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Universidad de Los Andes, Colombia

Chapter Title: La deuda del materialismo histórico y la potencia de las interpretaciones: una
aproximación desde Jacques Rancière
Chapter Author(s): Christian Fajardo

Book Title: ¿Cómo se forma un sujeto político?


Book Subtitle: Prácticas estéticas y acciones colectivas
Book Editor(s): Carlos A. Manrique, Laura Quintana
Published by: Universidad de Los Andes, Colombia. (2016)
Stable URL: https://www.jstor.org/stable/10.7440/j.ctt1cx3vsx.12

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La deuda del materialismo histórico
y la potencia de las interpretaciones:
una aproximación desde Jacques Rancière
Christian Fajardo1

Aquellos que creen en la resistencia de lo real y se


asombran indefinidamente de que los hombres vivan
y mueran por palabras, tiene poco que enseñarnos,
pues, sobre el amargo saber del viaje. Su ciencia
propia es la de hacer compartir el punto de utopía
llamándolo realidad, sociedad o con otro nombre
cualquiera, seguramente más cómodo que Icaria.

J. Rancière
Breves viajes al país del pueblo

Una de las preocupaciones de Marx, sin duda alguna, fue llevar a cabo una
crítica mordaz a las interpretaciones, lo cual pone en evidencia en la undécima
tesis sobre Feuerbach: “los filósofos sólo han interpretado diferentemente al mun-
do, se trata de cambiarlo o transformarlo”. Pero ¿qué significa cambiar el mundo?
¿A qué alude Marx cuando denuncia una tradición que ha hecho de la vida con-
templativa la actividad humana por excelencia? ¿Qué consecuencias nefastas
podemos encontrar en las interpretaciones para que una voz crítica como la de
Marx haga su llamado a cambiar el mundo? Tentativamente podemos formu-
lar la siguiente respuesta si tomamos en cuenta a La ideología alemana: existen

1  Estudiante del Doctorado en Filosofía de la Universidad de los Andes.


Email: cj.fajardo22@uniandes.edu.co

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momentos de la historia humana en los que se olvida que “El ‘espíritu’ tiene,
desde un principio, la maldición de estar ‘sujeto’ a la materia…” (Marx 2010, 62).
Este descuido tiene como consecuencia la división del trabajo en donde, a juicio
de Marx, la conciencia “puede realmente imaginarse que es algo distinto de la
conciencia de la praxis existente; que representa realmente algo sin representar
algo real” (Marx 2010, 62). Esto nos invita a decir que la distancia que se da en la
división del trabajo consiste en que una conciencia se desliga de sus condiciones
materiales de existencia o, mejor aún, de lo real para crear los precedentes para
la construcción de un mundo imaginario, estableciendo una contradicción entre
interpretaciones y relaciones sociales existentes. Tenemos así que en la conciencia
(o el espíritu), al ignorar que está sujeta a unas relaciones sociales existentes, se
produce una especie de enajenación en la que el mundo de las interpretaciones
adquiere una fuerza sin precedentes. Como lo dejaremos claro más adelante, el
movimiento en el pensamiento de Marx lo podemos, entonces, esquematizar
de la siguiente manera. En primer lugar encontramos al ser humano arrojado,
si se quiere, a una condición ontológica en la que los modos en los que produce
vida tienen una concordancia con las relaciones sociales; en este nivel podemos
decir que el ser humano está fundido en la naturaleza al igual que la naturaleza
en él. Ahora bien, en segundo lugar, en un proceso histórico, relacionado con
el nacimiento del capitalismo, la conciencia se libera y cree emanciparse de las
ataduras del mundo de las necesidades estableciendo una división del trabajo.
Finalmente, el gobierno de la conciencia que se ha emancipado de su condición
ontológica requiere recobrar, mediante un acto político o una praxis revolucio-
naria, lo que se ha perdido y que, sin embargo, siempre ha estado presente: el
carácter del ser humano como productor de mundo.
Aunque la primera parte de este texto se detendrá en la relación entre onto-
logía, enajenación y emancipación, podemos ya dar cuenta del rechazo al poder
ilusorio de las interpretaciones en el pensamiento de Marx. Al parecer las buenas
interpretaciones son aquellas que no se desprenden de la vida material de los seres
humanos, ya que nuestros pensamientos y nuestras representaciones tienen su
sustento en unas relaciones reales, es decir, en unas condiciones materiales en
las que siempre estaremos inmersos. Ahora bien, teniendo en cuenta tal crítica
buscaremos poner en duda tal denuncia a las interpretaciones en el pensamiento
de Marx, por eso buscaremos complejizar el estatuto de las interpretaciones en la
medida en que aquellas despliegan poderes transformadores que, de una forma
concreta, no fueron tenidos en cuenta por el pensador alemán. En esta medida,
las interpretaciones, más allá de ser los productos indirectos de nuestras fuerzas
productivas, son las que hacen posible que simbolicemos ciertas prácticas como
materiales e inmateriales y, por lo tanto, como reales o simbólicas. Otras pala-
bras, quizá, expongan de una mejor forma lo que está en juego en la crítica que
pretendemos hacer al pensamiento de Marx que formularemos a modo de una

