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diferencia.

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en el mundo de la economía y de los negocios. En Prentice Hall,
contamos con los autores líderes del mundo empresarial y fi
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Codicia financiera
Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real

Eduardo Olier
Codicia financiera: Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real
Eduardo Olier

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© 2013 PEARSON EDUCACIÓN S.A.


C/ Ribera del Loira, 28
28042 Madrid (España)

ISBN papel: 978-84-9035-307-3


ISBN ePub: 978-84-9035-399-8
Depósito Legal: M-12183-2013

Editor: Jesús Domínguez

Diseñadora: Elena Jaramillo

Equipo de producción:
Directora: Marta Illescas
Coordinadora: Tini Cardoso

Diseño de cubierta: César de la Morena


Composición ePub: Pablo Barrio

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Introducción

n principio, este libro estaba pensado con otro título. Parecido, aunque distinto. El
E cambio nada tuvo que ver con motivos comerciales, sino con una sugerencia
recibida por una de las ejecutivos de la editorial Pearson que pensó que era más
apropiado. Y al autor y al editor les pareció bien: refleja lo que está detrás de las crisis
económicas, de la que todavía sufrimos, y de las muchas que sucedieron antes. Esto se irá
viendo a lo largo de las páginas que siguen.
En lengua inglesa existen varias obras con títulos similares, algunas referencias se dan
aquí; si embargo, en todos los casos, sus autores ponen el énfasis en los desmanes
económicos realizados por las personas que estuvieron o siguen al mando de varias
empresas. No es nuestro objetivo. Lo que aquí pretendemos es, primero, hacer el recorrido
sobre la economía financiera y los porqués de sus desviaciones y, luego, dar la voz de
alarma sobre la economía política que subyace detrás del afán de enriquecimiento y que,
siguiendo tales teorías, se viene realizando desde hace décadas. Teorías económicas de
grandes economistas que pensaron que la codicia era una potente arma de creación de
riqueza, sin darse cuenta de que la creación de riqueza no es tal si solo se aprovechan unos
pocos de ella.
No codiciarás los bienes ajenos, es el último de los mandamientos de las Tablas de la Ley.
Sin embargo, en este como en otros, el paso de los siglos y las adaptaciones culturales los
ha desvirtuado. Por lo que hoy, la codicia —el afán excesivo de riquezas, como se define
en español— no es algo que, en el fondo, esté mal visto. Tampoco lo es en su acepción
inglesa. Greed, ese deseo de adquirir o poseer, en lo material, más de lo que uno necesita o
merece, no es en absoluto negativo. Con frecuencia, es todo lo contrario: muchos apelan a
él como remedio de la pobreza. Pues según dicen: ¿quién no busca su propio beneficio? Y
es que la codicia, al igual que la avaricia —que viene a ser lo mismo pero con el deseo de
atesorar—, son términos que están en desuso. Y cuando una palabra sale del circuito
natural de la comunicación humana, se transforma también el concepto que la acompaña.
Y en caso de mantenerse su original acepción, se buscan caminos para desvirtuar los
significados. De ahí que se hagan esfuerzos por cambiar los términos con el objetivo de
modificar lo que significan. Este sería el ejemplo de transmutar terrorismo por lucha
armada o aborto por interrupción del embarazo. Con las palabras se van los conceptos.
Con ello, unos tranquilizan sus conciencias y otros tratan de adaptar la realidad a sus
intereses.
Otro tema es la corrupción, que, en una de sus acepciones, nos traslada al uso de la
función pública en provecho de sus administradores. Una palabra de amplio espectro que
tiene múltiples significados, como son: echar a perder, depravar, dañar o pudrir. Y
también, pervertir o seducir a alguien. E incluso, alterar y trastocar la forma de algo.
La corrupción está hoy muy en boga: se ha hecho popular; lo que habla de la
degradación moral de los comportamientos públicos y, también, de los privados. En lo
público, cualquier periódico de cualquier lugar mostrará ejemplos todos los días. La
corrupción está perfectamente encastrada en el cuerpo social de cualquier país. Y de tanto
vivir con ella, aunque se rechace, se asume con naturalidad.
Por ello, en la práctica, en las llamadas democracias avanzadas, con los
comportamientos corruptos a la vera del poder casi nunca pasa nada. Quedan exonerados
con lo que se entiende como castigo político. Un castigo que se reduce, normalmente, a
«perder el poder», para volver a alcanzarlo cuando las aguas se hayan calmado. Y si se
mantienen los cargos después de unas elecciones, la consecuencia es que lo que se hizo,
aunque fuera una fechoría, se considerará positivo, ya que el pueblo así lo dictamina. De
manera que la moral pública se asimila a la opinión de la mayoría. Así, lo que está bien o
mal acaba reducido a la relatividad democrática. Hecho que explica, de alguna manera, los
porqués de la sociedad relativista actual. Son las mayorías —por lo general mayorías
minoritarias— las que dictaminan lo que es bueno y lo que no lo es.
Pero la corrupción, en su esencia, nace de la codicia. Ya que la codicia se da siempre en
relación con los demás. El codicioso no lo es nunca de sus propios bienes, necesita los de
los demás. Es decir, lo que, en justicia, pertenece a otros. De ahí que el mandamiento de la
Ley se dirija a la codicia de los bienes ajenos. Sin embargo, aparte del orden moral que
encierra, la codicia tiene otras consecuencias: genera pobreza. La pobreza moral que nace
de ella siempre va unida a la material. Algo extensible también a la avaricia. El avaricioso,
antes de serlo, fue codicioso. Ya lo dice Aristóteles en el Libro IV de su Moral a Nicómaco
al referirse al amor desenfrenado de lucro:

«Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; solo van en
busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y
desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician,
y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer
donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas,
tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la
avaricia».

El libro que el lector tiene ahora en sus manos no es, sin embargo, un estudio sobre la
ética de los comportamientos. El autor no tiene esa capacidad, ni esos conocimientos.
Aquí se habla de economía. De los porqués de la situación actual y de las malas prácticas
que nos introdujeron en esta larga crisis económica. Malas prácticas amparadas en un
deseo excesivo de poseer por cualquier medio, que muchos achacan a la pérdida de
valores. Así lo expresaba, por ejemplo, el World Economic Forum en un informe de 2010
realizado en colaboración con la Georgetown University: Faith and the Global Agenda:
Values for the Post-Crisis Economy, en cuyo prólogo se dice:

«A medida que se ha ido desarrollando la crisis actual, se ha hecho evidente que la arquitectura de la
comunidad financiera está necesitada de reformas. Y también queda claro que el sistema internacional
ha demostrado su poca capacidad en relación con muchos objetivos que debieran ser fundamentales,
como el crecimiento económico sostenible, la erradicación de la pobreza, la seguridad humana, la
promoción de los valores de todos, evitar los conflictos, y muchos más.»

Pero conviene ser concretos. Para conocer las causas y proponer soluciones, no basta
tratar con ideas generalistas. Apelar a la pérdida de valores sin más, nos parece demasiado
general. Cualquiera se perdería tratando de definir cuáles son los valores perdidos. Cuando
se habla de valores, al final, no se sabe de lo que se está hablando. Por ello, a fin de
concretar, nos hemos centrado en las causas de los problemas, que vienen de la promoción
sistemática de un neoliberalismo sin control basado en el dejar hacer como fundamento de
la creación de riqueza. Unas ideas que perviven con fuerza desde el siglo XVIII, cuando
Adam Smith aseguraba que la búsqueda del interés propio acabaría trayendo el bienestar a
todos. Según él, una mano invisible, acabaría ajustando los desajustes. Un pensamiento que
se ha convertido en la regla de oro de los últimos cuarenta años. Con reconocidos
economistas apelando a la codicia sin nombrarla, y con una clase política en connivencia
con ellos. Y de ahí, la cohorte de renombrados financieros que pusieron en práctica toda
su creatividad al amparo de los responsables políticos que, queriéndolo o no, han
permitido prácticas rechazables.
Y esto es lo que queremos poner de manifiesto aquí: que la economía financiera sin
control y las inestabilidades que ella ha producido en la economía real, han sido las causas
primeras de la crisis actual y de las crecientes desigualdades que se ven entre pobres y
ricos. Desigualdades que, en países tan avanzados como Austria, llevan a que el 5% de la
población acumule el 50% de la riqueza, mientras que el 50% de los ciudadanos no llega
siquiera al 4%. Y que, en Alemania, en el período 1998-2008, el 10% de los más ricos
hayan pasado de tener el 45% de los bienes a incrementarlo hasta el 53%; con la
circunstancia de que el 50% de los más pobres ostentaban en 2008 el 1% de la riqueza,
cuando diez años antes llegaban al 4%. O que, en España, uno de cada cinco ciudadanos,
el 21% de la población, se encontrara en 2012 por debajo del umbral de la pobreza.
Pero las prácticas de la economía financiera actual, como ya hemos apuntado, no serían
posibles sin el concurso de los reguladores, es decir, de los responsables políticos. Hoy es
la política la que condiciona los mercados. Y son las clases políticas dominantes las que
facilitan que los mercados financieros ahoguen a la economía real. Nada del destrozo
económico que hemos visto, y aún sufrimos, habría sido posible si los reguladores no
hubieran permitido la expansión de productos financieros tóxicos, ni hubieran facilitado
unas condiciones en los mercados que fueron el inicio de otros abusos. Tampoco habrían
sido posible los problemas habidos en numerosas entidades financieras sin la cohabitación
de políticos y gestores empresariales. Entidades que han tenido que ser rescatadas a base
de impuestos a los ciudadanos, mientras los responsables se otorgaron, en muchos casos,
enormes sumas por su gestión al frente de empresas quebradas.
Y este es el contexto del libro que el lector tiene en sus manos. Si bien nuestro objetivo
no es, únicamente, resaltar los defectos, sino poner en perspectiva los contextos y
proponer un urgente cambio de rumbo. Cambio de rumbo que no debiera basarse como
única solución en llevar a cabo políticas económicas restrictivas y ajustes excesivos que, al
final, sufren los que menos tienen. Esto solo llevará a un retroceso de muchos de los
derechos hasta ahora adquiridos. Con ello, el Estado de bienestar irá poco a poco
desapareciendo. ¿Y cuál es ese nuevo rumbo? Simplemente, estructuras políticas más
democráticas, clases políticas más honradas, más separación de poderes y una justicia
efectiva e independiente. Todo ello con el esfuerzo de trasladar a los mercados
globalizados los mismos mecanismos. Lo irán viendo en lo que sigue.
CAPÍTULO 1

El apetito inmobiliario

Regent Street es la calle más comercial de Londres, transcurre entre Picadilly Circus y Oxford Circus.
Son unos dos kilómetros de longitud con una pronunciada curva en el arranque con Picadilly. Recibe
cerca de ocho millones de turistas todos los años y sus tiendas emplean a unas 10.000 personas. Fue
la primera calle construida en la ciudad con carácter comercial. La diseñó el arquitecto John Nash y se
terminó en 1825. Conectaba la residencia del rey Jorge IV en Carlton House con Saint Jame’s y
Regent’s Park. Las fachadas de los edificios representan lo más característico de la arquitectura
londinense. Los precios del metro cuadrado son exorbitantes, de acuerdo con el valor de los edificios,
que se estimaba en unos 2.500 millones de euros en 2011. Y encima de los comercios, en los edificios,
aparecen lujosas oficinas y no menos exclusivos apartamentos. Los precios de los alquileres están por
las nubes, acordes con la exclusividad de la zona: por un local de unos dos mil metros cuadrados se
puede llegar a pagar por encima de los tres millones de euros mensuales.

The Crown Estate


Regent Street pertenece a The Crown Estate, una sociedad propiedad de la corona
británica. Es una de las mayores inmobiliarias del Reino Unido, con unos activos que
llegaban en 2011 a unos 9.000 millones de euros, superando los 300 millones de euros de
beneficios anuales. The Crown Estate tiene propiedades por toda Inglaterra, incluidos
bosques y tierras de labor. Cuenta también con el hipódromo de Ascot y el Parque
Windsor. No se puede decir que la corona inglesa tenga dificultades económicas: la revista
Forbes estimaba sus ingresos en 2010 alrededor de los 450 millones de dólares; aun así, el
Estado inglés le proporciona más de 50 millones de euros adicionales todos los años.
La gran cantidad de propiedades inmobiliarias de la corona inglesa proviene de siglos
atrás, cuando los nobles eran los dueños de la tierra y de sus numerosos castillos. Una
reminiscencia que arranca en la Edad Media e incluso en tiempos más lejanos aún. Era la
aristocracia de los propietarios, muy común en algunos países de Europa donde todavía se
conservan privilegios que vienen de épocas feudales. En el Reino Unido esto, en cierta
medida, no ha cambiado, ya que, actualmente, en un país con más de 60 millones de
habitantes, dos tercios de su suelo pertenecen a unas 190.000 familias. La democracia
moderna, por su lado, ha continuado un esquema parecido en todas partes, y existe lo que
se podría llamar aristocracia de la clase política. Dedicarse a la «cosa pública» y alcanzar
puestos relevantes allí suele, en muchos países democráticos, reportar pingües beneficios
económicos, independientemente del color del partido político al que se pertenezca.
A principios del siglo XIX, en la Inglaterra rural, únicamente los titulares de derechos de
propiedad podían votar en las elecciones. Por aquella época el 20% de los diputados del
Parlamento eran hijos de algún par inglés, y más del 70% de ellos se elegían por tan solo
180 señores feudales. Poco a poco, sin embargo, las reformas que se hicieron con el
transcurso del tiempo acabaron con las prerrogativas de los nobles. Así, a finales del siglo
XIX no era preciso ser propietario, bastaba con pagar 10 libras de alquiler al año para

poder votar. Lo que daba unos cinco millones y medio de electores, siendo hombres
adultos un 40% de los votantes. Esta norma quedó abolida en 1928 cuando se dio el
derecho de voto a todos los hombres y mujeres mayores de edad. Lo que no quería decir
que el derecho de propiedad fuera universal: en 1938 menos del 30% de las viviendas
tenían propietario. Una situación que fue, quizás, el origen del famoso proverbio inglés:
«Para un inglés su hogar es su castillo». Todos querían tener su casa en propiedad al igual
que los nobles. Lo mismo que ha sucedido en múltiples lugares: tener una vivienda propia
es signo de estatus social, y también de seguridad personal. Ser propietario asegura, de
alguna manera, el futuro propio y de los descendientes. Casi nadie en un país desarrollado
quiere vivir alquilado de por vida. Y este es el caldo de cultivo de la especulación
inmobiliaria y la financiera asociada a ella.
Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el fenómeno, sin embargo, se comportó
de manera distinta; quizás porque la Guerra Civil americana la perdieron los aristócratas y
los terratenientes. Es cierto que, antes de la Gran Depresión de 1929, a no ser que se fuera
granjero, o se tuvieran propiedades inmobiliarias, los créditos hipotecarios no eran
accesibles. De ahí que, menos del 40% de los americanos tuvieran una vivienda en
propiedad: lo normal eran los alquileres. Además, los préstamos hipotecarios eran de muy
corta duración, entre tres y cinco años; y no eran amortizables, es decir, se iban pagando
los intereses y se devolvía el capital al final del período.
La Gran Depresión, sin embargo, trajo un enorme drama también en el sector
inmobiliario. Entre 1932 y 1933 se produjeron medio millón de embargos, y a principios
de 1934 se contabilizaban ya más de mil diarios. Las caídas de los precios de las viviendas
fueron igualmente dramáticas. En ese período los precios se depreciaron más del 20%, y
por encima del 50% en las zonas rurales.
En 1933, Franklin Delano Roosevelt fue elegido trigésimo segundo presidente de
Estados Unidos. Ganó las elecciones a Herbert Hoover al hilo de la canción entonces de
moda: Happy Days Are Here Again, que popularizó Leo Reisman con su orquesta. Su
mandato se extendió hasta abril de 1945. Roosevelt fue un presidente carismático. Y su
mujer, Eleanor, no lo fue menos: gran defensora de los derechos civiles, llegó a ser la
representante de Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, y en esa función
presidió el Comité que elaboró y aprobó la Declaración Universal de los Derechos
Humanos en diciembre de 1948.
Cuando Roosevelt llegó al poder, los Estados Unidos estaban inmersos en lo más crudo
de la depresión económica. De ahí que, en los primeros cien días de gobierno, se lanzara
con entusiasmo a promover el programa del New Deal, tratando así de estimular la
economía con una serie de acciones dirigidas a crear empleo con contrataciones desde el
sector público. Adicionalmente, se introdujeron reformas en la regulación financiera y
otros sectores como el transporte.
El New Deal trajo consigo un nuevo programa social que atendía en sus objetivos a
«democratizar las propiedades». Un concepto revolucionario sin duda. Ya no solo los
ricos, sino las clases más desfavorecidas, podrían optar a una vivienda en propiedad. Se
trataba de terminar con las chabolas, que entonces como hoy en muchos lugares se
construían con cualquier cosa que sirviera para poner unas paredes y un techo. Fue el
signo de la incipiente clase media estadounidense, que al correr de los años se haría
universal: tener una vivienda en propiedad era el sueño de la mayoría de la gente.

Especulación inmobiliaria en Florida


Durante los años veinte, antes de la llegada de Roosevelt y su política del New Deal, se
produjo una enorme especulación financiera e inmobiliaria en Estados Unidos. El estado
de Florida representa en ese sentido el paradigma de la burbuja inmobiliaria, con un pico
en 1925. Muchos paralelismos se podrían hacer entre lo que pasó entonces en Florida y lo
que ha sucedido en algunos países occidentales en los últimos veinte años, donde Irlanda y
España son los casos más emblemáticos, sin dejar de lado la enorme especulación
inmobiliaria en Estados Unidos y otros lugares en este tiempo.
En Florida se crearon nuevas zonas habitables en la región de los Everglades, una zona
pantanosa entonces. En realidad, la prosperidad económica de los años veinte, después de
terminar la Primera Guerra Mundial, sentó las condiciones de esa burbuja inmobiliaria.
Parecía que el cambio de ciclo económico por venir hiciera buenas las palabras de Clement
Juglar, uno de los teóricos de esta disciplina:

«La única causa de la depresión es la prosperidad».

Una buena respuesta a los mensajes del presidente americano Coolidge, cuando en 1928
aseguraba en el Congreso que:

«Nunca hasta ahora el país ha tenido una situación tan satisfactoria: tranquilidad interior, y un
récord en los años de prosperidad».

Es la falta de oportunidad de esos políticos que viven alejados de la realidad. Algo


ciertamente común en todas las épocas.
Muchas parcelas en la zona interior de Miami se vendían por tres y cuatro veces su
valor. Incluso especuladores conocidos, como Charles Ponzi, inventaban lugares
edificables en zonas inhabitables. Cualquier terreno en cualquier lugar era susceptible de
ser recalificado como urbano. Lo mismo que hace tan solo unos pocos años en tantos
sitios.

«Durante 1925 —en palabras de John Kenneth Galbraith— el deseo de hacerse rico sin esfuerzo —
¡qué pensamiento tan actual!— llevó hasta Florida a un número de personas cada vez mayor. Se
parcelaban terrenos, y se sacaban playas donde no existían».

Son bastantes los que consideran el fenómeno especulador de Florida como la causa de
la Gran Depresión. No fue así realmente, pero tuvo mucho que ver. Aunque, a decir
verdad, no solo fueron los especuladores los que participaban activamente, también entró
en el juego la Reserva Federal americana ayudando a engordar la burbuja con su política
de altos tipos de interés, a lo que se unieron las masivas compras de valores en Wall Street
al hilo de inconsecuentes préstamos bancarios. Préstamos que se daban con enorme
facilidad: bastaba aportar un 10% de capital para obtener créditos por el 90% restante;
algo muy común también hace pocos años, tanto en Europa como en Estados Unidos.
Préstamos que se dedicaban a la especulación inmobiliaria y a la compra de acciones en
Wall Street, donde los valores subían como la espuma al igual que los activos
inmobiliarios. La historia como se puede ver, se repite.
Al dinero fácil se unieron, por un lado, la explosiva industria del automóvil que incitó a
un consumo sin medida y, por otro, las autorizaciones administrativas que permitían la
construcción de viviendas muy alejadas de los núcleos urbanos. Todo muy actual: la
confluencia entre los errores (y también corrupciones) del poder político en connivencia
con intereses económicos particulares que buscaban un enriquecimiento rápido y sin
esfuerzo.

La política del New Deal


La Gran Depresión se llevó por delante todo el espejismo de riqueza que se había
generado durante los años veinte. La pujante industria del automóvil de entonces, al igual
que sucedió en 2008, se encontró con una crisis inesperada. Las ventas bajaron de tal
manera que los despidos masivos no se hicieron esperar. En Detroit, cuna de esta
industria, no quedaban en 1933 ni la mitad de los obreros que se ocupaban en la
fabricación de automóviles cuatro años antes. La miseria se veía por todas partes y era
imposible encontrar trabajo. Empezaron las manifestaciones por todos los lugares de
Estados Unidos, con explosiones de rabia popular que a veces acabaron en tragedia, como
la sucedida en Detroit en marzo de 1932, que terminó con disparos de la policía y varios
obreros muertos en las calles. A los pocos días, decenas de miles salieron nuevamente a la
calle cantando La Internacional.
El primer Gobierno de Roosevelt trató de impulsar políticas sociales concentrándose en
proporcionar viviendas a aquellos que no disponían de bienes y vivían malamente en
chabolas. Era el antídoto contra una revolución socialista en ciernes. El Ministerio de
Obras Públicas fue el primero en reaccionar dedicando un 15% de su presupuesto a
viviendas baratas. En paralelo, se abrió un mercado hipotecario con condiciones muy
asumibles para facilitar el acceso al crédito. De ello se ocupó en primera instancia un
nuevo banco federal, la Home Owner’s Loan Corporation, que daba préstamos hipotecarios a
pagar en 15 años. Además, en 1932, se creó un Consejo Federal (el Federal Home Loan Bank
Board) para estimular que las cajas locales de empréstito (Savings & Loans) dieran
préstamos para la compra de viviendas. Estas cajas recibían depósitos de particulares que
eran prestados a los compradores de casas. Además, a fin de evitar que los impositores
perdieran su dinero en caso de quiebra, el Gobierno habilitó una garantía federal para tales
depósitos. La película de 1946, Qué bello es vivir, dirigida por Frank Capra, cuenta bien
cómo operaban las cajas locales de entonces.
Otra novedad de la Administración Roosevelt vino de la mano del Ministerio de la
Vivienda (la Federal Housing Administration) que, para estimular los préstamos en el largo
plazo (hasta veinte años), ofrecía garantías por el 80% del valor de la vivienda. Un hecho
que ayudó a la creación en 1938 de un mercado secundario de hipotecas. Su nombre es
bien conocido también en nuestros días: Fannie Mae, la Federal National Mortgage
Association. Una organización que emitía obligaciones hipotecarias, es decir, títulos de
renta fija que se utilizaban para la recompra de préstamos otorgados por las cajas locales.
De ahí nacieron tantos suburbios de tantas ciudades americanas.
En 1968 Fannie Mae se separó en dos entidades. Eran los tiempos del presidente
Lyndon B. Johnson, del movimiento hippie, del Ku Klux Klan y de la cuerra de Vietnam.
Pero también, un nuevo tiempo de la «lucha contra la pobreza» emprendida por este
presidente, que hacía el número cuarenta y cinco de la historia de Estados Unidos, y que
había sucedido a John Fitzgerald Kennedy, brutalmente asesinado en Dallas a finales de
1963. Por el impulso de Johnson se creó la Government National Mortgage Association, Ginnie
Mae, una entidad destinada a dar préstamos a las clases más pobres, entre las que se
encontraban antiguos combatientes de la guerra de Vietnam. En paralelo Fannie Mae se
transformó en una empresa privada con garantías del Estado. Además, dos años después,
en 1970, ya en época del presidente Nixon, se creó otra nueva entidad pública: Freddie
Mac, la Federal Home Loan Mortgage Corporation, que entraba a competir en el mercado
secundario de las hipotecas. Su primer objetivo: bajar los intereses de estas. Con tales
decisiones, la política del New Deal de facilitar casas a los pobres se mantenía con los años,
y el mercado secundario de hipotecas continuaba boyante con el paso del tiempo.

Las hipotecas se convierten en productos financieros


Los problemas actuales y la crisis financiera que aún persiste no empezaron con las
hipotecas subprime. Mucho antes, como hemos visto, el Gobierno americano había
promovido ya un mercado secundario de hipotecas para gentes con menos recursos
económicos que, además, ofrecía garantías sobre los préstamos en ciertas condiciones. En
concreto, se garantizaban hasta 40.000 dólares pagando una prima del 0,12%. En
contrapartida, las cajas locales podían hacer préstamos para la compra de viviendas
siempre que se encontraran en un radio de 25 kilómetros de su zona de influencia. Eso sí,
desde 1966, no podían remunerar sino un 0,25% por encima de los intereses ofrecidos por
la banca comercial. También podían invertir en otro tipo de productos, incluidos los
bonos basura. Una historia conocida en otros lugares, donde, con el paso del tiempo, las
instituciones financieras pensadas como instrumentos sociales entraron a especular en
productos financieros de alto riesgo. Inversiones especulativas que al final explotaban sin
remedio.
Como es casi recurrente, la fiebre inmobiliaria en Estados Unidos se desató de nuevo
hacia finales de los años setenta. Nadie se acordaba ya de las penurias pasadas en los años
treinta. Y de la misma forma que entonces, terrenos que se compraban por pocos millones
de dólares se vendían días después por decenas de millones. Estados como Texas
cambiaron su faz de manera abrupta y sin control. Hechos que, casi al mismo tiempo e
incluso antes, habían aparecido también en Europa. España, por ejemplo, llenó de
inmuebles zonas costeras de Levante y Andalucía al hilo de la especulación desbocada del
suelo en los años sesenta. Algo que volvió a repetirse en un ciclo absurdo cuarenta años
después. Además de España, en otros países como Irlanda e incluso los Emiratos, surgió el
mismo apetito inmobiliario, en el último caso con la construcción de rascacielos por
doquier. Dubai es un claro ejemplo.
A mitad de los años ochenta, cientos de cajas locales de Estados Unidos entraron en
bancarrota y cerraron. Miles de personas fueron perseguidas por diversos delitos
económicos, y el coste de la crisis inmobiliaria de entonces se llevó allí un 3% del PIB,
unos 150.000 millones de dólares de la época. Una crisis poco conocida pero, sin duda, la
mayor después de la Gran Depresión antes de que llegara la actual. Y es aquí donde
aparece por primera vez la malsana combinación entre los productos financieros y las
hipotecas.
Con la debacle de las cajas americanas, y la caída definitiva de la política del New Deal,
un banco de inversiones de Nueva York, Salomon Brothers, entró en acción a principios
de los años ochenta saliendo a comprar paquetes de hipotecas de aquellas cajas que
pretendían refinanciar sus préstamos para mejorar sus baremos de solvencia. El
mecanismo fue el anticipo de las conocidas hipotecas subprime. Se procedió a reagrupar un
número de títulos hipotecarios y aportarlos como garantía de nuevas hipotecas que se
soportaban con garantías del Estado. De esta manera, los créditos hipotecarios se
convertían en una suerte de obligaciones cuyos intereses se dividían en niveles de acuerdo
con los vencimientos y riesgos de las hipotecas originales. El primero de esos productos
veía la luz en 1983, y con ello nacía una nueva era: la ingeniería financiera basada en la
titulización de créditos. Además, desaparecía la cercanía entre inversores y emisores de
productos financieros, y los riesgos se hacían opacos detrás de intereses muy atractivos.
Unos créditos que, en este caso, siempre tenían los mayores ratings de las agencias de
calificación, pues seguían existiendo las garantías del Estado mediante sus conocidos
instrumentos: Fannie Mae, Ginnie Mae y Freddie Mac.
Entre 1980 y 2007 el volumen de dichos títulos pasó de los 200 millones de dólares a los
4 billones [1]. Y si en 1980 solo el 10% del mercado inmobiliario estaba titulizado, en 2007
llegaba al 60%. Titulización —conocida también como securitización—, un término que
encerraba tras de sí un arcano financiero incomprensible para muchos inversores que caían
en sus redes al hilo del pago de unos intereses muy atractivos. Una explosiva combinación
de codicia, avaricia y usura, al igual que ha ido sucediendo después con tantos otros
inventos financieros de sugerentes nombres como las ya hoy famosas preferentes.
De esta manera, se abría un inmenso campo para hacerse rico: promover la
construcción de viviendas y usar los préstamos hipotecarios como productos financieros
de altas remuneraciones, con respaldo de las garantías del Estado. Solo un dato: aquellas
personas que hubieran invertido en el mercado inmobiliario americano a finales de los
años ochenta, habrían triplicado el valor de la inversión veinte años después, descontado el
efecto de la inflación, con unos dividendos pagados en el período que habrían supuesto
más de siete veces esa inversión. Todo un negocio. Algo mucho más atractivo en
Inglaterra, donde el valor inmobiliario se había multiplicado por cuatro, y el valor de la
inversión en Bolsa de los productos financieros se multiplicaba casi por diez.

La caída de Fannie Mae y Freddie Mac


Según se dice, el hombre es el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra, y la
piedra en este caso fue el movimiento cíclico del sector inmobiliario y de la economía. En
diciembre de 2005, nuevamente en Detroit, el valor de las viviendas había caído el 10%.
Algo estaba sucediendo. Es verdad que en los diez años anteriores el precio de los
apartamentos había aumentado un 50%, eso sí, mucho menos que el valor medio que, en
Estados Unidos, lo había hecho un 180%. Situación muy trasladable a otros lugares de
Europa.
¿Qué había sucedido? Lo mismo que antes del crac del 29: la locura inmobiliaria había
dado lugar a una nueva fiebre de construcción, y en paralelo, préstamos hipotecarios por
doquier. Sin olvidar que en ese tiempo la sofisticación de productos financieros nada tenía
que ver con lo que existía antes de los años ochenta. Ingeniería financiera que se había ido
sofisticando aún más como iremos viendo a lo largo de estas páginas, especialmente con la
venida del presente siglo.
Al inicio del siglo XXI, ya no se trataba únicamente de préstamos hipotecarios
garantizados por las agencias estatales: habían surgido otro tipo de préstamos, por
ejemplo, las hipotecas jumbo. Préstamos demasiado arriesgados como para ser garantizados
por las agencias Fannie Mae o Freddie Mac. Riesgos que, en sí mismos, eran lo que les
aportaba el atractivo financiero de grandes ganancias, ya que los jumbo requerían el pago de
altos intereses a aquellos que los solicitaban; gente que, evidentemente, tenían más
dificultades económicas para salir adelante. Nuevamente codicia y usura en perfecta
combinación: unos queriendo obtener el máximo interés por sus inversiones, otros
siguiéndoles el juego haciendo opacos los riesgos, y detrás los solicitantes de las hipotecas
pagando enormes intereses por ellas. Y todo con una cierta protección del Estado
americano, que incluso en tiempos de George Bush hijo, en 2008, aumentó los límites de
este tipo de hipotecas mediante una ley, la Housing and Economic Recovery Act de 2008 que,
como consecuencia, alimentó aún más la especulación.
Los préstamos jumbo se indexaban a los intereses variables de los créditos hipotecarios a
corto plazo y, además, no eran amortizables: se trataba de préstamos in fine, en los que se
pagaba el capital después de haber abonado los intereses. Estos préstamos, podían tener,
por ejemplo, intereses cercanos al 10% durante los dos primeros años, a los que se les
podía sumar otros nueve puntos adicionales sobre el interés del interbancario. Todo un
ejercicio de avaricia unido al enorme riesgo de impago, ya que los solicitantes de estos
créditos eran muy vulnerables económicamente. Y es aquí donde surge el mundo de las
hipotecas subprime. Un ejemplo evidente de un malsano juego del Monopoly llevado a la vida
real.
Fannie Mae y Freddie Mac por su parte establecían los términos según los cuales una
hipoteca cumplía los criterios de garantías estatales. En 2006, por ejemplo, el límite para
entrar en este baremo eran 417.000 dólares. Así, si la vivienda a comprar tenía una
valoración de, digamos, 500.000 dólares, la manera de escapar de la limitación era dividir el
préstamo en dos, dejando los 83.000 dólares que no entraban en el esquema (diferencia de
los 500.000 y los 417.000 dólares) como una hipoteca jumbo, o en este caso, superjumbo,
dado que la vivienda en cuestión era, obviamente, de lujo. De ahí el nombre de hipotecas
subprime: aquellas que no entraban en las garantías de Freddie Mac o de Fannie Mae.
Hipotecas que, a su vez, habían sido titulizadas según lo explicado anteriormente; es decir,
empaquetadas en productos financieros de alta rentabilidad y, por supuesto, alto riesgo,
unidos a la característica de sortear los criterios de Fannie Mae y Freddie Mac en una
suerte de connivencia entre especuladores y reguladores.
Con estos criterios, entre 2002 y 2007, gracias a las hipotecas subprime, el número de
tenedores de hipotecas en Estados Unidos había aumentado en más de tres millones de
personas, casi todas con pocas posibilidades económicas de atender los pagos en el largo
plazo. La democracia de los propietarios había llegado al culmen de lo posible. Y detrás, el
poder político. George Bush, como si quisiera estimular la especulación, aseguraba en
2002:

«Queremos que todos los americanos tengan sus casas en propiedad».

Para lo cual, en 2003, había promulgado otra ley: la American Dream Downpayment Act,
que facilitaba la adquisición de vivienda a los más pobres, siempre con las agencias Freddie
y Fannie dando cobertura al mercado de las hipotecas subprime. Todo un desatino.
A principios de 2007, el Centre for Responsible Lending, una organización americana sin
ánimo de lucro, que persigue educar al público sobre los peligros de instrumentos
financieros de alto riesgo, avisaba que más de tres millones de hipotecas no serían
atendidas por sus prestatarios. Y en 2008 se hablaba del 11% de todas las hipotecas
subprime, con más de nueve millones de hogares que no podían responder normalmente a
los pagos. Y detrás de todo ello los productos financieros opacos, especialmente los CDO
(Collateralized Debt Obligations). Unas obligaciones de deuda garantizadas que, en un
volumen de unos 250.000 millones de dólares, habían sido comercializadas en 2006 con
hipotecas subprime escondidas en su interior. Unos productos financieros estructurados de
los que hablaremos en próximas páginas. Baste decir ahora que son unos mecanismos
financieros que pagan a los inversores unos dividendos de acuerdo con los beneficios que
consiguen de un conjunto de bonos o de otros activos. Los inversores se acogen a
diferentes niveles de riesgo, con la circunstancia de que si hay pérdidas, aquellos que han
asumido los menores riesgos son los que las sufrirán en primer lugar.
En este estado de cosas, a principios de septiembre de 2008, el director de la Agencia
Inmobiliaria Federal (Federal Housing Finance Agency), James Lockhart, expresaba su
decisión de poner a Fannie Mae y Freddie Mac bajo control directo del Estado, es decir
nacionalizarlas. Una decisión que públicamente apoyaron el mismo día los responsables de
la política económica americana, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, y Henry
Paulson, secretario del Tesoro. Ambas empresas estaban inmersas en el negocio de las
subprime: en 2008 tenían en sus balances el 80% de todas las nuevas hipotecas que se habían
otorgado en los últimos años en Estados Unidos. Se habían metido en el negocio de la
compra de hipotecas a los prestamistas originales para después titulizarlas y revenderlas a
otros inversores. En junio de 2008 eran propietarias de 1,5 billones de dólares de hipotecas
(aproximadamente, vez y media el PIB español). La caída del mercado inmobiliario y la
crisis financiera habían hecho el resto: las agencias estatales estaban en quiebra. En
diciembre de 2008, los números eran descomunales: Fannie y Freddie tenían más de cinco
billones de dólares en hipotecas, a lo que había que añadir otros dos billones al menos en
productos titulizados, de ahí que la Administración Obama resolviera intervenir para evitar
un colapso financiero de enormes proporciones. Varios millones de personas perdieron
sus viviendas, y como consecuencia la clase media americana sufrió un enorme embate del
que tardará años en reponerse. El Estado americano tuvo que acudir con 800.000 millones
de dólares para tratar de salvar a las dos empresas.

Explota la burbuja inmobiliaria


¿Qué había sucedido? ¿Qué eran realmente los títulos respaldados por hipotecas? La
respuesta es simple: a la especulación tradicional del negocio inmobiliario, es decir, a la
especulación con el suelo y las viviendas, se había unido la especulación financiera. El
simple mecanismo de pedir un préstamo hipotecario para adquirir una vivienda se había
transformado con los años en un atractivo sector de instrumentos financieros de alto
riesgo: los títulos respaldados por hipotecas (Mortgage-Backed Securities, en inglés). Como
siempre correrían con las pérdidas los menos avisados. El mecanismo fue la titulización
arriba aludida: trocear las hipotecas y empaquetarlas en títulos de inversión que se vendían
por separado de acuerdo con los diferentes apetitos de riesgo de los posibles inversores.
Un mecanismo similar al de los hedge funds que trataremos páginas más adelante y que, por
otra parte, entraron también a jugar con entusiasmo en este lucrativo negocio.
Además, estos títulos respaldados por hipotecas se emitían en ocasiones desde
sociedades residentes en paraísos fiscales, lo que aumentaba las ganancias. Un proceso que
ofrecía enormes beneficios a los que comerciaban con ellas. Por un lado, los que
otorgaban las hipotecas recibían comisiones sin exponerse a ningún tipo de riesgo, ya que
las revendían a otros inversores que las empaquetaban de la manera más atractiva. Y, por
otro, los bancos o las agencias de inversión que las empaquetaban y las emitían como
atractivos productos financieros de alta rentabilidad que, aparte de limitar el riesgo con la
diversificación, obtenían jugosos beneficios de los inversores finales, sobre todo en un
mercado donde existía el respaldo del Estado por medio de las agencias estatales Fannie
Mae y Freddie Mac tal como se ha indicado. Todo un negocio, para algunos. Negocio en el
que entraron con alegría los más importantes bancos de Wall Street: Lehman Brothers, J.
P. Morgan, Goldman Sachs, Bank of America y Bear Stearns, así como grandes
prestamistas que jugaban con las hipotecas de alto riesgo: Indymac o Countrywide, por
ejemplo. Un mercado financiero opaco que estalló al comprobarse que la crisis había roto
el circuito: las hipotecas originales dejaban de pagarse por los adjudicatarios y, en
consecuencia, todo el entramado se caía por los suelos. De esta manera, el FMI (Fondo
Monetario Internacional) estimaba que, a mediados de 2009, las pérdidas producidas por la
dispersión de este tipo de productos financieros tóxicos habría producido pérdidas por
todo el mundo por valor de unos cuatro billones de dólares, casi cuatro veces el PIB
español.
Europa, Japón e incluso China sentían el impacto. Baste el ejemplo del Royal Bank of
Scotland que anunciaba, en agosto de 2008, unas pérdidas por valor de 1.300 millones de
dólares, pues había tenido que hacer frente a un deterioro del valor de sus inversiones en
títulos subprime de casi 11.500 millones de dólares. Barclays, casi al mismo tiempo, hablaba
de 5.400 millones de pérdidas. Una situación que colapsaría el sistema financiero global y
cerraría el negocio interbancario, vital en países como España o Irlanda, así como la
propia Inglaterra, que sufrirían para encontrar financiación fuera de sus fronteras.
El colapso del mercado inmobiliario traía así una cascada de problemas a todo el
sistema financiero: los productos de inversión perdían rápidamente su valor, los bancos y
las agencias tenedoras de tales productos entraban en muchos casos en bancarrota, otras
entidades financieras quedaban sin capacidad de financiarse y se hundía el mercado de
crédito. Ya nadie se fiaba de nadie, y los que todavía podían dar préstamos cerraban la
puerta, lo que afectaba a todo el sistema, incluidos los países que necesitaban financiarse
para seguir funcionando. Únicamente los especuladores hacían su agosto.
De esta manera, la burbuja inmobiliaria y los productos financieros tóxicos que iban de
su mano destrozaban el sistema financiero mundial y, en algunos países, demasiado
expuestos a este sector, se llevaba sus economías por delante. Este ha sido el caso
especialmente de España o Irlanda; países que sin estar excesivamente expuestos a los
productos financieros tóxicos relacionados con las hipotecas subprime, dejaron crecer sin
ningún rigor su sector inmobiliario que, al cortarse el flujo de la financiación, acabó por
destrozar todo el sistema.
España, a inicios de 2011, tenía casi un billón y medio de euros de deudas provenientes
del ladrillo que estaban atrapados en su sistema bancario: casi el 50% del total del balance
de cajas y bancos. Cifra que se distribuía, más o menos, de la siguiente forma: un 40% en
deudas de promotores inmobiliarios, 45% en préstamos hipotecarios a familias y empresas,
y el resto, un 15%, a empresas constructoras. Entre 1996 y 2006 el sector inmobiliario en
España duplicaba su peso respecto del PIB, pasando del 5% al 10%, siendo el período
2003-2006 el más intenso en construcción de casas: 650.000 viviendas construidas en 2003
y unas 900.000 en 2006. Todo ello bajo el manto de una financiación barata y muy
accesible, y unos criterios de recalificación de suelo muy permisibles, al hilo, muchas veces,
de la corrupción política. Una circunstancia que puso de relieve las carencias del sistema
económico español de forma abrupta y que ha obligado a los enormes ajustes ya
conocidos.
De manera similar, Irlanda se embarcó en la enfermedad de la construcción. O por
decirlo en palabras Morgan Kelly, profesor de economía del University College de Dublín,
primero en levantar la voz para alertar de lo que se avecinaba:

«La causa primera del boom y la caída de Irlanda desde el año 2000 es bien conocida: la
construcción».

Irlanda pasó de dedicar el 5% de su PIB a la construcción de viviendas en los años


noventa, al 15% en el pico de la «burbuja», es decir durante el período 2006-2007.
Lógicamente, la actividad del sector de la construcción trajo en aquellas tierras un enorme
aumento del empleo y de la inmigración, lo que dejó olvidados otros sectores, a la vez que
los importantes ingresos derivados de los impuestos de la construcción desbocaban el
gasto público. Todo bajo un esquema de enorme endeudamiento privado, y también
público. La foto exacta de lo sucedido en España.
¿Y por qué este aumento sin control en un sector de tan poco valor añadido?
Simplemente, por la existencia de créditos bancarios casi universales con tipos de interés
muy bajos, unidos a una relajación política desmedida en la concesión de licencias para
construir cualquier cosa en cualquier lugar. Y en la trastienda, el apetito de todos por
tener una casa en propiedad y, en muchos casos, una segunda para disfrutar las vacaciones
en zonas costeras o para especular con ella. Lo que fue un perfecto caldo de cultivo para la
aparición de unos sofisticados productos financieros opacos que, al hilo del apetito
inmobiliario, enfermaron todo el sistema, incluida la debilidad estructural económica y
política de la moneda única europea, el euro. La conclusión de todo ello fue que
economías como la española o la irlandesa quedaron destrozadas, el entramado financiero
de estos países en grave crisis, surgieron enormes deudas públicas y la necesidad de ajustar
gastos e ingresos en unos momentos de serias dificultades económicas a nivel global. Todo
un drama de dolorosa salida donde la codicia tuvo un importante papel. Quizás el más
relevante.
CAPÍTULO 2

Los mercados financieros

En octubre de 1760 Jorge III fue nombrado rey de Gran Bretaña e Irlanda. Le sucedió su hijo
Guillermo IV en septiembre de 1831. Estas fechas constituyen el período de la primera Revolución
Industrial en Inglaterra. Se iniciaba un nuevo tiempo de fuertes cambios sociales y económicos: la
población creció enormemente, nació una importante actividad industrial, se inventaron máquinas,
aparecieron nuevas fuentes de energía, se abrieron nuevos mercados, y el comercio conoció una
expansión sin precedentes. Fue un época en la que surgieron decenas de emprendedores que, con sus
inventos, dieron origen a un capitalismo empresarial antes desconocido. También fue el tiempo en que
el papel moneda tomó el valor del oro y nació el sistema bancario moderno. Se desarrolló el mercado de
capitales que ya no se destinaban al ahorro, sino que los terratenientes invertían en nuevas empresas y
nuevos procesos fabriles. En 1793 el Reino Unido tenía unos 400 bancos provinciales, y hacia 1815
llegaban casi a los 1.000. El sistema bancario ayudó a la movilización de capitales que se transferían
de las regiones agrícolas de poca demanda y mayor ahorro a las industriales, que estaban hambrientas
de capital.

El capitalismo de Adam Smith


Adam Smith nace en 1723 y muere en 1790. Tenía 34 años cuando llega al poder Jorge III.
En marzo de 1776 (año de la Declaración de Independencia de Estados Unidos) publica
La riqueza de las naciones, una obra de gran impacto aunque, quizás, menos representativa
de sus ideas que La teoría de los sentimientos morales publicada 17 años antes. En este libro
aseguraba que la mejor política económica no es la que impulsan los Gobiernos, sino la
que se deduce de la acción responsable de los individuos. Ideas que provenían
seguramente de la admiración intelectual que siempre tuvo hacia su profesor de filosofía
moral, el estoico Francis Hutcheson, que era partidario del principio de racionalidad, según el
cual las personas actúan racionalmente; es decir, su comportamiento se orienta a poner en
práctica aquello que facilita el logro de sus objetivos. O dicho de otra manera, el ser
humano no es estúpido y, por tanto, trata de buscar lo mejor para él. Aunque, como
demuestra la historia, esto no siempre es cierto.
Con La riqueza de las naciones se rompe con tres siglos de capitalismo mercantil, 300 años
de gran actividad comercial en la que se vendían todo tipo de cosas: tejidos, productos
agrícolas, especias, artículos de piel, hilados, metales, etc., que se transportaban por barcos
o caravanas de un lugar a otro del mundo. Se abrían mercados de oriente a occidente, y
algunas ciudades como Venecia, Florencia, Amberes, Londres, Ámsterdam o Brujas, se
caracterizaban por tener comunidades mercantiles donde los grandes mercaderes tenían un
peso determinante en el gobierno del Estado. En esta época, conceptos como salario o
precio justo no eran más que palabras sin sentido, y la competencia era inaceptable para
los comerciantes. Por ello, con su influencia, los mercaderes forzaban a los gobernantes a
aprobar normas dirigidas a mantener sus monopolios de precios y productos.
Esto es lo que ve con claridad Adam Smith: la importancia del sistema económico en la
vida de las personas, no solo de los grupos dominantes. De donde deduce que habría que
establecer unos mecanismos razonables para fijar salarios y precios, y lo mismo con los
beneficios. El Estado, por su parte, debía concentrar su acción en promover el progreso
económico y llevar la prosperidad a la gente. Y en este nuevo escenario, los mercaderes
dejaban de ser las piezas esenciales del entramado económico, tomando este papel las
personas involucradas en la industrialización; un proceso que nacía de los ingenios y
máquinas debidos a la creatividad de los individuos. Y por eso las personas eran las que
tenían que estar en la cúspide del sistema económico.
Con este nuevo papel de los individuos en la economía, aparecía una nueva forma de
entender el capitalismo: la búsqueda del enriquecimiento individual, que se sustenta, de
acuerdo con Adam Smith, en tres principios. Primero, el hombre tiene un impulso natural
hacia la riqueza. Segundo, el universo está ordenado de tal manera que en conjunto todo
tiende al bien social. Y tercero, lo mejor es dejar que los procesos económicos sigan su
propio curso. En definitiva, una forma de pensar muy imbuida del signo de aquellos
tiempos, donde imperaba la tradición newtoniana basada en la filosofía natural, el
calvinismo y el estoicismo. Por lo que favorecer una libertad individual sin cortapisas de
ningún tipo tenía que conducir, según estas ideas, a la libertad de mercado. En un
contexto donde el Estado debía reducir sus gastos y cargar con menores impuestos a los
ciudadanos, pues estos eran al final el motor de generación de riqueza. Riqueza que, según
este pensamiento, con el potencial que ofrece la naturaleza, podía mantenerse siempre
creciente. Lo que llevaba a concluir a Adam Smith que un capitalismo de corte liberal era
el modelo perfecto para lograr el bienestar de toda la población.
Han pasado ya más de 200 años y, con sus carencias, el sistema económico capitalista en
sus diferentes vertientes ha demostrado que es capaz de proporcionar mejores condiciones
de vida que cualquier otra opción. Sin embargo, un capitalismo sin reglas al estilo de
Adam Smith, donde «dejar hacer» sea la mejor opción, no es la forma ideal para
redistribuir la riqueza, ya que existen una gran cantidad de necesidades humanas que
escapan de las posibilidades que ofrecen los mercados por sí mismos, pues no todo es
susceptible de compraventa. Sin olvidar, además, que aquellos que no tienen recursos
suficientes necesitan asistencia al margen del funcionamiento de los mercados, y que la
tendencia natural del hombre le aproxima más a la codicia que a la generosidad. Por tanto,
el capitalismo, como sistema económico que permite la acción económica individual en un
mercado de libre oferta y demanda, siempre precisará un «regulador» que, con mayor
justicia, equilibre los desajustes y los ordene al bien común. Lo que tiene que ir más allá de
las ideas de Adam Smith, cuando aseguraba en La riqueza de las naciones que:

«…al igual que cada individuo se esfuerza en emplear su capital en apoyo de su propia industria y,
en consecuencia, la dirige hacia la obtención de las mayores ganancias, así se consigue que cada
actividad individual rinda el mayor valor a la sociedad. A la vez que cada persona trata con su
esfuerzo de lograr su propio beneficio, …en esto, como en otros muchos casos, se ve dirigida por una
mano invisible que la lleva a conseguir un bien que no formaba parte de su intención primera».

Ya se comprende por propia experiencia que las solas fuerzas del mercado y los
intereses individuales no están dirigidos por una mano invisible que los orienta al bien
común. Más bien al contrario: la experiencia demuestra que parece existir una fuerza en la
naturaleza que mueve las acciones humanas hacia la avaricia, la autosuficiencia, el
engreimiento y otros muchos defectos. Y aunque en un mercado libre el juego de costes y
beneficios, bajo ciertas condiciones, tienda a equilibrarse, no se puede decir que de forma
natural se consiga una situación en la que todos salgan beneficiados; pues, sin acudir a
principios de orden moral siempre necesarios, surgen «externalidades» económicas, es
decir, imperfecciones del mercado. Irregularidades que no fueron contempladas por Adam
Smith y que necesitan de una acción externa para ser corregidas. Piénsese, por ejemplo, en
una fábrica cuya actividad económica reporte pingües beneficios pero que polucione
seriamente el medioambiente. Esta «externalidad negativa» necesitaría ser enmendada fuera
del mercado, ya que este, por sí mismo, no sería capaz de hacerlo.
Lo mismo ocurre con los mercados financieros, que han demostrado con frecuencia
generar externalidades negativas adelantándose a las acciones de los reguladores, incapaces
de evitar serios daños sobre el sistema económico en su conjunto. Daños que llevan a
considerar que el regulador, como se ha demostrado tantas veces, no es siempre eficiente;
ya sea porque esconde intereses particularistas que van en contra del bien común, o
porque es ineficaz en sus actos y estimula lo que quería prevenir.

La financiación del ferrocarril al Oeste


La Revolución Industrial se acompañó, como se ha dicho, de la creación de nuevos bancos
que movían sus inversiones hacia proyectos industriales. Así, fueron apareciendo nuevas
factorías y nuevas infraestructuras que eran financiadas por inversores privados. Un buen
ejemplo de estos desarrollos fue la construcción de los ferrocarriles norteamericanos en el
siglo XIX. Con ellos surgieron innovadores mecanismos de financiación, hoy todavía
vigentes.
Durante la segunda mitad del siglo XIX se construyeron decenas de miles de kilómetros
de vías férreas en Europa y Estados Unidos. Este esfuerzo de ingeniería requirió
importantes inversiones. Para abordar su construcción, se crearon a ambos lados del
Atlántico nuevas empresas. Con un objetivo inicial: unir prósperas ciudades para
incrementar el comercio entre ellas. Así nació en 1828 el primer ferrocarril americano que
conectaba Baltimore con Ohio. Su objetivo: instalar una vía férrea a través de las
montañas para evitar la competencia del proyectado canal de Erie que pretendía conectar
los Grandes Lagos con el océano Atlántico.
Entre 1830 y 1860 estaba en marcha en Estados Unidos la construcción de casi 50.000
kilómetros de vías que precisaban una inversión de unos mil millones de dólares de la
época. A lo que había que añadir, aparte de las máquinas y vagones, los terrenos
adyacentes, las estaciones, y toda la infraestructura adicional que completaba la red
ferroviaria. Un enorme esfuerzo económico y técnico en el que entraban también el
Estado Federal por un lado, y las ciudades y las comunidades locales, por otro.
Por impulso del Gobierno del presidente Millard Fillmore, el Congreso de Estados
Unidos autorizó en 1850 una controvertida concesión de un millón y medio de hectáreas
entre los estados de Illinois, Mississippi y Alabama para la favorecer la financiación de un
corredor ferroviario entre varias ciudades. La concesión incluía los derechos sobre un
corredor de tierra de 60 metros de ancho, así como grandes parcelas salteadas a lo largo
del recorrido. Las concesiones permitieron constituir hipotecas con los terrenos como
garantía; lo que fue, al final, el activo principal para atraer financiación para la compañía
promotora, Illinois Central, así como hacia otras empresas que construían otros tramos de
vía. En los siete años posteriores, este tipo de concesiones se generalizaron a otros estados,
llegándose a totalizar un paquete concesional de unos siete millones de hectáreas.
El apetito por atraer capital no se redujo únicamente a hipotecar terrenos de origen
público. Eran precisas nuevas aportaciones que iban más allá de las ayudas estatales; ya que
para construir una línea de tamaño pequeño se precisaban como mínimo diez millones de
dólares de capital, sin contar los gastos de operación. Enorme cifra en aquellos tiempos.
De ahí nacieron las emisiones de bonos como un instrumento ideal para financiar todo
este despliegue. Un mercado financiero —los bonos ferroviarios— que solo en 1859
superaba la cifra de mil millones de dólares y que, en la tercera parte del siglo, se había
internacionalizado de tal manera que los inversores extranjeros acumulaban más del 25%
de los bonos emitidos en Estados Unidos. Mercado en el que entraron nuevas firmas
como Lehman Brothers. Un banco que, originalmente, desde su establecimiento en 1850,
había dirigido su negocio a la intermediación en el mercado de algodón.
Los bonos ferroviarios se constituían según títulos emitidos a nombre del comprador,
eran negociables, y el emisor se comprometía a devolver su importe más un interés (un
cupón) que se abonaba periódicamente. Los bonos se ofrecían según varias modalidades:
bonos simples (plain vanilla bonds) que caducaban en una fecha determinada y pagaban un
interés fijo; bonos respaldados por hipotecas (mortgage bonds) que, en caso de quiebra o
impago, permitían reclamar a su tenedor la parte alícuota del activo inmobiliario
correspondiente; bonos garantizados por acciones (collateral trust bonds) que daban la opción
de reclamar acciones de la compañía si no eran atendidos; o bonos de ingreso (revenue
bonds) que pagaban un cupón fijado por contrato.
En los años setenta del siglo XIX, atraídos por el olor de las ganancias, entraron en el
mercado los brokers de Wall Street, que además de ofrecer bonos, vendían posiciones
cortas o largas de las compañías ferroviarias cotizadas, así como nuevos esquemas
financieros conocidos como puts y calls. Con las posiciones cortas el broker, que conocía por
algún conducto que las acciones de la empresa iban a depreciarse, «pedía» prestadas un
número de ellas a algún tenedor al que pagaba un interés durante el tiempo que duraba el
préstamo, normalmente días. Una vez conseguidas, las vendía inmediatamente, y al
término del plazo pactado con el prestamista compraba nuevas acciones ya depreciadas
que devolvía al propietario original, quedándose con las ganancias de la diferencia entre la
venta y la compra menos el coste del préstamo, siempre bajo en comparación con las
ganancias. Obviamente, si las acciones no bajaban de precio, sufría la pérdida
correspondiente, de ahí la importancia de tener información privilegiada sobre lo que
podía suceder. Con las posiciones largas se jugaba al revés, es decir, conociendo por
información de «buena fuente» que el precio aumentaría, se compraban acciones que se
vendían una vez que se habían revalorizado. Unos mecanismos, especialmente las
operaciones a corto, muy extendidos en la actualidad, donde brokers expertos pueden
manipular el valor de las acciones obteniendo grandes ganancias. De ahí que algunos
Gobiernos hayan decidido prohibir este tipo de operaciones especulativas, sobre todo con
las emisiones de bonos soberanos.
Los put y calls eran, al igual que hoy, opciones de venta o de compra, respectivamente.
Instrumentos financieros soportados contractualmente, según los cuales el comprador
tenía la opción —pero no la obligación— de ejercitar la compra o la venta de un activo
(acciones, bonos, etc.) en un momento dado. Al igual que hoy, por las opciones se pagaba
un precio que era válido hasta la fecha pactada. En realidad, una opción es un contrato a
futuro que puede cancelarse antes de que llegue la fecha de su vencimiento, siempre que
una de las partes así lo decida. El firmante que tiene este privilegio es el comprador de la
opción.
Estos nuevos mercados financieros trajeron toda una generación de especuladores que,
años después, en la época de la Gran Depresión, pasaron a llamarse los Robber Barons
(barones ladrones). Entre ellos estaban, por ejemplo, J. P. Morgan o John D. Rockefeller, y
otros como Daniel Drew, Jay Gould o Jim Fisk. Estos últimos conocidos como los
Mefistófeles de Wall Street. Financieros que no solo operaban en los mercados relacionados
con el ferrocarril, sino también con petróleo, actividades inmobiliarias, materias primas,
acero, etc. Había surgido un nuevo mundo lleno de bonos, opciones, etc., que con el paso
del tiempo se sofisticaría cada vez más.
En 1857 sobrevino una crisis económica conocida como el pánico de 1857. Fue la primera
crisis internacional ocasionada por la internacionalización de las actividades financieras de
aquel tiempo. La industria del ferrocarril quedó seriamente dañada; cientos de trabajadores
perdieron su trabajo y miles de inversores sufrieron enormes pérdidas. En el horizonte se
vislumbraba ya la guerra civil americana que comenzaría en 1861. La crisis, aunque no
duró excesivamente, mantuvo las penalidades del pueblo norteamericano hasta el final de
la guerra cuatro años después. El camino estaba ya sembrado, además, de peligrosos
instrumentos financieros.

Las agencias de rating


Las empresas norteamericanas de ferrocarriles fueron, quizás, las primeras grandes
corporaciones industriales de la historia. Se trataba de organizaciones con múltiples
divisiones y filiales que extendían sus operaciones dentro y fuera de Estados Unidos; con
actividades industriales dentro de la vasta geografía del país, y actividades financieras
expandidas internacionalmente. Se empleaban además cientos de trabajadores que se
organizaban según una compleja estructura similar a la de muchas grandes empresas de
hoy en día.
Debido a la importancia de esta nueva actividad económica, el elevado número de
inversores y la cantidad de empresas dedicadas a esta actividad, apareció hacia 1832 The
American Railroad Journal; una publicación que informaba sobre lo que sucedía en este
importante sector industrial. En 1849 Henry Varnum Poor compró los derechos de la
publicación, convirtiéndose en su editor durante los 13 años siguientes. Desde el inicio,
Henry Poor se ocupó de publicar otros detalles sobre las empresas: sus dueños, sus
activos, sus ingresos, sus beneficios, y tantas otras informaciones de interés para los
inversores. Después de la guerra civil, en 1868, juntamente con su hijo William creó H.V.
& H.W. Poor Co. Juntos cambiaron el objetivo del negocio y comenzaron a publicar el
Manual of the Railroads of the United States
, un anuario que incorporaba datos económicos
estadísticos de varios años sobre las más relevantes empresas ferroviarias norteamericanas.
Durante mucho tiempo este manual fue la información más autorizada sobre el sector.
Hacia 1916, después del fallecimiento de su fundador, la compañía entró a valorar los
bonos emitidos por empresas de otras industrias, convirtiéndose así en una agencia de
calificación. Posteriormente, en 1941, Poor & Co. se fusionó con otra agencia, Standard
Statistics, creando la hoy conocida Standard & Poor’s (S & P) que, en 1966, fue adquirida
al 100% por el gigante editorial McGraw-Hill.
El caso de John Moody, creador de la agencia de calificación Moody’s, es similar, si bien
desde el inicio se orientó a la valoración de bonos. Se trataba así de la primera agencia de
calificación propiamente dicha. En 1900, desde la recién creada John Moody’s &
Company, Moody lanzó al mercado el Moody’s Manual of Industrial and Miscellaneous Securities,
un documento de referencia en el sector financiero.
Con el paso de los años y la multiplicación de productos financieros, las agencias de
calificación alcanzaron un papel internacional muy relevante, ya que los inversores
institucionales o privados se fijaban en sus comentarios para canalizar sus inversiones.
Tanto es así, que el reconocido escritor Thomas Friedman aseguraba en un artículo
publicado en 1995 en el New York Times bajo el título Foreign Affairs; Don’t Mess with
Moody’s:

«De hecho, cualquiera puede decir que vivimos nuevamente en un mundo con dos superpotencias. Los
Estados Unidos pueden destrozar un país con bombas; Moody’s lo puede destrozar rebajando la
calificación de sus bonos».

Son muchos los que se preguntan sobre la independencia de estas empresas, y si sus
valoraciones no estarán en el fondo movidas por intereses particulares. Máxime cuando las
dos grandes agencias Moody’s y Standard & Poor’s tienen, a día de hoy, nada menos que
nueve accionistas comunes, que ostentan el 53% del capital de la primera y el 38% de la
segunda; siendo estos últimos, además, propietarios del 37,96% del consorcio de empresas
que constituyen McGraw-Hill, dueño a su vez al cien por cien de Standard & Poor’s,
como se ha dicho.
Moody’s, por su parte, tiene también otros singulares accionistas como son Warren
Buffet y la Fundación Gates, dueños del 12,13% de la empresa a través de una sociedad
conjunta, Berkshire Hathaway, Inc. Otro singular accionista de Moody’s es el Morgan
Stanley Bank, que tiene el 3,5% de su capital.
Se trata de cruces de participaciones accionariales que, con suficiente razón, sustentan la
duda sobre la objetividad de algunos de sus informes. Sobre todo por la circunstancia de
que los accionistas cruzados son, a su vez, grandes multinacionales de servicios
financieros, entre las que se encuentran: Capital Group Companies, que gestiona activos
por más de un billón de dólares; Vanguard Group, que tiene 1,7 billones en activos; State
Street Corporation, que es una importante sociedad de gestión de inversiones; o Fidelity
Investments, uno de los mayores fondos mutuos del mundo. Fondos mutuos que, a
diferencia del ahorro tradicional, invierten los depósitos de sus clientes sin garantizar una
ganancia determinada, ya que los clientes asumen el riesgo de las inversiones. El resto de
los accionistas comunes de Moody’s y Standard & Poor’s son: Northern Trust
Corporation; T. Rowe Price Associates; Black Rock, Inc.; Bank of New York y
Massatchussets Financial Services.
Además de las dos agencias antes mencionadas hay que añadir a Fitch Ratings,
participada al 50% por la sociedad de servicios financieros francesa Fimalac, S.A., y por
Hearst Corporation, uno de los mayores grupos editoriales americanos, propietario de la
imponente Hearst Tower, de 182 metros de altura, situada en Manhattan, en Nueva York.
Un oligopolio de facto, ya que entre Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch controlan el 95%
del mercado. Un mercado cerrado para cualquier otra empresa de esas características.
Hasta 1970, los ingresos de las agencias de calificación provenían de la venta de
informes a sus suscriptores. Sin embargo, a partir de esa fecha cambiaron la forma de su
negocio, siendo los propios emisores de productos financieros los que contrataban a las
agencias para que emitieran sus informes. ¿Por qué esto? Simplemente, porque lo que
venden unos y compran otros es el «nivel de reputación». Este, sin embargo, no es el caso
de las emisiones de deuda soberana: las calificaciones de los grandes países, como
Alemania, Estados Unidos, Francia, España, etc., se realizan gratis. Aunque los países
menores o en vías de desarrollo pagan una cantidad entre 50.000 y 200.000 euros por
informe.
¿Son fiables las evaluaciones? La agencias de calificación se jactan decir que su visión es
a largo plazo, aunque pocos se acuerdan ya de la catástrofe financiera de Enron de
noviembre de 2001: cinco días antes de entrar en quiebra era todavía considerada «una
excelente inversión» por las agencias. Lo mismo sucedió con la empresa de
telecomunicaciones WorldCom, e incluso con Lehman Brothers hasta poco antes de su
desaparición en 2008. O bien, con las hipotecas subprime. Un producto hipotecario de
ínfimo valor, como ya dijimos, que se escondía en otros atractivos productos financieros
mediante el procedimiento de la titulización de activos. Las subprime, seguramente, nunca
habrían crecido de aquella forma si las agencias de rating no les hubieran dado el respaldo
que les dieron manteniéndolas con la máxima calificación.

Wall Street
No existe en el mundo otro lugar como este: es la identificación máxima de dinero y
poder. Steve Fraser en su libro Wall Street: America’s Dream Palace lo expone con claridad:

«Wall Street fue siempre un asilo de locos con manías incontroladas; un centro abracadabrante de
sueños inverosímiles y de depresiones irracionales; una democracia de la avaricia, un carnaval, un
mundo patas arriba, un bulevar de oportunidades ilimitadas y de desastres endémicos».

En los primeros años del siglo XVII los holandeses revolucionaron el sistema financiero
internacional inventando las cuentas bancarias y creando un banco central, el Wisselbank
de Ámsterdam. Mucho antes, sin embargo, ya operaban con emisiones de bonos y tenían
en funcionamiento todos los instrumentos de un sistema financiero moderno: moneda
estable, deuda pública e incluso agencias de valores. La república Holandesa fue la
economía más importante del siglo XVII. A finales de siglo, los ingleses emularon a los
holandeses fundando el Banco de Inglaterra en 1694. La Revolución Industrial, como ya
dijimos, hizo el resto. Con esto reemplazaron a los holandeses como la economía
dominante.
No fue sino un siglo después cuando, ya independientes, los Estados Unidos
establecieron un sistema financiero moderno, copia de los ingleses. Y para 1795 ya
contaban con el dólar, importantes mercados de bonos y commodities en diversas plazas, un
banco central, etc. Y así como los ingleses habían sucedido a los holandeses en su
preeminencia financiera, lo hicieron posteriormente los norteamericanos con los ingleses.
Se dice que la Bolsa de Nueva York, la Bolsa de Wall Street, comenzó con un acuerdo
entre 24 brokers que, el 17 de mayo de 1792, decidieron comercializar una serie de valores
enfrente del número 68 de esta calle. El Banco de Nueva York fue la primera compañía
cotizada. De ahí nació el NYSE (New York Stock Exchange), la mayor bolsa de valores
del mundo. Pero fue mucho antes, en el siglo XVII, cuando los holandeses que llegaron a
América fundaron Nueva Ámsterdam en el lugar que posteriormente se denominó Nueva
York. Y allí para protegerse de las agresiones de los nativos construyeron un muro,
conocido posteriormente como Wall Street; donde, no muy lejos, se sitúa hoy, en la
bifurcación que la calle Broadway hace sobre sí misma, hacia el número 32, el famoso toro,
el Charging Bull. Una imponente escultura de más de tres toneladas de peso, de casi cinco
metros de largo y tres metros y medio de altura, que representa la fuerza financiera
americana y, por supuesto, de Wall Street.
Durante muchos años las operaciones de Wall Street fueron un impenetrable arcano
donde los inversores no tenían ninguna información de lo que allí sucedía. Después de la
Gran Depresión, el Congreso norteamericano aprobó en 1933 The Securities Act, una ley
que obligaba a los emisores de títulos a dar información sobre los productos que ponían a
la venta. Los escándalos habían sido tan enormes que se estima que de los 50.000 millones
de dólares emitidos en títulos negociables desde 1920 hasta 1933, la mitad no tenían
ningún valor. Una cantidad de la que un 40% había sido vendida a inversores
internacionales. Ante aquella situación, el entonces senador por Florida, Duncan Fletcher,
emitió un informe en 1934 en el que aseguraba:

«La mayoría de los abusos de la banca de inversión ha sido ocasionada por la incompetencia,
negligencia, irresponsabilidad o codicia de las personas que se dedican a esta profesión».

Una visión, sin duda, muy actual.


Desde la crisis de 1929, no ha habido nada comparable a lo que sucedió a partir de
2008. Un fenómeno que a modo de terrible tsunami no solo se ha llevado consigo miles de
empresas a la tumba, sino que amenaza con llevarse por delante a la propia moneda única
europea y dejar arrinconados a varios países, incluidos España e Italia. Una crisis
económica en absoluto comparable a otras que sucedieron a finales del siglo XX, como
fueron las quiebras ocasionadas en 1982 por la deuda de varios países del Tercer Mundo,
el crash de las Bolsas en 1987, o la burbuja Internet del 2000; todas ellas siempre pasajeras y
sin excesivos daños globales.
El problema de 2008, como tantas veces antes, fue ocasionado por la codicia de
bastantes individuos y un gran número de instituciones financieras; los cuales, amparados
en una época de tipos de interés absurdamente bajos, amasaron enormes fortunas al hilo
de la comercialización de productos financieros de enorme riesgo. Y, como siempre,
apareció el fenómeno que se repite en todas las crisis económicas: unos activos que suben
de precio de manera imparable, a la vez que las instituciones financieras prestan sin tino a
potenciales compradores, con la expectativa de unos y otros de que la revalorización de
tales activos no tenga fin. Y cuando se ve que la burbuja va a explotar, los inversores más
avisados tratan de vender rápidamente lo que tienen para evitar el desastre. Desastre que
conduce al pánico: se colapsa el crédito, los bancos se descapitalizan, y algunos entran en
quiebra, se bloquea el consumo, la economía entra en recesión, aumenta el paro y se
produce un círculo vicioso del que es muy difícil salir. Y si a esto se une un
endeudamiento público y privado desmesurado, el resultado es el que se tiene actualmente.
En otras partes del mundo también se produjeron abusos durante este tiempo, pero
nada comparable con lo sucedido en Wall Street.
Un informe de 639 páginas publicado el 13 de abril de 2011 por una comisión del
Senado de Estados Unidos presidida por el senador Carl Levin, bajo el título Wall Street
and the Financial Crisis: Anatomy of a Financial Collapse, comienza con estas duras
consideraciones:

«En otoño de 2008, América sufrió un devastador colapso económico. Lo que una vez fueron títulos
sanos perdieron la mayor parte de su valor, los mercados de deuda se congelaron, las Bolsas se
hundieron, e históricas empresas financieras sucumbieron. Millones de americanos perdieron su
trabajo; millones de familias perdieron sus casas; y negocios prósperos echaron el cierre. Estos sucesos
arrojaron a los Estados Unidos dentro de una recesión económica tan profunda que el país no se ha
recuperado aún totalmente».

Una descripción que parece hecha para otros países en similares o peores condiciones.
¿Y por qué Wall Street? La explicación la dan los mismos senadores del referido
informe:

«Durante los pasados diez años, las empresas que operaban en Wall Street idearon, para ser
vendidos a los inversores, instrumentos financieros cada vez más complejos, incluidos los títulos
respaldados por hipotecas (RMBS: Residential Mortgages-Backed Securities) y obligaciones de
deuda garantizadas (CDO: Collateralized Debt Obligations) que tuvieron un papel esencial en
la crisis financiera».

Y siguen:

«Por una comisión, las firmas de Wall Street ayudaron a crear los títulos RMBS y CDO,
trabajaron con las agencias de rating para obtener altas calificaciones y vendieron los títulos a
inversores tales como: fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fundaciones universitarias,
ayuntamientos y hedge funds».

Concluyendo que:

«Sin las agencias de calificación las firmas de Wall Street habrían tenido muchas más dificultades en
vender estos productos a los inversores, pues cada inversor habría analizado por él mismo cada
instrumento financiero. Adicionalmente, además de haber usado la ingeniería financiera para crear
productos de alto riesgo que fueron clasificados AAA —de primera calidad—, las empresas de Wall
Street combinaron estos activos de alto riesgo y los trocearon con títulos respaldados por hipotecas
subprime de tipo BBB —de grado medio bajo—, por los que pagaban altos intereses una vez
convertidos en otros instrumentos como los CDO, y se emitían como nuevos títulos de tipo AAA, de
manera que las subprime RMBS y los CDO relacionados con ellas se convertían en atractivas
inversiones».

Más claro, imposible.

Especular con commodities


Los mercados de commodities se refieren a la compraventa de productos básicos, a las
materias primas, principalmente. Funcionan como las Bolsas de valores, con la diferencia
de que en lugar de comerciar con acciones de empresas cotizadas se hace con metales (oro,
plata, aluminio, cobre, etc.), semiconductores o memorias electrónicas, productos agrícolas
(trigo, cebada, algodón, aceites vegetales, etc.), materias primas energéticas (petróleo, gas
natural, gasolina, etc.), ganado, y otros productos como café, azúcar, cacao, arroz, etc. El
dinero, las divisas, también son un commodity, y tienen, a su vez su propio mercado, el
Forex, del que hablaremos en el próximo capítulo. También se comercializan la
electricidad o incluso el tiempo atmosférico (precipitaciones, temperaturas, etc.). Un
mercado este que, en forma de derivados, creció en el período 2010-2011 un 20%
acercándose a los 12.000 millones de dólares en el Chicago Mercantile Exchange. Bolsa
donde se venden este tipo de productos. Es evidente que, desde que el mundo es mundo,
cualquier cosa es objeto de compraventa.
En los mercados de commodities existen, básicamente, dos formas de negocio: las
operaciones de ventanilla, llamadas en medios especializados OTC (Over the Counter), y las
tradicionales, es decir, comprar y vender en el mercado abierto, en las Bolsas que existen a
tal efecto. Se realizan también operaciones spot, que no dejan de ser un tipo de OTC que
se restringe a comercializadores determinados, como pueden ser granjeros o mayoristas en
el caso de productos agrícolas, lo que incluye también la venta de estos productos en
forma de derivados, que se comercializan con contratos estándar. Los derivados se llaman
así porque su valor de cotización se basa en el de otro activo, que toma el nombre de activo
subyacente. Finalmente, para complicarlo aún más, con los commodities se realizan
operaciones de futuros con opciones y swaps, es decir, permutas. Y también se dan puts, calls y
operaciones de hedge, que se denominan así por la cobertura que dan a una inversión
correlacionando esta con la compra de otro activo que le da mayor seguridad. Es una
manera de minimizar el riesgo.
Los mercados OTC, son mercados extrabursátiles. En esencia son un arcano, pues no
solo se dan en los mercados de commodities, sino en cualquier mercado financiero, y nadie
sabe con exactitud el volumen que circula por el mundo en esta forma de operaciones
(algunos hablan de una cifra cercana a los 400 billones de dólares a nivel mundial). En
esencia son contratos donde un comprador acuerda con un vendedor los términos de la
compra. Un tipo de operaciones financieras que, en teoría, no debería tener ningún
problema, ya que los contratos estipulan con detalle las condiciones. El problema surge,
sin embargo, cuando el vendedor ofrece intereses absurdamente altos y el comprador, falto
de conocimiento o con excesivas ansias de enriquecimiento, se ve atraído por las
remuneraciones que le ofrecen. Es el momento en que la codicia de los unos se suma a la
de los otros en unos mercados deficientemente regulados; ya que, además, en muchas
ocasiones, los mercados OTC son poco líquidos, es decir, los productos que se adquieren
no tienen salida en mercados secundarios, con lo que la volatilidad de los precios y, en
consecuencia, los beneficios, suben y bajan sin control.
Este sería el caso de las acciones denominadas penny stock (acciones centavo). ¿Y qué son?
Se trata de commodities que se comercializan fuera de los mercados de Bolsa tradicionales a
precios muy bajos, con lo que los riesgos son muy elevados. Un mecanismo que en España
causó gran conmoción cuando la empresa Forum Filatélico fue intervenida por la
autoridad judicial debido a una estafa a más de 350.000 pequeños inversores. Personas que
invertían pequeñas cantidades, a partir de 300 euros, en compra de sellos, con la promesa
de que recibirían entre el 6% y el 12% anual de la inversión. Los sellos se convertían así en
un producto commodity de supuesta y constante revalorización en operaciones OTC de
dudosa rentabilidad y más que dudosa legalidad. Un singular modo de penny stock que, a su
vez, encubría un fraude piramidal.
Desgraciadamente, los mercados tradicionales de commodities tampoco escapan de
operaciones dudosas. Ya hemos dicho que el comercio se realiza de forma transparente y
con precios que se mueven de acuerdo a las reglas de la oferta y la demanda. Esto sucede
con el petróleo y con el resto de productos antes señalados, que pueden adquirirse en el
mercado spot. Un mercado abierto donde se cierran las operaciones en el momento a un
precio conocido como sucede en las Bolsas de valores.
Contrariamente a este tipo de operaciones, están las que se realizan en el momento
presente pero se cierran definitivamente en el futuro. Son los mercados de futuros.
Mercados de muy lejano origen, cuya estructura actual se formalizó en el siglo XIX en
Estados Unidos con el fin de estimular la venta de productos agrícolas en momentos de
exceso de oferta. Una situación que aumentaba la volatilidad de los precios de los cereales,
a la vez que desincentivaba su producción. Para evitarlo se establecieron unos contratos a
futuro (forward) donde las dos partes fijaban el precio hoy y los productos se entregaban más
tarde en el tiempo. Nada nuevo en este caso, porque ya en la famosa crisis de los tulipanes
holandesa durante el siglo XVII, se reservaban los bulbos de los tulipanes con un año de
antelación, fijando el precio en el momento de hacer el contrato de compra.
Estas operaciones comerciales se pueden complicar aún más en el sentido de no realizar
la compra futura del producto acordado sino de otro; es decir permutarlo, o como se
entiende en el argot financiero hacer un swap. Un mecanismo muy habitual en los
mercados de crudo de petróleo, donde se fija un precio por una cantidad de petróleo que
será entregado en un futuro, lo cual asegura los posibles desajustes debido a la variabilidad
de los precios en el tiempo: se «permuta» petróleo por seguridad de precio.
¿Y dónde reside la especulación?, ya que especular, aunque se suele entender como algo
que encierra un cierto engaño, en realidad no lo es. O no solo. Pues cuando se habla de
asuntos económicos, especular se refiere a realizar operaciones mercantiles de las que se
puede obtener un beneficio; aunque si ese beneficio se logra de manera fraudulenta
estaríamos en el caso de la peor especulación: entraríamos ya en el fraude.
Hay varias formas de especular con commodities, pero quizás la más descriptiva tiene que
ver con los productos agrícolas. De los que el propio director general de la FAO, José
Graziano da Silva, alertaba en julio de 2012 sobre este dramático problema:

«Cuanto más se estudia la volatilidad de los precios de los alimentos —decía—, incluida la FAO,
más necesitamos comprender lo que sucede, especialmente en lo relativo al impacto de la especulación».

