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28/4/2019 Una inmersión en la mente del Dr.

Sacks | Etiqueta Negra

SEPTEMBER 03, 2015

UNA REVISTA PARA DISTRAÍDOS


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I NICI O CÓMP L I C E S CRÓN I C A S PORT A F O L I O S NÚME R O A C T U AL VOYE U R

AUGUST 30, 2015

UNA INMERSIÓN EN LA MENTE DEL DR. SACKS


[Un profesor de música confunde a su mujer con un sombrero. Un masajista ciego recupera la visión y siente que es una maldición haberla
recobrado. Una veterinaria autista instala un negocio de diseño humanizado de mataderos de animales. Un cirujano detiene sus incontrolables
tics sólo cuando pilotea su aeroplano. Y un médico trabaja en este planeta de pacientes vistos como marcianos: su nombre es Oliver Sacks,
escribe libros de historias clínicas tan intrigantes como las novelas de detectives, y es adicto a las piscinas, Star Trek y los helechos. Pero, sobre
todo, ha revolucionado la comprensión que la medicina moderna tenía del cerebro].

Una historia normal de Steve Silberman



Traducción de Flavia López de Romaña

E
n los últimos tiempos, Oliver Sacks ha cambiado su visión analítica hacia el interior de su propio ser,
después de estudiar durante cuatro décadas las mentes de personas con desórdenes mentales como el
autismo, el síndrome de Tourette, la pérdida de propiocepción y el repentino ataque de ceguera del
color. Sus historias sobre las fronteras de la mente, traducidas a veintiún idiomas, le han valido una lectoría en
todo el mundo. Sacks ha recibido el Premio Lewis Thomas, otorgado por la Universidad Rockefeller a
científicos que han conseguido logros significativos en el campo de la literatura, y sus agudas observaciones
han sido acogidas por un espectro más amplio de medios de comunicación y artísticos que los que haya
alcanzado cualquier otro escritor médico contemporáneo. Su libro Despertares sirvió de inspiración para una
obra teatral de Harold Pinter y para la película de 1990 en la que actuaron Robin Williams y Robert De Niro. Un
capítulo de su libro Un antropólogo en Marte también recibió en el 2000 la atención de Hollywood y se
convirtió en la película A primera vista. Su primer best-seller, El hombre que confundió a su mujer con un
sombrero, se ha convertido en una obra de un solo acto, una ópera y una producción de teatro en francés
interpretada por Peter Brook. Y es fácil entender por qué los directores de cine se arrebatan los derechos para
escenificar las historias de sus pacientes. Al visitar la casa de un profesor de música afectado por una
enfermedad mental, Oliver Sacks sacó de su bolso la partitura de Schumann, Dichterliebe, tomó asiento frente
al piano mientras su paciente cantaba, y descubrió así que la desordenada mente del profesor se hacía fluida y coherente mientras duraba la música. En la era de
consultas médicas de dos minutos, ese tipo de historias tienen un obvio encanto humano. Menos obvio resulta, sin embargo, la manera en que los métodos de
Sacks a las corrientes que tienen cien años de prácticas médicas. Al contar las historias de sus pacientes, Sacks transformó el género de los informes de casos
clínicos dándoles un giro de adentro hacia afuera. La meta de las historias de casos tradicionales era arribar a un diagnóstico. Para Sacks, el diagnóstico casi no
viene al caso y es, más bien, una suerte de preámbulo o un pensamiento tardío. Ya que muchos de los casos presentados por él son incurables, la fuerza que mueve
sus relatos no es la carrera en busca de un remedio, sino la lucha de cada paciente por conservar su identidad en un mundo cambiado por sus desórdenes.

En las historias de casos clínicos de Sacks, el héroe no es el médico, ni siquiera la medicina propiamente dicha. Sus héroes son los pacientes que aprendieron a
sacar ventaja de alguna capacidad innata para poder crecer y adaptarse dentro del caos de sus caóticas mentes: la persona con el síndrome de Tourette que se
convirtió en cirujano, el pintor que perdió la visión del color pero encontró una identidad estética más fuerte incluso trabajando en blanco y negro. Con el dominio
de nuevas habilidades, estos pacientes se hicieron más completos todavía, individuos que se volvieron más poderosos que cuando estaban «bien».

Al devolverle a la narrativa un lugar central en las prácticas médicas, Sacks ha logrado que su profesión vuelva de nuevo a sus raíces: antes que la ciencia de la
medicina se considerara a sí misma una ciencia, la médula del arte de la curación era el intercambio de historias. El paciente relataba al doctor una confusa odisea
de síntomas, que el médico interpretaba y reconstruía convirtiendo el relato en pautas para un tratamiento determinado. La compilación detallada de historias de
casos clínicos ha sido considerada como herramienta indispensable para los médicos desde las épocas de Hipócrates. Cayó en desuso en el siglo XX, y las pruebas de
laboratorio reemplazaron a la observación, que requería demasiado tiempo, de modo que las evidencia «anecdóticas» fueron descartadas por una información más
generalizada, y las visitas a las casa de los pacientes cobraron una pintoresca obsolescencia.

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Nuestra concepción del cerebro ha seguido un curso paralelo hacia los modelos mecanicistas de la enfermedad y la curación. Desde que en el siglo XIX se
descubriera que las lesiones del hemisferio izquierdo de la corteza cerebral causaban deficiencias características en el habla, el cerebro ha sido concebido como una
compleja máquina construida de partes especializadas y precisas. Mientras la mente –el fantasma dentro de esta máquina- era un valioso objeto de estudio para
filósofos y psicoterapeutas, el trabajo particular de los neurólogos consistía en trazar una suerte de mapa de los circuitos que mantenían el aparato en
funcionamiento y en imaginar qué partes deberían ser reparadas si el sistema colapsaba.