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hipótesis simple: la distinción entre realidad y apariencia y la denuncia que busca


restaurar la concordancia entre lo real y lo ilusorio sólo es posible a través de la
potencia de nuestras interpretaciones, de ahí que lo que damos como real existe en
función de un reparto de los modos de percibir. Para darle consistencia a nuestra
afirmación, nos centraremos, en un segundo momento, en el pensamiento político
y estético del filósofo francés Jacques Rancière, para quien las palabras y las formas
en las que simbolizamos lo común nos permiten construir los límites entre realidad
y apariencias. Lo que para Marx es lo auténticamente real, es decir, la conjunción
entre las fuerzas productivas y las relaciones sociales de producción, para Rancière
obedece a un reparto de lo sensible (partage du sensible) y tal reparto es aquello
que resulta transformado a través de actos políticos estéticos y estético-políticos
que se despliegan desde la distancia (écart) o más bien en el intervalo entre una
realidad dada y las llamadas “apariencias”. Problematizaremos el materialismo
histórico entonces diciendo que la potencia de las interpretaciones supone no un
poder ficticio de nuestras representaciones, sino más bien un intersticio en un
reparto dado entre apariencia y realidad, y eso supone a su vez comprender la
potencia política de la estética y la potencia estética de la política.

Ontología, alienación y emancipación

Quien ha explorado la existencia de una ontología y un pensamiento sobre la


comunidad en Marx ha sido Jean-Luc Nancy. Más exactamente, para este último,
Marx demostró que, desde siempre, el ser humano esta arrojado en el mundo
para comparecer con los otros o con lo otro. Por eso, los seres humanos pueden
asumirse como singularidades socialmente expuestas que no se mueven desde
la perspectiva de la organización sino en términos de la articulación (Nancy
1996, 138). Esta apuesta nos invita a pensar que los seres humanos no se definen
a partir de una esencia que fija su pertenencia a un género, sino que su existen-
cia cobra efectividad bajo el mero hecho de estar arrojados en el mundo, pues
sus relaciones hacen que existan como tales. La sexta tesis sobre Feuerbach es
enfática en este asunto cuando el pensador alemán dice que si existe algo como
una esencia humana esta se manifiesta en su realidad efectiva (Wirklichkeit), es
decir, en el conjunto de las relaciones sociales, por eso la existencia de los seres
humanos está dada en la temporalidad en la que transcurren sus existencias co-
mo productores. Ahora bien, podríamos incluso aventurarnos a leer La ideología
alemana (escrita por Marx y Engels entre 1845 y 1846) desde esta interpretación.
En efecto, las críticas llevadas a cabo en ese libro a los jóvenes hegelianos como
Stirner o Bauer reposan sobre la forma en la que ellos ignoran que la conciencia
está anclada en las relaciones sociales, es decir, en la proximidad de los seres
humanos con el mundo, y esta crítica se hace aún más fuerte cuando Marx

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denuncia la falta de perspicacia por parte de aquellos pensadores cuando sus-


criben que las circunstancias humanas se transforman meramente en el orden
de las interpretaciones. En palabras de Marx y Engels:

Según su fantasía, las circunstancias de los seres humanos, su conducta


entera, sus trabas y límites son productos de su conciencia, los jóvenes
hegelianos les proponen consecuentemente el postulado moral de cam-
biar su conciencia actual por la conciencia humana, crítica o egoísta y,
desde ese modo, suprimir sus límites. Este postulado de transformar
la conciencia acaba en el postulado de interpretar de otra manera lo
existente, es decir, de reconocerlo mediante otra interpretación. Los
ideólogos jóvenes hegelianos, pese a sus frases supuestamente “trascen-
dentales”, son los máximos conservadores (Marx 2010, 34).

La anterior cita nos muestra que aquellos intérpretes de Hegel pierden de


vista que las interpretaciones siempre están atravesadas por un mundo pues
toda existencia humana tiene que vivir materialmente para poder “hacer his-
toria” (Marx 2010, 53). O en otras palabras, los jóvenes hegelianos descuidan
que el ser-con-los-otros transcurre en la proximidad de lo vital, en la necesidad
de conseguir los medios de subsistencia para asegurar la vida de los hombres.
Ahora bien, de acuerdo con Marx y Engels este supuesto está acompañado de
otros dos que ejemplifican que los humanos siempre estarán sujetos a la materia,
entendida esta como la verdad de su existencia. En primer lugar, acompañados
de la necesidad de vivir, los seres humanos construyen nuevas necesidades y tal
creación es el primer hecho histórico. Contrario a lo que usualmente se piensa,
tal supuesto que ejemplifica una presunta pre-historia, es la esencia misma de
la historia, pues la excedencia del trabajo humano supone el despliegue de una
historia en la que se construyen lazos sociales y formas de vivir en común. Por
eso, en segundo lugar, encontramos que el anterior supuesto está acompañado
de la creación de determinadas formas de cooperación que hacen existir a cada
quien en relación; “de ello se desprende que un determinado modo de produc-
ción, o una determinada fase industrial, está siempre asociado a un determina-
do modo de cooperación, o a una determinada fase social” (Marx 2010, 58). Al
igual que los utensilios con los que los seres humanos suplen sus necesidades
más próximas, el lenguaje, por ejemplo, es el medium o la herramienta con la
que se efectúa el vínculo, la relación o, en términos de Nancy, la articulación de
una singularidad con respecto a la otra. El carácter que adquiere el lenguaje en
el pensamiento marxiano se despliega en el siguiente pasaje:

[…] el “espíritu” tiene, desde un principio, la maldición de estar “sujeto”


a la materia, que aquí se presenta en forma de capas de aire en movi-

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miento, sonidos, en suma, el lenguaje. El lenguaje es tan antiguo como


la conciencia: el lenguaje es la conciencia, real, práctica, existente tam-
bién para otros seres humanos y, por lo tanto, existente también para mí
mismo, y el lenguaje surge, tal como la conciencia, sólo de la necesidad,
de la necesidad de relaciones con otros seres humanos (Marx 2010, 60).

Tenemos entonces que bajo la necesidad de vivir, los hombres crean nuevas
necesidades y estas necesidades exceden su proximidad ante las cosas para crear
una trama de relaciones en las que cada singularidad sólo existe en relación.
Esta relación, como resulta evidente, no se puede jerarquizar, pues la actividad
laborante del ser humano como productor de utensilios es equiparable a la de
aquel que usa el lenguaje como capacidad material de expresión y de relación.
En esos términos, el pensamiento de Marx funde la existencia humana en una
correspondencia entre el producir, el trabajar y el relacionarse2. Estas tres acti-
vidades, que no se excluyen unas con respecto de otras, coinciden cuando los
seres humanos crean historia conscientemente, es decir, desde la perspectiva
de una no-separación entre tales actividades. Las relaciones con la naturaleza
están condicionadas por la vida social y la naturaleza permea y hace desplegar
la vida en común. Desde esta perspectiva, se produce entonces una imbricación
entre socialidad y naturaleza, entre necesidad y contingencia, entre realidad y
representaciones y entre poiesis (formas de hacer) y aisthesis (formas de perci-
bir). Esta coincidencia entre una cosa y la otra ejemplifica una ontología que
pone de manifiesto la inmanencia entre naturaleza e historia; de ahí que toda
representación que esté desligada de aquella trama se manifieste bajo el síntoma
de la enajenación. Por lo pronto diremos entonces que, de acuerdo con lo dicho,
la enajenación no es poder de la ideología que oculta la verdad de la existencia
humana, sino más bien es la falta de correspondencia entre naturaleza e historia,
o dicho en otras palabras, es la distancia que se abre entre el mundo de nuestras
actividades con respecto al mundo de las representaciones.
Como lo decíamos al principio, el supuesto ontológico en el pensamiento
de Marx se ve interrumpido o más bien se oculta bajo la historia de los modos
de producción, en particular en su lectura acerca del nacimiento del capita-
lismo. El problema que Marx expone es claro: la división del trabajo, que crea
una distinción entre trabajo intelectual y trabajo manual, cobra relevancia con
el nacimiento del comercio y con la división entre campo y ciudad. El capita-
lismo, entonces, produce artificialmente una separación entre el mundo de la
actividad vital humana y el mundo de los hombres de ocio que presuntamente

2  Parece evidente entonces que, retomando la herencia aristotélica, Marx se anticipa a la distin-
ción arendtiana entre labor, trabajo y acción. Sin embargo, en contraste con Arendt, Marx parece
insistir en la coincidencia de cada una de estas actividades.

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lograrían emanciparse de la pre-historia de sus relaciones más próximas con la


