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Codicia financiera
Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real
Eduardo Olier
Codicia financiera: Cómo los abusos financieros han destrozado la economía real
Eduardo Olier
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Introducción
n principio, este libro estaba pensado con otro título. Parecido, aunque distinto. El
E cambio nada tuvo que ver con motivos comerciales, sino con una sugerencia
recibida por una de las ejecutivos de la editorial Pearson que pensó que era más
apropiado. Y al autor y al editor les pareció bien: refleja lo que está detrás de las crisis
económicas, de la que todavía sufrimos, y de las muchas que sucedieron antes. Esto se irá
viendo a lo largo de las páginas que siguen.
En lengua inglesa existen varias obras con títulos similares, algunas referencias se dan
aquí; si embargo, en todos los casos, sus autores ponen el énfasis en los desmanes
económicos realizados por las personas que estuvieron o siguen al mando de varias
empresas. No es nuestro objetivo. Lo que aquí pretendemos es, primero, hacer el recorrido
sobre la economía financiera y los porqués de sus desviaciones y, luego, dar la voz de
alarma sobre la economía política que subyace detrás del afán de enriquecimiento y que,
siguiendo tales teorías, se viene realizando desde hace décadas. Teorías económicas de
grandes economistas que pensaron que la codicia era una potente arma de creación de
riqueza, sin darse cuenta de que la creación de riqueza no es tal si solo se aprovechan unos
pocos de ella.
No codiciarás los bienes ajenos, es el último de los mandamientos de las Tablas de la Ley.
Sin embargo, en este como en otros, el paso de los siglos y las adaptaciones culturales los
ha desvirtuado. Por lo que hoy, la codicia —el afán excesivo de riquezas, como se define
en español— no es algo que, en el fondo, esté mal visto. Tampoco lo es en su acepción
inglesa. Greed, ese deseo de adquirir o poseer, en lo material, más de lo que uno necesita o
merece, no es en absoluto negativo. Con frecuencia, es todo lo contrario: muchos apelan a
él como remedio de la pobreza. Pues según dicen: ¿quién no busca su propio beneficio? Y
es que la codicia, al igual que la avaricia —que viene a ser lo mismo pero con el deseo de
atesorar—, son términos que están en desuso. Y cuando una palabra sale del circuito
natural de la comunicación humana, se transforma también el concepto que la acompaña.
Y en caso de mantenerse su original acepción, se buscan caminos para desvirtuar los
significados. De ahí que se hagan esfuerzos por cambiar los términos con el objetivo de
modificar lo que significan. Este sería el ejemplo de transmutar terrorismo por lucha
armada o aborto por interrupción del embarazo. Con las palabras se van los conceptos.
Con ello, unos tranquilizan sus conciencias y otros tratan de adaptar la realidad a sus
intereses.
Otro tema es la corrupción, que, en una de sus acepciones, nos traslada al uso de la
función pública en provecho de sus administradores. Una palabra de amplio espectro que
tiene múltiples significados, como son: echar a perder, depravar, dañar o pudrir. Y
también, pervertir o seducir a alguien. E incluso, alterar y trastocar la forma de algo.
La corrupción está hoy muy en boga: se ha hecho popular; lo que habla de la
degradación moral de los comportamientos públicos y, también, de los privados. En lo
público, cualquier periódico de cualquier lugar mostrará ejemplos todos los días. La
corrupción está perfectamente encastrada en el cuerpo social de cualquier país. Y de tanto
vivir con ella, aunque se rechace, se asume con naturalidad.
Por ello, en la práctica, en las llamadas democracias avanzadas, con los
comportamientos corruptos a la vera del poder casi nunca pasa nada. Quedan exonerados
con lo que se entiende como castigo político. Un castigo que se reduce, normalmente, a
«perder el poder», para volver a alcanzarlo cuando las aguas se hayan calmado. Y si se
mantienen los cargos después de unas elecciones, la consecuencia es que lo que se hizo,
aunque fuera una fechoría, se considerará positivo, ya que el pueblo así lo dictamina. De
manera que la moral pública se asimila a la opinión de la mayoría. Así, lo que está bien o
mal acaba reducido a la relatividad democrática. Hecho que explica, de alguna manera, los
porqués de la sociedad relativista actual. Son las mayorías —por lo general mayorías
minoritarias— las que dictaminan lo que es bueno y lo que no lo es.
Pero la corrupción, en su esencia, nace de la codicia. Ya que la codicia se da siempre en
relación con los demás. El codicioso no lo es nunca de sus propios bienes, necesita los de
los demás. Es decir, lo que, en justicia, pertenece a otros. De ahí que el mandamiento de la
Ley se dirija a la codicia de los bienes ajenos. Sin embargo, aparte del orden moral que
encierra, la codicia tiene otras consecuencias: genera pobreza. La pobreza moral que nace
de ella siempre va unida a la material. Algo extensible también a la avaricia. El avaricioso,
antes de serlo, fue codicioso. Ya lo dice Aristóteles en el Libro IV de su Moral a Nicómaco
al referirse al amor desenfrenado de lucro:
«Debe colocarse también entre los avaros al jugador, al salteador de caminos, al bandido; solo van en
busca de ganancias vergonzosas y llevados de un amor desenfrenado del lucro; unos y otros obran y
desprecian la infamia; estos, arrostrando los más horribles peligros para arrancar el botín que codician,
y aquellos enriqueciéndose bajamente a expensas de sus amigos, a quienes más bien deberían hacer
donativos. Estas dos clases de gentes, haciendo con conocimiento ganancias donde no deberían hacerlas,
tienen un corazón sórdido; y todas estas maneras de procurarse dinero no son más que formas de la
avaricia».
El libro que el lector tiene ahora en sus manos no es, sin embargo, un estudio sobre la
ética de los comportamientos. El autor no tiene esa capacidad, ni esos conocimientos.
Aquí se habla de economía. De los porqués de la situación actual y de las malas prácticas
que nos introdujeron en esta larga crisis económica. Malas prácticas amparadas en un
deseo excesivo de poseer por cualquier medio, que muchos achacan a la pérdida de
valores. Así lo expresaba, por ejemplo, el World Economic Forum en un informe de 2010
realizado en colaboración con la Georgetown University: Faith and the Global Agenda:
Values for the Post-Crisis Economy, en cuyo prólogo se dice:
«A medida que se ha ido desarrollando la crisis actual, se ha hecho evidente que la arquitectura de la
comunidad financiera está necesitada de reformas. Y también queda claro que el sistema internacional
ha demostrado su poca capacidad en relación con muchos objetivos que debieran ser fundamentales,
como el crecimiento económico sostenible, la erradicación de la pobreza, la seguridad humana, la
promoción de los valores de todos, evitar los conflictos, y muchos más.»
Pero conviene ser concretos. Para conocer las causas y proponer soluciones, no basta
tratar con ideas generalistas. Apelar a la pérdida de valores sin más, nos parece demasiado
general. Cualquiera se perdería tratando de definir cuáles son los valores perdidos. Cuando
se habla de valores, al final, no se sabe de lo que se está hablando. Por ello, a fin de
concretar, nos hemos centrado en las causas de los problemas, que vienen de la promoción
sistemática de un neoliberalismo sin control basado en el dejar hacer como fundamento de
la creación de riqueza. Unas ideas que perviven con fuerza desde el siglo XVIII, cuando
Adam Smith aseguraba que la búsqueda del interés propio acabaría trayendo el bienestar a
todos. Según él, una mano invisible, acabaría ajustando los desajustes. Un pensamiento que
se ha convertido en la regla de oro de los últimos cuarenta años. Con reconocidos
economistas apelando a la codicia sin nombrarla, y con una clase política en connivencia
con ellos. Y de ahí, la cohorte de renombrados financieros que pusieron en práctica toda
su creatividad al amparo de los responsables políticos que, queriéndolo o no, han
permitido prácticas rechazables.
Y esto es lo que queremos poner de manifiesto aquí: que la economía financiera sin
control y las inestabilidades que ella ha producido en la economía real, han sido las causas
primeras de la crisis actual y de las crecientes desigualdades que se ven entre pobres y
ricos. Desigualdades que, en países tan avanzados como Austria, llevan a que el 5% de la
población acumule el 50% de la riqueza, mientras que el 50% de los ciudadanos no llega
siquiera al 4%. Y que, en Alemania, en el período 1998-2008, el 10% de los más ricos
hayan pasado de tener el 45% de los bienes a incrementarlo hasta el 53%; con la
circunstancia de que el 50% de los más pobres ostentaban en 2008 el 1% de la riqueza,
cuando diez años antes llegaban al 4%. O que, en España, uno de cada cinco ciudadanos,
el 21% de la población, se encontrara en 2012 por debajo del umbral de la pobreza.
Pero las prácticas de la economía financiera actual, como ya hemos apuntado, no serían
posibles sin el concurso de los reguladores, es decir, de los responsables políticos. Hoy es
la política la que condiciona los mercados. Y son las clases políticas dominantes las que
facilitan que los mercados financieros ahoguen a la economía real. Nada del destrozo
económico que hemos visto, y aún sufrimos, habría sido posible si los reguladores no
hubieran permitido la expansión de productos financieros tóxicos, ni hubieran facilitado
unas condiciones en los mercados que fueron el inicio de otros abusos. Tampoco habrían
sido posible los problemas habidos en numerosas entidades financieras sin la cohabitación
de políticos y gestores empresariales. Entidades que han tenido que ser rescatadas a base
de impuestos a los ciudadanos, mientras los responsables se otorgaron, en muchos casos,
enormes sumas por su gestión al frente de empresas quebradas.
Y este es el contexto del libro que el lector tiene en sus manos. Si bien nuestro objetivo
no es, únicamente, resaltar los defectos, sino poner en perspectiva los contextos y
proponer un urgente cambio de rumbo. Cambio de rumbo que no debiera basarse como
única solución en llevar a cabo políticas económicas restrictivas y ajustes excesivos que, al
final, sufren los que menos tienen. Esto solo llevará a un retroceso de muchos de los
derechos hasta ahora adquiridos. Con ello, el Estado de bienestar irá poco a poco
desapareciendo. ¿Y cuál es ese nuevo rumbo? Simplemente, estructuras políticas más
democráticas, clases políticas más honradas, más separación de poderes y una justicia
efectiva e independiente. Todo ello con el esfuerzo de trasladar a los mercados
globalizados los mismos mecanismos. Lo irán viendo en lo que sigue.
CAPÍTULO 1
El apetito inmobiliario
Regent Street es la calle más comercial de Londres, transcurre entre Picadilly Circus y Oxford Circus.
Son unos dos kilómetros de longitud con una pronunciada curva en el arranque con Picadilly. Recibe
cerca de ocho millones de turistas todos los años y sus tiendas emplean a unas 10.000 personas. Fue
la primera calle construida en la ciudad con carácter comercial. La diseñó el arquitecto John Nash y se
terminó en 1825. Conectaba la residencia del rey Jorge IV en Carlton House con Saint Jame’s y
Regent’s Park. Las fachadas de los edificios representan lo más característico de la arquitectura
londinense. Los precios del metro cuadrado son exorbitantes, de acuerdo con el valor de los edificios,
que se estimaba en unos 2.500 millones de euros en 2011. Y encima de los comercios, en los edificios,
aparecen lujosas oficinas y no menos exclusivos apartamentos. Los precios de los alquileres están por
las nubes, acordes con la exclusividad de la zona: por un local de unos dos mil metros cuadrados se
puede llegar a pagar por encima de los tres millones de euros mensuales.
poder votar. Lo que daba unos cinco millones y medio de electores, siendo hombres
adultos un 40% de los votantes. Esta norma quedó abolida en 1928 cuando se dio el
derecho de voto a todos los hombres y mujeres mayores de edad. Lo que no quería decir
que el derecho de propiedad fuera universal: en 1938 menos del 30% de las viviendas
tenían propietario. Una situación que fue, quizás, el origen del famoso proverbio inglés:
«Para un inglés su hogar es su castillo». Todos querían tener su casa en propiedad al igual
que los nobles. Lo mismo que ha sucedido en múltiples lugares: tener una vivienda propia
es signo de estatus social, y también de seguridad personal. Ser propietario asegura, de
alguna manera, el futuro propio y de los descendientes. Casi nadie en un país desarrollado
quiere vivir alquilado de por vida. Y este es el caldo de cultivo de la especulación
inmobiliaria y la financiera asociada a ella.
Al otro lado del Atlántico, en Estados Unidos, el fenómeno, sin embargo, se comportó
de manera distinta; quizás porque la Guerra Civil americana la perdieron los aristócratas y
los terratenientes. Es cierto que, antes de la Gran Depresión de 1929, a no ser que se fuera
granjero, o se tuvieran propiedades inmobiliarias, los créditos hipotecarios no eran
accesibles. De ahí que, menos del 40% de los americanos tuvieran una vivienda en
propiedad: lo normal eran los alquileres. Además, los préstamos hipotecarios eran de muy
corta duración, entre tres y cinco años; y no eran amortizables, es decir, se iban pagando
los intereses y se devolvía el capital al final del período.
La Gran Depresión, sin embargo, trajo un enorme drama también en el sector
inmobiliario. Entre 1932 y 1933 se produjeron medio millón de embargos, y a principios
de 1934 se contabilizaban ya más de mil diarios. Las caídas de los precios de las viviendas
fueron igualmente dramáticas. En ese período los precios se depreciaron más del 20%, y
por encima del 50% en las zonas rurales.
En 1933, Franklin Delano Roosevelt fue elegido trigésimo segundo presidente de
Estados Unidos. Ganó las elecciones a Herbert Hoover al hilo de la canción entonces de
moda: Happy Days Are Here Again, que popularizó Leo Reisman con su orquesta. Su
mandato se extendió hasta abril de 1945. Roosevelt fue un presidente carismático. Y su
mujer, Eleanor, no lo fue menos: gran defensora de los derechos civiles, llegó a ser la
representante de Estados Unidos ante la Asamblea General de la ONU, y en esa función
presidió el Comité que elaboró y aprobó la Declaración Universal de los Derechos
Humanos en diciembre de 1948.
Cuando Roosevelt llegó al poder, los Estados Unidos estaban inmersos en lo más crudo
de la depresión económica. De ahí que, en los primeros cien días de gobierno, se lanzara
con entusiasmo a promover el programa del New Deal, tratando así de estimular la
economía con una serie de acciones dirigidas a crear empleo con contrataciones desde el
sector público. Adicionalmente, se introdujeron reformas en la regulación financiera y
otros sectores como el transporte.
El New Deal trajo consigo un nuevo programa social que atendía en sus objetivos a
«democratizar las propiedades». Un concepto revolucionario sin duda. Ya no solo los
ricos, sino las clases más desfavorecidas, podrían optar a una vivienda en propiedad. Se
trataba de terminar con las chabolas, que entonces como hoy en muchos lugares se
construían con cualquier cosa que sirviera para poner unas paredes y un techo. Fue el
signo de la incipiente clase media estadounidense, que al correr de los años se haría
universal: tener una vivienda en propiedad era el sueño de la mayoría de la gente.
Una buena respuesta a los mensajes del presidente americano Coolidge, cuando en 1928
aseguraba en el Congreso que:
«Nunca hasta ahora el país ha tenido una situación tan satisfactoria: tranquilidad interior, y un
récord en los años de prosperidad».
«Durante 1925 —en palabras de John Kenneth Galbraith— el deseo de hacerse rico sin esfuerzo —
¡qué pensamiento tan actual!— llevó hasta Florida a un número de personas cada vez mayor. Se
parcelaban terrenos, y se sacaban playas donde no existían».
Son bastantes los que consideran el fenómeno especulador de Florida como la causa de
la Gran Depresión. No fue así realmente, pero tuvo mucho que ver. Aunque, a decir
verdad, no solo fueron los especuladores los que participaban activamente, también entró
en el juego la Reserva Federal americana ayudando a engordar la burbuja con su política
de altos tipos de interés, a lo que se unieron las masivas compras de valores en Wall Street
al hilo de inconsecuentes préstamos bancarios. Préstamos que se daban con enorme
facilidad: bastaba aportar un 10% de capital para obtener créditos por el 90% restante;
algo muy común también hace pocos años, tanto en Europa como en Estados Unidos.
Préstamos que se dedicaban a la especulación inmobiliaria y a la compra de acciones en
Wall Street, donde los valores subían como la espuma al igual que los activos
inmobiliarios. La historia como se puede ver, se repite.
Al dinero fácil se unieron, por un lado, la explosiva industria del automóvil que incitó a
un consumo sin medida y, por otro, las autorizaciones administrativas que permitían la
construcción de viviendas muy alejadas de los núcleos urbanos. Todo muy actual: la
confluencia entre los errores (y también corrupciones) del poder político en connivencia
con intereses económicos particulares que buscaban un enriquecimiento rápido y sin
esfuerzo.
Para lo cual, en 2003, había promulgado otra ley: la American Dream Downpayment Act,
que facilitaba la adquisición de vivienda a los más pobres, siempre con las agencias Freddie
y Fannie dando cobertura al mercado de las hipotecas subprime. Todo un desatino.
A principios de 2007, el Centre for Responsible Lending, una organización americana sin
ánimo de lucro, que persigue educar al público sobre los peligros de instrumentos
financieros de alto riesgo, avisaba que más de tres millones de hipotecas no serían
atendidas por sus prestatarios. Y en 2008 se hablaba del 11% de todas las hipotecas
subprime, con más de nueve millones de hogares que no podían responder normalmente a
los pagos. Y detrás de todo ello los productos financieros opacos, especialmente los CDO
(Collateralized Debt Obligations). Unas obligaciones de deuda garantizadas que, en un
volumen de unos 250.000 millones de dólares, habían sido comercializadas en 2006 con
hipotecas subprime escondidas en su interior. Unos productos financieros estructurados de
los que hablaremos en próximas páginas. Baste decir ahora que son unos mecanismos
financieros que pagan a los inversores unos dividendos de acuerdo con los beneficios que
consiguen de un conjunto de bonos o de otros activos. Los inversores se acogen a
diferentes niveles de riesgo, con la circunstancia de que si hay pérdidas, aquellos que han
asumido los menores riesgos son los que las sufrirán en primer lugar.
En este estado de cosas, a principios de septiembre de 2008, el director de la Agencia
Inmobiliaria Federal (Federal Housing Finance Agency), James Lockhart, expresaba su
decisión de poner a Fannie Mae y Freddie Mac bajo control directo del Estado, es decir
nacionalizarlas. Una decisión que públicamente apoyaron el mismo día los responsables de
la política económica americana, Ben Bernanke, presidente de la Reserva Federal, y Henry
Paulson, secretario del Tesoro. Ambas empresas estaban inmersas en el negocio de las
subprime: en 2008 tenían en sus balances el 80% de todas las nuevas hipotecas que se habían
otorgado en los últimos años en Estados Unidos. Se habían metido en el negocio de la
compra de hipotecas a los prestamistas originales para después titulizarlas y revenderlas a
otros inversores. En junio de 2008 eran propietarias de 1,5 billones de dólares de hipotecas
(aproximadamente, vez y media el PIB español). La caída del mercado inmobiliario y la
crisis financiera habían hecho el resto: las agencias estatales estaban en quiebra. En
diciembre de 2008, los números eran descomunales: Fannie y Freddie tenían más de cinco
billones de dólares en hipotecas, a lo que había que añadir otros dos billones al menos en
productos titulizados, de ahí que la Administración Obama resolviera intervenir para evitar
un colapso financiero de enormes proporciones. Varios millones de personas perdieron
sus viviendas, y como consecuencia la clase media americana sufrió un enorme embate del
que tardará años en reponerse. El Estado americano tuvo que acudir con 800.000 millones
de dólares para tratar de salvar a las dos empresas.
«La causa primera del boom y la caída de Irlanda desde el año 2000 es bien conocida: la
construcción».
En octubre de 1760 Jorge III fue nombrado rey de Gran Bretaña e Irlanda. Le sucedió su hijo
Guillermo IV en septiembre de 1831. Estas fechas constituyen el período de la primera Revolución
Industrial en Inglaterra. Se iniciaba un nuevo tiempo de fuertes cambios sociales y económicos: la
población creció enormemente, nació una importante actividad industrial, se inventaron máquinas,
aparecieron nuevas fuentes de energía, se abrieron nuevos mercados, y el comercio conoció una
expansión sin precedentes. Fue un época en la que surgieron decenas de emprendedores que, con sus
inventos, dieron origen a un capitalismo empresarial antes desconocido. También fue el tiempo en que
el papel moneda tomó el valor del oro y nació el sistema bancario moderno. Se desarrolló el mercado de
capitales que ya no se destinaban al ahorro, sino que los terratenientes invertían en nuevas empresas y
nuevos procesos fabriles. En 1793 el Reino Unido tenía unos 400 bancos provinciales, y hacia 1815
llegaban casi a los 1.000. El sistema bancario ayudó a la movilización de capitales que se transferían
de las regiones agrícolas de poca demanda y mayor ahorro a las industriales, que estaban hambrientas
de capital.
«…al igual que cada individuo se esfuerza en emplear su capital en apoyo de su propia industria y,
en consecuencia, la dirige hacia la obtención de las mayores ganancias, así se consigue que cada
actividad individual rinda el mayor valor a la sociedad. A la vez que cada persona trata con su
esfuerzo de lograr su propio beneficio, …en esto, como en otros muchos casos, se ve dirigida por una
mano invisible que la lleva a conseguir un bien que no formaba parte de su intención primera».
Ya se comprende por propia experiencia que las solas fuerzas del mercado y los
intereses individuales no están dirigidos por una mano invisible que los orienta al bien
común. Más bien al contrario: la experiencia demuestra que parece existir una fuerza en la
naturaleza que mueve las acciones humanas hacia la avaricia, la autosuficiencia, el
engreimiento y otros muchos defectos. Y aunque en un mercado libre el juego de costes y
beneficios, bajo ciertas condiciones, tienda a equilibrarse, no se puede decir que de forma
natural se consiga una situación en la que todos salgan beneficiados; pues, sin acudir a
principios de orden moral siempre necesarios, surgen «externalidades» económicas, es
decir, imperfecciones del mercado. Irregularidades que no fueron contempladas por Adam
Smith y que necesitan de una acción externa para ser corregidas. Piénsese, por ejemplo, en
una fábrica cuya actividad económica reporte pingües beneficios pero que polucione
seriamente el medioambiente. Esta «externalidad negativa» necesitaría ser enmendada fuera
del mercado, ya que este, por sí mismo, no sería capaz de hacerlo.
Lo mismo ocurre con los mercados financieros, que han demostrado con frecuencia
generar externalidades negativas adelantándose a las acciones de los reguladores, incapaces
de evitar serios daños sobre el sistema económico en su conjunto. Daños que llevan a
considerar que el regulador, como se ha demostrado tantas veces, no es siempre eficiente;
ya sea porque esconde intereses particularistas que van en contra del bien común, o
porque es ineficaz en sus actos y estimula lo que quería prevenir.
«De hecho, cualquiera puede decir que vivimos nuevamente en un mundo con dos superpotencias. Los
Estados Unidos pueden destrozar un país con bombas; Moody’s lo puede destrozar rebajando la
calificación de sus bonos».
Son muchos los que se preguntan sobre la independencia de estas empresas, y si sus
valoraciones no estarán en el fondo movidas por intereses particulares. Máxime cuando las
dos grandes agencias Moody’s y Standard & Poor’s tienen, a día de hoy, nada menos que
nueve accionistas comunes, que ostentan el 53% del capital de la primera y el 38% de la
segunda; siendo estos últimos, además, propietarios del 37,96% del consorcio de empresas
que constituyen McGraw-Hill, dueño a su vez al cien por cien de Standard & Poor’s,
como se ha dicho.
Moody’s, por su parte, tiene también otros singulares accionistas como son Warren
Buffet y la Fundación Gates, dueños del 12,13% de la empresa a través de una sociedad
conjunta, Berkshire Hathaway, Inc. Otro singular accionista de Moody’s es el Morgan
Stanley Bank, que tiene el 3,5% de su capital.
Se trata de cruces de participaciones accionariales que, con suficiente razón, sustentan la
duda sobre la objetividad de algunos de sus informes. Sobre todo por la circunstancia de
que los accionistas cruzados son, a su vez, grandes multinacionales de servicios
financieros, entre las que se encuentran: Capital Group Companies, que gestiona activos
por más de un billón de dólares; Vanguard Group, que tiene 1,7 billones en activos; State
Street Corporation, que es una importante sociedad de gestión de inversiones; o Fidelity
Investments, uno de los mayores fondos mutuos del mundo. Fondos mutuos que, a
diferencia del ahorro tradicional, invierten los depósitos de sus clientes sin garantizar una
ganancia determinada, ya que los clientes asumen el riesgo de las inversiones. El resto de
los accionistas comunes de Moody’s y Standard & Poor’s son: Northern Trust
Corporation; T. Rowe Price Associates; Black Rock, Inc.; Bank of New York y
Massatchussets Financial Services.
Además de las dos agencias antes mencionadas hay que añadir a Fitch Ratings,
participada al 50% por la sociedad de servicios financieros francesa Fimalac, S.A., y por
Hearst Corporation, uno de los mayores grupos editoriales americanos, propietario de la
imponente Hearst Tower, de 182 metros de altura, situada en Manhattan, en Nueva York.
Un oligopolio de facto, ya que entre Standard & Poor’s, Moody’s y Fitch controlan el 95%
del mercado. Un mercado cerrado para cualquier otra empresa de esas características.
Hasta 1970, los ingresos de las agencias de calificación provenían de la venta de
informes a sus suscriptores. Sin embargo, a partir de esa fecha cambiaron la forma de su
negocio, siendo los propios emisores de productos financieros los que contrataban a las
agencias para que emitieran sus informes. ¿Por qué esto? Simplemente, porque lo que
venden unos y compran otros es el «nivel de reputación». Este, sin embargo, no es el caso
de las emisiones de deuda soberana: las calificaciones de los grandes países, como
Alemania, Estados Unidos, Francia, España, etc., se realizan gratis. Aunque los países
menores o en vías de desarrollo pagan una cantidad entre 50.000 y 200.000 euros por
informe.
¿Son fiables las evaluaciones? La agencias de calificación se jactan decir que su visión es
a largo plazo, aunque pocos se acuerdan ya de la catástrofe financiera de Enron de
noviembre de 2001: cinco días antes de entrar en quiebra era todavía considerada «una
excelente inversión» por las agencias. Lo mismo sucedió con la empresa de
telecomunicaciones WorldCom, e incluso con Lehman Brothers hasta poco antes de su
desaparición en 2008. O bien, con las hipotecas subprime. Un producto hipotecario de
ínfimo valor, como ya dijimos, que se escondía en otros atractivos productos financieros
mediante el procedimiento de la titulización de activos. Las subprime, seguramente, nunca
habrían crecido de aquella forma si las agencias de rating no les hubieran dado el respaldo
que les dieron manteniéndolas con la máxima calificación.
Wall Street
No existe en el mundo otro lugar como este: es la identificación máxima de dinero y
poder. Steve Fraser en su libro Wall Street: America’s Dream Palace lo expone con claridad:
«Wall Street fue siempre un asilo de locos con manías incontroladas; un centro abracadabrante de
sueños inverosímiles y de depresiones irracionales; una democracia de la avaricia, un carnaval, un
mundo patas arriba, un bulevar de oportunidades ilimitadas y de desastres endémicos».
En los primeros años del siglo XVII los holandeses revolucionaron el sistema financiero
internacional inventando las cuentas bancarias y creando un banco central, el Wisselbank
de Ámsterdam. Mucho antes, sin embargo, ya operaban con emisiones de bonos y tenían
en funcionamiento todos los instrumentos de un sistema financiero moderno: moneda
estable, deuda pública e incluso agencias de valores. La república Holandesa fue la
economía más importante del siglo XVII. A finales de siglo, los ingleses emularon a los
holandeses fundando el Banco de Inglaterra en 1694. La Revolución Industrial, como ya
dijimos, hizo el resto. Con esto reemplazaron a los holandeses como la economía
dominante.
No fue sino un siglo después cuando, ya independientes, los Estados Unidos
establecieron un sistema financiero moderno, copia de los ingleses. Y para 1795 ya
contaban con el dólar, importantes mercados de bonos y commodities en diversas plazas, un
banco central, etc. Y así como los ingleses habían sucedido a los holandeses en su
preeminencia financiera, lo hicieron posteriormente los norteamericanos con los ingleses.
Se dice que la Bolsa de Nueva York, la Bolsa de Wall Street, comenzó con un acuerdo
entre 24 brokers que, el 17 de mayo de 1792, decidieron comercializar una serie de valores
enfrente del número 68 de esta calle. El Banco de Nueva York fue la primera compañía
cotizada. De ahí nació el NYSE (New York Stock Exchange), la mayor bolsa de valores
del mundo. Pero fue mucho antes, en el siglo XVII, cuando los holandeses que llegaron a
América fundaron Nueva Ámsterdam en el lugar que posteriormente se denominó Nueva
York. Y allí para protegerse de las agresiones de los nativos construyeron un muro,
conocido posteriormente como Wall Street; donde, no muy lejos, se sitúa hoy, en la
bifurcación que la calle Broadway hace sobre sí misma, hacia el número 32, el famoso toro,
el Charging Bull. Una imponente escultura de más de tres toneladas de peso, de casi cinco
metros de largo y tres metros y medio de altura, que representa la fuerza financiera
americana y, por supuesto, de Wall Street.
Durante muchos años las operaciones de Wall Street fueron un impenetrable arcano
donde los inversores no tenían ninguna información de lo que allí sucedía. Después de la
Gran Depresión, el Congreso norteamericano aprobó en 1933 The Securities Act, una ley
que obligaba a los emisores de títulos a dar información sobre los productos que ponían a
la venta. Los escándalos habían sido tan enormes que se estima que de los 50.000 millones
de dólares emitidos en títulos negociables desde 1920 hasta 1933, la mitad no tenían
ningún valor. Una cantidad de la que un 40% había sido vendida a inversores
internacionales. Ante aquella situación, el entonces senador por Florida, Duncan Fletcher,
emitió un informe en 1934 en el que aseguraba:
«La mayoría de los abusos de la banca de inversión ha sido ocasionada por la incompetencia,
negligencia, irresponsabilidad o codicia de las personas que se dedican a esta profesión».
«En otoño de 2008, América sufrió un devastador colapso económico. Lo que una vez fueron títulos
sanos perdieron la mayor parte de su valor, los mercados de deuda se congelaron, las Bolsas se
hundieron, e históricas empresas financieras sucumbieron. Millones de americanos perdieron su
trabajo; millones de familias perdieron sus casas; y negocios prósperos echaron el cierre. Estos sucesos
arrojaron a los Estados Unidos dentro de una recesión económica tan profunda que el país no se ha
recuperado aún totalmente».
Una descripción que parece hecha para otros países en similares o peores condiciones.
¿Y por qué Wall Street? La explicación la dan los mismos senadores del referido
informe:
«Durante los pasados diez años, las empresas que operaban en Wall Street idearon, para ser
vendidos a los inversores, instrumentos financieros cada vez más complejos, incluidos los títulos
respaldados por hipotecas (RMBS: Residential Mortgages-Backed Securities) y obligaciones de
deuda garantizadas (CDO: Collateralized Debt Obligations) que tuvieron un papel esencial en
la crisis financiera».
Y siguen:
«Por una comisión, las firmas de Wall Street ayudaron a crear los títulos RMBS y CDO,
trabajaron con las agencias de rating para obtener altas calificaciones y vendieron los títulos a
inversores tales como: fondos de pensiones, compañías aseguradoras, fundaciones universitarias,
ayuntamientos y hedge funds».
Concluyendo que:
«Sin las agencias de calificación las firmas de Wall Street habrían tenido muchas más dificultades en
vender estos productos a los inversores, pues cada inversor habría analizado por él mismo cada
instrumento financiero. Adicionalmente, además de haber usado la ingeniería financiera para crear
productos de alto riesgo que fueron clasificados AAA —de primera calidad—, las empresas de Wall
Street combinaron estos activos de alto riesgo y los trocearon con títulos respaldados por hipotecas
subprime de tipo BBB —de grado medio bajo—, por los que pagaban altos intereses una vez
convertidos en otros instrumentos como los CDO, y se emitían como nuevos títulos de tipo AAA, de
manera que las subprime RMBS y los CDO relacionados con ellas se convertían en atractivas
inversiones».
«Cuanto más se estudia la volatilidad de los precios de los alimentos —decía—, incluida la FAO,
más necesitamos comprender lo que sucede, especialmente en lo relativo al impacto de la especulación».
Y continuaba:
¿Y cual es la especulación que encierran los alimentos? ¿Por qué suben de precio
desaforadamente? Hay que decir antes que nada, que la actual crisis alimentaria no puede
desconectarse de la crisis financiera global. Sin embargo, los problemas actuales no residen
—como muchos argumentan— en los desajustes de oferta y demanda, que apuntan a una
mayor demanda de países como China o India. Y por ello los hacen responsables de los
enormes incrementos de precios. Es fácil ver que los crecimientos explosivos del PIB en
estos dos países no han venido acompañados de incrementos similares en el consumo per
cápita de los cereales. Consumo que, sorprendentemente, se ha reducido; lo que también ha
sucedido a nivel global: pues si el consumo medio de trigo entre 1980 y 1993 fue de 103
kilos por persona y año, a partir de 1994 la media ha sido de 96 kilos, con un profundo
valle de 92,9 kilos en 2007. Y hay que razonar diciendo que el aumento del nivel de vida en
países como China o India reduce sensiblemente el consumo de cereales mientras crece el
de frutas, verduras y otros alimentos. Es la consecuencia de un mejor nivel de vida.
¿A qué se debe entonces que los precios suban por una supuesta falta de producto en el
mercado? Pues, por un lado, al uso de las tierras de labor para la producción de biodiésel
para la industria energética, lo que indexa los precios de los cereales al de los combustibles
fósiles, y los hace subir al ritmo que marcan los carburantes. Por otro, la subida de precios
viene influida también por el agotamiento de los suelos dedicados a la agricultura, e
incluso por los efectos del cambio climático en muchas zonas. Pero no solo. Está
generalmente aceptado que la causa principal del incremento de precios fue la
especulación. Tal fue el caso de los precios de trigo que, en 2010, en plena crisis financiera,
fueron un 40% más altos que en 2007, cuando la crisis no había estallado todavía. Así lo
aseguraba un informe del Banco Mundial que reconocía la influencia de la especulación
financiera sobre los productos agrícolas. Una posición que va en contra de aquellos que
piensan que la especulación tiene efectos positivos sobre los mercados, ya que colaboran a
su estabilización. Pues según este criterio, el especulador compra cuando los precios son
bajos y vende cuando son altos, por lo que sus predicciones sobre el comportamiento de
los mercados reducen su volatilidad, incluso cuando operan con futuros, lo cual se estima
positivo. Es decir, como en otros casos juegan a corto o largo manipulando los mercados.
Sin embargo, el verdadero problema de la especulación con los commodities agrícolas
surgió cuando, en 2000, los Estados Unidos decidieron romper con muchos años de
control sobre estos mercados, que se regulaban mediante el CFTC (Commodities Future
Trading Commission), que prevenía la manipulación obligando a los traders a hacer
transparentes sus posiciones de cada producto, además de mantenerlas. En 2000, se aprobó
e l Commodity Futures Modernization Act, una ley que abrió los mercados permitiendo
operaciones OTC en las que entraron todo tipo de jugadores: Fondos de Pensiones, Hedge
Funds, bancos de Inversión, etc., que vendían y compraban productos financieros ligados a
los cereales. Un mercado que en 2007 era ya cercano a los diez billones de dólares. En
definitiva, al igual que con el sector inmobiliario o financiero, los productos agrícolas y los
mercados de commodities asociados a ellos entraban de lleno en una suerte de casino
financiero, y una vez aquí cualquier comportamiento es posible.
«…se puede escapar lejos de todo, aminorar el paso y cambiar el estrés y ajetreo de la vida moderna
por el silencio, la paz y la tranquilidad…».
Y desde luego es cierto. Islandia es una enorme isla en medio de ningún sitio: a unos
300 kilómetros de Groenlandia, 800 de Escocia y unos 1.000 de Noruega. Un país que
dependía fundamentalmente de la pesca, y que giró su economía de manera sorprendente
hacia el sector financiero, los seguros, el sector energético, y, cómo no, la construcción. De
manera que si en 1998 la pesca representaba el 16% del PIB, en 2006 había caído al 6%,
mientras que las actividades financieras saltaban del 17% al 26% en el mismo período.
¿Qué había sucedido en este pequeño país de 300.000 personas, patria de la cantante Björk,
que cuenta con una importante industria de aluminio por sus fuentes de energía
geotérmica, para convertirse en un atractivo destino financiero además de turístico?
En 2006 la crisis financiera internacional no se percibía en el horizonte. El mundo, en
general, se encontraba aún en el nirvana del crecimiento sin límites, en una fase de
prosperidad no conocida hasta entonces. Los islandeses, lógicamente, gozaban también de
esta perspectiva. De manera que el Banco Central islandés decidió modernizar el sistema
financiero del país cambiando la política monetaria de cambio fijo dejando flotar su
moneda, la corona islandesa (icelandic krona, ISK), en el mercado internacional.
Con la expansión financiera internacional, los efectos no tardaron en hacerse notar: en
2006, los tres mayores bancos comerciales islandeses, Glitnir, Kaupthing y Landsbanki,
que vendían todo tipo de productos financieros, tenían 110.000 millones de euros en
activos: ¡ocho veces el PIB de Islandia!
Pero eso no era todo. A finales de 2006, antes del estallido de la burbuja, Islandia tenía
23 cajas de ahorros y otros dos bancos más, el Icebank y el Straumur-Burðarás, aparte de
los tres anteriores. A lo que había que sumar otras 12 instituciones crediticias que incluían
cinco bancos de inversiones, dos compañías de tarjetas de crédito, dos fondos de
inversión, tres compañías de leasing, además del Housing Financing Fund, un banco
propiedad del Estado que ofrecía créditos hipotecarios. ¿Y qué más? Pues añadir a lo
anterior: 12 compañías de seguros con activos cercanos a los 2.000 millones de euros,
donde las tres mayores, Sjóvá, VÍS y TM, cuyos propietarios eran las compañías
financieras FL Group y Exista, controlaban el 90% del mercado. Y todo en un país, como
se ha dicho, de algo más de 300.000 habitantes, con un PIB de unos 13.000 millones de
euros. Eso sí, con un PIB per cápita en 2006 de 40.000 dólares medidos en términos de
paridad de poder adquisitivo, más alto que el de Suecia, por poner un ejemplo.
Y de nuevo la fiebre de las finanzas. A primeros de octubre de 2008, Gordon Brown,
primer ministro británico, mantenía una fuerte discusión con su homólogo islandés, Geir
Haarde. Los tres mayores bancos islandeses antes referidos, Glitnir, Kaupthing y
Landsbanki, no podían responder a sus activos que, en ese momento, superaban los
130.000 millones de euros; y Brown instaba a Haarde a pedir un rescate al Fondo
Monetario Internacional. ¿Qué hacía Gordon Brown llamando al primer ministro
islandés? Entre otras cosas, informarle que una filial del islandés Kaupthing, el banco
inglés Kaupthing Singer & Friedlander, tenía 3.500 millones de euros en depósitos de sus
clientes ingleses, y que los servicios de inspección del Gobierno británico, habían
detectado la repatriación de más de 2.000 millones de euros hacia la matriz islandesa, lo
que era contrario a las leyes inglesas.
