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La inspiración

El poeta Siao, que vivía desde el otoño en el palacio imperial, fue encontrado muerto en su
habitación. El médico de la corte decretó que la muerte había sido provocada por alguna substancia
que le había manchado los labios de azul. Pero ni en las bebidas ni en los alimentos hallados en su
habitación había huellas de veneno.
El consejero literario del emperador estaba tan conmovido por la muerte de Siao, que ordenó
llamar al sabio Feng. A pesar de la fama que le había dado la resolución de varios enigmas —entre
ellos la muerte del mandarín Chou y los llamados "crímenes del dragón"— Feng vestía como un
campesino pobre. Los guardias imperiales se negaron a dejarlo pasar, y el consejero literario tuvo
que ir a buscarlo a las puertas del palacio para conducirlo a la habitación del muerto.
Sobre una mesa baja se encontraban los instrumentos de caligrafía del poeta Siao: el pincel de
pelo de mono, el papel de bambú, la tinta negra, el lacre con que acostumbraba a sellar sus
composiciones.
—Mis conocimientos literarios son muy escasos y un poco anticuados. Pero sé que Siao era un
famoso poeta, y que sus poemas se contaban por miles —dijo Feng—. ¿Por qué todo esto está casi
sin usar?
—Sabio Feng: hacía largo tiempo que Siao no escribía. Como verá, comenzó a trazar un
ideograma y cayó fulminado de inmediato. Siao luchaba para que volviera la inspiración, y en el
momento de conseguirla, algo lo mató.
Feng pidió al consejero quedarse solo en la habitación. Durante un largo rato se sentó en
silencio, sin tocar nada, inmóvil frente al papel de bambú, como un poeta que no encuentra su
inspiración. Cuando el consejero, aburrido de esperar, entró, Feng se había quedado dormido sobre
el papel.
—Sé que nadie, ni siquiera un poeta, es indiferente a los favores del emperador —dijo Feng
apenas despertó—. ¿Tenía Siao enemigos?
El consejero imperial demoró en contestar.
—La vanidad de los poetas es un lugar común de la poesía, y no quisiera caer en él. Pero en el
pasado, Siao tuvo cierta rencilla con Tseng, el anciano poeta, porque ambos coincidieron en la
comparación de la luna con un espejo. Y un poema dirigido contra Ding, quien se llama a sí mismo
"el poeta celestial", le ganó su odio. Pero ni Tseng ni Ding se acercaron a la habitación de Siao en
los últimos días.
—¿Y se sabe qué estaban haciendo la noche en que Siao murió?
—La policía imperial hizo esas averiguaciones. Tseng estaba enfermo, y el emperador le envió a
uno de sus médicos para que se ocupara de él. En cuanto a Ding, está fuera de toda sospecha:
levantaba una cometa en el campo. Había varios jóvenes discípulos con él. Ding había escrito uno
de sus poemas en la cometa.
—¿Y dónde levantó Ding esa cometa? ¿Acaso se veía desde esa ventana?
Si, justamente allí, detrás del bosque. Honorable Feng: los oscuros poemas de Ding tal vez no
respeten ninguna de nuestras antiguas reglas, pero no creo que alcancen a matar a la distancia.
¡Además, la cometa estaba en llamas!
—¿Un rayo?
—Caprichos de Ding. Elevar sus poemas e incendiarlos. Yo, como usted, Feng, tengo un gusto
anticuado, y no puedo juzgar las nuevas costumbres literarias del palacio.
Feng destinó la tarde siguiente a leer los poemas de Siao. A la noche anunció que tenía una
respuesta. El consejero imperial se reunió con él en las habitaciones del poeta asesinado. Feng se
sentó frente a la hoja de bambú y completó el ideograma que había comenzado a trazar Siao.
—"Cometa en llamas" —leyó el consejero—. ¿La visión de la cometa le hizo a Siao recuperar la
inspiración?
—Siao trabajaba a partir de aquello que lo sorprendía. El momento en que se detiene el rumor de
las cigarras, la visión de una estatua dorada entre la niebla, una mariposa atrapada por la llama. De
estas cosas se alimentaba su poesía. Aquí en el palacio, ya nada lo invitaba a escribir: por eso su
pincel nuevo estaba sin usar desde hacía meses. Ding puso allí el veneno, y con la suficiente
anticipación como para que nadie sospechara de él. Sabía que Siao, como todos los que usan
pinceles de pelo de mono, se lo llevaría a la boca al usarlo por primera vez, para ablandarlo. Los
restos del veneno se disolvieron en la tinta. Esa fue una de las armas de Ding.
—Imagino que la otra fue la cometa —dijo el consejero.
—Ding sabía que al ver algo tan extraño como una cometa en llamas, la inspiración volvería al
viejo Siao.
Feng tomó el pincel de pelo de mono y escribió:

Una cometa en llamas sube al cielo negro.


Brilla un momento y se apaga.
Así la injusta fama del mediocre Ding

—Mis dotes como poeta son pobres, pero acaso no esté tan alejado del tema que hubiera elegido
Siao —Feng limpió con cuidado el pincel—. Como poeta Ding rechaza toda regla, pero como
asesino acepta las simetrías. Para matar a un poeta eligió la poesía.

De Santis, Pablo. En: Plan Lectura 2008.


Colección: "Escritores en escuelas". Buenos Aires, 2008
Disputa por señas

Sucedió una vez que los romanos, que carecían de leyes para su gobierno, fueron a pedirlas a los
griegos, que sí las tenían. Estos les respondieron que no merecían poseerlas, ni las podrían entender,
puesto que su saber era tan escaso. Pero que si insistían en conocer y usar estas leyes, antes les
convendría disputar con sus sabios, para ver si las entendían y merecían llevarlas. Dieron como
excusa esta gentil respuesta.
Respondieron los romanos que aceptaban de buen grado y firmaron un convenio para la
controversia. Como no entendían sus respectivos lenguajes, se acordó que disputasen por señas y
fijaron públicamente un día para su realización.
Los romanos quedaron muy preocupados, sin saber qué hacer, porque no eran letrados y temían
el vasto saber de los doctores griegos. Así cavilaban cuando un ciudadano dijo que eligieran un
rústico y que hiciera con la mano las señas que Dios le diese a entender: fue sano consejo.
Buscaron un rústico muy astuto y le dijeron: "Tenemos un convenio con los griegos para
disputar por señas: pide lo que quieras y te lo daremos, socórrenos en esta lid".
Lo vistieron con muy ricos paños de gran valor, como si fuera doctor en filosofía. Subió a una
alta cátedra y dijo con fanfarronería: "De hoy en más vengan los griegos con toda su porfía". Llegó
allí un griego, doctor sobresaliente, alabado y escogido entre todos los griegos. Subió a otra cátedra,
ante todo el pueblo reunido. Comenzaron sus señas como se había acordado.
Levantóse el griego, sosegado, con calma, y mostró sólo un dedo, el que está cerca del pulgar;
luego se sentó en su mismo sitio. Levantóse el rústico, bravucón y con malas pulgas, mostró tres
dedos tendidos hacia el griego, el pulgar y otros dos retenidos en forma de arpón y los otros
encogidos. Se sentó el necio, mirando sus vestiduras.
Levantóse el griego, tendió la palma llana y se sentó luego plácidamente. Levantóse el rústico
con su vana fantasía y con porfía mostró el puño cerrado.
A todos los de Grecia dijo el sabio: los romanos merecen las leyes, no se las niego. Levantáronse
todos en sosiego y paz. Gran honra proporcionó a Roma el rústico villano.
Preguntaron al griego qué fue lo que dijera por señas al romano y qué le respondió éste. Dijo:
"Yo dije que hay un Dios, el romano dijo que era uno en tres personas e hizo tal seña. Yo dije que
todo estaba bajo su voluntad. Respondió que en su poder estábamos, y dijo verdad. Cuando vi que
entendían y creían en la Trinidad, comprendí que merecían leyes certeras".
Preguntaron al rústico cuáles habían sido sus ocurrencias: "Me dijo que con un dedo me
quebraría el ojo: tuve gran pesar e ira. le respondí con saña, con cólera y con indignación que yo le
quebraría, ante toda la gente, los ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar. Me dijo después de
esto que le prestara atención, que me daría tal palmada que los oídos me vibrarían. Yo le respondí
que le daría tal puñetazo que en toda su vida no llegaría a vengarse. Cuando vio la pelea tan
despareja dejó de amenazar a quien no le temía".
Por esto dice la fábula de la sabia vieja: "No hay mala palabra si no es tomada a mal. Verá que es
bien dicha si fue bien entendida".

