Vous êtes sur la page 1sur 16

C h év ere

P r fe
P á g i n a |2

LA RUNAMULA

UNO
Cuando levanté la cabeza, una oscura figura se elevó sobre mí. Caracoleaba.
Bufaba. La noche era oscura y, sin embargo, la figura que se agitaba agresiva era
más negra aun.

Había decidido caminar de Lamas a Tarapoto de noche, justo cuando los


campesinos habían cerrado la pista y, luego de ser dispersados por la policía, los
colectivos decidieron también apoyarlos y entrar en huelga. La única manera de
movilizarse era a la antigua, caminando., Tenía que llegar a tiempo a Tarapoto,
antes de la madrugada. Por eso decidí salir de noche, luego de cenar y descansar.
Era viernes y ya había terminado de tomar exámenes a los alumnos del colegio
secundario donde enseñaba.
Era noche oscura, y a lo lejos se veían las lucecitas de Tarapoto como luciérnagas
quietas. Bajaba por la pista, tranquilo, tarareando alguna canción de moda. Luego
recordé que un amigo lamisto, me había explicado que existían rutas más fáciles para
bajar hasta Tarapoto sin necesidad de seguir las largas vueltas de la pista asfaltada.
Me detuve a mirar mis opciones y tomé una trocha que parecía abrirse en
forma natural y bajaba casi directamente. Poco después, comprendí mi error: al
salir de la pista, había perdido la iluminación y las luces de la ciudad ya no me
guiaban. Me había introducido en un camino muy oscuro.
Empecé a andar con cuidado. Por momentos, surgía un silencio
preocupante.
Y fue así como sentí, por primera vez, el sonido lejano de un relincho y unos
trotes amortiguados por la hierba. No sentí ningún temor. Al contrario, me pareció
buena señal que alguien tuviera sus caballos cerca para hacerme compañía.
Pero seguí caminando y no vi a nadie. Eso me pareció extraño y levanté la
voz para advertir sobre mi presencia. Nuevamente el silencio.
Fue entonces cuando sentí que una neblina de frío me rodeaba y que una
hévere
P r fe C
P á g i n a |3

sombra, más oscura que la misma noche, se levantaba sobre mí, tan cerca que podía
tocarme.
Caí a tierra, sorprendido.
Levanté la cabeza y volví a ver la figura oscura que caracoleaba, como un
caballo misterioso que fuese parte de la misma noche.
Giré sobre la hierba y bajé a saltos y caídas. Me alejé como pude. Y cuando ya
estaba bastante lejos, volví la mirada. El caballo oscuro seguía caracoleando en el
mismo lugar y parecía, más bien, atado a un círculo del que no podía salir. Fue
entonces cuando ocurrió. Comencé a temblar de pies a cabeza. En medio de
la tibieza de la noche, empecé a tiritar. El miedo es una cosa seria. Nos
entorpece por completo. Y yo no podía pronunciar una sola palabra. Ni moverme.
El caballo, que ahora parecía un burro, dio un soplido ruidoso, como si una
voz cavernosa buscase liberarse, y por sus fauces agitadas surgió una llama
rojiza, tan profundamente roja que debía ser una llama viva de las mismas
profundidades del averno.
Esa fue la primera vez que me encontré con la runamula.

DOS

Cierto día, en clase, mis alumnos me recordaron de un suceso que había


ocurrido varios años antes.
Ocurrió en casa de un brujo lamisco que vivía en el barrio El Huayco, a quien
conocían por su apodo de Churumpi, porque tenía muchos granos en la cara.
Era un viejo de más de sesenta años que gustaba de hacer daño a la gente,
según contaban sus detractores. Un día se le ocurrió raptar a una de las
alumnas del colegio y hacerla su mujer. Los padres fueron a reclamarle, lo
denunciaron a la policía, pero el brujo se burlaba de todos.
—Yo quiero quedarme a vivir con él —decía Tania, la muchachita raptada—
. El brujo Churumpi es mi marido.
Los padres no lo podían creer. Su hijita pequeña, que apenas tenía doce
años, su engreída, no podía estar pronunciando esas palabras. Debía estar
embrujada. La policía no les hizo caso. El gobernador ni siquiera los atendió.
Ni el alcalde ni ninguno de los vecinos de Lamas se atrevieron a ayudarlo.

hévere
P r fe C
P á g i n a |4

Entonces los padres acudieron a mí.

