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LA LLORONA

“El carro apareció de la nada, iba a toda velocidad y se pasó el semáforo que
estaba en rojo”. “Se fue derechito hacia donde estaba la joven embarazada”.
“¡Pobrecita! La hizo volar por los aires. Qué habrá pasado con su bebito?”. Los
testigos del accidente sospechaban que el conductor del automóvil estaba ebrio,
“borrachísimo, diría yo”, y la prueba de alcoholemia lo confirmó.

El causante del accidente —hombre, entre 30 y 40 años, estatura promedio,


apariencia estándar e indumentaria nada fuera de lo habitual— regresaba de alguna
celebración que duró toda la noche pues, luego de atropellar a la mujer y estrellarse
contra una reja, se quedó profundamente dormido. Fue ingresado de urgencia al
hospital, donde confirmaron que no tenía lesiones graves, y de allí lo trasladaron a la
carcelera, donde despertó doce horas después.

La atropellada no tuvo tanta suerte. Los fuertes golpes, el estrés y las múltiples
lesiones que sufrió la dejaron al borde de la muerte, y pudo haber fallecido en la sala
de operaciones de no ser por el empeño de los médicos en salvarla.
Lamentablemente, la criatura que llevaba en el vientre no sobrevivió.

II

En la unidad de cuidados intensivos se habían acostumbrado al sollozo permanente


de Magdalena. «Ella estaba inconsciente y no lográbamos determinar qué le dolía.
Aumentamos los analgésicos, pero seguía gimoteando», comentó una de las
enfermeras. Durante los días que permaneció allí, los médicos atendieron las heridas
de la paciente guiados por las lesiones que mostraba su cuerpo. Nada les permitía
imaginar que la mujer en estado inconsciente a la que atendían se quejaba de un dolor
en el alma.

Cuando Magdalena y Samuel cumplieron la mayoría de edad decidieron casarse,


mudarse cerca de la playa y manejar su propio café sin importar la oposición de sus

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padres, que los consideraban demasiado jóvenes para todo eso. Ellos eran felices.
Magdalena horneaba, atendía a los clientes y cantaba; Samuel pescaba, cocinaba y
componía las canciones para ella.

Mas la diosa Fortuna es una criatura de malos hábitos y terrible humor negro. Una
mañana de primavera, cuando el sol despuntaba alegremente, Samuel no regresó con
la pesca. Magdalena esperó por él en la ventana, vio correr las horas sobre la marea
y lo buscó con la mirada hasta que la oscuridad se apoderó de la playa. Al amanecer,
los vecinos encontraron su bote flotando en la caleta.

Magdalena dejó de cantar y paseaba por la playa de la mañana a la tarde. Las cosas
de las que antes disfrutaba habían perdido su encanto, se sentía agotada todo el
tiempo y solo deseaba ver el mar y dormir. Incluso comer se le hizo difícil, sentía que
la comida se le agriaba en la boca, le producía asco y ganas de vomitar.

Estaba pálida y había bajado de peso cuando la llevaron al hospital. La pérdida


reciente hizo suponer a Fernanda que su hermana necesitaba curarse de la creciente
depresión que la atormentaba, pero cuando el médico recibió los análisis clínicos,
confirmó que se desarrollaba en Magdalena un saludable bebé.

Ese día, la futura mamá esbozó una sonrisa y sintió deseos de pescar. Soltó el bote
que seguía atado a la caleta y se hizo a la mar. Regresó con algunos pescados, mejor
semblante y mucha energía para cocinar. Esa noche volvió a cantar en el café y no
dejó de hacerlo durante los siete meses que siguieron.

Cuando Magdalena despertó en el hospital, casi dos semanas después del accidente,
parecía no recordar nada, ni siquiera su nombre, tan solo miraba a su alrededor con
expresión vacía y los ojos húmedos por un silencioso llanto.

“Shock postraumático”, determinaron los médicos, pero Fernanda, que en las


últimas semanas había conocido un poco mejor a su hermana, sabía que era algo más
que una crisis nerviosa temporal. Meses atrás, Magdalena había superado el dolor

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por la pérdida del hombre que amaba al saber que traería al mundo a su bebé. Esta
vez, el sueño de esa vida a punto de nacer había sido destruido, por lo que toda huella
de esperanza se había marchitado en el corazón de la frustrada madre.