Arcipreste de Hita. En: El libro del Buen Amor.


Texto adaptado por Florencia E. de Giniger.
La pesquisa de don Frutos

Don Frutos Gómez, el comisario de Capibara-Cué, entró a su desmantelada oficina haciendo sonar
las espuelas, saludó cordialmente a sus subalternos y se acomodó en una vieja silla de paja, cerca de
la puerta a esperar el mate que uno de los agentes empezó a cebar con pachorrienta solicitud.
Cuando tuvo el recipiente en sus manos, aspiró con fruición por la bombilla y gustó el áspero sabor
del brebaje en silenciosa deleitación.
―Ta güenazo… ―dijo dirigiéndose al agente―; vo no servirás pa melico porque so más lerdo que
tatú-carreta, pero pa cebar los verdes sos de mi flor…
―No me halaguée, comesario, que no soy denguna china… respondió el soldado íntimamente
complacido.
Al recibir el segundo mate lo tendió cordial hacia el oficial sumariante que leía con toda atención,
junto a la única y desvencijada mesa del recinto.
―¿Gusta un amargo?
―Gracias… ―respondió el otro―. Sólo tomo dulce.
―Aquí sólo toman dulces las mujeres… ―terció el cabo Leiva con completo olvido de la
disciplina.
―Cuando quiera su opinión se la solicitaré ―respondió fríamente el sumariante.
―Ta bien, mi ufisial ―respondió el cabo y continuó perezosamente apoyado contra el marco de la
puerta.
Luis Arzásola, que hacía cinco días apenas que había llegado de la capital correntina a hacerse
cargo de su puesto, en ese abandonado pueblecito, se revolvió molesto en su asiento, conteniendo a
duras penas sus deseos de sacar carpiendo al insolente, pero don Frutos regía a sus subordinados
con paternal condescendencia sin reparar en graduaciones y no quería saber de más reglamentos que
su omnímoda voluntad.
Cuando él ya, en ese breve tiempo, le hubo expuesto en repetidas ocasiones sus quejas por lo que
consideraba excesiva confianza o indisciplina del personal, sólo obtuvo como única respuesta:
―No se haga mala sangre m΄hijo… No lo hacen con mala intención sino de bruto que son nomá…
Ya se irá acostumbrando con el tiempo.
Para olvidar su disgusto siguió leyendo en su preciado libro de Psicología y efectuando apuntes en
un cuaderno que tenía a su lado, pero la mesa, que tenía una pata más corta que la otra, se inclinaba
hacia un costado y hacía peligrar la estabilidad del tintero, que se iba corriendo lentamente y
amenazaba terminar en el suelo. Para evitarlo tomó un diario, lo dobló repetidas veces y lo colocó
para nivelar el mueble, debajo del sostén defectuoso. Luego siguió con la lectura interrumpida.
―¿Qué pa está aprendiendo, che oficial? ―preguntó el agente mientras esperaba el mate de manos
del comisario.
―Psicología.
―¿Y eso pa qué sirve?
―Para conocer a la gente. Es la ciencia del conocimiento del alma humana.
El milico recibió el mate, meditó unos segundos y concluyó sentenciosamente:
―Pa mi ver eso no se estudea en lo libro. Pa conocer a la gente hay…
Vaciló un momento y afirmó:
―…hay que estudear a la gente.
Después se acercó al brasero que ardía en un rincón y empezó a llenar la calabaza cuidando que el
agua no se derramara y que formara una espuma consistente.
En eso estaban cuando Aniceto, el mozo de la carnicería, entró espantado.
―¡Don Frutos!… ¡Don Frutos!…
―¿Qué te ocurre, hombre? ―contestó el aludido y empezó a levantarse.
―Al tuerto Méndez…
―¿Sí?
―Lo han achurao sin asco… Ricién cuando le jui a llevar un matambre que había encargado ayer,
dentré a su rancho y ¡ánima bendita santa! lo encontré tendido n΄el suelo, boca abajo y lleno ΄e
sangre…
―¿Seguro pa que estaba muerto, chamigo?
―Seguro nicó don Frutos. Duro, frío y hasta medio jediendo con la calor que hace.
―Güeno, gracias, Aniceto. Andate nomá.
―¡Hasta luego, don Frutos!
―¡Hasta luego, Aniceto! ―respondió el funcionario y volvió a sentarse cómodamente.
El oficial, que había dejado el libro, se plantó frente a su superior.
―¿Qué pa le pasa, m΄hijo?
―¿No vamos al lugar del hecho, comisario?
―Sí, enseguidita.
―Pero… ¡es que hay un muerto, señor!
―¿Y qué?… ―contestó el viejo ya con absoluta familiaridad―. ¿Acaso tené miedo que se
dispare?… Dejame que tome cuatro o cinco matecitos más, o de no, se me van a desteñir las tripas.
Cuando, después de una buena media hora, arribaron al rancho de las afueras donde había ocurrido
el suceso, ya el oficial había redactado in mente el informe que elevaría a las autoridades sobre la
inoperancia del comisario, sus arbitrarios procedimientos y su inhabilidad para el cargo. Creía que
era llegada la ocasión propicia para su particular lucimiento y para apabullar con sus mayores
conocimientos los métodos simples y arcaicos del funcionario campesino. Lo único que lamentaba
era haber olvidado en la ciudad una poderosa lupa, que le hubiera servido de maravilloso auxiliar
para la búsqueda de huellas.
Apenas a unos pasos de la puerta estaba el extinto de bruces contra el suelo.
―¡Andá! ―ordenó el comisario al cabo Leiva―. Abrí bien la ventana pa que dentre la luz.
Éste lo hizo así y el resplandeciente sol tropical entró a raudales en la reducida habitación.
Don Frutos se inclinó sobre el cadáver y observó en la espalda las marcas sangrientas de tres
puñaladas que teñían de rojo la negra blusa del caído.
―Forastero… ―gruñó.
Luego buscó un palito y lo introdujo en las heridas. Finalmente lo dejó en una de ellas y aseveró:
―Gringo.
Se irguió buscando algo con la mirada y, al no encontrarlo, dijo al cabo:
―Andá, sacale laj rienda al rosillo qu΄es mansito y traémelas…
Cuando al cabo de un momento las tuvo en sus manos, midió con una distancia de los pies del
difunto hasta la herida y luego, transportándola sobre el cuerpo de Leiva, alzó un brazo y lo bajó.
No quedó satisfecho, al parecer, y, poniéndose en puntas de pie, repitió la operación.
―¡Ajá! ―dijo―. Es más alto que yo, debe medir un metro y ochenta má o meno.
Inmediatamente se volvió al cabo y lo interrogó:
―¿Estuvo ayer el Tuerto en las carreras?
―Sí, pero él pasó la tarde jugando a la taba.
―¿Y le jue bien?
―¡Y de no! ¡Si era como nu hay otra pa clavarla ΄e güelta y media! ¡Dios lo tenga en su santa
gloria!… Ganó una ponchada de pesos. Al capatá΄e la estancia, a ese que le dicen Mister, lo dejó sin
nada y hasta le ganó tres esterlinas que tenía ΄e recuerdo; el Ñato Cáceres perdió ochenta pesos y el
anillo ΄e compromiso…
―Güeno, revisalo a ver si le encontrás la plata…
El cabo obedeció. Dio vueltas al cadáver y le metió las manos en los bolsillos, hurgó en su amplio
cinturón y le tanteó las ropas.
―Ni un vainte, comesario.
―A ver… Vamoj a buscar en la pieza, puede que lo haiga escuendido.
―Pero, comisario ―saltó impaciente el oficial―. Así van a borrar todas las huellas del culpable.
―¿Qué güellas, m΄hijo?
―Las impresiones dactilares…
―Acá no usamo d΄eso, m΄hijo… Tuito lo hacemo a lo que te criaste nomá…
Y ayudado por el cabo y el agente, empezó a buscar en cajones, debajo del colchón y en cuanto
posible escondite imaginaron.
Arzásola, entretanto, seguía acumulando elementos con criterio científico, pero se encontraba un
poco desconcertado. En la ciudad, sobre un piso encerado, un cabello puede ser un indicio valioso,
pero en el sucio piso de tierra de un rancho hay miles de cosas mezcladas con el polvo; cabellos,
recortes de uñas, llaves de lata de sardina, botones, semillas, huesecillos, etcétera. Desorientado y
después de haber llenado sus bolsillos con los objetos más heterogéneos que encontró a su paso,
dirigió en otro sentido sus investigaciones. Junto a la puerta y cerca de la ventana encontró una serie
de pisadas y, entre ellas, la huella casi perfecta de un pie.
―¡Comisario! ―gritó―. Hay que buscar un poco de yeso…
―¿Pa qué, m΄hijo?
―Para sacarle el molde a esta pisada. El asesino estuvo parado aquí y dejó su marca.
―¿Y pa qué va a servir el molde?
―Porque gracias a una ciencia que se llama Antropometría ―respondió despectivamente y como