Y continuaba:

«Pongamos una cosa en claro: no estamos hablando de la especulación relativa a la formación de


precios y el normal funcionamiento de los mercados de futuros. Estamos hablando de la excesiva
especulación de los mercados de derivados, que pueden incrementar las oscilaciones de precios y su
velocidad de cambio. La excesiva volatilidad de precios, especialmente con la velocidad que se da desde
2007, tiene impactos muy negativos tanto en los consumidores pobres como en los productores pobres
alrededor del mundo».

¿Y cual es la especulación que encierran los alimentos? ¿Por qué suben de precio
desaforadamente? Hay que decir antes que nada, que la actual crisis alimentaria no puede
desconectarse de la crisis financiera global. Sin embargo, los problemas actuales no residen
—como muchos argumentan— en los desajustes de oferta y demanda, que apuntan a una
mayor demanda de países como China o India. Y por ello los hacen responsables de los
enormes incrementos de precios. Es fácil ver que los crecimientos explosivos del PIB en
estos dos países no han venido acompañados de incrementos similares en el consumo per
cápita de los cereales. Consumo que, sorprendentemente, se ha reducido; lo que también ha
sucedido a nivel global: pues si el consumo medio de trigo entre 1980 y 1993 fue de 103
kilos por persona y año, a partir de 1994 la media ha sido de 96 kilos, con un profundo
valle de 92,9 kilos en 2007. Y hay que razonar diciendo que el aumento del nivel de vida en
países como China o India reduce sensiblemente el consumo de cereales mientras crece el
de frutas, verduras y otros alimentos. Es la consecuencia de un mejor nivel de vida.
¿A qué se debe entonces que los precios suban por una supuesta falta de producto en el
mercado? Pues, por un lado, al uso de las tierras de labor para la producción de biodiésel
para la industria energética, lo que indexa los precios de los cereales al de los combustibles
fósiles, y los hace subir al ritmo que marcan los carburantes. Por otro, la subida de precios
viene influida también por el agotamiento de los suelos dedicados a la agricultura, e
incluso por los efectos del cambio climático en muchas zonas. Pero no solo. Está
generalmente aceptado que la causa principal del incremento de precios fue la
especulación. Tal fue el caso de los precios de trigo que, en 2010, en plena crisis financiera,
fueron un 40% más altos que en 2007, cuando la crisis no había estallado todavía. Así lo
aseguraba un informe del Banco Mundial que reconocía la influencia de la especulación
financiera sobre los productos agrícolas. Una posición que va en contra de aquellos que
piensan que la especulación tiene efectos positivos sobre los mercados, ya que colaboran a
su estabilización. Pues según este criterio, el especulador compra cuando los precios son
bajos y vende cuando son altos, por lo que sus predicciones sobre el comportamiento de
los mercados reducen su volatilidad, incluso cuando operan con futuros, lo cual se estima
positivo. Es decir, como en otros casos juegan a corto o largo manipulando los mercados.
Sin embargo, el verdadero problema de la especulación con los commodities agrícolas
surgió cuando, en 2000, los Estados Unidos decidieron romper con muchos años de
control sobre estos mercados, que se regulaban mediante el CFTC (Commodities Future
Trading Commission), que prevenía la manipulación obligando a los traders a hacer
transparentes sus posiciones de cada producto, además de mantenerlas. En 2000, se aprobó
e l Commodity Futures Modernization Act, una ley que abrió los mercados permitiendo
operaciones OTC en las que entraron todo tipo de jugadores: Fondos de Pensiones, Hedge
Funds, bancos de Inversión, etc., que vendían y compraban productos financieros ligados a
los cereales. Un mercado que en 2007 era ya cercano a los diez billones de dólares. En
definitiva, al igual que con el sector inmobiliario o financiero, los productos agrícolas y los
mercados de commodities asociados a ellos entraban de lleno en una suerte de casino
financiero, y una vez aquí cualquier comportamiento es posible.

Mecanismos financieros islandeses


Un folleto de la Oficina de Turismo de Islandia dice que en Islandia

«…se puede escapar lejos de todo, aminorar el paso y cambiar el estrés y ajetreo de la vida moderna
por el silencio, la paz y la tranquilidad…».

Y desde luego es cierto. Islandia es una enorme isla en medio de ningún sitio: a unos
300 kilómetros de Groenlandia, 800 de Escocia y unos 1.000 de Noruega. Un país que
dependía fundamentalmente de la pesca, y que giró su economía de manera sorprendente
hacia el sector financiero, los seguros, el sector energético, y, cómo no, la construcción. De
manera que si en 1998 la pesca representaba el 16% del PIB, en 2006 había caído al 6%,
mientras que las actividades financieras saltaban del 17% al 26% en el mismo período.
¿Qué había sucedido en este pequeño país de 300.000 personas, patria de la cantante Björk,
que cuenta con una importante industria de aluminio por sus fuentes de energía
geotérmica, para convertirse en un atractivo destino financiero además de turístico?
En 2006 la crisis financiera internacional no se percibía en el horizonte. El mundo, en
general, se encontraba aún en el nirvana del crecimiento sin límites, en una fase de
prosperidad no conocida hasta entonces. Los islandeses, lógicamente, gozaban también de
esta perspectiva. De manera que el Banco Central islandés decidió modernizar el sistema
financiero del país cambiando la política monetaria de cambio fijo dejando flotar su
moneda, la corona islandesa (icelandic krona, ISK), en el mercado internacional.
Con la expansión financiera internacional, los efectos no tardaron en hacerse notar: en
2006, los tres mayores bancos comerciales islandeses, Glitnir, Kaupthing y Landsbanki,
que vendían todo tipo de productos financieros, tenían 110.000 millones de euros en
activos: ¡ocho veces el PIB de Islandia!
Pero eso no era todo. A finales de 2006, antes del estallido de la burbuja, Islandia tenía
23 cajas de ahorros y otros dos bancos más, el Icebank y el Straumur-Burðarás, aparte de
los tres anteriores. A lo que había que sumar otras 12 instituciones crediticias que incluían
cinco bancos de inversiones, dos compañías de tarjetas de crédito, dos fondos de
inversión, tres compañías de leasing, además del Housing Financing Fund, un banco
propiedad del Estado que ofrecía créditos hipotecarios. ¿Y qué más? Pues añadir a lo
anterior: 12 compañías de seguros con activos cercanos a los 2.000 millones de euros,
donde las tres mayores, Sjóvá, VÍS y TM, cuyos propietarios eran las compañías
financieras FL Group y Exista, controlaban el 90% del mercado. Y todo en un país, como
se ha dicho, de algo más de 300.000 habitantes, con un PIB de unos 13.000 millones de
euros. Eso sí, con un PIB per cápita en 2006 de 40.000 dólares medidos en términos de
paridad de poder adquisitivo, más alto que el de Suecia, por poner un ejemplo.
Y de nuevo la fiebre de las finanzas. A primeros de octubre de 2008, Gordon Brown,
primer ministro británico, mantenía una fuerte discusión con su homólogo islandés, Geir
Haarde. Los tres mayores bancos islandeses antes referidos, Glitnir, Kaupthing y
Landsbanki, no podían responder a sus activos que, en ese momento, superaban los
130.000 millones de euros; y Brown instaba a Haarde a pedir un rescate al Fondo
Monetario Internacional. ¿Qué hacía Gordon Brown llamando al primer ministro
islandés? Entre otras cosas, informarle que una filial del islandés Kaupthing, el banco
inglés Kaupthing Singer & Friedlander, tenía 3.500 millones de euros en depósitos de sus
clientes ingleses, y que los servicios de inspección del Gobierno británico, habían
detectado la repatriación de más de 2.000 millones de euros hacia la matriz islandesa, lo
que era contrario a las leyes inglesas.
El desastre estaba ya servido. Lo que Michael Lewis denomina en su libro Boomerang,
Wall Street en la tundra al referirse a Islandia. Comenzaba el desastre, y los islandeses se
daban de bruces con un crac financiero de enorme magnitud. Habían vivido un espejismo
de riqueza. Como en otros países. En palabras de Lewis:

«En 2003, los tres mayores bancos de Islandia tenían entonces activos únicamente por unos cuantos
miles de millones de dólares, cerca del 100% del PIB. Durante los siguientes tres años y medio los
activos bancarios crecieron por encima de 140.000 millones de dólares y eran tan superiores al PIB
islandés que resultaba absurdo calcular qué porcentaje de este era debido a ellos. Tal como me dijo un
economista, fue la expansión más rápida de un sistema bancario en la historia de la humanidad».

Y continuaba:

«Otro gestor de un fondo de alto riesgo me explicó cómo funcionaba el sistema bancario islandés con la
siguiente imagen: una persona tiene un perro y otra un gato. Acuerdan que ambos valen por separado
1.000 millones de dólares. El uno le vende al otro el perro por 1.000 millones y el otro le vende el gato
por 1.000 millones. Ahora ya no son dueños de mascotas, sino de bancos islandeses con 1.000
millones de dólares en activos nuevos. Crearon un capital ficticio comerciando entre ellos con activos
inflados —asegura un gestor de un fondo de alto riesgo en Londres—. Así fue como los bancos y las
compañías inversoras crecieron sin parar. Pero eran pesos ligeros en los mercados internacionales».

¿De dónde venía realmente el desastre? De inversiones en los mercados financieros de


divisas, principalmente. En 2005, los mayores bancos islandeses tenían en sus balances
unos 14.000 millones de euros de los mercados de deuda europeos: ¡el doble del PIB
islandés de 2004! Este mercado se hundió en Europa en tan solo un año, pasando de
12.000 millones en 2005 a 4.000 millones de euros en 2006. Sin embargo, la tabla de
salvación les vino a los irlandeses del mercado americano de deuda debido a la expansión
de los nuevos instrumentos, principalmente los CDO, los Collaterralized Debt Obligations a
los que nos referiremos en un momento. Esto les permitió pedir prestados otros 6.000
millones de euros para seguir sus actividades. Toda una huida hacia adelante, sin darse
cuenta de que el modelo estaba agotado. Todo un ejercicio de irresponsabilidad, mezclado
con importantes errores y mucha negligencia. ¿Por qué? Porque el mecanismo elegido
había sido invertir en divisas extranjeras para luego transformarlas en coronas islandesas,
sobre la base de que esta moneda, al flotar en el mercado, parecía revalorizarse ad infinitum.
Cierto fue que, entre 2001, fecha de su liberalización, y 2005, su punto álgido, se había
revalorizado un 50%. Pero, a partir de 2006, en semanas, cayó un 20%, y desde ahí nunca
llegó a recuperarse. En 2008 los mayores vendedores de divisas fueron los fondos de
pensiones islandeses, que se deshacían de sus posiciones en divisas pensando que la corona
volvería a subir.
A finales de 2007 los depósitos de los grandes bancos eran 38.000 millones de euros. En
2008, el sistema bancario islandés entraba en quiebra. En noviembre de 2008, el Fondo
Monetario Internacional, el FMI, organizaba un rescate de 2.100 millones de dólares para
cubrir el 42% de las necesidades financieras; de los cuales, 828 millones se entregaban
inmediatamente, y el resto se iría dando en ocho paquetes de 155 millones, sujetos eso sí a
revisiones trimestrales de los hombres de negro. Los otros 3.000 millones, el 58% restante, se
darían bilateralmente por otros países, a lo que se añadían otros 5.000 millones en cash. Un
país intervenido que debía cumplir estrictas condiciones: 1) no realizar depreciaciones
bruscas de su divisa, la corona; 2) efectuar una importante reestructuración del sistema
financiero; 3) asegurar el sostenimiento del sistema fiscal a medio plazo. El primer
ministro del país dimitía y se enfrentaba a un proceso judicial por negligencia; luego sería
exonerado. Era sustituido por la socialdemócrata Jóhanna Sigurðardóttir, una mujer en un
país donde los principales partidos tienen la característica de que los socialdemócratas son
mayoritariamente mujeres, y en el partido oponente son básicamente hombres.
Grecia, Irlanda y Portugal también están hoy intervenidos. España sufre grandes
dificultades, e Italia tiene su futuro muy comprometido. Cada uno de ellos sufriendo la
crisis por motivos distintos de los islandeses pero con muchas similitudes con ellos. Pues
en todos estos lugares se han dado las mismas características: mucha irresponsabilidad,
enormes errores y grandes dosis de negligencia: estado perfecto para hacer crecer la codicia
de muchos.

Matemáticas financieras
Albert Einstein nunca fue un financiero. El descubridor de la Teoría de la Relatividad, que
se sepa, nada tuvo que ver con las finanzas. Sin embargo, Einstein fue quien explicó
matemáticamente el movimiento browniano, que se refiere al movimiento aleatorio de ciertas
partículas cuando «flotan» en un medio concreto. Un hecho observado por el biólogo
escocés Robert Brown en el primer tercio del siglo XIX cuando se fijó en el movimiento de
unos granos de polen flotando en el agua. Lo que le llevó a decir que las partículas de
polen parecían estar «vivas».
El hecho es que el precio que toma una acción en el mercado parece seguir un
movimiento browniano. Va de aquí para allá como si tuviera vida propia. Y esto es lo que
configura el riesgo: la dificultad de predecir con exactitud el valor que tomará en un
momento dado. De ahí que, casi desde que existen las operaciones financieras, se hicieron
esfuerzos por conocer su comportamiento científicamente, a fin de controlar el riesgo.
Medir el riesgo ha sido, y continúa siendo, la clave de las finanzas. Un hecho que
muchos inversores, con demasiada frecuencia, pasan por encima y confían su dinero a la
suerte, a la intuición o a la confianza depositada en el gestor que, habitualmente,
desconoce las entrañas de los productos financieros que vende, pues han sido diseñados
por otros. De manera que se depositan los ahorros en operaciones bancarias especulativas
sin saber muy bien de qué se trata en realidad. Basta la palabra del asesor financiero de
turno, o del analista de inversiones de cierta reputación, para confiar en productos o
valores de Bolsa que con excesiva frecuencia pierden su valor con enorme rapidez, y luego
ya no hay remedio.
Desde la óptica del inversor, el riesgo se asocia a la probabilidad de perder o ganar. De
ahí que la información sea un bien muy preciado; especialmente la información
privilegiada.
Básicamente, los riesgos tienen varios orígenes: cambios de precios de mercado, tasas de
interés, precios de commodities, conversión de divisas, etc.; actos ilegales, negligencia o fallos
en la organización responsable de gestionar los productos financieros; y desconocimiento
de la marcha de los mercados, países, etc.; o transacciones entre diferentes intermediarios
sin conocer con detalle los riesgos asumidos por otros. Complejas situaciones que, con
demasiada frecuencia, llevan a desastres financieros de enorme tamaño. Para evitarlo,
desde hace años, se desarrollaron modelos matemáticos para tratar de anticipar posibles
cambios bruscos que afectaran a las inversiones. Entre ellos, el más extendido es el
denominado valor en riesgo o Value at Risk (VaR), que mide la probabilidad de que se
produzca una pérdida por encima de un valor estipulado en un horizonte temporal.
Uno de los primeros en usar estos mecanismos, fue la firma Long Term Capital
Management (LTCM), conocida en los años noventa del pasado siglo como el Rolls Royce
de los Hedge Funds. Solo los muy ricos podían hacer negocios con ella, pues el ticket de
entrada solicitaba una inversión mínima de diez millones de dólares. LTCM cobraba
anualmente un 2% por gastos de gestión, a lo que añadía el 25% de los beneficios
obtenidos. Su presidente y mayor accionista, John Meriwether, era toda una personalidad.
Y entre sus colaboradores, se encontraban ilustres doctores de Universidades prestigiosas;
y entre ellos Robert Merton y Myron Scholes, que conseguirían el premio Nobel de
Economía en 1997 por su trabajos de simulación matemática.
A principios de 1994, LTCM tenía 1.500 millones de dólares para invertir, a los que se
sumaron nuevas inversiones de otros bancos de Wall Street, que consiguieron enormes
ganancias con las operaciones que realizaba la firma. Cualquier idea era buena, de manera
que LTCM invertía en arbitrajes entre opciones emitidas por bancos japoneses, valores en
bolsa, apuestas sobre los diferentes precios que alcanzarían los bonos del Gobierno
francés o alemán, apuestas sobre los valores que tomarían en diferentes Bolsas las acciones
de una misma compañía multinacional, etc. Y dado que la mayoría eran opacas
operaciones OTC, al poco tiempo LTCM hacía negocios que, a veces, superaban los
15.000 millones de dólares. Llegando en una ocasión, gracias a las conexiones de
Meriwether en Italia, a comercializar 50.000 millones de bonos del Gobierno italiano en
una sola operación. Cosa que pudo llevar a cabo por las lagunas jurídicas que gozaban allí
los inversores extranjeros, con el objetivo de aprovecharse de la entrada de Italia en el
Sistema Monetario Europeo.
¿Cuál era la confianza que tenía LTCM en sus operaciones? Fundamentalmente, una
fórmula matemática cuyos principios se basaban en los estudios de Robert Merton y
Myron Scholes. Un modelo matemático que simulaba el funcionamiento de los mercados
cuando se operaba con ciertos derivados financieros. Una fórmula conocida
posteriormente como la ecuación de Black y Scholes, que había sido publicada por Fisher
Black y Miron Scholes en 1973. La fórmula permitía calcular el precio de una opción europea,
aquella que puede ejecutarse en una fecha determinada, al contrario que la opción americana
que es factible de llevarse a cabo en cualquier momento antes de que expire la fecha
pactada. Una fórmula que llevó al boom de las operaciones financieras de este tipo y que
legitimó científicamente la actuación de muchas instituciones financieras alrededor del
mundo, pues quedó demostrado que los precios dados por la famosa fórmula se
asemejaban bastante a los observados en la realidad. Aunque esto no sucede siempre así, ya
que en ciertos casos dicha ecuación falla, como pasa con la conocida sonrisa de la volatilidad
de las opciones, que se refiere a la relación existente entre la volatilidad implícita de la
opción (oscilaciones de su cotización) y su precio real.
Hacia mayo de 1998, LTCM comenzó a presentar fuertes pérdidas. Sus modelos VaR
parecían no funcionar. Se dice, que hasta los traders de la firma no sabían el riesgo real de
donde estaban invirtiendo. En septiembre, la situación era insostenible, a lo que se
añadieron enormes pérdidas provenientes en opciones sobre acciones tomadas de
compañías cotizadas, principalmente francesas y alemanas. La preocupación llegó a la
Reserva Federal americana que pensaba que una quiebra de LTCM podría arrastrar a todo
el sistema financiero, sobre todo porque ya era conocido que para diversificar su riesgo,
LTCM había dividido sus operaciones entre numerosos bancos, y nadie sabía realmente ni
el volumen total ni donde se ubicaban los mayores riesgos. Warren Buffett, el famoso
millonario, entró en acción y con otros 14 grandes bancos acordaron tomar el 90% de la
empresa poniendo para su compra 3.600 millones de dólares encima de la mesa.
Pero como si todo esto no hubiera servido de lección, un matemático de origen chino,
David X. Li, que pretendía supuestamente ser también honrado con el premio Nobel,
lanzó su fórmula mágica en 2000 cuando trabajaba en J. P. Morgan Chase. Una fórmula
que llamó con el nombre de cópula gaussiana para recordar la famosa campana de Gauss. Su
idea: tratar de enlazar dos de esas campanas en un extremo y de allí calcular el probable
precio de las obligaciones de deuda.
No somos capaces de seguir sin poner aquí la fórmula de Li. Como se puede ver, es una
especie de jeroglífico incomprensible que encerraba en sí el desastre para los que la
utilizaron como seguro medio de inversión:

Pr [TA < 1, TB < 1] = Φ2 (Φ-1 (FA (1)), Φ-1(FB (1)), γ)

Pr indica la probabilidad de que dos inversiones, A y B, quiebren. TA y TB son los


tiempos desde ahora hasta la supuesta quiebra de A y B. La probabilidad se iguala a unas
funciones de distribución, FA y FB, que se relacionan con el parámetro γ, un número
mágico que era lo que en realidad hacía irresistible la fórmula de Li. Sin embargo, el
mundo económico no responde a fórmula alguna. El mundo real es en sí mismo impreciso
y los eventos suceden de forma inesperada y sorprendente sin responder a ninguna regla. Y
como las probabilidades no son certeza, todo el castillo de naipes puede venirse abajo, de
ahí que las funciones de distribución FA y FB puedan aumentar la incertidumbre de la
expresión matemática. Esto fue lo que ocurrió con muchas inversiones en pasados años
que, siguiendo este modelo, se vinieron abajo. Li emigró a China, ya no vive en Estados
Unidos y no se hace responsable de nada. En el fondo, él no tuvo la culpa de lo que
sucedió.
¿Y dónde estaban los Reguladores? ¿Había tomado alguien alguna medida para poner
orden en un mercado financiero desbocado? El presidente de la Reserva Federal entonces,
Alan Greenspan, el «maestro» que dirigió durante casi veinte años esta institución, aquel
que era capaz de dejar atónitos a los periodistas cuando les decía:

«Si han comprendido lo que acabo de decir, es que me he expresado mal»

se oponía a cualquier tipo de regulación adicional que controlara este tipo de operaciones.
No estaba de acuerdo con poner en marcha leyes que prohibieran el fraude financiero. En
concreto, según cita Frank Partnoy en su libro Infectious Greed, Greenspan comentó con una
importante persona:
«Nunca estaremos de acuerdo con el asunto del fraude, porque pienso que no hay necesidad de leyes
contra el fraude».

Su opinión se basaba en su experiencia previa en el mundo de los commodities


financieros, que le había persuadido de la ineficacia de reglas en contra del fraude, ya que
los profesionales de los mercados descubrirían el fraude por ellos mismos, y la
competencia bastaba para regularlos.
Greenspan quizás no era consciente de lo que se venía encima. Y como él nadie preveía
la crisis que estalló en 2008 y que llenó el mundo de productos financieros tóxicos
haciendo tambalear las economías occidentales. Un nuevo efecto dominó de características
globales que venía gestándose ya desde 1998.

Burbujas financieras: derivados y estructurados


La economía mundial se enfrenta hoy a tres problemas principales. Primero, la
globalización económica, que ha permitido, entre otras cosas, acumular una enorme deuda
en los países occidentales, que se une a una sorprendente creación de dinero «en papel» de
los nuevos países industrializados que han llenado sus arcas de dólares. Segundo, los
derivados financieros, que algunos estiman en más de 700 billones de dólares, mayor que
el valor de todos los activos mundiales, y de los que no se sabe a ciencia cierta el riesgo
que encierran. Y tercero, el problema de la Eurozona donde Alemania se presenta como el
acreedor principal que, en parte, financia el billón de euros de deuda vía sus exportaciones,
lo que provoca, en consecuencia, una sequía crediticia en el resto de países que, con sus
distintas peculiaridades, ven un futuro incierto incluida la viabilidad del Estado de
bienestar.
Los tres problemas anteriores están estrechamente ligados. Del primero nos
ocuparemos en el capítulo siguiente; el segundo lo dejamos para más adelante. Vayamos
ahora a los derivados financieros: una permanente bomba de relojería instalada en el
centro del sistema económico mundial.
Ya hablamos en el capítulo anterior de la titulización de deuda; una creativa forma de
empaquetar hipotecas, deudas de tarjetas de crédito y otros compromisos de pago
similares, y hacer con ellos paquetes diferentes en forma de atractivos productos de
inversión. De entre ellos, uno de los más innovadores fueron las obligaciones de bonos
garantizadas (Collateralized Bond Obligations: CBO) que aparecieron hacia finales de los años
ochenta del pasado siglo. ¿Cómo funcionaban? Muy simple: un banco determinado
transfería un grupo de bonos basura (junk bonds) a una nueva empresa creada a tal efecto,
normalmente residente en un paraíso fiscal. Esta nueva empresa troceaba los bonos basura
en piezas que eran vendidas a los inversores ávidos de suculentas rentabilidades. El
correspondiente CBO constaba de tres piezas de acuerdo con la antigüedad de sus
componentes: la más antigua era la primera en pagarse con un interés de, por ejemplo, 1%
mayor que los bonos emitidos por el Gobierno americano. Una vez que se había liquidado
esta, se comenzaba con la parte intermedia, denominada en el argot mezzanine, que tenía un
mayor rendimiento, digamos un 3% sobre los bonos gubernamentales. Y una parte final,
cuyo rendimiento era desconocido, aunque podía ser muy elevado en caso de que los
bonos basura que constituían el CBO no hubieran quebrado. En caso contrario, no se
recibía nada. El primer CBO fue la empresa TriCapital, Ltd., que en julio de 1988 se
vendió por 420 millones de dólares. Un año después, los CBO sumaban ya 3.000 millones
de dólares. Un sistema verdaderamente creativo: obtener beneficios de potenciales
quiebras.
Pero este no fue el único invento. Hacia finales de los años noventa y primeros de los
2000, se produjo la crisis de las puntocom, de las empresas de Internet. Con ella, muchas
compañías de telecomunicaciones desaparecieron, al igual que lo hizo la famosa compañía
energética Enron que se expandió como la espuma gracias a sus inventos financieros.
Luego, más adelante, volveremos a esta empresa.
Entre las empresas de telecomunicaciones, es significativo el caso de WorldCom. En el
momento de desaparecer, solo el banco J. P. Morgan Chase tenía préstamos con esta
empresa por valor de 3.000 millones de dólares. Y Citigroup estaba en el mismo nivel de
exposición. Con estas cifras otros bancos menores que también habían dado préstamos
deberían haber quebrado. ¿Por qué no lo hicieron? La respuesta estuvo en otro
mecanismo: los derivados de crédito. Unos años antes se habían puesto en marcha dos
mecanismos financieros para gestionar los riesgos de deuda: las obligaciones de deuda
garantizadas (Collateralized Debt Obligations: CDO) y los seguros contra el impago de deuda (Credit
Defauls Swaps: CDS). Solo en 2001 los bancos de Wall Street estimaban ganancias por
encima de los 1.000 millones de dólares con este tipo de productos. Unos esquemas que
explican bien por qué los bancos estaban a cubierto mientras mucha gente aguantaba, sin
saberlo, los riesgos. Unas fórmulas más baratas para los bancos que la emisión de pólizas
de seguro como hacen las compañías del ramo. Ya que una póliza de seguro, ya sea contra
accidentes o contra incendios, se paga por protegerse contra el suceso que se asegura. Se
compra protección. Mientras que en el caso de los derivados crediticios se transfiere el
riesgo a terceras partes que pagan un determinado precio a cambio de recibir dicha
protección.
Los CDO funcionaban como los CBO, si bien con deudas en su interior. Los CDS, por
su parte, son seguros contra impago. El comprador de un CDS paga una prima mensual
como seguro contra la quiebra, de una inversión. Y en caso de que ocurra recibe una
cantidad pactada que paga el vendedor del CDS. Para entenderlo piénsese en un inversor
que compra un bono emitido por una entidad financiera por 500.000 euros y para
asegurarlo le compra a un Hedge Fund un CDS por 500.000 euros. Esta empresa le cobrará
anualmente, digamos, un 3% anual, es decir, 15.000 euros. Si no hay quiebra esta sería la
cantidad que iría recibiendo anualmente hasta la cancelación del contrato. En caso
contrario, si hay quiebra, podría pagar incluso los 500.000 euros, si así se hubiera pactado.
Normalmente se paga una cantidad menor.
Los mercados de CDO y CDS crecieron juntos. A finales de 2000 los CDO se
estimaban en 275.000 millones de dólares, pasando a 4,7 billones en 2006. Con los CDS
fue parecido: 920.000 millones en 2001, y para 2007 habían superado los ¡62 billones! Algo
así como el 125% del PIB mundial. Y en este contexto, la fórmula de Li parecía ser el
arcano de la creación de riqueza. Sobre todo porque, aparentemente, el riesgo no se da
sino en el 1% de las operaciones. De ahí que las agencias de rating dieran la máxima
calificación a estos productos, aunque en su interior llevaran otras inversiones de menor
valoración. ¿Qué pasó entonces? Simplemente que los CDO estaban repletos de hipotecas
subprime y de otros productos basura, y cuando estalló la burbuja todo se vino abajo,
incluidos los CDS que actuaban como cobertura.
Pero eso no era todo. Se calcula que en 2008 la cifra de transacciones financieras
globales fue de ¡320 billones de dólares! De manera que suponía seis veces el valor de la
economía real del mundo, que era de unos 52 billones de dólares. Entre los que existían
productos como las participaciones preferentes que tanto revuelo causaron en España; unos
instrumentos financieros, vendidos a veces como productos de renta y plazo fijos, que en
realidad no lo eran, ya que se trata de deuda exigible y no tienen un vencimiento fijo como
pueden ser las obligaciones del Estado, por ejemplo. Además, no otorgan derechos
políticos; los dividendos que se pagan suelen, en la mayoría de las veces, condicionarse a
que la entidad emisora tenga beneficios, y al no tener plazo de cancelación son
permanentes; por lo que el mercado secundario suele ser muy restringido, cuando no
inexistente, y el tenedor ve cómo poco a poco su inversión puede quedarse en nada.
CAPÍTULO 3

El dinero

Con el descubrimiento de América, y sobre todo con las minas de plata de Perú y México, los
conquistadores españoles parecían haber roto con un problema secular: establecer una relación estable
entre las monedas y un metal de referencia, en este caso la plata. Cientos de navíos cruzaban el
Atlántico y traían plata por toneladas hasta la Casa de Contratación de Sevilla. Allí se dejaba el
«quinto del rey», el 20% del oro y la plata que portaban los barcos en sus bodegas, que iba a parar a
la Corona. De esta manera, el «real de a ocho» se convirtió en la moneda de referencia en Europa, por
no decir del mundo. La moneda, inspirada en el thaler alemán —de donde se derivaría la palabra
dólar—, no pudo, sin embargo, mantener el predominio económico español. Para financiar las
múltiples guerras en las que estaban metidos, Carlos V y Felipe II extrajeron tanta plata que el valor
de la moneda se hundió. Los gobernantes de aquel tiempo no comprendieron que el valor de un metal
no es absoluto, y que aumentar su circulación no trae riqueza, pues eleva los precios y destruye la
economía.

El dólar entra en escena


La decadencia del imperio español vio nacer el poderío británico; de manera que la
moneda británica —la libra esterlina— se convirtió en la divisa de referencia. Una moneda
apoyada con la creación del Banco de Inglaterra en 1694, que en origen se pensó para
financiar las guerras mediante la conversión de deuda pública en acciones del propio
banco. En su desarrollo, el Banco de Inglaterra se convirtió en el único emisor de «papel
moneda», y creaba dinero basado en la «fe» que sus poseedores tenían en la fortaleza del
Estado: se trataba de dinero fiduciario como el actual, donde un billete de 100 euros vale 100
eurosporque así está escrito en el papel. Otra cosa es su valor real. Es decir, lo que se
puede comprar con él.
El dinero —ya sea en papel o en moneda— se basa, en realidad, en una convención
social: un mecanismo de trueque, insignificante pero insustituible, como explicaba en el
siglo XIX el economista John Stuart Mill en sus Principios de Política Económica:

«En realidad, no existe en la sociedad otra cosa tan insignificante como el dinero; excepto por su
carácter de artificio para escatimar tiempo y mano de obra. Se trata de un mecanismo para hacer
rápida y cómodamente lo que se tiene que hacer, aunque menos rápida y cómodamente de lo que se
haría sin él: y como otros tipos de maquinaria, solo ejerce una influencia distinta e independiente
cuando funciona mal».

Y funciona mal cuando es objeto de especulación o pierde su capacidad adquisitiva,


como sucedió en Alemania, por ejemplo, después de la Segunda Guerra Mundial, cuando
el papel moneda se quedó sin ningún valor y se sustituía por tabaco o café.
Los Estados Unidos fueron con el tiempo tomando el liderazgo comercial y económico,
y a finales del siglo XIX estaban por delante de Inglaterra en producción de bienes y
servicios, siendo en la primera década del siglo XX el mayor exportador mundial. Con la
Primera Guerra Mundial se consolidó la situación. La guerra hizo de los Estados Unidos
el granero del mundo, y cuando finalizó, el país había pasado de ser deudor a convertirse
en el mayor acreedor. La falta de capitales en Europa, por un lado, y la abrupta caída del
valor de la libra, por otro, convirtieron el dólar en la moneda de referencia mundial.
Al igual que con las monedas de plata, tanto la libra esterlina como el dólar se
indexaron al «patrón oro». Esto permitía tener una tabla de conversión clara entre las
diferentes divisas. Sin embargo, al aparecer las crisis, esta referencia se rompía con
facilidad para evitar las quiebras estatales. Así fue, por ejemplo, en Inglaterra cuando la
relación de la libra con el oro se eliminó después de la Primera Guerra Mundial.
La Gran Depresión fue dramática para los Estados Unidos. El dólar lo acusó
fuertemente. No solo por el impacto interno, sino por los efectos de la crisis en otros
países; ya que para comprar productos norteamericanos y evitar los impactos negativos de
los cambios de divisas, los importadores europeos se endeudaban en dólares, que era lo
mismo que hacerlo en oro. El proceso se detuvo durante la crisis del 29: si en 1928 las
compras de dólares habían llegado a los 1.500 millones, en 1931 no alcanzaban los 200
millones, y un año después se estancaban en los 700.000 dólares.
La Segunda Guerra Mundial certificó el predominio del dólar, y los acuerdos de Bretton
Woods lo hicieron aún más patente, ya que establecieron un sistema de paridad fija entre
el dólar y el resto de las monedas, que debían mantenerse en una banda que no fluctuara
más del 1% respecto de lo acordado en las diferentes conversiones. Lo cual les obligaba a
comprar o vender sus propias divisas en los mercados de cambio para mantener la paridad.
Una situación que habla del poder de Estados Unidos en aquellas fechas, y de la fe que se
tenía en el dólar y en la economía norteamericana. Eran los tiempos del Plan Marshall, tan
necesario en la recuperación de Europa.
El dólar, por su parte, era convertible en oro de acuerdo con un cambio fijo de 35
dólares la onza. Una situación que terminó definitivamente cuando el presidente Nixon,
en agosto de 1971, dio por finalizada la relación dólar-oro de forma unilateral sin
comunicarlo al Fondo Monetario Internacional (FMI) como era preceptivo. Es lo que se
conoce como el Nixon-Shock. La causa principal de esta decisión fueron los gastos de la
guerra de Vietnam y los enormes déficits que acumulaba la Hacienda estadounidense. Esto
llevó a muchos países a reclamar oro en lugar de los dólares que tenían acumulados como
reservas. Así lo hizo, por ejemplo, Suiza en 1970, que cambió 50 millones de dólares en
papel moneda por su equivalente en oro, o Francia, que hizo lo mismo poco tiempo
después con 191 millones.
Con la pérdida del oro como valor monetario, la economía mundial entró en una nueva
fase: las diferentes monedas «flotaban» en los mercados mientras el dólar mantenía —y aún
mantiene— su primacía. Una situación que, iniciada la segunda década del siglo, muestra
signos de cambio, especialmente por la situación del euro y la escondida potencia del yuan
chino.

Los mercados de Forex


Cuando se compran bienes o servicios en otro país, hay que pagarlos en la moneda local,
salvo que se acuerde de otra manera. Este sería el caso de muchas materias primas como,
por ejemplo, el petróleo, cuyo precio se fija en dólares. Y es aquí donde hay que volver de
nuevo al problema del valor del dinero.
David Ricardo es uno de los economistas más reconocidos de la llamada Escuela
Clásica, a la que pertenecieron, además de Adam Smith, otros como Say, Malthus,
Prudhon e incluso Marx, al que se considera el último de la lista. Ricardo constituye un
caso particular, ya que los marxistas le toman como precedente de Marx. Esto tiene que
ver por sus estudios sobre el valor del trabajo y la exigencia de fijar los salarios de acuerdo
con las necesidades de los trabajadores.
David Ricardo nace en Londres en 1772, hace fortuna dedicado a los negocios, y se
convierte en un reconocido economista. Al igual que Adam Smith defiende la libertad de
mercado, oponiéndose a medidas proteccionistas. En su obra más reconocida, Principios de
economía política y tributación, dedica el capítulo XXVII al dinero. En concreto al dinero y la
banca, con interesantes opiniones sobre los mercados, comentando en ese lugar que:

«La experiencia demuestra que ni el Estado ni los bancos han tenido una capacidad ilimitada para
generar papel-dinero sin abusar de ese poder: por lo que en cualquier Estado la creación de dinero
debería estar bajo algún tipo de control; y nada parece tan apropiado para ese propósito como obligar a
los emisores a pagar el dinero emitido sea en monedas o lingotes de oro».

El problema es, por un lado, la falta de control y, por otro, la pérdida de un nivel de
referencia para el dinero emitido. Una vez perdida la referencia con el oro, es el mercado
el que fija su valor; y en este caso, desgraciadamente, las divisas están sujetas a
especulación como cualquier materia prima. También lo adelantaba David Ricardo cuando
decía en el mismo capítulo que:

«Una moneda está en su estado más perfecto cuando utiliza solo papel-moneda, pero un papel-moneda
de igual valor a la cantidad de oro que dice representar. El uso de papel en lugar de oro, sustituye lo
más barato —el papel— por el elemento más caro —el oro—, y permite al país, sin pérdidas para
ningún individuo, intercambiar el oro, antes de ser usado efectivamente por materias primas,
utensilios y alimentos, por cuyo uso se logra aumentar el bienestar y los placeres».
Algo que parece ya olvidado, pues una vez perdida la referencia con el oro, las
diferentes monedas se compran o se venden en el mercado abierto, y su valor tiene que ver
con la salud económica del país que las pone en circulación. Y este mercado de
compraventa de divisas es el Forex (Foreign Exchange Market, en su terminología inglesa).
Un mercado vital, porque su comportamiento afecta a otros capítulos de la economía,
como pueden ser la inflación o los riesgos inherentes a los intercambios monetarios, y por
tanto las características macroeconómicas de cada país; máxime cuando hoy en día la
mayoría de las transacciones en moneda son electrónicas y, en segundos, se realizan
operaciones millonarias.
Los intercambios económicos en el Forex se estiman actualmente en unos dos billones
de dólares diarios. Un enorme mercado que creció un 250% entre 1998 y 2010, y que en
2011 era 36 veces más grande que el comercio de las 35 economías mayores del mundo; o
dicho de otra manera: 16 veces mayor que la suma de los PIB de tales economías. Un
mercado que, en 2010, estaba dominado por las Bolsas de Londres (36,7% del total) y
Nueva York (17,9%). Siendo las divisas de mayor circulación en ese mismo año, el dólar, el
euro, el yen, la libra esterlina y el franco suizo; donde, sorprendentemente, se ve la
ausencia del yuan chino por estar su área de influencia reducida casi en su totalidad a
China. Unas operaciones que se realizan como cualquier commodity en forma de compras
spot, swaps, futuros, opciones, etc. Con la circunstancia de que se trata de mercados muy poco
regulados y con masivas operaciones opacas del tipo OTC ya comentadas en el capítulo
precedente.
Contrariamente a lo que se pueda pensar, la situación preponderante del dólar como
moneda de referencia global es muy favorable a los Estados Unidos, incluso durante los
avatares de la crisis financiera. Una circunstancia que favorece enormemente a este país.
Así, en 2007, al inicio de la crisis, aunque el dólar se depreció un 8% en el mercado Forex,
el resultado fue nulo al tener Estados Unidos sus deudas en dólares. Sin embargo, esto le
produjo a su vez grandes beneficios debido a las inversiones estadounidenses en el exterior
que, al ser hechas en otras monedas, se revalorizaron un 8%, con lo que una vez
repatriadas y convertidas en dólares aumentaron la cantidad de estos. De manera que, solo
en 2007, los Estados Unidos mejoraron su balanza exterior en 450.000 millones de dólares.
Circunstancia que, de no haber sucedido con el dólar sino con otra moneda distinta, le
habría ocasionado unas pérdidas superiores a los 600.000 millones.
Lo anterior da idea de la importancia económica de las divisas, que no solo se queda en
el efecto antes comentado, sino que influye en las relaciones de poder económico entre los
Estados, como es la relación del dólar con el yuan chino, del dólar con el euro, o lo que
sucedió hace años con el yen japonés y la depresión económica de ese país en los años
noventa del pasado siglo. Un interesante caso. Vayamos a ello.
Japón durante la década de los ochenta, e incluso antes, se convirtió en una potencia
económica, liderando sectores industriales como el electrónico, el informático o el
automóvil, donde sus adelantos tecnológicos y las ventajas de la fabricación just-in-time
fueron un modelo a seguir. Este hecho convirtió a Japón en un serio competidor de
Estados Unidos, ya que disfrutaba de una moneda devaluada respecto al dólar, y ponía en
el mercado productos más baratos y, en muchos casos, mejores tecnológicamente.
La reacción no se hizo esperar: en 1985, enfrente de Central Park, en el hotel Plaza de
Nueva York, tuvo lugar una reunión del G7 (Francia, Alemania, Japón, Reino Unido,
Italia y Estados Unidos). El caso principal a tratar fue el valor de la moneda japonesa, el
yen. En ese año un dólar se cambiaba por 238,47 yenes. Al año siguiente, forzados por los
norteamericanos, los japoneses revaluaban su moneda un 45%, y al final de la década, en
1990, la revalorización había sido casi del 70%. Pero ahí no quedó todo: en 1987 los
Estados Unidos impusieron a Japón otra medida restrictiva en una nueva reunión del G7
en París: la bajada de sus tipos de interés; lo que unido a las anteriores revaluaciones
produjo una enorme burbuja de sus activos financieros e inmobiliarios, que sumió al país
en una recesión de casi 20 años.
Este es el poder de las divisas (y de la geoeconomía), algo que los chinos han entendido
perfectamente, pues contrariamente a los japoneses, han actuado de forma distinta: ante la
presión estadouniense para la revaluación del yuan han optado por una doble estrategia.
Primero, convertirse en el mercado ideal para las grandes compañías norteamericanas, que
tienen sus plantas de producción en China y un enorme mercado allí; cosa que los
japoneses no entendieron al tener casi cerrado su mercado interior. Segundo, comprar
masivamente dólares; con lo que las reservas en dólares del Banco de China han pasado de
los 200.000 millones del año 2000 a unos tres billones en 2011. Y tercero, adquirir bonos
del Tesoro americano, de manera que China posee alrededor del 10% de la deuda emitida
por Estados Unidos. Todo un verdadero esquema de dumping monetario.

Dinero y financiación del Estado


La política económica es el instrumento que usan los Gobiernos para proveer
infraestructuras, mantener las políticas sociales, la seguridad, y otras actividades propias
del Estado moderno. Dentro de ella, la política monetaria es uno de los ejes
fundamentales, lo que, básicamente, se concentra en fijar los tipos de interés y el valor de
la moneda.
El valor de la moneda tiene que ver principalmente con su cantidad; aunque también
depende de otros factores como las presiones internacionales, tal como se han comentado
en el caso japonés. También depende de la acción de los especuladores, que intervienen en
el mercado mediante compras y ventas especulativas. De ahí que, de forma más o menos
habitual, se produzcan crisis monetarias que tienen sus origen en «ataques» exteriores. Un
aspecto clave de la geoeconomía.
Hay otras causas que influyen también en la política monetaria, y vienen producidas por
un endeudamiento excesivo del Estado. Para controlarlo la solución suele ser deshacerse
de ciertos activos públicos, como pueden ser las reservas de divisas extranjeras, las reservas
de oro, o privatizar empresas y servicios públicos. Esquema, por otra parte, que no puede
llevarse al infinito: llega un momento en que se alcanza el límite de lo posible; lo que
forzará a poner en marcha reformas estructurales que traten de disminuir los gastos
estatales e incentivar la economía para aumentar los ingresos, así como realizar reformas
fiscales que aumenten la recaudación y, con frecuencia, crear dinero. Si bien, aumentar la
masa monetaria es un peligroso mecanismo, pues genera inflación y, en consecuencia,
empeora lo que se quería evitar.
También, en ocasiones, la estrategia elegida es la depreciación de la moneda. Esto
facilita el aumento de las exportaciones, ya que se gana en competitividad. Pero tiene un
efecto negativo: incrementa el coste de las obligaciones contraídas con los acreedores
extranjeros, lo que hace subir los intereses de la deuda, por un lado y, por otro, limita la
capacidad de endeudamiento de las empresas autóctonas debido al mayor coste del dinero.
Algo especialmente difícil en nuestros días, dado que los mercados monetarios se mueven
libremente y no es posible tener todo a la vez: un cambio fijo de la divisa propia, una
política monetaria independiente y el control de las tasas de interés. Caso patente en las
economías de la Eurozona, que no controlan el valor del euro, ni las tasas de interés, ni
pueden, en definitiva, mantener una estrategia monetaria independiente, impidiendo de facto
tener políticas monetarias restrictivas o expansivas, según convenga. Las primeras para
reducir la circulación de dinero aumentando las tasas de interés o vendiendo deuda
pública. Y las segundas, haciendo lo contrario.
La salida del patrón oro de Estados Unidos y la ruptura con ello de los acuerdos de
Bretton Woods en 1971 tuvo, en este sentido, unos efectos extraordinarios. La política
económica norteamericana, al perder la relación con el oro, se orientó a poner en marcha
la «máquina del dinero». Dinero fiduciario usado para acumular divisas de otros países.
Así, poco a poco, con una política monetaria expansiva se ganaba en competitividad, ya
que se aumentaba el valor de las divisas competidoras al disminuir el de la moneda propia
que crecía en circulación. Con esto se favorecía la exportación de los productos
autóctonos en los mercados internacionales. De esta manera, el dinero se convertía en el
instrumento ideal para manipular los precios. El resultado fue que, entre 1970 y 2007, los
bancos Centrales llegaron a acumular casi siete billones de dólares en divisas extranjeras.
Es decir, crearon siete billones de dólares de dinero fiduciario sin relación con ningún
metal de valor. De esto, el 75% (unos cinco billones de dólares) se produjeron en Estados
Unidos. Un dinero «ficticio» que dio alas al crédito desbocado, tanto de personas o
empresas como de los Estados. Problema en el que ahora está sumida media humanidad.
¿Y cuál es el perverso efecto que encierra este mecanismo de producir dinero fiduciario?
Veamos qué pasa con China para explicarlo.
China es el país que posee las mayores reservas de monedas extranjeras,
fundamentalmente en dólares y euros. Su superávit comercial con Estados Unidos (su
principal cliente y competidor) fue casi de 300.000 millones de dólares en 2011. Es decir,
que los chinos vendieron a Estados Unidos 300.000 millones de dólares más que lo que les
compraron. Como las empresas chinas reciben sus pagos en dólares cuando venden en
América, al convertirlo a la moneda china —el yuan— tienen que hacer la
correspondiente conversión, con lo que a todos los efectos es como si tuvieran que
comprar 300.000 millones de dólares en yuanes. Sin la intervención del Gobierno de Pekín
esto llevaría inmediatamente a revaluar el yuan. Para evitarlo, el Gobierno chino «crea»
yuanes de forma automática para compensar esa cifra. Yuanes en dinero fiduciario,
obviamente. ¿Y cómo se hace? Basta decirle al Banco de China (People’s Bank of China,
PBOC) que compre 300.000 millones de dólares. Con esto se equilibra el desequilibrio y
se mantiene la paridad del yuan con el dólar, eso sí, con un yuan devaluado respecto del
dólar. Un verdadero acierto que los japoneses no supieron o no pudieron hacer en su día,
y que ahora presionan para llevarlo a cabo. Es lo que algunos definen como la naciente
guerra de divisas que acabará, tarde o temprano, estallando.

La cantidad de dinero
El asunto de la cantidad de dinero es uno de los más singulares de la economía. Hagamos
una pequeña referencia. Fue el economista Irving Fisher quien dio la moderna expresión
que la define, y que viene determinada por:

P⋅T=M⋅V

donde P es el nivel de precios, T el número de transacciones realizadas, M la cantidad de


dinero en circulación y V la velocidad del dinero, es decir el número de veces que el
dinero cambia de mano. Llevando a concluir que el precio de lo que se compra en un
momento determinado, es decir (P ⋅ T), iguala al gasto total, o sea (M ⋅ V), lo que coincide
con el Producto Interior Bruto del país en cuestión, es decir el PIB anual. Una expresión,
sin embargo, criticada por importantes economistas como Alfred Marshall, Cecil Pigou,
Milton Friedman o el propio Keynes, aunque para nuestros efectos, y sin entrar en
mayores discusiones, puede valer, de momento, como guía para entender cómo actúa el
dinero en la economía.
En la economía actual, sin embargo, eso no es todo: el crédito, o dicho de otra manera,
la deuda, tiene un enorme peso. Tanto, que dinero y crédito tienden a confundirse. El
propio Fisher intuyó este efecto cuando decía que:

«Existen también otras fuerzas que limitan la expansión monetaria e imponen una tendencia a la
contracción. No está limitada únicamente la cantidad de dinero por la ley y la prudencia hasta un
máximo relacionado con los depósitos bancarios, sino que las propias reservas bancarias están ellas
mismas limitadas por la cantidad de dinero que puede usarse como reservas».

Richard Duncan en su libro The New Depression, asegura que, hoy en día, el crédito es la
clave de la economía:

«Desde 1968, lo que había constituido el dinero, el oro, se fue convirtiendo en una pequeña cantidad
de la masa monetaria, tan pequeña que acabó resultando irrelevante en el total de la economía. Es la
cantidad de crédito, no el dinero, lo que hoy cuenta».

De manera que, para Duncan, ya no es la cantidad de dinero, sino la cantidad de crédito


lo que determina el fundamento de la expresión anterior, que cambia, según:

P⋅T=C⋅V

siendo P la media de los precios, T el volumen del comercio, es decir, las transacciones, C
la deuda total, es decir, el crédito, y V la velocidad con que el crédito evoluciona. Una
nueva situación donde Estados, empresas y familias se han endeudado de tal manera que la
burbuja de crédito es, para este economista, la verdadera causa de la crisis financiera
actual. Una deuda que, en el total mundial, se estima hoy en 110 billones de dólares, y que
llegará a los 220 billones en 2020. ¡Casi cuatro veces el PIB global! Lo que demuestra que
el mundo vive por encima de sus posibilidades y ha chocado de pronto con la cruda
realidad: es imposible vivir como se vivía antes. El espejismo se desvanece.

La crisis de deuda
The Economist mantiene en su web —en la fecha en que esto se escribe— lo que define
como el reloj global de la deuda (The Global Debt Clock), que marca, en tiempo real, el volumen
mundial de la deuda pública de cada país, con la siguiente explicación:

«Nuestro reloj muestra la deuda de casi todos los países del mundo… ¿Esto importa? Antes que
nada, los Gobiernos del mundo «deben» el dinero de sus ciudadanos, no de los marcianos. Pero el
aumento total es importante por dos razones. Primero: cuando la deuda sube más rápido que el
crecimiento económico (tal como ha hecho en los últimos años), a mayor deuda estatal mayor
interferencia del Estado en la economía y mayores impuestos en el futuro. Segundo, la deuda debe ser
refinanciada a intervalos regulares, lo que crea un recurrente test de popularidad para los Gobiernos,
al igual que hacen los participantes de los programas de reality-show de las televisiones que votan
semanalmente. Un voto negativo, tal como ha sucedido con varios Gobiernos de la Eurozona, ya que
el país (y sus vecinos) pueden quedar sumidos en la crisis».

A esta hora el reloj marca casi los 50 billones de euros, cerca del PIB mundial total
anual que, en 2011, fue de unos 56 billones.
Desde el punto de vista macroeconómico, en principio, la deuda no es negativa para la
economía. Ni la privada ni la pública; eso sí, siempre que los activos casen con los pasivos.
Es decir, que las obligaciones de pago igualen razonablemente al valor de los bienes que se
poseen. En niveles aceptables, la deuda puede ser positiva, ya que permite acometer
acciones que sin ella no serían posibles, lo cual favorece el crecimiento y el bienestar. Tal
es el caso de la deuda pública que, en niveles aceptables, resulta un útil instrumento para
incentivar el consumo privado, no solo en el lapso de vida de un individuo, sino más allá
de su generación. Siempre, por supuesto, que las generaciones posteriores sean más ricas
que las presentes, pues una deuda excesiva penalizará su bienestar, ya que las cargará con
demasiadas obligaciones de pago. De ahí la grave responsabilidad que tienen los gestores
públicos de ser prudentes y no generar cargas onerosas ni en el presente ni hacia el futuro.
El problema aparece cuando la deuda supera cierto nivel, o cuando no se sabe
exactamente cuánta deuda se tiene, como es el caso de hoy en día, donde no se conoce a
ciencia cierta el volumen de productos financieros que circulan sin control, ni tampoco la
deuda que acarrean. Pudiéndose concluir que una acumulación excesiva de deuda, en el
caso del Estado, carga las cuentas públicas con el pago de importantes intereses, haciendo
más difícil la inversión, a la vez que limita el consumo porque detiene la actividad
económica. Y si supera ciertos límites, aumenta el riesgo de quiebra y, en consecuencia,
abre la senda de la pobreza.
¿Y cuáles son las causas del endeudamiento excesivo? Existen varias, pero una de ellas
proviene de los bajos tipos de interés y, conectado con ello, del excesivo afán de
enriquecimiento. Este último muy unido, por otra parte, al comercio abusivo de bienes
primarios como podría ser la vivienda tal como se vio en el Capítulo 1. La crisis de 1929 es
un buen ejemplo. El economista americano, ya referido al hablar de la circulación
monetaria, Irvin Fisher, adelantó las causas del endeudamiento excesivo de aquella crisis
en un famoso artículo escrito en 1933 en la revista Econometrica (The Debt Deflation Theory of
Great Depressions), donde aseguraba que:

«El sobreendeudamiento puede haber tenido varias causas, de las cuales la más común parece ser las
nuevas oportunidades de invertir a la espera de grandes beneficios, comparados con los beneficios e
intereses tradicionales, tales como nuevos inventos, nuevas industrias, desarrollo de nuevas fuentes de
recursos, recalificación de nuevas tierras o nuevos mercados. El dinero fácil es la causa principal del
sobreendeudamiento. Cuando un inversor piensa que puede lograr beneficios por encima del 100%
pidiendo prestado al 6%, estará siempre tentado de pedir prestado e invertir o especular con ese
dinero».

Y este ha sido el caso de la crisis actual. En este sentido, y por referirnos a España, la
deuda total en el primer trimestre de 2011 fue muy elocuente: totalizaba el 363% del PIB,
distribuida de la siguiente forma: 82% la deuda de los hogares, 134% la de las empresas
(no financieras), 76% bancos y otras entidades financieras, y 71% la deuda del Estado.
¿Qué había sucedido? Desde la entrada en la Eurozona, con la adopción del euro, las tasas
de interés cayeron un 40%, lo que dio origen, entre otras cosas, a la construcción de cinco
millones de viviendas. Además, se crearon dos millones y medio de hogares, y las
empresas, por su parte, iniciaron una enorme expansión alrededor de un dinero abundante
y barato. La consecuencia fue que, hoy, las empresas españolas están un 20% más
endeudadas que las francesas o las inglesas, por ejemplo, o dos veces más que las
norteamericanas y tres veces más que las alemanas, lo que les resta competitividad y
dificulta su marcha en una época en la que el crédito ha desaparecido. Grave problema que
se suma a la caída del sistema financiero debido a los efectos que la crisis ha tenido sobre
los impagos de los clientes y la burbuja inmobiliaria que reside en los balances bancarios.
Así, a mediados de 2011, los 19 primeros bancos y cajas españolas tenían una cartera
crediticia de más de 1,6 billones de euros (más de un 50% superior al PIB). Esto incluía:
deudas de hipotecas, tarjetas de crédito, créditos a empresas, construcción y promoción
inmobiliaria, y préstamos al sector público. Una debilidad que llevó a evaluar en 2012 unas
necesidades cercanas a los 60.000 millones de euros para salvar el sistema financiero
español.
La deuda excesiva tiene, obviamente, unos efectos muy negativos sobre la población.
Deuda que ha nacido, en múltiples casos, de las necesidades de financiación de
infraestructuras innecesarias que esconden con excesiva frecuencia actos de
irresponsabilidad económica, cuando no de corrupción. Este sería el caso, por volver a
España, de muchos aeropuertos, como han sido los de Huesca, Albacete, Reus, Córdoba,
Burgos, Badajoz, Salamanca, Logroño o León, por poner unos ejemplos; cuya
construcción o remodelación requirió casi 300 millones de euros para unas necesidades de
circulación que no alcanzaban los 1.000 pasajeros mensuales a inicios de 2012. Por no
hablar de autopistas de peaje vacías o de las comentadas necesidades de dinero público
para «salvar» cajas de ahorros en quiebra por la irresponsabilidad de sus gestores. Deudas
que son, normalmente, enjugadas con dinero público, lo que se traduce en mayores cargas
impositivas a los ciudadanos. Un evidente acto de injusticia social que, muy
ocasionalmente, acaba castigando a los responsables que tomaron decisiones tan negativas
para el bien común.

El corralito argentino
El primero de enero de 1992 se puso en marcha la Línea Peso: un decreto del Gobierno
argentino de entonces que establecía la paridad del peso argentino con el dólar. Los
billetes, a tal efecto, tenían la leyenda: convertibles de curso legal. Se acababa así con el Plan
Austral del presidente Raúl Alfonsín que, en 1985, había lanzado una nueva moneda —el
austral— con la idea de contener la inflación que ahogaba al país. Sin embargo, cuatro
años después, el austral se había devaluado un 5.000% respecto del dólar, de ahí que el
nuevo Gobierno de Carlos Menem se decidiera por una nueva estabilidad monetaria unida
a un fuerte programa de privatizaciones.
Hacia 1998, al final del segundo mandato de Menem, se inició de nuevo una profunda
recesión. El Gobierno entrante se encontró con un déficit cercano a los 7.500 millones de
dólares. Los impuestos no alcanzaban para pagar el gasto público, y las exportaciones no
eran suficientes para cubrir las importaciones y los intereses de la deuda. La consecuencia
fue evidente: mayor endeudamiento y, en el cercano horizonte, la bancarrota del Estado,
con el problema de que los bancos del país eran los mayores tenedores de la deuda estatal.
Una situación tan grave que llevó a los bancos a no cumplir sus compromisos.
A finales de 2001 el Banco Central argentino solo tenía 14.000 millones de dólares para
responder a la convertibilidad con el dólar. El sistema bancario tenía 48.000 millones a los
que no podía hacer frente, pues habían sido prestados a empresas y a personas insolventes
y, en consecuencia, el Banco Central no podía salir en su ayuda. De esa cantidad, unos
5.000 millones se debían al FMI. No había un solo dólar para luchar contra el tsunami
financiero que aparecía en el horizonte.
Antes de la crisis, el sistema argentino se consideraba bien capitalizado. Las reservas
fraccionarias, esas que permiten asegurar la solvencia del sistema financiero, eran en ese
momento suficientes. Sin embargo, no se escondían los riesgos ocultos del sistema
bancario argentino: alta exposición a las deudas del Estado y alto riesgo por sus
inversiones en divisas extranjeras. La catástrofe vino con la rápida revaluación del dólar
que, de 1996 a 2001, subió un 44% respecto del euro. A lo que se añadió la crisis brasileña
y la devaluación de su moneda (el real), que se hundió un 50% respecto del dólar, lo que
tuvo un efecto dramático: fue como si las exportaciones argentinas a Brasil hubieran
sufrido de golpe un aumento en las tasas del 70%, mientras que las importaciones había
que subsidiarlas un 40%. Y por si fuera poco, se produjo la repatriación de capitales
debido a las crisis de los países asiáticos.
Y en la trastienda, Argentina —inmersa en una profunda recesión económica— dando
a entender, con el peso igualando en valor al dólar, que su economía era similar a la
americana, lo que se tradujo en la desconfianza de los inversores extranjeros que huyeron
en masa: a finales de 2001, alrededor del 70.000 millones de dólares habían sido retirados
de los bancos. Con lo que, a fin de detener la sangría, el Gobierno impuso el «corralito» en
diciembre de ese año, no sin soportar muchos disturbios y alborotos callejeros, ya que la
primera medida del viernes 30 de noviembre de ese año tomada por el presidente de la
Rúa, fue la prohibición de sacar más de 250 pesos (o dólares) por persona y semana de los
bancos. Con el agravante de que, cercanos a Navidad, este presidente dimitió y el nuevo
Gobierno, presidido por Adolfo Rodríguez Saá, anunció la quiebra del Estado. Hecho
nefasto como se puede suponer, pues sumió al país en una década de depresión
económica.
A los pocos días, después de la renuncia de Rodríguez Saá, el nuevo presidente,
Eduardo Duhalde, anunció, casi de inmediato, la «pesificación» de los depósitos bancarios
en dólares, revocando la ley de convertibilidad bancaria vigente hasta ese momento. Una
medida que algunos denominaron como el «corralón». Una destructiva ley para los dólares
«acorralados» en las cuentas bancarias, que se transformaban en pesos al cambio de 1,40
pesos por cada dólar. Con el hecho de que las deudas mantenían su valor anterior: un
peso, un dólar.
A lo anterior se añadieron otras medidas respecto de las operaciones bancarias
internacionales, pagos de intereses, etc. Todo un descalabro para la economía argentina
que, al dejar flotar su moneda, situó el dólar en un valor de cuatro pesos: un
empobrecimiento enorme del pueblo argentino que vio el traspaso de su aparente riqueza
de los acreedores a los deudores. Un hundimiento que se entiende bien si se piensa que la
economía argentina operaba en pesos, mientras que sus deudas estaban en dólares, lo que
no era en absoluto equivalente por mucho que existiera una convertibilidad idéntica entre
ambas monedas. Es decir, los ingresos de los argentinos y la mayoría de sus empresas
estaban en pesos y sus deudas en dólares.
El corralito se dio por finalizado a finales de 2002, aunque todavía existen juicios
pendientes por ello. La Corte Suprema de Justicia argentina avaló la pesificación y la
devolución de los depósitos al valor de 1,40 pesos por dólar más la inflación y una tasa de
interés del 4% anual, lo que hizo que se pagaran unos tres pesos por dólar, cambio
aproximado en aquella fecha.
La crisis europea actual y, muy especialmente la de España, ha puesto en el ambiente la
posibilidad de un corralito que evitara la salida de fondos de los bancos. Una tesis a la que
se sumó en mayo de 2012 el premio Nobel Paul Krugman en su blog del New York Times
cuando daba por segura la salida del euro de Grecia en ese mismo mes, diciendo:

«Habrá una retirada masiva de dinero de los bancos en España e Italia para intentar llevarlo a
Alemania» (…) Podría haber controles para prohibir transferencias de depósitos fuera del país y
limitar las retiradas de dinero en efectivo» (…) Alemania tiene dos opciones: aceptar inyecciones
masivas de capital público en Italia y España, seguidas de una drástica revisión en su estrategia (dar
a España alguna esperanza de que tendrá un respaldo de su deuda para evitar que la prima de riesgo
se dispare, y poner un objetivo de inflación en la Eurozona más alto para permitir un ajuste de
precios) o por el contrario, el fin del euro».

En este momento no hay visos de corralito ni en España ni en Italia: no hay colas en las
oficinas bancarias, está en marcha una profunda reestructuración del sistema financiero, el
BCE sigue lentamente comprando deuda, y Grecia se mantiene en el euro. Aunque esto no
signifique un deterioro profundo de la moneda europea, es evidente la pérdida de
influencia de Europa en el mundo, y la situación precaria de la moneda única con varios
países en graves problemas financieros. Vayamos al descalabro de la Eurozona.

De la Unión Monetaria Latina al euro


La Unión Monetaria Latina se creó en París el 23 de diciembre de 1865 por iniciativa de
Francia, Italia, Bélgica y Suiza, acordándose la conversión de sus monedas al patrón oro
(0,29 gramos) o plata (4,5 gramos). Era un serio intento de crear una verdadera moneda
europea. Reinaba en Francia Napoleón III, el último emperador de los franceses.
Al año siguiente se une el Estado del Vaticano, y tres años después lo hacen España y
Grecia. En 1889, se sumarían Austria, Rumanía, Bulgaria, Serbia, Montenegro, San Marino
y, sorprendentemente, Venezuela. Poco después, con la tácita aprobación de Napoleón III,
el Vaticano acuñó moneda con menos plata que la acordada, y los bancos suizos y
franceses decidieron rechazarla. La consecuencia fue su salida de la unión monetaria. Lo
mismo sucedió con Grecia años después, en 1908, cuando ya se había abandonado la plata
y el oro era el metal de las monedas: los griegos fabricaban moneda con menos cantidad de
oro que la fijada. Curiosamente, la entrada de Grecia en el euro más de un siglo después
estará también envuelta en un engaño.
Aunque la Unión Monetaria Latina se mantendrá hasta 1927, la Primera Guerra
Mundial acabará de facto con el sistema. Pasarán, por tanto, 134 años entre la Unión Latina
y la creación del euro el primero de enero de 1999, después de un largo proceso de
complejas negociaciones siempre con la oposición inglesa. En 1993 se firma el Tratado de
Maastricht que ponía en marcha la Unión Monetaria en el horizonte del final de siglo y
daba paso a la creación del Banco Central Europeo. Los Estados miembros del euro
debían cumplir el Pacto de Estabilidad, que les obligaba a unos estrictos compromisos: un
déficit de las cuentas públicas no superior al 3% de su PIB, una deuda limitada al 60% del
PIB, inflación contenida (alrededor del 2%) y tasas de interés cercanas a la media de los
países de la Unión Europea. En 1999 entraron 11 países. Grecia se quedó fuera: fue
excluida de la primera ronda por no cumplir lo estipulado. Entró en la Eurozona dos años
después. Una entrada que dio lugar a una enorme polémica, pues los griegos formaron
parte de la Eurozona gracias a la manipulación de sus cuentas públicas bajo el
asesoramiento de Goldman Sachs, siendo vicepresidente en Europa de esta entidad el
actual presidente del Banco Central Europeo, Mario Draghi. Un fraude que ha traído no
pocos problemas a la presente crisis del euro.
¿Cuál fue el sentido de la creación del euro? ¿Se trataba de un interés político? ¿Tenía
un fundamento económico? A los ciudadanos europeos nadie, desde luego, les consultó la
medida. Una decisión que afectaría su vida de modo tan profundo no se sometió a
ninguna discusión pública más allá de las que se produjeron en cerrados entornos
políticos. El euro era bueno sin paliativos, porque los dirigentes democráticamente
elegidos así lo decidieron. Son las reglas de la democracia actual: el pueblo soberano no
entra sino cada cierto tiempo a elegir a sus representantes políticos, y una vez elegidos,
estos toman decisiones transcendentes sin preguntarle. Un hecho que transforma la
democracia en una votocracia ejercida cada cuatro años, y pone en duda la calidad de los
valores democráticos como reglas de universal validez. Pero volvamos a nuestro tema.
El euro fue la respuesta a la necesidad de abolir las barreras aduaneras de los países de
la Comunidad Económica Europea (Francia, Italia, la República Federal de Alemania y el
Benelux, formado por Luxemburgo, Bélgica y Holanda). Pocos habían leído, seguramente,
las reflexiones monetarias del economista canadiense Robert Mundell que, curiosamente,
recibió el premio Nobel de Economía el mismo año del lanzamiento del euro.
Mundell escribió en 1961 un interesante artículo en la revista American Economic Review
con un título significativo: A Theory of Optimum Currency Areas, donde expresaba su visión
sobre las zonas monetarias. Allí discutía la oportunidad de que distintas naciones tuvieran
una moneda común. Para el caso, Mundell se refería a Canadá y Estados Unidos. Su
artículo comienza así:

«Es evidentemente obvio que las crisis periódicas de las balanzas de pagos seguirán siendo una parte
inherente del sistema económico internacional en tanto que se mantengan rígidas las tasas de interés,
los salarios, y los precios, que no dejan a los condicionantes comerciales ejecutar su papel natural de
ajuste del proceso».

Continuando con esta apreciación:

«Es, sin embargo, más fácil plantear el problema y criticar las alternativas antes que ofrecer soluciones
factibles y constructivas para eliminar lo que ha llegado a ser un desequilibrio internacional del
sistema. Este artículo, desgraciadamente, ilustra en contra del uso práctico, en ciertos casos, de la más
plausible alternativa: un sistema nacional de divisas conectadas por tasas de cambio flexibles».

Para este economista resultan pues necesarias tres condiciones para tener una moneda
común. Primero, una integración económica intensa entre los países que lo pretenden.
Segundo, poca asimetría en las economías de tales países. Y, tercero, capacidad para poner
en marcha los mecanismos correctores en caso de desajustes, como podrían ser:
migraciones entre dichos países para responder a diferencias salariales, o flexibilidad en los
precios para ajustar variaciones en la demanda.
No hace falta ser muy perspicaz para ver que en el caso europeo, si bien existe una
integración económica intensa por la vía comercial y monetaria, los países de la Europa del
euro presentan fuertes asimetrías económicas, especialmente los industrializados de la
Europa del norte respecto de los más volcados a los servicios de la del sur. Y que los
posibles mecanismos correctores son inexistentes, en tanto que son regulados por las
políticas económicas locales. Siendo igualmente inexistentes los movimientos migratorios
entre ellos, como existen, por ejemplo, en Estados Unidos. La Europa del euro está tan
dividida en compartimentos que la aparición de la crisis financiera mundial ha puesto a las
claras los problemas que encierra: primero los económicos y después los políticos, o al
revés.
Mirando simplemente a lo económico, el diseño del euro no podía ser la cuadratura del
círculo económico europeo. Lo que algunos definen como el trilema económico, según el
cual no es posible lograr a la vez la estabilidad de los cambios de divisas, la libertad en los
movimientos de capitales y la autonomía de las políticas monetarias. ¿Qué ocurrió
entonces? Los representantes políticos optaron en Maastricht por dos de ellas: el euro para
estabilizar las tasas de cambio y, en paralelo, abrir los mercados de capitales.
La política monetaria común quedaba en el aire, ya que, al final, la decisión no
presentaba tres, sino dos opciones: seguir la política monetaria de Alemania o renunciar a
una moneda común. Se escogió la primera antes de abandonar el proyecto; con lo que el
euro de hoy se parece mucho al marco alemán de ayer, siendo el Bundesbank la entidad
financiera dominante. Todo ello sin los mecanismos correctores apuntados por Mundell.
Otro ejemplo: los precios de bienes y servicios no son los mismos de un país a otro, a lo
que se unen las tasas de inflación que son, evidentemente, distintas, lo que aumenta los
desajustes. Así, para una misma tasa de interés, digamos del 2%, un país con una inflación
del 3% y otro con el 1%, tendrán evidentes diferencias de precios finales. En el primero la
inflación llevará a una revalorización de sus activos en un 1%, mientras que en el segundo
costarán un 1% más. Una circunstancia que, por ejemplo, sucedió en España en los años
2000, ya que la inflación estaba siempre por encima de las tasas de interés y comprar una
vivienda era un negocio en sí mismo por la revalorización que le daba de manera
automática la inflación. Otra llamada a una recesión en el momento en que cambiara el
ciclo económico: la inflación media del periodo fue en España cercana al 3%, mientras que
en Alemania no llegó al 2%.
Las caídas de los tipos de interés en un contexto de dinero fácil dieron el espejismo de
la riqueza sin límites y fue el inicio del desastre que se anticipaba por el enorme
endeudamiento de empresas y familias. Las primeras apoyando su crecimiento en compras
financiadas con deuda, y las segundas endeudándose para comprar viviendas o financiar
otros bienes con créditos bancarios, sin olvidar cómo algunos utilizaban los créditos
baratos para especular en el mercado inmobiliario.
A lo anterior se unió el precedente de la ligereza con que Alemania y Francia dieron al
traste con el Pacto de Estabilidad, que incumplieron sin ninguna consecuencia a partir de
2003. Casos distintos —por no aludir al fraude griego de engaño de sus cuentas públicas
— que, en realidad, se sustentaban en el mismo fundamento: una gestión indolente e
imprudente de las cuentas públicas, y una escalada alocada del crédito privado que ha
conducido en los países del sur a una seria caída del ahorro, al deterioro de las finanzas
públicas, a la crisis del sistema financiero y a la enorme pérdida de competitividad. Un
empobrecimiento generalizado por la mala gestión, cuando no la torpeza extendida, de la
clase política en su manejo de la política económica que no supo o no le interesó ver lo
que se avecinaba.

La trastienda del euro


Quizás, de la insignificancia del dinero que exponía Stuart Mill o de la ecuación de Irving
Fisher, se podría llegar a la conclusión de que el dinero no tiene un gran efecto sobre la
economía, más allá de ser un simple instrumento. O como decía otro de los economistas
de la Escuela Clásica, Juan Bautista Say:

«La moneda no es más que un velo. No es sino un útil que sirve como unidad de cuenta y de
intermediación en los intercambios comerciales».

La revolución monetaria de Milton Friedman, iniciada en los años cincuenta del siglo
pasado, puso las cosas en otro contexto. Friedman, nacido en una familia de emigrantes
judíos, pasó una pobre niñez ayudando a su madre viuda con todo tipo de pequeños
trabajos, a la vez que fue un brillante alumno en la escuela local. Así consiguió una beca
para ir a la Universidad de Rutgers y luego a Chicago, donde se graduó en 1932, con 20
años, en Economía y Matemáticas. Para acabar finalmente como profesor en Columbia, ser
uno de los economistas más influyentes del siglo XX y lograr el premio Nobel de
Economía en 1976.
Para Friedman, la Economía tiene que ser una ciencia práctica de resultados
comprobables basados en observaciones empíricas. Con esta forma de pensar, revolucionó
la teoría del dinero establecida por el ya referido Fisher. Lo que hizo basándose en algunas
consideraciones, como son: la relación existente entre la masa monetaria y los diferentes
agregados económicos (el PIB o la renta per cápita, por ejemplo), o la influencia de la masa
monetaria en el nivel de los precios de consumo o el nivel de inflación, del que asegura:

«La causa inmediata de la inflación es siempre y en todas partes la misma: un crecimiento


anormalmente rápido de la cantidad de dinero con respecto al volumen de los bienes producidos».

Siendo la inflación, en el fondo, un verdadero impuesto: si los precios crecen, digamos,


un 3% anualmente, a igualdad de ingresos, se pierde un 3% de capacidad de compra. Es
decir, cada unidad monetaria pierde un 3% de su valor debido a la inflación. Si bien,
cuando se compra «a crédito» el comportamiento puede ser beneficioso tal como
comentamos anteriormente, pues el efecto de la inflación cuando las tasas de interés son
menores revaloriza la inversión. El problema estriba entonces en conjugar ambas
posiciones; aunque una inflación alta siempre será signo de empobrecimiento, de ahí que
la política económica se oriente a mantenerla en límites razonables. Y a este respecto
Friedman es contundente:

«La moneda es una cosa demasiado importante como para dejarla en manos de los bancos Centrales».