El desastre estaba ya servido. Lo que Michael Lewis denomina en su libro Boomerang,
Wall Street en la tundra al referirse a Islandia. Comenzaba el desastre, y los islandeses se
daban de bruces con un crac financiero de enorme magnitud. Habían vivido un espejismo
de riqueza. Como en otros países. En palabras de Lewis:
«En 2003, los tres mayores bancos de Islandia tenían entonces activos únicamente por unos cuantos
miles de millones de dólares, cerca del 100% del PIB. Durante los siguientes tres años y medio los
activos bancarios crecieron por encima de 140.000 millones de dólares y eran tan superiores al PIB
islandés que resultaba absurdo calcular qué porcentaje de este era debido a ellos. Tal como me dijo un
economista, fue la expansión más rápida de un sistema bancario en la historia de la humanidad».
Y continuaba:
«Otro gestor de un fondo de alto riesgo me explicó cómo funcionaba el sistema bancario islandés con la
siguiente imagen: una persona tiene un perro y otra un gato. Acuerdan que ambos valen por separado
1.000 millones de dólares. El uno le vende al otro el perro por 1.000 millones y el otro le vende el gato
por 1.000 millones. Ahora ya no son dueños de mascotas, sino de bancos islandeses con 1.000
millones de dólares en activos nuevos. Crearon un capital ficticio comerciando entre ellos con activos
inflados —asegura un gestor de un fondo de alto riesgo en Londres—. Así fue como los bancos y las
compañías inversoras crecieron sin parar. Pero eran pesos ligeros en los mercados internacionales».
Matemáticas financieras
Albert Einstein nunca fue un financiero. El descubridor de la Teoría de la Relatividad, que
se sepa, nada tuvo que ver con las finanzas. Sin embargo, Einstein fue quien explicó
matemáticamente el movimiento browniano, que se refiere al movimiento aleatorio de ciertas
partículas cuando «flotan» en un medio concreto. Un hecho observado por el biólogo
escocés Robert Brown en el primer tercio del siglo XIX cuando se fijó en el movimiento de
unos granos de polen flotando en el agua. Lo que le llevó a decir que las partículas de
polen parecían estar «vivas».
El hecho es que el precio que toma una acción en el mercado parece seguir un
movimiento browniano. Va de aquí para allá como si tuviera vida propia. Y esto es lo que
configura el riesgo: la dificultad de predecir con exactitud el valor que tomará en un
momento dado. De ahí que, casi desde que existen las operaciones financieras, se hicieron
esfuerzos por conocer su comportamiento científicamente, a fin de controlar el riesgo.
Medir el riesgo ha sido, y continúa siendo, la clave de las finanzas. Un hecho que
muchos inversores, con demasiada frecuencia, pasan por encima y confían su dinero a la
suerte, a la intuición o a la confianza depositada en el gestor que, habitualmente,
desconoce las entrañas de los productos financieros que vende, pues han sido diseñados
por otros. De manera que se depositan los ahorros en operaciones bancarias especulativas
sin saber muy bien de qué se trata en realidad. Basta la palabra del asesor financiero de
turno, o del analista de inversiones de cierta reputación, para confiar en productos o
valores de Bolsa que con excesiva frecuencia pierden su valor con enorme rapidez, y luego
ya no hay remedio.
Desde la óptica del inversor, el riesgo se asocia a la probabilidad de perder o ganar. De
ahí que la información sea un bien muy preciado; especialmente la información
privilegiada.
Básicamente, los riesgos tienen varios orígenes: cambios de precios de mercado, tasas de
interés, precios de commodities, conversión de divisas, etc.; actos ilegales, negligencia o fallos
en la organización responsable de gestionar los productos financieros; y desconocimiento
de la marcha de los mercados, países, etc.; o transacciones entre diferentes intermediarios
sin conocer con detalle los riesgos asumidos por otros. Complejas situaciones que, con
demasiada frecuencia, llevan a desastres financieros de enorme tamaño. Para evitarlo,
desde hace años, se desarrollaron modelos matemáticos para tratar de anticipar posibles
cambios bruscos que afectaran a las inversiones. Entre ellos, el más extendido es el
denominado valor en riesgo o Value at Risk (VaR), que mide la probabilidad de que se
produzca una pérdida por encima de un valor estipulado en un horizonte temporal.
Uno de los primeros en usar estos mecanismos, fue la firma Long Term Capital
Management (LTCM), conocida en los años noventa del pasado siglo como el Rolls Royce
de los Hedge Funds. Solo los muy ricos podían hacer negocios con ella, pues el ticket de
entrada solicitaba una inversión mínima de diez millones de dólares. LTCM cobraba
anualmente un 2% por gastos de gestión, a lo que añadía el 25% de los beneficios
obtenidos. Su presidente y mayor accionista, John Meriwether, era toda una personalidad.
Y entre sus colaboradores, se encontraban ilustres doctores de Universidades prestigiosas;
y entre ellos Robert Merton y Myron Scholes, que conseguirían el premio Nobel de
Economía en 1997 por su trabajos de simulación matemática.
A principios de 1994, LTCM tenía 1.500 millones de dólares para invertir, a los que se
sumaron nuevas inversiones de otros bancos de Wall Street, que consiguieron enormes
ganancias con las operaciones que realizaba la firma. Cualquier idea era buena, de manera
que LTCM invertía en arbitrajes entre opciones emitidas por bancos japoneses, valores en
bolsa, apuestas sobre los diferentes precios que alcanzarían los bonos del Gobierno
francés o alemán, apuestas sobre los valores que tomarían en diferentes Bolsas las acciones
de una misma compañía multinacional, etc. Y dado que la mayoría eran opacas
operaciones OTC, al poco tiempo LTCM hacía negocios que, a veces, superaban los
15.000 millones de dólares. Llegando en una ocasión, gracias a las conexiones de
Meriwether en Italia, a comercializar 50.000 millones de bonos del Gobierno italiano en
una sola operación. Cosa que pudo llevar a cabo por las lagunas jurídicas que gozaban allí
los inversores extranjeros, con el objetivo de aprovecharse de la entrada de Italia en el
Sistema Monetario Europeo.
¿Cuál era la confianza que tenía LTCM en sus operaciones? Fundamentalmente, una
fórmula matemática cuyos principios se basaban en los estudios de Robert Merton y
Myron Scholes. Un modelo matemático que simulaba el funcionamiento de los mercados
cuando se operaba con ciertos derivados financieros. Una fórmula conocida
posteriormente como la ecuación de Black y Scholes, que había sido publicada por Fisher
Black y Miron Scholes en 1973. La fórmula permitía calcular el precio de una opción europea,
aquella que puede ejecutarse en una fecha determinada, al contrario que la opción americana
que es factible de llevarse a cabo en cualquier momento antes de que expire la fecha
pactada. Una fórmula que llevó al boom de las operaciones financieras de este tipo y que
legitimó científicamente la actuación de muchas instituciones financieras alrededor del
mundo, pues quedó demostrado que los precios dados por la famosa fórmula se
asemejaban bastante a los observados en la realidad. Aunque esto no sucede siempre así, ya
que en ciertos casos dicha ecuación falla, como pasa con la conocida sonrisa de la volatilidad
de las opciones, que se refiere a la relación existente entre la volatilidad implícita de la
opción (oscilaciones de su cotización) y su precio real.
Hacia mayo de 1998, LTCM comenzó a presentar fuertes pérdidas. Sus modelos VaR
parecían no funcionar. Se dice, que hasta los traders de la firma no sabían el riesgo real de
donde estaban invirtiendo. En septiembre, la situación era insostenible, a lo que se
añadieron enormes pérdidas provenientes en opciones sobre acciones tomadas de
compañías cotizadas, principalmente francesas y alemanas. La preocupación llegó a la
Reserva Federal americana que pensaba que una quiebra de LTCM podría arrastrar a todo
el sistema financiero, sobre todo porque ya era conocido que para diversificar su riesgo,
LTCM había dividido sus operaciones entre numerosos bancos, y nadie sabía realmente ni
el volumen total ni donde se ubicaban los mayores riesgos. Warren Buffett, el famoso
millonario, entró en acción y con otros 14 grandes bancos acordaron tomar el 90% de la
empresa poniendo para su compra 3.600 millones de dólares encima de la mesa.
Pero como si todo esto no hubiera servido de lección, un matemático de origen chino,
David X. Li, que pretendía supuestamente ser también honrado con el premio Nobel,
lanzó su fórmula mágica en 2000 cuando trabajaba en J. P. Morgan Chase. Una fórmula
que llamó con el nombre de cópula gaussiana para recordar la famosa campana de Gauss. Su
idea: tratar de enlazar dos de esas campanas en un extremo y de allí calcular el probable
precio de las obligaciones de deuda.
No somos capaces de seguir sin poner aquí la fórmula de Li. Como se puede ver, es una
especie de jeroglífico incomprensible que encerraba en sí el desastre para los que la
utilizaron como seguro medio de inversión:
se oponía a cualquier tipo de regulación adicional que controlara este tipo de operaciones.
No estaba de acuerdo con poner en marcha leyes que prohibieran el fraude financiero. En
concreto, según cita Frank Partnoy en su libro Infectious Greed, Greenspan comentó con una
importante persona:
«Nunca estaremos de acuerdo con el asunto del fraude, porque pienso que no hay necesidad de leyes
contra el fraude».
El dinero
Con el descubrimiento de América, y sobre todo con las minas de plata de Perú y México, los
conquistadores españoles parecían haber roto con un problema secular: establecer una relación estable
entre las monedas y un metal de referencia, en este caso la plata. Cientos de navíos cruzaban el
Atlántico y traían plata por toneladas hasta la Casa de Contratación de Sevilla. Allí se dejaba el
«quinto del rey», el 20% del oro y la plata que portaban los barcos en sus bodegas, que iba a parar a
la Corona. De esta manera, el «real de a ocho» se convirtió en la moneda de referencia en Europa, por
no decir del mundo. La moneda, inspirada en el thaler alemán —de donde se derivaría la palabra
dólar—, no pudo, sin embargo, mantener el predominio económico español. Para financiar las
múltiples guerras en las que estaban metidos, Carlos V y Felipe II extrajeron tanta plata que el valor
de la moneda se hundió. Los gobernantes de aquel tiempo no comprendieron que el valor de un metal
no es absoluto, y que aumentar su circulación no trae riqueza, pues eleva los precios y destruye la
economía.
«En realidad, no existe en la sociedad otra cosa tan insignificante como el dinero; excepto por su
carácter de artificio para escatimar tiempo y mano de obra. Se trata de un mecanismo para hacer
rápida y cómodamente lo que se tiene que hacer, aunque menos rápida y cómodamente de lo que se
haría sin él: y como otros tipos de maquinaria, solo ejerce una influencia distinta e independiente
cuando funciona mal».
«La experiencia demuestra que ni el Estado ni los bancos han tenido una capacidad ilimitada para
generar papel-dinero sin abusar de ese poder: por lo que en cualquier Estado la creación de dinero
debería estar bajo algún tipo de control; y nada parece tan apropiado para ese propósito como obligar a
los emisores a pagar el dinero emitido sea en monedas o lingotes de oro».
El problema es, por un lado, la falta de control y, por otro, la pérdida de un nivel de
referencia para el dinero emitido. Una vez perdida la referencia con el oro, es el mercado
el que fija su valor; y en este caso, desgraciadamente, las divisas están sujetas a
especulación como cualquier materia prima. También lo adelantaba David Ricardo cuando
decía en el mismo capítulo que:
«Una moneda está en su estado más perfecto cuando utiliza solo papel-moneda, pero un papel-moneda
de igual valor a la cantidad de oro que dice representar. El uso de papel en lugar de oro, sustituye lo
más barato —el papel— por el elemento más caro —el oro—, y permite al país, sin pérdidas para
ningún individuo, intercambiar el oro, antes de ser usado efectivamente por materias primas,
utensilios y alimentos, por cuyo uso se logra aumentar el bienestar y los placeres».
Algo que parece ya olvidado, pues una vez perdida la referencia con el oro, las
diferentes monedas se compran o se venden en el mercado abierto, y su valor tiene que ver
con la salud económica del país que las pone en circulación. Y este mercado de
compraventa de divisas es el Forex (Foreign Exchange Market, en su terminología inglesa).
Un mercado vital, porque su comportamiento afecta a otros capítulos de la economía,
como pueden ser la inflación o los riesgos inherentes a los intercambios monetarios, y por
tanto las características macroeconómicas de cada país; máxime cuando hoy en día la
mayoría de las transacciones en moneda son electrónicas y, en segundos, se realizan
operaciones millonarias.
Los intercambios económicos en el Forex se estiman actualmente en unos dos billones
de dólares diarios. Un enorme mercado que creció un 250% entre 1998 y 2010, y que en
2011 era 36 veces más grande que el comercio de las 35 economías mayores del mundo; o
dicho de otra manera: 16 veces mayor que la suma de los PIB de tales economías. Un
mercado que, en 2010, estaba dominado por las Bolsas de Londres (36,7% del total) y
Nueva York (17,9%). Siendo las divisas de mayor circulación en ese mismo año, el dólar, el
euro, el yen, la libra esterlina y el franco suizo; donde, sorprendentemente, se ve la
ausencia del yuan chino por estar su área de influencia reducida casi en su totalidad a
China. Unas operaciones que se realizan como cualquier commodity en forma de compras
spot, swaps, futuros, opciones, etc. Con la circunstancia de que se trata de mercados muy poco
regulados y con masivas operaciones opacas del tipo OTC ya comentadas en el capítulo
precedente.
Contrariamente a lo que se pueda pensar, la situación preponderante del dólar como
moneda de referencia global es muy favorable a los Estados Unidos, incluso durante los
avatares de la crisis financiera. Una circunstancia que favorece enormemente a este país.
Así, en 2007, al inicio de la crisis, aunque el dólar se depreció un 8% en el mercado Forex,
el resultado fue nulo al tener Estados Unidos sus deudas en dólares. Sin embargo, esto le
produjo a su vez grandes beneficios debido a las inversiones estadounidenses en el exterior
que, al ser hechas en otras monedas, se revalorizaron un 8%, con lo que una vez
repatriadas y convertidas en dólares aumentaron la cantidad de estos. De manera que, solo
en 2007, los Estados Unidos mejoraron su balanza exterior en 450.000 millones de dólares.
Circunstancia que, de no haber sucedido con el dólar sino con otra moneda distinta, le
habría ocasionado unas pérdidas superiores a los 600.000 millones.
Lo anterior da idea de la importancia económica de las divisas, que no solo se queda en
el efecto antes comentado, sino que influye en las relaciones de poder económico entre los
Estados, como es la relación del dólar con el yuan chino, del dólar con el euro, o lo que
sucedió hace años con el yen japonés y la depresión económica de ese país en los años
noventa del pasado siglo. Un interesante caso. Vayamos a ello.
Japón durante la década de los ochenta, e incluso antes, se convirtió en una potencia
económica, liderando sectores industriales como el electrónico, el informático o el
automóvil, donde sus adelantos tecnológicos y las ventajas de la fabricación just-in-time
fueron un modelo a seguir. Este hecho convirtió a Japón en un serio competidor de
Estados Unidos, ya que disfrutaba de una moneda devaluada respecto al dólar, y ponía en
el mercado productos más baratos y, en muchos casos, mejores tecnológicamente.
La reacción no se hizo esperar: en 1985, enfrente de Central Park, en el hotel Plaza de
Nueva York, tuvo lugar una reunión del G7 (Francia, Alemania, Japón, Reino Unido,
Italia y Estados Unidos). El caso principal a tratar fue el valor de la moneda japonesa, el
yen. En ese año un dólar se cambiaba por 238,47 yenes. Al año siguiente, forzados por los
norteamericanos, los japoneses revaluaban su moneda un 45%, y al final de la década, en
1990, la revalorización había sido casi del 70%. Pero ahí no quedó todo: en 1987 los
Estados Unidos impusieron a Japón otra medida restrictiva en una nueva reunión del G7
en París: la bajada de sus tipos de interés; lo que unido a las anteriores revaluaciones
produjo una enorme burbuja de sus activos financieros e inmobiliarios, que sumió al país
en una recesión de casi 20 años.
Este es el poder de las divisas (y de la geoeconomía), algo que los chinos han entendido
perfectamente, pues contrariamente a los japoneses, han actuado de forma distinta: ante la
presión estadouniense para la revaluación del yuan han optado por una doble estrategia.
Primero, convertirse en el mercado ideal para las grandes compañías norteamericanas, que
tienen sus plantas de producción en China y un enorme mercado allí; cosa que los
japoneses no entendieron al tener casi cerrado su mercado interior. Segundo, comprar
masivamente dólares; con lo que las reservas en dólares del Banco de China han pasado de
los 200.000 millones del año 2000 a unos tres billones en 2011. Y tercero, adquirir bonos
del Tesoro americano, de manera que China posee alrededor del 10% de la deuda emitida
por Estados Unidos. Todo un verdadero esquema de dumping monetario.
La cantidad de dinero
El asunto de la cantidad de dinero es uno de los más singulares de la economía. Hagamos
una pequeña referencia. Fue el economista Irving Fisher quien dio la moderna expresión
que la define, y que viene determinada por:
P⋅T=M⋅V
«Existen también otras fuerzas que limitan la expansión monetaria e imponen una tendencia a la
contracción. No está limitada únicamente la cantidad de dinero por la ley y la prudencia hasta un
máximo relacionado con los depósitos bancarios, sino que las propias reservas bancarias están ellas
mismas limitadas por la cantidad de dinero que puede usarse como reservas».
Richard Duncan en su libro The New Depression, asegura que, hoy en día, el crédito es la
clave de la economía:
«Desde 1968, lo que había constituido el dinero, el oro, se fue convirtiendo en una pequeña cantidad
de la masa monetaria, tan pequeña que acabó resultando irrelevante en el total de la economía. Es la
cantidad de crédito, no el dinero, lo que hoy cuenta».
P⋅T=C⋅V
siendo P la media de los precios, T el volumen del comercio, es decir, las transacciones, C
la deuda total, es decir, el crédito, y V la velocidad con que el crédito evoluciona. Una
nueva situación donde Estados, empresas y familias se han endeudado de tal manera que la
burbuja de crédito es, para este economista, la verdadera causa de la crisis financiera
actual. Una deuda que, en el total mundial, se estima hoy en 110 billones de dólares, y que
llegará a los 220 billones en 2020. ¡Casi cuatro veces el PIB global! Lo que demuestra que
el mundo vive por encima de sus posibilidades y ha chocado de pronto con la cruda
realidad: es imposible vivir como se vivía antes. El espejismo se desvanece.
La crisis de deuda
The Economist mantiene en su web —en la fecha en que esto se escribe— lo que define
como el reloj global de la deuda (The Global Debt Clock), que marca, en tiempo real, el volumen
mundial de la deuda pública de cada país, con la siguiente explicación:
«Nuestro reloj muestra la deuda de casi todos los países del mundo… ¿Esto importa? Antes que
nada, los Gobiernos del mundo «deben» el dinero de sus ciudadanos, no de los marcianos. Pero el
aumento total es importante por dos razones. Primero: cuando la deuda sube más rápido que el
crecimiento económico (tal como ha hecho en los últimos años), a mayor deuda estatal mayor
interferencia del Estado en la economía y mayores impuestos en el futuro. Segundo, la deuda debe ser
refinanciada a intervalos regulares, lo que crea un recurrente test de popularidad para los Gobiernos,
al igual que hacen los participantes de los programas de reality-show de las televisiones que votan
semanalmente. Un voto negativo, tal como ha sucedido con varios Gobiernos de la Eurozona, ya que
el país (y sus vecinos) pueden quedar sumidos en la crisis».
A esta hora el reloj marca casi los 50 billones de euros, cerca del PIB mundial total
anual que, en 2011, fue de unos 56 billones.
Desde el punto de vista macroeconómico, en principio, la deuda no es negativa para la
economía. Ni la privada ni la pública; eso sí, siempre que los activos casen con los pasivos.
Es decir, que las obligaciones de pago igualen razonablemente al valor de los bienes que se
poseen. En niveles aceptables, la deuda puede ser positiva, ya que permite acometer
acciones que sin ella no serían posibles, lo cual favorece el crecimiento y el bienestar. Tal
es el caso de la deuda pública que, en niveles aceptables, resulta un útil instrumento para
incentivar el consumo privado, no solo en el lapso de vida de un individuo, sino más allá
de su generación. Siempre, por supuesto, que las generaciones posteriores sean más ricas
que las presentes, pues una deuda excesiva penalizará su bienestar, ya que las cargará con
demasiadas obligaciones de pago. De ahí la grave responsabilidad que tienen los gestores
públicos de ser prudentes y no generar cargas onerosas ni en el presente ni hacia el futuro.
El problema aparece cuando la deuda supera cierto nivel, o cuando no se sabe
exactamente cuánta deuda se tiene, como es el caso de hoy en día, donde no se conoce a
ciencia cierta el volumen de productos financieros que circulan sin control, ni tampoco la
deuda que acarrean. Pudiéndose concluir que una acumulación excesiva de deuda, en el
caso del Estado, carga las cuentas públicas con el pago de importantes intereses, haciendo
más difícil la inversión, a la vez que limita el consumo porque detiene la actividad
económica. Y si supera ciertos límites, aumenta el riesgo de quiebra y, en consecuencia,
abre la senda de la pobreza.
¿Y cuáles son las causas del endeudamiento excesivo? Existen varias, pero una de ellas
proviene de los bajos tipos de interés y, conectado con ello, del excesivo afán de
enriquecimiento. Este último muy unido, por otra parte, al comercio abusivo de bienes
primarios como podría ser la vivienda tal como se vio en el Capítulo 1. La crisis de 1929 es
un buen ejemplo. El economista americano, ya referido al hablar de la circulación
monetaria, Irvin Fisher, adelantó las causas del endeudamiento excesivo de aquella crisis
en un famoso artículo escrito en 1933 en la revista Econometrica (The Debt Deflation Theory of
Great Depressions), donde aseguraba que:
«El sobreendeudamiento puede haber tenido varias causas, de las cuales la más común parece ser las
nuevas oportunidades de invertir a la espera de grandes beneficios, comparados con los beneficios e
intereses tradicionales, tales como nuevos inventos, nuevas industrias, desarrollo de nuevas fuentes de
recursos, recalificación de nuevas tierras o nuevos mercados. El dinero fácil es la causa principal del
sobreendeudamiento. Cuando un inversor piensa que puede lograr beneficios por encima del 100%
pidiendo prestado al 6%, estará siempre tentado de pedir prestado e invertir o especular con ese
dinero».
Y este ha sido el caso de la crisis actual. En este sentido, y por referirnos a España, la
deuda total en el primer trimestre de 2011 fue muy elocuente: totalizaba el 363% del PIB,
distribuida de la siguiente forma: 82% la deuda de los hogares, 134% la de las empresas
(no financieras), 76% bancos y otras entidades financieras, y 71% la deuda del Estado.
¿Qué había sucedido? Desde la entrada en la Eurozona, con la adopción del euro, las tasas
de interés cayeron un 40%, lo que dio origen, entre otras cosas, a la construcción de cinco
millones de viviendas. Además, se crearon dos millones y medio de hogares, y las
empresas, por su parte, iniciaron una enorme expansión alrededor de un dinero abundante
y barato. La consecuencia fue que, hoy, las empresas españolas están un 20% más
endeudadas que las francesas o las inglesas, por ejemplo, o dos veces más que las
norteamericanas y tres veces más que las alemanas, lo que les resta competitividad y
dificulta su marcha en una época en la que el crédito ha desaparecido. Grave problema que
se suma a la caída del sistema financiero debido a los efectos que la crisis ha tenido sobre
los impagos de los clientes y la burbuja inmobiliaria que reside en los balances bancarios.
Así, a mediados de 2011, los 19 primeros bancos y cajas españolas tenían una cartera
crediticia de más de 1,6 billones de euros (más de un 50% superior al PIB). Esto incluía:
deudas de hipotecas, tarjetas de crédito, créditos a empresas, construcción y promoción
inmobiliaria, y préstamos al sector público. Una debilidad que llevó a evaluar en 2012 unas
necesidades cercanas a los 60.000 millones de euros para salvar el sistema financiero
español.
La deuda excesiva tiene, obviamente, unos efectos muy negativos sobre la población.
Deuda que ha nacido, en múltiples casos, de las necesidades de financiación de
infraestructuras innecesarias que esconden con excesiva frecuencia actos de
irresponsabilidad económica, cuando no de corrupción. Este sería el caso, por volver a
España, de muchos aeropuertos, como han sido los de Huesca, Albacete, Reus, Córdoba,
Burgos, Badajoz, Salamanca, Logroño o León, por poner unos ejemplos; cuya
construcción o remodelación requirió casi 300 millones de euros para unas necesidades de
circulación que no alcanzaban los 1.000 pasajeros mensuales a inicios de 2012. Por no
hablar de autopistas de peaje vacías o de las comentadas necesidades de dinero público
para «salvar» cajas de ahorros en quiebra por la irresponsabilidad de sus gestores. Deudas
que son, normalmente, enjugadas con dinero público, lo que se traduce en mayores cargas
impositivas a los ciudadanos. Un evidente acto de injusticia social que, muy
ocasionalmente, acaba castigando a los responsables que tomaron decisiones tan negativas
para el bien común.
El corralito argentino
El primero de enero de 1992 se puso en marcha la Línea Peso: un decreto del Gobierno
argentino de entonces que establecía la paridad del peso argentino con el dólar. Los
billetes, a tal efecto, tenían la leyenda: convertibles de curso legal. Se acababa así con el Plan
Austral del presidente Raúl Alfonsín que, en 1985, había lanzado una nueva moneda —el
austral— con la idea de contener la inflación que ahogaba al país. Sin embargo, cuatro
años después, el austral se había devaluado un 5.000% respecto del dólar, de ahí que el
nuevo Gobierno de Carlos Menem se decidiera por una nueva estabilidad monetaria unida
a un fuerte programa de privatizaciones.
Hacia 1998, al final del segundo mandato de Menem, se inició de nuevo una profunda
recesión. El Gobierno entrante se encontró con un déficit cercano a los 7.500 millones de
dólares. Los impuestos no alcanzaban para pagar el gasto público, y las exportaciones no
eran suficientes para cubrir las importaciones y los intereses de la deuda. La consecuencia
fue evidente: mayor endeudamiento y, en el cercano horizonte, la bancarrota del Estado,
con el problema de que los bancos del país eran los mayores tenedores de la deuda estatal.
Una situación tan grave que llevó a los bancos a no cumplir sus compromisos.
A finales de 2001 el Banco Central argentino solo tenía 14.000 millones de dólares para
responder a la convertibilidad con el dólar. El sistema bancario tenía 48.000 millones a los
que no podía hacer frente, pues habían sido prestados a empresas y a personas insolventes
y, en consecuencia, el Banco Central no podía salir en su ayuda. De esa cantidad, unos
5.000 millones se debían al FMI. No había un solo dólar para luchar contra el tsunami
financiero que aparecía en el horizonte.
Antes de la crisis, el sistema argentino se consideraba bien capitalizado. Las reservas
fraccionarias, esas que permiten asegurar la solvencia del sistema financiero, eran en ese
momento suficientes. Sin embargo, no se escondían los riesgos ocultos del sistema
bancario argentino: alta exposición a las deudas del Estado y alto riesgo por sus
inversiones en divisas extranjeras. La catástrofe vino con la rápida revaluación del dólar
que, de 1996 a 2001, subió un 44% respecto del euro. A lo que se añadió la crisis brasileña
y la devaluación de su moneda (el real), que se hundió un 50% respecto del dólar, lo que
tuvo un efecto dramático: fue como si las exportaciones argentinas a Brasil hubieran
sufrido de golpe un aumento en las tasas del 70%, mientras que las importaciones había
que subsidiarlas un 40%. Y por si fuera poco, se produjo la repatriación de capitales
debido a las crisis de los países asiáticos.
Y en la trastienda, Argentina —inmersa en una profunda recesión económica— dando
a entender, con el peso igualando en valor al dólar, que su economía era similar a la
americana, lo que se tradujo en la desconfianza de los inversores extranjeros que huyeron
en masa: a finales de 2001, alrededor del 70.000 millones de dólares habían sido retirados
de los bancos. Con lo que, a fin de detener la sangría, el Gobierno impuso el «corralito» en
diciembre de ese año, no sin soportar muchos disturbios y alborotos callejeros, ya que la
primera medida del viernes 30 de noviembre de ese año tomada por el presidente de la
Rúa, fue la prohibición de sacar más de 250 pesos (o dólares) por persona y semana de los
bancos. Con el agravante de que, cercanos a Navidad, este presidente dimitió y el nuevo
Gobierno, presidido por Adolfo Rodríguez Saá, anunció la quiebra del Estado. Hecho
nefasto como se puede suponer, pues sumió al país en una década de depresión
económica.
A los pocos días, después de la renuncia de Rodríguez Saá, el nuevo presidente,
Eduardo Duhalde, anunció, casi de inmediato, la «pesificación» de los depósitos bancarios
en dólares, revocando la ley de convertibilidad bancaria vigente hasta ese momento. Una
medida que algunos denominaron como el «corralón». Una destructiva ley para los dólares
«acorralados» en las cuentas bancarias, que se transformaban en pesos al cambio de 1,40
pesos por cada dólar. Con el hecho de que las deudas mantenían su valor anterior: un
peso, un dólar.
A lo anterior se añadieron otras medidas respecto de las operaciones bancarias
internacionales, pagos de intereses, etc. Todo un descalabro para la economía argentina
que, al dejar flotar su moneda, situó el dólar en un valor de cuatro pesos: un
empobrecimiento enorme del pueblo argentino que vio el traspaso de su aparente riqueza
de los acreedores a los deudores. Un hundimiento que se entiende bien si se piensa que la
economía argentina operaba en pesos, mientras que sus deudas estaban en dólares, lo que
no era en absoluto equivalente por mucho que existiera una convertibilidad idéntica entre
ambas monedas. Es decir, los ingresos de los argentinos y la mayoría de sus empresas
estaban en pesos y sus deudas en dólares.
El corralito se dio por finalizado a finales de 2002, aunque todavía existen juicios
pendientes por ello. La Corte Suprema de Justicia argentina avaló la pesificación y la
devolución de los depósitos al valor de 1,40 pesos por dólar más la inflación y una tasa de
interés del 4% anual, lo que hizo que se pagaran unos tres pesos por dólar, cambio
aproximado en aquella fecha.
La crisis europea actual y, muy especialmente la de España, ha puesto en el ambiente la
posibilidad de un corralito que evitara la salida de fondos de los bancos. Una tesis a la que
se sumó en mayo de 2012 el premio Nobel Paul Krugman en su blog del New York Times
cuando daba por segura la salida del euro de Grecia en ese mismo mes, diciendo:
«Habrá una retirada masiva de dinero de los bancos en España e Italia para intentar llevarlo a
Alemania» (…) Podría haber controles para prohibir transferencias de depósitos fuera del país y
limitar las retiradas de dinero en efectivo» (…) Alemania tiene dos opciones: aceptar inyecciones
masivas de capital público en Italia y España, seguidas de una drástica revisión en su estrategia (dar
a España alguna esperanza de que tendrá un respaldo de su deuda para evitar que la prima de riesgo
se dispare, y poner un objetivo de inflación en la Eurozona más alto para permitir un ajuste de
precios) o por el contrario, el fin del euro».
En este momento no hay visos de corralito ni en España ni en Italia: no hay colas en las
oficinas bancarias, está en marcha una profunda reestructuración del sistema financiero, el
BCE sigue lentamente comprando deuda, y Grecia se mantiene en el euro. Aunque esto no
signifique un deterioro profundo de la moneda europea, es evidente la pérdida de
influencia de Europa en el mundo, y la situación precaria de la moneda única con varios
países en graves problemas financieros. Vayamos al descalabro de la Eurozona.
«Es evidentemente obvio que las crisis periódicas de las balanzas de pagos seguirán siendo una parte
inherente del sistema económico internacional en tanto que se mantengan rígidas las tasas de interés,
los salarios, y los precios, que no dejan a los condicionantes comerciales ejecutar su papel natural de
ajuste del proceso».
«Es, sin embargo, más fácil plantear el problema y criticar las alternativas antes que ofrecer soluciones
factibles y constructivas para eliminar lo que ha llegado a ser un desequilibrio internacional del
sistema. Este artículo, desgraciadamente, ilustra en contra del uso práctico, en ciertos casos, de la más
plausible alternativa: un sistema nacional de divisas conectadas por tasas de cambio flexibles».
Para este economista resultan pues necesarias tres condiciones para tener una moneda
común. Primero, una integración económica intensa entre los países que lo pretenden.
Segundo, poca asimetría en las economías de tales países. Y, tercero, capacidad para poner
en marcha los mecanismos correctores en caso de desajustes, como podrían ser:
migraciones entre dichos países para responder a diferencias salariales, o flexibilidad en los
precios para ajustar variaciones en la demanda.
No hace falta ser muy perspicaz para ver que en el caso europeo, si bien existe una
integración económica intensa por la vía comercial y monetaria, los países de la Europa del
euro presentan fuertes asimetrías económicas, especialmente los industrializados de la
Europa del norte respecto de los más volcados a los servicios de la del sur. Y que los
posibles mecanismos correctores son inexistentes, en tanto que son regulados por las
políticas económicas locales. Siendo igualmente inexistentes los movimientos migratorios
entre ellos, como existen, por ejemplo, en Estados Unidos. La Europa del euro está tan
dividida en compartimentos que la aparición de la crisis financiera mundial ha puesto a las
claras los problemas que encierra: primero los económicos y después los políticos, o al
revés.
Mirando simplemente a lo económico, el diseño del euro no podía ser la cuadratura del
círculo económico europeo. Lo que algunos definen como el trilema económico, según el
cual no es posible lograr a la vez la estabilidad de los cambios de divisas, la libertad en los
movimientos de capitales y la autonomía de las políticas monetarias. ¿Qué ocurrió
entonces? Los representantes políticos optaron en Maastricht por dos de ellas: el euro para
estabilizar las tasas de cambio y, en paralelo, abrir los mercados de capitales.
La política monetaria común quedaba en el aire, ya que, al final, la decisión no
presentaba tres, sino dos opciones: seguir la política monetaria de Alemania o renunciar a
una moneda común. Se escogió la primera antes de abandonar el proyecto; con lo que el
euro de hoy se parece mucho al marco alemán de ayer, siendo el Bundesbank la entidad
financiera dominante. Todo ello sin los mecanismos correctores apuntados por Mundell.
Otro ejemplo: los precios de bienes y servicios no son los mismos de un país a otro, a lo
que se unen las tasas de inflación que son, evidentemente, distintas, lo que aumenta los
desajustes. Así, para una misma tasa de interés, digamos del 2%, un país con una inflación
del 3% y otro con el 1%, tendrán evidentes diferencias de precios finales. En el primero la
inflación llevará a una revalorización de sus activos en un 1%, mientras que en el segundo
costarán un 1% más. Una circunstancia que, por ejemplo, sucedió en España en los años
2000, ya que la inflación estaba siempre por encima de las tasas de interés y comprar una
vivienda era un negocio en sí mismo por la revalorización que le daba de manera
automática la inflación. Otra llamada a una recesión en el momento en que cambiara el
ciclo económico: la inflación media del periodo fue en España cercana al 3%, mientras que
en Alemania no llegó al 2%.
Las caídas de los tipos de interés en un contexto de dinero fácil dieron el espejismo de
la riqueza sin límites y fue el inicio del desastre que se anticipaba por el enorme
endeudamiento de empresas y familias. Las primeras apoyando su crecimiento en compras
financiadas con deuda, y las segundas endeudándose para comprar viviendas o financiar
otros bienes con créditos bancarios, sin olvidar cómo algunos utilizaban los créditos
baratos para especular en el mercado inmobiliario.
A lo anterior se unió el precedente de la ligereza con que Alemania y Francia dieron al
traste con el Pacto de Estabilidad, que incumplieron sin ninguna consecuencia a partir de
2003. Casos distintos —por no aludir al fraude griego de engaño de sus cuentas públicas
— que, en realidad, se sustentaban en el mismo fundamento: una gestión indolente e
imprudente de las cuentas públicas, y una escalada alocada del crédito privado que ha
conducido en los países del sur a una seria caída del ahorro, al deterioro de las finanzas
públicas, a la crisis del sistema financiero y a la enorme pérdida de competitividad. Un
empobrecimiento generalizado por la mala gestión, cuando no la torpeza extendida, de la
clase política en su manejo de la política económica que no supo o no le interesó ver lo
que se avecinaba.
«La moneda no es más que un velo. No es sino un útil que sirve como unidad de cuenta y de
intermediación en los intercambios comerciales».
La revolución monetaria de Milton Friedman, iniciada en los años cincuenta del siglo
pasado, puso las cosas en otro contexto. Friedman, nacido en una familia de emigrantes
judíos, pasó una pobre niñez ayudando a su madre viuda con todo tipo de pequeños
trabajos, a la vez que fue un brillante alumno en la escuela local. Así consiguió una beca
para ir a la Universidad de Rutgers y luego a Chicago, donde se graduó en 1932, con 20
años, en Economía y Matemáticas. Para acabar finalmente como profesor en Columbia, ser
uno de los economistas más influyentes del siglo XX y lograr el premio Nobel de
Economía en 1976.
Para Friedman, la Economía tiene que ser una ciencia práctica de resultados
comprobables basados en observaciones empíricas. Con esta forma de pensar, revolucionó
la teoría del dinero establecida por el ya referido Fisher. Lo que hizo basándose en algunas
consideraciones, como son: la relación existente entre la masa monetaria y los diferentes
agregados económicos (el PIB o la renta per cápita, por ejemplo), o la influencia de la masa
monetaria en el nivel de los precios de consumo o el nivel de inflación, del que asegura:
«La moneda es una cosa demasiado importante como para dejarla en manos de los bancos Centrales».
Ante esta situación, algunos se han preguntado si no sería mejor salir de la moneda
única, del euro. Según dicen, esto traería evidentes mejoras a la competitividad de la
economía. Sin embargo, los que así piensan, no acaban de comprender lo que ya sucedió
en Argentina con su salida de la paridad dólar, como hemos comentado ampliamente más
arriba. O como mejor expresa Pisani-Ferry en su libro Le réveil des démons:
«Una posible salida del euro tendría varios graves asuntos que resolver».
le han trascendido y siguen teniendo actualidad, sobre todo entre los ideólogos
socialdemócratas.
Keynes nace en Cambridge (Inglaterra) a primeros de junio de 1883, muy poco después
del fallecimiento de Carlos Marx. Su padre, John Neville Keynes, era profesor de Lógica y
Economía Política en la Universidad de Cambridge, y su madre, Florence, era reconocida
localmente por sus ideas políticas, de manera que llegó a ser la primera mujer elegida
concejal de la villa de Cambridge para después ocupar el puesto de alcalde de la ciudad.
Los esfuerzos de ambos harán que Manyard obtenga una beca para entrar en el King’s
College de la reputada Universidad de Cambridge. Allí estudiará matemáticas y participará
en varias asociaciones, incluida la sociedad de los Apóstoles; una sociedad secreta, conocida
también como la Cambridge Conversazione Society, cuyos integrantes trataban de encontrar la
verdad desde postulados puramente intelectuales. Allí estuvieron en diferentes épocas:
Erasmus Alvey, hermano de Carlos Darwin; el poeta Alfred Tennyson; Bertrand Russell;
el filósofo Ludwig Wittgenstein, e incluso el premio Nobel de Economía Amartya Sen,
aparte del propio Keynes como hemos dicho.
Después de su paso por las matemáticas, Keynes se lanza al estudio de la economía para
preparar unas oposiciones a la Universidad de Cambridge. Alfred Marshall y Arthur Cecil
Pigou, grandes economistas ambos, serán sus tutores. Keynes conseguirá la plaza número
12 entre un colectivo de 104 presentados y, entre las diversas opciones que tiene, se
decanta para ir como funcionario de la Oficina de la India, que se ocupaba entonces de los
asuntos de aquel país, parte integrante de la Commonwealth.