dando una lección―, de esa huella se puede deducir la talla de su dueño y otros datos…
―No te aflijás por eso. El creminal es un gringo, má o meno una cuarta más alto que yo y dejuro
que ha d΄estar entre la peonada ΄e la estancia ΄e los ingleses…
―¡Pero!… ―se asombró el oficial.
―Ya te explicaré más tarde, m΄hijo. Toy siguro qu΄el tipo estuvo en la cancha ΄e taba y vido cómo
el Tuerto se llenaba ΄e plata, dispué se adelantó y lo estuvo esperando n΄el rancho. Quedó un rato
vichando el camino, desde la ventana se puso detrá ΄e la puerta. Cuando el pobre dentró l΄encajó
una puñalada y en seguida do más cuando lo vido caído.
―Así es, don Fruto… ―asintió el cabo―. Se ve clarito por las pisadas.
―Al verlo muerto le revisó loj bolsillo, le sacó tuitas las ganancias y se jue… Pero, ya loj vamoj a
agarrar sin la Jometría esa que decís.
En seguida, dirigiéndose al agente que lo acompañaba, ordenó:
―Andate a lo del carnicero y decile que te dea un cuero ΄e vaca y te emprieste ΄l carro. Lo traés al
Aniceto pa que te ayude, lo envuelven al finao, lo cargan y lo llevan a enterrar… El pobre no tiene a
naides que lo llore. Cuando venga el Pai Marcelo pa la Navidá le haremos decir una misa…
―Ta bien, comesario.
Inmediatamente se volvió al oficial y al cabo Leiva y les dijo:
―Aura vamoj pa l΄estancia… Si me hace qu΄el infiel que ha hecho esta fechoría debe d΄estar allí…
La estancia de los ingleses se encontraba más o menos a media legua del pueblo. Además del
habitual personal de servicio y peones, había en ella unas dos docenas de obreros trabajando en la
ampliación de unas alas del edificio.
Interiorizado el administrador del propósito que los llevaba hizo reunir, frente a una de las galerías,
a todo el personal. Hombres de todas clases y con los más diversos atavíos se encontraban allí.
Algunos con el torso desnudo brillante de sudor porque el sol ya empezaba a hacerse sentir, otros en
camiseta, blusas, camisas de colores chillones, un inglés con breeches, un español con boina, un
italiano con saco de pana, etc.
―Poné a un lado a los gringos y a loj otros dejalos dir ―dijo don Frutos al oficial, después de pasar
su mirada por el grupo, y se sentó con el dueño de casa a saborear un vaso de whisky.
Arzásola, a su vez, transmitió la orden:
―Los extranjeros que avancen dos pasos al frente.
Una decena de hombres se destacó de la masa.
El oficial, entonces, dirigiéndose a los otros, exclamó:
―Ustedes pueden retirarse.
Correntinos, misioneros, formoseños y de algunas otras provincias del norte se alejaron
murmurando entre dientes o contentos de verse libres de la curiosidad policial.
De pronto el cabo Leiva se adelantó hacia un mocetón de pelo hirsuto y tez cobriza que había
quedado con los demás.
―¿Y vo, Gorgonio, qué hacés aquí?
―L΄ofisial dijo nicó que se quedásemo lo estranjero, pué.
―¡Qué pa a ser estranjero vo! Usté so paraguallo como yo, chamigo. Estranjero son lo gringo, lo de
las Uropas… ¡Andá de acá y no quedrás darte corte!
Y así diciendo lo sacó a empellones de la fila.
Don Frutos, entonces, se acercó a los restantes y después de observarlos, dijo:
―Lo do petiso ΄e la esquina y ese otro ΄e boina… váyanse nomá…
Frente a él quedaron el inglés, un par de italianos, algunos españoles y un polaco.
―A ver… ―continuó―. Muestren la cartera o plata que tengan…
En las callosas manos aparecieron carteras grasientas o pesos arrugados.
El inglés sin inmutarse, advirtió:
―Mi no tener una moneda.
Al oírlo, Arzásola se acercó a don Frutos y le dijo suavemente:
―Está mintiendo, me parece. Debe ser él y seguro ha escondido lo robado. Lo habrá hecho para
recobrar sus esterlinas.
―No ―le respondió el superior―. Ese no puede ser… Mirale los pieses…
El inglés permanecía firme y estático, mientras los otros, inquietos, se asentaban, ora sobre un pie,
ora sobre el otro.
―¿Ves, m΄hijo?… El mister puede estar mucho tiempo sin moverse mientras el que estuvo allá
dejó el suelo como pisadero p΄hacer lagrillos.
Se acercó a los hombres silenciosos y les revisó el dinero sin decir palabra.
Se retiró unos pasos atrás y dijo al oficial:
―El polaco, el italiano pelo ΄e choclo y lo doj gallego no han estado en la tabeada.
―¿Cómo lo puede asegurar?
―¿No viste que la plata d΄esos estaba limpia y lisa? La de esoj otro estaba arrugada y sucia ΄e
tierra. Cuando podás observar una partidita vaj a ver como los tabeadores estrujan los billetes, loj
hacen bollitos, los dueblan y loj sostienen entre lo dedo, loj tiran al suelo, loj pisan, loj arrugan, etc.
Uno de eso do debe ser. Se acercó de nuevo a la fila y, pasándose el pañuelo por la cara, dijo:
―¿Ta apretando la calor, no?
Miró al italiano de saco de pana y le aconsejó paternal:
―Ponete cómodo… Sacate el saco.
―Estoy bien, gracias.
―Sacate el saco te he dicho ―ordenó, y luego siguió con tono protector―: Te va a embromar la
calor si no lo hacés…
A regañadientes obedeció el otro.
Apenas lo hubo hecho, cuando don Frutos ordenó al cabo:
―¡Metelo preso! Éste es el criminal…
Dando un rugido de rabia, el indicado llevó la mano a la cintura y la sacó empuñando un pequeño y
agudo cuchillo, pero el cabo, con rapidez felina, se lanzó sobre él y lo encerró entre sus fuertes
brazos, mientras el oficial, prendiéndosele de la mano, se la retorció hasta hacerle caer el arma. En
seguida, ayudado por los otros peones, le ataron las manos a la espalda y lo arrojaron sobre un carro
que le facilitó el administrador para llevarlo al pueblo. Don Frutos recogió el saco, lo estrujó poco a
poco como buscando algo y, luego, con el mismo cuchillo del detenido lo descosió a la altura del
hombro y allí, entre el relleno, encontró escondidas las monedas de oro y el anillo. Después volvió a
la mesa a terminar el whisky y agradecer al dueño de casa su colaboración, terminado lo cual la
comisión montó a caballo y emprendió el regreso.
Una vez que el preso quedó bien seguro en el calabozo, el comisario y el oficial se acomodaron en
la oficina.
Arzásola, impaciente, preguntó:
―Perdón, comisario, ¿pero cómo hizo para descubrir al asesino?
―Muy fácil m΄hijo… Apenas vi laj herida del muerto supe qu΄el culpable era forastero.
―¿Por qué?
―Porque las heridas eran pequeñas y aquí naides usa cuchillo que no tenga, por lo menos, unos
treinta centímetros ΄e hoja. Aquí el cuchillo es un instrumento ΄e trabajo y sirve pa carnear, pa
cortar yuyos, pa abrir picadas n΄el monte y ande clave deja un aujero como pa mirar al otro lao y no
unoj ojalito como loj que tenía el Tuerto. Dispué cuando le metí el palito adentro supe, por la
posición, qu΄el golpe había venido de arriba p΄abajo y me dije: Gringo…
―Cierto, yo lo oí… ¿pero cómo pudo saberlo?
―¡Pero m΄hijo! porque el criollo agarra ΄l cuchillo ΄e otra manera y ensarta de abajo p΄arriba como
pa levantarlo n΄el aire, pues.
―¡Ah!
―Dispué medí la distancia de los pieses a l΄herida y la marqué ΄en l΄espalda ΄l cabo, alcé el brazo y
lo bajé, pero daba más abajo. Entonces me puse en punta ΄e pie y me dio maj omeno. Por eso supe
qu΄el asesino era como cuatro dedos más alto que yo y como mi medida, asigún la papeleta es uno y
setenta, le calculé uno y ochenta.
―Sí, pero, ¿cómo adivinó que había escondido las monedas y el anillo en el saco?
―Porque con la calor que hacía no se lo sacaba d΄encima. Pensé que debía ΄e tener algo ΄e valor pa
cuidarlo tanto y má me convencí cuando empezó a sacárselo y le vi la camiseta pegada ΄l cuerpo por
el sudor…
El agente entró con el mate y don Frutos se lo alargó al oficial.
―Servite m΄hijo. Aquí vaj a tener que aprender a tomarlo cimarrón.
Arzásola lo aceptó y dijo:
―Creo que voy a tener que aprender eso y otras cosas más.
Lo vació de tres o cuatro enérgicos sorbos y lo devolvió al milico, luego como la mesa empezaba a
tambalearse nuevamente, tomó el libro de psicología y lo puso debajo de la pata renga.