Yo soy ateo. Y los asuntos de brujerías y milagros me parecían completas


tonterías. Pero ver los ojos impotentes de esos padres me conmovió.
— Sabemos que usted es un profesor derecho —dijo el padre—. Sabemos
que fue capaz de denunciar a uno de sus colegas cuando se metió con una
alumna.
- Bueno —le dije—, un maestro de colegio que se mete con una alumna es
un abuso, aquí y en cualquier parte del mundo.
—Y gracias a eso la alumna pudo volver con su familia —dijo la madre.
Consentí en ayudarles, pero no sabía qué hacer. ¿Cómo enfrentarse a un
brujo?
Una tarde, después de clases, fui a visitar al brujo Churumpi. Mi fama
de no aguantarle pulgas a nadie debió haber llegado a sus oídos, porque se
repantigó y balbuceó al abrirme la puerta.
Usted es una persona muy seria —me dijo—. Debería tratar de sonreír un
poco.
Yo era inmune a los elogios y, en efecto, muy serio. Tenía una arruga
permanente entre las cejas. Me arremangué la camisa y lo miré con frialdad.
—Verá, profesor. Los padres no quieren a su hija, la tienen abandonada a
Tania, no le dan lo que necesita.
—Si los padres tienen descuidada a su hija, y por eso crees tener derecho a
llevártela con engaños —dije, tratando de hablar con la mayor sencillez posible—,
entonces yo tengo derecho a romper cada uno de tus huesos, uno por uno, con ese
leño que veo al fondo. Total, siempre podemos meternos en la vida de otros,
¿verdad?
El brujo Churumpi me miró con ojillos malignos. Estaría meditando si yo
podría cumplir mi amenaza. Como lo vi dudando, empecé a caminar
lentamente hacia el leño que estaba de pie al fondo de la casita. Eso fue suficiente.
—Está bien, está bien, llévese a su alumna. Total, mujeres me sobran.
No esperé más. Ingresé a los cuartos interiores hasta que di con la pequeña
Tania, que andaba sonámbula y sin saber a dónde ir. La tomé del brazo y la
saqué al aire libre. La llevé a casa de sus padres. Poco a poco, empezó a

hévere
P r fe C
P á g i n a |5

recobrar la razón. Debo añadir que nunca más fue la misma. Siempre andaba
un poco extraviada en este mundo. Y en cuanto al brujo Churumpi, desapareció
de Lamas. Nunca más se le volvió a ver.
Esa fue la historia que mis alumnos me hicieron recordar en el salón de
clases.
Querían que yo interviniera en un asunto parecido.
Esta vez se trataba de mi alumno de quinto de secundaria Ubertino Bartra,
mi mejor alumno de letras y que solía escribir poemas cínicos para enamorar a
las chicas.
Pero él no estaba en clases en ese momento.
-Ha faltado porque está muy mal del espíritu —dijo una alumna,
probablemente una de sus admiradoras—. Es un problema muy serio con su
mamá.
Levanté las cejas en señal de interrogación.
—La mamá es una señora todavía joven y bonita —dijo otra alumna—
. Pero según dicen, tiene una aventura.
Bufé enojado. No iba a meterme en asuntos familiares.
—Lo que pasa —dijo un alumno— es que la mamá del Ubertino parece que
está con otro hombre, pero no con cualquiera, sino con alguien maloso que
por las noches la convierte en runamula.
Aspiré hondo. Hacía poco tiempo que me había encontrado con algo en
lo que no creía.
Ella o él, nadie sabe quién es la runamula. Pero ya han visto a ese demonio
botando candela por el hocico varias veces, sobre todo en la parte baja de El
Huayco —dije.