Ovillada sobre la cama, Magdalena suspiraba imaginando a su bebé. A veces, lo


sentía latir y moverse en su vientre, entonces, gritaba alegremente que su hijo nacería
y que tendría los ojos de su padre. Pronto percibía que no había niño ni esposo, y
volvía a hundirse en un llanto interminable susurrando un extraño estribillo
aprendido, quizá, como parte de algún verso. «Llora, llora, desdichada, llora, llora
tu pesar, que yo vendré a cubrir tu alma y calmar ese dolor».

Con su desconsuelo, su llanto y el misterioso estribillo repetido una y otra vez,


Magdalena estaba removiendo, sin saberlo, antiguas tristezas asentadas en el propio
infierno; el sufrimiento inagotable de millones de espíritus atormentados por la
pérdida del amor se revolvía, inquieto, en tanto que la feroz energía de las almas
vengativas, acumulada desde el principio de los tiempos, comenzaba a desbordarse.

III

Pese a la insistencia de su hermana para que se mudara con ella por un tiempo,
Magdalena volvió a su casa junto al mar al salir del hospital. Allí, entre paseos por la
playa y tardes amasando panecillos que nunca llegaba a hornear, pretendió vivir
ignorando el pasado aunque cada noche lloraba hasta quedarse dormida.

El sexto día de la sexta semana, repentina e inexplicablemente, todo cambió.


Magdalena horneó los panecillos que había amasado esa tarde, los envolvió en
mantas de algodón y los repartió entre sus vecinos, a quienes inquietó el cierto vacío
de emociones en su mirada, pero los calmó el verla sonreír por primera vez en mucho
tiempo.

Esa noche, los pescadores de la caleta escucharon el llanto de la muchacha,


nuevamente. Sin embargo, su voz les sonó más vívida y menos triste de lo que parecía

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costumbre. Solo por eso, la gente creyó que la alegría estaba volviendo a insinuarse
en el espíritu de la joven vecina.

Qué terrible error acababan de cometer.

Luego de varias horas, Magdalena había regresado a su casa sin panecillos pero con
un bebé recién nacido cubierto con las mantas que aún conservaban el olor dulzón
de masa horneada. El crío temblaba de frío y lloraba de hambre lejos del pecho de su
madre, pero ella lo acunó en sus brazos, lo estrechó contra su cuerpo, lo cubrió de
besos maternales; sin embargo, ni las manos heladas, ni los pechos secos, ni las
caricias de la captora calmaban los chillidos del pequeño.

La medianoche había pasado de largo y el instante más oscuro, aquel que precede al
amanecer, se alzaba como escondrijo de demonios, cuando Magdalena volvió a
entonar su melancólico estribillo, «llora, llora, desdichada, llora, llora tu pesar, que
yo vendré a cubrir tu alma y calmar ese dolor». En ese momento, un último y
angustiado gemido precedió el silencio absoluto; la quietud que se extendió por los
rincones de la casa.

Con el cuerpecito inerte apretado entre sus brazos, la muchacha salió con dirección
al mar. Avanzó unos pasos más entre las olas, aquietó la superficie del agua con la
mano, como quien alisa las sábanas de una cuna, y colocó allí al bebé. Lo vio flotar
por un momento, luego, sin decir una palabra le dio la espalda y regresó a su casa, a
su habitación, a su cama y durmió hasta que el sol de la mañana entró por su ventana.

IV

La llamada de un hombre que denunciaba el suicidio de su esposa y la desaparición


de su hijo recién nacido movilizó a la policía de Chorrillos en las primeras horas de
la mañana.

Al llegar al lugar, los agentes constataron que la mujer había muerto al caer por un
tragaluz, desde el quinto piso del edificio. En el departamento no se encontraron

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indicios de violencia, lo que descartó la hipótesis de un intruso homicida. Sin


embargo, la idea del suicidio en paralelo con el secuestro del bebé no encajaba por
ningún lado, por lo que las sospechas recayeron sobre el marido.

