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Hoyle Fred Hoyle

La nube
negra


in octavo
2015
Este libro se publica y ofrece gratuitamente a
los suscriptores de In Octavo, con el único pro-
pósito de su puesta a disposición, en el mismo
sentido en que lo haría una biblioteca pública.
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In Octavo

inoctavo.com.ar
Fred Hoyle

La nube
negra


in octavo
2015
 La nube negra
Noticia

En forma coincidente, y en cierto modo azarosa,


astrónomos de los Estados Unidos y Gran Bretaña
descubren una insólita anomalía en el espacio exte-
rior: una especie de nube de características impre-
cisas, y en todo caso nunca vistas, avanza direc-
tamente hacia el sistema solar a una velocidad que
pone los pelos de punta. ¿Qué puede pasar con la
Tierra, con la vida en la Tierra, si esa nube se inter-
pone entre nuestro planeta y el Sol? Sin quererlo los
científicos se encuentran en el centro de la escena y,
por primera vez, con cierto poder de decisión sobre
acontecimientos públicos. Así como van encontrando
respuestas que son a la vez aterradoras y fascinantes,
se les plantean complejos dilemas de responsabilidad
social: ¿hasta dónde pueden compartir sus hallazgos
con los líderes mundiales y la opinión pública, dicho
de otro modo, con la política y la prensa?
Cuando se publicó esta novela en 1957 el autor era
una de las personalidades más reconocidas del
mundo de la ciencia. Naturalmente, esa conjunción
de ciencia y ficción hizo que La nube negra fuera
encasillada de entrada en el género de moda a
mediados del siglo XX: la ficción científica, ahora
llamada con mayor propiedad literatura espe-
culativa. En efecto, su trama avanza conducida por
la necesidad vital de comprender la naturaleza de
esa misteriosa nube, y en su desenlace interviene de
4
 La nube negra
manera decisiva ese afán insaciable de saber que
distingue a la especie. Pero hay más en esta novela
que ficción científica: hay crítica a la academia y a
la política, hay apasionadas discusiones sobre el
origen y la naturaleza del Universo, y por fin hay
sátira y hay humor, del tipo que nos recuerda que
estamos frente a un autor británico. Hay por cierto
personajes memorables y una intriga atrapante que
hace difícil interrumpir la lectura.
Al matemático y astrofísico Fred Hoyle (1915-2001)
se le debe la expresión big bang, hoy generalizada
para describir la teoría del origen del Universo a
partir de un estallido primordial, pero que él empleó
para burlarse de ella. Su mayor contribución a la
ciencia tuvo que ver con el origen de los elementos, y
se le negó el Nobel porque su personalidad arrogante
y desdeñosa de las convenciones académicas no
resultó del agrado del comité de selección. De su
producción científica, In Octavo ha publicado Al
comienzo del tiempo, un ensayo de 1959 sobre la
situación de la cosmología. La nube negra fue su
primera incursión literaria, seguida por una vein-
tena de narraciones, obras teatrales y guiones. A for
Andromeda (1962) y su continuación The Androme-
da Breakthrough (1965), Rockets in Ursa Major
(1969) y su continuación Into Deepest Space (1974),
además de Fifth Planet (1963) y Seven Steps into
the Sun (1970), son otras de sus novelas destacadas.
El Editor

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 La nube negra

Índice

Prefacio
Prólogo
I Escenas preliminares
II Encuentro en Londres
III Paisaje californiano
IV Actividades surtidas
V Nortonstowe
VI Se acerca la Nube
VII Llegada
VIII Cambios para bien
IX Razonamiento riguroso
X Comunicados
XI Los cohetes de hidrógeno
XII Nota de despedida
Conclusión
Epílogo

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Prefacio

Espero que mis colegas científicos disfruten de


esta travesura; al fin y al cabo no hay nada aquí que
razonablemente no pudiese haber ocurrido.
Dado que en el relato se mencionan cargos insti-
tucionales que existen realmente, me he esforzado
al máximo para asegurarme de que los personajes
asociados con ellos no remitan en absoluto a quienes
efectivamente los ocupan.
Es habitual identificar las opiniones enérgica-
mente expresadas por algún personaje con las del
autor. A riesgo de parecer trivial, quisiera dejar
asentado que esa identificación bien puede carecer
de fundamentos.

F.H.
Prólogo

El episodio de la Nube Negra siempre me resultó


fascinante. La tesis que me valió una beca en el
Queen’s College de Cambridge tuvo que ver con al-
gunos aspectos de ese acontecimiento épico. Para mi
beneplácito, ese trabajo fue publicado posteriormen-
te, con las debidas modificaciones, como un capítulo
de la Historia de la Nube Negra, de sir Henry Clay-
ton.
Por eso no fue demasiado sorprendente que sir
John McNeil, nuestro desaparecido académico hono-
rario y médico de nota, me hubiese legado al morir
una voluminosa colección de documentos relaciona-
dos con su particular experiencia personal respecto
de la Nube. Lo que sí resultó sorprendente, sin em-
bargo, fue la carta que acompañaba esos papeles.
Decía así:
Queen’s College, 19 de agosto de 2020

Mi estimado Blythe:

Confío en que sabrá perdonar a un anciano que


ocasionalmente supo reírse en privado de algunas
especulaciones de usted en relación con la Nube
Negra. Ocurrió que durante la crisis me encon-
 La nube negra
traba yo en una posición que me permitió ente-
rarme de la verdadera naturaleza de la Nube.
Por varias razones muy atendibles, esta informa-
ción nunca se hizo pública y parece ser desconoci-
da por los redactores de historias oficiales (¡sic!).
Ha sido para mí motivo de mucha angustia inte-
lectual decidir si eso que sé debía desaparecer
conmigo o no. En ese predicamento, he decidido
transferir a usted mis dificultades e indecisiones.
Creo que éstas le resultarán más entendibles
cuando haya leído mi manuscrito, que, dicho sea
de paso, he redactado en tercera persona, de mo-
do de no entrometerme demasiado en el relato.
Además del manuscrito, le dejo un sobre que con-
tiene un rollo de cinta perforada. Le ruego que la
conserve con el mayor cuidado hasta que haya
llegado a comprender su importancia.
Sinceramente,

John McNeil

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Capítulo I
Escenas preliminares

Eran las ocho en el meridiano de Greenwich. Co-


menzaba a levantarse en Inglaterra el sol invernal
del 7 de enero de 1964. A lo largo y a lo ancho del
país las personas temblaban en casas mal calefac-
cionadas mientras leían los diarios de la mañana,
tomaban el desayuno y se quejaban del tiempo, que,
a decir verdad, había sido espantoso últimamente.
En dirección sur, el meridiano de Greenwich pa-
sa por el oeste de Francia, sobre los Pirineos cubier-
tos de nieve, y a través del extremo oriental de Es-
paña. Luego sigue hacia el oeste de las islas Balea-
res donde la gente lista del norte pasa las vacacio-
nes de invierno: en cualquier playa de Menorca bien
pudo haberse visto un alegre grupo al regresar de
un baño matutino. Y luego el norte de África y el
Sahara.
El meridiano de referencia se dirige entonces ha-
cia el ecuador a través del Sudán francés, Ashanti y
Costa de Oro, donde se estaban levantando nuevas
plantas de aluminio a lo largo del río Volta. Desde
ese lugar se proyecta sobre una vasta extensión
oceánica que no se interrumpe hasta llegar a la An-
 La nube negra
tártida. Allí andaban codo con codo expediciones de
una decena de países.
Toda la tierra al este de esta línea, hasta Nueva
Zelanda, volvía la cara al sol. En Australia se acer-
caba la noche. Largas sombras atravesaban el cam-
po de cricket en Sídney. Se lanzaban las últimas pe-
lotas del día en un partido entre Nueva Gales del
Sur y Queensland. En Java, los pescadores ultima-
ban los preparativos para el trabajo de la noche.
Sobre gran parte de la enorme cuenca del Pacífi-
co, sobre América, y sobre el Atlántico era de noche.
En Nueva York eran las tres de la mañana. La ciu-
dad resplandecía de luces, y todavía había bastante
tránsito a pesar de una nevada reciente y del viento
frío que soplaba del noroeste. Y en ningún lugar de
la tierra en ese momento había más actividad que
en Los Ángeles. La noche aun era joven allí, las doce
en punto: los bulevares estaban llenos de gente, las
autopistas llenas de autos, y los restaurantes bas-
tante llenos todavía.
Unos doscientos kilómetros al sur, los astróno-
mos de Monte Palomar ya habían comenzado el tra-
bajo nocturno. Pero aunque la noche era clara y las
estrellas brillaban desde el horizonte al cenit, desde
el punto de vista del astrónomo profesional las con-
diciones eran pobres, la “vista” era mala: había mu-
cho viento a gran altura. De modo que nadie lamen-
tó hacer los instrumentos a un lado para ocuparse
del bocadillo de medianoche. Más temprano, cuando
las perspectivas para la noche ya parecían bastante
11
 La nube negra
dudosas, habían acordado reunirse en el domo del
Schmidt de 48 pulgadas.
Paul Rogers recorrió los cuatrocientos metros
más o menos que separaban el telescopio de 200 pul-
gadas del Schmidt y se encontró con que Bert Emer-
son ya estaba dando cuenta de un plato de sopa.
Andy y Jim, los ayudantes del turno noche, andaban
por su parte muy atareados en la cocina.
—Perdón por haber empezado —dijo Emerson—,
pero parece que ésta va a ser una noche totalmente
perdida.
Emerson trabajaba en un relevamiento especial
del cielo, y su tarea requería buenas condiciones de
observación.
—Estás de suerte, Bert. Parece que vas a tener
otra jornada breve.
—Voy a esperar una hora, más o menos. Si no
mejora, me iré.
—Sopa, pan con mermelada, sardinas, y café —
anunció Andy—. ¿Qué prefieres?
—Un tazón de sopa y una taza de café, gracias —
respondió Rogers.
—¿Qué vas a hacer con el de 200 pulgadas?
¿Usar la cámara oscilante?
—Sí, puedo arreglármelas muy bien esta noche.
Hay varias transferencias que quiero terminar.
Los interrumpió Knut Jensen, que había cami-
nado una distancia algo mayor, desde el Schmidt de
18 pulgadas.
12
 La nube negra
Emerson lo saludó.
—Hola, Knut. Hay sopa, pan con mermelada,
sardinas, y el café de Andy.
—Creo que voy a empezar con sopa y sardinas,
por favor.
El joven noruego, que era algo bromista, tomó un
bol con crema de tomate, y empezó a descargar en él
media docena de sardinas. Los demás lo miraban
asombrados.
—¡Judas, el muchacho debe tener hambre! —dijo
Jim.
Knut levantó la vista, haciéndose el sorprendido.
—¿Nunca comieron sardinas así? Ah, pero enton-
ces no saben comer sardinas. Prueben, les va a gus-
tar.
Después de haber llamado de algún modo la
atención, agregó:
—Antes de entrar me pareció haber olido un zo-
rrino.
—Sería un buen acompañamiento para ese men-
junje que estás comiendo, Knut —dijo Rogers.
Cuando las risas se apagaron, Jim preguntó:
—¿Se enteraron del zorrino que tuvimos hace
quince días? Soltó gas cerca de la toma de aire del
200 pulgadas. Antes de que pudieran parar la bom-
ba, el lugar ya estaba saturado. Apestaba al cien por
ciento. En ese momento debía haber más de doscien-
tos visitantes dentro del domo.
13
 La nube negra
—Suerte que no cobramos entrada —bromeó
Emerson—, de lo contrario el Observatorio se iría a
la quiebra pagando compensaciones.
—Pero mala suerte para las tintorerías —añadió
Rogers.
***
En su camino de regreso al Schmidt de 18 pulga-
das, Jensen se detuvo para escuchar el viento entre
los árboles del lado norte de la montaña. La seme-
janza con sus colinas natales desató una inconteni-
ble ola de nostalgia, de anhelo de volver a estar con
su familia, de estar con Greta. A los veinticuatro
años, se encontraba en los Estados Unidos con una
beca de estudios por dos años. Prosiguió la marcha,
procurando desprenderse de lo que le pareció un es-
tado de ánimo ridículo. Racionalmente, carecía de
motivo alguno para el desaliento. Todos lo trataban
con mucha amabilidad, y tenía un trabajo idealmen-
te adecuado para un principiante.
La astronomía es amable con los que dan sus pri-
meros pasos. Hay muchas tareas para hacer, tareas
que pueden conducir a resultados importantes pero
que no requieren gran experiencia. La de Jensen era
una de ellas. Buscaba supernovas, estrellas que es-
tallan con asombrosa violencia. Razonablemente, a
lo largo de un año podía encontrar una o dos. Dado
que nada anticipaba cuándo podía ocurrir un estalli-
do, ni en qué parte del cielo, lo único que cabía hacer
era continuar fotografiando toda la bóveda, noche
tras noche, mes tras mes. Algún día tendría un gol-
14
 La nube negra
pe de suerte. Es cierto que si llegaba a encontrar
una supernova ubicada no demasiado lejos en las
profundidades del espacio, entonces manos más ex-
perimentadas que las suyas se harían cargo del tra-
bajo. En lugar del Schmidt de 18 pulgadas, se apli-
caría todo el poder del enorme 200 pulgadas para
revelar los espectaculares secretos de esas extrañas
estrellas. Pero en cualquier caso a él le corresponde-
ría el honor del primer descubrimiento. Y la expe-
riencia que estaba recogiendo en el mayor observa-
torio del mundo iba a servirle de mucho cuando vol-
viera a casa, había buenas probabilidades de conse-
guir un empleo. Entonces él y Greta podrían casar-
se. Al fin y al cabo, ¿qué demonios lo preocupaba? Se
acusó de ser un tonto, que se dejaba inquietar por
un viento en la ladera de una montaña.
Para entonces ya había llegado a la cabaña que
albergaba al pequeño Schmidt. Apenas entró, con-
sultó sus apuntes para ver cuál era la sección del
cielo que debía fotografiar a continuación.
Fijó entonces la dirección apropiada, al sur de la
constelación de Orión: era el único momento del año,
mediados del inverno, en que esa región en particu-
lar podía observarse. El paso siguiente era comen-
zar la exposición. Y luego sólo quedaba esperar que
la alarma del reloj marcara su fin. No había otra co-
sa que hacer que mantenerse a la espera en la oscu-
ridad, y dejar que la mente vagara a su gusto.
Jensen trabajó hasta el amanecer, una exposi-
ción tras otra. Aún así, su tarea no había terminado.