Ayala Gauna, Velmiro. Cuentos policiales argentinos,


Buenos Aires, Editorial Alfaguara, 1997
Caso Gaspar
Aburrido de recorrer la ciudad con su valija a cuestas para vender —por lo menos— doce manteles
diarios, harto de gastar suelas, cansado de usar los pies, Gaspar decidió caminar sobre las manos.
Desde ese momento, todos los feriados del mes se los pasó encerrado en el altillo de su casa,
practicando posturas frente al espejo. Al principio, le costó bastante esfuerzo mantenerse en
equilibrio con las piernas para arriba, pero al cabo de reiteradas pruebas el buen muchacho logró
marchar del revés con asombrosa habilidad. Una vez conseguido esto, dedicó todo su empeño para
desplazarse sosteniendo la valija con cualquiera de sus pies descalzos. Pronto pudo hacerlo y su
destreza lo alentó.
—¡Desde hoy, basta de zapatos! ¡Saldré a vender mis manteles caminando sobre las manos! —
exclamó Gaspar una mañana, mientras desayunaba. Y —dicho y hecho— se dispuso a iniciar esa
jornada de trabajo andando sobre las manos.
Su vecina barría la vereda cuando lo vio salir. Gaspar la saludó al pasar, quitándose
caballerosamente la galera: —Buenos días, doña Ramona. ¿Qué tal los canarios?
Pero como la señora permaneció boquiabierta, el muchacho volvió a colocarse la galera y dobló la
esquina. Para no fatigarse, colgaba un rato de su pie izquierdo y otro del derecho la valija con los
manteles, mientras hacía complicadas contorsiones a fin de alcanzar los timbres de las casas sin
ponerse de pie.
Lamentablemente, a pesar de su entusiasmo, esa mañana no vendió ni siquiera un mantel. ¡Ninguna
persona confiaba en ese vendedor domiciliario que se presentaba caminando sobre las manos!
—Me rechazan porque soy el primero que se atreve a cambiar la costumbre de marchar sobre las
piernas... Si supieran qué distinto se ve el mundo de esta manera, me imitarían...Paciencia... Ya
impondré la moda de caminar sobre las manos... —pensó Gaspar, y se aprestó a cruzar una amplia
avenida.
Nunca lo hubiera hecho: ya era el mediodía... los autos circulaban casi pegados unos contra otros.
Cientos de personas transitaban apuradas de aquí para allá.
—¡Cuidado! ¡Un loco suelto! —gritaron a coro al ver a Gaspar. El muchacho las escuchó divertido
y siguió atravesando la avenida sobre sus manos, lo más campante.
—¿Loco yo? Bah, opiniones...
Pero la gente se aglomeró de inmediato a su alrededor y los vehículos lo aturdieron con sus
bocinazos, tratando de deshacer el atascamiento que había provocado con su singular manera de
caminar. En un instante, tres vigilantes lo rodearon.
—Está detenido —aseguró uno de ellos, tomándolo de las rodillas, mientras los otros dos se
comunicaban por radioteléfono con el Departamento Central de Policía. ¡Pobre Gaspar! Un camión
celular lo condujo a la comisaría más próxima, y allí fue interrogado por innumerables policías:
—¿Por qué camina con las manos? ¡Es muy sospechoso! ¿Qué oculta en esos guantes? ¡Confiese!
¡Hable!
Ese día, los ladrones de la ciudad asaltaron los bancos con absoluta tranquilidad: toda la policía
estaba ocupadísima con el "Caso Gaspar—sujeto sospechoso que marcha sobre las manos".
A pesar de que no sabía qué hacer para salir de esa difícil situación, el muchacho mantenía la calma
y —¡sorprendente!— continuaba haciendo equilibrio sobre sus manos ante la furiosa mirada de
tantos vigilantes. Finalmente se le ocurrió preguntar:
—¿Está prohibido caminar sobre las manos?
El jefe de policía tragó saliva y le repitió la pregunta al comisario número 1, el comisario número 1
se la transmitió al número 2, el número 2 al número 3, el número 3 al número 4... En un momento,
todo el Departamento Central de Policía se preguntaba: ¿Está PROHIBIDO CAMINAR SOBRE
LAS MANOS? Y por más que buscaron en pilas de libros durante varias horas, esa prohibición no
apareció. No, señor. ¡No existía ninguna ley que prohibiera marchar sobre las manos ni tampoco
otra que obligara a usar exclusivamente los pies!
Así fue como Gaspar recobró la libertad de hacer lo que se le antojara, siempre que no molestara a
los demás con su conducta. Radiante, volvió a salir a la calle andando sobre las manos. Y por la
calle debe encontrarse en este momento, con sus guantes, su galera y su valija, ofreciendo manteles
a domicilio... ¡Y caminando sobre las manos!