La víctima era asistente de oficina, pero llevaba algunas semanas con descanso pos-
natal, y el esposo trabajaba en una fábrica de conservas de pescado. Según el marido,
formaban una pareja estable y muy unida que había esperado con entusiasmo la
llegada del bebé, que ahora estaba desaparecido.

Según los vecinos del edificio, la verdad era otra. Estaban convencidos de que él tenía
otra familia por alguna parte; aseguraban que la muchacha pasaba la mayor parte del
tiempo sola, que el marido se ausentaba varios días y que cuando regresaba por lo
general estaba borracho y la acusaba de ser infiel. Esa desdichada noche, los vecinos
lo habían escuchado azotar la puerta al entrar, como lo hacía habitualmente, y
aseguraron que era ya muy cerca del amanecer.

Ese último detalle favoreció al marido, pues los exámenes determinaron que la hora
de la muerte rondaba la medianoche, sin embargo, no dejaba de ser sospechoso por
la desaparición de la criatura.

La investigación dio prioridad a la búsqueda del bebé, pues, décadas atrás, el


secuestro de varios niños en diferentes puntos de la ciudad había concluido con la
captura de una red de traficantes, la cual, ahora, parecía haberse reorganizado. Sin
embargo, la aparición del bebé ahogado, aunque sin heridas que indicaran el robo de
órganos, desbarató la hipótesis del tráfico.

Que la criatura se encontrara cuidadosamente arropada y envuelta en mantas reavivó


la idea del crimen pasional: un hombre celoso, convencido de la infidelidad de su
esposa, discute con ella, la empuja y esta cae al vacío; sintiéndose culpable, sale con
el niño y deambula hasta llegar a la playa, donde abandona al bebé y regresa para
hacer la denuncia por suicidio y secuestro.

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La historia sonaba algo truculenta y macabra, pero parecía posible. Probablemente,


esa habría sido la nueva hipótesis de las investigaciones de no haber llegado una
alerta de secuestro, esta vez a la estación de policía de Barranco. La víctima, un bebé
de 6 semanas de nacido; la madre, una muchacha aparentemente saludable que se
había suicidado esa misma noche.

Cuando Fernanda llegó a visitar a su hermana, la encontró amasando pan. Los


vecinos le contaron que Magdalena permanecía casi todo el día en silencio, pero
parecía resignada y sonreía brevemente cuando alguien le hablaba. Al comienzo de
la noche, salía a repartir los panes que había horneado por la tarde y, aunque nunca
la veían regresar, sabían que estaba en casa porque la escuchaban lloriquear con voz
clara como la de un bebé.

Algunas noches, ya al amanecer, la habían visto caminar hacia el mar y meterse al


agua. Al principio, habían temido que intentara ahogarse, pero al verla regresar
habían entendido que solo buscaba refrescarse o que, tal vez, era cierto tipo de ritual
personal que le permitía tranquilizar su alma, porque al día siguiente siempre se veía
un poco más aliviada y sonriente.

Al despedirse, Fernanda insistió nuevamente para que su hermana se mudara con


ella, pero Magdalena se negó otra vez. La muchacha lucía tranquila y eso calmó
cualquier temor en la familia.

VI

Los medios de comunicación habían alertado de la misteriosa ola de suicidios


desatada entre mujeres en etapa de posparto y la aún más extraña desaparición y
posterior muerte por ahogamiento de sus bebés.

Las notas informaban que debido a la siniestra repetición de las características de los
casos, la policía habría comenzado a evaluar la posibilidad de que fuera un asesino

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en serie con desórdenes mentales. Sin embargo, hasta el momento no habían


encontrado huellas que permitieran avanzar en las investigaciones. La población
estaba desconcertada y el pánico rondaba las maternidades.

Se construyeron muchas versiones sobre la posible identidad del “monstruo de la


maternidad”, como lo apodaron inicialmente los diarios, pero no había dos
descripciones que coincidieran entre ellas. Algunos decían que era una hermosa
mujer muy joven; otros, que era una calavera aterradora que en lugar de Ojos tenía
dos bolas de fuego; aseguraban que vestía una túnica blanca; otros, que llevaba un
vestido negro y una mantilla cubriéndole el rostro. Decían que medía casi dos
metros; había quienes juraban que era muy pequeña; que flotaba; que tenía pies de
cabra. Eran tantos los retratos, como los testigos.