En 1919 Keynes publica Las consecuencias económicas de la paz, un encendido alegato en
contra de las condiciones económicas impuestas a la vencida Alemania después de la
Primera Guerra Mundial, que él estima totalmente irrealistas e imposibles de cumplir. El
tiempo demostrará que estaba en lo cierto. El problema es que fue demasiado tarde: ya se
había desatado el nacionalsocialismo alemán de Hitler y la Segunda Guerra Mundial estaba
en el horizonte.
En julio de 1944, ya famoso y adinerado, conduce la delegación británica en las
conversaciones de Bretton Woods, que darán paso a la creación del Banco Mundial y del
FMI.
La obra de Keynes aborda múltiples problemas económicos que siguen vigentes: las
cuestiones monetarias, los problemas de la inflación y la estabilidad de los precios, el
problema del desempleo, las tasas de interés, el consumo y la inversión, etc. Todo lo cual
concentra en su obra más conocida: Teoría general del empleo, el interés y el dinero, que publica
en septiembre de 1936 con la idea de contrastar sus argumentos con los de la teoría
económica clásica aún vigente en aquellos días. Así lo refiere al indicio del primer capítulo:
«He llamado a este libro la Teoría general del empleo, el interés y el dinero, poniendo el
énfasis en el prefijo general. El objetivo de este título es mostrar la diferencia entre mis argumentos y
conclusiones con los de la teoría clásica, en la que me crié y que domina el pensamiento económico,
tanto práctico como teórico, de las clases gobernantes y académicas de este tiempo, al igual que lo ha
hecho durante los últimos cien años».
«El triunfo del Oeste, de las ideas del Oeste, es evidente ante todo por la total inexistencia de
alternativas sistémicas viables al liberalismo del Oeste. En la pasada década, ha habido cambios
inequívocos en el clima intelectual de los mayores países comunistas, y los comienzos de significantes
reformas. Pero este fenómeno se extiende más allá de la alta política y puede verse en la ineluctable
expansión de la consumista cultura del Oeste en contextos tan diferentes como los mercados de la gente
del campo y los televisores en color tan omnipresentes ahora en toda China, las cadenas de restaurantes
y las tiendas de ropa que abrieron el pasado año en Moscú, la popularidad de Beethoven en los
grandes almacenes japoneses, y la música rock que gusta de igual manera en Praga, Rangún o
Teherán».
Estamos ya muy acostumbrados a que la medida del bienestar económico de los países
avanzados sea el crecimiento económico, el PIB. Es una manera economicista de ver la
bondad de la política económica. Si la economía crece, todo va bien, y nadie se pregunta
cómo se distribuye ese crecimiento. Así, durante la época neoliberal que comentamos,
entre 1981 y 1999, el crecimiento medio anual en los países de la OCDE fue de un 2%,
muy por debajo del 3,5% ocurrido entre 1960 y 1980. Y si se consideran únicamente los
países desarrollados, la cuenta se salda con un 0,7% en los años ochenta y noventa contra
un 3,2% en los sesenta y setenta. De lo que se podría deducir que las políticas keynesianas
fueron más eficaces que las neoliberales.
Y aquí entramos en el problema del justo reparto de la riqueza. Pues no se trata de que
la economía crezca, o no solo, se trata de que ese crecimiento se distribuya con más
justicia. Pues, desgraciadamente, se constata que del 80% de la mejora económica en los
países ricos, un 50% se fue a las clases más favorecidas económicamente. Con la
consideración de que el 20% de los más pobres solo alcanzan, en líneas generales, entre el
5% y el 9% de la riqueza generada. Y no digamos en los países más pobres, donde el 20%
de los ricos se hacen con la mayoría de la riqueza generada (entre el 50% y el 89%),
mientras que el 20% de los más pobres solo alcanzan entre el 3% y el 5% de esa mejora de
nivel de vida. Constatándose que el 2% de los ricos poseen el 50% de la riqueza mundial.
Es decir: es cierto que el crecimiento económico mundial reduce la tasa de pobreza, pero
también es muy cierto que la brecha entre ricos y pobres es cada vez mayor, tanto en los
países del primer mundo como, de manera más ostensible, en los más pobres. Unas
desigualdades que ponen muy en cuestión la políticas económicas liberales. Lo iremos
viendo con más detalle en lo que sigue.
CAPÍTULO 4
El capital
«El bienestar de las sociedades donde prevalece el modo de producción capitalista, se presenta en sí
mismo como «una inmensa acumulación de mercancías», siendo una mercancía individual su forma
más elemental. Nuestra investigación debe, por consiguiente, comenzar con el análisis de una
mercancía. Una mercancía es, en primer lugar, un objeto fuera de nosotros, una cosa que debido a sus
propiedades satisface las necesidades humanas de una u otra manera. La naturaleza de tales
necesidades no hace diferencia si, por ejemplo, nace del estómago o de un capricho. Tampoco importa
cómo ese objeto satisface nuestros deseos, ya sea directamente como medio de subsistencia o
indirectamente como medio de producción. Toda cosa útil, como el hierro, papel, etc., ha de considerarse
según un doble punto de vista: su cualidad y su cantidad. Es un conjunto de muchas propiedades y,
como tal, puede usarse de formas diversas. Descubrir los diferentes usos de las cosas corresponde a la
historia. Lo mismo sucede con el establecimiento de las normas de medida socialmente aceptadas
respecto de la cantidad de esos útiles objetos. La diversidad de tales medidas tiene su origen, en parte,
en la distinta naturaleza de los objetos a medir y, en parte, en los convencionalismos».
«El modo de producción de la vida material condiciona el proceso de la vida social, política e
intelectual. No es la conciencia de los hombres la que determina su forma de ser; al contrario, es el ser
social el que determina su conciencia».
Una forma de pensar que, de alguna forma, anula la libertad individual y que fue origen
del materialismo histórico que siguió después de Marx. Un concepto lanzado por Georgi
Plejánov, oponente de Lenin y autor de La concepción materialista de la historia. Una forma de
pensar, como tantas otras, asumidas por los marxistas revolucionarios, que condujeron a
los totalitarismos comunistas que tantas desgracias trajeron a la humanidad con su
violencia y rechazo a la dignidad de las personas.
Sin embargo, si la puesta en práctica de las ideas marxistas trajo muchos desastres a
pueblos y personas, no por eso hay que demonizar todo el pensamiento de Carlos Marx.
Ya que, aparte de sus evidentes errores, tiene aspectos positivos. Entre otros, su visión
crítica de un capitalismo sin control y esclavizante.
Volvamos de nuevo al primer tomo de El Capital. La segunda parte del capítulo
primero se dedica a la transformación del dinero en capital, y se inicia así:
Con lo que las mercancías, y en su esencia, las materias primas, se transforman gracias a
la cantidad de trabajo que incorporan. Es el trabajo lo que debe darles su valor final. De aquí
nace la teoría del valor de Marx, «poniendo en valor» —como se suele decir ahora— al
trabajo y al trabajador.
Las mercancías, por su parte, tienen un precio y responden a una necesidad. Lo que
lleva a Marx a considerar la necesidad de establecer los precios de los bienes producidos
según la cantidad de trabajo social que incorporan. Una visión que relaciona al Marx
economista con el Marx filósofo:
«En el cálculo del valor de intercambio de una mercancía, es preciso añadir la cantidad de trabajo
empleada en último lugar: la cantidad de trabajo incorporada en la materia prima de la mercancía, así
como la cantidad de trabajo aplicada a los medios de ese trabajo, a las herramientas, a las máquinas,
a los edificios, que han servido para realizar ese trabajo».
Marx estimaba que los precios del mercado tienden a fijarse, en situación de
competencia, según el valor que comporta el trabajo en la mercancía elaborada. Un hecho
que los marxistas posteriores obviaron con sus políticas económicas dirigistas, que
mataban el juego de la oferta y la demanda, y despreciaban, en consecuencia, la economía
de mercado. Carlos Marx, sin embargo, a este respecto aseguraba que:
«Las fluctuaciones de los precios del mercado que, a veces sobrepasan el valor o el precio natural, y a
veces caen por debajo, dependen de las fluctuaciones de la oferta y la demanda».
Sin olvidar el hecho de que ha de ser la cantidad de trabajo «socialmente necesario» para
la fabricación de bienes y servicios, lo que hay que tener en cuenta para fijar los precios.
Según sus propias palabras:
«Cuando decimos que el valor de una mercancía viene determinado por la cantidad de trabajo
incorporado o cristalizado en ella, entendemos la cantidad de trabajo que es necesario para producirla
en un estado social dado, en ciertas condiciones sociales que, por término medio, se dan en la
producción, y habiéndose dado una intensidad y una habilidad social, por término medio, en el trabajo
empleado».
«Lo que el obrero vende no es su trabajo directo, sino la fuerza de su trabajo que la cede al capitalista
para su disposición momentánea».
Una fuerza que, según Marx, nace de la individualidad vital de las personas que, para
poder desarrollarse, precisan unos determinados medios de subsistencia. Y como existen
diferentes formas de trabajo con distintos valores, se dan, en consecuencia, fuerzas de
trabajo diferentes, lo que conduce a precios distintos en el mercado. Por lo que, si hay
fuerzas de trabajo distintas, debería existir la posibilidad de ponerlas en el mercado de
maneras diversas. Algo que no casa bien con su idea de abolir la propiedad privada
expresada en el Manifiesto Comunista, escrito con Friedrich Engels. Fuente primera de
muchos de los errores posteriores.
Los marxistas que siguieron a Marx no fueron conscientes —o no les interesó para sus
objetivos— esta primera visión «marxista» de Marx. Pues persistieron en la equivocación
de tratar el trabajo como una simple mercancía, anulando así a la persona, objeto esencial
del trabajo. El trabajo —y ahí está una de las grandes desviaciones marxistas— no es una
mercancía, es una actividad inherente a la persona, de donde nace su valor. O dicho de
otra manera, la fuerza del trabajo tiene el valor de la persona que, como sujeto
protagonista, lo humaniza. Y tampoco fue acertada la apuesta de Marx por el colectivismo
que, de nuevo, se dirige a anular la libertad humana sometiéndola al dictado de una
mayoría que, al final, como bien se demostró, esclaviza a las personas. Sigamos con El
Capital.
La diferencia entre la cantidad de trabajo que realiza el obrero para la empresa y la que
necesita para su supervivencia y la de los suyos, que el empresario paga en forma de
salario, es lo que constituye para Marx la plusvalía que se apropia el capitalista. Y cuando
esta plusvalía es abusiva, nace la explotación de los trabajadores, lo que le lleva a deducir
que el sistema capitalista engendra la explotación del trabajador a partir del plustrabajo, es
decir, el trabajo que excede del necesario para la producción de los bienes requeridos para
mantener su existencia. Asegurando que:
«La plusvalía, es decir la parte total del valor de las mercancías donde se incorpora el plustrabajo, el
trabajo impagado al obrero, lo denomino el beneficio. El beneficio no se lo apropia totalmente el
empleador capitalista. El monopolio de la tierra pone al dueño de esta en situación de apropiarse de
una parte de la plusvalía en forma de renta, a fin de que la tierra sea empleada para las
construcciones agrícolas, para las vías férreas o para cualquier otro fin productivo. Por otra parte, el
hecho mismo que la posesión de los útiles de trabajo le da al empleador capitalista la posibilidad de
producir una plusvalía, o, lo que viene a ser lo mismo, apropiarse de una cantidad del trabajo
impagado, permite al poseedor de los medios de trabajo que le presta, en todo o parte, al empleador
capitalista, es decir, en una palabra, al capitalista financiero, reclamar él mismo bajo la forma de
interés otra parte de esa plusvalía, de manera que no le queda al empleador capitalista como tal sino
lo que se denomina beneficio industrial o comercial».
«Es evidente que los responsables de Enron no solo actuaron de forma totalmente inmoral, sino
también delictiva. Así lo declararon los tribunales estadounidenses, y algunos fueron condenados a
severas penas de prisión… Me dirán que esto demuestra que el sistema funciona. Pero ¿eso es cierto?
Creo que ningún sistema a la larga puede regularlo todo únicamente a través de la justicia y prescindir
de la moral y la decencia de las personas. Y eso vale también, y sobre todo, para el sistema económico
tan complejo que tenemos; aquí no puede haber reglas perfectamente específicas y estancas que
contemplen todas las eventualidades. Sin la ética del hombre y de la mujer de negocios honrados
corremos el riesgo de perder el rumbo».
Pero una cosa es la economía planificada y otra muy distinta es el liberalismo que todo
lo deja a las reglas de la competencia y el mercado. De ahí que, como ya escribimos al
hablar de Adam Smith, sea precisa la regulación por parte del Estado. Pero ¿qué tipo de
regulación?, ¿hasta dónde ha de intervenir la mano del Estado? Tema complejo porque no
todo puede ser regulado sin hacer caer la balanza al extremo donde no se quería llegar.
Simplemente, habría que decir que el mercado no debería constituir un fin en sí mismo,
sino que se necesitaría promover una economía que, de forma sostenible, permitiera el
desarrollo digno de las personas. Un juego en el que el Estado tiene que dejar suficiente
espacio a los individuos para que, en libertad, tomen sus propias decisiones, a la vez que
obligue a la necesaria asunción de responsabilidades poniendo coto a todo lo que se aleje
del bien común. Difícil regla, pero no imposible de llevar a cabo.
Sin embargo, hoy en día se multiplican, como vamos viendo, los mecanismos para que
unos pocos se enriquezcan de mil y una maneras. Así lo constata también Reinhard Marx:
«Hoy los cínicos, los que no tienen escrúpulos en enriquecerse a costa de los demás, ya no están
sentados en palacios reales, sino en lujosos despachos en Nueva York, Londres y otras metrópolis de
este mundo. A diferencia de los tiranos de oriente en la Antigüedad, no necesitan circunscribir sus
razias a su propio pueblo, sino que pueden hacer de las suyas en el mundo entero. Para ello no
necesitan tampoco costosos ejércitos, como sus predecesores antiguos; les basta con su ordenador portátil,
su móvil y el dinero necesario para hacer un par de inversiones y pagar la minuta a sus abogados».
No es tan simple, desde luego, pero lo anterior puede servir de ejemplo de cómo la
especulación injusta parece no tener limites en su creatividad. Tal sería el caso de los
denominados fondos buitres (culture funds). ¿Cómo funcionan? Se trata de operaciones de
capital riesgo o de hedge funds que compran deuda de empresas o entidades que están a punto
de quebrar. El negocio está en comprar deuda insolvente (distressed debt, en inglés). Son,
efectivamente, como buitres a la espera de alcanzar su pieza una vez muerta. Deuda que
compran a precios muy reducidos, como sucedió en Argentina en tiempos del corralito.
Algunos fondos compraron deuda pública a precios muy bajos, para luego litigar con el
Gobierno una vez acaecida la quiebra en 2002. Se cuenta que un rico heredero, Kenneth
Dart, reclamó por este medio 700 millones de dólares al Gobierno argentino. Un hecho
que le lleva a Reinhard Marx a clamar en contra de este tipo de procedimientos:
«Increíble, pero cierto: mientras la comunidad internacional se rompe la cabeza pensando cómo atajar
el problema de la deuda de los países en desarrollo, algunos especuladores se han especializado
justamente en hacer negocios con esa deuda. Esos fondos especiales se han ganado a pulso su nombre:
“fondos buitres”. Cuando un país tiene dificultades para pagar su deuda, los “buitres” compran con
los llamados hedge funds el crédito inicial a un precio más bajo y luego reclaman el reembolso de la
suma total con interés y además los intereses acumulados. Este negocio es tan sencillo y lucrativo como
inmoral».
«Obviamente, el banquero que nada tiene que vender a sus depositantes está mucho más cualificado
para asesorarles desinteresadamente y diligentemente con respecto a la seguridad de sus depósitos que el
banquero que usa la lista de depositantes de su departamento de ahorro para distribuir circulares
relativas a las ventajas de tal o cual inversión sobre la que el banco recibirá un beneficio comercial».
«Es cierto que la ley Glass-Seagall no es ya apropiada para la economía en la que vivimos. Fue muy
útil para la economía industrial, que estaba altamente organizada, mucho más centralizada y mucho
más nacionalizada que la que manejamos hoy. El mundo hoy es muy diferente».
«En los gráficos y tablas de los tipos de interés sobre períodos largos de tiempo, los estudiantes de
historia pueden ver el espejo del auge y caída de las naciones y civilizaciones, las dificultades y tragedias
de la guerra, y los placeres y abusos de la paz. Con ellos se pueden rastrear las fluctuaciones y los
progresos en el conocimiento y la tecnología, los éxitos y fracasos de las formas políticas, y la larga e
inacabable lucha por la democracia contra los tiranos y las élites».
Y es que los tipos de interés nacen de la demanda de crédito que necesitan aquellas
personas y empresas que no son capaces de cubrir sus expectativas con sus solos medios.
Aunque los intereses, cuando se juntan con la usura, llegan a constituir una excesiva
dependencia del deudor hacia el prestamista, cuando no de esclavitud. Piénsese en lo que
sucedía en las cerradas economías de la Edad Media, por ejemplo, cuando los más pobres
tenían que soportar intereses superiores al 100%, como fue el caso de la Inglaterra del
siglo XII.
La crisis financiera actual puso de actualidad el nexo que existe entre la política
monetaria y el riesgo que son capaces de asumir los intermediarios financieros. Otra
consecuencia de la globalización de los mercados: cuando las tasas de interés son bajas, los
inversores encuentran incentivos para invertir en activos de alto riesgo: ahí hay mucho
dinero a ganar. Lo que da alas a la creación de nuevos y creativos instrumentos financieros.
Así nacieron los repos (de la expresión inglesa: Repurchase Sale Agreement). Un ejemplo
muy extendido entre los bancos, que se prestan entre sí contra la donación de productos
financieros como garantía, más el pago de un interés durante el tiempo de duración del
préstamo. ¿Cómo funcionan? Supongamos que el banco A necesita liquidez. Y, a su vez,
tiene en su cartera, por ejemplo, bonos del Estado. La operación sería pedirle al banco B el
dinero que precisa dejando esos bonos como garantía, además de pagarle un interés (el
precio repo) durante el tiempo del préstamo. Préstamos a muy corto plazo, con frecuencia
de un día de duración, bajo contratos OTC. El producto financiero que se deja en garantía
(letras o bonos del Estado, por ejemplo) es el colateral de la operación financiera.
¿Y dónde queda Alan Greenspan en todo este contexto? Greenspan fue durante 17 años
el presidente de la FED, la Reserva Federal americana, o más concretamente, el presidente
del Consejo de Gobernadores del Sistema de la Reserva Federal, como se denomina
oficialmente este organismo. Se mantuvo con cuatro presidentes, tres republicanos y un
demócrata: Ronald Reagan, George H. W. Bush, Bill Clinton y George W. Bush, desde
agosto de 1987 hasta el final de enero de 2006. Fue, por tanto, en su función de presidente
de la FED, una persona clave en la marcha de la economía mundial.
Descendiente de emigrantes judíos, Alan Greenspan creció en Nueva York y vivió en la
isla de Manhattan. Así lo relata en sus memorias, The Age of Turbulence, Adventures in a New
World, escritas en 2007:
«Si usted se desplaza a la cara oeste de Manhattan y toma el metro en dirección norte, pasará por
Times Square, Central Park, y Harlem, llegando al barrio donde crecí. Washington Heights está casi
en el extremo opuesto de la isla visto desde Wall Street —no lejos de la pradera donde se dice que
Peter Minuit había comprado Manhattan a los indios por 24 dólares (existe aún hoy una piedra
conmemorativa en ese lugar)».
«Ambas ramas de mi familia, los Greenspans y los Goldsmiths, llegaron con el cambio de siglo, los
Greenspans desde Rumanía y los Goldsmiths desde Hungría. La mayoría de las familias del
vecindario, incluida la nuestra, eran de clase media baja —a diferencia de las judías absolutamente
pobres de la Lower East Side».
The Age of Turbulence es también una interesante historia de la segunda mitad del siglo XX
y su paso al XXI. O, mejor, según sus palabras:
«The Age of Turbulence es mi propio intento para comprender la naturaleza de este nuevo
mundo: cómo hemos llegado hasta aquí, lo que estamos viviendo, y lo que aparece en el horizonte, para
lo bueno y para lo malo. En lo posible, transmitiré cómo lo veo en el contexto de mis propias
experiencias. Hago esto por un sentido de responsabilidad a los hechos históricos, de manera que los
lectores puedan tener el conocimiento de cómo he llegado hasta aquí».
Y aquí, en su propia historia, se puede ver al Alan Greenspan más real: el economista
que no quería serlo por alcanzar fama como clarinetista de jazz a lo Benny Goodman; el
economista e incipiente político republicano, atraído por la personalidad de Ronald
Reagan; para convertirse finalmente en el afamado político-economista, frustrado en lo
personal, por no haber terminado la tesis doctoral en su juventud, para realizarla
posteriormente y obtener finalmente el grado de «Doctor en Filosofía» en la Universidad
de Nueva York en 1977 a los 51 años. Una tesis «perdida», ya que fue retirada de la
universidad a petición del propio Greenspan cuando accedió a presidente de la FED. Una
persona, sin embargo, brillante, que condujo la maquinaria económica americana con
bastante acierto, aunque no supiera ver que alguna de sus medidas desembocarían en la
crisis de 2008.
Así, en octubre de 2008, durante su comparecencia delante del Comité de Supervisión y
Reforma del Gobierno americano, el más importante órgano de control de la Cámara de
Representantes, no consideró en absoluto el impacto que los bajos tipos de interés habían
supuesto en la crisis, sino que apuntó hacia el conocido problema de las hipotecas
subprime:
«¿Qué fue lo que estuvo errado en las políticas económicas que fueron tan eficaces durante casi cuatro
décadas? El desajuste más aparente ha estado en la titulización de hipotecas. Es realmente evidente
que sin el exceso de demanda por parte de los emisores de estos títulos, la creación de hipotecas
subprime (sin duda ninguna la causa original de la crisis) habría sido considerablemente menor y las
quiebras, en consecuencia, mucho más pequeñas. Sin embargo, las hipotecas subprime agrupadas y
vendidas como títulos se convirtieron en el sujeto de la explosión de demanda de muchos inversores
alrededor del mundo».
Concluyendo, que:
«Debe haber cambios regulatorios adicionales para que esta descomposición del pilar central de la
competencia en los mercados vuelva a su estabilidad, especialmente en las áreas de fraude,
liquidaciones, y titulización. Es importante recordar, sin embargo, que cualquier cambio regulatorio
que se lleve a cabo será mucho menor en comparación con los cambios ya evidentes de los mercados
actuales. Los mercados, durante un futuro aún sin definir, serán mucho más restrictivos que cualquier
nuevo régimen regulatorio que hoy se pueda contemplar».
Con lo anterior parece que Greenspan viene a concluir que la regulación nada podrá
ante el comportamiento de los mercados, que ya han reaccionado y en el futuro serán
mucho más conservadores. Sin embargo, deja caer algo que ciertamente es una de las
fuentes primeras del desastre: el fraude. Pues, como ya hemos visto en estas páginas, este
ha sido el caldo de cultivo donde se ha asentado la crisis. Y además, las liquidaciones, es
decir el afán de enriquecimiento de los intermediarios en sus abusivas tarifas. Además del
problema de los mil y un instrumentos financieros que se vendieron, y aún se venden,
escapando al control regulatorio, siempre detrás de la incesante creatividad financiera al
hilo, muchas veces, de una codicia desmedida.
Pero aún hay que añadir algo más: la política de bajos tipos de interés lanzada por
Greenspan como respuesta al colapso de la burbuja tecnológica —la crisis de las puntocom— a
inicios de este siglo, tuvo el efecto de inyectar una enorme liquidez a todo el sistema
monetario, lo que llevó a los inversores a buscar operaciones con productos financieros de
mayor riesgo. Y en este contexto, los intermediarios financieros trataron de enriquecerse
mediante sofisticados productos, de un lado, y préstamos masivos a familias y empresas de
dudosa solvencia, por otro. Lo que, como hemos visto, alimentó la burbuja inmobiliaria
cuya explosión trajo las consecuencias que ya conocemos. Pero aún hubo más: la moda se
extendió a Europa y, ante el crédito barato y masivo, grandes empresas entraron también
en el juego, poniendo en marcha compras por doquier usando el fácil crédito bancario. De
esta manera, por ejemplo, conocidas empresas constructoras españolas adquirieron
importantes paquetes de acciones de grandes sociedades energéticas: unas para realizar
operaciones puramente especulativas, y otras con un afán cercano a la megalomanía.
Algunas están aún pagando las consecuencias y, con ello, el sistema financiero en su
conjunto.
Antes de acabar este capítulo, conviene decir que, al final, Alan Greenspan, ya en su
nueva ocupación como presidente de Greenspan Associates, y en el contexto de un
extenso artículo que escribió sobre la crisis en la Brookings Institution bajo el título de
The Crisis en marzo de 2010, dejó entrever el problema que encerraban los tipos de interés,
eludiendo, eso sí, el importante papel que él mismo tuvo, llevándolo a un problema global
de las economías desarrolladas que trataron con esa medida de estimular de nuevo la
economía:
«Con la caída de la inversión en todas partes del mundo para tomar el relevo —a la crisis del 2000
—, el resultado fue una caída generalizada en los tipos de interés globales a largo plazo entre 2000 y
2005, tanto nominales como reales».
Añadiendo que:
Es decir, no solo fueron las subprime y los intermediarios financieros, también los
reguladores y, en este caso Greenspan y la FED por él dirigida, tuvieron su muy
importante cuota parte.
«El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios para los
que se haya utilizado. Y si se desea que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las
remuneraciones relativas de los servicios particulares, según determinan los mercados, no sean
modificadas por ningún impuesto. Un impuesto progresivo suscita este tipo de modificación, haciendo
que la remuneración neta de un servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente».
Añadiendo que:
«No únicamente los servicios que, sujetos a un impuesto, reciben la misma remuneración pueden
proporcionar distintos beneficios, sino cualquiera que reciba por un servicio dado un pago elevado
puede, en definitiva, encontrarse con menos dinero que otro que haya recibido un pago menor».
A finales de abril de 2006 fallecía a los 97 años John Kenneth Galbraith, un relevante economista
nacido en Canadá a principios del siglo XX; y desde la obtención de su grado de Doctor en la
Universidad de California Berkeley en economía agrícola, una influyente personalidad de la vida
pública americana. Quizás esto le venía de sus padres: él, granjero y maestro de escuela, y ella, una
activista política. De su paso por la Universidad de Cambridge en Inglaterra, le quedaron a
Galbraith fuertes influencias keynesianas. De nacionalidad americana desde 1937, fue embajador en
la India bajo el mandato de Kennedy entre 1961 y 1963. En 1958 había escrito una de sus más
interesantes obras: La sociedad opulenta. Se refería en el libro a la sociedad norteamericana, sin
embargo, muchas de sus ideas son aplicables al descalabro de la Europa actual del euro, sobre todo
cuando asegura que: «Sin lugar a dudas, la riqueza constituye un implacable enemigo de la
inteligencia».
«El fraude tiene como punto de partida un hecho determinante y absolutamente evidente que, no
obstante, es casi siempre pasado por alto: el comportamiento futuro de la economía; el paso de los
buenos tiempos a la recesión o la depresión y viceversa, es imposible de predecir con exactitud. Existen
predicciones de sobra, pero no un conocimiento firme y seguro. Todo depende de una combinación
variada de acciones gubernamentales sobre las que no existe certeza y de decisiones corporativas e
individuales que desconocemos; y cuando se trata del mundo en general, de la paz y de la guerra».
Las crisis económicas, como los conflictos políticos o sociales, no vienen porque sí, si
bien son muchas veces impredecibles como indica Galbraith. Siempre hay algo que los
alimenta. Y en demasiadas ocasiones, el origen se encuentra en el decaimiento moral de la
sociedad, en la pérdida de valores y los abusos que vienen de su mano, sin olvidar en este
contexto las acciones gubernamentales como subraya este economista. Así lo expresaba
también, por ejemplo, Maurice Niveau, profesor de Economía y director del Gabinete del
Ministro de Educación en tiempos del presidente Valéry Giscard d'Estaing, en su obra
Historia de los hechos económicos contemporáneos:
«No es necesario ser marxista para trazar el cuadro de los sufrimientos que el pueblo tuvo que
soportar en las primeras fases de la industrialización capitalista. El evocar la miseria obrera a finales
del siglo XVIII y a principios del XIX —o incluso más tarde— se ha convertido en un lugar común.
Sin embargo, el investigador no deduce siempre las mismas conclusiones ni ve los mismos síntomas,
según cuales sean sus preferencias doctrinales. El peor peligro para la mente, y el peor riesgo para la
comprensión de la sociedad contemporánea, serían querer excusar retrospectivamente los abusos de un
capitalismo que se ha bautizado como “liberal”».
«No creo que una política que, al buscar la estabilidad de los precios, la producción y el empleo,
hubiera cortado de raíz el auge de los ferrocarriles ingleses en los años cuarenta, o el auge de los
ferrocarriles de 1869 a 1871 en Estados Unidos, o el auge de la electricidad en Alemania de los años
noventa, hubiera sido a fin de cuentas benéfica para los pueblos afectados».
«Es, por ejemplo, obvio, que en el caso de sustitución de un coche de caballos por un automóvil, el
cochero en un sentido estricto quedará tecnológicamente desempleado, aunque no exista ninguna
máquina que conduzca en adelante a sus caballos, lo que es similar al hecho de que un contable
pierda su trabajo por la introducción de una máquina calculadora u otro dispositivo similar, o que
una mujer, cosechadora de algodón, pierda su empleo debido a la introducción de una máquina de
recogida de algodón, o porque el algodón quede en desuso por la competencia de la fibra sintética».
Otro enfoque sobre el ciclo económico es el que procede de la Escuela Austriaca, que
se apoya en la teoría clásica, aunque pone el énfasis en la relación que existe entre
consumo e inversión, y considera que la economía se mueve fuera de la frontera de
producción igual que hace la Curva de Phillips, debida al economista neozelandés William
Phillips. Esta curva, simplemente expuesta, muestra la relación entre empleo e inflación: a
menor desempleo mayor tasa de inflación.
Siguiendo el mismo criterio de Phillips, los economistas de la Escuela Austriaca
argumentaban que, después de una época de expansión, no se vuelve a la frontera de
producción, sino que los cambios (por ejemplo, la influencia del crédito en la inversión)
tienen un efecto directo en la estructura de producción y, por ende, en el consumo futuro.
Esto tiene —según este pensamiento— una consecuencia en los precios relativos de los
productos, lo que lleva a incrementar las tasas de interés y ocasiona una futura recesión;
algo que la política monetaria no paliará, ya que la economía necesita tiempo para ajustar
la estructura de la demanda.
Vayamos después de esta larga introducción al tema que nos ocupa, es decir, a algunas
crisis que cambiaron el ciclo. Nos servirá como preámbulo para entender lo que
trataremos después. Empecemos con la Holanda del siglo XVII. Un tiempo en el que hacía
casi ochenta años que los holandeses habían expulsado a los españoles de las Provincias
Unidas después de la Guerra de los Ochenta Años. Una guerra que trajo el hundimiento
de la economía española a lo largo de los siglos XVI y XVII, y que había convertido al huspot
—el potaje holandés que rememoraba la salida forzada de los tercios españoles de Leiden
el 3 de octubre de 1574— en el plato tradicional de la comida holandesa.
Hoy la compras y ventas de bulbos de tulipanes no son objeto de especulación
financiera. Quien se dedica a esta actividad, o bien es un industrial que comercia con ellos,
o es un amante de estas plantas. Los tulipanes, originarios de Turquía, se asentaron en
Holanda de una manera muy singular, tanto que hoy constituyen una potente industria
que exporta casi 1.000 millones de dólares, sobre todo hacia Estados Unidos. Una
industria que produce tres mil millones de bulbos anualmente, de los cuales salen del país
las dos terceras partes. Actualmente existen casi dos mil variedades de tulipanes, de las que
un 80% son de origen holandés. Los bulbos, es importante señalarlo, pueden tardar hasta
12 años en formarse a partir de una semilla de tulipán.
Hacia los años treinta del siglo XVII los bulbos eran uno de los productos claves de la
economía holandesa, y su comercio desarrolló un importante movimiento económico: la
tulipomanía que, en la primera parte del siglo XVII, desembocó en un delirio financiero.
Delirio que acabó en un desastre económico y arruinó a muchísimas personas dentro y
fuera de Holanda. Lo que se considera como un cambio de ciclo en una época de gran
prosperidad.
El delirio llegó a tales extremos que se cambiaban hasta edificios por unos pocos
bulbos, algunos de los cuales como el Semper Augustus llegó a alcanzar la enorme cifra de
1.000 florines por unidad en 1623, para subir dos años después a los 3.000 florines, y
situarse en 1637, año del crac, en los 5.500 florines. Con el negocio de los bulbos, un buen
comerciante podía llegar a ganar unos 60.000 florines mensualmente, lo que contrastaba
con el salario de un artesano cualificado de entonces que podía conseguir unos 150
florines anuales. Los bulbos, por su parte, se reservaban con antelación mediante contratos
que se realizaban entre junio y septiembre del año anterior, fijando su precio al igual que
se hace hoy en el mercado de futuros. Los contratos eran, según se decía, contratos en el
viento, ya que lo que realmente se compraba era un trozo de papel que daba derecho a
reclamar unos bulbos durante la primavera siguiente.
La clase media holandesa de aquel entonces, juntamente con la explosión del comercio
holandés con los países asiáticos, fueron los que, principalmente, alimentaron ese capricho
por los bulbos. Un capricho que desembocó en la enorme especulación que rodeó ese
mercado en una época de sobreabundancia de riqueza, tal como expresa Simon Schama en
su obra The embarrassment of riches, donde comenta la histeria que rodeó la tulipomanía:
«La histeria respecto de los bulbos fue bastante real. Los pequeños agricultores construían defensas
para proteger sus inversiones día y noche. Un horticultor en Hoorn, en el norte de Holanda, improvisó
un cable trampa en su jardín al que ató una campana para que le avisara de posibles intrusos. Pero
el punto en el que la especulación causó una seria preocupación entre los productores profesionales y los
magistrados de la ciudad ocurrió al final de 1636 cuando se transformó en pura especulación
—windhandel, en holandés—, un objeto de apuesta».
Una histeria que alcanzó a todas las clases sociales e hizo explotar la especulación y con
ella la inflación, según expresaba en 1841 el periodista escocés Charles Mackay en su libro
Extraordinary Popular Delusions and the Madness of Crowds, donde se refería al
comportamiento irracional de las gentes que quedan atrapadas por la avaricia, la codicia y
la arrogancia que da el logro de dinero rápido y fácil. Y con la tulipomanía, Mackay decía
que:
«Nobles, ciudadanos, granjeros, mecánicos, marinos, hombres de a pie, criadas, e incluso
deshollinadores y mujeres de toda condición, hicieron sus escarceos con los tulipanes. Gente de todo tipo
convirtieron sus propiedades en dinero y lo invirtieron en flores. Casas y tierras se ofrecían a precios
ruinosos o se ofrecían como intercambio en el mercado de tulipanes. Los extranjeros quedaron
entusiasmados con similar intensidad y el dinero llegó a Holanda en todas direcciones. Los precios de
los artículos de primera necesidad crecieron de nuevo poco a poco: casas y tierras, caballos y carruajes, y
lujos de todo tipo, aumentaron con ellos de valor, de manera que por algunos meses Holanda pareció la
antesala del dios griego de la riqueza, Pluto».
«En apariencia hay un punto en el que el desarrollo deja de ser un verdadero progreso, ya sea en el
comercio, en el deporte, en la maravillosa obra del hombre e incluso en sus exigencias, deseos y
aspiraciones morales y mentales. Hay un punto en que el progreso, para ser un verdadero avance, ha
de variar ligeramente el rumbo. Pero esta es una cuestión compleja. Lo que ahora quiero señalar es
que el viejo Arizona, maravilla de su tiempo, era proporcionalmente más resistente, manejable y
estaba mejor equipado que este triunfo de la moderna arquitectura naval [el Titanic], cuya pérdida,
dicho en lenguaje corriente, sigue siendo la sensación del año. El estrépito de la prensa ha estado a la
altura de su tonelaje, los preliminares himnos triunfales rodearon su ya desaparecido casco de
descabelladas proclamas y elaboradas descripciones de su ornamento y esplendor».
«El gasto público, sin embargo, cuando se sufraga de esta manera [mediante impuestos], no hay duda
de que entorpece en más o menos la acumulación de nuevo capital».
En definitiva, Adam Smith, ya en el siglo XVIII, pensaba que las deudas del Estado
socavan la prosperidad de la nación.
David Ricardo, al que también aludimos páginas atrás, compartía el mismo
pensamiento, es decir, que el carácter improductivo de los gastos de cualquier Gobierno y
su necesidad de financiarse mediante deuda pública disminuyen la capacidad inversora y,
en consecuencia, van en contra de las posibilidades de la creación de riqueza. Contra esto
se podría argumentar que obvia el supuesto efecto intergeneracional, en el sentido de que
no son las generaciones actuales las que han de correr con todos los gastos, sino que
también las futuras participan de ello; lo que nos lleva a la consideración de la necesaria
responsabilidad que debe tener la generación actual respecto de las futuras, pues, en casos
límites, se las puede condenar a la pobreza si las deudas a las que se las someten resultan
excesivas, en su cantidad o en sus intereses.
John Stuart Mill, otro economista de la misma Escuela, participaba de la misma
opinión, si bien lo enfocaba desde la óptica de que el Estado debería buscar otras
alternativas de financiación diferente de los impuestos. Quizás esto le venía de su carácter
reformista respecto de Smith o Ricardo, pues, aunque defendía la propiedad privada y la
economía en competencia, era consciente de las desigualdades sociales que había en su
tiempo, y por ello no aceptaba la existencia de una relación directa entre progreso
económico y progreso social. Por ello aseguraba que el progreso económico no puede
reducirse únicamente al crecimiento de los bienes disponibles, sino a una mejor
redistribución de la riqueza. Eran los años de la primera época victoriana, que se vivieron
entre 1837 y 1851. Una época reflejada con maestría por Charles Dickens en sus novelas,
que muestran muchas veces las brutalidades de aquella sociedad tremendamente injusta
donde las clases altas despreciaban a las más pobres. De ahí que Stuart Mill,
contemporáneo de Dickens, fuera flexible en aceptar que el gasto público pudiera tener
efectos beneficiosos para un país, particularmente cuando se financiara del exceso del
ahorro de capitales foráneos, o bien cuando el Gobierno generara beneficios económicos a
partir de su actividad. Aunque siempre abogaba por una limitada participación del Estado
en la economía a fin de asegurar la independencia de los individuos, favoreciendo el
desarrollo de esas actividades de acción colectiva. Una imprescindible necesidad de
promover la participación de lo que hoy llamaríamos «sociedad civil».
Más modernamente nos encontramos con los economistas de referencia del siglo
pasado, que aún mantienen su vigencia: John Maynard Keynes y Milton Friedman.
Vayamos a este último de quien se conmemoró el centenario de su nacimiento el pasado
31 de julio de 2012.
Friedman nació en Nueva York, hijo de una familia de emigrantes judíos, y llegó a ser el
máximo representante de la Escuela de Chicago. Universidad en la que permaneció como
profesor durante 30 años. Se trata, seguramente, del economista más popular e influyente
del pasado siglo, quizás a la altura del propio Keynes. Alcanzó el Nobel en 1976.
