencia: 1
Encuentro europeo sobre el desarrollo de la convivencia en centros educativos (junio
1998, organizado por el MEC), XIV Jornadas sobre educación cuyo tema fue la violencia
en el ámbito escolar (1997, organizadas por el Departamento de Educación de la Junta
Municipal del Distrito de la Latina), The Council of Europe: bullying in schools (1992,
Solenica), Jornadas por la convivencia y la tolerancia (por UGT en 1997), jornadas sobre
habilidades sociales. La competencia personal y social: presente y futuro (Universidad de
Valladolid, 2002), entre otras. También se ve un mayor interés en los informes y estudios
realizados por ejemplo por el Instituto de la Juventud (INJUVE), el Defensor del Menor,
el Defensor del Pueblo, el MEC, los departamentos de educación de las comunidades
autónomas y de las universidades y diversos centros escolares y organizaciones.
Para ello, creemos que es fundamental describir el papel que juega el niño como
protagonista de su aprendizaje social. Un aprendizaje que debe ser integral y que, por
tanto, debe contemplar no sólo sus características conductuales sino también cognitivas y
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afectivas.
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En el segundo y tercer capítulo la aproximación al concepto de competencia social se
realiza, ya no desde su definición, sino desde la enumeración de los principales
componentes o factores implicados en su desarrollo: internos o personales (variables
conductuales, cognitivas y afectivas) y externos (la influencia de los distintos agentes de
socialización: padres, profesores, iguales y medios de comunicación). En el segundo
capítulo se abordarán los factores internos, mientras que el foco de interés del tercero
será el papel de los agentes de socialización. Esta distinción se realiza por necesidad
didáctica, para su estudio, porque en la realidad resulta complicada la disección, dada la
gran interrelación de las variables.
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Para finalizar el trabajo, se exponen unas reflexiones finales, que vuelven a retomar el
tema aquí planteado: la necesidad de formar a las personas para que aprendan a convivir.
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i.i. Introducción
A pesar de ello, durante mucho tiempo, los trabajos, especialmente los de los
psicólogos, han considerado el carácter social de la actividad humana y del desarrollo
psicológico como un presupuesto teórico, como algo importante pero que ha quedado en
segundo plano en las investigaciones, a excepción de los trabajos prácticos de los
psicólogos sociales. Así, en general, han procedido "como si el conocimiento, el
desarrollo o la actividad psicológica en su conjunto se produjeran de forma puramente
individual, y los otros, o la sociedad, no fueran más que una sombra en el fondo del
escenario" (Delval, 1989: 246).
En los últimos años, sin embargo, en las investigaciones de corte psicoeducativo más
recientes, el interés por el estudio de la interdependencia y de las relaciones entre las
personas está teniendo su reflejo en la profusión de literatura especializada en temas
como la sociabilidad, la agresión, el altruismo, la percepción, cognición y procesos de
atribución social, la relación entre la persona y la sociedad, los estereotipos, las
emociones como el amor, la amistad, los procesos de grupo, la aceptación de los iguales,
la adaptación social y las habilidades sociales, entre otros. También puede constatarse
que existe un número considerable de libros de "autoayuda" sobre esta temática. No es
difícil encontrar en las librerías textos que lleven títulos del estilo de "30 pasos para hacer
amigos", "Cómo mejorar las relaciones con tus padres, con tus amigos, con tus hijos...".
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La publicación de estas obras indica que se trata de cuestiones muy cotidianas, que nos
afectan e interesan.
A pesar del creciente interés despertado por el tema de la competencia social, los teóricos
no se han puesto de acuerdo en cómo conceptualizarla porque es algo muy complejo, al
igual que lo son las situaciones sociales (García, 1995). La conducta competente
socialmente no es un rasgo unitario ni generalizado, está determinada situacionalmente
(Paula, 2000). No existe, por tanto, una definición universalmente aceptada de
competencia social (Monjas, 1999). Algunos la definen en términos de conductas
específicas mientras que otros enfatizan la importancia de variables cognitivas y afectivas
en su configuración. Esta falta de acuerdo se debe principalmente a que no se han
definido claramente los componentes de este constructo y la influencia de los factores
contextuales (una conducta puede ser competente en una situación pero no en otra),
objetivo de los próximos capítulos. Además, esta falta de acuerdo se debe también a los
cambios que ha ido experimentando dicha terminología con el paso de los años y al tema
objeto de análisis.
Los estudios recogidos por Caballo (1993), Merrell y Gimpel (1998), Paula (2000) y
Vallés y Vallés (1996) remontan los orígenes de esta área de investigación a los trabajos
realizados en los años treinta por distintos autores, por ejemplo Moreno (1934) y Piaget
(véase por ejemplo Piaget, 1987, traducción de su obra original de 1932), que avanzaron
en el estudio de la conducta social de los niños y en el uso de la medida sociométrica, así
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como a los estudios sobre la socialización infantil (véase revisión de Paula, 2000), la
inteligencia social y la incompetencia social en personas con deficiencia mental (García
Sáiz y Gil, 1 992).
Dicha preocupación prosigue en los años setenta y aparecen los primeros programas,
como el del aprendizaje estructurado de Goldstein (1973), destinados a reducir el déficit
en habilidades sociales. A partir de entonces, en los ochenta y noventa, continúa
publicándose una abundante literatura en torno al comportamiento y desarrollo social de
los niños. Lo más significativo de estos años es que el foco de interés de las
investigaciones es la evaluación y la intervención. Progresivamente, el enfoque de estos
trabajos va siendo menos remedial y más educativo, dirigido a todos los alumnos y
centrado en el papel del profesor como agente imprescindible en la aplicación de los
programas (Michelson, Sugai, Wood y Kazdin, 1987; Palmer, 1991; Richardson, 1996;
Richardson y Evans, 1997; por citar algunos).
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Esta evolución conceptual y la diversidad de opiniones ponen de manifiesto la
existencia de distintas concepciones psicopedagógicas sobre el origen y el desarrollo de
las habilidades interpersonales (De la Caba, 2002; García Sáiz y Gil, 1992):
-La terapia de conducta proporciona un marco útil para el análisis funcional del
comportamiento social y un conjunto de técnicas de entrenamiento y enseñanza de
las habilidades sociales.
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Retomando el apartado anterior, pueden distinguirse diferentes orígenes y enfoques en
los trabajos sobre esta área de investigación (Norteamérica, más centrada en la psicología
clínica y en la asertividad, y Europa, más centrada en la formación de amistades y en la
atracción interpersonal). Este hecho ha contribuido a crear una gran confusión
terminológica y conceptual (Caballo, 1993; García Sáiz y Gil, 1992). Así, puede
observarse cómo, además del contenido objeto de estudio, la terminología empleada
también ha sufrido una evolución.
Se han empleado muchas expresiones para abordar el tema de las relaciones sociales:
inteligencia social, competencia social, competencia personal, asertividad, habilidades
sociales, comportamiento adaptativo, habilidades o relaciones interpersonales, habilidades
democráticas, habilidades ciudadanas, entre otras. Específicamente, en el ámbito
educativo son tres las expresiones que rivalizan con mayor frecuencia: competencia
social, habilidades sociales y asertividad (Vallés y Vallés, 1996). Los primeros trabajos
que abordaron estas cuestiones se centraron en la conducta social y no emplearon estos
términos. Posteriormente, se empezó a utilizar con frecuencia el término "asertividad o
conducta asertiva" que fue equiparado, en los años setenta, al de "habilidades sociales".
Estos conceptos, así como los de entrenamiento asertivo y entrenamiento en habilidades
sociales, son eminentemente conductuales y considerados en un primer momento como
sinónimos de competencia social (Michelson et al., 1987). Pero posteriormente van
diferenciándose, como puede observarse en el conocido artículo de McFall (1982), y se
va prestando atención a otros aspectos cognitivos y afectivos, gracias al desarrollo de
algunas líneas de investigación que abordan temas como los de la inteligencia social o la
inteligencia emocional.
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Figura 1.1. Representación gráfica de los conceptos de asertividad, habilidades sociales y
competencia social.
1.3.1. Asertividad
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término asertividad como un componente de las habilidades sociales, una habilidad social
específica (habilidad de autoafirmación, de defensa de los propios derechos, opiniones y
sentimientos, sin negar los derechos y opiniones de los otros: Monjas, 1999; Paula, 1998
y 2000). Por consiguiente, mientras que algunos programas de habilidades sociales
incluyen la asertividad como una unidad concreta, otros la trabajan en todas las
habilidades como punto de equilibrio entre la respuesta agresiva y la pasiva. García y
Magaz (2000a) distinguen entre "auto-asertividad" (defensa de los propios derechos y
opiniones) y "hetero-asertividad" (respeto de los derechos y opiniones de los demás).
Esta diferenciación les lleva a distinguir no sólo entre comportamiento asertivo (equilibrio
entre auto-asertividad y hetero-asertividad), pasivo (que para ellos supondría elevada
hetero-asertividad y baja auto asertividad) y agresivo (alta auto-asertividad y baja hetero-
asertividad), sino que añaden un cuarto estilo de relación: pasivo-agresivo (escasa auto-
asertividad y hetero-asertividad).
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última es la terminología empleada en la mayor parte de los casos.
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social hace referencia a la posesión y uso de la habilidad, de la pericia para integrar
pensamiento, sentimiento y comportamiento.
Para poder ajustar la conducta a los requerimientos del medio social y a las metas u
objetivos que se desea conseguir en una determinada situación, se hace imprescindible
dominar también las habilidades cognitivas para identificar las características de la
situación, de las personas con las que se interactúa, así como las habilidades afectivas
que permitan actuar de un modo acorde a lo que se espera. La competencia social, por
tanto, no conlleva sólo un conjunto de habilidades comportamentales sino que supone
también ser capaz de percibir y entender correctamente las situaciones interpersonales y
de saber y querer poner en práctica dichas habilidades. Además es muy importante que la
persona esté inmersa en un entorno que ofrezca oportunidades favorables para
interactuar, que no sufra bloqueos afectivos y que sea capaz de autocontrolarse.
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Como han apuntado García (1995), McFall (1982) y Vallés y Vallés (1996), las
habilidades sociales pueden considerarse un conjunto de conductas observables
(moleculares) en la interacción social, por ejemplo sonreír, mientras que la competencia
social presupone otros componentes complejos y globales (molares), no directamente
observables, por ejemplo la habilidad para tomar decisiones sobre cuándo mostrar
determinada conducta social.
Todo esto supone que no basta con ser hábil, con conocer determinadas conductas y
destrezas, sino que es necesario saber cómo, cuándo y en qué situaciones emplearlas.
Una persona puede tener en su repertorio unas determinadas habilidades sociales pero,
para que su actuación sea competente, ha de ponerlas en juego en la situación específica.
Por ejemplo, en un programa de habilidades sociales se le puede enseñar a un niño
extremadamente tímido a sonreír pero, para que su comportamiento sea juzgado como
competente, debe comprender también que no es adecuado hacerlo en todas las
situaciones y contextos. Del mismo modo, la asertividad debe "ser ponderada entre la
expresión de las propias necesidades y los objetivos y las normas sociales que regulan la
aserción" (Trianes y Fernández Figarés, 2001: 165) porque lo que en un contexto puede
ser asertivo en otro requiere una conducta distinta. Por ejemplo, si van a robar a una
persona, quizá sea más prudente quedarse callado y no defenderse.
Esto implicaría ser flexible y capaz de percibir la situación y los sentimientos del otro,
ser capaz de autocontrolarse y de empatizar con él. Significa, por tanto, ser capaz de
analizar y percibir las situaciones sociales y las distintas características de los contextos.
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intencional, para conseguir un objetivo de aprendizaje en un contexto definido por unas
condiciones específicas (p. 54). Siguiendo esta argumentación, las habilidades sociales
podrían entenderse como técnicas y procedimientos de actuación que pueden ser
repetidos de forma irreflexiva y automática, sin orientarse realmente a ningún fin. Una
habilidad es una rutina concreta que forma parte de una estrategia más amplia. Por su
parte, la competencia social vendría a asimilarse a un plan de acción intencional dirigido
hacia el logro de unos objetivos o metas orientadas a la consecución del éxito en tareas
sociales (Trianes, De la Morena y Muñoz, 1999).
A lo largo de este apartado vamos a reflexionar en torno a los principales motivos que
nos llevan a considerar el tema de la competencia social (o, en líneas más generales, de
las relaciones interpersonales y del proceso de socialización) como un campo de
investigación y desarrollo fructífero ("uno de los más productivos desde los años 80":
Trianes, Sánchez y Muñoz, 2001) y necesario si se quiere educar y formar a las personas
de manera integral y contribuir a su crecimiento, maduración y bienestar.
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Figura 1.2. Razones que justifican el auge de los estudios en competencia social.
Este interés es muy razonable si se tiene en cuenta que las personas pasan la mayor parte
del tiempo en interacción con otros. Gran parte de sus experiencias más significativas
incluyen o dependen de las relaciones con los demás. Asimismo, las personas pueden
desarrollar su potencial solamente dentro de una comunidad. La participación en
cualquier comunidad requiere conocimiento y entendimiento de sus normas, reglas y
valores, así como el manejo de las habilidades necesarias para interactuar con los demás.
De modo que la competencia social y el mantenimiento de adecuadas relaciones
interpersonales con los otros afectan al aprendizaje de las bases de la propia cultura.
Desde este punto de vista, el niño es un ser preorientado socialmente, que sólo puede
resolver sus necesidades y crecer como persona en la sociedad. Es decir, "necesita de los
demás para desarrollarse, crecer y madurar, en definitiva, para alcanzar el estatus de
persona autónoma; el hombre es por naturaleza un ser en relación que necesita de la
interacción con los otros para sacar a la luz lo mejor de sí mismo" (Muñoz 1997: 227).
En otras palabras "no hay yo sin tú. Una persona sola no existe como persona, porque ni
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siquiera llegaría a reconocerse como tal. El conocimiento de la propia identidad, la
conciencia de uno mismo, sólo se alcanza mediante la intersubjetividad" (Yepes, 1997:
82). "La soledad del eremita no significa ausencia de esa raíz, sino voluntad de apartarse,
que es posible gracias a que previamente se tiene" (Gimeno Sacristán, 2001: 19).
Algunos autores (Díaz-Aguado, 2003) se han centrado en estudiar, desde una dimensión
crítica, los problemas que presenta la sociedad actual, describiéndola como débil,
desconfiada ante las instituciones, relativista en lo moral y radicalmente individualista.
Por su parte, la escuela se ha dejado influir por una cultura centrada casi
exclusivamente en los saberes y conocimientos teóricos y en la promoción de la
competitividad y el individualismo. Además, frente a las nuevas demandas sociales que
reivindican una mayor atención al desarrollo sociomoral y a las relaciones interpersonales
en la escuela, se encuentra desbordada a causa de la falta de apoyo de otras instituciones
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como la familia o de la falta de preparación de sus profesores en torno a estas cuestiones.
Asimismo, debe atender a una situación nueva, la de acoger a niños cada vez más
pequeños y mayores, al adelantarse, por un lado, la edad de ingreso y al aumentar los
años de escolaridad obligatoria, por el otro; también debe atender a niños de poblaciones
marginales e integrar a alumnos con minusvalías que, anteriormente, eran atendidos en
otras instituciones educativas y/o asistenciales. Muchas de las dificultades de estos niños
están relacionadas con una falta de adaptación y de competencia social (Monjas, 1999).
Estos problemas no han sido solucionados por los nuevos agentes de socialización, los
medios masivos de comunicación y, en especial, la televisión, dado que no han sido
diseñados como agencias encargadas de la formación moral y cultural de las personas. Al
contrario, su diseño y evolución suponen que dicha formación ya está adquirida
(Tedesco, 1995).
A todo esto debe añadirse la alarma social generada ante casos de violencia, el
racismo o el acoso entre compañeros dentro del contexto escolar, así como ante el
aumento de casos de depresión o tristeza que llenan las consultas de los psicólogos y
psiquiatras, casos que, en general, reclaman una mayor atención a la promoción de unas
adecuadas relaciones interpersonales.
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constitutiva del individuo, como vía de expansión del propio yo" (González Torres, 2001:
46).
En este sentido, Iriarte (2001: 109) reivindica la necesidad de "coexistencia (una sola
mirada para lo propio y lo ajeno)". Es decir, se alude a la necesidad de que cada persona
llegue a ser individuo distinto y, a la vez, solidario. Se trata de buscar una
complementariedad, de forma que el individualismo no signifique independencia al
margen de los demás, ni la solidaridad suponga dependencia total o anulación personal.
Un claro ejemplo de este tipo de armonía y articulación entre el "yo" y "los otros" lo
encontraron Colby y Damon (1992) en un estudio que realizaron con 23 personas
ejemplares desde el punto de vista moral (moral exemplars). Estas personas mostraban
altos niveles de integración entre las metas personales y las morales (la preocupación por
el bienestar de los otros y el compromiso con el bien común).
Por consiguiente, el sistema educativo debe asumir que su tarea es llevar a cabo de
forma consciente y sistemática la construcción de las bases de la personalidad de las
nuevas generaciones. En este sentido, parece que una de las pistas más prometedoras de
trabajo para la escuela es la que tiene que ver justamente con la convivencia, con las
relaciones cara a cara. En esta línea es en la que se enmarca nuestra investigación.
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descuidados. Buena muestra de ello es el libro Inteligencia emocional (Goleman, 1996) o
Inteligencia social (Goleman, 2006). En la primera obra, de gran difusión, se recogen, en
un lenguaje muy asequible, toda una serie de concienzudos trabajos que realizaron, y
continúan realizando, autores como Salovey y Mayer (1990), entre otros, que describen
cómo el cociente intelectual (CI) no predice por sí solo el éxito en la vida.
La inteligencia fue considerada durante mucho tiempo una facultad general que se
reflejaba en la capacidad de una persona para resolver problemas abstractos de lenguaje
y matemáticas. Convencionalmente, se contemplaban casi exclusivamente aquellos
factores más ligados a la resolución de problemas y al éxito académico, olvidando atender
a otros aspectos como el desarrollo personal, social y moral de los alumnos. Pero, a
partir de trabajos como los de Sternberg, en los que desarrolla su "teoría triárquica de la
inteligencia" (1985) y su interés por la inteligencia práctica y exitosa, y a partir de la obra
de Gardner de 1983, comienza a apreciarse un cambio en la investigación sobre la
inteligencia y en la elaboración de programas de intervención. Empieza a subrayarse la
necesidad de adoptar una concepción más amplia y plural de la inteligencia que tenga en
cuenta los entornos reales, relevantes para la vida cotidiana.
Esta aportación de Gardner ha sido recogida también por otros autores que, para
denominar a este tipo de inteligencia personal, han empleado términos como "inteligencia
práctica' e "inteligencia social' (Merrell y Gimpel, 1998; Salovey y Mayer, 1990),
"competencia socioemocional" (Eisenberg, 1992) y, especialmente hoy día, la ya men
cionada "inteligencia emocional". Por otro lado, diversas expresiones, aunque con
matices diferentes, hacen referencia a la formación en estas cuestiones: "desarrollo
afectivo y social" (López, Etxebarria, Fuentes y Ortiz, 1999), "desarrollo sociopersonal"
(Borrego, 1992), "ajuste socioemocional" (Asher y Rose, 1997), "aprendizaje social y
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emocional" (Elias, Bruene-Butler, Blum y Schuyler, 1997; organización CASEL:
Collaborative for to Advance Social and Emotional Learning: <www.casel.org>),
"educación social" o "educación afectiva' (De la Caba, 2002).
Goleman (1996) recogió gran parte de estos estudios, ejemplificándolos con casos
concretos, y reorganizó sus componentes en cinco:
Esta clasificación, aunque puede no ser la más rigurosa, permite ver rápidamente
cómo en ella se incluyen tanto la competencia intrapersonal como la interpersonal,
referida ésta especialmente a los dos últimos aspectos y foco de interés esencial del
presente trabajo (bajo el término "competencia social'). No obstante, ambas se relacionan
ya que para promover relaciones empáticas y socialmente habilidosas es necesario
conocer y controlar las propias emociones.
A grandes rasgos, puede afirmarse (Asher y Rose, 1997; Inglés, 2003; Monjas, 1999)
que la incompetencia social se relaciona con:
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-Escasa aceptación, rechazo, ignorancia o aislamiento social por parte de los iguales.
Parece que los niños poco aceptados y sin amigos experimentan consecuencias
emocionales negativas, pierden oportunidades para conocerse a sí mismos y
conocer a los demás, para empatizar, para colaborar, cooperar y negociar, para
aprender a autocontrolar y autorregular la propia conducta, para experimentar el
compañerismo y el apoyo emocional, para desarrollarse moralmente y aprender
valores en las interacciones con otras personas. Además, es probable que muestren
baja autoestima, locus de control externo (consideran que no tienen control sobre
lo que ocurre), ansiedad, depresión, soledad y tristeza.
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falta de competencia interpersonal. Agrupando los descritos por Caballo (1993); Inglés
(2003); Jiménez Hernández (2000), y Trianes et al. (1999) cabe citar:
-El retraimiento social: Trianes et al. (1999) consideran que un niño es retraído
cuando no responde a los requerimientos del medio social, es decir, no da
respuestas suficientes a las demandas de interacción de sus compañeros o de los
adultos. Por su parte, para Jiménez Hernández (2000) este término es general,
engloba varios comportamientos inadecuados por defecto como la inhibición
comportamental, la timidez, el aislamiento social, la insociabilidad, el miedo
escénico o la fobia social.
-La timidez: este término se reserva para la inhibición ante situaciones de naturaleza
social. Implica una inusual falta de interacción social, que proviene de un conflicto
de aproximación-evitación. Se define por una inhibición de la conducta social en
situaciones no familiares, generalmente por miedo a recibir una evaluación
negativa, mientras que la conducta en situaciones familiares suele ser normal. Se
pueden detectar casos donde los chicos con carácter tímido no tienen grandes
problemas para relacionarse, sobre todo si usan alguna estrategia para superar su
timidez, y casos más graves que muestran tener muchas dificultades a la hora de
interactuar con otros.
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-El miedo escénico indica temor a las posibles críticas y juicios desfavorables de los
demás, es una sensación intensa pero pasajera y limitada a situaciones y momentos
determinados y, por ello, no tiene mayor importancia.
-La insociabilidad: los niños insociables prefieren estar solos, tienen una baja
motivación de aproximación a los otros pero, en principio, no tienen ninguna
dificultad cuando quieren relacionarse.
Por otro lado, también se pueden incluir otros problemas que han sido denominados
de internalización (Eisenberg, Fabes y Losoya, 1997a; Merrell y Gimpel, 1998): la
depresión, la ansiedad y los problemas somáticos y físicos con un componente emocional
o psicológico. La falta de habilidades sociales es un componente de muchos de estos
problemas de internalización, especialmente de la depresión (Merrell y Gimpel, 1998).
42
situaciones en las que realmente no hace falta, que son miedosos e intentan evitar las
situaciones sociales, que no son capaces de expresar libremente sus pensamientos o, si lo
hacen, es de forma autoderrotista. Esto suele ser alimentado por creencias irracionales
sobre las relaciones sociales. Suelen preocuparse excesivamente de las evaluaciones de
los demás, esperando consecuencias poco favorables de sus actuaciones. Tienden
también a mantener una misma idea sin importarles las evidencias y tienen problemas
para usar estrategias adecuadas de solución de problemas sociales (Moraleda, 1998), no
tienen tantas dificultades en el conocimiento de las estrategias y formas de actuar como a
la hora de ponerlas en práctica. Se caracterizan, además, por una propensión a humores
negativos, ánimo alicaído y distracción (incapacidad para centrar la atención) y por el
excesivo control comportamental, especialmente en las niñas (Eisenberg et al., 1997a).
Los niños que presentan este tipo de problemáticas son menos detectados por sus
profesores y menos rechazados por sus iguales (normalmente se relacionan con el estatus
de ignorado) que los niños agresivos, ya que muchos de sus comportamientos no
constituyen conductas-problema (Arón y Milicic, 1996; Monjas, 1999). Pero estos niños
deben ser considerados un grupo de riesgo, en términos de desarrollo personal, porque su
conducta pasiva puede ser un problema desde el punto de vista del desarrollo emocional,
al sentir miedo o ansiedad a la hora iniciar relaciones interpersonales o presentar
psicopatología en la vida adulta (Michelson et al., 1987).
En el otro extremo del continuo se sitúan los problemas de inadaptación por exceso,
también denominados problemas de externalización, caracterizados no por la falta o
inhibición a la hora de interactuar, sino por una interacción inadecuada. Ejemplo de ello
son el comportamiento antisocial, la agresividad y violencia, la hiperactividad o el déficit
de atención y los desórdenes de conducta.
Los niños con estos problemas pueden mostrar reacciones positivas a los cumplidos
pero exhiben más expresiones faciales de hostilidad. Además, se oponen a la autoridad,
acosan y agreden a sus iguales y ven los problemas solamente desde su propia
43
perspectiva. Suelen mostrar conductas que son muy eficaces para conseguir sus
objetivos, pero casi nunca apropiadas y, a largo plazo, perniciosas ya que los demás
niños pueden acabar rechazándoles o evitándoles si generan sentimientos de odio,
venganza, frustración y humillación (Monjas, 1999). Tienen problemas de autocontrol
emocional, de procesamiento de la información y de conciencia o desarrollo moral,
mostrándose muy impulsivos y egocéntricos. Suelen hablar muy rápido y con un
volumen de voz muy alto, miran fijamente a la cara y adoptan una postura prepotente,
fruncen las cejas y la frente y se ponen rojos de rabia (Inglés, 2003: 56).
Tienden a considerarse superiores a los demás, más inteligentes, más mañosos, con
más cualidades. Esto puede empujarles a un afán de poder que irrita a los que les rodean.
Así, suelen parecer tozudos y tercos, agresivos, tienen bastante iniciativa personal y de
liderazgo pero muestran expectativas negativas sobre la relación y falta de habilidad en la
búsqueda de alternativas para solucionar los problemas (Moraleda, 1998). Estos niños
ignoran y violan los derechos o sentimientos de los demás y suelen ser descritos como
poco cooperativos, desobedientes, destructivos, disruptivos, buscan llamar la atención,
impopulares entre sus pares, aunque no se suelen sentir tan solos como los niños
inhibidos (Arón y Milicic, 1996; Monjas, 1999).
Pueden exhibir agresividad, bien porque les faltan algunas habilidades sociales
importantes o bien porque no son capaces de regular sus altos niveles de ira o agresión.
También hay niños que no manifiestan una agresividad explícita, física y directa sino
implícita, mostrándose tranquilos y reflexivos pero amenazando, menospreciando e
intimidando a los demás verbalmente y con su actitud de desprecio; son muy
dominantes, insensibles al castigo, provocan y desafían al adulto con su mirada y actitud
y suelen utilizar artimañas para enfrentar a sus compañeros y aislar al que no les gusta.
44
sociales no son sólo consecuencia sino también causa de una mayor inadaptación social
(Trianes et al., 1999) debido a que la persona marginada, violenta o delincuente pueden
tener menos oportunidades para aprender las normas y usos sociales que imperan en su
contexto.
Por lo general, los delincuentes puntúan más bajo en competencia social que los
adolescentes que no se comportan de modo antisocial. Walker y Stieber (1998), en un
estu dio realizado con ochenta niños en riesgo de problemas conductuales y que fueron
seguidos desde 1984, comprobaron cómo las clasificaciones de los profesores sobre la
falta de habilidades sociales de sus alumnos era un predictor significativo de los
comportamientos antisociales y de los arrestos policiales unos años después.
Una actitud agresiva puede formar parte del patrón de autoafirmación y defensa
personal (agresividad natural), siempre que incluya las habilidades necesarias para
resolver el conflicto de forma pactada y constructiva. Por otro lado, según Trianes et al.
(2001) puede distinguirse entre agresividad para conseguir un objetivo personal
(proactiva) y en respuesta a una agresión (reactiva); así como antisocial (falta de ajuste a
las normas).
45
gran confusión entre los conceptos de agresividad y violencia, que se consideran a
menudo sinónimos.
Por otra parte, resulta imprescindible estudiar la "otra cara de la moneda": los
beneficios del desarrollo de la competencia social, ya que está asociada con el ajuste
personal, escolar y social tanto a corto como a largo plazo. El desarrollo global del niño
está fuertemente relacionado con su socialización y los aprendizajes se realizan mediante
la interacción con otros niños y con los adultos (García, 1995).
46
-Relaciones adecuadas con los adultos.
-Salud mental.
Por ello, educar a los niños para que sean competentes socialmente implica no sólo
corregir los problemas sino fomentar comportamientos y relaciones cooperativas,
prosociales y altruistas. Además, debido al enfoque psicopedagógico de este trabajo, hay
que señalar que gracias a la competencia social también se puede mejorar la motivación
hacia la escuela y la competencia académica. A continuación se pasa a analizar estos
beneficios de la competencia social.
Es muy importante educar a los niños para que busquen sus propias metas, al mismo
tiempo que aumenta su interés y preocupación por los demás.
47
Esto es básico porque las conductas antisociales (por ejemplo, violentas), desde una
perspectiva moral, son lo contrario de las prosociales; por ello, un modo de prevenirlas es
fomentando relaciones interpersonales positivas, conductas prosociales, solidarias y
cooperativas. Sin embargo, hasta los años setenta los investigadores se centraron en el
primer aspecto (prevenir la conducta violenta) y no prestaron mucha atención al segundo
(fomento de la conducta prosocial), quizá porque se preocupaban más por las claras
consecuencias de la violencia. A partir de ese momento empezaron a preguntarse
¿cuándo ayudan las personas?, ¿por qué motivos?, ¿por qué hay algunas que no lo
hacen?
48
general, es decir la "conducta social positiva' (Garaigordobil, 2000), incluyendo las
distintas motivaciones (interés por los demás y autointerés). De hecho, que una persona
busque satisfacer sus propias necesidades puede ser compatible con la búsqueda del bien
de los demás. Se debe evitar el egoísmo independiente pero también el riesgo de
preocuparse por agradar a otras personas a costa del propio bienestar. Se debe combinar
la ayuda con la asertividad y la defensa de lo propio porque hay niños que no son
aceptados por sus iguales a pesar de estar siempre ayudando; muy al contrario, los demás
se aprovechan de ellos. Las personas no están continuamente ayudando y
comprometiéndose con los demás (aunque determinadas circunstancias les impulsen a
ello), sino que se trata más bien de una forma de estar, de ser, de comportarse.
Una vez definida la conducta prosocial, otra pregunta clave a la que intentan dar
respuesta las investigaciones mencionadas en el presente apartado y otras como las de
Eberly y Montemayor (1998), entre otras, es: ¿qué factores estimulan o favorecen ese
modo de comportarse en favor de los demás? Contestando a esta cuestión podemos
afirmar que los principales motores de la conducta prosocial serían los siguientes:
-La herencia: parece existir cierta predisposición biológica en los seres humanos a
comportarse de forma prosocial y a preocuparse los unos por los otros. No
obstante, el papel jugado por el ambiente y el mundo social que rodea al niño es
imprescindible.
-Algunos rasgos de la personalidad: por ejemplo, los niños con facilidad para
expresar sentimientos, sobre todo positivos, tienden a llevar a cabo más conductas
espontáneas de ayuda. Sin embargo, autores como Batson (1991) destacan la
inconsistencia de los resultados y la necesidad de más investigación en este
sentido.
-La edad: en general, a medida que aumenta la edad, también suelen hacerlo las
conductas prosociales, probablemente debido al desarrollo de la capacidad de toma
de perspectiva, de empatía y por la exposición a experiencias de socialización que
refuerzan este tipo de respuestas. Las conductas prosociales, en un primer
momento, aparecen ligadas a personas y situaciones que son familiares y
evidentes, responden normalmente a las presiones de los adultos o de los iguales
("si no me dejas eso..."). A medida que el niño o la niña va madurando, esas
conductas se van haciendo extensivas a otras situaciones y personas menos
49
familiares y que requieren un mayor componente de autosacrificio.
-Otros factores como el tipo de situación (por ejemplo, si hay observadores que
también pueden ayudar o la situación es ambigua, la conducta de ayuda suele
disminuir), la necesidad (es más probable que se ayude a alguien que claramente se
beneficiará de la ayuda), la personalidad y la conducta de la persona que necesita
ayuda (los niños prefieren ayudar a las personas que conocen y que son
importantes en su vida), así como el estado psicológico, la experiencia y el coste
percibido por la persona que ayuda, se presentan como variables que pueden
motivar la aparición de este tipo de conductas.
50
Concretamente, a modo de ejemplo, puede citarse una investigación muy interesante
llevada a cabo por López, Apodaca, Etxebarria, Fuentes y Ortiz (1998), con niños entre
4 y 5 años, con la intención de evaluar la empatía, la toma de perspectiva y la calidad del
apego como variables predictoras de la conducta prosocial. Para medir la conducta
prosocial se pasó un cuestionario a los profesores, sociogramas sobre la opinión de los
iguales acerca de si los compañeros ayudaban o no, y se observó la conducta de los niños
durante el recreo considerando cuatro tipo de conductas prosociales (consuelo, defensa,
ayuda y donación) y cuatro agresivas (ataque, amenaza de ataque, apropiación, ruptura o
derribo de objetos o juegos y burla).
La empatía y la seguridad del apego se presentaron como las variables más potentes
para predecir la conducta prosocial. Las niñas presentaron una proporción
significativamente mayor de conductas prosociales y los niños de agresivas. Los
compañeros también percibieron como más prosociales a las niñas, a diferencia de los
profesores, que no hacían distinciones. Los autores se plantean que esto último puede ser
debido a que las categorías consideradas para medir la conducta prosocial favorecen a las
niñas, pero que los maestros tienden a exigirles a éstas una mayor tasa de conductas
prosociales para juzgarlas al mismo nivel que a los niños. No obstante, no se encontraron
diferencias de género en las variables predictoras, especialmente en la empatía, a pesar
de que la literatura específica sobre estos temas suele indicar lo contrario (ver capítulo
dos).
Por ello, queremos defender, al igual que Eisenberg et al. (1997b), Trianes y
Fernández-Figarés (2001), que la conducta prosocial es un componente importante del
funcionamiento social. Los niños considerados prosociales muestran buena capacidad
para acercarse a los otros, aceptarles sin intenciones posesivas, comprenderles y
empatizar con ellos. Respetan las normas de convivencia del grupo, suelen cooperar, se
51
muestran seguros y autoconfiados en las relaciones, atienden a las necesidades de los
demás, manifiestan percepciones y expectativas positivas sobre la relación social y son
habilidosos con el uso de estrategias de solución de problemas (Moraleda, 1998). Por
otro lado, los niños más competentes socialmente tienen más oportunidades de
relacionarse con otros y de aprender modelos y actitudes que invitan al compañerismo, a
la solidaridad, al altruismo y a la apertura al otro.
Por todo lo expuesto, se puede afirmar que es muy relevante tener en cuenta este
tema dentro del contexto escolar, ya que en una sociedad democrática avanzada, que
lucha directamente contra la insolidaridad, el egoísmo, la "cultura del pelotazo", las
actitudes de racismo y los comportamientos inhumanos, no puede dejarse "al azar" la
cuestión de la ayuda, la cooperación y la solidaridad, esperando que se desarrollen sin el
concurso de la educación (Muñoz, Trianes y Jiménez, 1994: 65). Además, con ello se
incrementa la interdependencia de los miembros del grupo, la probabilidad de resolver
conflictos, se facilita la comunicación, el compromiso, la solidaridad y la responsabilidad
y se ayuda a prevenir problemas interpersonales de agresividad, exclusión social, racismo
o aislamiento. Por tanto, un gran objetivo a perseguir sería colocar al profesor en una
situación óptima para que sea capaz de promover un entorno facilitador del desarrollo
social y permita la solución creativa de problemas y la adopción de actitudes de
colaboración social en sus alumnos. Posteriormente, es deseable que los alumnos
desarrollen estas conductas en sus comunidades, cuestión esencial si se tiene en cuenta
que la sociedad democrática asienta parte de sus bases estructurales en la solidaridad y la
cooperación (Trianes, 1996), elementos básicos de las relaciones interpersonales (Trianes
et al., 1999).
52
de clase (Wentzel, 1999). Los deseos de los alumnos por lograr resultados socialmente
valorados en la clase, incluyendo el éxito académico, podrían estar influidos, afirma
Wentzel, por las primeras experiencias sociales, por el afán de formar apegos
interpersonales y de sentirse parte del grupo. Así, los estudiantes que perciben que en sus
clases predomina un clima de apoyo social es más probable que busquen las metas que
son valoradas en ese contexto. Por ello, el establecimiento de unas relaciones positivas en
la escuela puede promover la motivación y la adaptación a ésta.
Los niños que mantienen buenas relaciones con los compañeros y que ven a sus
amigos como fuente de valoración, refuerzo y ayuda suelen sentirse más cómodos en la
escuela, desarrollan percepciones positivas de sus iguales y aprovechan mejor las
oportunidades que se les presentan. La aceptación del grupo puede proporcionar al niño
una sensación de inclusión y pertenencia a la clase; por el contrario, los niños que
experimentan el rechazo de sus iguales suelen desarrollar actitudes negativas hacia la
escuela, lo cual les inhibe en su exploración y desarrollo, así como opiniones menos
positivas sobre la vida de clase actual y menores expectativas de cambio (Baéz de la Fe y
Jiménez, 1994). Además, los niños, especialmente los adolescentes, desarrollan más
actitudes positivas y motivación hacia la escuela cuando la calidad de sus amistades es
alta (Berndt y Keefe, 1996), están integrados en redes sociales más amplias (grupos de
iguales) y no son víctimas del acoso de sus compañeros.
En contraposición, los niños que son víctimas de las agresiones continuas de sus
iguales pueden experimentar sentimientos de soledad, disgusto, falta de motivación hacia
la escuela, escaso funcionamiento académico, deseos de evitar el contexto en el que se
produce la relación abusiva, miedo y desconfianza hacia los iguales (Schwartz,
Hopmeyer, Nakamoto y Toblin, 2005). El número de amigos que el niño tiene en clase y
la aceptación por parte de los iguales en este contexto están fuertemente relacionados con
el trabajo y compromiso escolar.
Del mismo modo, tener una figura adulta de apoyo dentro de la escuela (y fuera de
ella: los padres) puede fomentar una aclimatación e integración adecuada, mientras que
una relación estresante profesor-alumno puede ser un obstáculo para un buen ajuste a la
escuela, es decir, el niño podría desarrollar percepciones negativas hacia ésta, falta de
experiencia afectiva, de inclusión y compromiso y bajo logro académico. Por otro lado,
los niños que no son competentes socialmente pueden recibir un feedback más negativo
de los profesores y suelen ser ignorados más a menudo cuando intentan iniciar una
53
interacción social con el maestro que los niños competentes socialmente. En la medida en
que los profesores satisfagan las necesidades psicológicas básicas de los estudiantes
(autonomía, pertenencia o conexión afectiva y competencia según Deci y Ryan), se
promueve un adecuado logro y unas buenas relaciones con los iguales. Y a la inversa, si
éstas no se satisfacen es más probable que aparezcan problemas académicos y sociales
(Roeser y Eccles, 1998). Los alumnos en este estudio de Roeser y Eccles se vinculaban
más a la escuela si percibían que el ambiente no era muy competitivo, que tenían voz y
podían hacer elecciones y que los profesores se preocupaban por ellos y los respetaban.
Los estudiantes tienden a percibir a profesores e iguales como fuentes de distinto tipo
de experiencias y apoyo. El apoyo percibido de los profesores es un importante
motivador de la conducta responsable, relacionado significativamente con el rendimiento
académico. Los profesores principalmente proporcionan oportunidades que favorecen la
comunicación, la toma autónoma de decisiones y el cumplimiento de normas, es decir,
muestran un estilo educativo democrático. Sin embargo, los iguales principalmente son
fuente de compañía y apoyo emocional (Wentzel, 2005).
54
personales de los alumnos como los contextos).
A modo de resumen, y antes de pasar a enumerar una última razón que explica el
aumento de estudios sobre la competencia social, presentamos una figura con las
repercusiones del éxito o fracaso en el área interpersonal:
55
Por supuesto, uno de los principales ámbitos de aplicación es el de la escuela
(Álvarez, Álvarez-Monteserín, Cañas, Jiménez y Petit, 1990; Arón y Milicic, 1996;
Merrell y Gimpel, 1998; Michelson et al., 1987; Palmer, 1991; Richardson, 1996;
Richardson y Evans, 1997; Segura, Mesa y Arcas, 1997; Trianes, 1996; Trianes y
Fernández-Figarés, 2001; Vallés, 1994 y 1995; Vallés y Vallés, 1996). Éste es el campo
de estudio en el que vamos a centrarnos y, por ello, queremos señalar la relevancia de las
habilidades sociales, tanto del profesor como del alumnado, que favorecen la
comunicación, un mayor respeto y la búsqueda de soluciones a los conflictos, evitando
que éstos acaben dañando las relaciones de convivencia entre profesores, profesores y
alumnos y alumnos entre sí. Al profesor le permiten dirigir la clase con más confianza,
desempeñar su función de educador más relajadamente y con una mayor calidad, al
disponer de más recursos para acercarse a los estudiantes y favorecer un clima de aula
propicio para aprender. Pero, además de corregir los problemas, estos programas
permiten que la escuela cumpla con una función esencial: educar para la vida. Esto
supone facilitar a los alumnos los instrumentos necesarios para que sean capaces de tener
una buena autoestima, de tomar decisiones responsables, de relacionarse positivamente
con los demás y de resolver los conflictos de forma positiva (Callejón, 2001).