De pronto, uno de los vecinos de la víctima más reciente, la madre de una pareja de
mellizos, recordó que poco antes del aparente suicidio de la mujer había escuchado
un suave sollozo, como si alguien estuviera llorando a lo lejos. El instante fue
revelador, todos los demás testigos aseguraron haber oído el mismo llanto, y un
nuevo apelativo ocupó los titulares: La Llorona aterra Lima.

Quedaba por descubrir si la culpable era una asesina desquiciada que llevaba al
suicidio a las madres para poder robarles sus bebés o, como decían las pitonisas más
mediáticas, se trataba de un antiguo espíritu atormentado, el alma de una mujer que
al saberse traicionada por el esposo había matado a sus hijos y luego se había
suicidado agobiada por la culpa.

Para ese momento, el caso de la Llorona ya había dejado de ser exclusividad de la


sección de policiales. Los programas dominicales y las áreas de informes especiales
de todos los medios de comunicación tenían al menos un equipo periodístico
recorriendo las calles durante toda la noche, trasnochando por conseguir alguna
primicia.

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Los reporteros de madrugada, cazadores solitarios e insomnes de la noticia, teníamos


ahora demasiada compañía — ¿No les dije, verdad? Esta historia sucedió hace
muchísimo tiempo, cuando yo solía remontar la noche con una grabadora en la
mano—. Casi no quedaba un solo rincón sin atacar con flashes o cámaras de
televisión. Y, sin embargo, nadie era capaz de descubrir a la siniestra Llorona.

VII

En ese tiempo, cualquier calle de Lima se convertía por las noches en el escenario
perfecto para los más extraños sucesos. Aunque, a veces, el misterio no pasaba de ser
una broma pesada con la que desalmados chiquillos se divertían a expensas de los
demás.

Ese fue el caso de la quinta embrujada. Durante una semana, al dar las doce de la
noche, los vecinos de una quinta en la avenida Salaverry escuchaban el llanto
desconsolado y escalofriante de una mujer. Aseguraban que se paseaba de puerta en
puerta dando gemidos lastimeros que helaban la sangre. Nadie se atrevía a asomar
las narices a la ventana, por miedo a toparse con la macabra imagen; pero una noche,
cansados de tanto lloriqueo, decidieron dar caza al molesto espanto, y lo que hallaron
oculto entre los arbustos fue a tres pilluelos, que armados con parlantes y grabadoras
reían a sus costillas.

La reprimenda pública que les cayó debió quitarles las ganas de hacer bromas pesadas
(o, al menos, les enseñó a estar más alertas para no ser descubiertos).

Pero hubo casos que no tuvieron nada de divertidos, como el que contó un conductor
que llegó temblando al puesto de vigilancia de la carretera. Según narró, había salido
de Ica a media tarde y pasadas las once de la noche estaba ya muy cerca de Lima.
Fue entonces que decidió tomar el desvío hacia el camino viejo para evitar el tráfico
de camiones de esa hora.

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Había avanzado unos diez minutos cuando a lo lejos vio a una mujer vestida de
blanco que caminaba por el borde de la calzada. Lo primero que pensó fue en el
riesgo que corría una persona andando sola por esa vía oscura, por eso, cuando notó
que levantaba el brazo pidiendo que la llevara, no dudó en detenerse.

Al verla subir, el chofer notó que llevaba un bebé envuelto en sábanas blancas y le
sorprendió que estuviera tan quieto a pesar del frío. Pero se distrajo con el olor dulzón
que invadió la cabina del automóvil y ya no pensó en nada más. La mujer era
bastante joven y bonita, pero su rostro expresaba una terrible pena y sus ojos negros
brillaban llorosos en el tenue resplandor de los faros del vehículo.

Él le preguntó su nombre y de dónde venía, pero ella no contestó, solo mantuvo la


mirada en el camino y apretó al bebé, un poco más, contra su pecho. Imaginó que
estaba asustada por subir al automóvil de un desconocido y le dio la razón, pues con
los extraños casos de asesinatos de mujeres con bebés pequeños que se habían
producido era normal sentir temor.