naturaleza. El problema que siembra la enajenación consiste en que el supuesto
ontológico, en el que había una apuesta por comprender la praxis como actividad
vital productora de la historia, queda así sometido a la división entre pasividad
e inactividad o entre ocio y necesidad. Diremos, entonces, que el capitalismo
y las relaciones mercantiles que hacen nacer la división del trabajo realizan,
desde una perspectiva muy concreta y particular, la pretensión platónica de
una ciudad en la que existen, por un lado, quienes se ocupan del trabajo y, por
el otro, quienes se dedican al disfrute del ámbito de la historia humana, libre
y contingente. Por eso, en palabras de Marx, “a partir de ese momento, la con-
ciencia puede realmente imaginarse que es algo distinto de la conciencia de la
praxis existente; que representa realmente algo sin representar algo real: a partir
de ese momento, la conciencia está capacitada para emanciparse del mundo y
proceder a la creación de la teoría ‘pura’ […]” (Marx 2010, 62). Representar algo
que en realidad “no representa algo real” escenifica una separación entre lo real
y lo imaginario y tal separación, como ya lo dijimos, está anclada a un proceso
histórico en donde se da una división del trabajo.
Los trabajadores y hombres de ocio o, más bien, los laborantes y los hombres
de comercio son las partes que ponen en evidencia una sociedad dividida, una
sociedad, a juicio de Marx, de clases. Pero, ¿cómo comprender esta división entre
hombres de ocio y hombres de necesidad que hace emerger una sociedad ena-
jenada? Los Manuscritos de filosofía y economía y Sobre la cuestión judía le dan
consistencia a tal pregunta, tanto en el plano político como en el económico. En
términos de los Manuscritos, las relaciones entre los seres humanos se enajenan
en la medida en que su actividad vital se separa de sus “productos” haciendo
emerger el régimen de la propiedad privada, de modo que los productos de la
actividad vital se vuelven entonces una realidad desprendida de la condición
ontológica del ser humano como habitante del mundo de la praxis. Por eso, en
palabras de Marx: “La propiedad privada es, pues, el producto, el resultado, la
consecuencia necesaria del trabajo enajenado, de la relación externa del traba-
jador con la naturaleza y consigo mismo” (Marx 2007, 117). Si la actividad vital
coincide con lo que los seres humanos son, el trabajo enajenado es la manifes-
tación de una vida desprendida de sí misma, una vida autoextrañada con res-
pecto de su condición. Acá no sólo el animal productor queda desvinculado de
su propia condición humana, sino también de su ser-con, de su cooriginariedad
como ser social, en tanto las relaciones con los otros adquieren un carácter con-
tradictorio: la sociedad se divide en clases y cada clase existe siempre en función
de oponer su interés frente a otra.
Ahora bien, en el plano del derecho y de la política tal desprendimiento, el de
la conciencia con respecto de sí misma, que es una ruptura entre unas formas de
habitar lo sensible y la práctica material, supone una enajenación del ser humano

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respecto de su posibilidad de decidir sobre los asuntos comunes, o más bien de


su capacidad de hacer historia. En Sobre la cuestión judía, tal asunto se enun-
cia de la siguiente manera: la presunta emancipación del Estado con respecto
de la política (el Estado laico) deja intactas las relaciones de dominación y de
desigualdad al interior de las relaciones reales. Desde esta perspectiva, se abre
una distancia radical entre un conjunto de relaciones enajenadas y un mundo
imaginario de una igualdad formal cuando el Estado se ha secularizado. La
política moderna, entonces, construye una esfera ficticia de la acción política,
la cual no es más que la manifestación fantástica de un conjunto de relaciones
egoístas en el plano de la sociedad civil. En este sentido:

Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadero desarrollo, el


hombre lleva no sólo en el pensamiento, en la conciencia, sino en la rea-
lidad, en la vida, una doble vida, una celestial y otra terrenal; la vida de la
comunidad política en la que se considera ser colectivo y la vida en la so-
ciedad civil en la que actúa como hombre privado, considera a los demás
como simples medios, se degrada a sí mismo al mismo papel de simple
mediador y se convierte en juguete de fuerzas extrañas (Marx 2004, 19).

Al separarse “el mundo celestial” y “terrenal” en el plano de la construcción


del Estado moderno, se da una forma de enajenación política, pues el carácter
eminentemente social del ser humano se ubica entonces en la esfera abstracta
del derecho para encubrir un conjunto de relaciones desigualitarias y egoístas
en la denominada sociedad civil, que, como lo muestra Foucault, nace como
la sociedad del interés3. La discordancia entre realidad y apariencia se hace
posible porque hay un conjunto de relaciones contradictorias que permiten a
Marx criticar al capitalismo de acuerdo con tal desfase, a tal distancia. Ahora
bien, esto no quiere decir que Marx busque mostrar que existe una realidad
encubierta que hay que hacer valer, el asunto, al parecer, es mucho más com-
plejo y lo podemos formular de la siguiente forma: existe un conjunto de actos
contradictorios que hacen que nuestras interpretaciones se desliguen de la ma-
teria que las condiciona. Ahora bien, esta distancia permite la emergencia de
interpretaciones enajenantes y de formas de simbolizar lo común que terminan

3  En Nacimiento de la biopolítica, Foucault se esfuerza por mostrar cómo la sociedad civil


nace como un correlato a un conjunto de tecnologías del poder que se estructuran a partir del
intercambio, a partir de ese supuesto se fijan los lineamientos para naturalizar la condición
humana, en términos de los sujetos de interés. En palabras del pensador francés: “La sociedad
civil no es, por lo tanto una idea filosófica. La sociedad civil es, creo, un concepto de tecnología
gubernamental o mejor, el correlato de una tecnología de gobierno cuya medida racional debe
ajustarse jurídicamente a una economía entendida como proceso de producción e intercambio
(Foucault 2008, 336).