Borneman, Elsa. Un elefante ocupa mucho espacio.


Buenos Aires, Alfaguara, 2011.
El futre

-Patente vi la luz para el lado del río -comentó el Chirigua.


-No puede ser, no está de ese lado y falta mucho, todavía -arguyó Sosa.
-Ya lo sé, será otra cosa. Pero de verla, la he visto.
-Por aquí no vive nadie. ¡Ni los perros andan por este camino! -concluyó Sosa.
-Si hubiéramos conseguido caballos, otra cosa sería. Ahora hay que pegarle duro, tenemos que
llegar al refugio de piedra antes de que aclare -interrumpió Modesto Pavón que encabezaba la
macha.
-¡Mirá, mirá!... no digas que no es una luz aquello. Del otro lado se ve ahora -tironeó a Sosa el
Chirigua que marchaba último.
Modesto Pavón se paró de golpe.
-Oigan... ¿no es un galope?
En la noche quieta de la serranía sólo se palpitaba el rumor sordo del río, allá abajo, en la barraca.
-No me ha parecido -opinó Sosa.
Y siguieron la marcha ahora en grupo.
-Si hubiéramos conseguido caballos... el camión recién va a subir mañana al caer la tarde -volvió a
lamentarse Modesto Pavón.
Un aire frío bajaba de los cerros y las estrellas parpadeaban indecisas en el cielo neblinoso.
-Ahora sí te creo que es luz del oratorio -dijo Sosa.
-¿Vos creés? Yo la he visto moverse del lado de la barranca y la Virgencita está del otro.
-Y allá es donde te digo. Mirá..., bueno, ahora no la veo.
-Con las vueltas del camino y los montes, se pierde, eso es todo.
Pero ya tenemos que estar cerca. ¡Vamos, métanle! -ordenó Pavón apurando la marcha.
Cerca de tres horas habían avanzado por el camino -el antiguo "camino de la costa" -cuando el
Chirigua se adelantó contento:
-¡Allí está!
Los tres hombres se acercaron al tosco nicho cavado en la roca.
El estrecho agujero, negro de humo y correando de estearina, guardaba una imagen de la Virgen de
los Caminantes, bastante maltrecha, la pobre. La llama humosa y vacilante de un quinqué le
animaba el rostro con extraños visajes. Porque nunca faltaba -a pesar de la distancia- alguien que
llegara expresamente allí, para cumplir una promesa y dejara un luz o un paquete de velas.
El Chirigua se persignó y murmuró algo entre dientes.
-¿Vos creés en la Virgen? -le preguntó Sosa al observar sus ademanes.
-Bueno, en algo hay que creer, ¡qué diablos!
Modesto Pavón, con un criterio muy práctico se adelantó y dijo:
-Nos llevamos las velas, a lo mejor nos hacen falta.
-¡No, las velas no, por favor, son "mandas" de las ánimas! -rogó el Chirigua.
-A ver si ahora vas a salir siendo supersticioso. Sosa, apagá la luz, va a ser mejor -ordenó Modesto
Pavón.
El aludido estuvo de acuerdo con la orden, pero cuando sopló la llama, no pudo reprimir una mirada
recelosa a la imagen. Y rápidamente, tras el soplido, garabateó la señal de la cruz, por las dudas,
aunque no creía.
Siguieron la caminata de uno en fondo, en el orden que tácitamente se estableció desde el comienzo.
Primero Modesto Pavón, le seguía Sosa y cerraba la marcha el Chirigua. La noche fundía el rumor
de sus pasos con el canto de los grillos y el tumulto asordinado de las aguas del río.
-¿Quién silva? -preguntó el Chirigua.
-Yo, ¿por qué? -interrogó a su vez Sosa.
-Me pone nervioso, sabés... -respondió conciliador.
-Sí, mejor calláte -intervino Modesto Pavón -primero, porque dicen que silban los que tienen
miedo... y no creo que vos... Y después es mejor oír a los otros, si los hay.
-Tenés razón -aceptó Sosa.
Y continuaron callados, cada cual embebido en su propio pensamiento.
El Chirigua iba inquieto. Dos veces se dio vuelta para mirar el camino que se perdía en las sombras.
Después se acercó a Sosa y le preguntó:
-Decime, ¿vos silvaste recién?
-No, al menos no me he dado cuenta. Pero che, qué te pasa, mirá que no hay como tener miedo
como para traer desgracias.
-No, no... sí, tenés razón -concedió dudoso el Chirigua.
Se demoraba el alba tras un cielo pesado de nubes y una lluvia fina, invernal, comenzó a caer en el
momento que los hombres llegaban al refugio de piedra. El agujero de la puerta bostezaba sombras
y humedad, pero los hombres lo vieron con alivio. Modesto Pavón se acercó con cierto recelo y
dijo:
-Ahora vienen bien las velas.
Buscó en su mochila, sacó una y Sosa le arrimó un fósforo. Entraron. Olor a humedad a orines
viejos, a chiñe. Unas piedras grandes apoyadas contra la pared podían servir de asiento. Y un
improvisado fogón invitaba a utilizarlo.
-Si hiciéramos fuego se iría un poco la humedad -propuso Sosa.
-No, no, va a dar mucho humo, no conviene -dijo Modesto Pavón.
-La pucha que le pegamos fuerte, estoy rendido, mejor descansamos -propuso Chirigua.
-Pero que uno se quede de guardia -agregó Modesto Pavón.
-¿Sorteamos? -intervino Sosa.
-No, me quedo yo -dispuso Pavón.
Se acomodaron encogidos, con la mochila por almohada. Sosa, al momento, se durmió
profundamente. El Chirigua se quedó quieto pero su tensión nerviosa le negaba el descanso.
Modesto Pavón acercó una piedra a la entrada y se sentó con la mochila y la carabina a su lado.
Había aclarado. El día se presentaba gris y frío.
El Chirigua salió del refugio, estaba inquieto. Se acercó a Modesto Pavón que oteaba
insistentemente los cerros neblinosos y le preguntó:
-¿Qué te parece ¿vendrá el camión?
Claro, tiene que venir. Al porteño le gusta la plata dulce como al que más. Y con este viaje se va a
olvidar por un rato lo que es machucarse transportando vacas en el camión.
Las horas grises de llovizna persistente alargaban reptantes, insidiosas, vacías en apariencia, pero
cargadas de viscosas tensiones. Se alargaban y pasaban. Llegó la noche sin novedad.
Arreció el temporal. El viento aullaba afuera entre las breñas y peñascos, y se colaba por la tronera
y el ventanuco con largos aullidos lúgubres.
-¡Cómo duerme el bruto ese, fijáte! -comentó el Chirigua señalando a Sosa que roncaba en el mejor
de los sueños.
-Bueno, él puede, al fin no es mucho lo que hizo. Yo me tiro un rato, vos vigilá ahora.
Y Modesto Pavón se acomodó abrazando a la carabina y con la mochila por cabecera.
El Chirigua, acoquinado junto a la entrada, trataba de descifrar entre el clamoreo del viento, los
ruidos extraños de la noche. Él no podía dormir. Quizás nunca más podría dormir tranquilo. La
tentación lo llevó demasiado lejos. "Es muy fácil", le había dicho Modesto Pavón, "vos que trabajás
en la finca podés arrimarte, sin levantar sospechas, a la casa del contratista. Llamás, sale don
García, lo entendés... lo demás corre por mi cuenta y de Sosa que se encarga del vehículo.