En 1963, Friedman publicó con Anna Schwartz un libro de gran impacto: Monetary
History of the United States, donde se argumentaba que la Gran Depresión vino de la mano
de una contracción monetaria, consecuencia de una errónea política de la Reserva Federal
y de las repetidas crisis del sistema bancario de entonces. Contracción que trataba de
reducir la circulación de dinero con varios métodos, incluido el aumento de los tipos de
interés.
Al contrario que Keynes, Friedman apostaba por una economía fuertemente
liberalizada, donde la política monetaria es la clave para definir la política económica. Sus
observaciones le llevaron a asegurar que la tasa de variación de la cantidad de dinero en
circulación, medida en porcentaje anual, tiene una estrecha correlación con la tasa de
variación de los ingresos y de los precios. De ahí el monetarismo con el que impregnó todas
sus propuestas.
En 1992 Friedman publicó un nuevo libro: Money Mischifs. Episodes in Monetary History. Y
al hilo de su publicación The Federal Reserve Bank of Minneapolis le hizo una interesante
entrevista en la que se refirió al tema de la deuda pública.
«Pregunta: Seis premios Nobel y otros 94 economistas han reclamado recientemente la necesidad de
aumentar el gasto federal para estimular el crecimiento económico, incluso aunque esto aumentara el
déficit público. Entre ellos están Arrow, Sharpe, Klein, Solow y Modigliani. ¿Tiene sentido esta
recomendación colectiva de estos economistas de primera línea?
Friedman: No estoy de acuerdo con el punto de vista de estos cien economistas reclamando
aumentar el gasto público para estimular el crecimiento económico. Mi desacuerdo se basa parcialmente
en consideraciones políticas, y parcialmente en motivos económicos. Desde el punto de vista político,
aumentar el gasto puede inicialmente diseñarse como algo temporal, aunque pocas cosas llegan a ser
tan permanentes como un gasto temporal. Por lo que estos economistas están llamando a un gasto
público todavía más alto, con lo que, en mi opinión, reducir el alcance de ese gasto es nuestro objetivo
más importante. Desde el punto de vista técnico, creo que no existe otra evidencia más persuasiva que,
dado el curso que toma la política monetaria y de los agregados monetarios, los déficits del Gobierno
Federal no tienen ningún efecto de estímulo. Únicamente tendrán un efecto de estímulo económico en
tanto que sean financiados con un aumento más rápido de la cantidad de dinero que la que sucedería
de la otra manera. Sin embargo, incluso si compartiera el punto de vista de los economistas que
firmaron la proposición de que un aumento del déficit podría estimular la economía, debería ser
consistente con su punto de vista técnico de recomendar una reducción de los impuestos como el medio
para lograr un déficit mayor de las cuentas públicas. Siguiendo su punto de vista, una reducción de
impuestos tendría el mismo efecto estimulante que un aumento del gasto, evitando así el negativo efecto
que tiene en el largo plazo aumentar el papel del Gobierno en la economía».
El diseño del euro trató en origen de evitar la posibilidad de que los Estados se
endeudaran de manera excesiva. Para ello se firmó el Pacto de Estabilidad y Crecimiento,
que obligaba a limitar el déficit público al 3% y no superar el 60% de deuda pública
(porcentajes respecto del PIB). Además, se incluía una cláusula de «no rescate», lo que
debería traer la quiebra (default) para el Gobierno que no cumpliera sus obligaciones de
deuda.
La crisis financiera internacional puso al euro y a la Unión Monetaria Europea enfrente
de tres crisis distintas. Primero una crisis bancaria en la que muchos bancos europeos se
encontraron con problemas de liquidez y quedaban descapitalizados, siendo necesario su
rescate mediante fondos públicos; es decir, una nacionalización encubierta. Segundo, la
crisis de deuda soberana en la que varios países se encontraron con problemas para lograr
financiación en los mercados, con la prima de riesgo de sus emisiones aumentando sin
control. Y tercero, una crisis económica que limita el crecimiento global de la Eurozona y
que en ciertos países se manifiesta con recesión. Tres crisis distintas pero conectadas, ya
que los problemas bancarios contribuyeron a la crisis de deuda soberana, a la vez que las
posiciones de las entidades financieras respecto de la deuda soberana aumentaron su
debilidad debido a los riesgos de quiebra en ciertos países, sobre todo los del sur. A lo que
se unía un crecimiento débil o negativo que contribuía a la poca solvencia de las emisiones
de deuda, lo que agravaba las políticas de austeridad ya que limitaban el crecimiento.
Para terminar diciendo que la debilidad del sector financiero contrae el crédito y, por
tanto, incide en la congelación del crecimiento económico que, a su vez, es negativo para
la actividad del sector bancario. Múltiples pescadillas mordiéndose la cola; algo de lo que
no es tan fácil escapar como se está comprobando en una crisis que dura ya más de cuatro
años en Europa y que, como se ve, va más allá de los problemas de la deuda soberana.
«La economía es la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios
—escasos— que tienen usos alternativos».
«…somos ostensiblemente arrogantes de lo que creemos que sabemos. Desde luego sabemos muchas
cosas, pero tenemos una tendencia innata a pensar que sabemos un poco más de lo que realmente
sabemos, lo bastante de ese poco más para que de vez en cuando nos encontremos con problemas».
El problema, con ser grave, no era únicamente ser arrogantes de lo que creemos que
sabemos, era aún mayor: no tener en cuenta esos sucesos que pueden ocurrir y que Taleb
define como Cisnes Negros:
«Lo que aquí llamamos un Cisne Negro (así, en mayúsculas) es un suceso con los atributos que
siguen. Primero, es una rareza, pues habita fuera del reino de las expectativas normales, porque nada
en el pasado puede apuntar de forma convincente a su posibilidad. Segundo, produce un impacto
tremendo. Tercero, pese a su condición de rareza, la naturaleza humana hace que inventemos
explicaciones de su existencia después del hecho, con lo que se hace explicable y predecible».
«Pienso que el euro está en una fase de luna de miel. Espero que sea un éxito, aunque tengo bajas
expectativas respecto de esto. Pienso que las diferencias se irán acumulando entre los distintos países y
que shocks asíncronos les afectarán. Actualmente, Irlanda es un Estado muy diferente; necesita una
política monetaria distinta de la de España o Italia».
Todo parecía, sin embargo, bien estructurado, y cuando llegó la crisis nadie en Europa
salía de su asombro, y luego, ya instalada, las explicaciones fueron y siguen siendo
múltiples. Pero el hecho es que, con el desastre, ni existían los mecanismos para atajarlo, ni
había posibilidades de controlar los riesgos que de ahí se derivaban. En definitiva, las
instituciones europeas no estaban preparadas. Y los países tampoco.
Antes de iniciarse la crisis económica los países de la Eurozona tenían, en lo relativo a
deuda pública, una media similar a la de Estados Unidos. Por ejemplo, en 1995, la ratio de
deuda respecto del PIB era, aproximadamente, un 60% en Estados Unidos y un 70% en
los países de la Eurozona. Con importantes diferencias, sin embargo, entre los europeos:
Alemania y Francia, se mantenían por debajo del 50%, de manera similar España y
Portugal, mientras que Grecia e Italia estaban alrededor el 100% e Irlanda alrededor del
85%.
El euro, sin embargo, al principio, trajo buenas noticias para casi todos. En 1999,
Irlanda, España y Portugal cumplían los objetivos de Maastricht al mantenerse por debajo
del 60% de deuda respecto del PIB, al igual que Francia y Alemania, si bien Italia y Grecia
ya sobrepasaban el 100%. Ambos países nunca cumplieron con lo estipulado. Pero ahí no
estaba lo peor. Al hilo de la riqueza aparente surgió la deuda privada que se sumaba a la
anterior y ponía en guardia a los mercados. Según datos del Banco Mundial, antes de la
explosión de la crisis, en 2007, todos los países europeos tenían una muy abultada deuda
privada, especialmente Irlanda (184,3%), España (168,5%) y Portugal (159,8%). A lo que se
sumaba como un problema adicional la balanza por cuenta corriente en los años anteriores
a la crisis (2003 a 2007), es decir que durante ese tiempo se importó más de lo que se
exportó, aumentando así las deudas con el exterior. Nuevamente los países más destacados
en este negativo aspecto fueron Grecia (-9,1), España (-9,2) e Italia (-7,0). Con el boom
económico, empresas y hogares salieron en búsqueda del crédito fácil y barato y la alegría
duró hasta que vino el cierre en 2010.
En algunos países como España o Irlanda el problema venía gestándose hacía bastante
tiempo. La expansión del crédito y la desbocada construcción de viviendas daban un
aparente efecto positivo que provenía de unas tasas de desempleo muy bajas y un aumento
enorme de los ingresos públicos vía impuestos de sociedades, rendimientos del trabajo y
otros conceptos similares, a lo que se añadía un consumo sorprendentemente alto.
Adicionalmente, una inflación por encima de las tasas de interés fijadas por el Banco
Central Europeo hacían que, en la práctica, el coste del dinero fuera negativo: era un
negocio pedir prestado. Y en la alegría nadie era consciente de lo que se avecinaba: la
aparición de un cisne negro en forma de primas de riesgo y de contracción del crédito. Las
tasas de interés de los préstamos que, en otoño de 2009, eran prácticamente las mismas
para todos los países de la Eurozona, empezaron una brusca separación desde enero de
2010. Primero, Grecia, cuyo bono a 10 años se situaba en el 12% de interés pocos meses
después, y seguía su imparable ascensión para llegar a alcanzar, a mediados del 2012, la
increíble cifra del 50% de interés, solo apta para los especuladores más extremos. Y luego,
el resto de los países salvo Francia y Alemania; es decir: Portugal, Irlanda, Italia y España
que, con Grecia, constituían los PIIGS. Un acrónimo que empezó a circular en los
ambientes financieros haciendo referencia al plural de término inglés pig. Unos países que
en 2012 presentaban unas economías con importantes debilidades: balanzas fiscales
negativas, recesión económica (salvo Irlanda), altas cotas de desempleo (especialmente
España con un 25% y Grecia con el 20%) y crecientes deudas públicas respecto de su PIB
(Grecia, 140%; Italia, 120%; Portugal e Irlanda por encima del 100%, y España superando
el 80%).
Lo que fue pensado para lograr una mayor integración económica dentro del Mercado
Único Europeo, y así proporcionar una mayor estabilidad y crecimiento económico, tuvo,
al carecer de los apropiados mecanismos de corrección, muy negativos efectos, muchos de
ellos provenientes de una más intensa relación comercial entre los países miembros. Unos
flujos comerciales desproporcionadamente elevados en un contexto cada vez más
globalizado de la economía mundial que se han incrementado en un 20% entre algunos
países después de la adopción del euro. De manera que, tarde o temprano, las ineficiencias
de los países que despectivamente se denominaron PIIGS, juntamente con una mayor
integración comercial y financiera, acabarían llegando a los supuestamente más estables,
como son Francia y Alemania. Tal es hoy, cuando se escriben estas páginas el caso: Europa
se frena en lo económico, está desestructurada en lo político y tiene cada vez menos peso,
como conjunto, en lo internacional.
Los PIIGS, por un lado, juntamente con un cierto desapego hacia los del sur por parte
de los países del norte y del centro de Europa, por otro, han desembocado en un bloqueo
que pone en duda el futuro económico de la Eurozona y la supervivencia del euro como
moneda única, en un contexto donde el Banco Central Europeo, el Parlamento Europeo,
la propia Comisión Europea, y otros organismos e instituciones existentes, han
demostrado ser costosos e incapaces instrumentos para solucionar las vías de agua de este
nuevo Titanic que constituye hoy la zona euro.
CAPÍTULO 6
El Estado de bienestar
«Que sea promulgado por la autoridad del presente Parlamento, que los churchwarden de cada
parroquia, y cuatro, tres o dos relevantes cabezas de familia de ahí, como deberá cumplirse, que tengan
respeto a la proporción y grandeza de su parroquia o parroquias, para ser nombrados cada año en la
Semana de Pascua, o un mes después de Pascua, bajo la firma y sello de dos o más Jueces de Paz del
mismo Condado, de los cuales uno sea del Quorum, que habite en o cerca de la misma parroquia o en
la división donde se encuentre la parroquia, serán llamados supervisores de los pobres de esa
parroquia: y ellos o la mayoría de ellos, tomarán la decisión, con aprobación de dos o más Jueces de
Paz de los que se ha dicho, para ocuparse de los niños cuyos padres, de acuerdo con los
churchwarden y cabezas de familia, o la mayoría de ellos, no sean capaces de mantenerse y
mantener a sus hijos».
«Ante esto, las autoridades parroquiales magnánima y humanamente resolvieron que Oliver fuera
“cultivado”, o, en otras palabras, que debía ser desplazado a una sucursal de una casa de trabajo, a
unas tres millas de distancia, donde veinte o treinta jóvenes habían ofendido a las leyes de los
pobres…».
Y en el capítulo ventisiete:
«Después de haber dado una vuelta por la casa, y pensando, por vez primera, que las leyes de los
pobres eran muy duras contra las personas, y que los hombres que habían abandonado a sus mujeres,
dejándolas al cargo de las parroquias, debían ser tratadas en justicia sin ningún castigo en absoluto,
sino al contrario recompensadas como meritorios individuos que habían sufrido mucho…».
Y es que no siempre la caridad ha sido bien entendida, y mucho menos bien practicada.
Aunque, hay que comprender que, con la distancia que da la historia, la Poor Law Act tenía
en su origen buenas intenciones, pues el Comité Parroquial era también responsable de la
asistencia a enfermos, pobres y ancianos, mediante dinero u otro tipo de ayudas. Para lo
cual se anotaba en los libros parroquiales la lista de beneficiarios, las prestaciones y
cualquier otra incidencia. Además, debido a que se consideraba que la pobreza procedía
del desempleo, la ley promovía que las parroquias buscaran trabajo a los pobres, de ahí
nacieron en Inglaterra las casas de trabajo, pensadas para las clases más desfavorecidas. Una
situación que, con el tiempo, llegó a ser inmanejable por el número de ellas. Y a fin de
mejorar el sistema, la ley de los pobres se modificó mediante la Gilbert’s Act de 1782,
autorizando la unión de distintas parroquias para constituir casas de trabajo entre ellas.
Esto permitió al condado de Kent, por ejemplo, realizar más de doce uniones de este
estilo. De manera que, en 1813, estaban concentrados la mayoría de los pobres de ese
condado en el 60% de sus parroquias.
L a Poor Law Act se mantuvo, con modificaciones, hasta 1834, momento en que una
Comisión Real propuso cambios importantes; entre otros, la necesidad de un sistema
unificado para todo el reino, la creación de sindicatos que protegieran los intereses de los
más desfavorecidos, así como las condiciones para ser admitidos en las casas de trabajo.
Dicha Comisión Real estaba formada por ocho consejeros que tenían como misión
analizar los fallos que hasta entonces había tenido la ley. El consejo estaba dirigido por un
economista, Nassau Senior, que se apoyaba en un grupo de 26 expertos entre los que
sobresalieron Edwing Chadwick y Thomas Malthus. Ambos prominentes representantes
del utilitarismo. Una forma de pensar que considera que lo bueno es aquello que causa
placer y disminuye el dolor. Lo que, en definitiva, es útil en la vida. Un criterio que queda
explicado en su propia reflexión:
«La naturaleza ha colocado a la humanidad bajo el gobierno de dos amos soberanos: el dolor y el
placer. Ellos solos han de señalar lo que debemos hacer».
Según esto, para los utilitaristas, una situación es buena si resulta útil, con lo que
cualquier decisión habrá que ordenarla según su grado de bondad o de utilidad; conceptos
que, en este caso, coinciden. Esto condujo al consecuencialismo, una forma de ver la vida
tratando de ordenar las cosas de acuerdo a la suma de sus utilidades. Sería algo así como
decir que hay que buscar todo lo que reporte un beneficio personal, pues esto es lo
positivo, es decir, lo bueno.
Los economistas de esta tendencia consideraban además que, siguiendo los postulados
de Adam Smith, la sociedad tiende al equilibrio, y la utilidad de una persona no puede ser
acrecentada ni disminuida por la utilidad de otra. Derivando de ahí que en la Economía de
bienestar el único criterio justo —para estos economistas del siglo XIX y en especial para el
italiano Vilfredo Pareto— se concreta en la búsqueda de la eficiencia basada en la utilidad,
sin prestar atención a ningún otro tipo de consideración de carácter redistributivo. Una
proposición que, de acuerdo con su iniciador, toma el nombre de optimalidad paretiana, que
conduce al teorema fundamental de la Economía de bienestar, que asegura que:
«En la economía de mercado existe un equilibrio competitivo que coincide con la optimalidad
paretiana».
Una proposición evidentemente falsa, aunque se haya dado —y aún se mantenga— una
generalizada tendencia a implantar esto en el mundo económico actual. Unos errores a los
que, sin embargo, Amartya Sen, premio Nobel de Economía en 1998, daba salida desde
otra óptica, apuntando a la necesaria redistribución económica:
«Un estado puede ser óptimo, en el sentido paretiano, con algunas personas que están en la extrema
miseria y otras que nadan en el lujo, de tal manera que no se puede hacer mejorar a los pobres sin
disminuir el lujo de los ricos. La optimalidad paretiana puede “como el espíritu del César, venir
caliente del infierno”».
Pero Malthus no dejaba ahí sus observaciones, sino que las llevaba a las limitaciones que
existen para aportar recursos suficientes de manera sostenida. Según él:
«Los medios de subsistencia, en las circunstancias más favorables de la industria, no podrán jamás
aumentar más rápido que según una progresión aritmética».
Es decir que si la población crece a un ritmo de: 2, 4, 8, 16, etc., los recursos no lo harán
sino en la secuencia: 2, 3, 4, 5, 6, etc. O lo que es lo mismo, en tres siglos, la relación entre
los medios de subsistencia y la población sería de 13 a 4.096. Algo que, obviamente, no ha
sucedido, independientemente de las medidas forzadas que han existido para limitar el
crecimiento poblacional en los últimos 40 años con técnicas de todo tipo, incluido el
aborto, que, solo en Estados Unidos, contabilizó entre 1973 y 2011 el enorme número de
54,5 millones de casos: ¡un aborto cada 26 segundos!
Con esta forma de pensar, Malthus fue uno de los más severos críticos de la ley de los
pobres, a la que dedicó una especial atención en su ensayo sobre la población, y sobre la
que, incluso, escribió algún contundente escrito pidiendo su abolición. Ya que, según él, el
primer efecto negativo de la ley era aumentar la población:
«Sin incrementar la comida para su sustento, un hombre pobre podría casarse con una limitada o
ninguna expectativa de sostener a su familia sin asistencia de la parroquia».
En la idea de Malthus, el pago del sustento de los hijos al que obligaba la ley de los
pobres era el mecanismo fundamental del crecimiento de la población; pues, entre otras
cosas, eliminaba las desigualdades entre el nivel de vida de un hombre casado y otro
soltero. Además —según él—, destruía el sentido de responsabilidad que debe existir en
aquel que se decide a formar una familia.
Refiriéndose a la gente común, Malthus comentaba al respecto de la ley de los pobres:
«…les enseña que no existe para ellos ningún tipo de limitación hacia sus inclinaciones ni solicita
ningún grado de prudencia en el asunto del matrimonio porque la parroquia está obligada a mantener
a todos los que nacen».
Un pensamiento que, si bien no tan explícito, está muy extendido en la actualidad, bajo
la idea de que la limitación de los recursos del mundo no puede soportar un elevado
crecimiento de la población. Sin atender, eso sí, a los evidentes abusos que se dan en la
utilización y reparto global de esos mismos recursos.
«Mi idea era sobornar a las clases trabajadoras, o mejor dicho, ganármelas, considerando el Estado
como una institución social que existe para su bien y que está interesado en su bienestar».
Estas declaraciones soportan lo que estaba detrás del Estado Socialista de Bismarck,
que encerraba la idea de aumentar la dependencia de las clases trabajadoras hacia el Estado
y hacia su propia persona mediante una ideología de carácter colectivista. Un corporativismo
conservador orientado a reducir las desigualdades en lugar de asegurar la cohesión y
homogeneidad de los grupos sociales tal como buscaba el modelo socialista. Un modelo
que promovía un sistema de protección social universal dirigido a las personas según su
clase social. Por ello, contrariamente a los socialistas, el sistema de Bismarck se orientaba a
dar protección a la estructura familiar a través del hombre que, se suponía, era el dedicado
a sustentarla, mientras que la mujer trabajaba en su cuidado interno.
El paso de la ayuda a los pobres de las primitivas leyes inglesas al concepto bismarckiano
de Estado de bienestar tiene, quizás, más que ver con el advenimiento de la
industrialización. Este fenómeno, aparte de las consideraciones económicas ya
comentadas, tuvo importantes consecuencias sociales; sobre todo aquellas que provenían
de la emigración del campo a las ciudades. Unas personas que, llegadas allí, «vendían» su
trabajo como mercancía, según expresión de Carlos Marx. De ahí que, en muchas
ocasiones, esta «mercancía» no podía venderse al estar el trabajador enfermo, ser viejo,
sufrir accidentes o, simplemente, porque no encontraba un trabajo adecuado, o ningún
trabajo en absoluto. Es lo que comenzó a entenderse entonces como «riesgos sociales». De
ahí que, sobre todo en el siglo XIX, nacieran agrupaciones de trabajadores para tratar de
paliar estos problemas.
Es un error muy común, sin embargo, creer que los patronos o los empresarios iban
masivamente en contra de los trabajadores. Esto es una de las múltiples e interesadas
interpretaciones de lo que sucedió en aquellas épocas. Ya que mucho antes que el Estado,
las sociedades que se ocupaban de dar protección al trabajador, eran promovidas por
empresarios. Un hecho extensamente probado por Isabela Mares, profesora en el
Departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Columbia, que obtuvo el Premio
Gregory Luebbert de la American Political Science Association al mejor libro en política
comparada: The Politics of Social Risk: Business and Welfare State Development, publicado en
2003.
Mares muestra con claridad que muchos empresarios fueron los impulsores de la
mayoría de políticas sociales que hoy conocemos. Un interés que se basaba en dos
conclusiones. Primero, porque con estos mecanismos podían compartir los riesgos
derivados del pago de ciertos conceptos, por ejemplo, los relativos a accidentes laborales;
y, segundo, porque les facilitaba retener a los trabajadores más competentes y menos
problemáticos en los cuales se había invertido mucho en formación. De manera que esta
estrategia permitía a los empleadores usar las políticas sociales como medio de gestión
empresarial. En palabras de Mares:
«Explorando estas cuestiones empíricamente, he examinado el papel jugado por los empresarios
durante el desarrollo de las principales instituciones de seguros sociales en Francia y Alemania
durante varios episodios que abarcan más de un siglo en la puesta en práctica de estas políticas; he
investigado su desarrollo en el caso de accidentes, desempleo, seguro a las personas mayores, y el
desarrollo de las políticas de jubilación anticipada de los últimos años. Los resultados refutan la
opinión de que las empresas se han opuesto al desarrollo de la seguridad social, una visión que (hasta
hace poco) era ampliamente compartida por los eruditos del Estado de bienestar».
Y sigue:
«He encontrado una amplia y claramente predecible divergencia entre los empresarios cuando se han
enfrentado a la introducción de nuevas políticas sociales. En lugar de irreconciliables conflictos de clase,
he hallado que las alianzas entre clases por parte de ciertos elementos del movimiento obrero y algunos
sectores de la comunidad empresarial, han jugado un papel crítico en el desarrollo de las políticas de
protección social».
«Artículo 13. El objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad
política no es otro que el bien estar de los individuos que la componen».
Desde luego dicha Constitución, como cualquier otra, no trajo en modo alguno la
felicidad a los españoles, aunque abrió la puerta para la puesta en marcha de políticas
sociales más avanzadas. Los ayuntamientos fueron los encargados de atender hospitales,
hospicios y otras instituciones de beneficencia. Siendo las diputaciones provinciales las que
se ocupaban de vigilar que los primeros cumplieran sus objetivos.
No eran nuevas estas políticas. Ya en tiempos del rey Carlos III, en la segunda mitad del
siglo XVIII, se buscó el desarrollo de un sistema público de beneficencia según un criterio
caritativo, especialmente con la creación de hospicios en muchos lugares. Y sería antes, en
1822, cuando se estableciera la primera Ley de Beneficencia, lo que sucedió en medio del
Trienio Liberal que se mantuvo en España hasta 1823 tras el pronunciamiento de Rafael
de Riego y la restauración de la Constitución Liberal de Cádiz en 1820. Una convulsa
época en la historia de España.
La Ley de Beneficencia creó las Juntas de Beneficencia y puso gran énfasis en el socorro
domiciliario, incluida la asistencia médica; de ahí saldrían los médicos de cabecera,
conocidos hoy como médicos de familia, aunque realizando distinta función. Además,
prohibía pedir limosna y suprimía la beneficencia privada. Sin embargo, la ley nunca llegó
a aplicarse, pues fue abolida en 1823 al retornar los tiempos absolutistas. Volvería a
implantarse en 1849 ya en tiempos de la reina Isabel II.
Estas leyes se fundamentaban en una forma de ver bien imbricada en la cultura española
desde los tiempos de Juan Luis Vives, filósofo humanista nacido en Valencia en 1492.
Vives era descendiente de una familia de ricos comerciantes judíos que se vieron obligados
a convertirse al cristianismo a fin de mantener sus propiedades. Para protegerle, Vives fue
enviado a formarse a la Universidad de la Sorbona en París para pasar luego a Brujas en
los Países Bajos, acabando en Inglaterra ante el temor de que le ocurriera lo que a sus
padres, que fueron finalmente llevados a la hoguera por la Inquisición.
Entre sus escritos, Luis Vives publicó en 1526 el Tratado del Socorro de los Pobres (De
Subventione Pauperum). Una obra donde postulaba a los ayuntamientos como encargados de
proteger a los más desfavorecidos. Un lógico antecedente: ciertos servicios del Estado, en
teoría, se prestan mejor cuanto más cerca están de los ciudadanos.
El tratado de los pobres está dedicado a los burgomaestres y al Consejo Municipal de la
ciudad de Brujas, a los que Vives se dirige en estos términos:
«A vosotros dedico esta obra, tanto porque sois extraordinariamente propensos a la beneficencia y a
aliviar a los desgraciados (lo que pone de manifiesto la multitud tan grande de necesitados, que afluye
aquí de todas partes como a su refugio preparado para los menesterosos), como porque, siendo el origen
de todas las ciudades el hecho de que cada una de ellas fuese un lugar en el que creciese el amor y se
robusteciese la sociedad de los hombres mediante el intercambio de beneficios y la ayuda mutua, el
deber de los administradores de la ciudad debe ser procurar y esforzarse en que unos se auxilien a
otros, en que nadie sea oprimido, nadie sea abrumado recibiendo daño injustamente y el que es más
poderoso ayude al más débil, a fin de que la concordia de la unión y congregación de ciudadanos
aumente de día en día gracias al amor y dure eternamente».
dirigida a paliar el problema de los accidentes de trabajo, según el criterio de que debe ser
el patrono el responsable de los efectos que tengan los accidentes laborales, salvo en el
caso de una «causa mayor extraña al mismo». Con esta ley también surgió la posibilidad de
que el patrono transfiriera sus responsabilidades a una sociedad de seguros de riesgos
laborales. Un moderno avance, sin duda.
En 1903, con Antonio Maura de presidente del Gobierno, se creaba en España el
Instituto Nacional de Previsión. También, por esas fechas, comenzaron las discusiones sobre
las pensiones vitalicias y las pensiones de retiro, difíciles de llevar a la práctica en aquellos
momentos por las míseras condiciones de los asalariados y la dificultad de poner en
marcha un sistema de aportaciones fijas en concepto de seguro. Si bien, ya en la primera
mitad del siglo XX, quedaban instituidos en España los Seguros Sociales y la Seguridad Social,
como ya ocurría en otros países europeos. Anticipo casi exacto de lo que hoy conocemos y
que empieza a desmontarse como consecuencia de la crisis económica.
«Existen muchas maneras diferentes de ver lo que es la calidad de vida, y solo unas pocas tienen
alguna credibilidad. Se podría estar en una buena posición sin estar bien. Se podría estar bien sin ser
capaz de vivir la vida que se quiere. Se podría tener la vida que se quiere vivir sin ser feliz. Se podría
ser feliz sin tener mucha libertad. Se podría tener una gran libertad sin conseguir nada. Y así
podríamos seguir».
Desde el punto de vista social, la «calidad de vida» estaría, sin embargo, relacionada con
lo que se entiende como «bienestar económico», y de aquí surgiría el problema de cuál
debería ser el mínimo nivel de calidad de vida que fuera aceptable de una manera
generalizada. A lo que tendría que añadirse el problema económico del coste asumible
para lograr ese mínimo de calidad de vida. Lo que lleva al complejo problema de definir
los bienes que sería deseable ofrecer en relación con lo que el Estado puede sostener de
acuerdo con sus recursos. O también: lo que en justicia debería proporcionar el Estado sin
demagogia ni interés político particular. Todo ello en un contexto donde el problema
esencial debería ceñirse a establecer el papel del Estado respecto de las políticas sociales.
Lo que lleva a hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué servicios y en qué extensión deberían
ser públicos? O si se quiere, al revés: ¿Qué rol debería jugar la iniciativa privada en
relación con las actividades que entroncan con el Estado de bienestar?
Responder a lo anterior no es tarea fácil, especialmente porque de forma continuada,
con el paso de los años, las sociedades modernas han ido asumiendo la necesidad de que el
Estado utilice una gran parte de sus recursos para sostener aquellos servicios que resultan
esenciales en el contexto de ese mínimo de calidad de vida imprescindible para todos los
ciudadanos. Se trata de los cuatro pilares que constituyen el Estado de bienestar. Primero,
ayudas en caso de desempleo. Segundo, educación. Tercero, servicios de salud y otras
ayudas sociales. Y cuarto, cobertura una vez terminada la vida laboral, es decir, pensiones.
Sin embargo, una vez definidos los sectores, aparecen los problemas antes aludidos, que
tienen que ver con la amplitud de las prestaciones: ¿Hasta dónde deben llegar las
coberturas en sanidad? ¿Las prestaciones por desempleo deben tener alguna obligación por
parte de los beneficiarios? ¿La educación ha de ser gratuita en todos los casos? ¿Hasta
cuando? Lo que lleva al problema del coste social del Estado de bienestar, por un lado, y
por otro, al papel de la iniciativa privada en este tipo de actividades. Y esto entronca con el
problema económico del coste social.
El problema económico del coste social es un antiguo problema que ha sido tratado por
relevantes economistas. Un complejo asunto que se imbrica en la relación que existe entre
la propiedad privada y el papel del Estado. Algo que ocupó en gran medida los trabajos de
Arthur Cecil Pigou, discípulo de Alfred Marshall y autor de The Economics of Welfare, donde
aseguraba que:
«…la economía de bienestar de una comunidad tenderá a ser mayor (1) cuanto mayor sea el volumen
medio del dividendo nacional, (2) cuanto mayor sea el porcentaje medio que los pobres obtengan del
dividendo nacional y (3) cuanto menor sea la variabilidad del volumen anual del dividendo nacional y
el porcentaje anual que corresponda a los pobres».
Bienestar que Pigou dividía entre «bienestar económico» y «bienestar total». Siendo el
primero la parte de bienestar social que puede ponerse, directa o indirectamente, en
relación con el dinero como vara de medir. Problemática que, en origen, arranca de Adam
Smith que, como vimos, aseguraba que en un Estado donde las personas actúan con
libertad sirviendo a sus solos intereses, con este proceder acabarán dando beneficios a la
comunidad en la que viven. Pigou, por el contrario, entiende que el sistema económico no
funciona como presume Smith.
Para esto utiliza un simple ejemplo: el de dos autopistas que unen los mismos puntos,
siendo una de ellas ancha y la otra estrecha, si bien esta es más corta que la anterior. La
conclusión de Pigou es que el tráfico estaría ineficientemente distribuido, ya que los
usuarios tenderían a buscar el camino más corto colapsando la estrecha carretera, mientras
que la otra iría casi vacía. Por ello, la diferencia entre el coste «privado» de un conductor,
que no considera el coste añadido por la congestión producida por los otros conductores
que han elegido esa carretera, y el coste «social» que proviene de la congestión, resulta en
el ineficiente reparto entre las dos rutas.
Otro conocido economista de origen británico, Ronald Coase, ganador del premio
Nobel de Economía en 1991, profesor en Chicago y autor del famoso teorema que lleva su
nombre, abordó también el problema del coste social, si bien con otros argumentos que
discrepaban de la explicación ofrecida por Pigou. Un análisis que volcó en un renombrado
artículo: El problema del coste social publicado en 1960 en el Journal of Law and Economics
cuando era profesor de la Universidad de Virginia.
El trabajo de Coase se inicia tratando un problema distinto al planteado por Pigou al
comparar las dos carreteras. Coase, por su parte, pone el ejemplo de una fábrica que emite
gases perniciosos al ambiente. Gases que llegan a un vecindario cercano. La pregunta que
sugiere a la vista de esto es qué hacer con la fábrica. Un problema tradicional en economía
sobre el que normalmente se suelen aportar tres opciones: responsabilizar al dueño de la
fábrica de los daños producidos por tales emisiones, tasar las emisiones con un impuesto
—equivalente a los daños producidos—, o cerrar la fábrica y llevarla a un lugar apartado
de cualquier población. La respuesta de Coase es muy directa: el problema real no es qué
hacer con los posibles daños producidos, sino evitarlos.
Sin entrar a discutir el problema anterior con detalle, lo que nos llevaría demasiado
lejos, saltemos al papel del Estado, o mejor del Gobierno como administrador de los
bienes de la comunidad. En este sentido, se podría decir que el Gobierno se comporta
como una gran empresa, aunque no respete necesariamente las reglas del mercado. Lo que
una empresa no puede obviar. El Gobierno tiene a su disposición la capacidad ejecutiva, e
influye determinantemente en la legislativa y la judicial. Cosa de la que carece cualquier
empresa. Por lo tanto, en principio, el Gobierno podría sacar al mercado actividades o
incluso productos a menor coste que una empresa privada, ya que los costes
administrativos, generalmente mucho más elevados, quedarían oscurecidos mediante su
imputación a partidas de gasto distintas de las propiamente relacionadas con esa actividad.
Caso utópico evidentemente, porque la actividad privada es siempre más eficaz que la
pública.
Y es aquí donde surge el problema del coste social de las actividades propias del Estado
de bienestar cuando son asumidas por el Estado, ya que un Gobierno puede tomar la
decisión de arrogarse la explotación de ciertos servicios a un coste menor que los que
ofrecería el sector privado, no considerando los costes reales y producir así un perjuicio a
la sociedad, de manera similar a lo que haría una industria que emitiera gases nocivos, o
los conductores que congestionan una carretera perjudicando a otros con su presencia.
Perjuicios que pueden ser convertidos, por ejemplo, en mayores impuestos o
endeudamiento público excesivo, lo que, normalmente, no tendrá ninguna consecuencia
sobre aquellos dirigentes políticos que tomaron dichas decisiones.
Cuando por motivos políticos no basados en el bien común, un Gobierno decide
incrementar el gasto de educación en materias que, supuestamente, le benefician
políticamente; cuando decide financiar un tipo de medicamento o el desarrollo de
prácticas eugenésicas o eutanásicas; cuando costea políticas sociales que se apartan de las
necesidades generales; o cuando asume actividades en competencia desleal con el sector
privado, está, económicamente, incrementando de manera innecesaria el coste social,
rompiendo con esto el postulado esencial del teorema de Coase que se podría expresar
como sigue:
Coste social que la acción del Gobierno aumentará por ineficiencias como las
anteriormente indicadas, y que, por lo general, repercutirán tarde o temprano en el
bienestar general, sea en forma de deuda pública que se transmite a los contribuyentes
futuros, o en mayores impuestos que drenarán las posibilidades de mejora de vida de los
ciudadanos actuales. Dejamos al lector que ponga los muchos ejemplos de ineficiencias
gubernamentales que, a buen seguro, conoce.
Modelos de pensiones
El modelo de Estado de bienestar de Bismarck incluía provisiones para las pensiones de
aquellas personas que por edad dejaban su vida laboral. Sin embargo, el sistema se dirigía a
dar cobertura a los posibles riesgos laborales de la población ya ocupada. Cobertura, cuyo
alcance, dependía de las aportaciones hechas por los trabajadores. En otro extremo,
aparece un modelo de prestación universal distinto, que trata de dar cobertura a toda la
población, no solo a los ocupados. Su origen está en el Informe Beveridge.
William Beveridge fue un economista inglés encargado de dirigir The Report of the Inter-
Departmental Committee on Social Insurance and Allied Services. Un documento que fue la base
para definir en 1941 el alcance del Estado de bienestar inglés que buscaba paliar los cuatro
«grandes demonios» sociales que entonces existían: miseria, ignorancia, enfermedad y
pereza. Para ello proponía una profunda reforma del Estado de bienestar. Reforma que
buscaba cubrir todas las necesidades de todas las personas, hasta un nivel de renta de
subsistencia. El informe Beveridge fue la base de la creación del Servicio Nacional de
Salud inglés (National Health Service).
Con ambos modelos, yendo de uno a otro de forma más o menos acusada se han
desarrollado los sistemas de seguridad social que existen actualmente; que, en todos los
casos, se dirigen en lo fundamental a sustituir las rentas de trabajo de los individuos que se
quedan sin ellas por diversas causas que escapan de su control (vejez, desempleo,
accidentes, etc.), además de paliar situaciones de pobreza o marginalidad asegurando una
renta de subsistencia, o también cubriendo ciertas necesidades que se consideran vitales
para el sistema social en su conjunto, como puede ser la educación.
¿Y cómo se obtiene su financiación? Simplificando, hay dos métodos generales: o todo
corre a cargo del Estado o son los afiliados al sistema los que soportan los gastos. En este
último caso, existen, en general, dos maneras de aplicarlo: ya sea según un sistema de reparto,
es decir mediante un contrato intergeneracional donde los cotizantes de hoy cubren los
gastos de los beneficiarios actuales, o según un sistema de capitalización, que se basa en el
ahorro de la generación actual que constituye unas reservas para usarlas ella misma cuando
sea preciso en el futuro. Como siempre, existen sistemas mixtos que se apoyan más o
menos en los dos extremos, bien en el reparto, bien en la capitalización. De esta manera,
los sistemas de reparto permiten a su vez constituir fondos de reserva a fin de mitigar el
impacto que pudiera tener una crisis económica, por ejemplo, en las prestaciones o en las
aportaciones de los trabajadores en activo. Este es el caso en España del Fondo de Reserva de
la Seguridad Social.
De otro lado, los sistemas de protección social pueden «funcionar» según dos esquemas:
prestación definida, o contribución definida. En el primero la cuantía a percibir por los
beneficiarios está fijada. Es decir, una vez que el cotizante entra en este modelo conoce
con exactitud la fórmula según la cual percibirá las cantidades que le corresponden en caso
de una contingencia (desempleo, jubilación, etc.). El importe de la aportación será, por
tanto, variable, en función de lo que pretenda el cotizante en cuestión. En el segundo, por
el contrario, el asegurado sufre los riesgos que puedan sobrevenir de situaciones
financieras o de mercado, dado que su contribución es fija pero no tiene la seguridad de
percibir una cantidad fija en el futuro. Este es el caso del modelo público español, por
ejemplo: las cotizaciones a la Seguridad Social están fijadas según las rentas del trabajo,
pero este pago no asegura una cuantía fija de la pensión de jubilación futura, que puede
variar según las circunstancias, ya que además se basa en un sistema de reparto: los
cotizantes de hoy mantienen a los jubilados de hoy, y los cotizantes de mañana harán lo
mismo. Una situación que, de seguir en el tiempo, y dada la negativa curva demográfica
que se espera, hará imposible el mantenimiento del sistema. Volveremos luego a esto.