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encubriendo el estado de las relaciones materiales de producción. De ahí que


la apuesta de Marx sea por la emancipación humana, una emancipación más
allá de la emancipación política. Pero ¿en qué consiste tal emancipación? ¿Qué
de particular podemos entender con el asunto de la praxis revolucionaria que
subyace de la idea de emancipación?
Entramos así al plano de la emancipación. Según lo anterior, la división del
trabajo, que se hace evidente con toda su fuerza con el nacimiento del comercio,
hace que los seres humanos se desliguen de las relaciones sociales que hacen
posible, paradójicamente, al comercio mismo. Bajo esta contradicción nace una
clase desposeída no sólo de los medios de producción, sino también de la capa-
cidad de construir la historia o de incidir sobre los asuntos comunes: esta clase
es, como se sabe, el proletariado. La clase desposeída nace no de un proceso de
producción de meras ilusiones que la oprimen, sino más bien en el seno del poder
alienante de las representaciones que se ve expresado en las ideas de una clase
dominante en una época determinada. La lógica de tal asunto es simple: una
clase, por ejemplo, la burguesía, pone de manifiesto sus intereses particulares
como intereses generales de toda la sociedad, de ahí que enmascare sus prácti-
cas interesadas y egoístas con iguales derechos de ciudadanía, haciendo emer-
ger, en dicha exclusión, una clase desposeída de todo interés particular. Estos
desposeídos se presentan como los representantes de toda la sociedad puesto
que “aparecen como la masa total de la sociedad frente a la única clase, la clase
dominante” (Marx 2010, 102). Esta cualidad del proletariado como la clase que
representa un todo consiste en que su interés está realmente más ligado al interés
común de todas las demás clases no dominantes, por eso, Marx enfatiza que
“su triunfo es provechoso también para muchos individuos de las demás clases
que no llegan a la dominación” (Marx 2010, 103). La verdadera emancipación
se mueve entonces en un registro según el cual el proletariado representa la
disolución del orden existente, en la medida en que no tiene interés alguno que
defender. Esta clase, dice Marx en la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel,
tiene cadenas radicales que le permiten exponer sus reclamos como universales
puesto que su sufrimiento es universal, por eso “no reclama para sí derecho es-
pecial, sino la justicia pura y simple” (Marx 1970, 139). La emancipación busca,
entonces, rehabilitar cierta concordancia entre el hacer y el pensar o entre una
distribución de los modos de percepción y las formas de habitar el mundo. La
desigualdad y el egoísmo de la sociedad civil se diluyen en un proceso emanci-
patorio en la medida en que también se rompe con el estado de cosas actual en
el orden de las representaciones y en el pensamiento; de ahí que cobre especial
sentido la famosa frase de Marx en la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel
según la cual no es posible superar la realidad sin superar la filosofía también.
El movimiento de una ontología a una emancipación, pasando por el dra-
ma social y humano de la alienación, denuncia la distancia que se da en ciertos

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procesos históricos entre nuestras prácticas reales y las simbolizaciones que


construimos. Esta distancia demanda de una praxis revolucionaria que lleve a
cabo un conjunto de actos que parten del supuesto de una concordancia entre
poiesis y aisthesis. En tal concordancia, las interpretaciones dejan de ser meras
interpretaciones, es decir, dejan de ser meras palabras para construir el esce-
nario para una especie de simbolización verdadera en la que concuerde con las
formas que reviste la materia. Tal pensamiento, como lo dijimos antes, supone
unas buenas y unas malas interpretaciones. Las buenas están de acuerdo con
la coincidencia de la definición ontológica del ser humano como un ser social
y las malas se mueven en la distancia de nuestra percepción con respecto de tal
cualidad. Lo anterior deja abierta una serie de interrogantes que vale la pena
desplegar: ¿hasta qué punto el pensamiento de Marx termina por suscribir una
suerte de realidad dada de la cual deben desplegarse nuestras interpretaciones?
¿No podría plantearse la posibilidad de que las meras palabras, las palabras de
la alienación, no sean, desde otra perspectiva, las potenciales voces de actos de
emancipación en tanto se mueven en la distancia entre unas maneras de hacer
y unos modos de ser? ¿No podríamos llegar a decir que el supuesto ontológico
con el que Marx crea su noción de lo real o incluso su apuesta por la emanci-
pación humana obedece a un conjunto de prácticas estéticas e interpretativas
que permiten redefinir el mundo de otra manera? Intentaremos abordar esas
preguntas no para distanciarnos del pensamiento de Marx, denunciando su
falta de pertinencia en el presente; más bien mostraremos que el materialismo
histórico tiene una deuda con el poder de las interpretaciones, que, como lo vere-
mos, desplegó toda su potencia con el advenimiento de lo que el filósofo francés
Jacques Rancière ha llamado “la revolución estética”. Por lo pronto diremos que
las interpretaciones o las formas en las que simbolizamos nuestro mundo hacen
posible que figuremos otro modo de habitar el mundo que redefine los límites
entre apariencia y realidad. No existen malas interpretaciones sino más bien
usos diversos en los que se fortalece un reparto de lo sensible dado, en los que se
redefinen las fronteras entre lo posible y lo imposible sembrando así los prece-
dentes para actos políticos que reclaman la reconfiguración de los órdenes dados.