Desde el inicio, el euro estuvo sometido a problemas. En su primer año Alemania y


Francia presentaron fuertes déficits en sus cuentas públicas: 43.000 y 25.000 millones de
euros, respectivamente. Con la circunstancia de que 10 años después Alemania ya tenía un
superávit por encima de los 140.000 millones. En ese período, Alemania había decidido
ajustarse y ahorrar, y en el resto, sobre todo en el sur de Europa, se hizo todo lo contrario.
Algo así como la conocida fábula de La cigarra y la hormiga del griego Esopo: durante los
años 2000 el consumo per cápita se dispara en Francia (19%), España (22%) y Grecia (39%),
mientras que se contiene en Alemania (9%), a la vez que en este país se controla el
crecimiento de los salarios y se aborda una reforma laboral con el objetivo de reducir el
paro al mínimo facilitando trabajos de media jornada y otros esquemas similares.
La crisis que estalló en 2008, obviada por los Gobiernos de los países del sur, puso a
cada país frente a la cruda realidad. Los tiempos de bonanza se habían terminado y, sobre
todo, los créditos se hacían cada vez más caros y difíciles de obtener, con lo que los
diferentes sistemas financieros entraron en profunda crisis. De manera que para resolver la
situación, los Gobiernos de los países con problemas optaron por la clásica regla: subir los
impuestos para salvar el sistema. O mirado desde otro punto de vista, según acertada frase
el director del think tank Bruegel, Jean Pisani-Ferry:

«Fueron los financieros los que pusieron de rodillas a los Estados».

Ante esta situación, algunos se han preguntado si no sería mejor salir de la moneda
única, del euro. Según dicen, esto traería evidentes mejoras a la competitividad de la
economía. Sin embargo, los que así piensan, no acaban de comprender lo que ya sucedió
en Argentina con su salida de la paridad dólar, como hemos comentado ampliamente más
arriba. O como mejor expresa Pisani-Ferry en su libro Le réveil des démons:

«Una posible salida del euro tendría varios graves asuntos que resolver».

Graves asuntos que Pisani-Ferry desgrana de la manera siguiente. El primer problema


es el jurídico: el Tratado de Lisboa, aunque tiene una cláusula de salida de la Unión
Europea, no contempla la salida del euro, y menos la expulsión de ningún Estado. El
segundo es técnico: la adaptación al euro requirió años de modificaciones de los sistemas
informáticos empresariales, así como de cambios en todas las máquinas de vending para
aceptar la nueva moneda. Su marcha atrás requeriría igualmente un gran esfuerzo técnico y
económico. El tercero es puramente económico: el precio de una nueva moneda sería el
que determinaran los mercados, como sucedió con el peso argentino antes comentado. El
efecto en los costes de las importaciones se haría sentir con fuerza. Lo mismo ocurriría
con las tasas de interés. Unos aspectos que lastrarían aquella economía que optara por salir
de la moneda única, sobre todo en el corto plazo. Además los costes sociales no se harían
esperar. Y, finalmente, el cuarto obstáculo es financiero: los stocks y las deudas se
mantendrían en euros. Ir a una quiebra no sería la solución porque nadie presta a un país
quebrado, y un corralito a la europea agravaría la situación del país que se encontrara en
esa tesitura.
Unas consideraciones que deberían pensar seriamente aquellos políticos —y aquellos
que inconscientemente les secundan— que propugnan, con evidente demagogia, las
bondades de una posible independencia de sus regiones fuera de sus actuales Estados. La
salida del euro les produciría enormes cargas económicas imposibles de soportar, y el
mantenimiento del euro como moneda de referencia fuera de la Eurozona se haría
imposible. Todo un camino hacia la pobreza.
El euro, sin embargo, se comporta de forma distinta según la economía donde se
mueva. Y aquí entran otros elementos. Como son la deuda y el crédito. A partir de 2008, y
muy especialmente desde 2009 hasta aquí, las primas de riesgo se desbocaron en los países
más frágiles. Las agencias de rating hicieron su trabajo y los especuladores el suyo. Detrás,
los CDS de cobertura de las deudas soberanas y corporativas, cuyos precios subieron
como la espuma siguiendo a las primas de riesgo. Pues, como dijimos, la deuda es la lacra
económica de los países con problemas. Una deuda, cuyas tasas de interés se pueden hacer
insoportables para cualquier economía por relevante que sea, a la vez que destroza las
expectativas de generaciones futuras. Pues la prima de riesgo —lo que se entiende como el
sobreprecio que hay que pagar para financiarse en los mercados respecto de otros países
(en Europa, Alemania)— y los intereses de la deuda van unidos. Pongamos un ejemplo.
Supongamos que un país tiene una deuda total del 90% de su PIB y la financia al 3%. El
resultado será que sus intereses anuales serán el 2,7% del PIB. Cifra que resulta de
multiplicar ambos dígitos, 90% por 3%. Sin embargo, si la tasa a pagar fuera el 7%, el
resultado sería el 6,3% del PIB, es decir, 90% por 7%. No digamos si ambos números
fueran más elevados como ha sucedido, por ejemplo, en Grecia. Las cargas financieras de
esta situación empobrecen siempre a los pueblos, que tardan décadas en escapar, si es que
lo logran alguna vez.
En este contexto, Alemania, principalmente (aunque también otros países, como
Finlandia u Holanda), han forzado enormes ajustes a los Estados del sur; todo ello en un
complejo equilibrio: ya que ni los unos ni los otros quieren que caiga el euro, si bien por
razones poderosamente distintas.

El galimatías del Quantitative Easing


Vistos los problemas inherentes a aumentar la masa monetaria, surge la pregunta: ¿Cómo
hacer dinero sin fabricar dinero? La solución, como tantas veces, es la creatividad
financiera. En este caso, con lo que se denomina expansión cuantitativa o Quantitative Easing
(QE), en inglés. Un término que hace referencia al aumento de la masa monetaria sin
necesidad de «fabricar» moneda. Lo que se logra, por ejemplo, bajando los tipos de interés
para aumentar el volumen de los créditos y, en consecuencia, dar mayor circulación al
dinero existente. Por eso se llama también relajación financiera, que tiene como objetivo
movilizar la actividad económica.
Otra posibilidad, usada por los bancos Centrales, es comprar ciertos activos financieros,
por ejemplo, de otros bancos, para inyectar una cierta cantidad de dinero en el sistema.
Dichos activos no suelen ser los tradicionales bonos emitidos por los Gobiernos, aunque a
veces sí. Este habría sido el caso de las actuaciones del Fondo de Reestructuración Ordenada
Bancaria (FROB) con los bancos españoles. El FROB creado en 2009 con 9.000 millones
de euros, que fueron ampliados posteriormente con otros 6.000 millones, más la
posibilidad de obtener recursos externos hasta un máximo de 120.000 millones, se pensó
para reestructurar el sistema de cajas de ahorros, haciendo que las entidades en serias
dificultades fueran absorbidas o fusionadas con otras a fin de dar mayor estabilidad al
sistema. En el fondo, se trataba de fusiones virtuales.
Con respecto a los bonos de países europeos con problemas, otro esquema de QE fue el
usado por el BCE cuando se vio obligado a drenar liquidez del interbancario evitando que
hubiera tensiones de inflación y, por tanto, aunque técnicamente no se pudiera asegurar
que se trataba de QE, al bajar la calidad del colateral y prestar a los bancos al 1% se creaba
un incentivo para la compra de bonos de los países con problemas, generándose a la vez
jugosos beneficios mediante el carry trade.
¿Qué significa todo este embrollo? Simplemente, que cuando hay mucho dinero en
circulación los precios tienden a subir, es decir la inflación tiende a aumentar con los
negativos efectos ya comentados. Para evitarlo, los bancos Centrales salen a vender títulos
o hacer subastas para retirar dinero del sistema. Esto es lo que se denomina drenar liquidez,
que sería lo contrario de inyectar liquidez, es decir, cuando son los bancos los que «salen de
compras». Sin embargo, si es el Banco Central Europeo (BCE) quien sale a prestar dinero
barato al 1% cuando los bancos entre sí lo hacen a tasas de interés —el interbancario—
mucho más elevadas, se produce un efecto perverso que anima a la especulación. Es lo que
se llama carry trade. O mejor dicho: especulación monetaria. ¿Y cómo funciona? Simplemente,
tomando prestado del BCE al 1% e invirtiendo todo o parte de esos préstamos en bonos
estatales (el colateral) a «primas» (intereses) muy superiores.
Lo explicaremos con más detalle. Supongamos que la rentabilidad de los bonos estatales
(prima de riesgo) fuera del 5% y se invirtiera un millón de euros. Este millón pagaría de
intereses al BCE 10.000 euros (un 1%) y recuperaría de su compra de bonos 50.000 euros
(interés al 5%). Es decir, una ganancia de 40.000 euros. Póngase en lugar de un millón de
euros 500 millones, y las ganancias serían 20 millones de euros. Nada despreciable dado
que son operaciones a muy corto plazo.
¿Y cuál es el efecto de todo esto sobre la economía? Pues que ese dinero, que podría ir a
financiar actividades empresariales, se mueve en un circuito especulador de muy poco
riesgo, ya que los bonos estatales son siempre una buena inversión, salvo que el Estado en
cuestión quiebre. Típicas operaciones de un casino donde la banca busca ganar siempre.
Estos procedimientos de QE, en el fondo, son mecanismos para crear dinero «ficticio»
en lugar de dinero en «papel», con lo que aumentan, por tanto, las reservas bancarias. Así,
crece el precio de los activos financieros y se disminuyen los intereses. Por otro lado, hay
que decir que esta forma de creación monetaria es un buen sistema para controlar la
inflación y para evitar que una depresión económica no se sume a una deflación (caída
generalizada de los precios). Ejemplos de este procedimiento ya fueron usados por Japón
durante su crisis de finales de los noventa del siglo pasado, y sobre todo por la Unión
Europea y el Reino Unido desde que estalló la crisis en 2008.
También lo hizo la Reserva Federal (FED) estadounidense que gastó 600.000 millones
de dólares en noviembre de 2008 para la compra de títulos respaldados por hipotecas
(Mortgage Backed Securities). Y en marzo de 2009 realizó una operación similar al comprar
deuda bancaria por valor de casi dos billones de dólares, lo que repitió en junio de 2010
con una cantidad similar. Después de esas operaciones, llamadas QE1 ( Quantitative Easing
1), se lanzó el QE2 en noviembre de ese mismo año comprando 600.000 millones de
dólares de bonos del Tesoro con vencimiento a un año. Luego vino el QE3. Se trataba, en
definitiva, como hemos dicho antes, de una nueva manera de aumentar el volumen del
dinero sin necesidad de darle a la «máquina del papel», con la diferencia de que se usaron
mecanismos electrónicos, que, como dijo una vez el presidente de la FED, Ben Bernanke,
«se hacía porque sí». En sus palabras exactas: «Willy nilly». Es decir: Quieras o no.
El dinero del FMI
Los hay que dicen que John Maynard Keynes fue el economista más prominente del siglo
XX. Quizás no sea así, pero, ciertamente, sus planteamientos han tenido enorme influencia:

le han trascendido y siguen teniendo actualidad, sobre todo entre los ideólogos
socialdemócratas.
Keynes nace en Cambridge (Inglaterra) a primeros de junio de 1883, muy poco después
del fallecimiento de Carlos Marx. Su padre, John Neville Keynes, era profesor de Lógica y
Economía Política en la Universidad de Cambridge, y su madre, Florence, era reconocida
localmente por sus ideas políticas, de manera que llegó a ser la primera mujer elegida
concejal de la villa de Cambridge para después ocupar el puesto de alcalde de la ciudad.
Los esfuerzos de ambos harán que Manyard obtenga una beca para entrar en el King’s
College de la reputada Universidad de Cambridge. Allí estudiará matemáticas y participará
en varias asociaciones, incluida la sociedad de los Apóstoles; una sociedad secreta, conocida
también como la Cambridge Conversazione Society, cuyos integrantes trataban de encontrar la
verdad desde postulados puramente intelectuales. Allí estuvieron en diferentes épocas:
Erasmus Alvey, hermano de Carlos Darwin; el poeta Alfred Tennyson; Bertrand Russell;
el filósofo Ludwig Wittgenstein, e incluso el premio Nobel de Economía Amartya Sen,
aparte del propio Keynes como hemos dicho.
Después de su paso por las matemáticas, Keynes se lanza al estudio de la economía para
preparar unas oposiciones a la Universidad de Cambridge. Alfred Marshall y Arthur Cecil
Pigou, grandes economistas ambos, serán sus tutores. Keynes conseguirá la plaza número
12 entre un colectivo de 104 presentados y, entre las diversas opciones que tiene, se
decanta para ir como funcionario de la Oficina de la India, que se ocupaba entonces de los
asuntos de aquel país, parte integrante de la Commonwealth.
En 1919 Keynes publica Las consecuencias económicas de la paz, un encendido alegato en
contra de las condiciones económicas impuestas a la vencida Alemania después de la
Primera Guerra Mundial, que él estima totalmente irrealistas e imposibles de cumplir. El
tiempo demostrará que estaba en lo cierto. El problema es que fue demasiado tarde: ya se
había desatado el nacionalsocialismo alemán de Hitler y la Segunda Guerra Mundial estaba
en el horizonte.
En julio de 1944, ya famoso y adinerado, conduce la delegación británica en las
conversaciones de Bretton Woods, que darán paso a la creación del Banco Mundial y del
FMI.
La obra de Keynes aborda múltiples problemas económicos que siguen vigentes: las
cuestiones monetarias, los problemas de la inflación y la estabilidad de los precios, el
problema del desempleo, las tasas de interés, el consumo y la inversión, etc. Todo lo cual
concentra en su obra más conocida: Teoría general del empleo, el interés y el dinero, que publica
en septiembre de 1936 con la idea de contrastar sus argumentos con los de la teoría
económica clásica aún vigente en aquellos días. Así lo refiere al indicio del primer capítulo:

«He llamado a este libro la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, poniendo el
énfasis en el prefijo general. El objetivo de este título es mostrar la diferencia entre mis argumentos y
conclusiones con los de la teoría clásica, en la que me crié y que domina el pensamiento económico,
tanto práctico como teórico, de las clases gobernantes y académicas de este tiempo, al igual que lo ha
hecho durante los últimos cien años».

Aunque la obra de Keynes ha merecido múltiples libros, no es nuestro objetivo


comentar al economista. Baste con este preámbulo y vayamos al FMI.
Originalmente, el FMI se creó con 45 países miembros con el objetivo de estabilizar los
tipos de cambio entre las diferentes divisas y ayudar en la reconstrucción del sistema
financiero mundial después de la Segunda Guerra Mundial. Los países contribuían —y
contribuyen— en un fondo mediante unas cuotas determinadas y, en caso de necesidad,
pueden tomar préstamos de ahí temporalmente. Actualmente hay 188 países, a los que hay
que añadir la República de Kosovo. Los Estados Unidos contribuyen con casi el 18% de
las cuotas, seguidos de Japón con un 6,5%, aproximadamente, y Alemania con algo más
del 6%. España ocupa el decimocuarto puesto. No llega al 1,7%, y se encuentra detrás de
Bélgica más cercana al 2%.
Las reservas del FMI no son realmente dinero, sino un mecanismo monetario que solo
puede ser transformado en dólares, euros, yenes o libras esterlinas. Se trata de lo que se
denominan Derechos Especiales de Giro (DEG), una suerte de moneda sintética, no
comercializable. Si bien, el anterior responsable del Fondo, Dominique Strauss-Kahn,
propuso que los países miembros adoptaran los DEG como divisa de reserva, a fin de dar
estabilidad al sistema financiero mundial en prevención de crisis monetarias. Esto iba,
desde luego, en contra del dólar que es el que desempeña actualmente ese papel. En
octubre de 2012, un dólar equivalía a unos 0,65 SDR. Y en esa fecha el banco mantenía en
sus arcas unos activos de unos 150.000 millones de dólares, de los que unos 5.000 millones
eran en oro.
¿Qué sucede cuando un país necesita asistencia del FMI? En el segundo capítulo nos
referimos a los préstamos a Islandia, y en este hemos hablado de Argentina en la época del
corralito, vayamos ahora a los «hombres de negro» del FMI. Un término periodístico que
se puso de moda con la quiebra de Grecia que hacía mención a los técnicos de esta
institución cuando se trasladan a un país necesitado de ayuda. En este caso los técnicos del
FMI son los que valoran las necesidades e imponen las medidas correctoras que el país
deberá poner en marcha si es rescatado. España tiene en el FMI unos 5.600 millones, lo
que le da derecho a un préstamo de 33.600 millones, el 600%.

La estructura del capitalismo financiero


Desde el final de la Segunda Guerra Mundial o, más expresamente, desde que se cerraron
los acuerdos en Bretton Woods con la creación del FMI y el Banco Mundial, el mundo ha
basculado entre dos pensamientos económicos: las ideas de Keynes, fundamentalmente
hasta la crisis del petróleo de 1973, y las ideas neoliberales de Milton Friedman y, de
alguna manera también, del economista Friedrich von Hayek. Ideas neoliberales que se
asentaron fuertemente durante los años ochenta del siglo pasado: en concreto con Ronald
Reagan, presidente de Estados Unidos entre 1981 y 1989, y Margaret Thatcher, primera
ministra británica entre 1979 y 1990. El período de 1973 a 1980 es un período de
transición, algo confuso en lo económico.
La caída del comunismo y la unificación alemana consolidó aquella situación; de manera
que, en lo económico, la socialdemocracia europea perdió su sitio. No existía otra cosa que
la política económica liberal, muy consolidada desde la llegada del euro. Un escenario que
no dejaba ningún margen a las políticas socialistas en tanto que la política monetaria era
solo una. Una suerte de «fin de la Historia» a modo de lo expresado por Francis Fukuyama
en su artículo de 1989, publicado en la revista The National Interest, bajo el título The End of
History?:

«El triunfo del Oeste, de las ideas del Oeste, es evidente ante todo por la total inexistencia de
alternativas sistémicas viables al liberalismo del Oeste. En la pasada década, ha habido cambios
inequívocos en el clima intelectual de los mayores países comunistas, y los comienzos de significantes
reformas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política y puede verse en la ineluctable
expansión de la consumista cultura del Oeste en contextos tan diferentes como los mercados de la gente
del campo y los televisores en color tan omnipresentes ahora en toda China, las cadenas de restaurantes
y las tiendas de ropa que abrieron el pasado año en Moscú, la popularidad de Beethoven en los
grandes almacenes japoneses, y la música rock que gusta de igual manera en Praga, Rangún o
Teherán».

Estamos ya muy acostumbrados a que la medida del bienestar económico de los países
avanzados sea el crecimiento económico, el PIB. Es una manera economicista de ver la
bondad de la política económica. Si la economía crece, todo va bien, y nadie se pregunta
cómo se distribuye ese crecimiento. Así, durante la época neoliberal que comentamos,
entre 1981 y 1999, el crecimiento medio anual en los países de la OCDE fue de un 2%,
muy por debajo del 3,5% ocurrido entre 1960 y 1980. Y si se consideran únicamente los
países desarrollados, la cuenta se salda con un 0,7% en los años ochenta y noventa contra
un 3,2% en los sesenta y setenta. De lo que se podría deducir que las políticas keynesianas
fueron más eficaces que las neoliberales.
Y aquí entramos en el problema del justo reparto de la riqueza. Pues no se trata de que
la economía crezca, o no solo, se trata de que ese crecimiento se distribuya con más
justicia. Pues, desgraciadamente, se constata que del 80% de la mejora económica en los
países ricos, un 50% se fue a las clases más favorecidas económicamente. Con la
consideración de que el 20% de los más pobres solo alcanzan, en líneas generales, entre el
5% y el 9% de la riqueza generada. Y no digamos en los países más pobres, donde el 20%
de los ricos se hacen con la mayoría de la riqueza generada (entre el 50% y el 89%),
mientras que el 20% de los más pobres solo alcanzan entre el 3% y el 5% de esa mejora de
nivel de vida. Constatándose que el 2% de los ricos poseen el 50% de la riqueza mundial.
Es decir: es cierto que el crecimiento económico mundial reduce la tasa de pobreza, pero
también es muy cierto que la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor, tanto en los
países del primer mundo como, de manera más ostensible, en los más pobres. Unas
desigualdades que ponen muy en cuestión la políticas económicas liberales. Lo iremos
viendo con más detalle en lo que sigue.
CAPÍTULO 4

El capital

«El bienestar de las sociedades donde prevalece el modo de producción capitalista, se presenta en sí
mismo como «una inmensa acumulación de mercancías», siendo una mercancía individual su forma
más elemental. Nuestra investigación debe, por consiguiente, comenzar con el análisis de una
mercancía. Una mercancía es, en primer lugar, un objeto fuera de nosotros, una cosa que debido a sus
propiedades satisface las necesidades humanas de una u otra manera. La naturaleza de tales
necesidades no hace diferencia si, por ejemplo, nace del estómago o de un capricho. Tampoco importa
cómo ese objeto satisface nuestros deseos, ya sea directamente como medio de subsistencia o
indirectamente como medio de producción. Toda cosa útil, como el hierro, papel, etc., ha de considerarse
según un doble punto de vista: su cualidad y su cantidad. Es un conjunto de muchas propiedades y,
como tal, puede usarse de formas diversas. Descubrir los diferentes usos de las cosas corresponde a la
historia. Lo mismo sucede con el establecimiento de las normas de medida socialmente aceptadas
respecto de la cantidad de esos útiles objetos. La diversidad de tales medidas tiene su origen, en parte,
en la distinta naturaleza de los objetos a medir y, en parte, en los convencionalismos».

El marxismo de Carlos Marx


El párrafo anterior es el comienzo de El Capital, una crítica de la economía política, la obra
cumbre de Carlos Marx. Se trata de un primer capítulo dedicado a las mercancías y el
dinero, que arranca con la discusión del valor de las mercancías: su valor de uso y su valor
intrínseco, que Marx divide entre la sustancia de ese valor y su magnitud. No en vano
Marx había estudiado Derecho y Filosofía, y su enfoque, como en el resto de economistas
clásicos, considera necesario enmarcar los aspectos económicos en sus contextos histórico,
sociológico y, especialmente, filosófico.
El primer volumen de El Capital, es el que refleja su pensamiento más directo, ya que lo
publicó él mismo en 1867. Los siguientes vinieron después de su muerte: los tomos dos y
tres, a cargo de su amigo Friedrich Engels, en 1885 y 1894, respectivamente, y el cuarto
elaborado en 1910 por Karl Kautsky, un afamado teórico del marxismo. Marx murió en
Londres el 14 de marzo de 1883. Se podría decir con esto que Carlos Marx no fue en
realidad marxista, lo fueron sus seguidores.
Es posible hacer dos interpretaciones de las ideas económicas de Marx, dependiendo de
donde se ponga el énfasis. La primera sería la que se refiere a sus críticas sobre el
capitalismo económico, que es la que dirige todo el desarrollo marxista posterior. Y la
segunda vendría de sus aportaciones a la economía política. Marx puede considerarse, en
este sentido, como el iniciador de una visión sistémica de la economía, que incorpora al
análisis económico el entorno y las relaciones de poder que ahí existen. Siendo, por tanto,
el primero en analizar las crisis económicas como algo esencial en el comportamiento de
las economías capitalistas. Crisis originadas, según él, por los cambios que introducen en la
economía las políticas monetarias. Con este bagaje, Marx adopta una visión materialista de
la historia, asegurando que:

«El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e
intelectual. No es la conciencia de los hombres la que determina su forma de ser; al contrario, es el ser
social el que determina su conciencia».

Una forma de pensar que, de alguna forma, anula la libertad individual y que fue origen
del materialismo histórico que siguió después de Marx. Un concepto lanzado por Georgi
Plejánov, oponente de Lenin y autor de La concepción materialista de la historia. Una forma de
pensar, como tantas otras, asumidas por los marxistas revolucionarios, que condujeron a
los totalitarismos comunistas que tantas desgracias trajeron a la humanidad con su
violencia y rechazo a la dignidad de las personas.
Sin embargo, si la puesta en práctica de las ideas marxistas trajo muchos desastres a
pueblos y personas, no por eso hay que demonizar todo el pensamiento de Carlos Marx.
Ya que, aparte de sus evidentes errores, tiene aspectos positivos. Entre otros, su visión
crítica de un capitalismo sin control y esclavizante.
Volvamos de nuevo al primer tomo de El Capital. La segunda parte del capítulo
primero se dedica a la transformación del dinero en capital, y se inicia así:

«La circulación de mercancías es el punto de arranque del capital. La producción de mercancías, su


circulación, y esa forma más desarrollada de su circulación llamada comercio, constituyen la base
histórica en la que se apoya».

Con lo que las mercancías, y en su esencia, las materias primas, se transforman gracias a
la cantidad de trabajo que incorporan. Es el trabajo lo que debe darles su valor final. De aquí
nace la teoría del valor de Marx, «poniendo en valor» —como se suele decir ahora— al
trabajo y al trabajador.
Las mercancías, por su parte, tienen un precio y responden a una necesidad. Lo que
lleva a Marx a considerar la necesidad de establecer los precios de los bienes producidos
según la cantidad de trabajo social que incorporan. Una visión que relaciona al Marx
economista con el Marx filósofo:

«En el cálculo del valor de intercambio de una mercancía, es preciso añadir la cantidad de trabajo
empleada en último lugar: la cantidad de trabajo incorporada en la materia prima de la mercancía, así
como la cantidad de trabajo aplicada a los medios de ese trabajo, a las herramientas, a las máquinas,
a los edificios, que han servido para realizar ese trabajo».

Marx estimaba que los precios del mercado tienden a fijarse, en situación de
competencia, según el valor que comporta el trabajo en la mercancía elaborada. Un hecho
que los marxistas posteriores obviaron con sus políticas económicas dirigistas, que
mataban el juego de la oferta y la demanda, y despreciaban, en consecuencia, la economía
de mercado. Carlos Marx, sin embargo, a este respecto aseguraba que:

«Las fluctuaciones de los precios del mercado que, a veces sobrepasan el valor o el precio natural, y a
veces caen por debajo, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda».
Sin olvidar el hecho de que ha de ser la cantidad de trabajo «socialmente necesario» para
la fabricación de bienes y servicios, lo que hay que tener en cuenta para fijar los precios.
Según sus propias palabras:

«Cuando decimos que el valor de una mercancía viene determinado por la cantidad de trabajo
incorporado o cristalizado en ella, entendemos la cantidad de trabajo que es necesario para producirla
en un estado social dado, en ciertas condiciones sociales que, por término medio, se dan en la
producción, y habiéndose dado una intensidad y una habilidad social, por término medio, en el trabajo
empleado».

Marx entiende y distingue además un trabajo complejo de aquel que no lo es y, en


consecuencia, que una hora de trabajo del primero no puede ser equivalente a la hora del
segundo. Al igual que resalta la diferencia entre trabajo y fuerza de trabajo. Términos que
se encuentran en el centro de su pensamiento respecto del reparto. De manera que lo que
«vende» un obrero es su fuerza de trabajo, y su remuneración debe fijarse, según este
pensamiento, en el nivel que corresponde a los gastos socialmente necesarios para asegurar
su mantenimiento y renovación. Siendo en este punto muy explícito:

«Lo que el obrero vende no es su trabajo directo, sino la fuerza de su trabajo que la cede al capitalista
para su disposición momentánea».

Una fuerza que, según Marx, nace de la individualidad vital de las personas que, para
poder desarrollarse, precisan unos determinados medios de subsistencia. Y como existen
diferentes formas de trabajo con distintos valores, se dan, en consecuencia, fuerzas de
trabajo diferentes, lo que conduce a precios distintos en el mercado. Por lo que, si hay
fuerzas de trabajo distintas, debería existir la posibilidad de ponerlas en el mercado de
maneras diversas. Algo que no casa bien con su idea de abolir la propiedad privada
expresada en el Manifiesto Comunista, escrito con Friedrich Engels. Fuente primera de
muchos de los errores posteriores.
Los marxistas que siguieron a Marx no fueron conscientes —o no les interesó para sus
objetivos— esta primera visión «marxista» de Marx. Pues persistieron en la equivocación
de tratar el trabajo como una simple mercancía, anulando así a la persona, objeto esencial
del trabajo. El trabajo —y ahí está una de las grandes desviaciones marxistas— no es una
mercancía, es una actividad inherente a la persona, de donde nace su valor. O dicho de
otra manera, la fuerza del trabajo tiene el valor de la persona que, como sujeto
protagonista, lo humaniza. Y tampoco fue acertada la apuesta de Marx por el colectivismo
que, de nuevo, se dirige a anular la libertad humana sometiéndola al dictado de una
mayoría que, al final, como bien se demostró, esclaviza a las personas. Sigamos con El
Capital.
La diferencia entre la cantidad de trabajo que realiza el obrero para la empresa y la que
necesita para su supervivencia y la de los suyos, que el empresario paga en forma de
salario, es lo que constituye para Marx la plusvalía que se apropia el capitalista. Y cuando
esta plusvalía es abusiva, nace la explotación de los trabajadores, lo que le lleva a deducir
que el sistema capitalista engendra la explotación del trabajador a partir del plustrabajo, es
decir, el trabajo que excede del necesario para la producción de los bienes requeridos para
mantener su existencia. Asegurando que:

«La plusvalía, es decir la parte total del valor de las mercancías donde se incorpora el plustrabajo, el
trabajo impagado al obrero, lo denomino el beneficio. El beneficio no se lo apropia totalmente el
empleador capitalista. El monopolio de la tierra pone al dueño de esta en situación de apropiarse de
una parte de la plusvalía en forma de renta, a fin de que la tierra sea empleada para las
construcciones agrícolas, para las vías férreas o para cualquier otro fin productivo. Por otra parte, el
hecho mismo que la posesión de los útiles de trabajo le da al empleador capitalista la posibilidad de
producir una plusvalía, o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse de una cantidad del trabajo
impagado, permite al poseedor de los medios de trabajo que le presta, en todo o parte, al empleador
capitalista, es decir, en una palabra, al capitalista financiero, reclamar él mismo bajo la forma de
interés otra parte de esa plusvalía, de manera que no le queda al empleador capitalista como tal sino
lo que se denomina beneficio industrial o comercial».

Aunque expresadas de manera compleja, se trata de consideraciones bastante


razonables. Sobre todo si se piensa en la evolución del capitalismo que se ha practicado en
los últimos 20 o 30 años. Una suerte de turbocapitalismo de carácter global que ha
provocado el deterioro de la vida de millones de personas, llevándose por delante las
esperanzas de una clase media que, con enorme esfuerzo y trabajo, pensó siempre que su
principal legado sería que sus hijos vivieran mejor que ellos. Una situación donde la
globalización de las actividades financieras ha relegado el valor del trabajo al último
escalón de la economía, persistiendo aún en muchos lugares injustas condiciones de
esclavitud de niños y adultos trabajadores. Un capitalismo que pone excesivo valor en el
homo œconomicus: una suerte de nuevo ser humano que ha dado pie al crecimiento
desbocado de la especulación financiera, a la que se ha unido la insolidaridad y la ausencia
de valores; pues solo se considera el valor de lo económico y su supremacía por encima de
todo lo demás. Un grave error que es la fuente primera de la crisis económica actual y del
casino financiero que la empapa. Lo que no debe entenderse, de ninguna manera, como un
alegato para volver atrás y dar vía libre a un nuevo populismo de izquierdas, sino para
aprender de los errores cometidos y hacer los esfuerzos precisos para retornar a una
economía de mercado más humanizadora y solidaria.

El otro marxismo: Reinhard Marx


El último párrafo del apartado anterior nos traslada al pensamiento de otro Marx:
Reinhard Marx. Se trata de un cardenal de la Iglesia católica, arzobispo de Munich y
Freising, experto en doctrina social, cuyas ideas casan perfectamente con lo que decimos.
Ideas expresadas en su último libro, El capital. Un alegato a favor de la humanidad, donde
asegura que Carlos Marx no está muerto y conviene ser tomado en serio. Pues, en su
opinión, el problema de la economía actual reside en el capitalismo deshumanizado,
injusto e insolidario, en el que estamos instalados. Un capitalismo que carece de moral y
que, según este nuevo Marx, no tiene ningún futuro. Para lo cual, Reinhard Marx aboga
por abrir un serio debate de carácter social que ayude a discernir la mejor manera de poner
la economía al servicio del bienestar de las personas, y no al revés. Así, comenta al tratar
del caso del inmoral fraude de la empresa americana Enron:

«Es evidente que los responsables de Enron no solo actuaron de forma totalmente inmoral, sino
también delictiva. Así lo declararon los tribunales estadounidenses, y algunos fueron condenados a
severas penas de prisión… Me dirán que esto demuestra que el sistema funciona. Pero ¿eso es cierto?
Creo que ningún sistema a la larga puede regularlo todo únicamente a través de la justicia y prescindir
de la moral y la decencia de las personas. Y eso vale también, y sobre todo, para el sistema económico
tan complejo que tenemos; aquí no puede haber reglas perfectamente específicas y estancas que
contemplen todas las eventualidades. Sin la ética del hombre y de la mujer de negocios honrados
corremos el riesgo de perder el rumbo».

Y este es el verdadero asunto. La libertad de mercado no es posible sin un control real


de los comportamientos personales. Cosa que tiene que realizar cada persona por sí
misma, ya que, de otra manera, se llega, como se constata con frecuencia, a la dictadura de
los más fuertes económicamente. Y con esto no hay libertad real, como ya comentamos al
tratar del liberalismo económico de Adam Smith.
¿Hay que volver entonces a la economía planificada de corte marxista? Nuevamente,
Reinhard Marx nos sugiere el camino de reflexión:

«El contramodelo de la economía de mercado, la planificación centralizada comunista, que también


prometió “riqueza para todos”, resultó ser en cambio totalmente ineficiente y por tanto absolutamente
incapaz de mantener su promesa de bienestar. La historia de la Unión Soviética y sus Estados
satélites de Europa oriental demostró de una vez por todas que un Gobierno se ve totalmente
desbordado cuando pretende planificar y organizar el éxito de su país de forma centralizada. La
economía planificada fracasa, como dijo muy bien Friedrich A. von Hayek, por ser demasiado
“petulante”».

Pero una cosa es la economía planificada y otra muy distinta es el liberalismo que todo
lo deja a las reglas de la competencia y el mercado. De ahí que, como ya escribimos al
hablar de Adam Smith, sea precisa la regulación por parte del Estado. Pero ¿qué tipo de
regulación?, ¿hasta dónde ha de intervenir la mano del Estado? Tema complejo porque no
todo puede ser regulado sin hacer caer la balanza al extremo donde no se quería llegar.
Simplemente, habría que decir que el mercado no debería constituir un fin en sí mismo,
sino que se necesitaría promover una economía que, de forma sostenible, permitiera el
desarrollo digno de las personas. Un juego en el que el Estado tiene que dejar suficiente
espacio a los individuos para que, en libertad, tomen sus propias decisiones, a la vez que
obligue a la necesaria asunción de responsabilidades poniendo coto a todo lo que se aleje
del bien común. Difícil regla, pero no imposible de llevar a cabo.
Sin embargo, hoy en día se multiplican, como vamos viendo, los mecanismos para que
unos pocos se enriquezcan de mil y una maneras. Así lo constata también Reinhard Marx:

«Hoy los cínicos, los que no tienen escrúpulos en enriquecerse a costa de los demás, ya no están
sentados en palacios reales, sino en lujosos despachos en Nueva York, Londres y otras metrópolis de
este mundo. A diferencia de los tiranos de oriente en la Antigüedad, no necesitan circunscribir sus
razias a su propio pueblo, sino que pueden hacer de las suyas en el mundo entero. Para ello no
necesitan tampoco costosos ejércitos, como sus predecesores antiguos; les basta con su ordenador portátil,
su móvil y el dinero necesario para hacer un par de inversiones y pagar la minuta a sus abogados».

No es tan simple, desde luego, pero lo anterior puede servir de ejemplo de cómo la
especulación injusta parece no tener limites en su creatividad. Tal sería el caso de los
denominados fondos buitres (culture funds). ¿Cómo funcionan? Se trata de operaciones de
capital riesgo o de hedge funds que compran deuda de empresas o entidades que están a punto
de quebrar. El negocio está en comprar deuda insolvente (distressed debt, en inglés). Son,
efectivamente, como buitres a la espera de alcanzar su pieza una vez muerta. Deuda que
compran a precios muy reducidos, como sucedió en Argentina en tiempos del corralito.
Algunos fondos compraron deuda pública a precios muy bajos, para luego litigar con el
Gobierno una vez acaecida la quiebra en 2002. Se cuenta que un rico heredero, Kenneth
Dart, reclamó por este medio 700 millones de dólares al Gobierno argentino. Un hecho
que le lleva a Reinhard Marx a clamar en contra de este tipo de procedimientos:

«Increíble, pero cierto: mientras la comunidad internacional se rompe la cabeza pensando cómo atajar
el problema de la deuda de los países en desarrollo, algunos especuladores se han especializado
justamente en hacer negocios con esa deuda. Esos fondos especiales se han ganado a pulso su nombre:
“fondos buitres”. Cuando un país tiene dificultades para pagar su deuda, los “buitres” compran con
los llamados hedge funds el crédito inicial a un precio más bajo y luego reclaman el reembolso de la
suma total con interés y además los intereses acumulados. Este negocio es tan sencillo y lucrativo como
inmoral».

Y es aquí donde radica el verdadero problema: la inmoralidad tan extendida que se da


en muchos agentes económicos. No se trata ya de ideas marxistas en contra de los
tenedores de capital, se trata de ir más allá y reclamar una economía más justa, asentada en
valores. Una economía con la vista puesta en las personas, más humana en suma.

Banca comercial y banca de inversión


Aunque el primer banco de corte moderno apareció en Venecia para financiar las guerras
de la república hacia finales del siglo XIV, no fue sino con la creación del Banco de
Ámsterdam, a principios del XVII, cuando se puede hablar con propiedad de una actividad
bancaria similar a la actual. Aunque el objetivo primero de esta institución fue proteger el
valor la moneda holandesa, ya que la pérdida de valor debida al deterioro de su uso, o al
hecho de que había gente que cogía las monedas o trozos de ellas para fundirlas y
venderlas de nuevo en forma de lingotes, obligó a las autoridades de la ciudad de
Ámsterdam a buscar un mecanismo para preservar su valor. Y este fue la creación de un
banco que emitía letras de cambio contra el valor de las monedas. Los suscriptores del
banco dejaban allí dinero corriente en monedas por el que recibían una línea de crédito
equivalente al valor de sus depósitos. El crédito entonces se conocía como dinero bancario.
Años después, en 1694, apareció el Banco de Inglaterra. Se formó con un capital inicial
de 1.200.000 libras esterlinas. Capital que no fue depositado en dinero sino en acciones del
Gobierno. Los suscriptores del banco habían prestado al Gobierno británico esa cantidad
bajo la condición de un interés del 8% más una anualidad adicional de 4.000 libras, a lo
que se añadía el privilegio de negociar con el banco recién creado por un período de 12
años. Un negocio que, básicamente, consistía en el descuento de facturas contra las que el
banco daba billetes, que eran abonados con monedas a su entrega. Algo similar al factoring
moderno.
Al ir creciendo el capital y el crédito del banco, sucedió lo mismo con los billetes que se
ponían en circulación; de manera que hacia finales del siglo XVII el dinero emitido era
equivalente al capital del banco, que se había incrementado hasta los 12 millones de libras.
Para cumplir con sus compromisos de pago, el banco tenía, lógicamente, que mantener en
sus arcas una importante suma en dinero metálico. Cantidad que, obviamente, era menor
que las letras de cambio emitidas. El capital del banco seguía prestando al Gobierno, por
lo que el negocio se centraba en la emisión de letras. Aunque no solo, también se obtenían
beneficios de los intereses de los préstamos, de la reducción de impuestos por los
adelantos hechos al Gobierno, o de la emisión de Letras del Tesoro, y el descuento de
letras de cambio que tenían vencimientos a corto plazo.
Este modelo se extendió a otros países, si bien en formas distintas. Tal fue el caso de la
Banque Générale francesa y la Compañía del Mississippi en tiempos del rey Luis XV. Un
original paso hacia la banca de inversión, si bien con un mal esquema de gestión que dio
origen a una importante burbuja financiera en aquel entonces.
El nuevo rey, Luis XV, había heredado el trono de su bisabuelo Luis XIV a la edad de
cinco años. El reino, en bancarrota, quedó en manos del regente, el duque de Orleans. El
duque decidió buscar a un afamado economista para resolver la situación, y llamó al
escocés John Law, que había publicado una teoría monetaria según la cual el dinero en
papel debía sustituir al dinero en monedas. Así, en 1716, bajo la dirección de Law se crea
la Banque Générale, copia del banco de Ámsterdam. Los depósitos se hacían en oro o
plata, contra los que el banco entregaba dinero en papel al valor que en ese momento
tenían sus depósitos. Una simple banca comercial que emitía moneda al uso tradicional de
aquellos días. Sin embargo, en agosto de 1717, John Law decide la compra de la Compañía
del Mississippi, que tenía los derechos del Gobierno francés para comerciar con las
colonias de ultramar. Se trataba del monopolio del oro y plata, y también de esclavos. Al
poco tiempo, Law fusionó la empresa con el banco, de manera que las acciones de la
Compañía se vendían a los inversores que querían entrar en el negocio con la condición de
que las compraran con dinero emitido por el banco, o también con deuda del Estado
francés. Era la manera elegida de enjugar las arcas del Estado y cubrir el déficit.
Dos años después, se otorgó a la Compañía el derecho de emitir dinero y recaudar
impuestos, lo que llevó al Gobierno francés a reestructurar su deuda, que acabó
intercambiada por acciones de la empresa. De esta manera, con la identificación de la
empresa, el banco y el Estado, las acciones que se vendían al inicio de 1719 a 500 libras
(francesas), se cotizaban en diciembre de ese año a 10.000 libras. Con tal mecanismo se
convirtieron en accionistas personas de toda condición, y bastantes de ellas se
enriquecieron realizando operaciones «a corto». A partir de 1720 continuó la retirada de
beneficios por los inversores que cambiaban el dinero en papel por monedas de oro. El
banco se quedó sin fondos para atender todas las demandas y, a finales de 1720, el desastre
estaba servido. La Banque Générale entró en quiebra causando una enorme crisis
financiera que fue más allá de la propia Francia, pues alcanzó a sus colonias y a inversores
de otros países.
Con este largo preámbulo se entiende que, en lo esencial, existen dos tipos de bancos, si
bien con difusas fronteras: la banca comercial y la banca de inversión. Obviamente, existen
también los bancos centrales que se ocupan de controlar ciertos aspectos de la política
monetaria, por ejemplo, la inflación y la emisión de dinero (aunque hoy en día sigue
habiendo bancos privados que tienen esta función, especialmente en Inglaterra y Escocia).
La banca comercial, como en el pasado, se concentra en tomar depósitos por los que
paga un interés. A su vez, prestan los depósitos a terceros acordando un interés mayor y
así logran un beneficio. En este modo de funcionamiento entrarían también las cajas de
ahorro, un cierto tipo de banco comercial que, en origen, tenía una función social, ya fuera
prestando a personas sin recursos con bajos intereses, o desarrollando políticas sociales o
culturales de muy variado perfil. Tal fueron las obras sociales de las cajas de ahorro y
montes de piedad españolas durante muchísimos años. Unas entidades financieras que hoy
han perdido esa función social. La crisis financiera, y la propia estructura de las cajas,
solapada con otros desmanes llevados a cabo por algunos de sus gestores, trajeron la
destrucción de este patrimonio social al hilo de multitud de actividades especulativas
conectadas, principalmente, con la burbuja inmobiliaria. Cajas de ahorros convertidas en
bancos, unas, y desaparecidas, otras, gracias al tumulto del casino financiero de nuestros
días, una mezcla de ineptitud y codicia como ya hemos referido en algún lugar. Cajas, que
han tenido que ser en muchos casos fusionadas primero, y nacionalizadas después, para
tratar de salvar lo que ya estaba perdido. Volveremos a todo esto en un momento.
Los bancos comerciales son hoy los que acumulan la mayor parte de los activos
financieros, ya sea como préstamos, o créditos en múltiples formas. Solo en Estados
Unidos, en 2010, tenían activos similares al PIB del país: unos 14,6 billones de dólares. El
segundo tipo —los bancos de inversión— son los que se ocupan de ofrecer productos
financieros de los diferentes tipos ya comentados en el segundo capítulo. Aunque los
primeros entraron de lleno en el negocio de los segundos y dieron paso a gran parte de las
desgracias financieras actuales, como ya hemos referido páginas atrás.

The Glass-Steagall Act


La crisis de 1929, aparte de una pobreza generalizada, trajo además importantes
consecuencias sobre el sistema financiero americano, como fue la estricta separación entre
bancos comerciales y de inversión. Se trataba así de evitar los problemas que surgieron con
los primeros, que invertían los ahorros supuestamente seguros de los depositantes en
productos financieros que la crisis se llevó por delante. Tal fue —según algunos entienden
— la necesidad de la ley que llevó a cabo la separación: la Glass-Steagall Act de 1933;
llamada así por los senadores que la impulsaron: Carter Glass de Virginia, y Henry Steagall
de Alabama.
Los hay, sin embargo, que argumentan que todo fue el resultado de una lucha de poder;
en concreto, de los Rockefeller que, con esta ley conseguían perjudicar a su más directo
competidor, la banca Morgan. Es decir, que la decisión de separar banca comercial y banca
de inversión nada tuvo que ver, según este planteamiento, con el interés general, sino que
estuvo en gran medida forzada por la lucha entre esos dos importantes rivales, que habían
acumulado entonces un enorme poder político y económico. Ya que, según algunos
describen, no existía ninguna evidencia de que los bancos, que mantenían las dos
actividades conjuntamente, hubieran aumentado su riesgo durante la crisis, más bien al
contrario. Y que las quiebras bancarias no vinieron inducidas por no existir tal separación.
Argumento (el de separar las actividades) fuertemente sostenido por el senador Robert
Bulkley, uno de los grandes impulsores de la nueva ley Glass-Steagall, que aseguraba:

«Obviamente, el banquero que nada tiene que vender a sus depositantes está mucho más cualificado
para asesorarles desinteresadamente y diligentemente con respecto a la seguridad de sus depósitos que el
banquero que usa la lista de depositantes de su departamento de ahorro para distribuir circulares
relativas a las ventajas de tal o cual inversión sobre la que el banco recibirá un beneficio comercial».

En realidad, es comprobable que, durante la Gran Depresión, los bancos «unificados»


no fueron abandonados en masa por los inversores, lo cual es sorprendente, incluso
cuando la mayoría de los conflictos estaban en su órbita. No en vano eran los que más
actividades tenían respecto del resto de instituciones financieras.
Toma por tanto interés el problema surgido entre la banca Morgan y las actividades
financieras de los Rockefeller. Ambos, en los inicios del siglo XX, eran sin ninguna duda
los «dueños» de la economía y de la política norteamericanas. Los Rockefeller se hicieron
ricos a través del petróleo con la compañía Standard Oil. Y los Morgan, por su parte, eran
desde el principio importantes financieros. La banca Morgan hizo la mayor salida a bolsa
de principios del siglo XX con la creación de la U.S. Steel, poniendo 1.400 millones de
dólares de capital en juego cuando en aquel entonces la economía americana tenía un PIB
de unos 20.000 millones. Las comisiones que recibió el banco por la operación fueron
unos 800 millones de la época. Era un banco clave en las industrias más activas de aquellos
tiempos: empresas eléctricas, ferrocarriles y plantas siderúrgicas, etc.
El peso político y financiero de los Morgan venía de los tiempos del patriarca de la saga,
John Pierpoint Morgan, apodado Júpiter, según el nombre del mayor de los dioses griegos.
John Pierpoint había intervenido con eficacia y poder para salvar a los Estados Unidos de
la fuerte crisis económica que acaeció en 1907. Una crisis, no muy conocida, que arrancó
en California el 18 de abril de 1906 coincidiendo con el terrible terremoto que sufrió la
ciudad de San Francisco. Un temblor de 8,2 en la escala de Richter que costó al erario
norteamericano el 1,5% de su PIB. Con esta desgracia, la caída de Wall Street no se hizo
esperar: la Bolsa perdió un 25% de su valor en lo que se dio en llamar el crac silencioso.
Como tantas veces, aparte del descalabro en vidas y haciendas, había más: al desastre se
unió la especulación financiera sobre un problema que estaba aparentemente dormido: los
equilibrios —o desequilibrios— monetarios entre Inglaterra y Estados Unidos causados
por el patrón oro. El banco de Inglaterra, centro mundial financiero entonces, había perdido
en pocos meses, durante 1907, un 14% de sus reservas de oro, que se habían trasladado
directamente a Estados Unidos. Lo que forzó a los ingleses a poner en marcha una ley que
impidiera a las empresas norteamericanas poner en marcha emisiones de obligaciones y
bonos en el mercado financiero inglés. Ya que con este procedimiento repatriaban oro a su
país de origen. La consecuencia de la ley no se hizo esperar: los Estados Unidos perdieron
un 10% de sus reservas de oro y desapareció el crédito. Los actores bancarios, estaban
divididos en aquel entonces en cuatro categorías: bancos federales, bancos estatales, bancos
privados (Morgan, Kuhn Loeb, etc.) y los Trusts. Siendo estos últimos unos bancos no
regulados que remuneraban mejor los depósitos por medio de operaciones a corto.
Esquema muy similar a lo que hoy en día hacen los hedge funds.
Será entonces Júpiter quien resolverá el problema económico levantando importantes
préstamos de otros banqueros estadounidenses para salvar Wall Street. Todo ello, en un
momento en el que el PIB estadounidense se había desplomado un 11% entre mediados de
1907 y mediados de 1908, a lo que se sumaron un aumento del desempleo, que varió en el
período del 4% al 8%, y una caída del 37% del índice Dow Jones. Una situación similar a
la actual crisis en la que han sido precisas importantes inyecciones de capital para salvar el
sistema financiero en Estados Unidos. Con la diferencia de que entonces se trató de
préstamos privados y hoy lo han sido públicos; un hecho que al final se ha traducido en
mayores cargas impositivas a los ciudadanos.
Morgan no era en realidad un banco enorme, aunque mantenía muy importantes nexos
con grandes empresas industriales. De manera que la interconexión y cruces entre los
consejos de administración de unas y otras con el propio banco le proporcionaba una
situación de privilegio, aparte de múltiples oportunidades de negocio adicional y, desde
luego, mucho poder. Pero no solo eso. La banca Morgan, debido a sus otros lazos con
diferentes bancos comerciales, era capaz de financiar emisiones de títulos y valores
manteniendo pocas reservas de capital. ¿Cuál era el mecanismo? Volvamos a la enorme
U.S. Steel. Si esta firma quería emitir obligaciones de la empresa y ponerlas en el mercado
financiero, bastaba con que la banca Morgan las comprara y, a su vez, las financiara
mediante préstamos solicitados a otros bancos comerciales que estaban en su órbita,
digamos, por ejemplo, el First National Bank. De manera que U.S. Steel podía ir tomando
el dinero de tales bancos a medida que lo necesitara. Todo un esquema en red que
mezclaba operaciones empresariales y bancarias al tiempo. Una suerte de keiretsu japonés
—o de Rumasa, por aludir al caso español— a la americana, donde bancos y empresas se
entrelazaban financieramente para eludir las exigencias solicitadas a la banca comercial.
En realidad, la Glass-Steagall Act en origen no iba realmente en contra de que los
depósitos bancarios se usaran para productos financieros de mayor riesgo, sino que se
dirigía a prohibir las interconexiones entre los diferentes consejos de administración de
bancos y empresas. Una situación que penalizó, en un principio, por igual a los Rockefeller
y a los Morgan, pero fue mucho más grave para los segundos debido a su forma de operar
y el menor tamaño de su banco respecto de los primeros. Un hecho que levanta dudas
sobre la bondad de ciertas leyes que vienen, en ocasiones, influidas por lobbies económicos
que tratan de proteger sus intereses. Circunstancia que se da también en la actualidad en
aquellos negocios donde el poder económico se cruza con el poder político en una
malsana cohabitación.
En época del presidente Kennedy, en 1963, se abrió la mano para que los bancos
comerciales pudieran ofrecer cuentas bancarias «combinadas» que, además de los depósitos
corrientes, tuvieran otros tipos de productos financieros. El argumento venía de la
necesidad de mejorar la posición de los bancos nacionales, ya que la banca comercial no
llegaba entonces al 40% del volumen total, quedando el resto en manos de los bancos de
inversión. Bill Clinton acabó definitivamente con esta ley. Ya no tenía sentido, según sus
propias palabras en la revista Newsweek de noviembre de 1999:

«Es cierto que la ley Glass-Seagall no es ya apropiada para la economía en la que vivimos. Fue muy
útil para la economía industrial, que estaba altamente organizada, mucho más centralizada y mucho
más nacionalizada que la que manejamos hoy. El mundo hoy es muy diferente».

La debacle de las cajas de ahorro españolas


Volvamos a las cajas de ahorro españolas. Unas instituciones creadas en tiempos de la
reina Isabel II con el objetivo de ofrecer tipos de interés reducidos, si bien asegurando una
alta seguridad a los depósitos de los clientes, para lo que unían su carácter local y su obra
social. Sin embargo, con la vuelta de la democracia en España, en 1977, se decidió ir
abriendo sus actividades fuera de sus zonas de influencia hasta su total liberalización
después de la entrada de España en el Mercado Común Europeo. El éxito de la expansión
no se hizo esperar, y el país se llenó por doquier de oficinas de cajas originarias de
cualquier parte del territorio. Así llegaron a hacerse con el 50% del negocio bancario
español.
Sin embargo, la dependencia del poder político local y la ausencia de controles, unida a
la expansión desbocada del crédito a partir de 2005, hicieron estas entidades mucho más
vulnerables de lo que pensaban sus gestores. Con la circunstancia añadida de que
adquirieron la mayor parte del peso crediticio del sector inmobiliario, pasando del 21% en
2002, al 41,8% en 2007, muy por encima de los créditos otorgados por la banca privada.
Los créditos dudosos, al estilo de las hipotecas subprime, crecieron desproporcionadamente
entre 2007 y 2008, años del comienzo de la crisis: un 326% en las cajas, respecto de los
bancos que habían crecido en este sentido el 265%, o de otras entidades de crédito que lo
hicieron en un 184%. Su posterior reconversión en bancos no resolvió la situación, como
tampoco lo hicieron las fusiones forzadas. Todo el sistema cayó fruto de la incompetencia
y la politización de estas entidades que, hoy, ya han perdido prácticamente su función
primera de ser instrumentos de apoyo social. Una enorme pérdida, sin ninguna duda.
Caso paradigmático fue el de la nueva entidad Bankia formada por la integración de caja
Madrid, Bancaja y otras cinco pequeñas entidades: Caixa Laietana, caja Canarias, caja
Rioja, caja Ávila y caja Segovia. Un nuevo banco casi nacionalizado desde su fundación, al
recibir unos 4.500 millones de euros del recién creado FROB (Fondo de Reestructuración
Ordenada Bancaria). Cuarto banco del país por cuota de mercado, con 10 millones de
clientes y casi 340.000 millones de euros en activos a mediados de 2012, cuya caída se
consideraba que podía arrastrar a todo el sistema financiero español. Pero la debacle no
solo alcanzó a Bankia, ahí estuvieron la primera caja en caer, caja de Castilla-La Mancha
(CCM), integrada, a la fecha que esto se escribe, en Liberbak, que requirió más de 7.000
millones de euros del Estado; Novacaixagalicia (Caixanova y Caixa Galicia); Caja Sur, hoy
en BBK Bank; la CAM (Caja de Ahorros del Mediterráneo), intervenida en julio de 2011;
o Catalunya Caixa, que recibió una inyección de 1.718 millones de euros del FROB.
Entidades financieras mal gestionadas, con frecuentes ocultaciones contables, y muchas
veces pozos de múltiples corruptelas, donde los gestores salientes se adjudicaron
indemnizaciones multimillonarias, algunas de las cuales están sujetas a procedimientos
judiciales hoy.
¿Dónde estaba el origen de esta debacle? Para ser ecuánimes conviene decir que los
problemas de la caída de las cajas tienen una primera causa de carácter económico: la
entrada de España en el euro hizo que estas entidades pasaran de ser prestadoras en el
mercado interbancario a tomadoras de ahorro en el mercado europeo. Unas entidades que
al no ser sociedades anónimas, no podían dotarse de capital. En consecuencia, las
fluctuaciones de los mercados financieros, unidas a la crisis y a la imposibilidad de
recapitalizarse, iniciaron el desastre. Un desastre que la emisión de títulos preferentes o
cuotas participativas, no fueron sino paños calientes que, al final, aumentaron los
problemas. Y ante esta situación, la ceguera e incapacidad profesional de los gestores, en
muchas ocasiones piezas singulares del poder político local, sin ningún tipo de control real
sobre la gestión, y con un gobierno corporativo lleno de influencias, las llevó a crecer sin
medida. Un crecimiento que promovió, además, la financiación de aventuras empresariales
impulsadas políticamente, pero sin ningún futuro. Todo lo contrario a lo que hubiera
recomendado la prudencia empresarial más elemental.
El resultado es bien conocido. Por un lado, la definitiva desaparición de las funciones
tradicionales que les dieron vida. Entre otras, la contribución para aumentar la capilaridad
del sistema financiero, la cohesión territorial y la lucha contra la exclusión económica. Y
por otro, el descalabro de todo el sistema financiero español que ha necesitado un severo
ajuste, y cuyos efectos se han trasladado a la economía real, siendo causa principal de la
masiva destrucción de pequeñas empresas, del aumento sin parangón del desempleo, del
singular incremento de impuestos, de recortes sociales y de la crisis económica tan
pronunciada que aún se vive. Una sorprendente situación donde los supuestos causantes
del desastre han quedado eximidos —salvo casos muy particulares— de cualquier
responsabilidad. Una curiosa situación donde malos gestores se han ido sin problemas, y
donde los ciudadanos han tenido que cubrir las pérdidas con mayores impuestos. Algo no
tan inédito según parece: lo mismo sucedió en Estados Unidos con alguna de las entidades
financieras rescatadas, donde gestores sin demasiados escrúpulos se adjudicaron antes de
salir sumas escandalosas en concepto de éxito por su gestión. Tal fue el caso de AIG
(American International Group) que, en 2008, recibió casi 200.000 millones de fondos
públicos para evitar la quiebra, mientras sus ejecutivos cobraron unos 450 millones de
dólares en concepto de bonus. Algo que va más allá del descaro. Se trata de una
demostración, sin ningún pudor, de la codicia.

El juego del interbancario


Los bancos para mantener su actividad no solo gestionan los depósitos de sus clientes,
sino que se otorgan préstamos unos a otros. Es lo que se llama mercado interbancario.
Este mercado tiene un doble papel. Por un lado, sirve a los bancos centrales para
intervenir fijando las tasas de interés, y por otro, cuando funciona correctamente, provee al
sistema económico de la liquidez necesaria, dotando a empresas y particulares del crédito
que precisan para cumplir con sus obligaciones financieras. Un mercado interbancario ágil
y robusto es la garantía de una economía saludable, ya que facilita el consumo y promueve
el crecimiento empresarial.
La crisis financiera actual ha puesto, sin embargo, en primera persona la fragilidad del
sistema financiero y la debilidad de este mercado que, hoy, está prácticamente bloqueado:
no hay liquidez en el sistema. Y esto ha llevado a la discusión que tiene esta situación
sobre la economía. Unos diciendo que se trata de un hecho muy negativo, y otros
pensando de manera contraria: que la falta de liquidez ayuda a salir de la crisis. Los
primeros argumentan que la imposibilidad de encontrar crédito destroza algunos
mercados considerados esenciales, por ejemplo el inmobiliario, ya que los precios se
hunden. A lo que añaden la circunstancia de que la falta de crédito paraliza a las empresas
y es causa del aumento del paro. Siguiendo este criterio la Reserva Federal americana
reaccionó en octubre 2008 comprando facturas comerciales a 90 días por valor de 150.000
millones de dólares, a la vez que lanzó un programa de compras de bonos hipotecarios ese
mismo año que alcanzó 1,25 billones de dólares. Los hay, como hemos dicho, que piensan
distinto; pues argumentan que financiar la liquidez del sistema financiero aumenta la
volatilidad y el riesgo. Y es aquí donde entra el precio de los préstamos, es decir, las tasas
de interés y el papel de los bancos centrales que son, en definitiva, los que fijan el nivel de
los intereses.
Actualmente hay dos mercados interbancarios principales: el líbor (London Interbank
Offered Rate) y el euríbor (Euro Interbank Offered Rate), que se ocupa de fijar los intereses en
la Eurozona. El primero se fija diariamente en Londres según el criterio de un pool de
importantes bancos, y es usado como referencia en 10 divisas distintas: dólar australiano,
dólar neozelandés, libra esterlina, dólar canadiense, dólar americano, euro (solo para
ciertos contratos), corona danesa, yen y franco suizo. En el euro, por su parte, participa un
panel de 44 bancos, algunos de ellos no europeos, como el USB de Luxemburgo, el
Citibank, el Bank of Tokio Mitsubishi y el J.P. Morgan Bank. El euríbor solo es referencia
para operaciones en euros.
El euríbor comenzó el 30 de diciembre de 1998, mientras que el líbor lo hizo 12 años
antes, el primero de enero de 1986. Una multitud de productos financieros, desde
hipotecas a préstamos personales, pasando por sofisticados productos estructurados,
bonos, obligaciones, etc., tienen ambas referencias como tipos de interés, sobre los que los
bancos u otras entidades financieras «cargan» sus comisiones. Así, se puede hablar de una
hipoteca a interés variable de euríbor más 3%. Por dar un dato, el 29 de agosto de 2012, el
euríbor mantenía las siguientes tasas de interés: 0,092 para préstamos a una semana, 0,122
para un mes, 0,288 para tres meses, 0,549 para seis meses y 0,819 a un año. A estos valores
hay que añadir las comisiones de intermediación tal como se ha dicho.
Todo parece perfectamente normal: un mercado financiero que opera según unas reglas
marcadas por una multitud de agentes y con la supervisión de los bancos centrales. ¿Y
donde esta el fraude? ¿Dónde está aquí el nuevo caso de inmoralidad?
La noticia saltó en julio de 2012 cuando David Green, director de la SFO (Serious
Fraud Office) inglesa, acusó de manipulación del líbor al Barclays Bank, que fue multado
por la Financial Services Authority (FSA) con 420 millones de dólares. Se había
demostrado que el banco había alterado el valor oficial del líbor entre 2005 y 2009. Una
«pequeña» penalización a un enorme banco, pues entre la FSA y el Tesoro británico no
fueron capaces de desentrañar toda la dimensión del fraude. Un mercado —el asociado al
líbor—que alcanza la enorme cifra de 350 billones de dólares en todo tipo de productos:
derivados, hipotecas, préstamos personales, etc. Todo ello, cuando el líbor se fija entre 18
bancos enmarcados en la British Banker’s Association, que es quien publica la cotización
diaria del líbor. bancos que, a su vez, constituyen una poderosa red financiera de
operaciones globales.
El caso del Barclays alcanzó a su consejero delegado, Robert Diamond, y a su
presidente, Marcus Agius, que dimitieron de sus puestos. Eso sí, alegando que ellos eran
incapaces de haber manipulado el valor del líbor. Un fraude que podría llegar a los 35.000
millones de dólares en multas una vez que toda la dimensión del escándalo se aclare.
Nadie, sin embargo, será capaz de compensar a los miles de personas que pagaron
intereses más elevados por sus créditos. En definitiva, un nuevo caso de fraude por parte
de unos e incompetencia en la vigilancia por parte de otros.
Greenspan y los tipos de interés
Como se ha dicho, los tipos de interés son un elemento clave de la política monetaria. Lo
son en nuestro tiempo y lo fueron en el transcurso de la historia. A este respecto, un
interesante libro de Sidney Homer y Richard Sylla —A History of Interest Rates— da noticia
de esta relevancia y de su aparente relación con las fluctuaciones del progreso humano,
incluidas las guerras y el alza y caída de las civilizaciones:

«En los gráficos y tablas de los tipos de interés sobre períodos largos de tiempo, los estudiantes de
historia pueden ver el espejo del auge y caída de las naciones y civilizaciones, las dificultades y tragedias
de la guerra, y los placeres y abusos de la paz. Con ellos se pueden rastrear las fluctuaciones y los
progresos en el conocimiento y la tecnología, los éxitos y fracasos de las formas políticas, y la larga e
inacabable lucha por la democracia contra los tiranos y las élites».

Y es que los tipos de interés nacen de la demanda de crédito que necesitan aquellas
personas y empresas que no son capaces de cubrir sus expectativas con sus solos medios.
Aunque los intereses, cuando se juntan con la usura, llegan a constituir una excesiva
dependencia del deudor hacia el prestamista, cuando no de esclavitud. Piénsese en lo que
sucedía en las cerradas economías de la Edad Media, por ejemplo, cuando los más pobres
tenían que soportar intereses superiores al 100%, como fue el caso de la Inglaterra del
siglo XII.
La crisis financiera actual puso de actualidad el nexo que existe entre la política
monetaria y el riesgo que son capaces de asumir los intermediarios financieros. Otra
consecuencia de la globalización de los mercados: cuando las tasas de interés son bajas, los
inversores encuentran incentivos para invertir en activos de alto riesgo: ahí hay mucho
dinero a ganar. Lo que da alas a la creación de nuevos y creativos instrumentos financieros.
Así nacieron los repos (de la expresión inglesa: Repurchase Sale Agreement). Un ejemplo
muy extendido entre los bancos, que se prestan entre sí contra la donación de productos
financieros como garantía, más el pago de un interés durante el tiempo de duración del
préstamo. ¿Cómo funcionan? Supongamos que el banco A necesita liquidez. Y, a su vez,
tiene en su cartera, por ejemplo, bonos del Estado. La operación sería pedirle al banco B el
dinero que precisa dejando esos bonos como garantía, además de pagarle un interés (el
precio repo) durante el tiempo del préstamo. Préstamos a muy corto plazo, con frecuencia
de un día de duración, bajo contratos OTC. El producto financiero que se deja en garantía
(letras o bonos del Estado, por ejemplo) es el colateral de la operación financiera.
¿Y dónde queda Alan Greenspan en todo este contexto? Greenspan fue durante 17 años
el presidente de la FED, la Reserva Federal americana, o más concretamente, el presidente
del Consejo de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, como se denomina
oficialmente este organismo. Se mantuvo con cuatro presidentes, tres republicanos y un
demócrata: Ronald Reagan, George H. W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush, desde
agosto de 1987 hasta el final de enero de 2006. Fue, por tanto, en su función de presidente
de la FED, una persona clave en la marcha de la economía mundial.
Descendiente de emigrantes judíos, Alan Greenspan creció en Nueva York y vivió en la
isla de Manhattan. Así lo relata en sus memorias, The Age of Turbulence, Adventures in a New
World, escritas en 2007:

«Si usted se desplaza a la cara oeste de Manhattan y toma el metro en dirección norte, pasará por
Times Square, Central Park, y Harlem, llegando al barrio donde crecí. Washington Heights está casi
en el extremo opuesto de la isla visto desde Wall Street —no lejos de la pradera donde se dice que
Peter Minuit había comprado Manhattan a los indios por 24 dólares (existe aún hoy una piedra
conmemorativa en ese lugar)».

Continuando al hablar de su familia,

«Ambas ramas de mi familia, los Greenspans y los Goldsmiths, llegaron con el cambio de siglo, los
Greenspans desde Rumanía y los Goldsmiths desde Hungría. La mayoría de las familias del
vecindario, incluida la nuestra, eran de clase media baja —a diferencia de las judías absolutamente
pobres de la Lower East Side».

The Age of Turbulence es también una interesante historia de la segunda mitad del siglo XX
y su paso al XXI. O, mejor, según sus palabras:

«The Age of Turbulence es mi propio intento para comprender la naturaleza de este nuevo
mundo: cómo hemos llegado hasta aquí, lo que estamos viviendo, y lo que aparece en el horizonte, para
lo bueno y para lo malo. En lo posible, transmitiré cómo lo veo en el contexto de mis propias
experiencias. Hago esto por un sentido de responsabilidad a los hechos históricos, de manera que los
lectores puedan tener el conocimiento de cómo he llegado hasta aquí».

Y aquí, en su propia historia, se puede ver al Alan Greenspan más real: el economista
que no quería serlo por alcanzar fama como clarinetista de jazz a lo Benny Goodman; el
economista e incipiente político republicano, atraído por la personalidad de Ronald
Reagan; para convertirse finalmente en el afamado político-economista, frustrado en lo
personal, por no haber terminado la tesis doctoral en su juventud, para realizarla
posteriormente y obtener finalmente el grado de «Doctor en Filosofía» en la Universidad
de Nueva York en 1977 a los 51 años. Una tesis «perdida», ya que fue retirada de la
universidad a petición del propio Greenspan cuando accedió a presidente de la FED. Una
persona, sin embargo, brillante, que condujo la maquinaria económica americana con
bastante acierto, aunque no supiera ver que alguna de sus medidas desembocarían en la
crisis de 2008.
Así, en octubre de 2008, durante su comparecencia delante del Comité de Supervisión y
Reforma del Gobierno americano, el más importante órgano de control de la Cámara de
Representantes, no consideró en absoluto el impacto que los bajos tipos de interés habían
supuesto en la crisis, sino que apuntó hacia el conocido problema de las hipotecas
subprime:

«¿Qué fue lo que estuvo errado en las políticas económicas que fueron tan eficaces durante casi cuatro
décadas? El desajuste más aparente ha estado en la titulización de hipotecas. Es realmente evidente
que sin el exceso de demanda por parte de los emisores de estos títulos, la creación de hipotecas
subprime (sin duda ninguna la causa original de la crisis) habría sido considerablemente menor y las
quiebras, en consecuencia, mucho más pequeñas. Sin embargo, las hipotecas subprime agrupadas y
vendidas como títulos se convirtieron en el sujeto de la explosión de demanda de muchos inversores
alrededor del mundo».

Concluyendo, que:
«Debe haber cambios regulatorios adicionales para que esta descomposición del pilar central de la
competencia en los mercados vuelva a su estabilidad, especialmente en las áreas de fraude,
liquidaciones, y titulización. Es importante recordar, sin embargo, que cualquier cambio regulatorio
que se lleve a cabo será mucho menor en comparación con los cambios ya evidentes de los mercados
actuales. Los mercados, durante un futuro aún sin definir, serán mucho más restrictivos que cualquier
nuevo régimen regulatorio que hoy se pueda contemplar».

Con lo anterior parece que Greenspan viene a concluir que la regulación nada podrá
ante el comportamiento de los mercados, que ya han reaccionado y en el futuro serán
mucho más conservadores. Sin embargo, deja caer algo que ciertamente es una de las
fuentes primeras del desastre: el fraude. Pues, como ya hemos visto en estas páginas, este
ha sido el caldo de cultivo donde se ha asentado la crisis. Y además, las liquidaciones, es
decir el afán de enriquecimiento de los intermediarios en sus abusivas tarifas. Además del
problema de los mil y un instrumentos financieros que se vendieron, y aún se venden,
escapando al control regulatorio, siempre detrás de la incesante creatividad financiera al
hilo, muchas veces, de una codicia desmedida.
Pero aún hay que añadir algo más: la política de bajos tipos de interés lanzada por
Greenspan como respuesta al colapso de la burbuja tecnológica —la crisis de las puntocom— a
inicios de este siglo, tuvo el efecto de inyectar una enorme liquidez a todo el sistema
monetario, lo que llevó a los inversores a buscar operaciones con productos financieros de
mayor riesgo. Y en este contexto, los intermediarios financieros trataron de enriquecerse
mediante sofisticados productos, de un lado, y préstamos masivos a familias y empresas de
dudosa solvencia, por otro. Lo que, como hemos visto, alimentó la burbuja inmobiliaria
cuya explosión trajo las consecuencias que ya conocemos. Pero aún hubo más: la moda se
extendió a Europa y, ante el crédito barato y masivo, grandes empresas entraron también
en el juego, poniendo en marcha compras por doquier usando el fácil crédito bancario. De
esta manera, por ejemplo, conocidas empresas constructoras españolas adquirieron
importantes paquetes de acciones de grandes sociedades energéticas: unas para realizar
operaciones puramente especulativas, y otras con un afán cercano a la megalomanía.
Algunas están aún pagando las consecuencias y, con ello, el sistema financiero en su
conjunto.
Antes de acabar este capítulo, conviene decir que, al final, Alan Greenspan, ya en su
nueva ocupación como presidente de Greenspan Associates, y en el contexto de un
extenso artículo que escribió sobre la crisis en la Brookings Institution bajo el título de
The Crisis en marzo de 2010, dejó entrever el problema que encerraban los tipos de interés,
eludiendo, eso sí, el importante papel que él mismo tuvo, llevándolo a un problema global
de las economías desarrolladas que trataron con esa medida de estimular de nuevo la
economía:

«Con la caída de la inversión en todas partes del mundo para tomar el relevo —a la crisis del 2000
—, el resultado fue una caída generalizada en los tipos de interés globales a largo plazo entre 2000 y
2005, tanto nominales como reales».

Añadiendo que:

«Por supuesto, si se trataba de un intencionado exceso de ahorro o de un retraimiento en las


intenciones de inversión, la conclusión es la misma: las tasas de interés reales a largo plazo se
hundieron».

Es decir, no solo fueron las subprime y los intermediarios financieros, también los
reguladores y, en este caso Greenspan y la FED por él dirigida, tuvieron su muy
importante cuota parte.

Financiación del Estado y prima de riesgo


Para financiar sus necesidades, un Gobierno puede recurrir a seis soluciones: imponer
impuestos, «crear» dinero, constituir empresas, privatizar servicios públicos, emitir deuda
o pedir prestado. Estando las dos últimas conectadas de alguna manera, ya que los
préstamos se conceden contra emisiones de bonos del Estado con unas condiciones de
vencimiento. Es decir, poniendo deuda estatal en circulación con garantías e intereses
atractivos.
Hoy en día, sin embargo, la mayor parte de la financiación de los Estados proviene de
los impuestos. Un método tan antiguo como la civilización misma. Impuestos que, según
sugería Adam Smith en La riqueza de las naciones, deberían contemplar cuatro
características: no ser arbitrarios, poder ser asumidos por los contribuyentes, ajustarse en
proporción a las propiedades que posean los contribuyentes, y tener el suficiente sentido
económico para poder ser bien administrados. Smith pensaba además que los impuestos
tenían que ser la única fuente de ingresos del Estado, y que este no debía poseer
propiedades.
Lógicamente, no todos los economistas posteriores a Adam Smith pensaron de igual
manera.
León Walras fue un prominente economista francés del siglo XIX, el primero en utilizar
las matemáticas como medio de convertir la economía política en una «verdadera ciencia».
Walras dividía esta disciplina en tres secciones diferentes: la economía política pura, donde
se estudian las leyes naturales del valor de intercambio y la teoría de la riqueza social; la
economía política aplicada, dirigida al estudio de la producción y de la creación de riqueza,
donde intervienen la agricultura, la industria, el comercio, el crédito, etc.; y, finalmente, la
economía social, que centra su análisis en los impuestos y el reparto de la riqueza. Y es en
este último campo donde Walras no comparte la idea de cargar con impuestos a los
ciudadanos, ya que considera que no hay que privar a los individuos de lo que les
pertenece; y para ello propone otro mecanismo de financiación que se refiere a la compra
de las tierras por parte del Estado, cuyas rentas le proporcionará los ingresos necesarios
para su mantenimiento. Esta fórmula, según entiende Walras, es un medio más justo, ya
que a través del Estado todos son propietarios y no únicamente los terratenientes.
Tampoco compartía la progresividad de los impuestos el famoso economista de la
Escuela de Viena —al que volveremos más tarde— Friedrcih von Hayek, que pensaba que
un sistema fiscal progresivo, es decir, aquel que impone mayores impuestos a los que más
ganan, tiene efectos perversos. Lo que sostiene en su obra Los fundamentos de la libertad, con
la siguiente apreciación:

«El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios para los
que se haya utilizado. Y si se desea que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las
remuneraciones relativas de los servicios particulares, según determinan los mercados, no sean
modificadas por ningún impuesto. Un impuesto progresivo suscita este tipo de modificación, haciendo
que la remuneración neta de un servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente».

Añadiendo que:

«No únicamente los servicios que, sujetos a un impuesto, reciben la misma remuneración pueden
proporcionar distintos beneficios, sino cualquiera que reciba por un servicio dado un pago elevado
puede, en definitiva, encontrarse con menos dinero que otro que haya recibido un pago menor».