— Pero ¿qué vas a estar creyendo en eso, profe Ricardo? Si tú eres ateo, ¿di?
Volví a respirar hondo.
— Por eso el Ubertino necesita ayuda, profe.
— Si usted averigua quién es el responsable, se arregla todo, profe.
— Ayúdelo.
—Por favor.
Levanté la mano para calmar las voces que se habían multiplicado sin orden.
— Voy a ayudarlo —dije, y los alumnos aplaudieron a rabiar.
hévere
P r fe C
P á g i n a |6

TRES
—Pero todo queda entre nosotros —añadí—. Ni una palabra a nadie; si
no, esto se termina. Los muchachos asintieron.
—Bueno, vamos a hacer la clase de hoy. Literatura regional. Vamos a hablar
de dos autores que nacieron en Lamas y que son importantes para la literatura
amazónica. Uno, Ulises Reátegui, médico y poeta, recopilador de tradiciones
orales y un gran humanista. Como médico, ayudó a mucha gente humilde en
Pucallpa, donde vivió buena parte de su vida. Como escritor, escribió
taquinas, cuentos y novelas, como «Invasores», que narra la formación del
distrito de Comas, en Lima. Todos van a leer ese libro. Y el segundo autor es...
—Profe Ricardo, una inquietud —dijo un alumno. Le hice señas de que
hablara— Qué tal si en esta clase, para no salirnos del tema, nos habla de los
mitos y leyendas de la selva, pero con su explicación, profe; como usted es
ateo, tendrá otra explicación de los tunches y los chullachaquis. ¿Y si nos
habla de la runamula, profe?

Suspiré. Los alumnos sabían tocarme en mis puntos débiles. Eso de que
a cada rato me dijeran que era ateo era una crítica sutil a mis opiniones, o quizá el
deseo de querer acercarse a ideas distintas de las creencias católicas o evangélicas
de sus familias.
—Me parece buena idea —dije, cerrando mi cuaderno de apuntes y mis
libros—. Hablemos de los monstruos y duendes y sirenas y bufeos y ayapullitos.
—De la runamula nomás, profe —oí una voz femenina.
Entonces capté el fondo del asunto. Estaban preocupados por su compañero,
y cualquiera que fuese mi idea de los seres fantásticos de la selva, igual nos llevaría
a hacer algo concreto. Entonces, lo mejor era estar preparados con la teoría.
—La runamula es un ser que surge cuando un hombre y una mujer se van a
la cama sin ser esposos; o cuando engañan a sus parejas y se van con otros.
Entonces, como castigo, se convierten en mitad humano y mitad mula, y andan por
las afueras del pueblo botando fuego por el hocico. Algunos, para marcarlos, les
arrojan huito o pinturas, y al día siguiente la mujer o el hombre infiel amanece
pintado y es la burla del pueblo. Pero no es una historia solamente amazónica.
También es andina. En la sierra lo llaman ninamula, es decir, mula de fuego,
y tiene las mismas características. Esta historia proviene de cuando los curas de la
hévere
P r fe C
P á g i n a |7

antigüedad, para controlar la infidelidad entre esposos, sermoneaban en sus


iglesias sobre severos castigos, como convertirse en runamulas, si seguían
engañando a sus esposos o esposas. ¿Cómo se cura este mal? Volviendo a ser
fieles, simplemente. Y ahora, antes de seguir, quiero que cada uno de ustedes me
dé una opinión crítica sobre lo que acabo de resumir. Cada uno. Con sus propias
palabras...
En ese momento, la puerta del salón se abrió abruptamente y todos, hasta
yo mismo, lanzamos un grito de susto.