Hasta la década pasada, la opinión prevaleciente entre los neurólogos no había evolucionado mucho más allá de la antigua idea de que las huellas de la experiencia
quedan fijadas como imágenes precisas en la corteza, de la misma manera en que un sello dejaría su impresión sobre la cera blanda, tal como había descrito Platón.
En años reciente, sin embargo, los avances en la ciencia cognoscitiva sugieren que los recuerdos aparecen al mismo tiempo en múltiples áreas de la corteza, como
una red de historias ricamente interconectada más que como archivo de expedientes estáticos. Estos relatos subliminales moldean la percepción de manera real y
están afectados a la retranscripción, de la misma forma en la que una vez el cerebro de Sacks modificó el recuerdo de una dramática carta que la había escrito su
hermano convirtiéndolo en la imagen de una bomba que creía haber visto él de niño.

En sus libros, Sacks ya había anticipado estas modificaciones que ocurren en la mente, y que de ser decodificador pasivo y fantasmal del estímulo pasan a
convertirse en un participante interactivo, adaptable y permanente innovador en la creación de nuestro mundo. Ahora Sacks ha volcado sus instrumentos de
curación sobre su propia persona. Tanto en Uncle Tungsten: Memories of a Chemical Boyhood, como en su último libro, Oaxaca Journal (el recuerdo de una
expedición para encontrar helechos en México), la psiquis que examina es la suya.

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La naturaleza dinámica de la memoria es uno de los temas que ocupaban la mente de Sacks cuando regresó a Inglaterra para realizar una gira de presentación de su
libro durante el otoño pasado, poco después de la publicación de Uncle Tungsten, su tributo a un método de investigación científica amateur que ahora es casi
inconcebible en un mundo obsesionado por minimizar los riesgos. Después de la guerra, cualquier adolescente algo nerd, que jugueteaba con proyectos científicos,
podía entrar en la tienda de un químico y salir con un abastecimiento de ácido fluorhídrico. Estos lugares han desaparecido del vecindario de Mapesbury Road,
ahora atestado de altos e insulsos edificios. La casa donde nació Sacks, ocupada por su familia hasta la muerte de su padre en 1990, fue vendida a la Asociación
Británica de Psicoterapeutas. La cama de su dormitorio ha sido reemplazada por el diván de un psicoanalista.

Cuando Sacks aceptó llevarme con él en su expedición hacia lo que Henry James llamó su «pasado invisitable», le pregunté qué es lo que más deseaba ver de nuevo
en Londres.

-Algo que sé que no estará ahí –respondió-. La gran tabla periódica de los elementos del Museo de Ciencias todavía se alza como un templo de la heroica tradición de
la química durante el siglo XIX, cuando jóvenes científicos como Humphry Davy podían soñar con aislar nuevos elementos (al final descubrió seis) y planificar
experimentos para refutar teorías que habían reinado durante siglos. Cuando el museo fue reabierto en 1945, Sacks, que en ese entonces tenía doce años, solía hacer
apasionantes peregrinajes a través de las salas destinadas a la química donde se mostraban pomos, balanzas y retortas que habían sido usados por Davy, Joseph
Priestley y otros integrantes del panteón. El gabinete de química de Michael Faraday se exhibía junto a mecheros elaborados por el propio Robert Bunsen. Pero fue
la visión de la tabla periódica de los elementos que se mostró antes Sacks como toda una revelación.

La rejilla periódica apareció por primera vez en los sueños del químico ruso Dmitri Mendeleev en 1869. Antes de quedarse dormido sobre su escritorio, el químico
de blanca barba había jugado varias rondas de solitario y su esquema del ordenamiento podría haber sido influido por el arreglo de los palos de la baraja en el juego.
La tabla de South Kensington no era común, porque no sólo contenía el peso atómico, número y símbolo de cada elemento, sino muestras de los propios elementos
en frascos sellados, que fueron legadas al museo por uno de los herederos de Napoleón.

Para el joven químico que se convertiría más tarde en neurólogo, esta extraordinaria exhibición era la confirmación irrefutable de que existía un orden bajo el
aparente caos del universo y de que la mente humana había demostrado tener la agudeza suficiente como para percibirlo. Ahora Sacks tiene una docena de
camisetas con la tabla periódica impresa en ellos, además de jarros de café, bolsas y pads para los mouse con la misma impresión. Para estimular sus recuerdos
mientras escribía Uncle Tungsten, Sacks atiborró las habitaciones de su casa de Nueva York con otros activadores mnemotécnicos, incluso tubos de rayos X,
pedazos de ámbar, lámparas con rayos ultravioleta y un generador de corriente estática. Su inalterable asistente personal y editora Kate Edgar, puso el límite
cuando aparecieron los minerales radioactivos: ella temía por la seguridad de su hijo de nueve años y la inquietaba que un pedazo de pecblenda pudiera quemar el
piano y dejarle un hueco.

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La mañana en que visitamos el museo de ciencias, Sacks se trepó al taxi llevando consigo lo que parecía ser una laptop de un gris lustroso, algo un poco inusitado ya
que Sacks continúa escribiendo sus libros a mano o en máquina de escribir. «Es mi cojín», me explicó. Y añadió con nostalgia: «Es mi compañero». El día anterior
su compañero se había marchado en un taxi sin él, pero, por fortuna, el conductor lo devolvió al hotel donde nos hospedábamos. Con todo, Sacks no tiene siempre
la misma suerte. «Tengo un gran don para perder cosas», admite.

La propensión de Sacks por botar cheques de manera accidental ha hecho que le prohíban abrir su propia correspondencia en la oficina. Calcula que ha perdido y
destruido tantos manuscritos como los que ha publicado. En 1963 escribió una corta monografía sobre mioclonus, la crispación involuntaria de los músculos que,
en los casos más severos, puede acabar en un debilitamiento total y en su forma más suave genera hipo. Entregó su única copia en papel a experto en ese campo, C.
N. Luttrel, que se suicidó algunas semanas después. Sacks se sentía demasiado avergonzado como para llamar a la familia y pedirle el manuscrito. En 1978 entregó
otro texto sobre la enfermedad de Alzheimer a un colega que lo extravió durante una mudanza de oficina. Un maletín que contenía las impresiones de Sacks al ver
su primer lanzamiento al espacio (el transbordador Atlantis en 1991) fue robado por un ladrón de hotel.

-Existe una dimensión metafísica en relación con la pérdida –me explicó Sacks en el taxi-. No sólo siento que he dejado todas estas cosas en algún lugar. Siento que
existe un campo de aniquilamiento alrededor de mí; los objetos desaparecen en el abismo. Y una vez que desaparecen llego a preguntarme si alguna vez existieron
de verdad.