En la práctica, sin embargo, los sistemas se combinan con soluciones mixtas público-
privadas; algo muy común en el caso de las pensiones por jubilación. Otras prestaciones,
como puede ser el seguro de desempleo, son totalmente públicas. La educación y la
sanidad suelen mantener sistemas separados, bien públicos, bien privados. El grado de
cobertura, lógicamente, depende de los países. Así, Estados Unidos hace más énfasis en la
educación, mientras que en Europa el foco es la Seguridad Social, no existiendo modelos
únicos y permanentes. Es la propia dinámica económica y social la que va marcando el
camino de las prestaciones sociales.
Los sistemas de seguridad social combinan, por tanto, buena parte de los diseños
institucionales descritos en sus diferentes prestaciones. Las pensiones por jubilación están
siendo crecientemente gestionadas por el sector privado, mientras que ello no ocurre con
las prestaciones por desempleo. En términos de financiación, muchas economías han
optado por financiar las prestaciones sanitarias mediante ingresos generales del Estado.
Estos diseños son fruto de la propia naturaleza dinámica de estos sistemas, que responde a
la evolución social, política y económica de los países. Y demuestran que, en definitiva, no
existen modelos de aplicación universal.
En 1803 Say publica su Tratado de Economía Política, donde plantea los problemas que
suscita inyectar dinero en la economía para estimular la venta de mercancías. Para él la
compra de un producto no puede hacerse sino por medio de la creación de valor. Pues
según este criterio lo que no participa en cubrir las necesidades del mercado no producirá
ningún tipo de demanda. Dicho de otra manera: solo la producción es la que «abre las
oportunidades» a los productos. O como apuntamos ya en el capítulo precedente: es la
oferta quien crea la demanda, lo que constituye la conocida Ley de Say. Una ley que se diría
también aplicable en el consumista siglo XXI, en el momento que una empresa como
Apple, u otras similares, pueden «crear demanda» a partir de productos «innecesarios».
Con lo anterior, si la oferta es quien crea la demanda, Say llega a la conclusión de que el
dinero obtenido de la venta de los bienes puestos en el mercado será usado para adquirir
otros bienes de igual valor al de los suministrados. Con lo que, según este tipo de
pensamiento, el dinero fluye a través del sistema económico desde las empresas hacia las
personas que lo reciben a modo de salario. Y el nivel de precios cambiará de acuerdo con
la cantidad de dinero en circulación, de manera que en el largo plazo la economía
encontrará un equilibrio en el cual no existirá desempleo, o este será muy limitado.
Keynes, como es sabido, no opinaba de la misma forma, ya que según él oferta y
demanda han de analizarse por separado. De manera que la oferta cuando se convierte en
productos que son comprados en el mercado genera ingresos que no son utilizados en su
mayoría, sino que las personas también ahorran; si bien, el consumo crecerá a medida que
crezcan los ingresos. Por lo que el desempleo dependerá de lo que se entiende como
demanda agregada que puede ser estimulada mediante gasto público, ya que los ingresos
producidos por dicha demanda tienen que ver, además del consumo, con la inversión, y la
balanza comercial, es decir, exportaciones menos importaciones.
La crisis financiera ha traído, sin embargo, una nueva perspectiva: los mercados son
ineficientes, y la oferta no se equilibra con la demanda. El peso excesivo de lo financiero
en la economía real ha roto los esquemas previos. Lo mismo pasó durante la Gran
Depresión, y lo mismo ha sucedido ahora. Con la circunstancia de que, en ciertas
economías, los ajustes del cambio de ciclo se realizan a través del desempleo, que se hace
mucho más cruel con los más jóvenes. La crisis, por un lado, destruye empresas y obliga a
otras a buscar la eficiencia de costes y, con ello, destruye empleo, y por otro, cierra la
puerta a los que quieren entrar en el mercado de trabajo. Efectos que se notan en el corto
plazo e, igualmente, en el largo. ¿Cómo se comporta el desempleo desde el punto de vista
económico? Comprender esto resulta esencial para analizas sus causas y determinar sus
soluciones.
La tasa de desempleo viene, en teoría, del equilibrio que se establece entre aquellos que
buscan empleo y aquellos que lo ofrecen, teniendo en cuenta los precios relativos de
ambas actividades. Por ello, en momentos de recesión, crece el desempleo por las causas
antes indicadas. Todo ello, bajo la circunstancia de que siempre existe una tasa natural de
desempleo, tal como indicaba Milton Friedman, a la cual añadía los determinantes
macroeconómicos, incluidas las políticas monetarias, las cuales no tienen ningún efecto —
de acuerdo con Friedman— en el empleo. La tasa natural no cambiará aunque se pongan
en marcha políticas monetarias que traten de estimular la economía. Aunque la evidencia
muestra que será imposible mantener tasas de paro bajas si se mantiene una inflación
permanentemente elevada.
Con esto surge otra cuestión: si la crisis financiera afecta de similar modo a ciertos
países ¿por qué en unos el paro es desmesuradamente grande? Lo que nos lleva al caso
español.
Las causas son tres diferentes que, desgraciadamente, se realimentan unas con otras. La
primera viene de la estructura económica y del impacto que tuvo la crisis financiera en ella.
Es decir, el excesivo peso del sector inmobiliario donde la crisis tuvo un impacto enorme.
En el inicio de la crisis económica, el sector de la construcción representaba en España
algo así como el 12% del PIB, y sumaba alrededor del 13% del empleo. Al hundirse el
sector inmobiliario se destruyó una enorme cantidad de puestos de trabajo.
La segunda causa venía de la regulación laboral. Un esquema rígido que impedía la
flexibilidad en las contrataciones. Con la consecuencia de que el empleo en España es
básicamente temporal. Los impedimentos en la contratación y en despedir trabajadores
dificultan a los empresarios incorporar trabajadores. Y la tercera razón tiene que ver con
la marcha de la economía: la recesión genera paro.
El desempleo, aparte de los efectos sobre la persona que lo sufre, tiene también efectos
negativos sobre la economía. Un aspecto estudiado por el economista norteamericano
Arthur Okun. Muy influido por las ideas de Keynes, Okun desarrolló una ley basada en
sus observaciones sobre el desempleo entre los años cuarenta y el inicio de los sesenta,
llegando a la conclusión de que, con tasas de desempleo entre el 3% y el 7,5%, un
incremento del desempleo del 1% causará un decrecimiento del 2% en el PIB.
Okun es también un economista popular por su introducción del índice de miseria y
también por un dicho que circula entre algunos de sus colegas:
«El dinero de los ricos se lleva a los pobres en un cubo con agujeros. Una parte desaparecerá durante el
transporte, de manera que los pobres no recibirán todo el dinero que se tome de los ricos».
El problema demográfico
Páginas atrás nos referimos a las medidas de control de natalidad como consecuencia de la
idea de que los recursos de la Tierra no serían capaces de mantener a una población
creciente. Un planteamiento que ya Malthus había sugerido. En el fondo, es algo que
siempre subsiste y no deja de ser el problema clave de la economía: la escasez. Un
concepto distinto de la pobreza, pues la escasez, con frecuencia, preocupa tanto a pobres
como a ricos: el pensamiento de que la Tierra será incapaz de mantener a un creciente
número de personas es algo que se ha extendido en muchas conciencias gracias a campañas
que encerraban y encierran fuertes intereses.
En los años setenta y ochenta del siglo XX fue muy común realizar estudios,
supuestamente muy contundentes, que hablaban de que los limitados recursos naturales
serían incapaces de mantener a la población si no se ponían medios para detener su
crecimiento. Por ejemplo, la Administración Carter publicó en este sentido un
impresionante estudio: The Global 2000 Report to the President: Global Future: Time to Act, que
expresaba comentarios como este:
Pero, como siempre en la historia humana, las cosas venían de lejos. No solo Malthus,
sino también Charles Darwin publicitó similares ideas, poniendo sobre la mesa un
concepto de gran impacto: no solo se trataba de la evolución humana, sino cómo esta se
había producido. Y aquí surgía la lucha por la existencia donde solo los más capacitados
seguirían adelante. El resto estaba llamado a desaparecer. Se trataba de biología; sin
embargo, sus ideas fueron más allá llegando a las ciencias sociales y, por supuesto a la
economía. Hasta Carlos Marx quiso dedicarle a Darwin la versión inglesa de El Capital,
cosa que este rechazó.
Con estos principios, Herbert Spencer, un filósofo inglés, sostenía la idea de la
«supervivencia de los más aptos» en su obra de 1851, Social Statics, dando origen al
darwinismo social a la que se sumó el magnate John Rockefeller posteriormente. Una
corriente de pensamiento según la cual algunos sostenían que las personas no son criaturas
que tengan una innata dignidad, sino que son un elemento en la escala de valor social.
Algo así como el conocido refrán: tanto tienes tanto vales.
La selección natural de Darwin llevada a la sociología trajo además la eugenesia de la
mano de un estadístico, Sir Francis Galton. Una nueva puerta abierta al racismo. Unos
conceptos que, en 1911, dieron lugar al Primer Congreso Internacional sobre Eugenesia que se
llevó a cabo en Londres y tuvo como vicepresidentes a relevantes personalidades: Winston
Churchill, Charles Eliot, presidente emérito de la Universidad de Harvard, y David
Jordan, presidente de la Universidad de Stanford.
Poco a poco estas ideas fueron calando política y socialmente, e importantes
instituciones y Gobiernos se pusieron a la cabeza del control de natalidad, promoviendo
tanto la eutanasia como el aborto. Primero por motivos económicos y luego bajo
presupuestos de libertad y defensa de los derechos de la mujer, para llegar a proponerlos
como métodos de justicia ante el sufrimiento humano.
En lo relativo al control del crecimiento de la población es muy relevante la posición de
Estados Unidos en las últimas décadas. Fue el presidente Richard Nixon el primero en
dirigirse al Congreso norteamericano solicitando mayores presupuestos para financiar los
programas sobre el control de la población. Así, en 1970, constituyó bajo la presidencia de
John Rockefeller III, la Commission on Population Growth and the American Future. La elección
de Rockefeller para esta función no era descabellada. El potentado financiero había
fundado ya el Population Council y era un conocido y activo miembro del movimiento
antinatalista. De aquí nacieron los múltiples programas financiados por el Banco Mundial,
la ONU, UNICEF, FAO, etc., así como conferencias sobre el caso y una pléyade de ONG
dedicadas al control de natalidad y actividades conexas.
Sea como fuere, el caso es que los peores augurios sobre los límites del crecimiento, la
desaparición del petróleo y otros males, que dio el Club de Roma en los setenta, no han
aparecido. Incluso, en el caso del petróleo, las reservas conocidas han tenido un
crecimiento sustancial. Sin embargo, en lo relativo al problema poblacional se puede
hablar de un desastre, sobre todo en Europa y otros lugares como China, Rusia, etc.
Siendo hoy uno de los asuntos que más oscurecen el futuro económico y social de estos
países: población envejecida, decrecimiento poblacional autóctono, menores personas en
edad de trabajar y riesgo evidente de desaparición de las políticas sociales y de todo el
entramado del Estado de bienestar tal como hoy se disfruta, a lo que habrá que añadir una
mayor brecha entre ricos y pobres. O por decirlo mejor: en el futuro la riqueza total estará
en manos de menos personas.
Los cambios demográficos que se esperan serán muy negativos en ciertas zonas,
especialmente Europa, incluida la Europa del Este, China y Japón. Donde una población
envejecida tendrá verdaderas dificultades para disfrutar de los servicios que hoy se tienen.
Un informe de Naciones Unidas de 2004, con proyecciones a 2050, es muy determinante
en este sentido. Máxime cuando las tendencias poblacionales son muy fáciles de predecir,
dado que los cambios sociales respecto del número de matrimonios por mujer se dan con
mucha lentitud. Solo ciertas regiones de África tendrán importantes crecimientos de
población, especialmente la zona subsahariana.
Cierto es que la población mundial crecerá. Según este estudio de los 6.100 millones
que había en 2000 se pasará a 8.900 millones en 2050. También lo hará la esperanza de
vida, siendo este un factor que sustenta la idea de que la población llegue a esos niveles.
Sin embargo, las tasas de crecimiento anual irán decreciendo en todos los lugares, siendo
muy negativas en Europa para esa fecha, un decrecimiento del orden del 0,5%. Asia,
Norteamérica y Latinoamérica creciendo alrededor del 0,5%, y África por encima del 1%
de crecimiento. Todo ello, contando con que, hacia 2045, Europa se haya acercado a la tasa
de repoblación (2,1 hijos por mujer).
Los efectos de esta situación se dejarán sentir en el Estado de bienestar: menos personas
en edad de trabajar y más personas mayores conformarán una ratio insostenible, muy
acusada en Europa como hemos indicado.
Vayamos al caso de España como gráfico ejemplo. Si en 1970, existían 7,5 personas en
edad de trabajar (de 20 a 65 años) por cada mayor de 65 años, en 2009 eran únicamente 3,8
personas, y se espera que en 2049 no lleguen a 1,5 personas para cubrir con su trabajo las
necesidades de los mayores.
Siempre se piensa que hay soluciones. En este caso aumentar la tasa de afiliación a la
Seguridad Social o dejar que nuevos emigrantes cubran las necesidades. Sin embargo, la
situación no es tan simple. Ya que, si la tasa de afiliación a la Seguridad Social fue
aproximadamente del 60% en 2010, debería aumentar hasta el 153% en 2049 si se quisiera
cubrir la pérdida de cotizantes por el descenso poblacional. Cosa a todas luces imposible.
Y si se quisiera cubrir con emigración se llegaría igualmente a un absurdo: ¡serían
necesarios en 2049 más de 26 millones de emigrantes! Lo que es un sinsentido. El
resultado será que los estándares que conocemos de prestaciones sociales no serán
posibles: el Estado no podrá cubrir gratuitamente todas las necesidades. Se irá abriendo
poco a poco un nuevo camino donde cada persona deberá pagar sus necesidades, por
mucho que hoy desde las instancias políticas se presente un escenario distinto. Las
políticas inducidas de control de natalidad no fueron sino una llamada al egoísmo, y sus
resultados se verán con toda crudeza dentro de no mucho tiempo.
La caída del Estado de bienestar
Ludwig von Mises es uno de los más reconocidos representantes de la Escuela Austriaca.
En 1940 emigró a los Estados Unidos huyendo de los nazis mientras vivía en Suiza. Mises
es reconocido por sus trabajos sobre praxeología, que buscaba explicar las acciones humanas
mediante axiomas, siguiendo lo que él denominaba axioma de la acción:
«La acción del hombre tiene un comportamiento intencional. Dicho de otra manera: cuando una
acción se pone en marcha y se transforma en un procedimiento, es la respuesta a los objetivos y los
fines, es la respuesta sensata del ego a los estímulos y las condiciones del entorno, es el ajuste consciente
de la persona al estado del universo que determina su vida. Estas paráfrasis pueden clarificar la
definición dada y prevenir ante posibles malas interpretaciones. La misma definición es adecuada y no
requiere otros complementos o comentarios».
Mises tuvo una gran influencia en los movimientos libertarios norteamericanos que se
dieron después de la Segunda Guerra Mundial.
En 1953, von Mises escribió un artículo en la revista libertaria The Freeman que
publicaba The Foundation for Economic Education. Su título: The Agony of the Welfare
State. El artículo comienza con estas frases:
«Durante unos cien años, los comunistas y los intervencionistas de toda condición han sido
infatigables en sus predicciones sobre el inminente colapso del capitalismo. Aunque sus profecías no se
hayan demostrado ciertas, el mundo hoy asiste a la agonía de muchas de las gloriosas políticas del
Estado de bienestar».
En el artículo que comentamos, bajo el subtítulo: Let the Rich Pay, se hace también la
siguiente observación:
«Si el intervencionista dice que el Estado debe hacer esto o aquello (y pagar por ello), es perfectamente
consciente del hecho que el Estado no tiene ningunos otros ingresos aparte de reclamar impuestos a los
ciudadanos. Su idea será dejar al Gobierno que ponga la mayor parte de los impuestos a los ricos y
gastar los ingresos obtenidos en beneficio de la mayoría de la gente. Las riquezas de los más ricos se
consideran inextinguibles, y así, en consecuencia, se estiman los ingresos del Gobierno. No hay
necesidad de ser tacaño en materia de gasto público. Lo que puede aparecer sin valor en los asuntos de
los ciudadanos individuales, si se tiene en cuenta el presupuesto nacional, es un medio para crear
trabajo y promocionar bienestar».
Era 1953 cuando esto se escribía. Han pasado 60 años y asistimos al mismo hecho: el
Estado de bienestar ve poco a poco su desaparición, su agonía, por mejor decir de acuerdo
con von Mises. En este tiempo, sin embargo, se consiguieron grandes avances. En Europa
y Estados Unidos las clases medias crecieron de manera sorprendente, lo que llevó a
mejoras de todo tipo. Recayendo sobre ellas la mayor parte de los costes sociales. La
progresividad impositiva, tan generalizada en muchos países, se concentró en cargar a las
clases medias con el peso de los servicios sociales.
Sin embargo, la crisis financiera, y con ella los desajustes económicos y sociales que se
han sucedido, ha puesto de nuevo de actualidad el futuro del Estado de bienestar, acosado
desde varios frentes. El primero, la escasez demográfica de los países más avanzados, a los
que se suman otros como Rusia o China. El segundo, el deterioro creciente de la posición
económica de la clase media. Y finalmente, la creciente deuda de los países desarrollados,
que estrangula a sus Gobiernos y les fuerza a tomar medidas directa o indirectamente
sobre los pilares que soportan los beneficios sociales alcanzados en educación, sanidad,
pensiones y desempleo.
Y en este entorno aparece la gran paradoja de los llamados sindicatos de clase, que dicen
representar a los asalariados. Unas organizaciones cuyas cúpulas participan de enormes
beneficios económicos al amparo de los Gobiernos y de las grandes corporaciones, aunque
su coreografía exterior les haga parecer que forman parte de la clase que dicen defender.
Los casos son generales, ya sea en Estados Unidos o en Europa, donde se puede ver, de un
lado, los intereses políticos que los animan, y de otro, la patente contradicción de lo que
defienden y lo que practican.
CAPÍTULO 7
Casino financiero
En septiembre de 2004, el director adjunto del FBI, Chris Swecker, hizo unas declaraciones donde
decía que el auge del mercado, impulsado por los bajos tipos de interés y el alto precio de las viviendas,
había atraído a profesionales sin escrúpulos y a varios grupos criminales cuyas actividades
fraudulentas podrían causar miles de millones de pérdidas en las instituciones financieras. Swecker
advirtió que la situación tenía «el potencial de una epidemia», asegurando que: «Creemos que
podemos evitar un problema que podría tener tanto impacto como la crisis S & L». Posteriormente,
en diciembre de 2005, el FBI sacaba una nota de prensa indicando que, desde el 5 de julio al 27 de
octubre de 2005, con otras organizaciones gubernamentales, había encontrado 156 fraudes conectados
con hipotecas, lo que había conducido a un total de 81 arrestos, 89 condenas y 60 personas
sentenciadas en ese tiempo, con unas pérdidas de más de 600 millones de dólares.
«En algún momento de octubre de 2008, los mercados, finalmente, «lo consiguieron». El mundo fue
atrapado por una crisis viciosa de crédito, quedando al borde de una recesión terrible. Los mercados
bursátiles se hundieron por todas partes, las divisas oscilaron violentamente, el interbancario quedó
paralizado. Los Gobiernos derramaron billones de préstamos en inyecciones de capital y rescates,
mientras que los mercados de crédito quedaron obstinadamente atrapados en la situación de:
“cerrado”».
«Entre 2000 y 2005 el valor de mercado de las casas creció más del 50%, existiendo un frenesí de
nuevas construcciones. Merril Lynch calculó que la mitad del crecimiento del PIB americano en 2005
se debió a la actividad inmobiliaria, ya fuera directamente a través de la construcción, o indirectamente
mediante la refinanciación de sus cash flows. Más de la mitad de los nuevos puestos de trabajo del
sector privado desde 2001, calculaban ellos, fueron actividades relacionadas con la actividad
inmobiliaria».
Pero no solo fueron las subprime. El frenesí por ofrecer créditos a cualquier precio y a
cualquier persona se disparó de una manera vertiginosa. Una pléyade de hipotecas de
interés variable (que tomaron la denominación ARM, Adjustable-Rate Mortgages) facilitaron
a los consumidores norteamericanos ajustar el pago de la hipoteca a la constante caída de
los tipos de interés. Aparecieron también los préstamos concatenados (piggyback loans) para
facilitar los pagos iniciales de las hipotecas y los gastos de cancelación a aquellos
compradores de viviendas con pocos recursos. Estos préstamos, en realidad, eran dos
hipotecas separadas: una por el valor del 80% de la vivienda y la otra para cubrir la
diferencia entre los gastos iniciales y el valor de la vivienda. Y, por supuesto, las conocidas
subprime. Pero ahí no quedó todo: los prestamistas dieron la bienvenida a los flippers, que
hacían referencia al aleteo de aquellos que solo compraban viviendas para venderlas, como
mucho, en el plazo de un año. Era un negocio seguro para los bancos prestamistas dado el
crecimiento exponencial de los precios. En 2005, en Estados Unidos, más del 40% de las
compras de vivienda fueron como inversión o como segunda vivienda. Segundas viviendas
que se dedicaban en su mayoría a la especulación desbordante. Lo mismo sucedió en
España o Irlanda, por poner los ejemplos más cercanos.
Y entonces llegó Greenspan, según dice Morris:
«Como siempre, Greenspan se subió al carro. En 2004, cuando las familias tenían la histórica
oportunidad de bloquear sus hipotecas tan solo con un interés del 5,5%, Greenspan dijo que se
estaban perdiendo miles de dólares por no apropiarse de los ARM, entonces con un interés de 3,25%.
En cualquier álbum de recortes de consejos económicos de los peores gurús económicos este debería
haber estado en los primeros de la lista. Edward Gramlich miembro del Consejo de la Reserva
Federal dijo entonces que Greenspan no tenía ningún interés de atender a los signos depredadores de
la industria de las subprime».
«Si un marciano llegara a los Estados Unidos y se fijara en el universo de los gestores de hedge
funds, todos le parecerían la misma persona. La mayoría de ellos eran parientes, tenían los mismos
hobbies y la misma formación. Todos competían con todos, escudriñando lo que el otro estaba
haciendo».
Y entre estos gestores sobresale con mucho George Soros. Una persona cuyo credo,
según se dice, está enmarcado en su despacho:
«…básicamente, todas nuestras percepciones sobre el mundo son deficientes o están distorsionadas».
«No solo los jugadores de los mercados se comportan con prejuicios, sino que sus prejuicios pueden
influir en el curso de los acontecimientos. Y esto puede crear la impresión de que los mercados
anticipan de forma precisa los comportamientos futuros, aunque en realidad no son las expectativas
actuales las que se corresponden con los futuros acontecimientos, sino que los sucesos futuros se forman
por las expectativas presentes. La percepción de los partícipes en el mercado es intrínsecamente
deficiente, y existe una doble conexión entre percepciones defectuosas y el actual curso de los
acontecimientos, lo que resulta en una falta de correspondencia entre las dos. Llamo a esta conexión
doble “reflectividad”».
Asegurando que:
«Cuando en los sucesos hay participantes que piensan, el tema no se reduce a hechos sino que incluye
también las percepcciones de esos participantes. La cadena causal no se dirige de hecho a hecho sino de
percepción a percepción».
Y, finalmente:
«Cuando conozca lo que va a hacer el mercado, salte en dirección contraria y apueste por lo
inesperado».
De ahí la lección: un hedge fund puede hacer dinero tanto en los buenos como en los
malos momentos. Con esto in mente, el fondo de Soros comenzó a crecer en rentabilidad
de forma explosiva desde su inicio: 62% en 1976; 31% en 1977 (justo el año en que el Dow
Jones de valores industriales cayó un 13%); 55% en 1978 y 59% en 1979. Y en ese año
llegó el cambio de nombre del fondo, que se transmutó en el bien conocido Quantum
Fund, cuyo valor en ese momento era de 400 millones de dólares: se había multiplicado 65
veces en menos de 10 años; no sin estar envuelto en supuestos escándalos, antes y después.
Por ejemplo, en 1977, la SEC, el Regulador americano, acusó a Soros de haber estado
manipulando el valor de la empresa Computer Sciences por medio de un intermediario
que vendía grandes cantidades de acciones para bajar su precio y facilitar su compra por
parte de Soros. La SEC aseguraba que Soros había adquirido de esta manera 165.000
acciones de la empresa.
Más tarde, en 2002, se le acusó de información privilegiada en Francia durante sus
compras de acciones de la Société Générale en el momento en que estaba en proceso de
venta. Se le impuso una multa superior a los dos millones de dólares. Pero, quizás, lo más
controvertido de su carrera tuvo que ver con la manipulación de la libra esterlina, la
moneda inglesa, antes del nacimiento del euro, al hilo de la creación del Exchange Rate
Mechanism (ERM), el Mecanismo Europeo de Cambio. Un sistema introducido por la
Comunidad Europea en 1979 para dar estabilidad al Sistema Monetario Europeo antes de la
introducción de euro. El objetivo era reducir la variabilidad cambiaria entre las distintas
monedas como preparación a la Unión Monetaria que surgió en 1999. Y en este escenario,
Soros —al igual que otros hedge fund— vieron la oportunidad. En este caso,
aprovechándose de los problemas del Tesoro inglés. En aquel entonces, el Reino Unido
atravesaba una crisis económica y le era difícil sostener el valor de la libra respecto de las
monedas de referencia europeas. Los intermediarios empezaron a vender libras de manera
masiva, lo que obligó al Gobierno de Su Majestad a comprar libras vendiendo sus reservas
de otras monedas, a la vez que subía los tipos de interés para atraer capitales hacia la
compra de los bonos que emitía. En paralelo, los alemanes hacían lo propio: aumentaban
igualmente sus tasas de interés para atraer a los inversores hacia el marco, lo que aumentó
la venta de libras en el mercado. Sin embargo, el aumento de las tasas de interés en
Inglaterra debilitó aún más la economía: por un lado, hundió las inversiones, y por otro,
una libra más alta perjudicó las exportaciones, a la vez que debilitaba sus reservas en otras
monedas, como se ha dicho.
La estrategia de Soros de vender a corto libras esterlinas dio buenos resultados. La
política económica del Gobierno inglés de seguir subiendo los tipos de interés y de
descapitalizarse de sus reservas de divisas no fue capaz de contener el desastre. Al final, la
libra tuvo que salir del ERM y, a mediados de septiembre de 1992, se hundió. En concreto,
el 16 de septiembre —conocido como miércoles negro—, Soros había especulado a corto con
10.000 millones de libras, y la salida de la libra del sistema reportó al Quantum Fund unas
ganancias superiores a los 1.000 millones de dólares. Soros por su parte ganó 650 millones
de dólares aquel año. El Tesoro inglés, por el contrario, perdió más de 3.000 millones de
libras. Luego, años más tarde, vendrían otras crisis y, más cercanamente, los problemas del
euro, la crisis griega y el problema financiero de la Eurozona. El camino estaba marcado:
se podía ganar mucho dinero desestabilizando las divisas. La prima de riesgo sería el
indicador de cómo se podría mejorar el proceso de las ganancias. Lo veremos en unas
pocas páginas.
«Un banco francés clasificado triple A por las agencias de rating nunca pondría en el mercado nada
que pudiera considerarse relacionado con el juego de apuestas».
Los derivados se ponen normalmente en el mercado según operaciones OTC (over the
counter) ya comentadas páginas atrás. Es decir, contratos donde comprador y vendedor
establecen la rentabilidad esperada y el coste que tiene que asumir el inversor. También los
hay en mercados abiertos donde las fórmulas son conocidas al igual que sucede en la
Bolsa; si bien, no es la norma general.
El mercado de derivados ha alcanzado tales volúmenes que, aunque su cifra pueda ser
discutible, se asegura que podrían llegar a los 450 billones de dólares en términos nocionales.
Un concepto contable —nocional— quizás engañoso, pues se refiere al valor del activo
subyacente, que no considera todo el apalancamiento (los préstamos) que caracteriza a este
tipo de inversiones. Con lo que las estadísticas muestran cantidades superiores a los
desembolsos realmente hechos. Y, además, dado que los inversores suelen asegurar sus
operaciones, bien pudiera ocurrir que una sola operación se contabilizara dos o más veces.
Aun así, la cifra no deja de ser admirable, pues multiplica por mucho el PIB mundial.
Hay casos sorprendentes en el uso y abuso de los derivados por parte de ciertos hedge
funds, tal como describe Nicholas Dumbar en su libro The Devil’s Derivatives . Uno de los
ejemplos que comenta Dumbar se refiere a la Congregazione dei Figli dell’Inmmacolata
Conzecione; una organización católica fundada en 1857 en Italia, que recibió la aprobación
definitiva en manos del papa San Pío X en 1906. Se trata de una pequeña institución de
unos 400 religiosos extendida por muchos países, que se dedica fundamentalmente a
labores caritativas con niños pobres, hospitales, etc. Debido a esto recibe generosas
donaciones. De manera que, en 2001, los directores de la orden buscaron oportunidades
para mejorar la rentabilidad de su dinero. Con ello pensaban aumentar sus acciones
caritativas.
Según refiere Dumbar, el padre Lucchetti, superior de la orden a principios de los 2000,
asesorado por un nuevo miembro de la congregación que había trabajado en Goldman
Sachs antes de recibir las órdenes religiosas, tomó la decisión de hablar con el Deutsche
Bank para ver las oportunidades que le ofrecían. El resultado fue que la Congregazione
invirtió 12 millones de euros en un producto CDO (Collateralized Debt Obligation) sintético,
es decir, obligaciones sintéticas de deuda garantizada, que a diferencia de los CDO
líquidos que se cobran según se van pagando las obligaciones de deuda, se asocian a
instrumentos derivados y se cobran en un plazo dado de acuerdo con las rentabilidades
obtenidas en dichos instrumentos. Y en el caso de la Congregazione y Deutsche Bank los
CDO estaban asociados a deudas de ciertas empresas tecnológicas que, como se sabe,
quebraron en masa en aquellas épocas. Al igual que lo hizo la compañía Enron en la que
también estaba involucrado dicho banco. El resultado de todo esto fue que, en 2002, la
Congregazione recibió un comunicado del Deutsche Bank con la noticia de que su
inversión había desaparecido. Habían perdido todo lo invertido.
El producto donde estaba localizada la inversión, que se ofrecía con el enigmático
nombre de Repackaged Option Note (REPON-16, en este caso), se había volatilizado.
Además, la oficina del banco en la Piazza Navona de Roma había desaparecido también. Y
el padre Lucchetti tuvo que recurrir a varios expertos abogados para lograr años después
la devolución de su inversión por parte de Deutsche Bank con la condición de que diera
por olvidado el asunto.
Estos productos derivados que comentamos toman el nombre de estructurados. Un nuevo
instrumento financiero puesto en el mercado por el Credit Suisse First Boston en 1990 a
través de su filial Credit Suisse Financial Products (CSFP), que buscaba beneficiarse de las
ventajas de combinar banca privada y banca comercial. El CSFP se estableció en Londres
con 150 millones de dólares de capital y unos 100 profesionales, la mayoría procedentes de
Bankers Trust, que conocían bien estos mecanismos.
Rápidamente, el nuevo banco logró el nivel máximo de las agencias de calificación. Y
entre sus nuevos productos lanzó los bonos estructurados, cuyas rentabilidades estaban
ligadas a complicadas fórmulas. ¿Cómo funcionaban este tipo de estructurados? Sigamos a
Frank Partnoy y las detalladas explicaciones que ofrece sobre este asunto en su libro:
Infectious Greed: How Deceit and Risk Corrupted the Financial Markets.
El caso más relevante —quizás el primero en este tipo de operaciones—se dio en 1991
con la empresa Gibson Greetings, Inc. Una sociedad que hacía tarjetas de felicitación de
muy variadas formas. Eran los tiempos en que los intereses de los préstamos estaban
cercanos al 10% y para reducirlos se pusieron de moda los swaps sobre los intereses de los
créditos. Una fórmula que ha sido muy usada en nuestros días, sobre todo con los créditos
hipotecarios. El procedimiento es muy simple: convertir el interés fijo en interés variable
asumiendo que los intereses bajarían en el futuro, lo que implica el riesgo de que esto no
suceda. Una fórmula típica de plain vanilla swap o swaps simples que obligan al pago de una
renta fija asumiendo el riesgo del comportamiento futuro del producto asociado, en este
caso la subida de los intereses en lugar de su caída.
La operación original de Gibson con Bankers Trust fue simple: con los intereses al
9,33% en aquel momento, el banco ofrecía a la compañía el pago de un interés fijo al
5,91% durante dos años, y en los tres siguientes un interés variable de acuerdo con el
comportamiento del mercado. Bankers Trust por el contrario ponía este préstamo en el
mercado en forma de un derivado, con lo que reducía el riesgo al mínimo. Típico caso de
l as subprime: titulizar los créditos. Sin embargo, al poco tiempo los traders del banco
pensaron soluciones más creativas: conceder a Gibson un préstamo al 5,5% de interés fijo
y pagar un interés variable basado en el líbor (el mercado de referencia en Inglaterra:
London Interbank Offered Rate) mediante la fórmula: líbor al cuadrado dividido por el 6%; es
decir, multiplicar el interés del líbor por sí mismo y dividirlo por el 6%. Lo que para un
interés líbor del 3%, resultaba en un 1,5% (3 × 3 / 6 = 1,5). Es decir, se trataba de un
estructurado financiero: complejas fórmulas donde el inversor espera obtener sustanciosas
ganancias basadas en la fiabilidad y reputación de la sociedad que especula con su dinero
sin saber realmente cómo se hace. Como ya hemos indicado en algún lugar: la suma de dos
codicias. Unos inventando fórmulas financieras para multiplicar sus ganancias con el
menor riesgo, y otros queriendo lograr rentabilidades fuera de toda lógica sin saber de
dónde proceden con exactitud.
De los préstamos estructurados se pasó a los bonos estructurados, que seguían el mismo
esquema; y a los que se sumaron todo tipo de instituciones con la idea, siempre atractiva,
de obtener dinero fácil y rápido. Así, empresas como IBM, Toyota, DuPont o General
Electric crearon estructurados como medio de obtener ganancias adicionales fuera de sus
actividades principales. General Electric fue en este capítulo muy activa en la época de su
carismático presidente, Jack Welch. Las empresas, sin embargo, no tenían en cuenta la
complejidad de las fórmulas que usaban, e incluso que tales fórmulas estaban relacionadas
con la cotización de ciertas divisas. Tampoco eran conscientes sus accionistas del riesgo en
que entraban al calor de complejas y opacas operaciones financieras. Unas operaciones de
alto riesgo que son bastante desconocidas por el público en general y, dado su secretismo,
por muchos de los accionistas de importantes compañías, cuyos ejecutivos las siguen
usando como fuente adicional de beneficios fuera del negocio tradicional.
Innovadores productos como los conocidos Quanto lanzados también por CSFP a
principios de los noventa del siglo pasado con gran aclamación por parte de los analistas.
En un quanto el inversor recibe un pago basado en las tasas de interés de una moneda
extranjera, con la única característica de que los pagos se harán en la moneda en la que el
inversor haya hecho la operación. Es decir, por ejemplo, un inversor europeo podría
especular en dólares mientras que su remuneración sería en euros. Así, un banco europeo
podría ofrecer un producto estructurado de estas características: emitir 100 millones de
euros para ser comprados por sus clientes premium, pagándoles —sigue el ejemplo— un
cupón de: dos veces el líbor en dólares (US LIBOR) menos el líbor en libras (UK LIBOR)
más el 1,5%, todo ello pagado en dólares (US dollars). Complejo mecanismo no apto para
personas corrientes, sobre lo que, James M. Mahoney en su artículo de 1995, Correlation
Products and Risk Management Issues, aparecido en la Federal Reserve Bank of New York
Economic Policy Review, comentaba:
«Algunos individuos e instituciones utilizan productos derivados para eludir (a veces de forma
autoimpuesta) restricciones sobre participaciones financieras. Por ejemplo, el comité de inversiones de
un fondo de pensiones o de una compañía de seguros puede exigir que las inversiones se hagan en la
moneda doméstica. Con este procedimiento se prohibiría invertir en mercados de capitales extranjeros,
aunque los gestores de este tipo de inversiones podrían incrementar la exposición en deuda o mercados
de capitales extranjeros mediante la correlación con productos tales como diff swaps o quanto
swaps».
Los diff swaps, de manera parecida a los quanto, son inversiones que se basan en la
diferencia entre dos tipos de interés, uno podría, por ejemplo, ser la tasa de interés del
euro y otro la del dólar. Todo un esquema solo apto para iniciados que no tendría mayores
efectos si no se utilizara al margen de las decisiones marcadas por los accionistas, o con
total desconocimiento de los impositores, como tantas veces ocurre.
De bonos y preferentes
Sobre los bonos dijimos algo páginas atrás, pero conviene volver ahora con más detalle en
este nuevo contexto en el que estamos.
En los primeros días de diciembre de 2012 saltó la noticia de que el Departamento de
Justicia americano, incluido el fiscal general de Nueva York, habían interpuesto una
demanda contra J. P. Morgan en relación con las malas prácticas de Bear Stearns que,
supuestamente, había vendido títulos hipotecarios tóxicos. Al parecer Bear Stearns había
estado defraudando a sus clientes, que perdieron, entre 2005 y 2007, más de 22.500
millones de dólares, la cuarta parte del valor total puesto en el mercado por el banco en
este tipo de instrumentos financieros. J. P. Morgan, por su lado, como es lógico, alegaba su
desconocimiento del caso, pues había comprado Bear Stearns en 2008, y reprochaba al
fiscal no haberles dado la oportunidad de estudiar el tema con mayor profundidad.
Bear Stearns se fundó en 1923, sobrevivió a la Gran Depresión y abrió su primera filial
internacional en Ámsterdam en 1955. Sus oficinas centrales se encontraban en Nueva York
en el 383 de Madison Avenue en un imponente rascacielos de 47 plantas y 230 metros, que
abrió sus puertas en 2002. La crisis de las subprime acabó con el banco en 2007, en ese
momento el quinto en tamaño de Estados Unidos. Ese año Bear Stearns tenía activos
superiores a los 350.000 millones de dólares, sin embargo, solo tenía unos 11.000 millones
de patrimonio neto. O lo que es lo mismo: la suma de su capital, sus reservas y los
beneficios acumulados de otros ejercicios era el 3% de los activos. Muy poco para
cubrirlos con garantías. Y mucho menos para soportar los más de 10 billones de dólares
que, en términos nocionales, tenía repartidos en múltiples tipos de derivados financieros. El
resultado: la quiebra y la compra a precio de saldo por parte de J.P. Morgan.
¿Qué tenían que ver las hipotecas subprime con los bonos? Volvamos por un momento a
considerar qué es un bono. En esencia, se trata de un título de propiedad por el que el
emisor se compromete a pagar un interés anual al comprador, con la intención de
devolverle el capital invertido en una fecha futura. Un mecanismo que utilizan las
empresas y las instituciones públicas para financiarse fuera de los circuitos bancarios de
crédito. El problema es, sin embargo, que el valor del bono puede variar en el tiempo, al
igual que lo hacen los intereses, con la circunstancia de que el valor del bono y el de los
intereses se comportan al revés: si el valor del bono crece, decrecen los intereses, y
viceversa. Algo que con frecuencia el comprador desconoce y, al final, se puede encontrar
con que el capital a percibir es mucho menor de lo que puso al principio.