El hombre intentó generar confianza hablándole de él y de su familia. Le dijo que era


comerciante y que solía viajar a Lima por negocios, que habitualmente iba con
alguno de sus hijos, pero que en esa temporada estaban en periodo de exámenes en
el colegio. La mujer siguió sin contestar y el conductor dejó de hablar.

Durante algunos minutos, el chofer se concentró en la carretera y casi podría decir


que se olvidó de que iba acompañado. Pero al entrar en una curva, la puerta del
copiloto se abrió. Al volver la mirada, notó que el sillón estaba vacío. Detuvo la
marcha, temiendo que la muchacha hubiese caído del vehículo, se inclinó sobre el
lugar vacío y al hacerlo colocó la mano sobre el asiento. Un escalofrío recorrió todo
su cuerpo al percibir que la silla estaba helada, como si en lugar de una persona viva
hubiera transportado un bloque de hielo. Sin atreverse a más, el hombre cerró la
puerta, aceleró y condujo todo lo velozmente que pudo hasta llegar al puesto de
vigilancia.

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VIII

Mientras el hombre narraba su aterradora experiencia, los agentes encontraban en


ella las primeras pistas geográficas por seguir. No era nada contundente, pero al
menos parecía indicar un área donde buscar algún tipo de respuesta para un caso que
no tenía rumbo alguno.

Guiado por el propio comerciante, el patrullero enrumbó veloz hacia la curva. Pero
la noche era todavía muy oscura y fue poco lo que lograron encontrar. No se veían
huellas ni mucho menos rastro alguno de que alguien hubiera caído desde un
vehículo en movimiento.

Por la mañana, no solo el número de policías se había multiplicado en el lugar, sino


también la cantidad de reporteros en busca de su primicia, de hechiceros dispuestos
a conjurar cualquier espíritu, y de curiosos de todo tipo que querían desde una foto
hasta un pedazo del traje de la Llorona.

La curva estaba sobre un terreno descampado y sin más retos que uno u otro arbusto,
sin viviendas alrededor, aunque había una caleta de pescadores a poco menos de lo
minutos caminando rumbo al mar.

Durante algunos días, la calmada vida en la caleta fue alterada por la llegada de los
investigadores y reporteros con incansables preguntas, así como por el aumento del
comercio local y el repentino interés por la belleza paisajística de la zona. En cada
rincón había personas que querían fotografiarlo todo.

Pero en poco tiempo el interés por la vida de los pescadores desapareció al no


descubrir allí nada sobrenatural. La policía no había encontrado a la mujer con el
bebé de la que hablaba el comerciante y el caso parecía volver al mismo punto en que
se encontraba días atrás.

Esa misma noche, un aterrorizado camionero aseguraba que la mujer vestida de


blanco y con un bebé en los brazos le había hecho el alto en una zona desolada de la

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carretera vieja, a pocos kilómetros de la caleta. El hombre juró que estaba por
detenerse cuando se dio cuenta de que la mujer flotaba sobre la calzada. Sin dudarlo
un instante, aceleró la marcha dispuesto a alejarse lo más rápido posible del lugar,
pero, inexplicablemente, la velocidad se redujo y la puerta del copiloto se abrió al
pasar al lado de la mujer. En ese momento, un viento helado invadió la cabina.

IX

“Llora, llora, desdichada, llora, llora tu pesar...”, susurraba Magdalena mientras


amasaba, cuando Samuel regresó a la casa después de casi un año de ausencia. La
muchacha no dio muestras de notar su presencia, incluso paseó la mirada sobre él un
par de veces, pero sin verlo. Más que enojada o indiferente, parecía abstraída en
pensamientos muy lejanos.

Él se sentó junto a la mesa de trabajo, tratando de encontrar la manera de explicarle


lo que había sucedido en su vida desde el momento en que la muchacha con la que
mantenía una aventura le había confesado que estaba embarazada.

Le dijo que siempre había querido ser padre, que la idea de dar vida lo emocionaba,
y que eso lo había empujado a tomar la decisión de marcharse. Magdalena levantó
la cabeza y lo miró con expresión vacía. ¿En realidad lo veía o acaso ella estaba
perdida en sus propios pensamientos? Samuel no supo qué responderle y siguió
narrando su historia reciente.