15
 La nube negra
Todavía tenía que revelar las placas que se habían
acumulado durante la noche. Esto requería una cui-
dadosa atención. Un error en esta etapa malograría
horas de trabajo duro, y era algo impensable.
Normalmente habría postergado este paso últi-
mo y exigente. Normalmente se habría retirado al
dormitorio, se habría echado unas cinco o seis horas
de sueño, habría desayunado al mediodía, y sólo en-
tonces habría emprendido la tarea del revelado. Pe-
ro estaba al final de una “tanda”. La luna se levan-
taba ahora al anochecer, y eso imponía el cese de las
observaciones durante una quincena, ya que la bús-
queda de supernovas no podía hacerse durante la
primera mitad del mes, cuando la luna estaba pre-
sente en el cielo nocturno: ocurría simplemente que
la luna reflejaba tanta luz que las sensibles placas
que utilizaba se habrían velado sin remedio.
De modo que este día en particular debía regre-
sar a las oficinas del Observatorio en Pasadena, a
unos 200 kilómetros. El transporte a Pasadena par-
tía a las once y media, de modo que el revelado de-
bía ser completado antes de esa hora. Jensen decidió
que lo mejor era hacerlo de inmediato. Entonces po-
dría dormir cuatro horas, tomar un desayuno rápi-
do, y estar listo para el viaje de regreso a la ciudad.
***
Todo resultó como lo había planeado, pero era un
joven muy cansado el que ese día viajaba hacia el
norte en el vehículo del Observatorio. Iban tres per-
16
 La nube negra
sonas: el conductor, Rogers y Jensen. A Emerson to-
davía le quedaban dos noches de trabajo. A los ami-
gos de Jensen en Noruega, cruzada por los vientos y
cubierta de nieve, les habría sorprendido saber que
pasó durmiendo todo el trayecto entre los kilómetros
de naranjales que flanqueaban el camino.
Al día siguiente Jensen durmió hasta tarde, y
cuando llegó a las oficinas del Observatorio ya eran
las once. Tenía por delante más o menos una sema-
na de trabajo, para examinar las placas tomadas du-
rante la última quincena. Lo que debía hacer era
comparar sus últimas observaciones con otras pla-
cas que había tomado el mes anterior. Y hacerlo se-
paradamente para cada pedacito de cielo.
De modo que a esa hora avanzada de la mañana
del 8 de enero de 1964, Jensen se encontraba en el
subsuelo del edificio del Observatorio instalando un
instrumento conocido como el “parpadeante”. Como
su nombre lo indica, el parpadeante era un aparato
que le permitía observar primero una placa, luego
otra, luego vuelta a la primera, y así en rápida suce-
sión. De este modo, cualquier estrella que hubiese
cambiado de manera notable durante el intervalo
que mediaba entre la toma de las dos placas se des-
tacaba como un punto luminoso intermitente o par-
padeante, mientras que por otro lado la vasta mayo-
ría de estrellas que no habían cambiado permane-
cían perfectamente estables. Así era posible detectar
con comparativa facilidad la única estrella que ha-
bía cambiado entre una decena de miles. Se ahorra-
17
 La nube negra
ba un enorme trabajo porque no era necesario exa-
minar cada estrella por separado.
La preparación de las placas que se iban a usar
en el parpadeante exigía un cuidado extremo. No só-
lo debían ser tomadas con el mismo instrumento,
sino en la medida de lo posible en condiciones idén-
ticas. Debían tener el mismo tiempo de exposición y
su revelado debía ser tan parejo como el astrónomo
que realizaba la observación pudiese lograrlo. Esto
explica por qué Jensen había sido tan cuidadoso con
las exposiciones y el revelado.
Ahora la mayor dificultad consistía en que las
estrellas en explosión no son las únicas que mues-
tras cambios; hay varias clases de estrellas intermi-
tentes, todas las cuales “parpadean” de la manera
que acaba de ser descripta. Esas intermitencias co-
rrientes debían ser verificadas por separado y elimi-
nadas de la búsqueda. Jensen había estimado que
probablemente tendría que verificar y eliminar gran
parte de las diez mil intermitentes habituales antes
de encontrar una supernova. La mayoría de las ve-
ces, bastaba un breve examen para eliminar a una
de esas intermitentes, pero a veces había casos du-
dosos. Entonces debía recurrir a un catálogo de es-
trellas, y esto implicaba determinar la posición
exacta de la estrella en cuestión. En resumidas
cuentas tenía mucho trabajo que hacer antes de aca-
bar con su pila de placas, trabajo bastante tedioso
por cierto.
***