Vayamos ahora de nuevo a las subprime. En esencia, se trata de bonos asociados a
hipotecas. Un producto que, sorprendentemente, sigue pujante en el mercado después de
haber causado la mayor crisis financiera conocida desde la Gran Depresión, y, además, con
gran apetito por parte de los compradores. Así lo refería la agencia Bloomberg cuando las
ventas de bonos asociados a hipotecas subprime habían crecido la primera mitad del
ejercicio de 2012 un 21,6% con respecto del año anterior.
Se podría pensar que un bono es algo así como un depósito, ya que ofrece un interés y
existe el pacto de devolución del capital invertido. Sin embargo, no es así: los bonos no se
cubren por los Fondos de Garantía de Depósitos bancarios. Es decir, son inversiones con
riesgo: el interés fluctúa y el capital invertido se puede perder. Para ello están las agencias
de rating, que califican el grado de riesgo o la «calidad» de estas inversiones. Los niveles —
en el caso de Standard & Poors— comienzan por el grado A, que a su vez se subdivide en
otros tres: AAA (que se juzga con el menor riesgo), AA (que es prácticamente del mismo
nivel que el anterior, es decir, sigue manteniendo una alta calidad) y A (que mantiene un
nivel favorable, si bien está ya en un grado medio). Del A se pasa al B, que comienza en
BBB, y mantiene un criterio muy similar al AA. A partir de aquí se cae en cascada a los
niveles especulativos: BB (el primero de ellos), B (considerado ya una inversión
vulnerable), CCC (con posibilidades de entrar en quiebra) o el CC (claramente en riesgo
de quebrar). Finalmente, están las inversiones tipo D, que consideran que el emisor entró
ya en quiebra y no es capaz de cumplir con sus obligaciones. Moody’s y Fitch tienen
medidas equiparables.
Esto no quita para que el mercado financiero ofrezca productos en toda la gama,
incluso en aquellos que nadie compraría, como son las inversiones tipo D; ya que los hay
que consideran que cuanto mayor es el riesgo, mayores posibilidades hay de beneficio. Y es
aquí donde entrarían, por ejemplo, los bonos basura, los junk bonds, que se sitúan en el nivel
BB en el caso de Standard & Poors, o más abajo. Bonos que, curiosamente, toman el
nombre de high-yield bonds, es decir, se los considera de alta rentabilidad. Son bonos
emitidos por empresas, Gobiernos, ayuntamientos, etc. Lo que no quita para que sean
atractivos incluso para Fondos de Pensiones que con frecuencia invierten en allí. Un
mercado que pasó en Estados Unidos de unos 200.000 millones de dólares a finales de los
años ochenta hasta los más de 1,3 billones de dólares actuales: ¡alrededor del PIB español!
A primera vista, se diría que los inversores que optan por los bonos basura juegan a la
ruleta rusa con su dinero. Pero no es así. Edward Altman, profesor de finanzas del NYU
Salomon Center, experto reconocido en estos temas, da las claves del atractivo de estas
inversiones; ya que, sabiéndolo hacer, los emisores y compradores de bonos basura pueden
lograr importantes beneficios. De sus muchas publicaciones y libros, nos centramos en
uno de sus últimos artículos de febrero de 2011: Defaults and Returns in the High-Yield Bond
and Distressed Debt Market: The Year 2010 in Review and Outlook, donde Altman analiza 50
años de vida en este tipo de inversiones: de 1971 a 2010. Los resultados son sorprendentes:
se pueden tener grandes ganancias invirtiendo en bonos basura y otros instrumentos
similares. El análisis se centra en Estados Unidos, la meca de los junk bonds, pero también
valdría para otros casos.
Comentando el año 2010, Altman asegura que:
«Desde la perspectiva de retorno de beneficios de una quiebra o una nueva emisión, el año 2010
resultó ser un excelente año para inversores y emisores de bonos basura, con tasas extremadamente
bajas de quiebras, récord de nuevas emisiones y, en términos absolutos y relativos, retornos por encima
de la media. Adicionalmente, solo un 7,6% de los bonos basura en circulación se clasificaron con
problemas al final del año, en comparación con el 15% de año anterior».
«Lo que hacen los hedge fund, en cambio, es intentar precisamente que el mercado fluctúe lo más
posible. La forma en que lo hacen consiste generalmente en ir a corto en algunos activos —esto es,
prometer entregarlos a un precio fijado en alguna fecha futura— e ir a largo en otros. Los beneficios se
obtienen si cae el precio de los activos cortos (de manera que puedan entregarse a un precio barato) o
aumenta el de los activos adquiridos, o ambas cosas a la vez».
«El aspecto negativo, por supuesto, está en que un hedge fund puede también perder dinero muy
eficientemente. Los movimientos del mercado que podrían no parecer tan grandes a los inversionistas
corrientes pueden destruir rápidamente el capital de un hedge fund, o por lo menos provocar la
pérdida de sus cortos, esto es, inducir a los que le han prestado valores u otros activos a exigir que se
los devuelvan».
No sabemos si Soros hizo una buena operación con el rublo ruso, pero está demostrado
que otros perdieron fuertes sumas. Las observaciones de Soros seguramente provocaron
que el Gobierno ruso de aquellos días, ante la presión que sufría el rublo en los mercados,
devaluara la moneda —al estilo mexicano, como dice Krugman— y pidiera una moratoria
sobre su deuda. El resultado fue un colapso financiero de gran importancia.
La crisis de deuda en Sudamérica saltó años antes que la rusa, en concreto, a finales de
los años ochenta del siglo XX. Fue, quizás, el principio de los movimientos especulativos a
gran escala sobre las emisiones de deuda de los países de aquella zona. Entonces nacieron
los Brady Bonds, llamados así en reconocimiento a su «inventor», Nicholas Brady, entonces
secretario del Tesoro americano. El objetivo de Brady era paliar los efectos de la crisis de
deuda de ciertos países sudamericanos. Su idea era convertir la deuda pública emitida por
algunos países latinoamericanos en cierto tipo de bonos mediante los cuales los bancos
comerciales podían intercambiar sus reclamaciones de pago con productos financieros
«vendibles», ya que tenían una garantía del Gobierno americano. Además el procedimiento
tenía otro efecto positivo: las deudas de los bancos salían de sus balances y así mantenían
sus coeficientes de solvencia. La demanda de este tipo de bonos se disparó y múltiples
instituciones, desde fondos de pensiones, compañías de seguros y, por supuesto, hedge funds,
no perdieron la ocasión de buscar altas rentabilidades. Un forma de enriquecerse con
ayuda del Regulador. Algo bastante usual.
Vayamos ahora a la prima de riesgo. El rendimiento de un bono de deuda soberana
depende de varios factores: situación económica del país que lo emite (normalmente,
evolución de su PIB), tasa de inflación, balanza comercial, riesgo país, etc. En ausencia de
riesgo, los intereses deberían coincidir con el crecimiento de su economía, es decir, el de su
PIB en términos reales, matizado con la inflación. Altas tasas de crecimiento o de inflación
aumentarán los intereses a pagar, al igual que lo hará la frecuencia de emisiones de deuda,
si bien, unas cuentas públicas equilibradas tenderán a bajarlos. Obviamente, si existen
dudas sobre la capacidad de un Gobierno para atender los pagos en los momentos fijados,
se elevarán con mucho las tasas de interés. El riesgo, sin embargo, estará asociado a los
parámetros anteriores, y es lo que definirá la conocida prima de riesgo que, en concreto, es la
diferencia que se paga por los bonos de deuda emitidos entre un país considerado sin
riesgo y otro en distinta situación. Se trata, en el fondo, del sobreprecio que hay que pagar
por invertir con un mayor riesgo. Es decir, si por un bono sin riesgo se pagara el 0,5%, y
por otro hubiera que asumir el 2%, la diferencia, el 1,5%, sería la prima de riesgo. Que
traducido a puntos básicos serían 150 puntos básicos de diferencia entre una y otra inversión.
Es decir, si se tratara de una emisión de bonos a 10 años, en el primer caso se pagaría el
0,5% del capital invertido todos los años, y en el otro, el 2%. Al final del período, pasados
10 años, ambos países deberían devolver el capital invertido por el inversionista.
¿Quién determina, entonces, el riesgo? Hay que volver a las agencias de rating que con
sus valoraciones orientan a los inversores. Los mercados hacen el resto: van o no van,
compran o venden. De manera que el volumen de compras en cada emisión de deuda o de
bonos definirá los intereses a pagar. O lo que es lo mismo: la prima de riesgo. ¿Hay alguna
forma de cubrir ese riesgo? Por supuesto: en el mundo financiero siempre hay soluciones:
si se quiere asegurar, más o menos, lo invertido, siempre se puede hacer, basta pagar por
ello. Y esta es la función de los CDS, los Credit Default Swaps. Otra peculiar manera de
hacer dinero en situaciones críticas.
Una visión anticipadora, pues los CDS crecieron sorprendentemente al hilo de la crisis
financiera de 2008. Tanto que se estimaban por encima de los 60 billones de dólares en esa
época. Con la circunstancia de que promovieron también un negocio en la sombra: los
naked CDS: CDS que se compraban, no para cubrir una inversión en riesgo, sino
simplemente para comerciar con ellos. Algo que, desde finales de 2011, y en relación con la
deuda soberana de los países europeos, está prohibido en la Unión Europea.
La utilización de los CDS como instrumento de especulación aumenta además el
apalancamiento del mercado financiero, es decir, crea un perverso circuito de
endeudamiento. De esta manera, una institución financiera puede comprar un CDS con la
idea de que se produzca una quiebra, sin necesidad de asumir el riesgo de que el colateral
se pierda. Mercado que explotó en los años de la crisis, sobre todo en el período 2008-
2009, cuando la mayoría de los CDS fueron de este tipo. En 2007, por ejemplo, la cantidad
que hubiera habido que asumir si hubieran quebrado todos los colaterales asociados a
CDS se estimaba en 62 billones de dólares, contra los siete billones de las MBS (Mortgage-
Backed Securities), cuyos contratos estaban asegurados en su mayoría. Para dar idea de su
volumen, baste pensar que el PIB de Estados Unidos en aquellos días era de unos 14
billones de dólares, y solo los 25 mayores bancos estadounidenses tenían 13 billones de
dólares expuestos a contratos CDS.
No se crea, sin embargo, que este tipo de prácticas son un invento reciente, ya en 1907,
el Gobierno americano de entonces, prohibió ciertas prácticas especulativas durante el
pánico que asoló el mercado bursátil. Un tiempo en que las calles de Nueva York estaban
repletas de establecimientos llamados «bucket shops» (tiendas cubo), donde la gente podía
hacer apuestas sobre si ciertas acciones bajarían o subirían de precio, sin llegar a
comprarlas. El pánico de 1907 —la crisis silenciosa— se llevó por delante las ganancias de la
Bolsa de Nueva York, que cayó un 50% respecto del año anterior. La economía
estadounidense estaba en recesión, y tuvo que ser, como dijimos en el Capítulo 5, John
Pierpoint Morgan —Júpiter— quien sacara a los bancos americanos del atolladero.
Por dar un par de ejemplos: tanto Lehman Brothers como AIG, American International
Group, vendieron miles de millones de dólares de CDS a bancos e instituciones
financieras de todo el mundo. No fueron los únicos, sin embargo, se trata de casos
emblemáticos. Uno ya no existe, y el otro tuvo que ser rescatado a costa de una fuerte
suma: en concreto, la FED acudió en 2008 con un crédito especial de 85.000 millones de
dólares para salvarla.
AIG comenzó el negocio de CDS, «asegurando» inversiones conectadas con el mercado
inmobiliario que, en los inicios del siglo XXI, se consideraban sin ningún riesgo; con el
añadido de que la venta de CDS escapaba del control de los reguladores pues no se
consideraban actividades ligadas a los seguros. Lehman Brothers, por el contrario,
negociaba los CDS como una actividad de su banca de inversión, y aunque en realidad se
trata de un derivado, no se consideraba así por los reguladores. De nuevo una negligencia
que echó más leña al fuego a la crisis de 2008, ya que algunos bancos europeos utilizaron
este mecanismo —los CDS— para «aligerar» sus balances sacando de ellos ciertas
inversiones con riesgo. Pues según los Acuerdos de Basilea, los bancos europeos debían
tener reservas suficientes para contrarrestar pérdidas potenciales en sus activos
provenientes de ciertos derivados financieros con riesgo. Los CDS venían así a ser la
puerta de escape para eludir estas exigencias. Y de nuevo, acudían las agencias de rating
para solventar el problema, pues los CDS se pueden dividir en «tramos»; siendo los
llamados «super senior» los de «mejor calidad», que recibían una valoración entre AAA y A
por parte las agencias. Es decir, eran inversiones sin ningún riesgo. AIG y Lehman, al calor
de estas «ayudas», vendieron miles de millones de CDS super senior, considerados como
«comprar y mantener» por los analistas financieros.
¿Casino en el BCE?
El Banco Central Europeo, BCE, nació para proteger la moneda única, el euro. En
concreto, para mantener la capacidad de su compra y, con ello, la estabilidad de precios de
la zona euro. El banco se estableció mediante el Tratado de Ámsterdam en 1998, tiene sus
oficinas centrales en Frankfurt y sus accionistas son los 27 bancos Centrales de la
Eurozona y otros bancos europeos en proporciones muy pequeñas, salvo el Bank of
England que tiene el 14,51%. El Bundesbank alemán ostenta la mayoría con el 18,93%. Le
siguen: la Banque de France (14,22%), la Banca d’Italia (12,49%) y el Banco de España
(8,3%).
Antes de la crisis financiera, el papel del BCE fue simplemente controlar la inflación.
Cualquier otro aspecto como estabilidad financiera, desempleo, crecimiento económico,
etc., fueron sencillamente ignorados. Solo se dedicaba a perseguir con una obsesión casi
patológica una inflación del orden del 2%. Un mantra al que añadió una cierta falta de
transparencia y una sorprendente independencia de otros organismos de la Unión
Europea, lo que, sin duda, ha agravado la crisis financiera en Europa. Independencia que,
similarmente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en Japón con su Banco
Central, le lleva a ser en la práctica «inauditable» y, de alguna manera, poco democrático,
pues escapa al control real de otras instituciones europeas.
Y como decisiones sorprendentes del BCE en relación con la crisis financiera, baste
recordar, en un caso evidente de ceguera financiera, la subida de los tipos de interés del 4
al 4,25% en julio de 2008 cuando ya la crisis de las subprime se enseñoreaba en Europa y,
entre otros, había llevado a la quiebra al banco alemán Deutsche Industriebank.
Añadiéndose que, contrariamente a sus estatutos —según indica su artículo 21.1—, se
dedicó a prestar dinero, directa e indirectamente, a los países con problemas.
La crisis financiera se transformó en una crisis de deuda, luego en una crisis de crédito,
y derivó en una crisis de solvencia en varios países. Lo que llevó a la propia crisis del euro,
todavía hoy no solucionada. Una crisis que, en sorprendente círculo vicioso, se realimenta
con el aumento de la deuda pública, pasando por el incremento de las primas de riesgo, las
incertidumbres sobre la solvencia del sistema financiero en su conjunto, el aumento del
coste de financiación y, en consecuencia, el de los créditos bancarios. Todo lo cual hunde
el consumo, frena la actividad económica y aumenta los déficits públicos, lo que induce
más endeudamiento. Y vuelta a empezar. Y en todo este contexto, el papel del BCE queda
oscurecido por su política.
De manera general, se puede decir que un Banco Central es una institución
gubernamental que tiene la responsabilidad, al igual que el BCE, de emitir moneda,
controlar las tasas de interés, gestionar las reservas de divisas extranjeras y, además —lo
que no está en las funciones del BCE— supervisar el sector financiero, y controlar el
volumen y las condiciones de las emisiones de crédito. Si bien, en ocasiones, el BCE actúa
como un prestamista de última instancia favoreciendo el carry trade a que nos referimos en
el Capítulo 5: presta barato a los bancos europeos para que compren deuda soberana a
intereses mucho mayores, habiendo gastado billones de euros en este tipo de operaciones
en contra de sus principios fundacionales. Una práctica pseudo-keynesiana que buscó
estabilizar el sistema económico europeo sin conseguirlo del todo. Los responsables
políticos y financieros se supone que no encontraron otro mecanismo diferente que
«enriquecer» a los bancos a través de dinero público. Aunque, también hay que decirlo,
esto consiguió evitar el colapso que se cernía sobre el euro y la Unión Monetaria.
Sin embargo, también hay que decir que las autoridades monetarias europeas no han
entendido la heterogeneidad de las diferentes economías de la Eurozona. Unas asimetrías
que deberían desaparecer si se pretendiera tener mayor estabilidad económica en Europa.
Las diferentes políticas económicas y los intereses de parte de cada país agravan además
esta situación, incidiendo negativamente sobre los desequilibrios. De ahí que las brutales
políticas de austeridad que se han impuesto afectan a la paralización de las economías de
ciertos países, lo que tiene también negativos efectos en los supuestamente sanos. Una
situación que no resolverán los nuevos mecanismos, como el FEEF (Fondo Europeo de
Estabilidad Financiera) o el MEDE (Mecanismo Europeo de Estabilidad), pues,
contrariamente a lo que sucede en Estados Unidos con la FED o en el Reino Unido con el
Banco de Inglaterra, que pueden comprar emisiones de títulos públicos, en Europa esto
no está permitido para evitar la creación monetaria y, por tanto, acelerar la inflación; un
peligro que Alemania considera letal debido en sus pasadas experiencias durante el siglo
pasado. El MEDE podrá emitir una pequeña cantidad de títulos, comprar deuda pública o
servirse de esta como colateral ante el BCE para conseguir liquidez. Demasiados corsés
para que funcione en caso de graves problemas.
¿Y por qué esta situación de cierta inflexibilidad? La respuesta está en el juego de
intereses que existen en Europa. Lo que resulta en su propia debilidad. No son realmente
las diferencias norte-sur lo que la debilita. Estados Unidos vive esa misma situación: no
todos sus estados tienen una misma economía ni son igualmente productivos, ni disfrutan
de balanzas comerciales saneadas en su totalidad. Es la ausencia de un verdadero esquema
federalista lo que hace que Europa sea frágil. En ausencia de federalismo los déficit por
cuenta corriente se hacen imposibles, ya que conducen a una constante necesidad de
endeudamiento exterior en el largo plazo. Cosa que en el país norteamericano las
transferencias federales son las que permiten en la práctica mantener los desequilibrios
exteriores.
La globalización financiera
Pankaj Ghemawat en su libro Mundo 3.0 asegura que:
«Según la mayoría de los cálculos, el estado real del mundo actual es de semiglobalización, entendiendo
como “semi” la acepción de “parcial” y no del 50%».
«El buen funcionamiento de los mercados financieros es vital para el crecimiento económico, la
prosperidad y el bienestar de los individuos, e incluso puede afectar a la seguridad de países enteros.
Los mercados evolucionan con rapidez en un difícil entorno, caracterizado por la convergencia e
interacción entre fuerzas macro y microeconómicas, tales como la globalización, cambios geopolíticos,
competencia, regulación cambiante y cambios demográficos. Sin embargo, se puede argüir que el
desarrollo y aplicación de nuevas tecnologías es la causa de los cambios más rápidos en los mercados
financieros. En particular, los HFT y AT en los mercados financieros han ocasionado considerable
controversia en relación con sus posibles beneficios y riesgos».
Riesgos que en concreto causaron una caída del 9% con un repunte de igual cantidad
durante veinte minutos el 6 de mayo de 2010. Un suceso debido a un sistema HFT que ya
es conocido como el Flash Crash. Del que se dice que, aunque no causado directamente por
operaciones HFT, fueron estos movimientos los que incrementaron la volatilidad del Dow
Jones; pues, entre otras operaciones, ocasionaron un 1,7% de caída de la empresa E-mini
en ¡14 segundos!
Otro conocido economista americano, Nouriel Roubini, profesor de la Stern School of
Business de la Universidad de Nueva York, que anticipó la recesión mundial que
produciría la crisis de las subprime, se pregunta en uno de sus artículos (The Dark Matter of
Financial Globalization):
«Las turbulencias recientes en los mercados financiero globales —y la contracción de crédito y liquidez
que siguieron— traen dos preguntas: ¿Cómo fue que las quiebras de hipotecas subprime en los
estados americanos de California, Nevada, Arizona y Florida condujeron a una crisis mundial? Y
¿por qué se incrementó en lugar de disminuir el riesgo sistémico en los últimos años?».
«Gracias a la titulización, los hedge funds, fondos privados y operaciones OTC, los mercados
financieros se han hecho menos transparentes. Esta opacidad significa que nadie conoce quién tiene
qué, lo que socava la confianza».
«Para salir de la actual crisis financiera y económica —que tiene como efecto un aumento de las
desigualdades— se necesitan personas, grupos e instituciones que promuevan la vida, favoreciendo la
creatividad humana para aprovechar incluso la crisis como una ocasión de discernimiento y un nuevo
modelo económico. El que ha prevalecido en los últimos decenios postulaba la maximización del
provecho y del consumo, en una óptica individualista y egoísta, dirigida a valorar a las personas solo
por su capacidad de responder a las exigencias de la competitividad. Desde otra perspectiva, sin
embargo, el éxito auténtico y duradero se obtiene con el don de uno mismo, de las propias capacidades
intelectuales, de la propia iniciativa, puesto que un desarrollo económico sostenible, es decir,
auténticamente humano, necesita del principio de gratuidad como manifestación de fraternidad y de la
lógica del don. En concreto, dentro de la actividad económica, el que trabaja por la paz se configura
como aquel que instaura con sus colaboradores y compañeros, con los clientes y los usuarios, relaciones
de lealtad y de reciprocidad. Realiza la actividad económica por el bien común, vive su esfuerzo como
algo que va más allá de su propio interés, para beneficio de las generaciones presentes y futuras. Se
encuentra así trabajando no solo para sí mismo, sino también para dar a los demás un futuro y un
trabajo digno».
CAPÍTULO 8
«Sufrimos ahora mismo de un ataque de pesimismo económico. Es común escuchar a la gente decir
que la época de enorme progreso económico que caracterizó el siglo XIX ha terminado; que la rápida
mejora del nivel de vida está a punto de frenarse —por lo menos en Gran Bretaña, donde una
disminución de la prosperidad es más probable que una mejora en la década que tenemos por delante
—. Creo que se trata de una extrema y errónea interpretación de lo que nos está pasando. Estamos
sufriendo, no del reumatismo de la vejez, sino de los dolores de crecimiento de un exceso de rápidos
cambios, del doloroso reajuste de entre un período económico y otro».
«Desde el siglo XVI, con un crecimiento acumulado después del XVIII, comenzó la gran época científica
y de invenciones técnicas, que, desde el comienzo del siglo XIX, se ha mantenido en un flujo
permanente —carbón, vapor, electricidad, petróleo, acero, caucho, algodón, industrias químicas,
máquinas automáticas y métodos de producción en serie, radio, imprenta, Newton, Darwin, y
Einstein, y miles de otras cosas y hombres demasiado famosos y familiares como para catalogarlos—.
¿Cuál es el resultado? A pesar de la enorme población del mundo, que ha sido necesario equipar con
casas y máquinas, la media del nivel de vida en Europa y Estados Unidos ha crecido, pienso, cuatro
veces aproximadamente. El crecimiento de capital lo ha hecho en una escala que va más allá de cien
veces de lo que nunca conoció otra edad anterior. Y de ahora en adelante no será preciso esperar un
incremento de población tan grande. Si el capital se incrementa, digamos, un dos por ciento
anualmente, los bienes de equipo del mundo habrán crecido un cincuenta por ciento en veinte años, y
siete veces y media en cien años. Piensen sobre esto en términos de cosas materiales —casas,
transporte, y cosas similares—».
Sigue Keynes:
«Déjennos suponer, como hipótesis, que de aquí en cien años estemos de media, en términos
económicos, ocho veces mejor que hoy en día. En esto no habrá ciertamente nada que nos sorprenda».
«Es cierto que las necesidades humanas pueden parecer insaciables. Aunque estas se encuentran en
dos categorías: aquellas que son absolutas, en el sentido que se necesitan en cualquier situación en la
que se pueda encontrar cualquier persona, y aquellas que son relativas, en el sentido que se precisan
únicamente si su disfrute nos eleva, si nos hace sentir superiores a nuestros prójimos. Necesidades
estas que son de una segunda categoría, aquellas que satisfacen el deseo de superioridad que puede, en
verdad, ser insaciable; ya que cuanto más alto es, en general, el nivel, más altas se muestran. Lo cual
no es cierto para las necesidades absolutas, para las que puede alcanzarse un punto, mucho antes de lo
que pensamos, en que tales necesidades son satisfechas, en el sentido que preferimos dedicar nuestras
energías a propósitos no económicos».
Cuánto de cierto hay en ello. Y cuánto de cierto hay en el hecho de que, en ocasiones, se
ponen demasiadas energías para acumular cosas materiales usando incluso métodos
inmorales. También Keynes en esto fue preciso:
«Veo que nos hará más libres, por tanto, volver a algunos de los más seguros y ciertos principios de la
religión y la virtud tradicional: que la avaricia es un vicio, que la exacción de la usura constituye un
delito menor, que el amor al dinero es detestable, que aquellos que transitan de manera más
verdadera por los caminos de la virtud y una sana sabiduría se preocupan menos por el mañana».
Buenos pensamientos, sin duda. Sin embargo, siguiendo la tradición más clásica del
pensamiento económico anglosajón, son ideas para un mundo ideal que Keynes considera
improbable, ya que continua el párrafo anterior de la forma tradicional de la cultura a la
que pertenece:
«Pero ¡cuidado! El tiempo de todo esto no ha llegado aún. Por al menos otros cien años debemos
pretender para nosotros y para cualquiera que lo justo es indecente y que lo indecente es justo; ya que
lo indecente es útil y lo justo no lo es. La avaricia, la usura y la cautela deben ser nuestros dioses un
poco de tiempo todavía. Ya que solo ellas pueden sacarnos del túnel de la necesidad económica hacia la
luz del día».
«El gran arte de hacer una nación feliz, y lo que llamamos floreciente, consiste en dar a cualquier
persona la posibilidad de tener un trabajo; lo que debe orientar como primera necesidad al Gobierno a
promover una gran variedad de fábricas, artes o artesanías, tantas como el ingenio humano pueda
inventar; y en segundo lugar, promover la agricultura y la pesca en todas sus variedades, que la tierra
entera pueda ejercer por sí misma al igual que el hombre. Es desde esta política y no desde triviales
reglamentos, desde donde se puede esperar la grandeza y la felicidad de las naciones; pues caiga o se
eleve el valor del oro o la plata, el bienestar de todas las sociedades dependerá siempre de los frutos de la
tierra y del trabajo de las personas; ambos juntos son el tesoro más verdadero, más inagotable y más
real que el oro de Brasil o la plata del Potosí».
Un difícil juego sin duda, entre el papel de cualquier Gobierno, como indispensable
agente que debiera, por un lado, garantizar las condiciones para que se promueva trabajo
para los ciudadanos, y por otro, facilitar el desarrollo de la libre iniciativa privada e
impulsar todas las propuestas individuales que se estimen necesarias dentro del marco
legal. Así, Keynes se apoyaba en la idea de que la acción del Gobierno debiera ser el
primer instrumento para crear riqueza y trabajo.
En otro extremo se encuentra Milton Friedman, el padre del moderno liberalismo
económico. Y aunque sus postulados sostienen que la creación de riqueza debe hacerse al
margen de la actividad gubernamental, al igual que Keynes, siguiendo a los liberales
clásicos, asegura que la codicia no es mala cosa, ya que al final conduce al bienestar
general. Una idea que Friedman sostuvo con claridad en 1979 durante la entrevista
televisiva que le hizo Phil Donahue en el show que llevaba su nombre:
Sin embargo, tanto Friedman como Keynes se apoyan en un error: la codicia, aunque
ellos lo supongan, no es el motor de la prosperidad. Ni tampoco es la causa de la libre
empresa. Ha sido al contrario, la prosperidad ha venido de la mano de la creatividad
humana compartida con otros, fuera de una óptica individualista y egoísta; mientras que la
codicia ha sido la causa primera de las burbujas financieras y de las desigualdades.
Fue el propio Keynes quien reconoció en su Teoría General el daño que la especulación y
las malas prácticas ocasionan sobre la población en general. Aunque no se dio cuenta de
que eso era lo que precisamente estaba en la base del daño, sino que para él como para
Friedman los resultados eran las causas. Así se expresaba Keynes al respecto de la
especulación:
Un espíritu animal que, de acuerdo con Keynes, debería ser mitigado por la acción del
Gobierno en el momento en que la especulación fuera dañina para el interés general. Lo
que, a veces, opera al contrario, ya que en los movimientos especulativos que originan tal
daño, siempre se encuentran prácticas financieras discutibles —cuando no punibles—,
juntamente con políticas gubernamentales que, de una u otra manera, les abren camino.
Siempre en un ciclo que se comporta de la misma manera: boom económico, grandes cotas
especulativas, quiebras masivas y, al final, crisis económicas de mayor o menor intensidad.
La Escuela de Viena
Durante el período que va de finales del siglo XIX a inicios del XX, Austria, bajo el reinado
del emperador Francisco José I, vivió un impresionante esplendor cultural y científico,
especialmente en su capital, Viena. Allí se dieron filósofos como Edmund Husserl, Ernst
Mach o Karl Popper; matemáticos de la talla de Kurt Gödel o Hans Hahn; escritores tales
como Robert Musil o Stefan Zweig; pintores como Gustav Klimt; médicos y psicólogos
como Freud o Adler; compositores del nivel de Gustav Mahler, Johannes Brahms, Johan
Strauss o Anton Bruckner; y, también, economistas, empezando por el fundador de la
Escuela de Viena, Carl Menger, y siguiendo con otros, como Eugen Böhm von Bawerk,
Ludwig von Mises, Joseph Schumpeter y, por supuesto, Friedrich von Hayek. Una
actividad, tan floreciente en tantos campos del saber, que convirtió a Viena en la cuarta
ciudad más poblada del mundo después de Nueva York, Londres y París. Y no fue sino
hacia finales del siglo XIX cuando pasó a ocupar la quinta plaza detrás de Berlín.
Los estudios de economía se habían establecido en Austria hacia mediados del siglo
XVIII como medio para dotar a la Administración de funcionarios civiles cualificados. De
manera que, cuando Carl Menger estudiaba en la Universidad, sus profesores salían de ella
para ocupar relevantes puestos en el Gobierno, o volvían allí después de haber tenido
importantes cometidos en él.
Con 30 años, Menger publicó sus Principios de Economía. Y aunque el libro seguía de
alguna manera las teorías de los economistas alemanes en boga, rompía con la tradición y
reorientaba sus apreciaciones partiendo de una visión más subjetivista de la humanidad.
Dejando también de un lado la visión religiosa, tradicional en los autores alemanes de
aquel tiempo. Los Principios, no contenían casi ninguna referencia de este tipo; de manera
que se convirtieron en la primera obra escrita en alemán que ofrecía una visión secular de
la economía; eso sí, centrada en la persona. Haciendo reflexiones de este porte:
«No existe ningún fenómeno que no encuentre su origen y medida en el hombre cuando actúa
económicamente o que provenga de sus deliberaciones económicas».
De manera que las leyes fundamentales de la economía, como la creación de valor, por
ejemplo, podrían demostrarse, según Menger, a partir de personas aisladas y solitarias al
estilo de Robinson Crusoe. Explicando, por tanto, los conceptos económicos, no a partir
de sus propios atributos, sino desde el punto de vista de las necesidades del hombre y sus
relaciones sociales. Una forma de ver que atrajo múltiples seguidores, entre los que se
encontraba Eugen Böhm Bawerk, quien mantuvo una encarnizada lucha intelectual con
los marxistas respecto de sus doctrinas sobre el capital y los salarios, y que aseguraba que
los Principios de Economía de Menger marcarían toda una época.
Detrás de Menger vinieron otros influyentes economistas. Todos ellos mirando la
economía bajo la premisa de la acción concreta de las personas, aunque en contraposición
con el individualismo extremo de los teóricos clásicos. Así se expresaba, por ejemplo,
Ludwig von Mises, uno de los referentes de esta escuela de pensamiento:
«La economía no debe quedar relegada a las oficinas de estadística y a las aulas, y no debe restringirse
en círculos esotéricos. Se trata de la filosofía de la acción y de la vida humana, y concierne a cualquier
persona y a cualquier cosa. Es la médula de la civilización y de la existencia humana».
Es una reflexión sacada de una de sus obras clave: Human Action: A Treatise on Economics,
donde aborda en múltiples ocasiones el problema de la codicia. Así, dice, por ejemplo:
«No se necesita una reforma gubernamental y de las leyes del país, sino la purificación del hombre,
una vuelta a los Diez Mandamientos y a los preceptos del código moral, un alejamiento de los vicios de
la codicia y del egoísmo. Así será fácil reconciliar la propiedad privada de los medios de producción con
justicia, rectitud y equidad. Los desastrosos efectos del capitalismo se eliminarán sin perjudicar la
iniciativa y libertad individuales. La gente destronará el capitalismo del dios Moloch sin entronizar al
Moloch Estado».
Sin embargo, y aunque estos economistas se alejen y sean muy críticos con las ideas
socialistas, cuando se comparan sus postulados con los de los economistas clásicos, o con
sus sucesores de la escuela neoclásica (donde podríamos encuadrar a los americanos
Ronald Coase, Paul Samuelson o Joseph Stiglitz), se encuentran importantes diferencias.
Ya que, aparte de la visión subjetivista de los primeros respecto de la individualista de los
segundos, está la idea sostenida por ellos de que hay que potenciar el emprendimiento en
contraposición al homo œconomicus, concepto defendido por los segundos.
El hombre económico es, para los economistas neoclásicos, aquel que mediante su actividad
económica busca maximizar la utilidad —siguiendo a Stuart Mill— de sus acciones, ya sea
como consumidor o como productor, tratando siempre de alcanzar el mayor beneficio. Lo
que contrasta con una visión del hombre que coopera con otros para mejorar el entorno
común en el que viven. De ahí las diferencias entre austriacos y neoclásicos, donde los
primeros sostienen que la economía debe buscar una sana rivalidad entre emprendedores,
y no promover los movimientos que se dan en el seno de una supuesta competencia
perfecta, como sugieren los segundos.
Friedrich von Hayek es el máximo exponente de la Escuela Austriaca. Uno de los
economistas más relevantes del siglo XX, que recibió el premio Nobel en 1974. Muy
concentrado al principio en el estudio de los procesos que se dan en el mercado y,
siguiendo la tradición austriaca, en las diferencias entre el subjetivismo y el individualismo
metodológico. Es también reconocido por su lucha en favor de la libertad de los mercados
monetarios y por sus críticas a la Teoría General de Keynes, así como por su famoso alegato
en contra de la tiranía, concretada en la política nazi, cuyas acciones —según Hayek—
resultaban del excesivo control gubernamental, lo que explicó con detalle en su libro
Camino de servidumbre.
Al respecto de las burbujas financieras nacidas de la excesiva especulación, la Escuela
Austriaca, y muy especialmente Hayek y antes Von Mises, se centraron en desarrollar una
teoría del ciclo económico y, en especial, del comportamiento del mercado, no coincidente
con la idea de Keynes basada en el espíritu animal del hombre. Ya que, para Von Mises y
Hayek, el cambio de ciclo tiene mucho que ver con el aumento de la cantidad de dinero, lo
cual induce una fuerte expansión, cuyo ajuste se convierte en una contracción monetaria y,
por tanto, de crédito. Es decir, que el cambio de ciclo vendría precedido de una
intervención monetaria en el mercado, especialmente por una expansión crediticia previa o
por cualquier otra acción de este tipo, ya sea un aumento de los depósitos, cheques o
préstamos. Pues a medida que crece la intervención monetaria, se pueden producir
desajustes importantes, tal como indicaba Von Mises en Human Action:
«Las tasas de interés moderadas intentan estimular la producción y no causar un aumento en los
stocks del mercado. Sin embargo, lo primero que sucede es un aumento de precios. Al principio, los
precios de las materias primas no se ven afectados. Existen intercambios entre beneficios y aumento de
stocks. Cuando el fabricante se encuentra insatisfecho comienza a envidiar al especulador con sus
beneficios de fácil obtención. Y no están dispuestos a consentir esta situación. Piensan que a la
producción se le priva de un dinero que se va a los mercados bursátiles. Además, es precisamente el
aumento de los stocks lo que amenaza seriamente con una crisis que se mantiene escondida».
Según esto las burbujas financieras tienen mucho que ver con la intervención
gubernamental en los mercados monetarios y, en particular, con las políticas de bajos tipos
de interés. Esto ocurrió en siglos pasados con la crisis de los tulipanes en Holanda y, más
cercanamente, en 1929 o en la crisis de 2007-2008 donde, además, se escondía un enorme
cúmulo de malas prácticas. Incluso hoy en día, la manipulación de valor del yuan y la
acumulación de depósitos de divisas por parte del Gobierno chino, o el enorme
incremento monetario mundial con técnicas como el quantitative easing ya comentado
páginas atrás, son las que han llevado a una caída de las tasas de interés que facilitan la
especulación con todo tipo de productos financieros que, en la práctica, ocasionan
enormes dificultades para mantener estructuras empresariales productivas. Una
combinación que, de seguir, promoverá otras crisis similares en el futuro con ciclos mucho
más cortos.
Naciones pobres
En 2003, dos jóvenes economistas franceses, Thomas Piketty y Emmanuel Saez,
publicaron un interesante artículo en el Quaterly Journal of Economics titulado Income
Inequality in the United States: 1913-1998. Allí demostraron la concentración de riqueza que
existe en la sociedad americana, donde muy pocas personas acaparan la mayor parte de los
bienes. Con datos actualizados hasta 2007 las conclusiones son sorprendentes. Ese año,
2007, fue el quinto consecutivo en el que el 1% de los hogares americanos se hizo con la
mayor parte de la riqueza generada; en concreto, poseían el 62% del total, mientras que el
90% de la población solo alcanzaba el 4%. Con el 0,1% de la población acumulando
riqueza de forma progresiva, pasando de poseer el 7,3% de los ingresos totales del país en
2002, al 12,3% en 2007: el mayor nivel desde antes de la Gran Depresión.
Pero esto no se da solo en los Estados Unidos, se trata de una situación que atañe al
resto de países del mundo. El Global Wealth Report 2012 del Credit Suisse Research
Institute muestra similares conclusiones: África en ese año poseía únicamente el 1% de la
riqueza mundial. La región Asia-Pacífico, el 2,27%, excluyendo China que acumulaba el
9,06%, e India el 14,3%. Los países latinoamericanos el 3,9%. Y Europa con América del
Norte el 61,19% (31,13% y 30,6%, respectivamente). Con la circunstancia de que las
regiones que más tienen son las menos pobladas. Según este mismo informe la población
adulta de Norteamérica es un 6%, mientras que, por ejemplo, Asia-Pacífico tiene el 24% y
Latinoamérica, el 8% del total.
El hecho es que el mundo está dividido entre ricos y pobres, países ricos con rentas per
cápita anuales por encima de los 12.000 dólares, de acuerdo con los criterios del Banco
Mundial, y otros, los pobres, que no llegan a los 1.000. ¿Y por qué esta situación? Pues, en
verdad, no deja de ser un misterio el porqué unos son ricos y otros pobres. No solo es un
problema social, sino fundamentalmente económico.
Los hay que aseguran que constituir un país rico tiene mucho que ver con su situación
geográfica y la capacidad de sus gentes para producir y exportar bienes que posean
características atractivas. Se argumenta también que el desarrollo económico está
estrechamente relacionado con la capacidad de acumular capital con rapidez, ya que con
ello se pueden realizar las inversiones necesarias para promover el desarrollo. Indicándose
que se precisan tasas de inversión anuales por encima del 5% para que esto suceda. Con la
característica particular de que los países en vías de desarrollo necesitan hacer un esfuerzo
mayor en este sentido, con tasas, de al menos, el 12%. Lo que presenta una sorprendente
contradicción: los más pobres necesitan mayores esfuerzos económicos para salir de su
pobreza.