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Sacks mete la mano al bolsillo de su casaca deportiva y extrae un abanico japonés, el primero de una serie de objetos sorprendentes que saldrían de allí, de manera
que llegué a pensar, incluso, en un abrigo de bolsillos mágicos. Era una suave mañana de invierno y no había calefacción en el taxi, pero Sacks comenzó a
abanicarse y me explicó que acababa de salir de la piscina. El agua es su elemento nativo. Nada dos horas diarias cuando puede, como lo ha hecho casi toda su vida,
y rastrea piscinas cada vez que sale en giras para dictar conferencias como un adicto buscando dónde encontrar su droga.

En tierra firme, cualquier exceso de calor lo hace sentir mal: insiste en que los termostatos de su departamento y de las habitaciones de los hoteles donde se aloja se
mantengan a sesenta y cinco grados Farenheit (dieciocho grados centígrados) y se lo ha visto aparecer más de una vez en traje de baño en su oficina. A medida que
avanzábamos en medio del tráfico londinense, empezó a mostrar cierta ansiedad con respecto al tiempo. Tenía que regresar al hotel en un par de horas para
conversar por teléfono con su psicoanalista, a quien visita dos veces a la semana desde hace treinta y cinco años, y quien lo llama Dr. Sacks a la clásica moda
vienesa.

La voz de Sacks es igual que la voz de sus libros: precisa, indagadora, epigramática, suavizada por una ligera anomalía que los fonólogos llaman el pasaje gradual de
consonantes líquidas, de modo que «bronze» termina sonando como «bwonze», lo que impregna su discurso con un cautivante timbre juvenil. La edad ha
dulcificado su apariencia. Allá por 1961, cuando trabajaba como médico en Hell’s Angel, California, consiguió el récord de todo el estado por el levantamiento de
pesas de doscientos setenta y cinco kilos en cuclillas. Cerca de los setenta años, con su barba nívea y sus lentes de montura dorada, Sacks todavía tiene el semblante
querúbico y el cuerpo robusto de un rabí reformista que inspira el resurgimiento de la fe entre la congragación de esposas.

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Al llegar al Museo de Ciencias en South Kensington, encontramos un cartel en la entrada anunciando las nuevas salas de película Imax (T-Rex en tres dimensiones).
En el segundo piso nos deslizamos hacía una de las áreas más silenciosas de edificio, una galería que parecía prácticamente abandonada. Detrás de pesas de elefante
de Birmania y calibradores chinos, encontramos intacto uno de sus viejos altares: una exhibición exclusiva de la historia de la iluminación. Sacks se mostró
encantado y se sumió en una especie de arrobamiento. «En mi familia tenemos un sentimiento muy fuerte con respecto a la luz. La gente lo toma de manera
gratuita, pero no olvidemos que las calles eran oscuras hasta alrededor de 1880», caviló frente a una muestra de camisetas de gas inventadas por Carl Auer von
Welsbach. «Él era uno de mis héroes. Me encantan las camisetas de gas, su filigrana se vuelve incandescente con una luz amarilla grisácea, algo muy nostálgico para
mí». Al aproximarse a la muestra de lámparas de sodio, Sacks se metió la mano al bolsillo y sacó un espectroscopio para comparar la emisión del espectro de un
foco de alta presión (una mancha opaca) con la precisa línea de sodio de color amarillo-azafrán de focos de baja presión más antiguos.

-Al diablo con los nuevos –exultó-. Y añadió: Tengo una lámpara de sodio en mi dormitorio. Es mi sol.

De niño, Sacks exploró estas galerías con la misma sensación de libertad que sentía frente a la naturaleza, observando la tabla periódica como «el jardín encantado
de Mendeleev». En vez de mantenerse congeladas dentro de sus cajas, las exhibiciones del museo eran vivas manifestaciones del progreso permanente de la ciencia.
Cuando salía del museo era para meterse de inmediato en la biblioteca de al lado, donde devoraba las biografías sobre sus héroes, uniendo el apuntalamiento
objetivo de la ciencia a las vidas y los rasgos personales de los propios científicos. Ahora, las viejas historias han despertado en él de nuevo. De un trozo de uranio
(«¿No tendrá un contador Geiger con usted, verdad?», le pregunté), Sacks rebuscó y sacó anécdotas sobre Marie Pierre Curie: las paredes de sus laboratorio
incandescentes con radioactividad y un viaje en bicicleta que hicieron a través de Francia entre los descubrimientos del polonio y el radio.

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Una vez que Sacks se convirtió en neurólogo se dio cuenta de que recuperar las historias olvidadas por la ciencia tenía una importancia crucial para el trabajo con
sus pacientes. El síndrome de Tourette era una enfermedad considerada rara en extremo y hasta ficticia cuando sus pacientes de Despertares cayeron víctimas de
los tics y ataques causados por la droga experimental que les había suministrado: L-dopa. Tuvo que retornar a los reportes de Gilles de la Tourette, escritos en 1880,
para encontrar referencias útiles sobre el síndrome en la literatura médica. No era que Tourette hubiese sido proscrito durante casi un siglo, sino que la gente que
padecía ese mal se había hecho invisible para el establishment médico. Sus síntomas (tics y un explosivo e inapropiado lenguaje, complejas obsesiones y fantasías)
eran difíciles de identificar con precisión en los esquemas y gráficos de la medicina del siglo XX. Sólo cuando apareció una droga llamada haloperidol, que podía
aliviar los síntomas de manera parcial, se recordó de nuevo el síndrome de Tourette, reconocido como un desorden orgánico con bases químicas y genéticas y
absolutamente real.

Al desterrar los relatos clínicos hacia las fronteras de la medicina (como historias que se contaban en los corredores y que se transmitían de médicos asistentes a
residentes), la cultura de la medicina se cegó a sí misma y olvidó cosas que ya se habían conocido en el pasado. Sacks bautizó esta brecha de conocimientos con el
nombre de «escotomas», el término clínico para los puntos ciegos de la retina o sombras en el campo de la visión. Incluso ahora, después de la publicación de sus
libros autobiográficos, existe un periodo del pasado de Sacks que continúa en las sombras. En las entrevistas casi nunca habla sobre la brecha entre lo que él llama
su «infancia química» y su aparición, treinta años después, como el autor de Despertares.