18
 La nube negra
Para el 14 de enero ya casi había terminado con
toda la pila. Al anochecer decidió volver al Observa-
torio. Había pasado la tarde en el Instituto de Tec-
nología de California (Caltech) donde se dictaba un
interesante seminario sobre la cuestión de los bra-
zos en espiral de las galaxias. Se había armado toda
una discusión después del seminario. En verdad, él
y sus amigos habían debatido el tema durante la co-
mida y luego en el viaje de regreso al Observatorio.
Pensó que tendría que ocuparse del último grupo de
placas, las que había tomado en la noche del 7 de
enero.
Terminó con la primera de la tanda. Resultó un
trabajo complicado. Otra vez, cada una de las
“posibilidades” se resolvía en una intermitencia co-
mún y corriente. Se iba a sentir aliviado cuando ter-
minara el trabajo. Era mejor estar en la montaña al
pie de un telescopio que forzando la vista con ese
maldito instrumento, pensó, mientras se inclinaba
sobre el ocular. Pulsó el interruptor y el segundo par
se iluminó en el campo visual.
Un instante después Jensen estaba manoteando
las placas, sacándolas de sus bastidores. Las llevó a
la luz, las examinó durante largo rato, volvió a colo-
carlas en el parpadeante, y volvió a pulsar el inte-
rruptor. En medio de un nutrido campo de estrellas
había una enorme mancha oscura, casi exactamente
circular. Pero era el anillo de estrellas que rodeaba
esa mancha lo que le resultó más asombroso. Allí es-
taban, parpadeando, intermitentes, todas. ¿Por qué?
No pudo encontrar una respuesta satisfactoria para
19
 La nube negra
esa pregunta, porque nunca jamás había visto u oí-
do nada semejante.
Jensen se dio cuenta de que no podía continuar
con el trabajo. Estaba demasiado excitado con ese
descubrimiento singular. Sentía que debía comen-
tarlo con alguien. La persona indicada, naturalmen-
te, era el doctor Marlowe, uno de los más veteranos
miembros del grupo. La mayoría de los astrónomos
se especializa en tal o cual de las muchas facetas
que ofrece su ocupación. Marlowe también tenía su
especialidad, pero era sobre todo un hombre de in-
mensos conocimientos generales. Tal vez debido a
ello cometía menos errores que la mayoría. Estaba
dispuesto a conversar de astronomía a cualquier ho-
ra del día o de la noche, y hablaba con el mismo en-
tusiasmo a cualquiera, fuese un científico distingui-
do como él mismo o un joven en los primeros pelda-
ños de su carrera. Era natural, por lo tanto, que
Jensen quisiera comentar con Marlowe su extraño
hallazgo.
Colocó cuidadosamente en una caja las dos pla-
cas en cuestión, apagó los equipos eléctricos y las lu-
ces del subsuelo, y se encaminó hacia la cartelera
que estaba frente a la biblioteca. El siguiente paso
fue consultar la lista de observaciones. Descubrió
con satisfacción que Marlowe no había ido a Monte
Palomar ni a Monte Wilson. Pero, por supuesto,
quedaba la posibilidad de que hubiese salido. Jen-
sen andaba con suerte, sin embargo, porque una lla-
mada telefónica bastó para comprobar que Marlowe
20
 La nube negra
estaba en su casa. Cuando le explicó que quería co-
mentarle algo extraño que se había presentado,
Marlowe dijo:
—Ven enseguida, Knut, estaré esperándote...
No..., está bien... No estaba ocupado con nada en
particular.
***
Dice mucho sobre el estado de ánimo de Jensen
el hecho de que pidiera un taxi para ir hasta la casa
de Marlowe. Un estudiante con una asignación
anual de dos mil dólares no viaja normalmente en
taxi. Y esto era particularmente así en el caso de
Jensen. Para él las economías eran importantes por-
que quería recorrer los diferentes observatorios de
los Estados Unidos antes de regresar a Noruega, y
además tenía que comprar algunos regalos. Pero en
esta ocasión la cuestión del dinero ni se le cruzó por
la cabeza. Viajó hacia Altadena aferrando su caja de
placas y preguntándose si existía la posibilidad de
que se estuviera poniendo en ridículo. ¿Habría co-
metido algún error estúpido?
Marlowe lo esperaba.
—Pasa —dijo—. Sírvete una bebida. Las toman
fuertes en Noruega, ¿verdad?
Knut sonrió.
—No tanto como usted cree, doctor Marlowe.
Marlowe condujo a Jensen hasta una mecedora
que estaba junto al hogar de leños (tan añorado por
21
 La nube negra
muchos que viven en casas con calefacción central),
y después de retirar un enorme gato de un segundo
asiento, se sentó también.
—Suerte que llamaste, Knut. Mi esposa salió es-
ta noche, y no sabía qué hacer con mi tiempo.
Entonces, como era típico en él, fue derecho al
grano; la diplomacia y las sutilezas políticas le eran
desconocidas.
—Bueno, ¿qué tienes allí? —dijo señalando la ca-
ja amarilla que Jensen traía consigo.
Con cierta timidez, Knut extrajo la primera de
sus dos fotografías, que había sido tomada el 9 de
diciembre de 1963, y se la entregó sin comentarios.
Pronto se sintió gratificado por la reacción.
—¡Dios mío! —exclamó Marlowe—. Tomada con
el de 18 pulgadas, supongo. Sí, veo que lo anotaste
en un costado de la placa.
—¿Le parece que hay algún error?
—Ninguno, por lo que veo —Marlowe extrajo
una lupa del bolsillo y revisó cuidadosamente toda
la placa.
—Se la ve perfectamente bien. Sin defectos.
—Dígame qué es lo que lo ha sorprendido tanto,
doctor Marlowe.
—Bueno, ¿no era esto lo que querías que viera?
—No en sí mismo. Es la comparación con una se-
gunda placa que tomé un mes después lo que me re-
sulta extraño.
22
 La nube negra
—Pero esta primera es bastante curiosa —dijo
Marlowe—. ¡Y la tuviste guardada durante un mes
en tu cajón! Lástima que no me la mostraste de in-
mediato. Pero, claro, no tenías por qué saberlo.
—No entiendo sin embargo qué es lo que le sor-
prende tanto en esta placa.
—Bueno, mira esta mancha circular. Evidente-
mente se trata de una nube obscura que oculta la
luz de las estrellas que se encuentran detrás. Estos
glóbulos no son raros en la Vía Láctea, pero por lo
general se trata de cosas pequeñas. ¡Dios mío, mira
lo que es esto! ¡Es enorme, debe tener casi dos gra-
dos y medio de lado a lado!
—Pero, doctor Marlowe, hay montones de nubes
más grandes que ésta, especialmente en la región de
Sagitario.
—Si observas con cuidado lo que parecen ser nu-
bes muy grandes, verás que se encuentran formadas
por cantidades de nubes mucho más pequeñas. Esto
que tienes aquí, por el contrario, parece ser una única
nube esférica. Lo que de veras me sorprende es cómo
pude haber pasado por alto una cosa tan grande.
Marlowe volvió a mirar las marcas en la placa.
—Es cierto que se encuentra en el sur, y no nos
preocupa demasiado el cielo en invierno. Aun así, no
sé cómo se me pudo haber escapado cuando trabaja-
ba en el Trapecio de Orión. Eso fue apenas hace tres
o cuatro años, y yo no me habría olvidado de algo co-
mo esto.
23
 La nube negra
El hecho de que Marlowe no pudiera identificar
la nube, pues de eso indudablemente se trataba, re-
sultó una sorpresa para Jensen. Marlowe conocía el
cielo y todos los objetos extraños que podían encon-
trarse en él tan bien como conocía las calles y aveni-
das de Pasadena.
Marlowe se dirigió hacia el aparador y sirvió
más bebidas. Cuando regresó, Jensen dijo:
—Era esta segunda placa la que me intrigaba.
Marlowe no alcanzó a mirarla diez segundos
cuando ya estaba de vuelta con la primera placa. Su
ojo experto no necesitaba de ningún parpadeante
para ver que en la primera placa la nube estaba ro-
deada por un anillo de estrellas que no se veían, o
casi no se veían en la segunda placa. Continuó ob-
servándolas pensativamente.
—¿No hubo nada desusado en la manera como
tomaste estas fotografías?
—No que yo sepa.
—Parecen buenas, pero nunca se puede estar se-
guro.
Marlowe se interrumpió abruptamente y se in-
corporó. Como solía hacer cuando estaba excitado o
agitado, se dedicó a expulsar enormes nubles de hu-
mo de tabaco anisado, una variedad sudafricana.
Jensen se sorprendió de que el cazo de su pipa no
estallara en llamas.
—Algo raro debe haber ocurrido. Lo mejor que
podemos hacer es tomar otra placa de inmediato.
24
 La nube negra
Me gustaría saber quién está en la montaña esta
noche.
—¿En Monte Wilson o en Palomar?
—Monte Wilson. Palomar está muy lejos.
—Bueno, por lo que recuerdo uno de los astróno-
mos visitantes está usando el de 100 pulgadas. Y
creo que Harvey Smith está en el de 60.
—Mira, creo que probablemente sea mejor que
vaya yo mismo. Harvey no va a tener problemas en
cederme unos minutos. Por supuesto, no voy a poder
captar la nubosidad entera, pero sí algunos de los
campos estelares del borde. ¿Recuerdas las coorde-
nadas exactas?
—No. Llamé apenas vi las placas en el “parpa-
deante”. No me detuve a hacer las mediciones.
—Bueno, no te preocupes, las podemos hacer en
el viaje. Pero en realidad no hay motivos para qui-
tarte el sueño, Knut. ¿Qué te parece si te alcanzo
hasta tu departamento? Le dejaré una nota a Mary
para decirle que no volveré hasta mañana.
***
Jensen estaba excitado cuando Marlowe lo dejó
en su albergue. Antes de dormir, escribió cartas a su
casa, una a sus padres para contarles brevemente
sobre el extraño descubrimiento, y otra a Greta en
la que le decía que creía haber tropezado con algo
importante.
25
 La nube negra
Marlowe condujo hasta las oficinas del Observa-
torio. Lo primero que hizo fue llamar a Monte Wil-
son y pedir por Harvey Smith. Cuando oyó el suave
acento sureño de Smith, le dijo:
—Habla Geoff Marlowe... Mira, Harvey, se pre-
sentó algo muy raro, tan raro que me pregunto si
me dejarías usar esta noche el de 60 pulgadas...
¿Qué es? No sé qué es. Eso es lo que quiero averi-
guar. Tiene que ver con el trabajo del joven Jensen.
Date una vuelta por aquí mañana a las diez y podré
contarte más. Si te aburre, te regalo una botella de
whisky. ¿Está bien? ¡Perfecto! Avísale por favor al
asistente nocturno que voy a aparecer por ahí arriba
alrededor de la una.
A continuación Marlowe llamó a Bill Barnett, de
Caltech.
—Bill, habla Geoff Marlowe desde la oficina...
Quería decirte que mañana a las diez tendremos
aquí una reunión muy importante. Me gustaría que
vinieras, y que trajeras contigo a unos cuantos teóri-
cos. No es necesario que sean astrónomos. Trae al-
gunos muchachos brillantes... No, no puedo expli-
carte ahora. Mañana sabré algo más. Esta noche iré
al de 60 pulgadas. Pero te diré una cosa, si para ma-
ñana al mediodía piensas que te embarqué en una
misión imposible, te compensaré con un cajón de
whisky... ¡Perfecto!
Canturreaba de entusiasmo mientras se dirigía
al subsuelo donde Jensen había estaba trabajando
esa misma noche. Pasó unos tres cuartos de hora
26
 La nube negra
midiendo las placas de Jensen. Cuando por fin estu-
vo seguro de que sabría exactamente hacia dónde
apuntar el telescopio, salió, se metió en su auto, y
partió hacia Monte Wilson.
***
El doctor Herrick, director del Observatorio, que-
dó atónito al encontrar que Marlowe lo estaba espe-
rando cuando llegó a su oficina a las siete de la ma-
ñana del día siguiente. Era su costumbre comenzar
el día unas dos horas antes que el conjunto de su
personal, “a fin de adelantar trabajo”, como solía de-
cir. En el otro extremo, Marlowe por lo general no
aparecía hasta las diez y media, y a veces incluso
más tarde. Ese día, sin embargo, Marlowe estaba
sentado frente a su escritorio, examinando cuidado-
samente una docena de fotografías. La sorpresa de
Herrick no se redujo en lo más mínimo cuando escu-
chó lo que Marlowe tenía para decirle. Los dos hom-
bres pasaron la siguiente hora y media trabados en
una seria conversación. Alrededor de las nueve sa-
lieron en procura de un rápido desayuno, y volvieron
a tiempo para preparar la reunión que se iba a cele-
brar a las diez en la biblioteca.
Cuando llegaron Bill Barnett y sus cinco acom-
pañantes se encontraron con una decena de miem-
bros del Observatorio ya reunidos, entre los que fi-
guraban Jensen, Rogers, Emerson y Harvey Smith.
Habían instalado una pizarra, y un proyector de
diapositivas con su pantalla. El único miembro del
grupo de Barnett que debió ser presentado al resto
27
 La nube negra
fue Dave Weichart. Marlowe, que había oído varios
informes sobre la capacidad de este brillante físico
de veintisiete años, notó que Barnett evidentemente
había hecho lo posible para traer consigo a un mu-
chacho brillante.
—Lo mejor que puedo hacer —comenzó Mar-
lowe—, es exponer las cosas cronológicamente, em-
pezando por las placas que Knut Jansen trajo ano-
che a mi casa. Tan pronto se las haya mostrado
comprenderán por qué se llamó a esta reunión de
emergencia.
Emerson, que se ocupaba del proyector, colocó
una diapositiva que Marlowe había preparado a
partir de la primera placa de Jensen, la que había
sido tomada en la noche del 9 de diciembre de 1963.
—El centro de la mancha obscura —prosiguió
Marlowe— se ubica en Ascensión recta 5 horas 49
minutos, Declinación menos 30 grados 16 minutos,
según mis mejores cálculos.
—Magnífico ejemplo de un glóbulo de Bok —dijo
Barnett.
—¿Qué tamaño tiene?
—Unos dos grados y medio de lado a lado.
Se oyeron murmullos entre varios de los astróno-
mos.
—Geoff, puedes guardar tu botella de whisky —
dijo Harvey Smith.
—Y también mi cajón —agregó Bill Barnett en-
tre las risas de todos.
28
 La nube negra
—Me parece que van a necesitar el whisky cuan-
do vean la próxima placa. Bert, proyéctalas en suce-
sión, ida y vuelta, para que podamos formarnos una
idea de la comparación —pidió Marlowe.
—¡Es fantástico! —reaccionó Rogers—. Parece
que hubiera todo un anillo de estrellas parpadean-
tes rodeando la nube. Pero ¿cómo puede ser?
—No puede —respondió Marlowe—. Eso es lo
que percibí de entrada. Aunque admitiéramos la im-
probable hipótesis de que esta nube está rodeada
por un halo de estrellas variables, resulta por cierto
del todo inconcebible que parpadeen todas en fase
unas con otras, todas encendidas como en la prime-
ra diapositiva, todas apagadas como en la segunda.
—No, eso es inadmisible —irrumpió Barnett—.
Si aceptamos que no hubo errores en la fotografía,
entonces no hay más que una explicación posible. La
nube se mueve hacia nosotros. En la segunda diapo-
sitiva se encuentra más cerca, y por lo tanto oculta
mayor número de estrellas lejanas. ¿Con qué inter-
valo se tomaron las dos placas?
—Algo menos de un mes.
—Entonces debe haber algo mal en la fotografía.
—Ése fue exactamente mi razonamiento de ano-
che. Pero como no pude encontrar ninguna falla en
las placas, la cosa más obvia para hacer era tomar
nuevas fotografías. Si un mes había bastado para
crear semejante diferencia entre la primera y la se-
gunda placa de Jensen, entonces el efecto debería
29
 La nube negra
ser fácilmente detectable en el término de una se-
mana. Jensen tomó su última placa el 7 de enero.
Ayer era 14 de enero. Entonces salí volando para
Monte Wilson, lo corrí a Harvey del 60 pulgadas, y
pasé la noche fotografiando los bordes de la nube.
Tengo aquí una colección de nuevas diapositivas.
Por supuesto no tienen la misma escala que las pla-
cas de Jensen, pero van a poder apreciar con toda
claridad lo que está pasando. Muéstralas una por
una, Bert, y continúa refiriéndolas a la placa de
Jensen del 7 de enero.
Durante el siguiente cuarto de hora hubo un si-
lencio casi mortal, mientras la reunión de astróno-
mos comparaba cuidadosamente los campos estela-
res contiguos a la nube. Finalmente, Barnett dijo:
—Me rindo. En lo que a mí concierne, no existe
ni una sombra de duda de que esta nube se desplaza
hacia nosotros.
Resultó claro que había expresado la convicción
de todos los presentes. Las estrellas cercanas al bor-
de de la nube iban desapareciendo sostenidamente a
medida que avanzaba hacia el sistema solar.
—En realidad, no existe la menor duda al res-
pecto —prosiguió Marlowe—. Cuando esta mañana
discutimos el asunto con el doctor Herrick, éste me
hizo notar que contamos con una fotografía de esa
parte del cielo tomada hace veinte años.
Herrick mostró la fotografía.
—No tuvimos tiempo de hacer una diapositiva —
dijo—, de modo que tendrán que pasarla alrededor
30
 La nube negra
de la mesa. Van a ver la nube negra, pero en esta
foto es algo pequeño, no más que un globulito. La
marqué con una flecha.
Le entregó la foto a Emerson quien, luego de pa-
sársela a Harvey Smith, dijo:
—En verdad, ha crecido enormemente en estos
veinte años. Tengo cierta aprensión al pensar en lo
que va a ocurrir en los próximos veinte. Parece como
si pudiera cubrir toda la constelación de Orión. Muy
pronto los astrónomos se van a quedar sin trabajo.
Fue entonces cuando Dave Weichart habló por
primera vez.
—Hay dos preguntas que me gustaría formular.
La primera se refiere a la posición de la nube. Tal co-
mo yo entendí sus dichos, la nube aumenta su tama-
ño aparente porque se está acercando a nosotros. Eso
es claro. Pero lo que me gustaría saber es si el centro
de la nube se mantiene en la misma posición, o pare-
cería moverse contra el trasfondo de las estrellas?
—Muy buena pregunta. Parecería que en los úl-
timos veinte años, el centro se ha movido muy poco
en relación con el campo estelar —respondió He-
rrick.
—Entonces eso significa que la nube viene direc-
tamente hacia el sistema solar.
Weichart estaba acostumbrado a pensar más rá-
pidamente que los demás, por eso cuando advirtió
que se dudaba en aceptar su conclusión, fue al piza-
rrón.
31
 La nube negra