Hayek se pronuncia por un sistema de proporcionalidad impositiva, es decir, sobre la


imposición de un tipo único, cualesquiera que sean los ingresos de los individuos. Pues
este tipo de mecanismo tiene un efecto neutro: no se modifica por los ingresos relativos de
cada actividad y, por tanto, no influye en la libre circulación de los recursos económicos.
Una forma de pensar que entra de lleno en las controversias económicas actuales:
aquellos que, como Hayek, piensan que el Estado debe intervenir lo menos posible en la
economía, y los otros que, siguiendo a Keynes, apuestan por casi todo lo contrario. Un
choque de trenes que, tanto en Europa como en Estados Unidos, confronta dos maneras
muy opuestas de entender el hecho económico. Lo que conecta de nuevo con la forma en
que un Estado debe financiarse y hasta dónde debe llegar esa financiación.
¿Y qué debe financiar un Estado? Un Estado moderno distribuye sus gastos en varias
partidas. Unas tienen que ver con el volumen de servicios sociales que asume, lo que
podríamos asociar al mantenimiento del Estado de bienestar (pensiones, desempleo,
educación, sanidad, etc.), y otras con las necesidades básicas para su sostenimiento. Estas
segundas se dividen en: servicios públicos básicos (justicia, defensa, seguridad, política
exterior, etc.), actuaciones económicas del Estado (comercio y turismo, infraestructuras,
industria y energía, agricultura y pesca, transporte, etc.) y gastos, digamos, generales y de
administración, como la gestión tributaria, otros servicios generales, además del pago de
intereses correspondiente a la deuda pública emitida.
La búsqueda de recursos económicos mediante la emisión de deuda está íntimamente
conectada con los tipos de interés que el Estado deberá asumir. La deuda pública, ya sea
estatal o de cualquier otra Administración (ayuntamientos, regiones, etc.) se pone en el
mercado y son los inversores los que deciden su compra. Una circunstancia que en la
economía global tiene un cierto efecto perverso: los intereses a pagar, aunque trate de
fijarlos quien emite la deuda, será al final el mercado el que los regule en una suerte de
subasta que da pie a la especulación y a la usura: cuanto más débil y necesitado está un
Estado de fondos, mayores intereses deberá pagar a sus prestamistas.
Y es en este contexto donde aparece lo que se entiende como prima de riesgo. Que resulta
ser el diferencial en forma de tipo de interés que debe pagar un país respecto de otro que
se considera como seguro a la hora de comprar sus emisiones de deuda. Emisiones cuyo
pago, aparte del capital que se contrate, depende de los intereses que ofrece el país emisor
de los bonos. El plazo de vencimiento, normalmente 5, 10 o más años, y ese diferencial, es
la prima de riesgo que determinan los mercados. Es decir si, por ejemplo, España, tiene
una prima de riesgo de 420 puntos básicos sobre un bono a 10 años, significa que deberá
pagar un 4,2% adicional al interés del bono alemán que constituye su referencia. Con lo
que si este último cotiza a 1,4%, el bono español deberá pagar un 5,6%. Una circunstancia
sorprendente a primera vista, ya que si la inflación alemana es el 2%, en realidad, los
compradores de deuda alemana están pagando un «premio» del 0,6% por esa compra, es
decir, la diferencia entre ese 2% de inflación y el 1,4% que recibirán de interés. ¿Y cómo es
eso? En realidad están comprando la seguridad de tener su dinero en una caja sin riesgo.
Más aun, cuando se mira el valor del bono alemán referenciado al americano, y se
comprueba que la prima de riesgo alemana es negativa, resulta evidente que los bonos
emitidos por el Tesoro americano pagan más interés que los alemanes.
¿Y qué influye en tales valores? Entran aquí los analistas financieros y muy
determinantemente las agencias de rating de las que hablamos en el Capítulo 2. Ya que la
calificación que hacen de un país establece el riesgo que tiene ese país, con la
recomendación de invertir, no invertir o ser prudente. Riesgos que se determinan según
una escala en A, B, C y D, que, a su vez, se subdivide para definir si la inversión es
recomendable, no recomendable por ser especulativa o muy especulativa o,
definitivamente, se trata de un país en quiebra.
En octubre de 2012, España fue situada por la agencia Moody’s en el nivel Baa3,
calificado como grado medio bajo, un escalón superior al Ba1 que se marca ya como
especulativo y tiene la recomendación de no invertir. Una situación que hace referencia a
los problemas económicos del país, provenientes de la situación extremadamente elevada
de su deuda (privada y pública), del estancamiento de su economía (decrecimiento de su
PIB) y de otras complejidades que afectaban en ese momento a su política interna. Por
ello, Moody’s en este caso alertaba a los mercados, es decir a los inversores institucionales
que buscan minimizar sus riesgos (fondos de pensiones, universidades, etc.) ante los
riesgos de invertir en bonos del Estado español. Los especuladores, sin embargo, actúan de
forma distinta. Encuentran en el riesgo la base de sus ganancias, sobre todo cuando
invierten a corto.
¿Y cómo se llegó a esta situación? ¿Qué sucedió para que después de casi 20 años
algunas economías de la Eurozona, en concreto, Grecia, Irlanda, Italia, Portugal y España,
cayeran de manera tan abrupta?
Hasta el primer trimestre de 2008, aproximadamente, todos los países de la Eurozona
estaban al mismo nivel que Alemania. Es decir, daba lo mismo comprar deuda española o
griega que alemana. En septiembre de 2008, sin embargo, se produjo el colapso de Lehman
Brothers, y a partir de ahí, desde noviembre de 2008 en adelante, saltó el caso griego, cuyo
bono alcanzó los 300 puntos en febrero de 2009, para dispararse hasta los 700 en mayo de
2010, y entrar en quiebra poco después. A ello, casi en el mismo momento se sumó el caso
irlandés, y luego Portugal, y luego España e Italia, con los tira y afloja entre el Banco
Central Europeo y Alemania, de un lado, y de otro, los países ya mencionados, los PIIGS,
según dio en llamar algún medio inglés interesado en llevar los problemas fuera de su
territorio. Con ello, el euro parecía romperse, y a su caída la Unión Monetaria que, hoy
aún, está de alguna manera en entredicho. ¿Fue un cambio de ciclo, como se suele decir?
El hecho es que el Titanic europeo sufrió varias vías de agua de las que todavía no se ha
repuesto.
CAPÍTULO 5

Vías de agua en el Titanic europeo

A finales de abril de 2006 fallecía a los 97 años John Kenneth Galbraith, un relevante economista
nacido en Canadá a principios del siglo XX; y desde la obtención de su grado de Doctor en la
Universidad de California Berkeley en economía agrícola, una influyente personalidad de la vida
pública americana. Quizás esto le venía de sus padres: él, granjero y maestro de escuela, y ella, una
activista política. De su paso por la Universidad de Cambridge en Inglaterra, le quedaron a
Galbraith fuertes influencias keynesianas. De nacionalidad americana desde 1937, fue embajador en
la India bajo el mandato de Kennedy entre 1961 y 1963. En 1958 había escrito una de sus más
interesantes obras: La sociedad opulenta. Se refería en el libro a la sociedad norteamericana, sin
embargo, muchas de sus ideas son aplicables al descalabro de la Europa actual del euro, sobre todo
cuando asegura que: «Sin lugar a dudas, la riqueza constituye un implacable enemigo de la
inteligencia».

Ciclos y crisis económicas


En 2004, Galbraith escribió otro interesante libro de pocas páginas y de sugerente título:
La economía del fraude inocente, con el subtítulo: La verdad de nuestro tiempo, donde, entre otros
temas, abordaba de forma sucinta el mundo de las finanzas. Un lugar donde los fraudes
dejan, en demasiadas ocasiones, de ser inocentes. Así lo expresa el autor:

«El fraude tiene como punto de partida un hecho determinante y absolutamente evidente que, no
obstante, es casi siempre pasado por alto: el comportamiento futuro de la economía; el paso de los
buenos tiempos a la recesión o la depresión y viceversa, es imposible de predecir con exactitud. Existen
predicciones de sobra, pero no un conocimiento firme y seguro. Todo depende de una combinación
variada de acciones gubernamentales sobre las que no existe certeza y de decisiones corporativas e
individuales que desconocemos; y cuando se trata del mundo en general, de la paz y de la guerra».

Las crisis económicas, como los conflictos políticos o sociales, no vienen porque sí, si
bien son muchas veces impredecibles como indica Galbraith. Siempre hay algo que los
alimenta. Y en demasiadas ocasiones, el origen se encuentra en el decaimiento moral de la
sociedad, en la pérdida de valores y los abusos que vienen de su mano, sin olvidar en este
contexto las acciones gubernamentales como subraya este economista. Así lo expresaba
también, por ejemplo, Maurice Niveau, profesor de Economía y director del Gabinete del
Ministro de Educación en tiempos del presidente Valéry Giscard d'Estaing, en su obra
Historia de los hechos económicos contemporáneos:

«No es necesario ser marxista para trazar el cuadro de los sufrimientos que el pueblo tuvo que
soportar en las primeras fases de la industrialización capitalista. El evocar la miseria obrera a finales
del siglo XVIII y a principios del XIX —o incluso más tarde— se ha convertido en un lugar común.
Sin embargo, el investigador no deduce siempre las mismas conclusiones ni ve los mismos síntomas,
según cuales sean sus preferencias doctrinales. El peor peligro para la mente, y el peor riesgo para la
comprensión de la sociedad contemporánea, serían querer excusar retrospectivamente los abusos de un
capitalismo que se ha bautizado como “liberal”».

Y es que, de manera permanente, al lado de las sociedades opulentas, o incluso en su


seno, se desarrollan injusticias que siempre ocasionan perjuicios más o menos profundos.
Injusticias que se hacen más patentes en tiempos de crisis.
Nada tiene que ver nuestra época, sin embargo, con otras situaciones anteriores, aunque
siempre existan similitudes en la historia humana. La Revolución Industrial fue el caldo de
cultivo del capitalismo. La acumulación de capital produjo importantes transformaciones
sociales y políticas. Con sus vaivenes, se puede comprobar que la riqueza global no ha
dejado de aumentar desde entonces: siempre medida en términos totales, ya que continúan
importantes desajustes sociales en el mundo. Y así llegamos al siglo XXI, donde existe una
profunda crisis del modelo económico occidental y, muy particularmente, del europeo.
En lo económico, durante el siglo XIX, se produjeron no menos de 10 crisis. Más o
menos cada 10 años. Y en la primera parte del siglo XX, concluyendo con el crac del 29,
hubo cuatro: 1900, 1907, 1920, 1929, cada una con sus características y con la Primera
Guerra Mundial en medio. Son los ciclos que determinó Clement Juglar, un teórico de la
materia. Otros, sin embargo, argumentaron la existencia de ciclos con menor periodicidad.
Así lo hizo Joseph Kitchin, por ejemplo, que trató de demostrar la existencia de ciclos
cortos con una duración de 40 meses; y otros, especialmente Nicolai Kondratiev, situaron
los ciclos cada 50 años más o menos, siempre coincidiendo con importantes cambios
industriales o tecnológicos, ya fuera por la aparición de la máquina de vapor, el ferrocarril
o la explosión en el uso de la electricidad. Esto le llevó a establecer la siguiente serie: el
ciclo de 1790 a 1845, el que iba de 1848 a1896, y el que, comenzando en 1896, terminaría
en 1945 coincidente con el final de la Segunda Guerra Mundial. Kondratiev, sin embargo,
no vería el final de este último, pues había fallecido en septiembre de 1938 con tan solo 46
años.
Juglar era médico y no economista. Había nacido en París en 1819 y allí murió en 1905.
La medicina le llevó a considerar algunos problemas relacionados con la demografía, y
desde ahí se interesó por las fluctuaciones económicas que, en su opinión, no responden a
accidentes fortuitos, sino a inestabilidades que se suceden periódicamente en el organismo
económico. Cambios que, para Juglar, rompen su tendencia alcista en los momentos de
mayor prosperidad. De ahí que concluyera que esta es la causa del cambio de ciclo. Algún
otro economista sugirió igualmente períodos de 10 años, si bien por causas aparentemente
más científicas. Esta fue la opinión de Stanley Jevons, un importante economista inglés de
la época victoriana. Jevons asoció los cambios económicos a la actividad solar y, en
especial, al fenómeno de las manchas solares que, según él, tenían un importante efecto
sobre la agricultura y la economía. Originalmente, su ciclo, al igual que el comportamiento
del sol, lo estableció en 11,1 años, aunque, posteriormente, al comprobarse que las
manchas solares aparecían cada 10,45 años cuadró su teoría con este nuevo período: en
Economía, siempre existen explicaciones a posteriori para lo que se desea demostrar.
Con el tiempo los economistas fueron justificando el comportamiento del ciclo de
acuerdo con los fenómenos que daban origen a las crisis económicas, de manera que la
explicación de los cambios de ciclo y de las crisis han ido de la mano. Por nombrar
algunos, podemos referirnos, por ejemplo, a Alfred Marshall, ya comentado anteriormente
en estas páginas. Marshall refutaba la idea de otro economista, el francés Jean Bautista Say,
cuya ley de los mercados —conocida como la Ley de Say— daba una explicación a las
ondulaciones económicas. Esta ley asegura que la oferta crea su propia demanda, lo que
Marshall no aceptaba pues, según sus comprobaciones, en épocas de crisis siempre hay
exceso de oferta.
Otros achacaron los cambios económicos a causas más concretas: contracción del
ahorro, falta de crédito e, incluso, a cambios en los tipos de interés. Siendo el economista
inglés, profesor de la Universidad de Cambridge, Arthur Cecil Pigou, el primero en tratar
de dar una formulación cuantitativa al problema, para lo cual hizo una interesante
combinación entre los efectos causados por la inestabilidad de los precios y la psicología
de las personas. Según su interpretación, si unos inversores son optimistas respecto del
comportamiento futuro de la economía e invierten para lograr un beneficio, cuando las
expectativas se desvanecen vendrá un período de contención inversora y, en consecuencia,
es probable que aparezca una recesión.
Crisis globales que afectaran a todos los países a la vez y de la misma manera no han
existido nunca. E incluso se han reducido después de la Segunda Guerra Mundial. En
1973 surgió la crisis del petróleo. Su inicio se produjo por el embargo del suministro de
crudo hacia occidente con una subida del 70% de los precios. Posteriormente vino la crisis
de deuda en Sudamérica durante los años sesenta y setenta del siglo XX, especialmente en
algunos lugares como México, donde continuó después, obligando a su presidente, Jesús
Silva-Herzog,a anunciar en 1982 que el país no podía atender sus obligaciones de pago:
México estaba en quiebra. A finales de los noventa surgió la crisis de las empresas
tecnológicas, las puntocom. Y un poco antes, en 1997, los países del Sudeste asiático se
encontraron con una importante crisis financiera ocasionada por el colapso del bath, la
moneda de Tailandia, que contagió las economías de los países del área, en especial Hong
Kong, Malasia, Laos y Filipinas. Y ahora estamos bajo los efectos de la crisis de las
hipotecas subprime, aunque bien podría denominarse la crisis del euro o mejor la crisis de
deuda, dependiendo de dónde se ponga el énfasis.
De los tulipanes a Bernard Madoff
La naturaleza y la sociedad no son estables, están sujetas a cambios, al igual que las
personas. Y, en consecuencia, la economía tampoco lo es: sufre ondulaciones, que son tan
complejas como el propio comportamiento humano del que forma parte. Vibraciones que
pueden ser cortas como sucede con el ritmo de las estaciones o largas en las que se
superponen las anteriores.
Ya se ha dicho que la teoría de los ciclos económicos tiene mucho que ver con las
explicaciones de los economistas más relevantes. Así se construye el pensamiento de las
diferentes escuelas por ellos representadas. Analicemos algunas de las más extendidas.
La teoría clásica del ciclo económico explica el comportamiento de la economía según el
concepto de la frontera de posibilidades de producción, una zona donde participan los diferentes
agentes que tienen capacidad de comprar, vender o invertir. Es decir, un entorno donde,
por un lado, hay una cantidad de bienes y servicios capaces de ser producidos en un
período determinado de acuerdo con las capacidades tecnológicas y los factores
productivos existentes y, por otro, unos mercados donde consumo e inversión juegan a la
contra de esas capacidades productivas. De manera que, como se asegura, la economía en
su comportamiento tenderá a equilibrar ese sistema de oferta y demanda.
Otra forma de ver el funcionamiento de la economía y, por tanto, analizar el ciclo, es la
teoría keynesiana. De acuerdo con ella, la economía no se comporta según el criterio de la
frontera de producción antes aludido, sino que vive en una permanente falta de demanda, de
manera que se trata de un estado semi-deprimido que precisa de estímulos exteriores para
llevar el sistema hacia el equilibrio oferta-demanda. Estímulos que requieren una política
económica expansiva, pues inversión y consumo van siempre de la mano respondiendo a
incrementos o decrementos de la demanda agregada, es decir, de los bienes y servicios que
los consumidores, ya sean públicos o privados, están dispuestos a adquirir a un
determinado precio. Precios que dependerán de la política monetaria y fiscal que se lleve a
cabo. Y es aquí donde entran las acciones gubernamentales a las que aludía Galbraith y
precisa la economía keynesiana.
Por el contrario, si los mercados se consideran en equilibrio, las únicas fluctuaciones
posibles vendrán de la mano de la productividad. Es lo que postulan los que sostienen la
teoría del ciclo económico real. Un modelo que explica las fluctuaciones a corto plazo mediante
las perturbaciones que se ocasionan en el sistema productivo o según shocks tecnológicos, y
no por los cambios que se suceden en la demanda agregada inducidos por la política
monetaria. Una explicación ofrecida por el premio Nobel de economía Robert Solow en
1957 y, posteriormente, por Finn Kydland y Edward Prescott, ganadores también del
Nobel en 2004 por sus contribuciones a la dinámica macroeconómica y las fuerzas que
existen detrás del ciclo económico. Una forma de pensar sustentada también por Dennis
Robertson, un economista que trabajó muy cercanamente con Keynes y al se deben
muchos de los postulados que el propio Keynes introdujo en su Teoría General. A este
respecto Robertson aseguraba que:

«No creo que una política que, al buscar la estabilidad de los precios, la producción y el empleo,
hubiera cortado de raíz el auge de los ferrocarriles ingleses en los años cuarenta, o el auge de los
ferrocarriles de 1869 a 1871 en Estados Unidos, o el auge de la electricidad en Alemania de los años
noventa, hubiera sido a fin de cuentas benéfica para los pueblos afectados».

Lo mismo pensaba otro insigne economista, Joseph Schumpeter: el progreso


tecnológico, o el progreso en general, y en particular el inducido por la clase empresarial,
es inseparable de las causas que originan el cambio de ciclo. Schumpeter opinaba que:

«Es, por ejemplo, obvio, que en el caso de sustitución de un coche de caballos por un automóvil, el
cochero en un sentido estricto quedará tecnológicamente desempleado, aunque no exista ninguna
máquina que conduzca en adelante a sus caballos, lo que es similar al hecho de que un contable
pierda su trabajo por la introducción de una máquina calculadora u otro dispositivo similar, o que
una mujer, cosechadora de algodón, pierda su empleo debido a la introducción de una máquina de
recogida de algodón, o porque el algodón quede en desuso por la competencia de la fibra sintética».

Otro enfoque sobre el ciclo económico es el que procede de la Escuela Austriaca, que
se apoya en la teoría clásica, aunque pone el énfasis en la relación que existe entre
consumo e inversión, y considera que la economía se mueve fuera de la frontera de
producción igual que hace la Curva de Phillips, debida al economista neozelandés William
Phillips. Esta curva, simplemente expuesta, muestra la relación entre empleo e inflación: a
menor desempleo mayor tasa de inflación.
Siguiendo el mismo criterio de Phillips, los economistas de la Escuela Austriaca
argumentaban que, después de una época de expansión, no se vuelve a la frontera de
producción, sino que los cambios (por ejemplo, la influencia del crédito en la inversión)
tienen un efecto directo en la estructura de producción y, por ende, en el consumo futuro.
Esto tiene —según este pensamiento— una consecuencia en los precios relativos de los
productos, lo que lleva a incrementar las tasas de interés y ocasiona una futura recesión;
algo que la política monetaria no paliará, ya que la economía necesita tiempo para ajustar
la estructura de la demanda.
Vayamos después de esta larga introducción al tema que nos ocupa, es decir, a algunas
crisis que cambiaron el ciclo. Nos servirá como preámbulo para entender lo que
trataremos después. Empecemos con la Holanda del siglo XVII. Un tiempo en el que hacía
casi ochenta años que los holandeses habían expulsado a los españoles de las Provincias
Unidas después de la Guerra de los Ochenta Años. Una guerra que trajo el hundimiento
de la economía española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y que había convertido al huspot
—el potaje holandés que rememoraba la salida forzada de los tercios españoles de Leiden
el 3 de octubre de 1574— en el plato tradicional de la comida holandesa.
Hoy la compras y ventas de bulbos de tulipanes no son objeto de especulación
financiera. Quien se dedica a esta actividad, o bien es un industrial que comercia con ellos,
o es un amante de estas plantas. Los tulipanes, originarios de Turquía, se asentaron en
Holanda de una manera muy singular, tanto que hoy constituyen una potente industria
que exporta casi 1.000 millones de dólares, sobre todo hacia Estados Unidos. Una
industria que produce tres mil millones de bulbos anualmente, de los cuales salen del país
las dos terceras partes. Actualmente existen casi dos mil variedades de tulipanes, de las que
un 80% son de origen holandés. Los bulbos, es importante señalarlo, pueden tardar hasta
12 años en formarse a partir de una semilla de tulipán.
Hacia los años treinta del siglo XVII los bulbos eran uno de los productos claves de la
economía holandesa, y su comercio desarrolló un importante movimiento económico: la
tulipomanía que, en la primera parte del siglo XVII, desembocó en un delirio financiero.
Delirio que acabó en un desastre económico y arruinó a muchísimas personas dentro y
fuera de Holanda. Lo que se considera como un cambio de ciclo en una época de gran
prosperidad.
El delirio llegó a tales extremos que se cambiaban hasta edificios por unos pocos
bulbos, algunos de los cuales como el Semper Augustus llegó a alcanzar la enorme cifra de
1.000 florines por unidad en 1623, para subir dos años después a los 3.000 florines, y
situarse en 1637, año del crac, en los 5.500 florines. Con el negocio de los bulbos, un buen
comerciante podía llegar a ganar unos 60.000 florines mensualmente, lo que contrastaba
con el salario de un artesano cualificado de entonces que podía conseguir unos 150
florines anuales. Los bulbos, por su parte, se reservaban con antelación mediante contratos
que se realizaban entre junio y septiembre del año anterior, fijando su precio al igual que
se hace hoy en el mercado de futuros. Los contratos eran, según se decía, contratos en el
viento, ya que lo que realmente se compraba era un trozo de papel que daba derecho a
reclamar unos bulbos durante la primavera siguiente.
La clase media holandesa de aquel entonces, juntamente con la explosión del comercio
holandés con los países asiáticos, fueron los que, principalmente, alimentaron ese capricho
por los bulbos. Un capricho que desembocó en la enorme especulación que rodeó ese
mercado en una época de sobreabundancia de riqueza, tal como expresa Simon Schama en
su obra The embarrassment of riches, donde comenta la histeria que rodeó la tulipomanía:

«La histeria respecto de los bulbos fue bastante real. Los pequeños agricultores construían defensas
para proteger sus inversiones día y noche. Un horticultor en Hoorn, en el norte de Holanda, improvisó
un cable trampa en su jardín al que ató una campana para que le avisara de posibles intrusos. Pero
el punto en el que la especulación causó una seria preocupación entre los productores profesionales y los
magistrados de la ciudad ocurrió al final de 1636 cuando se transformó en pura especulación
—windhandel, en holandés—, un objeto de apuesta».

Una histeria que alcanzó a todas las clases sociales e hizo explotar la especulación y con
ella la inflación, según expresaba en 1841 el periodista escocés Charles Mackay en su libro
Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds, donde se refería al
comportamiento irracional de las gentes que quedan atrapadas por la avaricia, la codicia y
la arrogancia que da el logro de dinero rápido y fácil. Y con la tulipomanía, Mackay decía
que:
«Nobles, ciudadanos, granjeros, mecánicos, marinos, hombres de a pie, criadas, e incluso
deshollinadores y mujeres de toda condición, hicieron sus escarceos con los tulipanes. Gente de todo tipo
convirtieron sus propiedades en dinero y lo invirtieron en flores. Casas y tierras se ofrecían a precios
ruinosos o se ofrecían como intercambio en el mercado de tulipanes. Los extranjeros quedaron
entusiasmados con similar intensidad y el dinero llegó a Holanda en todas direcciones. Los precios de
los artículos de primera necesidad crecieron de nuevo poco a poco: casas y tierras, caballos y carruajes, y
lujos de todo tipo, aumentaron con ellos de valor, de manera que por algunos meses Holanda pareció la
antesala del dios griego de la riqueza, Pluto».

Y es que debido a la especulación, el precio de los bulbos podía duplicarse o triplicarse


en días. Para manejar este comercio se establecían los compromisos según obligaciones de
pago, aunque en 1635 empezaron a cambiar las cosas. Primero fue la peste que sufrió
Holanda entre 1635 y 1637 que acabó con el 20% de la población. Y después, a principios
de 1937, las decisiones de los jueces, que aceptaron una modificación de los contratos a
requerimiento de los grandes agricultores. Con esto los contratos firmados después del 30
de noviembre de 1636, y antes de abrir los mercados en primavera de 1637, permitían a los
compradores no pagar lo estipulado si se abonaba a los productores un canon del 10%
sobre el precio de venta. El resultado fue convertir el mercado de futuros existente en un
mercado de opciones, lo que se tradujo en una caída brusca de los precios. La crisis estaba
en marcha. El índice de precios de los bulbos que, en febrero de 1637, era de 200, se
dividió en dos meses por 20.
¿Son las burbujas financieras una de las causas del cambio de ciclo? Cuando un
producto o un bien es objeto de una especulación desmedida que lleva su precio al
absurdo, es razonable pensar que el desajuste del sistema económico en su conjunto, tarde
o temprano, romperá la tendencia y reaccionará en sentido contrario con resultados
imprevisibles. Este fue el hecho de las hipotecas subprime cuya titulización escondía otra
verdad: el precio de las viviendas había alcanzado niveles absurdos. Es, quizás, una
constante en la historia humana: la búsqueda del enriquecimiento por cualquier medio
conduce a burbujas económicas que acabarán estallando.
Desde el suceso de los tulipanes muchos han sido los casos de burbujas financieras,
causantes de crisis más o menos profundas. Este es el caso de Bernard Madoff que, por su
cercanía en el tiempo, resulta más interesante. El caso Madoff, aunque no haya causado
extensos perjuicios, es un claro ejemplo del origen de la crisis actual y, por ende, del
cambio de ciclo económico que se ha producido.
Bernard Madoff era desde hacía muchos años un reputado financiero que, incluso, había
sido presidente del NASDAQ, hasta que, después de un corto proceso judicial, fue
condenado en junio de 2009 a 150 años de prisión por sus múltiples fraudes. Se trataba de
la cara más patente de los años anteriores al colapso financiero de 2008: fraudes y codicia
por doquier.
El sistema Madoff no era nuevo, ya había sido practicado por un tal William Miller en
Estados Unidos a finales del siglo XIX; aunque el más notorio especialista de este tipo de
fraude piramidal fue Charles Ponzi, un italiano de origen al que ya aludimos en el capítulo
primero. Ponzi prometía a sus clientes beneficios que podían llegar al 100% de su
inversión en tres meses, lo que alimentaba la codicia de los inversores. Un estímulo que
pocas veces falla: buena reputación del defraudador que ofrece beneficios enormes. Poco
importa lo que encierre el sorprendente mecanismo si en poco tiempo se multiplican los
beneficios de manera exponencial. Es la confluencia de dos tipos de codicia: el que busca
enriquecerse con el fraude y el que lo hace en la espera de beneficios desmedidos.
En el caso de Ponzi el método era la compra de cupones postales de otros países,
especialmente italianos, para después canjearlos a su valor nominal en Estados Unidos en
función de un acuerdo entre ambos países. Un esquema que, según se dice, Ponzi
descubrió al recibir una carta desde España solicitando un catálogo. El sobre contenía un
cupón internacional que permitía canjearlo por el correspondiente sello local. Un
mecanismo que había sido fijado en 1906 por la Unión Postal Universal para facilitar los
intercambios internacionales.
El problema surgió cuando se descubrió que para atender las inversiones que había
captado Ponzi se precisaban millones de cupones, cuando en realidad estos no llegaban a
los 30.000. El fraude alcanzó los 15 millones de dólares de los años veinte, unos 300
millones en la actualidad. Ponzi fue condenado a cinco años de cárcel a los que,
posteriormente, se sumaron otros nueve más. Como se apuntó en el Capítulo 1, Ponzi,
una vez libre, trató de vender terrenos inhóspitos en Florida, sin mucho éxito por otra
parte.
Bernard Madoff es un caso similar, pero con la sofisticación del siglo XXI. Fue capaz de
mover 170.000 millones de dólares con su esquema y, cuando se descubrió el fraude, el
«agujero» llegaba a los 36.000 millones: 18.000 que sacó antes del colapso de su empresa
Bernard L. Madoff Investment Securities, y otros 18.000 que supuestamente se habían
perdido.
El esquema de Madoff era incluso más simple que el de Ponzi: una vez que firmaba un
contrato con un inversor y fijaba el interés a pagar, sus administrativos, mediante un
programa de ordenador diseñado a tal efecto, simulaban una inversión en una fecha
anterior e introducían ese nuevo dinero «virtualmente» en dicha operación. Según propia
confesión de Madoff, su empresa colocaba el dinero en una cuenta del Chase Manhattan
Bank, de donde sacaba fondos para ir pagando las comisiones a la vez que recogía nuevo
dinero: una verdadera estafa piramidal donde los nuevos inversores servían para pagar a los
antiguos.
Madoff tenía 70 años en el momento en que se descubrieron sus operaciones. Su
empresa había sido creada en 1960 y nunca había sufrido una inspección de las autoridades
monetarias; incluso se le reconocía como el experto financiero que había revolucionado el
trading bursátil en sus tiempos de paso por el NASDAQ, habiendo también reducido el
coste de las operaciones. Su fraude, sin embargo, no se quedó en Estados Unidos y llegó a
Europa alcanzado a prestigiosas entidades. Por ejemplo, la unidad de hedge funds del Banco
Santander en Ginebra, Optimal Investment Services, S.A., tenía invertidos 2.330 millones
de euros en la compañía de Madoff. Era la inversión mayor realizada por un banco
comercial. Para evitar las múltiples demandas que se cernían sobre esta institución, el
Banco Santander acordó ofrecer a sus miles de inversores privados una cantidad por valor
de 1.380 millones en acciones preferentes más un 2% de interés anual durante un período
de 10 años, siempre que los inversores firmaran un documento en el que renunciaban a
cualquier acción legal posterior. Este no fue el único caso. En Europa también «cayeron»
BNP Paribas, HSBC o el Royal Bank of Scotland. Habiendo prestado estos dos últimos
cantidades por valor de 1.500 millones de dólares a ciertas firmas de inversión que
invertían en la empresa de Madoff, de las cuales los bancos obtenían un colateral igual al
valor en acciones de dicha compañía. Es decir, la inversión se aseguraba con acciones de la
empresa de Madoff que luego entraría en quiebra. Tampoco fueron los únicos, también
cayeron en la red el Banco Medici de Austria, Société Générale, Union Bancaire Privée de
Ginebra, y muchos otros, a los que se añadieron más de 8.000 víctimas que incluían
importantes fundaciones, conocidos actores y otros personajes públicos entre los que,
según se dice, se encontraba el propio Osama Bin Laden que, supuestamente, habría
perdido 1.000 millones de dólares.

Irlanda y el ciclo inmobiliario


Ya apuntamos algo sobre Irlanda en el Capítulo 1, sin embargo, en el tema que nos ocupa
ahora conviene profundizar algo más.
Irlanda es un pequeño país que no fue nación independiente hasta 1800, año en que los
Parlamentos británico e irlandés decidieron unir las dos naciones. Con esto se creaba una
nueva entidad política, el Reino Unido de Gran Bretaña e Irlanda, que quedaba
constituida legalmente el primero de enero de 1801. En el acuerdo se incluía la
desaparición de cualquier discriminación a los católicos y otras religiones no anglicanas.
Un hecho que venía de antiguo, desde la proclamación de la Test Act, una ley que rebajaba
los derechos a los fieles de cualquier otra religión que no fuera la anglicana. Sin embargo,
aunque en principio estaba pactado, el rey inglés Jorge III no cumplió el compromiso, de
manera que, desde entonces, Irlanda ha pasado por no pocas vicisitudes, incluida la
separación de la isla en dos mitades en 1921, con muy graves problemas en Irlanda del
Norte, como es perfectamente conocido.
Irlanda fue por centurias un país muy pobre hasta que, en los años noventa del siglo
pasado, se produjo un sorprendente boom económico. Atrás quedaban las emigraciones de
irlandeses hacia Estados Unidos que, en la primera mitad del siglo XIX, escaparon en masa
de su país huyendo del hambre y del temible cólera. En total, casi un millón y medio de
personas se fueron a la nueva tierra prometida. Y otro millón más se repartió entre
Canadá, Australia y Nueva Zelanda.
Entre 1990 y 1999 el PIB per cápita de la república de Irlanda creció un 83%, siendo de
lejos el país que más lo hizo en ese período. En este capítulo le siguieron Corea del Sur
(64%) y Noruega (31%). España lo aumentó en un 25% en el mismo período, mientras
que Francia e Inglaterra lo hicieron en un 13% y un 17%, respectivamente. Además, el PIB
per cápita irlandés pasó de ser el 50% del de Estados Unidos en 1976 a casi el 80% en 2000.
Una sorprendente generación de riqueza en un cortísimo período. Al igual que lo hacía la
productividad, que se incrementó del 60% al 90% respecto de Estados Unidos en ese
mismo tramo de tiempo, con una caída de los costes de producción, entre 1982 y 1999, de
un 100% en relación a sus más directos competidores.
¿Qué había sucedido para que este pequeño país de unos cuatro millones y medio de
personas, hubiera generado tanta riqueza en tan poco tiempo? Como siempre en los
procesos económicos, el cambio empezó muchos años antes, cuando el Gobierno irlandés,
allá por los años cincuenta del siglo XX, decidió lanzar un programa de búsqueda de
inversiones extranjeras mediante una política fiscal muy atractiva. Así, hacia 1956, las
industrias que se establecían en suelo irlandés quedaban, durante 15 años, libres de
impuestos para aquellas exportaciones que salían de sus fábricas irlandesas hacia otros
países.
También, por esa época, se constituyó el IDA ( Industrial Development Authority), que
promocionaba las inversiones de empresas extranjeras en Irlanda, ofreciendo subsidios a
muchas de ellas para sus actividades de I+D o de formación, por ejemplo. Se estableció
además una suerte de puerto franco libre de impuestos para todo el tráfico comercial entre
Estados Unidos e Irlanda en la ciudad de Shannon que, con esto, se convirtió en la mayor
base trasatlántica del norte de Europa. Un proceso que convirtió a Irlanda en lo que se
conoce como el Tigre Celta. Un país que, curiosamente, ha sido el que más veces ganó el
Festival de Eurovisión: lo hizo en siete ocasiones, seis de las cuales lo fueron entre 1980 y
1996, años centrales de su boom económico.
La entrada en el Mercado Común, conjuntamente con Inglaterra en 1973, hizo el resto,
pues el continente europeo se convirtió en una alternativa real al Reino Unido y a los
Estados Unidos que eran la base del comercio irlandés hasta entonces. Por ejemplo, las
exportaciones agrícolas crecieron más del 40% en el período 1973-78. Y la implantación de
empresas extranjeras en suelo irlandés continuó aumentando al hilo de la favorable
política fiscal antes aludida. Incluso, gracias a esto, la crisis del petróleo de 1973-74 fue
menos agresiva en Irlanda que en otros países europeos.
A finales de los años setenta del siglo pasado, las autoridades comunitarias forzaron el
cambio de tan favorable política fiscal irlandesa, aunque el Gobierno de entonces tuvo la
habilidad de lograr un buen compromiso: un acuerdo de 20 años para mantener el
impuesto de sociedades en el 10% para las producciones industriales de empresas foráneas
en suelo irlandés, y el cero por ciento durante 25 años a las empresas extranjeras que ya
estaban establecidas. Con esto el país se llenó de multinacionales americanas, desde
AT&T, IBM o Microsoft, pasando por General Electric o Black and Decker. A lo anterior
se sumaron, por un lado, las transferencias comunitarias que totalizaron 700 millones de
libras irlandesas en los ochenta y alrededor de 1.500 millones adicionales en los noventa; y
por otro, la apuesta por la educación y las telecomunicaciones que ayudaron a la
modernización del país y, de paso, al crecimiento de la población y la casi total
desaparición de la emigración hacia el exterior. La conclusión fue que el empleo creció un
44% entre 1994 y 2000, y que el PIB lo hizo un 83% en ese mismo período. Una
interesante y exitosa combinación del suplpy-side economics (economía basada en la oferta)
con la demand-side economics (economía de demanda). La primera, enfocada a promover la
desaparición de barreras para la producción de bienes y servicios mediante una política
fiscal y regulatoria muy favorable, y la segunda siguiendo la teoría keynesiana de favorecer
la demanda agregada de bienes y servicios de los hogares, las empresas y el Estado, en
lugar de dejar al mercado actuar con total libertad y sin trabas. Los irlandeses consiguieron
aunar en lo principal ambos modelos económicos.
Este estado de bienestar permanente, que parecía no acabar, tuvo dos efectos también
conocidos en otros países: un desbocado apetito de la mayoría de la población por
conseguir una vivienda en propiedad, y un efecto llamada a los emigrantes que llegaban
por miles desde los países del este de Europa. Emigrantes que, a su vez, se sumaban al
carro de la compra de vivienda. Así, el boom económico desembocó en un boom
inmobiliario. Y en el horizonte, más pronto que tarde, estaba a la vista la recesión. La
tendencia de crecimiento sin fin se invertiría. Un cambio de ciclo estudiado por el
economista de origen bielorruso, Simón Kuznets, nacido en 1901, que emigró en 1922 a
Estados Unidos para doctorarse en Economía en la Universidad de Columbia y que acabó
siendo posteriormente un reconocido profesor en la Universidad de Harvard. El swing de
Kuznets, como se le conoce, se refiere a una onda económica que tiene una duración entre
15 y 25 años, y que se conecta con cambios en los procesos demográficos, en particular
con los flujos migratorios que inciden, entre otras cosas, en una fuerte actividad
inmobiliaria. Algo que otros llaman el ciclo inmobiliario, que se ve también influido por
importantes inversiones en infraestructuras.
Se trata de un movimiento que induce a su vez una imperiosa necesidad de crédito para
financiar todo este despliegue constructivo, y que se comporta de una manera muy
determinada: durante la fase de prosperidad, la demanda de trabajadores crece y, a su vez,
se incrementan los salarios; esto lleva al crecimiento demográfico y se aumenta la
necesidad de nuevas viviendas. La construcción masiva aumenta la actividad económica,
crece el PIB, y alimenta el efecto llamada. La excesiva construcción, y el excesivo crédito
unido a ella, es lo que prepara el cambio de tendencia: el mercado tiende a ajustarse y se
invierte el proceso: hay excesivas viviendas a precios exorbitantes para un mercado que no
es capaz de absorber esa cantidad de casas y terrenos sin construir a esos elevados precios.
El desastre está entonces servido, donde entrarán los bancos que tienen en sus balances
enormes riesgos que provienen de créditos otorgados a constructores, promotores y
familias, muchos de los cuales, ante la recesión, se quedarán sin capacidad para hacer
frente a sus compromisos de pago. Luego vendrán los desahucios y las quiebras bancarias.
Y ese cambio estructural vino de la mano de la crisis financiera de 2008 que hizo
desaparecer el crédito a todos los niveles.
Solo unos datos: en 1991 existía en Irlanda un stock de 1,2 millones de hogares. En 2000
la cifra alcanzaba los 1,4 millones, para llegar a los 1,8 millones en 2008. Año en que la
población era de unos seis millones y medio de personas. Siendo la progresión del número
de viviendas construidas como sigue: 19.000 en 1990, 50.000 en 2000 y 93.000 en 2006. Con
el resultado de que la construcción se convirtió en el instrumento más relevante de la
economía irlandesa. Salvando el tamaño, ¿no recuerda todo lo anterior a lo ocurrido en
España en los últimos años?

Se hunde el Partenón económico griego


Los romanos acabaron con el predominio griego en el Mediterráneo. Era el año 148 antes
del nacimiento de Cristo. Macedonia pasaba así a ser una colonia romana. Dos años
después vendría la destrucción de Corinto, y con esto desaparecía por completo cualquier
vestigio de poder griego en la zona.
Lejos quedaban los tiempos de Alejandro Magno que había muerto 175 años antes.
Estaban más o menos en pie, sin embargo, las ruinas del Partenón, el gran templo dórico
construido entre los años 447 y 432 antes del nacimiento de Cristo. Una demostración de
los conocimientos geométricos de los griegos de aquella época: para lograr el efecto visual
de su armónica estética se habían alterado con maestría la construcción de sus columnas,
que están algo curvadas hacia el centro y son algo más gruesas en las esquinas para ofrecer
esa sensación de perfecto equilibrio en sus volúmenes.
Estamos ya en el siglo XXI. La entrada de Grecia en la moneda única en 2001 no estuvo,
como apuntamos en el capítulo anterior, exenta de polémica. El Gobierno de entonces,
presidido por Konstantinos Simitis del Movimiento Socialista Panhelénico (Pasok), falseó las
cuentas públicas para cumplir con los objetivos de Maastricht, a lo que ayudó Goldman
Sachs como ya dijimos. Sin embargo, la entrada del país en la zona euro tuvo como primer
efecto una fuerte disminución de las tasas de interés de la deuda pública. Si los bonos a 10
años del Gobierno heleno en 1994 estaban al 20%, en 2005 se encontraban en torno al 3%.
Después de la crisis, a finales de 2010, alcanzarían casi el 12%. La prima de riesgo, es decir,
el diferencial con el bono alemán, cayó desde los 1.100 puntos básicos (11% superior al
bono alemán) a principios de 1998 a los 100 puntos en 2000, un año antes de la entrada en
el euro, llegando casi a igualarse en 2007: solo les separaban unos 30 puntos de los
alemanes. Lo mismo sucedió con la inflación que, de ser tradicionalmente alta, alrededor
del 10% antes de la entrada en el euro, se mantuvo como media en el 3,4% entre 2001 y
2008. Una situación que hizo atraer inversiones del exterior y facilitó un crecimiento del
PIB hasta el 3,9% como media en ese período. Nuevamente, como en el caso irlandés o el
de otros países europeos del sur, se abría la sensación de un período de prosperidad sin
límites.
Desgraciadamente, detrás del escenario, subsistían los problemas económicos
tradicionales: poca competitividad y enormes desajustes fiscales. Sobre todo estos últimos:
antes de la crisis, en Grecia, solo el 14% de la población pagaba impuestos, y los
armadores, uno de los sectores económicos más relevantes, estaban exentos de pago
protegidos por la propia Constitución. Y a esto, por si fuera poco, se unía una enorme
evasión fiscal: solo los jubilados y los trabajadores atendían sus obligaciones fiscales, y no
en su totalidad. De manera que el propio Gobierno heleno estimaba en el otoño de 2010
una evasión fiscal de 37.000 millones de euros, casi el 12% de su PIB. Unas 15.000
personas no habían atendido sus responsabilidades fiscales. Un dinero que habría sido
suficiente para reducir el déficit público del país, que fue de unos 24.000 millones en dicho
año. El Estado heleno acumulaba en esa fecha una deuda pública cercana al 143% de su
PIB. En euros, 328.000 millones. Una situación de corrupción generalizada en la que miles
de ciudadanos no pagaban impuestos y otros miles tenían cuentas opacas en Suiza: hasta
2.059 según la lista publicada por el periodista griego Kostas Vaxevanis a primeros de
noviembre de 2012. Una sorprendente lista en la que, con famosos armadores, joyeros,
artistas y políticos, aparecían estudiantes y amas de casa, además de unas 250 empresas que
operaban offshore. Un hecho que apunta a otra zona del casino financiero: no solo han sido
los brokers, los Gobiernos, las entidades financieras o las empresas los causantes de los
desmanes económicos, sino, por decirlo así, la gente de la calle, aquellos que se dejan llevar
por la marea de la corrupción. El caso griego es paradigmático aunque, desgraciadamente,
no es el único.
El estallido de la crisis de las subprime no tuvo, en principio, un gran impacto en Grecia.
El problema vino después con la llegada de un nuevo Gobierno en octubre de 2009, que
anunció un déficit público mucho más alto que el publicado por el Gobierno saliente. Con
los nuevos dirigentes, Grecia pasaba del 6% al 12,7% de déficit. Lo que no quedaba
cerrado, porque después de una nueva revisión el Gobierno lo estableció finalmente en el
15,4%.
Pero en la economía global los problemas nunca vienen solos. La crisis financiera
alcanzó también a los Emiratos, de manera que en noviembre de 2009 el Dubai World, su
holding inversor, solicitó una moratoria de seis meses a sus acreedores sobre sus deudas:
casi 60.000 millones de dólares. Los cientos de rascacielos en construcción en Dubai
quedaban paralizados, y la gente salía en masa de aquella zona. Los mercados reaccionaban
con rapidez: se congelaban los créditos y se entraba en un nuevo período de fuerte
aversión al riesgo. La debilidad de Grecia era la puerta que abría la debilidad de la
Eurozona, la aparente barrera del euro desaparecía con ella. Comenzaba así una nueva
etapa y se disparaban las primas de riesgo de casi todos los países, especialmente la de
Grecia, hoy un país en bancarrota. La Unión Monetaria, la Eurozona, perdía pie y
comenzaban los rescates. Grecia lo solicitaba formalmente en abril de 2010, un paquete de
45.000 millones de euros que pedía a la Unión Europea y al Fondo Monetario
Internacional. Se destrozaba con esto el Partenón económico de la Grecia del euro.

Las cuentas públicas: la deuda


El escritor Joseph Conrad publicó en 1912 en la revista English Review un crítico artículo
como consecuencia del desastre del Titanic. Hacía en él referencia al SS Arizona, un
trasatlántico de mucho menor tamaño que efectuaba la ruta entre Liverpool y Nueva York.
El 7 de noviembre de 1879 el SS Arizona chocó frontalmente contra un iceberg en la ruta
hacia la ciudad inglesa. Aunque el impacto destrozó gran parte de la proa del casco, el
buque consiguió llegar hasta San Juan en Inglaterra, para después de ciertas reparaciones
alcanzar a su destino.
Conrad, experto marino, se ensañó con el diseño y las dimensiones del Titanic,
indicando que debería haber chocado de frente contra el iceberg que lo hundió en lugar de
haber chocado de lado tratando de esquivarlo: para él, esta fue la causa primera del
hundimiento. El Titanic desapareció el 15 de abril de 1912.
Las múltiples crisis económicas que ha vivido la humanidad poco tienen que ver con el
Titanic. El mundo siguió progresando y se solucionaron los problemas. Sin embargo,
mucho se quedó atrás y muchas personas sufrieron enormes desgracias; y las crisis, a veces,
fueron la causa de otros grandes problemas que estallaron después. En todas ellas, el
mundo se vio precedido de una suerte de pérdida de sentido, en el que parecía que todo
era posible, sin darse cuenta de las limitaciones que tiene el progreso humano que,
ciertamente, se asemeja con frecuencia al gran trasatlántico, cuyos propietarios y los
ingenieros que lo diseñaron creían que era indestructible. O como apuntaba Conrad:

«Sus responsables, aunque desconcertados en su interior ante el desenmascaramiento de un desastre


tal, se siguen dando aires de superioridad. Monjes de un oráculo fallido que todavía perseveran en el
oráculo. Se supone que son ministros del progreso. De ser así la elefantiasis que causa que la pierna
de un hombre se haga más ancha que un tronco de árbol sería una suerte de progreso, mientras que no
es otra cosa que una maligna enfermedad».
Pero no lo dejaba ahí, continuaba:

«En apariencia hay un punto en el que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso, ya sea en el
comercio, en el deporte, en la maravillosa obra del hombre e incluso en sus exigencias, deseos y
aspiraciones morales y mentales. Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha
de variar ligeramente el rumbo. Pero esta es una cuestión compleja. Lo que ahora quiero señalar es
que el viejo Arizona, maravilla de su tiempo, era proporcionalmente más resistente, manejable y
estaba mejor equipado que este triunfo de la moderna arquitectura naval [el Titanic], cuya pérdida,
dicho en lenguaje corriente, sigue siendo la sensación del año. El estrépito de la prensa ha estado a la
altura de su tonelaje, los preliminares himnos triunfales rodearon su ya desaparecido casco de
descabelladas proclamas y elaboradas descripciones de su ornamento y esplendor».

Los economistas de la Escuela Clásica fueron muy contrarios al desequilibrio de las


cuentas públicas. Adam Smith en la última parte de Las riqueza de las naciones argumenta
que los Gobiernos no deberían mantener déficits públicos, ya que de hacerlo tendría
efectos destructivos sobre la nación, incluso si las deudas fueran únicamente locales. Su
forma de ver se basaba en que las deudas públicas traerían más impuestos y esto tendría
efectos muy negativos sobre el potencial inversor y, además, impulsaría la salida de
capitales hacia otros países. Al tratar este tema Smith se mostraba muy explícito:

«El gasto público, sin embargo, cuando se sufraga de esta manera [mediante impuestos], no hay duda
de que entorpece en más o menos la acumulación de nuevo capital».

En definitiva, Adam Smith, ya en el siglo XVIII, pensaba que las deudas del Estado
socavan la prosperidad de la nación.
David Ricardo, al que también aludimos páginas atrás, compartía el mismo
pensamiento, es decir, que el carácter improductivo de los gastos de cualquier Gobierno y
su necesidad de financiarse mediante deuda pública disminuyen la capacidad inversora y,
en consecuencia, van en contra de las posibilidades de la creación de riqueza. Contra esto
se podría argumentar que obvia el supuesto efecto intergeneracional, en el sentido de que
no son las generaciones actuales las que han de correr con todos los gastos, sino que
también las futuras participan de ello; lo que nos lleva a la consideración de la necesaria
responsabilidad que debe tener la generación actual respecto de las futuras, pues, en casos
límites, se las puede condenar a la pobreza si las deudas a las que se las someten resultan
excesivas, en su cantidad o en sus intereses.
John Stuart Mill, otro economista de la misma Escuela, participaba de la misma
opinión, si bien lo enfocaba desde la óptica de que el Estado debería buscar otras
alternativas de financiación diferente de los impuestos. Quizás esto le venía de su carácter
reformista respecto de Smith o Ricardo, pues, aunque defendía la propiedad privada y la
economía en competencia, era consciente de las desigualdades sociales que había en su
tiempo, y por ello no aceptaba la existencia de una relación directa entre progreso
económico y progreso social. Por ello aseguraba que el progreso económico no puede
reducirse únicamente al crecimiento de los bienes disponibles, sino a una mejor
redistribución de la riqueza. Eran los años de la primera época victoriana, que se vivieron
entre 1837 y 1851. Una época reflejada con maestría por Charles Dickens en sus novelas,
que muestran muchas veces las brutalidades de aquella sociedad tremendamente injusta
donde las clases altas despreciaban a las más pobres. De ahí que Stuart Mill,
contemporáneo de Dickens, fuera flexible en aceptar que el gasto público pudiera tener
efectos beneficiosos para un país, particularmente cuando se financiara del exceso del
ahorro de capitales foráneos, o bien cuando el Gobierno generara beneficios económicos a
partir de su actividad. Aunque siempre abogaba por una limitada participación del Estado
en la economía a fin de asegurar la independencia de los individuos, favoreciendo el
desarrollo de esas actividades de acción colectiva. Una imprescindible necesidad de
promover la participación de lo que hoy llamaríamos «sociedad civil».
Más modernamente nos encontramos con los economistas de referencia del siglo
pasado, que aún mantienen su vigencia: John Maynard Keynes y Milton Friedman.
Vayamos a este último de quien se conmemoró el centenario de su nacimiento el pasado
31 de julio de 2012.
Friedman nació en Nueva York, hijo de una familia de emigrantes judíos, y llegó a ser el
máximo representante de la Escuela de Chicago. Universidad en la que permaneció como
profesor durante 30 años. Se trata, seguramente, del economista más popular e influyente
del pasado siglo, quizás a la altura del propio Keynes. Alcanzó el Nobel en 1976.
En 1963, Friedman publicó con Anna Schwartz un libro de gran impacto: Monetary
History of the United States, donde se argumentaba que la Gran Depresión vino de la mano
de una contracción monetaria, consecuencia de una errónea política de la Reserva Federal
y de las repetidas crisis del sistema bancario de entonces. Contracción que trataba de
reducir la circulación de dinero con varios métodos, incluido el aumento de los tipos de
interés.
Al contrario que Keynes, Friedman apostaba por una economía fuertemente
liberalizada, donde la política monetaria es la clave para definir la política económica. Sus
observaciones le llevaron a asegurar que la tasa de variación de la cantidad de dinero en
circulación, medida en porcentaje anual, tiene una estrecha correlación con la tasa de
variación de los ingresos y de los precios. De ahí el monetarismo con el que impregnó todas
sus propuestas.
En 1992 Friedman publicó un nuevo libro: Money Mischifs. Episodes in Monetary History. Y
al hilo de su publicación The Federal Reserve Bank of Minneapolis le hizo una interesante
entrevista en la que se refirió al tema de la deuda pública.

«Pregunta: Seis premios Nobel y otros 94 economistas han reclamado recientemente la necesidad de
aumentar el gasto federal para estimular el crecimiento económico, incluso aunque esto aumentara el
déficit público. Entre ellos están Arrow, Sharpe, Klein, Solow y Modigliani. ¿Tiene sentido esta
recomendación colectiva de estos economistas de primera línea?
Friedman: No estoy de acuerdo con el punto de vista de estos cien economistas reclamando
aumentar el gasto público para estimular el crecimiento económico. Mi desacuerdo se basa parcialmente
en consideraciones políticas, y parcialmente en motivos económicos. Desde el punto de vista político,
aumentar el gasto puede inicialmente diseñarse como algo temporal, aunque pocas cosas llegan a ser
tan permanentes como un gasto temporal. Por lo que estos economistas están llamando a un gasto
público todavía más alto, con lo que, en mi opinión, reducir el alcance de ese gasto es nuestro objetivo
más importante. Desde el punto de vista técnico, creo que no existe otra evidencia más persuasiva que,
dado el curso que toma la política monetaria y de los agregados monetarios, los déficits del Gobierno
Federal no tienen ningún efecto de estímulo. Únicamente tendrán un efecto de estímulo económico en
tanto que sean financiados con un aumento más rápido de la cantidad de dinero que la que sucedería
de la otra manera. Sin embargo, incluso si compartiera el punto de vista de los economistas que
firmaron la proposición de que un aumento del déficit podría estimular la economía, debería ser
consistente con su punto de vista técnico de recomendar una reducción de los impuestos como el medio
para lograr un déficit mayor de las cuentas públicas. Siguiendo su punto de vista, una reducción de
impuestos tendría el mismo efecto estimulante que un aumento del gasto, evitando así el negativo efecto
que tiene en el largo plazo aumentar el papel del Gobierno en la economía».

El diseño del euro trató en origen de evitar la posibilidad de que los Estados se
endeudaran de manera excesiva. Para ello se firmó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento,
que obligaba a limitar el déficit público al 3% y no superar el 60% de deuda pública
(porcentajes respecto del PIB). Además, se incluía una cláusula de «no rescate», lo que
debería traer la quiebra (default) para el Gobierno que no cumpliera sus obligaciones de
deuda.
La crisis financiera internacional puso al euro y a la Unión Monetaria Europea enfrente
de tres crisis distintas. Primero una crisis bancaria en la que muchos bancos europeos se
encontraron con problemas de liquidez y quedaban descapitalizados, siendo necesario su
rescate mediante fondos públicos; es decir, una nacionalización encubierta. Segundo, la
crisis de deuda soberana en la que varios países se encontraron con problemas para lograr
financiación en los mercados, con la prima de riesgo de sus emisiones aumentando sin
control. Y tercero, una crisis económica que limita el crecimiento global de la Eurozona y
que en ciertos países se manifiesta con recesión. Tres crisis distintas pero conectadas, ya
que los problemas bancarios contribuyeron a la crisis de deuda soberana, a la vez que las
posiciones de las entidades financieras respecto de la deuda soberana aumentaron su
debilidad debido a los riesgos de quiebra en ciertos países, sobre todo los del sur. A lo que
se unía un crecimiento débil o negativo que contribuía a la poca solvencia de las emisiones
de deuda, lo que agravaba las políticas de austeridad ya que limitaban el crecimiento.
Para terminar diciendo que la debilidad del sector financiero contrae el crédito y, por
tanto, incide en la congelación del crecimiento económico que, a su vez, es negativo para
la actividad del sector bancario. Múltiples pescadillas mordiéndose la cola; algo de lo que
no es tan fácil escapar como se está comprobando en una crisis que dura ya más de cuatro
años en Europa y que, como se ve, va más allá de los problemas de la deuda soberana.

La crisis de crédito: comienzan los rescates


En diciembre de 2011 saltaba la noticia a la prensa: «El BCE (Banco Central Europeo)
presta medio billón de euros a tres años a la banca para que se sanee». En esa fecha 523
entidades financieras europeas acudieron a la subasta extraordinaria lanzada por el BCE
logrando 489.190 millones de euros. Una cantidad suficiente para cubrir la deuda pública
que vencería en Italia y España en 2012.
El sistema, como es tradicional, consistía en el carry trade: la banca tomaba dinero del
BCE a un interés del 1%, para devolverlo pasados tres años, mientras que la mayoría de
ese dinero se destinaba a comprar deuda pública a intereses superiores al 5% anual. Un
buen negocio sin duda. Sin embargo, el problema había estallado antes de la mano de
Grecia, cuyas emisiones de deuda eran consideradas, ya en abril de 2010, al nivel del bono
basura. Días después, dada la situación de Grecia y su efecto en toda la Eurozona y en
especial sobre el euro, los países europeos acordaban el rescate griego por valor de 110.000
millones de euros en combinación con el FMI. Rescate que implicaba unas duras
condiciones de ajuste que obligaban al Gobierno heleno a poner en marcha fuertes
medidas de austeridad. Luego vendría Irlanda que, en noviembre, de ese año era rescatada
con 85.000 millones de euros. Y, finalmente, aparecían los problemas de Portugal, que
recibía 78.000 millones de euros en mayo de 2011: dos tercios en partes iguales de dos
nuevos fondos europeos (el FEEF: Fondo Europeo de Estabilidad Financiera y el MEEF:
Mecanismo Europeo de Estabilidad Financiera) y un tercio del FMI.
Esto fue la primera parte de un drama aún sin concluir, ya que Grecia, después de
tensas negociaciones, conseguía un segundo rescate en marzo de 2012: 130.000 millones de
euros, con un primer pago de unos 40.000 millones por el FEEF y una contribución
adicional del FMI de 28.000 millones, siempre bajo estrictas condiciones de reformas y
reducción de los niveles de deuda pública. Una nueva inyección de dinero que se había
planteado meses atrás, en octubre de 2011, y que, aparte de las reformas estructurales y un
plan de privatizaciones, llevaba a los acreedores privados a perder el 53% de sus préstamos
y aceptar menores tasas de interés sobre la deuda griega. Aunque no se contaba con la
política. Los partidos de izquierda no aceptaban las condiciones y todavía en mayo de 2012
era imposible formar una coalición de Gobierno. La situación económica no hizo sino
empeorar y, aunque después de nuevas elecciones se consiguió cerrar un nuevo Gobierno,
la ruptura del euro y la salida de Grecia del sistema se mantuvieron vivas durante varios
meses. Grexit era el término para referirse a esta situación. Y como siempre la política.
¿Cómo es que algunos partidos de la izquierda griega no aceptaban las condiciones? ¿Es
que no tenían ninguna responsabilidad en el desastre? ¿Pensaban que los prestamistas
debían dar su dinero sin garantías, a fondo perdido? Se trata de uno de los problemas más
acusados que sufren las modernas democracias: los dirigentes políticos, al final, no resultan
ser responsables de sus actos. Parece que existe un velo que los protege en caso de llevar a
su país a la quiebra, ya sea por endeudarlo de forma exorbitante o por usar el dinero de los
contribuyentes sin ningún control. Una suerte de malversación socialmente aceptada que
no está tipificada en las legislaciones actuales. Una actividad del casino financiero donde la
«banca», es decir los dirigentes políticos, también juegan, pero en este caso apostando con
el dinero de los jugadores, es decir de los ciudadanos. En el fondo conductas éticas
reprobables, tanto en el sector público como en el privado que, por acción u omisión,
condujeron al problema generalizado que hoy padece el mundo económico occidental.
En definitiva, una crisis de liderazgo ético en las organizaciones que concluye en
desastres sociales cuando esta se generaliza; fundamentalmente, porque ética y economía es
un binomio inseparable: no existen decisiones económicas ni políticas neutras, o son éticas
o no lo son. Por ello, se puede asegurar que la crisis financiera actual está intrínsecamente
relacionada con los comportamientos éticos habidos en la política y en la economía; pues
economía y política son inseparables del comportamiento humano, tal como refería Lionel
Robbins, economista británico, director del departamento de economía de la London
School of Economics, en su definición sobre la economía:

«La economía es la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios
—escasos— que tienen usos alternativos».

Es decir, un aspecto de la conducta humana estrechamente relacionado con la


generación, uso y distribución de la riqueza, lo que siempre encierra un orden moral y
ético.
Pero el caso griego del que hablamos no era el único; ya estaban Portugal e Irlanda en
zona de rescate. Y este último porque el Gobierno de turno había tomado la decisión de
avalar el desastre bancario. Eran los irlandeses los que corrían con los gastos como ya
vimos. Con otros dos países en cuarentena: España e Italia. Sufriendo ambos, aunque en
menor medida, las mismas carencias que Grecia. Y como sobreañadido, la banca europea,
toda ella en profunda crisis: muchas entidades necesitaban ser rescatadas, ya que se
entendía que la caída del sistema bancario era la caída del sistema financiero europeo en su
totalidad; lo que incidía en el problema económico general como apuntamos en el
apartado anterior. Y para valorar el alcance del agujero bancario nacieron los stress tests.
Un grupo asesor independiente, la Autoridad Bancaria Europea (ABE), creada el 24 de
noviembre de 2010 como continuación del Comité Europeo de Supervisores Bancarios
(CEBS: Committee of European Banking Supervisors) que había sido instituido en 2004
por la Comisión Europea, y que había realizado dos análisis previos de la banca europea
(uno en 2009 y otro en 2010), publicaba su primer informe en julio de 2011. En el que, de
los 90 bancos analizados, ocho no aprobaban: cinco españoles, dos griegos y un austriaco.
Un controvertido análisis, por otra parte, ya que según algunos países (España y Alemania,
por ejemplo) el procedimiento no incluía ciertas provisiones reclamadas por los
reguladores nacionales. Y comenzaban las negociaciones de rescate de la banca, mientras
los mercados, a través de la prima de riesgo, ponían presión a los Gobiernos, especialmente
el español que se veía abocado a solicitar un rescate de su sistema financiero, con cifras
que, al principio, llegaron a los 100.000 millones de euros para cubrir los déficit de casi
200.000 millones procedentes del crac inmobiliario que residían en los balances bancarios.
Rescate que, con posterioridad, se estimó en una cifra cercana a los 60.000 millones, no sin
antes haber mostrado las deficiencias éticas que habían llevado a tal situación.

Los PIIGS: el hundimiento europeo


Con la puesta en marcha del euro parecía que los países que asumían la nueva moneda
entraban en una época de riqueza sin límites, dejando atrás los muchos problemas
estructurales que habían padecido en el pasado. Sin embargo, el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento que daba cobertura a la Eurozona encerraba en sí mismo una futura crisis. No
porque fijara, como hemos dicho, un límite del 3% en sus déficits públicos y obligara a no
superar en un 60% del PIB el nivel de deuda pública, sino porque dejaba en manos de
cada país la responsabilidad sobre los desajustes que pudieran surgir en la gestión de sus
balanzas fiscales o en los ajustes que, de ser necesario, deberían hacer en sus sistemas
bancarios y financieros.
Lo que no se tuvo en cuenta durante el proceso de formalización del euro fueron los
riesgos que se escondían. Primero, aquellos derivados de las diferentes estructuras
económicas de los países miembros. Segundo, los relativos a los inexistentes mecanismos
de corrección que, en caso necesario, habría que implementar. Y tercero, la ausencia de un
mínimo análisis sobre lo que habría que hacer si aparecía un cambio de ciclo económico o,
como hemos explicado anteriormente, las medidas a tomar ante una eventual crisis.
Quizás el afán de conseguir un acuerdo sobre el euro ocultaba la interesante apreciación
expresada por Nassim Taleb en su libro El cisne negro:

«…somos ostensiblemente arrogantes de lo que creemos que sabemos. Desde luego sabemos muchas
cosas, pero tenemos una tendencia innata a pensar que sabemos un poco más de lo que realmente
sabemos, lo bastante de ese poco más para que de vez en cuando nos encontremos con problemas».

El problema, con ser grave, no era únicamente ser arrogantes de lo que creemos que
sabemos, era aún mayor: no tener en cuenta esos sucesos que pueden ocurrir y que Taleb
define como Cisnes Negros:

«Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los atributos que
siguen. Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada
en el pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto
tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos
explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible».

Y esto es lo que pasó con el lanzamiento de la moneda única: el voluntarismo político


en conseguirla oscureció lo que podría pasar si algo fallaba, si aparecía un cisne negro
siguiendo la definición de Taleb. Tal como surgió la crisis del euro para aquellos que
habían dado salida a la moneda única era una «rareza». Nadie fue consciente de las alarmas
que, desde hacía mucho tiempo, venían de fuera. Nadie se había detenido a leer
seguramente a los economistas Mundell o Fisher ya comentados en el Capítulo 3, ni
tampoco se había atendido a Milton Friedman cuando aseguraba en 2000 en una entrevista
en relación con un trabajo realizado para el Banco de Canadá que:

«Pienso que el euro está en una fase de luna de miel. Espero que sea un éxito, aunque tengo bajas
expectativas respecto de esto. Pienso que las diferencias se irán acumulando entre los distintos países y
que shocks asíncronos les afectarán. Actualmente, Irlanda es un Estado muy diferente; necesita una
política monetaria distinta de la de España o Italia».

Todo parecía, sin embargo, bien estructurado, y cuando llegó la crisis nadie en Europa
salía de su asombro, y luego, ya instalada, las explicaciones fueron y siguen siendo
múltiples. Pero el hecho es que, con el desastre, ni existían los mecanismos para atajarlo, ni
había posibilidades de controlar los riesgos que de ahí se derivaban. En definitiva, las
instituciones europeas no estaban preparadas. Y los países tampoco.
Antes de iniciarse la crisis económica los países de la Eurozona tenían, en lo relativo a
deuda pública, una media similar a la de Estados Unidos. Por ejemplo, en 1995, la ratio de
deuda respecto del PIB era, aproximadamente, un 60% en Estados Unidos y un 70% en
los países de la Eurozona. Con importantes diferencias, sin embargo, entre los europeos:
Alemania y Francia, se mantenían por debajo del 50%, de manera similar España y
Portugal, mientras que Grecia e Italia estaban alrededor el 100% e Irlanda alrededor del
85%.
El euro, sin embargo, al principio, trajo buenas noticias para casi todos. En 1999,
Irlanda, España y Portugal cumplían los objetivos de Maastricht al mantenerse por debajo
del 60% de deuda respecto del PIB, al igual que Francia y Alemania, si bien Italia y Grecia
ya sobrepasaban el 100%. Ambos países nunca cumplieron con lo estipulado. Pero ahí no
estaba lo peor. Al hilo de la riqueza aparente surgió la deuda privada que se sumaba a la
anterior y ponía en guardia a los mercados. Según datos del Banco Mundial, antes de la
explosión de la crisis, en 2007, todos los países europeos tenían una muy abultada deuda
privada, especialmente Irlanda (184,3%), España (168,5%) y Portugal (159,8%). A lo que se
sumaba como un problema adicional la balanza por cuenta corriente en los años anteriores
a la crisis (2003 a 2007), es decir que durante ese tiempo se importó más de lo que se
exportó, aumentando así las deudas con el exterior. Nuevamente los países más destacados
en este negativo aspecto fueron Grecia (-9,1), España (-9,2) e Italia (-7,0). Con el boom
económico, empresas y hogares salieron en búsqueda del crédito fácil y barato y la alegría
duró hasta que vino el cierre en 2010.
En algunos países como España o Irlanda el problema venía gestándose hacía bastante
tiempo. La expansión del crédito y la desbocada construcción de viviendas daban un
aparente efecto positivo que provenía de unas tasas de desempleo muy bajas y un aumento
enorme de los ingresos públicos vía impuestos de sociedades, rendimientos del trabajo y
otros conceptos similares, a lo que se añadía un consumo sorprendentemente alto.
Adicionalmente, una inflación por encima de las tasas de interés fijadas por el Banco
Central Europeo hacían que, en la práctica, el coste del dinero fuera negativo: era un
negocio pedir prestado. Y en la alegría nadie era consciente de lo que se avecinaba: la
aparición de un cisne negro en forma de primas de riesgo y de contracción del crédito. Las
tasas de interés de los préstamos que, en otoño de 2009, eran prácticamente las mismas
para todos los países de la Eurozona, empezaron una brusca separación desde enero de
2010. Primero, Grecia, cuyo bono a 10 años se situaba en el 12% de interés pocos meses
después, y seguía su imparable ascensión para llegar a alcanzar, a mediados del 2012, la
increíble cifra del 50% de interés, solo apta para los especuladores más extremos. Y luego,
el resto de los países salvo Francia y Alemania; es decir: Portugal, Irlanda, Italia y España
que, con Grecia, constituían los PIIGS. Un acrónimo que empezó a circular en los
ambientes financieros haciendo referencia al plural de término inglés pig. Unos países que
en 2012 presentaban unas economías con importantes debilidades: balanzas fiscales
negativas, recesión económica (salvo Irlanda), altas cotas de desempleo (especialmente
España con un 25% y Grecia con el 20%) y crecientes deudas públicas respecto de su PIB
(Grecia, 140%; Italia, 120%; Portugal e Irlanda por encima del 100%, y España superando
el 80%).
Lo que fue pensado para lograr una mayor integración económica dentro del Mercado
Único Europeo, y así proporcionar una mayor estabilidad y crecimiento económico, tuvo,
al carecer de los apropiados mecanismos de corrección, muy negativos efectos, muchos de
ellos provenientes de una más intensa relación comercial entre los países miembros. Unos
flujos comerciales desproporcionadamente elevados en un contexto cada vez más
globalizado de la economía mundial que se han incrementado en un 20% entre algunos
países después de la adopción del euro. De manera que, tarde o temprano, las ineficiencias
de los países que despectivamente se denominaron PIIGS, juntamente con una mayor
integración comercial y financiera, acabarían llegando a los supuestamente más estables,
como son Francia y Alemania. Tal es hoy, cuando se escriben estas páginas el caso: Europa
se frena en lo económico, está desestructurada en lo político y tiene cada vez menos peso,
como conjunto, en lo internacional.
Los PIIGS, por un lado, juntamente con un cierto desapego hacia los del sur por parte
de los países del norte y del centro de Europa, por otro, han desembocado en un bloqueo
que pone en duda el futuro económico de la Eurozona y la supervivencia del euro como
moneda única, en un contexto donde el Banco Central Europeo, el Parlamento Europeo,
la propia Comisión Europea, y otros organismos e instituciones existentes, han
demostrado ser costosos e incapaces instrumentos para solucionar las vías de agua de este
nuevo Titanic que constituye hoy la zona euro.
CAPÍTULO 6

El Estado de bienestar

«Que sea promulgado por la autoridad del presente Parlamento, que los churchwarden de cada
parroquia, y cuatro, tres o dos relevantes cabezas de familia de ahí, como deberá cumplirse, que tengan
respeto a la proporción y grandeza de su parroquia o parroquias, para ser nombrados cada año en la
Semana de Pascua, o un mes después de Pascua, bajo la firma y sello de dos o más Jueces de Paz del
mismo Condado, de los cuales uno sea del Quorum, que habite en o cerca de la misma parroquia o en
la división donde se encuentre la parroquia, serán llamados supervisores de los pobres de esa
parroquia: y ellos o la mayoría de ellos, tomarán la decisión, con aprobación de dos o más Jueces de
Paz de los que se ha dicho, para ocuparse de los niños cuyos padres, de acuerdo con los
churchwarden y cabezas de familia, o la mayoría de ellos, no sean capaces de mantenerse y
mantener a sus hijos».

Thomas Maltus y la Poor Law Act


El párrafo anterior es el comienzo del artículo primero de la Ley para el Socorro de los Pobres,
promulgada en 1601 en Inglaterra bajo el reinado de Isabel I. Como se ve, se dejaba al
arbitrio de ciertas personas locales, supuestamente honorables, la decisión del futuro los
hijos de las familias pobres. Entre ellos, y quizás los más importantes, eran los churchwarden:
unos guardas eclesiásticos, según traducción literal, que tenían un relevante papel en las
parroquias anglicanas de entonces. Se trataba de paliar la pobreza sacando a los niños de
las familias sin recursos, para llevarlos a otras instituciones o dejarlos al cuidado de ciertas
personas, lo que frecuentemente era igual que abandonarlos a su suerte. Unos métodos no
siempre caritativos como explicaba Charles Dickens en Oliver Twist. Una historia donde el
famoso novelista pone al descubierto las miserias de aquella época. Y en este caso
concreto, aparte de las vicisitudes de Oliver, protagonista de la novela, hace alusión varias
veces a la ley de socorro de los pobres, donde las injusticias de los encargados de hacerla
cumplir quedan bien al descubierto. Por ejemplo, en el capítulo segundo, escribe Dickens:

«Ante esto, las autoridades parroquiales magnánima y humanamente resolvieron que Oliver fuera
“cultivado”, o, en otras palabras, que debía ser desplazado a una sucursal de una casa de trabajo, a
unas tres millas de distancia, donde veinte o treinta jóvenes habían ofendido a las leyes de los
pobres…».

Y en el capítulo ventisiete:

«Después de haber dado una vuelta por la casa, y pensando, por vez primera, que las leyes de los
pobres eran muy duras contra las personas, y que los hombres que habían abandonado a sus mujeres,
dejándolas al cargo de las parroquias, debían ser tratadas en justicia sin ningún castigo en absoluto,
sino al contrario recompensadas como meritorios individuos que habían sufrido mucho…».

Y es que no siempre la caridad ha sido bien entendida, y mucho menos bien practicada.
Aunque, hay que comprender que, con la distancia que da la historia, la Poor Law Act tenía
en su origen buenas intenciones, pues el Comité Parroquial era también responsable de la
asistencia a enfermos, pobres y ancianos, mediante dinero u otro tipo de ayudas. Para lo
cual se anotaba en los libros parroquiales la lista de beneficiarios, las prestaciones y
cualquier otra incidencia. Además, debido a que se consideraba que la pobreza procedía
del desempleo, la ley promovía que las parroquias buscaran trabajo a los pobres, de ahí
nacieron en Inglaterra las casas de trabajo, pensadas para las clases más desfavorecidas. Una
situación que, con el tiempo, llegó a ser inmanejable por el número de ellas. Y a fin de
mejorar el sistema, la ley de los pobres se modificó mediante la Gilbert’s Act de 1782,
autorizando la unión de distintas parroquias para constituir casas de trabajo entre ellas.
Esto permitió al condado de Kent, por ejemplo, realizar más de doce uniones de este
estilo. De manera que, en 1813, estaban concentrados la mayoría de los pobres de ese
condado en el 60% de sus parroquias.
L a Poor Law Act se mantuvo, con modificaciones, hasta 1834, momento en que una
Comisión Real propuso cambios importantes; entre otros, la necesidad de un sistema
unificado para todo el reino, la creación de sindicatos que protegieran los intereses de los
más desfavorecidos, así como las condiciones para ser admitidos en las casas de trabajo.
Dicha Comisión Real estaba formada por ocho consejeros que tenían como misión
analizar los fallos que hasta entonces había tenido la ley. El consejo estaba dirigido por un
economista, Nassau Senior, que se apoyaba en un grupo de 26 expertos entre los que
sobresalieron Edwing Chadwick y Thomas Malthus. Ambos prominentes representantes
del utilitarismo. Una forma de pensar que considera que lo bueno es aquello que causa
placer y disminuye el dolor. Lo que, en definitiva, es útil en la vida. Un criterio que queda
explicado en su propia reflexión:

«La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el
placer. Ellos solos han de señalar lo que debemos hacer».

Según esto, para los utilitaristas, una situación es buena si resulta útil, con lo que
cualquier decisión habrá que ordenarla según su grado de bondad o de utilidad; conceptos
que, en este caso, coinciden. Esto condujo al consecuencialismo, una forma de ver la vida
tratando de ordenar las cosas de acuerdo a la suma de sus utilidades. Sería algo así como
decir que hay que buscar todo lo que reporte un beneficio personal, pues esto es lo
positivo, es decir, lo bueno.
Los economistas de esta tendencia consideraban además que, siguiendo los postulados
de Adam Smith, la sociedad tiende al equilibrio, y la utilidad de una persona no puede ser
acrecentada ni disminuida por la utilidad de otra. Derivando de ahí que en la Economía de
bienestar el único criterio justo —para estos economistas del siglo XIX y en especial para el
italiano Vilfredo Pareto— se concreta en la búsqueda de la eficiencia basada en la utilidad,
sin prestar atención a ningún otro tipo de consideración de carácter redistributivo. Una
proposición que, de acuerdo con su iniciador, toma el nombre de optimalidad paretiana, que
conduce al teorema fundamental de la Economía de bienestar, que asegura que:

«En la economía de mercado existe un equilibrio competitivo que coincide con la optimalidad
paretiana».