La revolución social como hija de la revolución estética

En un libro reciente, Jacques Rancière sostiene la siguiente afirmación: “La re-


volución científica marxista ciertamente quiso finalizar con las ensoñaciones
obreras como con los programas utópicos. Sin embargo, al oponerles los efectos
del desarrollo real de la sociedad, sometía una vez más los medios y los fines de
la acción del movimiento de la vida, a riesgo de descubrir que lo propio de ese
movimiento es no querer hacer nada y no autorizar la predominancia de ninguna

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estrategia” (Rancière 2011, 17, traducción modificada). ¿Qué quiere decir que exis-
te un riesgo de descubrir que lo propio del movimiento revolucionario sea que
no quiera hacer nada? ¿No se trataba, desde la apuesta marxiana, de dar un salto
de la pasividad del espectador de su propia explotación hacia la actividad de la
praxis revolucionaria, lo que finalizaría el mundo de ensueños de la enajenación?
Para responder a esas preguntas sostendremos que la emancipación humana
parece cobrar efectividad cuando hay una suerte de espíritu transformador de
un estado de cosas específico, sin embargo, ese “no querer nada” del que habla
Rancière parece ser la condición de posibilidad o imposibilidad de toda trans-
formación en el orden de la representación; de ahí que podamos decir que hay
política cuando existe una distancia entre el “no querer nada” y el “querer trans-
formar el mundo” o entre un estado de reinterpretación del mundo y un con-
junto de actos por transformarlo. En otras palabras, una política emancipadora
existe en virtud del espacio que deja abierta la suspensión de nuestros modos
de vivir y de representar, pues sólo así se pueden abrir posibilidades inéditas de
pensar lo común y las relaciones entre los hombres y las cosas. Ahora bien, si ha
existido un acontecimiento en la historia de Occidente que ha permitido abrir
los modos de figuración de mundos posibles ha sido la revolución estética. Esta
revolución se ha manifestado en escenas accidentales que han interrumpido la
correspondencia entre unos determinados modos de hacer y unos modos de ser
para abrir el espacio del arte hacia espacios inéditos. Los ejemplos, a juicio de
Rancière, son múltiples: desde las palabras de Winckelmann que sostuvieron
la belleza perfecta en un busto mutilado hasta el despliegue de historia de los
presuntos marginalizados de la sociedad en los filmes de Pedro Costa, pasando
por la sentencia de Schiller sobre la potencia del juego, teniendo como ejemplo
la famosa escultura Juno Ludovisi. Estas escenas no suponen simples sueños
de utopistas que no comprenden la necesidad de la ciencia para transformar el
mundo sino, más bien, imaginaciones, simbolizaciones o interpretaciones que
potencian las capacidades de seres cualesquiera para actuar políticamente4. Por
eso la sentencia de Marx en la undécima tesis sobre Feuerbach debe mucho a
tal revolución, pues fue la que hizo posible interpretar el mundo de una forma
distinta para llamar al proletariado a su liberación y poner fin a las interpreta-
ciones mismas.
Para comprender lo que está en juego acá tendremos que invertir el esquema
del pensamiento de Marx, sin desposeerlo de su carácter emancipador. Si para
Marx la enajenación y las injusticias se dan en el momento en el que se abre una
distancia entre apariencia y realidad, diremos que es en tal distancia en donde

4  Como se ha sugerido en la introducción a esta compilación y en algunas de las contribuciones


que la componen. Véanse por ejemplo Quintana y Galvis en este libro.

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transcurre un pensamiento sobre la emancipación. El capitalismo ha cobrado


cierta fuerza no porque las apariencias se han desligado de la realidad sino, más
bien, porque ha reducido la distancia entre imaginación y realidad para hacer
coincidir poiesis y aisthesis. La famosa sentencia platónica del “trabajo no espera”
se cumple en el capitalismo y es a través de simbolizaciones e interpretaciones
que es posible figurar un mundo de laborantes enajenados y capitalistas que se
apropian de la fuerza vital de aquellos. La división capitalista del trabajo no obe-
dece entonces al modo en el que las interpretaciones se desligan de algo real, sino
más bien a un modo particular e histórico de interpretar nuestra vida en común.
Ahora bien, la potencia de las interpretaciones es reconocida y a la vez neu-
tralizada por una tradición que Rancière rastrea desde Platón. En La República
y en El político, el filósofo se esfuerza por demostrar a través de ciertos relatos y
mitos la pertinencia de una comunidad bien organizada, en la que cada quien
desempeña una única ocupación. Los relatos son conocidos: uno es el del reparto
de los tres metales según el cual la divinidad ofrece oro para el alma de los go-
bernantes y hierro a los trabajadores; y el otro, es el del mundo que gira al revés
que demanda la intervención del filósofo para que fije los criterios de justicia
con el fin de que el mundo recobre su naturaleza, es decir, su physis encarnada
en nomos. Teniendo en cuenta esta pretensión, desde el nacimiento de la justicia
de los filósofos estuvo vigente un régimen de identificación de las artes análogo
a la justicia: se trata, como lo denomina Rancière, del régimen representativo
de las artes. Este régimen tiene el propósito de diferenciar las artes liberales de
las artes mecánicas, en tanto estas últimas pertenecen a seres para quienes el
trabajo no espera y aquellas pertenecen a hombres de ocio. El arte liberal, como
arte verdadero, estaba reservado entonces a quienes tenían el tiempo suficien-
te para pensar, actuar o criticar. La mirada marxiana diría que tal división se
produce en función de la autonomía que han adquirido las representaciones,
es decir, en función al olvido que se efectúa cuando se cree que las ideas están
desprovistas de materia. Ahora bien, dando un paso al costado diremos que el
reparto entre trabajadores y hombres de ocio obedece a una forma de simbolizar
lo común que tiene que ver con una forma de habitar el espacio de lo sensible
que performa la realidad misma, dándoles consistencia a los usos de las artes y
a los roles que desempeñan las personas en lo común. Este modo de habitar lo
sensible fija además los límites entre lo posible y lo imposible y divide al mundo
entre apariencias y realidad.
No obstante, como lo dijimos arriba, en el siglo xviii se produce una ruptu-
ra que transforma los modos con los que interpretamos el arte. La revolución
estética rompe, entonces, con los límites fijados entre ocio y necesidad que ali-
mentaban a las bellas artes para abrir al arte hacia un escenario de indetermi-
nación que podemos comprender en términos del libre juego de las facultades, o
de lo bello definido por Kant en La crítica del juicio como el placer ligado a una