—Puedo aclararlo con un dibujo. Aquí está la


Tierra. Supongamos primero que la nube se mueve
directamente hacia nosotros, así, de A a B. Cuando
llegue a B, la nube va a parecer más grande, pero su
centro estará en la misma dirección. Este es el caso
que aparentemente se corresponde muy bien con la
situación observada.
Hubo un murmullo general de asentimiento, de
modo que Weichart prosiguió:
—Ahora supongamos que la nube se desplaza
hacia un costado tanto como hacia nosotros, y que el
movimiento lateral es casi tan rápido como el movi-
miento hacia nosotros. Entonces la nube se moverá
así. Si ahora consideramos el movimiento desde A
hacia B, advertiremos dos efectos: la nube parecerá
más grande en B que lo que parecía en A, exacta-
mente como en el caso anterior, pero ahora el centro

32
 La nube negra
se habrá desplazado. Y lo habrá hecho dentro del
ángulo ATB, que debe ser del orden de unos 30 gra-
dos.
—No creo que el centro se haya desplazado a un
ángulo de más de un cuarto de grado —subrayó
Marlowe.
—Entonces el movimiento lateral no puede ser
mayor al uno por ciento del movimiento hacia noso-
tros. Parece que la nube se dirige hacia el sistema
solar como una bala hacia su blanco.
—¿Quieres decir, Dave, que no hay posibilidades
de que la nube esquive el sistema solar, o le pase
raspando, por así decir?
—A partir de los datos tal como nos han sido pre-
sentados, esa nube va a dar en el blanco, exacta-
mente en el centro. Recuerden que ya tiene un diá-
metro de dos grados y medio. La velocidad transver-
sal tendría que ser hasta un diez por ciento de la ve-
locidad radial para que nos pase de largo. Y eso im-
plicaría un movimiento angular del centro mucho
más amplio que el que refiere el doctor Marlowe. La
otra pregunta que me gustaría plantear es por qué
la nube no fue detectada con anterioridad. No quiero
ser grosero al respecto, pero resulta muy llamativo
que no se la haya notado hace mucho, digamos hace
una década.
—Por cierto, eso fue lo primero que me vino a la
mente —repuso Marlowe—. Parecía algo tan sor-
prendente que apenas si podía dar crédito al trabajo

33
 La nube negra
de Jensen. Pero entonces se me ocurrieron varias
razones. Si una nova brillante o una supernova des-
tellara en el cielo, inmediatamente sería detectada
por miles de personas comunes, aparte de los astró-
nomos. Pero esto no es algo brillante, es algo obscu-
ro, y eso no es tan fácil de detectar, una mancha
obscura se confunde muy bien en el cielo. Por su-
puesto, si una de las estrellas ocultas por la nube
hubiese sido cualquiera de las brillantes habría sal-
tado a la vista. La desaparición de una estrella bri-
llante no es tan fácil de detectar como la aparición
de una nueva, pero no obstante habría sido adverti-
da por miles de astrónomos profesionales y aficiona-
dos. Ocurrió, sin embargo, que todas las estrellas
cercanas a la nube son telescópicas, ninguna posee
un brillo de magnitud superior a ocho. Esa fue la
primera desgracia. Después, deben saber ustedes
que para obtener buenas condiciones visuales prefe-
rimos trabajar con objetos cercanos al cenit, mien-
tras que esta nube se encuentra más bien baja en
nuestro cielo. De modo que naturalmente tendería-
mos a evitar esa parte de la bóveda a menos que
contuviera algún material particularmente intere-
sante, cosa que, segunda desgracia, no ocurre... si
excluimos por supuesto el caso de la nube. Es cierto
que para los observatorios ubicados en el hemisferio
sur la nube habría estado alta en el cielo, pero los
observatorios del hemisferio sur, con sus pequeñas
dotaciones, están muy exigidos atendiendo una can-
tidad de problemas importantes relacionados con las
Nubes Magallánicas y el núcleo de la Galaxia. La
34
 La nube negra
nube iba a ser detectada, antes o después. Sucedió
después, pero pudo haber ocurrido antes. Es todo lo
que puedo decir.
—Ahora ya es tarde para preocuparse por eso —
dijo el director—. Nuestro paso siguiente debe ser
medir la velocidad con que la nube se acerca a noso-
tros. Marlowe y yo hemos mantenido una larga
charla al respecto, y creemos que es posible. Las es-
trellas próximas al borde de la nube aparecen par-
cialmente obscurecidas, como muestran las placas
tomadas anoche por Marlowe. Sus espectros debe-
rían mostrar líneas de absorción debidas a la nube,
y el efecto Doppler nos proporcionará la velocidad.
—Entonces sería posible calcular cuánto tardará
la nube en llegar hasta nosotros —intervino Bar-
nett—. Debo decir que no me gusta el aspecto de las
cosas. La forma como la nube ha incrementado su
diámetro angular durante los últimos veinte años
hace pensar que la tendremos encima dentro de cin-
cuenta o sesenta años. ¿Cuánto tiempo cree que de-
mandará obtener la desviación Doppler?
—Una semana, tal vez. No debería ser difícil.
—Lo siento, pero no entiendo todo esto —inter—
vino Weichart—. No veo para qué necesitan la velo-
cidad de la nube. Es posible calcular de inmediato
cuánto va a tardar la nube en llegar hasta nosotros.
A ver, permítanme. Tengo la impresión de que la
respuesta va a estar muy por debajo de los cincuen-
ta años.
35
 La nube negra
Por segunda vez Weichart dejó su asiento, fue al
pizarrón y borró sus anteriores dibujos.
—¿Podemos ver nuevamente las dos diapositivas
de Jensen, por favor?
Luego de que Emerson las proyectara, una des-
pués de la otra, Weichart preguntó:
—¿Podrían estimar cuánto más grande es la nu-
be en la segunda imagen?
—Diría que un cinco por ciento más grande. Tal
vez un poco más o menos, pero con toda seguridad
no muy lejos de allí —respondió Marlowe.
—Muy bien —continuó Weichart—, comencemos
por definir algunos símbolos. Escribamos α para el
diámetro angular presente de la nube, medido en
radianes, d para el diámetro lineal de la nube, D pa-
ra la distancia que la separa de nosotros, V para su
velocidad de aproximación, y T para el tiempo re-
querido para llegar al sistema solar.
»Para empezar, obviamente tenemos que
α = d/D
»Diferenciamos esta ecuación con respecto al
tiempo t y obtenemos
dα/dt = − (d/dD2) * (dD/dt)
»Pero V = − dD/dt, de manera que podemos escri-
bir
(dα/dt) = dV/dD2

36
 La nube negra
»También tenemos que D/V = T. Entonces pode-
mos eliminar V para llegar a
dα/dt = (d/dT)
»Esto es más fácil de lo que yo pensaba. Aquí es-
tá la respuesta
T= α * dt/dα
»El último paso es aproximar dt/dα a intervalos
finitos, Δt/Δα, donde Δt = 1 mes, correspondiente al
lapso que separa las dos placas del doctor Jensen;
tenemos además que, según lo estimado por el doc-
tor Marlowe, Δα es alrededor del 5 por ciento de α,
esto es α/Δα = 20. Por lo tanto
T = 20 * Δt = 20 meses
»Y de este modo pueden ver ustedes que la nube
negra estará aquí para agosto de 1965, o tal vez an-
tes si algunas de las estimaciones actuales debieran
ser corregidas.»
Se alejó un poco del pizarrón, para revisar su ar-
gumentación matemática.
—Ciertamente parece correcta; muy directa, a
decir verdad —comentó Marlowe, expulsando gran-
des volúmenes de humo.
—Sí, parece inobjetablemente correcta —repuso
Weichart.
Al término del sorprendente cálculo de Weichart,
el director consideró prudente recomendar a todos los
presentes guardar el secreto. Estuvieran acertados o

37
 La nube negra
equivocados, nada bueno se obtendría con hablar fue-
ra del Observatorio, ni siquiera en casa. Una vez en-
cendida la chispa, la noticia correría como fuego en el
rastrojo, y llegaría a los diarios en un santiamén. El
director nunca había encontrado razones para tener
a los periodistas en alta estima, particularmente en
lo que a rigor científico se refiere.
Desde el mediodía hasta las dos de la tarde estu-
vo sentado solo en su oficina, lidiando con la situa-
ción más difícil que le había tocado enfrentar jamás.
Era decididamente contrario a su naturaleza anun-
ciar cualquier resultado o tomar decisiones sobre la
base de un resultado antes de que hubiera sido
reiteradamente comprobado y cotejado. Y sin em-
bargo, ¿sería correcto que guardara silencio durante
una quincena o más? Pasarían por lo menos dos o
tres semanas antes de que cada faceta de la cues-
tión pudiera ser cabalmente investigada. ¿Podría
contar con ese tiempo? Revisó el argumento de Wei-
chart quizás por enésima vez. No pudo encontrarle
fallas.
Al final llamó a su secretario.
—¿Puede pedir por favor a Caltech que me reser-
ve un asiento en el vuelo nocturno a Washington, el
que sale aproximadamente a las nueve? Después co-
muníqueme con el doctor Ferguson.
***
James Ferguson era un pez gordo del Fondo Na-
cional de la Ciencia, que controlaba todas las activi-
38
 La nube negra
dades del Fondo en materia de física, astronomía y
matemáticas. Le había sorprendido mucho el llama-
do de Herrick el día anterior. No era propio de él
concertar citas de un día para el otro.
—No sé qué bicho le picó a Herrick —le comentó
a su esposa durante el desayuno— para venirse co-
rriendo a Washington de este modo. Fue muy insis-
tente, y parecía agitado, así que le dije que lo iba a
recoger en el aeropuerto.
—Bueno, un misterio de vez en cuando es bueno
para el sistema —repuso la mujer—. Pronto te vas a
enterar.
***
En el trayecto desde el aeropuerto a la ciudad,
Herrick se limitó a hablar de trivialidades conven-
cionales. Sólo cuando se encontró en el despacho de
Ferguson abordó la cuestión.
—No hay peligro de que nos escuchen, supongo...
—Caramba, hombre, ¿tan seria es la cosa? Espe-
ra un minuto.
Ferguson levantó el teléfono.
—Amy, por favor, asegúrate de que no nos inte-
rrumpan... No, llamadas telefónicas tampoco...
Bueno, tal vez una hora, tal vez dos, no sé.
Con serenidad y de manera lógica, Herrick expuso
entonces la situación. Luego de que Ferguson pasara
un rato examinando las fotografías, Herrick dijo:

39
 La nube negra
—Comprendes en qué aprieto nos encontramos.
Si anunciamos el asunto y resulta que estábamos
equivocados, quedaremos como perfectos tontos. Si
nos tomamos un mes para verificar todos los detalles
y resulta que teníamos razón, entonces nos acusarán
de demorar las cosas y echarlas para adelante.
—Eso es lo que les espera, sin duda, como una
gallina vieja que empolla un huevo podrido.
—Bien, James, creo que tienes mucha experien-
cia en tratar con la gente. Me pareces alguien a
quien puedo pedir consejo. ¿Qué sugieres que haga-
mos?
Ferguson permaneció un rato en silencio. Des-
pués dijo:
—Veo que esto se puede convertir en un asunto
serio. Y, como a ti, no me gusta tomar decisiones se-
rias, mucho menos aguijoneado por las circunstan-
cias. Lo que yo sugeriría es esto. Vuelve a tu hotel y
échate una siesta... no creo que hayas podido dormir
mucho anoche. Podemos volver a reunirnos para co-
mer, y para entonces creo que habré tenido la opor-
tunidad de repensar las cosas. Trataré de llegar a
alguna conclusión.
***
Ferguson cumplió su palabra. Tan pronto él y
Herrik comenzaron a dar cuenta de la cena en un
tranquilo restaurante de su elección, Ferguson co-
menzó:

40
 La nube negra
—Creo que tengo las cosas bastante bien resuel-
tas. No me parece sensato emplear otro mes para
estar seguro de tu posición. El caso se presenta bas-
tante sólido tal como está, y nunca se puede estar
seguro del todo: en definitiva se trataría de conver-
tir un noventa y nueve por ciento de certeza en un
noventa y nueve coma nueve por ciento. Y eso no
justifica la pérdida de tiempo. Por otro lado, en este
momento no estás todavía bien preparado como pa-
ra presentarte en la Casa Blanca. Según tu propio
relato, hasta ahora tú y tus hombres han dedicado a
este asunto menos de un día. Estoy seguro de que
hay muchas otras cosas sobre las cuales podrán for-
marse ideas más claras. Más precisamente, ¿cuánto
tiempo tardará la nube en llegar aquí? ¿Cuáles se-
rán sus efectos cuando lo haga? Esa clase de cosas.
»Mi consejo es que vuelvas directamente a Pasa-
dena, reúnas a tu equipo, y le propongas escribir un
informe en el plazo de una semana, exponiendo la
situación tal como ustedes la ven. Haz que todos tus
hombres la firmen, para que no haya lugar a habla-
durías sobre un director loco. Y entonces vuelve a
Washington.
»Entretanto, voy a empezar a mover las cosas
aquí. En un caso como este no sirve para nada em-
pezar desde abajo susurrando en el auto de algún
congresista. Lo único que conviene hacer es ir direc-
to al presidente. Voy a tratar de allanarte el camino
por ese lado.»

41
Capítulo II
Encuentro en Londres

Cuatro días antes, en Londres, se había celebra-


do una notable reunión en los salones de la Royal
Astronomical Society. La había convocado no la pro-
pia Royal Astronomical Society, sino la British As-
tronomical Association, una agrupación integrada
esencialmente por astrónomos aficionados.
Chris Kingsley, profesor de astronomía de la
Universidad de Cambridge, viajó por tren a Londres
en las primeras horas de la tarde para participar del
encuentro. No era común que él, el más teórico de
los teóricos, asistiera a una reunión de observadores
aficionados. Pero habían circulado rumores sobre
discrepancias no explicadas en las posiciones de los
planetas Júpiter y Saturno. Kingsley no lo creía, pe-
ro entendía que el escepticismo debía apoyarse en
terreno firme, de modo que le correspondía escuchar
lo que esos muchachos tenían para decir al respecto.
Cuando llegó a Burlington House a tiempo para
el té de las cuatro, le sorprendió ver que ya se en-
contraban allí un buen número de profesionales, en-
tre ellos el Astrónomo Real. “Que yo sepa, nunca pa-
 La nube negra
só algo así en la BAA”, pensó para sí. “Los rumores
deben haber sido propalados por algún nuevo agente
de publicidad”.
Cuando Kingsley ingresó media hora más tarde
a la sala de reuniones vio un lugar vacío en primera
fila junto al Astrónomo Real. Tan pronto se sentó,
un doctor Oldroyd, que presidía el encuentro, lo
abrió en los siguientes términos:
—Damas y caballeros, nos reunimos hoy aquí pa-
ra comentar algunos resultados nuevos y excitantes.
Pero antes de llamar al primer orador, quisiera ma-
nifestar nuestro beneplácito al ver tantos visitantes
distinguidos. Confío en que no considerarán malgas-
tado el tiempo que han consentido pasar con noso-
tros, y creo que el importante papel del aficionado
en la astronomía quedará demostrado una vez más.
Al oír estas palabras Kingsley hizo una mueca
para sus adentros, y varios de los demás profesiona-
les se revolvieron en sus sillones. El doctor Oldroyd
prosiguió:
—Tengo el gran placer de solicitar al señor Geor-
ge Green que nos dirija la palabra.
El señor George Green se levantó de un salto de
su asiento en mitad del salón, y se lanzó hacia el es-
trado aferrando un hato de papeles en la mano dere-
cha.
Durante los primeros diez minutos Kingsley es-
cuchó con educada atención mientras el señor Green
mostraba diapositivas de su equipo telescópico pri-
43
 La nube negra
vado. Pero cuando los diez minutos se extendieron a
un cuarto de hora empezó a inquietarse, y la media
hora siguiente fue para él un tormento que lo impul-
saba a cruzar las piernas para un lado y el otro, y a
volverse más o menos a cada minuto para echar un
vistazo al reloj de pared. Todo fue en vano, porque el
señor George Green seguía adelante con la tasca fir-
memente apretada entre los dientes. El Astrónomo
Real observaba a Kingsley con una discreta sonrisa
en el rostro. Los otros profesionales contenían la ri-
sa. Sus ojos nunca se apartaban de Kingsley. Calcu-
laban cuándo se produciría el estallido.
El estallido nunca se produjo, porque el señor
Green repentinamente pareció recordar el propósito
de su disertación. Olvidándose de la descripción de
su querido equipo, comenzó a arrojar todos sus re-
sultados, con la energía de un perro que se sacude
después del baño. Había observado a Júpiter y Sa-
turno, medido cuidadosamente sus posiciones, y ha-
bía encontrado discrepancias respecto del Almana-
que Náutico. Corrió al pizarrón, escribió estos núme-
ros, y después se sentó:
Discrepancia Discrepancia
en Longitud en Declinación
Júpiter + 1 minuto 29 segundos — 49 segundos