Una proposición evidentemente falsa, aunque se haya dado —y aún se mantenga— una
generalizada tendencia a implantar esto en el mundo económico actual. Unos errores a los
que, sin embargo, Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, daba salida desde
otra óptica, apuntando a la necesaria redistribución económica:

«Un estado puede ser óptimo, en el sentido paretiano, con algunas personas que están en la extrema
miseria y otras que nadan en el lujo, de tal manera que no se puede hacer mejorar a los pobres sin
disminuir el lujo de los ricos. La optimalidad paretiana puede “como el espíritu del César, venir
caliente del infierno”».

Thomas Malthus, aunque participaba de la forma de pensar utilitarista, es más conocido


por su famosa ley sobre la población. Malthus, segundo hijo de un terrateniente, nació en el
condado ingles de Surrey en 1766. Y dado que, al ser el segundo, no podía acceder a la
herencia, fue dirigido hacia la carrera eclesiástica, cosa frecuente en aquellos días. De
manera que, con 22 años, ya reverendo anglicano, fue destinado a la parroquia de
Okewood, una pequeña aldea de su condado natal.
En 1798, Malthus escribió un pequeño panfleto anónimo de extenso título: Ensayo sobre
el principio de la población en tanto que influido por el progreso futuro de la sociedad con anotaciones
sobre las teorías del Sr. Godwing y el Sr. Condorcet y otros autores. Una segunda edición, ya
firmada con su nombre, salió en 1803, donde suprimió los pasajes más polémicos y dio pie
a su conocida teoría sobre la población. El Ensayo tuvo varias ediciones: 1806, 1807, 1817 y
1826.
Malthus dejó sus obligaciones eclesiásticas al ser nombrado en 1807 profesor de
economía política en el Colegio de las Indias Orientales de Hailebury, donde permaneció
hasta su fallecimiento en 1834, y donde dio vida a su otra obra, Principios de Economía
Política, quizás menos conocida e influyente.
En su ensayo sobre la población, Malthus entiende que el crecimiento es consustancial a
la naturaleza humana de acuerdo con una ley natural que —según él— tiene que ver con
la atracción recíproca de los sexos. Así, asegura que:
«Se puede tener por cierto que cuando la población no es detenida por ningún obstáculo, se dobla cada
veinticinco años y crece de período en período según una progresión geométrica».

Pero Malthus no dejaba ahí sus observaciones, sino que las llevaba a las limitaciones que
existen para aportar recursos suficientes de manera sostenida. Según él:

«Los medios de subsistencia, en las circunstancias más favorables de la industria, no podrán jamás
aumentar más rápido que según una progresión aritmética».

Es decir que si la población crece a un ritmo de: 2, 4, 8, 16, etc., los recursos no lo harán
sino en la secuencia: 2, 3, 4, 5, 6, etc. O lo que es lo mismo, en tres siglos, la relación entre
los medios de subsistencia y la población sería de 13 a 4.096. Algo que, obviamente, no ha
sucedido, independientemente de las medidas forzadas que han existido para limitar el
crecimiento poblacional en los últimos 40 años con técnicas de todo tipo, incluido el
aborto, que, solo en Estados Unidos, contabilizó entre 1973 y 2011 el enorme número de
54,5 millones de casos: ¡un aborto cada 26 segundos!
Con esta forma de pensar, Malthus fue uno de los más severos críticos de la ley de los
pobres, a la que dedicó una especial atención en su ensayo sobre la población, y sobre la
que, incluso, escribió algún contundente escrito pidiendo su abolición. Ya que, según él, el
primer efecto negativo de la ley era aumentar la población:

«Sin incrementar la comida para su sustento, un hombre pobre podría casarse con una limitada o
ninguna expectativa de sostener a su familia sin asistencia de la parroquia».

En la idea de Malthus, el pago del sustento de los hijos al que obligaba la ley de los
pobres era el mecanismo fundamental del crecimiento de la población; pues, entre otras
cosas, eliminaba las desigualdades entre el nivel de vida de un hombre casado y otro
soltero. Además —según él—, destruía el sentido de responsabilidad que debe existir en
aquel que se decide a formar una familia.
Refiriéndose a la gente común, Malthus comentaba al respecto de la ley de los pobres:

«…les enseña que no existe para ellos ningún tipo de limitación hacia sus inclinaciones ni solicita
ningún grado de prudencia en el asunto del matrimonio porque la parroquia está obligada a mantener
a todos los que nacen».

Un pensamiento que, si bien no tan explícito, está muy extendido en la actualidad, bajo
la idea de que la limitación de los recursos del mundo no puede soportar un elevado
crecimiento de la población. Sin atender, eso sí, a los evidentes abusos que se dan en la
utilización y reparto global de esos mismos recursos.

La economía del bienestar de Bismark


Otto von Bismarck, conocido como el Canciller de Hierro, el káiser del Segundo Reich,
consolidó el imperio alemán bajo el predominio de Prusia, que se mantuvo hasta la
Primera Guerra Mundial, mucho después de su fallecimiento, acaecido en 1890. Bismarck
fundó el Partido Socialdemócrata alemán con la idea de que un socialismo moderado, en
contraposición del marxismo, era la solución justa política y socialmente para Europa.
Para él, el marxismo constituía un peligro para la estructura monárquica del imperio por
su carácter revolucionario y anárquico. De ahí que acabara prohibiendo la prensa marxista
y toda actividad relacionada con el marxismo mediante sus leyes antisocialistas que puso
en marcha a partir de 1878.
Se comenta que el káiser, detrás de sus leyes sociales que daban cobertura generalizada a
los alemanes, incluyendo seguro de salud, pensión, salario mínimo, regulación sobre las
condiciones de los trabajadores, derecho a disfrutar vacaciones o seguro de desempleo, no
eran sino medidas para contrarrestar sus ataques a los socialistas. Asegurándose que había
hecho unas declaraciones a un periódico americano de entonces donde decía:

«Mi idea era sobornar a las clases trabajadoras, o mejor dicho, ganármelas, considerando el Estado
como una institución social que existe para su bien y que está interesado en su bienestar».

Estas declaraciones soportan lo que estaba detrás del Estado Socialista de Bismarck,
que encerraba la idea de aumentar la dependencia de las clases trabajadoras hacia el Estado
y hacia su propia persona mediante una ideología de carácter colectivista. Un corporativismo
conservador orientado a reducir las desigualdades en lugar de asegurar la cohesión y
homogeneidad de los grupos sociales tal como buscaba el modelo socialista. Un modelo
que promovía un sistema de protección social universal dirigido a las personas según su
clase social. Por ello, contrariamente a los socialistas, el sistema de Bismarck se orientaba a
dar protección a la estructura familiar a través del hombre que, se suponía, era el dedicado
a sustentarla, mientras que la mujer trabajaba en su cuidado interno.
El paso de la ayuda a los pobres de las primitivas leyes inglesas al concepto bismarckiano
de Estado de bienestar tiene, quizás, más que ver con el advenimiento de la
industrialización. Este fenómeno, aparte de las consideraciones económicas ya
comentadas, tuvo importantes consecuencias sociales; sobre todo aquellas que provenían
de la emigración del campo a las ciudades. Unas personas que, llegadas allí, «vendían» su
trabajo como mercancía, según expresión de Carlos Marx. De ahí que, en muchas
ocasiones, esta «mercancía» no podía venderse al estar el trabajador enfermo, ser viejo,
sufrir accidentes o, simplemente, porque no encontraba un trabajo adecuado, o ningún
trabajo en absoluto. Es lo que comenzó a entenderse entonces como «riesgos sociales». De
ahí que, sobre todo en el siglo XIX, nacieran agrupaciones de trabajadores para tratar de
paliar estos problemas.
Es un error muy común, sin embargo, creer que los patronos o los empresarios iban
masivamente en contra de los trabajadores. Esto es una de las múltiples e interesadas
interpretaciones de lo que sucedió en aquellas épocas. Ya que mucho antes que el Estado,
las sociedades que se ocupaban de dar protección al trabajador, eran promovidas por
empresarios. Un hecho extensamente probado por Isabela Mares, profesora en el
Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Columbia, que obtuvo el Premio
Gregory Luebbert de la American Political Science Association al mejor libro en política
comparada: The Politics of Social Risk: Business and Welfare State Development, publicado en
2003.
Mares muestra con claridad que muchos empresarios fueron los impulsores de la
mayoría de políticas sociales que hoy conocemos. Un interés que se basaba en dos
conclusiones. Primero, porque con estos mecanismos podían compartir los riesgos
derivados del pago de ciertos conceptos, por ejemplo, los relativos a accidentes laborales;
y, segundo, porque les facilitaba retener a los trabajadores más competentes y menos
problemáticos en los cuales se había invertido mucho en formación. De manera que esta
estrategia permitía a los empleadores usar las políticas sociales como medio de gestión
empresarial. En palabras de Mares:

«Explorando estas cuestiones empíricamente, he examinado el papel jugado por los empresarios
durante el desarrollo de las principales instituciones de seguros sociales en Francia y Alemania
durante varios episodios que abarcan más de un siglo en la puesta en práctica de estas políticas; he
investigado su desarrollo en el caso de accidentes, desempleo, seguro a las personas mayores, y el
desarrollo de las políticas de jubilación anticipada de los últimos años. Los resultados refutan la
opinión de que las empresas se han opuesto al desarrollo de la seguridad social, una visión que (hasta
hace poco) era ampliamente compartida por los eruditos del Estado de bienestar».

Y sigue:

«He encontrado una amplia y claramente predecible divergencia entre los empresarios cuando se han
enfrentado a la introducción de nuevas políticas sociales. En lugar de irreconciliables conflictos de clase,
he hallado que las alianzas entre clases por parte de ciertos elementos del movimiento obrero y algunos
sectores de la comunidad empresarial, han jugado un papel crítico en el desarrollo de las políticas de
protección social».

En su evolución, muchos Estados europeos fueron implantando el sistema social


bismarckiano, especialmente en la Europa continental. Además de Alemania, lo asumieron,
por ejemplo, Luxemburgo, Francia, Holanda, Austria, Bélgica, España, Hungría y la
República Checa. Todos se sumaron a este movimiento de protección social, cada uno
según sus propias características. Parecidos fueron también los de Suecia o Inglaterra,
aunque los del continente, sin ser idénticos, son más cercanos entre sí que con estos
últimos.
Hay, sin embargo, economistas que aseguran que un sistema universal de seguridad
social hace a las personas menos independientes. O, visto desde la perspectiva de
Bismarck, más dependientes del Estado. Un ejemplo extremo se dio en el colapso
económico de la Alemania de los años treinta durante la República de Weimar, momento
en que allí se vivía el Estado de bienestar más avanzado del mundo. Algo que los nazis
llevaron al límite a fin de lograr la lealtad del pueblo alemán, eso sí, financiando las
prestaciones mediante la confiscación de los bienes de los judíos alemanes, el saqueo de
algunas naciones europeas y aumentando deliberadamente la inflación de los países
ocupados, tal como ha mostrado con detalle Götz Aly en su obra: Hitler’s Beneficiaries:
Plunder, Racial War, and the Nazi Welfare State.

El caso español: la Ley de Beneficencia


La primera Constitución española se aprobó en Cádiz hace algo más de un siglo, el 19 de
marzo de 1812. Abrió un período liberal en España que solo duró dos años, pues fue
abolida a la vuelta del absolutista rey Fernando VII. Su capítulo tercero en el artículo
referente al Gobierno tiene un sorprendente texto:

«Artículo 13. El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad
política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen».

Desde luego dicha Constitución, como cualquier otra, no trajo en modo alguno la
felicidad a los españoles, aunque abrió la puerta para la puesta en marcha de políticas
sociales más avanzadas. Los ayuntamientos fueron los encargados de atender hospitales,
hospicios y otras instituciones de beneficencia. Siendo las diputaciones provinciales las que
se ocupaban de vigilar que los primeros cumplieran sus objetivos.
No eran nuevas estas políticas. Ya en tiempos del rey Carlos III, en la segunda mitad del
siglo XVIII, se buscó el desarrollo de un sistema público de beneficencia según un criterio
caritativo, especialmente con la creación de hospicios en muchos lugares. Y sería antes, en
1822, cuando se estableciera la primera Ley de Beneficencia, lo que sucedió en medio del
Trienio Liberal que se mantuvo en España hasta 1823 tras el pronunciamiento de Rafael
de Riego y la restauración de la Constitución Liberal de Cádiz en 1820. Una convulsa
época en la historia de España.
La Ley de Beneficencia creó las Juntas de Beneficencia y puso gran énfasis en el socorro
domiciliario, incluida la asistencia médica; de ahí saldrían los médicos de cabecera,
conocidos hoy como médicos de familia, aunque realizando distinta función. Además,
prohibía pedir limosna y suprimía la beneficencia privada. Sin embargo, la ley nunca llegó
a aplicarse, pues fue abolida en 1823 al retornar los tiempos absolutistas. Volvería a
implantarse en 1849 ya en tiempos de la reina Isabel II.
Estas leyes se fundamentaban en una forma de ver bien imbricada en la cultura española
desde los tiempos de Juan Luis Vives, filósofo humanista nacido en Valencia en 1492.
Vives era descendiente de una familia de ricos comerciantes judíos que se vieron obligados
a convertirse al cristianismo a fin de mantener sus propiedades. Para protegerle, Vives fue
enviado a formarse a la Universidad de la Sorbona en París para pasar luego a Brujas en
los Países Bajos, acabando en Inglaterra ante el temor de que le ocurriera lo que a sus
padres, que fueron finalmente llevados a la hoguera por la Inquisición.
Entre sus escritos, Luis Vives publicó en 1526 el Tratado del Socorro de los Pobres (De
Subventione Pauperum). Una obra donde postulaba a los ayuntamientos como encargados de
proteger a los más desfavorecidos. Un lógico antecedente: ciertos servicios del Estado, en
teoría, se prestan mejor cuanto más cerca están de los ciudadanos.
El tratado de los pobres está dedicado a los burgomaestres y al Consejo Municipal de la
ciudad de Brujas, a los que Vives se dirige en estos términos:

«A vosotros dedico esta obra, tanto porque sois extraordinariamente propensos a la beneficencia y a
aliviar a los desgraciados (lo que pone de manifiesto la multitud tan grande de necesitados, que afluye
aquí de todas partes como a su refugio preparado para los menesterosos), como porque, siendo el origen
de todas las ciudades el hecho de que cada una de ellas fuese un lugar en el que creciese el amor y se
robusteciese la sociedad de los hombres mediante el intercambio de beneficios y la ayuda mutua, el
deber de los administradores de la ciudad debe ser procurar y esforzarse en que unos se auxilien a
otros, en que nadie sea oprimido, nadie sea abrumado recibiendo daño injustamente y el que es más
poderoso ayude al más débil, a fin de que la concordia de la unión y congregación de ciudadanos
aumente de día en día gracias al amor y dure eternamente».

Quizás de aquí nacía la idea de la Constitución de Cádiz de que la función del


Gobierno es hacer felices a los ciudadanos.
El siglo XX es extenso en leyes sociales en España. Es la consecuencia de lo que venimos
diciendo y de los trabajos de la Comisión de Reformas Sociales puesta en marcha durante el
reinado de Alfonso XII en 1883, germen de la legislación posterior, que se concretaría en la
Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 con Eduardo Dato de ministro de la Gobernación, que
fue, posteriormente, presidente del Gobierno entre 1913 y 1917 bajo el reinado de Alfonso
XIII. Esta ley, que tenía su antecedente en otra similar promulgada en Francia en 1989, iba

dirigida a paliar el problema de los accidentes de trabajo, según el criterio de que debe ser
el patrono el responsable de los efectos que tengan los accidentes laborales, salvo en el
caso de una «causa mayor extraña al mismo». Con esta ley también surgió la posibilidad de
que el patrono transfiriera sus responsabilidades a una sociedad de seguros de riesgos
laborales. Un moderno avance, sin duda.
En 1903, con Antonio Maura de presidente del Gobierno, se creaba en España el
Instituto Nacional de Previsión. También, por esas fechas, comenzaron las discusiones sobre
las pensiones vitalicias y las pensiones de retiro, difíciles de llevar a la práctica en aquellos
momentos por las míseras condiciones de los asalariados y la dificultad de poner en
marcha un sistema de aportaciones fijas en concepto de seguro. Si bien, ya en la primera
mitad del siglo XX, quedaban instituidos en España los Seguros Sociales y la Seguridad Social,
como ya ocurría en otros países europeos. Anticipo casi exacto de lo que hoy conocemos y
que empieza a desmontarse como consecuencia de la crisis económica.

El coste social y el Estado de bienestar


Cifrar únicamente los ingresos diarios como medida de pobreza o riqueza puede llevar a
confusión. Una cosa es considerar los casos extremos y otra es determinar qué es lo que se
entiende por una vida con calidad. O dicho de otra manera: lo que debería considerarse
como «calidad de vida». Un concepto muy difícil de definir, ya que depende de cómo lo
entiende cada uno. O como lo explica Amartya Sen:

«Existen muchas maneras diferentes de ver lo que es la calidad de vida, y solo unas pocas tienen
alguna credibilidad. Se podría estar en una buena posición sin estar bien. Se podría estar bien sin ser
capaz de vivir la vida que se quiere. Se podría tener la vida que se quiere vivir sin ser feliz. Se podría
ser feliz sin tener mucha libertad. Se podría tener una gran libertad sin conseguir nada. Y así
podríamos seguir».
Desde el punto de vista social, la «calidad de vida» estaría, sin embargo, relacionada con
lo que se entiende como «bienestar económico», y de aquí surgiría el problema de cuál
debería ser el mínimo nivel de calidad de vida que fuera aceptable de una manera
generalizada. A lo que tendría que añadirse el problema económico del coste asumible
para lograr ese mínimo de calidad de vida. Lo que lleva al complejo problema de definir
los bienes que sería deseable ofrecer en relación con lo que el Estado puede sostener de
acuerdo con sus recursos. O también: lo que en justicia debería proporcionar el Estado sin
demagogia ni interés político particular. Todo ello en un contexto donde el problema
esencial debería ceñirse a establecer el papel del Estado respecto de las políticas sociales.
Lo que lleva a hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué servicios y en qué extensión deberían
ser públicos? O si se quiere, al revés: ¿Qué rol debería jugar la iniciativa privada en
relación con las actividades que entroncan con el Estado de bienestar?
Responder a lo anterior no es tarea fácil, especialmente porque de forma continuada,
con el paso de los años, las sociedades modernas han ido asumiendo la necesidad de que el
Estado utilice una gran parte de sus recursos para sostener aquellos servicios que resultan
esenciales en el contexto de ese mínimo de calidad de vida imprescindible para todos los
ciudadanos. Se trata de los cuatro pilares que constituyen el Estado de bienestar. Primero,
ayudas en caso de desempleo. Segundo, educación. Tercero, servicios de salud y otras
ayudas sociales. Y cuarto, cobertura una vez terminada la vida laboral, es decir, pensiones.
Sin embargo, una vez definidos los sectores, aparecen los problemas antes aludidos, que
tienen que ver con la amplitud de las prestaciones: ¿Hasta dónde deben llegar las
coberturas en sanidad? ¿Las prestaciones por desempleo deben tener alguna obligación por
parte de los beneficiarios? ¿La educación ha de ser gratuita en todos los casos? ¿Hasta
cuando? Lo que lleva al problema del coste social del Estado de bienestar, por un lado, y
por otro, al papel de la iniciativa privada en este tipo de actividades. Y esto entronca con el
problema económico del coste social.
El problema económico del coste social es un antiguo problema que ha sido tratado por
relevantes economistas. Un complejo asunto que se imbrica en la relación que existe entre
la propiedad privada y el papel del Estado. Algo que ocupó en gran medida los trabajos de
Arthur Cecil Pigou, discípulo de Alfred Marshall y autor de The Economics of Welfare, donde
aseguraba que:
«…la economía de bienestar de una comunidad tenderá a ser mayor (1) cuanto mayor sea el volumen
medio del dividendo nacional, (2) cuanto mayor sea el porcentaje medio que los pobres obtengan del
dividendo nacional y (3) cuanto menor sea la variabilidad del volumen anual del dividendo nacional y
el porcentaje anual que corresponda a los pobres».

Bienestar que Pigou dividía entre «bienestar económico» y «bienestar total». Siendo el
primero la parte de bienestar social que puede ponerse, directa o indirectamente, en
relación con el dinero como vara de medir. Problemática que, en origen, arranca de Adam
Smith que, como vimos, aseguraba que en un Estado donde las personas actúan con
libertad sirviendo a sus solos intereses, con este proceder acabarán dando beneficios a la
comunidad en la que viven. Pigou, por el contrario, entiende que el sistema económico no
funciona como presume Smith.
Para esto utiliza un simple ejemplo: el de dos autopistas que unen los mismos puntos,
siendo una de ellas ancha y la otra estrecha, si bien esta es más corta que la anterior. La
conclusión de Pigou es que el tráfico estaría ineficientemente distribuido, ya que los
usuarios tenderían a buscar el camino más corto colapsando la estrecha carretera, mientras
que la otra iría casi vacía. Por ello, la diferencia entre el coste «privado» de un conductor,
que no considera el coste añadido por la congestión producida por los otros conductores
que han elegido esa carretera, y el coste «social» que proviene de la congestión, resulta en
el ineficiente reparto entre las dos rutas.
Otro conocido economista de origen británico, Ronald Coase, ganador del premio
Nobel de Economía en 1991, profesor en Chicago y autor del famoso teorema que lleva su
nombre, abordó también el problema del coste social, si bien con otros argumentos que
discrepaban de la explicación ofrecida por Pigou. Un análisis que volcó en un renombrado
artículo: El problema del coste social publicado en 1960 en el Journal of Law and Economics
cuando era profesor de la Universidad de Virginia.
El trabajo de Coase se inicia tratando un problema distinto al planteado por Pigou al
comparar las dos carreteras. Coase, por su parte, pone el ejemplo de una fábrica que emite
gases perniciosos al ambiente. Gases que llegan a un vecindario cercano. La pregunta que
sugiere a la vista de esto es qué hacer con la fábrica. Un problema tradicional en economía
sobre el que normalmente se suelen aportar tres opciones: responsabilizar al dueño de la
fábrica de los daños producidos por tales emisiones, tasar las emisiones con un impuesto
—equivalente a los daños producidos—, o cerrar la fábrica y llevarla a un lugar apartado
de cualquier población. La respuesta de Coase es muy directa: el problema real no es qué
hacer con los posibles daños producidos, sino evitarlos.
Sin entrar a discutir el problema anterior con detalle, lo que nos llevaría demasiado
lejos, saltemos al papel del Estado, o mejor del Gobierno como administrador de los
bienes de la comunidad. En este sentido, se podría decir que el Gobierno se comporta
como una gran empresa, aunque no respete necesariamente las reglas del mercado. Lo que
una empresa no puede obviar. El Gobierno tiene a su disposición la capacidad ejecutiva, e
influye determinantemente en la legislativa y la judicial. Cosa de la que carece cualquier
empresa. Por lo tanto, en principio, el Gobierno podría sacar al mercado actividades o
incluso productos a menor coste que una empresa privada, ya que los costes
administrativos, generalmente mucho más elevados, quedarían oscurecidos mediante su
imputación a partidas de gasto distintas de las propiamente relacionadas con esa actividad.
Caso utópico evidentemente, porque la actividad privada es siempre más eficaz que la
pública.
Y es aquí donde surge el problema del coste social de las actividades propias del Estado
de bienestar cuando son asumidas por el Estado, ya que un Gobierno puede tomar la
decisión de arrogarse la explotación de ciertos servicios a un coste menor que los que
ofrecería el sector privado, no considerando los costes reales y producir así un perjuicio a
la sociedad, de manera similar a lo que haría una industria que emitiera gases nocivos, o
los conductores que congestionan una carretera perjudicando a otros con su presencia.
Perjuicios que pueden ser convertidos, por ejemplo, en mayores impuestos o
endeudamiento público excesivo, lo que, normalmente, no tendrá ninguna consecuencia
sobre aquellos dirigentes políticos que tomaron dichas decisiones.
Cuando por motivos políticos no basados en el bien común, un Gobierno decide
incrementar el gasto de educación en materias que, supuestamente, le benefician
políticamente; cuando decide financiar un tipo de medicamento o el desarrollo de
prácticas eugenésicas o eutanásicas; cuando costea políticas sociales que se apartan de las
necesidades generales; o cuando asume actividades en competencia desleal con el sector
privado, está, económicamente, incrementando de manera innecesaria el coste social,
rompiendo con esto el postulado esencial del teorema de Coase que se podría expresar
como sigue:

«En un estado de competencia perfecta el coste privado igualará al coste social».

Coste social que la acción del Gobierno aumentará por ineficiencias como las
anteriormente indicadas, y que, por lo general, repercutirán tarde o temprano en el
bienestar general, sea en forma de deuda pública que se transmite a los contribuyentes
futuros, o en mayores impuestos que drenarán las posibilidades de mejora de vida de los
ciudadanos actuales. Dejamos al lector que ponga los muchos ejemplos de ineficiencias
gubernamentales que, a buen seguro, conoce.

Modelos de pensiones
El modelo de Estado de bienestar de Bismarck incluía provisiones para las pensiones de
aquellas personas que por edad dejaban su vida laboral. Sin embargo, el sistema se dirigía a
dar cobertura a los posibles riesgos laborales de la población ya ocupada. Cobertura, cuyo
alcance, dependía de las aportaciones hechas por los trabajadores. En otro extremo,
aparece un modelo de prestación universal distinto, que trata de dar cobertura a toda la
población, no solo a los ocupados. Su origen está en el Informe Beveridge.
William Beveridge fue un economista inglés encargado de dirigir The Report of the Inter-
Departmental Committee on Social Insurance and Allied Services. Un documento que fue la base
para definir en 1941 el alcance del Estado de bienestar inglés que buscaba paliar los cuatro
«grandes demonios» sociales que entonces existían: miseria, ignorancia, enfermedad y
pereza. Para ello proponía una profunda reforma del Estado de bienestar. Reforma que
buscaba cubrir todas las necesidades de todas las personas, hasta un nivel de renta de
subsistencia. El informe Beveridge fue la base de la creación del Servicio Nacional de
Salud inglés (National Health Service).
Con ambos modelos, yendo de uno a otro de forma más o menos acusada se han
desarrollado los sistemas de seguridad social que existen actualmente; que, en todos los
casos, se dirigen en lo fundamental a sustituir las rentas de trabajo de los individuos que se
quedan sin ellas por diversas causas que escapan de su control (vejez, desempleo,
accidentes, etc.), además de paliar situaciones de pobreza o marginalidad asegurando una
renta de subsistencia, o también cubriendo ciertas necesidades que se consideran vitales
para el sistema social en su conjunto, como puede ser la educación.
¿Y cómo se obtiene su financiación? Simplificando, hay dos métodos generales: o todo
corre a cargo del Estado o son los afiliados al sistema los que soportan los gastos. En este
último caso, existen, en general, dos maneras de aplicarlo: ya sea según un sistema de reparto,
es decir mediante un contrato intergeneracional donde los cotizantes de hoy cubren los
gastos de los beneficiarios actuales, o según un sistema de capitalización, que se basa en el
ahorro de la generación actual que constituye unas reservas para usarlas ella misma cuando
sea preciso en el futuro. Como siempre, existen sistemas mixtos que se apoyan más o
menos en los dos extremos, bien en el reparto, bien en la capitalización. De esta manera,
los sistemas de reparto permiten a su vez constituir fondos de reserva a fin de mitigar el
impacto que pudiera tener una crisis económica, por ejemplo, en las prestaciones o en las
aportaciones de los trabajadores en activo. Este es el caso en España del Fondo de Reserva de
la Seguridad Social.
De otro lado, los sistemas de protección social pueden «funcionar» según dos esquemas:
prestación definida, o contribución definida. En el primero la cuantía a percibir por los
beneficiarios está fijada. Es decir, una vez que el cotizante entra en este modelo conoce
con exactitud la fórmula según la cual percibirá las cantidades que le corresponden en caso
de una contingencia (desempleo, jubilación, etc.). El importe de la aportación será, por
tanto, variable, en función de lo que pretenda el cotizante en cuestión. En el segundo, por
el contrario, el asegurado sufre los riesgos que puedan sobrevenir de situaciones
financieras o de mercado, dado que su contribución es fija pero no tiene la seguridad de
percibir una cantidad fija en el futuro. Este es el caso del modelo público español, por
ejemplo: las cotizaciones a la Seguridad Social están fijadas según las rentas del trabajo,
pero este pago no asegura una cuantía fija de la pensión de jubilación futura, que puede
variar según las circunstancias, ya que además se basa en un sistema de reparto: los
cotizantes de hoy mantienen a los jubilados de hoy, y los cotizantes de mañana harán lo
mismo. Una situación que, de seguir en el tiempo, y dada la negativa curva demográfica
que se espera, hará imposible el mantenimiento del sistema. Volveremos luego a esto.
En la práctica, sin embargo, los sistemas se combinan con soluciones mixtas público-
privadas; algo muy común en el caso de las pensiones por jubilación. Otras prestaciones,
como puede ser el seguro de desempleo, son totalmente públicas. La educación y la
sanidad suelen mantener sistemas separados, bien públicos, bien privados. El grado de
cobertura, lógicamente, depende de los países. Así, Estados Unidos hace más énfasis en la
educación, mientras que en Europa el foco es la Seguridad Social, no existiendo modelos
únicos y permanentes. Es la propia dinámica económica y social la que va marcando el
camino de las prestaciones sociales.
Los sistemas de seguridad social combinan, por tanto, buena parte de los diseños
institucionales descritos en sus diferentes prestaciones. Las pensiones por jubilación están
siendo crecientemente gestionadas por el sector privado, mientras que ello no ocurre con
las prestaciones por desempleo. En términos de financiación, muchas economías han
optado por financiar las prestaciones sanitarias mediante ingresos generales del Estado.
Estos diseños son fruto de la propia naturaleza dinámica de estos sistemas, que responde a
la evolución social, política y económica de los países. Y demuestran que, en definitiva, no
existen modelos de aplicación universal.

Crisis económica y desempleo


Jean-Baptiste Say nació en una familia de comerciantes protestantes en Lyon, Francia, en
enero de 1767. Se trata de uno de los economistas más renombrados de la Escuela Clásica,
muy influido, como es lógico, por las ideas de Adam Smith. Con la Revolución Francesa,
Say se suma a las ideas de igualdad y libertad que esta proclama, siendo un decidido
defensor del liberalismo económico, la libre competencia y la propiedad privada,
condenando, al igual que Smith, el intervencionismo del Estado en la economía.
Como otros economistas de esta Escuela de pensamiento, Say distingue entre el valor
de intercambio y el valor de uso de los bienes económicos. El primero lo asimila al precio
de las cosas, y el segundo al valor real, es decir a la facultad que tienen dichas cosas para
satisfacer las necesidades humanas. Lo que Jean-Baptiste denomina también utilidad, y le
conduce a definir la riqueza de una manera muy particular:
«Yo diría —dice Say— que crear objetos que tienen una utilidad cualquiera es crear riqueza, ya
que la utilidad de las cosas es el fundamento esencial de su valor, y ese valor es la riqueza».

En 1803 Say publica su Tratado de Economía Política, donde plantea los problemas que
suscita inyectar dinero en la economía para estimular la venta de mercancías. Para él la
compra de un producto no puede hacerse sino por medio de la creación de valor. Pues
según este criterio lo que no participa en cubrir las necesidades del mercado no producirá
ningún tipo de demanda. Dicho de otra manera: solo la producción es la que «abre las
oportunidades» a los productos. O como apuntamos ya en el capítulo precedente: es la
oferta quien crea la demanda, lo que constituye la conocida Ley de Say. Una ley que se diría
también aplicable en el consumista siglo XXI, en el momento que una empresa como
Apple, u otras similares, pueden «crear demanda» a partir de productos «innecesarios».
Con lo anterior, si la oferta es quien crea la demanda, Say llega a la conclusión de que el
dinero obtenido de la venta de los bienes puestos en el mercado será usado para adquirir
otros bienes de igual valor al de los suministrados. Con lo que, según este tipo de
pensamiento, el dinero fluye a través del sistema económico desde las empresas hacia las
personas que lo reciben a modo de salario. Y el nivel de precios cambiará de acuerdo con
la cantidad de dinero en circulación, de manera que en el largo plazo la economía
encontrará un equilibrio en el cual no existirá desempleo, o este será muy limitado.
Keynes, como es sabido, no opinaba de la misma forma, ya que según él oferta y
demanda han de analizarse por separado. De manera que la oferta cuando se convierte en
productos que son comprados en el mercado genera ingresos que no son utilizados en su
mayoría, sino que las personas también ahorran; si bien, el consumo crecerá a medida que
crezcan los ingresos. Por lo que el desempleo dependerá de lo que se entiende como
demanda agregada que puede ser estimulada mediante gasto público, ya que los ingresos
producidos por dicha demanda tienen que ver, además del consumo, con la inversión, y la
balanza comercial, es decir, exportaciones menos importaciones.
La crisis financiera ha traído, sin embargo, una nueva perspectiva: los mercados son
ineficientes, y la oferta no se equilibra con la demanda. El peso excesivo de lo financiero
en la economía real ha roto los esquemas previos. Lo mismo pasó durante la Gran
Depresión, y lo mismo ha sucedido ahora. Con la circunstancia de que, en ciertas
economías, los ajustes del cambio de ciclo se realizan a través del desempleo, que se hace
mucho más cruel con los más jóvenes. La crisis, por un lado, destruye empresas y obliga a
otras a buscar la eficiencia de costes y, con ello, destruye empleo, y por otro, cierra la
puerta a los que quieren entrar en el mercado de trabajo. Efectos que se notan en el corto
plazo e, igualmente, en el largo. ¿Cómo se comporta el desempleo desde el punto de vista
económico? Comprender esto resulta esencial para analizas sus causas y determinar sus
soluciones.
La tasa de desempleo viene, en teoría, del equilibrio que se establece entre aquellos que
buscan empleo y aquellos que lo ofrecen, teniendo en cuenta los precios relativos de
ambas actividades. Por ello, en momentos de recesión, crece el desempleo por las causas
antes indicadas. Todo ello, bajo la circunstancia de que siempre existe una tasa natural de
desempleo, tal como indicaba Milton Friedman, a la cual añadía los determinantes
macroeconómicos, incluidas las políticas monetarias, las cuales no tienen ningún efecto —
de acuerdo con Friedman— en el empleo. La tasa natural no cambiará aunque se pongan
en marcha políticas monetarias que traten de estimular la economía. Aunque la evidencia
muestra que será imposible mantener tasas de paro bajas si se mantiene una inflación
permanentemente elevada.
Con esto surge otra cuestión: si la crisis financiera afecta de similar modo a ciertos
países ¿por qué en unos el paro es desmesuradamente grande? Lo que nos lleva al caso
español.
Las causas son tres diferentes que, desgraciadamente, se realimentan unas con otras. La
primera viene de la estructura económica y del impacto que tuvo la crisis financiera en ella.
Es decir, el excesivo peso del sector inmobiliario donde la crisis tuvo un impacto enorme.
En el inicio de la crisis económica, el sector de la construcción representaba en España
algo así como el 12% del PIB, y sumaba alrededor del 13% del empleo. Al hundirse el
sector inmobiliario se destruyó una enorme cantidad de puestos de trabajo.
La segunda causa venía de la regulación laboral. Un esquema rígido que impedía la
flexibilidad en las contrataciones. Con la consecuencia de que el empleo en España es
básicamente temporal. Los impedimentos en la contratación y en despedir trabajadores
dificultan a los empresarios incorporar trabajadores. Y la tercera razón tiene que ver con
la marcha de la economía: la recesión genera paro.
El desempleo, aparte de los efectos sobre la persona que lo sufre, tiene también efectos
negativos sobre la economía. Un aspecto estudiado por el economista norteamericano
Arthur Okun. Muy influido por las ideas de Keynes, Okun desarrolló una ley basada en
sus observaciones sobre el desempleo entre los años cuarenta y el inicio de los sesenta,
llegando a la conclusión de que, con tasas de desempleo entre el 3% y el 7,5%, un
incremento del desempleo del 1% causará un decrecimiento del 2% en el PIB.
Okun es también un economista popular por su introducción del índice de miseria y
también por un dicho que circula entre algunos de sus colegas:

«El dinero de los ricos se lleva a los pobres en un cubo con agujeros. Una parte desaparecerá durante el
transporte, de manera que los pobres no recibirán todo el dinero que se tome de los ricos».

Pérdidas que provienen, según Okun, de los impuestos y de otros costes de


transferencia.
Respecto del índice de miseria, Okun llegó a la conclusión de que altas tasas de desempleo
unidas a elevada inflación producen enormes costes sociales en los países que lo sufren.
Lógicamente, con la tasa de desempleo que actualmente tiene España, el resultado es que
s u índice de miseria está alrededor del 30%, peor que países como Sudáfrica, Grecia,
Venezuela, Argentina o Egipto. Habiendo superado los niveles que tuvo antes de la
entrada en el euro, y estando ya muy lejos del 10% que tenía en marzo de 2007, el nivel
más bajo logrado en su historia. De manera que el desempleo constituye el elemento
principal en los problemas económicos de España. Problema que no será resuelto
mediante las solas medidas de austeridad emprendidas por el Gobierno español en 2012.
En este sentido, un estudio del banco holandés ING de junio de 2012 (Roads to survival:
How EMU break-up could be avoided), recomendaba escapar de esta estrategia y, al contrario,
seguir un camino que los autores del informe definían como las tres erres: reformas, reflación y
redistribución.
Las reformas serían aquellas reformas estructurales necesarias desde el lado de la oferta,
con el fin de estimular el crecimiento económico. En este sentido, recomendaban medidas
basadas en una mayor liberalización del mercado de trabajo, a la vez que proponían abrir
más a la competencia la oferta de productos y servicios. Una circunstancia que debía ser
acompañada de una «drástica» reducción del sector público, pues el tamaño de lo público
suele ser la causa primera del excesivo gasto y de otras muchas ineficiencias.
L a reflación hacía referencia a la necesidad de compensar la pérdida de impulso
económico debido a un exceso de cargas fiscales. Y la redistribución proponía incentivar la
economía desde el centro de Europa; es decir, la necesidad de realizar transferencias de
ingresos hacia los países periféricos mediante inversiones públicas en sus mercados, ya que
estas inversiones serían motor de generación de riqueza en los países del sur. Cuando esto
se escribe, España se encuentra en lo que también los autores definían como Austeria: el
paradigma de los ajustes fiscales y las medidas de austeridad.
El problema con las medidas económicas austeras, y solo esas, es que se produce una
transferencia de los recursos hacia los que más tienen. Lo que incide en la brecha entre
estos y los demás, y explica los porqués de la concentración de riqueza en un mínimo
porcentaje de la población. Simplemente un ejemplo. El aumento del IVA, a quien
realmente impacta es a quien menos iene. Por ello, tiende a reducir el consumo. Y si a esta
medida se uniera a la reducción del impuesto de sociedades bajo el criterio de que facilita
la creación de empleo, se llega a la contradicción de que con ambas medidas el Estado no
obtiene beneficio, ya que una anula prácticamente a la otra. Aunque a quien se perjudica
en realidad es a los ciudadanos que ven reducidas sus capacidades adquisitivas ya
mermadas por la crisis. Algo que en algunos países, como España, se agravó con el
aumento del impuesto sobre la renta de las personas físicas (IRPF), que dañó aún más a las
clases medias. Toda una serie de medidas que al final restan capacidad a la propia
economía, ya que detrae el dinero en circulación. Circunstancia que no afecta a los que
más tienen, lo que se puede comprobar por el negocio del «lujo» tal como se muestra en
un informe de 2012 de la compañía Bain & Company (2012 Luxury Goods Worldwide Market
Study). En ese año estas actividades crecieron mundialmente por encima del 10% hasta
alcanzar los 750.000 millones de dólares, incluyendo yates, coches de lujo, y todo tipo de
caros productos, además del turismo de esta categoría, que suma el 40% del total. Todo
cuando aún muchos países estaban sufriendo los efectos de la crisis financiera,
especialmente en Europa y Estados Unidos. Unos crecimientos que, particularmente, en
Asia, están cercanos al 20%, mientras se ven por cualquier parte las enormes desigualdades
sociales.
Las medidas de austeridad, particularmente en Europa, están demostrando su
incapacidad para resolver los problemas económicos en aquellos países que las practican,
ya que, como hemos dicho, reducen el crecimiento económico. A lo que se une, la
reducción paulatina de los pilares del Estado de bienestar. Siendo, por tanto, necesarias
medidas complementarias basadas en inversiones productivas. Sin esto la brecha entre los
que más tienen y el resto será cada vez mayor, y las injusticias sociales derivadas de las
desigualdades irán rompiendo las costuras de muchas democracias.

Obama y la Seguridad Social


Bajo el título Obama’s Second Term , la revista The New Yorker , al día siguiente de celebradas
las elecciones presidenciales, el 7 de noviembre de 2011, ponía sobre la mesa los ocho
asuntos mas relevantes que el reelegido presidente debería afrontar. Con ellos relataba los
compromisos adquiridos durante su primer mandato: lo que había logrado y lo que,
presumiblemente, haría.
El primero de ellos se refería al control de armas nucleares. El segundo aspecto se
centraba en el grave problema del cambio climático. El tercer gran tema era el déficit
federal. Estados Unidos está endeudado en exceso y su balanza comercial es
tradicionalmente negativa. Además necesita ese fuerte endeudamiento para mantener su
enorme gasto público, especialmente en Defensa que, en 2011, representaba el 4,7% de su
PIB. Con la consideración de que China es ya el mayor poseedor de bonos del Tesoro
americano, cerca ya de los 3 billones de dólares: ¡un 3 seguido de 12 ceros!
El cuarto asunto tenía que ver con el inicio del mandato anterior. Obama fue
galardonado, casi al mismo tiempo, con el premio Nobel de la Paz. Muchos no
entendieron el porqué, aunque todos esperaban que su política exterior acabara con el
problema palestino-israelí. Quizás por eso recibió el galardón. Hizo otras cosas
importantes, por ejemplo, salir de Irak y dar por finalizada la guerra allí, además de acabar
de una forma brutal con Osama bin Laden y, de forma similar y poco explicada, con
Gadafi, aliándose con los rebeldes de aquel país.
Como problemas cinco y seis, The New Yorker establecía la inmigración y la vivienda,
para pasar luego a las infraestructuras. En este último, Estados Unidos ha obviado durante
demasiados años modernizar el país con nuevas infraestructuras. Europa, e incluso Japón,
van muy por delante. Pero las inversiones en este tipo de obras requerirán un esfuerzo
económico enorme en tiempos de dificultades. Cosa, desde luego, nada fácil.
Finalmente, estaba la política fiscal, lo que tenía relación con el serio problema de la
Seguridad Social, que lleva a que los que más tienen paguen más, lo que siempre ha tenido
la enorme resistencia de los republicanos e, incluso, de importantes personas dentro de sus
propias filas. El programa de reducción de impuestos del presidente anterior, George
Bush, finalizaba a finales de 2012.
La Seguridad Social en Estados Unidos difiere de la europea. Sin embargo, su situación
no es muy distinta. Básicamente, en ese país coexisten tres sistemas: la Seguridad Social
como medio de proteger a las personas de más edad; Medicare, el programa nacional de
salud que garantiza la protección sanitaria a las personas mayores de 65 años, y a otras
personas con graves enfermedades; y Medicaid, un sistema de protección sanitaria a las
familias con menores recursos, así como personas con ciertas enfermedades.
El problema, sin embargo, lo puso sobre la mesa la crisis financiera de 2007-2008: el
sistema está en quiebra. Medicare, por ejemplo, tiene deudas cercanas a los 40.000 millones
de dólares, y nadie sabe allí cómo atender sus pagos. Un sistema gestionado a partir de una
enorme burocracia que está necesitado de una profunda reforma con la privatización de
ciertos servicios.
Medicaid cubre las necesidades de 64 millones de familias de pocos ingresos. Esto tiene
un coste para el Estado de unos 350.000 millones de dólares, con el agravante de que el
40% de los médicos americanos no aceptan enfermos provenientes de Medicaid porque
saben que no cobrarán sus servicios. Esto lleva a que, según se dice, el 50% de los
pacientes del sistema tienen más probabilidades de fallecer ante serios problemas, como
puede ser una operación de corazón. Dándose el caso de que los fallecimientos de los
enfermos de cáncer están entre dos y tres veces más que los pacientes que van por el
sistema privado. Y que la mortalidad infantil es entre vez y media y dos veces mayor en
estos enfermos tratados por el sistema público.
Se diría que la causa es la falta de medios. Sin embargo, Medicaid se «lleva» de media el
25% de los presupuestos estatales, con crecimientos en sus gastos anuales cercanos al 10%.
Y se dan datos que muestran que, desde 1970, el coste por paciente en el sistema ha
aumentado un 35% respecto de los diferentes sistemas privados.
La Seguridad Social es el tercer capítulo. Su objetivo es atender a 157 millones de
americanos, de los cuales 54 millones son mayores de 65 años. En 2010, su déficit era de
37.000 millones de dólares. Y mantiene pasivos sin cubrir por valor de 6,5 billones de
dólares. De los cuales, 2,5 billones son préstamos. De ahí que existan presiones para
acometer una importante reforma, ya que de otra manera se habla de que los beneficios
sociales quedarían reducidos en un 25%. Esto tendrá un importante impacto en ciertas
políticas sociales, como son el aumento de la edad de jubilación y la reducción de las
prestaciones. Y la necesaria y urgente medida de detraer fondos dedicados a la Seguridad
Social para otros fines distintos de este. Un caso ya habitual en otros países que utilizan
los fondos de reserva de los capítulos sociales para cubrir otras necesidades. Decisiones
que, como todo en ciertas democracias, se toman de forma poco transparente por políticos
que saben que nada sucederá porque ellos ya no estarán allí para dar cuentas.
Ya se entienden, desde esta otra óptica, los problemas a los que ha de hacer frente un
país tan poderoso como los Estados Unidos. Y las dificultades de su presidente para
abordar reformas en este complejo capítulo. Unos problemas que tendrán transcendencia
también en Europa debido a la interconexión entre las economías americana y europea.
Pues lo que pasa a un lado del Atlántico acaba por tener influencia en el otro.

El problema demográfico
Páginas atrás nos referimos a las medidas de control de natalidad como consecuencia de la
idea de que los recursos de la Tierra no serían capaces de mantener a una población
creciente. Un planteamiento que ya Malthus había sugerido. En el fondo, es algo que
siempre subsiste y no deja de ser el problema clave de la economía: la escasez. Un
concepto distinto de la pobreza, pues la escasez, con frecuencia, preocupa tanto a pobres
como a ricos: el pensamiento de que la Tierra será incapaz de mantener a un creciente
número de personas es algo que se ha extendido en muchas conciencias gracias a campañas
que encerraban y encierran fuertes intereses.
En los años setenta y ochenta del siglo XX fue muy común realizar estudios,
supuestamente muy contundentes, que hablaban de que los limitados recursos naturales
serían incapaces de mantener a la población si no se ponían medios para detener su
crecimiento. Por ejemplo, la Administración Carter publicó en este sentido un
impresionante estudio: The Global 2000 Report to the President: Global Future: Time to Act, que
expresaba comentarios como este:

«Dada la persistente miseria y pobreza humana, el asombroso crecimiento de la población humana, y


las demandas siempre crecientes de los humanos, son muy reales las posibilidades de mayores tensiones
y daños permanentes en los fundamentos de los recursos del planeta».

Pero, como siempre en la historia humana, las cosas venían de lejos. No solo Malthus,
sino también Charles Darwin publicitó similares ideas, poniendo sobre la mesa un
concepto de gran impacto: no solo se trataba de la evolución humana, sino cómo esta se
había producido. Y aquí surgía la lucha por la existencia donde solo los más capacitados
seguirían adelante. El resto estaba llamado a desaparecer. Se trataba de biología; sin
embargo, sus ideas fueron más allá llegando a las ciencias sociales y, por supuesto a la
economía. Hasta Carlos Marx quiso dedicarle a Darwin la versión inglesa de El Capital,
cosa que este rechazó.
Con estos principios, Herbert Spencer, un filósofo inglés, sostenía la idea de la
«supervivencia de los más aptos» en su obra de 1851, Social Statics, dando origen al
darwinismo social a la que se sumó el magnate John Rockefeller posteriormente. Una
corriente de pensamiento según la cual algunos sostenían que las personas no son criaturas
que tengan una innata dignidad, sino que son un elemento en la escala de valor social.
Algo así como el conocido refrán: tanto tienes tanto vales.
La selección natural de Darwin llevada a la sociología trajo además la eugenesia de la
mano de un estadístico, Sir Francis Galton. Una nueva puerta abierta al racismo. Unos
conceptos que, en 1911, dieron lugar al Primer Congreso Internacional sobre Eugenesia que se
llevó a cabo en Londres y tuvo como vicepresidentes a relevantes personalidades: Winston
Churchill, Charles Eliot, presidente emérito de la Universidad de Harvard, y David
Jordan, presidente de la Universidad de Stanford.
Poco a poco estas ideas fueron calando política y socialmente, e importantes
instituciones y Gobiernos se pusieron a la cabeza del control de natalidad, promoviendo
tanto la eutanasia como el aborto. Primero por motivos económicos y luego bajo
presupuestos de libertad y defensa de los derechos de la mujer, para llegar a proponerlos
como métodos de justicia ante el sufrimiento humano.
En lo relativo al control del crecimiento de la población es muy relevante la posición de
Estados Unidos en las últimas décadas. Fue el presidente Richard Nixon el primero en
dirigirse al Congreso norteamericano solicitando mayores presupuestos para financiar los
programas sobre el control de la población. Así, en 1970, constituyó bajo la presidencia de
John Rockefeller III, la Commission on Population Growth and the American Future. La elección
de Rockefeller para esta función no era descabellada. El potentado financiero había
fundado ya el Population Council y era un conocido y activo miembro del movimiento
antinatalista. De aquí nacieron los múltiples programas financiados por el Banco Mundial,
la ONU, UNICEF, FAO, etc., así como conferencias sobre el caso y una pléyade de ONG
dedicadas al control de natalidad y actividades conexas.
Sea como fuere, el caso es que los peores augurios sobre los límites del crecimiento, la
desaparición del petróleo y otros males, que dio el Club de Roma en los setenta, no han
aparecido. Incluso, en el caso del petróleo, las reservas conocidas han tenido un
crecimiento sustancial. Sin embargo, en lo relativo al problema poblacional se puede
hablar de un desastre, sobre todo en Europa y otros lugares como China, Rusia, etc.
Siendo hoy uno de los asuntos que más oscurecen el futuro económico y social de estos
países: población envejecida, decrecimiento poblacional autóctono, menores personas en
edad de trabajar y riesgo evidente de desaparición de las políticas sociales y de todo el
entramado del Estado de bienestar tal como hoy se disfruta, a lo que habrá que añadir una
mayor brecha entre ricos y pobres. O por decirlo mejor: en el futuro la riqueza total estará
en manos de menos personas.
Los cambios demográficos que se esperan serán muy negativos en ciertas zonas,
especialmente Europa, incluida la Europa del Este, China y Japón. Donde una población
envejecida tendrá verdaderas dificultades para disfrutar de los servicios que hoy se tienen.
Un informe de Naciones Unidas de 2004, con proyecciones a 2050, es muy determinante
en este sentido. Máxime cuando las tendencias poblacionales son muy fáciles de predecir,
dado que los cambios sociales respecto del número de matrimonios por mujer se dan con
mucha lentitud. Solo ciertas regiones de África tendrán importantes crecimientos de
población, especialmente la zona subsahariana.
Cierto es que la población mundial crecerá. Según este estudio de los 6.100 millones
que había en 2000 se pasará a 8.900 millones en 2050. También lo hará la esperanza de
vida, siendo este un factor que sustenta la idea de que la población llegue a esos niveles.
Sin embargo, las tasas de crecimiento anual irán decreciendo en todos los lugares, siendo
muy negativas en Europa para esa fecha, un decrecimiento del orden del 0,5%. Asia,
Norteamérica y Latinoamérica creciendo alrededor del 0,5%, y África por encima del 1%
de crecimiento. Todo ello, contando con que, hacia 2045, Europa se haya acercado a la tasa
de repoblación (2,1 hijos por mujer).
Los efectos de esta situación se dejarán sentir en el Estado de bienestar: menos personas
en edad de trabajar y más personas mayores conformarán una ratio insostenible, muy
acusada en Europa como hemos indicado.
Vayamos al caso de España como gráfico ejemplo. Si en 1970, existían 7,5 personas en
edad de trabajar (de 20 a 65 años) por cada mayor de 65 años, en 2009 eran únicamente 3,8
personas, y se espera que en 2049 no lleguen a 1,5 personas para cubrir con su trabajo las
necesidades de los mayores.
Siempre se piensa que hay soluciones. En este caso aumentar la tasa de afiliación a la
Seguridad Social o dejar que nuevos emigrantes cubran las necesidades. Sin embargo, la
situación no es tan simple. Ya que, si la tasa de afiliación a la Seguridad Social fue
aproximadamente del 60% en 2010, debería aumentar hasta el 153% en 2049 si se quisiera
cubrir la pérdida de cotizantes por el descenso poblacional. Cosa a todas luces imposible.
Y si se quisiera cubrir con emigración se llegaría igualmente a un absurdo: ¡serían
necesarios en 2049 más de 26 millones de emigrantes! Lo que es un sinsentido. El
resultado será que los estándares que conocemos de prestaciones sociales no serán
posibles: el Estado no podrá cubrir gratuitamente todas las necesidades. Se irá abriendo
poco a poco un nuevo camino donde cada persona deberá pagar sus necesidades, por
mucho que hoy desde las instancias políticas se presente un escenario distinto. Las
políticas inducidas de control de natalidad no fueron sino una llamada al egoísmo, y sus
resultados se verán con toda crudeza dentro de no mucho tiempo.
La caída del Estado de bienestar
Ludwig von Mises es uno de los más reconocidos representantes de la Escuela Austriaca.
En 1940 emigró a los Estados Unidos huyendo de los nazis mientras vivía en Suiza. Mises
es reconocido por sus trabajos sobre praxeología, que buscaba explicar las acciones humanas
mediante axiomas, siguiendo lo que él denominaba axioma de la acción:

«La acción del hombre tiene un comportamiento intencional. Dicho de otra manera: cuando una
acción se pone en marcha y se transforma en un procedimiento, es la respuesta a los objetivos y los
fines, es la respuesta sensata del ego a los estímulos y las condiciones del entorno, es el ajuste consciente
de la persona al estado del universo que determina su vida. Estas paráfrasis pueden clarificar la
definición dada y prevenir ante posibles malas interpretaciones. La misma definición es adecuada y no
requiere otros complementos o comentarios».

Mises tuvo una gran influencia en los movimientos libertarios norteamericanos que se
dieron después de la Segunda Guerra Mundial.
En 1953, von Mises escribió un artículo en la revista libertaria The Freeman que
publicaba The Foundation for Economic Education. Su título: The Agony of the Welfare
State. El artículo comienza con estas frases:

«Durante unos cien años, los comunistas y los intervencionistas de toda condición han sido
infatigables en sus predicciones sobre el inminente colapso del capitalismo. Aunque sus profecías no se
hayan demostrado ciertas, el mundo hoy asiste a la agonía de muchas de las gloriosas políticas del
Estado de bienestar».

En el artículo que comentamos, bajo el subtítulo: Let the Rich Pay, se hace también la
siguiente observación:

«Si el intervencionista dice que el Estado debe hacer esto o aquello (y pagar por ello), es perfectamente
consciente del hecho que el Estado no tiene ningunos otros ingresos aparte de reclamar impuestos a los
ciudadanos. Su idea será dejar al Gobierno que ponga la mayor parte de los impuestos a los ricos y
gastar los ingresos obtenidos en beneficio de la mayoría de la gente. Las riquezas de los más ricos se
consideran inextinguibles, y así, en consecuencia, se estiman los ingresos del Gobierno. No hay
necesidad de ser tacaño en materia de gasto público. Lo que puede aparecer sin valor en los asuntos de
los ciudadanos individuales, si se tiene en cuenta el presupuesto nacional, es un medio para crear
trabajo y promocionar bienestar».

Era 1953 cuando esto se escribía. Han pasado 60 años y asistimos al mismo hecho: el
Estado de bienestar ve poco a poco su desaparición, su agonía, por mejor decir de acuerdo
con von Mises. En este tiempo, sin embargo, se consiguieron grandes avances. En Europa
y Estados Unidos las clases medias crecieron de manera sorprendente, lo que llevó a
mejoras de todo tipo. Recayendo sobre ellas la mayor parte de los costes sociales. La
progresividad impositiva, tan generalizada en muchos países, se concentró en cargar a las
clases medias con el peso de los servicios sociales.
Sin embargo, la crisis financiera, y con ella los desajustes económicos y sociales que se
han sucedido, ha puesto de nuevo de actualidad el futuro del Estado de bienestar, acosado
desde varios frentes. El primero, la escasez demográfica de los países más avanzados, a los
que se suman otros como Rusia o China. El segundo, el deterioro creciente de la posición
económica de la clase media. Y finalmente, la creciente deuda de los países desarrollados,
que estrangula a sus Gobiernos y les fuerza a tomar medidas directa o indirectamente
sobre los pilares que soportan los beneficios sociales alcanzados en educación, sanidad,
pensiones y desempleo.
Y en este entorno aparece la gran paradoja de los llamados sindicatos de clase, que dicen
representar a los asalariados. Unas organizaciones cuyas cúpulas participan de enormes
beneficios económicos al amparo de los Gobiernos y de las grandes corporaciones, aunque
su coreografía exterior les haga parecer que forman parte de la clase que dicen defender.
Los casos son generales, ya sea en Estados Unidos o en Europa, donde se puede ver, de un
lado, los intereses políticos que los animan, y de otro, la patente contradicción de lo que
defienden y lo que practican.
CAPÍTULO 7

Casino financiero

En septiembre de 2004, el director adjunto del FBI, Chris Swecker, hizo unas declaraciones donde
decía que el auge del mercado, impulsado por los bajos tipos de interés y el alto precio de las viviendas,
había atraído a profesionales sin escrúpulos y a varios grupos criminales cuyas actividades
fraudulentas podrían causar miles de millones de pérdidas en las instituciones financieras. Swecker
advirtió que la situación tenía «el potencial de una epidemia», asegurando que: «Creemos que
podemos evitar un problema que podría tener tanto impacto como la crisis S & L». Posteriormente,
en diciembre de 2005, el FBI sacaba una nota de prensa indicando que, desde el 5 de julio al 27 de
octubre de 2005, con otras organizaciones gubernamentales, había encontrado 156 fraudes conectados
con hipotecas, lo que había conducido a un total de 81 arrestos, 89 condenas y 60 personas
sentenciadas en ese tiempo, con unas pérdidas de más de 600 millones de dólares.

Hacerse rico con los Ninja


La crisis S & L a la que se refería Chris Swecker se dio en Estados Unidos durante los
años ochenta y noventa del siglo pasado. Tenía que ver con una crisis financiera de ahorro
y préstamos (S & L, por las iniciales en inglés de Savings and Loans) que llevó a la quiebra
unas 750 asociaciones de este tipo. Alrededor del 25% del total. Unas organizaciones que
hacían préstamos a sus socios cuando así lo precisaban. Mecanismo muy conocido en las
entidades de ahorro: con las aportaciones de unos, que reciben un interés por ellas, otros
toman préstamos por los que pagan un interés mayor. Las quiebras ascendieron a unos
90.000 millones de dólares. El problema, según se asegura, se debió a una errónea política
del presidente de la Reserva Federal de entonces, Paul Volcker, que creó el caldo de
cultivo para el fraude mediante una ley que doblaba los intereses de estas sociedades con la
idea de reducir la inflación. Volckler, que había trabajado en el Chase Manhattan Bank, era
considerado el candidato de Wall Street. Fue la desastrosa época del presidente Jimmy
Carter.
Las sociedades S & L hacían préstamos a largo plazo a interés fijo invirtiendo a corto en
dólares, es decir, compraban dólares para venderlos rápidamente una vez que su precio
había subido en los mercados. Con la nueva regulación de Volckler y el aumento de las
tasas de interés, estas empresas no podían atraer el capital suficiente para cubrir sus
actividades y muchas se declararon en quiebra al no poder atender los pagos. Sin embargo,
en lugar de admitir la situación, los directivos de un elevado número de ellas inventaron
unos mecanismos que las convirtieron en fraudes piramidales, al estilo Ponzi o Madoff, a
fin de hacerlas atractivas a los posibles inversores. La llegada del presidente Ronald
Reagan con su política de liberalizar los mercados dificultó descubrir los fraudes hasta
que, al final, estalló la burbuja. Esto era a lo que se refería el ejecutivo del FBI en fecha tan
temprana como septiembre de 2004, cuando todavía no se percibía el estallido de la crisis
de las hipotecas subprime, aunque esto ya flotaba en el ambiente y muchos en Estados
Unidos eran conscientes de ello.
En origen, los inventores de este tipo de créditos hipotecarios crearon dos fórmulas
que, en inglés, se conocieron como low-doc y no-doc. Las primeras —low-doc— hacían
referencia a la poca documentación que era precisa para su formalización (low-doc era un
acrónimo de low documentation). Las personas que accedían a estos préstamos eran
empleados por cuenta propia que tenían dificultades para obtener todos los requisitos que
son necesarios en una hipoteca normal. El segundo caso —no-doc— no requería ningún
tipo de documentación (no documentation), bastaba la firma de una declaración en la que se
aseguraba que el préstamo se dedicaría a una inversión, por ejemplo, una vivienda, que
constituía la garantía del préstamo. Normalmente se obtenía el 60% del valor de la
propiedad hasta un máximo de un millón de dólares, aunque a veces se podía llegar al 80%
del valor total. Ya se entiende que muchas de las hipotecas así conseguidas estaban basadas
en el engaño y fueron la puerta para la promoción de hipotecas ninja, que se otorgaban a
personas sin recursos. El empaquetamiento de esas hipotecas (el mecanismo de
titulización del que ya hablamos) en productos supuestamente solventes y situados por las
agencias de rating con la máxima calificación trajeron los problemas comentados en el
Capítulo 2. bancos tan venerables como Goldman Sachs las vendieron según CDO
(obligaciones de deuda garantizadas), permitiendo a algunos Hedge Fund especular con
estos productos en una cadena de potenciales fraudes, mientras que los reguladores
obviaban el problema que se estaba gestando y que estalló con virulencia en 2007, no sin
que antes se hicieran grandes fortunas con estas hipotecas «fantasma». Una forma de
enriquecimiento basada en el engaño.
Fue Charles R. Morris quien por primera vez acuñó el término ninja loan para dar
nombre a los préstamos de alto riesgo que se otorgaban a las personas sin recursos. Así lo
escribió en su libro, publicado en marzo de 2008, The Trillion Dollar Meltdown, que se
acompañaba con el subtítulo: Easy Money, High Rollers and the Great Credit Crash. Los ninja,
tal como los definía Morris, tenían no income, no job, y no assets. Es decir, personas que no
tenían ni ingresos, ni trabajo, y carecían de propiedades. A partir de ahí se popularizó el
término. En octubre del mismo año Morris sacó una nueva edición ampliada con un
nuevo título: The Two Trillion Dollar Meltdown, manteniéndose el subtítulo.
El prefacio de la edición de bolsillo de este último comienza de esta manera:

«En algún momento de octubre de 2008, los mercados, finalmente, «lo consiguieron». El mundo fue
atrapado por una crisis viciosa de crédito, quedando al borde de una recesión terrible. Los mercados
bursátiles se hundieron por todas partes, las divisas oscilaron violentamente, el interbancario quedó
paralizado. Los Gobiernos derramaron billones de préstamos en inyecciones de capital y rescates,
mientras que los mercados de crédito quedaron obstinadamente atrapados en la situación de:
“cerrado”».

¿Dónde estuvo el negocio y el fraude? ¿Por qué se hicieron préstamos a personas


incapaces de pagarlos? La respuesta está en la titulización de la deuda a la que nos
referimos atrás: empaquetar las hipotecas ninja con otros productos financieros rentables y
vender el conjunto como atractivas inversiones que tenían la calificación AAA de las
agencias de rating. Cuando estalló la burbuja se produjo el colapso de los dos billones de dólares
según reza el título del libro de Charles Morris. Una burbuja inmobiliaria, tal como refiere
Morris:

«Entre 2000 y 2005 el valor de mercado de las casas creció más del 50%, existiendo un frenesí de
nuevas construcciones. Merril Lynch calculó que la mitad del crecimiento del PIB americano en 2005
se debió a la actividad inmobiliaria, ya fuera directamente a través de la construcción, o indirectamente
mediante la refinanciación de sus cash flows. Más de la mitad de los nuevos puestos de trabajo del
sector privado desde 2001, calculaban ellos, fueron actividades relacionadas con la actividad
inmobiliaria».

Pero no solo fueron las subprime. El frenesí por ofrecer créditos a cualquier precio y a
cualquier persona se disparó de una manera vertiginosa. Una pléyade de hipotecas de
interés variable (que tomaron la denominación ARM, Adjustable-Rate Mortgages) facilitaron
a los consumidores norteamericanos ajustar el pago de la hipoteca a la constante caída de
los tipos de interés. Aparecieron también los préstamos concatenados (piggyback loans) para
facilitar los pagos iniciales de las hipotecas y los gastos de cancelación a aquellos
compradores de viviendas con pocos recursos. Estos préstamos, en realidad, eran dos
hipotecas separadas: una por el valor del 80% de la vivienda y la otra para cubrir la
diferencia entre los gastos iniciales y el valor de la vivienda. Y, por supuesto, las conocidas
subprime. Pero ahí no quedó todo: los prestamistas dieron la bienvenida a los flippers, que
hacían referencia al aleteo de aquellos que solo compraban viviendas para venderlas, como
mucho, en el plazo de un año. Era un negocio seguro para los bancos prestamistas dado el
crecimiento exponencial de los precios. En 2005, en Estados Unidos, más del 40% de las
compras de vivienda fueron como inversión o como segunda vivienda. Segundas viviendas
que se dedicaban en su mayoría a la especulación desbordante. Lo mismo sucedió en
España o Irlanda, por poner los ejemplos más cercanos.
Y entonces llegó Greenspan, según dice Morris:

«Como siempre, Greenspan se subió al carro. En 2004, cuando las familias tenían la histórica
oportunidad de bloquear sus hipotecas tan solo con un interés del 5,5%, Greenspan dijo que se
estaban perdiendo miles de dólares por no apropiarse de los ARM, entonces con un interés de 3,25%.
En cualquier álbum de recortes de consejos económicos de los peores gurús económicos este debería
haber estado en los primeros de la lista. Edward Gramlich miembro del Consejo de la Reserva
Federal dijo entonces que Greenspan no tenía ningún interés de atender a los signos depredadores de
la industria de las subprime».

Muy claro, y aunque ya nos referimos a Greenspan, su responsabilidad en la crisis


resulta de nuevo evidente. Y no solo la suya. En Europa se hizo otro tanto, y los
responsables políticos miraron para otro lado sin darse cuenta del desastre que se cernía
sobre algunas economías.

George Soros y la explosión de los hedge fund


Un hedge fund, o fondo de cobertura, es un instrumento de inversión basado en productos
financieros de alta rentabilidad y elevado riesgo. No suele ser adecuado para personas
individuales, salvo casos restringidos, y se dirige normalmente a expertos inversores, como
fondos de inversión, fundaciones, universidades, Fondos de Pensiones, etc., que conocen el
mecanismo de este tipo de operaciones por las que pueden lograr altas rentabilidades.
Las inversiones de los hedge fund se dirigen a cualquier cosa que pueda ofrecer grandes
beneficios: cualquier cosa en cualquier parte. Pueden, por ejemplo, hacer ventas a corto,
jugar con préstamos agresivos, invertir en divisas en cualquier parte del mundo, usar
derivados financieros de múltiples maneras, comprar valores bursátiles con fuertes
apalancamientos (es decir, poco capital y mucho crédito), etc. En realidad hay pocos
límites a sus operaciones; por ello han crecido de manera sorprendente en los últimos
años, pasando de ser unos pocos cientos de hedge fund en los años noventa a unos diez mil
hoy, con inversiones que superan los dos billones de dólares (algo menos del PIB de
Francia por dar una referencia de su tamaño). Un crecimiento muy unido a la permisividad
de los reguladores. En concreto, Alan Greenspan, entre otros, fue partidario de promover
este tipo de operaciones financieras.
Siempre nos encontramos con Alan Greenspan, no en vano, fue durante 18 años
presidente de la FED, la Reserva Federal americana, y su política de tipos de interés, ya
puesta en marcha años antes sin mucho éxito por su antecesor Volckler, facilitó la tarea de
los hedge funds con un carry trade basado en la diferencia entre los tipos de interés a largo y a
corto. ¿Qué tipo de carry trade era este? Trataremos de explicarlo.
Hacia 1989, año en que Alan Greenspan asumió el cargo de presidente de la FED, los
tipos de interés a largo plazo estaban alrededor del 8% y, para incentivar la economía
norteamericana, en 1992, decidió poner los tipos de interés a corto en un 3%, manteniendo
los de largo plazo aproximadamente en el 8% anterior. De esta manera, un inversor que
hubiera invertido un millón de dólares en bonos del Estado americano a largo plazo
hubiera conseguido unos 80.000 dólares anuales de rentabilidad. Y, aunque no estaba nada
mal, si ese mismo inversor hubiera pedido un préstamo de otro millón de dólares y los
hubiera invertido también a largo al 8%, el resultado sería que habría obtenido el doble, es
decir, 160.000 dólares anuales, mientras que estaba obligado a pagar 30.000 dólares anuales
por el préstamo del millón (el 3% del interés a corto). Las ganancias le hubieran supuesto,
por tanto, 130.000 dólares. Pongan cualquier número mayor que un millón de dólares y
verán las ventajas que proporcionaba el carry trade con la política de tipos de interés de
Greenspan. Lo mismo que sucede en Europa hoy —tal como comentamos— con los tipos
de interés del BCE y la compra de bonos por parte de los bancos en los países del sur.
Compran dinero a bajo precio del BCE y lo invierten en bonos del Estado con altas
rentabilidades: negocio seguro.
Saltemos a otro tema. A principios de los noventa del pasado siglo, Stan Jonas, un
conocido trader de la Societé Générale, aseguraba que:

«Si un marciano llegara a los Estados Unidos y se fijara en el universo de los gestores de hedge
funds, todos le parecerían la misma persona. La mayoría de ellos eran parientes, tenían los mismos
hobbies y la misma formación. Todos competían con todos, escudriñando lo que el otro estaba
haciendo».

Y entre estos gestores sobresale con mucho George Soros. Una persona cuyo credo,
según se dice, está enmarcado en su despacho:

«Nací pobre pero no moriré pobre».

Y también este otro que es la guía de sus analistas:

«Discierne lo que se encuentra dentro del caos y te harás rico».


Algo que, al contrario de lo que piensan algunos economistas, no puede ser
representado por ninguna fórmula matemática. Para Soros los mercados financieros no
están gobernados por las matemáticas, es la psicología el patrón a seguir. O más
concretamente, un instinto parecido a lo que hace que un rebaño se mantenga junto. De
eso se trata: saber hacia dónde se dirige el rebaño para actuar en consecuencia: seguirle o
no. Esta es la norma de George Soros.
George Soros nació en Budapest en agosto de 1930. Su nombre original, Dzjchdzhe
Sorash, lo transformó posteriormente en el actual. La vida de Soros requeriría escribir una
novela: soportó la entrada de los alemanes en Hungría en 1944 cuando vivía con su familia
en la isla Lupa en medio del Danubio. Siendo de origen judío escapó de puro milagro de
las garras nazis. Con 17 años marchó a Londres, donde vivió como pudo hasta que entró
en la London School of Economics. Esto no acabó de resolverle la vida, aunque se
planteara seguir la actividad académica de la mano del Karl Popper.
Terminada la universidad, consiguió entrar de becario en el banco de inversiones Singer
& Friendlander, donde llevó a cabo múltiples trabajos de todo tipo, siempre pobre y lleno
de dificultades. Su vida encontró un nuevo rumbo cuando, con 26 años, decidió marchar a
Nueva York. Allí cambió su suerte definitivamente. En los años cincuenta, el
desconocimiento que tenían las entidades financieras americanas sobre lo que ocurría en
Europa le dio a Soros unas enormes ventajas. Y con 30 años ya era consciente de lo que
luego escribió en su libro de 1987, Alchemy of Finance:

«…básicamente, todas nuestras percepciones sobre el mundo son deficientes o están distorsionadas».

Un aserto que, llevado a los mercados, le condujo a otra realidad:

«No solo los jugadores de los mercados se comportan con prejuicios, sino que sus prejuicios pueden
influir en el curso de los acontecimientos. Y esto puede crear la impresión de que los mercados
anticipan de forma precisa los comportamientos futuros, aunque en realidad no son las expectativas
actuales las que se corresponden con los futuros acontecimientos, sino que los sucesos futuros se forman
por las expectativas presentes. La percepción de los partícipes en el mercado es intrínsecamente
deficiente, y existe una doble conexión entre percepciones defectuosas y el actual curso de los
acontecimientos, lo que resulta en una falta de correspondencia entre las dos. Llamo a esta conexión
doble “reflectividad”».

Asegurando que:

«Cuando en los sucesos hay participantes que piensan, el tema no se reduce a hechos sino que incluye
también las percepcciones de esos participantes. La cadena causal no se dirige de hecho a hecho sino de
percepción a percepción».

Y, finalmente:

«Cuando conozca lo que va a hacer el mercado, salte en dirección contraria y apueste por lo
inesperado».

Son frases sacadas de la biografía no autorizada de Soros: SOROS: The Unauthorized


Biography, the Life, Times and Trading Secrets of the World’s Greatest Investor, escrita en 1997 por
Robert Slater. Slater muestra con detalle la personalidad del que se conoce como el mayor
financiero del siglo. Una biografía que no tuvo apoyo del protagonista, pues prefirió hacer
otra más a su medida con otro autor.
Con este bagaje, Soros se lanzó a comercializar hedge funds, siendo uno de los pioneros
en este tipo de mecanismos, jugando siempre a la contra y también desestabilizando
algunos mercados para obtener grandes ganancias, según comenta Jeff Madrick en The Age
of Greed: The Triumph of Finance and the Decline of America. 1970 to the Present . En 1987, con su
entrada en los hedge fund, Soros se hizo rico definitivamente, consiguiendo 300 millones de
dólares ese año, a lo que siguieron otros más productivos; de manera que, en 1992, las
ganancias eran ya de 650 millones, alcanzando los mil millones de dólares el año siguiente.
Las inversiones de Soros se dirigieron incialmente a las emisiones de bonos del
Gobierno americano. Las fuertes tensiones inflacionistas de los años setenta en Estados
Unidos y la volatilidad que imprimía a los mercados la inflación se presentaron como una
fuente de enormes ganancias. Su clarividencia para ver las oportunidades queda reflejada
en esta reflexión:
«Esta fue la primera vez que las tasas de interés comenzaron a moverse más de lo normal… Este fue
el principio. Invertir en divisas llegaría más tarde».