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representación indefinible conceptualmente5. En 1764 (35 años antes de Kant),


Winckelmann publica La historia del arte en la antigüedad. En ese texto se pone
de manifiesto el esplendor de un torso mutilado, sin miembros y sin cabeza, de
un presunto Hércules en reposo con músculos distendidos y con la espalda en-
corvada como si estuviera pensando, pero que al no tener cabeza no deja indicio
alguno de que el busto esté dispuesto a pensar. Si las bellas artes se definían en
función de la proporción y la expresividad, las palabras de Winckelmann crea-
rían un medio sensible para que este objeto “incompleto” e “inexpresivo” pueda
ser llamado bello. En palabras de Rancière:

Separando la belleza y la expresión, Winckelmann separa también el arte


en dos: disocia la belleza de las formas de su ciencia. Para apreciar esta
belleza liberada de la convención expresiva, hay que cesar de buscar el
dibujo preciso y funcional de los músculos que hacen reconocer la cien-
cia autónoma del artista y su capacidad de traducirla en la producción
de formas (Rancière 2011, 29, traducción modificada).

La anterior cita nos muestra que el torso al estar suspendido entre la acti-
vidad y la pasividad, disocia la correspondencia entre expresión y belleza. Esta
disonancia al interior de los modos en los que concebimos el arte despoja a la
ciencia de su actividad interpretante para exponer así la potencia de una figura
inexpresiva y a la vez bella. En esos términos el régimen estético, en cada caso,
abre un medium sensible o una comunidad en el que se desfiguran y se figuran
los límites entre arte y no arte transformando los límites que la representación
fija entre la realidad y la ficción. Tal medium es expuesto por Schiller bajo la fa-
mosa estatua sin cuerpo Juno Ludovisi en Las cartas sobre la educación estética
del hombre, publicadas en 1795. La especificidad del planteamiento del pensa-
dor alemán consiste en que la estatua despliega los poderes de una “apariencia
libre” cuya voluntad es “no desear nada, ser libre de la inquietud de proponerse
objetivos y tener que cumplirlos […] Frente a la deidad ociosa, el espectador se
encuentra en un estado de ‘libre juego’” (Rancière 2011b, 38). La estética, enton-
ces, no abre espacios otros como utopías absurdas que habría que interrumpir
bajo una ciencia de las estrategias, sino que este régimen de identificación de las
artes resquebraja el orden de la interpretación o de simbolización de lo común
del régimen representativo, suspendiendo las distinciones que lo alimentan
para abrir múltiples formas de pensar la política, y con ello la misma emanci-
pación. En este sentido, el arte desde esta perspectiva no es político porque nos
dé una lección de política, ni tampoco porque nos explique que las apariencias

5  “[…] el placer que proporciona la belleza es tal que no presupone ningún concepto, antes bien,
está directamente unido a la representación mediante la cual el objeto es dado” (Kant, 2010).

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deben recobrar su correspondencia con un movimiento real que las determina;