Los avatares históricos, los problemas que preocupan a los ciudadanos, las
consecuencias derivadas del desarrollo de la competencia social, la "predisposición" que
tenemos, como seres humanos, a relacionarnos y convivir con los demás, así como el
caudal de investigaciones que, especialmente a partir de la década de los sesenta y la de
los setenta, han ido apareciendo en el mundo científico, nos motiva a seguir
profundizando en esta área de estudio.
56
El objetivo de los siguientes capítulos será precisamente ahondar en estos
componentes de la competencia social: en el segundo capítulo, en los procesos internos
(variables conductuales, cognitivas y afectivas) y en el tercero, en los procesos externos
(el papel jugado por los padres, profesores e iguales que, además de ser jueces de la
conducta exhibida, son importantes agentes de socialización).
57
58
2.1. Introducción
Trabajar este tema supone abordar doblemente aquellas características que la persona
debe fomentar y aquellas situaciones que permiten, estimulan y proporcionan
59
oportunidades para relacionarse e interactuar. "La interacción entre factores personales y
situacionales se convierte en la clave explicativa de un comportamiento socialmente
hábil" (García Sáiz y Gil, 1992: 57).
Los principales factores internos (conductuales, cognitivos y afectivos) que van a ser
estudiados en este apartado quedan recogidos en el siguiente cuadro:
CUADRO 2.1
60
2.2. Variables conductuales
Autores como Paula (2000) distinguen entre habilidades más amplias (para cooperar y
compartir, para iniciar relaciones, habilidades comunicativas, habilidades relacionadas con
las emociones, de autoafirmación), subhabilidades más moleculares (iniciar, mantener y
terminar conversaciones, pedir y conceder favores, defender los propios derechos sin
violar los de los demás) y subhabilidades aún más concretas (mirar, sonreír, saludar). Es
61
decir, mientras que alguno de estos comportamientos puede ocurrir aisladamente, otros
consisten en una secuencia de conductas. Por ejemplo, iniciar una conversación podría
incluir: establecer contacto visual, esperar, decir algo apropiado o aceptar elfeedback de
otros participantes (Campbell y Siperstein, 1994). Por este motivo, aquí describiremos
varias de estas habilidades básicas (las enunciadas por Paula en segundo lugar) que,
unidas unas a otras, están en la base de muchas conductas sociales como hablar en
público, negociar o cooperar. Dado que es imposible abordar el amplio espectro de
habilidades, describiremos algunas que se sitúan en un punto intermedio y que permiten,
por un lado, tener en cuenta otras subhabilidades más concretas (mirar, sonreír) que se
configuran a menudo como pasos o prerrequisitos a trabajar y, por otro lado, sentar las
bases (junto con otras destrezas cognitivas y afectivas que veremos más adelante) de
habilidades más generales (negociación, comunicación).
Así, aunque progresivamente a partir de los años setenta y sobre todo de los ochenta
y noventa (Arón y Milicic, 1996), los investigadores han ido incorporando al estudio de
las habilidades sociales algunas habilidades cognitivas y afectivas (de resolución de
conflictos, de toma de decisiones o empatía), en la mayoría de los casos se refieren a
habilidades conductuales, a destrezas concretas, observables y operativas que pueden ser
aprendidas.
62
pertinentes, con valor funcional de refuerzo o de castigo, y producen en el receptor
efectos deseables o indeseables para él") e indirectas ("cogniciones: actitudes, valores...
que, actuando con valor funcional de respuesta en un primer eslabón del segmento de
conducta social, desempeñan una función de estímulo antecedente en el siguiente eslabón
del mismo segmento de interconductá'). Es decir, la respuesta instrumental (conductual)
es modulada por las cogniciones y emociones. En este apartado nos referiremos a esas
habilidades sociales conductuales (directas) para, posteriormente, pasar a estudiar las
indirectas (variables cognitivas y afectivas)
El aspecto que despierta una mayor unanimidad entre los autores hace referencia a
que las habilidades sociales son objeto de aprendizaje y, por lo tanto, de enseñanza, lo
cual justifica la existencia de programas e intervenciones específicas. Por ello, hay que
evitar poner etiquetas ("es así, un desastre") o recurrir a la herencia ("ha nacido así") que
invitan a pensar que la situación no puede cambiar.
La enseñanza de las habilidades sociales sigue las siguientes fases (Michelson et al.,
1987; Monjas, 1999; Saura, 1995):
-Evaluación inicial de las habilidades que el niño posee (ésta debe posibilitar el
análisis de necesidades y potenciar la prevención, no sólo la rehabilitación: tener en
cuenta las deficiencias y carencias así como las posibilidades y potencialidades de
cada persona [Paula, 2000]).
63
-Provisión de oportunidades para practicar (role play y práctica).
Muchos de estos diseños de intervención están basados en el modelo del déficit que
considera que a la persona le faltan ciertas habilidades que pueden ser enseñadas con la
consiguiente intervención psicoeducativa. Es decir, según el "modelo de déficit de
habilidad o de déficit en el repertorio conductual", los problemas de competencia social
se explican porque la persona no cuenta en su repertorio con las conductas y las
habilidades necesarias para actuar en una determinada situación interpersonal (Monjas,
1999: 34).
Además, atender sólo al modelo del déficit es insuficiente porque hay personas que,
aunque poseen las habilidades, se comportan de forma inadecuada al emplearlas con una
intención equivocada o sin conseguir los efectos deseados. Por ello, en este apartado se
realizarán unas breves reflexiones personales que intentan proporcionar una visión más
completa sobre la enseñanza de algunas habilidades sociales.
64
pormenorizar los pasos o situaciones específicas necesarias para su aprendizaje, como
para ejemplificar a qué nos estamos refiriendo con el término "habilidades sociales
conductuales" y para realizar algunos comentarios que nos han ido surgiendo al revisar
estos programas. De la misma forma, pueden generalizarse estas reflexiones al resto de
habilidades.
Hacer cumplidos consiste en decir algo positivo (sobre el aspecto de una persona, sobre
algo que ha realizado o dicho) o mostrar agradecimiento de una manera sincera. Impli ca
realizar expresiones en primera persona, mensajes sencillos y evitar los excesos, así como
mirar a los ojos, sonreír y utilizar un tono de voz adecuado. Por su parte, cuando se
recibe un cumplido se debe dar las gracias, no quitar importancia al elogio ni, por otro
lado, jactarse de ello.
Esta reciprocidad (dar y recibir reforzamiento social) ayuda a valorar a los demás, a
aumentar la propia popularidad, la implicación social y el rendimiento escolar, a equilibrar
las críticas y a aumentar la autoestima. Esta habilidad social es fundamental puesto que
las personas tienden, habitualmente, a prestar más atención a los aspectos negativos de
los demás, para criticarlos, que a los aspectos positivos, para reforzarlos (Caballo, 1993).
Una de las reflexiones que surgen cuando se observa cómo se trabaja esta habilidad
en los programas de intervención es si éstos tienen en cuenta el contexto, la forma y la
intención de los cumplidos porque lo deseable es que no resulten ridículos ni
innecesarios, que sean realizados con sinceridad, que no sean dichos exclusivamente
como una forma de obtener egoístamente un beneficio personal.
65
2.2.2. Hacer y recibir críticas
Los niños que son capaces de expresar quejas y críticas de forma constructiva,
explicando el motivo del problema y lo que sienten sin herir a la otra persona, es decir,
que son capaces de expresar "mensajes yo", asertivos, no acusatorios (De la Caba,
2002), se encuentran en mejores condiciones de verbalizar sus preocupaciones y de
rectificar las condiciones aversivas de su medio ambiente.
Los "mensajes yo" son aquellos cuyo foco de atención es el yo y no el tú: "cuando...
(situación), me siento... (sentimiento) porque... (razón). Por eso, me gustaría...
(necesidad o deseo)". Se deben evitar los "mensajes tú" del estilo "eres un...".
Expresar quejas sirve para eliminar o reducir la irritación y la ansiedad, para dar
información a otra persona sobre comportamientos inadecuados y, además, las personas
que saben expresar quejas de forma verbal y organizada son más objetivas y razonables
cuando reciben quejas de los demás. Al realizar una crítica, conviene comenzar con una
frase agradable, después decir claramente lo que molesta, expresando los propios
sentimientos en primera persona, estableciendo el contacto visual y con una expresión
facial seria pero relajada; también es necesario no embalarse, respetar el turno de palabra
y agradecer el cambio cuando éste se produce. Por otro lado, responder adecuadamente
a quien formula una crítica justa permite cambiar de conducta si se está equivocado, sin
que se produzcan actitudes agresivas de defensa. Si la crítica es injusta no se debe
menospreciar al otro, sino que, aunque uno se reafirme en lo que piensa, debe escuchar a
la otra persona (en Valle, 2003, se explican de forma muy detallada los pasos para
responder a las críticas tanto si son verdaderas como falsas).
66
Consiste en negarse, con buena educación, a peticiones inapropiadas o que no se quieren
hacer. Cuando una persona se niega a realizar una petición que considera inadecuada, da
a conocer a los demás lo que siente, evita que otros se aprovechen de ella, mejora su
autoestima, se siente bien porque no hace algo que no le gusta y es probable que, más
adelante, los demás no le pidan algo incorrecto, impropio. Es importante explicar por qué
se rechaza la petición, expresar los propios sentimientos, poner gesto serio pero no
agresivo y plantear alternativas, siempre que sea posible.
Pedir un favor significa solicitar a otra persona que haga algo. Si se pide un favor de
manera socialmente adecuada es más probable conseguirlo que si se realiza de forma
descortés o avasalladora. Recibir un favor conlleva la habilidad de agradecérselo a quien
lo ha hecho. Las personas que piden y conceden favores de manera hábil son vistas
como más cordiales, agradables y positivas.
Aquí, de nuevo, se debe tener precaución. No sólo hay que tener en cuenta el modelo
del déficit que atiende únicamente a los niños a los que les falta esta habilidad, porque
puede darse el caso de que otros, muy habilidosos a la hora de pedir favores, utilicen esa
destreza para manipular y conseguir todo lo que desean, aunque no lo necesiten
realmente. La clave para hacer peticiones adecuadamente está en respetar a los demás,
no "avasallar" cuando muestran su desacuerdo, elegir el momento adecuado, evitar ser
exigente, empatizar, escuchar las alternativas y ser agradecido. Por otro lado, la
realización continua de favores, con el fin de ser aceptado, no siempre es sinónimo de
com portamiento correcto y de mejora de la autoestima sino que, muy al contrario,
puede estar reflejando una conducta pasiva al dejar que los demás se aprovechen. La
aceptación social no debe ser a costa de los propios intereses (hay que conseguir el
67
equilibrio, como hemos afirmado en varias ocasiones, entre lo que se busca para uno
mismo y para otros).
2.2.5. Ayudar
En las relaciones sociales existen situaciones en las que se necesita la ayuda de otras
personas. Esta ayuda no se concede solamente cuando alguien pide directamente un
favor, sino también cuando uno intuye que el otro puede necesitarla. Aprender estas
estrategias básicas de ayuda es esencial para promover comportamientos más complejos
como la cooperación, el altruismo y la conducta prosocial. Las personas que ayudan son
vistas como muy agradables y queridas por los demás pero, con independencia de esto,
se deben estimular los comportamientos solidarios y, en cierto grado, desinteresados
(altruismo). Es decir, aunque se obtengan beneficios por el hecho de ayudar, se debe
invitar a que la búsqueda de consecuencias positivas para uno mismo no sea el único
motivo que impulse a ayudar y a colaborar. Se trata de fomentar motivos menos egoístas
y más solidarios. También es necesario aprender a pedir ayuda de un modo adecuado
cuando se necesita (a veces a las personas les cuesta dejarse ayudar, entender que no son
autosuficientes y que no fracasan por necesitar la colaboración de otros).
Sirve de medio para obtener información adicional sobre un asunto, especialmente sobre
sus causas. "El hecho de pensar en las causas y en los efectos ayuda a desarrollar las
habilidades de razonamiento y juega un importante papel en el desarrollo de la capacidad
de toma de decisiones y de otras capacidades cognitivas" (Michelson et al., 1987: 105),
pasos esenciales en el proceso de resolución de conflictos, como posteriormente se
68
comentará.
En otras palabras, mientras que para algunos niños es fundamental la primera parte
del enunciado: defender los propios derechos para que no sean violados, otros niños
deben ser educados sobre todo en la segunda parte: en la responsabilidad y el respeto a
los demás. Es decir, debe atenderse a los dos aspectos de la asertividad que señalan
García y Magaz (2000a): la auto-asertividad y la hetero-asertividad. Por otro lado,
aunque normalmente la asertividad es la respuesta más adecuada, no hay que olvidar
que, en ocasiones, es mejor emplear otras estrategias como aplazar o ignorar (por
ejemplo, ante una explosión de ira que impide razonar, hay que esperar a que la persona
69
se calme). Es decir, no basta con tener habilidades asertivas si no se es capaz de
discriminar cuándo utilizarlas (De la Caba, 2002).
70
En definitiva, la comunicación es uno de los aspectos más importantes a enseñar a
todas las personas ya que está en la base de las relaciones interpersonales. Por ejemplo,
Trianes y Fernández-Figarés (2001) señalan que la falta de comunicación no verbal en
personas tímidas puede hacer que los demás las vean como hostiles.
Pero aquí vuelve a aparecer una nueva duda: ¿la enseñanza de estas habilidades
puede estar formando a un "estratega social", a una persona que sólo está modificando su
apariencia, su conducta externa, pero no su interior, sus intenciones y valores profundos?
Este interrogante está sugiriendo la posibilidad de que las habilidades comunicativas sean
empleadas con el propósito de mostrarse cortés y educado, mientras que se enmascaran
otras intenciones o deseos. Es decir, la enseñanza de estas habilidades no evita la
hipocresía y la falsedad.
Este repaso realizado a las principales "variables conductuales" sirve para darse
cuenta de que sigue primando la perspectiva del déficit, es decir, cómo educar a las
personas a las que les faltan estas destrezas. No obstante, como se ha ido reflexionando,
no debe olvidarse que hay personas impulsivas, personas muy habilidosas pero que
emplean estas técnicas con fines negativos como manipular a los demás. Con estas
personas que muestran un adecuado nivel, o incluso un exceso, de estas conductas,
parece necesario fomentar su autocontrol o la reinterpretación de la realidad y de sus
objetivos. Por consiguiente, la mera aplicación de programas de habilidades conductuales
específicas no garantiza la competencia interpersonal, entendida ésta no sólo como
aceptación por parte de los demás y adaptación al entorno sino también como mejora
71
personal y social. De hecho, la intervención en habilidades sociales no siempre ha
producido todos los cambios deseados a largo plazo o éstos no se han generalizado.
En palabras de Alonso Tapia (1997: 204): "El principio fundamental que hace que un
comportamiento dado se considere como socialmente hábil es que maximice las
consecuencias favorables y minimice o suprima las desfavorables en una situación de
interacción concreta". Y, dado que es imposible conocer y enseñar todas aquellas
habilidades que los niños necesitarán en las distintas situaciones, lo importante no es
tanto adquirir todas estas habilidades específicas, sino aprender a analizar el
comportamiento en cualquier situación interactiva siguiendo este principio. Además, las
habilidades sociales no bastan para desarrollar actitudes de participación, cooperación y
ayuda, dependen más de las motivaciones, de que la persona quiera hacerlo. Es necesario
tener en cuenta el deseo real de cambio de las personas.
En definitiva, uno puede ser habilidoso socialmente (conocer y saber las habilidades),
pero no competente. Puede ser valorado por los demás como ineficaz e incompetente
porque no utiliza bien estas habilidades, en el momento y la situación adecuada, o no
tiene la confianza en sí mismo para ponerlas en práctica. En consecuencia, se hace
imprescindible considerar otros factores (cognitivos y afectivos) que permitan entender
las motivaciones de las personas para actuar de un modo determinado. Una modificación
de las habilidades conductuales también puede producir un cambio cognitivo y, a la
inversa, si se modifican aspectos cognitivos como las expectativas o las atribuciones, se
puede cambiar el sistema de respuesta conductual.
72
y el razonamiento social), objeto también de nuestro estudio en próximos apartados.
A grandes rasgos, podemos señalar que estos estudios hacen referencia a cómo las
personas procesan la información y toman decisiones ante situaciones socialmente
conflictivas. Dichas investigaciones sobre el procesamiento de la información social han
contribuido al estudio de la cognición social como componente de la competencia social
(Webster-Stratton y Lindsay, 1999). En ellas se parte de la idea de que conocer el
comportamiento considerado socialmente competente contribuye a la realización de la
conducta adecuada y a la adquisición de habilidades sociales. Por tanto, un fallo en el
comportamiento socialmente competente puede deberse no sólo a la falta de unas
adecuadas habilidades conductuales, sino también a metas o estrategias inapropiadas, a
sesgos al interpretar las intenciones de los demás o al debilitamiento de las propias
percepciones.
-Toma de decisión sobre una respuesta: se toma una decisión después de sopesar las
ventajas y desventajas, las posibles consecuencias y los medios que son necesarios
para llevar a cabo cada una de las distintas alternativas.
-Actuación o conducta.
Autores como Arón y Milicic (1996), García y Magaz (1 997a), Segura y Arcas
(2004) y Trianes (1996) recogen esta propuesta y, de modo similar, establecen que los
principales pasos del proceso de toma de decisiones y resolución de conflictos son: la
delimitación del problema y de sus causas (pensamiento causal), la generación de
73
diversas alternativas y estrategias (pensamiento alternativo), la evaluación de las
alternativas y de sus posibles consecuencias (pensamiento consecuencial), la selección de
la más apropiada (pensamiento medios-fin), su puesta en práctica y su evaluación.
Los niños con problemas de percepción social pueden no ser capaces de anticipar, de
ajustar el comportamiento a la situación; por eso, parecen personas con poco tacto y
sensibilidad (por ejemplo, pueden compartir información muy personal con desconocidos
y no saber entablar unas relaciones adecuadas con los amigos).
En este sentido, algunas de las variables sociocognitivas más estudiadas y que van a
ser detalladas a continuación serían: el conocimiento social y de estrategias
sociocognitivas de resolución de conflictos interpersonales, las atribuciones, las metas, las
creencias sobre la legitimidad de una acción, el autoconcepto y las expectativas.
74
A continuación, se pasa a detallar un poco más algunas de las investigaciones que
estudian estas variables sociocognitivas.
75
sustituyendo los términos absolutos por relativos o parciales.
-Fatalismo, percepción de falta total de control sobre los acontecimientos: genera una
fuerte tendencia al desánimo y al pesimismo. Su superación requiere
conceptualizar las dificultades como problemas resolubles, analizando qué
variables pueden controlarse para avanzar en su solución y entrenar en pautas de
autorrefuerzo que inmunicen contra la indefensión.
-La confusión de los pensamientos y de las emociones con la realidad: creer que lo
que se piensa acerca de la realidad es la propia realidad y que lo que se siente
como verdadero realmente lo es. Para superar esta confusión conviene
proporcionar experiencias que permitan descubrir que el significado que se da a la
realidad es algo que se construye.
En la aparición de estos sesgos y, de forma más global, en estos primeros pasos del
procesamiento de la información (la percepción e interpretación de las claves sociales),
tiene un papel esencial, como hemos mencionado unas líneas más arriba, el conocimiento
que la persona tiene de los demás y de las normas sociales que priman en un
determinado contexto.
La investigación sobre este conocimiento social comprende temas muy diversos como
el conocimiento de los demás y de las relaciones, es decir, el conocimiento psicológico o
psicosocial; el conocimiento moral, de los roles y normas sociales, de lo bueno y lo malo;
y el conocimiento de la organización y funcionamiento de la sociedad en aspectos
económicos, políticos e institucionales (Delval y Padilla, 1999; García, 1995; ver también
la compilación realizada por Turiel, Enesco y Linaza, 1989). Sin esta información las
personas pueden no ser capaces de percibir y de responder efectivamente a los otros,
incluso cuando están muy motivadas.
76
tienen en cuenta los estados mentales de los otros y se anticipa cómo se van a comportar
entre ellos o en relación con otras personas. La percepción de otras personas empieza
con indicios visibles como su aspecto, formas de expresión, de comportamiento. En esta
percepción influyen, como venimos aseverando, el resto de procesos cognitivos
(atribuciones, expectativas), así como los valores que se tengan (respeto a todas las
persona) o las creencias arraigadas y generalizadas a todos (por ejemplo, "la gente no
cambia", "todo el mundo debe ser perfecto").
Estos estudios son los que normalmente se han incluido bajo la denominación de
cognición social, englobando cuestiones como la teoría de la mente y la toma de
perspectiva, así como el conocimiento que se tiene acerca de las relaciones de amistad o
autoridad.
Comprender que los demás tienen otros puntos de vista que pueden ser diferentes al
propio, es decir, la toma de perspectiva social, es un avance importante en el desarrollo
social, afectivo, cognitivo y moral. Este proceso, conocido también como "asunción o
adopción de roles" (role taking), subyace a una multiplicidad de habilidades y
capacidades que juegan un papel esencial en la mayoría de las conductas sociales
(Eisenberg et al., 1997b; Selman, 1989; Trianes y et al., 1997):
-La capacidad general del niño para resolver problemas de naturaleza social, por
ejemplo, las habilidades para solucionar los conflictos interpersonales de modo
apropiado, a través de la negociación y el diálogo. De hecho, la adopción de pers
pectiva puede llevar a que la víctima de una intimidación perdone al agresor o, al
77
contrario, a que el agresor pida disculpas a la víctima tras ponerse en su lugar.
-La capacidad para aplazar los deseos y objetivos mediatos para conseguir beneficios
a más largo plazo y la habilidad para percibir personas (la caracterización de una
persona, cómo es).
-La conducta prosocial (grosso modo, la hemos definido como aquella conducta
destinada a beneficiar a otras personas y que se realiza voluntariamente, por
ejemplo ayudar, donar, compartir y consolar): percibir y entender la situación de
una persona impulsa a ayudarla. No obstante, adoptar la perspectiva de otro no
garantiza que siempre se ayude, sino que deben tenerse en cuenta otros factores
afectivos y motivacionales, así como procedimentales (habilidades para
proporcionar la ayuda necesaria). Puede que, una vez que se haya comprendido el
punto de vista del otro, se decida no ayudar porque, por ejemplo, se considere que
el coste de hacerlo es excesivamente alto o porque no se tengan las habilidades de
solución de problemas necesarias para ello. Por otro lado, ayudar no siempre
requiere saber ponerse en el lugar del otro, sino que hay situaciones que son tan
evidentes que no necesitan una gran interpretación. A todo esto debe añadirse que,
en ocasiones, se ayuda para recibir a cambio algún tipo de recompensa, no porque
se perciba que otra persona necesita ayuda.
Selman (1989), en línea con los trabajos de Kohlberg, ha distinguido una serie de
estadios en la adopción de perspectiva social, comenzando desde los 4 años, que como
hemos apuntado es cuando los niños empiezan a darse cuenta de que los demás tienen
estadios mentales. Estos estadios se obtienen a partir de las respuestas del niño a dilemas
78
socio-morales en torno a tres aspectos: su punto de vista, las distintas perspectivas de
cada personaje en el dilema y las relaciones entre estas perspectivas diversas. Este autor
se ha interesado por los aspectos estructurales, es decir, cómo distingue un niño su propia
perspectiva de la ajena y cómo las coordina o relaciona entre sí. Asimismo, ha analizado
los conceptos acerca de las personas, es decir, cómo conciben los niños los aspectos
subjetivos del yo y de los demás, cómo comprenden las capacidades, los atributos de la
personalidad, las expectativas y los deseos, los motivos, los sentimientos, las emociones,
las reacciones potenciales y los juicios sociales de las otras personas. Teniendo en cuenta
estos elementos, Selman ha enumerado los siguientes estadios o fases:
CUADRO 2.2
79
80
81
Como se puede ver, antes del estadio tres, los niños carecen de una comprensión
cabal de conceptos fundamentales de tipo interpersonal como la confianza, el amor, la
amistad y las actitudes afectivas que acompañan a estos sentimientos. Esto, aclara el
autor (pp. 115-116), no significa que, antes de alcanzar un cierto estadio sociocognitivo,
los niños no puedan actuar guiados por la confianza o el amor, sino que debe haberse
alcanzado para comprender y reflexionar de forma precisa sobre el significado y las
causas de sus acciones. La adopción de la perspectiva significa empezar a comprender
los sentimientos y emociones así como los motivos y razones de la conducta propia y
ajena.
Recapitulando, hasta los 6 años, los niños todavía tienen dificultades para entender las
perspectivas diferentes a las suya. A partir de esta edad se observa un progreso en este
sentido, los niños empiezan a darse cuenta de que otros piensan, que tienen puntos de
vista distintos y de qué piensan en función de las circunstancias. Progresivamente, los
niños van describiendo a los demás a través de características más afinadas, psicológicas,
abstractas, buscando los motivos últimos que, a veces, no son muy evidentes. Alrededor
de los 10 años son capaces de tomar en consideración distintas perspectivas de forma
simultánea, atendiendo incluso al punto de vista de terceras personas y de tener
razonamientos del tipo "pienso que tú estás pensando que yo estoy pensando..."
(Palacios et al., 1999: 380).
Con respecto a la amistad, las revisiones de Fuentes (1999) y Palacios et al. (1999)
señalan que hasta los 4 o 5 años los niños suelen concebir la amistad en términos de
proximidad física. De forma progresiva, paralelamente a los avances que se van
produciendo en la toma de perspectiva, los niños van considerando otras variables como
la diversión o la ayuda, y a partir de los 8 años aparece la reciprocidad como componente
esencial de la amistad. A partir de los 10 años esta reciprocidad y bidireccionalidad hace
referencia especialmente al intercambio de sentimientos y pensamientos. Esto se acentúa
en la adolescencia que es cuando se concibe claramente la amistad como una relación
duradera, conjugándose con la búsqueda de autonomía e independencia.
82
Glachan (1989), Palacios et al. (1999) describen cómo los niños, en un primer momento,
a la pregunta de quién es una persona con autoridad, dan respuestas anecdóticas a partir
de su propia experiencia personal, sin llegar a un concepto de adulto hasta edades
posteriores y consideran que ésta tiene un poder absoluto. Los mayores generalmente
son considerados buenos, justos y sumamente eruditos. Poco a poco, los niños van
entendiendo que ese poder no es absoluto, comienzan a considerar el tipo de órdenes, las
características de la figura de autoridad y el contexto social, de modo que algunas
conductas se creen incorrectas incluso aunque una autoridad las considere correctas.
Más allá de los 4 o 5 años, los niños llegan a entender que las personas con autoridad
tienen un poder limitado a determinadas circunstancias o contextos, aunque a veces
todavía a los 8 años sus respuestas son muy rígidas, considerando los papeles sociales
como inmutables: los adultos pueden reñir, castigar y enseñar a los niños pero no al
revés. Hablan de los mayores destacando características físicas como el tamaño, la edad,
la fuerza, el aspecto y las posesiones. En torno a los 12 o 13 años, sus respuestas se
vuelven más flexibles; los papeles sociales ya no se consideran inmutables sino que
reconocen que, a veces, los mayores pueden estar demasiado ocupados para jugar y, en
otros momentos, pueden hacerlo, ya sea para entretener a los niños o para divertirse
ellos. Poco a poco, van describiendo a las personas con autoridad a través de cualidades
personales psicológicas tales como un mayor conocimiento, la capacidad de liderazgo o
haber sido elegido por los demás. Perciben a los adultos como más informados y
reconocen que se comportan de forma distinta con los niños (que son más inmaduros)
que con otros mayores (es decir, sus iguales).
B) Conocimiento moral
83
mutuo y se tienen en cuenta las intenciones de la persona. No obstante, hay estudios
como el de Laupa et al. (1995) que sugieren que los niños pequeños poseen un
razonamiento moral algo más complejo. Así, mantienen que hay niños pequeños que son
capaces de rechazar órdenes que consideran inadecuadas (por ejemplo, robar).
Siguiendo a Piaget, autores como Kohlberg (ver, por ejemplo, Kohlberg, 1989)
estudiaron, mediante dilemas, el desarrollo del juicio moral. Para este autor las personas
pasan por distintos estadios morales, concretamente por seis que se agrupan en torno a
tres niveles principales: preconvencional (estadios 1 y 2), convencional (estadios 3 y 4) y
postconvencional (estadios 5 y 6).
84
adopción de roles que el medio (familia, escuela, grupo de iguales, estructura política y
económica de la sociedad) brinda al niño. Hay que comprender la actitud de los otros,
tomar conciencia de sus pensamientos y sentimientos, ponerse en su lugar. El paso al
siguiente estadio supone una reorganización reflexiva que resulta de las contradicciones
percibidas en la estructura del propio estadio.
En cuanto -a la primera crítica debe citarse el estudio realizado por Turiel (1984), que
propone reconsiderar los trabajos de Piaget y Kohlberg porque en ambos la auténtica
autonomía moral aparece muy tarde. Turiel sostiene que el desarrollo moral no implica
un proceso gradual de separación entre los conceptos morales y los no morales. Por el
contrario, los niños pequeños poseen ya un razonamiento moral diferenciado de la
convención. Así, distingue entre juicios o normas morales que hacen referencia a
aspectos de las interacciones humanas que implican daños intrínsecos para las personas
(daño físico, engaño, robo, mentira, violación de derechos) y normas convencionales que
se refieren al funcionamiento y la organización social (normas de cortesía, reglas a la
hora de comer, entre otras). La diferenciación de estos dos dominios aparece muy
tempranamente, incluso hacia los 3-4 años, gracias a distintas experiencias e interacciones
sociales.
Sobre la crítica al sesgo masculino, puede citarse a Gilligan (1982), una colaboradora
de Kohlberg, que, basándose en entrevistas a niñas y mujeres, encontró algunas
diferencias de género. Así, mientras que los niños parecen más preocupados por la
justicia como concepto abstracto y por el hecho de que las personas sean tratadas de
forma justa y de acuerdo con las normas o reglas sociales, las niñas suelen interpretar los
dilemas morales desde una perspectiva interpersonal, mostrándose más preocupadas por
las relaciones con los otros y por su responsabilidad a la hora de satisfacer las
necesidades de los demás.
85
Por ello, propone un modelo alternativo al anterior que explicaría el desarrollo del
razonamiento moral entre el sexo femenino. Este modelo incluye tres niveles paralelos o
equiparables a los niveles preconvencional, convencional y postconvencional. En el
primer nivel, la preocupación principal será la propia supervivencia y el propio interés. En
el segundo, el más característico de la adolescencia, la necesidad de agradar a otras
personas prima sobre el interés propio, las mujeres empiezan a responsabilizarse del
cuidado de otros y tratan de conseguir un equilibrio entre permanecer leales a ellas
mismas y cubrir las necesidades de los demás. La adolescencia se convertiría en una
época especialmente crítica si se percibe que ese interés por las otras personas está
escasamente considerado en la sociedad, a diferencia del éxito y la competitividad. En el
tercer y último nivel, más difícil de alcanzar, se logra este equilibrio entre la satisfacción
de las necesidades propias y las de los demás, y se desarrolla una perspectiva universal
en la que las mujeres se perciben como personas capacitadas que intervienen activamente
en la toma de decisiones.
Ahora bien, estas divergencias pueden deberse a los estereotipos tradicionales sobre
los roles que deben jugar los hombres y las mujeres en la sociedad. Mientras se espera
que ellas sean atentas, empáticas y más obedientes y conformistas con las normas, los
hombres aparecen como más autónomos e interesados por la justicia y la independencia.
De todas formas, esta teoría sobre las diferencias entre géneros no ha recibido suficiente
apoyo empírico. Por ello, tal vez ambas perspectivas, ambas voces, la justicia y el
cuidado, sean complementarias y estén presentes tanto en hombres como en mujeres.
Los niños van madurando y desarrollando una mayor capacidad para el pensamiento
86
abstracto y para la toma de perspectiva, lo cual provoca cambios en el razonamiento
moral prosocial. Gracias a estos cambios puede esperarse que, con la edad, los juicios
sobre la conducta prosocial se conviertan en menos egocéntricos, más orientados hacia
los demás y más abstractos. Así, los niños más pequeños justifican sus decisiones
morales y sus motivos para ayudar centrándose sobre todo en sus necesidades (en
función de las ganancias directas para uno mismo o del lazo afectivo, de unión a las
personas que nece sitan ayuda). Si aparece un claro conflicto de intereses es frecuente
que decidan no actuar prosocialmente. Progresivamente, van considerando las
necesidades de los demás, aunque sin desarrollar una verdadera toma de perspectiva ni
hacer referencia a afectos interiorizados como la culpa. Valoran la aprobación de los
demás y el deseo de comportarse bien de forma "estereotipada", pensando que son
buenos si se comportan siempre de una determinada manera. Posteriormente, en la
adolescencia, muestran mayores niveles de toma de perspectiva, enumeran un mayor
número de razonamientos que reflejan principios abstractos, reacciones afectivas
empáticas, valores y normas morales.
Por tanto, es más probable que los niños mayores justifiquen la conducta prosocial
por razones altruistas; no obstante, se deben tener en cuenta otros factores cognitivos
como la toma de perspectiva, las metas, las atribuciones, así como variables afectivas y
situacionales, porque el razonamiento moral prosocial no siempre garantiza la ayuda, ya
que incluso en ocasiones se puede ayudar sin apenas procesamiento consciente
(Eisenberg et al., 1997b). Sin embargo, como matizan López et al. (1994) tener esto en
cuenta no impide considerar el razonamiento moral prosocial como un factor importante
en el desarrollo de la conducta prosocial y altruista.
Los niños desde el principio se ven inmersos en situaciones e interacciones en las que
están implicados hechos, procesos e instituciones sociales: van a un hospital, a la tienda,
a colegios, ven que hay gente rica y gente pobre, amable o agresiva. A través de estas
experiencias van elaborando ideas acerca de la sociedad y de su organización, acerca de
las profesiones, de los roles sociales, de los intercambios económicos o de la
estratificación social, entre otras.
87
que sólo pueden cambiar en algún pequeño detalle. La sociedad del niño pequeño se rige
por las normas de las relaciones interpersonales con los seres más próximos. El niño
tarda tiempo en descubrir que hay otras relaciones que no son ni de cariño y amistad ni
de enemistad, que hay unas relaciones neutras, objetivas, "despersonalizadas". También
tiene dificultad para entender la diferencia entre la persona y su papel social.
Progresivamente, el conocimiento de la sociedad va evolucionando y, hacia la
adolescencia, la persona comienza a concebir y desear cambios pero, normalmente, no es
hasta la edad adulta cuando se integra plenamente en la vida social. La evolución en el
conocimiento social está muy relacionada con el tema de la toma de perspectiva, es decir,
con la capacidad de las personas para adoptar el punto de vista de los demás.
Relacionándolo también con el conocimiento moral, se aprecia que los modelos que la
persona construye de la realidad están formados por diferentes tipos de elementos de
distinta naturaleza, que difieren en cómo son transmitidos (Delval y Padilla, 1999):
-Las reglas o normas: indican cómo se debe comportar uno en las diferentes
situaciones sociales. Se adquieren pronto por la influencia exterior. El niño las
conoce antes de saber para qué sirven o por qué se deben cumplir. Pero cobran un
sentido diferente cuando se construyen explicaciones de la sociedad, cuando se
comprenden. Al principio, las órdenes aparecen ligadas a una situación concreta y
tienen carácter individual; posteriormente, se van convirtiendo en reglas de
generalidad creciente.
88
sirven para explicar y justificar las normas y valores establecidos anteriormente.
La representación del mundo social dista mucho de ser algo armónico y coherente.
Por ejemplo, muchas veces las normas son contradictorias o las consecuencias de una
norma van contra un principio moral que se tiene como valioso (la manera de resolver
este dilema sitúa a la persona en un nivel de juicio u otro, según las propuestas de
Kohlberg).
-La escuela del aprendizaje social se suele centrar en la socialización del niño por
efecto de los agentes externos.
-La escuela psicodinámica se interesa por las relaciones entre las creencias y la
personalidad tratando de establecer, por ejemplo, las conexiones entre el apego a
los líderes y los rasgos del carácter, utilizando para ello conceptos como el de
identificación. Los estudios se realizan frecuentemente mediante entrevistas, tests
proyectivos e informes autobiográficos. lO
La representación del mundo social es algo muy amplio y con límites difusos. Algunos
de los aspectos que han sido estudiados, como puede verse en el cuadro 2.3, son (Delval
y Padilla, 1999): el funcionamiento económico de la sociedad; el orden político, la
autoridad, el poder y la ley; la nación; la concepción de la familia; las clases sociales; las
ideas sobre el funcionamiento de la escuela; el nacimiento y la muerte; la guerra y la paz;
la religión y el cambio social, la historia.
CUADRO 2.3
89
Principales temas trabajados dentro del área de la representación del mundo social
(tomado de Delvaly Padilla, 1999: 131)
90
2.3.2. Estrategias de resolución de conflictos interpersonales
Además de estudiar cómo los niños y adolescentes perciben a otras personas, las normas
y los sistemas sociales, es necesario plantearse qué ocurre cuando aparece un problema
de índole interpersonal; es decir, cómo los chicos interpretan las situaciones conflictivas y
qué soluciones generan para resolverlas.
91
comprometerse a ceder ambos para llegar a un punto intermedio o bien colaborar
para buscar una solución que satisfaga a todos en gran medida).
Estos autores describen que cuando se empezó a utilizar esta técnica se medía, como
92
criterio de competencia social, la frecuencia y diversidad de la respuesta a las situaciones
hipotéticas planteadas. Sin embargo, en la actualidad se trabaja con modelos
multideterminados de la competencia social que enfatizan el peso de la situación y de los
factores dinámicos en la interacción social y, por ello, se presta también atención a la
calidad de la respuesta.
A pesar de que autores como Díaz-Aguado (1995b) señalan que las diferencias en la
utilización de estrategias no son tan claras a partir de los 10 años, dicha hipótesis no
quedó confirmada en este estudio. Muy al contrario, se encontraron diferencias entre los
dos grupos de edad. Los mayores, que tenían 13 o 14 años, mostraron una fuerte
relación entre el tipo de problema y la estrategia utilizada y, por lo general, un alto grado
de acuerdo en la utilización de las mismas estrategias. Por su parte, en los pequeños, de 9
o 10 años, no se observó esta relación entre el problema y la respuesta (por ejemplo,
estrategias como apelar al adulto o las de agresión indirecta se emplearon de modo
general ante distintos conflictos). Por citar algunos ejemplos:
-Al recibir una agresión, los dos grupos usaban estrategias agresivas, aunque los
pequeños empleaban más la agresividad física y los mayores la verbal.
-Ante un conflicto de intereses con los iguales, los mayores utilizaban respuestas
como compartir, aceptar o aplazar los propios deseos, y reparar el daño, mientras
que los más pequeños usaban principalmente la estrategia de petición.
93
Igualmente, estos datos se han puesto de relieve en otros trabajos como el de Irving
(1994). En dicho estudio, los niños pequeños se caracterizaron por un mayor empleo de
estrategias agresivas (agresividad directa, indirecta o verbal, así como mandato o
imposición), de apelación al adulto, de disculpa, petición y chantaje. Por el contrario, los
mayores emplearon estrategias más elaboradas como razonar o explicar, buscar
soluciones constructivas y alternativas, ceder, aplazar o defender los propios derechos.
Aunque las diferencias debidas al sexo no se estudiaron profundamente en este trabajo,
se encontró que las niñas mostraban un mayor empleo de estrategias de negociación,
razonamiento, disculpa y defensa de los derechos, así como un menor empleo de la
agresividad directa e imposición. Como conclusión del estudio se destaca que, para
definir en qué consiste la competencia social de un niño a través de problemas
hipotéticos, se deberían considerar cómo influyen las características del contexto en las
respuestas de los niños.
En este sentido, Laursen, Hartup y Koplas (1996) afirman que las estrategias que se
utilizan en la resolución de conflictos varían si los problemas surgen con los padres o
surgen con los amigos. Las relaciones con los padres, en general, se perciben como
estables y duraderas pero, sin embargo, las relaciones con los amigos son voluntarias,
más igualitarias y más cambiantes en el tiempo. En una situación conflictiva es menos
probable que los niños usen estrategias hostiles o de coerción con sus amigos y es más
frecuente que acudan a estrategias de negociación porque tienen miedo a poner en peligro
la relación.
2.3.3. Atribuciones
Las atribuciones hacen referencia a las causas que se perciben como responsables de la
conducta. Es decir, al percibir a los demás, no sólo se hacen inferencias sobre su aspecto,
sobre sus sentimientos, sino que también se interpreta cuáles son sus intenciones y las
causas de su conducta. No son los efectos de determinados hechos (tener éxito o
94
fracasar) los que automáticamente influyen en la conducta posterior, sino la manera de
valorarlos.
Respecto al tema que aquí se trata, las atribuciones median entre la percepción social
y la interacción social, de modo que, cuando una persona conoce a otra, las atribuciones
causales que haga de su comportamiento influirán en cómo se relaciona con ésta. No sólo
se hacen atribuciones de las características y del comportamiento de una persona sino
también de las características de un grupo.