De ahí la lección: un hedge fund puede hacer dinero tanto en los buenos como en los
malos momentos. Con esto in mente, el fondo de Soros comenzó a crecer en rentabilidad
de forma explosiva desde su inicio: 62% en 1976; 31% en 1977 (justo el año en que el Dow
Jones de valores industriales cayó un 13%); 55% en 1978 y 59% en 1979. Y en ese año
llegó el cambio de nombre del fondo, que se transmutó en el bien conocido Quantum
Fund, cuyo valor en ese momento era de 400 millones de dólares: se había multiplicado 65
veces en menos de 10 años; no sin estar envuelto en supuestos escándalos, antes y después.
Por ejemplo, en 1977, la SEC, el Regulador americano, acusó a Soros de haber estado
manipulando el valor de la empresa Computer Sciences por medio de un intermediario
que vendía grandes cantidades de acciones para bajar su precio y facilitar su compra por
parte de Soros. La SEC aseguraba que Soros había adquirido de esta manera 165.000
acciones de la empresa.
Más tarde, en 2002, se le acusó de información privilegiada en Francia durante sus
compras de acciones de la Société Générale en el momento en que estaba en proceso de
venta. Se le impuso una multa superior a los dos millones de dólares. Pero, quizás, lo más
controvertido de su carrera tuvo que ver con la manipulación de la libra esterlina, la
moneda inglesa, antes del nacimiento del euro, al hilo de la creación del Exchange Rate
Mechanism (ERM), el Mecanismo Europeo de Cambio. Un sistema introducido por la
Comunidad Europea en 1979 para dar estabilidad al Sistema Monetario Europeo antes de la
introducción de euro. El objetivo era reducir la variabilidad cambiaria entre las distintas
monedas como preparación a la Unión Monetaria que surgió en 1999. Y en este escenario,
Soros —al igual que otros hedge fund— vieron la oportunidad. En este caso,
aprovechándose de los problemas del Tesoro inglés. En aquel entonces, el Reino Unido
atravesaba una crisis económica y le era difícil sostener el valor de la libra respecto de las
monedas de referencia europeas. Los intermediarios empezaron a vender libras de manera
masiva, lo que obligó al Gobierno de Su Majestad a comprar libras vendiendo sus reservas
de otras monedas, a la vez que subía los tipos de interés para atraer capitales hacia la
compra de los bonos que emitía. En paralelo, los alemanes hacían lo propio: aumentaban
igualmente sus tasas de interés para atraer a los inversores hacia el marco, lo que aumentó
la venta de libras en el mercado. Sin embargo, el aumento de las tasas de interés en
Inglaterra debilitó aún más la economía: por un lado, hundió las inversiones, y por otro,
una libra más alta perjudicó las exportaciones, a la vez que debilitaba sus reservas en otras
monedas, como se ha dicho.
La estrategia de Soros de vender a corto libras esterlinas dio buenos resultados. La
política económica del Gobierno inglés de seguir subiendo los tipos de interés y de
descapitalizarse de sus reservas de divisas no fue capaz de contener el desastre. Al final, la
libra tuvo que salir del ERM y, a mediados de septiembre de 1992, se hundió. En concreto,
el 16 de septiembre —conocido como miércoles negro—, Soros había especulado a corto con
10.000 millones de libras, y la salida de la libra del sistema reportó al Quantum Fund unas
ganancias superiores a los 1.000 millones de dólares. Soros por su parte ganó 650 millones
de dólares aquel año. El Tesoro inglés, por el contrario, perdió más de 3.000 millones de
libras. Luego, años más tarde, vendrían otras crisis y, más cercanamente, los problemas del
euro, la crisis griega y el problema financiero de la Eurozona. El camino estaba marcado:
se podía ganar mucho dinero desestabilizando las divisas. La prima de riesgo sería el
indicador de cómo se podría mejorar el proceso de las ganancias. Lo veremos en unas
pocas páginas.

Estructurados y derivados financieros


En el Capítulo 2 nos referimos a este tipo de productos. Lo enmarcamos en el contexto de
las burbujas financieras. Permítasenos ahora volver al tema desde otro ángulo: la
creatividad que existe en el complejo mundo de los derivados y estructurados. Es un tema
sin fin que ha dado ocasión a múltiples libros y ensayos especializados, sobre todo en los
últimos tiempos; y se diría que casi nadie entiende lo que encierran, ni siquiera aquellos
que los ponen en circulación en el mercado. Tienen tal complejidad que muy difícilmente
su «banquero de confianza» sabrá con exactitud como funcionan y qué le está en realidad
tratando de vender.
Un derivado, como dijimos en otro lugar, es un producto financiero cuya rentabilidad
se «deriva» de otra fuente secundaria que toma el nombre de subyacente de la primera.
Subyacente que puede ser un bono, materias primas, un índice bursátil, una tasa de interés,
el valor de una divisa, etc. Las posibilidades son tan variadas que no existen límites al
ingenio creador de este tipo de mecanismos financieros. Así, por ejemplo, a principios de
los noventa, el banco francés Société Générale ideó un derivado cuya rentabilidad se
conectaba con la Super Bowl, la liga de fútbol americano. Su puesta en el mercado se llevó a
cabo con gran aparato de marketing en el Equitable Building de Manhattan. Un rascacielos
de 164 metros de forma neoclásica diseñado por el arquitecto Ernest Graham que se
inauguró en 1931. Los interesados podían comprar opciones de este derivado cuyo
subyacente era una suerte de apuesta: que uno de los equipos, el Washington Redskins ,
ganaría por una diferencia de 10 puntos. También ofrecían una operación de futuros
«apostando» a que el equipo de la ciudad de Buffalo, en el estado de Nueva York, el Buffalo
Bills, fuera el líder de la liga en un momento dado. Aunque realmente todo esto parece que
son —y en realidad lo son— apuestas, el director del departamento de opciones de la
Société Générale en aquel momento aseguraba que:

«Un banco francés clasificado triple A por las agencias de rating nunca pondría en el mercado nada
que pudiera considerarse relacionado con el juego de apuestas».

Los derivados se ponen normalmente en el mercado según operaciones OTC (over the
counter) ya comentadas páginas atrás. Es decir, contratos donde comprador y vendedor
establecen la rentabilidad esperada y el coste que tiene que asumir el inversor. También los
hay en mercados abiertos donde las fórmulas son conocidas al igual que sucede en la
Bolsa; si bien, no es la norma general.
El mercado de derivados ha alcanzado tales volúmenes que, aunque su cifra pueda ser
discutible, se asegura que podrían llegar a los 450 billones de dólares en términos nocionales.
Un concepto contable —nocional— quizás engañoso, pues se refiere al valor del activo
subyacente, que no considera todo el apalancamiento (los préstamos) que caracteriza a este
tipo de inversiones. Con lo que las estadísticas muestran cantidades superiores a los
desembolsos realmente hechos. Y, además, dado que los inversores suelen asegurar sus
operaciones, bien pudiera ocurrir que una sola operación se contabilizara dos o más veces.
Aun así, la cifra no deja de ser admirable, pues multiplica por mucho el PIB mundial.
Hay casos sorprendentes en el uso y abuso de los derivados por parte de ciertos hedge
funds, tal como describe Nicholas Dumbar en su libro The Devil’s Derivatives . Uno de los
ejemplos que comenta Dumbar se refiere a la Congregazione dei Figli dell’Inmmacolata
Conzecione; una organización católica fundada en 1857 en Italia, que recibió la aprobación
definitiva en manos del papa San Pío X en 1906. Se trata de una pequeña institución de
unos 400 religiosos extendida por muchos países, que se dedica fundamentalmente a
labores caritativas con niños pobres, hospitales, etc. Debido a esto recibe generosas
donaciones. De manera que, en 2001, los directores de la orden buscaron oportunidades
para mejorar la rentabilidad de su dinero. Con ello pensaban aumentar sus acciones
caritativas.
Según refiere Dumbar, el padre Lucchetti, superior de la orden a principios de los 2000,
asesorado por un nuevo miembro de la congregación que había trabajado en Goldman
Sachs antes de recibir las órdenes religiosas, tomó la decisión de hablar con el Deutsche
Bank para ver las oportunidades que le ofrecían. El resultado fue que la Congregazione
invirtió 12 millones de euros en un producto CDO (Collateralized Debt Obligation) sintético,
es decir, obligaciones sintéticas de deuda garantizada, que a diferencia de los CDO
líquidos que se cobran según se van pagando las obligaciones de deuda, se asocian a
instrumentos derivados y se cobran en un plazo dado de acuerdo con las rentabilidades
obtenidas en dichos instrumentos. Y en el caso de la Congregazione y Deutsche Bank los
CDO estaban asociados a deudas de ciertas empresas tecnológicas que, como se sabe,
quebraron en masa en aquellas épocas. Al igual que lo hizo la compañía Enron en la que
también estaba involucrado dicho banco. El resultado de todo esto fue que, en 2002, la
Congregazione recibió un comunicado del Deutsche Bank con la noticia de que su
inversión había desaparecido. Habían perdido todo lo invertido.
El producto donde estaba localizada la inversión, que se ofrecía con el enigmático
nombre de Repackaged Option Note (REPON-16, en este caso), se había volatilizado.
Además, la oficina del banco en la Piazza Navona de Roma había desaparecido también. Y
el padre Lucchetti tuvo que recurrir a varios expertos abogados para lograr años después
la devolución de su inversión por parte de Deutsche Bank con la condición de que diera
por olvidado el asunto.
Estos productos derivados que comentamos toman el nombre de estructurados. Un nuevo
instrumento financiero puesto en el mercado por el Credit Suisse First Boston en 1990 a
través de su filial Credit Suisse Financial Products (CSFP), que buscaba beneficiarse de las
ventajas de combinar banca privada y banca comercial. El CSFP se estableció en Londres
con 150 millones de dólares de capital y unos 100 profesionales, la mayoría procedentes de
Bankers Trust, que conocían bien estos mecanismos.
Rápidamente, el nuevo banco logró el nivel máximo de las agencias de calificación. Y
entre sus nuevos productos lanzó los bonos estructurados, cuyas rentabilidades estaban
ligadas a complicadas fórmulas. ¿Cómo funcionaban este tipo de estructurados? Sigamos a
Frank Partnoy y las detalladas explicaciones que ofrece sobre este asunto en su libro:
Infectious Greed: How Deceit and Risk Corrupted the Financial Markets.
El caso más relevante —quizás el primero en este tipo de operaciones—se dio en 1991
con la empresa Gibson Greetings, Inc. Una sociedad que hacía tarjetas de felicitación de
muy variadas formas. Eran los tiempos en que los intereses de los préstamos estaban
cercanos al 10% y para reducirlos se pusieron de moda los swaps sobre los intereses de los
créditos. Una fórmula que ha sido muy usada en nuestros días, sobre todo con los créditos
hipotecarios. El procedimiento es muy simple: convertir el interés fijo en interés variable
asumiendo que los intereses bajarían en el futuro, lo que implica el riesgo de que esto no
suceda. Una fórmula típica de plain vanilla swap o swaps simples que obligan al pago de una
renta fija asumiendo el riesgo del comportamiento futuro del producto asociado, en este
caso la subida de los intereses en lugar de su caída.
La operación original de Gibson con Bankers Trust fue simple: con los intereses al
9,33% en aquel momento, el banco ofrecía a la compañía el pago de un interés fijo al
5,91% durante dos años, y en los tres siguientes un interés variable de acuerdo con el
comportamiento del mercado. Bankers Trust por el contrario ponía este préstamo en el
mercado en forma de un derivado, con lo que reducía el riesgo al mínimo. Típico caso de
l as subprime: titulizar los créditos. Sin embargo, al poco tiempo los traders del banco
pensaron soluciones más creativas: conceder a Gibson un préstamo al 5,5% de interés fijo
y pagar un interés variable basado en el líbor (el mercado de referencia en Inglaterra:
London Interbank Offered Rate) mediante la fórmula: líbor al cuadrado dividido por el 6%; es
decir, multiplicar el interés del líbor por sí mismo y dividirlo por el 6%. Lo que para un
interés líbor del 3%, resultaba en un 1,5% (3 × 3 / 6 = 1,5). Es decir, se trataba de un
estructurado financiero: complejas fórmulas donde el inversor espera obtener sustanciosas
ganancias basadas en la fiabilidad y reputación de la sociedad que especula con su dinero
sin saber realmente cómo se hace. Como ya hemos indicado en algún lugar: la suma de dos
codicias. Unos inventando fórmulas financieras para multiplicar sus ganancias con el
menor riesgo, y otros queriendo lograr rentabilidades fuera de toda lógica sin saber de
dónde proceden con exactitud.
De los préstamos estructurados se pasó a los bonos estructurados, que seguían el mismo
esquema; y a los que se sumaron todo tipo de instituciones con la idea, siempre atractiva,
de obtener dinero fácil y rápido. Así, empresas como IBM, Toyota, DuPont o General
Electric crearon estructurados como medio de obtener ganancias adicionales fuera de sus
actividades principales. General Electric fue en este capítulo muy activa en la época de su
carismático presidente, Jack Welch. Las empresas, sin embargo, no tenían en cuenta la
complejidad de las fórmulas que usaban, e incluso que tales fórmulas estaban relacionadas
con la cotización de ciertas divisas. Tampoco eran conscientes sus accionistas del riesgo en
que entraban al calor de complejas y opacas operaciones financieras. Unas operaciones de
alto riesgo que son bastante desconocidas por el público en general y, dado su secretismo,
por muchos de los accionistas de importantes compañías, cuyos ejecutivos las siguen
usando como fuente adicional de beneficios fuera del negocio tradicional.
Innovadores productos como los conocidos Quanto lanzados también por CSFP a
principios de los noventa del siglo pasado con gran aclamación por parte de los analistas.
En un quanto el inversor recibe un pago basado en las tasas de interés de una moneda
extranjera, con la única característica de que los pagos se harán en la moneda en la que el
inversor haya hecho la operación. Es decir, por ejemplo, un inversor europeo podría
especular en dólares mientras que su remuneración sería en euros. Así, un banco europeo
podría ofrecer un producto estructurado de estas características: emitir 100 millones de
euros para ser comprados por sus clientes premium, pagándoles —sigue el ejemplo— un
cupón de: dos veces el líbor en dólares (US LIBOR) menos el líbor en libras (UK LIBOR)
más el 1,5%, todo ello pagado en dólares (US dollars). Complejo mecanismo no apto para
personas corrientes, sobre lo que, James M. Mahoney en su artículo de 1995, Correlation
Products and Risk Management Issues, aparecido en la Federal Reserve Bank of New York
Economic Policy Review, comentaba:
«Algunos individuos e instituciones utilizan productos derivados para eludir (a veces de forma
autoimpuesta) restricciones sobre participaciones financieras. Por ejemplo, el comité de inversiones de
un fondo de pensiones o de una compañía de seguros puede exigir que las inversiones se hagan en la
moneda doméstica. Con este procedimiento se prohibiría invertir en mercados de capitales extranjeros,
aunque los gestores de este tipo de inversiones podrían incrementar la exposición en deuda o mercados
de capitales extranjeros mediante la correlación con productos tales como diff swaps o quanto
swaps».

Los diff swaps, de manera parecida a los quanto, son inversiones que se basan en la
diferencia entre dos tipos de interés, uno podría, por ejemplo, ser la tasa de interés del
euro y otro la del dólar. Todo un esquema solo apto para iniciados que no tendría mayores
efectos si no se utilizara al margen de las decisiones marcadas por los accionistas, o con
total desconocimiento de los impositores, como tantas veces ocurre.

De bonos y preferentes
Sobre los bonos dijimos algo páginas atrás, pero conviene volver ahora con más detalle en
este nuevo contexto en el que estamos.
En los primeros días de diciembre de 2012 saltó la noticia de que el Departamento de
Justicia americano, incluido el fiscal general de Nueva York, habían interpuesto una
demanda contra J. P. Morgan en relación con las malas prácticas de Bear Stearns que,
supuestamente, había vendido títulos hipotecarios tóxicos. Al parecer Bear Stearns había
estado defraudando a sus clientes, que perdieron, entre 2005 y 2007, más de 22.500
millones de dólares, la cuarta parte del valor total puesto en el mercado por el banco en
este tipo de instrumentos financieros. J. P. Morgan, por su lado, como es lógico, alegaba su
desconocimiento del caso, pues había comprado Bear Stearns en 2008, y reprochaba al
fiscal no haberles dado la oportunidad de estudiar el tema con mayor profundidad.
Bear Stearns se fundó en 1923, sobrevivió a la Gran Depresión y abrió su primera filial
internacional en Ámsterdam en 1955. Sus oficinas centrales se encontraban en Nueva York
en el 383 de Madison Avenue en un imponente rascacielos de 47 plantas y 230 metros, que
abrió sus puertas en 2002. La crisis de las subprime acabó con el banco en 2007, en ese
momento el quinto en tamaño de Estados Unidos. Ese año Bear Stearns tenía activos
superiores a los 350.000 millones de dólares, sin embargo, solo tenía unos 11.000 millones
de patrimonio neto. O lo que es lo mismo: la suma de su capital, sus reservas y los
beneficios acumulados de otros ejercicios era el 3% de los activos. Muy poco para
cubrirlos con garantías. Y mucho menos para soportar los más de 10 billones de dólares
que, en términos nocionales, tenía repartidos en múltiples tipos de derivados financieros. El
resultado: la quiebra y la compra a precio de saldo por parte de J.P. Morgan.
¿Qué tenían que ver las hipotecas subprime con los bonos? Volvamos por un momento a
considerar qué es un bono. En esencia, se trata de un título de propiedad por el que el
emisor se compromete a pagar un interés anual al comprador, con la intención de
devolverle el capital invertido en una fecha futura. Un mecanismo que utilizan las
empresas y las instituciones públicas para financiarse fuera de los circuitos bancarios de
crédito. El problema es, sin embargo, que el valor del bono puede variar en el tiempo, al
igual que lo hacen los intereses, con la circunstancia de que el valor del bono y el de los
intereses se comportan al revés: si el valor del bono crece, decrecen los intereses, y
viceversa. Algo que con frecuencia el comprador desconoce y, al final, se puede encontrar
con que el capital a percibir es mucho menor de lo que puso al principio.
Vayamos ahora de nuevo a las subprime. En esencia, se trata de bonos asociados a
hipotecas. Un producto que, sorprendentemente, sigue pujante en el mercado después de
haber causado la mayor crisis financiera conocida desde la Gran Depresión, y, además, con
gran apetito por parte de los compradores. Así lo refería la agencia Bloomberg cuando las
ventas de bonos asociados a hipotecas subprime habían crecido la primera mitad del
ejercicio de 2012 un 21,6% con respecto del año anterior.
Se podría pensar que un bono es algo así como un depósito, ya que ofrece un interés y
existe el pacto de devolución del capital invertido. Sin embargo, no es así: los bonos no se
cubren por los Fondos de Garantía de Depósitos bancarios. Es decir, son inversiones con
riesgo: el interés fluctúa y el capital invertido se puede perder. Para ello están las agencias
de rating, que califican el grado de riesgo o la «calidad» de estas inversiones. Los niveles —
en el caso de Standard & Poors— comienzan por el grado A, que a su vez se subdivide en
otros tres: AAA (que se juzga con el menor riesgo), AA (que es prácticamente del mismo
nivel que el anterior, es decir, sigue manteniendo una alta calidad) y A (que mantiene un
nivel favorable, si bien está ya en un grado medio). Del A se pasa al B, que comienza en
BBB, y mantiene un criterio muy similar al AA. A partir de aquí se cae en cascada a los
niveles especulativos: BB (el primero de ellos), B (considerado ya una inversión
vulnerable), CCC (con posibilidades de entrar en quiebra) o el CC (claramente en riesgo
de quebrar). Finalmente, están las inversiones tipo D, que consideran que el emisor entró
ya en quiebra y no es capaz de cumplir con sus obligaciones. Moody’s y Fitch tienen
medidas equiparables.
Esto no quita para que el mercado financiero ofrezca productos en toda la gama,
incluso en aquellos que nadie compraría, como son las inversiones tipo D; ya que los hay
que consideran que cuanto mayor es el riesgo, mayores posibilidades hay de beneficio. Y es
aquí donde entrarían, por ejemplo, los bonos basura, los junk bonds, que se sitúan en el nivel
BB en el caso de Standard & Poors, o más abajo. Bonos que, curiosamente, toman el
nombre de high-yield bonds, es decir, se los considera de alta rentabilidad. Son bonos
emitidos por empresas, Gobiernos, ayuntamientos, etc. Lo que no quita para que sean
atractivos incluso para Fondos de Pensiones que con frecuencia invierten en allí. Un
mercado que pasó en Estados Unidos de unos 200.000 millones de dólares a finales de los
años ochenta hasta los más de 1,3 billones de dólares actuales: ¡alrededor del PIB español!
A primera vista, se diría que los inversores que optan por los bonos basura juegan a la
ruleta rusa con su dinero. Pero no es así. Edward Altman, profesor de finanzas del NYU
Salomon Center, experto reconocido en estos temas, da las claves del atractivo de estas
inversiones; ya que, sabiéndolo hacer, los emisores y compradores de bonos basura pueden
lograr importantes beneficios. De sus muchas publicaciones y libros, nos centramos en
uno de sus últimos artículos de febrero de 2011: Defaults and Returns in the High-Yield Bond
and Distressed Debt Market: The Year 2010 in Review and Outlook, donde Altman analiza 50
años de vida en este tipo de inversiones: de 1971 a 2010. Los resultados son sorprendentes:
se pueden tener grandes ganancias invirtiendo en bonos basura y otros instrumentos
similares. El análisis se centra en Estados Unidos, la meca de los junk bonds, pero también
valdría para otros casos.
Comentando el año 2010, Altman asegura que:

«Desde la perspectiva de retorno de beneficios de una quiebra o una nueva emisión, el año 2010
resultó ser un excelente año para inversores y emisores de bonos basura, con tasas extremadamente
bajas de quiebras, récord de nuevas emisiones y, en términos absolutos y relativos, retornos por encima
de la media. Adicionalmente, solo un 7,6% de los bonos basura en circulación se clasificaron con
problemas al final del año, en comparación con el 15% de año anterior».

Comprobando, además, que la rentabilidad de este tipo de bonos respecto de las


emisiones del Tesoro americano a 10 años fue un 6,22% más elevada que la media
histórica, que se situó en un 2,77% por encima de la rentabilidad de los bonos emitidos
por el Tesoro. A lo que se añade que la ratio de bonos con problemas en las emisiones que
se ofrecieron a 1.000 puntos básicos, es decir, un 10% por encima de las inversiones sin
riesgo, decrecieron en 2010 al 7,6% respecto del 15,3% el año anterior, y desde luego muy
lejos de lo que sucedió en 2008, en plena crisis, cuando el 85% de los bonos basura del
mercado estuvieron en quiebra o en camino de quiebra.
Altman analiza también las emisiones de deuda pública en Estados Unidos, y las
compara con el comportamiento de las rentabilidades obtenidas en las Bolsas de valores y
los bonos de alto rendimiento (bonos basura), cuyo índice de referencia es el de Citigroup
(RIMES: Citigroup High Yield Indices). El resultado no deja duda: invertir en bonos basura
es un buen negocio. Aunque pueda quedar la sospecha de si ciertos especuladores son
capaces de manipular los precios y las rentabilidades de estos bonos para conseguir
importantes beneficios antes de que la entidad emisora entre definitivamente en quiebra.
Lo que nos lleva a volver sobre el comportamiento de casos ya comentados, como fueron
los movimientos especuladores contra la libra inglesa y las actividades de George Soros en
aquellos momentos.
Basten los comentarios anteriores como muestra, ya que profundizar aún más en las 51
páginas del artículo de Altman nos llevaría demasiado lejos de nuestros propósitos.
Saltemos ahora a otro tema: las emisiones de preferentes que, especialmente en España, se
hicieron famosas en 2012, aunque antes nadie parecía darse cuenta de su existencia.
Al igual que ningún banco sensato le pediría a un pequeño inversor que pusiera los
ahorros de toda su vida en un bono basura o en otro producto financiero de elevado
riesgo, tampoco debería haberlo hecho con las emisiones de títulos preferentes.
¿Qué son las preferentes? Al igual que con los bonos, las empresas pueden utilizar
ciertos mecanismos para lograr financiación, como son, por ejemplo, la venta de
participaciones de capital o emitir deuda con la garantía de pagar un elevado interés por
ella. Sin embargo, con las participaciones preferentes existe un mecanismo algo perverso:
el interés a pagar dependerá de cómo vaya la empresa, y la devolución del capital invertido
en la operación puede quedar atrapado para siempre si se trata de una inversión
«perpetua», como es lo habitual. Las preferentes no son acciones de la empresa, ni son
depósitos de rentabilidad fija o variable, sino que son un tipo de bono que ofrece una
rentabilidad variable de por vida. Rentabilidad que puede quedar reducida a cero si la
empresa va mal, y la única posibilidad de escape es acudir a un mercado secundario de
compraventa de este tipo de bonos. Obviamente, si es el caso, el emisor puede comprarlas
de nuevo o cambiarlas por acciones ordinarias, aunque esto no está garantizado.
Es cierto que, tanto en Europa como en Estados Unidos, los Reguladores imponen
reglas para evitar los abusos. Por ejemplo, en la Unión Europea existe la Directiva MiFID
(Markets in Financial Instruments Directive), Una ley que armoniza y regula los servicios
financieros en los 27 miembros de la Unión Europea además de Islandia, Noruega y
Liechtenstein que, entre otras cosas, obliga a los bancos a explicar con detalle a sus clientes
los productos que ofrece, especialmente si estos son complejos de entender. Sin embargo,
en muchos casos, los clientes no saben lo que compran. En este sentido, se descubrió que
una caja española, la caja de Ahorros del Mediterráneo, había vendido a un cliente unos
bonos preferentes que vencían en el año 3.000: ¡dentro de unos 1.000 años! Las
reclamaciones contra las preferentes se multiplicaron en España en 2012, sin embargo, no
parece que el problema se vaya a resolver para los 150.000 ahorradores atrapados en este
casino financiero, que según las estimaciones actuales perderán, como poco, el 70% de su
inversión.

La deuda pública y la prima de riesgo


En noviembre de 2012, la canciller alemana, Angela Merkel, aseguraba que la crisis de
deuda soberana europea duraría aún cinco años más. Añadía que quien pensara que la
crisis se resolvería en uno o dos años estaba muy equivocado. Reclamaba un poco de rigor,
y apelaba a seguir con las reformas a fin de atraer inversión extranjera hacia Europa, que
está atrapada en un complejo arcano de difícil salida: la crisis económica de las economías
periféricas, la crisis del euro, la crisis de deuda, y la crisis de identidad: muchos europeos,
sobre todo del norte, no creen en la Europa actual.
Sin embargo, el problema no es, ni ha sido, solo el actual: se ha dado también en el
pasado. En los últimos 40 años, independientemente de las diversas crisis económicas
acaecidas —incluida la que aún se padece en algunos lugares—, la deuda pública en
relación con el PIB ha llegado a niveles desconocidos desde la Segunda Guerra Mundial;
habiendo crecido, por ejemplo, en los países del G7 (Italia, Estados Unidos, Inglaterra,
Japón, Francia, Alemania y Canadá), del 86% de media en 2006 a cerca del 120% en 2011.
Aunque tener una deuda razonable puede ser positivo, una deuda pública excesiva tiene
consecuencias fatales para la economía, en el corto y en el largo plazo; ya que obliga a
poner en marcha políticas económicas que, por su complejidad, arrojan efectos muy
negativos sobre la población en su conjunto.
En el corto plazo, una práctica generalizada se dirige a reducir los déficits públicos, lo
que paraliza la economía. También, en caso de recesión económica, se tiende a paralizar la
inversión pública, lo que anima la recesión. Otras medidas, como la reducción de
beneficios sociales, contención de salarios o aumento de impuestos, suelen ser menos
agresivas en lo económico aunque se perciban con mayor crudeza por la población.
Lógicamente, la política monetaria que regula los tipos de interés o el valor de las divisas
será también determinante, especialmente en el largo plazo. Al final, cuando la economía
está en recesión y la deuda es abultada es imposible cuadrar el círculo con rapidez, y salir
del atolladero lleva bastante tiempo, porque lo que no deja de aumentar es la deuda, y las
medidas de ajuste cuando no están apoyadas por estimulo inversor siempre empeoran la
situación.
Si la economía de un país no crece o está en recesión, solo se podrán mantener las
políticas sociales a cambio de endeudarse. Ningún partido político de ningún Gobierno se
decidirá por reducir el gasto social. Se podrán limitar o incluso paralizar las inversiones
públicas, o también buscar alternativas desde la privatización de ciertos servicios públicos,
pero el mantenimiento del Estado en su conjunto requerirá acudir a préstamos externos
para lograr que la máquina siga funcionando. Préstamos que pueden provenir de Estados
o instituciones como el FMI, Banco Mundial, etc., o bien de entidades privadas, que
siempre buscan una segura y alta rentabilidad a sus inversiones. Aunque, a veces, pierdan
lo prestado debido a que el país en cuestión entre en quiebra, como vimos, por ejemplo,
con el caso argentino a inicios de los años dos mil.
Algo similar a la Argentina pasó con Rusia después de la caída de la Unión Soviética,
cuando a finales de los noventa del pasado siglo el país entró en bancarrota. Un
complicado momento que se unía a la crisis financiera de Asia, y se sumaba a los
problemas de deuda en Sudamérica, todavía no solventados del todo en aquellos días. Así,
en mayo de 1998, la Bolsa rusa cayó un 40%, lo que obligó al Gobierno de entonces a
triplicar los tipos de interés a corto plazo hasta el 150%, en un desesperado intento de
atraer inversiones y mantener estable su moneda, el rublo. Las reservas en divisas habían
caído a un nivel mínimo de unos 14.000 millones de dólares, y estaban atrapadas muchas
entidades financieras norteamericanas y europeas que veían peligrar sus préstamos. Cosa
que al final sucedió, después de que en ese verano, George Soros recomendara
públicamente que Rusia tenía que devaluar su moneda. Esta fue la chispa que incendió el
bosque financiero ruso, donde también varios hedge fund sufrieron importantes pérdidas,
pues, a veces, las fluctuaciones del mercado se les vuelve en contra. Paul Krugman, premio
Nobel de economía en 2008, lo expresa con exactitud en su libro Retorno de la economía de la
depresión y la crisis actual:

«Lo que hacen los hedge fund, en cambio, es intentar precisamente que el mercado fluctúe lo más
posible. La forma en que lo hacen consiste generalmente en ir a corto en algunos activos —esto es,
prometer entregarlos a un precio fijado en alguna fecha futura— e ir a largo en otros. Los beneficios se
obtienen si cae el precio de los activos cortos (de manera que puedan entregarse a un precio barato) o
aumenta el de los activos adquiridos, o ambas cosas a la vez».

Cosa ya sabida; si bien, Krugman añade después:

«El aspecto negativo, por supuesto, está en que un hedge fund puede también perder dinero muy
eficientemente. Los movimientos del mercado que podrían no parecer tan grandes a los inversionistas
corrientes pueden destruir rápidamente el capital de un hedge fund, o por lo menos provocar la
pérdida de sus cortos, esto es, inducir a los que le han prestado valores u otros activos a exigir que se
los devuelvan».

No sabemos si Soros hizo una buena operación con el rublo ruso, pero está demostrado
que otros perdieron fuertes sumas. Las observaciones de Soros seguramente provocaron
que el Gobierno ruso de aquellos días, ante la presión que sufría el rublo en los mercados,
devaluara la moneda —al estilo mexicano, como dice Krugman— y pidiera una moratoria
sobre su deuda. El resultado fue un colapso financiero de gran importancia.
La crisis de deuda en Sudamérica saltó años antes que la rusa, en concreto, a finales de
los años ochenta del siglo XX. Fue, quizás, el principio de los movimientos especulativos a
gran escala sobre las emisiones de deuda de los países de aquella zona. Entonces nacieron
los Brady Bonds, llamados así en reconocimiento a su «inventor», Nicholas Brady, entonces
secretario del Tesoro americano. El objetivo de Brady era paliar los efectos de la crisis de
deuda de ciertos países sudamericanos. Su idea era convertir la deuda pública emitida por
algunos países latinoamericanos en cierto tipo de bonos mediante los cuales los bancos
comerciales podían intercambiar sus reclamaciones de pago con productos financieros
«vendibles», ya que tenían una garantía del Gobierno americano. Además el procedimiento
tenía otro efecto positivo: las deudas de los bancos salían de sus balances y así mantenían
sus coeficientes de solvencia. La demanda de este tipo de bonos se disparó y múltiples
instituciones, desde fondos de pensiones, compañías de seguros y, por supuesto, hedge funds,
no perdieron la ocasión de buscar altas rentabilidades. Un forma de enriquecerse con
ayuda del Regulador. Algo bastante usual.
Vayamos ahora a la prima de riesgo. El rendimiento de un bono de deuda soberana
depende de varios factores: situación económica del país que lo emite (normalmente,
evolución de su PIB), tasa de inflación, balanza comercial, riesgo país, etc. En ausencia de
riesgo, los intereses deberían coincidir con el crecimiento de su economía, es decir, el de su
PIB en términos reales, matizado con la inflación. Altas tasas de crecimiento o de inflación
aumentarán los intereses a pagar, al igual que lo hará la frecuencia de emisiones de deuda,
si bien, unas cuentas públicas equilibradas tenderán a bajarlos. Obviamente, si existen
dudas sobre la capacidad de un Gobierno para atender los pagos en los momentos fijados,
se elevarán con mucho las tasas de interés. El riesgo, sin embargo, estará asociado a los
parámetros anteriores, y es lo que definirá la conocida prima de riesgo que, en concreto, es la
diferencia que se paga por los bonos de deuda emitidos entre un país considerado sin
riesgo y otro en distinta situación. Se trata, en el fondo, del sobreprecio que hay que pagar
por invertir con un mayor riesgo. Es decir, si por un bono sin riesgo se pagara el 0,5%, y
por otro hubiera que asumir el 2%, la diferencia, el 1,5%, sería la prima de riesgo. Que
traducido a puntos básicos serían 150 puntos básicos de diferencia entre una y otra inversión.
Es decir, si se tratara de una emisión de bonos a 10 años, en el primer caso se pagaría el
0,5% del capital invertido todos los años, y en el otro, el 2%. Al final del período, pasados
10 años, ambos países deberían devolver el capital invertido por el inversionista.
¿Quién determina, entonces, el riesgo? Hay que volver a las agencias de rating que con
sus valoraciones orientan a los inversores. Los mercados hacen el resto: van o no van,
compran o venden. De manera que el volumen de compras en cada emisión de deuda o de
bonos definirá los intereses a pagar. O lo que es lo mismo: la prima de riesgo. ¿Hay alguna
forma de cubrir ese riesgo? Por supuesto: en el mundo financiero siempre hay soluciones:
si se quiere asegurar, más o menos, lo invertido, siempre se puede hacer, basta pagar por
ello. Y esta es la función de los CDS, los Credit Default Swaps. Otra peculiar manera de
hacer dinero en situaciones críticas.

CDS: armas financieras de destrucción masiva


Ya hablamos de los CDS en el Capítulo 2, pero es conveniente volver a ellos con más
detalle. Los CDS son un invento de los años noventa. Los puso en marcha por primera
vez la banca J. P. Morgan. El mecanismo es muy simple, se trata de una permuta — swap—
de carácter financiero. El comprador paga al vendedor un seguro para cubrir el caso de
que su inversión quiebre. Y de ser esta la situación, el comprador del CDS recibirá el valor
facial del producto financiero que adquirió, que queda en posesión del vendedor del CDS.
Valor facial que se refiere al valor que tenía cuando se compró, no a su valor de mercado en
el momento de realizarlo, que puede fluctuar. Puede ocurrir, además, que para un mismo
producto existan más contratos CDS que el valor real de tal producto; entonces, en caso
de quiebra, la cantidad a percibir será mucho menor que el valor facial.
Los CDS, sin embargo, no son en realidad un contrato de seguro: se trata de un
derivado financiero, ya que lo que se percibirá en caso de quiebra será el valor del colateral
del CDS en ese momento. Imaginemos, para aclararlo, un contrato CDS entre dos bancos,
A y B. Supongamos que el banco A compra unos bonos emitidos por una empresa que
pretende con este mecanismo financiar su crecimiento en el mercado. Lógicamente, con
esta compra el banco A asume el riesgo de los cambios en las tasas de interés que pueden
afectar al bono, o en su caso más drástico, la quiebra de dicha empresa. Para reducir el
riesgo, el banco A decide comprar un CDS al banco B «asegurando» de esta manera la
compra del bono durante el tiempo convenido mediante el pago de una comisión. Así, el
banco A transfiere el riesgo al banco B. Supongamos que, en el momento de cancelar el
bono el banco A, la empresa en cuestión estuviera en quiebra. Entonces, si la empresa no
pudiera asumir el pago del bono que emitió en su día es cuando entra en juego el contrato
CDS. Es decir, el banco B deberá pagar al A la diferencia entre el valor del bono en ese
momento —no olvidemos que los bonos basura siempre valen algo en el mercado— y el
valor facial del bono, o como ya dijimos, lo que el banco A pagó por él. Si la empresa
asume el bono, obviamente, el banco B no pagará nada al A.
Y es aquí donde está la diferencia entre un seguro y un CDS: el valor del colateral, pues
lo que en realidad recibirá el banco A del banco B será un pago asociado a su clasificación
crediticia en ese momento. Valor que, como ya sabemos, otorgan las agencias de rating. Y,
en consecuencia, cuanto más baja sea la clasificación del banco B más alta será la cantidad
que tendrá que asumir por el CDS. Es decir, que si el banco B entrara, a su vez, en crisis,
no podrá asumir el pago de los CDS que tenga contratados con otros. Pago que, como
decimos, será mayor cuanto mayores sean sus problemas. Un círculo vicioso que explica
cómo funciona el casino financiero actual: cuando las cosas van bien, nada sucede, pero
cuando no es así, los que tienen problemas encuentran cada vez más dificultades para salir
de ellos, mientras que otros hacen grandes ganancias gracias a esta situación. No en vano
el magnate Warren Buffet, presidente de Berkshire Hataway, Inc., definió a los derivados
financieros como «armas de destrucción masiva» en una carta dirigida a sus accionistas allá
por 2003.

«Charlie y yo [refiriéndose a su socio, Charlie Munger, vicepresidente de Berkshire Hataway] creemos


que Berkshire debería ser una fortaleza financiera —para el bien de nuestros accionistas, acreedores,
aseguradores y empleados—. Tratamos de estar alertas contra cualquier riesgo megacatastrófico, y
esta postura nos hace tener enorme aprensión a crecientes cantidades de contratos de derivados a largo
plazo y al masivo montante de recibos no colateralizables que crecen en nuestro derredor. Desde
nuestro punto de vista, sin embargo, los derivados son armas financieras de destrucción masiva, que
llevan peligros que, aunque no latentes, son potencialmente letales».

Una visión anticipadora, pues los CDS crecieron sorprendentemente al hilo de la crisis
financiera de 2008. Tanto que se estimaban por encima de los 60 billones de dólares en esa
época. Con la circunstancia de que promovieron también un negocio en la sombra: los
naked CDS: CDS que se compraban, no para cubrir una inversión en riesgo, sino
simplemente para comerciar con ellos. Algo que, desde finales de 2011, y en relación con la
deuda soberana de los países europeos, está prohibido en la Unión Europea.
La utilización de los CDS como instrumento de especulación aumenta además el
apalancamiento del mercado financiero, es decir, crea un perverso circuito de
endeudamiento. De esta manera, una institución financiera puede comprar un CDS con la
idea de que se produzca una quiebra, sin necesidad de asumir el riesgo de que el colateral
se pierda. Mercado que explotó en los años de la crisis, sobre todo en el período 2008-
2009, cuando la mayoría de los CDS fueron de este tipo. En 2007, por ejemplo, la cantidad
que hubiera habido que asumir si hubieran quebrado todos los colaterales asociados a
CDS se estimaba en 62 billones de dólares, contra los siete billones de las MBS (Mortgage-
Backed Securities), cuyos contratos estaban asegurados en su mayoría. Para dar idea de su
volumen, baste pensar que el PIB de Estados Unidos en aquellos días era de unos 14
billones de dólares, y solo los 25 mayores bancos estadounidenses tenían 13 billones de
dólares expuestos a contratos CDS.
No se crea, sin embargo, que este tipo de prácticas son un invento reciente, ya en 1907,
el Gobierno americano de entonces, prohibió ciertas prácticas especulativas durante el
pánico que asoló el mercado bursátil. Un tiempo en que las calles de Nueva York estaban
repletas de establecimientos llamados «bucket shops» (tiendas cubo), donde la gente podía
hacer apuestas sobre si ciertas acciones bajarían o subirían de precio, sin llegar a
comprarlas. El pánico de 1907 —la crisis silenciosa— se llevó por delante las ganancias de la
Bolsa de Nueva York, que cayó un 50% respecto del año anterior. La economía
estadounidense estaba en recesión, y tuvo que ser, como dijimos en el Capítulo 5, John
Pierpoint Morgan —Júpiter— quien sacara a los bancos americanos del atolladero.
Por dar un par de ejemplos: tanto Lehman Brothers como AIG, American International
Group, vendieron miles de millones de dólares de CDS a bancos e instituciones
financieras de todo el mundo. No fueron los únicos, sin embargo, se trata de casos
emblemáticos. Uno ya no existe, y el otro tuvo que ser rescatado a costa de una fuerte
suma: en concreto, la FED acudió en 2008 con un crédito especial de 85.000 millones de
dólares para salvarla.
AIG comenzó el negocio de CDS, «asegurando» inversiones conectadas con el mercado
inmobiliario que, en los inicios del siglo XXI, se consideraban sin ningún riesgo; con el
añadido de que la venta de CDS escapaba del control de los reguladores pues no se
consideraban actividades ligadas a los seguros. Lehman Brothers, por el contrario,
negociaba los CDS como una actividad de su banca de inversión, y aunque en realidad se
trata de un derivado, no se consideraba así por los reguladores. De nuevo una negligencia
que echó más leña al fuego a la crisis de 2008, ya que algunos bancos europeos utilizaron
este mecanismo —los CDS— para «aligerar» sus balances sacando de ellos ciertas
inversiones con riesgo. Pues según los Acuerdos de Basilea, los bancos europeos debían
tener reservas suficientes para contrarrestar pérdidas potenciales en sus activos
provenientes de ciertos derivados financieros con riesgo. Los CDS venían así a ser la
puerta de escape para eludir estas exigencias. Y de nuevo, acudían las agencias de rating
para solventar el problema, pues los CDS se pueden dividir en «tramos»; siendo los
llamados «super senior» los de «mejor calidad», que recibían una valoración entre AAA y A
por parte las agencias. Es decir, eran inversiones sin ningún riesgo. AIG y Lehman, al calor
de estas «ayudas», vendieron miles de millones de CDS super senior, considerados como
«comprar y mantener» por los analistas financieros.

¿Casino en el BCE?
El Banco Central Europeo, BCE, nació para proteger la moneda única, el euro. En
concreto, para mantener la capacidad de su compra y, con ello, la estabilidad de precios de
la zona euro. El banco se estableció mediante el Tratado de Ámsterdam en 1998, tiene sus
oficinas centrales en Frankfurt y sus accionistas son los 27 bancos Centrales de la
Eurozona y otros bancos europeos en proporciones muy pequeñas, salvo el Bank of
England que tiene el 14,51%. El Bundesbank alemán ostenta la mayoría con el 18,93%. Le
siguen: la Banque de France (14,22%), la Banca d’Italia (12,49%) y el Banco de España
(8,3%).
Antes de la crisis financiera, el papel del BCE fue simplemente controlar la inflación.
Cualquier otro aspecto como estabilidad financiera, desempleo, crecimiento económico,
etc., fueron sencillamente ignorados. Solo se dedicaba a perseguir con una obsesión casi
patológica una inflación del orden del 2%. Un mantra al que añadió una cierta falta de
transparencia y una sorprendente independencia de otros organismos de la Unión
Europea, lo que, sin duda, ha agravado la crisis financiera en Europa. Independencia que,
similarmente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en Japón con su Banco
Central, le lleva a ser en la práctica «inauditable» y, de alguna manera, poco democrático,
pues escapa al control real de otras instituciones europeas.
Y como decisiones sorprendentes del BCE en relación con la crisis financiera, baste
recordar, en un caso evidente de ceguera financiera, la subida de los tipos de interés del 4
al 4,25% en julio de 2008 cuando ya la crisis de las subprime se enseñoreaba en Europa y,
entre otros, había llevado a la quiebra al banco alemán Deutsche Industriebank.
Añadiéndose que, contrariamente a sus estatutos —según indica su artículo 21.1—, se
dedicó a prestar dinero, directa e indirectamente, a los países con problemas.
La crisis financiera se transformó en una crisis de deuda, luego en una crisis de crédito,
y derivó en una crisis de solvencia en varios países. Lo que llevó a la propia crisis del euro,
todavía hoy no solucionada. Una crisis que, en sorprendente círculo vicioso, se realimenta
con el aumento de la deuda pública, pasando por el incremento de las primas de riesgo, las
incertidumbres sobre la solvencia del sistema financiero en su conjunto, el aumento del
coste de financiación y, en consecuencia, el de los créditos bancarios. Todo lo cual hunde
el consumo, frena la actividad económica y aumenta los déficits públicos, lo que induce
más endeudamiento. Y vuelta a empezar. Y en todo este contexto, el papel del BCE queda
oscurecido por su política.
De manera general, se puede decir que un Banco Central es una institución
gubernamental que tiene la responsabilidad, al igual que el BCE, de emitir moneda,
controlar las tasas de interés, gestionar las reservas de divisas extranjeras y, además —lo
que no está en las funciones del BCE— supervisar el sector financiero, y controlar el
volumen y las condiciones de las emisiones de crédito. Si bien, en ocasiones, el BCE actúa
como un prestamista de última instancia favoreciendo el carry trade a que nos referimos en
el Capítulo 5: presta barato a los bancos europeos para que compren deuda soberana a
intereses mucho mayores, habiendo gastado billones de euros en este tipo de operaciones
en contra de sus principios fundacionales. Una práctica pseudo-keynesiana que buscó
estabilizar el sistema económico europeo sin conseguirlo del todo. Los responsables
políticos y financieros se supone que no encontraron otro mecanismo diferente que
«enriquecer» a los bancos a través de dinero público. Aunque, también hay que decirlo,
esto consiguió evitar el colapso que se cernía sobre el euro y la Unión Monetaria.
Sin embargo, también hay que decir que las autoridades monetarias europeas no han
entendido la heterogeneidad de las diferentes economías de la Eurozona. Unas asimetrías
que deberían desaparecer si se pretendiera tener mayor estabilidad económica en Europa.
Las diferentes políticas económicas y los intereses de parte de cada país agravan además
esta situación, incidiendo negativamente sobre los desequilibrios. De ahí que las brutales
políticas de austeridad que se han impuesto afectan a la paralización de las economías de
ciertos países, lo que tiene también negativos efectos en los supuestamente sanos. Una
situación que no resolverán los nuevos mecanismos, como el FEEF (Fondo Europeo de
Estabilidad Financiera) o el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad), pues,
contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en el Reino Unido con el
Banco de Inglaterra, que pueden comprar emisiones de títulos públicos, en Europa esto
no está permitido para evitar la creación monetaria y, por tanto, acelerar la inflación; un
peligro que Alemania considera letal debido en sus pasadas experiencias durante el siglo
pasado. El MEDE podrá emitir una pequeña cantidad de títulos, comprar deuda pública o
servirse de esta como colateral ante el BCE para conseguir liquidez. Demasiados corsés
para que funcione en caso de graves problemas.
¿Y por qué esta situación de cierta inflexibilidad? La respuesta está en el juego de
intereses que existen en Europa. Lo que resulta en su propia debilidad. No son realmente
las diferencias norte-sur lo que la debilita. Estados Unidos vive esa misma situación: no
todos sus estados tienen una misma economía ni son igualmente productivos, ni disfrutan
de balanzas comerciales saneadas en su totalidad. Es la ausencia de un verdadero esquema
federalista lo que hace que Europa sea frágil. En ausencia de federalismo los déficit por
cuenta corriente se hacen imposibles, ya que conducen a una constante necesidad de
endeudamiento exterior en el largo plazo. Cosa que en el país norteamericano las
transferencias federales son las que permiten en la práctica mantener los desequilibrios
exteriores.

La globalización financiera
Pankaj Ghemawat en su libro Mundo 3.0 asegura que:

«Según la mayoría de los cálculos, el estado real del mundo actual es de semiglobalización, entendiendo
como “semi” la acepción de “parcial” y no del 50%».

Para este autor, la integración transfronteriza en lo financiero o en lo comercial se


mueve en niveles muy bajos, en cualquier caso por debajo del 40%, con una media global
inferior al 10%. Se trata, según Ghemawat, de una globaloney, una globobada como traduce en
español: pensar que vivimos en un mundo global que no lo es.
No es este el lugar para discutir este problema; sin embargo, aunque la globalización
fuera algo tan «irreal», como dice Ghemawat, no es muy discutible que, sea del 10% o del
50%, las interrelaciones financieras actuales son las que han causado el problema
financiero que arrancó en 2007-2008. No se trata por tanto de «cuánto» sino de «cómo». Es
decir, cómo funcionan los mercados financieros y cómo pueden desestabilizar la economía
de una manera global. Y no digamos con los nuevos sistemas que están apareciendo.
Sistemas electrónicos que operan libremente en los mercados mundiales sin el concurso de
la mano del hombre. Es el caso de los sistemas de comercio de alta frecuencia (HFT –
High Frequency Trading) y con algoritmos (AT – Algorithm Trading) sobre los cuales The
Government Office for Science del Reino Unido en un informe de 2012 (The Future of Computer
Trading in Financial Markets: An International Perspective) indicaba:

«El buen funcionamiento de los mercados financieros es vital para el crecimiento económico, la
prosperidad y el bienestar de los individuos, e incluso puede afectar a la seguridad de países enteros.
Los mercados evolucionan con rapidez en un difícil entorno, caracterizado por la convergencia e
interacción entre fuerzas macro y microeconómicas, tales como la globalización, cambios geopolíticos,
competencia, regulación cambiante y cambios demográficos. Sin embargo, se puede argüir que el
desarrollo y aplicación de nuevas tecnologías es la causa de los cambios más rápidos en los mercados
financieros. En particular, los HFT y AT en los mercados financieros han ocasionado considerable
controversia en relación con sus posibles beneficios y riesgos».

Riesgos que en concreto causaron una caída del 9% con un repunte de igual cantidad
durante veinte minutos el 6 de mayo de 2010. Un suceso debido a un sistema HFT que ya
es conocido como el Flash Crash. Del que se dice que, aunque no causado directamente por
operaciones HFT, fueron estos movimientos los que incrementaron la volatilidad del Dow
Jones; pues, entre otras operaciones, ocasionaron un 1,7% de caída de la empresa E-mini
en ¡14 segundos!
Otro conocido economista americano, Nouriel Roubini, profesor de la Stern School of
Business de la Universidad de Nueva York, que anticipó la recesión mundial que
produciría la crisis de las subprime, se pregunta en uno de sus artículos (The Dark Matter of
Financial Globalization):

«Las turbulencias recientes en los mercados financiero globales —y la contracción de crédito y liquidez
que siguieron— traen dos preguntas: ¿Cómo fue que las quiebras de hipotecas subprime en los
estados americanos de California, Nevada, Arizona y Florida condujeron a una crisis mundial? Y
¿por qué se incrementó en lugar de disminuir el riesgo sistémico en los últimos años?».

Y entre otras consideraciones considera lo que ya conocemos:

«Gracias a la titulización, los hedge funds, fondos privados y operaciones OTC, los mercados
financieros se han hecho menos transparentes. Esta opacidad significa que nadie conoce quién tiene
qué, lo que socava la confianza».

Así, en el momento en que el riesgo aumenta, cuando se produce alguna quiebra de


importancia, el pánico lleva a la contracción del crédito y la falta de liquidez. Y en esas
estamos, ya que la globalización financiera se ha impuesto a la globalización industrial. Y
el valor del trabajo ha quedado oscurecido por la obtención de dinero rápido y fácil. O
también, la primacía del negocio en forma de casino financiero en lugar de esfuerzo del
trabajo. Circunstancia que el anterior pontífice Benedicto XVI resaltó múltiples veces, la
última con ocasión del Mensaje para la celebración de la XLVI Jornada Mundial de la Paz:

«Para salir de la actual crisis financiera y económica —que tiene como efecto un aumento de las
desigualdades— se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la
creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo
modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del
provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas solo
por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin
embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades
intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir,
auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la
lógica del don. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura
como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones
de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como
algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se
encuentra así trabajando no solo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un
trabajo digno».
CAPÍTULO 8

La prosperidad del vicio

«Sufrimos ahora mismo de un ataque de pesimismo económico. Es común escuchar a la gente decir
que la época de enorme progreso económico que caracterizó el siglo XIX ha terminado; que la rápida
mejora del nivel de vida está a punto de frenarse —por lo menos en Gran Bretaña, donde una
disminución de la prosperidad es más probable que una mejora en la década que tenemos por delante
—. Creo que se trata de una extrema y errónea interpretación de lo que nos está pasando. Estamos
sufriendo, no del reumatismo de la vejez, sino de los dolores de crecimiento de un exceso de rápidos
cambios, del doloroso reajuste de entre un período económico y otro».

Keynes versus Friedman


El párrafo anterior procede de las reflexiones que escribió John Maynard Keynes en 1930
cuando se estaba en medio de los sufrimientos que manaban del crac de 1929, de la Gran
Depresión. Llevaba el título Economic Possibilities for our Grandchildren. Estaba dentro de una
colección de ensayos que publicó en 1931 con el sugestivo nombre de Essays in Perssuasion.
El ensayo que comentamos es el último de los artículos que allí aparecen. Se distribuyen
en cinco apartados: The Treaty of Peace, Inflation and Deflation, The Return of the Gold Standard,
Politics y The Future. Se trata de un artículo poco conocido; si bien, muestra a un Keynes
más cercano, que no se queda en reflexiones de corto plazo, sino que proyecta su visión al
futuro lejano:

«Desde el siglo XVI, con un crecimiento acumulado después del XVIII, comenzó la gran época científica
y de invenciones técnicas, que, desde el comienzo del siglo XIX, se ha mantenido en un flujo
permanente —carbón, vapor, electricidad, petróleo, acero, caucho, algodón, industrias químicas,
máquinas automáticas y métodos de producción en serie, radio, imprenta, Newton, Darwin, y
Einstein, y miles de otras cosas y hombres demasiado famosos y familiares como para catalogarlos—.
¿Cuál es el resultado? A pesar de la enorme población del mundo, que ha sido necesario equipar con
casas y máquinas, la media del nivel de vida en Europa y Estados Unidos ha crecido, pienso, cuatro
veces aproximadamente. El crecimiento de capital lo ha hecho en una escala que va más allá de cien
veces de lo que nunca conoció otra edad anterior. Y de ahora en adelante no será preciso esperar un
incremento de población tan grande. Si el capital se incrementa, digamos, un dos por ciento
anualmente, los bienes de equipo del mundo habrán crecido un cincuenta por ciento en veinte años, y
siete veces y media en cien años. Piensen sobre esto en términos de cosas materiales —casas,
transporte, y cosas similares—».

Sigue Keynes:

«Déjennos suponer, como hipótesis, que de aquí en cien años estemos de media, en términos
económicos, ocho veces mejor que hoy en día. En esto no habrá ciertamente nada que nos sorprenda».

A lo que añade después la siguiente reflexión:

«Es cierto que las necesidades humanas pueden parecer insaciables. Aunque estas se encuentran en
dos categorías: aquellas que son absolutas, en el sentido que se necesitan en cualquier situación en la
que se pueda encontrar cualquier persona, y aquellas que son relativas, en el sentido que se precisan
únicamente si su disfrute nos eleva, si nos hace sentir superiores a nuestros prójimos. Necesidades
estas que son de una segunda categoría, aquellas que satisfacen el deseo de superioridad que puede, en
verdad, ser insaciable; ya que cuanto más alto es, en general, el nivel, más altas se muestran. Lo cual
no es cierto para las necesidades absolutas, para las que puede alcanzarse un punto, mucho antes de lo
que pensamos, en que tales necesidades son satisfechas, en el sentido que preferimos dedicar nuestras
energías a propósitos no económicos».

Cuánto de cierto hay en ello. Y cuánto de cierto hay en el hecho de que, en ocasiones, se
ponen demasiadas energías para acumular cosas materiales usando incluso métodos
inmorales. También Keynes en esto fue preciso:

«Veo que nos hará más libres, por tanto, volver a algunos de los más seguros y ciertos principios de la
religión y la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que la exacción de la usura constituye un
delito menor, que el amor al dinero es detestable, que aquellos que transitan de manera más
verdadera por los caminos de la virtud y una sana sabiduría se preocupan menos por el mañana».

Buenos pensamientos, sin duda. Sin embargo, siguiendo la tradición más clásica del
pensamiento económico anglosajón, son ideas para un mundo ideal que Keynes considera
improbable, ya que continua el párrafo anterior de la forma tradicional de la cultura a la
que pertenece:

«Pero ¡cuidado! El tiempo de todo esto no ha llegado aún. Por al menos otros cien años debemos
pretender para nosotros y para cualquiera que lo justo es indecente y que lo indecente es justo; ya que
lo indecente es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses un
poco de tiempo todavía. Ya que solo ellas pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica hacia la
luz del día».

Volvemos al utilitarismo, al que nos referimos en el Capítulo 6: lo bueno es lo útil y


viceversa. Una doctrina creada por el filósofo y jurista inglés Jeremy Bentham, cuyas ideas
aterrizaron en la economía de la mano de John Stuart Mill como ya dijimos. Y desde ahí se
expandieron con el criterio de que cualquier actividad será correcta si es capaz de dar la
máxima felicidad posible; es decir, si es útil. Lo que se concibe de una manera hedonista,
pues se trata, en el límite, de buscar siempre el aumento del placer y tratar de anular el
dolor. Idea que, llevada al mundo económico, se ajusta bien a la última frase de Keynes:
hay que perseguir el bien personal de la manera que sea, incluso con usura o codicia,
porque —según los conceptos utilitaristas— el bien general es la suma de los bienes
individuales y, por tanto, la forma idónea de lograr el bien común es fomentar el propio
interés. No encontramos de nuevo con Adam Smith.
No quiere decir esto, sin embargo, que los utilitaristas busquen promover el egoísmo,
sino que, al contrario, consideran que las personas son de naturaleza egoísta y, por tanto,
buscan su propio interés. Y esto se corrige trasladando a la vida social los criterios que son
válidos a escala individual: calcular los pros y contras de cada decisión para decidirse por
aquello que causa más placer, es decir, lo que resulta más útil. Algo que, según nuestra
opinión, no quiere decir que, al final, sea lo más equitativo o lo que mejor se ajuste al bien
común. Una manera de pensar muy de nuestros días, que ha sido en el fondo la base de
múltiples corrupciones y de los numerosos escándalos financieros que conocemos.
Estamos aún —cuando esto se escribe— a 18 años de las previsiones de Keynes, pues él
proyectaba sus razonamientos hasta 2030. Pasamos a través de una crisis económica que,
con sus altibajos, su forma en W, parece no tener fin. No se acaba de encontrar la senda de
un crecimiento seguro, al menos en Europa. Una crisis que, sin embargo, ha sido inducida
en gran parte por las cualidades que Keynes pensaba que deberían sacarnos de ella:
avaricia y usura. Desgraciadamente, ha sido al contrario: han sido las altas dosis de avaricia
y usura lo que nos han conducido dentro del túnel.
La Fábula de las abejas que escribiera Bernard Mandeville a principios del siglo XVIII, y
que tenía como subtítulo: privados vicios, públicos beneficios, no ha dado los resultados
previstos. Un poema al que Keynes dedicó mucha atención en su Teoría General, donde
rechaza la idea del ahorro y la frugalidad como fórmula para alcanzar la prosperidad de la
sociedad y, siguiendo a Mandeville, Keynes comparte la misma fórmula:

«El gran arte de hacer una nación feliz, y lo que llamamos floreciente, consiste en dar a cualquier
persona la posibilidad de tener un trabajo; lo que debe orientar como primera necesidad al Gobierno a
promover una gran variedad de fábricas, artes o artesanías, tantas como el ingenio humano pueda
inventar; y en segundo lugar, promover la agricultura y la pesca en todas sus variedades, que la tierra
entera pueda ejercer por sí misma al igual que el hombre. Es desde esta política y no desde triviales
reglamentos, desde donde se puede esperar la grandeza y la felicidad de las naciones; pues caiga o se
eleve el valor del oro o la plata, el bienestar de todas las sociedades dependerá siempre de los frutos de la
tierra y del trabajo de las personas; ambos juntos son el tesoro más verdadero, más inagotable y más
real que el oro de Brasil o la plata del Potosí».

Un difícil juego sin duda, entre el papel de cualquier Gobierno, como indispensable
agente que debiera, por un lado, garantizar las condiciones para que se promueva trabajo
para los ciudadanos, y por otro, facilitar el desarrollo de la libre iniciativa privada e
impulsar todas las propuestas individuales que se estimen necesarias dentro del marco
legal. Así, Keynes se apoyaba en la idea de que la acción del Gobierno debiera ser el
primer instrumento para crear riqueza y trabajo.
En otro extremo se encuentra Milton Friedman, el padre del moderno liberalismo
económico. Y aunque sus postulados sostienen que la creación de riqueza debe hacerse al
margen de la actividad gubernamental, al igual que Keynes, siguiendo a los liberales
clásicos, asegura que la codicia no es mala cosa, ya que al final conduce al bienestar
general. Una idea que Friedman sostuvo con claridad en 1979 durante la entrevista
televisiva que le hizo Phil Donahue en el show que llevaba su nombre:

«Donahue: Cuando ve alrededor del mundo la mala distribución de la riqueza, la desesperada


situación de millones de personas en países subdesarrollados; cuando ve tan pocos que tienen y tantos
que no tienen, cuando ve la codicia y la concentración de poder, ¿ha tenido en algún momento dudas
respecto del capitalismo y si la codicia es una buena idea para seguir con ella?».
«Friedman: Bueno, en primer lugar, dígame, ¿conoce usted alguna sociedad que no funcione basada
en la codicia?, ¿piensa que Rusia no se conduce con codicia?, ¿piensa que en China no hay codicia?,
¿qué es la codicia? Por supuesto, ninguno de nosotros es codicioso. Únicamente lo es el otro. El mundo
funciona con individuos que persiguen su propio interés separadamente. Los grandes logros de la
civilización no han venido de los despachos de ningún Gobierno. Einstein no construyó su teoría
siguiendo las órdenes de un burócrata. Henry Ford tampoco revolucionó la industria del automóvil
según esto. En los únicos casos en que las masas han escapado del tipo de pobreza extrema a la que
usted alude, los únicos casos que registra la historia, son aquellos en los que ha existido el capitalismo
y el libre comercio. Si quiere saber dónde las masas están en peor situación, es exactamente en los
tipos de sociedades que salieron de ahí. Por lo que el registro histórico es claro como el cristal, que no
hay otra alternativa, descubierta hasta la fecha, de mejorar la suerte de la gente común, que poner una
vela a las actividades productivas que se desatan en un sistema de libre empresa».

Sin embargo, tanto Friedman como Keynes se apoyan en un error: la codicia, aunque
ellos lo supongan, no es el motor de la prosperidad. Ni tampoco es la causa de la libre
empresa. Ha sido al contrario, la prosperidad ha venido de la mano de la creatividad
humana compartida con otros, fuera de una óptica individualista y egoísta; mientras que la
codicia ha sido la causa primera de las burbujas financieras y de las desigualdades.
Fue el propio Keynes quien reconoció en su Teoría General el daño que la especulación y
las malas prácticas ocasionan sobre la población en general. Aunque no se dio cuenta de
que eso era lo que precisamente estaba en la base del daño, sino que para él como para
Friedman los resultados eran las causas. Así se expresaba Keynes al respecto de la
especulación:

«…existe la inestabilidad debida a la propia característica de la naturaleza humana donde, en una


gran proporción, nuestras actitudes positivas, ya sean morales, hedonistas o económicas, dependen de
un espontáneo optimismo más que de expectativas matemáticas. Lo más probable es que nuestra
decisión para realizar algo positivo solo puede ser el resultado de nuestro espíritu animal».

Un espíritu animal que, de acuerdo con Keynes, debería ser mitigado por la acción del
Gobierno en el momento en que la especulación fuera dañina para el interés general. Lo
que, a veces, opera al contrario, ya que en los movimientos especulativos que originan tal
daño, siempre se encuentran prácticas financieras discutibles —cuando no punibles—,
juntamente con políticas gubernamentales que, de una u otra manera, les abren camino.
Siempre en un ciclo que se comporta de la misma manera: boom económico, grandes cotas
especulativas, quiebras masivas y, al final, crisis económicas de mayor o menor intensidad.

La Escuela de Viena
Durante el período que va de finales del siglo XIX a inicios del XX, Austria, bajo el reinado
del emperador Francisco José I, vivió un impresionante esplendor cultural y científico,
especialmente en su capital, Viena. Allí se dieron filósofos como Edmund Husserl, Ernst
Mach o Karl Popper; matemáticos de la talla de Kurt Gödel o Hans Hahn; escritores tales
como Robert Musil o Stefan Zweig; pintores como Gustav Klimt; médicos y psicólogos
como Freud o Adler; compositores del nivel de Gustav Mahler, Johannes Brahms, Johan
Strauss o Anton Bruckner; y, también, economistas, empezando por el fundador de la
Escuela de Viena, Carl Menger, y siguiendo con otros, como Eugen Böhm von Bawerk,
Ludwig von Mises, Joseph Schumpeter y, por supuesto, Friedrich von Hayek. Una
actividad, tan floreciente en tantos campos del saber, que convirtió a Viena en la cuarta
ciudad más poblada del mundo después de Nueva York, Londres y París. Y no fue sino
hacia finales del siglo XIX cuando pasó a ocupar la quinta plaza detrás de Berlín.
Los estudios de economía se habían establecido en Austria hacia mediados del siglo
XVIII como medio para dotar a la Administración de funcionarios civiles cualificados. De

manera que, cuando Carl Menger estudiaba en la Universidad, sus profesores salían de ella
para ocupar relevantes puestos en el Gobierno, o volvían allí después de haber tenido
importantes cometidos en él.
Con 30 años, Menger publicó sus Principios de Economía. Y aunque el libro seguía de
alguna manera las teorías de los economistas alemanes en boga, rompía con la tradición y
reorientaba sus apreciaciones partiendo de una visión más subjetivista de la humanidad.
Dejando también de un lado la visión religiosa, tradicional en los autores alemanes de
aquel tiempo. Los Principios, no contenían casi ninguna referencia de este tipo; de manera
que se convirtieron en la primera obra escrita en alemán que ofrecía una visión secular de
la economía; eso sí, centrada en la persona. Haciendo reflexiones de este porte:

«No existe ningún fenómeno que no encuentre su origen y medida en el hombre cuando actúa
económicamente o que provenga de sus deliberaciones económicas».

De manera que las leyes fundamentales de la economía, como la creación de valor, por
ejemplo, podrían demostrarse, según Menger, a partir de personas aisladas y solitarias al
estilo de Robinson Crusoe. Explicando, por tanto, los conceptos económicos, no a partir
de sus propios atributos, sino desde el punto de vista de las necesidades del hombre y sus
relaciones sociales. Una forma de ver que atrajo múltiples seguidores, entre los que se
encontraba Eugen Böhm Bawerk, quien mantuvo una encarnizada lucha intelectual con
los marxistas respecto de sus doctrinas sobre el capital y los salarios, y que aseguraba que
los Principios de Economía de Menger marcarían toda una época.
Detrás de Menger vinieron otros influyentes economistas. Todos ellos mirando la
economía bajo la premisa de la acción concreta de las personas, aunque en contraposición
con el individualismo extremo de los teóricos clásicos. Así se expresaba, por ejemplo,
Ludwig von Mises, uno de los referentes de esta escuela de pensamiento:
«La economía no debe quedar relegada a las oficinas de estadística y a las aulas, y no debe restringirse
en círculos esotéricos. Se trata de la filosofía de la acción y de la vida humana, y concierne a cualquier
persona y a cualquier cosa. Es la médula de la civilización y de la existencia humana».

Es una reflexión sacada de una de sus obras clave: Human Action: A Treatise on Economics,
donde aborda en múltiples ocasiones el problema de la codicia. Así, dice, por ejemplo:

«No se necesita una reforma gubernamental y de las leyes del país, sino la purificación del hombre,
una vuelta a los Diez Mandamientos y a los preceptos del código moral, un alejamiento de los vicios de
la codicia y del egoísmo. Así será fácil reconciliar la propiedad privada de los medios de producción con
justicia, rectitud y equidad. Los desastrosos efectos del capitalismo se eliminarán sin perjudicar la
iniciativa y libertad individuales. La gente destronará el capitalismo del dios Moloch sin entronizar al
Moloch Estado».

Sin embargo, y aunque estos economistas se alejen y sean muy críticos con las ideas
socialistas, cuando se comparan sus postulados con los de los economistas clásicos, o con
sus sucesores de la escuela neoclásica (donde podríamos encuadrar a los americanos
Ronald Coase, Paul Samuelson o Joseph Stiglitz), se encuentran importantes diferencias.
Ya que, aparte de la visión subjetivista de los primeros respecto de la individualista de los
segundos, está la idea sostenida por ellos de que hay que potenciar el emprendimiento en
contraposición al homo œconomicus, concepto defendido por los segundos.
El hombre económico es, para los economistas neoclásicos, aquel que mediante su actividad
económica busca maximizar la utilidad —siguiendo a Stuart Mill— de sus acciones, ya sea
como consumidor o como productor, tratando siempre de alcanzar el mayor beneficio. Lo
que contrasta con una visión del hombre que coopera con otros para mejorar el entorno
común en el que viven. De ahí las diferencias entre austriacos y neoclásicos, donde los
primeros sostienen que la economía debe buscar una sana rivalidad entre emprendedores,
y no promover los movimientos que se dan en el seno de una supuesta competencia
perfecta, como sugieren los segundos.
Friedrich von Hayek es el máximo exponente de la Escuela Austriaca. Uno de los
economistas más relevantes del siglo XX, que recibió el premio Nobel en 1974. Muy
concentrado al principio en el estudio de los procesos que se dan en el mercado y,
siguiendo la tradición austriaca, en las diferencias entre el subjetivismo y el individualismo
metodológico. Es también reconocido por su lucha en favor de la libertad de los mercados
monetarios y por sus críticas a la Teoría General de Keynes, así como por su famoso alegato
en contra de la tiranía, concretada en la política nazi, cuyas acciones —según Hayek—
resultaban del excesivo control gubernamental, lo que explicó con detalle en su libro
Camino de servidumbre.
Al respecto de las burbujas financieras nacidas de la excesiva especulación, la Escuela
Austriaca, y muy especialmente Hayek y antes Von Mises, se centraron en desarrollar una
teoría del ciclo económico y, en especial, del comportamiento del mercado, no coincidente
con la idea de Keynes basada en el espíritu animal del hombre. Ya que, para Von Mises y
Hayek, el cambio de ciclo tiene mucho que ver con el aumento de la cantidad de dinero, lo
cual induce una fuerte expansión, cuyo ajuste se convierte en una contracción monetaria y,
por tanto, de crédito. Es decir, que el cambio de ciclo vendría precedido de una
intervención monetaria en el mercado, especialmente por una expansión crediticia previa o
por cualquier otra acción de este tipo, ya sea un aumento de los depósitos, cheques o
préstamos. Pues a medida que crece la intervención monetaria, se pueden producir
desajustes importantes, tal como indicaba Von Mises en Human Action:

«Las tasas de interés moderadas intentan estimular la producción y no causar un aumento en los
stocks del mercado. Sin embargo, lo primero que sucede es un aumento de precios. Al principio, los
precios de las materias primas no se ven afectados. Existen intercambios entre beneficios y aumento de
stocks. Cuando el fabricante se encuentra insatisfecho comienza a envidiar al especulador con sus
beneficios de fácil obtención. Y no están dispuestos a consentir esta situación. Piensan que a la
producción se le priva de un dinero que se va a los mercados bursátiles. Además, es precisamente el
aumento de los stocks lo que amenaza seriamente con una crisis que se mantiene escondida».

Según esto las burbujas financieras tienen mucho que ver con la intervención
gubernamental en los mercados monetarios y, en particular, con las políticas de bajos tipos
de interés. Esto ocurrió en siglos pasados con la crisis de los tulipanes en Holanda y, más
cercanamente, en 1929 o en la crisis de 2007-2008 donde, además, se escondía un enorme
cúmulo de malas prácticas. Incluso hoy en día, la manipulación de valor del yuan y la
acumulación de depósitos de divisas por parte del Gobierno chino, o el enorme
incremento monetario mundial con técnicas como el quantitative easing ya comentado
páginas atrás, son las que han llevado a una caída de las tasas de interés que facilitan la
especulación con todo tipo de productos financieros que, en la práctica, ocasionan
enormes dificultades para mantener estructuras empresariales productivas. Una
combinación que, de seguir, promoverá otras crisis similares en el futuro con ciclos mucho
más cortos.

Naciones pobres
En 2003, dos jóvenes economistas franceses, Thomas Piketty y Emmanuel Saez,
publicaron un interesante artículo en el Quaterly Journal of Economics titulado Income
Inequality in the United States: 1913-1998. Allí demostraron la concentración de riqueza que
existe en la sociedad americana, donde muy pocas personas acaparan la mayor parte de los
bienes. Con datos actualizados hasta 2007 las conclusiones son sorprendentes. Ese año,
2007, fue el quinto consecutivo en el que el 1% de los hogares americanos se hizo con la
mayor parte de la riqueza generada; en concreto, poseían el 62% del total, mientras que el
90% de la población solo alcanzaba el 4%. Con el 0,1% de la población acumulando
riqueza de forma progresiva, pasando de poseer el 7,3% de los ingresos totales del país en
2002, al 12,3% en 2007: el mayor nivel desde antes de la Gran Depresión.
Pero esto no se da solo en los Estados Unidos, se trata de una situación que atañe al
resto de países del mundo. El Global Wealth Report 2012 del Credit Suisse Research
Institute muestra similares conclusiones: África en ese año poseía únicamente el 1% de la
riqueza mundial. La región Asia-Pacífico, el 2,27%, excluyendo China que acumulaba el
9,06%, e India el 14,3%. Los países latinoamericanos el 3,9%. Y Europa con América del
Norte el 61,19% (31,13% y 30,6%, respectivamente). Con la circunstancia de que las
regiones que más tienen son las menos pobladas. Según este mismo informe la población
adulta de Norteamérica es un 6%, mientras que, por ejemplo, Asia-Pacífico tiene el 24% y
Latinoamérica, el 8% del total.
El hecho es que el mundo está dividido entre ricos y pobres, países ricos con rentas per
cápita anuales por encima de los 12.000 dólares, de acuerdo con los criterios del Banco
Mundial, y otros, los pobres, que no llegan a los 1.000. ¿Y por qué esta situación? Pues, en
verdad, no deja de ser un misterio el porqué unos son ricos y otros pobres. No solo es un
problema social, sino fundamentalmente económico.
Los hay que aseguran que constituir un país rico tiene mucho que ver con su situación
geográfica y la capacidad de sus gentes para producir y exportar bienes que posean
características atractivas. Se argumenta también que el desarrollo económico está
estrechamente relacionado con la capacidad de acumular capital con rapidez, ya que con
ello se pueden realizar las inversiones necesarias para promover el desarrollo. Indicándose
que se precisan tasas de inversión anuales por encima del 5% para que esto suceda. Con la
característica particular de que los países en vías de desarrollo necesitan hacer un esfuerzo
mayor en este sentido, con tasas, de al menos, el 12%. Lo que presenta una sorprendente
contradicción: los más pobres necesitan mayores esfuerzos económicos para salir de su
pobreza.
David Landes, profesor de la Universidad de Harvard, publicó en 1998 The Wealth and
Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor. Ahí, Landes se expresa de esta
manera:

«Vivimos en un mundo de desigualdad y diversidad. Este mundo se divide aproximadamente en tres


tipos de naciones: aquellas que gastan gran cantidad de dinero en adelgazar; aquellas cuyas gentes
comen para vivir; y aquellas cuya población no sabe de dónde vendrá su próxima comida. Y con esas
diferencias caminan los fuertes contrastes en tasas de enfermedad y esperanza de vida. La gente de las
naciones ricas se preocupa de su vejez, que continúa aumentando. Hacen ejercicio para mantenerse en
forma, miden y luchan en contra de su colesterol, mientras pasan el tiempo con la televisión, el teléfono
y los juegos, y se consuelan a sí mismos con eufemismos tales como los “años dorados” y la tercera
edad. La juventud es buena; la vejez se menosprecia por problemática. Mientras tanto, las gentes de
los países pobres tratan de mantenerse vivos. No tienen que preocuparse del colesterol ni de la
arterioesclerosis, de un lado por su escasa dieta y, de otro, porque mueren pronto. Tratan de asegurar y
garantizar su vejez, si es que llegan allí, mediante muchos hijos que crecerán con un sentido
responsable de sus obligaciones filiales».
David Landes desarrolla su libro con una visión histórica y, aunque, no da la solución
completa, ofrece una amplia perspectiva de cómo unos se hicieron ricos y otros no tenían
para vivir. Tratando de responder a preguntas desde luego difíciles: ¿cómo llegaron las
naciones ricas a conseguir su riqueza?, ¿por qué los países pobres son tan pobres?, ¿por
qué fue Europa quien lideró el cambio del mundo? Y nosotros podríamos hacernos
también la siguiente pregunta: ¿Por qué África, siendo tan rica, es tan pobre?
Con el 1% de la riqueza global, como indica el Global Wealth Report, y con una población
cercana a los mil millones de personas, África es un continente hundido en la pobreza.
África juega un papel marginal en la economía global, participando con un 2%,
aproximadamente, en el PIB mundial. Aunque sea cierto, sin embargo, que su Producto
Interior Bruto (PIB) ha crecido a tasas importantes en los últimos 15 años y, muy
singularmente, desde 2004, con subidas cercanas al 6% anual. Lo que no se corresponde en
ningún modo con su riqueza en términos de recursos naturales, ya que produce, a nivel
mundial, un 57% del cobalto, 53% de diamantes, 39% de manganeso, 31% de fosfatos y
21% de oro. A lo que hay que añadir el 12,5% del petróleo mundial o el 6,5% del gas. Sin
olvidar que posee el 18% de las reservas probadas de uranio.
¿Cómo es posible entonces que África sea el lugar más pobre del planeta, donde viven
la mayoría de los seres humanos cuyos ingresos no llegan a un dólar diario? ¿Donde países
como Etiopía o Sierra Leona tienen un nivel de vida 50 veces menor que los países más
prósperos de la OCDE? ¿Y donde el bienestar, la salud, la educación, y las oportunidades
de una vida mejor están cercenadas? No se trata de condiciones geográficas, ni de falta de
capacidades para salir adelante, se trata de una combinación de situaciones históricas y de
situaciones políticas encastradas en un sistema de tiranías y corrupciones que no facilitan
el desarrollo de sus poblaciones.
El «reparto» de África fue un proceso que se desarrolló en el período 1880-1914, antes
de la Primera Guerra Mundial, no sin antes haber sufrido el escarnio de la esclavitud,
donde se compraban por miles africanos que se llevaban hacia América como esclavos
hacinados en barcos negreros, como entonces se llamaban. Un indecente comercio de seres
humanos, con el que se enriquecían además los caciques locales que transportaron en
inhumanas condiciones desde el siglo XVI, y muy especialmente entre los siglos XVIII y XIX
a más de 20 millones de personas. Sin embargo, a partir de 1880, comenzando con la
ocupación de Túnez y Egipto, los europeos se repartieron el continente con enorme
rapidez, ávidos de las riquezas que encerraba. Así lo expresa Henri Wesseling en Divide y
vencerás: el reparto de África (1880-1914):

«Alrededor de 1830, las relaciones entre Europa y África empezaron a intensificarse. África fue
involucrada cada vez más en el creciente tráfico comercial europeo. Comenzó una penetración informal.
No obstante, en el campo político aún faltaban muchos cambios. Ahí la gran transformación no se
produjo hasta medio siglo después, es decir, alrededor de 1880. Se inició entonces un proceso en el que
los europeos se repartieron el continente a velocidad de vértigo. Veinte años más tarde la partición
estaba casi concluida. El resto eran flecos. Casi toda África, unos treinta millones de kilómetros
cuadrados, había sido sometida al dominio europeo. Como promedio, cada año se añadía un territorio
de un millón de kilómetros cuadrados a las posesiones europeas. Al finalizar el siglo, los europeos
dominaban casi todo el continente, un territorio tan extenso como unas diez veces la India».