— ¡Profesor, profesor! ¡El Ubertino se ha vuelto loco y está andando


calato por las calles! Todos salimos fuera del salón, atropellándonos. El alumno
que había dado el aviso era de un grado anterior, y parecía realmente asustado.
Al salir del salón, tomé un mandil blanco y corrí a la calle. Y mientras los alumnos
dudaban entre salir de una vez o primero pedir permiso, me adelanté y pude
encontrar a Ubertino, en calzoncillos, a punto de doblar la esquina. Tenía la
mirada ida, el rostro desorientado.
Lo alcancé y lo cubrí con el mandil. Los alumnos llegaron enseguida. La
aglomeración era contraproducente para cualquier ayuda, así que solo me quedé
con dos alumnos, Julio Aguilar y Maritza Arévalo, y entre los tres llevamos a
Ubertino hasta su casa. Me imaginé que su padre estaría trabajando.
Los tres entraron al cuarto de Ubertino, al fondo de la casa. Yo me quedé
en la sala, mirándolo todo. Había crucifijos, virgenmarias, estampitas, santos de
todos los colores, velas semiconsumidas. Eso olía muy mal.
Ingresé al cuarto de la madre. Estaba dormida. Se inquietaba
constantemente. Tenía el hermoso rostro con extraños arañazos, como si hubiera
atravesado ramajes y enredaderas en huida violenta. Su vestido estaba ligeramente
rasgado. La cubrí con una sábana.
Cuando mis alumnos volvieron, tuve que tomar decisiones rápidas.
—Chicos, necesito la ayuda de ustedes.
—Sí, profe, usted mande.
—Maritza, corre donde el doctor Tuesta y dile que venga, de mi parte. Pero
al toque. Maritza salió disparada.
—Y tú, Julio, harás un trabajo más cansado. Vigilarás esta casa hasta la

hévere
P r fe C
P á g i n a |8

medianoche. A esa hora yo vendré a reemplazarte. Si la mamá de Ubertino sale


a algún sitio, la seguirás, de lejos, sin importar adónde vaya ni lo que pase.
No vas a intervenir en nada. Solo mirarás y nada más.
Sí, profe.

—Ahora vuelve al colegio. Yo estaré de vuelta apenas el doctor termine aquí.


Julio se cruzó en la puerta con el médico y luego desapareció con
Maritza, haciendo adiós con la mano. La idea de discreción no era su fuerte.

CUATRO

A la medianoche me encontré con mi alumno. Julio estaba totalmente


dormido en la esquina de enfrente, donde había un solar sin construir y mucho
espacio para estirar las piernas. Lo desperté topando su pie y abrió los ojos
como si no pasara nada.
—Profe, tengo mucho que contar.
—¿A qué hora te dormiste?
—Ni siquiera hace un minuto, profe. He estado más atento que una cámara de
vigilancia.
A ver, cuenta.
En ese momento se abrió la puerta de la casa que vigilábamos. Salió la
madre, con los hombros cubiertos con un chal. Era delgada, y tenía el pelo
lacio y negro. Caminó en dirección de la plaza de armas. Era todo un misterio
por resolver.
—¿La sigo yo o la sigue usted, profe?
Iba a mandarlo a casa a descansar, cuando nuevamente se abrió la puerta y esta
vez salió Ubertino, con polo blanco y zapatillas. Caminó en dirección contraria,
como quien se va al barrio El Huayco.
—Tú sigue a Ubertino. Yo seguiré a la madre.
—Profe, pero tengo que contarle lo que vi esta noche.
—Bueno, haz un resumen violento.
—La madre se ve con el cura, profe. La vi entrando a la iglesia.
—Más misterios para resolver.

hévere
P r fe C
P á g i n a |9

—Y Ubertino se va hasta la vieja parroquia abandonada, la que está casi


destruida, en el viejo camino a Tarapoto. Ahí lo vi entrar y encontrarse con alguien.
Después se fue corriendo.

Me detuve a pensar solo un segundo.