Weiner (véase 2000) ha estudiado las atribuciones que se emplean para explicar el
éxito o el fracaso en la realización de una tarea a través de tres dimensiones: a) el locus
de causalidad (si la conducta se atribuye a causas internas, de la persona, como la
habilidad o el esfuerzo o a externas como la facilidad de la tarea o la ayuda de otras
personas); b) la estabilidad (causa estable, que perdura y es constante en el tiempo, como
la capacidad, o causa variable, inestable, cambiante, como el esfuerzo) y, c) la
controlabilidad (causa controlable por parte de la persona, por ejemplo el esfuerzo, o
causa no controlable, por ejemplo la suerte).
En esta línea, hay estudios que señalan que los niños bien aceptados tienden a atribuir
su éxito social a factores internos como la propia habilidad y capacidad, y los fracasos en
las relaciones a factores externos como el mal humor de la persona que les ha rechazado.
Además consideran que tienen control sobre lo que les ocurre. Por el contrario, los niños
pobremente aceptados tienden a culparse a sí mismos del fracaso, atribuyendo el éxito a
factores externos, suelen interpretar lo que les pasa como consecuencia de lo que hacen
los demás (Erdley y Asher, 1999).
Concretamente, Weiner señala que cuando estas personas atribuyen el fracaso del
niño a la falta de esfuerzo, es decir, a una causa controlable, le ven como responsable del
resultado. Esto puede aumentar la ira y el castigo. Por el contrario, cuando se considera
que se debe a una causa que no es fácilmente controlable (como la falta de capacidad) no
se le atribuye tanta responsabilidad al niño y es más fácil que aparezcan conductas que
95
expresen empatía, lástima y ayuda.
Asimismo, Eisenberg et al. (1997b) apuntan que los niños tienden a ayudar a aquéllos
96
que creen que merecen la ayuda. Si alguien cree que una persona ayuda porque es buena
y solidaria (causa interna) es probable que le guste, se acerque e interactúe con ella. Sin
embargo, si considera que ofrece ayuda debido a una causa concreta externa, que busca
el propio beneficio (por ejemplo, que quien necesita ayuda es su jefe y lo que quiere es
agradarle para conseguir un ascenso), le gustará menos y estará menos motivado a
interactuar con ella. En resumen, considerar el comportamiento social adecuado como
responsabilidad personal y controlable por uno mismo es signo de buena adaptación,
mientras que atribuir dicha responsabilidad a causas externas e incontrolables lo es de
mala adaptación (Moraleda, 1998).
Es muy importante tener en cuenta que pueden existir sesgos a la hora de interpretar
las conductas de los demás por atender solamente al hecho de si una persona agrada o
no. Normalmente, se atribuyen causas de carácter interno (tiene capacidad) cuando una
conducta positiva la realiza una persona que gusta. Sin embargo, si la conducta es
negativa, se atribuye a causas externas (mala suerte). En situaciones satisfactorias se
tiende a atribuir la conducta negativa de otros a factores externos, no controlables, y la
positiva a causas internas, controlables (Deutsch y Coleman, 2000).
Igualmente, dentro de los grupos, ante un acto negativo, es probable que se atribuyan
causas de tipo interno más a otros grupos que al propio. De este modo, pueden surgir los
estereotipos y los prejuicios. Aunque las conclusiones sobre este área aún no son muy
concluyentes, en líneas generales el comportamiento negativo por parte de un grupo
cuando se atribuye a factores no controlables provoca mayor cooperación y negociación
y una menor probabilidad de que aparezcan respuestas vengativas y agresivas.
97
Selman (1989) considera que antes de los 6 o 7 años, los niños evalúan la bondad o
maldad de un acto basándose en sus consecuencias observables más que en las
intenciones del actor. Además, como ya se ha mencionado anteriormente tienen
dificultades a la hora de diferenciar el punto de vista de los demás y, por ello, pueden
incluso fracasar a la hora de distinguir entre las razones que guían la conducta de otras
personas y las propias conductas. En este caso, los sujetos del estudio son algo mayores
y estarían en la etapa en la que ya empiezan a comprender que las personas sienten y
piensan de modo distinto y que los motivos pueden entrar en conflicto.
Los resultados obtenidos indicaban que los niños agresivos parecían menos
habilidosos a la hora de interpretar correctamente las intenciones de sus iguales (exhibían
sesgos al considerar que se pretendía hacer daño intencionalmente aunque dicha
hostilidad no estuviera clara). A esta conclusión llegaron también Webster-Stratton y
Lindsay (1999), al examinar las diferencias en competencia social de dos grupos de niños
(agresivos y gru po de comparación) de 4 y 7 años. Además, los niños que creen que los
demás tienen intención de herirles suelen responder agresivamente a los que les
provocan. En contraste, los niños que generalmente creen que sus iguales no les van a
hacer daño y que cuando lo han hecho no ha sido intencionadamente es más probable
que intenten mantener una relación de amistad o solucionar constructivamente el
problema (Erdley y Asher, 1999). Estos sesgos atribucionales de dotar de intencionalidad
negativa a una situación ambigua pueden ser estimulados por un clima de amenaza y de
conflicto potencial. Por ello, los niños que frecuentemente son blanco de las agresiones
de sus iguales suelen percibir la conducta de éstos como provocativa (Schwartz et al.,
1998).
Dicho de otra forma, la respuesta brusca de una persona se puede atribuir por
ejemplo a una intención hostil de hacer daño o, por el contrario, a cansancio o
preocupación. En el primer caso, normalmente el interlocutor responde de un modo
similar o evita relacionarse con esa persona; en el segundo, no se enfadará e intentará
disculparle. Para reducir este sesgo de atribuir intenciones hostiles a los demás cuando no
es así, Saura (1995) recomienda que los chicos piensen, verbalicen, e incluso escriban,
pensamientos y alternativas más positivas, reinterpretando y cambiando las atribuciones
negativas con argumentos más adecuados a la realidad.
2.3.4. Metas
98
eventos sociales, de los comportamientos y de las relaciones entre personas, el tercer
paso del procesamiento de la información es la clarificación o selección de una o varias
metas que conduzcan a la búsqueda de posibles soluciones o respuestas a una situación
dada.
Las metas que se persiguen en una determinada interacción social afectan de distinto
modo, tanto a la forma de percibir lo que ocurre en dicha interacción, como a las
emociones que se experimentan antes, durante y después de la misma y a la forma de
actuar. Por este motivo, conocer las metas que una persona persigue es clave para
fomentar la competencia social y para aplicar programas de habilidades sociales (Erdley y
Asher, 1999). Por ejemplo, un niño puede lograr de modo efectivo ciertas metas que
persigue pero ser rechazado por sus compañeros al no ser éstas valoradas o ser
inadecuadas o negativas en sí mismas (por ejemplo, ser bueno a la hora de agredir a los
demás).
Las metas pueden ser de diversos tipos, por ejemplo, laborales, académicas,
personales o sociales. En este trabajo nos interesan principalmente las metas sociales, es
decir, las metas perseguidas en situaciones interpersonales y con contenido social. Ford
(1992) y Paula (2000) enumeran algunas de las metas sociales más estudiadas en la
literatura: buscar la aprobación, la valoración de los otros; evitar el rechazo; promover y
desarrollar las relaciones, la amistad, la intimidad y sentirse parte de un grupo, de una
comunidad; ayudar y promover el bienestar de los demás. Una meta menos prosocial
sería controlar o dominar a los demás. También se pueden perseguir metas académicas
(mejorar el rendimiento), sociomorales (mantener una conducta responsable, llegar a ser
99
miembro productivo o útil de la sociedad, ser sensible, buena persona y cooperativo,
obedecer las normas, desarrollar la justicia y la tolerancia) o instrumentales (proporcionar
los recursos necesarios como apoyo, ayuda o consejo) que influyen y se relacionan con
las metas sociales.
La investigación sobre las metas que las personas tratan de lograr puede ayudar a
entender el comportamiento en contextos y situaciones relacionales como la clase o el
colegio. Conociendo las metas sociales que una persona persigue, por ejemplo en la
escuela, se puede explicar en parte su conducta social y la subsiguiente aceptación de
profesores e iguales. Y a la inversa, el apoyo percibido de los profesores e iguales predice
la búsqueda de determinadas metas sociales. Por eso, conocer lo que un niño persigue
puede ayudar a planificar un tipo de estrategia de intervención u otro. Es decir, no es lo
mismo educar a un estudiante cuyo comportamiento irresponsable se debe a la falta de
habilidades sociales (pero con buenas intenciones) que a la falta de motivación y voluntad
para comportarse de manera socialmente adecuada (Wentzel, 1991).
Por tanto, en el contexto escolar, cuya naturaleza es social, es decir, donde tienen
lugar múltiples relaciones interpersonales, se persiguen no sólo metas académicas sino
también sociales. Los alumnos y profesores pueden proponerse metas de aprendizaje,
pero también el logro de unos resultados que no son propiamente intelectuales, como el
desarrollo de relaciones positivas, la responsabilidad o el comportamiento cooperativo y
prosocial (Wentzel, 1991).
De hecho, las personas normalmente se proponen más de una meta. Por ello, una de
las principales tareas a las que se enfrentarán será resolver los conflictos que puedan
surgir entre ellas. Pongamos un ejemplo: un niño desea ir a jugar con un amigo pero su
madre le ha pedido que se quede con su hermano. El niño se encuentra en una situación
en la que dos metas entran en conflicto: agradar a su amigo o ser responsable. Ante esta
situación, el niño puede pedir permiso a su madre para que su amigo vaya a jugar a su
casa y así resolver el problema. Es decir, hay que intentar buscar estrategias o soluciones
para abarcar las distintas metas pero siendo flexible: a veces, se deben dejar de lado
ciertas metas para conseguir otras más valiosas y que tengan en cuenta los deseos y
necesidades de los demás. Si no, la persona puede ser vista como inflexible, egoísta e
indiferente a los intereses de los otros. De hecho, algunos problemas de relación
interpersonal pueden ser consecuencia de un desajuste o desacuerdo en las metas entre
las personas que intervienen en la situación de interacción (Alonso Tapia, 1997). Por
100
consiguiente, es importante coordinar las distintas metas, aunque no siempre entren en
conflicto.
Los estudiantes que no son capaces de coordinar de un modo adecuado las distintas
metas, experimentan ansiedad y suelen abandonar la búsqueda de las que son difíciles y
persiguen objetivos sociales más accesibles o de adquisición de objetos o de poder
(Wentzel, 1991). De ahí la importancia de los contextos de aprendizaje cooperativo
porque en ellos se enfatiza tanto la búsqueda de metas de aprendizaje como las de
interacción y se estimula el éxito académico y el social (Wentzel, 1991).
Además, la calidad de las metas puede ser muy distinta. Así, ante un mismo hecho
(dejar un juguete), pueden enumerarse motivos de diferente calidad. Un niño puede
querer ayudar a los demás y empatizar con un compañero que no tiene nada con lo que
jugar. Otro puede desear iniciar una amistad y para ello comparte su juguete. También
puede actuar así porque lo que busca es su propio interés, recibir a cambio algún tipo de
recompensa (un juguete mejor). Las metas más orientadas al otro (ayudar a los demás,
mantener la relación, procurar el bienestar de los demás) son de mayor calidad a la hora
de promover relaciones interpersonales. Por el contrario, es más difícil que metas más
egoístas y hostiles, menos prosociales (buscar el propio interés, dominar o vengarse de
otros) promuevan auténticas interacciones, porque la persona está más motivada por
buscar su propio bienestar que por mantener lazos afectivos con los demás. Dentro del
ámbito académico, un niño excesivamente orientado al yo seguramente no será bien
acogido en un grupo de trabajo cooperativo (Trianes y Fernández-Figarés, 2001).
El tipo y la calidad de las metas que una persona se propone están muy relacionadas
con las estrategias de actuación que selecciona. Las metas que persiguen un
comportamiento socialmente apropiado han sido relacionadas positivamente con la
exhibición de tal comportamiento. En cambio, es más probable que las personas que
priorizan las metas sociales hostiles y de venganza se comporten de manera agresiva,
consiguiendo una menor calidad en sus relaciones y un feedback negativo por parte de
los demás.
Concretamente Chung y Asher (1996) estudiaron las relaciones entre las metas que
perseguían estudiantes de sexto grado (11-12 años) y las estrategias que seleccionaban en
situaciones hipotéticas que incluían conflictos. Los alumnos orientados hacia el
mantenimiento de unas relaciones sociales adecuadas con los iguales tendían a
101
seleccionar estrategias de acomodación a las necesidades de ambas partes o estrategias de
cesión. Los alumnos orientados hacia el control y la posesión raramente seleccionaban
estrategias prosociales, pasivas o de petición de ayuda sino estrategias más hostiles. Los
estudiantes que querían evitar los conflictos seleccionaban estrategias más pasivas e
incluso de búsqueda de ayuda en los adultos. Rose y Asher (1999) llegaron a
conclusiones muy parecidas y Crick y Dodge (1994) también concluyeron que los chicos
que sólo conocen estrategias agresivas para hacer frente a los problemas suelen perseguir
metas sociales de venganza. En estos estudios se encontraron, además, relaciones entre
la búsqueda de metas y estrategias prosociales y la aceptación por parte de los iguales, así
como con la cantidad y la calidad de la amistad (Rose y Asher, 1999). Asimismo,
hallaron diferen cias debidas al sexo de los participantes (las niñas exhibieron más metas
y estrategias prosociales, más búsqueda de ayuda por parte de los adultos y menos
estrategias agresivas que los niños).
Del mismo modo, es importante no olvidar que el logro de estas metas depende de
otros procesos y habilidades cognitivas, emocionales y contextuales como el autocontrol,
la regulación, las percepciones de autoeficacia, las expectativas o las creencias de la
legitimidad de una acción (Erdley y Asher, 1999). Saber establecer metas realistas
garantiza un nivel adecuado de éxito que potencia y refuerza la imagen personal de uno
mismo y las expectativas de éxito ante situaciones futuras (De la Caba, 2002: 225).
Cuando se alude a las metas y objetivos de una persona, hay que tener en cuenta
también si se perciben como adecuadas o legítimas porque, aunque sean valoradas, si no
102
se consideran apropiadas en un momento determinado, no se perseguirán. A pesar de que
no existen muchos datos sobre este tema, puede afirmarse, incluso por sentido común,
que los niños que creen que la violencia está justificada buscarán probablemente
estrategias más agresivas en sus interacciones, especialmente en las situaciones ambiguas
en las que tienden a atribuir intenciones hostiles a los otros.
En el estudio realizado por Erdley y Asher (1998), los niños (de unos 9 y 10 años)
describían las intenciones de los protagonistas de diez viñetas. En ellas se mostraban
situaciones hipotéticas donde uno de ellos (del mismo sexo que el niño que respondía a
las preguntas) hería a otro, pero no quedaba claro si el daño había sido intencionado o
por accidente. A continuación, los niños debían elegir las estrategias que utilizarían si
estuvieran en esas situaciones y responder a un cuestionario diseñado para medir sus
creencias generales sobre la legitimidad de una acción. Algunos de los ítems de este
cuestionario (puntuados de uno a cinco, de menos a más acuerdo) serían del estilo: ¿estás
de acuerdo en agredir a alguien que no te cae bien?, ¿pegarías a alguien para defenderte?,
¿insultarías a alguien si te hace algo que no te gusta? Dos o tres meses después, los
compañeros evaluaron el comportamiento agresivo, pasivo o prosocial de los niños que
formaban parte del estudio.
103
2.3.6. Autoconcepto
Los niños con más autoestima suelen ser más valorados por los iguales porque ellos
hacen contribuciones positivas a las interacciones sociales dado que aceptan retos y
responsabilidades, aprenden de sus errores, manifiestan tranquilidad, son sociables y
cooperativos (Campbell y Siperstein, 1994). Por el contrario, los niños con baja
autoestima, aunque saben qué es lo que deben hacer para alcanzar ciertas metas en una
situación social dada, ni siquiera tratan de hacerlo porque se sienten incapaces de
realizarlo (Arón y Milicic, 1996); o, a causa de su baja autoestima, actúan de modo
104
inadecuado, como reacción defensiva a su falta de confianza. Los niños con problemas
de autoestima muestran, además, ciertas actitudes que no estimulan las relaciones
interpersonales: actitud excesivamente quejumbrosa y crítica, necesidad compulsiva de
llamar la atención, necesidad imperiosa de ganar, actitud inhibida y poco sociable, temor
excesivo a equivocarse, actitud insegura (marcado sentido del ridículo), ánimo triste y
actitud perfeccionista. Además, evitan los desafíos, sienten que un error se transforma en
una crítica generalizada a su persona, tienen dificultad para aceptar y valorar a los otros
como son y, en muchos casos, carecen de habilidades sociales (González-Torres, 2003).
Tice (1993) aclara que muchas personas con baja autoestima no se presentan a sí
mismas de una manera muy negativa sino más bien neutra, de hecho se considera que
tienen baja autoestima al compararlas con otras personas que se valoran de forma muy
positiva. Es decir, el hecho de que las personas con alta autoestima busquen tener éxito
en sus relaciones, no significa que las personas con baja autoestima estén deseando
fracasar. Muy al contrario, pueden tener la misma motivación pero están, quizá, más
pendientes de no fracasar que de tener éxito (mientras que las personas con alta
autoestima se centran en mejorar sus potencialidades y fortalezas, las de baja autoestima
buscan corregir sus debilidades para no fallar) y eso "coarta' su iniciativa, las hace muy
cautelosas. Además hay que advertir de la necesidad de ser precavido con la alta
autoestima, ya que ésta debe ser realista, no basarse solamente en las cualidades
positivas, olvidando reconocer lo negativo, porque se puede llegar a obtener una imagen
muy inflada y que no es compartida por los demás.
Un tema que ha sido muy estudiado dentro del autoconcepto es el de las percepciones
de autoeficacia. Éstas hacen referencia a creencias sobre las propias capacidades para
organizar y ejecutar las acciones requeridas para hacer frente a situaciones futuras;
influyen en cómo las personas piensan, sienten, se motivan y actúan (Bandura, 1999).
105
No hay que verlas como rasgos globales de la personalidad ni como autoconceptos
generales, sino más bien como autoconcepciones específicas que las personas elaboran
acerca de sí mismas a partir de su experiencia en distintas actividades o áreas concretas.
Bandura (1999) sostiene que estas creencias en torno a la propia eficacia, al igual que
el autoconcepto en general, pueden desarrollarse a través de cuatro formas
fundamentales de influencia: 1) a través de las propias experiencias de éxito o fracaso; 2)
de las experiencias vicarias presentadas por los modelos sociales; 3) de la persuasión
social (convencer verbalmente a alguien de que puede hacer lo que se está proponiendo)
y 4) de los estados psicológicos y emocionales (cuando una persona experimenta
sentimientos de inutilidad y depresión es más probable que tenga un bajo sentido de
eficacia sobre la propia capacidad para alcanzar una meta fuertemente valorada).
Por ejemplo, los niños agresivos tienden a creer que son buenos en la exhibición de
conductas agresivas y que no son habilidosos en las acciones prosociales, lo cual ayuda a
explicar por qué dan prioridad a las metas de venganza sobre las de mantenimiento de la
relación (Erdley y Asher, 1999).
Aquellos niños que tienen confianza en sí mismos suelen tener una imagen realista de
lo que son (autoconcepto) y se sienten bien consigo mismos (autoestima). Creen que
pueden usar sus habilidades sociales de modo adecuado en una situación social dada y
creen que pueden conseguir sus metas personales, por lo que actúan en consonancia.
Suelen ser exitosos en sus relaciones y reciben un feedback positivo por parte de los
demás. Por el contrario, los niños con baja confianza en ellos mismos y en sus
habilidades suelen parecer tristes, infelices, hacen afirmaciones negativas sobre ellos
106
mismos y evitan realizar las tareas o enfrentarse a las situaciones. Los niños que no se
sienten eficaces suelen considerar que fracasan en las situaciones interpersonales, a pesar
de que tengan las habilidades sociales necesarias. Tienden a atribuir sus fracasos, y no
sus éxitos, a ellos mismos y tienden a evitar situaciones similares en el futuro, con lo que
pierden importantes oportunidades para interactuar y practicar sus habilidades (Campbell
y Siperstein, 1994).
Del mismo modo, desde un punto de vista más académico, los estudiantes, en
ocasiones, creen que una determinada actividad conlleva importantes recompensas, pero
deciden no realizarla porque piensan que carecen de la capacidad para hacerlo
satisfactoriamente. Por tanto, para predecir una conducta se deben medir también las
creencias de eficacia. Relacionado con el ámbito social, los niños con un sentido alto de
eficacia para regular su propio aprendizaje y para dominar las destrezas académicas se
comportan de forma más prosocial, son más populares y experimentan menos rechazo de
sus compañeros que los niños que no se creen tan eficaces académicamente (Bandura,
1999).
2.3.7. Expectativas
107
Las expectativas se refieren a las predicciones que se hacen sobre las consecuencias de la
conducta y sobre si los resultados de cierta estrategia serán positivos o negativos. Guían
la actuación, el patrón de respuestas que se espera que conduzca con más probabilidad a
los resultados subjetivamente valiosos en una situación (Caballo, 1993). Las experiencias
vividas influyen en la aparición de expectativas, las cuales, a su vez, afectarán a las metas
que se persigan y a la conducta que se emita. Por ejemplo, si un niño quiere tener amigos
y ha visto que las personas prefieren estar con gente agradable y amable, se propondrá
comportarse de ese modo porque espera iniciar así las relaciones que desea.
En este sentido, los niños agresivos pueden actuar de manera inapropiada porque
creen que su actuación traerá consigo resultados positivos. Es decir, si un niño violento
cree que si pega a otro conseguirá la pelota que éste tiene, acabará agrediéndole para
adquirir el objeto que desea. Además, si lo consigue, esto reforzará su creencia de que
ese tipo de actuación es adecuado y eficaz, con lo cual, se propondrá comportarse de
modo similar en el futuro. Por el contrario, un niño que piensa que con una actuación
agresiva se pierde a los amigos y se hiere a otras personas, es más normal que pida la
pelota antes que arrebatarla.
Por ello, las expectativas positivas sobre los intercambios sociales son predictoras de
buena relación, mientras que las negativas lo son de inadaptación (Moraleda, 1998). Así
pues, cuando una persona considera que las relaciones solidarias, amigables y sinceras
traen consigo beneficios para todos, es más fácil que se comporte de ese modo y, por
consiguiente, que sea más aceptada que si cree que este tipo de relaciones sólo traen
problemas. Y ocurre a la inversa, el rechazo por parte de los iguales lleva a tener
expectativas más negativas sobre éstos.
Saura (1995) propone usar métodos como la refutación de los pensamientos irreales o
108
irracionales que causan ansiedad, frustración y que obstaculizan la percepción y las
expectativas realistas (hacerse preguntas como: ¿es este pensamiento realista y
verdadero?, ¿es lógico?, ¿esta forma de pensar me llevará a actuar correctamente, a
lograr lo que espero, a ser feliz?), así como suprimir términos absolutos (siempre,
nunca), no utilizar etiquetas globales y peyorativas y no estar continuamente
comparándose con los demás.
Antes de terminar creemos oportuno matizar que, aunque los estudios que han
investigado las variables cognitivas se han centrado más en las dificultades de los niños
agresivos (dado que sus efectos son más visibles), también los niños extremadamente
inhibidos tienen dificultades para percibir e interpretar las situaciones sociales, emplean
estrategias pasivas de resolución de conflictos (como huir), buscan estar solos por miedo
al fracaso y confían muy poco en sus posibilidades.
Sorprende que durante años no se le haya prestado una atención explícita a estas
cuestiones cuando las emociones son un motor central de la actuación humana. Uno
109
siente ira en una pelea, felicidad ante un encuentro deseado, tristeza en una separación,
admiración por las virtudes de otros, envidia porque se desea algo que los demás tienen,
culpa cuando se hiere a otra persona, entre otros ejemplos.
-Estimulan los intercambios sociales. El afecto positivo, por ejemplo, juega un papel
esencial en las interacciones sociales. Sonreír comunica agrado, deseo de
relacionarse con los demás y promueve respuestas positivas en los otros.
-Regulan las relaciones sociales. No sólo motivan el inicio de relaciones sino que la
expresión y la comprensión de emociones y afectos favorece el mantenimiento, el
cambio o el final de dichos intercambios. La expresión de emociones evoca en
otros determinados estados y conductas (por ejemplo el malestar de una persona
puede provocar en otra empatía y conductas de ayuda).
-Crean lazos de unión entre las personas. En la amistad, por ejemplo, comprender
las causas de la felicidad y malestar de los amigos es una característica esencial de
la intimidad y de la calidad de ésta.
-Inyectan vida dentro de las relaciones. Por ejemplo, divertirse, estar contentos y
ayudar a que otros también sean felices juega un papel esencial en la aceptación de
los iguales.
-En los conflictos siempre existe un componente afectivo, bien en el motivo del
enfrentamiento, bien por la relación que une a las personas en conflicto. Un gran
obstáculo de cara a solucionarlos es la "instrumentalización" del afecto en las
relaciones ("si no haces esto, no te querré"). Por el contrario, debe ser la base para
110
resolverlos (expresar las propias emociones y comprender las de los demás).
-Las personas con alta inteligencia emocional muestran también mayores niveles de
toma de perspectiva y de empatía, así como más habilidades sociales y conductas
cooperativas y experimentan más inclusión, afecto y satisfacción en sus
interacciones.
Por lo general, se cree (Garaigordobil, 2000; Oatley, 2004) que el amor, el afecto, la
alegría y la felicidad describen a personas juntas, en cooperación, que tienden a hacer
menos juicios negativos de los demás y a ayudar más. Esos vínculos de cariño y
confianza tienen importantes beneficios no sólo en las interacciones presentes sino
también futuras. Al mismo tiempo, las relaciones sociales donde prima el respeto, la
estima, la consideración y el cuidado del otro incrementan la propia satisfacción y
felicidad. La experiencia de amar y de ser amado es lo que da significado a la vida e
implica una relación social, un fuerte apego o lazo afectivo. En este sentido, los temas del
apego, de la amistad y de la socialización de las emociones se consideran esenciales para
entender el desarrollo social futuro de los niños, como posteriormente se abordará en el
capítulo tres al hablar de los padres como agentes de socialización.
111
En cambio, emociones como la tristeza pueden no favorecer en principio las
relaciones si no son expresadas en su justa medida. La frustración, la envidia (claramente
social en su origen: originada por la comparación de lo propio con lo que otra persona
posee), el desprecio, el odio o la ira pueden causar hostilidad, agresión, anulación y
dominio del otro, aunque no lo provoquen necesariamente (Oatley, 2004). Esta última, la
ira, parece jugar un papel predominante en sociedades más individualistas, precisamente
porque el "yo" debe ser afirmado frente a los otros. De hecho, algunos profesores
pueden llegar a considerar asertivos a los niños que manifiestan ira en sus interacciones
con otras personas. Sin embargo, la ira expresada en exceso y con frecuencia puede ser
negativa, incluso causante en ocasiones de la ruptura de las relaciones. De la misma
forma, una relación en la que predomina el poder, la manipulación, la mentira o la
humillación provoca en los otros sentimientos de miedo y ansiedad. Por tanto, las
emociones consideradas negativas pueden dificultar los intercambios sociales, requiriendo
la enseñanza de comportamientos alternativos, pero también pueden cumplir funciones
adaptativas de defensa de lo que a uno le pertenece, de expresión de afecto y cariño, por
ejemplo, tristeza ante la pérdida de un amigo.
Tras todo lo expuesto se debe, no obstante, aclarar que, probablemente, no son tanto
las emociones (positivas o negativas) en sí mismas sino la forma de expresarlas, de
reconocerlas, de comprenderlas y de regularlas lo que favorece un tipo de interacción u
112
otra.
En general, los niños desde los primeros meses muestran expresiones faciales de
interés, asco y malestar, así como de enfado, tristeza, sorpresa y, más adelante, temor y
miedo (infrecuentes durante los seis primeros meses de vida) (López et al., 1999;
Palacios, et al., 1999). A lo largo de los tres primeros años las expresiones emocionales
se van haciendo cada vez más selectivas, aumentan su rapidez y duración y se van
socializando en la interacción con las figuras de apego y según las normas que imperan
en la cultura en la que se vive (Markus y Kitayama, 2001). Las emociones sociomorales
(vergüenza, culpa, orgullo y empatía) van apareciendo a partir de los 2 o 3 años.
113
los 8 o los 12 años cuando reconocen la posibilidad de múltiples emociones en una
misma persona ante un hecho. El reconocimiento de las emociones de los demás es
básico para el desarrollo de la empatía, puesto que los niños que son particularmente
diestros a la hora de "leer" las emociones de los otros suelen disfrutar de un estatus social
alto entre sus iguales.
Respecto a la regulación se observa cómo los niños poco a poco van controlando,
inhibiendo y minimizando la intensidad de sus reacciones, cómo aumenta su capacidad
para modificar las situaciones que provocan una emoción, su intensidad y duración. A
partir de los 3 o 4 años, empiezan a ocultar sus emociones en determinadas situaciones,
pero no es hasta los 5 o 6 cuando comprenden realmente la diferencia entre una emoción
real y una emoción expresada y ocultan deliberadamente sentimientos para confundir a
los demás y no sólo para ajustarse a normas sociales. Después, las estrategias de
regulación evolucionan hacia otras de naturaleza cognitiva, de forma que pasan de
cambiar la situación externa a introducir cambios mentales internos (dejan de pensar en
ello y ocupan la mente en otra cosa).
Por esto, el manejo del estrés, de la ansiedad y de las situaciones que inducen enfado
o ira son capacidades que los niños deben poseer para funcionar eficazmente en sociedad
114
(Trianes y Fernández-Figarés, 2001). Para solucionar con éxito los problemas
interpersonales que surgen en las situaciones que provocan estos afectos, los niños deben
ser capaces de regular y moderar sus respuestas emocionales (control de la emoción, del
contexto que dispara la emoción y del comportamiento motivado por la emoción). La
regulación de emociones resulta esencial a la hora de distinguir entre las personas que son
capaces de iniciar un contacto social pero eligen no hacerlo, y quienes no interactúan
porque experimentan ansiedad, ira, enfado o impulsividad o se sienten incapaces de
ejercer el necesario autocontrol y regulación (Jiménez Hernández, 2000).
Esta regulación va muy unida a la expresión de las emociones. Así, Dearing et al.
(2002) observaron las relaciones entre la regulación de la ira y la preferencia social de los
iguales, así como la percepción de éstos de la agresividad. Estas relaciones estaban
mediadas por la expresión de la ira. La ira es una emoción que, en principio, parece estar
muy relacionada con la agresividad y con el consiguiente rechazo de los iguales. En este
estudio con niños de aproximadamente 8 años, la regulación a la hora de expresar la
emoción, más que la regulación interna, parecía impactar en la opinión de los iguales (en
la aceptación o popularidad del niño y en la percepción que se tenía de él como
agresivo). Es decir, la demostración externa más que el propio sentimiento parece ser lo
que motiva la respuesta de los iguales.
Siguiendo con esta idea, Jiménez Hernández (2000) señala también la importancia del
autocontrol cuando se considera la "emocionalidad" (del término inglés emotionality) de
las personas. Es decir, la "emocionalidad", como una característica del temperamento, se
refiere a las diferencias individuales en la tendencia a experimentar y expresar emociones.
Los niños inestables emocionalmente, con cambios bruscos de humor, son menos
populares y menos aceptados que sus otros compañeros. Por ello, la excesiva activación
115
emocional requerirá de habilidades de regulación que permitan que ésta no interfiera en la
conducta de la persona. Cuando alguien no consigue regular apropiadamente sus
sentimientos suele centrarse más en sus propias emociones y comportarse de modo que
no facilita las interacciones sociales positivas, mostrando pobres habilidades sociales y
bajo estatus sociométrico. Esta alta inestabilidad emocional ha sido también asociada con
conductas agresivas y hostilidad en los niños. Por el contrario, el liderazgo y el
comportamiento socialmente competente están relacionados con altos niveles de
regulación y baja intensidad y frecuencia de emociones negativas.
Eisenberg et al. (1997a) describen dos investigaciones, una con niños de entre 4 y 6
años y otra con niños de 6 y 8, que apoyan estos datos. Los niños de 4 a 6 años que,
según los padres y profesores, no experimentaban emociones negativas de forma
demasiado intensa y que eran capaces de regularlas y de resolver constructivamente los
conflictos eran valorados también como más competentes socialmente y más aceptados
por sus iguales. Estos resultados han sido corroborados también con niños un poco mayo
res (6-8 años). Este grupo de niños bien regulados se comportaba a menudo de forma
socialmente apropiada, no agresiva y era bastante popular y prosocial. Por el contrario
los niños que experimentaban frecuentemente emociones negativas de forma muy intensa
y que no eran capaces de regularlas correctamente, mostraban más problemas de
conducta. También quedó patente que los niños que a los 4-6 años solían resolver los
problemas de forma constructiva, antes que agresiva, tenían menos problemas de
conducta a la edad de 6-8 años.
116
controlaban sus sentimientos negativos, no expresaban afectos positivos, no sonreían ni
mantenían contacto ocular cuando estaban con algún otro niño o se alienaban, no
interactuaban con los demás. Estos autores concluyen que la expresión y el control de las
emociones pueden contribuir a desarrollar la competencia social y los intercambios
sociales entre estos niños y sus iguales.
117
En definitiva, el niño socialmente competente suele expresar de modo claro y
apropiado un conjunto de afectos, tolerar bien los desacuerdos y perseguir metas
encaminadas al mantenimiento de relaciones positivas. Esto, a su vez, proporciona
información a los demás sobre su estado emocional o motivacional, lo cual permite una
retroalimentación por parte de éstos y estimula la creación de un ambiente
socioemocionalmente más rico (Caballo, 1993).
Otro área de investigación en auge es el estudio de las características de los niños con
problemas emocionales graves, como la depresión, y la aplicación de programas de
competencia social y de habilidades sociales para ayudar a mitigarlos. Por ejemplo, el
Achieving, Behaving, Caring Project fue diseñado para evaluar una estrategia de
prevención (Parent Teacher Action Research [PTAR]) para niños con riesgo de
problemas emocionales y conductuales. En ella, los padres y los profesores colaboraron
en equipos de investigación-acción destinados a detectar problemas emocionales entre los
niños y a la puesta en práctica de planes de acción, por ejemplo programas de habilidades
sociales. Los resultados del primer año de evaluación (McConaughy, Kay y Fitzegerald,
1998) mostraron que con esta estrategia disminuyeron los problemas, el comportamiento
delincuente y agresivo y mejoraron las habilidades sociales de los niños. Estos resultados
fueron confirmados en una segunda intervención y evaluación (McConaughy, Kay y
Fitzgerald, 1999), en la que, además, se encontró que los alumnos mejoraron en
autocontrol y cooperación con los compañeros.
Una última cuestión a tener en cuenta es que las distintas variables que se han estado
tratando están muy relacionadas, de modo que, por ejemplo, las percepciones de
autoeficacia que una persona tiene influyen en el nivel de estrés y depresión con el que se
enfrenta a situaciones amenazantes o difíciles (Bandura, 1999). Del mismo modo, la
expresión y aceptación de los propios sentimientos es esencial para el desarrollo de la
autoestima. La expresión de emociones proporciona información no sólo sobre el estado
afectivo sino también sobre la percepción que se tiene del mundo, así como del tipo de
relación que se mantiene con otras personas. Es decir, las emociones intervienen en el
procesamiento de la información, en el desarrollo de la comunicación, en la organización
del apego, en el desarrollo moral, en el conocimiento social, entre otros, y pueden
considerarse la principal fuente de las decisiones que se toman a lo largo de la vida,
influyen en las atribuciones, en la autoestima y juegan un papel moderador entre los
pensamientos y la acción. Asimismo, las emociones de los otros proporcionan
información sobre cómo son, cómo se sienten y cómo ven a los demás y promueven
118
sentimientos hacia ellos que guían la conducta (prosocial o antisocial).
2.4.2. La empatía
La empatía puede ser definida como un "sentir con", una reacción afectiva vicaria que
ocurre como respuesta a unas claves perceptibles, externas, indicadoras del estado
afectivo de otro (por ejemplo, expresiones faciales) o como resultado de la inferencia del
estado emocional de acuerdo con claves indirectas (por ejemplo, la naturaleza de la
situación del otro). Por tanto, es una respuesta emocional que brota del estado afectivo
del otro y que es congruente con él (Eisenberg y Strayer, 1992).
En este sentido, López et al. (1994) definen la empatía como una reacción afectivo-
cognitiva vicaria congruente con el estado o la situación del otro como respuesta a
percepciones directas o inferencias que orientan la conducta (o crean una disposición
conductual). Con ella, se señala la importancia tanto de los componentes afectivos como
de la conciencia y atribuciones cognitivas, es decir, se trata de una reacción afectivo-
cognitiva de acuerdo al significado que se atribuye a la situación y que, además, pone en
disposición de ayuda al otro o de huida de la situación, es decir, que impulsa a actuar.
119
pena por el otro e incluye la preocupación y los deseos de socorrer a la otra
persona a la vista de su estado emocional o de su condición de necesitar ayuda.
La empatía englobaría a los dos. Por ejemplo, ante el dolor de una persona uno puede
empatizar, ponerse en el lugar del otro y experimentar ese dolor. Como consecuencia de
ello se puede sentir triste y preocupado por esa persona, por ayudarle a superar el
problema; o, en cambio, puede sentirse tan angustiado por estar experimentando ese
malestar que desee aliviarlo cuanto antes, sin que para ello la solución pase
necesariamente por consolar o apoyar a la persona que está sufriendo. Es decir, mientras
que la simpatía se centra más en el estado afectivo y en las necesidades de la otra
persona, el malestar empático enfatiza los propios sentimientos.
También existe bastante acuerdo a la hora de distinguir entre empatía (incluidos los
dos componentes mencionados: simpatía y malestar personal) disposicional o rasgo y
empatía situacional o estado. La empatía disposicional es aquella capacidad básica para
empatizar, considerada como un rasgo, característica o dimensión de la personalidad, que
se desarrolla sobre capacidades innatas, especialmente durante la infancia y la
adolescencia, y que permanece bastante estable. La empatía situacional indica el grado de
experiencia emocional vicaria que una persona siente ante una situación concreta. En
principio, ambos tipos de empatía se relacionan, dado que se espera que quien muestra
mayor empatía disposicional responda empáticamente en las diferentes situaciones
concretas, aunque no necesariamente.
-Desde muy temprano los bebés son capaces de experimentar malestar empático de
base constitucional o contagio emocional, es decir, de participar de la misma
emoción como consecuencia de la expresión afectiva de otro (por ejemplo, llanto
reactivo ante el llanto de otro bebé, pero no ante la grabación del llanto). Un poco
120
más adelante, a través del aprendizaje por observación de modelos, puede
aparecer la imitación motriz (frotarse los ojos cuando otro llora), es decir, el niño
va reproduciendo vicariamente las expresiones emocionales de los demás con una
imitación mimética. Se trata todavía de un malestar empático global, no son
respuestas propiamente empáticas dado que no derivan del conocimiento de la
situación del otro, no se diferencian los sentimientos propios de los ajenos
(empatía egocéntrica); sin embargo, estas respuestas son importantes precursores
de la empatía.
-Poco a poco, los niños van percibiendo el malestar del otro más allá de la situación
inmediata y comienzan a preocuparse por todo un colectivo. Además, con forme
adquieren mayor capacidad para autorregular las emociones, pueden incluso
cambiar sus sentimientos a través de razonamientos (por ejemplo, diciéndose
frases del estilo: "tengo que ayudarle aunque me cueste" o "es mejor que no
intente ayudarle porque no va a servir para nada") o pueden llegar a alegrarse ante
el sufrimiento de otra persona.
En resumen, se espera que con la edad los niños actúen de forma más eficaz pero
puede ocurrir también que eviten la respuesta empática o que no se dejen influir por ella.
Es decir, se deben tener en cuenta también otras variables como el nivel de
"emocionalidad", el sexo, la herencia, el concepto de ser humano, los valores de una
persona y las variables contextuales, entre otras.
Por otro lado, con la edad, como se ha visto en el subapartado anterior, el niño va
comprendiendo distintas emociones; por ello, autores como Strayer (1989) se han
121
preocupado por estudiar qué sentimientos son más fáciles de empatizar en distintas
edades. En su estudio, los niños de 5, 8 y 13 años explicaron cómo se sentían los
protagonistas de distintas escenas. Especialmente la ira se presentó como una emoción
muy dificil de empatizar, siendo la felicidad la emoción a la que más sensibles se
mostraron los niños, especialmente en las primeras edades. Los niños de más edad
manifestaron mayor sensibilidad ante otras emociones como la tristeza. Con la edad, la
empatía parecía aumentar y los argumentos de los niños se centraban más en los
protagonistas y en sus perspectivas psicológicas que en la situación. Por ejemplo, podían
decir "este niño está triste porque le ha dolido que sus amigos se burlen de él", mientras
que niños más pequeños considerarían que el niño estaba triste porque lloraba.
Por el contrario, los niños que experimentan simpatía, por lo general, son más
sociables y, aunque pueden experimentar un arousal o activación intensa ante las
emociones (tanto positivas como negativas) de los otros, son capaces de autorregularse
(Eisenberg, 2000; Eisenberg et al., 1997a). Estos niños parecen desarrollar
tempranamente la capacidad cognitiva de toma de conciencia de uno mismo y la
distinción yo-otros, lo cual facilita su toma de perspectiva y su respuesta empática. El
estado de angustia y malestar en los otros no se experimenta como desagradable para uno
mismo (malestar personal), de modo que son capaces de continuar centrándose en la
conducta, en los sentimientos de la otra persona y de atender a la situación o al problema
hasta que se resuelve.