David Landes, profesor de la Universidad de Harvard, publicó en 1998 The Wealth and
Poverty of Nations: Why Some Are So Rich and Some So Poor. Ahí, Landes se expresa de esta
manera:
«Alrededor de 1830, las relaciones entre Europa y África empezaron a intensificarse. África fue
involucrada cada vez más en el creciente tráfico comercial europeo. Comenzó una penetración informal.
No obstante, en el campo político aún faltaban muchos cambios. Ahí la gran transformación no se
produjo hasta medio siglo después, es decir, alrededor de 1880. Se inició entonces un proceso en el que
los europeos se repartieron el continente a velocidad de vértigo. Veinte años más tarde la partición
estaba casi concluida. El resto eran flecos. Casi toda África, unos treinta millones de kilómetros
cuadrados, había sido sometida al dominio europeo. Como promedio, cada año se añadía un territorio
de un millón de kilómetros cuadrados a las posesiones europeas. Al finalizar el siglo, los europeos
dominaban casi todo el continente, un territorio tan extenso como unas diez veces la India».
«¿Decaería alguna vez esa ola de prosperidad? Y este fue exactamente el problema. Nunca los
holandeses hubieran imaginado que su ruina no estaba en las manos de algún poderoso depredador
vecino, sino en las suyas propias».
Y continuaba:
«Los ricos parecían provocar su propio malestar, y la opulencia cohabitaba con la ansiedad».
Y es que en casi todos los casos que muestra la historia, las burbujas financieras y sus
correspondientes penalidades arrancan en lo general de una codicia excesiva. O como
asevera Douglas E. French, presidente del Lugwig von Mises Institute en su obra Early
Speculative Bubbles and Increases in the Supply of Money:
«A medida que todas las economías del mundo se retuercen de dolor financiero debido al ajuste de la
mayor burbuja financiera de la historia, la pregunta necesita respuesta: ¿cómo pudo suceder esto? Por
supuesto, las respuestas habituales salen a relucir: codicia, espíritu animal, fraude criminal o el propio
capitalismo. La historia financiera moderna ha tenido una serie de subidas y bajadas que parecen
combinarse unas con otras haciendo unas casi indistinguibles de las otras. Las expansiones seducen
incluso a los más conservadores que toman lo que en retrospectiva parecen ser extravagantes riesgos
especulando sobre vehículos financieros sobre los que nada saben».
Desconocimiento sí, pero también cerrar los ojos ante inversiones de réditos excesivos,
sobre los que nadie se pregunta cómo se obtienen ni de dónde vienen. Un esquema en el
que la codicia de los que ofrecen productos de muy alto riesgo, pero de importantes
beneficios, se une a la de los compradores a los que solo les basta saber que obtendrán
beneficios fuera de toda norma. Y el problema no se reduce a la discusión sobre las
bondades del capitalismo o su contrario, el socialismo. El asunto crucial es que la
economía no es una ciencia inerte, como podrían ser las matemáticas. La economía es una
ciencia moral: hay comportamientos económicos morales e inmorales. O siguiendo a
Alfred Marshall en sus Principles of Economics escritos en 1890:
«La política económica o economía es el estudio de la humanidad en los asuntos ordinarios de la vida;
examina aquellas partes de las acciones individuales y sociales que están más estrechamente
vinculadas con la obtención y el uso de los requisitos materiales para el bienestar».
«la ciencia que estudia la conducta humana como relación entre los fines y los medios escasos que
tienen usos alternativos».
Y esto nos lleva a una nueva visión de la economía desarrollada en Alemania como una
tercera vía alternativa al capitalismo y el socialismo. Se trata de la Economía Social de
Mercado (Ordnungspolitik), introducida por Ludwig Erhard en su papel de ministro de
Economía bajo la cancillería de Konrad Adenauer después de la Segunda Guerra Mundial.
Un sistema que ha dado sus frutos, pues Alemania tiene unas cotas bajísimas de
desempleo, a la vez que su economía crece por encima del resto de las economías
europeas, bajo un simple concepto que promueve el mercado libre, si bien protegiendo los
derechos individuales. Una economía donde la oferta y la demanda no están condicionadas
por la intervención pública; donde existe un control de la inflación a la vez que se ajustan
las finanzas públicas; y donde se considera que el Estado no debe tener una función
económica primordial, sino que este rol ha de dejarse a la iniciativa privada. A la vez que
se ponen en práctica políticas sociales con un sistema impositivo progresivo según los
ingresos, un esquema de Seguridad Social que protege a los desempleados y a los
jubilados, una política educativa basada en la igualdad de oportunidades, y unas
asociaciones empresariales y sindicales que con responsabilidad deciden las políticas
salariales de manera autónoma.
En esencia, el fundamento de la Economía Social de Mercado se deriva de la idea de la
dignidad de la persona humana como sujeto político, jurídico y económico tal como se
expresa en la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y en lo económico
considera que la actividad humana se desarrolla en un entorno de escasez muy de acuerdo
con lo indicado por Lionel Robbins. Escasez que viene determinada por unas necesidades
que son ilimitadas, a la vez que los recursos son limitados. De esta manera, la Economía
Social de Mercado trata de organizar los mercados buscando una óptima asignación de los
recursos, modificando si fuera necesario las condiciones de estos a fin de corregir los
excesos que ahí se produzcan, evitando en todo momento una planificación centralizada
de la economía. Un esquema que trata de favorecer la libertad económica y, a la vez,
buscar la justicia social mediante un principio de solidaridad entre los ciudadanos que han
de vivir en un sistema donde se desarrolle la igualdad de oportunidades. Un sistema
prometedor en lo económico y en lo social, donde los excesos que provienen de la codicia
humana puedan ser mitigados en la búsqueda del bien común.
La nueva economía
En los años noventa del pasado siglo se impuso el concepto de nueva economía para referirse
a las actividades económicas relacionadas o dirigidas por las modernas tecnologías de la
información. Un hecho donde las actividades de servicios dominaban sobre las
manufactureras. Una economía que facilitaba tasas de inflación muy bajas, gran
crecimiento económico y, lo más importante, escaso desempleo. Las inversiones en este
tipo de tecnologías se dispararon. De 1986 a 1993 por ejemplo, la inversión por trabajador
en tecnologías de la información pasó en Estados Unidos de los 4.000 a los 27.000 dólares.
Y en este contexto, se vio nacer y crecer el fenómeno Internet. El mundo se hacía plano,
en palabras de Thomas Friedman. Se extendía el comercio e interaccionaban las distintas
culturas a través de sus fronteras, a la vez que se empequeñecía el espacio global mediante
las redes de telecomunicaciones y la world wide web, convirtiéndose en una pequeña aldea
donde casi todo se conoce al momento; con Google dueño del espacio virtual. El mundo
parecía vivir una época de esplendor sin límites. Incluso la burbuja Internet de finales de los
noventa fue simplemente eso: una burbuja que se desvaneció con rapidez.
Y en este contexto se comprobó que el paradigma económico de la creciente riqueza
tocaba a su fin, y quedaba obsoleto debido a la crisis financiera que estalló en 2008.
Demostrándose también que las premisas de buscar ganancias personales sin límites en un
mundo individualista, egoísta, agresor con el medioambiente, desigual y consumista, no
parecían ser ya válidas.
La nueva economía traía además otros importantes cambios: el coste de la producción
de bienes ya no se atenía a los postulados de la economía clásica. La teoría del plusvalor de
Carlos Marx pasaba a mejor vida. Ya no era el valor del trabajo no remunerado del
asalariado lo que se apropiaba el capitalista, sino que la plusvalía se concentraba en ciertos
intangibles como el conocimiento o el valor de la marca. Las fábricas se deslocalizaban de
sus lugares de origen en los países avanzados para irse a zonas de mano de obra baratas,
especialmente hacia Asia. La globalización, aunque imperfecta, entraba en acción con sus
aportaciones buenas y menos buenas. Lo que el premio Nobel Joseph Stiglitz denomina
las «anomalías de la globalización:
«Un régimen desleal en los intercambios comerciales que impide el desarrollo, un sistema financiero
global inestable que produce crisis recurrentes, creciente deuda en los países en vías de desarrollo que les
impide salir del estado en que se encuentran, el contradictorio hecho de que el flujo monetario va de los
países pobres hacia los más ricos, etc.».
Es sin duda una pregunta clave que dice mucho de la profundidad de pensamiento de
Hayek. Pues cuando se miran los problemas de la sociedad en su conjunto se encuentran,
por un lado, la dispersión del conocimiento y, por otro, las contradicciones que existen a
la hora de aplicar una solución global. Y en el caso del problema medioambiental, con ser
aparentemente grave, nos lleva, como dice Hayek, a una cierta incapacidad de resolverlo
debido a que se tiene un conocimiento parcial del hecho en su conjunto.
Martin Weitzman es un conocido economista de la Universidad de Harvard, pionero en
la materia conocida como economía medioambiental. Un problema que trató en 1974 desde el
Massachusetts Institute of Technology. Era un trabajo que denominó Prices vs. Quantities,
donde aborda el problema que comentamos: regulación o impuestos sobre las emisiones
perniciosas. Un asunto económico complejo, o como asevera Weitzman:
«…una persona no versada en economía suele pensar inicialmente en términos de control directo
debido al hecho de que no alcanza a comprender la sutileza y la fuerza del argumento de la mano
invisible. La actitud del economista es algo más sorprendente. Comprendiendo que los precios pueden
usarse como un instrumento eficaz y flexible para asignar los recursos de manera racional, y que, de
hecho, la economía de mercado se regula de forma automática, es muy distinto estar bajo la impresión
de que tales controles indirectos son generalmente preferibles para el tipo de problema considerado en
este trabajo [precios vs. cantidades]. Sin duda, una cuidadosa lectura de la teoría económica poco ofrece
para apoyar esta máxima universal».
El asunto es que el juego del mercado no resuelve a veces ciertos problemas complejos
como es el de la polución medioambiental, ya que intervienen otros importantes factores
ajenos a la propia teoría económica, como son los políticos, legales, sociales, ideológicos,
administrativos, y otros muchos más. En los que unos son al final más relevantes que
otros a la hora de buscar una solución adecuada. Así, en la época de Stalin primaba más la
ideología que la racionalidad científica. Y por ello desapareció el mar de Aral.
En 2008, Martin Weitzman volvió sobre el mismo tema desde una óptica mucho más
directa. En este caso, su trabajo se titulaba: On Modeling and Interpreting the Economics of
Catastrophic Climate Change, donde vuelve a alertar sobre la aplicación de una visión
únicamente economicista no basada únicamente en el coste-beneficio, sino desde la óptica
de los riesgos inherentes a que tal situación se mantenga en el futuro. Así, la asociación de
los aseguradores ingleses daba ciertos datos sobre un potencial incremento de las
temperaturas debido al cambio climático, estimando un aumento del 21% en los costes de
los seguros si la temperatura creciera cuatro grados en el Reino Unido, además de unas
pérdidas de más de 600 millones de libras debido a posibles inundaciones. Una situación
que, según el World Economic Forum en su informe Global Risks 2011, consideraba como
un riesgo de alta probabilidad, con un coste cercano a los mil millones de dólares. Cambio
climático que se acompañará de otras consecuencias, como pérdida de la biodiversidad en
múltiples lugares, terremotos e inundaciones, erupciones volcánicas, grandes tormentas y
ciclones, etc.
La clave, sin embargo, es que el problema de la degradación del medioambiente no se
reduce únicamente a un caso estrictamente económico, ni tampoco político o ideológico.
Se trata de un problema que tiene una profunda raíz ética, donde la ecología, la pobreza y
el desarrollo están íntimamente conectados. Además, los costes de un mal uso de los
recursos naturales alcanzarán a las generaciones futuras, lo que rompe un necesario
principio de solidaridad de la actual con ellas, algo que incumbe también a la comunidad
internacional. Se trataría así de promover una solidaridad intergeneracional que debiera
incluir a los países industrializados y a los que están en vías de desarrollo. Unos deberes
que debieran poner en el centro de la economía y la gestión de los recursos naturales a la
persona, a fin de promover una ecología más humana. Una visión que resulta central en la
nueva disciplina denominada Economía Medioambiental.
En este sentido, Kerry Turner, David Pearce y Ian Bateman establecen estas nuevas
pautas en Environmental Economics: An Elementary Introduction:
«…para entender la economía medioambiental, es de crucial importancia que reconozcamos que
nuestro sistema económico (que nos proporciona todos los bienes y servicios materiales para un
“moderno” nivel de vida) se sustente y no pueda funcionar sin el apoyo de un sistema ecológico de
plantas y animales, así como sus interrelaciones (conocido colectivamente como la biosfera), y no al
contrario».
Lo que viene a ser igual que decir que las externalidades económicas y, en especial, el
uso y consumo de los activos medioambientales, no sean considerados como bienes
tradicionales sino desde un punto vista ético. De manera que, a este respecto, se abre la
necesidad de tratar económicamente el medioambiente desde una óptica basada en las
ideas de algunos economistas ya comentados aquí, como podrían se Arthur Cecil Pigou e,
incluso, su más crítico oponente, Ronald Coase, y sus análisis sobre los fallos en el
mercado, y por qué no, también Malthus, Stuart Mill o el mismo Carlos Marx, que podrían
ayudar a entender mejor las necesidades de una economía ecológica que ha de considerar
el valor esencial del medioambiente fuera del simple juego de oferta-demanda que se da en
un mercado libre, así como la importancia de un sistema económico basado en principios
morales como daba a entender en su día Ludwig von Mises:
«Es cierto que la economía es una ciencia teórica y como tal se abstiene de cualquier juicio de valor.
No es su tarea decirle a la gente a qué fines han de apuntar. Es la ciencia de los medios que han de
aplicarse para alcanzar unos fines; no la ciencia que establece dichos fines. Las decisiones últimas, las
valoraciones y la elección de los fines están más allá del alcance de cualquier ciencia. La ciencia nunca
le dice al hombre como debe actuar poara obtener unos logros finales».
Pues aunque desde el punto de vista científico sea razonable pensar en una economía
neutra moralmente, no lo es en la práctica, ya que, si bien la economía no marca «cómo
actuar», quien la pone en práctica debería atenerse a tener un comportamiento ético. Y
muy especialmente, cuando, en el caso que nos ocupa, se puede llegar a destruir un
medioambiente que es de todos: de los que ahora estamos en el mundo y de los que nos
seguirán. De ahí la responsabilidad moral de tales acciones.
La brecha entre ricos y pobres
Sigamos el hilo con el que comenzamos un apartado anterior, «naciones pobres». Los
pobres no se dan únicamente en los países así llamados. Pobres han existido siempre y
están en todos los lugares. Los hay viejos, jóvenes y niños, y estos fueron los que llevaron
al poeta Miguel Hernández a escribir:
«Me duele este niño hambrientocomo una grandiosa espinay su vivir cenicientorevuelve mi alma de
encina».
«El aumento de la brecha entre ricos y pobres amenaza con engullirnos a todos». Así
titulaba el periódico inglés The Guardian en enero de 2013 una información escrita por
Emma Seery, perteneciente a la ONG Oxfam. Tenía que ver con los riesgos sacados a
colación en el último informe del Foro de Davos, donde por segundo año consecutivo se
alertaba sobre las desigualdades entre pobres y ricos como uno de los mayores desafíos a
los que se enfrenta el mundo en los próximos años. Una brecha que se hace cada día más
profunda, donde el uno por mil de los más ricos en Estados Unidos han cuadruplicado sus
ingresos en los últimos 30 años. Donde, el mercado del lujo crece en ratios de dos dígitos
anualmente desde el inicio de la última crisis financiera. Y así se expresa el artículo que
comentamos:
«También es algo que divide socialmente. Si se ha nacido pobre en una sociedad desigual, es muy
probable que se acabe la vida en la pobreza».
«La Tierra proporciona lo bastante como para satisfacer las necesidades de cualquier persona, aunque
no lo suficiente para cubrir toda la codicia del hombre».
Y es que las desigualdades provienen incluso de los diferentes sistemas impositivos que
contribuyen, a su vez, a agrandar las diferencias. Lo que pone de manifiesto el artículo que
comentamos: Warren Buffet, con ingresos anuales cercanos a los 50 millones de dólares,
asume un 17,7% de impuestos, mientras que su secretaria, ganando 60.000 dólares paga el
30%. Con la consideración de que —según asegura Seery— el 25% de la riqueza mundial
reside en paraísos fiscales. Algo que no se refiere únicamente a los Estados Unidos, sino
que se da de una u otra manera en cualquier país.
Sean Randon, profesor de la Universidad de Stanford, analiza el problema desde otro
ángulo: los logros académicos entre niños nacidos en familias ricas y pobres; llegando a la
conclusión de que la brecha se ha abierto más entre los que nacieron a principios de este
siglo y los que vinieron al mundo 25 años antes. Así, escribía en 2011:
«Además del descubrimiento clave de que los logros relacionados con el nivel de ingresos se han
agrandado sustancialmente, hay otros importantes hallazgos. Primero, que la diferencia respecto de los
ingresos (definida aquí como la diferencia entre un niño perteneciente a una familia en el percentil 90
de la distribución de ingresos y un niño en el percentil 10) es ahora más de dos veces mayor que la
correspondiente a las diferencias entre blancos y negros. En contraste con esto, hace 50 años la
diferencia entre los ingresos de blancos y negros estaba entre una vez y media y dos veces. Segundo, la
diferencia de logros respecto de los ingresos es mayor cuando los niños entran en el jardín de infancia y
no parece crecer o disminuir a medida que los niños progresan en la escuela. Tercero, aunque las
desigualdades en ingresos pueden tener un papel en los logros académicos, no parecen ser el factor
dominante. La diferencia parecen crecer, al menos parcialmente, debido al aumento de las diferencias
entre las familias por encima del nivel medio de ingresos».
Una interesante apreciación, ya que pone otro elemento a considerar en las diferencias
entre pobres y ricos: no solo los más ricos y los más pobres abren sus distancias, sino que
esto sucede también entre los más ricos y lo que podríamos llamar clase media. Un aspecto
que trataremos con más detalle en el capítulo siguiente.
Nadie duda de que Estados Unidos es una próspera nación independientemente de sus
problemas actuales. Y es aquí donde el contraste entre ricos y pobres resulta más evidente;
con la circunstancia de que existe hoy de forma larvada una cierta lucha de clases. Así lo
pone de manifiesto un informe del Pew Research Centre publicado en enero de 2012:
Rising Share of Americans See Conflict Between Rich and Poor.
El informe de Pew Research se basa en una encuesta realizada entre 2.048 adultos, de
los que aproximadamente dos tercios pensaban que entre pobres y ricos existían conflictos
muy fuertes o fuertes; lo que representaba un aumento del 19% desde 2009. Con la
circunstancia añadida de que el 46% pensaba que los ricos lo eran «debido a su relación
con las personas adecuadas o por haber nacido en familias adineradas». Aunque, en una
sociedad como la americana, donde históricamente se promueve la igualdad de
oportunidades, el 43% achacaba la riqueza «al trabajo duro, la ambición o la educación».
También la OCDE se ha ocupado de este importante asunto. En un informe de 2011
ponía en evidencia unas situaciones poco conocidas. Por ejemplo, que el 10% de la
población más próspera económicamente tiene unos ingresos 10 veces superiores al 10%
de los menos ricos. Circunstancia que varía, evidentemente, de país a país. Los nórdicos no
sufren esas diferencias, mientras que Italia, Japón, Corea o el Reino Unido están en ese
caso, que se agrava en Israel, Estados Unidos o Turquía, donde los ingresos entre esos dos
colectivos se diferencian 14 veces, o casos extremos, como pueden ser Chile o México, que
los ingresos del 10% de los ricos son 27 veces mayores que los del 10% de los menos
adinerados.
Es cierto, sin embargo, que el gap entre ricos y pobres a nivel global ha disminuido. Así
ha ocurrido en Sudamérica donde las desigualdades han decrecido en los últimos 15 años,
permitiendo que unos 50 millones de personas hayan entrado en lo que se conoce como
clase media. Entendido esto según la denominación del Banco Mundial, que lo define
como aquellas personas que tienen menos del 10% de probabilidad de volver a la pobreza.
Una circunstancia que, según un estudio del Banco Mundial de 2012, alcanza al 30% de la
población de esa región. Aunque todavía un 38% de la población se considera vulnerable
al tener unos ingresos diarios entre cuatro y diez dólares. Algo que, siendo también cierto
en otras zonas como India o China, no evita el hecho de que de manera general la brecha
entre la riqueza de los más ricos y la de los más pobres sea cada vez mayor. Lo que supone
un foco de tensión social cuyo fundamento se encuentra, sin duda, en las actividades
financieras sin control, que incluyen, no solo las prácticas financieras especulativas, sino
aquellas otras que dan pie a un capitalismo cuyos abusos destruyen la economía real.
Hedonismo y consumismo
Este epígrafe es la continuación del anterior. ¿Por qué esa brecha entre ricos y pobres?
¿Qué se esconde detrás de esta desigualdad? Y entre muchas de las respuestas que vamos
encontrando en estas páginas, hay una evidente que se refiere al dilema entre satisfacer las
necesidades humanas o satisfacer los caprichos que, como ya indicamos, son ilimitados.
Consumir es parte integral de la actividad del hombre. Se trata de un hecho biológico.
Además, en una economía de mercado, aporta una función social, ya que permite la
distribución de bienes y servicios de acuerdo con las necesidades de cada persona o de
cada grupo o familia.
Cosa diferente es el consumismo, que viene a ser una degeneración de la necesidad de
consumir para mantener una vida digna. Ya que el consumismo no se dirige a satisfacer
unas necesidades vitales, sino que busca la posesión o consumo de bienes en cantidades
excesivas, más allá de lo que sería razonable para cubrir esas necesidades vitales. Se pasa
del consumir al tener, en ambos casos más allá de lo necesario. Y es aquí donde entra el
otro concepto: el hedonismo, que, lejos ya del consumismo, trata de poner el placer como
objetivo vital primordial; que, cuando se enlaza con el hecho económico, es la causa
primera de las crisis económicas que, como ya hemos visto, traen consigo otros males,
incluido el ecológico.
El capitalismo conduce de forma natural a la maximización del beneficio. Lo que lleva,
quizás, intrínseco, la búsqueda de la mayor satisfacción individual. De ahí que muchos
economistas consideren la codicia como algo positivo para el conjunto social, o que la
búsqueda de lo útil sea beneficiosa para el sistema económico en su conjunto. El mercado,
por tanto, es el entorno ideal para que esto suceda, especialmente si no existen trabas a su
libre funcionamiento. Además, si como ya vimos con Adam Smith, se considera que el
hombre es egoísta por naturaleza, la actividad económica solo conducirá a un hedonismo
consumista. Sin embargo, si como nos indica Hayek, el mercado se desarrolla a partir del
conocimiento, puede abrirse una puerta distinta que transforme el hombre económico en el
hombre social.
El problema es que, desde la Segunda Guerra Mundial, el capitalismo ha estado
dominado por el consumismo, en lo financiero y en otras actividades productivas o
comerciales. Desarrollado muy especialmente desde los años ochenta del siglo pasado
cuando en todas las corporaciones, grandes o menos grandes, el objetivo primordial se
resumía en la búsqueda del beneficio económico para los accionistas, sin otra visión que
fijara otro tipo de objetivo, como por ejemplo, repartir los beneficios empresariales entre
el resto de los stakeholders. Una forma diferente de ver el hecho económico, ya que en lugar
de concentrarse en la búsqueda del beneficio, se trataría de «enriquecer» a todos los que
tienen que ver con la actividad empresarial, sean clientes, trabajadores, accionistas,
proveedores, e incluso la comunidad y el entorno natural donde se lleva a cabo la actividad
económica. Una economía humanista cuyo desarrollo iría más allá de lo que establece la
economía social de mercado a la que aludimos páginas atrás, ya que pone su atención en la
creación de valor para las personas y para la sociedad en su conjunto. Donde la persona y
no el dinero estaría en el centro de sus objetivos. Donde la desigualdad hiriente de que el
1% de la población mundial posea el 40% de la riqueza, mientras una inmensa mayoría
sufre inseguridad, hambre y enfermedades por carecer de lo necesario, se mitigue y se
reduzca a niveles más tolerables.
CAPÍTULO 9
La primera cuestión a responder es esta: ¿Qué constituye una clase? Y la respuesta que sigue es
naturalmente contestar otra pregunta: ¿Qué es lo que hace que los asalariados, capitalistas y
terratenientes constituyan las tres grandes clases sociales? A primera vista salta la identidad de los
ingresos y las fuentes de ingresos. Hay tres grandes grupos sociales cuyos miembros, los individuos que
los forman, viven de sus salarios, beneficios y rentas de la tierra, respectivamente, de la realización de
su poder de trabajo, su capital y su propiedad sobre la tierra. Sin embargo, desde este punto de vista,
médicos y funcionarios, por ejemplo, podrían constituir dos clases, ya que pertenecen a dos grupos
sociales distintos, recibiendo sus ingresos, los miembros de esos grupos, de una misma fuente. Lo
mismo sería también verdad de la infinita fragmentación del interés y rango en la que la división del
trabajo social divide a los trabajadores, así como a los capitalistas y terratenientes, dividiendo estos,
por ejemplo, en propietarios de viñedos, de granjas, de bosques, de minas o de pescaderías.
«Sr. Presidente. Estoy orgulloso de presentarle el informe anual del Grupo de Trabajo de la Casa
Blanca sobre la Clase Media. Poco después de que tomáramos posesión del cargo, me hizo el honor de
presidir este Grupo de Trabajo, haciendo notar que “la fortaleza de nuestra economía puede medirse
por la fortaleza de nuestra clase media”. Desde aquel día, esa simple pero potente ecuación —una
clase media fuerte es lo mismo que una economía fuerte— ha guiado nuestro trabajo».
Los objetivos de ese grupo liderado por Biden, que podrían ser aplicables a cualquier
país europeo, se centraban en la atención de los cuatro elementos esenciales para mantener
el nivel de vida de los componentes de la clase media americana: ayudar a esas familias a
equilibrar su vida entre trabajo y cuidado del hogar; hacer la universidad más accesible y
asequible; mejorar las condiciones de los pensionistas; proteger a los trabajadores y crear
trabajos que puedan mantener el estilo de vida de las clases medias.
Ya se ve, por tanto, que, además de unas condiciones económicas, se trata de un estilo
de vida con ciertos valores para poder, entre otras cosas, alcanzar una educación
universitaria y equilibrar familia y trabajo. Teniendo en cuenta que en este grupo social se
encuentra el 60% de la población, el interés político resulta evidente: aquí está la mayoría
de los votantes. Luego habrá que discriminar sus intereses.
Cuando volvemos a Marx, en el mundo actual, y especialmente en las naciones
desarrolladas, la lucha de clases no existe hoy como tal. Se podría decir que en estos países
los conflictos se dan mayoritariamente entre los elementos de una misma clase. Tal sería el
caso del Tea Party en Estados Unidos que, en esencia, trataba de canalizar un movimiento
político para desbancar al partido demócrata en el Gobierno, por eso se quedó en nada. Y
también los movimientos sociales en contra de las medidas de ajuste económico tomadas
por algunos Gobiernos para gestionar la crisis económica. Circunstancia que se dio en
Estados Unidos con el movimiento Ocupar Wall Street en septiembre de 2011, en España
con el llamado 15M, y en otros lugares de Europa que vieron manifestaciones masivas en
una suerte de acción coordinada, especialmente las que sucedieron el 15 de octubre de
2011 en Italia, Alemania, España, Portugal, Reino Unido, etc., que hoy, dos años después,
han desaparecido, aunque renacen de manera distinta.
«No es tarea del Gobierno suplantar los esfuerzos de la empresa privada por encontrar mercados, o de
los individuos para encontrar trabajo. La gente lo que espera del Gobierno, sin embargo, es que cree y
mantenga las condiciones en las que los hombres de negocios individuales y los individuos que buscan
trabajo tengan la suerte de conseguirlo por su propio esfuerzo».
Situación que dio origen al fenómeno conocido como baby boom. Un crecimiento
explosivo de la población en Europa y en Estados Unidos.
Siguiendo con este último país, su población que, durante los años treinta y cuarenta
crecía alrededor de los 2,5 millones de personas al año, en 1946 alcanzó los 3,5 millones, y
siguió creciendo hasta los 4,2 millones en 1958. Luego, coincidiendo con el progreso
económico cayeron las tasas progresivamente. Lo mismo sucedió en Europa. Y allí de
manera abrupta.
Ronald Reagan durante los años ochenta, seguido por Margaret Thatcher en Inglaterra,
dio el definitivo impulso a la economía con su política de bajas tasas de interés, con la idea
de que eso induciría mayores inversiones, mayor producción y, en definitiva, un
crecimiento económico sostenido. Es lo que se denominó supply-side economics, según el
criterio de que la oferta crea la demanda, tal como aseguraba la Ley de Say. Un fenómeno
que, unido al proceso deslocalizador de la producción hacia los países asiáticos, redujo los
costes de producción y alimentó el consumismo. Como dijimos: del 600 se pasó al BMW.
Con un fenómeno repetido: también el consumo estuvo liderado por los más ricos.
Según datos del Banco Mundial publicados en 2008, en 2005 los más ricos captaban el
76,6% del consumo mundial, mientras que las clases medias llegaban al 21,9%, quedando
el 1,5% restante para los más pobres. Y con otro efecto: donde antes había un Fiat 600
como única opción de compra aparecían cientos de posibilidades en diferentes marcas con
precios asequibles para todos los bolsillos.
Más productos y más opciones hicieron explotar el consumo, con anuncios tan
sorprendentes como uno que se encontraba a la entrada de una tienda de Starbucks en
Nueva York:
«Entre a por una de nuestras 87.000 combinaciones de bebidas. Todas hechas con el 100% de cultivo
responsable, y café éticamente comercializado».
«“Quiero un par de pantalones vaqueros de la talla 32-28”, dije. “¿Los quiere ajustados, normales,
anchos, holgados o muy holgados?, contestó ella. “¿Los quiere con manchas de ácido, rotos o arrugados?
¿Los quiere con cremallera o con botones? ¿Los quiere descoloridos o normales?”».
No hace falta comentar la extrañeza del comprador. Lo mismo sucede con los
automóviles u otros productos. La configuraciones se encuentran por cientos. Es la
imagen de la sociedad de consumo. Son las opciones sin fin.
Sin embargo, aunque haya numerosas opciones en el mercado, esto no significa que el
consumidor —las personas en general— tenga más control sobre sus decisiones e
intereses. Y mucho menos, mayor satisfacción personal. O, por decirlo de otro modo, que
sean más felices. Volvamos a The Paradox of Choice de Barry Schwartz. El autor dice que en
los últimos 40 años —el libro fue publicado en 2004— la renta per cápita de los americanos
se había doblado, el número de hogares con lavadora había crecido del 9% al 50%, las
secadoras, del 20% al 90%, y el aire acondicionado del 15% al 73%. Y el autor se pregunta:
¿significa esto que haya más gente feliz?. Su respuesta es clara:
Pero hay más. Dos autores, separadamente, constatan el mismo principio. Se trata de
David Myers, autor de The American Paradox: Spiritual Hunger in an Age of Plenty, y Robert
Lane en su libro: The Loss of Hapiness in Market Democracies. Este último, escrito en 2000,
lleva al autor a similares conclusiones: las democracias actuales basadas en una férrea
economía de mercado han elevado el progreso material de muchos ciudadanos, sin
embargo, las personas son cada vez menos felices, y un número creciente de ellas están
insatisfechas con su vida. La economía de mercado amparada en la filosofía utilitarista,
donde el bien se encuentra en conseguir lo material a toda costa, no ha contribuido al
bienestar real de las personas. Por su parte, el libro de Myers es de 2001 y se refiere
también a la sociedad americana con los mismos resultados: la «paradoja» se mantiene.
Explorando las enfermedades sociales en el período que va de 1960 a 1990, este autor llega
a la misma conclusión: el materialismo basado en el individualismo radical conduce a una
profunda pobreza espiritual. La situación en Europa y en otras sociedades supuestamente
ricas no es muy diferente. El consumismo desbocado ha traído los males actuales, los
económicos, los materiales y los morales.
«Esta respuesta ignora la horrible verdad de lo que produjo esta crisis. No fue un repentino arrebato
de irresponsabilidad por parte de la clase media estadounidense. Fue el inevitable resultado de trucos y
trampas deliberadamente para maximizar los beneficios de unos pocos mientras que se creaban las
condiciones para maximizar la miseria de muchos».
Y hay mucho de cierto en esto. Los contratos de préstamos, como de otros productos
financieros que se ofrecen al público, no son siempre claros, y las personas que los firman
son, en la mayoría de los casos, incapaces de entender lo que ahí se dice. No es un asunto
exclusivo de los Estados Unidos, es un caso que se generaliza en otros muchos lugares.
Baste, siguiendo con el libro de Huffington, la siguiente anotación:
«En 1980, el contrato típico de una tarjeta de crédito tenía una página y media. Hoy tiene treinta y
una páginas. Las otras veintinueve y media están llenas de trucos y trampas».
Traición al sueño americano que se podría traducir también en traición al sueño europeo, y
al italiano, al portugués, al español, etc. Lo que Huffington denuncia de manera muy
cruda:
«Obviamente, los banqueros sabían que la burbuja inmobiliaria, como todas las anteriores, tenía que
estallar. Y cuando sucediera, se producirían embargos y quiebras en masa. Así que necesitaban tender
sus trampas de oso para protegerse. Apareció entonces el proyecto de ley de quiebras que los grupos de
presión de la banca lograron que se tramitara en el Congreso y que el presidente Bush sancionó como
ley en 2005. Era un instrumento tan hostil a las familias estadounidenses que solo podía haber
surgido en un lugar tan corrupto, cínico y desentendido de la realidad como Washington».
«Hay épocas que marcan las líneas rojas del sistema político, cuando los políticos ya no pueden
comunicarse y dejan de comprender el lenguaje del pueblo al cual se supone que representan».
Unos males que no son exclusivos de otras épocas o del caso comentado por Adriana
Huffington, se dan actualmente en muchos regímenes democráticos. También en Europa,
evidentemente.
«El empleo que se haga de un recurso dado depende de la remuneración neta de los servicios en que se
emplee, y si se quiere que los recursos se empleen eficazmente, es importante que las remuneraciones
relativas de los servicios que determinan los mercados no sean modificadas por ningún impuesto. El
impuesto progresivo suscita este género de modificación, haciendo que la remuneración neta de un
servicio dado dependa de otras ganancias del contribuyente».
Se trata de una opinión controvertida ya que parece más equitativo que pague más el
que más tiene. Sin embargo, aquí la pregunta resulta doble. Primero, si un impuesto
progresivo es justo y, segundo, si el Estado es, por definición, garante de una óptima
redistribución de la riqueza. Respecto de la justicia parece que esta debería ser equitativa,
es decir, la misma para todos; por lo que la progresividad es, en principio, una suerte de
injusticia: hay unos que tienen mayores cargas impositivas que otros, lo que abundaría en
lo indicado por Hayek. De lo segundo, es evidente que el Estado, cualquiera que este sea,
no es por principio eficaz en su redistribución de la riqueza. Se ha comprobado
demasiadas veces hasta aquí la ineficacia de muchos de sus postulados económicos. Ahí
están las crisis para demostrarlo.
Pero no solo los economistas clásicos como Stuart Mill, o los neoclásicos más
modernos, como Hayek, eran contrarios a los impuestos excesivos, también otros como
Paul Samuelson estaban en contra. Samuelson, premio Nobel de economía en 1970,
fallecido en 2009 a los 94 años, fue el primer economista americano en recibir tal galardón.
Se trata de un economista mundialmente conocido por su curso de economía moderna
que, según se dice, es el libro de economía más vendido de todos los tiempos.
Samuelson nunca aceptó un puesto en la Administración Kennedy aunque fue su asesor
en varios momentos, fundamentalmente cuando le alertó de una próxima recesión y la
necesidad de estimular la economía al modo keynesiano: mediante una expansión del gasto.
Lo que sugirió complementarlo con una reducción de impuestos como medida adicional
contra la recesión. Una opinión que, como hoy, resultaba contradictoria a muchos: si la
recesión aumentaba el déficit, el recorte de impuestos lo haría crecer aún más. A lo que
Samuelson argumentaba de manera contraria pues, para él, los déficits provenientes del
recorte impositivo nada tienen que ver de los ocasionados por el excesivo gasto:
«Los déficits que proceden automáticamente de una recesión o que son parte intrínseca de un esfuerzo
específico para devolver la salud al sistema económico son un fenómeno muy diferente [de los déficits
impulsados por un gasto descontrolado]. Estos son el signo de que nuestros estabilizadores
automáticos están funcionando, y que no nos encontraremos ya con el riesgo de entrar en una de las
grandes depresiones que caracterizaron nuestra historia económica de antes de la guerra».
«El bien común no es la simple colección de bienes privados…no es el bien de la vida humana de
multitud de personas, sino que es la comunión en el buen vivir».
La economía real
Los medios de información y el tratamiento periodístico de cualquier tema han hecho que, de manera
general, cualquier persona algo informada sea capaz de opinar sobre temas complejos que necesitan
años de preparación y estudio. Y este es el caso de la economía. La banalización de las opiniones es lo
que llevó a Thomas Sowell, uno de los economistas más influyentes de Estados Unidos, a asegurar:
«Creo que en Estados Unidos, y en la mayor parte del mundo la comprensión pública sobre la
economía es abismal. Pero una cosa es no entender algo —y yo no entiendo de cirugía cerebral—, y
otra cosa querer definir políticas en las que uno es ignorante. He oído una frase maravillosa: “Quiero
hacer una propuesta”, cuando se trata de definir una política. Yo estaría horrorizado si quisiera
opinar sobre cirugía cerebral. La única diferencia es que conmigo moriría más gente en la mesa de
operaciones».
El mundo poscrisis
Thomas Sowell es un economista influyente y controvertido. Profesor en Stanford, fue
muy crítico en varias ocasiones con la política del presidente Obama. Concretamente, en
mayo de 2009, declaraba:
«Pienso que Barak Obama es peor que Jimmy Carter. Carter puso en marcha muchas políticas
insensatas internacionalmente y también a nivel nacional. Aunque creo que Obama le ha superado
en ambos aspectos».
Sowell nació en Carolina del Norte, vivió en Harlem una niñez y juventud difíciles, para
lograr después incorporarse a la Universidad de Harvard y de ahí a la Universidad de
Chicago, donde consiguió doctorarse en Economía. Sirvió también en la guerra de Corea.
Es un experto fotógrafo. Ha escrito más de 30 libros, no solo de economía, sino también
de otros temas, como fue el estudio de los niños que tardan en hablar, lo que trató en su
libro El Síndrome de Einstein.
En 2009, Sowell publicó The Housing Boom and Boost. En el prefacio del libro abre el
problema que luego aborda:
«El tsunami financiero se ha continuado con un torrente retórico político, acompañado por dedos
señalando en todas direcciones. ¿Quién fue realmente el responsable? ¿Qué fue lo que lo impulsó?».
«Los contribuyentes han aportado más de 2,5 billones de dólares para salvar el sistema [financiero].
¿Y qué han salvado exactamente? Un sistema de poder financiero abrumador, muy concentrado, que
se ha vuelto extremadamente peligroso…Un sistema en el que el Estado de Derecho ha sido
quebrantado una vez más…Nuestros mercados solo podrán florecer cuando los americanos confíen de
nuevo en que son justos, transparentes y responsables».