— Mejor tú sigue a la madre. Yo iré tras Ubertino.
Nos separamos en silencio. Nuestros objetivos estaban a la vista.
Sin embargo, julio volvió a mi lado de nuevo.
— Profe, olvidaba decirle que en la tarde llegó a la casa don Teobaldo, que es
curandero y a veces brujo. Se demoró bastante en irse. Ahora si me voy.
Seguí caminando, mientras pensaba. Atar cabos. Unir datos sueltos.
¿Qué significaba todo esto?
Ubertino caminó hasta la pista y bajó en silencio. Súbitamente,
desapareció. Era obvio que había ingresado al monte, entre matorrales y
trochas perdidas. Cuando ingresé también, oí sus pasos y el ruido que hacía al
aplastar la hierba. No era ningún bosque tupido. Solo chacras abandonadas o en
descanso, donde habían crecido la maleza y algunos árboles.
Sentí de pronto un escalofrío. Era el mismo lugar de hace algunas noches,
cuando bajaba de urgencia a Tarapoto luego de la huelga de los campesinos y
colectiveros, y tuve un encuentro extraño.
A lo lejos vi la vieja parroquia, sin techo, con paredes de adobe y mucha
maleza alrededor. Ubertino entró despacio. Desapareció.
La única manera de ver lo que pasaba era estar ahí, aunque me
descubriesen. Total, no se trataba de ninguna historia de criminales y asesinos.
Pero cuando me encontraba a punto de ingresar, apareció corriendo la
madre, gritando, con el pelo negro agitado por el viento y el chal ondulando como
una bandera tenebrosa.
—¡No, Ubertino, nooooo! —decía, repetía.

Me oculté de inmediato. Di un rodeo y trepé los adobes más altos. Había


una rama tupida que caía sobre los adobes y me ocultaba. Podía verlo todo.

Un hombre blanco, al que no reconocí, rubio y pálido, tenía abrazado del


cuello a Ubertino, que trataba de zafarse.

hévere
P r fe C
P á g i n a | 10

— ¡Tratos son tratos, mujer! —dijo el hombre, ceceando.


— Deja a mi hijo, maldito —dijo la madre. Cogió una piedra del suelo y
la levantó amenazante.
En situaciones así, lo normal habría sido revelarse como el héroe de la noche,
y de un salto liberar a Ubertino y arrojar al suelo al agresor.
Pero había muchas cosas que no entendía, y decidí esperar, hasta que los
hechos no me dieran otra opción más que intervenir.
Repentinamente, sentí una mano que tomaba mi pie y estuve a punto de dar
un grito histérico. Totalmente asustado, retiré el pie y me volví.
Era Julio, que me saludaba con la mano. Le hice silencio con un dedo en la
boca y subió a mi lado.
La madre se me escapó, profe. Fue a la iglesia y discutió con alguien. Se
oían gritos.
Después vino corriendo hasta aquí. Y se llama Diana.
 ¿Quién se llama Diana?
— La mamá del Ubertino, profe. La que está ahí. ¿Y conoce al que tiene bien
agarrado al Ubicho? Negué con la cabeza.
—Ya ve. Eso le pasa por no ir a la iglesia. Es el cura, profe. El cura español
de Lamas, que ya está como diez años por aquí. Es un gran vivo ese curita.
Me quedé pensando. Entonces, ¿con quién había discutido Diana, la
madre, en la iglesia? ¿Y por qué?
— ¡Joder! Vete a tu casa, mujer —decía el cura— Ubertino está bien aquí.
— Miserable —dijo Diana—. Deja a mi hijo ahora mismo o te rompo la cabeza.
Un nuevo personaje apareció repentinamente. No lo reconocí de inmediato.
Estaba encorvado, canoso. Su voz me era conocida: burlona, gangosa, cínica.

—Así no vale —dijo el recién llegado—. Si no cumples tu palabra, les va a ir


peor. A los dos.
Y agregó con gesto dramático, apuntando con un dedo:
—Especialmente al chico.
La mujer bajó los brazos. Se estaba rindiendo. Era el momento de actuar.
Aunque, sinceramente, todavía faltaba mucho para saber. O quizá ya estaba todo
claro.

hévere
P r fe C
P á g i n a | 11

Si ese cura no era un pedófilo, entonces yo era un extraterrestre. Y los tratos entre
un brujo abusivo y un pedófilo ya estaban bastante claros.
¡Brujo Churumpi, desgraciado! —grité. Y de un salto caí sobre él.