Durante la semana de que estuvimos en Londres, cuando le preguntaban si habría una continuación de Uncle Tungsten, Sacks vacilaba: «Por el momento no tengo
intenciones de escribir un segundo volumen. No estoy seguro del libreto entre un niño enloquecido por la química y el hombre en el que me convertí con el
tiempo». Estos años de transición son un escotoma para el mismo Sacks, pero fueron importantes en su desarrollo como observador del comportamiento humano.

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Nuestro viaje a Londres hizo inevitable que surgieran conversaciones sobre aquel periodo de su vida. En la década de sus veinte años, Sacks se dedicó a viajar entre
Europa y Norteamérica (a menudo en motocicleta) con una parada en Canadá en 1960, donde combatió incendios en la Columbia Británica y evaluó la posibilidad
de ingresar a la Fuerza Aérea Canadiense. Ese otoño hizo un internado en el Hospital Mount Zion, en San Francisco. Una de las cosas que lo llevaron a la zona de la
bahía fue la presencia de Thom Gunn, uno de los poetas más brillantes y audaces que destacó en Inglaterra alrededor de 1950. Gunn se había establecido en San
Francisco hacía algunos años con su amante, un soldado norteamericano, pero había crecido sólo a un kilómetro y medio de distancia de su casa en Mapesbury
Road.

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Gunn recuerda todavía cuando el robusto interno de veintisiete años, que en aquella época usaba su segundo nombre, Wolf, le dijo que «quería ser un escritor como
Freud o Darwin, alguien que escribiera con técnicas literarias y precisión científica». Muy pronto empezaron a juntarse ante la puerta de Gunn cientos de páginas
escritas a máquina. «¿Te acuerdas cuando tenías diecisiete años? ¿Aquella época en la que empezaste a escribir y seguiste escribiendo día y noche en fantásticos
raptos de energía? Es una locura maravillosa producir tanto. Así es como Ollie ha escrito sus libros durante los últimos treinta años», cuenta Gunn (el manuscrito
original de Uncle Tungsten tiene más de dos millones de palabras. Sólo un cinco por ciento del texto apareció publicado en el libro). A Gunn le gustan las historias
sobre los viajes de Sacks entre Europa y el continente norteamericano, cuando tiraba dedo a camioneros que lo invitaban a meter su bicicleta en sus camiones.

También se encuentran incluidos en los diarios que Sacks entregaba a Gunn agudos retratos sobre coloridos personajes que poblaban el metro de la ciudad en horas
de la noche. Uno se llamaba a sí mismo Chick O’Sanfranciso y se vestía con cuero blanco para manejar su Harley por Polk Street. Otro, Dr. Kindly, era un atractivo
médico y un sádico que una vez disecó a su propio gato y sirvió su carne a manera de canapés en una fiesta. Si bien estos bosquejos eran «terriblemente precisos en
su sarcasmo», recuerda Gunn, sentía al mismo tiempo que «había cierta falta de humanidad en ellos, una inteligencia adolescente más bien desagradable, como un
Aldous Huxley joven despachándose sobre las debilidades de la gente. Entonces le dije: ‘Al parecer no te gusta mucho la gente’». Sacks se sintió igualmente herido
cuando alguien sobre quien había escrito le espetó:

-¿Eres un ser humano o una grabadora?

Después de dos años en Mount Zion, Sacks se dirigió al sur a Los Ángeles, y luego migró al Bronx en 1965. Allí conoció a los pacientes que la abrirían el camino a la
literatura y a su habilidad para lograr empatía con sus personajes: un grupo de gente que sufría de migrañas en el hospital Montefiore y pacientes de Beth Abraham
que habían caído enfermos décadas atrás, víctimas de un mal que casi todos habían olvidado. En Montefiore, Sacks observó a más de mil pacientes con migrañas.
Sus síntomas le fascinaron: todos manifestaron tener perturbaciones en el habla, oído, gusto, tacto y visión y, a menudo, aparecían ante ellos «auras» geométricas
justo antes de que empezara uno de esos ataques que le hacían recordar a Sacks tanto las visiones místicas de Hildegard de Bingen como sus propias experiencias
con LSD en California.

Tuvo que investigar en un estante destinado a libros inusuales en una biblioteca universitaria para encontrar referencias sobre las auras propias de migrañas. Allí
descubrió una rica descripción del fenómeno en un libro del médico victoriano Edward Liveing que, a su vez, contenía las referencias de un trabajo escrito por el
astrónomo John Herschel llamado Sobre Visiones Sensoriales, Herschel, que también padecía de migrañas, hablaba sobre un «poder caleidoscópico» y pensaba que
era el precursor en bruto de la percepción: el lenguaje del ensamblaje del cerebro, como podríamos decir ahora, quedaba al descubierto.

Sacks se hundió en la olvidada literatura anecdótica sobre la migraña, pensando que cada uno de sus pacientes «se desplegaba como una completa enciclopedia de
neurología». En una «súbita y espontánea explosión» en el verano de 1967 escribió su primer libro en nueve días o, mejor dicho, la primera encarnación de Migraña,
que se convirtió en una víctima más de su campo de aniquilamiento, sólo que de una forma malévola. Cuando le mostró su libro a Arnold Friedman, el jefe de
neurología en Montefiore, con la esperanza de que escribiera un prólogo, «el rostro de Friedman se ensombreció», recuerda Sacks. «Prácticamente me arranchó el
manuscrito de las manos y me preguntó cómo me atrevía a escribir un libro. Le contesté que ya había escrito un libro».