«Ya no es posible usar el FMI para poner en marcha una moneda única mundial. No es tampoco
indispensable imaginar su reemplazo o sustitución por otras instancias. Es preciso, por el contrario,
reagrupar todos los poderes de vigilancia hoy dispersos y reforzarlos considerablemente».
Y continúa:
«Para establecer el equilibrio del mercado y de la democracia, condición para un desarrollo armónico a
escala planetaria, sería preciso en toda lógica crear los instrumentos necesarios para una soberanía
global: un parlamento (un hombre, un voto), un Gobierno, una aplicación planetaria de la
Declaración Universal de los Derechos Humanos y de sus protocolos ulteriores, una puesta en acción
de las decisiones de la OIT en materia de derecho al trabajo, un Banco Central, una moneda común,
una fiscalidad planetaria, una justicia y una policía planetarias, un salario mínimo planetario,
notarios planetarios, un control global de los mercados financieros».
«Con relación al presente sistema económico y financiero global, habría que hacer hincapié en dos
factores decisivos. El primero, la decadencia gradual en eficacia de las instituciones de Bretton Woods
que comenzaron a inicios de los años setenta. En particular, el Fondo Monetario Internacional ha
perdido un elemento esencial para estabilizar las finanzas mundiales, tales como regular la creación
monetaria global y la vigilancia sobre la cantidad de riesgo de crédito asumida por el sistema. Es decir,
estabilizar el sistema monetario mundial ya no es un «bien público universal» dentro de sus
capacidades. El segundo factor es la necesidad de un mínimo y compartido conjunto de reglas para
manejar el sistema financiero global, que ha crecido mucho más rápidamente que la economía real. La
situación del rápido e irregular crecimiento se ha producido, de una parte, por la aniquilación de los
controles sobre los movimientos de capital y la tendencia a desregular las actividades financieras y
bancarias; y por otro, debido a los avances de las tecnologías financieras, ocasionado en su mayor parte
por las tecnologías de la información».
Los Acuerdos de Bretton Woods fueron el mecanismo para dar estabilidad al sistema
financiero global y para ayudar a los países más pobres. De ahí nacieron el Banco Mundial
y el FMI. Sin embargo, es patente su ineficacia ante los nuevos retos actuales. Y, por tanto,
es fundamental caer en la cuenta de la necesidad de volver a recuperar unos controles
perdidos para evitar que las crisis financieras por venir vuelvan a golpear con la fiereza
con que lo ha hecho la última de ellas. Un liberalismo financiero sin control, que atiende
solo a beneficios particulares, volverá sin ninguna duda a destruir las economías más
débiles y aumentará con mayor intensidad la brecha entre ricos y pobres. La clase media
comenzará a ser historia si no se ponen las medidas adecuadas.
Cibereconomía y ciberdelincuencia
Las tecnologías de la información en sí mismas han traído mucha prosperidad al mundo.
El ingenio y la creatividad humanas han demostrado con estos avances unas capacidades
nunca vistas, y han sido el elemento esencial para facilitar la globalización financiera. Algo
no necesariamente negativo en sí mismo, si no fuera por las malas prácticas que se han
desarrollado en su uso.
Y es que, aparte de los productos financieros que se diseminan a través de las redes de
comunicaciones de un lugar a otro del mundo, existe hoy otra dimensión incluso más
perniciosa, que afecta a la seguridad económica y social en forma de ciberdelincuencia: el uso
de las tecnologías de la información y de las telecomunicaciones para realizar delitos. Es
otra de las facetas de la codicia en su peor cara: la entrada de expertos delincuentes en los
dominios de la Red. Algo que en el sector financiero es especialmente grave, como indica
un informe de la consultora PwC de 2012:
Los delitos más comunes incluyen: apropiación indebida de activos financieros, lavado
de dinero, sobornos y otras corrupciones, y fraudes contables. Y es que el entorno Internet
es ya la verdadera aldea global que imaginó el filósofo canadiense Marshall McLuhan en su
obra más conocida: The Gutenberg Galaxy: The Making of Typographic Man. Lo que el
Departamento de Comercio de Estados Unidos expone en su informe de junio de 2011:
«Internet ha tenido un crecimiento asombroso, lejos de cualquier medida, en los últimos años. De
2000 a finales de 2010, el número de usuarios de Internet creció de unos 360 millones a casi dos mil
millones. El número de ordenadores principales conectados a Internet aumentó de unos 30 millones en
1998 a cerca de 770 millones en la mitad de 2010. Según estimaciones de la Industria, esta red global
facilita 10 billones de transacciones anualmente».
«Para algunas naciones extranjeras, siempre es más barato robar la tecnología americana, que
investigar y desarrollarla por ellas mismas».
No es algo ocasional, se trata de «ataques» regulares que, según el FBI, en las 102
empresas analizadas, se daba en una media de 1,8 ataques exitosos por semana, un
incremento del 42% respecto del año anterior.
La delincuencia en la Red incluye una amplia gama de actividades: robo de identidades
privadas, fraudes financieros (phising, spoofing, pharming, etc.), virus informáticos de
múltiples formatos, blanqueo de dinero, ataques contra empresas cotizadas, intrusiones en
infraestructuras críticas, espionaje industrial, etc. Unas prácticas delictivas que encierran
intereses políticos y económicos en la lucha, en muchas ocasiones, por la primacía
tecnológica en los mercados globales.
En cuanto al espionaje industrial, sus formas son, igualmente, muy variadas, y vienen de
antiguo. La Guerra Fría entre Estados Unidos y Rusia, después de la Segunda Guerra
Mundial, fue el clásico escenario. En la actualidad, sin embargo, los ataques y
contraataques contra objetivos tecnológicos que se realizan desde Internet utilizan
sofisticados programas informáticos. Uno de ellos es el envío de correos electrónicos a
empleados de las compañías objeto de la ofensiva. Medio por el que se introducen virus
informáticos que infectan masivamente los ordenadores de las intranet corporativas. Virus
que, de forma silente, obtienen la información que desean explorando las carpetas de Mis
Documentos de los ordenadores atacados. Tal fue el caso, en 2008, de una empresa de
tecnología residente en Houston en la que por este medio quedaron infectados 300
ordenadores de la entidad. El ataque, supuestamente, se había originado en Turquía.
Todo lo anterior es una de las oscuras caras de la Sociedad de la Información, que ha
introducido profundos cambios sociales, políticos y económicos. Según asegura Manuel
Castells, antiguo profesor de la Universidad de California, en The Rise of the Network Society:
«Vivimos uno de esos raros intervalos de la historia caracterizados por la transformación de nuestra
base cultural mediante un nuevo paradigma tecnológico basado en las tecnologías de la información».
Y dentro de estos cambios culturales, ha venido a asentarse una nueva y compleja forma
de criminalidad que utiliza esas tecnologías y el potencial que tienen dentro de las redes de
ordenadores conectadas en Internet. Una nueva manera de alcanzar la superioridad
tecnológica y comercial en los mercados globales en la que ninguna empresa o institución
está verdaderamente a salvo.
El fraude corporativo
En 1992, un periodista de la revista Fortune, Philip Mattera, publicó World Class Business: A
Guide to the 100 Most Powerful Global Corporations. Muchas de ellas son hoy historia y otras
están en crisis profunda y ya no representan lo que fueron. Allí aparecían las llamadas Baby
Bells, las mayores empresas de telecomunicaciones de Estados Unidos. Ya no existe
ninguna de ellas. Otras, sin embargo, como Apple, son hoy enormes compañías, muy
influyentes socialmente con sus innovadores productos. Todas ellas perseguían, sin
embargo, los mismos objetivos corporativos: remunerar al accionista. Una frase que,
convertida en objetivo prioritario, se ha vuelto en el lema y misión fundamental de
cualquier empresa privada. Y, en especial, de las grandes corporaciones. De ahí nacieron
múltiples programas en famosas escuelas de negocio para formar a los nuevos ejecutivos
bajo el paraguas de un único objetivo:
«El objetivo primordial en la gestión de cualquier compañía es crear, e incluso maximizar, el valor
para los accionistas».
Una nueva teoría del valor que, a nivel empresarial, obviaba el fundamento de cualquier
empresa, que no solo es remunerar a los accionistas, sino cumplir una función social en el
entramado económico del que forma parte. De manera que, para maximizar el valor de los
accionistas, muchas empresas entraron también en el circuito de la especulación financiera
mediante emisiones de productos financieros de alto riesgo.
Este fue, por ejemplo, el caso de la compañía Enron sobre el que pasamos rápidamente
páginas atrás. Un caso, quizás paradigmático, por sus efectos colaterales. Unos en forma de
fraudes económicos, y otros en forma de fraudes de control por parte de los que debían
hacer esa función. Así desapareció la enorme y reputada firma de auditoría Arthur
Andersen, que era el auditor de la empresa. Actividades de auditoría que con frecuencia se
ven envueltas como partícipes de los fraudes por la laxitud de sus prácticas. Con Enron,
además, desaparecieron importantes firmas de consultoría, como fue el caso de Deloitte
Consulting que se vio obligada a cerrar por las exigencias de una nueva ley, la Sarbanes-
Oxley, que prohibía realizar actividades de consultoría y auditoría en una misma sociedad.
Lógicamente, los consultores eran los más perjudicados por esta nueva regulación. Los
auditores no lo sufrieron en tan gran medida.
El caso Enron fue posible por la diseminación de productos financieros derivados, a lo
que se unió la inexistente regulación que debiera haber luchado contra la innovación
financiera que lanzaba productos de alto riesgo. Enron, una empresa eléctrica en origen,
con la anuencia de sus auditores de Arthur Andersen y varios bancos de Wall Street, puso
en el mercado complejos instrumentos financieros para manipular sus resultados y evitar
la regulación a la que estaban sometidas las empresas de su sector. Al principio, sus
prácticas financieras proporcionaron suculentos beneficios. Una red de empresas
colaboradoras en las que se compraban activos, se pedía prestado, y se entraba en
operaciones dudosas, completó el escenario ante la pasividad de los auditores. Entre las
alianzas que realizó Enron se encontraba CalPERS, el sistema público de pensiones del
estado de California. Ambas entidades invirtieron conjuntamente 250 millones de dólares
en varios derivados financieros. En 1999, Enron era ya una empresa de actividades
financieras. Sus beneficios por estos conceptos en 2001 se estimaban en 3.800 millones de
dólares. La historia terminó en un desastre financiero y la puesta en prisión de sus
principales ejecutivos. Se dejaba detrás un rastro de corrupción y codicia desmedida.
El caso Enron fue el resultado de un fraude organizado. Es, quizás, el extremo de la
laxitud en los comportamientos corporativos, la ausencia de verdaderos controles. Lo que
John Kenneth Galbraith denomina: el fin de la inocencia corporativa.
La cita está sacada de un libro de Galbraith al que hicimos ya mención: La economía del
fraude inocente. La verdad de nuestro tiempo. Lo publicó en 2004. Todavía no había estallado la
crisis financiera global en forma de subprime y otros productos financieros tóxicos.
Galbraith falleció dos años después a los 97 años.
Galbraith también cita en el libro que comentamos a otros dos autores: Adolph Berle y
Gardiner Means que, en 1991, publicaron un descriptivo libro sobre las modernas
corporaciones: The Modern Corporation and Private Property, donde se demostraba el
«divorcio» entre los propietarios de las corporaciones y los encargados de su
administración, es decir, los ejecutivos. Estos son los que, en realidad, gobiernan las
empresas. Los accionistas minoritarios, incluso si se organizan en asociaciones para
defender sus derechos, pueden acabar en manos de personas que son la «larga mano» de
los ejecutivos corporativos que, con pocos escrúpulos, los «compran» en ocasiones. Y, por
supuesto, dichas personas, que debieran defender a los minoritarios, se «dejan comprar». Y
los grandes accionistas, corporaciones a su vez, en forma de fondos de pensiones o
inversores similares, acaban, de igual manera, en las manos de sus propios ejecutivos. El
resultado es que, al final, en múltiples ocasiones, ejecutivos con participaciones muy
minoritarias «hacen y deshacen» en las corporaciones que gobiernan. Es lo que se conoce
bajo el término de Corporación Berle-Means. Sobre lo cual asevera Galbraith:
«…la creencia de que el propietario constituye la autoridad última persistió, y continúa vigente en
nuestros días. En la Junta Anual se proporciona a los accionistas información sobre la marcha de la
empresa, sus beneficios, las intenciones de la dirección y otras cuestiones, incluyendo muchas ya
conocidas. Todo ello tiene cierto parecido con una ceremonia de la iglesia baptista. La autoridad de la
dirección se mantiene incólume, incluida la facultad de fijar el monto de su propia compensación, bien
sea en efectivo o en stock options. En épocas recientes, como hemos señalado, las retribuciones
anuales para los ejecutivos aprobadas de este modo alcanzan cifras millonarias, algo posible en un
entorno en el que ganar dinero no es visto en términos desfavorables».
Aunque Galbraith, una «joven» y lúcida persona de 95 años cuando publicó este libro,
no se queda solo en esto. Y concluye:
«Los mitos de la autoridad del inversionista y del accionista activo, las reuniones rituales del consejo
de administración y la junta general anual se mantienen, pero ningún observador de la corporación
moderna que esté en sus cabales puede pretender ignorar la realidad: el poder corporativo reside en la
dirección, una burocracia que controla sus tareas y decide sus retribuciones. Que en ocasiones estas
retribuciones están cerca del robo es algo que resulta evidente desde todo punto de vista. Recientemente
se ha hecho referencia en muchas ocasiones a esta situación catalogándola de escándalo corporativo».
«Durante dos años el precio del petróleo ha sido peligrosamente volátil, desafiando las reglas aceptadas
de la economía. Primero, creció más de 80 dólares el barril, para caer rápidamente más de 100
dólares, antes de duplicar su actual nivel de unos 70 dólares. En ese tiempo, sin embargo, no ha
habido una seria interrupción del suministro. A pesar de los conflictos de Oriente Medio, el petróleo
ha continuado fluyendo. Y aunque la recesión y el aumento de precios han tenido algún efecto en el
consumo, las previsiones de demanda en el medio plazo se mantienen con robustez. El mercado del
petróleo es complejo, pero esos erráticos movimientos en los precios en una de las materias primas
cruciales del mundo es una creciente causa de alarma. El aumento de precios del año pasado dañaron
gravemente la economía mundial y contribuyeron a la crisis. El riesgo ahora es que un nuevo período
de inestabilidad pueda socavar la confianza ahora que estamos empujando la recuperación».
«No se suele reconocer que la demanda de los inversores financieros en los mercados de commodities
ha llegado a ser abrumadora durante la última década. Es cierto que los sobresaltos de oferta y
demanda pueden mover los precios una y otra vez. Pero los volúmenes de derivados intercambiados en
los mercados de commodities, que se encuentran entre 20 y 30 veces por encima de la producción
física, tienen tal influencia que han transformado sistemáticamente los mercados reales en mercados
financieros. Lo que precisa de una inmediata respuesta política regulatoria en los mercados financieros
más que en los mercados físicos».
Una presencia financiera en el mundo de las materias primas que, según este mismo
documento, había pasado de menos de 10.000 millones de dólares al inicio de la década, a
superar los 450.000 millones en abril de 2011. Y si se miraba más atrás, habían pasado de
suponer un 25% de todos los participantes en esos mercados en 1990, a más del 85%, y en
algunos productos commodities, a dominar el mercado al cien por cien. Una situación que,
de no controlarse, volverá a generar nuevas burbujas financieras en estos u otros
mercados.
La sociedad economicista
Los economistas durante el último siglo han promovido el crecimiento constante. La salud
económica se ha entendido como el crecimiento económico ilimitado. Todo lo que no sea
crecer no resulta aceptable económicamente. La abundancia sin límites, sin embargo, no es
posible. El mundo es finito y limitado, al igual que lo son sus recursos; por lo que un
crecimiento económico permanente solo es posible en un esquema donde unos pocos
tengan mucho, y los demás tengan menores medios económicos. El crecimiento sostenido
solo es factible si se aumenta el reparto de la riqueza generada entre la población.
¿Significa esto que el crecimiento debería detenerse? El problema no está en el
crecimiento sino en la forma en que este se mide y, sobre todo, en cómo se distribuye.
Cuando se habla de crecimiento económico este se refiere normalmente al aumento del
Producto Interior Bruto, del PIB. Y también al comportamiento del PIB per cápita. Dando
a entender que a medida que ambos crecen hay más riqueza para todos y, por tanto, las
personas aumentan su bienestar material. Sin embargo, como se ha dicho, el PIB depende
de diferentes factores, uno de los cuales es el consumo. Además, en su medición no se
tienen en cuenta las externalidades; con lo que se podía dar el caso de que un país muy
populoso con una red viaria ineficiente, que produjera enormes atascos automovilísticos,
podría llegar a tener un enorme consumo de carburantes, y, en consecuencia, un elevado
PIB. Al igual que ocurriría con un Estado en el que su Gobierno dedicara la mayor parte
de su presupuesto a la compra de material militar, mientras su población estuviera
viviendo en condiciones penosas. Allí podría alcanzar un PIB per cápita muy elevado.
Y este es el error. La economía no es simplemente econometría ni matemáticas
financieras. O no solo. Una economía únicamente estadística no refleja sino eso, curvas o
análisis econométricos sin ningún sentido respecto de la esencia económica, que no es sino
la manera en que se reparten y se distribuyen los bienes generados. Lo que nos devuelve al
comportamiento humano. Algo, hoy olvidado, que sacaba a colación en su día John Stuart
Mill en sus reflexiones sobre la economía, que la entendía
«…no como una cosa en sí misma, sino más bien como un fragmento de una totalidad más amplia,
una rama de la filosofía social tan interrelacionada con las otras ramas que sus conclusiones, aun
circunscritas a su ámbito particular, tienen valor solo condicionalmente, estando sujetas a la
interferencia y a la acción neutralizadora de causas que no se encuentran directamente dentro de su
área».
Consideración que, ciertamente, los economistas actuales han olvidado, pues consideran
la economía como una ciencia total, independiente de su validez moral y de su relación
con otras ciencias. Un modo de pensar que Jacques Attali hacía ver en un libro hoy
descatalogado, si bien de título muy sugestivo: El antieconómico. Un libro escrito con Marc
Guillaume en 1974, cuando ambos eran los asesores económicos del partido socialista
francés. Y aunque el trabajo de Attali y Guillaume trataba de buscar —sin demasiado
éxito, por cierto— el punto medio entre capitalismo y marxismo, aportaba interesantes
sugerencias, como esta que reproducimos aquí:
«La pobreza y la fragilidad del análisis económico es patente tanto en el Este como en Occidente; en
ambos campos la sociedad industrial crea perjuicios y alienaciones sin que ningún tipo de análisis ni
de práctica económica lo evite».
Sin embargo, la sociedad posindustrial hace tiempo que desapareció, dando paso a una
sociedad economicista nacida al amparo de la excesiva financiarización de la economía. Una
sociedad donde priman los factores económicos sobre todo lo demás. Y, quizás, aun más:
donde lo que tiene importancia son los factores financieros, ya sean estos en estado puro
o, simplemente, según su influencia sobre los factores productivos, políticos e incluso
sociales. Y es que el liberalismo radical promovido en el contexto de esta nueva sociedad
economicista encierra una ideología que, como primer efecto, promueve —con mayor o
menor aceptación— la codicia, que se constituye en sí misma como el elemento esencial de
la generación de riqueza. Una forma de pensar que ha sido el origen del nuevo ciclo
económico que trajo la crisis financiera iniciada en 2007. Una crisis que sacó a la luz una
fuerte degradación moral, siempre en la idea de que el crecimiento económico era
imparable, y que cuanta mayor riqueza, mayor felicidad. Lo que volvía a poner de
actualidad el conocido axioma de Gandhi:
«La Tierra proporciona lo suficiente para satisfacer las necesidades de cada hombre, pero no la codicia
de cada hombre».
Así, la propia inestabilidad del capitalismo ha puesto a las claras las perversas
consecuencias de una liberalización sin control de los mercados financieros, que se han
llenado a su vez de cientos de productos capaces de enriquecer a unos pocos y empobrecer
a sociedades enteras. Y de nuevo, la ausencia de unos mínimos principios éticos en una
carrera por asentar definitivamente el modelo social economicista que, con la
globalización de los mercados financieros, pretendía consolidar el pensamiento económico
neoliberal como la única verdad en la materia. Haciendo, eso sí, que la brecha entre ricos y
pobres se abriera cada vez más.
De esta manera, yendo de Keynes a Milton Friedman, y pasando por Hayek, se impuso
la ideología del laissez-faire ya sugerida por Adam Smith, y se estableció como verdad una
economía de base matemática que justificaba cualquier postulado que tuviera sentido
financiero, a la vez que apoyaba este tipo de sentir por encima de cualquier otra
consideración, tanto en lo económico como en lo político y lo social. Y con la llegada de la
globalización y el enorme aumento de los flujos financieros alrededor del mundo, se
establecía un capitalismo financiero que hoy lo impregnaba todo. Capitalismo financiero
que impulsa un incremento desorbitado de los activos financieros globales sin
contrapartida con los activos reales creados por la economía productiva. A lo que se une la
explosión de derivados, estructurados y otros múltiples productos asociados a ellos, que
separa definitivamente la economía real de la financiera, con el enorme daño de crear una
riqueza virtual que solo beneficiaba a aquellos que se encuentran en el entramado
financiero y, a veces, no a todos sino solo a unos pocos. Y, para terminar, el logro de unos
réditos excesivos por parte de aquellos que conocen los arcanos de cómo conseguir
beneficios con mínimo riesgo, a la vez que otros son víctimas de sus excesos, que vienen
en forma de oscuros y complejos productos de inversión de alto riesgo.
Una situación que pone en primera línea lo que se debería entender como riqueza real,
separándola de esa otra «ficticia» de la que ya habló Adam Smith, y que en el volumen
tercero de El Capital aparece definida como capital ficticio, que no es sino el aumento irreal
del valor de las cosas tangibles como consecuencia de su impacto financiero, ya sea en
forma de apalancamiento excesivo o de la propia especulación debida a la financiarización.
De manera que los precios pueden llegar a multiplicarse de forma desorbitada como
hemos visto con detalle páginas atrás. Lo cual se constata además cuando se ofrecen
productos financieros con rentabilidades mucho mayores que el propio crecimiento que
refleja la economía real.
Y detrás de este escenario está la preeminencia de un neoliberalismo financiero que,
contrariamente a lo que se piensa, romperá el tradicional movimiento cíclico que ha
caracterizado la economía capitalista: en la sociedad economicista, las crisis financieras serán
permanentes, ya que el sistema está viciado en su interior. Una enfermedad que se ve en
forma de deudas soberanas enormes, soportadas a su vez por el propio sistema financiero
privado que es sostenido por el esfuerzo de la población en general. A lo que se unen, en
algunos lugares, tasas de paro insostenibles, que los tímidos crecimientos de la economía
no podrán solventar. Una economía, donde su actividad real en forma de trabajo, capital,
organización, etc., está marginada por la financiera. De manera que el flujo financiero que
debería llegar a la economía real está detenido en operaciones fuera de este circuito que, en
esencia, constituye la vida económica de los países, es decir, la producción y el comercio.
La especulación financiera que congela el crédito a la actividad empresarial, ya lo hemos
visto, destruye la economía real, aumenta los riesgos y acaba teniendo un efecto boomerang
en contra de sus iniciadores, sean los bancos comerciales o los puramente financieros, o
ambos a la vez. En un perverso ciclo que se torna en pánico y acaba empobreciendo a la
sociedad que debe cubrir al final tales excesos.
Política y economía
Se dice que la decisión del presidente Nixon de abolir, en 1971, el patrón oro respecto del
dólar terminó con más de dos décadas de capitalismo floreciente. Cierto es que con
aquella decisión se truncó la relación entre el dinero y el valor real de los bienes. La
moneda, como dijimos, se hizo fiduciaria. Es decir, su valor reside hoy en la confianza que
se tenga en la economía que la emite. Sin embargo, la confianza es algo que ya no tiene
valor, o lo tiene en muy pequeña medida. La crisis financiera y la sociedad economicista se la
han llevado por delante. Y las malas prácticas también.
Lo que se destruyó, poco a poco —no de golpe—, fue el concepto de valor y, por tanto
de riqueza. Lo cual parece una contradicción, ya que cualquier economista diría que a todo
lo que tiene valor le corresponde un precio, pues la economía, en el límite, es la ciencia del
valor. Para Marx el valor residía en el trabajo, y, anteriormente, Adam Smith diría que los
bienes tienen valor de uso. Es decir, siguiendo a los utilitaristas a los que nos referimos
páginas atrás, tendrá valor aquello que es útil. Aunque el problema es como poner precio a
lo útil. Adam Smith, al respecto, sugería el ejemplo del agua: un elemento esencial, pero de
escaso o nulo valor en el mercado (aunque hoy existan multitud de aguas embotelladas).
Para lo cual, David Ricardo, siguiendo a Smith, propuso como medida para fijar el precio
la cantidad de trabajo incorporada en los bienes. Cosa que, posteriormente, Stuart Mill no
consideró adecuada. Algo ciertamente comprensible, porque los bienes raros y escasos,
cuando tienen fuerte demanda, son muy caros, y los abundantes y poco demandados son
muy baratos.
Sin perdernos por los vericuetos de los economistas de la Escuela Clásica, y sin entrar
en los conceptos de utilidad marginal que alguno de ellos sugirió (es decir, la satisfacción
suplementaria que se obtiene con el bien adquirido), se llega a que el libre juego de la
oferta y la demanda acabará garantizando un uso óptimo de los recursos si se dan las
debidas condiciones de flexibilidad de precios y de competencia en los mercados. Sin
embargo, con esto llegaríamos también a deducir que, en el fondo, los precios en una
situación de equilibrio no dejan de ser, en caso de mercados abiertos, una cuestión
subjetiva. O dicho de otra manera, lo que los consumidores atribuyan al bien que
pretenden adquirir, tal como también sugirió Marx. Pues si ante una oferta no existe
demanda, la solución es jugar con el precio.
Sin embargo, en la sociedad economicista dominada por el neoliberalismo financiero al que
nos hemos referido, la libre competencia dejada a su albur lleva a una suerte de jungla
económica. No todo se puede abandonar al libre funcionamiento del mercado. Con lo que
se entra en la contradicción de la economía occidental actual que, pretendiendo dejar al
mercado operar libremente, incorpora las externalidades que provienen de la acción del
sistema público regulador que, con sus interferencias, empeora lo que debería mejorar, y
causa los problemas que, supuestamente, no quería producir. Ya que en el momento en
que aparece el Estado interviniendo en la economía en aquellas zonas que deberían estar
reservadas a la actividad privada, surgen desajustes indeseables, que se traducen tarde o
temprano en cargas impositivas a la población. Lo que viene a concluir que, si el mercado
es más eficiente que el Estado en la producción de ciertos bienes, este debería dejar
desarrollarse con entera libertad a la actividad privada.
El Estado no trae la felicidad, como pretendía hacer creer la Constitución española de
1812. Como tampoco lo hace el mercado por sí solo. Una economía socialista planificada
está demostrado que trae mucha pobreza y enormes desigualdades. Las ventajas del libre
mercado son pues evidentes, ya que permite la descentralización de las actividades
productivas, la libre fluctuación de los precios, la creatividad y el emprendimiento, y otros
muchos elementos generadores de riqueza. El tiempo y las realidades históricas
demuestran su superioridad sobre el Estado; el cual debería ocuparse de las actividades
que le son propias; es decir, la gestión de los bienes estrictamente públicos y los esquemas
regulatorios. Circunstancia que, en muchos lugares, incluso con economías de mercado
abiertas, no se practica; viéndose al Estado o, a sus Administraciones regionales o locales,
entrar en actividades que deberían ser exclusivamente privadas, las cuales se tiñen de
«servicio público» para enmascarar lo que no es sino la búsqueda de réditos políticos, ya
sean de poder o materiales. Lo que hace a tales Administraciones excesivamente onerosas
en sus costes, y las pone en competencia desleal con la actividad privada. Ante lo que hay
que reclamar, en estos casos, la urgente necesidad de poner en marcha unas prácticas de
exigencia pública que, desgraciadamente, no están generalizadas. Para lo cual se precisa
una nueva teoría de la función pública y de su política económica. Una utopía que parece
imposible a priori, y mucho menos de ser aplicable internacionalmente.
La idea de que el mercado por sí solo logrará los equilibrios es una supuesta ley que en
realidad no existe. Ya a finales del siglo XIX, el economista francés Léon Walras expuso
una teoría sobre el equilibrio general. Anteriormente ya había producido la teoría del valor
marginal que antes apuntamos. Se trataba de ecuaciones matemáticas que,
desgraciadamente, no respondían a lo que sucede en la vida real. Fueron dos economistas
posteriores, el americano Kenneth Arrow (ganador del premio Nobel en 1952 con tan solo
51 años), y Gérard Debreu (de origen francés y posteriormente nacionalizado americano,
que logró igualmente el Nobel en 1983), los que expusieron una teoría respecto del
equilibrio general del sistema económico, que se daría bajo ciertas condiciones. Lo que se
conoce como el modelo Arrow-Débreu. Según ellos, el equilibrio se logrará en una situación
de competencia «pura y perfecta» en el mercado. Para ello, son precisas cinco condiciones:
transparencia perfecta entre los competidores; atomicidad, es decir, muchos actores en el
mercado, sin que ninguno tenga una posición de dominio; homogeneidad de los
productos; perfecta movilidad de capitales y trabajadores; y acceso libre a los mercados.
No hay que decir que se trata de algo imposible: no existe ningún mercado en el que se
den estas condiciones. La competencia siempre es imperfecta, los productos no son
homogéneos, etc., etc. Además, en la sociedad economicista, el peso de la financiarización
aumenta las diferencias y las inestabilidades. Con lo que la posibilidad de un equilibrio
general no deja de ser una discusión teórica. ¿Y qué es lo que ocurre en la realidad cuando
aparecen los desequilibrios? Lo hemos visto: las empresas, ante las dificultades de una
menor demanda y menores créditos, buscan la eficiencia de los costes, lo que se traduce en
reducciones de producción y ajustes de plantillas, es decir, crean desempleados; eso sí, con
la ayuda del regulador que les facilita la tarea en forma de fáciles esquemas de regulación
de empleo, pensando que será el mercado quien equilibre la situación en el futuro. Cosa
imposible como hemos visto: no existe la posibilidad de un equilibrio económico general.
Y con los ajustes se realimentan los problemas: los trabajadores que pierden su empleo
dejan de consumir, a la vez que aumentan los costes de los programas de seguro de
desempleo que van contra los costes sociales, lo que incide en la actividad económica y,
por lo general, endeuda más a los Estados. Es decir, el desequilibrio genera otros
desequilibrios. Y los desempleados, llegados a un número fuera de toda lógica, no serán
absorbidos en el futuro: muchos no volverán a trabajar nunca, ya que la mayoría de las
empresas en las que trabajaban desaparecieron a la vez que desaparecían sus empleos.
La crisis de 1929 en Estados Unidos es concluyente a este respecto: en 1929, el paro fue
del 3,2%, pasando al 8,7% en 1930, para llegar al 24,9% en 1933. En 1939 estaba todavía en
el 17%, y solo la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial tuvo,
sorprendentemente, efectos positivos al respecto: en 1940 se situó en el 14,6%. Los ajustes
económicos por la vía laboral son muy difíciles de absorber. La economía poscrisis será
distinta de la anterior y los empleos que genere no servirán para absorber a muchos
desempleados que quedaron fuera del sistema.
El problema esencial es que, en las modernas democracias, la política se ha separado de
la ciudadanía a la que dice representar. Después de efectuadas las elecciones, una vez
conseguido el poder, todo será diferente. El juego político cambia su faz y se suma, de
alguna manera, a los intereses económicos que representan el entramado financiero. De ahí
que muchos Estados pierdan su función reguladora y de búsqueda del interés común.
Dado que el mercado no es capaz de lograr por sí solo la estabilidad, tampoco lo hará el
Estado que se somete a él. No importa ya que se trate de un socialismo de mercado o de
un liberalismo más o menos profundo, el caso es que, al final, la financiarización económica
acabará regulando los comportamientos. Pues el Estado, al igual que las corporaciones,
está dirigido por personas concretas que, con su dirección, influyen determinantemente en
la marcha económica.
Joseph Schumpeter es sin duda uno de los economistas más reconocidos del siglo XX.
Sus teorías sobre el ciclo económico son, quizás, la referencia para todo aquel que quiera
adentrarse en esta problemática. De origen austriaco, llegó a ser ministro de Finanzas en
su país en 1919. Duró poco en el cargo. Emigró a Estados Unidos, donde consiguió la
nacionalidad en 1958. Fue profesor en Harvard durante 18 años, muriendo joven, en
Connecticut, a los 66 años. En 1942 publicó un libro de gran impacto: Capitalism, Socialism
and Democracy. En la introducción de su quinta edición hay una cita de John Kenneth
Galbraith:
«Este es un libro para ser leído, no por las adhesiones o desacuerdos que provoque, sino por los
pensamientos que sugiere».
«Ya no es el Gobierno del pueblo para el pueblo y por el pueblo, sino que el pueblo elige un Gobierno
al final de una libre competición en función de las papeletas de voto».
Aparte de criticar la corta visión de los «padres del utilitarismo», Schumpeter considera
que la democracia es una consecuencia del capitalismo. Sin embargo, no debe ser
entendida como un fin en sí mismo, tal como hoy en muchos lugares se considera. O, de
nuevo, en palabras de Schumpeter:
«La democracia es un método político, es decir, un cierto tipo de arreglo institucional para alcanzar
unas decisiones políticas —legislativas y administrativas— y, por tanto, incapaces de constituir un
fin en sí mismas, independientemente de las decisiones que puedan tomarse en ciertos momentos
históricos. Y este ha de ser el punto de arranque de cualquier intento en definirla».
Y al no ser un fin en sí misma, la democracia queda pervertida en el momento en que
sus dirigentes, una vez conseguido el voto y el logro del Gobierno, no cumplen lo pactado
en las urnas. Cosa habitual que se justifica en aras de los cambios que impone la realidad
una vez concluido el proceso electoral. Una suerte de fraude que pervierte al final el
contexto social y, ante lo cual, no hay forma de actuar salvo esperar a nuevas elecciones.
El problema añadido es que, tal como apunta Schumpeter, los ciudadanos son más o
menos ignorantes, y sus motivaciones suelen ser emocionales en lugar de racionales. Algo
que los estrategas electorales conocen bien y utilizan en consecuencia. De manera que las
disfunciones económicas que podrían ser contenidas gracias al curso democrático, se ven
en la mayoría de los casos agravadas por el propio funcionamiento de la democracia. Lo
que apela por la institución de verdaderos regímenes democráticos cuyos valores se alejen
de los presupuestos democráticos actuales que, más bien, funcionan con la lógica de una
democracia de mercado en lugar de una democracia de los ciudadanos.
¿Cómo subvertir entonces esas disfuncionalidades democráticas? Si la democracia tiene
por base la libertad y la separación de poderes, no hay otra opción que mejorar estos
presupuestos. Es decir, facilitar más libertad y ahondar en la separación de poderes, de
manera que existan cuerpos legislativos verdaderamente democráticos y una justicia
independiente de los poderes políticos. Ir en definitiva a una democracia más humana, que
llevará, en consecuencia, a una economía más humana, donde la persona sea el centro de la
vida económica y no su periferia. Proteger desde la democracia los intereses personales
evitará la aparición de productos financieros que se distribuyan sin ningún control
efectivo, a la vez que limitará la extensa financiarización de la economía. Con sistemas
democráticos más sanos, el control de las crisis económicas, cuando retornen, será mucho
más efectivo. Para ello habrá que convertir la sociedad economicista en una sociedad más
social en lo económico. Es decir, focalizada en la búsqueda y consecución del bien común.
«En el caso ideal, la estructura del conocimiento humano debería coincidir con la estructura de la
realidad. En el nivel más alto debería estar “el conocimiento para comprender” en su forma más pura;
en la más baja se encontraría el “conocimiento para manipular”. La comprensión se necesita para
decidir qué hacer; la ayuda del “conocimiento para manipular” es precisa para actuar de manera
efectiva en el mundo material».
Small is Beautiful comienza con el problema de la producción, respecto de lo cual el
autor establece:
«Que las cosas no están marchando como debieran debe atribuirse a la inmoralidad humana. La
solución es construir un sistema político tan perfecto que la inmoralidad humana desaparezca y cada
uno se comporte bien, no importa cuán inmoral sea por dentro».
«¿Y cuál es mi tesis? Simplemente, que nuestra más importante tarea es salir de la pendiente por la
que nos deslizamos. ¿Y quién puede emprender tal tarea? Pienso que cada uno de nosotros, sea viejo
o joven, fuerte o débil, rico o pobre, influyente o no. Hablar de futuro solo es útil cuando conduce a la
acción ahora».
«Decir que nuestro futuro económico está determinado por los economistas sería una exageración; pero
que su influencia, o en cualquier caso la influencia de la economía, es de un gran alcance, difícilmente
puede ponerse en duda. La economía juega un papel central en la configuración de las actividades del
mundo moderno, dado que proporciona los criterios de lo que es “económico” y de lo que es
“antieconómico”, y no existe otro juego de criterios que ejercite una influencia mayor sobre las acciones
de los individuos y los grupos, así como también sobre las acciones de los Gobiernos».
«Hasta tal punto el pensamiento económico está basado en el mercado —hoy diríamos: los mercados
— que lo sagrado se elimina de la vida porque no puede haber nada de sagrado en algo que tiene un
precio. Por ello, no debe causar sorpresa que si el pensamiento económico tiene vigencia en la sociedad
incluso los simples valores no económicos tales como belleza, salud o limpieza pueden sobrevivir solo si
prueban que son “económicos”».
«La economía explica de manera muy inteligente, en un detalle micro-geográfico, cómo se comporta la
corriente, cómo se canaliza por una u otra entrada, mezclándose río arriba, lamiendo el muelle en esta
u otra altura. Pero la corriente se debe a causas distintas».
Es preciso, por tanto, hacer el esfuerzo de cambiar nuestra visión económica dotándola
de más educación. Hay que comprender lo que sucede en su totalidad, con una visión
integradora con otras disciplinas, desde la historia, pasando por la filosofía, si no la
economía no dejará de presentar un mundo parcial, y su uso volverá a producir profundas
crisis de manera concatenada. Sin embargo, como dice Schumacher, más educación solo puede
ayudar si produce más sabiduría. Lo que lleva a la esencia de la educación según este pensador:
«La esencia de la educación es la transmisión de valores, pero los valores no nos ayudan a elegir
nuestro camino en la vida salvo que ellos hayan llegado a ser parte nuestra, una parte por así decirlo
de nuestra conformación mental. Esto significa que esos valores son más que meras fórmulas o
afirmaciones dogmáticas. Nosotros pensamos y sentimos con ellos, son los verdaderos instrumentos a
través de los cuales observamos, interpretamos y experimentamos el mundo».
Está asumido que la crisis financiera que explotó en 2008 fue en su origen una crisis de
valores. Esta última frase de «Fritz» Schumacher muestra el camino a seguir.
Postscriptum
Bergoglio se centra en el problema de la deuda que estrangula a los que más necesitan.
Y apela a «cultivar» una conciencia de la deuda, ya que es algo que interpela a la sociedad. Un
hecho que para el arzobispo:
Los libros que se citan a continuación han sido usados en la realización de esta obra. No
se incluyen aquí los artículos referidos en el texto. El lector interesado podrá fácilmente
hallarlos en la Red.
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Alianza Editorial. 1997.
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[1] En lo que sigue, billones expresa millones de millones, según la acepción española.