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Lágrimas gordas, de Rosa Montero (artículo publicado en El País, el 22 de
febrero de 2009)
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mucho más estructural y más profundo: nunca aprendieron a enfrentar y
manejar sus emociones, de modo que los sentimientos son para ellos una terra
incógnita amedrentante, un pantano de arenas movedizas en el que temen
caer con sólo dar un paso. Piensan, me parece, que con permitirse una sola y
pequeña emoción pueden desmoronarse. De ahí, quizá, el entusiasmo con
que tantos chicos han celebrado las lágrimas del suizo: es un ejemplo
liberador. Desde luego resultaba muy conmovedor ver a ese grandullón
haciendo pucheros a cara descubierta y sin ocultarse (ni siquiera bajó la
cabeza), con el rostro estremecido por la congoja y esas manazas de gigante
aplastando sobre las mejillas sus lágrimas gordas. Sí, lloró como un hombre,
desde luego. Que es exactamente igual a como lloramos las mujeres. Y por
cierto, hablando de mujeres: qué curioso que la novia de Federer, a quien las
cámaras enfocaron varias veces durante el ataque de llanto del tenista,
mantuviera todo el rato esa expresión de palo, con los ojos secos como el
Sáhara mientras todos lagrimeábamos y una mano tapando media cara como
si le diera vergüenza ver a su chico roto por las emociones; roto como se
rompen los hombres, como nos rompemos las mujeres, como a veces se
puede romper cualquier persona. Una actitud en apariencia poco cómplice que
podría deberse a un resabio machista semejante al de la madre de Boabdil, o
tal vez a que ahora algunas mujeres quieren ocupar el lugar de los machotes
que se extinguen.
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