Saturno + 42 segundos — 17 segundos


Kingsley nuca pudo escuchar el resonante aplau-
so ofrecido al señor Green como recompensa por su
44
 La nube negra
exposición, porque Kingsley se estaba ahogando de
rabia. Había llegado a la reunión con la expectativa
de que se hablara de discrepancias que llegaran a lo
sumo a algunas décimas de segundo. Una cosa así
podía atribuirse a una medición inexacta o incompe-
tente. Pero las cifras que el señor Green había escri-
to en la pizarra eran ridículas, fantásticas, tan
grandes que un ciego podría haberlas advertido, tan
grandes que el señor George Green debía haber co-
metido alguna chapuza escandalosa.
Nadie vaya a pensar que Kingsley era un intelec-
tual snob, que objetaba a un aficionado por princi-
pio. Menos de dos años atrás había escuchado en esa
misma sala un informe presentado por un autor en-
teramente desconocido. Kingsley percibió de inme-
diato la calidad y competencia del trabajo, y fue el
primero en elogiarlo públicamente. La incompeten-
cia era la bête noire de Kingsley, no la incompeten-
cia ejecutada en privado sino la incompetencia ex-
puesta en público. Su irritación en este aspecto po-
dría encenderse tanto a propósito del arte o la músi-
ca como de la ciencia.
En esta ocasión era un caldero hirviente de ira.
Tantas ideas le bullían en la cabeza que no lograba
decidirse por ningún comentario en particular: le
parecía una pena desperdiciar los restantes. Antes
de que lograra resolverse, el doctor Oldroyd irrum-
pió con una sorpresa:
—Tengo el enorme placer —dijo—, de llamar a
nuestro próximo orador, el Astrónomo Real.
45
 La nube negra
La intención inicial del Astrónomo Real había si-
do la de hablar poco y e ir al grano. Ahora no podía
resistir la tentación de extenderse a gusto, sólo por
el placer de ver la cara de Kingsley. Si la idea era
atormentar a Kingsley, nada mejor que repetir la
presentación del señor George Green, y eso fue exac-
tamente lo que hizo el Astrónomo Real. Empezó por
mostrar diapositivas de los equipos del Observatorio
Real, diapositivas de los observadores operando esos
equipos, diapositivas de los equipos pieza por pieza;
y luego se dedicó a explicar detalladamente la ope-
ración de los equipos en términos que parecían ha-
ber sido escogidos para beneficio de un chico retra-
sado. Pero todo lo hizo en tono de serena confianza,
a diferencia de la manera más bien atropellada del
señor Green. Al cabo de unos treinta y cinco minu-
tos en el mismo plan, se le ocurrió que el señor
Kingsley podría encontrarse en riesgo cierto de su-
frir un ataque, por lo que decidió terminar la broma.
—A grandes rasgos, nuestros resultados confir-
man lo que el señor Green ya les ha dicho. Júpiter y
Saturno se encuentran fuera de posición y en mag-
nitudes que se corresponden en general con las pro-
porcionadas por el señor Green. Hay algunas discre-
pancias entre sus resultados y los nuestros, pero los
aspectos principales son los mismos.
»En el Observatorio Real hemos observado tam-
bién que los planetas Urano y Neptuno se encuen-
tran fuera de posición, ciertamente no en la misma
medida que Júpiter y Saturno, pero sin embargo en
proporciones muy apreciables.
46
 La nube negra
»Finalmente, podría agregar que he recibido una
carta de Grottwald, en Heidelberg, en la que dice
que el Observatorio de Heidelberg ha obtenido re-
sultados que se compadecen estrechamente con los
del Observatorio Real.»
Dicho lo cual, el Astrónomo Real regresó a su
asiento. El doctor Oldroyd inmediatamente se diri-
gió al auditorio:
—Caballeros, esta tarde les han sido presenta-
dos, y ustedes han escuchado, resultados que me
atrevo a sugerir son de primera importancia. La
reunión de hoy bien puede convertirse en un hito en
la historia de la astronomía. No es mi deseo robarles
más tiempo porque estoy seguro de que tendrán mu-
cho que decir. En particular espero que nuestros teó-
ricos tengan mucho que decir. Me gustaría iniciar el
debate preguntándole al profesor Kingsley si tiene
algún comentario que crea conveniente plantear.
—No, mientras la ley sobre calumnias siga vi-
gente —dijo un profesional a otro.
—Señor presidente —comenzó Kingsley—, mien-
tras los dos oradores precedentes nos hablaban tuve
amplia oportunidad para realizar unos cálculos bas-
tante extensos.
Los dos profesionales se sonrieron entre sí, y el
Astrónomo Real sonrió para sí.
—La conclusión a la que he arribado puede ser
de interés para la concurrencia. Me parece que si los
resultados que nos han presentado esta tarde son
47
 La nube negra
correctos, y digo si son correctos, entonces un cuerpo
hasta ahora desconocido debe existir en las inmedia-
ciones del sistema solar. Y la masa de este cuerpo
desconocido debe ser comparable con, o incluso ma-
yor que, la masa del propio Júpiter. Si bien debe
considerarse muy poco probable que los resultados
que nos fueron proporcionados hayan surgido de
simples errores de observación, y digo simples erro-
res de observación, también debe considerarse poco
probable que la existencia de un cuerpo de masa tan
grande dentro del sistema solar, o en la periferia del
sistema solar, haya podido pasar desapercibida has-
ta ahora.
Kingsley se sentó. Los profesionales que com-
prendieron la orientación general de su argumento,
y lo que entrañaba, sintieron que había fijado clara-
mente su posición.
***
Kingsley fulminó con la mirada al inspector que
pidió ver su boleto cuando abordaba el tren de las
20:56 desde la calle Liverpool a Cambridge. El hom-
bre retrocedió un par de pasos, todo lo que pudo,
porque la ira de Kingsley no se había esfumado con
la comida que acababa de comer, comida pobre y
mal cocinada, servida con condescendencia en condi-
ciones tan pretenciosas como desaseadas. Lo único
elevado de esa comida había sido el precio. Kingsley
corrió por el tren buscando un compartimento en el
que pudiera desatar su furia en solitario esplendor.
Mientras se desplazaba rápidamente por un vagón
48
 La nube negra
de primera clase, alcanzó a ver una nuca que le pa-
reció conocida. Se metió en el compartimento y se
dejó caer junto al Astrónomo Real.
—Primera clase, linda y confortable. Nada como
trabajar para el gobierno, ¿eh?
—Está muy equivocado, Kingsley. Voy a Cam-
bridge a un banquete del Trinity.
Kingsley, que todavía tenía muy presente la exe-
crable comida que acababa de consumir, hizo un
gesto irónico.
—Siempre me sorprende la manera como se ali-
mentan los menesterosos del Trinity —dijo—. Ban-
quetes los lunes, miércoles y viernes, y cuatro comi-
das completas en los restantes días de la semana.
—No creo que sea para tanto. Parece muy moles-
to hoy, Kingsley. ¿Le pasa algo?
Metafóricamente, el Astrónomo Real se estaba
dando una panzada.
—¡Molesto! Quién no estaría molesto, me gusta-
ría saber. Vamos, A.R., ¿a qué vino toda esa escena
de vodevil esta tarde?
—Todo lo que se expuso esta tarde no fueron
sino hechos simples y serios.
—¡Serios, las p...izarras! Habría sido mucho más
serio que usted se trepara a la mesa y se pusiera a
bailar en chancletas. ¡Planetas un grado y medio
fuera de su lugar! ¡Macanas!
49
 La nube negra
El Astrónomo Real bajó su portafolios del estan-
te y extrajo un gran legajo de papeles en el que se
había asentado una verdadera multitud de observa-
ciones.
—Estos son los hechos —dijo—. En las primeras
cincuenta páginas más o menos va a encontrar las
observaciones regulares de todos los planetas, cifras
de cada día durante los últimos meses. En la segun-
da tabla va a encontrar las mismas observaciones
reducidas a coordenadas heliocéntricas.
Kingsley estudió los papeles en silencio durante
casi una hora, hasta que el tren llegó a Bishop’s
Strotford. Entonces dijo:
—¿Usted se da cuenta, A.R., de que no existe la
más mínima posibilidad de llevar esta patraña ade-
lante? Hay tanto material aquí que fácilmente voy a
poder decir si es genuino. ¿Puedo tomar prestadas
estas tablas por un par de días?
—Kingsley, si usted supone que yo me voy a to-
mar el trabajo de montar esta complicada... patra-
ña, como usted la llama, con el único objeto de enga-
ñarlo, de aprovecharme de usted, entonces lo único
que puedo decirle es que usted se adula a sí mismo
indebidamente.
—Digámoslo así —repuso Kingsley—. Puedo
plantear dos hipótesis. A primera vista las dos pare-
cen increíbles, pero una de ellas debe ser la correcta.
Una hipótesis dice que un cuerpo hasta ahora desco-
nocido, con una masa del mismo orden que la de Jú-

50
 La nube negra
piter, ha invadido el sistema solar. La segunda hipó-
tesis sostiene que el Astrónomo Real ha perdido sus
cabales. No quiero ser ofensivo, pero francamente la
segunda alternativa me parece menos increíble que
la primera.
—Lo que admiro en usted, Kingsley, es la mane-
ra como se niega a ponderar las cosas… frase curio-
sa ésta. —El Astrónomo Real permaneció pensativo
por un momento—. Algún día debería dedicarse a la
política.
Kingsley hizo una mueca.
—¿Puedo tener esas tablas por un par de días?
—¿Para qué las quiere?
—Bueno, para dos cosas. Para verificar la cohe-
rencia de todo el asunto y también para descubrir el
lugar exacto donde está ubicado ese cuerpo intruso.
—¿Y eso lo va a hacer cómo?
—Primero, voy a trabajar hacia atrás sobre las
observaciones de uno de los planetas: Saturno debe-
ría ser la mejor opción. Esto determinará la distri-
bución del cuerpo intruso, o del material intruso si
es que no se presenta bajo la forma de un cuerpo
discreto. Esto va a ser más o menos lo mismo que la
determinación de la posición de Neptuno por J.C.
Adams-Le Verrier. Entonces, una vez que tenga ubi-
cado el material intruso haré los cálculos hacia ade-
lante. Estableceré las perturbaciones de los otros
planetas, Júpiter, Urano, Neptuno, Marte, etcétera.
Y una vez hecho esto, compararé mis resultados con
51
 La nube negra
sus observaciones de estos otros planetas. Si mis re-
sultados concuerdan con las observaciones sabré
que no se trata de una patraña. Pero si no concuer-
dan, ¡bueno!
—Todo eso está muy bien —dijo el Astrónomo
Real— ¿pero cómo pretende lograrlo en un par de
días?
—Oh, utilizando una computadora electrónica.
Afortunadamente, cuento con un programa ya escri-
to para la computadora de Cambridge. Necesitaré
todo el día de mañana para modificarlo ligeramente,
y para escribir algunas subrutinas específicamente
dedicadas a manejar este problema. Pero debería es-
tar listo para empezar los cálculos mañana por la
noche. Mire, A.R., ¿por qué no se viene por el labora-
torio después de su banquete? Si trabajamos hasta
mañana por la noche deberíamos tener el asunto re-
suelto muy rápidamente.
***
El día siguiente fue muy desagradable: hacía
frío, llovía y una leve neblina cubría la ciudad de
Cambridge. Kingsley trabajó durante toda la maña-
na y parte de la tarde ante un fuego brillante en sus
aposentos del Colegio. Trabajó sostenidamente, ga-
rabateando una sorprendente cantidad de símbolos,
de los cuales hay a continuación una breve muestra,
un ejemplo del código que instruía a la computadora
sobre cómo realizar sus cálculos y operaciones:

52
 La nube negra

T Z
0 A 23 0
1 U 11 0
2 A 2 F
3 U 13 0

Alrededor de las tres y media de la tarde salió


del Colegio, abundantemente abrigado y protegien-
do bajo su paraguas un voluminoso fajo de papeles.
Tomó el camino más corto hacia la calle Corn Ex-
change, y luego hacia el edificio donde se encontraba
la computadora, la máquina que podía ejecutar cin-
co años de cálculos en una noche. El edificio había
pertenecido a la vieja Facultad de Anatomía, y algu-
nos rumoreaban que estaba encantado, pero esto no
figuraba entre sus preocupaciones cuando ingresó
desde la estrecha callejuela por una puerta lateral.
No se dirigió de inmediato a la máquina, que en
todo caso era utilizada por otros en ese momento.
Todavía tenía que convertir las letras y cifras que
había escrito en una forma que la máquina pudiese
interpretar. Hizo esto con una clase especial de má-
quina de escribir, un teclado del que salía una cinta
de papel con perforaciones cuya distribución corres-
pondía a los símbolos que se digitaban. Eran los
agujeros del papel los que proporcionaban las ins-
53
 La nube negra
trucciones finales a la computadora. Ni una sola de
esas miles de perforaciones podía estar fuera de lu-
gar, puesto que de lo contrario la máquina haría sus
cálculos de manera incorrecta. Había que tipear con
meticulosa exactitud, literalmente con un cien por
ciento de exactitud.
Sólo cerca de las seis de la tarde Kingsley se dio
por satisfecho de que todo se encontraba perfecta-
mente en orden, verificado y confirmado. Se dirigió
hacia el piso alto del edificio donde se encontraba la
máquina. El calor de tantos miles de válvulas pro-
porcionaba una al salón una tibieza agradable y se-
ca, en ese frío y húmedo día de enero. Se oía el fami-
liar zumbido de los motores eléctricos y el tableteo
de la impresora.
***
El Astrónomo Real había pasado un día agrada-
ble visitando a viejos amigos, y una noche encanta-
dora en el banquete de Trinity. Al aproximarse la
medianoche tenía más ganas de irse a dormir que de
sentarse en el Laboratorio de Matemáticas. Sin em-
bargo, tal vez fuera mejor darse una vuelta y ver en
qué andaba ese chiflado. Un amigo ofreció alcanzar-
lo en el auto, de modo que ahora estaba parado allí
bajo la lluvia esperando que la puerta se abriera. Al
fin, Kingsley hizo su aparición.
—Oh, A.R., ¿cómo le va? —dijo—. Ha llegado en
el momento justo.
Subieron varios tramos de escalera hasta llegar
a la computadora.
54
 La nube negra
—¿Tiene ya algún resultado?
—No, pero creo que ya tengo todo en marcha.
Había varios errores en las rutinas que escribí esta
mañana, y dediqué las últimas horas a encontrarlos.
Espero haberlos pescado todos. Eso creo. Si no sur-
gen inconvenientes con la máquina, en una hora o
dos deberíamos tener una cantidad decente de re-
sultados. ¿Estuvo bien el banquete?
***
Serían las dos de la madrugada cuando Kingsley
dijo:
—Bueno, ya casi estamos. Deberíamos tener al-
gunos resultados en uno o dos minutos.
Efectivamente, cinco largos minutos más tarde
irrumpió un nuevo sonido en la sala, el repiqueteo
de la perforadora de alta velocidad. De ella emergió
una delgada cinta de papel de unos diez metros de
largo. Las perforaciones del papel proporcionaban
los resultados de unos cálculos que a un humano sin
ayuda le habría demandado un año conseguir.
—Echémosle un vistazo —dijo Kingsley, mien-
tras insertaba la cinta de papel en la impresora.
Los dos hombres se quedaron mirando como se
imprimían una línea de cifras tras otra.
—Me temo que la diagramación no es muy bue-
na. Va a ser mejor que la interprete. Las primeras
tres líneas muestran los valores del conjunto de pa-
rámetros que introduje en el cálculo para tomar en
cuenta sus observaciones.
55
 La nube negra
—¿Y qué hay de la posición del intruso? —
preguntó el Astrónomo Real.
—Su posición y su masa aparecen en las cuatro
líneas siguientes. Pero no están dispuestas de ma-
nera muy conveniente, le dije que la diagramación
no era muy buena. Quiero usar estos resultados pa-
ra calcular a continuación qué influencia podría te-
ner el intruso sobre Júpiter. Esta cinta tiene la con-
figuración ideal para eso —Kingsley señaló la cinta
de papel que acababa de salir de la máquina—. Pero
tendré que hacer un pequeño cálculo por mi cuenta
antes de estar en condiciones de reducir los números
tabulados a un formato verdaderamente adecuado.
Pero antes, vamos a encender la máquina a ver qué
encuentra sobre Júpiter.
Kingsley pulsó una variedad de botones. Luego
colocó un gran rollo de cinta de papel en el lector de
la máquina. Después de oprimir otro botón, el lector
comenzó a desenrollar la cinta.
—Vea lo que sucede —dijo Kingsley—. A medida
que la cinta se desenrolla una luz atraviesa sus per-
foraciones. La luz llega hasta esta caja, donde im-
pacta sobre una válvula fotosensible. Esto hace que
una serie de pulsos ingresen a la máquina. Esta cin-
ta que estoy colocando instruye a la máquina sobre
cómo debe calcular la alteración en la posición de
Júpiter, pero la máquina no ha recibido todavía to-
das las instrucciones. Todavía no sabe dónde se en-
cuentra el intruso ni cuál es su masa ni a qué veloci-