CINCO
Ubertino tuvo la suficiente fortaleza de ánimo para forcejear, patear hacia atrás
y liberarse de su captor. Enseguida corrió hacia su madre, protegiéndola.
—¡Profe, cuidado! —dijo el muchacho, justo cuando el brujo Churumpi me
asestaba una patada en la boca del estómago.
Caí de espaldas y me hice un ovillo. En esos momentos, cuando falta el aire
y es difícil respirar, uno queda expuesto al enemigo. El brujo aprovechó para
patearme nuevamente, esta vez en la espalda. Yo solo atiné a cubrirme la cabeza
con los brazos.
Pero no estaba todo perdido. Diana se abalanzó enfurecida contra el brujo
y lo arrastró de los pelos. El brujo cayó al suelo, pero no dejaba de mirarme. No
quería perder a su presa. Sin embargo, esos segundos de distracción fueron
suficientes para recobrar el aliento. Me puse de pie de un salto. El brujo
retrocedió. Me abalancé contra él y lo molí a puñetazos.
—¡No me pegue, por favor, no me pegue! —repetía.
Recordé al cura, y me volví. Pero no estaba.
¿Dónde está el cura? —dije.
—Desapareció —dijo Diana, mirando de un lado a otro.
—Estaba aquí hace un rato —murmuró Ubertino.
Entonces volvió nuevamente la figura que hubiera querido olvidar. Esa
especie de caballo demoníaco, negro, tan negro como aquello que nuestros ojos no
pueden ver.
El salvaje animal se lanzó contra nosotros, levantando sus patas delanteras
y relinchando, y nos echamos hacia atrás. Volvió a atacarnos. Sus Ojos parecían
pedazos de carbones encendidos al rojo vivo, y miraban con odio, con infinito odio.
Corrimos de una pared a otra. El brujo Churumpi, que se encontraba
agazapado en un rincón, se arrastró rápidamente y ganó la salida.
-¡Se escapa el brujo, profe! —gritó Ubertino.

hévere
P r fe C
P á g i n a | 12

El animal enfurecido pareció entender esas palabras y corrió a cubrir la


salida. Desde ahí, se encabritó, nos amenazó con sus patas delanteras, bufando.
—¡Agarren piedras! ¡Todos! —grité.
Arrojamos las piedras, que cayeron contra su lomo, sus ancas y sus patas. El
animal relinchó con un sonido tan agudo, que nos paralizó. Jamás había oído
semejante ruido, mezcla de grito animal y eco de ultratumba.
Diana se abrazó a mí, llorando. En su mirada había una súplica.
Levanté una piedra y afiné la puntería. El animal parecía calentar el
hocico, pues ya salían humos y brasas cercanas. Entonces arrojé la Piedra, directo
a la cabeza. El golpe fue violento y cayó cerca del ojo. Vi que la sangre saltaba.
La bestia se encabritó de dolor, bajó la cabeza, se sacudió. Volvimos a arrojar
más piedras y el animal se batió en retirada. Salió a todo galope.
Nosotros salimos detrás de él. Era curioso oírlo galopar. No era el sonido
de los cascos sobre la tierra, sino sobre piedras o calzadas, tan nítidamente que
intimidaban. Eran sonidos para asustar El pavor nos unió en esos momentos.
Sudábamos a chorros. Diana tenía el rostro ensangrentado, y yo también. La
mirada atenta de Ubertino me espabiló un poco.
—Profe, mire —dijo Ubertino.
El brujo Churumpi arrojaba sal alrededor de la runamula, que no podía
salir del círculo trazado en tierra. Recordé haber visto a la runamula en esa misma
situación hacía varias noches. El brujo dominaba a la bestia.
Diana me tomó del brazo. Estaba llorando. —Ese cura maldito es la runamula,
profesor —me dijo, con palabras entrecortadas.
—Es lo que suponía —murmuré.
—Quería estar con mi hijo, y como yo me lo enfrenté, me mandó con ese brujo
malero para amenazarme con que nos mataría con brujerías. Y me hacía ir por las
noches a verlo. Me hicieron tomar un brebaje que me quitó la voluntad. Y hoy,
después de que se fue el médico que usted trajo y que no pudo ayudarme en
nada, hice llamar a un curandero, don Teobaldo. Él sí me curó. Y me advirtió
que no debía tomar nada, porque todo eran porquerías del brujo malvado.
La miré con compasión. Mientras el brujo seguía arrojando sal a la bestia,

hévere
P r fe C
P á g i n a | 13

teníamos unos segundos para explicaciones.