Le comentó que ahora trabajaba en una fábrica de conservas de pescado, pero que
extrañaba mucho hacerse a la mar con sus aparejos de pesca. Admitió que vivía no
muy lejos de allí, y, con honesta tristeza en la voz, le confesó que desde hacía algunas
semanas su mundo había cambiado, una vez más, de manera repentina. La que había
sido su mujer durante el último año estaba muerta, se había suicidado sin un motivo
aparente, y su hijo recién nacido, que había estado secuestrado unos días, acababa
de aparecer ahogado.

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Al volver a la caleta, Samuel no sabía qué reacción tendría Magdalena. Esperaba que
lo recibiera con sorpresa, incredulidad, enojo, hasta reproche, pero cuando ella lo
miró, finalmente, parecía otra persona. Sus dulces Ojos negros ardían convertidos en
dos bolas de fuego, y su rostro pálido y melancólico tenía una expresión feroz. Una
sonrisa macabra se dibujó en sus labios al pronunciar las dos únicas palabras que
guardaba para él: «Fui yo».

Samuel se puso de pie de un brinco, aterrado y a la vez furioso con la muchacha.


Intentó atacarla, pero su cuerpo no respondía a las órdenes de su cerebro. Como si
una fuerza mayor que la suya lo gobernara y lo obligara a actuar de acuerdo a otros
pensamientos, se quedó inmóvil. Luego, levantó una galonera que Magdalena
empujó con la punta del pie y roció con combustible toda la casa, con cuidado de
cubrir cada rincón. Magdalena lo miraba atenta y severa. Luego, mientras ella se
marchaba cerrando la puerta tras de sí, Samuel encendió una vela y la dejó caer.

El fuego se extendió rápidamente y, a duras penas, los vecinos lograron controlarlo.

Lucharon por rescatar al hombre que estaba adentro, pero fue imposible acercarse a
él. Mientras las lenguas de fuego lo envolvían, el cuerpo aquel permanecía inmóvil
como atado a la silla con cuerdas invisibles.

Dicen que en tiempos muy antiguos, cuando los europeos y los americanos recién
comenzaban a conocerse, sucedió que la hija más joven del jefe del pueblo se
enamoró de un recién llegado y él correspondió a su amor. Pero el destino de la
muchacha era otro, su padre ya la había prometido como esposa al gobernante de las
tierras vecinas y se negó a incumplir su palabra.

Los enamorados huyeron para vivir su amor al pie de una cascada, pero al ser
descubiertos por el furioso padre de la muchacha, la dicha terminó. El padre desafió
a muerte al amante, mientras un fiel lacayo ahogaba al hijo recién nacido de la pareja.

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La muchacha enloqueció al ver desbaratada su nueva familia y, llorando


amargamente, se lanzó a la cascada para morir ahogada como su bebé.

Desde entonces, el espíritu de la muchacha vaga por el continente tomando distintas


vestiduras: una joven hermosa, una calavera huesuda, un rostro dulce o una
espantosa visión con bolas de fuego en lugar de ojos; lleva un traje blanco, a veces
negro, carga un bebé muerto o roba los niños de otras madres. Tiene miles de
nombres: llorona, puculién, patasola, tuluvieja, tarumama y muchos más. Hasta el amor
doliente que revive en otras vidas ha ido cambiando: el padre cruel, el esposo infiel,
el amante traidor. Lo que sigue constante a lo largo del tiempo es la locura causada
por el amor fallido que la empuja a matar y a cometer suicidio.

XI

Apenas habían controlado el fuego en la casa de Magdalena, cuando ya se contaba


que el esposo de la muchacha había regresado del infierno para llevarse a su mujer.
Los vecinos aseguraban que habían visto a Samuel sentado en medio del fuego como
quien espera por alguien. Quienes decían haberle visto a la cara aseguraban que tenía
una expresión triste y que en ese preciso instante se habían escuchado los gemidos
agónicos de miles de voces condenadas.