Friedman puso las hojas clínicas de los pacientes de Sacks bajo llave y le prohibió el acceso a la información clínica. «Me dijo que la migraña era su tema, que era su
clínica, que yo era su empleado y que cualquier pensamiento mío al respecto le pertenecía. Me dijo que si continuaba con la idea del libro se encargaría de que me
despidieran y se aseguraría de que nunca más tuviera un empleo en el campo de la neurología en los Estados Unidos». No era una amenaza fútil, pues Friedman
ocupaba un puesto senior en la Asociación de Neurología Norteamericana. «Me intimidó con facilidad. Le conté a mi padre lo que había sucedido y me respondió:
‘Friedman suena como un tipo peligroso. Es mejor que mantengas el perfil bajo’. Mantuve el perfil bajo durante seis meses, que fueron los más deprimentes, y
suprimí con ello seis meses de mi vida». Entonces Sacks maquinó un plan. Conspiró con un conserje de la clínica Montefiore para que lo dejara ingresar todas las
noches a la sala donde se guardaban los informes, entre la una y las cuatro de la mañana, para transcribir toda la información posible. Le dijo a Friedman que
regresaría a Europa por vacaciones. «¿Retomarás la idea del libro?», le preguntó Friedman ominosamente.

El jefe de Neurología amenazó con despedirlo, cosa que hizo tres semanas después a través de un telegrama. «Regresé a Londres en estado de pánico. Luego, después
de diez días, mis ánimos cambiaron y pensé: ‘Soy libre. Ya me sacudí a este hombre de mis espaldas’». Retomó las páginas de Migraña y en una semana y media
llevo el libro a la editorial Faber and Faber, que quería publicarlo de inmediato. Sacks salió de la oficina del editor y en seguida dio un paseo por las galerías del
Museo Británico a modo de celebración. «Tuve una sensación maravillosa, porque a pesar de las amenazas internas y externas logré producir una obra», me dijo.

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Meses después, Sacks volvió a los Estados Unidos, donde empezó a trabajar de nuevo en Beth Abraham con pacientes a los que había visto dos años antes, la
mayorías gente pobre, judíos ancianos que habían contraído la «enfermedad del sueño» durante la epidemia de encefalitis en la década de 1920 y luego habían
caído en el limbo del Parkinson. Abandonados por sus familias y amigos, aislados uno de otro por la estructura de la institución, le recordaban a Sacks su propia
desolación en la época del internado, donde recibió repetidas palizas de un brutal director. Entonces llegó la droga llamada L-dopa.

Sacks aplicó la droga de manera experimental en sus pacientes. Después de sólo unos días, tanto las mujeres como los hombres que habían permanecido
paralizados en el tiempo y el espacio por casi medio siglo contemplando el techo en imágenes de vivas crucifixiones empezaron a dar algunos pasos fuera de sus
sillas de ruedas, a cantar y bailar. Luego, cuando los límites de la efectividad de la droga se hicieron aparentes, sus conciencias recuperadas hacía poco tiempo
quedaron abrumadas por una serie de tics y ataques.

Una gran transformación había ocurrido en Beth Abraham: no sólo en los pacientes, sino también en Sacks. «La parte fundamental era que yo me encontraba en
una posición de atención y preocupación por un considerable número de personas que habían sido abandonadas, olvidadas y, al comienzo así lo parecía, sin
esperanzas», recuerda el médico. «A diferencia de la película Despertares, donde me filmaron en vivo a cierta distancia del hospital, prácticamente vivía con mis
pacientes y pasaba con ellos dieciséis horas al día. Nunca más he vuelto a estar en una situación de inofensiva intimidad con otros seres humanos».

La intimidad implicaba responsabilidad, no sólo por el bienestar de los pacientes, sino por sus historias, que desafiaban los límites del reporte de casi tradicional.
Sacks había transgredido los protocolos de la práctica médica con su experimento con L-dopa: durante las semanas que siguieron al despertar de sus pacientes,

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Sacks abandonó la idea de un grupo de control. Aquellos a quienes se les suministró la droga recuperaron su conciencia, mientras que los que tomaron placebo no
lo hicieron. Cada paciente respondió al medicamente de manera única. Luego dejaron de responder también en forma única. «Tenía que probar L-dopa en cada
paciente y ya no podía pensar en recetarla por noventa días y luego detenerme. Esto hubiera sido como hacer desaparecer el aire que respiraban», escribiría más
tarde.

Envió una serie de cartas a los editores de diarios promedio contando lo que había ocurrido en Beth Abraham. A través de su correspondencia podríamos oír a
Sacks luchando con las fronteras de lo que podía decirse en el lenguaje impersonal propio de la observación clínica: «Es posible que el paciente muestre cierto
entusiasmo durante la respuesta de la fase inicial ‘positiva’ de la droga. La negación o minimización de las reacciones adversas podrían llevar al médico s
subestimar y posponer la necesaria toma de acciones. Es probable que el paciente se oponga con energía de acciones, la reducción o incluso el retiro de la droga. La
tercera reacción es de desesperación, observada sobre todo durante el periodo de retiro». Al principio, los reportes de Sacks fueron recibidos en silencio y luego con
duras críticas. Sus métodos experimentales fueron cuestionados y sus historias fueron criticadas por un colega en Stanford por reportar «los efectos ‘adversos’ de la
levodopa que presentan diferencias en la mayoría de las historias clínicas». El lenguaje que necesitaba para contar los casos de sus pacientes había quedado en las
sombras, desplazado por la aparición de la clinimétrica y el diagnóstico a través de una máquina. Para comunicar lo que sucedía en Beth Abraham, Sacks tuvo que
visitar otra área de la literatura médica casi olvidada, donde un neurólogo ruso intentó comprender el funcionamiento de dos de las mentes más extrañas que jamás
haya visto el mundo.

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La primera vez que Oliver Sacks hojeó las páginas de Aleksandr Luria, La mente de un mnemotécnico, pensó que trataba de una novela. Luria había observado a un
paciente llamado Sherashevsky durante más de veinticinco años, un lapso de tiempo durante el cual, al parecer, el paciente no había olvidado casi nada. Un día en
1936, Luria le mostró una serie de sílabas absurdas. En 1944 Sherashevsky podía acordarse de ellas a la perfección. Lo mismo sucedió con las estrofas de la Divina
comedia en italiano, un idioma que el paciente no hablaba. Si bien la memoria de Sherashevsky era extraordinaria, La mente de un mnemotécnico no se centraba
en cuantificar sus dimensiones. Por el contrario, Luria examinaba los efectos de tener una memoria prácticamente indeleble en el sentido de identidad de sus
paciente. Había escrito el libro con una sincera compasión por esa persona, que iba sin rumbo por una vida donde su propia esposa e hijo le parecían menos reales
que los contenidos de su interminable memoria.