Los procesos de independencia no cambiaron radicalmente la situación. Actualmente, la


mayoría de las sociedades africanas están atrapadas en unos regímenes cuyas instituciones
políticas y económicas no favorecen el progreso económico generalizado. Por un lado, se
trata de democracias en muchos casos imperfectas, con políticas trufadas de absolutismo y
centralización de las decisiones. Lo que favorece la riqueza de unos pocos, de la que se
benefician los aliados externos. Y por otro, las estructuras económicas no favorecen el
desarrollo, ya sea por la presencia de monopolios en la explotación de los recursos
naturales o por la ausencia de políticas educativas que ayuden a la creación de empresas
locales de suficiente tamaño para asegurar su viabilidad.

Economía social de mercado


Hieronymous Bosch —El Bosco— es un reconocido pintor holandés del siglo XV, cuyas
obras pictóricas pueden verse en su gran mayoría en el Museo del Prado en Madrid. Sus
cuadros llegaron a España de la mano de Felipe II, gran admirador del artista. Se trata de
un pintor cuyas alegorías muestran en muchas ocasiones las miserias humanas. Una de sus
obras más famosas es El carro de heno, pintada a comienzos del siglo XVI.
Se trata de un tríptico en tabla que se cierra con dos hojas que, unidas, muestran una
escena donde aparece un anciano peregrino con una mochila a la espalda. Lleva en la mano
un largo bastón con el que aparta a un agresivo perro. Dicen los expertos que esta escena
representa al hombre que carga con sus culpas (la mochila) y pretende apartar al demonio
(el perro) al final de su vida. Alrededor del anciano están representados los peligros que le
acechan en su viaje: cuervos, salteadores, etc. Son, según estas interpretaciones, las
tentaciones que han de sortear las personas en el transcurso de su vida. Con las puertas
abiertas la tabla muestra tres escenas. A la derecha se representa el infierno; a la izquierda,
la creación, con los ángeles rebeldes, el nacimiento de Eva y la expulsión del paraíso; y en
el centro, el carro de heno y las personas que lo acompañan. Es el elemento principal.
Dicen los especialistas que el carro de heno y la multitud que se agolpa en su derredor
hacen mención a un antiguo proverbio flamenco: «El mundo es como un carro de heno y
cada cual toma todo lo que puede de él». Una explicación que, según dicen, hace referencia
a un versículo de Isaías: «Toda carne es como el heno y todo esplendor como la flor de los
campos. El heno se seca, la flor se cae». De esta manera, el heno —aseguran— representa
las riquezas temporales del mundo y son objeto de la codicia generalizada. No solo de los
ricos, también de los pobres. Es una representación de la avaricia. Todas las clases sociales
se acercan al carro para sacar lo que puedan de él.
La Holanda de aquellos tiempos fue la que alumbró la crisis de los tulipanes a la que
nos referimos en el Capítulo 5. Excesos de riqueza que parecían no acabar nunca en esa
época de prosperidad, especulación y lujo. Y haciendo referencia a esa época de
prosperidad, así lo expresaba Simon Schama en The Embarrassment of Riches:

«¿Decaería alguna vez esa ola de prosperidad? Y este fue exactamente el problema. Nunca los
holandeses hubieran imaginado que su ruina no estaba en las manos de algún poderoso depredador
vecino, sino en las suyas propias».

Y continuaba:

«Los ricos parecían provocar su propio malestar, y la opulencia cohabitaba con la ansiedad».

Y es que en casi todos los casos que muestra la historia, las burbujas financieras y sus
correspondientes penalidades arrancan en lo general de una codicia excesiva. O como
asevera Douglas E. French, presidente del Lugwig von Mises Institute en su obra Early
Speculative Bubbles and Increases in the Supply of Money:

«A medida que todas las economías del mundo se retuercen de dolor financiero debido al ajuste de la
mayor burbuja financiera de la historia, la pregunta necesita respuesta: ¿cómo pudo suceder esto? Por
supuesto, las respuestas habituales salen a relucir: codicia, espíritu animal, fraude criminal o el propio
capitalismo. La historia financiera moderna ha tenido una serie de subidas y bajadas que parecen
combinarse unas con otras haciendo unas casi indistinguibles de las otras. Las expansiones seducen
incluso a los más conservadores que toman lo que en retrospectiva parecen ser extravagantes riesgos
especulando sobre vehículos financieros sobre los que nada saben».

Desconocimiento sí, pero también cerrar los ojos ante inversiones de réditos excesivos,
sobre los que nadie se pregunta cómo se obtienen ni de dónde vienen. Un esquema en el
que la codicia de los que ofrecen productos de muy alto riesgo, pero de importantes
beneficios, se une a la de los compradores a los que solo les basta saber que obtendrán
beneficios fuera de toda norma. Y el problema no se reduce a la discusión sobre las
bondades del capitalismo o su contrario, el socialismo. El asunto crucial es que la
economía no es una ciencia inerte, como podrían ser las matemáticas. La economía es una
ciencia moral: hay comportamientos económicos morales e inmorales. O siguiendo a
Alfred Marshall en sus Principles of Economics escritos en 1890:

«La política económica o economía es el estudio de la humanidad en los asuntos ordinarios de la vida;
examina aquellas partes de las acciones individuales y sociales que están más estrechamente
vinculadas con la obtención y el uso de los requisitos materiales para el bienestar».

O más cercanamente, la definición de Lionel Robbins, director en su día del


departamento de Economía de la London School of Economics, en su obra de 1932 An
Essay on the Nature and Significance of Economic Science, que dimos páginas atrás:

«la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios escasos que
tienen usos alternativos».
Y esto nos lleva a una nueva visión de la economía desarrollada en Alemania como una
tercera vía alternativa al capitalismo y el socialismo. Se trata de la Economía Social de
Mercado (Ordnungspolitik), introducida por Ludwig Erhard en su papel de ministro de
Economía bajo la cancillería de Konrad Adenauer después de la Segunda Guerra Mundial.
Un sistema que ha dado sus frutos, pues Alemania tiene unas cotas bajísimas de
desempleo, a la vez que su economía crece por encima del resto de las economías
europeas, bajo un simple concepto que promueve el mercado libre, si bien protegiendo los
derechos individuales. Una economía donde la oferta y la demanda no están condicionadas
por la intervención pública; donde existe un control de la inflación a la vez que se ajustan
las finanzas públicas; y donde se considera que el Estado no debe tener una función
económica primordial, sino que este rol ha de dejarse a la iniciativa privada. A la vez que
se ponen en práctica políticas sociales con un sistema impositivo progresivo según los
ingresos, un esquema de Seguridad Social que protege a los desempleados y a los
jubilados, una política educativa basada en la igualdad de oportunidades, y unas
asociaciones empresariales y sindicales que con responsabilidad deciden las políticas
salariales de manera autónoma.
En esencia, el fundamento de la Economía Social de Mercado se deriva de la idea de la
dignidad de la persona humana como sujeto político, jurídico y económico tal como se
expresa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y en lo económico
considera que la actividad humana se desarrolla en un entorno de escasez muy de acuerdo
con lo indicado por Lionel Robbins. Escasez que viene determinada por unas necesidades
que son ilimitadas, a la vez que los recursos son limitados. De esta manera, la Economía
Social de Mercado trata de organizar los mercados buscando una óptima asignación de los
recursos, modificando si fuera necesario las condiciones de estos a fin de corregir los
excesos que ahí se produzcan, evitando en todo momento una planificación centralizada
de la economía. Un esquema que trata de favorecer la libertad económica y, a la vez,
buscar la justicia social mediante un principio de solidaridad entre los ciudadanos que han
de vivir en un sistema donde se desarrolle la igualdad de oportunidades. Un sistema
prometedor en lo económico y en lo social, donde los excesos que provienen de la codicia
humana puedan ser mitigados en la búsqueda del bien común.
La nueva economía
En los años noventa del pasado siglo se impuso el concepto de nueva economía para referirse
a las actividades económicas relacionadas o dirigidas por las modernas tecnologías de la
información. Un hecho donde las actividades de servicios dominaban sobre las
manufactureras. Una economía que facilitaba tasas de inflación muy bajas, gran
crecimiento económico y, lo más importante, escaso desempleo. Las inversiones en este
tipo de tecnologías se dispararon. De 1986 a 1993 por ejemplo, la inversión por trabajador
en tecnologías de la información pasó en Estados Unidos de los 4.000 a los 27.000 dólares.
Y en este contexto, se vio nacer y crecer el fenómeno Internet. El mundo se hacía plano,
en palabras de Thomas Friedman. Se extendía el comercio e interaccionaban las distintas
culturas a través de sus fronteras, a la vez que se empequeñecía el espacio global mediante
las redes de telecomunicaciones y la world wide web, convirtiéndose en una pequeña aldea
donde casi todo se conoce al momento; con Google dueño del espacio virtual. El mundo
parecía vivir una época de esplendor sin límites. Incluso la burbuja Internet de finales de los
noventa fue simplemente eso: una burbuja que se desvaneció con rapidez.
Y en este contexto se comprobó que el paradigma económico de la creciente riqueza
tocaba a su fin, y quedaba obsoleto debido a la crisis financiera que estalló en 2008.
Demostrándose también que las premisas de buscar ganancias personales sin límites en un
mundo individualista, egoísta, agresor con el medioambiente, desigual y consumista, no
parecían ser ya válidas.
La nueva economía traía además otros importantes cambios: el coste de la producción
de bienes ya no se atenía a los postulados de la economía clásica. La teoría del plusvalor de
Carlos Marx pasaba a mejor vida. Ya no era el valor del trabajo no remunerado del
asalariado lo que se apropiaba el capitalista, sino que la plusvalía se concentraba en ciertos
intangibles como el conocimiento o el valor de la marca. Las fábricas se deslocalizaban de
sus lugares de origen en los países avanzados para irse a zonas de mano de obra baratas,
especialmente hacia Asia. La globalización, aunque imperfecta, entraba en acción con sus
aportaciones buenas y menos buenas. Lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz denomina
las «anomalías de la globalización:
«Un régimen desleal en los intercambios comerciales que impide el desarrollo, un sistema financiero
global inestable que produce crisis recurrentes, creciente deuda en los países en vías de desarrollo que les
impide salir del estado en que se encuentran, el contradictorio hecho de que el flujo monetario va de los
países pobres hacia los más ricos, etc.».

Y entre las anomalías mayores se encuentra el trabajo infantil. Millones de niños


trabajan en el mundo en condiciones infrahumanas con salarios de miseria. UNICEF
estima que alrededor de 150 millones de niños en edades comprendidas entre los 5 y los 14
años están en esa situación. Se trata de uno de cada cuatro (entre 5 y 17 años) en el África
subsahariana; uno de cada ocho en Asia Pacífico; y uno de cada diez en Latinoamérica.
Una situación que daña profundamente su desarrollo mental e impide su desarrollo
humano cómo sería deseable. Lo cual refuerza el ciclo de pobreza de los países donde se
encuentran y discrimina a ciertos grupos, sean de castas o indígenas, que ven como los más
pequeños están explotados en trabajos claramente ilícitos.
Y es que la nueva economía y los procesos de globalización sujetos a ella, que favorecen
la concentración del conocimiento en ciertas partes del mundo, producen otros desajustes
que condenan a millones de personas a situaciones infrahumanas. No se trata tanto de la
globalización en sí, ya que sus efectos positivos son evidentes: existen muchas
oportunidades para que el libre mercado aporte beneficios y limite los abusos de unos
pocos. Pero a la vez, sus desajustes, provenientes de la mala gestión de los procesos
globalizadores, son evidentes. Ya que la apertura de los mercados, cuando se desbocan sin
control, va en el beneficio de unos, mientras perjudica a otros.

La destrucción del medioambiente


Aleksei Yablokov, reconocido experto en seguridad nuclear y asesor en asuntos
medioambientales del presidente Boris Yeltsin, reconocía en su día:

«Si comparamos el planeta con un edificio de apartamentos comunales, nosotros ocupamos la


habitación más sucia».
Durante setenta años, la política industrial de la Unión Soviética favoreció que decenas
de ciudades tuvieran niveles de polución que multiplicaban por 10 los niveles estándares
de calidad medioambiental. Unos 50 millones de personas vivían en ambientes
irrespirables. Igual que sucedía con el agua supuestamente potable; tanto los grandes ríos
como otros de menor caudal estaban inundados de productos tóxicos: petróleo, plomo,
metales pesados y otros materiales como zinc o cobre, siempre en cantidades mucho
mayores que las permitidas. Una polución que a través de los ríos llegaba al océano
Pacífico. Fue el resultado de una política promovida desde los Gobiernos soviéticos de
aquellos días. Basta ver los efectos en el mar de Aral para darse cuenta del desastre: un
lugar paradisíaco en la antigüedad, donde vivían prósperamente miles de personas de los
recursos naturales que les ofrecía la pesca y la agricultura que bordeaba el gran lago, que
en su interior contaba con más de mil islas hoy desaparecidas. El desastre comenzó con el
plan quinquenal de Stalin para lograr que la Unión Soviética fuera autosuficiente en
algodón y otros productos agrícolas. La polución masiva y el cambio del curso de los ríos
que ahí desembocaban hicieron el resto. Hoy es una región devastada donde se acumulan
las enfermedades.
El caso del Aral es un caso límite. Sin embargo, no es el único ni solo corresponde a la
extinta Unión Soviética. Se da ahora mismo en China, cuya polución de ríos y ciudades es
en algún caso dramática y, también, en otras partes del mundo. Una circunstancia que los
acuerdos de Kyoto adoptados en diciembre de 1997, firmados en 2011 por 191 Estados,
no han conseguido detener por la negativa de algunos importantes países como Estados
Unidos o China.
En nuestro contexto tratamos de economía y, por tanto, las preguntas no se dirigen al
problema político que encierra lo estrictamente medioambiental, sino al impacto
económico que se relaciona con la polución y sus posibles desastres. O dicho de otra
manera: considerar el problema económico que se encuentra detrás de la destrucción del
medioambiente, y por qué cuesta tanto imponer medidas que sean adoptadas
internacionalmente cuando sus efectos son dramáticos para todos.
Desde la óptica económica, el problema de la polución oscilaría entre dos opciones: si
se deberían imponer límites a las emisiones que causan la polución mediante una más
estricta regulación, o si se debería tratar de reducirlas mediante cargas impositivas; o bien,
usar ambas a la vez. Un aspecto que remite de nuevo al coste social que sacamos a relucir
en el Capítulo 6. Lo que nos lleva de nuevo a Friedrich Hayek.
Siendo profesor en la Universidad de Londres, Hayek escribió en 1945 un artículo en
The American Economic Review con un título poco usual en un economista: The Use of
Knowledge in Society. El artículo comienza así:

«¿Cuál es el problema que querríamos solucionar si pretendemos construir un orden económico


racional?».

Es sin duda una pregunta clave que dice mucho de la profundidad de pensamiento de
Hayek. Pues cuando se miran los problemas de la sociedad en su conjunto se encuentran,
por un lado, la dispersión del conocimiento y, por otro, las contradicciones que existen a
la hora de aplicar una solución global. Y en el caso del problema medioambiental, con ser
aparentemente grave, nos lleva, como dice Hayek, a una cierta incapacidad de resolverlo
debido a que se tiene un conocimiento parcial del hecho en su conjunto.
Martin Weitzman es un conocido economista de la Universidad de Harvard, pionero en
la materia conocida como economía medioambiental. Un problema que trató en 1974 desde el
Massachusetts Institute of Technology. Era un trabajo que denominó Prices vs. Quantities,
donde aborda el problema que comentamos: regulación o impuestos sobre las emisiones
perniciosas. Un asunto económico complejo, o como asevera Weitzman:

«…una persona no versada en economía suele pensar inicialmente en términos de control directo
debido al hecho de que no alcanza a comprender la sutileza y la fuerza del argumento de la mano
invisible. La actitud del economista es algo más sorprendente. Comprendiendo que los precios pueden
usarse como un instrumento eficaz y flexible para asignar los recursos de manera racional, y que, de
hecho, la economía de mercado se regula de forma automática, es muy distinto estar bajo la impresión
de que tales controles indirectos son generalmente preferibles para el tipo de problema considerado en
este trabajo [precios vs. cantidades]. Sin duda, una cuidadosa lectura de la teoría económica poco ofrece
para apoyar esta máxima universal».

El asunto es que el juego del mercado no resuelve a veces ciertos problemas complejos
como es el de la polución medioambiental, ya que intervienen otros importantes factores
ajenos a la propia teoría económica, como son los políticos, legales, sociales, ideológicos,
administrativos, y otros muchos más. En los que unos son al final más relevantes que
otros a la hora de buscar una solución adecuada. Así, en la época de Stalin primaba más la
ideología que la racionalidad científica. Y por ello desapareció el mar de Aral.
En 2008, Martin Weitzman volvió sobre el mismo tema desde una óptica mucho más
directa. En este caso, su trabajo se titulaba: On Modeling and Interpreting the Economics of
Catastrophic Climate Change, donde vuelve a alertar sobre la aplicación de una visión
únicamente economicista no basada únicamente en el coste-beneficio, sino desde la óptica
de los riesgos inherentes a que tal situación se mantenga en el futuro. Así, la asociación de
los aseguradores ingleses daba ciertos datos sobre un potencial incremento de las
temperaturas debido al cambio climático, estimando un aumento del 21% en los costes de
los seguros si la temperatura creciera cuatro grados en el Reino Unido, además de unas
pérdidas de más de 600 millones de libras debido a posibles inundaciones. Una situación
que, según el World Economic Forum en su informe Global Risks 2011, consideraba como
un riesgo de alta probabilidad, con un coste cercano a los mil millones de dólares. Cambio
climático que se acompañará de otras consecuencias, como pérdida de la biodiversidad en
múltiples lugares, terremotos e inundaciones, erupciones volcánicas, grandes tormentas y
ciclones, etc.
La clave, sin embargo, es que el problema de la degradación del medioambiente no se
reduce únicamente a un caso estrictamente económico, ni tampoco político o ideológico.
Se trata de un problema que tiene una profunda raíz ética, donde la ecología, la pobreza y
el desarrollo están íntimamente conectados. Además, los costes de un mal uso de los
recursos naturales alcanzarán a las generaciones futuras, lo que rompe un necesario
principio de solidaridad de la actual con ellas, algo que incumbe también a la comunidad
internacional. Se trataría así de promover una solidaridad intergeneracional que debiera
incluir a los países industrializados y a los que están en vías de desarrollo. Unos deberes
que debieran poner en el centro de la economía y la gestión de los recursos naturales a la
persona, a fin de promover una ecología más humana. Una visión que resulta central en la
nueva disciplina denominada Economía Medioambiental.
En este sentido, Kerry Turner, David Pearce y Ian Bateman establecen estas nuevas
pautas en Environmental Economics: An Elementary Introduction:
«…para entender la economía medioambiental, es de crucial importancia que reconozcamos que
nuestro sistema económico (que nos proporciona todos los bienes y servicios materiales para un
“moderno” nivel de vida) se sustente y no pueda funcionar sin el apoyo de un sistema ecológico de
plantas y animales, así como sus interrelaciones (conocido colectivamente como la biosfera), y no al
contrario».

Lo que viene a ser igual que decir que las externalidades económicas y, en especial, el
uso y consumo de los activos medioambientales, no sean considerados como bienes
tradicionales sino desde un punto vista ético. De manera que, a este respecto, se abre la
necesidad de tratar económicamente el medioambiente desde una óptica basada en las
ideas de algunos economistas ya comentados aquí, como podrían se Arthur Cecil Pigou e,
incluso, su más crítico oponente, Ronald Coase, y sus análisis sobre los fallos en el
mercado, y por qué no, también Malthus, Stuart Mill o el mismo Carlos Marx, que podrían
ayudar a entender mejor las necesidades de una economía ecológica que ha de considerar
el valor esencial del medioambiente fuera del simple juego de oferta-demanda que se da en
un mercado libre, así como la importancia de un sistema económico basado en principios
morales como daba a entender en su día Ludwig von Mises:

«Es cierto que la economía es una ciencia teórica y como tal se abstiene de cualquier juicio de valor.
No es su tarea decirle a la gente a qué fines han de apuntar. Es la ciencia de los medios que han de
aplicarse para alcanzar unos fines; no la ciencia que establece dichos fines. Las decisiones últimas, las
valoraciones y la elección de los fines están más allá del alcance de cualquier ciencia. La ciencia nunca
le dice al hombre como debe actuar poara obtener unos logros finales».

Pues aunque desde el punto de vista científico sea razonable pensar en una economía
neutra moralmente, no lo es en la práctica, ya que, si bien la economía no marca «cómo
actuar», quien la pone en práctica debería atenerse a tener un comportamiento ético. Y
muy especialmente, cuando, en el caso que nos ocupa, se puede llegar a destruir un
medioambiente que es de todos: de los que ahora estamos en el mundo y de los que nos
seguirán. De ahí la responsabilidad moral de tales acciones.
La brecha entre ricos y pobres
Sigamos el hilo con el que comenzamos un apartado anterior, «naciones pobres». Los
pobres no se dan únicamente en los países así llamados. Pobres han existido siempre y
están en todos los lugares. Los hay viejos, jóvenes y niños, y estos fueron los que llevaron
al poeta Miguel Hernández a escribir:

«Me duele este niño hambrientocomo una grandiosa espinay su vivir cenicientorevuelve mi alma de
encina».

«El aumento de la brecha entre ricos y pobres amenaza con engullirnos a todos». Así
titulaba el periódico inglés The Guardian en enero de 2013 una información escrita por
Emma Seery, perteneciente a la ONG Oxfam. Tenía que ver con los riesgos sacados a
colación en el último informe del Foro de Davos, donde por segundo año consecutivo se
alertaba sobre las desigualdades entre pobres y ricos como uno de los mayores desafíos a
los que se enfrenta el mundo en los próximos años. Una brecha que se hace cada día más
profunda, donde el uno por mil de los más ricos en Estados Unidos han cuadruplicado sus
ingresos en los últimos 30 años. Donde, el mercado del lujo crece en ratios de dos dígitos
anualmente desde el inicio de la última crisis financiera. Y así se expresa el artículo que
comentamos:

«También es algo que divide socialmente. Si se ha nacido pobre en una sociedad desigual, es muy
probable que se acabe la vida en la pobreza».

Que, parafraseando a Gandhi, vendría a decirse:

«La Tierra proporciona lo bastante como para satisfacer las necesidades de cualquier persona, aunque
no lo suficiente para cubrir toda la codicia del hombre».

Y es que las desigualdades provienen incluso de los diferentes sistemas impositivos que
contribuyen, a su vez, a agrandar las diferencias. Lo que pone de manifiesto el artículo que
comentamos: Warren Buffet, con ingresos anuales cercanos a los 50 millones de dólares,
asume un 17,7% de impuestos, mientras que su secretaria, ganando 60.000 dólares paga el
30%. Con la consideración de que —según asegura Seery— el 25% de la riqueza mundial
reside en paraísos fiscales. Algo que no se refiere únicamente a los Estados Unidos, sino
que se da de una u otra manera en cualquier país.
Sean Randon, profesor de la Universidad de Stanford, analiza el problema desde otro
ángulo: los logros académicos entre niños nacidos en familias ricas y pobres; llegando a la
conclusión de que la brecha se ha abierto más entre los que nacieron a principios de este
siglo y los que vinieron al mundo 25 años antes. Así, escribía en 2011:

«Además del descubrimiento clave de que los logros relacionados con el nivel de ingresos se han
agrandado sustancialmente, hay otros importantes hallazgos. Primero, que la diferencia respecto de los
ingresos (definida aquí como la diferencia entre un niño perteneciente a una familia en el percentil 90
de la distribución de ingresos y un niño en el percentil 10) es ahora más de dos veces mayor que la
correspondiente a las diferencias entre blancos y negros. En contraste con esto, hace 50 años la
diferencia entre los ingresos de blancos y negros estaba entre una vez y media y dos veces. Segundo, la
diferencia de logros respecto de los ingresos es mayor cuando los niños entran en el jardín de infancia y
no parece crecer o disminuir a medida que los niños progresan en la escuela. Tercero, aunque las
desigualdades en ingresos pueden tener un papel en los logros académicos, no parecen ser el factor
dominante. La diferencia parecen crecer, al menos parcialmente, debido al aumento de las diferencias
entre las familias por encima del nivel medio de ingresos».

Una interesante apreciación, ya que pone otro elemento a considerar en las diferencias
entre pobres y ricos: no solo los más ricos y los más pobres abren sus distancias, sino que
esto sucede también entre los más ricos y lo que podríamos llamar clase media. Un aspecto
que trataremos con más detalle en el capítulo siguiente.
Nadie duda de que Estados Unidos es una próspera nación independientemente de sus
problemas actuales. Y es aquí donde el contraste entre ricos y pobres resulta más evidente;
con la circunstancia de que existe hoy de forma larvada una cierta lucha de clases. Así lo
pone de manifiesto un informe del Pew Research Centre publicado en enero de 2012:
Rising Share of Americans See Conflict Between Rich and Poor.
El informe de Pew Research se basa en una encuesta realizada entre 2.048 adultos, de
los que aproximadamente dos tercios pensaban que entre pobres y ricos existían conflictos
muy fuertes o fuertes; lo que representaba un aumento del 19% desde 2009. Con la
circunstancia añadida de que el 46% pensaba que los ricos lo eran «debido a su relación
con las personas adecuadas o por haber nacido en familias adineradas». Aunque, en una
sociedad como la americana, donde históricamente se promueve la igualdad de
oportunidades, el 43% achacaba la riqueza «al trabajo duro, la ambición o la educación».
También la OCDE se ha ocupado de este importante asunto. En un informe de 2011
ponía en evidencia unas situaciones poco conocidas. Por ejemplo, que el 10% de la
población más próspera económicamente tiene unos ingresos 10 veces superiores al 10%
de los menos ricos. Circunstancia que varía, evidentemente, de país a país. Los nórdicos no
sufren esas diferencias, mientras que Italia, Japón, Corea o el Reino Unido están en ese
caso, que se agrava en Israel, Estados Unidos o Turquía, donde los ingresos entre esos dos
colectivos se diferencian 14 veces, o casos extremos, como pueden ser Chile o México, que
los ingresos del 10% de los ricos son 27 veces mayores que los del 10% de los menos
adinerados.
Es cierto, sin embargo, que el gap entre ricos y pobres a nivel global ha disminuido. Así
ha ocurrido en Sudamérica donde las desigualdades han decrecido en los últimos 15 años,
permitiendo que unos 50 millones de personas hayan entrado en lo que se conoce como
clase media. Entendido esto según la denominación del Banco Mundial, que lo define
como aquellas personas que tienen menos del 10% de probabilidad de volver a la pobreza.
Una circunstancia que, según un estudio del Banco Mundial de 2012, alcanza al 30% de la
población de esa región. Aunque todavía un 38% de la población se considera vulnerable
al tener unos ingresos diarios entre cuatro y diez dólares. Algo que, siendo también cierto
en otras zonas como India o China, no evita el hecho de que de manera general la brecha
entre la riqueza de los más ricos y la de los más pobres sea cada vez mayor. Lo que supone
un foco de tensión social cuyo fundamento se encuentra, sin duda, en las actividades
financieras sin control, que incluyen, no solo las prácticas financieras especulativas, sino
aquellas otras que dan pie a un capitalismo cuyos abusos destruyen la economía real.

Hedonismo y consumismo
Este epígrafe es la continuación del anterior. ¿Por qué esa brecha entre ricos y pobres?
¿Qué se esconde detrás de esta desigualdad? Y entre muchas de las respuestas que vamos
encontrando en estas páginas, hay una evidente que se refiere al dilema entre satisfacer las
necesidades humanas o satisfacer los caprichos que, como ya indicamos, son ilimitados.
Consumir es parte integral de la actividad del hombre. Se trata de un hecho biológico.
Además, en una economía de mercado, aporta una función social, ya que permite la
distribución de bienes y servicios de acuerdo con las necesidades de cada persona o de
cada grupo o familia.
Cosa diferente es el consumismo, que viene a ser una degeneración de la necesidad de
consumir para mantener una vida digna. Ya que el consumismo no se dirige a satisfacer
unas necesidades vitales, sino que busca la posesión o consumo de bienes en cantidades
excesivas, más allá de lo que sería razonable para cubrir esas necesidades vitales. Se pasa
del consumir al tener, en ambos casos más allá de lo necesario. Y es aquí donde entra el
otro concepto: el hedonismo, que, lejos ya del consumismo, trata de poner el placer como
objetivo vital primordial; que, cuando se enlaza con el hecho económico, es la causa
primera de las crisis económicas que, como ya hemos visto, traen consigo otros males,
incluido el ecológico.
El capitalismo conduce de forma natural a la maximización del beneficio. Lo que lleva,
quizás, intrínseco, la búsqueda de la mayor satisfacción individual. De ahí que muchos
economistas consideren la codicia como algo positivo para el conjunto social, o que la
búsqueda de lo útil sea beneficiosa para el sistema económico en su conjunto. El mercado,
por tanto, es el entorno ideal para que esto suceda, especialmente si no existen trabas a su
libre funcionamiento. Además, si como ya vimos con Adam Smith, se considera que el
hombre es egoísta por naturaleza, la actividad económica solo conducirá a un hedonismo
consumista. Sin embargo, si como nos indica Hayek, el mercado se desarrolla a partir del
conocimiento, puede abrirse una puerta distinta que transforme el hombre económico en el
hombre social.
El problema es que, desde la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo ha estado
dominado por el consumismo, en lo financiero y en otras actividades productivas o
comerciales. Desarrollado muy especialmente desde los años ochenta del siglo pasado
cuando en todas las corporaciones, grandes o menos grandes, el objetivo primordial se
resumía en la búsqueda del beneficio económico para los accionistas, sin otra visión que
fijara otro tipo de objetivo, como por ejemplo, repartir los beneficios empresariales entre
el resto de los stakeholders. Una forma diferente de ver el hecho económico, ya que en lugar
de concentrarse en la búsqueda del beneficio, se trataría de «enriquecer» a todos los que
tienen que ver con la actividad empresarial, sean clientes, trabajadores, accionistas,
proveedores, e incluso la comunidad y el entorno natural donde se lleva a cabo la actividad
económica. Una economía humanista cuyo desarrollo iría más allá de lo que establece la
economía social de mercado a la que aludimos páginas atrás, ya que pone su atención en la
creación de valor para las personas y para la sociedad en su conjunto. Donde la persona y
no el dinero estaría en el centro de sus objetivos. Donde la desigualdad hiriente de que el
1% de la población mundial posea el 40% de la riqueza, mientras una inmensa mayoría
sufre inseguridad, hambre y enfermedades por carecer de lo necesario, se mitigue y se
reduzca a niveles más tolerables.
CAPÍTULO 9

La destrucción de la clase media

La primera cuestión a responder es esta: ¿Qué constituye una clase? Y la respuesta que sigue es
naturalmente contestar otra pregunta: ¿Qué es lo que hace que los asalariados, capitalistas y
terratenientes constituyan las tres grandes clases sociales? A primera vista salta la identidad de los
ingresos y las fuentes de ingresos. Hay tres grandes grupos sociales cuyos miembros, los individuos que
los forman, viven de sus salarios, beneficios y rentas de la tierra, respectivamente, de la realización de
su poder de trabajo, su capital y su propiedad sobre la tierra. Sin embargo, desde este punto de vista,
médicos y funcionarios, por ejemplo, podrían constituir dos clases, ya que pertenecen a dos grupos
sociales distintos, recibiendo sus ingresos, los miembros de esos grupos, de una misma fuente. Lo
mismo sería también verdad de la infinita fragmentación del interés y rango en la que la división del
trabajo social divide a los trabajadores, así como a los capitalistas y terratenientes, dividiendo estos,
por ejemplo, en propietarios de viñedos, de granjas, de bosques, de minas o de pescaderías.

Aristocracia, burguesía, clases medias


El tercer tomo de El Capital no se publicó en vida de su autor. Lo editó su amigo
Friedrich Engels en 1894. Lleva el subtítulo: El proceso de la producción capitalista en su
conjunto. Y su último capítulo, el 52, se titula: Clases. Es muy corto. Tiene cinco párrafos en
su versión inglesa y acaba con una nota: «Aquí se interrumpe el manuscrito».
Iniciamos este capítulo con los tres párrafos finales del capítulo 52 del tomo tercero de
El Capital. Sorprende que uno de los asuntos que más revolucionaron el mundo en su día,
la lucha de clases, fuera expresado de una manera tan escasa en la obra clave del autor de
El Capital. Y ni siquiera Engels fue capaz de salir de las contradicciones y ambigüedades
de Marx sobre este punto. Sorprende igualmente la nota de Engels haciendo referencia a la
interrupción de manuscrito, especialmente cuando Marx escribió el borrador de su tercer
tomo entre 1863 y 1867, muchos años antes de su fallecimiento que ocurrió en 1883.
Quizás el problema es que ellos mismos no salieron de su propia confusión, máxime
cuando tanto Marx como Engels usaron los términos «clase» o «clases» en diversos
escritos. Todo esto no quita, sin embargo, para que la ideología marxista esté muy
identificada con la lucha de clases, y que este concepto haya sido la causa de múltiples
revoluciones. Marx trató también al capitalismo de una forma similar, reduciéndolo, en
síntesis, a la propiedad privada de los medios de producción. Eran otros tiempos sin duda,
aunque hoy todavía, en pleno siglo XXI, algunos sindicatos de izquierda y partidos del
mismo signo se agarren al concepto para tratar de conseguir ventajas políticas, mientras
viven perfectamente instalados disfrutando con holgura de las comodidades que les ofrece
la economía de mercado.
La lucha de clases tal como se planteó en el pasado proviene de dos circunstancias: una
debida a la posición jerárquica de las personas, y otra que nace de la relación entre clases
sociales distintas. En la antigüedad la separación de los diversos estamentos sociales era
bastante nítida. Por un lado estaban los aristócratas y el entorno más cercano a ellos, y
después el resto, incluido el clero. A partir del siglo XII aparecen los burgueses.
Originalmente este término se refería a las personas que vivían en las ciudades. No
disfrutaban de los privilegios de la nobleza o del alto clero, y por sus actividades se
distinguían de los campesinos y otras gentes del campo. Con el tiempo fueron los que
transformaron la imagen económica de Europa, cuestionando a su vez el poder
establecido y tratando de ascender en la escala social a partir de su trabajo, ya fuera como
comerciantes, prestamistas, recaudadores de impuestos y otras profesiones que los nobles
no estaban dispuestos a ejercer. Mucho tiempo después, en el siglo XIX, los burgueses
incluían a los hombres de negocio, banqueros, industriales, funcionarios públicos, médicos
o abogados, e incluso a los intelectuales, existiendo ciertas diferencias según el país. Los
aristócratas, por su parte, lo eran por nacimiento. Es decir, eran descendientes de antiguas
estirpes de nobles, o alcanzaban ese rango por voluntad del monarca de turno.
La clase media es un concepto difuso, un «asunto resbaladizo», como algunos dicen. En
un principio se asociaba a cierta parte de la burguesía. Un tipo de burgués que disfrutaba
de una acomodada posición económica debido a su trabajo. Modernamente se asocia a
cierto grupo de personas cuyos emolumentos comprenden, según algunos autores, al 60%
de la población. Es decir, se trataría de las personas cuyos ingresos no están entre el 20%
de los más ricos, ni tampoco entre el 20% de los más pobres. Una medida que parece
demasiado imprecisa. Otra forma de verlo, se refiere a las propiedades. Se podrían tener
bajos ingresos y sin embargo llevar una vida confortable viviendo de rentas, ya fueran estas
provenientes de activos mobiliarios o inmobiliarios. Incluso, se podría llevar a cabo una
profesión que, sin estar sujeta a unos ingresos regulares, permitiera obtenerlos
periódicamente en cantidades suficientes. Tal sería el caso de algunas profesiones liberales,
incluidas las artísticas. En cualquier caso, ya sea por el nivel de ingresos, por los activos
que se posean o, en definitiva, por la capacidad de consumo de los individuos, parece que,
desde el punto de vista económico, existe un cierto estándar de vida que define a las clases
medias. Quedaría, sin embargo, determinar si estos grupos sociales, que se asemejan en lo
económico, compartirían también ciertos aspectos intangibles, como podrían ser el nivel
educativo o cultural, ciertas creencias en un modelo de convivencia social, etc. Situaciones
que, obviamente, diferirán de un país a otro, tanto en los referentes económicos como en
los no materiales. En cualquier caso, estas características parecen ser relevantes, en tanto
que, en las democracias modernas, la clase media disfruta de una especial atención por
parte de los poderes políticos. Lo que viene a demostrarse por la decisión del presidente
Barak Obama al poner en marcha el Middle Class Task Force bajo la dirección de su
entonces vicepresidente Joe Biden que, en 2010, encabezaba su informe anual de la
siguiente manera:

«Sr. Presidente. Estoy orgulloso de presentarle el informe anual del Grupo de Trabajo de la Casa
Blanca sobre la Clase Media. Poco después de que tomáramos posesión del cargo, me hizo el honor de
presidir este Grupo de Trabajo, haciendo notar que “la fortaleza de nuestra economía puede medirse
por la fortaleza de nuestra clase media”. Desde aquel día, esa simple pero potente ecuación —una
clase media fuerte es lo mismo que una economía fuerte— ha guiado nuestro trabajo».
Los objetivos de ese grupo liderado por Biden, que podrían ser aplicables a cualquier
país europeo, se centraban en la atención de los cuatro elementos esenciales para mantener
el nivel de vida de los componentes de la clase media americana: ayudar a esas familias a
equilibrar su vida entre trabajo y cuidado del hogar; hacer la universidad más accesible y
asequible; mejorar las condiciones de los pensionistas; proteger a los trabajadores y crear
trabajos que puedan mantener el estilo de vida de las clases medias.
Ya se ve, por tanto, que, además de unas condiciones económicas, se trata de un estilo
de vida con ciertos valores para poder, entre otras cosas, alcanzar una educación
universitaria y equilibrar familia y trabajo. Teniendo en cuenta que en este grupo social se
encuentra el 60% de la población, el interés político resulta evidente: aquí está la mayoría
de los votantes. Luego habrá que discriminar sus intereses.
Cuando volvemos a Marx, en el mundo actual, y especialmente en las naciones
desarrolladas, la lucha de clases no existe hoy como tal. Se podría decir que en estos países
los conflictos se dan mayoritariamente entre los elementos de una misma clase. Tal sería el
caso del Tea Party en Estados Unidos que, en esencia, trataba de canalizar un movimiento
político para desbancar al partido demócrata en el Gobierno, por eso se quedó en nada. Y
también los movimientos sociales en contra de las medidas de ajuste económico tomadas
por algunos Gobiernos para gestionar la crisis económica. Circunstancia que se dio en
Estados Unidos con el movimiento Ocupar Wall Street en septiembre de 2011, en España
con el llamado 15M, y en otros lugares de Europa que vieron manifestaciones masivas en
una suerte de acción coordinada, especialmente las que sucedieron el 15 de octubre de
2011 en Italia, Alemania, España, Portugal, Reino Unido, etc., que hoy, dos años después,
han desaparecido, aunque renacen de manera distinta.

Consumismo: del 600 al BMW


Del 600 al BMW es una forma de expresar gráficamente el crecimiento económico de las
clases medias en los últimos 40 años. Lo que sin duda produjo la explosión del consumo.
Explosión que ha resultado ser una de las causas de la crisis actual, sino estrictamente
económica —que también—, sí en cuanto a la pérdida de valores como luego veremos.
El Fiat 600 era un pequeño vehículo familiar que se fabricó en Italia de 1955 a 1969. En
España, bajo licencia Fiat, se produjo el Seat 600, que dejó de fabricarse a inicios de los
años setenta del pasado siglo. Era el resurgir de una clase media que había vivido muchas
penurias en la primera mitad del siglo XX, especialmente en Europa y Estados Unidos.
La clave de esta mejora económica había comenzado al término de la Segunda Guerra
Mundial. En Estados Unidos, la Guerra Fría y el Plan Marshall dieron un fuerte impulso a
su economía. Se abrían los mercados europeos al hilo de la política keynesiana impuesta
por el Gobierno americano. En Europa la reconstrucción vendría de la mano de los
americanos y su plan económico. Además, en 1946, el Gobierno demócrata de Harry
Truman ponía en marcha el Employment Act para lograr el pleno empleo manteniendo la
libre competencia y la iniciativa privada. Entre otras cosas, el Employment Act indicaba:

«No es tarea del Gobierno suplantar los esfuerzos de la empresa privada por encontrar mercados, o de
los individuos para encontrar trabajo. La gente lo que espera del Gobierno, sin embargo, es que cree y
mantenga las condiciones en las que los hombres de negocios individuales y los individuos que buscan
trabajo tengan la suerte de conseguirlo por su propio esfuerzo».

Situación que dio origen al fenómeno conocido como baby boom. Un crecimiento
explosivo de la población en Europa y en Estados Unidos.
Siguiendo con este último país, su población que, durante los años treinta y cuarenta
crecía alrededor de los 2,5 millones de personas al año, en 1946 alcanzó los 3,5 millones, y
siguió creciendo hasta los 4,2 millones en 1958. Luego, coincidiendo con el progreso
económico cayeron las tasas progresivamente. Lo mismo sucedió en Europa. Y allí de
manera abrupta.
Ronald Reagan durante los años ochenta, seguido por Margaret Thatcher en Inglaterra,
dio el definitivo impulso a la economía con su política de bajas tasas de interés, con la idea
de que eso induciría mayores inversiones, mayor producción y, en definitiva, un
crecimiento económico sostenido. Es lo que se denominó supply-side economics, según el
criterio de que la oferta crea la demanda, tal como aseguraba la Ley de Say. Un fenómeno
que, unido al proceso deslocalizador de la producción hacia los países asiáticos, redujo los
costes de producción y alimentó el consumismo. Como dijimos: del 600 se pasó al BMW.
Con un fenómeno repetido: también el consumo estuvo liderado por los más ricos.
Según datos del Banco Mundial publicados en 2008, en 2005 los más ricos captaban el
76,6% del consumo mundial, mientras que las clases medias llegaban al 21,9%, quedando
el 1,5% restante para los más pobres. Y con otro efecto: donde antes había un Fiat 600
como única opción de compra aparecían cientos de posibilidades en diferentes marcas con
precios asequibles para todos los bolsillos.
Más productos y más opciones hicieron explotar el consumo, con anuncios tan
sorprendentes como uno que se encontraba a la entrada de una tienda de Starbucks en
Nueva York:

«Entre a por una de nuestras 87.000 combinaciones de bebidas. Todas hechas con el 100% de cultivo
responsable, y café éticamente comercializado».

Múltiples opciones debidas a la apertura de los mercados, a la competencia o a las


posibilidades ofrecidas por la tecnología. Así, en Estados Unidos se daban a finales de
2011, 1.600 diferentes modelos de automóviles, 8.500 tipos distintos de hipotecas, 2.500
tarifas diferentes de telefonía móvil y más de 900 canales de televisión. Una situación
quizás no tan dispar si miramos Europa en su conjunto.
Esta explosión de ofertas, con los grandes almacenes llenos de productos, con la opción
de comprar on-line por Internet, o la posibilidad de viajar a precios muy asequibles de una
parte a otra del mundo, ha conducido a una nueva situación fuera de toda lógica: lo que
Barry Schwartz denomina la paradoja de elegir en su libro de igual título: The Paradox of
Choice. Why More is Less. Ya en el prólogo, Schwartz plantea el problema cuando decidió ir
a un gran almacén a comprar unos pantalones vaqueros:

«“Quiero un par de pantalones vaqueros de la talla 32-28”, dije. “¿Los quiere ajustados, normales,
anchos, holgados o muy holgados?, contestó ella. “¿Los quiere con manchas de ácido, rotos o arrugados?
¿Los quiere con cremallera o con botones? ¿Los quiere descoloridos o normales?”».

No hace falta comentar la extrañeza del comprador. Lo mismo sucede con los
automóviles u otros productos. La configuraciones se encuentran por cientos. Es la
imagen de la sociedad de consumo. Son las opciones sin fin.
Sin embargo, aunque haya numerosas opciones en el mercado, esto no significa que el
consumidor —las personas en general— tenga más control sobre sus decisiones e
intereses. Y mucho menos, mayor satisfacción personal. O, por decirlo de otro modo, que
sean más felices. Volvamos a The Paradox of Choice de Barry Schwartz. El autor dice que en
los últimos 40 años —el libro fue publicado en 2004— la renta per cápita de los americanos
se había doblado, el número de hogares con lavadora había crecido del 9% al 50%, las
secadoras, del 20% al 90%, y el aire acondicionado del 15% al 73%. Y el autor se pregunta:
¿significa esto que haya más gente feliz?. Su respuesta es clara:

«…el crecimiento en bienes materiales no ha traído una mejora en el bienestar individual».

Pero hay más. Dos autores, separadamente, constatan el mismo principio. Se trata de
David Myers, autor de The American Paradox: Spiritual Hunger in an Age of Plenty, y Robert
Lane en su libro: The Loss of Hapiness in Market Democracies. Este último, escrito en 2000,
lleva al autor a similares conclusiones: las democracias actuales basadas en una férrea
economía de mercado han elevado el progreso material de muchos ciudadanos, sin
embargo, las personas son cada vez menos felices, y un número creciente de ellas están
insatisfechas con su vida. La economía de mercado amparada en la filosofía utilitarista,
donde el bien se encuentra en conseguir lo material a toda costa, no ha contribuido al
bienestar real de las personas. Por su parte, el libro de Myers es de 2001 y se refiere
también a la sociedad americana con los mismos resultados: la «paradoja» se mantiene.
Explorando las enfermedades sociales en el período que va de 1960 a 1990, este autor llega
a la misma conclusión: el materialismo basado en el individualismo radical conduce a una
profunda pobreza espiritual. La situación en Europa y en otras sociedades supuestamente
ricas no es muy diferente. El consumismo desbocado ha traído los males actuales, los
económicos, los materiales y los morales.

Economía low cost


El hecho de que la lucha de clases que hemos comentando más atrás no haya conducido a
movimientos revolucionarios como los de pasadas épocas, no quiere decir que la
estructura social sea sólidamente estable. Lo que se podría definir como capitalismo
democrático ha quebrado muchas de las expectativas sociales que había puestas en él. La
crisis financiera, por un lado, y los abusos del liberalismo capitalista, por otro, han puesto
en evidencia sus múltiples contradicciones, tanto en lo general, como en lo particular, con
las profundas insatisfacciones a las que nos hemos referido antes: crecer en bienestar
material no significa ser más feliz. Piénsese, por ejemplo, en el número de suicidios en
países como Japón o Suiza, que lideran la tabla de las naciones más desarrollados. En los
últimos 10 años, Japón mantiene tasas alrededor de los 20 suicidios anuales por cada cien
mil habitantes. Suiza ronda los 10.
Además, las interferencias políticas en la economía y, al contrario, las injerencias
económicas en la política, han creado una amalgama insana, que se ha traducido en
regulaciones imperfectas de los mercados y, de alguna manera, en la pervivencia de la ley
del más fuerte. Donde se dan demasiados casos de instituciones que deberían ser
independientes y que no lo son, pues los cargos que las dirigen deben su nombramiento a
la clase política que decidió su elección. De ahí que los movimientos de protesta contra la
situación que se vive en Estados Unidos, en Europa, y en otros lugares, tenga,
independientemente de los intereses que se mueven detrás de ellos, un fondo de
comprensible repulsa social a unas prácticas políticas y económicas insostenibles. Un
hecho que confronta capitalismo con democracia. En un contexto donde la hipocresía
institucional lleva a permitir que grandes corporaciones tengan decenas de compañías
filiales en paraísos fiscales, a la vez que son, de algún modo, protegidas por sus Gobiernos.
Tal sería el caso de empresas como Chevron, Boeing o General Electric en Estados
Unidos, la primera de las cuales, según se apunta en el libro de Adriana Huffington que
luego comentaremos, recibió más de 80.000 millones de dólares en contratos del Gobierno
de su país mientras tenía 38 filiales en paraísos fiscales como Bermudas o las Islas Caimán.
Como también sucedió con importantes bancos ayudados con importantes rescates por el
Gobierno, por ejemplo: Morgan Stanley, que tenía 273 filiales en paraísos fiscales, con 158
de ellas en las Islas Caimán, y de manera similar Bank of America, Wells Fargo, J. P.
Morgan o Goldman Sachs.
Una evidente contradicción que lleva a los Gobiernos democráticos del signo político
que sean, a tratar de conjugar dos mundos que han demostrado ser contradictorios en sus
objetivos: por un lado pretender la protección económica de la mayoría mediante una justa
redistribución de la riqueza, y por otro, proteger las fuentes productivas o financieras que,
en general, buscan intereses particulares. Un capitalismo democrático que, como decimos, ha
roto las expectativas de una gran mayoría de personas, hoy instaladas en la clase media,
cuyas frustraciones las alejan de las supuestas bondades del sistema político y económico
actual. Situación que en otros regímenes, como pudiera ser China, no se dan de momento
con similar crudeza debido al sistema político que sostiene al país, pero que, de no
cambiar, se verá amenazado con similares problemas en el futuro.
La economía liberal de mercado, según la cual el juego de la oferta y la demanda acabará
por ajustar las imperfecciones del sistema económico se ha demostrado ineficaz. Ya que la
economía es hoy, quizás más que nunca, una ciencia social, pues necesita demostrar que es
capaz de construir un cuerpo social equilibrado, donde la igualdad de oportunidades y la
búsqueda del bien común sean la primera prioridad. Algo que, por sí solas, las leyes del
mercado o los derechos de propiedad no aseguran. Es preciso que las personas, cada
persona, actúen éticamente.
Los desordenes económicos actuales, en forma de déficits públicos excesivos, deudas
públicas y privadas enormes, destrucción de empleo o pérdida de beneficios sociales, no
encontrarán la solución únicamente en las proposiciones económicas. La exaltación de la
política económica como medio de solución universal no logrará la vuelta a los equilibrios
a menos que se inviertan los términos de los intereses: lo particular detrás de lo general.
Ya que el capitalismo democrático no es de izquierdas o derechas en el sentido tradicional del
pensamiento político al uso, sino que afecta a ambos a la vez; pudiéndose argumentar en
los mismos términos usando el concepto de capitalismo socialista. Ambos sistemas
—capitalismo socialista o capitalismo democrático— vienen a ser sustitutivos uno del otro en la
realidad económica de las democracias occidentales actuales. No en vano en Francia está
muy extendido el concepto de la gauche caviar. Un término que describe a la perfección a
aquellos que se definen de izquierdas mientras viven sumidos en el lujo de los valores
económicos del liberalismo que rechazan. Un concepto que sería igualmente aplicable a
muchos socialistas europeos, no solo a los franceses. Lo que lleva a la conclusión de que,
ya sea democracia liberal o socialdemocracia, las políticas económicas de ambas vienen a
ser hoy intercambiables.
Hay otro hecho a tener en cuenta a nivel global: el mundo mueve su centro de gravedad
económico hacia el lejano oriente; de manera que, en 2050, se encontrará al sur de China,
cuando en 2010 estaba situado en Arabia Saudita. Además, el 82% de la población del
mundo vive en países en vías de desarrollo, esperándose que la cifra llegue al 96% en 2020.
Y a este desplazamiento se une el movimiento industrial del mundo desarrollado hacia el
que está en vías de lograrlo.
En los últimos 20 años, la búsqueda de costes menores impulsó a las multinacionales a
deslocalizarse de sus lugares de origen. Una economía lowcost en cuanto a la producción
que, con salarios muy bajos, ha llevado el valor añadido de las actividades productivas
hacia los países en vías de desarrollo. En 1995 el reparto era, aproximadamente, del 80%
en el primer mundo y el 20% en los países menos desarrollados; estando actualmente
(también en números aproximados) en la proporción 70-30%. Con sectores como la
producción textil, que creció en los países menos desarrollados del 46% al 64,5% en el
período 2000-2007, o los metales básicos que lo hicieron durante esos mismos años del
27,4% al 50%. Circunstancia que demuestra que, con el peso económico global moviendo
hacia el este, también lo hace el industrial. Una economía lowcost que descapitaliza al
primer mundo que va perdiendo su razón de ser económica al hilo de la pérdida de sus
valores. Siendo sus clases medias las que más sufren con este cambio.
Lo anterior se acompaña además con un mayor crecimiento del PIB en los países no
desarrollados. Se verá nacer así una nueva clase media en aquellas zonas, a la vez que la del
primer mundo decrece. Circunstancia muy evidente en China e India que hoy suponen el
5% del consumo mundial, mientras que la Unión Europea, Japón y Estados Unidos juntos
llegan al 60%; con el hecho de que las proyecciones para 2030 llevarán a esos dos países,
China e India, al capturar el 80% del crecimiento del consumo mundial de los próximos
20 años. Un crecimiento que, según el World Economic Forum , se estima en unos 35 billones
de dólares. Solo Estados Unidos y, en Europa, Alemania, participarán de ese movimiento.
El resto verá la destrucción paulatina de su actual clase media, a menos que tome
seriamente en consideración la necesidad de un cambio de modelo hacia las actividades
productivas basadas en la innovación, y con una más excelente educación como elemento
esencial. Lo contrario será una caída paulatina del nivel de vida y una mayor brecha entre
ricos y pobres. Se podría concluir que la economía lowcost promovida desde los países del
norte se ha vuelto, de alguna manera, en su contra.
Incentivar la compra de vivienda
A estas alturas del libro se puede decir que la crisis económica de los países ricos se debe,
en lo esencial, a tres causas: 1) promover el consumo desmedido en lugar de favorecer los
procesos productivos; 2) apoyarse en la deuda excesiva sin impulsar el ahorro y la
contención de los gastos suntuarios; y 3) la pérdida generalizada de los valores
intrínsecamente humanos, haciendo del utilitarismo y la codicia los pilares del crecimiento
económico. A lo que se ha añadido la pérdida del valor del trabajo y del esfuerzo como
medio vital de subsistencia.
Y en este contexto, como ya hemos tratado en varios lugares, surgió una política de
bajos tipos de interés y la promoción del endeudamiento bancario a toda costa. No fueron
tanto los consumidores (que también), sino los intereses financieros, los que lanzaron,
apoyados por las políticas de bajos tipos de interés, hipotecas para todos a bajo coste,
cuyos efectos se hacen sentir todavía. Por dar datos de tales efectos, en Estados Unidos,
donde este problema alcanzó enormes proporciones, en 2009, casi tres millones de hogares
estaban amenazados con la ejecución de sus hipotecas. Cifra superada en 2010. Detrás
vinieron los desahucios en masa, ya que el Senado norteamericano no aceptó la propuesta
del senador Dick Durbin para facilitar a los deudores renegociar sus deudas. Solo en 2009
se produjeron 800.000 ejecuciones hipotecarias. Otros países como, por ejemplo, España,
sufrieron las mismas penalidades. Así, en España, se llevaron a cabo unos 60.000
desahucios en 2011, y la cifra creció enormemente en 2012 a un ritmo superior a los 500
desahucios diarios. Todo ello sin dar una solución adecuada a los problemas humanos que
esto suscita, a la vez que, en paralelo, se nacionalizaron ciertos bancos a cuenta de los
impuestos de los ciudadanos. Un hecho que, de ninguna manera, exime de sus
responsabilidades a aquellos que se lanzaron a endeudarse muy por encima de sus
posibilidades, y que ahora pretenden ser exonerados de sus obligaciones.
Adriana Huffington, fundadora de The Huffington Post, publicó en 2010 un libro bajo el
título, Traición al sueño americano. El subtítulo era igualmente aleccionador: Cómo los políticos
han abandonado a la clase media. El libro es muy revelador y tiene reflexiones muy adecuadas.
Así, al tratar de la crisis, la define como una trampa tendida en la clase media:
«En este país hay quienes ven las peripecias de la clase media —las hipotecas hundidas, las
notificaciones de embargo, las facturas crecientes de las tarjetas de crédito en los buzones, la quiebra en
el horizonte— y piensan: Se metieron en ese lío por su propia voluntad; tienen lo que se merecen.
¿Quién les dijo que compraran esa casa que no podían pagar, que firmaran esa hipoteca sin leer la
letra pequeña sobre el pago final y que se valieran de una tarjeta de crédito con un interés del 30 por
ciento? ¿Por qué los demás, que hemos sido más prudentes, deberíamos asumir la carga de los
irresponsables?».

Una reflexión muy oportuna aparentemente, y la tendencia es a pensar así. Ya lo hemos


indicado en algún otro lugar en este libro: la codicia de unos se unió a la de los otros. Sin
embargo, también es válida la siguiente reflexión de Adriana Huffington:

«Esta respuesta ignora la horrible verdad de lo que produjo esta crisis. No fue un repentino arrebato
de irresponsabilidad por parte de la clase media estadounidense. Fue el inevitable resultado de trucos y
trampas deliberadamente para maximizar los beneficios de unos pocos mientras que se creaban las
condiciones para maximizar la miseria de muchos».

Y hay mucho de cierto en esto. Los contratos de préstamos, como de otros productos
financieros que se ofrecen al público, no son siempre claros, y las personas que los firman
son, en la mayoría de los casos, incapaces de entender lo que ahí se dice. No es un asunto
exclusivo de los Estados Unidos, es un caso que se generaliza en otros muchos lugares.
Baste, siguiendo con el libro de Huffington, la siguiente anotación:

«En 1980, el contrato típico de una tarjeta de crédito tenía una página y media. Hoy tiene treinta y
una páginas. Las otras veintinueve y media están llenas de trucos y trampas».

Traición al sueño americano que se podría traducir también en traición al sueño europeo, y
al italiano, al portugués, al español, etc. Lo que Huffington denuncia de manera muy
cruda:

«Obviamente, los banqueros sabían que la burbuja inmobiliaria, como todas las anteriores, tenía que
estallar. Y cuando sucediera, se producirían embargos y quiebras en masa. Así que necesitaban tender
sus trampas de oso para protegerse. Apareció entonces el proyecto de ley de quiebras que los grupos de
presión de la banca lograron que se tramitara en el Congreso y que el presidente Bush sancionó como
ley en 2005. Era un instrumento tan hostil a las familias estadounidenses que solo podía haber
surgido en un lugar tan corrupto, cínico y desentendido de la realidad como Washington».

Una descripción verdaderamente desoladora de cómo a veces los intereses políticos en


connivencia con los económicos pervierten los fundamentos de la democracia. Lo que
también denunció Ian Kershaw en su biografía de Hitler: Hitler: Una biografía. La siguiente
cita de Kershaw está apuntada por Huffington:

«Hay épocas que marcan las líneas rojas del sistema político, cuando los políticos ya no pueden
comunicarse y dejan de comprender el lenguaje del pueblo al cual se supone que representan».

Unos males que no son exclusivos de otras épocas o del caso comentado por Adriana
Huffington, se dan actualmente en muchos regímenes democráticos. También en Europa,
evidentemente.

Los impuestos directos y los indirectos


John Stuart Mill nació en Londres en 1806. Su padre, James Mill, fue el autor de un
reconocido libro en su época: Principios de Economía Política. James era amigo de David
Ricardo, y fue este quien inició al joven John Stuart en los fundamentos de la economía
política. Con 14 años, Mill va a Francia invitado por el hermano de Jeremy Bentham. Allí
conoce también a Juan Bautista Say. Al poco tiempo, seducido por estas ideas, se alista en
el pensamiento utilitarista y funda una «sociedad utilitarista», que reúne a sus jóvenes
amigos que están convencidos de que el utilitarismo ha de ser el criterio que guíe las
actividades económicas y políticas.
Mill es desde luego un reformista en su pensamiento. Consciente de las penurias de la
sociedad de aquellos tiempos es, sin embargo, contrario a las ideas socialistas, pues
entiende que conducen a la tiranía de la sociedad sobre los individuos. Aun así, está convencido de
que el progreso económico no puede reducirse a un crecimiento constante de los bienes
disponibles, ni puede asimilarse al progreso social, incluso si este es un factor que lo
favorece. Para Mill lo esencial es asegurar una vida adecuada para cada persona, lo que se
consigue a partir de una mejor distribución de la riqueza. Incluso, adelantándose a su
tiempo, expone argumento a favor de la igualdad entre los sexos, asegurando que no
utilizar las capacidades femeninas en la mayoría de las actividades es una pérdida para la
economía de cualquier país.
Como Adam Smith y otros economistas liberales, Stuart Mill rechaza la excesiva
presencia del Estado en las actividades económicas. El laisser-faire debería ser la regla
general, permitiendo la acción del Estado en ciertos casos, ya que el mercado no asegura
por sí mismo la calidad de las mercancías vendidas ni el consumidor tiene el suficiente
juicio como para saber lo que quiere.
El Libro V de sus Principios de Economía Política se titula Sobre la influencia del Gobierno. El
capítulo primero, siguiendo a Adam Smith, ofrece las cuatro reglas fundamentales sobre
los impuestos. Primero: los individuos de cada Estado deben contribuir a ayudar al
Gobierno tanto como sea posible de acuerdo a sus capacidades respectivas. Segundo: los
impuestos a pagar por cada individuo deben ser exactos, no arbitrarios. Tercero: cada
impuesto debe ser reclamado en el tiempo o manera en la que sea la más adecuada para
que el contribuyente responda al pago. Cuarto: todo impuesto debe ser establecido de
forma que mantenga el dinero fuera de los bolsillos de la gente lo menos posible por
encima de lo que ya aporte al Tesoro Público.
Los impuestos, para Mill, pueden ser directos o indirectos. Nada ha cambiado desde
entonces. Los primeros son los que cada persona debe atender de acuerdo con lo
establecido por el Gobierno. Y los segundos son aquellos por los que una persona debe
pagar de acuerdo con «la expectativa de recibir ella misma una suerte de indemnización a
expensas de otra».
Los impuestos directos —siguiendo a Stuart Mill— vienen de los ingresos o de los
gastos, aunque estos segundos son normalmente indirectos. Los ingresos serían los
debidos a beneficios, rentas o salarios. Los gastos, en el caso del inquilino de una vivienda,
serían impuestos directos, mientras que los correspondientes al constructor o propietario
serían indirectos. Impuestos indirectos que se relacionan con el consumo, es decir, la
compra de mercancías.
Estos criterios son básicamente los mismos que existen actualmente, casi doscientos
años después: impuestos directos que gravan las fuentes directas de riqueza (propiedades,
rentas, etc.), e indirectos que gravan el consumo (por ejemplo, el impuesto de valor
añadido).
Que debe haber impuestos para soportar las cargas del Estado y permitir una mejor
redistribución de la riqueza es algo que nadie discute. Otra cosa es el alcance impositivo:
hasta dónde han de llegar las cargas del Estado hacia los ciudadanos y su progresividad.
En este sentido, Friedrich Hayek era contrario a la progresividad impositiva; es decir,
que un impuesto sobre los ingresos sea más elevado cuanto más elevados sean aquellos.
Para él esto tiene efectos perniciosos, especialmente por su impacto sobre los recursos
económicos. Así aseguraba en The Constitution of Liberty:

«El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios en que se
emplee, y si se quiere que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las remuneraciones
relativas de los servicios que determinan los mercados no sean modificadas por ningún impuesto. El
impuesto progresivo suscita este género de modificación, haciendo que la remuneración neta de un
servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente».

Se trata de una opinión controvertida ya que parece más equitativo que pague más el
que más tiene. Sin embargo, aquí la pregunta resulta doble. Primero, si un impuesto
progresivo es justo y, segundo, si el Estado es, por definición, garante de una óptima
redistribución de la riqueza. Respecto de la justicia parece que esta debería ser equitativa,
es decir, la misma para todos; por lo que la progresividad es, en principio, una suerte de
injusticia: hay unos que tienen mayores cargas impositivas que otros, lo que abundaría en
lo indicado por Hayek. De lo segundo, es evidente que el Estado, cualquiera que este sea,
no es por principio eficaz en su redistribución de la riqueza. Se ha comprobado
demasiadas veces hasta aquí la ineficacia de muchos de sus postulados económicos. Ahí
están las crisis para demostrarlo.
Pero no solo los economistas clásicos como Stuart Mill, o los neoclásicos más
modernos, como Hayek, eran contrarios a los impuestos excesivos, también otros como
Paul Samuelson estaban en contra. Samuelson, premio Nobel de economía en 1970,
fallecido en 2009 a los 94 años, fue el primer economista americano en recibir tal galardón.
Se trata de un economista mundialmente conocido por su curso de economía moderna
que, según se dice, es el libro de economía más vendido de todos los tiempos.
Samuelson nunca aceptó un puesto en la Administración Kennedy aunque fue su asesor
en varios momentos, fundamentalmente cuando le alertó de una próxima recesión y la
necesidad de estimular la economía al modo keynesiano: mediante una expansión del gasto.
Lo que sugirió complementarlo con una reducción de impuestos como medida adicional
contra la recesión. Una opinión que, como hoy, resultaba contradictoria a muchos: si la
recesión aumentaba el déficit, el recorte de impuestos lo haría crecer aún más. A lo que
Samuelson argumentaba de manera contraria pues, para él, los déficits provenientes del
recorte impositivo nada tienen que ver de los ocasionados por el excesivo gasto:

«Los déficits que proceden automáticamente de una recesión o que son parte intrínseca de un esfuerzo
específico para devolver la salud al sistema económico son un fenómeno muy diferente [de los déficits
impulsados por un gasto descontrolado]. Estos son el signo de que nuestros estabilizadores
automáticos están funcionando, y que no nos encontraremos ya con el riesgo de entrar en una de las
grandes depresiones que caracterizaron nuestra historia económica de antes de la guerra».

Una circunstancia que todavía algunos Gobiernos en Europa no acaban de comprender


y siguen aumentando los impuestos, lo que no facilitará la salida de las profundas crisis en
las que se encuentran. Pues a los déficits de naturaleza distinta les corresponden
tratamientos económicos distintos. Y está demostrado que no es adecuado, en economías
abiertas, responder a la depresión, causada por un excesivo gasto, con políticas de
aumentos de impuestos.
Siendo paradójico, además, que si la progresividad impositiva trata de beneficiar a los
más pobres cargando más a los que más tienen, tal como asevera Hayek, estos últimos
tendrán menos capacidad para invertir y, por tanto, serán incapaces de generar más
riqueza. Con lo que los afectados serán de nuevo los que menos tienen.
Se dirá que esto es la percepción liberal de la economía. Sin embargo, conviene analizar
el segundo aspecto con más detalle: si el Estado es justo y equitativo con sus cargas
impositivas. Tomemos para su explicación el caso español, donde los ingresos del Estado
provienen en lo fundamental de cinco fuentes: IRPF (40%); IVA (22%); impuesto de
sociedades (13%); impuestos especiales (12%); y otros impuestos (13%). Con lo que el
impuesto del rendimiento de las personas físicas es el que más aporta. Siendo este un
impuesto directo que tiene dos vías de ingresos: rendimientos del trabajo (80%) y
rendimientos de capital (20%). Con la circunstancia de que si, de media, los rendimientos
de trabajo se mueven alrededor del 30%, los de capital son del 10%. Siendo estos además
objeto de varias posibilidades para disminuir sus cargas impositivas, cosa imposible en los
ingresos del trabajo. Una circunstancia que grava a las clases medias a favor de las más
ricas.
A lo anterior se une el hecho del aumento de las cargas impositivas debido a la crisis
económica. Circunstancia que perjudica la marcha económica como es bien sabido. Ya en
Alemania, después de la Segunda Guerra Mundial, se comprobó la eficacia de la
disminución de impuestos. De ahí salió el llamado milagro alemán. Su promotor fue el
ministro de Economía, Ludwig Erhard al que ya nos referimos. Era la época del canciller
Adenauer.
La eficacia de disminuir los impuestos fue demostrada posteriormente por el
economista Arthur Laffer, nacido en 1940, y profesor de la Universidad de Southern
California. Su famosa curva —la curva de Laffer—, tiene la forma de una elipse partida, y
demuestra varios asertos. Cuando las cargas impositivas corresponden al 100% cesa toda
actividad productiva. La gente no trabajará para ver que todo el esfuerzo de su trabajo es
confiscado mediante impuestos, con lo que los ingresos del Estado serán cero. Al
contrario, cuando las tasas impositivas son cero, todo el dinero va a la economía. La
producción se maximiza y el dinero que fluye es el que los trabajadores usan para sus
necesidades de consumo. Ahora bien, como los impuestos son cero, los ingresos del
Estados también lo serán. El punto medio, con impuestos del 50% (en la gráfica de Laffer)
es donde desean estar los impositores. Difícil equilibrio ya que el Estado siempre necesita
más para gestionar sus necesidades.

El desempleo: una juventud sin futuro


En otoño de 2012, el Departamento de Empleo americano anunció que el desempleo
había bajado del 8%; se situaba exactamente en el 7,8%. El más bajo de toda la era Obama.
Sin embargo, dentro de los parabienes por la situación, también se daban otras cifras: el
desempleo era del 22,8% para los jóvenes entre 18 y 19 años; el 12,4% para aquellos en
edades comprendidas entre los 20 y 24 años; y el 8,1% en la franja entre 25 y 34 años. Más
de cinco millones y medio de jóvenes estaban sin empleo.
Las cifras en Europa son aún más escalofriantes. Según Eurostat, la agencia estadística
de la Comisión Europea, en diciembre de 2012 había cinco millones setecientos mil
jóvenes menores de 25 años sin trabajo. Se trataba del 23,4% de media en los 27 países de
la Unión Europea, y el 24% en la Eurozona. Un año atrás, en diciembre del 2011, las cifras
eran, respectivamente, el 22,2% y el 21,7%. Las menores tasas correspondían en 2012 a
Alemania (8%), Austria (8,5%) y Holanda (10%). En el otro extremo estaban Grecia
(57,6%) y España (55,6%). Aquí podríamos terminar este capítulo. Las cifras son
pavorosas.
En septiembre de 2011, la revista The Economist alertaba sobre este problema en un
artículo titulado: Left Behind. Abandonados, podríamos decir mejor. Más no se podía
añadir. Un problema que se sentirá en la sociedad durante décadas. Algo distinto al
fenómeno demográfico (Europa envejece sin remedio), pero que se suma a él. Si en el
futuro no habrá jóvenes que trabajen, y los jóvenes de ahora se dejan en la cuneta, Europa
será un continente sin salida. Un continente perdido.
Se trata, sin embargo, de un hecho que encierra además graves males sociales. Si no
nacen niños, y si a los jóvenes no se les abre el mercado de trabajo, algo hay en el cuerpo
social que está profundamente enfermo. No solo la ceguera de no ver que en poco tiempo
la sociedad estará envejecida y sin posibilidades de salir adelante, sino otros males
escondidos que demuestran grandes dosis de egoísmo social. Unas enfermedades
necesitadas de un serio tratamiento curativo para devolver la salud a la sociedad.
Los datos de España o Grecia son escalofriantes, tal como los describía el artículo de
The Economist al que hemos hecho referencia. Se dice, para tratar de esconder el problema,
que la situación no es tan grave porque la cohesión familiar ayuda a paliar el problema, sin
darse cuenta que el daño a los jóvenes está hecho, estén o no amparados en el cuerpo
familiar. Se trata de personas, muchas de ellas con estudios universitarios o profesiones
especializadas, que ven cercenado su futuro y no saben realmente qué hacer.
Existen multitud de estudios realizados en varios países (Reino Unido, Suecia, Estados
Unidos, etc.) que demuestran que los jóvenes en paro, sin perspectivas razonables de
encontrar un empleo, quedan atrapados en un estado que conduce a la depresión, pérdida
de la autoestima, frustraciones, dificultades para encontrar realmente un empleo, cierto
fatalismo respecto del futuro de sus vidas, imposibilidad para crear una familia o tomar
compromisos duraderos, desilusión, perspectivas desalentadoras, etc. Llegando el caso de
que muchos, ante esta situación desesperada, aceptan subempleos mal pagados por
explotadores sin conciencia, lo que realimenta sus dificultades vitales. Mal menor, pues en
otros casos aparece la delincuencia como única salida. Una gravísima situación que
destroza las vidas personales y las familiares y enferma a la sociedad como hemos dicho.
¿Qué hacer? ¿Qué soluciones se pueden dar? Las vías que se suelen poner políticamente
en práctica tienen que ver con el emprendimiento; es decir, favorecer la salida a los jóvenes
en paro mediante la creación de un trabajo nuevo por ellos mismos. O lo que es lo mismo:
convertir a los jóvenes en empresarios. Sin embargo, esto no es ni tan fácil, ni automático.
Hay personas que sirven para ello, pero son las menos. E incluso, puede ser un camino
que añada frustración a la frustración cuando el éxito, el relativo éxito en este caso, no
surja.
Es preciso abrir el mercado de trabajo incentivando a las empresas existentes a
contratar jóvenes. Quizás a tiempo parcial. Quizás en período de formación. Las fórmulas
pueden ser diversas, aunque la legislación ha de promover eficazmente soluciones. Incluso
aquellas que detraigan beneficios empresariales para dar solución a un problema social
gravísimo. Beneficios sociales que siempre pueden encontrar soluciones mediante nuevos
esquemas fiscales. Un trabajador es siempre mejor, en lo personal y en lo social, que un
desempleado. La economía social de mercado ha demostrado ofrecer una solución.
Alemania puede ser un ejemplo en este sentido. Sería aplicar la economía social de mercado
adaptándola a cada caso. Un cambio económico hacia una economía más humana centrada
en la persona en lugar del capital.