122
Se han estudiado también las diferencias ligadas al sexo (Eisenberg, 2000; López et
al., 1998). Normalmente, se considera que las niñas son más empáticas, aunque los
resultados no son concluyentes porque si se utilizan indicadores faciales y gestuales para
medir la empatía, desaparecen las diferencias. Asimismo, se ha investigado la importancia
que pueden tener factores como la herencia (tema difícil y sometido a discusión) y
factores ambientales como el papel jugado por los padres o los lazos de apego. La
relación con los padres es fundamental porque los niños que tienen bien satisfechas y
atendidas sus emociones suelen ocuparse de las de los demás y porque las relaciones
cálidas con los padres sirven de modelo a imitar por los hijos. Los padres que tienden a
mostrar afecto, a responder a los intentos de los niños y a ser empáticos en sus
experiencias emocionales, contribuyen al desarrollo de la regulación emocional
competente en los hijos (Jiménez Hernández, 2000). Los principales factores
socializadores que estimularían la empatía serían: el apego temprano seguro, la expresión
de afecto parental, la disponibilidad de modelos empáticos, la disciplina inductiva de los
padres, la desaprobación de la excesiva competitividad interpersonal y el fomento del
autoconcepto positivo (Barnett, 1992).
Así, se mantiene que la empatía está muy relacionada con la conducta prosocial, que
es motivadora de comportamientos de ayuda y cooperación y de valores como la
solidaridad, la reciprocidad y la justicia (Hoffman, 2000; Trianes et al., 1997). Las
personas empáticas tienen más probabilidad de actuar prosocialmente porque tienden a:
a) ponerse en la perspectiva de quien necesita ayuda, b) experimentar sus sentimientos y
e) orientar la conducta para satisfacer sus necesidades y ayudarle. Por el contrario, las
personas agresivas y que dañan a los demás suelen mostrar escasa capacidad empática,
tienen dificultades para ponerse en el punto de vista y para interpretar los sentimientos de
las personas a las que agreden. Esta asociación, estudiada con adultos, parece darse
también en niños pequeños. Por ello, la falta de empatía es uno de los focos principales
en los que se centran los nuevos tratamientos diseñados para la rehabilitación de
delincuentes. La empatía puede inhibir la agresividad porque, ante la comprensión del
dolor de la víctima, el agresor puede detener su actuación y sentirse culpable si se
atribuye la responsabilidad del estado afectivo de ésta. Esta culpa empática puede
explicar por qué los niños pequeños son capaces de distinguir entre una violación moral
(pegar a otro) y una convencional (no saludar) (Eisenberg, 2000).
123
A pesar de lo que se acaba de exponer, la literatura específica ha mostrado resultados
inconsistentes en cuanto a esta relación. Esto parece deberse a que en los estudios no se
distingue entre malestar personal y simpatía. El malestar personal o la motivación por
aliviar el propio sufrimiento no motiva a ayudar, a menos que sea estrictamente nece
sacio para aliviarlo. En cambio, la simpatía orientada hacia la víctima sí lo hace. La
simpatía promueve el altruismo, la ayuda, no sólo por motivos egoístas como obtener
recompensas externas, sentirse bien o evitar el sentimiento de culpabilidad sino por el
deseo de beneficiar a otra persona (Batson, 1991). Visto así, la empatía en general no
siempre garantiza la ayuda.
Los niños considerados prosociales por sus profesores exhibían reacciones faciales de
tristeza (simpatía) cuando se mostraba a la niña en el hospital y poca expresión de
angustia (malestar personal) cuando se veían escenas del incendio de la casa. Esto último
lleva a los autores a reafirmar que la conducta prosocial de un niño está positivamente
relacionada con la simpatía y negativamente con el malestar personal. En este caso, no se
encontraron relaciones entre empatía y conducta prosocial cuando los que evaluaban
eran los padres o los iguales.
124
1997b).
Para terminar, es importante señalar que la empatía, además de beneficiar a los demás
al motivar el consuelo y la ayuda, también beneficia a uno mismo ya que reconocer y
compartir los sentimientos es muy atractivo para los demás y, por tanto, favorece la
aceptación social, la amistad y la ayuda de otras personas. Es decir, para tener relaciones
sociales armónicas es fundamental darse cuenta de que los demás también sienten, tienen
opiniones, puntos de vista y motivaciones que pueden ser distintas de las propias. La
empatía es uno de los recursos emocionales decisivos para mantener relaciones sociales
adecua das, es decir, un recurso fundamental de la inteligencia interpersonal. La empatía,
al igual que la conducta prosocial, es un importante componente del funcionamiento
socialmente competente (Eisenberg, 2000; Eisenberg et al., 1997b).
Para terminar con los factores personales que contribuyen al desarrollo de la competencia
social conviene destacar que algunos autores han estudiado la importancia de
determinadas variables constitucionales como el temperamento y el atractivo personal.
En diversos momentos del trabajo se han ido señalando algunos rasgos del
temperamento como la "emocionalidad" (la tendencia a experimentar y expresar de modo
intenso las emociones), la empatía disposicional y la timidez, entendida como
introversión. Especialmente se ha señalado la relación entre expresar frecuentemente y de
modo intenso afectos negativos con la incompetencia social, con los problemas de
conducta, con los problemas de externalización y de internalización, con el rechazo por
parte de los iguales y con la falta de conducta prosocial (Ortiz, Aguirrezabala, Apodaka,
Etxebarría y López, 2002).
Por otro lado, autores como Arón y Milicic (1992) señalan que los niños de
temperamento fácil (niños serenos, que generalmente presentan un estado de ánimo
125
positivo y que son abiertos y se adaptan con facilidad a las experiencias nuevas) tienden a
tener interacciones positivas con sus padres y compañeros, habitualmente reciben
refuerzos sociales positivos y probablemente perciben el mundo como un lugar agradable
y acogedor. Los niños difíciles (niños activos, irritables y de hábitos irregulares, que
reaccionan con intensidad a los cambios de rutina y son lentos para adaptarse a
situaciones o personas nuevas) tienden a generar interacciones negativas en su contexto
social, no reciben muchos refuerzos positivos, desafían la paciencia de sus padres y,
cuando ingresan en la escuela, pueden presentar problemas de ajuste a las normas y en la
interacción con los iguales.
126
porque la extraversión puede estar asociada a impulsividad y a falta de control de los
propios afectos. El introvertido, por su parte, prefiere un medio más tranquilo en el que
concentrarse en un grupo de actividades más limitadas, es tímido, retraído, reservado,
pesimista, controla sus emociones y suele sentir apego por las normas. Al introvertido los
niveles altos de estímulos externos le producen cansancio e, incluso, tensión. La mayoría
de las personas se sitúan en un punto intermedio dentro de este continuo de
extraversión/introversión.
127
demás, ser para los demás y ser contra los demás. De estas vertientes surgen dos grandes
dimensiones: la sociabilidad versus insociabilidad (comprende factores como sociabilidad
versus retraimiento, liderazgo/ascendencia social y ansiedad social/timidez) y la
dimensión prosocial versus antisocial (comprende la consideración con los demás, el
respeto/autocontrol de las relaciones sociales y la agresividad/conducta antisocial). Las
distintas dimensiones se relacionan con las propuestas en el modelo de Eysenck. La
escala de ansiedad social/timidez se relaciona con la de neuroticismo, la de sociabilidad
versus insociabilidad es la que más se relaciona con la de extraversión y la de agresividad/
conducta antisocial con la de psicoticismo o dureza emocional.
128
determinada situación interpersonal, así como de responsabilizarse de la propia actuación,
no descargar las culpas sobre otras personas, lo cual puede provocar rechazo. No
obstante, se debe combinar con la flexibilidad y la capacidad para ceder en determinados
momentos.
Hay autores que han señalado que los niños populares (aceptados) son considerados
más atractivos por sus pares que los rechazados. Ya los niños de un año muestran
preferencia visual por caras atractivas; además, muestran también preferencia conductual
al jugar más tiempo con una muñeca atractiva que con una no atractiva. Esta preferencia
por las caras bellas se generaliza a caras que se distinguen por el género, la raza y la edad
y, por tanto, existe antes de que la socialización de padres e iguales pueda afectar a estas
preferencias; es decir, por mecanismos de procesamiento de la información los niños son
capaces de percibir, formar y preferir antes caras prototípicas que caras muy distintas y
que no son familiares. En la revisión teórica realizada por Langlois et al. en el año 2000
se describen estudios en los que no sólo los niños considerados atractivos son juzgados y
129
tratados más positivamente que los no atractivos, sino también los adultos.
Por otro lado, los cuidadores, especialmente la madre, pueden actuar o tener actitudes
distintas hacia sus hijos dependiendo de si son atractivos o no. Por ejemplo, Langlois,
Ritter, Casey y Sawin (1995) concluyeron que las madres de niños atractivos eran más
cariñosas y afectuosas y jugaban más con sus hijos, en comparación con las madres de
niños menos atractivos (las cuales a veces prestaban más atención a otras personas y
proporcionaban unos cuidados rutinarios antes que una conducta afectiva).
Sin embargo, en otro estudio Ritter y Langlois (1988) señalan el posible sesgo que
puede conllevar esta preferencia por caras atractivas a la hora de observar determinadas
conductas. Por ejemplo, cuando los observadores veían a una mujer atractiva
interactuando con su hijo, la describían como más feliz, más competente en el cuidado e
inmersa en una relación más divertida y relajada, que cuando no podían ver los rasgos
faciales de la mujer.
A pesar de lo expuesto, hay autores como Sroufe et al. (1984) que indican que la
expresividad emocional puede ser una variable más poderosa que el atractivo físico a la
hora de regular las respuestas e interacciones sociales.
En definitiva, se puede concluir que, además de las características propias del niño,
deben estudiarse los distintos vínculos que mantiene con las personas de su entorno. Por
ello, la literatura especializada en el tema de la competencia social y de las relaciones
interpersonales, tras estudiar estos factores personales, se centra en otras variables
contextuales, es decir, en cómo los distintos contextos y sus agentes de socialización
influyen en el desarrollo de los componentes anteriormente descritos. El objetivo del
siguiente capítulo es, precisamente, resumir algunas de las principales investigaciones
realizadas sobre estos contextos.
A lo largo de este capítulo, hemos hecho referencia a los principales aspectos internos o
variables que la propia persona debe desarrollar para ser competente y tener éxito en sus
relaciones sociales.
En un primer momento hemos dado unas breves pinceladas sobre las habilidades
sociales. Nuestro objetivo ha sido, por un lado, describir aquellas conductas más
130
recurrentes para situar el tema y, por otro, sensibilizar ante el hecho de que no se debe
prestar atención sólo a aquellas personas que presentan problemas debido a la falta de
habilidades sociales (modelo de déficit de habilidad), sino también a aquéllas que las
conocen pero las emplean de modo inadecuado (modelo de déficit de ejecución).
Por este motivo, hemos recogido algunas de las investigaciones recientes que
subrayan la importancia de determinadas variables cognitivas (atribuciones, metas,
expectativas) y afectivas (expresión, comprensión y regulación de emociones) para el
adecuado funcionamiento interpersonal.
Pero, además de tener en cuenta estos factores, hay que considerar que la persona no
existe en el vacío, sino que va desarrollando estas estrategias a través de relaciones con
las personas de su entorno. A partir de esto, creemos que para proporcionar un panorama
completo de la competencia social hay que estudiar estos otros factores que influyen en
su desarrollo, de tal forma que, en el próximo capítulo, destacamos el papel jugado por
los distintos agentes de socialización, tanto adultos (padres y profesores) como iguales
(amigos). El fomento de un adecuado comportamiento social en los distintos contextos
(escolar, familiar) permitirá interiorizar y generalizar a otros ámbitos este estilo y forma
de actuación.
131
132
3.1. Introducción
No obstante, no se debe olvidar que los niños no son meros receptores de estas
influencias sino que, como se ha visto anteriormente, son agentes activos de su propio
desarrollo y protagonistas de las relaciones que establecen con los demás, es decir, hay
que tener en cuenta la bidireccionalidad de los procesos (la conexión entre este capítulo,
dedicado a los procesos externos, y el anterior, que versaba sobre las características
personales que influyen en el desarrollo de la competencia social).
Para introducir los apartados que se van a desarrollar en las siguientes páginas, se
plasma a continuación una tabla que resume las distintas variables a revisar (véase cuadro
3.1).
133
tan to a las relaciones que ellos mismos establecen con sus hijos como a las que,
posteriormente, los hijos entablan con otras personas, especialmente con los iguales.
CUADRO 3.1
La relación que se establece entre padres e hijos se considera una influencia indirecta
puesto que, aunque el objetivo de los padres no es explícitamente formar la competencia
social de sus hijos, el vínculo que se constituye entre ellos sirve de modelo, de patrón y
de aprendizaje de un estilo relacional que los hijos tienden a reproducir en sus
134
interacciones posteriores. Dentro de este tema, los investigadores se han centrado
especialmente en estudiar dos aspectos: los lazos de apego y los estilos educativos o
disciplinarios de los padres.
A) El apego
El apego hace referencia a una relación especial, a un lazo afectivo que se establece
entre el niño y un número reducido de personas, un lazo que impulsa a buscar la
proximidad y el contacto con estas personas a lo largo del tiempo. Responde a una de las
necesidades humanas más fundamentales: la necesidad de conexión afectiva, de sentirse
seguro, de sentirse protegido.
Dentro del apego pueden distinguirse tres componentes básicos (conductual, cognitivo
y afectivo): a) conductas de apego (conductas observables que pretenden el logro o
mantenimiento del contacto con las figuras de apego, como llanto, gestos, conductas
motoras de seguimiento y aproximación, contactos táctiles), b) representación mental de
la relación (concepto de la figura de apego, percepción de la disponibilidad incondicional
de la figura de apego y de la respuesta efectiva a las necesidades, recuerdos de la
relación, concepto de sí mismo y expectativas sobre la relación e, incluso, visión del
mundo físico y social dentro del cual se sitúa la relación), y c) sentimientos que conlleva
(por ejemplo, seguridad ante la proximidad, angustia o miedo ante la ausencia). Los tres
componentes analizados forman lo que se ha llamado "sistema de conductas de apego" o,
simplemente, sistema de apego (López, 1993; López et al., 1999).
Rubio y Cabezas (1997), a partir de los trabajos de Bowlby, sostienen que, aunque el
135
apego dura toda la vida, es en la infancia cuando reviste especial importancia. De hecho,
si durante los tres primeros años de vida no se han formado vínculos profundos, se
puede llegar a producir una carencia afectiva importante que podría influir en el tipo de
interacción que se da en las relaciones sociales adultas. Por otro lado, la pérdida de una
figura de apego durante el período crítico provoca la denominada "ansiedad por
separación", lo cual puede llevar al desarrollo de una conducta desviada.
Los vínculos que se establecen con las figuras de apego varían en calidad. Ainsworth,
Blehar, Waters y Wall (1978) describieron tres tipos de apego utilizando el procedimiento
de la Stranger Situation (situación del extraño). En ésta, el niño pasa por distintos
momentos: solo con su madre, con su madre y un desconocido, solo con el desconocido,
regreso de la madre. A través de este método se clasifica el apego en: seguro (secure,
grupo B), ansioso (inseguro)-ambivalente (insecure-ambivalent/resistant, grupo C) y
ansioso (inseguro)-evitativo (insecure-avoidant, grupo A).
Las respuestas proporcionadas por los distintos tipos de apego en las situaciones
evaluadas quedan descritas en el cuadro que se presenta a continuación:
CUADRO 3.2
Tipos de apego (basado en Ainsworth et al., 1978; Ortiz et al., 1999; Solomon y George,
1999)
136
Aunque en esta clasificación de apegos se mencionan las características de los niños y
de los padres, no se pretende etiquetar a los niños sino a las relaciones.
Generalmente, el apego seguro se caracteriza por una alta expresión de afecto de los
padres, tanto física como verbal, por una respuesta de éstos a las demandas de sus hijos
y por una adecuada estimulación. Los niños muestran más competencia interpersonal en
sus relaciones con sus compañeros. Inician frecuentemente interacciones positivas,
demuestran habilidades sociales, tienen buenas expectativas sociales, muestran su
autoestima y entusiasmo, que son cualidades muy valoradas en el contexto de los iguales,
presentan conductas de cooperación y ayuda, muestran afecto y menos conductas
problemáticas como la agresión (Fuentes, 1999; Palacios y Moreno, 1994). Se aproximan
a otros con expectativas positivas, se sienten más seguros y autoeficaces para
relacionarse, lo cual les lleva a desarrollar las habilidades sociales necesarias (Cantón y
Cortés, 2003). Además, se observan en ellos actitudes cooperativas, empáticas y una
"obediencia comprometida" a sus padres que, como figuras de apego, ofrecen apoyo
137
emocional y protección y, como figuras de autoridad, proporcionan una guía flexible,
comprensiva y firmeza en su exigencia aunque no de manera abrumadora. Desde un
punto de vista afectivo, son niños emocionalmente expresivos, que comprenden bien los
sentimientos y que tienen las habilidades necesarias para regular sus emociones.
Los niños con apego ansioso-evitativo se caracterizan por una aparente falta de
ansiedad aunque, en realidad, la evitación e inhibición de señales y conductas de apego es
lo que les permite reducir su ansiedad y el rechazo, la cólera o el mayor distanciamiento
de la madre. Ésta parece controladora, distante, fría, muestra falta de atención a las
conductas del niño, así como impaciencia, ira, rechazo y evitación de contacto (Cantero
y Cerezo, 2001). Por ello, estos niños pueden ser menos cooperativos y más agresivos
(Ainsworth et al., 1978; Ortiz et al., 1999), tener un autoconcepto exagerado que les
lleve a centrarse en la satisfacción de sus propias necesidades, con escaso interés por las
de los demás (Cantón y Cortés, 2003), mostrándose fríos y distantes.
138
evitativo y del ambivalente y englobaría a los que Ainsworth et al. (1978) consideraron
inclasificables. Estos niños cuando se encuentran con sus madres suelen actuar con
frialdad o desinterés o suelen acercarse a ellas pero después alejarse bruscamente. Suelen
mostrar conductas contra dictorias, movimientos y expresiones incompletas, repetitivas,
interrumpidas, estereotipos, posturas anómalas, tranquilas, paralizadas, miedo,
aprehensión y confusión hacia los padres (Cantón y Cortés, 2003; Main y Solomon,
1990). Es el grupo más asociado a problemas de conducta (sobre todo agresividad)
(Cantón y Cortés, 2003), problemas de internalización y externalización y menos
competencia social con los iguales.
Una vez enumerados los tipos de apego que han generado más investigaciones,
vamos a concluir este apartado describiendo el proceso de formación del apego, sus
principales funciones y unos últimos apuntes sobre otras variables a tener en cuenta para
el desarrollo de este lazo afectivo.
139
estableciendo vínculos emocionales con más de una persona ("apegos múltiples"). A lo
largo de todo el período escolar suelen mantener como figuras de apego a los padres y,
con carácter secundario, a los hermanos y otros familiares. En la adolescencia los iguales
adquieren gran importancia (López, 1993; López et al., 1999; Rubio y Cabezas, 1997).
En la edad adulta el apego se suele vivir también dentro de una relación sentimental.
En el estudio de Buist, Dekovic, Meeus y Van Aken (2002) se examina la calidad del
apego en la adolescencia y se constata una disminución del apego con los padres. No
obstante, se encuentran diferencias entre los vínculos de personas del mismo sexo
(padre-hijo, madre-hija) y de distinto (padre-hija, madre-hijo). La calidad de los vínculos
afectivos entre padres e hijos del mismo sexo decrece lenta y gradualmente mientras que
la de los de distinto sexo muestra un modelo no lineal, con mayores incrementos y
descensos. Para Eberly y Montemayor (1998) estas diferencias no se deben tanto a si el
padre y el hijo tienen el mismo género o no; más bien encuentran diferencias debidas a la
edad de los niños. Así, en su estudio, los adolescentes mostraban menos conductas
afectivas hacia los padres entre los 11 y los 13 años, aproximadamente, y hacia las
madres entre los 13 y los 15 años. Posteriormente, volvían a aumentar. Los autores se
140
plantean que este descenso puede deberse a que durante esos años se incrementan los
conflictos entre padres e hijos.
Ahora bien, Freeman y Brown (2001) añaden una nueva variable más: la calidad o
tipo de apego. Los niños con apego seguro siguen teniendo a sus padres, concretamente a
su madre, como figura de apego principal mientras que los adolescentes inseguros
prefieren a sus mejores amigos y, particularmente, a la novia o al novio si lo tienen.
Asimismo, Howes, Hamilton y Philipsen (1998) señalan que las relaciones establecidas
entre los padres y sus hijos, aunque sujetas a cambios, son muy estables y consistentes
en el tiempo; los cambios en la calidad del apego se relacionan con eventos o situaciones
importantes en la vida del niño (por ejemplo el vínculo con otra persona) o con grandes
cambios en el comportamiento de los padres.
De modo especial, en este trabajo interesa describir brevemente el papel que las
figuras de apego juegan en el desarrollo social. En estas relaciones el niño aprende a
comunicarse con los demás, mantiene formas de contacto íntimo (tocar, abrazar, besar) y
experimenta empatía, desarrolla el conocimiento social, dispone de modelos de
observación y establece identificaciones, procesos esenciales para estimular la conducta
prosocial. Por ejemplo, la identificación con las figuras de apego conlleva una
interiorización del mode lo, un anhelo por ser como él, unas experiencias de empatía y
miedo a perder la aprobación y el afecto del modelo si no se obra conforme a sus deseos.
Así, "no es extraño que quienes no tienen una historia afectiva adecuada tiendan a
considerar las normas sociales como `externas', y su cumplimiento lo apoyan solamente
en el miedo a la sanción" (López, 1993: 25). Una buena relación de apego con los padres
conduce a expectativas sociales positivas, a considerar a otras personas como valiosas, a
desarrollar la empatía, así como un sentido de valía personal y de autoeficacia (Trianes et
al., 1997).
Por tanto, la falta de una figura de apego en la primera infancia puede traer como
141
resultado la formación de una personalidad afectiva deficiente, incapaz de establecer
relaciones profundas y de mantener un concepto adecuado de sí mismo y de los demás,
así como sentimientos de soledad. Además, de las figuras de apego se aprende también el
sentido de la vida, los valores, los prejuicios y esto influye en las atribuciones que se
hacen y en la empatía.
En este sentido, y para terminar con este tema del apego, debe añadirse que no se
puede asegurar rotundamente que un tipo de apego inseguro suponga un problema en sí
mismo, es decir, éste puede influir en el desarrollo y la competencia del niño pero no
implica que siempre y para todos los niños las consecuencias sean tan negativas. Como
se está describiendo en este trabajo, influyen también otras variables como las relaciones
con otras personas (iguales, profesores), la situación familiar y el contexto social, las
circunstancias específicas y las variables derivadas del hecho de que el niño no es un
receptor pasivo del cuidado sino un sujeto activo en su desarrollo, que no sólo necesita
sentirse seguro y protegido sino que también necesita sentirse autónomo y competente.
142
que la madre capta las señales que emite el niño juegan un papel relevante en dicha
seguridad. Por ello, también hay que considerar la importancia que pueden tener el
temperamento y la conducta del niño.
Respecto a los padres, el foco de mayor interés es la propia historia de apego que han
tenido. Se han clasificado los tipos de apego adulto en (Main y Goldwyn, 1994): seguros
o autónomos (se recuerdan coherentemente las relaciones con los padres: ni
idealizándolas ni devaluándolas), rechazados (quitan importancia a sus relaciones
infantiles de apego y tienden a idealizar a sus padres, sin ser capaces de recordar
experiencias concretas), preocupados (muestran mucha emoción al recordar sus
experiencias infantiles, mostrando incoherencias y contradicciones, no son capaces de
describir sus historias de apego de una forma coherente sino confusa, con lapsus
significativos) y desorientados o desorganizados (con ideas desorganizadas sobre sus
vínculos afectivos). Estos autores relacionan el apego seguro de los niños con los padres
seguros o autónomos, el evitativo con los rechazados, el ambivalente con los
preocupados y el desorganizado con los padres desorientados. De todas formas, el hecho
de que la transmisión intergeneracional sea frecuente no significa que sea inevitable
(Oliva, 2004).
143
Por su parte, las relaciones extrafamiliares (con amigos, profesores), además de verse
influidas por el vínculo establecido con los padres, pueden a su vez influir y cambiar las
relaciones dentro de la familia.
De hecho, las relaciones de apego seguro con los padres influyen en el modo en el
que los niños interactúan con sus coetáneos promoviendo expectativas sociales positivas,
estimulando la autoestima, la curiosidad, el entusiasmo y el afecto positivo, cualidades
muy valoradas en el contexto de los iguales (Fuentes, 1999).
Otra variable a tener en cuenta puede ser la cultura. En distintos estudios se observan
diferencias entre culturas, especialmente en la distribución de los tipos de apego. Cuando
se trata de niños no americanos y que no son de clase media se encuentran menos chicos
clasificados como seguros. No obstante, a pesar de estas diferencias, se observan
similitudes: los padres y las madres de todo el mundo prefieren que sus hijos establezcan
apegos seguros con ellos, y de hecho la mayoría de los niños establecen más apegos
seguros que de ningún otro tipo (Shaffer, 2002: 172). En definitiva, las diferencias entre
culturas parecen deberse más a la metodología utilizada para clasificar los apegos (Stran
ger Situation) que a las características de la relación padres-hijos en los distintos países
(Oliva, 2004), manteniéndose, en principio, su universalidad. De todas formas,
volveremos a retomar de manera más general la relevancia de las distintas culturas.
Cuando se estudia el tema de los estilos educativos de los padres se suelen describir a
partir de dos dimensiones principales:
-La exigencia (control, disciplina). Por ejemplo, unos padres pueden ser muy
144
controladores, emplear el castigo físico, la amenaza o la privación de objetos o de
actividades que gustan al niño, o pueden manifestar sentimientos negativos como
enfado, decepción, frustración o desaprobación e indiferencia. Por otro lado,
pueden hacer al niño reflexionar sobre el porqué de su acción y considerar las
consecuencias de la misma.
A partir de estas dos dimensiones surgen cuatro estilos educativos (Damon, 1995;
Fernández García, 1998; Jiménez Hernández, 2000; Musitu y García, 2001; Palacios,
1999; Palacios y Moreno, 1994):
CUADRO 3.3
Los estilos educativos de lospadres (tomado de Palacios, 1999: 270; Palacios y Moreno,
1994. 169)
145
razones para evitar el riesgo de ser excesivamente permisivos. En este sentido, cuando el
comportamiento inadecuado ocurre, los padres muestran una preferencia por técnicas
inductivas de disciplina, orientadas a las consecuencias del hecho.
Crockenberg et al. (1996) describen una categoría de padres similar a ésta: los padres
"colaborativos" (collaborative), es decir, padres que buscan sus metas (como criar y
formar a sus hijos) al mismo tiempo que favorecen también la autonomía de sus hijos.
Estos padres estimulan la competencia social de varias maneras: resuelven
adecuadamente sus conflictos, muestran emociones positivas y crean las condiciones que
promueven la internalización de las conductas por parte de sus hijos. Los niños, de esta
manera, aprenden a equilibrar sus propias metas con las de los demás. Estos efectos en la
competencia social son mayores cuando ambos padres utilizan este estilo educativo. Sin
embargo, el que la madre no lo utilice pero el padre sí está asociado a mayor
competencia social en los niños que cuando el padre es autoritario y la madre
democrática (en este segundo caso sólo está asociado con una mayor competencia social
en las niñas). Es decir, para estos autores las asociaciones entre el estilo educativo y la
competencia social son más fuertes en díadas del mismo género.
146
factores de riesgo que pueden fomentar un comportamiento agresivo y violento en los
niños.
El estilo negligente o indiferente (uninvolved) destaca por su bajo nivel tanto en afecto
y comunicación como en exigencia y control. La expresión de afecto de los padres
indiferentes es aún menor que la de los padres autoritarios; muestran escasa sensibilidad
a las necesidades e intereses del niño, incluso en aspectos básicos, caracterizándose por
su frialdad y distanciamiento. Normalmente, manifiestan una ausencia de control y
exigencia pero, en ocasiones, lo ejercen de forma desmesurada y plantean unas normas
no justificadas.
Los distintos estilos educativos tienen consecuencias para los hijos, aunque, al igual
que en el tema del apego, éstas no son determinantes y definitivas (Eisenberg, 1992;
Inglés, 2003; Jiménez Hernández, 2000; Palacios y Moreno, 1994):
-Los hijos de padres con autoridad (democráticos) son los que presentan las
características más valoradas en la cultura occidental: tienen alta autoestima,
afrontan nuevas situaciones con confianza, son persistentes, destacan por su
competencia social, muestran conductas prosociales, mayor empatía y autocontrol
y la interiorización de normas y valores sociales y morales. Son capaces de
equilibrar la conformidad externa con su necesidad de autonomía e individuación.
Son niños responsables, independientes, aprenden que los problemas se resuelven
mejor si se entiende el punto de vista del otro y desarrollan buenas estrategias de
resolución de conflictos.
Esto se debe principalmente a que los padres dirigen la atención del niño hacia
las otras personas y hacia los estados emocionales de los demás, proporcionando
razones sobre las conductas. Los padres implícitamente comunican que el niño es
responsable de su propio comportamiento, exhiben un modelo controlado y de
cuidado a imitar y crean las condiciones emocionales ideales para aprender y prestar
atención a no enojarse o asustarse en exceso. El estilo democrático en los padres es
uno de los predictores familiares más consistentes de competencia en la infancia y
en la adolescencia. Altos niveles de afecto y control ayudan a los niños a ser
maduros y miembros competentes de la sociedad. Además, son los niños que mejor
puntúan en variables escolares como la motivación, el rendimiento o la competencia
académica y las atribuciones sobre el éxito escolar. Estas características parecen
147
mantenerse con el tiempo.
11 - Los hijos de padres permisivos se muestran, a primera vista, como los más
alegres y vitales, sin embargo son también inmaduros, incapaces de controlar sus
impulsos y poco persistentes. Es decir, aunque suelen ser sociables y amigables, les
falta el conocimiento de las conductas apropiadas para los intercambios sociales
ordinarios y pueden, en ocasiones, verse inmersos en situaciones inapropiadas
como el consumo de alcohol y drogas.
-Los hijos de padres autoritarios suelen expresar poco afecto, suelen tener baja
autoestima y escaso autocontrol, se muestran obedientes, dependientes y sumisos
cuando el control es externo, con poca autonomía, son poco hábiles en las
relaciones sociales, tienen pocas habilidades sociales y pueden mostrar agresividad,
sobre todo en ausencia de la figura que ejerce el control externo. Se han señalado
algunas diferencias debidas al género: los niños se muestran más hostiles mientras
que las niñas más dependientes y sumisas.
Estas técnicas que enfatizan el poder de los padres a través de las amenazas y de
los castigos están relacionadas también con una menor conducta prosocial porque
los padres tienden a modelar un comportamiento agresivo, están preocupados por
las consecuencias para ellos mismos antes que por las necesidades de los demás. Es
decir, es más difícil que empaticen con otros. Son niños que, al igual que los hijos
de padres indiferentes, puntúan muy bajo en motivación académica.
148
CUADRO 3.4
El estilo educativo, al igual que las relaciones de apego, también tiene consecuencias
en algunos procesos cognitivos. Por ejemplo, un estilo educativo severo y de rechazo
(autoritario) está relacionado con un estilo atribucional hostil en el procesamiento de
información, con un pobre razonamiento moral en los hijos y con una orientación de
control externo y una tendencia en los niños a esperar una mayor autoeficacia mediante
tácticas agresivas.
Resumiendo, los estilos educativos incluyen por tanto el afecto y apoyo de los padres
(relacionado con el apego), así como el establecimiento y seguimiento de unas normas.
Los padres que son muy afectuosos pero permisivos no estimulan el comportamiento
socialmente competente y prosocial en sus hijos (Eisenberg, 1992). Es decir, es
importante considerar ambos aspectos. El ejercicio excesivo de poder por parte de los
padres, la inconsistencia a la hora de responder y la falta de apego seguro pueden
contribuir a que no se resuelvan los conflictos con los hijos de modo constructivo.
Pero, como señala Palacios (1999), considerar simplemente estos dos aspectos del
modelo tradicional de socialización (estilos educativos y apego) para describir el contexto
familiar es simplista y rígido porque describe las influencias como un proceso simple y
unidireccional. Para tener una visión más completa sobre el funcionamiento de la familia
149
se debe considerar el hecho de que los padres tienen sus propias características
personales (su propia historia de apegos, sus habilidades cognitivas, emocionales, sus
actitudes y creencias, su nivel socioeconómico, entre otras), los valores predominantes en
la familia, la relación conyugal, las distintas situaciones (pérdida de una figura de apego,
hospitalización), como recogen Cantón y Cortés (2003) y Parke y Buriel (1998).
Por ejemplo, se citan investigaciones que señalan que los padres que creen que es
muy importante fomentar la competencia social de sus hijos propician más experiencias
con los iguales y un comportamiento menos directivo; los que mantienen valores de
conformidad y obediencia tienden a utilizar un estilo autoritario; los que valoran la
autonomía y la tolerancia suelen buscar un estilo democrático y los que mantienen
valores más hedonistas y de autobeneficio, un estilo permisivo. Por otro lado, los padres
que, a su vez, han mantenido una buena relación con sus propios padres tienden a
desarrollar con sus hijos un sistema normativo flexible y compartido e intentan razonar
cuando éste no se cumple. Además, parece que a mayor edad de los padres, mayor
permisividad en el estilo educativo familiar.
Es decir, también influyen las interpretaciones que hagan los hijos de las conductas de
sus padres. Los padres cambian y aprenden en las relaciones con sus hijos, ya que éstos
afectan a las prácticas educativas que ponen en práctica. Por tanto, hay que tener en
cuenta que las prácticas de los padres no producen directa e irreversiblemente un
comportamiento en sus hijos sino que los procesos de socialización que tienen lugar en la
familia son una construcción conjunta, un compromiso entre las características de todos
los integrantes del sistema familiar y de las diversas situaciones por las que unos y otros
pasan. El proceso de socialización es bidireccional, es decir, la interacción padres-hijo
proporciona un contexto de influencia y aprendizaje mutuo, de comunicación y
negociación. Los padres cumplen con su responsabilidad como agentes de socialización
en un contexto en el que los niños actúan también como agentes y tienen recursos para
influir ellos mismos en sus padres.
150
adaptándose a las características del niño y de la situación. Por ejemplo, Ceballos y
Rodrigo (1998) señalan que cuando los niños son más pequeños, los padres deben
ejercer un mayor control que cuando son adolescentes, momento en el que a menudo las
normas podrían establecerse en conjunción con ellos. Por otro lado, tampoco la
actuación debe ser la misma si un niño es tímido que si es agresivo, o dependiendo de la
situación (por ejemplo ante un peligro inminente es normal que un padre se vuelva muy
autoritario y dé una orden a su hijo sin intentar razonar con él). Además, la elección del
tipo de disciplina también depende del tipo de atribución causal y de la emoción que
suscita en los padres la conducta de su hijo. Es decir, las pautas educativas no son
comportamientos aislados, sino que están sustentados por un sistema de creencias sobre
el desarrollo y la educación de los hijos, sobre cómo son éstos y sobre su papel como
padres (pp. 241-242). Lo que sí parece claro, señalan estas autoras, es que hay ciertos
patrones educativos claramente perjudiciales: la disciplina incoherente, la disciplina
colérica y explosiva, la baja implicación y supervisión de los padres y la disciplina rígida e
inflexible.
A) El juego
Ladd y Hart (1992) encontraron que la estimulación por parte de los padres del juego
de sus hijos con los iguales predecía la aceptación en clase de los niños (espe cialmente
en los de sexo masculino) y una propensión, tanto en niños como en niñas, a
151
comprometerse y mejorar sus habilidades prosociales y a mostrar menores niveles de
conducta antisocial con los compañeros. Los padres que valoraban la importancia del
juego del niño con los amigos tendían a animar más los encuentros entre éstos y creaban
más oportunidades para que se relacionaran. Además, los padres que estimulaban el
papel activo de sus hijos en el inicio de sus contactos con los de su edad (por ejemplo,
animándoles a llamar a sus amigos, ayudándoles a pensar cosas divertidas para realizar
con los compañeros), reforzaban la toma de responsabilidad y autonomía del niño en las
relaciones sociales. También se observó que los niños que tenían varios hermanos
tendían a iniciar más actividades de juego con los iguales. Entre los niños de 3 y 4 años y
los de 4 y 5, a pesar de la poca distancia cronológica, se encontraron diferencias debidas
a la edad, lo cual apoya la hipótesis de que, con los años, los padres van transfiriendo
mayor responsabilidad a sus hijos y disminuyendo la frecuencia con la que estimulan los
encuentros y las relaciones sociales de éstos con sus amigos y compañeros.
Los consejos y la guía que dan los padres sobre cómo relacionarse con los iguales, así
como las oportunidades de interrelación que los padres proporcionan (según el vecindario
que eligen, al organizar fiestas o al invitar a los amigos de su hijo a que vayan a casa, por
ejemplo) también influyen en los intercambios sociales del niño.
Esta influencia depende del contenido de las conversaciones que mantienen con sus
hijos. Los niños con padres que simplemente proponen normas, por ejemplo, sobre el
altruismo ("las personas deben ayudar"), no promueven en profundidad que sus hijos
ayuden. En cambio, cuando los padres hablan sobre los efectos de auxiliar a otros es más
probable que éstos ayuden. Es decir, promover la empatía es más efectivo que
simplemente decir a los niños que deben ayudar o compartir. Es más difícil que lo hagan
si creen que están forzados a ello (Eisenberg, 1992).
Pettit, Brown, Mize y Lindsey (1998) encontraron diferencias debidas al género tanto
de los hijos como de los padres. En general, la competencia con los iguales para las niñas
estaba más fuertemente relacionada con la instrucción verbal de la madre, mientras que
la competencia de los niños estaba más relacionada con el juego con el padre y con la
152
participación de éste en el juego con los iguales.
Tras ver a lo largo de estos puntos cuál es el papel jugado por los padres en el
desarrollo social de los niños, tanto directa como indirectamente, queremos abordar un
aspecto más: la socialización de emociones, tema que merece un tratamiento especial
dada su relevancia hoy día y su importancia para el desarrollo de la competencia social.
Éste es un tema que está siendo muy estudiado en la actualidad porque, como se ha visto
al trabajar las variables afectivas, los niños deben aprender a leer las señales emocionales
de los demás y a regular sus propios afectos si quieren iniciar y mantener de forma
exitosa relaciones con otras personas.
Estos intentos pueden ser directos y, por tanto, incluir conductas, creencias, metas y
valores de los padres respecto a las emociones de sus hijos, es decir, los padres
intencionalmente tratan de influir o facilitar el comportamiento, conocimiento y
emociones de los niños; o indirectos, es decir, que aunque los padres no tratan de influir
intencionalmente en el comportamiento y expresión de emociones de sus hijos, lo hacen
indirectamente a través de procesos como la observación y la imitación (Eisenberg,
Spinrad y Cumberland, 1998b). A pesar de que la influencia de los padres puede ser
modesta en aspectos en los que influyen variables temperamentales (por ejemplo,
intensidad experimentada), es clara en cómo y cuándo los hijos regulan su conducta.
Eisenberg et al. (1998a) proponen un modelo para explicar los procesos generales
incluidos en la socialización de las emociones, sus resultados y las variables moderadoras
de estos procesos. A continuación se pasa a exponer este modelo porque proporciona
uno de los esquemas más comprensivos para entender cómo los padres socializan las
emociones de sus hijos. En la figura que se expone en la página siguiente se presenta este
modelo, que fue posteriormente revisado por los mismos autores (Eisenberg et al.,
153
1998b). En esa revisión principalmente se añadió la bidireccionalidad de las influencias,
es decir, el hecho de que las emociones de los niños pueden ser tanto el resultado como
un estímulo que contribuye y modifica la relación padres-hijos.
Como se señala en la figura 3.1, las tres prácticas educativas de los padres más
relacionadas con la socialización de emociones y que han sido las más estudiadas son:
154
Figura 3.1. La socialización de emociones (basada en Eisenberg et al., 1998a y 1998b).
Todo esto requiere que los padres sean capaces de ser conscientes de los sentimientos
de sus hijos, valorar la expresión emocional, escucharles empáticamente, enseñarles a
etiquetar verbalmente las emociones, al mismo tiempo que se establecen límites para la
conducta inapropiada (Gottman y DeClaire, 1997).
155
A) Reacciones de los padres ante las emociones de los hijos
Eisenberg, Fabes y Murphy (1996) clasifican en seis tipos las reacciones de los padres
a las emociones de sus hijos, de los cuales tres reflejan falta de apoyo: punitivo ("le digo
a mi hijo que si empieza a llorar, irá a su habitación"), de malestar ("me siento
trastornada por la reacción de mi hijo"), de minimización ("le digo que está exagerando")
y otros tres que muestran mayor sensibilidad y apoyo: animar la expresión de emociones
("le pregunto por qué está nervioso"), confortar centrándose en la emoción ("intento
consolarlo y hacer que se sienta mejor") y ayudar a resolver el problema ("ayudo a mi
hijo a imaginar cómo arreglar su bici cuando ésta se ha roto"). También, Gottman y
DeClaire (1997) distinguen entre aquellos padres que tratan de atender, comprender y
educar las emociones de sus hijos, empatizando con ellos (emotion-coaching) y los que o
bien las ignoran o les restan importancia o bien las evitan o rechazan (laissezfaire,
dismissing o disapproving).