Sencillísimo, agarrá Chirigua, que no se te va a dar otra". Y él agarró. ¡Era tan sencillo y tentador!
Pero en los hechos las cosas se complicaron horriblemente. En lugar de salir don García cuando él
llamó cerca de las once de la noche -calculando que estuvieran durmiendo- salió la mujer. Modesto
Pavón, que esperaba resguardado en las sombras, no se desconcertó con el cambio previsto. Se
abalanzó sobre la mujer y antes que dijera ni ay, estaba en el suelo sin sentido. Desde ese momento
el Chirigua siguió como un autómata las órdenes precisas de Modesto Pavón que actuaba con una
decisión temible. Sobre el hule de la mesa se apilaban fajos de billetes que don García iba contando
y separando en sobres. Un arma al alcance de su mano indicaba que había tomado sus previsiones,
por si acaso. En los años que llevaba en la finca manejando mucho dinero de quincenas y cosechas
jamás había pasado nada. Tan rápidamente sucedió todo que el Chirigua mismo se le hacía difícil
reconstruir la escena. Sólo veía a don García con la cabeza sangrante sobre la mesa y la mano sobre
el revólver que no alcanzó a empuñar; a Modesto Pavón metiendo a manotadas los fajos de billetes
en el bolsón; y a él mismo disparando el arma varias veces bajo la voz conminatoria de Pavón
"metéles balas, acabá con ellos, así no dan el aviso". Y él había gatillado hasta descargar el arma
sobre un muchacho aterrado y un chiquillo lloroso y semidesnudo que llamaba a gritos a su madre.
Al salir, como Pavón viera que la mujer se incorporaba bamboleante, le descerrajó un tiro a
quemarropa, "así nadie tendrá que llorar" se acuerda que dijo. Después la huida por el callejón con
el ladrerío de los perros detrás. La chata que los esperaba con Sosa, luego el jeep, después el
ómnibus... fallaron los caballos. Apenas recuerda esa vertiginosa huida cambiando de vehículo, se
movía embotado. El miedo y el remordimiento le asaltaron mientras subían a marcha forzada, de
uno en fondo, por el camino viejo de la costa. Había escuchado el lejano aullido de un perro hacia el
lado de la barranca; cuando volteó la cabeza en esa dirección vio la luz; una luz débil, amarillenta,
titilante que aparecía una vez de un lado, otra vez del otro, ahora delante, después detrás. Desde ese
instante ya no tuvo sosiego, y la escena del crimen le asaltaba con los ojos aterrados de los niños;
del más chico, mirándolo con el horror que ya no podía sentir porque estaba muerto. No, él nunca
pensó matar. Robar, había robado, algunas veces, raterías, apenas. Pero matar a los niños... era
horrible, qué necesidad había. Modesto Pavón los hubiera matado igual, ése sí tenía pasta de
asesino. Pero la desgracia les iba a caer a todos, lo sabía; lo sentía, porque después de la luz fue el
silbido. Sí, los venía siguiendo. Estaban sentenciados, no tenía la menor duda. Esa sensación
aterrante de sentirse espiado hasta en los pensamientos, acorralado por las fuerzas inapelables de
esa otra justicia. Sí, estaban sentenciados. El "futre" los venía siguiendo. Solamente las burlas de
Sosa -claro, él no mató a nadie, podía no creer- y el miedo que les inspiraba Modesto Pavón, le
impedían confesar sus remordimientos y presagios.
El viento entraba a bandazos por la abertura que servía de puerta y silbaba ululante por la tronera
del techo. El Chirigua se estiró brusco aguzando los oídos. ¿No eran ruidos de casco sobre las
piedras sueltas? Modesto Pavón, que seguramente lo observaba, percibió su movimiento a pesar de
la sombra.
-Qué, ¿escuchaste algo?
-No sé, me pareció... pisadas de caballo... ¿vos escuchaste? -disimulaba apenas su alteración el
Chirigua.
-De qué se extraña, siempre andan animales sueltos por estos lados -terció Sosa, despierto con las
voces de los otros.
-Salgo a caminar un poco -dijo Pavón y se deslizó por el agujero de la puerta con la carabina pronta.
Al rato entró.
-Está muy oscura la noche, pero no se oye nada raro.
Con el alba recién pudo el Chirigua dormitar un rato.
Amaneció sin lluvia pero el cielo seguía pesado de nubes. El temporal se mantenía firme en la
montaña.
Pavón decidió que era conveniente inspeccionar los alrededores. Sosa y él salieron con distintos
rumbos. El Chirigua se quedó por si aparecía el camionero.
Pavón tomó por la falda de un cerro, detrás del refugio. Llevaba el arma larga y la mochila. No se
separaba de ninguna de las dos. En la mochila guardaba el producto del robo que habían de
repartirse -según lo pactado- una vez pasada la frontera. Hasta ese momento él era su más celoso
custodio. Ignoraban -por lo menos los otros dos- cuánto dinero les iba a corresponder a cada uno.
Pavón se había negado a contarlo y repartirlo hasta conseguir un lugar seguro. Eso dijo. En realidad,
sabía que era la única forma de mantenerlos unidos y solidarios frente a los riesgos de la huida.
Con la llegada del día y el breve descanso, el Chirigua había recuperado un poco de calma y
optimismo. Si viniera el camión podrían salir de ese maldito agujero. Los iba a llevar hasta Las
Cuevas. Desde ahí sería fácil pasar de noche por el túnel del trasandino a Chile. Y después... Un
ruido de cascos lo sobresaltó, pero de distinto modo, a la luz del día. Empuñó su revólver y se
asomó cauteloso. Sosa, montado en pelo en un caballo oscuro de buena alzada le gritaba:
-Mirá Chirigua, lo que te asustó anoche y vos pensando en aparecidos. Lo traje porque en una e esa
nos saca de apuro, y mirá qué lindo bicho es, raro, ¿no?
Pasó la mañana y la tarde sin aparecer el ansiado camión. Entonces Sosa propuso la idea y los otros
la aceptaron; mejor dicho, Modesto Pavón que era quien tomaba las decisiones. Sosa salió a caballo,
aprovecharía la noche. Al primer vehículo que encontrara cerca del carril le pediría ayuda al
conductor porque "un compañero se accidentó cazando y está mal herido aquí cerca, en los cerros...
y mostrás desesperación, si se niega lo atrincás con el arma". Fueron las últimas instrucciones de
Modesto Pavón.
Ahora estaban los dos solos en la noche del refugio. Cada cual con su miedo. Un miedo distinto.
Modesto Pavón temía que, descubierto el crimen, les hubieran seguido la pista. O que el camionero
-era su mayor temor- pudo arrepentirse y abrir el pico. El Chirigua, en cambio, seguía acosado por
los remordimientos, y el temor supersticioso le iba cerrando los mecanismos de la razón.
A medianoche pareció levantarse el temporal. la luna menguante corría gambeteando las nubes
negras.
¿Fue una lechuza? Los dos lo oyeron. Un silbo, un chistido. A los dos se les heló la sangre.
-¡Es gente! -murmuró Modesto Pavón.