Los sistemas educativos


El apartado anterior tiene que ver con este: algo falla en los sistemas educativos cuando
muchos jóvenes, aparentemente bien formados, no entran a formar parte de la estructura
económica productiva y quedan orillados en el camino. Y es que, en general, muchos
sistemas educativos no responden a las necesidades reales del mundo empresarial. Las
universidades, al igual que la política, o quizás en connivencia con ella, se han convertido
en cuerpos cerrados ajenos a lo que sucede en la economía real. No son todos los casos,
evidentemente, pero el hecho está tan generalizado que parece ser mayoría. Se siguen
impartiendo disciplinas cuyos alumnos, al terminar, con ellas no podrán encontrar un
puesto de trabajo, ya que lo que les enseñaron responde a necesidades de épocas pasadas.
A lo que se une, en muchos casos, una inflación universitaria repleta de centros ubicados
en lugares sin industria o servicios adecuados para acoger a los que de allí salen, que han
de buscar su vida en otros lugares, muchas veces fuera de su propio país. Lo que
representa una pérdida de capital humano nada desdeñable, que es muy evidente en casi
todos los países de África, por ejemplo. Circunstancia a la que se une un desdén
generalizado por las profesiones no universitarias, como si ello fuera un desdoro social.
Error que lleva a aumentar significativamente las cifras del paro juvenil como es el caso de
España o de Grecia.
La educación es el elemento diferencial para el éxito de cualquier persona en el mundo
actual. Y el cambio en las profesiones que se dará en el siglo XXI exige nuevos sistemas
educativos y nuevas enseñanzas adaptadas a las necesidades que demandan los agentes
económicos. La creciente globalización, las nuevas tecnologías, Internet, etc., presentan
nuevos desafíos y nuevas oportunidades. Incluso las actividades más o menos
tradicionales, se verán forzadas a incorporar nuevos profesionales, con nuevas habilidades,
para hacer frente a una competencia creciente en los mercados.
El informe PISA de la OCDE es, quizás, el estudio más relevante en cuanto a
características educativas. Compara la situación de 65 países en sus habilidades en
comprensión lectora, matemáticas y ciencia, elementos que son cruciales en el mundo
actual. En el último informe (2009), solo 11 países están en todos los elementos por
encima de la media. Cinco países son orientales: Shangai-China, Hong Kong-China, Corea,
Singapur y Japón. Tres europeos: Finlandia, Holanda y Bélgica. En el continente
americano, Canadá; y en el Pacífico, Nueva Zelanda y Australia. Hay otros países que se
aproximan a la media en algunos conceptos y en otros están por encima: Noruega,
Estonia, Suiza, Polonia o Islandia, por ejemplo, pero a partir de ahí se comprueba un
deterioro generalizado. Incluso Estados Unidos, país de referencia en muchas de sus
universidades, presenta enormes deficiencias. Y otros dentro del primer mundo, están con
enormes dificultades en sus sistemas educativos. Este sería el caso de Italia, Grecia y
España además de Austria o Luxemburgo en Europa. Sorprendiendo también el caso de
Israel. No se trata tanto de las puntuaciones, ya que, por ejemplo, España está unos 12
puntos por debajo de la media en los conceptos indicados; aun así muestra muchas
carencias en sus sistemas educativos, fuente, seguramente, de la excesiva politización de
sus planteamientos. Como dato: Italia está en el puesto 29, Grecia en el 32 y España en el
33.
Detrás de Shangai y Corea, Finlandia es el país que demuestra tener los mejores niveles:
43 puntos en comprensión lectora, 45 en habilidad matemática, y 53 en aptitud científica.
¿Cuáles son sus diferencias sobre otros países? Comparado con Estados Unidos, Finlandia,
con la mitad de estudiantes que la ciudad de Nueva York, por ejemplo, tiene el mismo
número de profesores. Profesores que en su totalidad poseen un máster que es pagado por
el Estado, y para ser profesor hay que estar entre el 10% de los mejores estudiantes. Pero
hay más: la escuela obligatoria no comienza sino a partir de los siete años, y los estudiantes
no tienen ninguna evaluación obligatoria sino a la edad de 16. Los más jóvenes disfrutan
de más de una hora de recreo diario y las clases no tienen más de 16 alumnos. Ningún
estudiante se deja en abandono; en caso de que alguno quede retrasado, un profesor
especializado se ocupará de él para que coja de nuevo el ritmo. Por su parte, las escuelas
no compiten entre sí, colaboran con métodos y trabajos conjuntos. No existiendo los
trabajos en casa: todo se realiza en la escuela.
En Finlandia no existen escuelas privadas. El Estado es el encargado y garante de la
educación. Sin embargo, el sistema educativo responde a las necesidades de excelencia del
sistema: no está en absoluto politizado ni políticamente influenciado.
La politización de la educación, o la incorporación de materias ideológicamente
dirigidas, es un tipo de fraude de graves consecuencias para los alumnos, aparte de que
conduce en muchas ocasiones al fracaso escolar. La politización de la educación se vuelve
siempre en contra de cualquier país, sea en el corto o en el largo plazo.
El estudio de la UNESCO Educación para Todos llevaba en 2012 el subtítulo Los jóvenes y
las competencias. Algunos resultados indican las debilidades de algunos sistemas educativos,
no solo en países pobres o en vías de desarrollo, sino en países desarrollados del primer
mundo. Así, en Europa, por ejemplo, se han fijado objetivos contra el abandono escolar
prematuro; con la idea de que en 2020 no supere el 10% los jóvenes que dejen la escuela
antes de cumplimentar el segundo ciclo. España es un caso paradigmático: uno de cada
tres jóvenes no terminan el segundo ciclo de la enseñanza secundaria, lo que unido al
enorme paro juvenil constituye un enorme problema social. Con la circunstancia de que la
falta de atención de los padres en el hogar aumenta las posibilidades de abandono en el
22%. A lo que habría que añadir el concepto novedoso de los denominados ninis, aquellos
jóvenes que no estudian, ni trabajan, ni buscan empleo. También España en esto es uno de
los líderes: al menos el 25% de sus jóvenes entran en esa categoría después de abandonar
sus estudios en el primer ciclo y son el 20% de ninis los que tienen el bachillerato.

La pérdida del bien común


El concepto de bien común suele malentenderse. Primero por la referencia al «bien», y
segundo, por el adjetivo «común», una generalización que hace referencia a la comunidad.
Ya que cuando se habla de ello se concluye que el bien común es el bienestar de las
personas que viven en un mismo entorno; es decir, de una sociedad concreta en su
conjunto. Lo cual, con la generalización, como decimos, hace perder el sentido real de este
importante concepto, que no es otro que la búsqueda del bien para cada uno de los
miembros que forman una comunidad, ya que la sociedad no es simplemente la suma de
los sujetos que la componen. Cada persona es única, singular e irrepetible. Y la sociedad es
el conjunto de esas personas únicas e irrepetibles. Circunstancia que, al referirse al bien
común, tiene que ver con la búsqueda del bien para cada una de las personas que viven en
una comunidad.
Por tanto, si se lograra el bien de todos y cada uno de los miembros de un grupo (que
no coincide con la suma de los bienes individuales, ni tampoco con el bien de algunos, ni
por supuesto con el bien de la mayoría), se estaría en disposición de alcanzar el bien de
toda la sociedad. Sin embargo, logrando el bien de todos y cada uno de los ciudadanos se
alcanzaría el bien de la sociedad en su conjunto. Aspecto a no perder de vista, ya que el
colectivismo, o lo que es lo mismo, mirar el conjunto, o a un grupo, y no a cada persona,
acaba conduciendo a los errores que ya hemos ido viendo a lo largo de estas páginas.
Ocurriendo lo mismo cuando solo se atiende a la búsqueda del bien personal. Aquí ya
vimos el error de Adam Smith, entre otros.
¿Qué sucede si se miran los recursos económicos únicamente? Es cierto que hay bienes
que, en la sociedad, son públicos; es decir, se comparten de una manera general. Piénsese
en una autopista pública. E igualmente, existen bienes privados, de uso exclusivo de sus
propietarios. Estos no se comparten. Y también, hay bienes públicos cuyo uso se privatiza
por decirlo así; es decir, son unos los que los distribuyen a los demás manteniendo su
propiedad, algo muy común con los recursos naturales. Una circunstancia que alerta sobre
la confrontación que existe entre lo privado y lo público. Y aquí volvemos al principio, ya
que la búsqueda del bien privado no debería oponerse al público porque forma parte de él.
El bien común es más importante que el bien particular, no porque se refiera a la
comunidad, sino porque es el bien de todas y cada una de las personas que forman parte
de ella. Y es aquí donde Adam Smith y los utilitaristas se encuentran de nuevo con sus
contradicciones. De ahí que la codicia que propugnan muchos economistas anglosajones
porque piensan que es positiva, se vuelve en contra de la sociedad porque está repleta de
egoísmo. O como decía el filósofo Jacques Maritain:

«El bien común no es la simple colección de bienes privados…no es el bien de la vida humana de
multitud de personas, sino que es la comunión en el buen vivir».

Lo anterior parece que contradice el ejercicio de la libertad de cada persona, ya que


dicha libertad parece estar constreñida por la sociedad a la que debería servir. Es un corsé
que podría no ser justo con el interés individual. Y es que cuando se analiza el contexto
económico, lo primero que resulta patente es que la sociedad es indispensable para ejercer
la actividad económica. Es algo social, no particular. Solo se puede lograr cubrir las
necesidades de las personas en comunidad. Como ya dijimos, Robinson Crusoe es, de
alguna manera, una patología económica que, en realidad, es lo que muchos parecen
promover: la búsqueda del provecho individual, sin darse cuenta de que esto no es posible
sin los demás. La personas son sociales: siempre se encuentran formando grupos. Con lo
que la sociedad resulta ser el lugar donde los individuos, cooperando unos con otros,
obtienen sus beneficios personales. Y es que la sociedad es el lugar donde las personas son
realmente personas. El lugar donde Robinson Crusoe aprendió todo lo que necesitaba
para salir adelante cuando se encontró solo en aquella isla.
La crisis financiera, en sus diversas formas y maneras, tiene mucho que ver con la
pérdida del sentido del bien común. La industria financiera, si bien regulada en ciertos
aspectos, goza de gran capacidad para buscar los huecos que facilitan la búsqueda del bien
privado olvidando el público. Incluso los reguladores practican en múltiples ocasiones, ya
sea por desconocimiento, incapacidad, desidia o connivencia, la estrategia del laissez-faire.
Así se gestaron muchas crisis, y también la actual, cuyas secuelas se viven todavía. Se dejó
(primero en Estados Unidos, pero también en otros lugares) crecer la burbuja inmobiliaria
permitiendo la escalada de precios y las hipotecas para todos a bajos tipos de interés.
Luego se dejó trocear y empaquetar las hipotecas en productos financieros tóxicos. Las
agencias de rating miraron para otro lado. Y, en la alegría de la riqueza sin fin, se dejaron
crecer productos financieros de todo tipo que se vendían como inversiones seguras. Los
Gobiernos siguieron la pauta y, al final, lo particular prevaleció sobre lo general. El bien
común desapareció de la escena porque a lo mejor nunca fue una prioridad para nadie. De
manera que la clase media se enfrenta ahora a la necesidad de cubrir los errores de otros
mediante importantes impuestos, pérdida de poder adquisitivo, desempleo, disminución
de sus niveles de bienestar, y un largo etcétera de dificultades añadidas.
CAPÍTULO 10

La economía real

Los medios de información y el tratamiento periodístico de cualquier tema han hecho que, de manera
general, cualquier persona algo informada sea capaz de opinar sobre temas complejos que necesitan
años de preparación y estudio. Y este es el caso de la economía. La banalización de las opiniones es lo
que llevó a Thomas Sowell, uno de los economistas más influyentes de Estados Unidos, a asegurar:
«Creo que en Estados Unidos, y en la mayor parte del mundo la comprensión pública sobre la
economía es abismal. Pero una cosa es no entender algo —y yo no entiendo de cirugía cerebral—, y
otra cosa querer definir políticas en las que uno es ignorante. He oído una frase maravillosa: “Quiero
hacer una propuesta”, cuando se trata de definir una política. Yo estaría horrorizado si quisiera
opinar sobre cirugía cerebral. La única diferencia es que conmigo moriría más gente en la mesa de
operaciones».

El mundo poscrisis
Thomas Sowell es un economista influyente y controvertido. Profesor en Stanford, fue
muy crítico en varias ocasiones con la política del presidente Obama. Concretamente, en
mayo de 2009, declaraba:

«Pienso que Barak Obama es peor que Jimmy Carter. Carter puso en marcha muchas políticas
insensatas internacionalmente y también a nivel nacional. Aunque creo que Obama le ha superado
en ambos aspectos».
Sowell nació en Carolina del Norte, vivió en Harlem una niñez y juventud difíciles, para
lograr después incorporarse a la Universidad de Harvard y de ahí a la Universidad de
Chicago, donde consiguió doctorarse en Economía. Sirvió también en la guerra de Corea.
Es un experto fotógrafo. Ha escrito más de 30 libros, no solo de economía, sino también
de otros temas, como fue el estudio de los niños que tardan en hablar, lo que trató en su
libro El Síndrome de Einstein.
En 2009, Sowell publicó The Housing Boom and Boost. En el prefacio del libro abre el
problema que luego aborda:

«El tsunami financiero se ha continuado con un torrente retórico político, acompañado por dedos
señalando en todas direcciones. ¿Quién fue realmente el responsable? ¿Qué fue lo que lo impulsó?».

El argumento de Sowell es que el Gobierno americano fue el que impulsó la burbuja


inmobiliaria, permitiendo un incremento desorbitado de los precios, que crecieron, entre
2000 y 2005, un 79% en Nueva York, 110% en Los Ángeles y 127% en San Diego,
California. Problemas de índole local, a los que el Gobierno respondió con medidas
globales, a la vez que permitía la dispersión de productos financieros de alto riesgo que
contagiaron todo el sistema, como ya hemos comentado ampliamente páginas atrás.
Y es que la economía real no casa normalmente con la economía financiera, y las
políticas gubernamentales de índole monetario miran más a la segunda que a la primera,
con lo que la acción de los Gobiernos resulta en muchos casos perniciosa. Una
circunstancia que viene demostrada en múltiples casos por el peso que tiene el sistema
financiero en la economía, a la vez que se han disminuido las inversiones en la economía
productiva. Es lo que algunos economistas denominan financiarización. Un término
inventado para definir un proceso según el cual los beneficios empresariales, e incluso los
ingresos personales, provienen únicamente de transacciones financieras y no producto de
un crecimiento económico real, que debiera traducirse en una generación mayor de
empleo y unas tasas mayores de producción industrial. Algo que se comprueba
perfectamente en algunos países tradicionalmente industriales de nuestro entorno como,
por ejemplo, Alemania, donde los activos financieros bancarios crecieron de 1950 a 2010
cuatro veces más que el PIB. O también en el ejemplo singular de Islandia donde, entre
2003 y 2008, los activos financieros de los tres mayores bancos islandeses acabaron siendo
más de ocho veces el PIB del país, como ya apuntamos capítulos atrás. Hecho muy similar
en otros lugares, lo que demuestra que la economía real ha quedado atrapada por la
financiera.
Existen, además, modelos económicos que demuestran que este proceso continuará,
llevando incluso a disminuir el PIB mientras se mantiene la expansión de los activos
financieros. Y es que, al ser el PIB el resultado de sumar el consumo, la inversión, el gasto
público y la balanza comercial, resulta que aunque crezcan los activos financieros, no por
ello lo harán las inversiones, concluyendo lo que se viene diciendo: mayor actividad
financiera no redunda necesariamente en mayor actividad económica real. Y, por tanto,
mayor actividad financiera no genera necesariamente mayor riqueza, salvo en una élite
limitada.
Hoy se vive en una economía de mercado cuya característica fundamental es que la
generación y distribución de riqueza no se realiza a partir de la producción de bienes y
servicios, sino a partir de sus intercambios; que se efectúan, obviamente, de manera
voluntaria en un mercado libre. Si bien, tales intercambios están fuertemente mediatizados
por el sistema financiero y, también, por el monetario. Un hecho que se demostró esencial
en el profundo valle que originó la crisis de 2008. Ya que por primera vez en la historia de
los últimos 60 años el mundo entró en depresión de manera global al año siguiente, en
2009. Un hecho insólito: el PIB acumulado global fue negativo, aunque fuera positivo en
algunos lugares, como China, por ejemplo. Así, durante los años 2007, 2008 y 2009, los
crecimientos (y decrecimientos) del Producto Interior Bruto fueron, respectivamente, los
siguientes: Estados Unidos: 2,0, 1,1 y -2,3; los países de la Unión Monetaria en Europa: 2,7,
0,7 y -2,3; Rusia: 8,1, 5,6 y -6,0; Japón: 2,4, -0,7 y -6,5; y China: 13,0, 9,0 y 6,5. La crisis
financiera, ha demostrado así la volatilidad económica que puede producirse cuando son
únicamente las finanzas y no la producción de bienes las que sostienen el entramado
económico. Fundamentalmente, porque como hemos visto exhaustivamente hasta aquí, el
sistema financiero en sus movimientos globales no tiene reglas que lo controlen, sus
objetivos son la obtención máxima de las ganancias, y sus acciones pueden resultar
devastadoras.
El mundo poscrisis ha mostrado nuevos escenarios. Incluso los Estados Unidos,
reconocidos como la única superpotencia capaz de desplegar su enorme capacidad en
cualquier parte del planeta, han demostrado sus carencias. Su dominio político,
económico, militar, científico, tecnológico e incluso intelectual y cultural, está hoy muy
debilitado. La crisis ha obligado a ajustes económicos impensables hace unas pocas
décadas. Su presencia militar en el exterior será cada vez menos global debido a tales
ajustes. La enorme deuda exterior solo se aguanta por la potencia de su moneda, pero
limita las inversiones internas, haciendo de Estados Unidos un país muy retrasado en
términos de trenes de alta velocidad, infraestructuras eléctricas o de agua, autopistas, con
deficiente educación y sanidad públicas, y otras carencias que obligarían a enormes
inversiones para poder actualizarse de manera conveniente. Solo en carreteras se
necesitaría invertir una cifra no inferior a los 200.000 millones de dólares anualmente para
hacer que el país tuviera unas rutas acorde con sus necesidades económicas. Un hecho que
el senador demócrata por Delaware denunciaba en 2010 poco antes de abandonar este
cargo y pasar a ser el presidente del Congressional Oversight Panel del Gobierno Federal:

«Los contribuyentes han aportado más de 2,5 billones de dólares para salvar el sistema [financiero].
¿Y qué han salvado exactamente? Un sistema de poder financiero abrumador, muy concentrado, que
se ha vuelto extremadamente peligroso…Un sistema en el que el Estado de Derecho ha sido
quebrantado una vez más…Nuestros mercados solo podrán florecer cuando los americanos confíen de
nuevo en que son justos, transparentes y responsables».

Y esta es la clave. El mundo se ha demostrado muy vulnerable por el exceso de malas


prácticas financieras y por una corrupción casi general. Los ajustes económicos que se han
tenido que llevar a cabo han sido muy onerosos para muchas sociedades occidentales,
donde las clases medias han tenido que soportar la mayor carga, ya fuera en forma de
menores servicios, aumentos de impuestos, destrucción de empleo o dificultad para que
los jóvenes puedan entrar en el mercado laboral. El sistema financiero global y, en
consecuencia, sus ramales locales a nivel de países o regiones, se han demostrado
ineficientes y, en muchas ocasiones, alentadoras o permisivas con la codicia. Y a la vez que
las entidades financieras eran rescatadas por los Gobiernos y trasladaban los problemas a
los ciudadanos, no se ha tomado casi ninguna medida para crear un esquema de control
que asegure que no se producirán nuevos desmanes en el futuro.
¿Y cómo llegar a esto? Jacques Attali, economista francés, antiguo hombre fuerte de los
Gobiernos socialistas de François Mitterrand y primer presidente del Banco Europeo para
la Reconstrucción y el Desarrollo, expuso en 2008 una serie de oportunas ideas sobre qué
hacer una vez pasada la crisis económica. Su libro La crise, et après? sugiere poner en
funcionamiento un sistema regulador global:

«Ya no es posible usar el FMI para poner en marcha una moneda única mundial. No es tampoco
indispensable imaginar su reemplazo o sustitución por otras instancias. Es preciso, por el contrario,
reagrupar todos los poderes de vigilancia hoy dispersos y reforzarlos considerablemente».

Y continúa:

«Para establecer el equilibrio del mercado y de la democracia, condición para un desarrollo armónico a
escala planetaria, sería preciso en toda lógica crear los instrumentos necesarios para una soberanía
global: un parlamento (un hombre, un voto), un Gobierno, una aplicación planetaria de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y de sus protocolos ulteriores, una puesta en acción
de las decisiones de la OIT en materia de derecho al trabajo, un Banco Central, una moneda común,
una fiscalidad planetaria, una justicia y una policía planetarias, un salario mínimo planetario,
notarios planetarios, un control global de los mercados financieros».

Buenas intenciones sin duda, aunque impracticables si se pretenden poner en marcha


todas ellas globalmente y a la vez. Sin embargo, nos quedaríamos con la última sugerencia:
un control global de los mercados financieros. Algo que, en octubre de 2011, planteó
también con sólidas razones el Consejo Pontificio para la Justicia y la Paz en un
documento en inglés cuyo título sugiere ya las reformas que habría que poner en marcha:
Towards Reforming International Financial and Monetary System in the Context of Global Public
Authority. Un escrito que tiene reflexiones muy a tener en cuenta:

«Con relación al presente sistema económico y financiero global, habría que hacer hincapié en dos
factores decisivos. El primero, la decadencia gradual en eficacia de las instituciones de Bretton Woods
que comenzaron a inicios de los años setenta. En particular, el Fondo Monetario Internacional ha
perdido un elemento esencial para estabilizar las finanzas mundiales, tales como regular la creación
monetaria global y la vigilancia sobre la cantidad de riesgo de crédito asumida por el sistema. Es decir,
estabilizar el sistema monetario mundial ya no es un «bien público universal» dentro de sus
capacidades. El segundo factor es la necesidad de un mínimo y compartido conjunto de reglas para
manejar el sistema financiero global, que ha crecido mucho más rápidamente que la economía real. La
situación del rápido e irregular crecimiento se ha producido, de una parte, por la aniquilación de los
controles sobre los movimientos de capital y la tendencia a desregular las actividades financieras y
bancarias; y por otro, debido a los avances de las tecnologías financieras, ocasionado en su mayor parte
por las tecnologías de la información».

Los Acuerdos de Bretton Woods fueron el mecanismo para dar estabilidad al sistema
financiero global y para ayudar a los países más pobres. De ahí nacieron el Banco Mundial
y el FMI. Sin embargo, es patente su ineficacia ante los nuevos retos actuales. Y, por tanto,
es fundamental caer en la cuenta de la necesidad de volver a recuperar unos controles
perdidos para evitar que las crisis financieras por venir vuelvan a golpear con la fiereza
con que lo ha hecho la última de ellas. Un liberalismo financiero sin control, que atiende
solo a beneficios particulares, volverá sin ninguna duda a destruir las economías más
débiles y aumentará con mayor intensidad la brecha entre ricos y pobres. La clase media
comenzará a ser historia si no se ponen las medidas adecuadas.

Cibereconomía y ciberdelincuencia
Las tecnologías de la información en sí mismas han traído mucha prosperidad al mundo.
El ingenio y la creatividad humanas han demostrado con estos avances unas capacidades
nunca vistas, y han sido el elemento esencial para facilitar la globalización financiera. Algo
no necesariamente negativo en sí mismo, si no fuera por las malas prácticas que se han
desarrollado en su uso.
Y es que, aparte de los productos financieros que se diseminan a través de las redes de
comunicaciones de un lugar a otro del mundo, existe hoy otra dimensión incluso más
perniciosa, que afecta a la seguridad económica y social en forma de ciberdelincuencia: el uso
de las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones para realizar delitos. Es
otra de las facetas de la codicia en su peor cara: la entrada de expertos delincuentes en los
dominios de la Red. Algo que en el sector financiero es especialmente grave, como indica
un informe de la consultora PwC de 2012:

El cibercrimen es el segundo en importancia en las organizaciones de servicios financieros, en las que


el 45% han sufrido fraudes de este tipo durante 2011.

Los delitos más comunes incluyen: apropiación indebida de activos financieros, lavado
de dinero, sobornos y otras corrupciones, y fraudes contables. Y es que el entorno Internet
es ya la verdadera aldea global que imaginó el filósofo canadiense Marshall McLuhan en su
obra más conocida: The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. Lo que el
Departamento de Comercio de Estados Unidos expone en su informe de junio de 2011:

«Internet ha tenido un crecimiento asombroso, lejos de cualquier medida, en los últimos años. De
2000 a finales de 2010, el número de usuarios de Internet creció de unos 360 millones a casi dos mil
millones. El número de ordenadores principales conectados a Internet aumentó de unos 30 millones en
1998 a cerca de 770 millones en la mitad de 2010. Según estimaciones de la Industria, esta red global
facilita 10 billones de transacciones anualmente».

Y dentro de este contexto, aparecen nuevos mecanismos como el denominado


ciberespionaje que se dirige, entre otras actividades, al robo de patentes y propiedad
intelectual, cuyo impacto económico, según estimaciones del FBI superó la cifra de 13.000
millones de dólares en 2011 y una pérdida de puestos de trabajo cercana al 19% del total,
unos 27 millones de puestos de trabajo. Lo que el director adjunto de la división de
contrainteligencia, Frank Figliuzzi, del FBI «justificaba» entonces de la manera siguiente:

«Para algunas naciones extranjeras, siempre es más barato robar la tecnología americana, que
investigar y desarrollarla por ellas mismas».

No es algo ocasional, se trata de «ataques» regulares que, según el FBI, en las 102
empresas analizadas, se daba en una media de 1,8 ataques exitosos por semana, un
incremento del 42% respecto del año anterior.
La delincuencia en la Red incluye una amplia gama de actividades: robo de identidades
privadas, fraudes financieros (phising, spoofing, pharming, etc.), virus informáticos de
múltiples formatos, blanqueo de dinero, ataques contra empresas cotizadas, intrusiones en
infraestructuras críticas, espionaje industrial, etc. Unas prácticas delictivas que encierran
intereses políticos y económicos en la lucha, en muchas ocasiones, por la primacía
tecnológica en los mercados globales.
En cuanto al espionaje industrial, sus formas son, igualmente, muy variadas, y vienen de
antiguo. La Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, después de la Segunda Guerra
Mundial, fue el clásico escenario. En la actualidad, sin embargo, los ataques y
contraataques contra objetivos tecnológicos que se realizan desde Internet utilizan
sofisticados programas informáticos. Uno de ellos es el envío de correos electrónicos a
empleados de las compañías objeto de la ofensiva. Medio por el que se introducen virus
informáticos que infectan masivamente los ordenadores de las intranet corporativas. Virus
que, de forma silente, obtienen la información que desean explorando las carpetas de Mis
Documentos de los ordenadores atacados. Tal fue el caso, en 2008, de una empresa de
tecnología residente en Houston en la que por este medio quedaron infectados 300
ordenadores de la entidad. El ataque, supuestamente, se había originado en Turquía.
Todo lo anterior es una de las oscuras caras de la Sociedad de la Información, que ha
introducido profundos cambios sociales, políticos y económicos. Según asegura Manuel
Castells, antiguo profesor de la Universidad de California, en The Rise of the Network Society:

«Vivimos uno de esos raros intervalos de la historia caracterizados por la transformación de nuestra
base cultural mediante un nuevo paradigma tecnológico basado en las tecnologías de la información».

Y dentro de estos cambios culturales, ha venido a asentarse una nueva y compleja forma
de criminalidad que utiliza esas tecnologías y el potencial que tienen dentro de las redes de
ordenadores conectadas en Internet. Una nueva manera de alcanzar la superioridad
tecnológica y comercial en los mercados globales en la que ninguna empresa o institución
está verdaderamente a salvo.

El fraude corporativo
En 1992, un periodista de la revista Fortune, Philip Mattera, publicó World Class Business: A
Guide to the 100 Most Powerful Global Corporations. Muchas de ellas son hoy historia y otras
están en crisis profunda y ya no representan lo que fueron. Allí aparecían las llamadas Baby
Bells, las mayores empresas de telecomunicaciones de Estados Unidos. Ya no existe
ninguna de ellas. Otras, sin embargo, como Apple, son hoy enormes compañías, muy
influyentes socialmente con sus innovadores productos. Todas ellas perseguían, sin
embargo, los mismos objetivos corporativos: remunerar al accionista. Una frase que,
convertida en objetivo prioritario, se ha vuelto en el lema y misión fundamental de
cualquier empresa privada. Y, en especial, de las grandes corporaciones. De ahí nacieron
múltiples programas en famosas escuelas de negocio para formar a los nuevos ejecutivos
bajo el paraguas de un único objetivo:

«El objetivo primordial en la gestión de cualquier compañía es crear, e incluso maximizar, el valor
para los accionistas».

Una nueva teoría del valor que, a nivel empresarial, obviaba el fundamento de cualquier
empresa, que no solo es remunerar a los accionistas, sino cumplir una función social en el
entramado económico del que forma parte. De manera que, para maximizar el valor de los
accionistas, muchas empresas entraron también en el circuito de la especulación financiera
mediante emisiones de productos financieros de alto riesgo.
Este fue, por ejemplo, el caso de la compañía Enron sobre el que pasamos rápidamente
páginas atrás. Un caso, quizás paradigmático, por sus efectos colaterales. Unos en forma de
fraudes económicos, y otros en forma de fraudes de control por parte de los que debían
hacer esa función. Así desapareció la enorme y reputada firma de auditoría Arthur
Andersen, que era el auditor de la empresa. Actividades de auditoría que con frecuencia se
ven envueltas como partícipes de los fraudes por la laxitud de sus prácticas. Con Enron,
además, desaparecieron importantes firmas de consultoría, como fue el caso de Deloitte
Consulting que se vio obligada a cerrar por las exigencias de una nueva ley, la Sarbanes-
Oxley, que prohibía realizar actividades de consultoría y auditoría en una misma sociedad.
Lógicamente, los consultores eran los más perjudicados por esta nueva regulación. Los
auditores no lo sufrieron en tan gran medida.
El caso Enron fue posible por la diseminación de productos financieros derivados, a lo
que se unió la inexistente regulación que debiera haber luchado contra la innovación
financiera que lanzaba productos de alto riesgo. Enron, una empresa eléctrica en origen,
con la anuencia de sus auditores de Arthur Andersen y varios bancos de Wall Street, puso
en el mercado complejos instrumentos financieros para manipular sus resultados y evitar
la regulación a la que estaban sometidas las empresas de su sector. Al principio, sus
prácticas financieras proporcionaron suculentos beneficios. Una red de empresas
colaboradoras en las que se compraban activos, se pedía prestado, y se entraba en
operaciones dudosas, completó el escenario ante la pasividad de los auditores. Entre las
alianzas que realizó Enron se encontraba CalPERS, el sistema público de pensiones del
estado de California. Ambas entidades invirtieron conjuntamente 250 millones de dólares
en varios derivados financieros. En 1999, Enron era ya una empresa de actividades
financieras. Sus beneficios por estos conceptos en 2001 se estimaban en 3.800 millones de
dólares. La historia terminó en un desastre financiero y la puesta en prisión de sus
principales ejecutivos. Se dejaba detrás un rastro de corrupción y codicia desmedida.
El caso Enron fue el resultado de un fraude organizado. Es, quizás, el extremo de la
laxitud en los comportamientos corporativos, la ausencia de verdaderos controles. Lo que
John Kenneth Galbraith denomina: el fin de la inocencia corporativa.

«Recientemente —decía Galbraith— la opinión pública ha advertido, con sorpresa y conmoción, la


tendencia de los directivos a buscar el poder y el enriquecimiento propio. Los ejecutivos de Enron,
Worldcom, Tyco y otras empresas han sido objeto de críticas ampliamente difundidas, que rayaban en
la indignación. Fue así como surgió la expresión de «escándalos corporativos». Sin embargo, se evitó
mencionar la irresistible oportunidad de enriquecimiento que se había ofrecido a los directivos de las
modernas corporaciones, y esto en un mundo que considera que la riqueza es la principal recompensa
por los propios méritos».

La cita está sacada de un libro de Galbraith al que hicimos ya mención: La economía del
fraude inocente. La verdad de nuestro tiempo. Lo publicó en 2004. Todavía no había estallado la
crisis financiera global en forma de subprime y otros productos financieros tóxicos.
Galbraith falleció dos años después a los 97 años.
Galbraith también cita en el libro que comentamos a otros dos autores: Adolph Berle y
Gardiner Means que, en 1991, publicaron un descriptivo libro sobre las modernas
corporaciones: The Modern Corporation and Private Property, donde se demostraba el
«divorcio» entre los propietarios de las corporaciones y los encargados de su
administración, es decir, los ejecutivos. Estos son los que, en realidad, gobiernan las
empresas. Los accionistas minoritarios, incluso si se organizan en asociaciones para
defender sus derechos, pueden acabar en manos de personas que son la «larga mano» de
los ejecutivos corporativos que, con pocos escrúpulos, los «compran» en ocasiones. Y, por
supuesto, dichas personas, que debieran defender a los minoritarios, se «dejan comprar». Y
los grandes accionistas, corporaciones a su vez, en forma de fondos de pensiones o
inversores similares, acaban, de igual manera, en las manos de sus propios ejecutivos. El
resultado es que, al final, en múltiples ocasiones, ejecutivos con participaciones muy
minoritarias «hacen y deshacen» en las corporaciones que gobiernan. Es lo que se conoce
bajo el término de Corporación Berle-Means. Sobre lo cual asevera Galbraith:

«…la creencia de que el propietario constituye la autoridad última persistió, y continúa vigente en
nuestros días. En la Junta Anual se proporciona a los accionistas información sobre la marcha de la
empresa, sus beneficios, las intenciones de la dirección y otras cuestiones, incluyendo muchas ya
conocidas. Todo ello tiene cierto parecido con una ceremonia de la iglesia baptista. La autoridad de la
dirección se mantiene incólume, incluida la facultad de fijar el monto de su propia compensación, bien
sea en efectivo o en stock options. En épocas recientes, como hemos señalado, las retribuciones
anuales para los ejecutivos aprobadas de este modo alcanzan cifras millonarias, algo posible en un
entorno en el que ganar dinero no es visto en términos desfavorables».

Aunque Galbraith, una «joven» y lúcida persona de 95 años cuando publicó este libro,
no se queda solo en esto. Y concluye:

«Los mitos de la autoridad del inversionista y del accionista activo, las reuniones rituales del consejo
de administración y la junta general anual se mantienen, pero ningún observador de la corporación
moderna que esté en sus cabales puede pretender ignorar la realidad: el poder corporativo reside en la
dirección, una burocracia que controla sus tareas y decide sus retribuciones. Que en ocasiones estas
retribuciones están cerca del robo es algo que resulta evidente desde todo punto de vista. Recientemente
se ha hecho referencia en muchas ocasiones a esta situación catalogándola de escándalo corporativo».

De la economía del carbón a la economía virtual


Esta muy extendida la idea de que la Revolución Industrial vino de la mano del carbón, el
vapor, el hierro y los ferrocarriles. Y entre muchos historiadores, el carbón es lo que está
en el centro del proceso. El carbón vegetal y luego el mineral, desde la Edad Media, fue el
combustible utilizado para fundir metales. Incluso un joven profesor de Historia en la
Universidad de Chicago, Kenneth Pomeranz, presidente de la American Historical
Association, argumenta en su libro The Great Divergence: China, Europe, and the Making of the
Modern World Economy, que el Reino Unido, a diferencia de China, explica sus éxitos
económicos durante la Revolución Industrial por la accesibilidad de sus minas de carbón
desde los centros de producción. A lo que se sumó el necesario impulso innovador y
tecnológico que, si bien, también existía en China durante la misma época, le restaba
capacidad por la dificultad de acceder fácilmente a sus minas de carbón. Un hecho que
viene avalado además por los precios del carbón, que disminuyeron un 40% durante ese
período, a la vez que la producción se multiplicaba 18 veces. Unos precios que hicieron
caer los costes de las máquinas de vapor, haciéndolas más competitivas respecto de la
tracción animal; ya que, poco a poco, el coste del carbón acabó resultando, por diferentes
motivos, más favorable que el forraje de los caballos, tal como indica Nicholas von
Tunzelmann en Steam Power and British Industrialization to 1860.
Pues, aunque, la introducción de las máquinas de vapor no revolucionaron la industria
en un principio, hacia la mitad del siglo XVIII, su coste no era más que un 25% mayor que
el uso de caballos. Lo que acabó definitivamente con la tracción animal. Existiendo incluso
cálculos que demuestran que, en ausencia de estas nuevas tecnologías basadas en la
producción de vapor, la extracción de carbón en las minas se habría incrementado
alrededor de un 20%. Un hecho, quizás tangencial, pero que se suma a los otros avances
tecnológicos y económicos de la Revolución Industrial.
El carbón, obviamente, no ha desaparecido de nuestras vidas. Es un combustible
esencial en la producción eléctrica. De hecho, es la fuente primaria de generación de
energía eléctrica, y además en proporción creciente. Actualmente, el carbón proporciona
más del 42% de la electricidad generada en el mundo, siendo responsable, a la vez, del 28%
de las emisiones globales de CO2. Con países, como China o India, donde el uso del
carbón en la generación eléctrica es el 79% y 68%, respectivamente. Y otros como
Sudáfrica (93%), Polonia (87%) o Australia (78%), son extremadamente dependientes de
este combustible.
Sin embargo, no se puede decir que la economía global sea la economía del carbón.
Aunque se espere que su demanda crezca en torno al 2,6% anualmente hasta 2017,
convirtiéndose en una fuente energética tan esencial como el petróleo. Según la Agencia
Internacional de la Energía, el carbón alcanzará en ese año un consumo de 4.320 millones
de toneladas equivalentes de petróleo, comparado con los 4.400 millones de toneladas de
crudo. Unas exigencias provenientes del crecimiento económico de China y de otros países
asiáticos. Una vuelta al pasado, ya que tanto en el transporte como en usos domésticos el
carbón había dejado paso a los derivados del petróleo y al gas natural. Productos que han
tenido un relevante papel en pasadas décadas como instrumentos de desestabilización
económica. El embargo del petróleo de 1973, la revolución iraní en 1979, y la invasión de
Kuwait por Sadam Hussein en 1990, son excelentes ejemplos de cómo la geopolítica y la
geoeconomía de los recursos naturales pueden causar también estragos económicos. A lo
que se podría añadir la intervención militar en Libia durante 2011 y, quizás, los problemas
tradicionales en Afganistán. Sin olvidar que en el norte de África y Oriente Medio se
produce más de un tercio del petróleo mundial. El caso de Libia, por ejemplo, tuvo un
rápido impacto en el precio del crudo Brent que, hacia finales de febrero de 2011, subió un
15% alcanzando los 120 dólares/barril. Lo que se mitigó posteriormente con una mayor
producción desde Arabia Saudita. Efectos que siempre preocupan por la influencia que
tiene el precio del petróleo en la economía. Impacto que viene de forma habitual en forma
de aumento de inflación y mayores precios de los alimentos, que siguen en lo fundamental
las fluctuaciones de los productos petrolíferos.
El caso más sorprendente de una subida espectacular en los precios del petróleo se dio
en 2008, coincidente con la explosión de la crisis financiera. Una «burbuja petrolera» que
explotó de los 90 dólares del precio del WTI (West Texas Intermediate) en enero de 2008, a
los 147 dólares del 11 de julio de ese año. Unos hechos de difícil explicación si no se
considera la financiarización de los mercados de commodities. Algo que nos devuelve a la
sociedad actual donde la economía financiera lo impregna todo. Es lo que luego
definiremos como la sociedad economicista. Y es que, previo a ese «salto» en los precios, al
igual que la especulación se dispersaba con productos financieros creativos en forma de
derivados o estructurados, la especulación entraba también en los mercados de materias
primas rompiendo los tradicionales equilibrios que gobiernan la oferta y la demanda. Una
situación sobre la que, en un artículo firmado conjuntamente, Gordon Brown, Primer
Ministro del Reino Unido, y Nicolás Sarkozy, presidente francés, denunciaban en el Wall
Street Journal del 8 de julio de 2008:

«Durante dos años el precio del petróleo ha sido peligrosamente volátil, desafiando las reglas aceptadas
de la economía. Primero, creció más de 80 dólares el barril, para caer rápidamente más de 100
dólares, antes de duplicar su actual nivel de unos 70 dólares. En ese tiempo, sin embargo, no ha
habido una seria interrupción del suministro. A pesar de los conflictos de Oriente Medio, el petróleo
ha continuado fluyendo. Y aunque la recesión y el aumento de precios han tenido algún efecto en el
consumo, las previsiones de demanda en el medio plazo se mantienen con robustez. El mercado del
petróleo es complejo, pero esos erráticos movimientos en los precios en una de las materias primas
cruciales del mundo es una creciente causa de alarma. El aumento de precios del año pasado dañaron
gravemente la economía mundial y contribuyeron a la crisis. El riesgo ahora es que un nuevo período
de inestabilidad pueda socavar la confianza ahora que estamos empujando la recuperación».

Movimientos especulativos que se aprecian también cuando se compara el petróleo con


el oro, un metal que desde antiguo es conocido por sus tradicionales movimientos
especuladores alejados del simple esquema oferta-demanda. Esto sucedió con el
incremento de los precios del petróleo en el período 2002-2008, que fueron mucho
mayores que en todo el lapso que fue de 1970 a 2008, demostrando así el atractivo de los
inversores sobre este producto. Movimientos especulativos que fueron superiores a los
que sufrió el oro en el mismo período: durante la primera mitad de 2008, mientras que el
petróleo se apreció un 50%, el oro solo lo hizo el 13%. A lo que habría que sumar el
hecho de que, si en 2002, la negociación diaria de contratos de futuros de petróleo (lo que
se denomina como barriles de papel) respecto del petróleo físico (barriles reales) era de uno a
cuatro de estos segundos respecto de los primeros, en 2008 la relación era de uno a quince.
Nivel que se mantuvo hasta mediados de 2009.
Operaciones de compraventa que nos trasladan a una suerte de economía virtual donde
los productos reales se han convertido en piezas de información. Y donde la economía real
queda supeditada a la financiera. Con una actividad en la que el petróleo que se compró
nunca llegará a su destino: ya que se trataba de «piezas de papel» que establecían unas
condiciones financieras en forma de un precio a pagar según lo que sucediera en el futuro.
Un hecho también reconocido por la UNCTAD (United Nations Conference on Trade and
Development) que, en una breve nota de septiembre de 2012, bajo el título Don’t blame the
physical markets: Financialization is the root cause of oil and commodity price volatility, denunciaba el
mismo problema:

«No se suele reconocer que la demanda de los inversores financieros en los mercados de commodities
ha llegado a ser abrumadora durante la última década. Es cierto que los sobresaltos de oferta y
demanda pueden mover los precios una y otra vez. Pero los volúmenes de derivados intercambiados en
los mercados de commodities, que se encuentran entre 20 y 30 veces por encima de la producción
física, tienen tal influencia que han transformado sistemáticamente los mercados reales en mercados
financieros. Lo que precisa de una inmediata respuesta política regulatoria en los mercados financieros
más que en los mercados físicos».

Una presencia financiera en el mundo de las materias primas que, según este mismo
documento, había pasado de menos de 10.000 millones de dólares al inicio de la década, a
superar los 450.000 millones en abril de 2011. Y si se miraba más atrás, habían pasado de
suponer un 25% de todos los participantes en esos mercados en 1990, a más del 85%, y en
algunos productos commodities, a dominar el mercado al cien por cien. Una situación que,
de no controlarse, volverá a generar nuevas burbujas financieras en estos u otros
mercados.

La sociedad economicista
Los economistas durante el último siglo han promovido el crecimiento constante. La salud
económica se ha entendido como el crecimiento económico ilimitado. Todo lo que no sea
crecer no resulta aceptable económicamente. La abundancia sin límites, sin embargo, no es
posible. El mundo es finito y limitado, al igual que lo son sus recursos; por lo que un
crecimiento económico permanente solo es posible en un esquema donde unos pocos
tengan mucho, y los demás tengan menores medios económicos. El crecimiento sostenido
solo es factible si se aumenta el reparto de la riqueza generada entre la población.
¿Significa esto que el crecimiento debería detenerse? El problema no está en el
crecimiento sino en la forma en que este se mide y, sobre todo, en cómo se distribuye.
Cuando se habla de crecimiento económico este se refiere normalmente al aumento del
Producto Interior Bruto, del PIB. Y también al comportamiento del PIB per cápita. Dando
a entender que a medida que ambos crecen hay más riqueza para todos y, por tanto, las
personas aumentan su bienestar material. Sin embargo, como se ha dicho, el PIB depende
de diferentes factores, uno de los cuales es el consumo. Además, en su medición no se
tienen en cuenta las externalidades; con lo que se podía dar el caso de que un país muy
populoso con una red viaria ineficiente, que produjera enormes atascos automovilísticos,
podría llegar a tener un enorme consumo de carburantes, y, en consecuencia, un elevado
PIB. Al igual que ocurriría con un Estado en el que su Gobierno dedicara la mayor parte
de su presupuesto a la compra de material militar, mientras su población estuviera
viviendo en condiciones penosas. Allí podría alcanzar un PIB per cápita muy elevado.
Y este es el error. La economía no es simplemente econometría ni matemáticas
financieras. O no solo. Una economía únicamente estadística no refleja sino eso, curvas o
análisis econométricos sin ningún sentido respecto de la esencia económica, que no es sino
la manera en que se reparten y se distribuyen los bienes generados. Lo que nos devuelve al
comportamiento humano. Algo, hoy olvidado, que sacaba a colación en su día John Stuart
Mill en sus reflexiones sobre la economía, que la entendía

«…no como una cosa en sí misma, sino más bien como un fragmento de una totalidad más amplia,
una rama de la filosofía social tan interrelacionada con las otras ramas que sus conclusiones, aun
circunscritas a su ámbito particular, tienen valor solo condicionalmente, estando sujetas a la
interferencia y a la acción neutralizadora de causas que no se encuentran directamente dentro de su
área».
Consideración que, ciertamente, los economistas actuales han olvidado, pues consideran
la economía como una ciencia total, independiente de su validez moral y de su relación
con otras ciencias. Un modo de pensar que Jacques Attali hacía ver en un libro hoy
descatalogado, si bien de título muy sugestivo: El antieconómico. Un libro escrito con Marc
Guillaume en 1974, cuando ambos eran los asesores económicos del partido socialista
francés. Y aunque el trabajo de Attali y Guillaume trataba de buscar —sin demasiado
éxito, por cierto— el punto medio entre capitalismo y marxismo, aportaba interesantes
sugerencias, como esta que reproducimos aquí:

«La pobreza y la fragilidad del análisis económico es patente tanto en el Este como en Occidente; en
ambos campos la sociedad industrial crea perjuicios y alienaciones sin que ningún tipo de análisis ni
de práctica económica lo evite».

Sin embargo, la sociedad posindustrial hace tiempo que desapareció, dando paso a una
sociedad economicista nacida al amparo de la excesiva financiarización de la economía. Una
sociedad donde priman los factores económicos sobre todo lo demás. Y, quizás, aun más:
donde lo que tiene importancia son los factores financieros, ya sean estos en estado puro
o, simplemente, según su influencia sobre los factores productivos, políticos e incluso
sociales. Y es que el liberalismo radical promovido en el contexto de esta nueva sociedad
economicista encierra una ideología que, como primer efecto, promueve —con mayor o
menor aceptación— la codicia, que se constituye en sí misma como el elemento esencial de
la generación de riqueza. Una forma de pensar que ha sido el origen del nuevo ciclo
económico que trajo la crisis financiera iniciada en 2007. Una crisis que sacó a la luz una
fuerte degradación moral, siempre en la idea de que el crecimiento económico era
imparable, y que cuanta mayor riqueza, mayor felicidad. Lo que volvía a poner de
actualidad el conocido axioma de Gandhi:

«La Tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre, pero no la codicia
de cada hombre».

Así, la propia inestabilidad del capitalismo ha puesto a las claras las perversas
consecuencias de una liberalización sin control de los mercados financieros, que se han
llenado a su vez de cientos de productos capaces de enriquecer a unos pocos y empobrecer
a sociedades enteras. Y de nuevo, la ausencia de unos mínimos principios éticos en una
carrera por asentar definitivamente el modelo social economicista que, con la
globalización de los mercados financieros, pretendía consolidar el pensamiento económico
neoliberal como la única verdad en la materia. Haciendo, eso sí, que la brecha entre ricos y
pobres se abriera cada vez más.
De esta manera, yendo de Keynes a Milton Friedman, y pasando por Hayek, se impuso
la ideología del laissez-faire ya sugerida por Adam Smith, y se estableció como verdad una
economía de base matemática que justificaba cualquier postulado que tuviera sentido
financiero, a la vez que apoyaba este tipo de sentir por encima de cualquier otra
consideración, tanto en lo económico como en lo político y lo social. Y con la llegada de la
globalización y el enorme aumento de los flujos financieros alrededor del mundo, se
establecía un capitalismo financiero que hoy lo impregnaba todo. Capitalismo financiero
que impulsa un incremento desorbitado de los activos financieros globales sin
contrapartida con los activos reales creados por la economía productiva. A lo que se une la
explosión de derivados, estructurados y otros múltiples productos asociados a ellos, que
separa definitivamente la economía real de la financiera, con el enorme daño de crear una
riqueza virtual que solo beneficiaba a aquellos que se encuentran en el entramado
financiero y, a veces, no a todos sino solo a unos pocos. Y, para terminar, el logro de unos
réditos excesivos por parte de aquellos que conocen los arcanos de cómo conseguir
beneficios con mínimo riesgo, a la vez que otros son víctimas de sus excesos, que vienen
en forma de oscuros y complejos productos de inversión de alto riesgo.
Una situación que pone en primera línea lo que se debería entender como riqueza real,
separándola de esa otra «ficticia» de la que ya habló Adam Smith, y que en el volumen
tercero de El Capital aparece definida como capital ficticio, que no es sino el aumento irreal
del valor de las cosas tangibles como consecuencia de su impacto financiero, ya sea en
forma de apalancamiento excesivo o de la propia especulación debida a la financiarización.
De manera que los precios pueden llegar a multiplicarse de forma desorbitada como
hemos visto con detalle páginas atrás. Lo cual se constata además cuando se ofrecen
productos financieros con rentabilidades mucho mayores que el propio crecimiento que
refleja la economía real.
Y detrás de este escenario está la preeminencia de un neoliberalismo financiero que,
contrariamente a lo que se piensa, romperá el tradicional movimiento cíclico que ha
caracterizado la economía capitalista: en la sociedad economicista, las crisis financieras serán
permanentes, ya que el sistema está viciado en su interior. Una enfermedad que se ve en
forma de deudas soberanas enormes, soportadas a su vez por el propio sistema financiero
privado que es sostenido por el esfuerzo de la población en general. A lo que se unen, en
algunos lugares, tasas de paro insostenibles, que los tímidos crecimientos de la economía
no podrán solventar. Una economía, donde su actividad real en forma de trabajo, capital,
organización, etc., está marginada por la financiera. De manera que el flujo financiero que
debería llegar a la economía real está detenido en operaciones fuera de este circuito que, en
esencia, constituye la vida económica de los países, es decir, la producción y el comercio.
La especulación financiera que congela el crédito a la actividad empresarial, ya lo hemos
visto, destruye la economía real, aumenta los riesgos y acaba teniendo un efecto boomerang
en contra de sus iniciadores, sean los bancos comerciales o los puramente financieros, o
ambos a la vez. En un perverso ciclo que se torna en pánico y acaba empobreciendo a la
sociedad que debe cubrir al final tales excesos.

Política y economía
Se dice que la decisión del presidente Nixon de abolir, en 1971, el patrón oro respecto del
dólar terminó con más de dos décadas de capitalismo floreciente. Cierto es que con
aquella decisión se truncó la relación entre el dinero y el valor real de los bienes. La
moneda, como dijimos, se hizo fiduciaria. Es decir, su valor reside hoy en la confianza que
se tenga en la economía que la emite. Sin embargo, la confianza es algo que ya no tiene
valor, o lo tiene en muy pequeña medida. La crisis financiera y la sociedad economicista se la
han llevado por delante. Y las malas prácticas también.
Lo que se destruyó, poco a poco —no de golpe—, fue el concepto de valor y, por tanto
de riqueza. Lo cual parece una contradicción, ya que cualquier economista diría que a todo
lo que tiene valor le corresponde un precio, pues la economía, en el límite, es la ciencia del
valor. Para Marx el valor residía en el trabajo, y, anteriormente, Adam Smith diría que los
bienes tienen valor de uso. Es decir, siguiendo a los utilitaristas a los que nos referimos
páginas atrás, tendrá valor aquello que es útil. Aunque el problema es como poner precio a
lo útil. Adam Smith, al respecto, sugería el ejemplo del agua: un elemento esencial, pero de
escaso o nulo valor en el mercado (aunque hoy existan multitud de aguas embotelladas).
Para lo cual, David Ricardo, siguiendo a Smith, propuso como medida para fijar el precio
la cantidad de trabajo incorporada en los bienes. Cosa que, posteriormente, Stuart Mill no
consideró adecuada. Algo ciertamente comprensible, porque los bienes raros y escasos,
cuando tienen fuerte demanda, son muy caros, y los abundantes y poco demandados son
muy baratos.
Sin perdernos por los vericuetos de los economistas de la Escuela Clásica, y sin entrar
en los conceptos de utilidad marginal que alguno de ellos sugirió (es decir, la satisfacción
suplementaria que se obtiene con el bien adquirido), se llega a que el libre juego de la
oferta y la demanda acabará garantizando un uso óptimo de los recursos si se dan las
debidas condiciones de flexibilidad de precios y de competencia en los mercados. Sin
embargo, con esto llegaríamos también a deducir que, en el fondo, los precios en una
situación de equilibrio no dejan de ser, en caso de mercados abiertos, una cuestión
subjetiva. O dicho de otra manera, lo que los consumidores atribuyan al bien que
pretenden adquirir, tal como también sugirió Marx. Pues si ante una oferta no existe
demanda, la solución es jugar con el precio.
Sin embargo, en la sociedad economicista dominada por el neoliberalismo financiero al que
nos hemos referido, la libre competencia dejada a su albur lleva a una suerte de jungla
económica. No todo se puede abandonar al libre funcionamiento del mercado. Con lo que
se entra en la contradicción de la economía occidental actual que, pretendiendo dejar al
mercado operar libremente, incorpora las externalidades que provienen de la acción del
sistema público regulador que, con sus interferencias, empeora lo que debería mejorar, y
causa los problemas que, supuestamente, no quería producir. Ya que en el momento en
que aparece el Estado interviniendo en la economía en aquellas zonas que deberían estar
reservadas a la actividad privada, surgen desajustes indeseables, que se traducen tarde o
temprano en cargas impositivas a la población. Lo que viene a concluir que, si el mercado
es más eficiente que el Estado en la producción de ciertos bienes, este debería dejar
desarrollarse con entera libertad a la actividad privada.
El Estado no trae la felicidad, como pretendía hacer creer la Constitución española de
1812. Como tampoco lo hace el mercado por sí solo. Una economía socialista planificada
está demostrado que trae mucha pobreza y enormes desigualdades. Las ventajas del libre
mercado son pues evidentes, ya que permite la descentralización de las actividades
productivas, la libre fluctuación de los precios, la creatividad y el emprendimiento, y otros
muchos elementos generadores de riqueza. El tiempo y las realidades históricas
demuestran su superioridad sobre el Estado; el cual debería ocuparse de las actividades
que le son propias; es decir, la gestión de los bienes estrictamente públicos y los esquemas
regulatorios. Circunstancia que, en muchos lugares, incluso con economías de mercado
abiertas, no se practica; viéndose al Estado o, a sus Administraciones regionales o locales,
entrar en actividades que deberían ser exclusivamente privadas, las cuales se tiñen de
«servicio público» para enmascarar lo que no es sino la búsqueda de réditos políticos, ya
sean de poder o materiales. Lo que hace a tales Administraciones excesivamente onerosas
en sus costes, y las pone en competencia desleal con la actividad privada. Ante lo que hay
que reclamar, en estos casos, la urgente necesidad de poner en marcha unas prácticas de
exigencia pública que, desgraciadamente, no están generalizadas. Para lo cual se precisa
una nueva teoría de la función pública y de su política económica. Una utopía que parece
imposible a priori, y mucho menos de ser aplicable internacionalmente.
La idea de que el mercado por sí solo logrará los equilibrios es una supuesta ley que en
realidad no existe. Ya a finales del siglo XIX, el economista francés Léon Walras expuso
una teoría sobre el equilibrio general. Anteriormente ya había producido la teoría del valor
marginal que antes apuntamos. Se trataba de ecuaciones matemáticas que,
desgraciadamente, no respondían a lo que sucede en la vida real. Fueron dos economistas
posteriores, el americano Kenneth Arrow (ganador del premio Nobel en 1952 con tan solo
51 años), y Gérard Debreu (de origen francés y posteriormente nacionalizado americano,
que logró igualmente el Nobel en 1983), los que expusieron una teoría respecto del
equilibrio general del sistema económico, que se daría bajo ciertas condiciones. Lo que se
conoce como el modelo Arrow-Débreu. Según ellos, el equilibrio se logrará en una situación
de competencia «pura y perfecta» en el mercado. Para ello, son precisas cinco condiciones:
transparencia perfecta entre los competidores; atomicidad, es decir, muchos actores en el
mercado, sin que ninguno tenga una posición de dominio; homogeneidad de los
productos; perfecta movilidad de capitales y trabajadores; y acceso libre a los mercados.
No hay que decir que se trata de algo imposible: no existe ningún mercado en el que se
den estas condiciones. La competencia siempre es imperfecta, los productos no son
homogéneos, etc., etc. Además, en la sociedad economicista, el peso de la financiarización
aumenta las diferencias y las inestabilidades. Con lo que la posibilidad de un equilibrio
general no deja de ser una discusión teórica. ¿Y qué es lo que ocurre en la realidad cuando
aparecen los desequilibrios? Lo hemos visto: las empresas, ante las dificultades de una
menor demanda y menores créditos, buscan la eficiencia de los costes, lo que se traduce en
reducciones de producción y ajustes de plantillas, es decir, crean desempleados; eso sí, con
la ayuda del regulador que les facilita la tarea en forma de fáciles esquemas de regulación
de empleo, pensando que será el mercado quien equilibre la situación en el futuro. Cosa
imposible como hemos visto: no existe la posibilidad de un equilibrio económico general.
Y con los ajustes se realimentan los problemas: los trabajadores que pierden su empleo
dejan de consumir, a la vez que aumentan los costes de los programas de seguro de
desempleo que van contra los costes sociales, lo que incide en la actividad económica y,
por lo general, endeuda más a los Estados. Es decir, el desequilibrio genera otros
desequilibrios. Y los desempleados, llegados a un número fuera de toda lógica, no serán
absorbidos en el futuro: muchos no volverán a trabajar nunca, ya que la mayoría de las
empresas en las que trabajaban desaparecieron a la vez que desaparecían sus empleos.
La crisis de 1929 en Estados Unidos es concluyente a este respecto: en 1929, el paro fue
del 3,2%, pasando al 8,7% en 1930, para llegar al 24,9% en 1933. En 1939 estaba todavía en
el 17%, y solo la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial tuvo,
sorprendentemente, efectos positivos al respecto: en 1940 se situó en el 14,6%. Los ajustes
económicos por la vía laboral son muy difíciles de absorber. La economía poscrisis será
distinta de la anterior y los empleos que genere no servirán para absorber a muchos
desempleados que quedaron fuera del sistema.
El problema esencial es que, en las modernas democracias, la política se ha separado de
la ciudadanía a la que dice representar. Después de efectuadas las elecciones, una vez
conseguido el poder, todo será diferente. El juego político cambia su faz y se suma, de
alguna manera, a los intereses económicos que representan el entramado financiero. De ahí
que muchos Estados pierdan su función reguladora y de búsqueda del interés común.
Dado que el mercado no es capaz de lograr por sí solo la estabilidad, tampoco lo hará el
Estado que se somete a él. No importa ya que se trate de un socialismo de mercado o de
un liberalismo más o menos profundo, el caso es que, al final, la financiarización económica
acabará regulando los comportamientos. Pues el Estado, al igual que las corporaciones,
está dirigido por personas concretas que, con su dirección, influyen determinantemente en
la marcha económica.
Joseph Schumpeter es sin duda uno de los economistas más reconocidos del siglo XX.
Sus teorías sobre el ciclo económico son, quizás, la referencia para todo aquel que quiera
adentrarse en esta problemática. De origen austriaco, llegó a ser ministro de Finanzas en
su país en 1919. Duró poco en el cargo. Emigró a Estados Unidos, donde consiguió la
nacionalidad en 1958. Fue profesor en Harvard durante 18 años, muriendo joven, en
Connecticut, a los 66 años. En 1942 publicó un libro de gran impacto: Capitalism, Socialism
and Democracy. En la introducción de su quinta edición hay una cita de John Kenneth
Galbraith:

«Este es un libro para ser leído, no por las adhesiones o desacuerdos que provoque, sino por los
pensamientos que sugiere».

Una de sus proposiciones es que la democracia que se practica en el mundo —era a


principios de los años cuarenta del pasado siglo, y parece que el tiempo no ha pasado—:

«Ya no es el Gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo, sino que el pueblo elige un Gobierno
al final de una libre competición en función de las papeletas de voto».

Aparte de criticar la corta visión de los «padres del utilitarismo», Schumpeter considera
que la democracia es una consecuencia del capitalismo. Sin embargo, no debe ser
entendida como un fin en sí mismo, tal como hoy en muchos lugares se considera. O, de
nuevo, en palabras de Schumpeter:

«La democracia es un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para alcanzar
unas decisiones políticas —legislativas y administrativas— y, por tanto, incapaces de constituir un
fin en sí mismas, independientemente de las decisiones que puedan tomarse en ciertos momentos
históricos. Y este ha de ser el punto de arranque de cualquier intento en definirla».
Y al no ser un fin en sí misma, la democracia queda pervertida en el momento en que
sus dirigentes, una vez conseguido el voto y el logro del Gobierno, no cumplen lo pactado
en las urnas. Cosa habitual que se justifica en aras de los cambios que impone la realidad
una vez concluido el proceso electoral. Una suerte de fraude que pervierte al final el
contexto social y, ante lo cual, no hay forma de actuar salvo esperar a nuevas elecciones.
El problema añadido es que, tal como apunta Schumpeter, los ciudadanos son más o
menos ignorantes, y sus motivaciones suelen ser emocionales en lugar de racionales. Algo
que los estrategas electorales conocen bien y utilizan en consecuencia. De manera que las
disfunciones económicas que podrían ser contenidas gracias al curso democrático, se ven
en la mayoría de los casos agravadas por el propio funcionamiento de la democracia. Lo
que apela por la institución de verdaderos regímenes democráticos cuyos valores se alejen
de los presupuestos democráticos actuales que, más bien, funcionan con la lógica de una
democracia de mercado en lugar de una democracia de los ciudadanos.
¿Cómo subvertir entonces esas disfuncionalidades democráticas? Si la democracia tiene
por base la libertad y la separación de poderes, no hay otra opción que mejorar estos
presupuestos. Es decir, facilitar más libertad y ahondar en la separación de poderes, de
manera que existan cuerpos legislativos verdaderamente democráticos y una justicia
independiente de los poderes políticos. Ir en definitiva a una democracia más humana, que
llevará, en consecuencia, a una economía más humana, donde la persona sea el centro de la
vida económica y no su periferia. Proteger desde la democracia los intereses personales
evitará la aparición de productos financieros que se distribuyan sin ningún control
efectivo, a la vez que limitará la extensa financiarización de la economía. Con sistemas
democráticos más sanos, el control de las crisis económicas, cuando retornen, será mucho
más efectivo. Para ello habrá que convertir la sociedad economicista en una sociedad más
social en lo económico. Es decir, focalizada en la búsqueda y consecución del bien común.

Schumacher: lo pequeño es hermoso


Crecimiento económico no es igual que desarrollo económico, tampoco coincide con
reparto de la riqueza. El desarrollo tiene que ver con asuntos diferentes. Se trata de mejor
educación, mayor nivel de vida, disminución de desigualdades sociales, aumento de
esperanza de vida, más libertades, y otras cosas similares. El desarrollo es una cuestión de
largo plazo que, encierra un criterio ético, mientras que el crecimiento es una estadística
de corto plazo de orden matemático. Un crecimiento sin desarrollo, que aumenta las
desigualdades es en sí mismo destructivo. Tanto la economía de tipo keynesiano, como las
ideas neoclásicas, impulsan el crecimiento entendiendo que de él se deriva el desarrollo.
Algo que no es exacto. Ya que, siendo evidente que sin crecimiento económico será difícil
impulsar políticas de desarrollo, el crecimiento por sí mismo no implica mejoras en la
calidad de vida de las personas.
Ernst Friedrich Schumacher fue un economista británico de origen alemán. Nació en
Bonn en 1911 y cursó estudios de economía en la universidad de su ciudad natal y en
Berlín. Antes de las Segunda Guerra Mundial, en 1930, fue a Inglaterra para continuar sus
estudios en Oxford. Durante la guerra mundial, debido a su origen alemán, estuvo
confinado en una granja donde escribió un artículo que llamó la atención de Keynes.
Gracias a esto fue redimido del internamiento a que estaba sometido y paso a trabajar
como economista con el Gobierno británico durante la guerra. El artículo en cuestión,
Multilateral Clearing, publicado en 1943 en la revista Economica, trata de la importancia que
tiene desarrollar el comercio multilateral mediante una cámara de compensación
internacional que facilite los intercambios. Posteriormente, Keynes le facilitó la entrada
como profesor en la Universidad de Oxford.
Schumacher es mundialmente conocido por su libro de 1973 Small is Beautiful. Una obra
que se considera como uno de los trabajos de economía más influyentes del siglo XX. Allí
se desarrollan las teorías básicas de la economía del desarrollo, con un concepto de gran
impacto: Tecnología Intermedia. Schumacher escribió también otros dos libros de gran
difusión: Good Work y A Guide for the Perplexed. Siendo este último una crítica del
materialismo científico, donde se encuentran reflexiones como esta:

«En el caso ideal, la estructura del conocimiento humano debería coincidir con la estructura de la
realidad. En el nivel más alto debería estar “el conocimiento para comprender” en su forma más pura;
en la más baja se encontraría el “conocimiento para manipular”. La comprensión se necesita para
decidir qué hacer; la ayuda del “conocimiento para manipular” es precisa para actuar de manera
efectiva en el mundo material».
Small is Beautiful comienza con el problema de la producción, respecto de lo cual el
autor establece:

«Que las cosas no están marchando como debieran debe atribuirse a la inmoralidad humana. La
solución es construir un sistema político tan perfecto que la inmoralidad humana desaparezca y cada
uno se comporte bien, no importa cuán inmoral sea por dentro».

Han pasado 40 años y parece que en este punto no se ha avanzado demasiado. A lo


largo de estas páginas hemos visto que queda mucho por hacer: hay excesiva inmoralidad,
corrupción y codicia por retirar del entramado económico, que es lo mismo que decir de
la vida en general. Podríamos llevar las palabras de Schumacher del problema de la
producción al problema financiero y todo encajaría de la misma forma. Al igual que son
válidas estas palabras:

«¿Y cuál es mi tesis? Simplemente, que nuestra más importante tarea es salir de la pendiente por la
que nos deslizamos. ¿Y quién puede emprender tal tarea? Pienso que cada uno de nosotros, sea viejo
o joven, fuerte o débil, rico o pobre, influyente o no. Hablar de futuro solo es útil cuando conduce a la
acción ahora».

En la sociedad economicista, tal como la hemos definido, el problema es el excesivo peso de


la financiarización en la economía real. A lo que se une la promoción de la codicia y el «dejar
hacer». Sin embargo, la economía tiene una influencia vital en el mundo actual. Como dice
Schumacher:

«Decir que nuestro futuro económico está determinado por los economistas sería una exageración; pero
que su influencia, o en cualquier caso la influencia de la economía, es de un gran alcance, difícilmente
puede ponerse en duda. La economía juega un papel central en la configuración de las actividades del
mundo moderno, dado que proporciona los criterios de lo que es “económico” y de lo que es
“antieconómico”, y no existe otro juego de criterios que ejercite una influencia mayor sobre las acciones
de los individuos y los grupos, así como también sobre las acciones de los Gobiernos».

Sin embargo, la economía y sus representantes distorsionan con frecuencia la realidad.


¿Por qué? Simplemente, porque tratan a las mercancías y a los productos, físicos o no, que
circulan por el mundo, según el valor del mercado. Todo funciona según el dictamen de
los mercados, que son, a su vez, influidos por agentes externos a ellos, como pueden ser
las agencias de calificación. De manera que los bienes económicos, ya sean materias primas o
productos elaborados pierden su valor intrínseco, y por tanto, pierden el valor del trabajo
que les acompaña. Una explicación del porqué, en la sociedad economicista, el trabajo y el
esfuerzo que lleva consigo no es hoy valorado. Solo se considera importante el conseguir
altas remuneraciones o réditos casi sin importar cómo. De ahí la proliferación de
actividades comerciales basadas en la «influencia», o la importancia de tener «información
privilegiada» y, en el límite, conseguir importantes estipendios sin casi esfuerzo pero con
mucha corrupción. El ser humano queda así postergado en el hecho económico, ya que la
economía, como dice Schumacher, ignora la dependencia del hombre del mundo natural.
El mercado —siguiendo con las reflexiones de este economista— solo expone la
superficie de la sociedad, y su significado solo muestra situaciones momentáneas. No se
profundiza en la esencia de las cosas y, por tanto, se olvidan los hechos naturales y sociales
que están siempre detrás. Todo en economía son hoy cantidades, no cualidades. Lo que
lleva a una limitada visión de la realidad. De manera que el ser humano, desde la
perspectiva económica actual, pierde una importante dimensión del mundo real, ya que
solo percibe una parte, y esta es muy limitada. Volvamos a Schumacher:

«Hasta tal punto el pensamiento económico está basado en el mercado —hoy diríamos: los mercados
— que lo sagrado se elimina de la vida porque no puede haber nada de sagrado en algo que tiene un
precio. Por ello, no debe causar sorpresa que si el pensamiento económico tiene vigencia en la sociedad
incluso los simples valores no económicos tales como belleza, salud o limpieza pueden sobrevivir solo si
prueban que son “económicos”».

La economía no puede explicar cómo funciona el mundo. No puede explicar cómo se


produjeron las cosas, ya fueran en forma de automóviles u ordenadores, ni tampoco
explicar el comportamiento del ser humano. Como ya dijimos antes, no es una ciencia
global; y, por tanto, sin el concurso de otras ciencias muestra una pobre perspectiva.
Perspectiva que llevada a la vida diaria es causa de muchos errores como hemos visto
profusamente en estas páginas. La economía puede explicar el comportamiento de los
sucesos únicamente en su evolución, no cómo se originaron. O como expresa una
economista de la Universidad de Illinois —Deirdre Nansen McCloskey— en un artículo
de sugerente título: Why Economics Can’t Explain the Modern World:

«La economía explica de manera muy inteligente, en un detalle micro-geográfico, cómo se comporta la
corriente, cómo se canaliza por una u otra entrada, mezclándose río arriba, lamiendo el muelle en esta
u otra altura. Pero la corriente se debe a causas distintas».

Es preciso, por tanto, hacer el esfuerzo de cambiar nuestra visión económica dotándola
de más educación. Hay que comprender lo que sucede en su totalidad, con una visión
integradora con otras disciplinas, desde la historia, pasando por la filosofía, si no la
economía no dejará de presentar un mundo parcial, y su uso volverá a producir profundas
crisis de manera concatenada. Sin embargo, como dice Schumacher, más educación solo puede
ayudar si produce más sabiduría. Lo que lleva a la esencia de la educación según este pensador:

«La esencia de la educación es la transmisión de valores, pero los valores no nos ayudan a elegir
nuestro camino en la vida salvo que ellos hayan llegado a ser parte nuestra, una parte por así decirlo
de nuestra conformación mental. Esto significa que esos valores son más que meras fórmulas o
afirmaciones dogmáticas. Nosotros pensamos y sentimos con ellos, son los verdaderos instrumentos a
través de los cuales observamos, interpretamos y experimentamos el mundo».

Está asumido que la crisis financiera que explotó en 2008 fue en su origen una crisis de
valores. Esta última frase de «Fritz» Schumacher muestra el camino a seguir.
Postscriptum

uando este libro estaba ya en la editorial en proceso de edición han surgido


C importantes acontecimientos. El primero, ha sido la elección de Francisco, primer
papa jesuita y sudamericano. Un hecho de primera magnitud, por la persona, su trayectoria
y por lo que encierra su significado. El segundo, menor en impacto mundial, el rescate de
Chipre, un pequeño país de la Unión Europea, cuyos ciudadanos tendrán que soportar por
vez primera la imposición de unas injustas cargas; todo un anuncio de lo que se cierne en
el horizonte. Dos hechos que abundan en muchos de los presupuestos que aquí hemos
sacado a colación. De ahí que hayamos querido introducir este apunte de última hora.
Vayamos al primero: la elección del cardenal Jorge Mario Bergoglio como obispo de
Roma. Una persona desconocida para casi todo el mundo, pero de gran trayectoria como
arzobispo de Buenos Aires. Y aquí, en nuestro contexto, lo que nos interesa son sus
planteamientos económicos. No es un economista, desde luego, pero como ya hemos
dicho repetidamente, la economía es una ciencia que encierra una gran carga ética, y la voz
del cardenal Bergoglio puede ser valiosa, especialmente porque, como él dijo al ser elegido,
«habían ido a buscarle sus hermanos cardenales hasta el fin de mundo».
Son varias las veces que este arzobispo jesuita, antes de ser entronizado papa de la
Iglesia católica, se ocupó de temas de economía, de economía social diríamos mejor. Un
asunto largamente tratado por varios pontífices en los últimos 130 años, desde que León
XIII publicara su encíclica Rerum Novarum en 1891. Un cuerpo de doctrina que ha
ocupado a casi todos los pontífices desde entonces para constituir lo que se entiende como
Doctrina Social Católica.
En este sentido, el arzobispo Bergoglio, siendo presidente de la Conferencia Episcopal
argentina, pronunció el 30 de septiembre de 2009 una conferencia bajo el sugerente título
de Las deudas sociales. Allí, hace referencia a otros pontífices, en concreto a Pablo VI, Juan
Pablo II y Benedicto XVI, sin olvidar una cita de la obra El suicidio, escrita por el
sociólogo francés Émile Durkheim que, con Carlos Marx y Max Weber, es considerado el
padre de la sociología moderna. Cita que reproducimos aquí:

«[cuando el individuo] se individualiza más allá de cierto punto, si se separa demasiado


radicalmente de los demás seres, hombres o cosas, se encuentra incomunicado con las fuentes mismas
de las que normalmente debería alimentarse, ya no tiene nada a que poder aplicarse. Al hacer el vacío
a su alrededor, ha hecho el vacío dentro de sí mismo y no le queda nada más para reflexionar que su
propia miseria. Ya no tiene como objeto de meditación otra cosa que la nada que está en ella y la
tristeza que es su consecuencia».

Bergoglio se centra en el problema de la deuda que estrangula a los que más necesitan.
Y apela a «cultivar» una conciencia de la deuda, ya que es algo que interpela a la sociedad. Un
hecho que para el arzobispo:

«No se trata solamente de un problema económico o estadístico. Es primariamente un problema


moral que nos afecta en nuestra dignidad más esencial».

Y es que el problema económico que afecta a las personas no ha de mirarse desde la


óptica macroeconómica y estadística, como decía el prelado, pues la necesidad de crear un
mundo más justo, próspero y equitativo interpela a todos y, muy especialmente, a las clases
dominantes, sean políticas o económicas; ya que en su esencia los problemas económicos,
como hemos repetido varias veces, son una cuestión antropológica en cuyo centro está el
hombre, es decir, la persona, sea varón o hembra. Lo que exige darles lo que les es debido,
y reclama políticas coherentes y decididas para el bien común de la humanidad. Algo que
la crisis financiera ha puesto en evidencia con sus desajustes y desigualdades largamente
silenciadas. Desajustes que provienen de una cultura —la nuestra— que propone con
insistencia modos de vivir contrarios a la dignidad de los seres humanos, que abunda en
las desigualdades, y que mira para otro lado ante la diseminación de la codicia como
hemos comprobado largamente hasta aquí. Con el resultado de que, al final, se ha perdido
el sentido de la justicia, y por ello el mundo camina por los senderos de la desigualdad. Es
preciso, por tanto, un sentido de justicia que sea social y dirigido al bien común; pensando,
como ya dijimos, en las personas concretas, no en las mayorías. Lo cual, en definitiva,
clama por una economía más humanista y humana a la vez.
Y aquí es donde surge el segundo de los asuntos: el rescate chipriota. Una suerte de
corralito que incorpora una confiscación parcial de los bienes monetarios de la población.
Ya que de los 10.000 millones de euros que supuestamente aportarán el FMI y los
mecanismos europeos de rescate, parte de la población deberá asumir unas pérdidas que
serán descontadas de manera automática de sus cuentas bancarias. Todo un ejercicio de
prepotencia económica que rompe cualquier regla antes establecida. Una forma de ejercer
el poder político y económico de manera autoritaria, que abre la puerta a la impotencia
jurídica de aquellos que nada tuvieron que ver en los desmanes de sus representantes
políticos y de los gestores económicos que actuaron sin control. Decisiones que debieran
ser independientes de quienes sean los damnificados; aunque algunos, para exonerar la
prepotencia de otros, se agarren al hecho de que la mitad de los pasivos en los bancos de
Chipre pertenezcan a ciudadanos rusos no residentes allí.
Referencias

Los libros que se citan a continuación han sido usados en la realización de esta obra. No
se incluyen aquí los artículos referidos en el texto. El lector interesado podrá fácilmente
hallarlos en la Red.

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Notas

[1] En lo que sigue, billones expresa millones de millones, según la acepción española.

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