156
social en contextos que incluyan dichas emociones y perder oportunidades para explorar
su significado y la manera de manejarlas.
En resumen, los padres, a través de sus reacciones a los sentimientos de sus hijos,
pueden enseñarles a éstos cómo y cuándo expresar emociones, cómo interpretar las de
los demás y la manera de manejarlas y regularlas.
B) Discusión de emociones
157
Buckner y Goodman (2000) con niños de unos 3 años. En esta investigación los niños
conversaron con sus padres sobre cuatro experiencias emocionales pasadas durante las
cuales habían experimentado ira, felicidad, tristeza y miedo. Las madres, en general,
conversaron más sobre los aspectos afectivos de las experiencias y usaron más palabras
sobre emociones que los padres. No obstante, tanto los padres como las madres usaron
más términos afectivos cuando discutían las experiencias de tristeza con las hijas que con
los hijos. Por su parte las niñas también hablaban más sobre sus sentimientos que los
niños.
-Influye en las habilidades de los niños para interpretar y entender las reacciones
emocionales de los demás porque proporciona información sobre el significado
emocional de los eventos y conductas.
Los niños cuyos padres les expresan afecto positivo suelen mostrar también este
afecto positivo hacia sus padres y son clasificados como socialmente competentes por los
profesores y los iguales. Por el contrario, resultados sociales "pobres" y mayor expresión
de afecto negativo en los niños se asocia con padres que expresan emociones negativas
intensa y continuamente.
Heinhold, Kerr y Palladino (1998) señalan algunas diferencias debidas al sexo en las
valoraciones realizadas por el padre, la madre y los hijos acerca de la expresividad
familiar tanto positiva como negativa. Las madres coincidieron con sus hijos e hijas en la
valoración de las emociones positivas en la familia, mientras que los padres coincidieron
158
con sus hijos e hijas en la expresividad negativa.
Por otro lado, Gordon (1989) puntualiza que las investigaciones que se realicen sobre
la socialización de las emociones deben prestar más atención al estudio no sólo de las
emociones básicas (como el miedo, la ira, la tristeza) sino también del orgullo, la culpa o
la vergüenza; a la importancia de otros agentes de socialización (no sólo de la madre) y al
trabajo con niños mayores y adolescentes.
Esa crítica sin duda resulta muy acertada pero también habría que preguntarse si
experimentar emociones negativas siempre es tan malo que requiere inmediatamente su
regulación, así como ocultarlas o no expresarlas. Probablemente, los padres deberían
enseñar también a sus hijos que en ciertos momentos es adecuado experimentar y
expresar afectos negativos como la tristeza ante un suceso doloroso. Habrá que conseguir
que estas emociones no lleguen a dominar a la persona y a sumirle en un cuadro
problemático y excesivo y ayudarle a canalizarlas de modo adecuado, pero regulación no
significa que no se deban exhibir este tipo de emociones, sino que debe hacerse en su
grado justo.
159
cumpliendo con otras funciones más allá de la mera supervivencia aunque también
contribuyan a ella.
Por otro lado, esta autora, al igual que otros como Gordon (1989), reclama además
prestar atención a las emociones autoconscientes (como la vergüenza, la culpa y el
orgullo), también denominadas sociomorales. Éstas aparecen hacia los 2 o 3 años de
edad, cuando se va desarrollando el concepto de sí mismo. Los padres se esfuerzan por
cultivarlas en los niños para enseñarles la importancia de las normas e ideales sociales.
Estas emociones, en contextos apropiados, pueden motivar al niño a obrar de acuerdo
con las reglas socialmente compartidas, lo cual, de hecho, promueve la competencia
social.
Recapitulando, a lo largo de estas líneas, tras estudiar el apego, los estilos educativos
y la influencia directa de los padres, hemos analizado el tema de la socialización de
emociones. Antes de acabar con las variables familiares, conviene hacer unas últimas
aclaraciones y sugerencias que permitan perfilar esta área de investigación. Una de ellas
es volver a recordar que en los últimos años, a partir de los setenta, se ha empezado a
aceptar la bidireccionalidad de las influencias paterno-filiales;, es decir, se ve al niño no
sólo como receptor sino también como emisor de estímulos.
160
Por este motivo, Russell, Pettit y Mize (1998) se han preguntado si en las relaciones
paterno-filiales, tradicionalmente consideradas asimétricas, pueden observarse
características horizontales, es decir, de mayor igualdad y que estimulen el aprendizaje de
habilidades que posteriormente puedan ser empleadas por los hijos en sus relaciones con
los iguales. Los padres no se muestran sólo como figuras de autoridad sino que pueden
intentar compartir responsabilidades con sus hijos, escucharles, mostrar reciprocidad en
el juego y en las habilidades de comunicación, respetando turnos, manteniendo
discusiones y proporcionando información o intercambiando opiniones y emociones.
Además, es innegable el protagonismo del niño, no sólo porque puede compartir con
sus padres, por ejemplo, ciertas confidencias de forma parecida a como lo hace con sus
amigos o interactuar de un modo bastante igualitario, sino porque también influye con su
comportamiento y con sus emociones en la forma de actuar de sus padres. No obstante,
no debe olvidarse que las relaciones padres-hijos no son igualitarias u horizontales, como
lo son las de los iguales, sino que el poder, la experiencia y la autoridad de los padres es
superior a la de los hijos y, por tanto, su relación es esencialmente vertical y desigual.
En definitiva, además de tener en cuenta los estilos parentales habrá que considerar
las repercusiones que tienen las características del entorno cultural donde se produce la
socialización, puesto que no siempre se pueden generalizar los datos a todas las culturas,
ni a todas las familias y situaciones.
161
Además es necesario considerar la importancia de otros agentes de socialización como
los abuelos, el padre (no sólo la madre) y, por supuesto, los hermanos (López et al.,
1999).
Para acabar este apartado e introducir el siguiente se desea advertir que el tipo de
relación que los padres establecen con sus hijos no sólo influye en la posterior
competencia de éstos con los iguales sino también con otros adultos como los profesores.
Así, por ejemplo, las relaciones madre-hijo caracterizadas por compartir afecto y calor es
más probable que lleven a sus hijos a formar relaciones seguras y no conflictivas con sus
profesores. Mientras que, por el contrario, las relaciones con los padres en las que existen
continuas luchas por el control o falta de supervisión, estimulan relaciones posteriores
inseguras, dependientes y conflictivas con los profesores. El afecto compartido y el
cariño, así como un equilibrio entre control y autonomía en la interacción madre-hijo,
predicen habilidades sociales con los iguales, buenos hábitos de trabajo, tolerancia a la
frustración, falta de problemas de comportamiento y competencia general en el ajuste de
los niños a la escuela.
Cada niño prospera mejor cuando hay, al menos, un cuidador adulto en su contexto
inmediato que busca su bienestar incondicional y cuando existen otros sistemas y
contextos que apoyan y comparten este papel.
En la escuela tiene lugar también el proceso de socialización de los niños, tanto a través
de la socialización del conocimiento (se enseñan cuestiones de relevancia social y, al
mismo tiempo, se prepara a los alumnos para ser los trabajadores del futuro) como de la
162
socialización de las relaciones (educar para la convivencia). Es decir, la escuela ofrece
una situación privilegiada para formar ciudadanos socialmente competentes según los
valores de la cultura y el contexto sociopolítico de un país, al transmitir saberes y
conocimientos pero también actitudes y valores y crear climas democráticos y de
convivencia pacífica (Trianes et al., 1999).
Es este segundo aspecto, la socialización de las relaciones, el que nos interesa aquí.
En pocas palabras, "en la escuela se producen un sinnúmero de relaciones y de
encuentros que configuran el desarrollo psicosocial de los individuos. No es bueno pasar
por alto el hecho de que la escuela constituye un microcosmos con su peculiar cultura,
integrada por ideas, normas y valores" (Santos, 1992: 181).
Específicamente, respecto a las relaciones entre los profesores y los alumnos existen
algunos instrumentos de evaluación destinados a medir su calidad: The Student-Teacher
Relationship Scale (STRS) de Pianta (1996), The Teacher Attachment Q-Set (TAQS),
adaptación del instrumento para el apego de los padres de Waters (1987), Teacher
Relationship Interview (TRI) de Pianta et al. (1999), entre otros.
163
-La propia dificultad de la tarea docente (complejidad de sus objetivos).
-El intenso conflicto que suele darse entre las dos grandes dimensiones del rol
docente: la instructiva y la socializadora.
-Viñas (2004) añade una nueva dificultad: la resistencia al cambio que a menudo se
debe a una cultura de las instituciones educativas muy arraigada en unos hábitos y
formas de proceder, metodologías rutinarias, poca sensibilidad hacia lo relacional y
lo afectivo, que dificultan la puesta en marcha de nuevas estrategias o modos de
actuar.
Sin embargo, esta visión pesimista se mueve en un nivel muy genérico y global, no
describiendo la situación de determinados centros y profesores preocupados por
desarrollar unas relaciones interpersonales satisfactorias con sus alumnos. Además, las
investigaciones comienzan a destacar los importantes beneficios derivados de la relación
con los profesores, proporcionando una visión más positiva de la realidad escolar.
164
Los profesores, de hecho, pueden influir directa o indirectamente, como se indicó en
el caso de los padres, en el desarrollo de la competencia social de los niños. Pueden, por
un lado, explicar, expresar y opinar abiertamente sobre temas como las emociones, las
relaciones interpersonales, la violencia, la amistad y la ayuda, entre otros, así como
comunicar valores y expectativas con la intención de promover una determinada
actuación en sus alumnos, estimular la toma de perspectiva y la empatía. Por otro lado,
ellos mismos son modelos de comportamiento que los estudiantes observan y pueden
convertirse también en figuras de apego significativas (especialmente, cuando las
relaciones del niño con los padres son pobres). Por estos motivos, hay que cuidar tanto
lo que se dice y hace como la manera de hacerlo.
Asimismo, cuando los alumnos perciben este apoyo, preocupación y cuidado en sus
maestros suelen motivarse, comprometerse e implicarse en las actividades sociales y
académicas de la clase, se esfuerzan y buscan metas prosociales y de responsabilidad
165
social (Wentzel, 1997), como ya se puso de relieve en el apartado en el que se trataron
las relaciones entre competencia social y académica (capítulo 1) y se convierten en
recursos y modelos para otras relaciones sociales (por ejemplo, con los iguales).
Una diferencia importante con respecto a los padres es que los profesores no son
siempre los mismos y, además, conforme el niño avanza en las etapas educativas, van
aumentando en número. A pesar de esto, juegan un papel esencial en la educación
integral del niño y en la aplicación de programas, así como en la evaluación y detección
de problemas en sus alumnos debido a que conviven muchas horas en un mismo
contexto: la escuela.
Es importante tener en cuenta que, al igual que los padres, los profesores tienen sus
propias creencias sobre la importancia de estimular las relaciones interpersonales, sus
prejuicios, sus deseos, sus metas y objetivos, sus atribuciones sobre las causas de los
problemas de inadaptación social, sobre el papel que ellos mismos juegan en la dirección
de la clase y sus expectativas sobre el éxito de los programas que aplican, entre otros.
Por ejemplo, en un cuestionario aplicado por Sánchez y Reche (1996) los profesores
revelaban teorías implícitas negativas sobre los alumnos como:
-"Si un niño es violento no puede hacerse nada para cambiarlo." Se opina esto
porque se atribuyen los problemas a factores externos al contexto escolar como la
familia o a otros casi inmutables como la herencia. En esta misma línea, Torrego y
Moreno (2003) consideran que los profesores perciben la violencia como algo que
procede desde fuera de la escuela y que, por ello, las soluciones al problema
también deberían centrarse en el exterior (expertos, asistentes sociales, familia).
Parece que no confían en su papel como orientadores y estas opiniones tienen una
enorme capacidad de configurar la opinión pública sobre el papel de la escuela.
-Interpretan las respuestas asertivas (de defensa de las propias ideas y opiniones)
como agresivas.
-"El profesor es el único que tiene que manejar la clase sin dar un papel activo a los
alumnos."
166
recorrer, progresivamente en el mundo pedagógico va calando la idea de que los
profesores juegan un papel muy importante a la hora de fomentar la implicación activa
del alumno en su propio desarrollo social y a la hora de establecer y estimular las
relaciones interpersonales de calidad.
En un estudio realizado con 186 profesores, López de Dicastillo (2006) señala que en
su mayoría los profesores se mostraban motivados y sensibilizados acerca de la impor
tancia de trabajar la competencia social dentro de los colegios, impregnando todo el
quehacer educativo (en todas las asignaturas, por todos los profesores como objetivo
prioritario de su actuación y para todos los alumnos). Además, afirmaban tener confianza
en sus posibilidades de cara a educar para la convivencia y mantener la autoridad dentro
del aula. Creían que la violencia había aumentado en los últimos años y que los alumnos
tenían dificultades a la hora de resolver sus conflictos sin acudir a estrategias agresivas o
violentas.
167
-Ayudar a los niños a conocer, a entender, a adaptarse y a cambiar, si fuera
necesario, las normas, reglas y valores que rigen en el contexto escolar y que
pueden ser distintas de las que existen en su familia. Para ello, es muy importante
que el profesor exprese claramente las reglas y normas de conducta que se van a
aplicar y su razón de ser. Con ello se evita que los alumnos las vean como algo
arbitrario y, por el contrario, sepan a qué atenerse y puedan autorregular mejor su
comportamiento, sabiendo qué tienen que hacer, cómo hacerlo y las consecuencias
que se derivan de ello.
-Mantener unas expectativas adecuadas sobre sus estudiantes y ayudar a que éstos
hagan lo mismo y revisen las maneras en que identifican a otros niños en el grupo
con el fin de promover una visión más positiva de éstos.
168
-Fomentar en sus alumnos, y en ellos mismos, actitudes y estrategias de
comunicación, escucha y respeto, así como de negociación, de resolución de
conflictos y otras habilidades sociales.
- Conocer y evitar las conductas de bullying (término referido a los abusos entre
iguales), ayudando tanto a la víctima como al agresor. Ol O
Con el fin de promover el compromiso activo de los alumnos, los autores han
expuesto procedimientos para llegar a establecer las normas de aula por medio de la par
ticipación democrática. Su metodología incluye reflexión, investigación y debate en
pequeño y gran grupo. La función esencial del profesor es la de ser facilitador y
169
moderador participante en el proceso. Este recurso normalmente suele responder al
formato de lo que se denomina asamblea. Las asambleas pueden estar dirigidas a
proporcionar información o a reflexionar, a tomar decisiones o llevar a cabo un proyecto
y a resolver conflictos (Torrego, 2003). En ellas se pueden distinguir cuatro fases
fundamentales: 1) preparación o sensibilización, 2) propuesta de normas sobre los
distintos aspectos de la vida del aula o del centro, 3) negociación y consenso de las
propuestas y 4) aplicación y seguimiento posterior de los acuerdos. Este procedimiento
promueve la participación de todos los alumnos, incluso de aquéllos que presentan
importantes dificultades académicas. Como consecuencia de ello, fomenta la cohesión del
grupo, contribuyendo a dotarlo de identidad, a hacer propias las normas, lo cual se
relaciona directamente con la prevención de la indisciplina (Angulo, 2001; Pérez Pérez,
1995).
Es decir, las clases en las que se enseña competencia social suelen estar
cuidadosamente organizadas, los límites explícitamente definidos, las consecuencias
derivadas del hecho de romper las normas son claras y las expectativas del profesor
realistas y expresadas a los alumnos. Éstos pueden comunicar sus necesidades de modo
eficaz porque se escuchan los unos a los otros y pueden trabajar y jugar
cooperativamente porque aprenden cómo compartir actividades, materiales e intereses
para conseguir metas comunes. Además, conocen qué se espera de ellos y son
conscientes de la necesidad de interactuar apropiadamente. La claridad y la consistencia
contribuyen a alcanzar tanto las metas individuales como las grupales.
Por ejemplo, autores como Campbell y Siperstein (1994) distinguen distintos estilos
de enseñanza entre los profesores que establecen o no estos límites y expectativas claras
(con otras palabras, los estilos educativos o disciplinarios, en este caso de los docentes):
170
control. No se debe confundir autoridad con autoritarismo. En este caso el
profesor ejerce su autoridad derivada de su mayor conocimiento y experiencia,
sabiduría y prestigio; es decir, las relaciones alumno-profesor son esencialmente
asimétricas. Ahora bien, el ejercicio del poder no debe ser rígido, como imposición
o castigo, sin permitir ninguna participación por parte de los estudiantes. El
profesor debe contemplar, siempre que pueda, los deseos y opiniones de los
alumnos y, cuando esto no sea posible, conviene que inten terazonar para que ellos
entiendan sus motivos. Un enfoque preventivo de los conflictos implica un
posicionamiento participativo y un liderazgo democrático que promueva un buen
clima de relaciones interpersonales (De la Caba, 2002).
-Permisivo o laissez faire: los profesores también comparten la autoridad con los
estudiantes pero de manera menos estructurada, sin reflexionar sobre ello, y todo
parece espontáneo, sin planificar.
Los docentes raramente utilizan un único tipo de estilo educativo. Es importante que
los conozcan para decidir cuál es el estilo que principalmente quieren transmitir a sus
alumnos, pero entendiendo que hay momentos en los que puede ser conveniente ser un
poco más autoritario y otros más permisivo. Cuando la ocasión requiera que el profesor
actúe de modo más punitivo debe hacerlo intentando centrarse en la solución del
problema y mostrarse lo más empático posible. Cualquier medida de carácter
sancionador debe ir acompañada de una propuesta de diálogo con el estudiante. El
castigo pierde su validez cuando deja de cumplir una función educativa (Torrego y
Moreno, 2003).
Por otro lado, con el fin de proporcionar oportunidades a los estudiantes para que
interactúen, sin que sea en detrimento del aprendizaje académico, los profesores pueden
recurrir a técnicas como el aprendizaje cooperativo o de tutor-compañero.
Existe mucha bibliografía en torno a estos temas que subraya los beneficios de este
tipo de agrupamientos: ayudan a la integración, al conocimiento de los otros, refuerzan el
desarrollo de la empatía, educan en la responsabilidad, fomentan la confianza entre sus
miembros y su participación activa y preparan para el mundo adulto y laboral que exige,
cada vez con mayor fuerza, el trabajo en equipo, mejoran la percepción que los alumnos
tienen de la relación con los profesores y la satisfacción general con la escuela,
incrementan las oportunidades de observación del profesor y le obligan a prestar atención
171
al progreso de cada alumno, y permiten y exigen una mayor colaboración entre los
profesores (Díaz-Aguado, 2003; Garaigordobil, 2000; Johnson, Johnson y Holubec,
1999; Trianes y Fernández Figarés, 2001).
CUADRO 3.5
172
En un segundo momento, después de recoger la información, se debe planificar la
intervención. Para ello, hay que decidir si se va a contar con la ayuda de los implicados
para proponer soluciones. Estas soluciones serán evaluadas y se seleccionarán las más
viables, las que más satisfagan a todas las partes y se planificará su puesta en marcha. El
paso final de esta negociación consiste en la evaluación de los resultados alcanzados,
haciendo un seguimiento que permita incluir las mejoras que sean necesarias.
173
Relacionada con esto último, una iniciativa muy interesante y que permite solucionar
los conflictos dentro del centro escolar sería la de los equipos de mediación constituidos
por los propios estudiantes del colegio.
174
Por ello, un aspecto esencial es la formación de profesores en competencia social para
que puedan educar en ella a los estudiantes, para que los alumnos y ellos mismos
aprendan a afrontar situaciones difíciles, a resolver conflictos de forma constructiva, a
conocer los temas e hitos principales del desarrollo socioemocional, el papel de las
relaciones, los principales problemas y estrategias de intervención, así como a analizar
sus propias expectativas y creencias que influyen en la conducta, para que se abran
cauces de comunicación y para que los profesores se conviertan en modelos adecuados
para sus alumnos. Con tal fin, los docentes deben estar concienciados de la importancia
de estos temas y estar motivados por ellos, adquirir conocimientos, estrategias y
habilidades técnicas pero, también, un autoconocimiento como personas que actúan y se
relacionan con los demás (Trianes et al., 1997).
Los iguales son poderosos agentes de socialización que contribuyen al bienestar y ajuste
social, emocional y cognitivo. Un inadecuado ajuste con los iguales y una falta de amigos
puede tener importantes consecuencias emocionales, escolares y sociales. Algunos de
estos efectos negativos serían: experimentar rechazo y aislamiento; perder oportunidades
para la inclusión, el compañerismo y la recreación, así como para el apoyo emocional y
para la ayuda y la guía; baja autoestima, ansiedad y depresión, soledad y tristeza e,
incluso, abandono escolar al no experimentar la escuela como un lugar agradable (Asher
y Rose, 1997; Trianes et al., 1999). Aproximadamente el 10 o el 15% de los escolares
tienen serios problemas de relación con los iguales en la escuela (Asher y Rose, 1997).
En definitiva, la cultura de los iguales (tanto las interacciones entre ellos como las
relaciones más duraderas que establecen) se convierte en una parte importante de la vida
de las personas, especialmente durante los años escolares (Fuentes, 1999; Ladd, 2005;
Ortiz et al., 1999). Aunque, ya desde edades tempranas, las experiencias con los iguales
175
son fundamentales para el desarrollo de la competencia social, porque proporcionan una
serie de aprendizajes complementarios y diferentes a los que les aporta la experiencia
familiar (Asher y Rose, 1997; Díaz-Aguado, 1995b; Eisenberg, 1992; Fuentes, 1999;
García, 1995; Ladd, 2005; Trianes et al., 1999):
-A través del juego (escenario importante en el que se desarrollan las relaciones entre
los iguales), los niños se relacionan en un plano de igualdad, se divierten, se
"enfrentan" a emociones como la ira, la ansiedad, el desconcierto, la humillación,
la satisfacción o el orgullo, aprenden a respetar normas, a coordinar perspectivas
interpersonales y a solucionar conflictos.
-Los amigos ayudan a ampliar los modelos de identificación que ofrecen los medios
de comunicación, guiando los gustos y creando corrientes de opinión.
-El contexto del grupo de los iguales brinda un entorno natural para que las
conductas adquiridas se ejerciten y se promueva su generalización.
176
algo distinto sobre la conducta prosocial porque se sienten en igualdad y ven las
acciones prosociales como más voluntarias que cuando las realizan con los adultos
(pueden ayudar o compartir con ellos principalmente porque sienten que deben
hacerlo).
Estas cuestiones han sido las más estudiadas dentro del área de la competencia social.
De hecho, en muchas ocasiones el término competencia social ha sido equiparado al de
popularidad entre "los iguales", especialmente a partir de la década de los ochenta,
aunque ya puede detectarse el interés por este tema desde comienzos del siglo XX
(Ladd, 2005). Durante los primeros cuarenta años ("primera generación" de
investigaciones) se avanzó sobre todo en los métodos de estudio: la observación y la
sociometría y en el análisis de procesos como la amistad, el juego y la formación de
grupos. Posteriormente a 1970 a 1980 ("segunda generación") hay un resurgimiento y
auge en las investigaciones a través de trabajos longitudinales cuyo objetivo principal era
estudiar los procesos evolutivos y los problemas o consecuencias posteriores de las malas
relaciones con los coetáneos; por otro lado, los estudiosos del tema empezaron a
preguntarse por las variables cognitivas, emocionales y contextuales que explicaban el
éxito o fracaso con los iguales. Finalmente en la "tercera generación" de estudios se ha
continuado profundizando en los mismos aspectos pero se han abierto nuevas líneas
como el apego entre iguales, la "victimización" o el papel del género y la cultura.
177
escolar. Además, tener problemas en uno de ellos puede conllevar dificultades en los
otros. Es decir, hay niños que no resuelven sus conflictos con los iguales
constructivamente, lo cual puede traer como consecuencia el rechazo de éstos y la falta
de amigos. A pesar de ello, no siempre ocurre así. Puede darse el caso de niños que,
aunque responden agresivamente a los conflictos, tienen un grupo de amigos que los
acepta y apoya; o el caso de niños que, aunque no son muy aceptados por el grupo de
iguales, tienen varios amigos íntimos. En consecuencia, estas cuestiones están
relacionadas pero no son excluyentes. Por último, las relaciones entre iguales pueden ser
estudiadas desde una perspectiva más amplia: la formación de grupos.
Con esta expresión se hace referencia al grado o a amplitud con la que un niño gusta a
sus iguales y es aceptado o incluido dentro de las actividades que éstos realizan.
En general, aunque las causas para elegir o rechazar a un compañero pueden variar,
los tipos sociométricos son moderadamente estables a lo largo de toda la escolaridad,
especialmente en el caso de niños rechazados por sus iguales (Asher y Rose, 1997; Baéz
de la Fe y Jiménez, 1994; Trianes et al., 1999). Una posible explicación de esta
estabilidad es que los chicos adquieren reputaciones que operan como prejuicios contra
ellos cuando pasan de un nivel al siguiente en la escuela. Sin embargo, hay niños que
siguen siendo rechazados a pesar de introducirse en grupos nuevos, previamente no
familiares. En estos casos el rechazo puede ser debido a que realmente existe algún
déficit o inhabilidad (Trianes et al., 1999).
-Nominaciones: cada niño nombra a tres compañeros con los que le gusta trabajar,
jugar y ser amigo, y tres con los que no.
178
-Evaluación conductual de iguales: cada niño señala a tres compañeros que serían los
más elegidos, o los que menos, para trabajar y aquellos compañeros que tienen
más o menos amigos y se le pide que observe comportamientos del compañero al
que evalúa, en vez de valoraciones y opiniones sobre él.
-Puntuaciones (ranking): consiste en pedir a todos los alumnos que puntúen a cada
uno de sus compañeros utilizando una escala de cinco grados respondiendo a la
pregunta ¿cómo te cae?: muy bien, bien, regular, mal, muy mal.
Estos instrumentos permiten detectar cinco categorías de estatus sociales en los niños:
rechazados (bajos en competencia), aceptados (altos en competencia social),
controvertidos, medios e ignorados. El estatus social de un niño se distribuye a lo largo
de dos tipos de dimensiones: el grado de preferencia social que expresan sus compañeros
(la suma de valoraciones positivas menos las negativas) y el impacto social del niño en
clase (número total de nominaciones: positivas y negativas). Trianes et al. (1996) afirman
que las escalas de valoración o las calificaciones miden sobre todo la aceptación o
preferencia social mientras que las nominaciones miden también la popularidad o
impacto.
-Los niños bien aceptados o populares puntúan alto tanto en preferencia social como
en impacto social puesto que reciben muchas nominaciones positivas y pocas
negativas. Es probable que exhiban características prosociales como cordialidad,
cooperación, ayuda y amabilidad, así como habilidades de liderazgo, habilidades
para iniciar la interacción con otros niños, para mantener la relación y para resolver
conflictos de forma constructiva. De hecho, es el grupo clasificado como más
prosocial. Presentan elevadas puntuaciones en regulación emocional y bajas
puntuaciones en intensidad emocional, en afecto negativo y depresión. Pueden ser
o no líderes de los grupos pero, aunque no ofrezcan la dirección de un líder, son
un modelo muy valorado y a imitar por los demás. Por ello, deben "formarse" o
179
ser conscientes de que no deben utilizar inadecuadamente ese "poder".
-Los niños escasamente aceptados o rechazados tienen un impacto social alto y una
preferencia social negativa, reciben muchas nominaciones negativas y pocas
positivas. Los iguales y profesores consideran que estos niños suelen mostrar más
problemas de conducta, abuso de sustancias como las drogas, acciones delictivas,
locus de control externo, abandono escolar y problemas de aprendizaje. Es más
difícil que estos niños exhiban características prosociales y es más probable que se
comporten de forma agresiva, disruptiva (rechazados-agresivos: entre el 40 o el
50% de los rechazados), o extremadamente ansiosa, aislada e inhibida
(rechazados-retraídos).
En ocasiones, estos niños dejan que los demás se burlen de ellos, interrumpen la
clase, se hacen los "graciosos" y molestan al profesor, con el fin de ser aceptados por el
grupo. Estos niños suelen, con más frecuencia, abandonar tempranamente la escuela,
corren más riesgo de implicarse en actos delictivos y problemas de externalización
(cuando son agresivos) o de internalización (cuando son extremadamente retraídos o
perciben su bajo estatus). Son además los alumnos que tienen las opiniones menos
positivas sobre la vida de la clase y menores expectativas de cambio. Estos niños
rechazados se caracterizan también por puntuaciones altas en "emocionalidad" negativa,
intensidad emocional, depresión y puntuaciones bajas en regulación emocional.
180
Los niños rechazados tienen más dificultad para entender las necesidades y deseos de
los demás y para interpretar correctamente las situaciones sociales, por ejemplo, pueden
considerar un acto amistoso como hostil o interpretar un acto accidental como voluntario.
Especialmente los niños rechazados-agresivos muestran problemas para entender las
consecuencias que para los demás tiene su comportamiento, así como para atribuir sus
fracasos a factores internos y asumir su responsabilidad. Por su parte, los niños
rechazados-inhibidos suelen considerarse a sí mismos menos competentes socialmente.
Estos niños son hipersensibles a la crítica, esperan ser rechazados, suelen tener baja
autoestima y a menudo son objeto del maltrato por parte de abusadores. Es decir, ambos
casos pueden mostrar diversos fallos en su procesamiento de la información durante las
situaciones sociales, más inadaptación social y más sentimientos de soledad y riesgo de
problemática psicopatológica más tarde.
Por todo ello, los principales objetivos de formación con estos niños serían: aprender
a procesar correctamente la información social, desarrollar las habilidades sociales,
controlar su agresividad, mejorar la autoestima, ser más asertivo, proponer expectativas
realistas a través del modelado, el trabajo cooperativo, el clima afectivo cálido, seguro e
intervenir, si fuera necesario, en las actitudes y percepciones de los compañeros que
pueden estar rechazando a un chico por ser diferente.
-Los niños ignorados puntúan bajo en impacto social y preferencia social dado que
reciben pocas nominaciones, tanto positivas como negativas. Estos niños son
descritos como retraídos, aislados, temerosos y vergonzosos, pero no hay que
confundirlos con los rechazados puesto que evitan activamente los encuentros
violentos y agresivos o no experimentan tanto aislamiento, ni éste se relaciona con
manifestaciones de ansiedad.
Utilizan estrategias más pasivas para iniciar las interacciones y a menudo son
181
ignorados porque su presencia no es tan visible como la de otros compañeros más
activos socialmente. Se diferencian de los niños tímidos y aislados que son
rechazados en que no consideran negativamente sus relaciones, a diferencia de
éstos últimos que se sienten ansiosos y quizá asumen que son rechazados. Les
faltan las habilidades para interaccionar con los iguales y lograr ser aceptados.
Suelen estar mucho tiempo aislados y pasan desapercibidos para el grupo.
El grupo de los niños ignorados destaca por puntuaciones muy altas en timidez,
en afecto negativo y moderadas en ansiedad o depresión. No difieren
significativamente del grupo de niños aceptados y promedio en intensidad y
regulación emocional. Aunque, a diferencia de los anteriores, muestran locus de
control más externo y son vistos por sus iguales como menos aceptados y más
aislados. El aislamiento priva al niño de las relaciones con los iguales y, por tanto,
de ir adquiriendo las habilidades sociales necesarias para el sano desarrollo
socioemocional pero, en muchas ocasiones, no suele tener problemas a largo plazo
porque aunque no sea muy considerado dentro del grupo, puede tener amigos
íntimos. Sin embargo, otros niños pueden acabar en el estatus de rechazado.
Por tanto, son niños que en muchos casos cambian de estatus. La estabilidad a
largo plazo de este estatus es bastante pequeña; a diferencia de los dos anteriores.
182
Así, muestran características similares a las de los niños rechazados, pero menos
problemas conductuales y menos abandono escolar. Aunque dominan algunas
habilidades para entrar en los grupos, participan menos en actividades cooperativas
que los populares. En ocasiones tienden a ignorar las normas o necesidades de los
otros para buscar sus propias metas, pero tienen éxito con algunos compañeros
gracias a su alto grado de actividad, humor y creatividad. A veces no se juzgan y
valoran positivamente a sí mismos, quiza porque ven que despiertan sentimientos
ambivalentes. No es un estatus muy estable, porque mientras que en ciertos
contextos son bastante aceptados, en otros experimentan rechazo. Por estos
motivos, habrá que ayudarles a interpretar correctamente las claves sociales, a
utilizar estrategias para la resolución constructiva de los conflictos y fomentar la
empatía y la toma de perspectiva.
183
Figura 3.2. Estatus sociométricos.
Por lo general, los profesores consideran que los niños populares destacan tanto en la
dimensión social (gran capacidad para comunicarse con los demás, participación activa y
positiva en los grupos) como en la académica (responsabilidad del alumno con las tareas
y normas escolares y altos niveles de constancia y motivación), mientras que los
rechazados son los menos valorados en ambos dominios. Los niños promedio e
ignorados ocupan posiciones intermedias. Finalmente, la competencia social e intelectual
de los alumnos controvertidos es valorada por los profesores en términos similares a la de
los alumnos populares, pero en el dominio escolar son considerados claramente inferiores
a éstos, destacando su falta de motivación y de responsabilidad ante las tareas escolares
(Baéz de la Fe y Jiménez, 1994).
Respecto a los padres, en general los niños identificados como ignorados son los que
menos interactúan con ellos. Además, cuando lo hacen (sobre todo con el padre más que
184
con la madre), al igual que en el caso de los padres de los niños rechazados, predominan
las órdenes antes que las sugerencias o preguntas. Los niños que manifiestan una mayor
satisfacción familiar suelen recibir más elecciones amistosas y son más populares que los
alumnos insatisfechos. De igual forma tienen una opinión más positiva de sus padres,
esperan ser elegidos por sus compañeros de aula y, de hecho, poseen un mejor estatus
sociométrico.
Por otro lado, investigaciones como las de Dodge, Coie, Pettit y Price (1990) se han
propuesto examinar las relaciones entre el estatus sociométrico, las conductas observadas
en el niño, por ejemplo en el juego, y la agresividad. Dentro de la agresividad los autores
distinguieron entre: reactiva, es decir, en respuesta a un suceso percibido como
amenazante o provocativo y proactiva, sin que exista tal desencadenante. Este segundo
tipo se divide a su vez en instrumental, cuyo objetivo es, por ejemplo, conseguir un
objeto, y bullying, cuya meta es herir e intimidar a un igual.
En general, los niños populares jugaban poco tiempo solos y se dedicaban más a
conversar y a actividades que implicaban mostrar habilidades de liderazgo, inserción en el
grupo y en parejas. Los niños ignorados evitaban las interacciones diádicas y jugaban
más de modo solitario. Por su parte, los niños rechazados en sus clases eran también
poco elegidos para jugar. Su comportamiento dificultaba su aceptación porque no
destacaban por su juego cooperativo ni por su habilidad para la conversación social o el
liderazgo y porque respondían agresivamente en situaciones ambiguas con más
frecuencia que los no rechazados. Sin embargo, existe una excepción: cuando los niños
pequeños mostraban conductas de bullying no eran en un primer momento excluidos,
como parece ocurrir posteriormente con los de mayor edad. Igualmente, el rechazo en
preadolescentes parece relacionarse con problemas de conducta, no sólo de
externalización sino también de internalización.
Además de conocer las creencias o concepciones que tienen los padres y los
profesores acerca de los distintos estatus sociométricos y de realizar observaciones,
resulta interesante analizar cómo perciben los propios niños su aceptación, según
pertenezcan a un estatus sociométrico u otro. Es decir, si creen que gustan o no a sus
compañeros.
185
mayor número de iguales como niños a los que creían gustar. Los populares fueron los
que más acertaron y percibieron mejor la aceptación por parte de sus compañeros. Por el
contrario, los niños rechazados e ignorados nominaban a pocos iguales cuando se les
preguntaba por nombres de niños a los que creían gustar. Los rechazados fueron los más
diestros a la hora de identificar el rechazo de sus compañeros. Estas percepciones pueden
influir en el comportamiento y las relaciones que se mantienen con los otros. Es decir,
una percepción inexacta, creer que no gusta a los compañeros cuando en realidad no es
así, puede llevar al niño a mostrarse tímido y retraído en sus interacciones, de modo que
puede acabar fomentando una menor aceptación por parte del grupo.
Para terminar con este punto, se pueden señalar algunos enfoques y pautas de
intervención destinadas a ayudar a los niños que no obtienen la aceptación de sus iguales
(Fuentes, 1999):
186
conflictos interpersonales.
-Programas de intervención para modificar las atribuciones que realizan los niños
sobre los compañeros, entrenándoles para que perciban e interpreten las
intenciones y acciones de los otros con mayor precisión, dirigiendo la atención a la
expresión facial y gestual de la otra persona, considerando la relación con ésta o
fijándose en la reacción del compañero después del suceso.
3.4.2. La amistad
Mientras que la aceptación de iguales implica la inclusión del niño en el grupo como un
todo, la amistad se refiere al establecimiento de una relación particular diádica, recíproca,
simétrica, duradera y voluntaria entre dos personas, una relación caracterizada por un
fuerte gustarse mutuamente, una preferencia expresada de uno hacia el otro, por vínculos
afectivos y una sensación de historia compartida. Ambos tipos de vínculo a menudo van
emparejados (ser popular suele significar tener amigos), pero no siempre es así (un
alumno puede ser rechazado o ignorado por la mayoría de compañeros pero tener unos
pocos amigos).
En la escuela, la amistad puede ser valorada pidiendo a los niños que indiquen los
nombres de sus mejores amigos; son identificados como tales si se nominan
recíprocamente el uno al otro (Asher y Rose, 1997).
La amistad es diferente del apego pero algunas formas de amistad generan vínculos
de apego. Si los lazos de amistad acaban cumpliendo determinadas condiciones (vínculo
diádico, íntimo, duradero, incondicional, que implica búsqueda de proximidad y contacto
íntimo, protección y apoyo, ser base de seguridad, provocar temor a la separación o
187
ansiedad ante ella, y angustia y duelo ante la pérdida) puede hablarse de vínculo de
apego. Esta posibilidad de crear vínculos de apego con los iguales tal vez empiece en
preescolar, para hacerse más evidente en la edad escolar y sobre todo en la adolescencia
(López, 1993).
188
Por tanto, los distintos tipos de amistad que los autores describen difieren en
características como atracción mutua, afecto, ayuda, reciprocidad e intimidad. Es decir,
las amistades varían en función de la calidad y ésta es importante porque los vínculos
amistosos pueden conllevar características negativas o estimular comportamientos
inadecuados (imitar las conductas inapropiadas para ser aceptado).
-Reconocer que la amistad está dentro de una red más amplia (grupo de iguales y de
clase) y saber manejarse dentro y fuera de estas relaciones íntimas, interactuar
fuera del contexto donde los amigos se encuentran habitualmente.
189
caracterizadas por una alta valoración y exclusividad y por bajos niveles de conflicto, las
cuales, a su vez, según estos autores, son las más estables. Sin embargo, Kerns (2000)
cree que las amistades desarticuladas, caracterizadas por pobres interacciones positivas y
bajos niveles de juego conjunto e interactivo, son las más duraderas. Según justifica, esto
puede deberse a que los niños que mantienen este tipo de amistad permanecen con sus
amigos por su falta de oportunidades y habilidades para formar otras relaciones o porque
trasladan las características de las interacciones con sus hermanos que incluyen conflicto
y rivalidad. Por su parte, Howes et al. (1998) han encontrado que la formación de
amistades en preescolar lleva a tener valoraciones positivas de la amistad a los 9 años de
edad, lo cual sugiere más continuidad en las relaciones amistosas de los niños pequeños
de lo que se esperaba.
Por otro lado, en Ladd et al. (1996) también se aprecia que la valoración, la ayuda y
cooperación entre amigos se relacionan positivamente con el ajuste de los niños a la
escuela. No obstante, la revelación de secretos y de sentimientos íntimos y la
exclusividad se asocian con el ajuste escolar pero no como cabría esperar, ya que
favorecen la satisfacción por la amistad pero interfiriendo en el logro académico al limitar
la vinculación con otros compañeros y distraer de las actividades escolares de clase.
De todas formas, salvando las diferencias, lo que indican estos estudios es que la
calidad de la amistad, en un sentido u otro, influye en la estabilidad del vínculo amistoso.
Pero las amistades no sólo varían en función de su calidad sino también del género y
de la edad.
Autores como Brehm (1995) afirman que las amistades de las mujeres suelen basarse
principalmente en emociones compartidas, en revelaciones íntimas y suelen
190
caracterizarse por más acuerdo y menos conflicto; mientras que las de los hombres
suelen basarse en actividades compartidas y suelen caracterizarse por más desacuerdos y
conductas de confrontación.
Respecto a la edad, como dice Fuentes (1999: 173), el concepto de amistad y los
comportamientos que caracterizan esta relación cambian en las distintas etapas del
desarrollo, a medida que avanza el nivel cognitivo de las personas y sus experiencias
relacionales con compañeros y amigos. Los estudios que han analizado la formación de
las relaciones de amistad coinciden en señalar que los niños seleccionan a sus amigos
entre los compañeros, vecinos y conocidos de la misma edad, raza, clase social y sexo,
es decir, que los niños eli gen como amigos a niños similares a ellos. También se sabe que
al comienzo de las relaciones lo más importante es la coincidencia en gustos, intereses,
deportes, aficiones, actividades lúdicas y en la orientación que el niño tiene hacia la
escuela (aspiraciones educativas y rendimiento académico) pero que, a medida que
avanza la relación, se toleran mejor las discrepancias en estos temas y se da prioridad a
las semejanzas en características estables de la personalidad, como la lealtad, la
sinceridad o la solidaridad.