-¡No, es el "futre", nos viene siguiendo!
-No jodás con eso, yo no creo en las ánimas, creo en los vivos.
¡Salgamos, no me agarran en este agujero! -ordenó.
El Chirigua ya había perdido el dominio de sus actos. Se entregaba ciego a la fatalidad irremediable
que cayó sobre él. Salieron separados. Algo frío, negro, le rozó la cabeza. ¿Un ala?, ¿las haldas de
un poncho? ¡Era el "futre", le anunciaba su muerte! ¡Iba a morir, a pagar su crimen! Corrió mudo de
espanto por el faldeo arriba. Un golpe seco en la espalda le cortó la fuga despavorida.
La luz se movía vacilante, ahora delante de sus ojos.
-¡Chirigua, creeme no te quise tirar! ¡Para qué corriste a lo loco! Pensé que nos habían descubierto.
¡Mirá, creeme, cómo te iba a tirar a vos! Me escuchás, Chirigua.
Abrió los ojos empavorecidos.
-Fue, el "futre"... nos vino siguiendo... vamos a morir todos... oís el caballo... silba... oís...
emponchado el futre... para pagar el crimen... todos mori... Estaba muerto. Y tan pavorosa expresión
se le había quedado en los ojos vidriosos que Modesto Pavón tuvo que echarle su pañuelo en la
cara. Y apagar la vela de un manotón. Estaban en el refugio, hasta allí arrastró al herido cuando
descubrió su tremendo error. Tenía miedo. Tomó el arma y escuchó tenso, movilizando todos sus
instintos para la defensa. Presentía el peligro y lo esperaba, aunque no podía precisar de dónde y
cómo lo sorprendería. No creía en ánimas ni aparecidos. Pero las terribles palabras del Chirigua
moribundo le habían contagiado un espeluzno de superstición. Porque él oyó el silbido. ¡¿Y ahora?!
¡cómo un relincho de caballo en serreta!
Desde la barranca, bien apostado, Sosa no le quitaba el ojo a la entrada del refugio. Era lo que
sospechaba desde que escuchó el disparo. Modesto Pavón sacaba a la rastra el cadáver del Chirigua.
Lo mató para quedarse solo con la plata. Seguro había creído que él era tan tonto como para querer
bajar hasta la ruta y que lo pillaran mansito. No, él tenía sus propios planes para enseñarle a ese
gaucho matón que a él no lo usaba nadie de forro para botarlo todo. El tal Pavón pensaba liquidarlos
a los dos, a la vista estaba. Y lo del camión fue un puro cuento. El era tranquilo y medio zonzo, pero
que no le vinieran a ventajear tan fiero. Ahora vas a ver, carajo, por dónde te sale el tiro.
En el cielo sin nubes, un pedazo de luna amarillenta ponía una ominosa claridad de cementerio
sobre la tierra mojada.
Modesto Pavón se movía inquieto. Oteaba el camino, se asomaba por el ventanuco hacia la montaña
o salía y daba un rodeo en atenta vigilancia. A ratos descargaba la mochila para descansar y se
afirmaba contra la pared de piedra. Ni por un momento soltaba el arma. Su instinto presentía que
algo lo acechaba, algo imposible de precisar pero que entrañaba un peligro muy próximo. El estaba
hecho al peligro. La vida delictuosa era su medio y lo único que conoció. Podía decirse que se había
criado en la cárcel. Su padre estuvo preso tanto tiempo que para él pudo ser toda una vida. Su vida
estaba marcada y su destino era el delito porque era hijo de un criminal. Y el hijo de tigre, tigre es,
decían, negándole trabajo y confianza. Con este último golpe -el más comprometido- pensaba entrar
a Chile y cambiar de vida. Sus dos años le pedían un poco de tranquilidad.
Tuvo de pronto la sensación de que algo, una sombra, había pasado frente al ventanuco y empañado
por un instante la claridad lunar. Se asomó sigiloso. Sobre el perfil de un loma próxima, a contraluz,
parecía recortarse nítida la figura de un emponchado en acecho. Levantó el arma y apuntó. En ese
mismo instante un silbido o chistido como el que oyera la noche anterior con el Chirigua, le paralizó
la mano con un escalofrío de miedo. Otra clase de miedo que él no conocía. Porque ahora se le
venía a la mente la horrible sentencia del moribundo: "el futre", el ánima de aquel pagador que
asesinaron alevosamente para robarlo, por el camino a Cacheuta, una pila de años atrás cuando se
construía la usina vieja. No, él no creía en "el futre" -vestía bien con sombrero hongo y poncho en
invierno, decían, era hombre de ciudad- aparecía para vengar los crímenes de los asaltantes. No,
sólo a los vivos había que temer. Por eso era mejor investigar. Salió cauteloso pegado a la pared del
refugio. Dio un rodeo. Y ahora, desde otro ángulo lo que vio le arrancó un suspiro de alivio, porque
lo que le había figurado un hombre, no era más que un montón de pencas. Tranquilizado fue hacia
el camino. Se aferraba a la esperanza de que Sosa hubiese conseguido algún vehículo. De lejos
venía una luz. Desde el río, y a pesar del tumulto de las aguas, le llegó como un relincho ahogado,
como un silbido triste o el ulular de un perro. De nuevo lo recorrió ese espeluzno frío y giró
rápidamente para regresar. Entonces vio patente que un emponchado salía del refugio. Pero antes de
que lo tragara el ángulo de sombra de la pared, él disparó. Un quejido sordo, unos pasos rápidos
sobre la piedra suelta y desapareció. Modesto Pavón corrió hacia el refugio. Tropezó con algo al
llegar. Era su mochila abierta a medio vaciar su contenido. ¡Lo estaban robando! Y no podía ser
otro que Sosa, el único que sabía donde guardaba el dinero. Corrió pegándose a la pared y rodeó el
refugio. Ahora estaba frente a los montes achaparrados que se extendían hasta la barranca. La luna
macilenta brillaba sobre el metal de su carabina. Atensados todos sus músculos y su instinto,
escuchaba. Le pareció oír un leve ruido de arrastre. Clavó los ojos hacia la dirección de donde
parecía provenir. Entre un penuscón de jarilla percibió un bulto sospechoso. Levantó el arma y
disparó. Tal vez los dos disparos -el de Sosa y el suyo- fueron simultáneos, porque Modesto Pavón
no sintió nada más que un golpe violento en el pecho que le hizo soltar el arma. Alzó los brazos
como si quisiera agarrarse de algo y se derrumbó de cara al suelo.
Un aullido más agudo que la corriente del río le llegó desde la barranca. Un espeluzno helado, el
espeluzno de la muerte paralizaba su instinto. Se moría. Sabía que se moría. Otra vez en el chistido
o silbido, ruidos de cascos, un relincho siniestro. Hizo un último esfuerzo y levantó apenas la
cabeza. Un emponchado pasaba al galope silencioso de su cabalgadura. Sintió un aire helado rozarle
la cara mientras un silbido, mitad chistido, se perdía en la noche. Modesto Pavón clavó la cabeza en
la tierra y con el resto de vida que le quedaba balbuceó.
-...¡"el futre"!