56
 La nube negra
dad se mueve. De modo que la máquina todavía no
va a empezar a trabajar.
Kingsley estaba en lo cierto. La máquina se de-
tuvo tan pronto llegó al fin del largo rollo de cinta de
papel. Kingsley señaló una lucecita roja.
—Eso quiere decir que la máquina se detuvo por-
que todavía no tiene todas las instrucciones. ¿Dónde
quedó ese trozo de cinta que obtuvimos al principio?
Allí está, sobre la mesa junto a usted.
El Astrónomo Real le alcanzó la larga tira de pa-
pel.
—Y esto le suministra la información faltante.
Cuando haya ingresado, la máquina sabrá también
todo sobre el intruso.
Kingsley oprimió un botón, y el segundo trozo de
cinta comenzó a correr. En cuanto pasó por el lector,
tal como lo había hecho el primer trozo, empezaron
a parpadear luces en una serie de pantallas de rayos
catódicos.
—Ahí va. Desde ahora y durante una hora, la
máquina va a multiplicar cien mil números de diez
cifras por minuto. Y mientras lo hace, vayamos a
prepararnos un café. Tengo ganas de picar algo, no
he comido nada desde las cuatro de la tarde de ayer.
Los dos hombres siguieron trabajando de este
modo durante toda la noche. Amanecía en gris una
triste mañana de enero cuando Kingsley dijo:
—Bueno, terminamos. Aquí tenemos todos los
resultados, pero necesitan un poco de conversión an-
57
 La nube negra
tes de que podamos abocarnos a una comparación
con sus observaciones. Veré que una de las chicas se
ocupe hoy de eso. Vea, A.R., le sugiero que comamos
juntos esta noche, y después revisaremos las cosas
con peine fino. Tal vez prefiera escaparse ahora y
dormir un poco. Yo me quedaré hasta que llegue el
personal del laboratorio.
***
Esa noche después de comer, el Astrónomo Real
y Kingsley se encontraban nuevamente reunidos en
los aposentos de este último en el Erasmus College.
La cena había sido particularmente buena, y ambos
hombres se sentían muy distendidos cuando se aco-
modaron junto al hogar.
—Cuántas tonterías se dicen en estos días res-
pecto de esas salamandras —comentó el Astrónomo
Real señalando el fuego—. Se supone que son muy
científicas, pero no tienen nada de científico. La me-
jor forma de calefacción es la radiación de un hogar
abierto. Las salamandras solo producen un montón
de aire caliente extremadamente desagradable de
respirar. Sofocan sin calentar.
—Tiene mucho sentido lo que usted dice —coin-
cidió Kingsley—. Nunca les vi la utilidad a esos ar-
tefactos. Ahora, ¿qué tal un traguito de oporto antes
de ponernos a trabajar? ¿O madeira, clarete o borgo-
ña?
—Excelente, creo que preferiría el borgoña, si le
place.

58
 La nube negra
—Bien, tengo un muy recomendable Pommard
’57.
Kingsley sirvió dos vasos más bien grandes, re-
gresó a su asiento, y prosiguió:
—Bueno, aquí está todo. Tengo mis valores cal-
culados para Marte, Júpiter, Urano y Neptuno. La
correspondencia con sus observaciones es extraordi-
nariamente buena. Preparé una especie de sinopsis
de los principales resultados en estas cuatro hojas,
una para cada planeta. Véalas usted mismo.
El Astrónomo Real dedicó varios minutos a exa-
minar las hojas.
—Esto es muy impresionante, Kingsley. Esa
computadora suya es una herramienta realmente
fantástica, por cierto. Bueno, ¿está conforme ahora?
Todo coincide. Todo encaja en la hipótesis de un
cuerpo externo que invade el sistema solar. De paso,
¿tiene los detalles de su masa, posición y movimien-
to? Aquí no aparecen.
—Sí, también los tengo —respondió Kingsley, to-
mando otra hoja de un grueso legajo—. Y aquí es
exactamente donde empiezan los problemas. La ma-
sa parece equivalente a casi dos tercios de la de Jú-
piter.
El Astrónomo Real hizo una mueca.
—Creo que en la reunión de la BAA usted estimó
que por lo menos sería igual a la de Júpiter.
Kingsley rezongó.
59
 La nube negra
—Considerando las distracciones, no fue una es-
timación mala, A.R. Pero mire la distancia heliocén-
trica: 21,3 unidades astronómicas, sólo 21,3 veces la
distancia desde la Tierra al Sol. Es imposible.
—No veo por qué.
—A esa distancia debería ser fácilmente percep-
tible a simple vista. Miles de personas tendrían que
haberlo visto.
El Astrónomo Real movió la cabeza.
—Nada dice que la cosa deba ser un planeta co-
mo Júpiter o Saturno. Puede tener una densidad
mucho mayor, y un albedo menor. Eso lo convertiría
en algo muy difícil de percibir a simple vista.
—Aun así, A.R., alguna observación telescópica
del cielo lo habría descubierto. Puede ver que apare-
ce en el cielo nocturno, en algún lugar al sur de
Orion. Aquí están las coordenadas: Ascensión recta
5 horas 46 minutos, Declinación menos 30 grados 12
minutos. No conozco muy bien los detalles del cielo,
pero eso queda al sur de Orión, ¿no es así?
El Astrónomo Real hizo otra mueca.
—¿Cuánto hace que no mira por un telescopio,
Kingsley?
—Oh, unos quince años, supongo.
—¿Qué ocurrió entonces?
—Tuve que guiar a unos visitantes por el Obser-
vatorio.
60
 La nube negra
—Bueno, ¿no le parece que deberíamos subir al
Observatorio ahora y averiguar qué es lo que pode-
mos ver, en lugar de discutir sobre eso? A mí me pa-
rece que este intruso, como seguimos llamándolo, no
es un cuerpo sólido en absoluto.
—¿Quiere decir que podría ser una nube de gas?
Bueno, en cierto modo sería preferible. No se lo ve-
ría tan fácilmente como un cuerpo condensado. Pero
la nube tendría que estar muy bien localizada, con
un diámetro no mucho mayor que el de la órbita de
la Tierra. Debería ser también una especie de nube
bastante densa, de unos 10-10 g por cm3. ¿Una estre-
lla diminuta en proceso de formación, tal vez?
El Astrónomo Real asintió.
—Sabemos que las nubes gaseosas muy grandes,
como la nebulosa de Orión, tienen densidades pro-
medios de tal vez 10-21 g por cm3. Por otro lado, en el
seno de las grandes nubes gaseosas se forman cons-
tantemente estrellas como el Sol, con densidades de
1 g por cm3. Esto significa que seguramente debe
haber zonas gaseosas de cualquier tipo de densidad,
desde digamos 10-21 g por cm3 en un extremo hasta
densidades estelares en el otro extremo. Su estima-
ción de 10-10 g por cm3 se ubica en el medio de este
rango, y me resulta muy plausible.
—Es muy cierto lo que dice, A.R. Supongo que
debe haber nubes con esa clase de densidad. Pero
creo que tenía mucha razón al sugerir que subamos
al Observatorio. Mientras termina su vino llamaré
por teléfono a Adams, y pediré un taxi.
61
 La nube negra
***
Cuando los dos hombres llegaron al Observatorio
Universitario el cielo estaba encapotado, y aunque
esperaron varias horas húmedas y frías, esa noche
no hubo forma de ver las estrellas. Y lo mismo ocu-
rrió la noche siguiente, y la que vino después. Así
fue como Cambridge perdió el honor del descubri-
miento de la Nube Negra, tal como había perdido el
honor del descubrimiento del planeta Neptuno más
de un siglo antes.
El 17 de enero, al día siguiente de la visita de
Herrick a Washington, Kingsley y el Astrónomo
Real volvieron a comer juntos en el Erasmus. Y otra
vez se dirigieron a los aposentos de Kingsley des-
pués de la cena. Y otra vez se sentaron junto al fue-
go, a beber Pommard ’57.
—Gracias a Dios no tenemos que pasar otra vez
toda la noche despiertos. Creo que podemos confiar
en que Adams telefonee si el cielo despeja.
—En realidad, debería regresar mañana a Herst-
monceux —dijo el Astrónomo Real—. Al fin y al cabo
también tenemos telescopios allí.
—Evidentemente, este maldito clima le ha des-
animado tanto como a mí. Vea, A.R., me inclino por
mostrar las cartas. Preparé un cable para enviar a
Marlowe a Pasadena. Aquí está. Allá no tienen el
problema de los cielos nublados.
El Astrónomo Real miró la hoja de papel que
Kingsley tenía en sus manos.
62
 La nube negra
Por favor, informen si aparece algún objeto
inusual en Ascensión recta cinco horas cua-
renta y seis minutos, Declinación menos trein-
ta grados doce minutos. Masa del objeto dos
tercios de Júpiter, velocidad setenta kilóme-
tros por segundo directamente hacia la Tie-
rra. Distancia heliocéntrica 21,3 unidades as-
tronómicas.
—¿Lo envío? —preguntó Kingsley con ansiedad.
—Envíelo, tengo sueño —respondió el Astrónomo
Real, conteniendo educadamente un bostezo.
***
Kingsley tenía que dar clase a las nueve de la
mañana del día siguiente, de modo que se bañó, se
vistió y se afeitó antes de las ocho. Su asistente ha-
bía tendido la mesa para el desayuno.
—Telegrama para usted —dijo.
Un rápido vistazo le indicó que el “telegrama”
era un cable. Increíble, pensó Kingsley, que Mar-
lowe haya respondido con tal rapidez. Quedó toda-
vía más sorprendido cuando lo abrió.
Imperioso usted y Astrónomo Real vengan in-
mediatamente repito inmediatamente a Pasa-
dena. Tomen vuelo 15:00 a Nueva York. Pasa-
jes en Pan American, Terminal Aérea Victo-
ria. Visas en Embajada estadounidense. Auto
espera aeropuerto Los Angeles. HERRICK
***
63
 La nube negra
El avión ascendió lentamente, y tomó rumbo ha-
cia el oeste. Kingsley y el Astrónomo Real se acomo-
daron en sus asientos. Fue el primer momento de
distensión desde que Kingsley abriera el cablegra-
ma esa mañana. Primero debió postergar su clase,
después discutió todo el asunto con el secretario aca-
démico. No era fácil abandonar la universidad con
tal urgencia, pero eventualmente se encontró un
arreglo. Para entonces ya eran las once de la maña-
na. Le quedaban tres horas para llegar a Londres,
obtener su visa, recoger los pasajes, y abordar el au-
tobús desde Victoria al aeropuerto de Londres. Ha-
bía sido toda una carrera. Las cosas fueron un poco
más sencillas para el Astrónomo Real, que viajaba
tanto al exterior que siempre tenía pasaportes y vi-
sas listos para emergencias semejantes.
Los dos extrajeron sendos libros para leer en el
viaje. Kingsley miró el libro del Astrónomo Real y se
encontró con una colorida cubierta que mostraba un
duelo a pistola entre vaqueros. «Sólo Dios sabe qué
va a leer después», pensó Kingsley. El Astrónomo
Real miró el libro de Kingsley, y vio que se trataba
de las Historias de Herodoto. «Dios mío», pensó el
Astrónomo Real, «después va a leer a Tucídides».