191
sus contactos sociales en uno o dos iguales sino que suelen jugar en grupos
bastante numerosos y prefieren jugar con compañeros del mismo sexo. Raramente
su relación se asienta en el reconocimiento de las características personales
permanentes de sus compañeros de juego, se apoya más en las características
físicas que en las psicológicas.
-En los últimos años de la escuela primaria las amistades se ven influidas por niveles
más altos de intensidad y por conceptos como lealtad y compromiso en una
relación en la que se equilibran una gran apertura del yo, una gran intimidad y un
contraste de puntos de vista, opiniones y valores.
-En la adolescencia se valora a los amigos por sus características psicológicas y, por
ello, son las personas ideales para compartir y resolver problemas como la soledad
o la tristeza. Se entiende que los amigos pueden mantener amistades con otras
personas y comienzan las relaciones de pareja que se irán consolidando en la edad
adulta. Además, los amigos suelen compartir determinadas actividades como hacer
deporte y otras más negativas como fumar, beber o consumir drogas. En estas
edades se hace muy patente el avance en la adopción de perspectiva: desde la
consideración unidireccional y egocéntrica de la amistad (en términos de lo que un
192
amigo puede hacer por ellos), a ser capaces de asumir el punto de vista del otro y a
advertir las necesidades recíprocas y lo que conviene a la propia relación. Además,
las amistades se consideran como vínculos sociales que perduran y se construyen a
lo largo del tiempo. Es decir, se pasa de entenderlas como encuentros a verlas
como sistemas de relaciones.
Los conflictos entre iguales pueden proporcionar una oportunidad para establecer el
equilibrio moral entre autonomía, es decir, entre las propias necesidades o deseos, y las
necesidades de los demás ("moralidad"). Aprender habilidades de resolución de conflictos
ayuda a que la persona tome responsabilidades, mejore su autoestima y sus habilidades
interpersonales y ayuda a crear una cultura de paz, un ambiente de trabajo y convivencia
más positivo y seguro.
193
persecución psicológica y maltrato que pueden acabar desembocando en una relación de
violencia sostenida (Ortega y Del Rey, 2003).
Los casos más graves de violencia entre iguales (amenazas con armas, acoso sexual)
parecen ocurrir fundamentalmente en países americanos, especialmente en EE UU, y son
muy bajos en los estudios realizados en Europa. Quizá la preocupación por estos temas
ha aumentado debido a la aparición de este tipo de noticias en los medios de
comunicación. Sin embargo, si bien es cierto que a un caso aislado se le puede dar una
cobertura excesiva, no deja de ser preocupante encontrar ejemplos de auténtica
intimidación y violencia entre iguales en muchas escuelas. De hecho, el problema del
maltrato entre compañeros en las instituciones educativas ha existido siempre lo que no
es excusa para no abordarlo en la actualidad.
Dentro del entorno escolar una de las maneras más habitual y dañina de afrontar de
modo inadecuado los conflictos es el comportamiento bullying. Este fenómeno, conocido
con este término inglés, ha sido investigado en muchos países y sobre él existe hoy
abundante documentación y bibliografía que comenzó a finales de los sesenta y
principios de los setenta en Suecia (Hernández de Frutos y Casares, 2002; Ortega y
Mora-Merchán, 2000).
194
víctimas, los agresores e incluso para los que son testigos o espectadores de los hechos
(Trianes, 2000). El bullying ha sido llamado "agresión malignó' por ser injustificada y
cruel y por sus consecuencias negativas tanto a corto como a largo plazo (Trianes, 2000:
24). Puede traducirse como "intimidación" y cuando se habla del agresor (bully) se
suelen usar calificativos como los de "matón", "abusón" o "chulo" (véase el informe
sobre violencia escolar del Defensor del Pueblo, 2000).
Estos actos violentos van desde el "mote" hasta el acoso físico, el chantaje, los
rumores, las descalificaciones y humillaciones, la agresión física y psicológica y suelen
ser típi cos dentro del grupo de los iguales y, en muchos casos, mantenidas por éste (la
mayor parte del grupo no es ni agresor ni víctima pero tampoco hace nada para que este
tipo de problema desaparezca). Por ejemplo, el acoso racial es una forma particularmente
insidiosa de bullying. De todas formas, la frecuencia e intensidad de las conductas
determinan si éstas se consideran bullying o no. El comportamiento debe ser frecuente y
provocar daños (Cerezo, 2001). Hay alumnos que, aunque son ocasionalmente
agredidos, se consideran víctimas, pero hay que buscar el punto intermedio entre
frecuencia y vivencia porque pueden haber sido objeto de alguna agresión pero no de
malos tratos. Este tipo de fenómenos afecta a un número reducido de estudiantes (un
15% según Olweus [1993] o un 18,3% según Ortega y Mora-Merchán, 1997), pero es
una problemática que reclama atención y medidas urgentes.
195
los porcentajes varían sensiblemente: poner mote o dejar en ridículo (53,1%), daño físico
(31,8%), amenaza (23,8%), rechazo o aislamiento social (15,7%), robo (4,9%), entre
otros. En ambos estudios los lugares donde se producen mayoritariamente las
victimizaciones son la clase, el patio y los pasillos. Con independencia del porcentaje, los
insultos y motes parecen ser la forma más habitual de intimidación entre iguales que,
siguiendo el estudio del Defensor del Pueblo, en la Comunidad de Madrid afectaba a un
tercio de los alumnos de educación secundaria (las demás agresiones tienen una menor
incidencia según este estudio: un 20% los daños a propiedades, entre 9 y 14% la
exclusión social, no llega a 2% el acoso sexual y las amenazas 8%, pero con armas no
alcanza el 1%, las agresiones físicas el 5% de los estudiantes, por poner algunos
ejemplos).
-En muchos casos permanecen ocultos, excepto para aquellos que participan en
ellos.
Los agresores se pueden definir como (Baldry y Farrington, 1998; Cerezo, 2001;
Fernández García, 1998; Trianes, 2000): agresivos, fuertes, confiados, impulsivos, niños
que consideran a los demás como manipulables, que atribuyen al exterior la
responsabilidad de los eventos en los que se ven implicados, que muestran actitudes
competitivas, falta de empatía y de conducta prosocial, así como baja integración escolar,
menor rendimiento académico e incluso es más probable que tengan problemas de
externalización y pueden llegar a participar tempranamente en más comportamientos
antisociales que otros estudiantes. Suelen presentar características como elevado nivel de
psicoticismo, extraversión y nivel medio de neuroticismo. En ocasiones, despiertan
sentimientos ambivalentes en sus iguales: a muchos les imponen respeto o miedo
196
mientras que otros suelen seguirles y someterse a su poder, son más populares en
primaria que en secundaria. La falta de culpa les impide restituir o reconocer sus actos.
No existe consenso sobre si presentan baja o alta autoestima ni sobre su falta de
habilidades sociales, puesto que puede haber agresores que son expertos en manipular las
situaciones sociales, en organizar grupos y en utilizar métodos indirectos para agredir.
Tienen poder social pero lo utilizan de manera inadecuada. Por tanto, pueden ser
competentes en conseguir sus propios objetivos pero está claro que su conducta es
indeseable socialmente.
Algunas de las razones que dan estos niños para agredir a sus compañeros son
(Hernández de Frutos y Casares, 2002; Ortega y Mora-Merchán, 2000): "me ha
provocado", "quiero gastarle una broma', "me cae mal", "a mí me lo hacen", "por
molestar", "era más débil", "es distinto", entre otras. Del Castillo y García (2002) añaden:
"percibirlos ditintos", "seguir al grupo" y, curiosamente, un 5,07% de alumnos en este
estudio proporcionaron una afirmación muy dura: "sentirse bien".
Esta actuación agresiva por parte de unos niños trae como consecuencia la aparición
de otros iguales que se convierten en víctimas de dicha actuación.
Especialmente durante los años ochenta y los noventa se han estudiado las
consecuencias que el comportamiento bullying tiene para la víctima, tema denominado en
la investigación como peer victimization. Hay que distinguir entre "victimización" y el
problema, más generalizado pero menos intenso, de las "malas relaciones entre
escolares". A pesar de que, sin duda, es un fenómeno antiguo dentro de la escuela, el
estudio sistemático de los problemas de "victimización" entre escolares no surge en la
literatura psicoeducativa hasta principios de los setenta en los países escandinavos y no
es hasta finales de los ochenta y comienzo de los noventa cuando su estudio se extiende
a otros países como Inglaterra, Holanda, Japón o España (Ortega y Mora-Merchán,
1997).
Las víctimas suelen ser niños más vulnerables, aislados, débiles, ansiosos, deprimidos,
con problemas de internalización, suelen tener baja autoestima, suelen ser impopulares
entre sus compañeros, sensibles, callados, pasivos, tímidos, presentan dificultades de
asertividad y pocas habilidades sociales, tienen pocos amigos, se relacionan mejor con
quienes son menores que ellos y, en ocasiones, poseen algún defecto o diferencia
respecto de los demás (gafas, problemas de oído, de lenguaje, de peso, de estatura,
197
diferente color de piel, entre otros) (Baldry y Farrington, 1998; Cerezo, 2001). Se
convierten en el blanco de las agresiones, en "cabezas de turco". Como aspectos de la
personalidad destacables resalta su alta tendencia al neuroticismo, junto con altos niveles
de ansiedad e introversión, por lo que pueden llegar a vivir con gran malestar y
sufrimiento emocional (Cerezo, 2001). Este tipo de agresiones pueden llevarles a traumas
psicológicos, a riesgos físicos, a una profunda ansiedad, a miedo, a infelicidad, al rechazo
por parte de los compañeros, a problemas de personalidad, a problemas escolares como
el absentismo, la falta de concentración y el bajo rendimiento y a depresión infantil o
incluso, en caso extremos, al suicidio (como Jokin, el adolescente de Fuenterrabía). Pero
hay que tener en cuenta que este tipo de intimidaciones no sólo tiene consecuencias
negativas para las víctimas (aunque sí es a quienes más les afecta) sino que para los
agresores puede ser la antesala de una futura conducta delictiva al interpretar que
obtienen lo que quieren a través del abuso del poder (Fernández García, 1998; Thorne,
1995).
Los niños que constantemente son agredidos por sus iguales pueden acabar
atribuyendo intenciones hostiles a sus iguales y, dadas sus experiencias negativas previas,
buscar metas de venganza en las interacciones sociales y mostrar agresividad reactiva (es
decir, ante lo que se percibe como una provocación, amenaza o frustración) (Schwartz et
al., 1998). Esto sugiere que existen niños que pueden ser víctimas y agresores a la vez.
La conducta de sumisión también puede ser un modo de dominar y conseguir la atención
del otro. Similares a estas relaciones pueden ser las de los agresores y víctimas. Hay
víctimas que no evitan estas agresiones sino que incluso llegan a considerar que es mejor
este tipo de atención que ningún otro. De hecho, a menudo los compañeros de clase
consideran a la víctima "culpable" del comportamiento agresivo: en el estudio de Ortega y
Mora-Merchán (2000), un 36,5% de los niños encuestados creía que el motivo de
maltrato era que la víctima "se metía' con los agresores.
En este sentido, Brockenbrough, Cornell y Loper (2002) puntualizan que los chicos
198
que son víctimas pero que, al mismo tiempo, muestran actitudes agresivas se caracterizan
por mayores niveles de consumo de drogas y alcohol, mayor posesión de armas,
pertenencia a bandas y participación en peleas físicas en la escuela, a diferencia de los
chicos que no son víctimas y de los que lo son pero pasivas. Según Ortega y Mora-
Merchán (2000) estos alumnos pueden llegar a percibirse como los más aceptados por
sus compañeros, aunque también los más rechazados. Estos chicos suelen presentar un
temperamento fuerte y suelen responder violentamente cuando son atacados o
insultados, suelen tener problemas de atención y concentración, con frecuencia provocan
situaciones tensas e incluso ellos intentan agredir a otros más débiles (Cerezo, 2001).
No hay acuerdo entre los autores acerca del porcentaje de niños que son considerados
víctimas, agresores o ambas cosas. A modo de ejemplo, puede citarse el estudio realizado
en España por Ortega y Mora-Merchán (1997), que, a partir de trabajos previos con
chicos de 12 a 16 años, identificaron diferentes tipos de niños según el nivel de
implicación en el problema de intimidación/"victimización": víctimas (1,6%),
intimidadores o agresores (1,4%), agresores "victimizados" o víctimas agresivas (15,3%;
los cuales se autodefinen como agresores pero también tienen una marcada
autopercepción de sí mismos como víctimas), espectadores (77,4%) e inconsistentes
(4,3%; aquellas personas que, por su inconsistencia en las respuestas dadas, resulta difícil
incluirlas en alguno de los otros tipos). Por tanto, el 18,3% de los alumnos, en los centros
analizados, participaban de forma directa en relaciones de intimidación y/o
"victimización".
Los propios autores declaran que, a diferencia de otros estudios, el número de niños y
niñas que se autoperciben como víctimas o agresores es pequeño. Por ejemplo, Baldry y
Farrington (1998) estipulan que el 52,5% de los niños ha agredido a otro al menos una o
dos veces en tres meses, incluyendo el 25,2% que lo ha hecho varias veces y el 7,6%
una vez a la semana o más a menudo. El 43,3% de los estudiantes han sido agredidos al
menos una o dos veces, incluyendo el 29,4% que lo ha sido con más frecuencia y el
14,7% que lo ha sido al menos una vez a la semana. Más de la mitad (54,4%) de los
niños considerados agresores han sido también atacados por sus compañeros en alguna
ocasión y el 66% de las víctimas en algún momento ha intimidado a otros.
Sin embargo, señalan que el género y la edad son dos factores que matizan esta
distribución:
199
Las niñas se muestran como espectadoras de las relaciones de intimidación y
"victimización" en un mayor número de ocasiones que los niños (82,7% frente a
73,1%) y se perciben en menos ocasiones como agresor (9% frente a 20,3%).
También Baldry y Farrington (1998) señalan discrepancias sexuales en su estudio:
las víctimas fueron principalmente niñas (71,4%), los agresores fueron sobre todo
hombres (71,9%) mientras que no se encontraron diferencias significativas en la
categoría de agresores/víctimas. Por su parte, Ortega y Mora-Merchán (2000)
encontraron que el 6,6% de las alumnas eran víctimas, el 88,9% espectadores, el
2,7% agresores y el 0,8% agresores y víctimas al mismo tiempo; los alumnos se
distribuían en el 6,4% de víctimas, el 88,2% de espectadores, el 4,1% de agresores
y el 1,3% de agresores victimizados. Como puede observarse, en esta última
investigación apenas hay diferencias en cuanto a las víctimas (un poco mayor en las
niñas) pero sí en los agresores (más chicos que chicas). Existe algún estudio (Avilés,
2002) que señala diferencias debidas al sexo de modo inverso a las indicadas: el
56,9% de los niños aparecían como víctimas frente al 43,1% de la niñas, aunque
los niños seguían mostrándose como los principales agresores.
En contraste con estos resultados, autores como el Defensor del Pueblo (2000)
en su informe sobre violencia escolar, Hernández de Frutos y Casares (2002) en
Navarra y Trianes (2000) afirman que las diferencias debidas al género son
pequeñas y que las niñas también tienen conductas bullying de agresión, aunque
utilizan una violencia relacional, de exclusión social, es decir, estrategias menos
físicas, más indirectas y sofisticadas para agredir. Por tanto, esta falta de
consistencia y acuerdo en las investigaciones indica la necesidad de un mayor
estudio sobre este fenómeno, partiendo de una definición común de este tipo de
comportamientos porque muchas de las discrepancias se deben a que los distintos
autores consideran diferentes actos como bullying.
200
tramo de 10-15 años.
Además, siguiendo este estudio se observa que pocos agresores, ante un acto de
intimidación de un niño hacia otro compañero, tratan de ayudarlo (9%), a diferencia de
los que se consideran víctimas (entre el 51,9 y 56,1%). A través de un cuestionario,
Hernández de Frutos y Casares (2002) pusieron de relieve que, para los estudiantes de
secundaria de Navarra, las personas que más ayudan a las víctimas serían: algún amigo
(para el 28,4% de los chicos y el 29% de las chicas), un profesor (para el 15% de los
alumnos y el 18,3% de las alumnas), "algunos chicos o chicas" (para el 9,9% de los
varones y el 12,8% de las mujeres), una persona adulta (para el 3,5% de los chicos y el
2,4% de las chicas), el padre o la madre (para el 2,2% de los chicos y el 1,7% de las
chicas) o un hermano (para el 2,2% de los niños y el 1,7% de las niñas); no interviene
nadie (para el 35,4% de los chicos y el 34,1 % de las chicas) y "no sabe o no contesta"
(el 2,2% de los niños y el 0,7% de las niñas). En general, Hunter y Boyles (2004)
sostienen que son las chicas las que más buscan el apoyo social como estrategia para
solucionar sus problemas.
En esta misma línea, Tulloch (1998) se interesó por las actitudes que despertaba en
los niños contemplar un vídeo en el que se relataba la historia de un niño (Gary) que era
"victimizado" por otro (Sean). Identificó cinco grupos de estudiantes: en los extremos se
sitúan 1) el grupo, bastante pequeño, a favor de este tipo de agresiones y 2) el grupo en
contra; 3) otro grupo está compuesto por aquellos niños que se tomaban más en serio
estas agresiones que el grupo a favor pero que parecían divertirse con estos incidentes,
no estaban de acuerdo con la ayuda por parte de adultos y veían el bullying como algo
natural; 4) otro grupo de niños tenían actitudes más parecidas al grupo que estaba en
201
contra y tomaban más en serio este tipo de agresiones pero consideraban que eran
inevitables; y, finalmente, 5) un grupo más intermedio estaba a favor de la ayuda de los
adultos y clasificaba a ambos niños en términos más neutrales que los otros grupos (no
calificaban a Sean de agresivo ni a Gary de víctima). El 70% de las niñas y el 40% de los
niños se encontraban en los dos grupos que más en contra estaban del bullying, mientras
que el 40% de los niños y el 16% de las niñas estaban en los dos grupos que más lo
aceptaban.
El resultado más significativo del estudio fue que la mayoría de los niños (82%)
pensaba que el bullying era un problema que se daba en la escuela y aproximadamente la
mitad de ellos creía que era serio. En el cuestionario, sin embargo, se reflejaba que lo que
un niño percibía como bullying podía no coincidir con la idea que otro tenía sobre este
fenómeno. Sus respuestas también mostraban que querían hacer algo para solucionarlo,
que deseaban ayudar, que alguien les hablara y les proporcionara estrategias para
enfrentarse a estas situaciones de intimidación, es decir, que reclamaban una política
escolar acorde a la situación. Incluso, algún alumno que no se sentía parte implicada en la
resolución del problema, sino que trasladaba esa responsabilidad exclusivamente a las
víctimas, resaltaba la necesidad de ofrecerles planteamientos educativos que
contemplaran alternativas para su afrontamiento.
Por otro lado, solamente la mitad de los niños decían que se lo contarían al profesor y
para los niños mayores el porcentaje descendía al 43%. Muchos tenían miedo a las
posibles represalias. Necesitaban saber que podían hablar y que no les iba a pasar nada y
que se les proporcionarían estrategias para ayudarles. Necesitaban saber que el bullying
no era tolerado en la escuela y que tenían derecho a un colegio seguro. También se
202
consideró que era importante tratar sobre el ethos de la escuela, favoreciendo una escuela
en la que se escucharan y cuidaran unos a otros.
Así, cuando son pequeños, los niños atribuyen emociones positivas (por ejemplo,
felicidad) a los agresores (happy victimizer) debido a las aparentes ganancias inmediatas,
pero posteriormente, hacia los 8 años los niños empiezan a centrarse más en las
consecuencias negativas de la víctima (Dodge et al., 1990). A pesar de esta afirmación,
los estudios realizados sobre la empatía señalan que los niños muy pequeños son
sensibles al dolor de las víctimas, aunque determinados factores y barreras como la falta
de reciprocidad emocional con los padres (reflejada en el apego inseguro), el miedo a
represalias, entre otros, pueden minar la empatía de los niños. En un estudio realizado en
tres escuelas australianas, Slee (1998) constató que el 57,7% de los niños consideraba a
las víctimas como "demasiado miedosas" para pedir ayuda y describió algunas de las
principales barreras, actitudes y creencias que llevaban a los niños a no prestarles ayuda:
-Los estudiantes tenían miedo a la venganza de los agresores debido a la fuerza física
y psicológica de éstos o al deseo de ser apoyado por otros iguales (un 20% más o
menos).
203
-El 31% de los estudiantes consideraba que era el profesor el que debía intervenir.
Ortega y Mora-Merchán (2000: 163) concluyen que "en el mundo de los compañeros
se obtienen respuestas de rechazo y de refuerzo a partes iguales, lo que, sin duda,
contribuye al mantenimiento de este tipo de comportamiento". Pero, estos actos también
"pasan factura' a los espectadores que acaban experimentando miedo, malestar,
dificultades de socialización y que, sobre todo, aprenden a insensibilizarse.
Pero, además de los compañeros que consienten el acto, por ejemplo, por miedo, se
debe tener en cuenta también a los que lo desconocen (padres y profesores) porque,
tanto unos como otros, refuerzan la acción intimidatoria, no participando o consintiendo.
En ellos aparecen actitudes de impotencia y de "perplejidad moral" ante los hechos
violentos o los interpretan más como indisciplina (Torrego, 2003). En otras ocasiones, se
conocen las intimidaciones pero se entienden como "cosas de chicos" que no requieren
intervención. Esto lleva a que la víctima se sienta en muchos casos indefensa e, incluso,
culpable porque considera que ha tenido que hacer algo mal porque nadie la apoya
(Fernández García, 1998).
204
Figura 3.3. Personas implicadas en las situaciones de bullying.
Es esencial tener en cuenta todos los aspectos que venimos mencionando porque el
problema del bullying/victimization no aparece sólo durante la infancia media y la
adolescencia. Emerge en edades tempranas y en él juega un papel vital la formación pro
porcionada por los distintos agentes de socialización, especialmente los padres dada su
importancia en estas edades.
205
Otros autores, Ladd y Kochenderfer (1998), centrándose en las consecuencias para la
víctima, también han examinado cómo determinadas características de los padres y de su
relación con los hijos estaban asociadas con estas agresiones por parte de los iguales. Así,
los niños en los que se observaban mayores niveles de "victimización" solían tener padres
muy controladores, que cortaban sus iniciativas y les decían cómo comportarse, que
mostraban niveles bajos de sensibilidad y de respuesta a la conducta, a las peticiones y a
las iniciativas de sus hijos. Del mismo modo, las relaciones padres-hijo caracterizadas por
un vínculo y un afecto mutuo excesivamente estrecho, que fomentaban conductas
dependientes, pasivas y vulnerables se asociaron con mayores niveles de agresión por
parte de los iguales (más para los niños que para las niñas). Cerezo (2001) añade que
estos niños se sienten sobreprotegidos y con escasa independencia puesto que en el
contexto familiar suele existir una alta organización de funciones y la figura paterna ejerce
un estricto control o, por el contrario, una ausencia de reglas y supervisión.
206
Siguiendo con la intervención, el Defensor del Pueblo (2000), en su informe sobre
violencia escolar, y Hernández de Frutos y Casares (2002) recogen distintas medidas
utilizadas para prevenir y actuar en casos de intimidación entre iguales. Estas
intervenciones no deben ser excesivamente rígidas sino adaptarse a las características de
los centros educativos y de las personas implicadas. Algunas de las más importantes son:
-El método de Olweus (1993): con medidas para aplicar en la escuela (debates,
reuniones, teléfono de contacto, entre otras), para aplicar en el aula (aprendizaje
cooperativo, establecimiento de normas, entre otras) y medidas individuales como
hablar y ayudar a los agresores y a las víctimas, así como a los espectadores.
207
este tipo de abusos a través de la resolución de conflictos y de la mejora de la
convivencia en el aula (mediante la gestión democrática), del trabajo cooperativo y
de la educación de los sentimientos y de los valores ligados a las relaciones
interpersonales. La segunda es una intervención directa con los escolares en riesgo
de sufrir problemas de maltrato; para ello, se intenta adaptar el modelo anterior
(Sheffield), recurriendo al método Pikas, a la mediación, al entrenamiento en
asertividad y en habilidades sociales, a los círculos de calidad, a los juegos
dramáticos, a los grupos de autoayuda, al desarrollo de la amistad y al
asesoramiento de iguales (Orte ga, 1997). Este programa ha obtenido resultados
muy positivos: reducción del número de agresores y de víctimas, mejora de las
relaciones interpersonales entre escolares, mayor disposición de las víctimas a pedir
ayuda, actitudes más negativas y de rechazo ante estos hechos y valoración positiva
del programa por parte de los alumnos (Ortega y Del Rey, 2001). Ol l'
Fernández García (1998) y Ortega (2000a) sintetizan toda esta información señalando
que, por su marcado carácter de indefensión y falta de autoestima, se aconseja a las
víctimas un entrenamiento en técnicas asertivas y de autoafirmación para que puedan
responder al agresor manifestando sus intenciones, deseos y sentimientos de forma clara
y directa, ayudándoles a resistir a las tácticas de manipulación y agresión de los demás.
La víctima necesitará ayudarse a sí misma, aprender a defenderse, apoyada por el
contexto escolar que debe favorecer su inserción en el grupo de la clase.
A esta afirmación, Brockenbrough et al. (2002) añaden que no hay que olvidarse de
las víctimas que son también agresivas. Con ellas se deben modificar sus actitudes hacia
la agresión, sus atribuciones hostiles y sus metas de búsqueda de venganza, evitar que
justifiquen la violencia por el hecho de percibir una provocación, eliminar su mala
reputación en el grupo de iguales, ayudar a que se relacionen con mentores adultos en la
208
escuela que les permitan incrementar sus sentimientos de apoyo social y de conexión a su
escuela y también pueden beneficiarse de los programas de prevención de drogas y de
pertenencia a bandas.
El caso del agresor es mucho más complejo. Se debe trabajar su falta de empatía
hacia el sentir de la víctima, su falta de conducta prosocial y de sentimiento de
culpabilidad, así como enseñarle a asumir responsabilidades (método Pikas), a controlar
la ira y sus sesgos al interpretar las actuaciones de los demás como hostiles hacia su
propia persona. El agresor tiene que conocer explícitamente que en la escuela están
prohibidos los abusos entre iguales. También habría que ayudarle a resistir la presión del
grupo ya que, a veces, agreden porque otros compañeros se lo piden, para ganarse su
aceptación. A todo esto debe añadirse que se debe fomentar el rechazo social por parte
del entorno (Cerezo, 2001).
209
aplicadas a problemas de la vida diaria. De este modo, el profesor puede plantear una
situación hipotética (por ejemplo, una pelea) o bien aprovechar el momento en el que
está ocurriendo dicha pelea para animar a los niños a plantearse cuestiones como (Shure,
1992): ¿cuál es el problema?, ¿por qué pegaste a ese niño?, ¿qué ocurrió después de que
le pegaras?, ¿cómo crees que se sintió entonces?, ¿cómo te sentiste tú?, ¿puedes
imaginar alguna otra alternativa para solucionar el problema sin que ninguno de los dos se
sienta mal? Este tipo de preguntas ayudan también a que el niño identifique, comprenda
y exprese las propias emociones así como las de los demás y se fomente, por tanto, la
negociación como forma fundamental de resolver los conflictos.
210
3.4.4. Los grupos
Mientras que el estatus sociométrico hace referencia al grado con el que una persona
gusta o no, es aceptada o rechazada y la amistad se refiere a relaciones mutuas, diádicas,
de afecto, intimidad y reciprocidad, la pertenencia a redes sociales más amplias o
pandillas señala la inclusión en grupos cohesivos, que pasan tiempo juntos, en los que no
todos sus miembros se nominan los unos a los otros como amigos y en los que la
participación de cada uno de ellos puede ser distinta. Mientras que las amistades
constituyen un aprendizaje de las relaciones interpersonales, el pertenecer a una pandilla
puede relacionarse con el aprendizaje de la vida en sociedad (Garaigordobil, 2000).
211
puntualizan que en los grupos las personas participan en interacciones frecuentes, se defi
nen entre sí y son definidos como miembros, comparten normas, participan en un
sistema de papeles entrelazados, buscan metas comunes y tienden a actuar de modo
unitario.
Una persona puede pertenecer a distintos grupos y unirse a ellos por diversos motivos
que pueden coexistir de modo adecuado pero que, en ocasiones, traen problemas. No
obstante, la gente normalmente no se incorpora a organizaciones o grupos con normas o
valores en conflicto. Los grupos más significativos (familia y amigos) poseen una historia
más larga y una esperanza de futuro, mientras que otros duran un corto período de
tiempo y no tienen ninguna perspectiva de continuar en el futuro (por ejemplo, personas
que forman un grupo para poner en práctica un taller o actividad de trabajo). Hay
algunos factores que aumentan el atractivo de un grupo, y motivan, por tanto, el deseo
de convertirse en uno de sus miembros (Napier y Gershenfeld, 1975):
-El prestigio: cuando una persona siente que perteneciendo al grupo va a obtener
prestigio, a mantener o acceder a una posición elevada, se sentirá más atraída por
él.
-El medio: un grupo en el que se trabaja de forma aunada, en equipo, resulta más
atractivo que aquél en el que sus miembros están en competencia.
-El grado de interacción entre los miembros: cuando éstos participan o disfrutan de
su compañía y hacen buenos amigos, el grupo resulta más atractivo que otros en
los que apenas hay relaciones o son negativas. 11 l O
- El tamaño: normalmente los grupos pequeños son más atractivos que los grandes
porque en ellos es más fácil entablar conversaciones con todos y conocer a los
demás miembros, descubrir intereses semejantes, tener la sensación de ser
participante importante del grupo. A medida que aumenta el número de miembros,
hay una correspondiente heterogeneidad de intereses.
-El éxito: cuando un grupo tiene éxito en sus actividades y tareas resulta más
atractivo.
Por el contrario, se pueden señalar también factores que hacen disminuir el atractivo
de la pertenencia a un grupo y que pueden hacer que una persona decida abandonarlo,
212
por ejemplo:
-El grupo tiene miembros que dominan la discusión, que restringen severamente las
oportunidades de participación y que actúan orientados hacia sí mismos.
-El grupo limita las satisfacciones que la persona puede disfrutar fuera de él.
-La evaluación negativa que realizan otras personas acerca del grupo.
-La competencia entre grupos reduce también el atractivo, a menos que la persona
tenga razones para creer que estará con los "ganadores".
-Una persona abandonará un grupo para unirse a otro si éste es más capaz de
satisfacer sus necesidades o si tiene tiempo limitado para participar.
213
Hernández (2000) señalan que antes de la adolescencia, entre los 6 y los 8 años, la
pandilla se organiza en torno a un cabecilla, que a veces impone su voluntad.
Posteriormente, a partir de los 8 años, se fortalece progresivamente el carácter
democrático, en ella cuentan las opiniones de todos y el líder se elige de acuerdo a sus
cualidades sociales (atiende a otros, motiva, es sociable, entre otras). En la adolescencia
la pandilla suele ir ampliándose a grupos más extensos, a colectivos que vienen definidos
por las actividades y actitudes que comparten (por ejemplo, "los que juegan a fútbol").
214
unas normas sociales que deben negociarse, revisarse y actualizarse. También incide la
acción de un líder eficaz y la etapa evolutiva del grupo, porque en las primeras la
cohesión suele ser menor (Infante, 2003).
Así de los diferentes estatus y papeles (líder, popular, rechazado, víctima, matón,
negociador, entre otros), la figura más estudiada ha sido la del líder porque, a menudo, es
el encargado de proporcionar dirección, guía y cohesión al grupo, de impulsarlo y
motivarlo, de proponer soluciones y tomar decisiones. Además, es fundamental atender
al papel que éste juega porque su influencia, no siempre positiva, a veces llega hasta el
punto de ser decisiva en cuestiones centrales de la vida grupal que sus miembros asumen,
incluso en contra de su opinión. De todas maneras, la aceptación de un miembro como
líder no tiene por qué excluir a los demás de participar, de asumir responsabilidades y de
compartir el liderazgo. Esto ocurre en menor medida en los grupos desconectados, que
no están unidos. No obstante, debe tenerse en cuenta que algunos niños pueden sentirse
parte integrante de un grupo pero puede no ocurrir lo mismo si pertenecen a otro distinto
que ampara otro tipo de comportamientos y objetivos.
Se han realizado clasificaciones sobre los distintos tipos de líderes, que a menudo
coinciden con lo que hemos descrito para padres y profesores (Torrego, 2003):
215
Estar en el seno de un grupo no es lo mismo que ser un miembro activo del mismo,
ya que esto requiere ser competente como tal miembro, es decir, estar implicado en sus
redes comunicativas, tomar parte en sus decisiones y ser tenido en cuenta por los demás
(García, 1995), lo cual no siempre ocurre con aquellos niños excesivamente inhibidos y
que son rechazados por sus compañeros. Además, es necesario considerar el papel que
juega el grupo a la hora de mantener el nivel de aceptación social porque, una vez que un
niño ha adquirido una reputación, ésta puede influir en cómo le perciben los demás. En
consecuencia, en este tipo de situaciones es primordial cambiar no sólo la conducta del
niño rechazado o aislado sino también las percepciones del grupo.
En definitiva, los iguales sí se influyen mutuamente, pero esto no quiere decir que el
individuo sea absorbido por el grupo o que siempre sea de forma negativa; de hecho,
cierto grado de conformidad es necesario para vivir en sociedad. Es decir, por un lado,
los miembros de un grupo se parecen entre sí pero, por otro, no son idénticos e
216
intercambiables sino que tienen distintas características, diferentes estatus y roles (Harris,
1995).
Para lograr esta participación, influencia e integración dentro del grupo es importante
fomentar la comunicación entre sus miembros, que es la esencia de cualquier
organización o sistema social. Muchos de los problemas que se generan en un grupo
social provienen de una deficiente comunicación. Autores como Marín y Garrido (2003)
o Napier y Gershenfeld (1975) han estudiado algunos factores que dificultan u
obstaculizan el proceso comunicativo dentro de los grupos: los errores en el mensaje, los
ruidos, los reproches, las inconsistencias, las exigencias, el sarcasmo, las
generalizaciones, los pre juicios y estereotipos; así como sentirse controlado, juzgado,
incompetente, incapaz de satisfacer las propias necesidades o de establecer relaciones
significativas y de confianza con otras personas.
-La falta de metas claras que puede reducir el atractivo del grupo con respecto a sus
miembros, propiciar el desinterés, la falta de esfuerzo y de compromiso, la falta de
autoestima y del sentimiento de competencia y producir conflicto y desunión.
217
Un modelo bastante integrador de resolución de conflictos dentro de los grupos es el
de Lewicki y Hiam (1998) en el cual, cruzando dos dimensiones, la importancia de la
relación y la del resultado, se obtienen cinco estilos de comportamiento ante el conflicto:
1) colaborativo (alta importancia de la relación y del resultado: los miembros comparten
información y resuelven conjuntamente los problemas); 2) competitivo (baja importancia
de la relación y alta del resultado: algunos ocultan información para salir ganando, sin
ceder nada a cambio); 3) acomodaticio (alta importancia de la relación y baja del
resultado: personas que ceden y se adaptan al punto de vista del otro), 4) evitativo (baja
importancia de la relación y del resultado: no hay predisposición para negociar) y 5)
compromiso (importancia media tanto de la relación como del resultado que ayuda a
conseguir acuerdos aceptables).
De forma más concreta, podríamos concluir señalando que es esencial para el grupo
fomentar auténticas relaciones interpersonales entre sus miembros, desarrollar habilidades
sociales, mostrarse afecto, respeto, cuidado e interés, asumir las propias
responsabilidades, compartir un sentido de propósito común, participar activamente y
favorecer la negociación y los cauces de comunicación dentro del propio grupo y fuera
de él, con otros grupos. Por tanto, se deben equilibrar los intereses individuales con los
del conjunto, aprender a solucionar los conflictos de modo adecuado y a tomar las
decisiones favoreciendo la participación y la responsabilidad de sus miembros.
A grandes rasgos, como declara Infante (2003), los grupos más eficaces suelen ser
pequeños, con miembros similares entre sí y que satisfacen sus necesidades de afiliación
y cohesión. Igualmente, están justificadas las "posiciones", existen normas explícitas
consensuadas, se facilitan redes y canales de comunicación coherentes con la finalidad de
promover las interacciones y se solucionan constructivamente los conflictos.
218
De acuerdo con el modelo ecológico de Bronfenbrenner (1979), hay una sucesión de
esferas de influencia que ejercen su acción combinada y conjunta sobre el desarrollo de
las personas. En este trabajo se ha descrito cómo influyen los microsistemas de la familia
y de la escuela en el desarrollo de la competencia social. Siguiendo el modelo ecológico
se hace patente la necesidad de abordar también las relaciones existentes entre ellos
(mesosistema), así como otros contextos que influyen indirectamente en los
microsistemas, por ejemplo el trabajo de los padres, los servicios comunitarios
disponibles, la familia extensa, entre otros (exosistema) porque todo ello puede estar
estimulando o deteriorando la formación, el clima y el tipo de relaciones que se
establecen entre los niños y los agentes de socialización más próximos a ellos. Por último,
se debe prestar atención al macrosistema que hace referencia al conjunto de
características que definen los rasgos básicos del microsistema, del mesosistema y del
exosistema, es decir, que apuntan hacia cuestiones como las normas y leyes, las
costumbres, por tanto, hacia la cultura y también hacia el grado de desarrollo tecnológico.
En este sentido, trascendiendo los ámbitos más inmediatos, dentro de este apartado se
van a describir otras fuentes de influencia en el desarrollo de la competencia social, como
son el vecindario, la cultura y los medios de comunicación (especialmente, la televisión).
219
La comunidad en general y el barrio en concreto pueden influir en el desarrollo de un
niño y ayudar, por ejemplo, cuando los padres no actúan de modo adecuado. Pero,
cuando es el propio vecindario el que funciona mal, se hace necesaria la ayuda y los
recursos externos (inversión económica, servicios sociales, municipales, legales,
movilización política, escuelas efectivas, construir redes positivas en la comunidad y
oportunidades para la participación e implicación de jóvenes y adultos), así como
incrementar la resistencia de las personas a los efectos de dicha "toxicidad social". La
prevención es fundamental para evitar alcanzar la condición de alto riesgo.
En consecuencia, es preciso investigar más sobre el papel que puede jugar el contexto
del vecindario o de la comunidad en el crecimiento de los niños. En relación con esto,
Aber, Jones, Brown, Chaudry y Samples (1998), al evaluar el programa de prevención
de la violencia "Resolviendo los conflictos creativamente" (Resolving conflict creatively),
no sólo tuvieron en cuenta el contexto escolar sino también el vecindario y la influencia
de éste en el desarrollo de los niños. Concretamente, estos autores consideraron dos
índices del vecindario: el nivel de pobreza y el de violencia. Los resultados de la
evaluación indicaron que los efectos positivos del programa no fueron tan claros en los
vecindarios considerados de alto riesgo (alto nivel de pobreza y de violencia).
Otro tema que ha interesado a los investigadores, especialmente a partir de los años
noventa, es el papel que la cultura juega en el desarrollo socioemocional de las personas.
En este sentido, autores como González Torres (2001), Ladd (2005), Markus y
Kitayama (2001), han advertido de las diferencias existentes entre la cultura occidental,
220
más individualista, y la asiática, más centrada en la comunidad (colectivism). Los
trabajos sobre las variaciones culturales han dividido tradicionalmente las culturas en
colectivistas o individualistas, según se enfatice el yo como parte de un grupo y
conectado con los demás o el yo como entidad autónoma. Las culturas asiáticas, en
general, buscan mantener la relación y persiguen el bienestar del grupo, mientras que en
las individualistas se persigue el éxito individual, la asertividad (e incluso cierto grado de
agresividad), la libertad, la autonomía y la realización personal. No obstante, González-
Torres (2001: 53) señala que, aunque la modernidad haya traído la pérdida de la
comunidad en las sociedades occidentales, seguir el modelo de las culturas asiáticas
resultaría opresivo. La disolución del individuo en el grupo no es solución. Y, por eso, los
teóricos sociales abogan por mantener lo positivo del individualismo y de lo comunitario.
En un estudio realizado con niños de Rusia, China y Estados Unidos, Hart et al.
(1998) encontraron diferencias culturales en las prácticas educativas de los padres. Por
ejemplo, las madres chinas eran más controladoras y protectoras con sus hijos y, en
general, estimulaban menos la independencia y la exploración. Pero, por otro lado, les
permitían más autonomía a la hora de iniciar y planear sus propias actividades con los
iguales. A pesar de estas diferencias también observaron muchas similitudes. Así,
progresivamente, todos los padres fueron dando más autonomía a los niños conforme se
iban haciendo mayores y animaron, guiaron y aconsejaron a sus hijos en sus relaciones
con los coetáneos. Shaffer (2002) señala que, mientras que las personas tímidas en EE
UU suelen ser incapaces de actuar con la decisión o aserción necesarias en muchas
ocasiones, en China son consideradas socialmente maduras.
221
En último lugar, es imprescindible mencionar que los medios de comunicación como
la prensa, la radio y, especialmente, la televisión se han convertido, en los últimos años,
en importantes agentes de socialización.