—Ese brujo dañino a muchas mujeres ha obligado a estar con él. Y
quería que yo también fuese su mujer. Pero desde que murió mi esposo, yo no
quiero estar con nadie, profesor. Nadie me puede obligar.
Se abrazó a mí. Lloraba inconteniblemente.
—Ese cura, profe, ha estado con muchos niños —dijo Ubertino—. Lo que hace
no tiene nombre.
Lo que me contaban era lo que más o menos había intuido.
—¿Pero por qué estaban aquí? ¿Qué hacías en la iglesia —interrogué a
Diana— y tú aquí, Ubertino? ¿Por qué caminabas desnudo por la calle?
—La mujer se calmó. Arrugó las cejas. Le estaba invadiendo la furia. Nos
dieron de tomar brebajes, diciendo que era bueno. Nos estaban embrujando,
profesor.
—La gente creía que la runamula eras tú, Diana —dije—, y que estabas
engañando a tu esposo y por eso en el día tenías la cara arañada, y estabas como
ida. No sabíamos que tu esposo había muerto.
La mujer apretó los puños. La comprendí. Una viuda valiente.
—Yo solo tomé una vez, profe —dijo Ubertino—. Y no recuerdo nada. ¿Yo he
caminado calato por las calles?
No pudimos agregar nada más.
El brujo Churumpi nos había rodeado y, sin que nos diéramos cuenta,
había echado sal alrededor de nosotros para que no pudiéramos escapar. Reía
como un perro. Adiviné que su intención era liberar a la runamula y lanzarla sobre
nosotros, que esta vez no tendríamos escapatoria. Pero yo no creía en esas cosas.
Así que me encaminé para salir del círculo y sentí que no podía dar un paso más.
Ni siquiera pude saltar, porque no solo era la imposibilidad de caminar fuera
del círculo, sino además la ausencia repentina de fuerzas. Me sentía como
alguien que ha dejado de luchar y se resigna a ser aplastado por los acontecimientos.
Diana me tomó de un brazo y Ubertino abrazó a su madre. Los tres
habíamos perdido, repentinamente, la voluntad.
El brujo Churumpi barrió con el pie el círculo que aprisionaba a la runamula
y esta se lanzó contra nosotros. Apenas pudimos cubrirnos con los brazos y caer en
tierra.
La runamula comprendió que estábamos a su merced y detuvo el segundo
hévere
P r fe C
P á g i n a | 14

ataque. Dio vueltas en medio del círculo de sal donde también estaba atrapada y
lanzó su relincho macabro. Nos cubrimos los oídos. Era un chillido espantoso,
insoportable, que inmovilizaba.

Luego desató su arma terrible. Mientras bravuconeaba y relinchaba sola `en el


ruedo, esta vez lanzando coces con las patas traseras y saltando furiosamente,
arrojó el primer escupitajo de fuego rojizo sobre la hierba, que se incendió
violentamente y quedó carbonizada al instante.
Terrible amenaza para nosotros.
Fue en ese momento en que oímos un ruido seco, como de un coco al ser
golpeado. Volvimos rápidamente la cabeza y descubrimos a Julio, mi alumno,
con un leño en una mano. Había golpeado en la cabeza al brujo Churumpi.
Un golpe seco, y el brujo cayó al suelo.
La runamula se estremeció y lanzó su chillido terrorífico.
Quise hablar, pero no pude. Ubertino tuvo más fuerzas que yo.
- Quita la sal —dijo.
Diana hizo señas con las manos, en señal de barrer el piso, indicando con
la mano la sal a nuestro alrededor.
—Pero he traído gasolina —dijo Julio—, levantando una galón anaranjado en
una mano.
Me paré frente a él, con los ojos furiosos y las manos en las caderas. Recién
entonces Julio comprendió nuestra emergencia.
Pateó las líneas de sal en diferentes puntos y sentimos que volvíamos a nacer.
Pero el primero en salir del círculo maldito fue la runamula, que se
abalanzó furibunda contra Julio y lo hizo trastabillar y caer. Si echaba fuego
en ese momento, lo iba a carbonizar en menos de un segundo. Por suerte, las
malas intenciones de la bestia fueron distraídas por el brujo Churumpi, que se
puso de pie tambaleante, cerca de la runamula.
El animal retrocedió y miró con furia al viejo brujo. Levantó las patas
delanteras y le lanzó coces violentas que parecieron romperle el cráneo. Cuando el
brujo Churumpi cayó inmóvil, la runamula le lanzó su soplo maldito. Una llama
intensa surgió de sus fauces y envolvió al brujo caído. Y mientras el fuego veloz
transformaba el cuerpo del brujo en una masa informe y negra, tuve una idea. Corrí
hévere
P r fe C
P á g i n a | 15