Otro libro de Luria, El hombre con un mundo destrozado, indagaba la mente afectada por un trágico desorden. En 1943, un soldado ruso fue llevado al consultorio
de Luria en Moscú. Una bala había ingresado a la zona izquierda occípito-parietal del joven soldado y el tejido cicatrizante había carcomido parte de la corteza
envolvente. Cuando de despertó en un hospital de campo, el soldado vio que se le acercaba un médico y le preguntaba: «¿Cómo va todo, camarada Zasetsky?». La
pregunta no tuvo ningún sentido para el paciente. Sólo cuando el médico la repitió varias veces los extraños sonidos terminaron por convertirse en palabras.
Cuando le pedía que levantara su mano derecha, le era imposible encontrarla. Luria le preguntó de qué ciudad era y respondió: «En mi hogar… hay…quiero
escribir… pero sencillamente no puedo». Era claro que el cerebro de Zasetsky había colapsado.

Para ayudarlo, Luria necesitaba encontrar la forma de penetrar en él y conspirar con las únicas partes de su mente que se mantenían intactas: el alma testimonial, el
centro de las tormentas en su corteza cerebral. Con un esfuerzo enorme, Luria y sus asistentes enseñaron a Zasetsky a leer y escribir de nuevo. Al principio no podía
ni siquiera agarrar un lápiz. El punto de quiebre llegó cuando Luria sugirió que intentara escribir sin pensar, permitiendo que la «melodía cinética» de los
movimientos, todavía grabados en sus músculos, llevaran su mano. Poco a poco la idea funcionó y Zasetsky empezó a escribir lo que su mente sentía desde el
interior. Le tomó todo un día terminar media página, pero en las siguiente tres décadas logró completar un diario de más de tres mil páginas.

El hombre con un mundo destrozado estaba compuesto por una fuga para dos voces: la del médico, con sus conocimientos comprensivos sobre la neuroanatomía, y
la del paciente, quien había escrito que tenía la esperanza de que «tal vez algún experto en el tema del cerebro humano lograr entender su enfermedad». El trabajo
de Luria sugería que el acto de recuperar su propia historia era en sí mismo una forma de curación para el paciente. El tipo de literatura que había empleado en La
mente de un mnemotécnico y El hombre con un mundo destrozado era para Luria una ciencia romántica. Ambos libros tuvieron un profundo impacto en Sacks.
Sugerían una nueva manera de escribir que combinaba la precisión clínica de la neurología del siglo XX con las observaciones humanas de los grandes médicos de
la época victoriana y las exploraciones de la psiquis que Freud acometía en sus propias historias clínicas.

—-

Saks regresó en 1972 a Londres y alquiló un departamento adonde podía llegar caminando tanto de 37 Mapesbury Road como de Hampstead Heath. De niño, su
madre le contaba las historias de sus pacientes, historias que, según escribió Sacks, «eran a veces siniestras y aterradoras, pero siempre evocaban las cualidades
personales, el valor especial y el coraje del paciente». Su padre también le regalaba ese tipo de historias. Durante el verano, Sacks pasaba las mañanas nadando en
las piscinas de Heath y en las tardes escribía las historias de casos que formaron el corazón de Despertares. Para entender lo que había sucedido en las mentes de
sus pacientes consultó no sólo textos de neurólogos, sino la obra de otro poeta que se había hecho su amigo, W. H. Auden, y las meditaciones sobre voluntad e
identidad del filósofo matemático Gottfried Leibniz. En las noches, Sacks leía los últimos capítulos a su madre. Ella lo interrumpía en algunas partes y le decía:
«Eso no suena real». El volvía a trabajarlos hasta que ella le decía: «Ahora sí suena real».
Después de la publicación de Despertares, Sacks recibió una carta de Thom Gunn. «La carta me obsesionó durante meses. Siempre la llevaba conmigo. Gunn me
decía que se había sentido ‘consternado’ por mis primeros escritos y ‘desesperado por mí como ser humano’. Luego seguía diciendo que las cosas que habían
parecido más ausentes en los escritos más, empatía y afecto, por ejemplo, parecían ser ahora el principio organizador de Despertares. Me preguntaba si eso se debía
a las drogas, al psicoanálisis, al amor o sólo al proceso de maduración. Le respondí y le dije: ‘Todas las respuestas anteriores’».

Una vez publicado su libro, Sacks recibió dos cartas con sellos de Rusia escritas por el propio Luria. Ambos empezaron una correspondencia íntima que duró hasta
la muerte de Luria, en 1977. La gran crisis de la neuropsicología, como decía el mentor ruso de Sacks, era reconciliar dos formas de observación científica. La
primera reduce la complejidad del fenómeno a sus partes constitutivas: la manera en que la neurología había delimitado su enfoque de la observación del
comportamiento a áreas específicas del cerebro y luego a neuronas individuales, que Luria comparaba con la evolución de la química, lo que iba del estudio de la

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materia bruta al estudio de sus componentes, al estudio de los átomos individuales y sus elementos. La segunda forma se centra en la descripción del fenómeno y la
intuición para captar y comprender la interactividad de sistemas completos. Cada uno, pensaba, resultaba inadecuado sin el otro.

Luria sentía que era muy importante reconciliar ambos modelos cuando el objeto de estudio era el cerebro. Sus trabajos de ciencia romántica eran, más bien,
estudios sobre cómo se restablecían las personas, incluso si seguían estando enfermas. Las formas en que los seres humanos se ingeniaban para sobrevivir e,
incluso, lograr éxitos a pesar de la enorme desorganización que afectaba el orden normal del funcionamiento cerebral. En estos estudios es requisito indispensable
que el neurólogo observe al paciente inmerso en su vida cotidiana, en su mundo fuera de las clínicas, tal como lo ha hecho Sacks. La enfermedad de Parkinson fue
observada por primera vez por James Parkinson en los tics y ataques de afligidas personas en las calles de Londres, no dentro de las paredes de una clínica. Pero,
con la llegada de los modelos mecanicistas del cerebro y el entusiasmo por cuantificar el comportamiento, ha empezado a desaparecer la destreza para la
observación intuitiva y aguda que ha distinguido a las grandes mentes de la medicina.