Los agentes no encontraban relación entre el incendio y los extraños casos de suicidio
y muerte de niños, y preferían una versión menos infernal que les permitiera llegar a
alguna conclusión, por lo que buscaron a la muchacha para hacerle algunas
preguntas, pero nadie parecía haberla visto.

Los hechiceros que fueron llegando, alertados por las historias infernales, se armaban
de rituales y conjuros, con los cuales aseguraban podían liberar el alma de la joven
panadera del control de la Llorona.

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Fernanda había visto en las noticias la casa de Magdalena envuelta en llamas y al


llegar a la caleta se vio rodeada y aturdida por reporteros y curiosos que demandaban
conocer detalles de la vida de su hermana.

De pronto, el cielo comenzó a oscurecerse. Una gran sombra avanzó implacable,


cubriendo el sol rápidamente. En pocos minutos, la noche se había extendido y
cubría el mundo. Los rezos, llantos y conjuros se alzaban por todos los rincones. La
caleta era ahora un verdadero pandemonio.

En medio del alboroto, se escuchó un aterrador gemido que heló la sangre y silenció
las voces de los que estaban en la caleta. Nada más se escuchó. Las misteriosas
sombras se desvanecieron tan repentinamente como llegaron y una fina lluvia
comenzó a caer sobre las cabezas, como tratando de aquietar los pensamientos.

Días después la policía encontró el cuerpo de Magdalena. Se había ahogado. Desde


ese momento no volvió a saberse de misteriosos suicidios de madres y secuestros de
sus bebés.

Los brujos aseguran que han atado el espíritu de la Llorona en el infierno y que ya
no volverá. Pero, por las dudas, mis queridos amigos, les recomiendo calmar las
penas de amor con amor y olvidarse de estribillos lastimeros que alboroten los
demonios del averno.

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VOCABULARIO
-Agónico: próximo de la muerte o con una pena intensa.
-Alcoholemia: presencia de alcohol en la sangre.
-Analgésico: que tiene el efecto de suprimir la sensación de dolor.
-Aparejo: instrumento u objeto necesario para un oficio o maniobra.
-Averno: infierno.
-Caleta: pequeña ensenada, parte de mar que entra en la tierra.
-Carcelera: lugar donde se detiene a los sospechosos, acusados o delincuentes de
forma temporal, antes de ser procesados.
-Crío: niño.
-Deambular: caminar sin dirección determinada.
-Descampado: se dice de un terreno libre, sin habitar, llano y sin maleza.
-Despuntar: empezar a amanecer.
-Desquiciado: fuera de quicio, perturbado, enloquecido.
-Escondrijo: escondite, lugar para esconderse o esconder algo.
-Estribillo: en las canciones, el coro que se repite después de cada estrofa.
-Fortuna: en la mitología romana, la diosa de la suerte, buena o mala. Se le
consideraba la diosa más caprichosa del Olimpo.
-Galonera: recipiente en el que cabe un galón de líquido.
-Hipótesis: teoría que se establece provisionalmente y puede probarse o refutarse
como resultado de una investigación que la toma como punto de partida.
-Indumentaria: vestimenta.
-Inerte: inmóvil, sin vida.
-Insomne: que no duerme, desvelado.
-Lacayo: sirviente, criado.
-Macabro: relacionado con la muerte y el horror, por lo que genera rechazo.
-Mantilla: prenda de seda, tul o encaje que usan las mujeres para cubrirse la cabeza
en situaciones solemnes.
-Mediático: relativo a los medios de comunicación, que aparece en ellos.
-Ovillado: encogido, contraído.
-Pandemonio: lugar en el que hay mucho ruido y confusión.
-Pitonisa: adivina, hechicera.
-Posnatal: posterior al parto.
-Primicia: hecho o noticia que se da a conocer por primera vez.
-Reír a sus costillas: reír mucho a costa del desconcierto o susto de otros.
-Shock postraumático: trastorno psicológico producido por un fuerte choque
emocional.
-Tragaluz: ventana en el techo o la parte superior de una pared, que tiene el
propósito de permitir el ingreso de la luz natural.
-Trasnochar: pasar la noche en vela, sin dormir.
-Truculento: excesivamente cruel o atroz.

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