hacia la galonera, que tenía la boca ancha y estaba destapada, y arrojé la


gasolina contra la runamula. Esta vez el animal comenzó a arder en un fuego
distinto, amarillo, fulgurante. La gasolina era implacable.
La runamula primero pateó al aire para apagarse, pero fue inútil. Su
relincho maldito me dejó sordo durante unos segundos. Nos alejamos de esas
llamas en movimiento.
La bestia herida no dejaba de chillar. Y emprendió una rápida carrera a
través del campo. Su galope era nítido, como si corriera por una pista de
piedras, y daba mucho miedo. Al poco rato la vimos desaparecer por una bajada.
Y dejamos de oír sus galopes, y la luz lejana de las llamas desapareció.
—Increíble —dije.
Julio y Ubertino se palmearon, se sacudieron la ropa, se dieron la mano.
Diana me abrazó.
—Gracias, profesor —murmuró.
Y emprendimos la subida.
Lamas, la hermosa ciudad de los tres pisos, nos esperaba nuevamente.

hévere
P r fe C
P á g i n a | 16

VOCABULARIO
Ancas: muslos. En animales, patas traseras.
-Ateo: que no cree en la existencia de un dios.
Averno: infierno.
-Ayapullito: ave agorera, cuyo canto es interpretado por los shamanes y curanderos, pues
se cree que predice el futuro.
-Balbucear: hablar pronunciando con dificultad, de forma entrecortada.
-Bravuconear: amenazar con actitud arrogante, para intimidar.
-Bufar: resoplar con ira y enojo.
Bufeo: también llamado delfín rosado, habita las aguas del Amazonas. Es el delfín de
río más grande que existe.
-Caracolear: dar vueltas cerradas, particularmente un caballo.
-Chullachaqui: maligno duende que habita la selva amazónica.
-Coz: golpe que dan algunos animales con sus patas.
-Detractor: adversario, que se opone o no está de acuerdo con alguien o algo y lo critica.
-Encabritarse: de un caballo, que se alza sobre sus patas traseras.
Espabilar: avivarse, salir del aturdimiento.
-Fauces: parte interna posterior de la boca de los mamíferos, desde el paladar hasta el esófago.
-Fulgurante: que despide rayos de luz, brillante, resplandeciente.
Gangoso: de sonido nasal.
-Hacerse un ovillo: encogerse, contraerse.
Huito: árbol selvático nativo de Sudamérica cuyo fruto, que lleva el mismo nombre, tiñe
fuertemente de negro.
Lamisco: natural de la provincia de Lamas, ubicada en el departamento de San Martín, en
Perú.
-Luciérnaga: insecto bioluminescente, capaz de emitir luz.
Macabro: relacionado con la muerte y el horror, por lo que genera rechazo.
-Malero: se dice de aquellos brujos que realizan hechizos dañinos, destinados a perjudicar a
otras personas.
-Pavor: espanto, miedo intenso.
-Pedófilo: persona adulta que siente atracción sexual hacia niños o adolescentes.
-Repantigarse: acomodarse en un asiento, apoltronarse.
Solar: terreno vacío donde se edificará una construcción.
-Trastabillar: tropezar.
-Trocha: camino de tierra abierto entre la maleza.
Tunche: terrible ser maligno que habita las profundidades de la selva amazónica.
-Tupido: que sus componentes están muy juntos y apretados.

hévere
P r fe C

Vous aimerez peut-être aussi