Luria se quejaba en una carta a Sacks: «La habilidad para la descripción, tan común entre los grandes neurólogos y psiquiatras del siglo XIX, está casi perdida».
Antes de morir, Luria retó a Sacks a lograr una síntesis de observación literaria y científica que hiciera justicia al funcionamiento del cerebro en el mundo real.
Sacks aceptó el reto y aparecieron El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, Veo una voz y Un antropólogo en Marte. En estos libros, Sacks nos entrega
las más vívidas descripciones que tenemos sobre la capacidad orgánica de recuperación y adaptación que inspiró la era moderna de los sistemas de cómputo. Los
nuevos modelos de la mente como distribución, adaptabilidad y creatividad infinita confirman lo que él ya había observado en sus pacientes. Su método como
médico consiste en colaborar con sus pacientes y descubrir nuevos senderos en sus cerebros que permitan restablecer su capacidad de autocuración. Concibe su
trabajo como el acto de escuchar profundamente, prestando atención a las armonías y desarmonías más sutiles en el comportamiento de sus pacientes, tal como
escribió en Despertares, «en una empatía cinética intuitiva… un juego de fuerzas vivo, melódico y en constante cambio, que puede devolver a los seres vivos a su
propio ser vivo».

-La manera en que Oliver atiende a sus pacientes es también la manera en que ama –observó una vez un colega, el neuropsiquiatra Jonathan Mueller-. La capacidad
de atención es lo que reverencia y es lo que él entrega a sus pacientes.

Sacks ha creado una conciencia pública sobre desórdenes mentales que antes se consideraban casos muy raros, sobre todo el síndrome de Tourette y el autismo.
Para determinados sectores, sin embargo, lo que Sacks «entrega a sus pacientes», al convertirlos en personajes de sus best-sellers, es todavía debatible. Un
académico británico y abogado de los derechos de los discapacitados llamado Tom Shakespeare ha bautizado a Sacks como «el hombre que confundió a sus
pacientes con una carrera literaria». Alexander Cockburn lo catapultó en el diario The Nation por estar «en el mismo negocio que los diarios sensacionalistas
(Conocí un monstruo del espacio con dos cabezas), sólo que él escribe para las clases más distinguidas y lo disfraza un poco (Conocí a un hombre que cree ser un
monstruo con dos cabezas). El fondo del asunto es su manicomio y la observación de los locos».

Sin embargo, Leonard Cassuto, de la Universidad Fordham, dice que las historias de casos de Sacks tienen, precisamente, el efecto contrario a los espectáculos de
los seres deformes de la época victoriana. «La medicina mataba el antiguo espectáculo del engendro al convertir sus exhibiciones en algo patológico. Johnny, el
Hombre Leopardo, no inspira asombro ni espanto si decimos, en su lugar, que ‘el pobre John sufre de vitílígo’. Sacks es especial porque ha reencarnado el
espectáculo de los seres deformes en precisamente el mismo lenguaje que contribuyó tanto a ponerles fin. La gente querrá observar y Sacks está sugiriendo que la
mejor manera de tratar estos deseos no es prohibirlos, sino redefinirlos y dirigirlos, lograr que la observación sea una mirada mutua, el encuentro de dos mundos.
Sacks usa las historias de casos como un puente entre gente discapacitada y la mayoría con características físicas normales, colocándose a sí mismo justo en el
centro, como el eslabón que une el par». Una manera en que Sacks forja ese eslabón es con su propio comportamiento,  algo extravagante a simple vista.

—-

Para ser un hombre intensamente privado, Sacks es una persona abierta, incluso exhibicionista, en relación con cosas que a otras personas les podría parecer
desconcertantes como su distracción permanente, sus idiosincrasias y su ardor con ribetes científicos por los helechos y Star Trek. Una vez, mientras Sacks
caminaba apurado por una vereda llena de gente en Manhattan y murmuraba con impaciencia «Háganse a un lado, imbéciles», un hombre delante de él se volteó y
lo miró. «¡Tengo el síndrome de Tourette, no puedo evitarlo!», le dijo Sacks y el hombre se amansó. «Me escudé detrás de un diagnóstico falso», me contó, todavía
entretenido con el incidente.

Otro aspecto de su muy singular identidad es su apego a la soledad. Nunca se casó y no ha tenido ninguna relación en muchos años. Sus últimos dos libros, sin
embargo, refutan otro falso diagnóstico que se le adjudica con frecuencia: que es asexual. En sus nueve libros su romance con las ciencias se ha hecho abiertamente
erótico, sembrando el tema de la libido subliminal por todos lados, incluso en la botánica criptogámica de las cicadáceas y los globos antiaéreos que se lanzaron
sobre Londres durante la guerra. En Oaxaca Journal admira la «encantadora modestia» de los helechos, sus «órganos reproductivos… que no salen hacia fuera de
manera llamativa sino que están encubiertos con cierta delicadeza en la parte interior de las hojas frondosas». En Uncle Tungsten, Sacks escribe que su «primer
objeto de amor» fue un globo aéreo que protegía su vecindario cuando él tenía diez años: «Cuando nadie miraba, me colaba a escondidas por la parte central del
campo de cricket y tocaba la tela brillante que se henchía en el viento con suavidad. La tela reconocía y respondía a mi tacto, supongo, temblaba (al igual que yo) en
una suerte de arrobamiento».

Los arrobamientos políformes se extienden incluso a las áridas regiones de la tabla periódica de los elementos químicos. Después de ver la tabla en el Museo de
Ciencias, escribió en Uncle Tungsten: «Casi no podía dormir de tanta excitación… seguía soñando con la tabla periódica en el excitante mundo entre el sueño y la
vigilia de esa noche… Al día siguiente casi no podía esperar a que abrieran el museo». Su enamoramiento con los elementos continúa hoy día en su mundo de
ensueños. En uno de los escenarios recurrentes Sacks es hafnio, sentado en un palco en la Ópera Metropolitana junto a sus compañeros tantalio, renio, osmio,
iridio, platino, oro y tungsteno. Cuando está despierto se identifica con los gases inertes, un grupo periódico que es prácticamente resistente a formar cualquier tipo
de compuestos. Conocidos también como los gases nobles, Sacks se los imagina en Uncle Tungsten como «solitarios, atrapados, ansiando algún vínculo». En
Oaxaca Journal, Sacks se refiere a sí mismo como al «semifallo», que podría sonar como el nombre de alguna partícula elementaria.