más bien diremos que el arte tiene su política en tanto crea escenas de disenso,
esto es, escenas que exhiben “una organización de lo sensible en la que no hay
ni realidad oculta bajo las apariencias, ni régimen único de presentación y de
interpretación de lo dado que imponga a todos su evidencia” (Rancière 2010,
51). El disenso reconfigura el paisaje de sentido y asimismo la distribución de
capacidades e incapacidades, por eso su lógica obedece a “todas las formas di-
fusas de apropiación de los modos de percepción estéticos por parte de gente
simple o gente sin historia. Y todas esas transformaciones de los modos de vi-
da están acompañados de la transformación de los modos de interpretación”
(Rancière 2012, 143, traducción propia). ¿En qué consiste esta transformación
de los modos de interpretación? Si el arte no da lecciones ni hace conscientes a
los espectadores de que están oprimidos ¿cuál es la efectividad del arte? ¿Esta
política del arte acaso nos deja con una política que sólo se mueve en el seno de
las prácticas artísticas?
Es necesario prestar la suficiente atención al siguiente asunto. La política
de la estética, es decir, los mundos (im)posibles que abre la comunidad estética
existen en su separación de una estética de la política que abre colectividades
políticas bajo la construcción de una escena en donde se visibiliza un nosotros o
un sujeto político. Por eso la política en el segundo sentido no tendrá la función
de finalizar las utopías de las comunidades estéticas que mueven el mundo de
las interpretaciones para realizar lo realmente posible, como lo sugiere Marx al
demostrar el poder ilusorio de las interpretaciones. Más bien diremos, de nuevo
dando un paso al costado, que existe una filiación entre la política de la estética y
la estética de la política en la que nunca coinciden pero se encuentran, negocian,
se afectan sin fusionarse6. La revolución estética es madre de la revolución social,
no porque aquella instruya a esta de cual o tal manera, sino más bien porque
demuestra que lo “ilusorio” tiene un poder específico o que las imágenes y las
formas de interpretar el mundo tienen un efecto paradójico en tanto suspende
todo efecto esperado de acciones concretas. Al igual que el mythos que deviene
logos en Platón, el mythos de la revolución estética escenifica las potencialidades
de una comunidad suspendida que no quiere hacer nada, la cual abre posibilida-
des otras para que se construyan escenas de disenso propiamente políticas. La
lección de la comunidad estética consiste entonces en demostrar que “lo real es
siempre el objeto de una ficción, es decir, de una construcción de un espacio del
espacio en el que se anudan lo visible, lo decible y lo factible” (Rancière 2012, 77,
traducción propia). Por eso, si la operación del materialismo histórico consiste
en negar tal filiación, la lección de política que nos muestra el régimen estético

6  Sobre estos cruces, pasajes y fronteras entre estética de la política y política de la estética véase
Quintana en esta compilación.

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consiste en que la realidad es desde siempre un objeto de ficción, una operación


poética que crea formas de simbolizar lo decible y lo factible. En este sentido,
el llamado de la emancipación humana a reconocer y a organizar las “fuerzas
propias” de cada quien busca evadir el poder que hace posible una formulación
tal, es decir, el poder suspensivo de figurar otras realidades, otras formas de
ser-en-común que el discurso marxiano prefigura. Pero no estamos diciendo
que los discursos sobre la emancipación humana sea inútiles y estén llamados
a subvalorarse; más bien, de lo que se trata es de reconocer que los llamados a
la acción política, a la emancipación del proletariado, deben su poder a inter-
pretaciones que asumen el poder suspensivo del “no querer hacer nada”. Así,
además de la filiación que podemos encontrar entre una estética y una política
o entre la revolución de las interpretaciones y la revolución de los sujetos polí-
ticos, debemos ser conscientes de la lógica estética al interior de las prácticas
políticas: si las prácticas artísticas crean mundos posibles de acuerdo con un
proceso gradual que se va construyendo a través de escenas disensuales como
las de Winckelmann o Schiller, la política tiene su propio modo de crear disen-
sos. En La mésentente (1994) Rancière nos dice que la política tiene su estética,
pues el nosotros que se construye a partir de ahí crea escenarios de enunciación
inéditos en los que seres cualesquiera exponen la injusticia pura y simple7 de los
ordenamientos consensuales. Decir que el proletariado representa los intereses
de quienes no hacen parte de la clase dominante o que existe una parte de los sin
parte que pretende ser el todo de la comunidad, son figuras estéticas en las que
se pone en juego una comunicación entre regímenes separados de expresión.
Así, la estética de las prácticas políticas efectúa, bajo la potencia de las inter-
pretaciones, un desplazamiento de lo real que reconfigura nuestros modos de
percepción y, por lo tanto, la distribución de los cuerpos en una comunidad; por
eso “la aparición moderna de la estética como discurso autónomo determinan-
te de un recorte autónomo de lo sensible, es la aparición de una apreciación de
lo sensible que se separa de todo juicio acerca de su uso y define así un mundo
de una comunidad virtual —de comunidad exigida— sobreimpreso al mundo de
los órdenes y las partes que da su uso a todas las cosas” (Rancière 2010b, 78). Los
saltos de una ontología a una alienación y la necesidad de transformar el mundo
son un juego de interpretaciones y por lo tanto de prácticas. La potencia de las
interpretaciones consiste en que sus palabras y sus simbolizaciones desdibujan
un paisaje de lo dado, figurando así un mundo de realidades muy poco defini-
das para abrir a capacidades inéditas que confrontan el orden de lo dado. Y por
esto también la política o, más precisamente, la transformación del mundo de
los colectivos políticos de hoy en Occidente existe en virtud de su distancia y a

7  Como lo veíamos atrás, tal planteamiento en el que el proletariado expone a la injusticia pura
y simple se encuentra formulado por Marx en la Crítica a la filosofía del derecho de Hegel.

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la vez unión, o mejor, en términos de su articulación con respecto a comunida-


des estéticas de disenso que abren posibilidades infinitas de fracturar un poder
político siempre ligado a un orden de distribución de lo sensible.

Bibliografía

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Económica.
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