Codina, Iverna. La enlutada. Buenos Aires, Editorial Losada, 1966.


El almohadón de plumas
Su luna de miel fue un largo escalofrío. Rubia, angelical y tímida, el carácter duro de su marido
heló sus soñadas niñerías de novia. Ella lo quería mucho, sin embargo, a veces con un ligero
estremecimiento cuando volviendo de noche juntos por la calle, echaba una furtiva mirada a la alta
estatura de Jordán, mudo desde hacía una hora. Él, por su parte, la amaba profundamente, sin darlo
a conocer.
Durante tres meses -se habían casado en abril- vivieron una dicha especial.
Sin duda hubiera ella deseado menos severidad en ese rígido cielo de amor, más expansiva e incauta
ternura; pero el impasible semblante de su marido la contenía siempre.
La casa en que vivían influía un poco en sus estremecimientos. La blancura del patio silencioso -
frisos, columnas y estatuas de mármol- producía una otoñal impresión de palacio encantado.
Dentro, el brillo glacial del estuco, sin el más leve rasguño en las altas paredes, afirmaba aquella
sensación de desapacible frío. Al cruzar de una pieza a otra, los pasos hallaban eco en toda la casa,
como si un largo abandono hubiera sensibilizado su resonancia.
En ese extraño nido de amor, Alicia pasó todo el otoño. No obstante, había concluido por echar un
velo sobre sus antiguos sueños, y aún vivía dormida en la casa hostil, sin querer pensar en nada
hasta que llegaba su marido.
No es raro que adelgazara. Tuvo un ligero ataque de influenza que se arrastró insidiosamente días y
días; Alicia no se reponía nunca. Al fin una tarde pudo salir al jardín apoyada en el brazo de él.
Miraba indiferente a uno y otro lado. De pronto Jordán, con honda ternura, le pasó la mano por la
cabeza, y Alicia rompió en seguida en sollozos, echándole los brazos al cuello. Lloró largamente
todo su espanto callado, redoblando el llanto a la menor tentativa de caricia. Luego los sollozos
fueron retardándose, y aún quedó largo rato escondida en su cuello, sin moverse ni decir una
palabra.
Fue ese el último día que Alicia estuvo levantada. Al día siguiente amaneció desvanecida. El
médico de Jordán la examinó con suma atención, ordenándole calma y descanso absolutos.
-No sé -le dijo a Jordán en la puerta de calle, con la voz todavía baja-. Tiene una gran debilidad que
no me explico, y sin vómitos, nada... Si mañana se despierta como hoy, llámeme enseguida.
Al otro día Alicia seguía peor. Hubo consulta. Constatóse una anemia de marcha agudísima,
completamente inexplicable. Alicia no tuvo más desmayos, pero se iba visiblemente a la muerte.
Todo el día el dormitorio estaba con las luces prendidas y en pleno silencio. Pasábanse horas sin oír
el menor ruido. Alicia dormitaba. Jordán vivía casi en la sala, también con toda la luz encendida.
Paseábase sin cesar de un extremo a otro, con incansable obstinación. La alfombra ahogaba sus
pasos. A ratos entraba en el dormitorio y proseguía su mudo vaivén a lo largo de la cama, mirando a
su mujer cada vez que caminaba en su dirección.
Pronto Alicia comenzó a tener alucinaciones, confusas y flotantes al principio, y que descendieron
luego a ras del suelo. La joven, con los ojos desmesuradamente abiertos, no hacía sino mirar la
alfombra a uno y otro lado del respaldo de la cama. Una noche se quedó de repente mirando
fijamente. Al rato abrió la boca para gritar, y sus narices y labios se perlaron de sudor.
-¡Jordán! ¡Jordán! -clamó, rígida de espanto, sin dejar de mirar la alfombra.
Jordán corrió al dormitorio, y al verlo aparecer Alicia dio un alarido de horror.
-¡Soy yo, Alicia, soy yo!
Alicia lo miró con extravió, miró la alfombra, volvió a mirarlo, y después de largo rato de
estupefacta confrontación, se serenó. Sonrió y tomó entre las suyas la mano de su marido,
acariciándola temblando.
Entre sus alucinaciones más porfiadas, hubo un antropoide, apoyado en la alfombra sobre los dedos,
que tenía fijos en ella los ojos.
Los médicos volvieron inútilmente. Había allí delante de ellos una vida que se acababa,
desangrándose día a día, hora a hora, sin saber absolutamente cómo. En la última consulta Alicia
yacía en estupor mientras ellos la pulsaban, pasándose de uno a otro la muñeca inerte. La
observaron largo rato en silencio y siguieron al comedor.
-Pst... -se encogió de hombros desalentado su médico-. Es un caso serio... poco hay que hacer...
-¡Sólo eso me faltaba! -resopló Jordán. Y tamborileó bruscamente sobre la mesa.
Alicia fue extinguiéndose en su delirio de anemia, agravado de tarde, pero que remitía siempre en
las primeras horas. Durante el día no avanzaba su enfermedad, pero cada mañana amanecía lívida,
en síncope casi. Parecía que únicamente de noche se le fuera la vida en nuevas alas de sangre. Tenía
siempre al despertar la sensación de estar desplomada en la cama con un millón de kilos encima.
Desde el tercer día este hundimiento no la abandonó más. Apenas podía mover la cabeza. No quiso
que le tocaran la cama, ni aún que le arreglaran el almohadón. Sus terrores crepusculares avanzaron
en forma de monstruos que se arrastraban hasta la cama y trepaban dificultosamente por la colcha.
Perdió luego el conocimiento. Los dos días finales deliró sin cesar a media voz. Las luces
continuaban fúnebremente encendidas en el dormitorio y la sala. En el silencio agónico de la casa,
no se oía más que el delirio monótono que salía de la cama, y el rumor ahogado de los eternos pasos
de Jordán.
Alicia murió, por fin. La sirvienta, que entró después a deshacer la cama, sola ya, miró un rato
extrañada el almohadón.
-¡Señor! -llamó a Jordán en voz baja-. En el almohadón hay manchas que parecen de sangre.
Jordán se acercó rápidamente Y se dobló a su vez. Efectivamente, sobre la funda, a ambos lados del
hueco que había dejado la cabeza de Alicia, se veían manchitas oscuras.
-Parecen picaduras -murmuró la sirvienta después de un rato de inmóvil observación.
-Levántelo a la luz -le dijo Jordán.
La sirvienta lo levantó, pero enseguida lo dejó caer, y se quedó mirando a aquél, lívida y temblando.
Sin saber por qué, Jordán sintió que los cabellos se le erizaban.
-¿Qué hay? -murmuró con la voz ronca.
-Pesa mucho -articuló la sirvienta, sin dejar de temblar.
Jordán lo levantó; pesaba extraordinariamente. Salieron con él, y sobre la mesa del comedor Jordán
cortó funda y envoltura de un tajo. Las plumas superiores volaron, y la sirvienta dio un grito de
horror con toda la boca abierta, llevándose las manos crispadas a los bandós. Sobre el fondo, entre
las plumas, moviendo lentamente las patas velludas, había un animal monstruoso, una bola viviente
y viscosa. Estaba tan hinchado que apenas se le pronunciaba la boca.
Noche a noche, desde que Alicia había caído en cama, había aplicado sigilosamente su boca -su
trompa, mejor dicho- a las sienes de aquélla, chupándole la sangre. La picadura era casi
imperceptible. La remoción diaria del almohadón había impedido sin duda su desarrollo, pero desde
que la joven no pudo moverse, la succión fue vertiginosa. En cinco días, en cinco noches, había
vaciado a Alicia.
Estos parásitos de las aves, diminutos en el medio habitual, llegan a adquirir en ciertas condiciones
proporciones enormes. La sangre humana parece serles particularmente favorable, y no es raro
hallarlos en los almohadones de pluma.

Quiroga, Horacio. Cuentos de amor, de locura y de muerte.


Santiago de Chile, Editorial Andrés Bello, 1996.

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