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Es posible que el neurólogo pase algunas noches solitarias (él llama a su timidez una «enfermedad»),  pero no es una persona que carezca de compañía. Tiene
muchos amigos y colegas en todo el mundo que han escrito libros y obras teatrales, analizado el lenguaje de los sordos, aliviado la miseria de devastadores
desórdenes mentales y uno de ellos, Patríck, es un antiguo capitán de la nave espacial Enterprise. Sus paredes en Greenwich Village están realzadas con pinturas de
antiguos pacientes y personas que se convirtieron en sus amigos, como el artista autista Stephen Wiltshire y Shane Fistell, el super-Tourette en Un antropólogo en
Marte. Su círculo familiar más íntimo en Nueva York incluye a su asistente Kate Edgar, su psicoanalista, su entrenador de natación y su archivista, Bill Morgan, que
mantuvo el irregular y gran legado del poeta Allen Ginsberg en orden durante veinte años (Morgan es un campo de desaniquilamiento humano cuando se trata de
buscar cartas perdidas y pródigos diarios). Una persona de limpieza aparece una vez a la semana para ordenar el tornado en su departamento, preparar juego de
naranja artificial junto con el pescado que come todos los días y casi siempre lo engríe, como parecen hacerlo muchos de sus amigos.

Mientras las apariencias de osito de peluche de Sacks proliferan en películas como Los fabulosos Tenenbaums, el médico recibe cientos de cartas cada mes e igual
número de propuestas matrimoniales de gente extraña, como sucedió después de la versión fílmica de Despertares. Una significativa parte de estos sobres
contienen historias médicas de gente que busca convertirse en pacientes de su pequeña práctica privada.  Muchos de ellos presentan condiciones desconcertantes y
lo contactan como un médico dé último recurso. Todavía continúa viendo a pacientes en Beth Abraham y el Little Sisters of the Poor en Queens, donde recibe doce
dólares por cada consulta. Desde la publicación de Uncle Tungsten, se han sumado muestras de metales arcanos, focos y tablas periódicas a la diaria inundación de
cartas, libros, manuscritos y discos compactos.

—-

Mientras escribía su libro de memorias, Sacks peinó los archivos del Museo de Ciencias en busca de fotografías de la tabla periódica que sigue en su memoria. Pero
sólo encontró provocadoras tomas hechas justo unos años antes o después de sus peregrinajes al lugar. En las últimas décadas, las viejas galerías de química han ido
desapareciendo para hacer espacio a muestras más «amigables para los niños» y actividades promovidas por donaciones corporativas. El día en que visitamos el
museo nuestra indagación por la antigua ubicación del jardín de Mendeleev nos llevó hasta el tercer piso, donde llegamos a un rellano vacío. Sacks colocó su cojín
sobre uno de los escalones, se sentó y contempló la blanca pared que tenía al frente.

Solía estar aquí me dijo. Ese espacio vacío es donde Ollie Sacks tuvo su revelación sobre el infinito y vio a Dios.

Y continuó: «Yo relaciono a Mendeleev con Moisés, que llegó del Sinaí con su ley de la tabla periódica. Yo visualizo, y todavía puedo ver, mientras converso, los
gases inertes en los gigantescos frascos hexagonales. Los frascos estaban vacíos, pero sabías que los gases estaban ahí. Había varillas de fósforo traslúcido en el agua
y un pedazo de iridio del tamaño de un puño. Debe haber sido como una libra. Lo adoraba. Había cloro verde que se arremolinaba en uno de los frascos. Antes había
visto pequeños y sucios trozos de cesio, pero aquí había mucho más. Es uno de los dos únicos metales dorados que existen, dorado y relumbrante. El masurio no
tenía peso atómico, no estaba claro si ese elemento había sido descubierto o no. Y había cristales de yodo, sublimados en la parte más alta de una botella. Este era el
lugar. Cuando cierro mis ojos veo otra vez el gabinete y los cubículos. ¿Veo a un niño parado o lo estoy viendo a través de los ojos de ese pequeño niño? Fue sólo
ayer. Y han pasado cincuenta y cinco años», recuerda.

Cuando nos preparamos para irnos, nos detenemos a observar una muestra de fotografías hechas para ser vistas a través de un estereoscopio, el equivalente
victoriano de un view master en tres dimensiones (Los padres de Sacks tenían una enorme colección de estas imágenes en la casa de Mapesbury Rad y ahora él
también las colecciona). En años recientes ha empezado a disfrutar de reuniones en grupo como la Sociedad Estereoscópica de Nueva York, donde la base de la
afinidad no es sólo el deseo de juntarse, sino un profundo y preciso interés común, uno que no es compartido por el común de las personas. Oaxaca Journal está
dedicado a la Sociedad Norteamericana de Helechos y a los «cazadores de plantas, pajareros, buzos, buscadores de estrellas, sabuesos de rocas, exploradores [y]
naturalistas aficionados en todo el mundo». Quizá en estas congregaciones de solitarios ha descubierto Sacks una suerte de cámara de niebla, una en la que incluso
los gases inertes y otros elementos raros y nobles de la tabla periódica humana podrían encontrar formas de vincularse de manera natural.

Al empezar a escribir su propia historia de caso en sus libros más recientes, es posible que Sacks esté descubriendo lo que sus pacientes y lectores aprendieron años
atrás: al compartir las historias de nuestra vida interior recuperamos lo que somos y nos preparamos para la transformación.
-Prefiero las afiliaciones múltiples –dice Sacks cuando salimos del museo-. Pasar de una reunión de la Sociedad de Helechos al Club Minerológico y a la Sociedad
Estereoscópica. Y luego recuerdo que soy un neurólogo.

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