En general, los autores han descrito, por un lado, determinados aspectos positivos y
beneficios derivados del hecho de ver la televisión y, por otro, inconvenientes y
consecuencias negativas de ello.
222
exaltando la participación activa de los jóvenes, la armonía social, los valores
altruistas, la dignidad de la persona, la compasión hacia el sufrimiento humano y el
valor de la vida.
Estos beneficios han sido muy discutidos por los autores y se han presentado estudios
que señalan la otra cara de la moneda, es decir, los aspectos negativos y riesgos de la
televisión (Rojas, 1993; Torres y Conde, 1994; Torres et al., 1999):
223
"malo", simplificar situaciones o hacer superficiales temas conflictivos y
complejos. La televisión también utiliza y exalta la belleza, especialmente en la
publicidad, equiparándola a lo bueno.
En definitiva, la televisión puede influir en los niños tanto de forma negativa como
positiva. Por ello, se hace patente la necesidad de sugerir que se utilicen los medios de
comunicación para fomentar el desarrollo positivo, aunque los efectos de ver programas
que estimulan el desarrollo prosocial en televisión parecen ser algo más débiles que los
efectos de ver programación violenta (Eisenberg, 1992). Además, creemos que
precisamente el atractivo que tiene el lenguaje televisivo (el color, la imagen, el sonido, la
rapidez y el cambio) pueden llevar a convertir en "monótono" el utilizado frecuentemente
en los centros escolares; de ahí la necesidad de animar a los estudiantes a escuchar, a
participar, entender y seguir el ritmo de la clase.
Al mismo tiempo, la televisión (al igual que la prensa y la radio) juega un papel
importante en la difusión de determinados acontecimientos o fenómenos violentos que
suceden por ejemplo en los centros educativos, sirviendo por un lado como fuente de
sensibilización, información y concienciación de estos actos pero, por otro, sacando de
contexto, magnificando o no tratando objetivamente los hechos con el fin de provocar un
impacto en los potenciales telespectadores. Por ello, Torrego y Moreno (2003) aportan
algunas recomendaciones a los centros a la hora de establecer la relación con los medios
de comunicación: el centro educativo debería negociar previamente las entrevistas, los
informes o el contenido de los mismos, poniendo el énfasis en el tratamien to educativo
224
que se está dando al problema; ha de establecerse un compromiso con el periodista
consistente en conocer el contenido completo de la información antes de su difusión y, si
es necesario, se puede nombrar a una persona del centro como portavoz y responsable.
Torres y Conde (1994) han estudiado también la influencia que tienen los
videojuegos. Señalan que existen algunas diferencias entre ver la televisión y jugar con la
consola. La televisión puede estar encendida sin que se le preste atención; sin embargo,
el videojuego se enciende para jugar y exige una atención máxima. A la fascinación por la
imagen se añade la interacción, la comparación con uno mismo y con los demás y la
propia superación.
En estudios como los realizados por Wiegman y Van Schie (1998) se señala que,
aunque los niños que gastaban más tiempo jugando con los videojuegos no eran juzgados
por sus compañeros como especialmente agresivos, sí se les consideraba menos
prosociales (especialmente si preferían temas violentos). De todas maneras, también es
cierto que no es muy amplia la oferta donde elegir ya que predominan los juegos con
contenido agresivo frente a los de temática favorecedora de los valores y la conducta
prosocial.
225
formación de los niños, sino que se han convertido por sí mismos en agentes de la
cultura o la sociedad.
Algunas guías y orientaciones para que los padres hagan un seguimiento educativo
sobre este tema pueden ser (Trianes, 2000): planificar los programas que va a ver el niño,
ver algunos con ellos y comentarlos, proporcionar actividades alternativas interesantes,
explicar la falsedad de los anuncios comerciales exagerados e, incluso, implicarse en
asociaciones, por ejemplo de consumidores, para luchar a favor de que la legislación
controle la emisión de películas agresivas para niños.
Tampoco debemos olvidar el papel que juegan los dirigentes políticos, las
Administraciones Públicas o las cadenas de televisión, puesto que, aunque todavía son
insuficientes, van dándose pequeños pasos para proteger a los menores: la sustitución de
una palabra malsonante por un pitido en la programación en horario infantil, el sistema
PEGI (Pan European Games Information) de clasificación por edades y por contenido de
los videojuegos, entre otros ejemplos.
Para terminar este capítulo se debe señalar que, además de los distintos factores que
se han ido describiendo, hay que añadir otros derivados de las situaciones específicas
como las condiciones socioeconómicas o las características concretas de un determinado
evento. Así, por ejemplo, a la hora de ayudar influye el tipo de ayuda requerida, el coste
de ésta, si hay espectadores o no, conocer o no a la persona que requiere ayuda y el
efecto que tendrá sobre ella esta ayuda, entre otras variables.
226
También se puede apreciar la multidimensionalidad y no unidireccionalidad de estas
cuestiones. Así, se crean auténticos círculos de influencia como, por ejemplo, los niños
que son simpáticos, que cooperan, empatizan y se preocupan por los demás, que son
cariñosos y tienen habilidades sociales y que son más aceptados por los demás tienen, a
su vez, más oportunidades para practicar sus habilidades de interacción. Esto repercute
en que sean más competentes y, por tanto, más populares entre sus iguales. Por el
contrario, los niños rechazados tienen menos oportunidades para relacionarse con los
demás y para aprender cómo comportarse de modo que se estimule la aceptación por
parte de los compañeros.
Estas ideas han sido extrapoladas a otros contextos que también asumen funciones
educativas y socializadoras (especialmente hoy día que parece que la familia no termina
de centrarse en su papel, delegando parte de su responsabilidad en otras instituciones): a
la escuela y al grupo de iguales.
227
tiempos para el aprendizaje específico de la competencia social. En ellos el profesor (y
especialmente el tutor) juega un papel protagonista y esencial, no sólo como un
reproductor de programas sino también como un agente que piensa, reflexiona y cambia
su propia práctica.
Por último, se han dado unas breves pinceladas sobre el papel que juega el
vecindario, la cultura y los "polémicos" medios de comunicación, con sus pros y sus
contras.
Para terminar y como enlace con el próximo capítulo, queremos recordar que, para
atender todos estos factores, las distintas actuaciones y medidas educativas planteadas
deben cumplir una doble función: preventiva y reactiva, es decir, proporcionar las bases
para el desarrollo de una personalidad fuerte, autónoma y capaz de enfrentarse a posibles
dificultades, al mismo tiempo que se solucionan los posibles problemas que puedan
aparecer. Pero, a nuestro juicio, a esta apreciación le falta una finalidad más: dar una
proyección humanística y cívica que dote de significado real a las relaciones que se
establezcan, como veremos en el próximo capítulo.
CUADRO 3.6
228
Factores externos de protección y de riesgo para el desarrollo social (tomado de Moreno,
1999: 429)
229
230
231
4.1. Introducción
Tras describir este gran paraguas bajo el cual puede situarse el concepto de
competencia social y para ejemplificar cómo puede llevarse a la práctica, describiremos
una experiencia realizada en distintas escuelas de EE UU que trabajan de forma integrada
esta cuestión que abordamos: las Caring School Communities.
232
La competencia social tiene que apreciarse desde un punto de vista cívico-moral, que
apela, en última instancia, a inculcar comportamientos y valores de solidaridad, justicia y
de resistencia a ejercer la agresividad y el control sobre los demás, y que ayudan a
superar el egoísmo y la insolidaridad. Cuando las distintas habilidades y factores que
componen la competencia social se conceptualizan desde su carácter ético, implicando
actitudes y percepciones no egoístas, además de comportamientos como compartir y
reconocer los derechos de los demás, sirven para asentar las bases de una educación para
la solidaridad y la democracia (Trianes, 1992).
Sin embargo, esto no siempre está tan claro puesto que, en algunos casos, los
problemas que surgen en este ámbito hunden sus raíces en la falta de interés, de cuidado
y preocupación por los demás. Así, en una sociedad que a menudo prima el éxito
individual y la competitividad y que incluso justifica la violencia reactiva (ante una
provocación), resulta difícil y, por otro lado, imprescindible abordar el fondo de estas
cuestiones.
En este sentido, nos preguntamos si existe la crisis o falta de valores que mantienen
algunos autores, tal y como hemos señalado en la introducción a esta obra, y si esta falta
de acuerdo sobre valores esenciales a transmitir en el proceso de socialización y de
educación, desde la más temprana infancia, no estará influyendo también en el modo en
233
que nos relacionamos con los demás o nos enfrentamos a situaciones o conflictos
interpersonales. Así, pensamos que, por ejemplo, los espectadores de una situación de
acoso o intimidación entre iguales pueden permanecer impasibles no sólo por el miedo a
represalias sino también por perplejidad o indiferencia moral. Ésta podría ser también una
de las causas que explican el incremento de actos de violencia gratuita entre adolescentes
que pegan (happy slapping: "abofeteo feliz") a los compañeros o a desconocidos mientras
lo graban con el móvil y lo distribuyen entre los amigos o en internet.
Por ello, mantenemos que no basta con enseñar simplemente un conjunto de tácticas
que ayuden a afirmarse, a defenderse, a pedir favores (por poner unos ejemplos), sino
que también se hace imprescindible enseñar a cooperar, a trabajar en grupo, a empatizar,
a negociar y a comunicarse con otras personas, enmarcando dicha pericia en un contexto
de intersubjetividad, alteridad y cuidado.
De hecho, Ortega y Mora-Merchán (2000) señalan que hay agresores que poseen un
elevado nivel de competencia social, de pericia para interactuar con otros, pero que la
utilizan para manipular. Su problema no se debe tanto a la carencia de una serie de
habilidades sociales como a una diferencia en los valores (o falta de ellos) que están en la
234
base de sus relaciones.
Si no se observa esto, se puede correr el riesgo de enseñar al niño que, por ejemplo,
dentro de un contexto donde prima la agresividad tiene que comportarse de modo
violento para conseguir la aprobación de sus miembros. En un grupo de iguales que
valora la violencia puede que el niño más agresivo sea el más popular, el que más amigos
tiene e, incluso, puede que exhiba ciertas habilidades sociales que le lleven a ser valorado
como competente socialmente por los profesores y los padres, pero su conducta puede
estar siendo injusta e hiriente para las personas "blanco" de sus ofensas.
Por consiguiente, debemos evitar que las personas que dominan una serie de
habilidades sociales se conviertan en "camaleones sociales" (expresión que recoge
Goleman, 1996: 207, basándose en los estudios de Mark Snyder, un psicólogo de la
Universidad de Minnesota). No se trata de educar a "manipuladores" ni a personas
obsesionadas con causar buena impresión. Cuando se forma a las personas en
competencia social se debe evitar realizar una operación de mero maquillaje, una
enseñanza de técnicas y de habilidades que permiten a la persona tener un éxito aparente
pero que no es real a largo plazo. Si a una persona extremadamente violenta se le enseña
únicamente a "saludar" de forma amable o a pedir perdón, sólo se trabaja la superficie.
Esa persona también debe llegar a interiorizar que está mal herir y agredir a los demás.
Es decir, las técnicas por sí solas no son más que "aspirinas, remedios rápidos" que no
solucionan los problemas reales. "Sólo una bondad básica puede dar vida a la técnica'
(Covey, 1997: 30). Se debe, en definitiva, promover un cambio desde dentro, una
mejora de la persona a través de una auténtica educación en valores, de una moralidad
humanizadora, de una formación que permita a la persona dirigir esas habilidades a un fin
bueno, adecuado, encaminado a la mejora personal y social y que permitan hacer un
mundo habitable (Cortina, Escámez y Pérez-Delgado, 1996) (véase fig. 4.1).
235
Figura 4.1. Variables que configuran el concepto de competencia social.
Por ello, en pocas palabras, en este trabajo se enfatiza la importancia que tiene la
educación cívica para el propio desarrollo y para la mejora de la sociedad. Sin duda, esta
formación requiere tener en cuenta los valores de las personas, promoviendo un
auténtico compromiso personal, avanzando desde unos valores más primarios, que
buscan esencialmente la propia satisfacción, a unos de mayor calado moral que tengan
como objetivo el bienestar comunitario y subjetivo, como propone Hernández (2000):
Figura 4.2. Modelo "pentatriaxios" (área social) (tomado de Hernández, 2000: 242).
En esta figura se ve que buscar exclusivamente la aceptación por parte de los demás o
236
utilizar a éstos para satisfacer las propias necesidades se sitúa en el nivel más básico y
bajo de los valores socioafectivos. Por su parte, el desarrollo de habilidades sociales y de
autocontrol supone un mayor nivel taxonómico, pero a menudo se limita a la mera
adaptación al entorno. Estos dos niveles son normalmente los que desarrollan la familia y
la escuela. Sin embargo, como señala Hernández, hay que aumentar la exigencia, ir más
allá y promover valores de realización humana.
No cabe duda de que los niños que mantienen valores de solidaridad, tolerancia,
justicia y respeto hacia los demás no entenderán las relaciones de la misma manera que
los que no se guíen por ellos.
Como señalan Trianes et al. (1999), es muy importante tener en cuenta los objetivos
que guían la interacción social; así, ante un mismo hecho (por ejemplo, acercarse a
hablar con un compañero), la meta de un niño puede ser hacer un amigo pero la de otro
burlarse de él y, sin duda, las consecuencias que un tipo de motivación u otro tienen
suelen ser radicalmente opuestas.
Además, estos valores no sólo son importantes para establecer relaciones sociales
positivas y de calidad, sino que son imprescindibles en una sociedad democrática y
pacífica. Por ello, como venimos afirmando, la competencia social no sólo debe limitarse
a corregir y prevenir los problemas de pasividad, timidez, agresividad y violencia sino que
debe promover valores intrínsecos como el altruismo, la amistad o la solidaridad.
Así, apostamos por una conducta que no sólo sea reforzada o valorada como positiva
o adaptativa en un determinado contexto sino que, además, esté motivada por unas
virtudes, por una preocupación real por el bienestar y el crecimiento propio y ajeno. Se
trata de cambiar el "yo en solitario" (ser aceptado, popular, tener amigos...) por el "yo en
la relación" (ser también "yo" un buen amigo, preocuparme por lo que les ocurre a los
demás).
En resumen, tal y como exponen García Sáiz y Gil (1992), las conductas además de
237
socialmente aceptadas deben caracterizarse por ser conductas que no impidan al otro
interlocutor la consecución de sus propias metas (se excluye por tanto el empleo de
métodos de coacción, chantaje y violencia), por estar bajo el control de las personas (se
excluyen las acciones fortuitas: la persona debe adecuar su comportamiento en función
de los objetivos, de sus propias capacidades y de las exigencias del ambiente) y también
se exceptúa el uso de métodos ilegítimos como los empleados "hábilmente" para
conseguir beneficios personales a cualquier precio.
Por eso, queremos explicar a grandes rasgos cómo, desde la escuela, se pueden
promover relaciones interpersonales de calidad que contribuyan al desarrollo de
ciudadanos activos, responsables, comprometidos con el bien común y capaces de
convivir con los demás.
238
normas, convenciones. Desde una dimensión psicológica incluye temas como la empatía,
la aceptación de los otros y la prosocialidad. Desde una connotación jurídico-social nos
remite a la democracia, que es la forma básica de relación cívica y el motor para regular
las relaciones sociales (Cortina, 2003), es decir, a la necesidad de aprender a ser y a
comportarse como un ciudadano que respeta a los demás y se hace respetar. En la
escuela, la convivencia es la base de la vida democrática que allí se practica y la vía para
que los alumnos se conviertan en ciudadanos capaces de integrarse y vivir con otros. En
palabras del Defensor del Menor en la Comunidad de Madrid (2004: 6) la convivencia es
"un estilo de vida ético que se aprende", gracias a las relaciones que se establecen, al
intercambio comunicativo y de emociones que en ellas tienen lugar, pero también gracias
al conocimiento objetivo sobre cómo se estructuran los grupos sociales y la sociedad o la
política, entre otros conceptos. La convivencia sólo es posible si se comparten ciertas
bases morales. En conclusión, la educación para la convivencia requiere trabajar aspectos
estudiados sobre todo dentro de la llamada educación para la ciudadanía o educación
cívica.
239
para entender la articulación entre las responsabilidades que la persona tiene como
miembro de redes sociales amplias y organizadas y el desarrollo de la libertad y la
autonomía individual.
240
humana. Les critican también que acentúan la separación entre las esferas de la vida
pública y la privada y que aíslan a la persona de su contexto, de modo que se corre
el riesgo de que se quede en algo abstracto, sin referencias que expliquen y hagan
valorar a cada uno como una persona particular insertada en unas condiciones
reales.
241
personales pero, especialmente en la sociedad actual, excesivamente individualista, se
deben reforzar los lazos de unión entre las personas y su pertenencia a las comunidades
como "parte de éstas". En ellas a través de sus prácticas, normas y significados
compartidos por el grupo se adquieren y fomentan las virtudes propias del "buen
ciudadano", enseñando qué es lo bueno (lado cognitivo), ayudando a comprometerse a
adoptarlo (afectivo) y motivando a actuar así (comportamental).
Son variadas las expresiones utilizadas, aunque con matices diferentes: educación
cívica, educación para la ciudadanía, educar el civismo e, incluso en ocasiones,
educación política, entre otras.
También pueden verse similitudes entre la educación cívica y la moral, por ello en
ocasiones se habla de educación cívico-moral. Por lo general, se suele mantener que
educación cívica y moral no son lo mismo pero que la primera requiere de la segunda
(Naval, 1995). La educación cívica debe nutrirse de la educación moral dado que además
de un conjunto de normas o modos de proceder, expresa unos determinados valores
morales y creencias acerca de la sociabilidad humana.
Una distinción que sí conviene tener en cuenta (Iriarte y Naval, 2000: 251; Marco,
2002: 8) es la de educación sobre, a través de y para la ciudadanía. La educación sobre
la ciudadanía trata de que los estudiantes comprendan o adquieran conocimientos sobre
la historia nacional, las estructuras y procesos de gobierno, la vida política así como
sobre otros contenidos y temas desarrollados dentro de esta área. La educación a través
de o en la ciudadanía implica un aprendizaje activo, mediante experiencias participativas
y activas en la escuela, en la comunidad, cuyos climas o ambientes educativos favorecen
242
este tipo de experiencias. Finalmente, una educación para la ciudadanía incluye los dos
aspectos anteriores y supone equipar a los alumnos con los conocimientos, habilidades y
aptitudes, valores, virtudes y disposiciones o actitudes que les capaciten para participar
activa y sensiblemente en los papeles y responsabilidades que deben afrontar en sus vidas
adultas.
Un contexto ideal para llevar a cabo esta formación es la escuela porque en sí misma
es una microsociedad que ejemplifica y permite vivenciar los valores, normas y formas
de participación que guían a la sociedad en general y supone la incorporación del niño a
un contexto más formal e institucionalizado que la familia.
Una auténtica educación para la ciudadanía debe comprender (Pérez Serrano, 1997):
-El alcance de un estatus moral rico, es decir, la adhesión a unos valores que
implicarían unas actitudes, unas disposiciones estables de acción, unos hábitos,
unas determinadas concepciones o modos de sentir el mundo (por ejemplo,
respeto y tolerancia, sensibilidad por el bien común, predisposición a la conducta
prosocial y al altruismo, madurez moral básica, actitud cooperativa, disposición
positiva para asumir responsabilidades, aceptación del pluralismo y de la
diversidad, respeto y cuidado, apego a las comunidades a las que se pertenece,
actitud positiva ante las reglas para la organización de situaciones colectivas, de
urbanidad, de comunicación y de juego).
243
última dimensión procedimental pero, en nuestra opinión, debe contemplar y completarse
con el trabajo de las otras dos, desde las que sentar las bases para el desarrollo de esas
habilidades, comportamientos, pensamientos y afectos que, atendiendo al aspecto moral,
sean apropiados, buenos y valiosos.
244
resolución de conflictos interpersonales de modo constructivo y el fomento de conductas
prosociales promueven una cultura de paz dentro de la escuela y, en términos más
generales, un mundo más justo y pacífico para todos.
Este modelo de paz y de resolución de conflictos es el que debe llevarse a las escuelas
porque, aunque progresivamente ha ido surgiendo una verdadera cultura de la paz que
critica la violencia, aún se sigue estimulando la rivalidad, la competitividad y la
agresividad. Esta paz se conseguiría, tal y como postula la UNESCO desde su fundación,
no tanto por acuerdos políticos o económicos, como a través de la educación, la ciencia y
la cultura. De ello se desprende la apremiante tarea de hacer de los centros escolares
lugares que fomenten la paz, el entendimiento entre las personas y los pueblos, la
libertad, el ejercicio de los derechos democráticos y la solidaridad.
245
la paz son núcleo esencial de la educación para la ciudadanía o la educación para la
convivencia, que sin duda asientan sus bases en el desarrollo de la competencia social y
que, a su vez, nutren, dan sentido e indican el trasfondo y camino a seguir en las
interacciones sociales y en los vínculos que se establecen con otras personas, tanto
dentro de la escuela como fuera de ella. Se debe buscar, por consiguiente, profundizar en
una visión más educativa de la competencia social que permita no sólo prevenir y
corregir las difi cultades o la falta de habilidades sino promover el desarrollo de
relaciones, comportamientos y actitudes prosociales y de virtudes morales de cara a
construir una convivencia más humana.
Así, a lo largo de las distintas etapas educativas, varios objetivos hacen referencia al
proceso de socialización y a la educación moral y cívica:
CUADRO 4.1
246
Del mismo modo, en la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (LOE,
2006), se alude a la necesidad de fomentar la convivencia democrática, promover la
solidaridad y evitar la discriminación.
A pesar de esto, según van avanzando las etapas educativas, se va atendiendo menos
247
a la formación de los aspectos relativos al desarrollo personal y social y más a los de
carácter cognitivo (Iriarte y Naval, 2000).
Por otra parte, el tratamiento dado a estas cuestiones puede variar en intensidad,
dedicación y motivación. De ahí que puedan trabajarse de forma incidental, de forma
superficial o desde el convencimiento pleno de su necesidad y de la incorporación real al
currículo y a la vida escolar, como pasamos a reseñar.
Así, el trabajo en competencia social puede contemplarse desde dos perspectivas: una
que a menudo suele ser más implícita y oculta (desarrollo y cuidado del clima, de las
relaciones que tienen lugar dentro del centro educativo) y otra más explícita e integrada
en el currículo que puede ser llevada a cabo de distintas maneras:
-De modo puntual, introduciendo algún contenido relacionado con estos temas en
una o varias asignaturas o realizando actividades en el aula o en el centro educativo
(día de la paz, del medio ambiente, entre otras).
-Asignando las horas de tutoría para abordar estas cuestiones. Por ejemplo, autores
como Pérez Pérez (1998) han propuesto aprovechar estas horas para celebrar
asambleas en clase en las que se planteen y solucionen los problemas de
convivencia en el aula.
248
cómo y cuándo enseñar y evaluar), c) las programaciones de aula (establecer
objetivos, contenidos y actividades a desarrollar).
Sin embargo, no debe olvidarse que la inclusión y atención explícita a estos temas a
través de una serie de contenidos debe ir acompañada de un cambio en las relaciones y
en los métodos de trabajo empleados y más cuando la introducción de temas como la
amistad, los sentimientos o los conflictos siguen siendo todavía "un reto de imaginación y
creatividad", a pesar de que cada vez van apareciendo más materiales sobre estos temas
(Fernández García, 1998: 195).
249
educación en valores en las actividades educativas de los centros docentes: BOE, 23-09-
1994), se constituye en el núcleo vertebrador de la transversalidad.
Los objetivos quedan, por tanto, como una introducción retórica, como unas
declaraciones iniciales de intenciones mientras que son los contenidos disciplinares los
que marcan el diseño curricular. De este modo, no se termina de resolver el problema
organizativo que supone la introducción de estos temas. Quedan con una
"indeterminación curricular y débil estatus institucional' que permite, por un lado, "acoger
las prácticas docentes más renovadoras" pero, por otro lado, se corre el grave peligro de
quedar como una "práctica discursiva' para "quedar bien" (Bolívar, 1996: 23).
250
currículo, a través de todas las áreas.
Pero, destacando lo positivo y las posibilidades que abren, los autores que venimos
citando afirman que los temas transversales permiten hacer proyectos innovadores en la
enseñanza rompiendo, en mayor o menor medida, con la lógica disciplinar, para
introducir una sensibilización general hacia estas cuestiones. Pueden posibilitar nuevos
modelos de hacer escuela en aquellos docentes más comprometidos con el cambio
educativo. Además, han sido un campo de encuentro entre movimientos de la "sociedad
civil'. Por ello, la transversalidad (aunque hoy día ya no se habla tanto de ella) es una
oportunidad que no debe desperdiciarse; lo que hay que mejorar es su puesta en práctica.
El clima, el ethos, de la escuela debe ser democrático y para ello hay que revisar la
metodología de enseñanza, la cultura organizativa del centro, el sistema de participación
y gestión (Torrego y Moreno, 2003).
Se debe crear una comunidad que cuide de sus miembros en el aula, donde los
alumnos se conozcan, conozcan y respeten a los demás, donde se desarrolle la
autodisciplina, al mismo tiempo que se admite y respeta la autoridad de los docentes,
donde se implique a los alumnos en las tomas de decisiones, donde se enseñen virtudes a
través del currículo, se desarrolle la preocupación y colaboración más allá de la clase, a
través del contacto con modelos altruistas y con la posibilidad de prestar servicios en sus
escuelas y comunidades, creando una cultura moral democrática e implicando a los
padres en ello (Lickona, 2000).
251
En pocas palabras, los diferentes aspectos de la competencia social están en la base
del desarrollo de comportamientos y actitudes de convivencia cívica y, al mismo tiempo,
la educación para la ciudadanía y para la convivencia proporciona un marco amplio y
profundo para mejorar las relaciones interpersonales en el contexto escolar.
4.5.1. Introducción
252
trabajo muy distinta a la que actualmente se observa en muchos centros escolares. En las
escuelas que participaron en este proyecto se intentó organizar el currículo académico
alrededor de objetivos cívicos, sociales y morales, que son considerados tan importantes
como los propiamente intelectuales.
4.5.2. ¿En qué consiste este proyecto (The Child Development Project)?
253
-No sólo incide en determinadas materias del currículo sino que influye en todos los
aspectos de la escuela (organización, dirección, enseñanza, clima, currículo
entero).
Podría afirmarse que con el Child Development Project los profesores fomentan el
desarrollo prosocial de los niños al crear climas en clase y en la escuela que satisfacen sus
necesidades psicológicas básicas de autonomía, competencia y conexión afectiva (Deci y
Ryan, 1985) y al enseñar explícita e implícitamente los valores prosociales (por ejemplo
bondad, justicia, cuidado y responsabilidad) necesarios para vivir en una sociedad
democrática.
Se trata de fomentar el interés por los demás y el amor por aprender, así como la
enseñanza de las habilidades académicas y sociales necesarias para ser un miembro
productivo de una sociedad democrática y de participar en la toma de decisiones y de
estar activamente implicados en la vida social e intelectual de la clase y de la escuela
(Watson, Battistich y Solomon, 1997). Es decir, se presentan oportunidades para la
interacción con los iguales, con los adultos, para desarrollar valores, para pensar y
discutir sobre cuestiones morales, así como sobre experiencias que promueven el
conocimiento y la comprensión de los demás, aprendiendo a trascender el grupo al que se
pertenece y a respetar a todas las personas.
Los autores del programa esperaban que en las clases se desarrollaran fuertes lazos
afectivos y sentimientos de pertenencia a la comunidad para que, de este modo, los
alumnos estuvieran más motivados y defendieran las normas de la comunidad,
interiorizaran sus valores y se comprometieran a actuar de acuerdo con ellos (Solomon,
Battistich, Watson, Schaps y Lewis, 2000; Solomon, Watson, Battistich, Schaps y
Delucchi, 1996). Pero, al mismo tiempo, se deseaba que los profesores también sintieran
la escuela como una comunidad, que se les presentaran oportunidades para colaborar los
unos con los otros, para contribuir y participar en las tomas de decisiones del centro y
254
que se apoyara el aprendizaje continuo, permanente.
Para alcanzar dichos objetivos, se intenta proporcionar momentos para que los
estudiantes puedan (Battistich, Solomon, Watson y Schaps, 1997):
-Debatir y reflexionar sobre las experiencias de otros para llegar a entender y apreciar
las necesidades, sentimientos y perspectivas de otras personas.
Los profesores fueron los principales agentes que llevaron a la práctica diaria el
programa, aunque también colaboraron los padres y el resto de miembros de la escuela.
Los profesores recibieron una preparación intensiva cada año. Normalmente, ésta
consistió en un curso de una semana en el verano, talleres mensuales y reuniones
frecuentes con los promotores del proyecto. Además se les proporcionaron materiales
curriculares de apoyo.
255
En las distintas definiciones de "comunidad" se pueden describir algunos elementos
comunes: son lugares en los que los miembros se preocupan y cuidan unos de otros,
participan activamente e influyen en las actividades y decisiones del grupo, sienten que
pertenecen a ese grupo, se identifican con él y tienen normas, metas y valores comunes
(Battistich et al., 1997). También se ha mostrado repetidamente, en la literatura sobre
este tema, que este sentido de comunidad está relacionado con la satisfacción de los
profesores y los sentimientos de eficacia y logro de los estudiantes, con su motivación
académica, apego a la escuela e interés y conducta interpersonal (Solomon, Battistich,
Kim y Watson, 1997; Solomon et al., 1996).
El papel que juega el profesor en la creación de este tipo de clases es clave. Ayuda a
crear un clima de mutuo interés y respeto al mostrar él mismo preocupación por todos
los alumnos y al estar sinceramente interesado en sus ideas, experiencias y actividades.
Al dar razones y explicaciones de los comportamientos y cuestiones tanto académicas
como sociales, el profesor demuestra que cree que sus estudiantes son capaces de pensar
de un modo exitoso (Solomon et al., 1997).
Además, los docentes deben comprometerse con una enseñanza más directa en el
área sociopersonal, guiando las interacciones de los alumnos, interviniendo cuando hay
oportunidades para animarles en el entendimiento y las relaciones interpersonales,
ayudándoles a ver la relevancia de los valores humanos en las situaciones cotidianas y a
adquirir las habilidades necesarias para actuar de manera congruente con dichos valores.
En definitiva, deben usar su "autoridad moral", su mayor madurez y experiencia para
animar el crecimiento de sus alumnos.
256
comunidad. Así, los directores y el resto de los miembros del centro educativo también
debían comprometerse con el objetivo de crear una comunidad de preocupación e interés
recíproco, participar en asambleas, en grupos de trabajo, en la organización de
actividades, entre otras funciones (Schaps, Lewis y Watson, 1996). Estas escuelas son
denominadas Caring School Communities, dado que se caracterizan por sentimientos de
mutuo interés, preocupación y respeto entre los miembros, así como por una activa
participación en las múltiples decisiones que se toman en el centro. Para lograrlo se
propone un programa educativo aplicable en el aula y en la escuela.
De acuerdo con las investigaciones de Solomon et al. (2000), Solomon et al. (1996)
Watson et al. (1997) se distinguen varios componentes en los espacios del aula y del
centro educativo en su conjunto.
CUADRO 4.2
257
fin.
Los autores del proyecto diseñaron las actividades cooperativas (que van desde hacer
un puzzle o un mural, a resolver un problema matemático o realizar una investigación
sobre un tema) de modo que promovieran tanto el logro de metas académicas como
sociales. En ellas se destaca la importancia de fomentar la interdependencia y de enseñar
directamente las habilidades interpersonales necesarias para tener éxito en la cooperación.
Al mismo tiempo, se señala que se debe estimular directa e indirectamente la motivación
intrínseca a la hora de trabajar y de aprender juntos comprometidamente. Para tener
éxito, las tareas deben contener cierto reto y estimular la curiosidad de los niños, a la vez
que son alcanzables. Además, deben dar cabida a diversas perspectivas y necesitar las
contribuciones de los distintos miembros del grupo.
-Gracias a las interacciones con los iguales, aprenden la importancia de atender a los
demás, de apoyarles, adquieren compromisos y ponen en práctica otras habilidades
interpersonales necesarias para trabajar en grupo.
258
Los alumnos van aprendiendo gradualmente a trabajar de forma cooperativa. Los más
pequeños comienzan haciendo tareas de modo independiente y viendo, después, los
beneficios de combinar sus trabajos. Progresivamente, van colaborando en parejas y en
pequeños equipos, para pasar después a trabajar en grupos más grandes.
Los profesores describen las actividades a los alumnos y les ayudan a ver las razones
intrínsecas para comprometerse en ello, asignan papeles interdependientes a los
miembros del grupo, discuten las normas y valores que guían las interacciones y explican
las habilidades específicas necesarias para lograr las metas académicas y sociales
deseadas. Mientras los alumnos trabajan, los profesores observan sus interacciones,
proporcionan ayuda y sugerencias cuando es necesario, dan información nueva de modo
que pueda ser relacionada con la que el alumno ya posee, plantean cuestiones y hacen
demostraciones. Es decir, los docentes guían a los alumnos cuando éstos lo necesitan,
pero normalmente su aprendizaje es autodirigido. Cuando los grupos han terminado las
actividades, el profesor anima a los estudiantes a pensar y discutir sobre su aprendizaje
social y académico, sus dificultades, éxitos y fracasos y también les guía a la hora de
planear cómo mejorarlo.
Para terminar es importante señalar que no todas las experiencias en las que se utiliza
el aprendizaje cooperativo son iguales.
Pero alcanzar los objetivos depende, no sólo de las actividades, sino también de la
estructura de clase. No será fácil lograrlos si las actividades de aprendizaje cooperativo
son ocasionales y si predomina un clima caracterizado por unas relaciones unilaterales de
autoridad con el adulto e individualistas o competitivas con los iguales. Además, no todas
las tareas pueden ser transformadas en auténticas actividades cooperativas. Las que
mejor fomentan este aprendizaje son aquéllas en las que pueden trabajarse múltiples
puntos de vista, compartir responsabilidades o realizarse entre varios.
259
escuela, basada más en la cooperación, la participación y la colaboración que en la
competitividad y la rivalidad entre los miembros de la comunidad.
Este componente, más que por un conjunto de técnicas, aunque se utilizan algunas
como las empleadas para promover el autocontrol o las habilidades sociales, se
caracteriza por una actitud de confianza en las buenas intenciones de los niños para
comprometerse con los demás y aprender valores prosociales y por la responsabilidad de
ayudarles a crecer como personas.
Este tipo de disciplina, denominada por los autores del programa como developmental
discipline, aquí se va a calificar como inductiva porque favorece el diálogo y la
negociación con los alumnos, disminuyendo el poder coercitivo por parte del profesor. A
los estudiantes se les proporciona un papel activo en el gobierno de la clase, en
colaboración con el maestro, la autoridad es compartida. Los alumnos ayudan a
establecer las reglas de clase al comienzo del año y a mantener la vida del aula a través
de frecuentes reuniones y asambleas (ideas publicadas por ejemplo en "Ways we want
our class to be: Class meetings that build commitment to kindness and learning", otro de
los recursos que aparece citado en la página web del Developmental Studies Center). Se
les anima y ayuda a responsabilizarse de su propio aprendizaje y de su propia conducta.
Los casos de comportamiento no adecuado se intentan resolver a través de un método
conjunto de solución de problemas, siempre que sea posible.
Con el fin de realizar esto, los docentes tienen que aprender a equilibrar y sopesar el
control y el poder que deben ejercer para que se cumplan las normas; es decir, sus
prácticas deben orientarse a la solución del problema antes que al castigo. Esto es
necesario porque los alumnos deben aprender que ser miembros de una sociedad
requiere que se acepten sus normas fundamentales y sus valores básicos, pero también
deben experimentar la autonomía y sentirse como el origen de sus acciones cuando se
comprometen con tales valores.
260
Se anima a los profesores a empatizar y proporcionar calor antes que frialdad o
castigo y a desarrollar relaciones con sus alumnos más personales y menos jerarquizadas
(es necesario señalar que, en nuestra opinión, las relaciones entre alumnos y profesores,
aunque cálidas y afectivas, deben ser verticales. Es decir, el profesor ejerce un papel de
autoridad que es muy importante en educación. Esto no quiere decir que no se deban
reducir estas diferencias de estatus en la medida que sea posible, de modo que autoridad
no se entienda como poder coercitivo. El profesor necesita ejercer control, pero debe
también fomentar la autonomía y el autocontrol de sus alumnos y ayudarles a hacer
suyos los valores que desde fuera se les presentan).
261
Algunos de estos libros describen la vida de personas de distintas culturas, edades y
circunstancias para ayudar a los niños a empatizar y comprender la diversidad de los que
son a la vez similares y distintos a ellos. Los docentes estimulan discusiones en cuanto a
ideas centrales y proporcionan a sus estudiantes oportunidades estructuradas para que
inicien conversaciones en torno a estas cuestiones.
Esto ayuda a que los estudiantes mayores piensen en determinados valores sociales y
actúen de acuerdo con ellos; además les ayuda a sentirse competentes, autónomos y
responsables. A los más pequeños les permite desarrollar relaciones más íntimas con
alumnos mayores y observar modelos de ayuda a los que pueden aspirar. En definitiva,
estas actividades llevan a todos los chicos a sentirse parte de la comunidad escolar.
262
En este proyecto se anima a los profesores a conducir estas actividades de manera
que estimulen la motivación intrínseca de los estudiantes para ayudar. Por ejemplo,
pueden guiarles en discusiones acerca de qué tareas son necesarias para que la clase
funcione correctamente, asesorarles para que entiendan los problemas cuando éstos
surgen y motivarles a compartir la perspectiva de los miembros de la comunidad con la
que colaboran, así como a involucrarse en la toma de decisiones sobre cómo
proporcionar la ayuda necesaria.
E) Otros componentes
263
Los autores del Child Development Project han llevado a cabo distintas evaluaciones,
tanto de las mejoras producidas por sentirse miembro de una comunidad, como por la
puesta en práctica del programa.
En un primer momento se realizó un estudio longitudinal durante siete años (de 1982
a 1989) con distintos profesores en tres escuelas elementales. Otras tres, con
características similares, sirvieron de comparación. Durante estos años de puesta en
práctica del programa se recogieron datos cada curso (Battistich et al., 1997; Solomon et
al., 1996).
Posteriormente, al considerar que esto tenía una serie de limitaciones como el hecho
de que principalmente se evaluaban aulas y no escuelas, así como que los profesores, al
ser cada año distintos, tenían que aprender cada curso cómo aplicar el programa, se
decidió ampliar la unidad de evaluación del aula a la escuela, comprometiendo en su
puesta en práctica a todo el centro y se recogieron datos en veinticuatro escuelas en seis
distritos de EE UU (Battistich et al., 1997; Solomon et al., 1997; Solomon et al., 2000;
Watson et al., 1997). Dos escuelas de cada distrito aplicaron el Child Development
Project mientras que los otros doce centros sirvieron de grupo de comparación. Los
datos fueron recogidos durante el curso académico 1991-1992 y los tres años siguientes,
con alumnos de los tres últimos grados (de 3.° a 5.0 en cuatro distritos y de 4.° a 6.0 en
los otros dos).
B) Resultados obtenidos
A partir de los datos obtenidos con las evaluaciones se aprecia que fomentar el
sentimiento de pertenencia a la comunidad es crucial dado que:
264
como una opción que influye en los demás. Y la competencia significa que uno
puede contribuir efectivamente al grupo, así como que lograr metas personales.
-Las variables afectivas son las que se asocian de modo más fuerte con la percepción
de comunidad, ya que ésta promueve el gusto por la escuela y por el aprendizaje,
la empatía y la autoestima, las actitudes y motivaciones interpersonales. Con ello
se consigue disminuir el sentimiento de soledad y afianzar los lazos interpersonales.
265
266
Como se ha citado anteriormente, uno de los principales efectos de experimentar una
clase o escuela como una comunidad es que los estudiantes desarrollan un fuerte vínculo
con ella, se identifican e interiorizan sus valores y normas.
267
de cooperación y participación (Battistich et al., 1997; Solomon et al., 1996).
A grandes rasgos, éstos fueron los beneficios observados en las escuelas que aplicaron
el programa:
-En las entrevistas, los niños que habían recibido el programa mostraban más
habilidades de resolución de conflictos, más conducta prosocial y competencia
social. Las clases a las que se aplicó el programa se esforzaron en promover la
ayuda, la cooperación, el interés y la sensibilidad por los sentimientos y
necesidades de los demás, el compromiso y el afecto.
-También las observaciones en clase mostraron que los niños que recibieron el
programa presentaban más habilidades de toma de perspectiva y más
consideración hacia las propias necesidades y hacia las de otras personas.
Asimismo, reflexionaban más acerca de las consecuencias de sus acciones,
268
anticipaban los obstáculos que existían a la hora de solucionar una situación
conflictiva y seleccionaban estrategias más prosociales y cooperativas.
-Los alumnos señalaban en los cuestionarios que aprendían más cuando trabajaban
en grupo que cuando lo hacían solos. Se beneficiaban tanto académica como
socialmente, aprendían cómo trabajar con otros, cómo ser cooperativos, cómo
entender y apreciar a los demás y cómo prepararse para la edad adulta.
-Añadían también que habían participado, en mayor medida que las escuelas que
sirvieron como comparación, en el desarrollo de las reglas de clase.
-Otro efecto del programa fue un mayor compromiso con los valores democráticos.
Así, los niños a los que se aplicó el programa puntuaron más alto en
responsabilidad, igualdad, participación y disponibilidad para comprometerse.
-Por su parte, los profesores que pusieron en práctica el programa describían a sus
alumnos como más cooperativos, más participativos en el establecimiento de las
normas de clase, más comprometidos para dialogar sobre los problemas y la
búsqueda de una solución y ellos mismos se mostraban más cálidos, más
dispuestos a escuchar a sus estudiantes, a colaborar con ellos, a motivarles
intrínsecamente, a hacerles sugerencias y a ayudarles en la solución de problemas.
Es decir, usaban menos incentivos extrínsecos, enfatizaban la cooperación antes
que la competitividad en clase, daban a sus alumnos más autonomía y los
implicaban activamente en el gobierno de la clase (en el desarrollo de las reglas y
normas, en la solución de problemas y en la toma de decisiones sobre las
actividades a realizar). Por su parte, los docentes que sirvieron como comparación
mostraban un mayor control, más uso de incentivos externos y estimulaban la
competición en mayor medida que los del grupo experimental.
-El programa también invitaba a los padres a participar en el aprendizaje de sus hijos,
contribuía a una mayor conexión casa-escuela y fomentaba el respeto por la
comunidad escolar y la apreciación de la cultura y valores de cada familia.
269
De modo más gráfico, queremos sintetizar en el cuadro 4.4 las mejoras y ventajas
sustanciales alcanzadas en esta experiencia, tanto por promover el sentimiento de
pertenencia a la comunidad como por poner en práctica los distintos componentes del
Child Development Project.
Los autores del proyecto se preguntaron también si estos beneficios que aparecían en
la escuela elemental continuarían en la escuela media (en séptimo y octavo grado, con
alumnos de entre 12 y 14 años). Para responder a esta cuestión compararon a
estudiantes de tres escuelas experimentales con los de otras tres que sirvieron como
control en la investigación que se llevó a cabo entre 1997 y 2000.
CUADRO 4.4
270
Algunos de los resultados observados en las escuelas elementales que continuaron en
las escuelas medias fueron que los alumnos que habían vivido el programa puntuaban
más alto en habilidades de resolución de conflictos y en variables relacionadas con el
sentimiento de la escuela como comunidad, en confianza y respeto por los pro fesores,
en gusto por la escuela, así como en mayores aspiraciones educativas y compromiso con
su trabajo. Por otro lado, se encontraron nuevas diferencias entre los niños a los que se
les había aplicado el programa en la escuela elemental y a los que no. Éstas no habían
aparecido antes de modo significativo, manifestándose especialmente cuando los alumnos
ya habían pasado a la escuela media: los niños que recibieron el programa presentaban
mayor rendimiento académico, más autoestima, eran menos agredidos por los
271
compañeros, mostraban menos conducta inadecuada, o incluso delincuente, más
participación en actividades positivas como los deportes y tenían amigos que se
comportaban de modo más apropiado, eran considerados más populares y más
habilidosos socialmente. Finalmente, varios efectos de la escuela elemental no
aparecieron posteriormente: los comportamientos de ayuda y sobre todo la disminución
en el consumo de alcohol y marihuana, aunque su consumo era bajo:
CUADRO 4.5
Los autores concluyeron que el hecho de que algunos de los efectos se mantuvieran
en la escuela media y que incluso aparecieran nuevos, lleva a pensar que el programa
puede animar el desarrollo sociomoral de los niños más allá de la escuela elemental.
Desde luego, estos resultados se fortalecerían más si la escuela media fuera más
consistente con las ideas del programa, proporcionando oportunidades para participar,
ayudar y colaborar, como ocurría en la escuela elemental.
272
se ha señalado, el desarrollo sólo de un sentimiento de comunidad es insuficiente; hay
que prestar atención al contenido de las normas y valores mantenidos por la comunidad y
a las maneras en las que son defendidos. En concreto, esta experiencia, pionera en el
campo internacional para promover la inteligencia emocional según Goleman (1996) y
Roche (1999), estimula el desarrollo de habilidades de solución de conflictos, la
motivación intrínseca, el interés y preocupación por los demás y el compromiso con
valores democráticos.
De acuerdo a lo que hemos ido recalcando en este capítulo, este programa pone de
relieve que no se trata solamente de fomentar las relaciones interpersonales, sino que hay
que dotarlas de significado y deben ser de calidad, buscando no sólo el propio beneficio
sino también la mejora de la propia relación, de las otras personas y del contexto social;
en definitiva, encaminándolas hacia una convivencia mejor para todos.
Una posible dificultad a tener en cuenta es que conseguir que toda la escuela trabaje
por unos objetivos encaminados al desarrollo integral de los alumnos requiere que las
estructuras y la organización del sistema educativo no sean muy rígidas. Resulta más fácil
que alguna de estas propuestas se realice en el aula.
273
Antes de concluir este apartado puede resultar interesante recordar que se trata de
desarrollar una comunidad en la que la unión del grupo no suponga la disolución de la
persona dentro de la masa. En la experiencia presentada, de hecho, se destaca varias
veces la relevancia de fomentar la autonomía y la participación de las personas y la
necesidad de llegar a armonizar las propias metas y necesidades con las del grupo. Del
mismo modo, otra advertencia que debe hacerse es que interiorizar unas normas y
valores comunes no significa que no se respete la diversidad sino que hay un proyecto,
un fin común y unas normas de convivencia que potencian la riqueza de las diferencias,
por ejemplo a través de la literatura, como se ha expuesto anteriormente. Finalmente, las
normas compartidas en el grupo no deben ser consideradas estáticas e inmutables sino
sujetas a la reflexión, a la continua evaluación y al cambio, si es preciso (Bolívar, 2000).
274
Figura 4.3. The Child Development Project.
275
Con tal fin hemos descrito un marco contextualizador y que debe guiar la formación
en competencia social: la educación para la ciudadanía y en valores. La educación para la
ciudadanía incluye indudablemente el trabajo de la competencia social pero, al mismo
tiempo, muestra el horizonte hacia el que ésta debe dirigirse ya que subraya la necesidad
de complementar las habilidades instrumentales con la adquisición de conocimientos y la
interiorización de un conjunto de valores y virtudes morales.
Éste es el horizonte que, desde luego, pensamos que debe estar presente en toda
actuación pedagógica pero somos conscientes de las dificultades que encierra y del
proceso a largo plazo que implica. Por eso, también queremos hacer referencia a
programas educativos más específicos destinados a intervenir en el desarrollo de
habilidades de competencia social. Estos proporcionan un caudal de materiales para
trabajar las relaciones interpersonales en la escuela. Además progresivamente van
apareciendo más recursos que tratan de realizar un acercamiento más global y completo
de cara a promover una mentalidad y una cultura de convivencia dentro de la comunidad
educativa. Por ello, en el próximo capítulo, descendemos al terreno concreto de los
programas de intervención, centrándonos fundamentalmente en los que están disponibles
en castellano y que pueden ser una guía útil, un punto de partida para investigadores,
profesionales y docentes que quieran iniciarse e incluir estas cuestiones en el aula.
Varios de estos programas hunden sus raíces en experiencias como las ofrecidas por
las Caring School Communities, que ha ido traspasando barreras, introduciéndose en
Europa e influyendo en la elaboración de propuestas educativas (por ejemplo, el
programa de Trianes y Fernández-Figarés, 2001, Roche, 1999, en España, y Husbands y
Lang, 2000, en Alemania).
276
277
5.i. Introducción
En este capítulo nos proponemos abordar cómo trabajar la competencia social de modo
específico, por medio de la aplicación de instrumentos de evaluación y programas de
intervención.
En repetidas ocasiones hemos mencionado el giro dado por este tipo de programas,
que han avanzado desde una perspectiva remedial a una más educativa, orientada a todos
los alumnos. Pero, además, se aprecia una mayor integración de las distintas variables
implicadas en el desarrollo de la competencia social. Así, vamos a enumerar desde
programas más parciales o centrados en el tratamiento de alguna dimensión específica
(por ejemplo, las habilidades sociales) a aquéllos elaborados a partir de un enfoque
integrador de la competencia social, no sólo por abordar las variables conductuales,
cognitivas, afectivas y contextuales, sino también por orientarse al desarrollo de una
convivencia más humana, moral y cívica, en línea con lo descrito en la experiencia de las
Caring School Communities.
La mayoría de los autores (Arón y Milicic, 1996; Merrell y Gimpel, 1998; Michelson et
al., 1987; Monjas, 1999; Paula, 2000; Trianes et al., 1999; Trianes et al., 1997; Vallés y
278
Vallés, 1996, entre otros) coinciden en señalar y proponer algunas medidas concretas de
evaluación como: la observación, el roleplay (juego de roles o dramatización), la
entrevista, la evaluación de iguales (cuestionario sociométrico), el informe, la lista de
control, el cuestionario de otras personas (adultos), el autoinforme, la escala
autoadministrada, el test hipotético y el autorregistro. Ningún método es perfecto, todos
tienen sus ventajas y limitaciones.
-Identificar cuáles son las habilidades que sí se poseen de manera eficaz y pueden
resultar útiles para el reforzamiento de otras conductas interpersonales menos
hábiles (principio de Premack).
279
(1999) y Paula (2000) consideran necesario no sólo una evaluación del niño, sino
también una evaluación del contexto porque las variables ambientales pueden actuar
como factores de riesgo o como factores de protección en la aparición de problemas
sociales. Las principales variables a evaluar en el contexto son: las características físicas y
estructurales del centro escolar, las actividades, la organización del centro y del entorno
en el que se ubica, la estructura y la organización del aula, la relación del niño con los
compañeros, la relación del niño con el maestro, las características del hogar familiar, las
características personales de los padres o tutores, las características socioculturales de la
familia, las relaciones de la familia con el medio social, las interacciones padres-hijos, las
relaciones entre los padres, las relaciones del niño con los hermanos y otros familiares.
Para esta valoración del contexto se pueden utilizar procedimientos como: 1) la revisión
de documentos, por ejemplo el Proyecto Educativo de Centro, las programaciones de
nivel y aula y los posibles reglamentos de funcionamiento interno, 2) la observación
directa y la entrevista a los distintos miembros de la comunidad educativa para que
aporten información cualitativa sobre aspectos como la toma de decisiones o los patrones
de interacción y 3) instrumentos estandarizados, o realizados para una situación concreta,
sobre el clima de la organización, la calidad de la vida escolar, la eficacia de los resultados
de la escuela o la comunicación.
Por ello, se hace imprescindible una evaluación completa y correcta que contemple
múltiples medidas e incluya diferentes percepciones de los compañeros, los padres y los
profesores.
280
evaluar la competencia social o alguno de sus componentes. En el Anexo 3 se presenta
un listado bastante extenso, recopilado de varias obras, con pruebas disponibles en inglés.
Por otro lado, vamos a adjuntar en la siguiente tabla una serie de escalas y
cuestionarios que han sido seleccionados, como una muestra de lo que puede encontrarse
publicado, teniendo en cuenta los siguientes criterios:
-Año de publicación: desde los años ochenta se aprecia un mayor interés por la
elaboración de instrumentos de evaluación. En nuestro caso, nos hemos centrado
especialmente en los publicados a partir de la década de los noventa, aunque
retomaremos alguno anterior dada su relevancia científica.
•La asertividad y las habilidades sociales (EA, EMHAS, ASB, ECS-1, CHIS, EHS,
escalas de observación, EME). Estas variables son las que han recibido una
mayor atención y sobre las que más se ha publicado, entre otras razones,
posiblemente porque sean las más fáciles de evaluar al centrarse en las conductas
observables.
281
•La socialización por parte de los padres (PEF, ESPA29).
•El clima que se da en el aula, tanto positivo (fomento de las redes de amistad)
como negativo (conflictos e intimidación/abuso: BULL-S).
282
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285
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292
5.3. La intervención en competencia social
293
de modos de interrelación que la persona no conoce o que no pone en práctica de modo
adecuado y frecuente. Su función es esencialmente educativa, es decir, con este tipo de
aprendizaje se pretende no sólo corregir los problemas de inadaptación social sino
también prevenirlos y fomentar conductas y actitudes que favorezcan las relaciones
interpersonales (McConaughy et al., 1998 y 1999).
Para que la enseñanza tenga éxito se recomienda utilizar varias técnicas, hacerlo en
grupo, aprovechando grupos existentes como la clase o la familia, implicar a las personas
significativas del niño, contemplar además de las variables conductuales, las cognitivas y
emocionales y promover la generalización.
294
sobre cómo desarrollar o cómo se ha desarrollado una determinada capacidad.
-Terapia racional emotiva: este enfoque considera que es la creencia acerca de lo que
ha sucedido la que origina más directamente una emoción. Su objetivo central es
ayudar a los niños a cambiar sus sentimientos inapropiados por otros apropiados,
enseñándoles a diferenciar entre pensamientos y sentimientos.
-Dinámica de grupos.
295
Para ello se debe: reiterar los ensayos, abordar situaciones lo más variadas y relevantes
posibles, realizar entrenamientos en grupo, enseñar comportamientos relevantes y
funcionales, reforzar las conductas correctas promoviendo la autorregulación y la
autoevaluación, poner en práctica lo aprendido en distintos contextos, a través de
diferentes metodologías o contando con varios agentes, por ejemplo, con los padres
mediante las tareas para casa.
La generalización es lo que supone una mayor dificultad y un mayor reto para los
educadores puesto que es el elemento clave. Sólo cuando el niño sea capaz de transferir
los aprendizajes a otros contextos distintos al escolar y los mantenga a través del tiempo,
puede afirmarse que el programa ha sido eficaz (García, 1995).
Es una labor ingente recoger todos los programas disponibles, tanto en inglés como en
castellano. Por ello, el listado que a continuación recogemos no pretende ser exhaustivo
sino un modesto intento de recopilación de aquellos programas que hemos considerado
más relevantes o de los que hemos encontrado diversas alusiones en la bibliografía
consultada.
296
En un primer momento, aludiremos a programas que pueden adquirirse en inglés,
para detenernos posteriormente a describir nuestra propia selección de programas
originales o traducidos al castellano.
A) Disponibles en inglés
Como venimos afirmando, la lista de programas es muy extensa, por ello, vamos a
centrarnos en algunas selecciones o recopilaciones que pueden encontrarse en la literatura
específica. Así, en el Anexo 4 recogemos programas, ampliamente reconocidos, sobre
habilidades sociales citados por Merrell y Gimpel (1998) para pasar, posteriormente, a
una perspectiva más amplia donde se encuadran programas que abarcan gran parte de las
variables que venimos estudiando.
De estos programas queremos resaltar (al igual que recoge Cohen, 2001):
297
Help Your Young Child to Resolve Everyday Conflicts and Get Along with Others
(1993) y Raising a Thinking Preteen: The I Can Problem Solve Program for 8 to
12 Year Olds (2000).
Otros programas que no están recogidos en esta lista de CASEL pero que, a nuestro
parecer, también requieren una mención especial son:
298
-Building Social Problem Solving Skills: Guidelines from a School-Based Program
(Elias y Clabby, 1992), destinado a enseñar habilidades tanto cognitivas como
conductuales, con el fin de solucionar problemas y que deben integrarse en el
currículo.
B) Disponibles en castellano
El listado que reproducimos no es cerrado y completo sino que incluye los programas
que se han considerado más relevantes, bien por sus repercusiones y continuas
referencias dentro de la investigación de la competencia social o bien por la posibilidad
que hemos tenido de consultarlos y manejarlos personalmente, permitiéndonos valorar su
interés.
Para realizar esta selección hemos partido de los mismos criterios mencionados para
los instrumentos de evaluación y, de la oferta disponible, hemos elegido algunos como
representativos tanto de los programas más parciales y concretos como de los más
abarcadores. Así, vamos a agruparlos según el siguiente orden:
299
1.Programas específicos, que se centran en el desarrollo de alguna de las
dimensiones de la competencia social (habilidades sociales, habilidades cognitivas
de resolución de los problemas interpersonales, estrategias para el desarrollo de la
autoestima, habilidades emocionales, entre otras).
300
•primeras habilidades sociales (escuchar, conversar, preguntar, dar las gracias,
presentarse, hacer un cumplido, entre otras)
•hacer cumplidos
301
•preguntar por qué
•conversaciones
•empatía
•tomar decisiones
•interacciones de grupo
•interacción en el juego
•expresión de emociones
•autoafirmación
•conversaciones
302
4.El monstruo, el ratón y yo (Palmer, 1991)
-Características generales: programa que tiene como objetivos enseñar a los niños a
ser asertivos, a tomar buenas decisiones y a defenderse a sí mismos.
•peticiones
•decir "no"
•críticas
•cumplidos
•pensamientos inadecuados
303
•responsabilidad de los propios éxitos
•relajación
•solución de problemas
•saludos
•preguntas
•peticiones
•cumplidos
•críticas
-Población: adolescentes.
•comunicación asertiva
•mantenimiento de conversaciones
•solución de problemas
304
-Características generales: a través de un cuadernillo para el alumno se proponen
distintas actividades para desarrollar las habilidades sociales, así como algunas
preguntas de "autoevaluación" para proporcionar un feedback al estudiante.
-Población: está estructurado en tres niveles (1: segundo ciclo de educación primaria,
II: tercer ciclo de educación primaria, III: educación secundaria).
•autoconcepto y autoestima
•quejas
•cumplidos
•negativas
•favores
•interacciones en grupo
•resolución de conflictos
•responsabilidad
•relajación
305
•relaciones con el sexo opuesto
•aprendiendo a quererse
•aprendiendo a comunicarse
306
de habilidades sociales en educación primaria (Álvarez, 1999)
-Descripción: hemos decidido mencionar los dos programas al mismo tiempo puesto
que el objetivo es el mismo y las habilidades sociales trabajadas son similares,
adaptando las actividades a las distintas edades:
•saludos
•cortesía
•favores
•conversaciones
•iniciadores sociales
•autoafirmación
307
•presentación, cortesía y agrado
•peticiones
•conversaciones
•afectividad y sexualidad
•habilidades para hacer amigos y amigas (reforzar a los otros, iniciaciones sociales,
unirse al juego con otros, ayuda, cooperar y compartir)
308
•habilidades de solución de problemas interpersonales (identificar problemas
interpersonales, buscar soluciones, anticipar consecuencias, elegir una solución,
probar una solución)
•comunicación
-Población: adolescentes.
309
•comunicación verbal y no verbal
-Características generales: los objetivos generales que se propone este programa son
potenciar relaciones interpersonales adecuadas y prevenir problemas
desadaptativos.
•decir "no"
•presentarse
310
14.ESCEPL• Enseñanza de Soluciones Cognitivas para Evitar Problemas
Interpersonales (García y Magaz, grupo ALBOR-COHS, 1997b)
-Descripción: consta de seis sesiones con seis unidades didácticas cada una. Las
unidades didácticas cuentan con una historia diferente, acompañada de un dibujo
(que puede proyectarse en diapositivas). Tras la proyección de la historia se inicia
un coloquio en el grupo que termina con el establecimiento de una serie de
conclusiones y de prácticas de generalización de los aprendizajes. Las sesiones
buscan profundizar en las distintas fases de la enseñanza de soluciones cognitivas
para evitar problemas interpersonales:
•generar alternativas
•anticipar consecuencias
•diseñar un plan
-Descripción: tiene doce unidades que se trabajan a partir de una serie de pasos:
311
identificación del problema, búsqueda de soluciones, anticipación de
consecuencias, elección de la mejor solución y refuerzo. Estas unidades se refieren
a las siguientes situaciones conflictivas:
•los insultos
•dar de lado
312
-Población: especialmente dirigido a niños "agresivos" de entre 6 y 8 años (sobre
todo impulsivos).
•mejora de la ansiedad
•evitar problemas
313
•asertividad
•autoconcepto y autoestima
•automotivación
•atribución causal
314
•expectativas
•resolución de problemas
•toma de decisiones
•habilidades sociales
-Población: está estructurado en cinco niveles (1: primer ciclo de educación primaria,
II: segundo ciclo de educación primaria, III: tercer ciclo de educación primaria, IV:
primer ciclo Educación Secundaria Obligatoria y V. segundo ciclo de Educación
Secundaria Obligatoria y Bachillerato).
•cómo te sientes
315
-De ese mismo año es el programa Siendo inteligente con las emociones (Valles,
1999b), que a través de distintas fichas persigue los mismos objetivos que el
anterior.
316
Los programas que se describen a continuación, ordenados cronológicamente,
trabajan de forma conjunta e integrada distintas dimensiones de la competencia social,
incluyendo una orientación profunda y humana de las relaciones interpersonales, más
altruistas, solidarias, responsables y comprometidas con los demás.
-Población: alumnos de cualquier nivel escolar, pero de forma especial para los
mayores de 10 años.
•aprendiendo a autorrealizarse
•trabajar y divertirse
•amistad y amor
•preocupación social
•evasión de la realidad
-Población: alumnos de cualquier nivel escolar, pero de forma especial para los
mayores de 10 años.
317
-Descripción: según los autores se trata de un programa instruccional puesto que se
desarrolla en situaciones de enseñanza-aprendizaje y se fundamenta en criterios y
en estrategias psicopedagógicas. Está constituido por trece unidades, divididas a su
vez en distintas secciones que incluyen cuatro aspectos: ideas principales,
narración, elaboración por escrito y discusión. Las unidades trabajadas son:
•introducción
•los miedos
•el autoconcepto
•tolerancia a la frustración
•superación de problemas
•la culpabilidad
318
televisión para prevenir la violencia. Estos programas, que comenzaron su
andadura en 1994, son conocidos como "cajas azules" y muy utilizados en los
centros educativos.
-Población: primaria.
•Decide tú: tiene tres versiones, para los 7, los 8 y los 9 años. Enseña a controlar
las propias acciones por medio del lenguaje interior, desarrolla la atención visual y
auditiva y ejercita los pensamientos necesarios para la relación interpersonal
(pensamiento inductivo, consecuencial, causal, alternativo y empático).
319
•Habilidades cognitivas: se proporcionan dos versiones, una para los 10 años y otra
para los 11. Se entrenan los cinco tipos de pensamiento necesarios para las
relaciones interpersonales, basados en los trabajos de Shure (1992):
-saber elogiar
-pedir un favor
-escuchar
-disculparse
-responder al fracaso
320
describir y al del 2002 que describiremos a continuación (número 29). Vuelven a
trabajarse las habilidades cognitivas, el crecimiento moral y las habilidades
sociales (en este caso concreto: disculparse, responder al enfado, enfrentarse a las
presiones y al enfado de otras personas, manejar el miedo y negociar).
•Asimismo, Segura y Arcas (2004) cuentan con otro programa sobre competencia
social destinado a niños de 4 a 12 años, basado en los mismos presupuestos y
planteamientos teóricos que los anteriores pero cuya estructura queda
configurada en 15 capítulos con sus correspondientes actividades:
-juegos de atención
-aprender a escuchar
-alfabetización emocional
-autocontrol
-pensamiento inductivo
321
-Población: dirigido a niños de entre 5 y 16 años.
•construcción de la autoestima
•toma de decisiones
322
segundo se ponen práctica las distintas estrategias y actividades previstas. En esta
experiencia se trabajan las habilidades sociales y comunicativas, el autoconcepto, la
asertividad, el proceso de toma de decisiones, la colaboración, la participación, la
solidaridad, la tolerancia y el trabajo cooperativo. Se presenta en cuatro
volúmenes:
•trabajo cooperativo
•mediación
323
•asertividad
•habilidades sociales
•estrategias específicas para atajar el problema del maltrato entre iguales (Sheffield,
Pikas)
•Habilidades sociales a partir del trabajo de alguna de ellas, así como del control
emocional:
-habilidades sociales para 12-14 años: saber escuchar, hacer un elogio, pedir
un favor, disculparse, ponerse de acuerdo
-habilidades sociales a partir de 15 años: presentar una queja, decir que no,
324
disculparse, responder al fracaso
325
-Descripción: las actividades se recogen en tres volúmenes y un vídeo que recogen la
fundamentación teórica además del programa en sí mismo:
-Descripción: cada actividad incluye el título, los objetivos propuestos, los materiales
y el tiempo requerido. Además se estructura en tres apartados: "afección" (la
experiencia que van a realizar los alumnos, encaminada a "desatar" y "provocar" la
vivencia de la afectividad de los alumnos), reflexión de las emociones, y sentido
(las implicaciones sociomorales) y las observaciones que ayudan a ponerla en
práctica. Las principales áreas de trabajo abordadas son:
•autoconciencia emocional
•fortaleza personal
326
•toma de decisiones
•responsabilidad personal
•fuerza de voluntad y fortaleza para asumir riesgos calculados para cambiar y para
ser proactivos
•valor para esforzarse, persistir y ser paciente en la lucha por lo que merece la pena
y se puede cambiar y mejorar
-Descripción: el programa consta de tres módulos, cada uno con tres partes, "cuya
secuencia general está pensada para ir construyendo ambientes, habilidades
individuales y procesos internos progresivamente" (Trianes, 1996: 14):
327
•Módulo 1. Mejorar el clima de la clase: "comunicación y conocimiento
interpersonal", "perspectiva de la clase como grupo" y "autogestión en la marcha
de clase"
•Módulo II. Solucionar problemas con los demás sin pelearnos: "conocimiento e
inferencia de emociones y afectos", "aprender pensamiento reflexivo y
negociación" y "respuesta asertiva'
328
Figura 5.1. Secuencia general del programa "Educación Social y Afectiva en el Aula"
(tomada de Trianes y Muñoz, 1994; Trianes, 1996: 15).
329
cuestiones como las emociones, la empatía, la prosocialidad. Este trabajo se basa
en el Child Development Project, con el que mantiene fructíferas colaboraciones.
•Autoestima y heteroestima
•Empatía
330
35.Aprender a ser personas y a convivir. Un programa para secundaria (Trianes y
Fernández-Figarés, 2001)
CUADRO 5.2
331
C) Otros recursos disponibles
-En libros como el de Ortega y Del Rey (2004) pueden encontrarse varias
actividades encaminadas a la mejora de la convivencia dentro de los centros
escolares para trabajar en horas de tutoría, en el patio, con los padres, para el
conocimiento de uno mismo y de los demás, para la mejora del clima, para
desarrollar la responsabilidad, para educar emocionalmente, para resolver las malas
relaciones con los iguales, dirigidas a alumnos de primaria y otras a estudiantes de
332
secundaria. Además de esas cuestiones, en Ortega (2000b) encontramos la
propuesta de diversos autores para trabajar la convivencia a través de la educación
medioambiental, los derechos humanos y la coeducación.
-En Etxeberría (2001) pueden encontrarse los proyectos europeos incluidos dentro
del programa marco Sócrates "violencia en la escuela". Entre ellos está el programa
SAVE anteriormente citado.
333
-En Úriz (1999) aparecen diversas actividades y experiencias de aula de tipo
cooperativo.
-Para terminar, conviene puntualizar que son prácticamente innumerables las páginas
web que contienen referencias a la competencia social y las organizaciones,
asociaciones o grupos preocupados por desarrollar comportamientos cívicos,
relaciones interpersonales pacíficas, habilidades sociales y otras variables objeto de
estudio de este trabajo. Pueden encontrarse desde organizaciones (The
Collaborative for Academic, Social and Emotional Learnig; The Center for Social
and Emotional Education; The Center for Civic Edutacion), universidades a
recursos de intervención. En las páginas web correspondientes pueden encontrarse
importantes proyectos como el Proyecto Atlántida, que consiste en una plataforma
de experiencias de innovación en centros de distintas Comunidades Autónomas
(Canarias, Madrid, Murcia, Andalucía, Cataluña, Asturias, Valencia, Extremadura
y País Vasco) para la reconstrucción del currículo y la organización democrática, a
través de una educación en valores democráticos, de la resolución de conflictos y
la educación intercultural, entre otros.
Una iniciativa que en nuestro contexto merece ser resaltada es la campaña "Quítate la
venda' realizada por el Departamento de Educación de la Comunidad Foral de Navarra
para prevenir la violencia escolar. También ahí se presentan el teléfono gratuito y la
dirección de correo electrónico a la que cualquier persona o centro educativo puede
acudir en busca de ayuda o asesoramiento. Estas medidas se plasman también en la
Resolución 632/2005, de 5 de julio, por la que se establece que los centros, tanto
públicos como privados, de primaria y secundaria, deben elaborar un Plan para la Mejora
de la Convivencia, desarrollado sobre todo para prevenir los fenómenos de bullying.
Durante el curso académico 2005-2006 se pusieron en marcha una serie de medidas
piloto de mejora, sobre todo redes de mediadores. Puesto que no se trata de un programa
de intervención ni de un conjunto de actividades, no vamos a detenernos en estos
momentos a analizar esta propuesta, pero parece conveniente apuntar las principales
334
directrices de esta novedosa propuesta para Navarra.
Los destinatarios de estas propuestas educativas son los alumnos y, por consiguiente,
son ellos los encargados de hacerlas asequibles, atractivas y funcionales son los
profesores, bien de forma directa a través de la aplicación de programas o bien indirecta
con su ejemplo, forma de actuar, de educar y de crear una atmósfera receptiva y
preocupada por la vida relacional del aula.
335
336
A lo largo de las próximas páginas deseamos exponer las principales conclusiones de este
trabajo. Para ello tenemos presentes los interrogantes y objetivos que nos planteamos en
la introducción.
a)Uno de los aspectos más desarrollados y con más apoyo teórico y metodológico,
desde los años sesenta hasta la actualidad, ha sido el de las habilidades sociales.
Sin duda éstas son críticas para el bienestar psicológico y social de las personas.
No obstante, gracias a trabajos como el de McFall (1982), se mantiene que la
formación en competencia social no debe quedar reducida a un conjunto de
técnicas o conductas ("moleculares") sino que, además, debe tener en cuenta
cómo, cuándo, dónde, con quién y por qué nos comunicamos e interactuamos de
337
una determinada manera. Por ello, hay que superar el modelo del déficit y
comprender que, más allá del desconocimiento o falta de habilidades sociales, hay
otras variables que influyen en el comportamiento interpersonal.
Desde este punto de vista, los niños que tienen dificultad para relacionarse con
sus iguales emplean, para solucionar los conflictos, estrategias hostiles o pasivas que
entorpecen la relación. También tienen dificultades para ponerse en el punto de
vista de otras personas, para entender sus opiniones, sus sentimientos, para
proponerse metas encaminadas a la formación y al mantenimiento de vínculos
afectivos. Además, tienden a atribuir intenciones hostiles, creen que la agresividad
está justificada y es legítima y esperan resultados positivos mediante la actuación
violenta.
c)A esto debe añadirse que, a partir de una concepción más amplia y plural de la
inteligencia (Sternberg, Gardner), reflejada claramente en la difusión, desde los
años noventa, de trabajos sobre la conocida inteligencia emocional, hay
actualmente una especial sensibilidad hacia el mundo afectivo y de los
sentimientos. De este modo, se resalta el papel comunicativo y estimulador de las
emociones que dan contenido y fomentan el establecimiento de vínculos entre las
personas. Por ello, se hace imprescindible enseñar a comprender, expresar y
regular los afectos. Pero de forma especial hay que fomentar la empatía puesto
que es un elemento clave para el desarrollo, no sólo social, sino también moral. Así
338
queda reflejado en la investigación puesto que este tema se está convirtiendo en
uno de los focos principales de estudio (tanto teórico como empírico,
especialmente gracias a los trabajos del equipo dirigido por Eisenberg), aunque
requiere seguir profundizando en su evaluación y en las estrategias educativas más
apropiadas para promoverla.
d)La competencia social es a menudo equiparada a popularidad con los iguales. Por
ello, junto a las habilidades sociales, es el aspecto más abordado y sobre el que
existe un mayor número de publicaciones. Esto se debe a que la aceptación por
parte del grupo tiene indudables consecuencias en el comportamiento
interpersonal. No obstante, creemos que no es el único factor que influye en la
satisfacción y el ajuste socioemocional. La persona es competente socialmente
cuando sabe manejarse correctamente en distintos ámbitos sociales, no sólo el de
los iguales y, aun dentro de éste, hay otros temas que requieren un estudio
pormenorizado, por ejemplo los vínculos de amistad, que pueden ayudar a paliar
los efectos negativos de la impopularidad.
Por otro lado, desde los años ochenta (en la llamada "tercera generación" de
estudios sobre las relaciones entre iguales) se viene enfatizando un tema que hoy
día despierta una gran susceptibilidad y preocupación, no sólo dentro de los foros
especializados, sino en toda la sociedad en general: el bullying. Este tipo de actos
violentos se enmarcan fundamentalmente dentro del contexto escolar pero van más
allá, convirtiéndose en un problema de gran calado social donde predomina una
339
relación de sumisión-dominio que no es fácil de detectar.
f)Otros adultos significativos para los niños y adolescentes son los profesores. El
auge experimentado por la competencia social en los últimos años ha hecho que
temas a menudo asumidos como parte del currículo oculto sean objeto de
sistematización y trabajo explícito. En las relaciones asimétricas que se establecen
en el centro (profesor-alumnos) adquiere una gran trascendencia el clima, la
disciplina y las intervenciones específicas en esta área. Sin embargo, aunque cada
vez son más numerosas las iniciativas en este sentido, su incorporación al aula es
todavía paulatina, parcial y esporádica. Si se parte de estas ideas, entenderemos la
necesidad de concienciar y formar a los docentes, así como de reconocer y valorar
su trabajo. Por supuesto, requiere también dotar a los centros educativos de
recursos y materiales destinados a lograr estos objetivos.
340
impacto de la publicidad con el fin de evitar, en la medida de lo posible, la
exposición de los niños a modelos inadecuados y, por el contrario, utilizar aquéllos
como medios para reforzar comportamientos y actitudes positivas. Dado el debate
acerca de los beneficios versus perjuicios de la televisión, son necesarios más
estudios longitudinales que permitan conocer los efectos a "largo plazo" de la
exposición prolongada a contenidos violentos. Hay que demandar una mayor
protección y un desarrollo legislativo garante del respeto a los derechos de los
niños. Este tema, al igual que el del conocimiento de las normas, costumbres,
expectativas y posibles riesgos de la cultura en la que se vive, excede el contexto
más inmediato y requiere la colaboración de toda la comunidad.
341
morales.
342
sociales. Con los años, los programas han ido abordando las otras dimensiones de la
competencia social, incluida una orientación cívico-moral (por ejemplo, podemos
destacar, de entre los que han sido descritos, los Programas de Educación para la Tole
rancia, de Díaz-Aguado; el Programa de Competencia Social, de Segura et al.; el
Programa Convivir, de Cava y Musitu; el Programa Educativo de Crecimiento Emocional
y Moral, de Alonso-Gancedo Iriarte; el programa de Desarrollo de la Inteligencia
Emocional y Social, de Roche, y el programa Aprender a Ser Personas y a Convivir, de
Trianes y Fernández-Figarés).
Otro cambio importante que merece ser destacado es el giro educativo que han
experimentado los programas. En los años ochenta y noventa las intervenciones dejan de
ser exclusivamente clínicas y centradas en resolver las dificultades, para pasar a ser
preventivas y promotoras de comportamientos positivos y deseables en todos los
estudiantes.
9. Sin duda, la clave está en gran medida en la formación que reciben los profesores.
Por eso, este tema de la competencia social debe considerarse una materia importante a
trabajar en los Cursos de Aptitud Pedagógica (CAP) así como en otros destinados a la
preparación permanente y al reciclaje de los docentes, tanto si son organizados por la
Administración Educativa como por asociaciones, empresas privadas, academias,
sindicatos o por los propios centros educativos.
343
Tras el análisis de todas estas cuestiones se sugieren algunas propuestas educativas
que pueden ayudar a la inclusión y al trabajo de la competencia social dentro del contexto
educativo:
-Reflexionar sobre la propia actuación docente, revisar la metodología del aula para
que sea más activa y cooperativa, hacer más democrática la organización escolar,
cuidar la disposición y la selección de las características del entorno (el
equipamiento, los materiales didácticos, los juegos), analizar el currículo oculto y
los valores que se transmiten en los libros de texto, en el quehacer educativo, en el
clima escolar y en las relaciones interpersonales que en él tienen lugar, así como en
el contexto familiar, en la cultura y en los medios de comunicación.
-Revisar la política del centro (el Reglamento de Régimen Interno) y la disciplina del
aula y, como punto de partida ineludible, sensibilizarse hacia estas cuestiones,
considerando la convivencia como tarea y compromiso y no como una carga.
-Estimular una atmósfera donde se vivan e interioricen los valores y las normas
344
como algo propio.
-Apreciar y valorar a los alumnos y mantener con ellos relaciones asimétricas pero, al
mismo tiempo, cálidas y personales.
-Proporcionar oportunidades para que interactúen (por ejemplo, a través del trabajo
cooperativo, que permite además fomentar los valores cívicos y democráticos).
-Ayudar a las familias a ser conscientes del papel que juegan en el desarrollo
socioemocional de sus hijos y abrir cauces de comunicación y colaboración con
ellas así como con el resto de los agentes implicados.
345
346
HABILIDADES SOCIALES INCLUIDAS EN LA MAYORÍA DE LOS PROGRAMAS
DE ENTRENAMIENTO (tomado de Alonso Tapia, 1997: 205)
1.Presentarse a otros
5.Pedir favores
7.Formular quejas
10.Pedir a otro que deje de hacer lo que está haciendo porque nos molesta
14.Compartir sentimientos
347
15.Emisión de señales no verbales favorecedoras de la comunicación (sonreír, reír,
contacto ocular, gestos faciales, gestos de manos y brazos, postura, etc.)
24.Pedir disculpas
27.Pedir permiso
348
34.Manejar los sentimientos de vergüenza
349
350
[Se incluye también el Child Development Project como ejemplo de programa
comprehensivo.]
351
352
353
354
-Achenbach y Edelbrock (1983). Child Behavior Check List (CBCL) (Listado de
evaluación del comportamiento del niño).
-Agard, Veldman, Kaufman y Semmel (1978). How I Feel Toward Others (HIFTO)
(Qué siento hacia otros).
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atribucional).
355
asertividad para niños).
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(Test de asertividad para niños).
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Conducta Asertiva, de Del Greco).
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(BOSSI) (Sistema de Observación conductual para la interacción social).
-Edmonson, De Jung, Leland y Leach (1974). Test of Social Inference (TSI) (Test de
inferencia social).
-Elias, Gara, Ubriaco, Rothbaum, Clabby y Schnyler (1986). Group Social Problem
SolvingAssessment (GSPSA) (Evaluación de la solución de problemas sociales de
grupo).
356
-Elias, Larcen, Zlotlow y Chinsky (1978). Social Problem SolvingAssessment Measure
(SPSAM) (Medida de evaluación de la solución de problemas sociales).
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MEPS) (Test medios-fines y solución de problemas para niños).
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Paula, 2000; Trianes et al., 1999; Vallés y Vallés, 1996, entre otros. Si se desea obtener
la referencia bibliográfica completa de alguna de estas pruebas se remite a las obras
362
citadas que han permitido elaborar ese listado.]
363
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399
Índice
Introducción 13
1. El estado de la cuestión sobre el concepto de competencia social 21
1.2. Evolución histórica en el campo de las relaciones
24
interpersonales
1.3. Definición de los conceptos "asertividad", "habilidades
26
sociales" y "competencia social"
1.3.1. Asertividad 27
1.3.2. Habilidades sociales 29
1.3.3. Competencia social 30
1.4. Razones que explican el aumento de estudios sobre la
33
competencia social
1.4.1. La sociabilidad humana 33
1.4.2. El momento histórico y las características de la sociedad
35
actual
1.4.3. La proliferación de estudios sobre el desarrollo
37
socioemocional
1.4.4. Consecuencias negativas derivadas de la incompetencia
39
social y consecuencias positivas del co
1.4.5. La aplicación y utilidad de la competencia social en distintos
55
ámbitos
2. Componentes internos de la competencia social: los
57
conductuales, cognitivos y afectivos
2.2. Variables conductuales 61
2.2.1. Hacer y recibir cumplidos 64
2.2.2. Hacer y recibir críticas 65
2.2.3. Decir no'; rechazar peticiones 66
2.2.5. Ayudar 68
2.2.7. Defender los propios derechos y respetar los de los demás 69
2.2.9. Interacciones con personas de estatus diferente y con el sexo
400
opuesto
2.3. Variables cognitivas 71
2.3.1. Percepción y conocimiento social 74
2.3.2. Estrategias de resolución de conflictos 90
2.3.3. Atribuciones 94
2.3.4. Metas 98
2.3.5. Creencias sobre la legitimidad de una acción 102
2.3.6 Autoconcepto 103
2.3.7. Expectativas 107
2.4. Variables afectivas 108
2.4.2. La empatía 119
2.5. Otros factores personales 125
2.6. A modo de recapitulación 130
3. Componentes externos de la competencia social: los agentes de
131
socialización
3.2.1. Influencias indirectas 134
3.2.2. Influencias directas 150
3.2.3. La socialización de las emociones 153
3.3. Los profesores 162
3.4. Los iguales 175
3.4.1. La aceptación de los iguales 177
3.4.2. La amistad 187
3.4.3. Los conflictos entre iguales 192
3.4.4. Los grupos 211
3.5. Otros agentes de socialización 218
3.6. A modo de recapitulación 226
4. Competencia social y educación para la ciudadanía 230
4.2. Una convivencia más humana: finalidad última de la
232
competencia social
4.3. Educación para la convivencia cívica 238
401
4.3. Educación para la convivencia cívica 238
4.4. Propuestas educativas y líneas de actuación dentro del
contexto escolar 242
402