64
Capítulo III
Paisaje californiano

Corresponde describir ahora la consternación


que el cablegrama de Kingsley produjo en Pasade-
na. A la mañana siguiente de su regreso de Wa-
shington se celebró una reunión en el despacho de
Herrick. Estaban Marlowe, Weichart y Barnett. He-
rrick subrayó la importancia de alcanzar lo más rá-
pidamente posible un punto de vista común sobre
los efectos que tendría la llegada de la Nube Negra.
—La posición a la que arribamos es ésta: nues-
tras observaciones muestran que la nube tardará
unos dieciocho meses en llegar hasta nosotros, o que
en todo caso esto es lo que parece más probable. Aho-
ra, ¿qué podemos decir sobre la nube en sí? ¿Habrá
alguna absorción significativa de radiaciones solares
cuando se interponga entre nosotros y el sol?
—Eso es muy difícil de asegurar sin contar con
mayor información —dijo Marlowe, expulsando hu-
mo—. Por el momento no sabemos si la nube es un
chiquitín que está próximo a nosotros o un grandote
que todavía está lejos. Ni tenemos la menor idea so-
bre la densidad de la materia que contiene.
 La nube negra
—Si pudiéramos averiguar la velocidad de la nu-
be, entonces podríamos conocer su tamaño y la dis-
tancia a que se encuentra —observó Weichart.
—Sí, estuve pensando en eso —prosiguió Mar-
lowe—. Los muchachos del radiotelescopio de Aus-
tralia podrían conseguirnos esa información. Es
muy probable que la nube consista principalmente
de hidrógeno, y debería ser posible conseguir la des-
viación Doppler en la banda de 21 centímetros.
—Esa es una muy buena idea —dijo Barnett—.
El hombre indicado es Leicester, en Sídney. Debe-
ríamos enviarle un cable de inmediato.
—No creo que eso sea tarea nuestra, Bill —obser-
vó Herrick—. Atengámonos a lo que podemos hacer
por nosotros mismos. Cuando hayamos entregado
nuestro informe, será tarea de Washington contactar
a los australianos para las mediciones de radio.
—Pero seguramente deberíamos incluir una re-
comendación para tener al grupo de Leicester traba-
jando en el problema.
—Eso es algo que podemos hacer, y creo que de-
beríamos hacerlo. Lo que quise decir es que no nos
corresponde a nosotros iniciar acciones de esta cla-
se. Probablemente todo este asunto va a tener impli-
caciones políticas serias, y me parece que debería-
mos mantenernos lejos de esas cosas.
—Totalmente de acuerdo —intervino Marlowe—;
lo último que quiero es verme metido en cuestiones
políticas. Pero obviamente necesitamos a los mucha-
66
 La nube negra
chos del radio para que nos proporcionen la veloci-
dad. La masa de la nube es algo más difícil. A mi en-
tender, la mejor manera, tal vez la única manera,
sería a partir de las perturbaciones planetarias.
—Eso es algo bastante arcaico, ¿no? —preguntó
Barnett—. ¿Quién lo hace? Los ingleses, supongo.
—Sí, bueno —murmuró Herrick—, tal vez sería
lo mejor no poner mucho énfasis en ese aspecto de la
cuestión. Pero el Astrónomo Real probablemente sea
la persona adecuada para consultar. Lo voy a con-
signar en el informe, que pienso comenzar cuanto
antes. Creo que en los puntos principales estamos
de acuerdo. ¿Alguien quiere plantear algo más?
—No, hemos examinado el terreno con bastante
detalle; tanto como podemos, quiero decir —repuso
Marlowe—. Creo que voy a retomar ahora un par de
cosas que tuve descuidadas durante los últimos
días. Supongo que querrás terminar ese informe
cuanto antes. Me alegra no tener que escribirlo.
Así fueron saliendo todos de la oficina de Herrick
para que pudiera ocuparse del informe, a cuya re-
dacción se abocó de inmediato. Barnett y Weichart
regresaron en auto al Caltech. Marlowe se dirigió a
su oficina. Pero le resultó imposible ponerse a traba-
jar, de modo que optó por caminar hasta la bibliote-
ca donde había varios de sus colegas. Una animada
conversación sobre el diagrama de color-magnitud
de las estrellas del núcleo galáctico ayudó a pasar el
tiempo hasta que todos convinieron en que ya se ha-
bía hecho la hora del almuerzo.
67
 La nube negra

***
Cuando Marlowe regresó del almuerzo, el secre-
tario lo abordó.
—Cablegrama para usted, doctor Marlowe.
Las palabras escritas en el trozo de papel pare-
cieron adquirir dimensiones gigantescas:
Por favor, informen si aparece algún objeto
inusual en Ascensión recta cinco horas cua-
renta y seis minutos, Declinación menos trein-
ta grados doce minutos. Masa del objeto dos
tercios de Júpiter, velocidad setenta kilóme-
tros por segundo directamente hacia la Tie-
rra. Distancia heliocéntrica 21,3 unidades as-
tronómicas.
Con un grito de sorpresa, Marlowe salió corrien-
do hacia el despacho de Herrick, donde irrumpió sin
la formalidad de golpear a la puerta.
—¡Aquí lo tengo! —exclamó—. ¡Todo lo que que-
ríamos saber!
Herrick estudió el cable. Después sonrió con cier-
ta ironía y dijo:
—Esto cambia un poquito las cosas. Parece que
vamos a tener que consultar con Kingsley y con el
Astrónomo Real.
Marlowe seguía entusiasmado.
—Es fácil darse cuenta de cómo han sido las co-
sas. El Astrónomo Real suministró material de ob-
68
 La nube negra
servación sobre los movimientos planetarios y
Kingsley hizo los cálculos. Si conozco bien a estos
dos tipos, aquí no hay mucha posibilidad de error.
—Bueno, también es muy fácil hacer una rápida
verificación. Si el objeto se encuentra a una distan-
cia de 21,3 unidades astronómicas y avanza hacia
nosotros a 70 kilómetros por segundo, entonces po-
demos calcular rápidamente cuánto tardaría en lle-
gar hasta nosotros, y podemos comparar la respues-
ta con los dieciocho meses que estimó Weichart.
—Tienes razón —dijo Marlowe. Anotó entonces
las siguientes observaciones y cifras en una hoja de
papel:
Distancia 21,3 unidades astr. = 3 x 1014 cm
aproximadamente. Tiempo requerido para re-
correr esta distancia a una velocidad de 70
km por seg. = 3 x 1014 / 7 x 1014 = 4,3 x 107
segundos = 1,4 años = 17 meses aprox.
—¡La concordancia es perfecta! —exclamó Marlo-
we—. Y lo que es más, la posición que ellos dan es ca-
si exactamente la misma que la nuestra. Todo encaja.
—Esto hace que mi informe se vuelva un asunto
mucho más difícil —dijo Herrick frunciendo el ce-
ño—. En rigor de verdad, debería ser redactado en
consulta con el Astrónomo Real. Creo que debería-
mos traerlos, a él y a Kingsley, lo antes posible.
—Absolutamente de acuerdo —coincidió Mar-
lowe—. Que el secretario se ponga a trabajar en eso
de inmediato. Deberíamos poder tenerlos acá en
69
 La nube negra
unas treinta y seis horas, pasado mañana por la ma-
ñana. Mejor aún, que tus amigos en Washington ha-
gan los arreglos. Y respecto del informe, ¿no sería
buena idea redactarlo en tres partes? La primera
parte podría tratar de nuestros descubrimientos
aquí en el Observatorio. La parte segunda sería
aportada por Kingsley y el Astrónomo Real. Y la ter-
cera sería una exposición de nuestras conclusiones,
especialmente de las conclusiones a las que arribe-
mos cuando lleguen los ingleses.
—Tiene mucho sentido lo que dices, Geoff. Yo
puedo tener la primera parte lista para cuando lle-
guen nuestros amigos. Podemos dejarle la segunda
parte a ellos, y al final podemos volcar nuestras con-
clusiones.
—Excelente. Sospecho que mañana ya lo habrás
terminado. ¿Qué te parece invitar a Alison a comer
mañana por la noche?
—Me gustaría, me encantaría, siempre que haya
terminado mañana por la tarde. ¿Podemos dejarlo
hasta entonces?
—Por supuesto, está muy bien. Avísame mañana
—dijo Marlowe poniéndose de pie.
Cuando Marlowe se disponía a salir, Herrick di-
jo:
—Esto es algo muy serio, ¿verdad?
—Por cierto que sí. Tuve una suerte de premoni-
ción cuando vi las fotos de Knut Jensen por primera
70
 La nube negra
vez. No me di cuenta de lo grave que era hasta que
llegó este cable. La densidad se ubica en el orden de
109 a 1010 g por cm3. Eso significa que la luz del sol
quedará bloqueada por completo.
***
Kingsley y el Astrónomo Real llegaron a Los Án-
geles a primeras horas de la mañana del 20 de
enero. Marlowe los esperaba en el aeropuerto. Tras
un rápido desayuno en un bar, salieron por la auto-
pista hacia Pasadena.
—Bendito sea, qué diferencia con Cambridge —
rezongó Kingsley—. Cien kilómetros por hora en lu-
gar de veinticinco, cielo azul en lugar de lluvias y
lloviznas interminables, temperatura superior a los
quince grados incluso a esta hora del día.
Estaba muy fatigado después de un largo vuelo,
primero a través del Atlántico, luego unas horas de
espera en Nueva York —escasas para poder hacer al-
go interesante, suficientes para resultar cansadoras:
el epítome del viaje en avión—, y por último el viaje a
través de los Estados Unidos durante la noche. Con
todo, era mucho mejor que un año de viaje por mar
rodeando el Cabo de Hornos, que era lo que debían
hacer los hombres un siglo atrás. Le habría gustado
disfrutar de una larga siesta, pero si el Astrónomo
Real estaba dispuesto a ir directamente al Observa-
torio, supuestamente él no podía hacer menos.
Luego de que Kingsley y el Astrónomo Real fue-
ran presentados a los integrantes del Observatorio
71
 La nube negra
que aún no conocían, y después de los saludos entre
viejos amigos, comenzó la reunión en la biblioteca.
Se trataba del mismo grupo que la semana anterior
se había reunido para discutir el descubrimiento de
Jensen, al que se sumaban ahora los visitantes bri-
tánicos.
Marlowe proporcionó un breve relato del descu-
brimiento, de sus propias observaciones, del razona-
miento de Weichart y de su sorprendente conclusión.
—Pueden comprender entonces —concluyó— por
qué estábamos tan interesados en recibir su cable-
grama.
—Ya lo creo que lo comprendemos —repuso el
Astrónomo Real—. Estas fotografías son especial-
mente notables. Ustedes establecen la posición del
centro de la nube en Ascensión recta 5 horas 49 mi-
nutos, Declinación menos 30 grados 16 minutos. Es-
to parece coincidir perfectamente con los cálculos de
Kingsley.
—Ahora, ¿les molestaría a ustedes dos hacernos
un breve relato de sus investigaciones? —preguntó
Herrick—. Tal vez el Astrónomo Real pueda hablar-
nos sobre el aspecto de las observaciones, y luego el
doctor Kingsley comentarnos un poco acerca de sus
cálculos.
El Astrónomo Real hizo una descripción de los
desplazamientos que se habían descubierto en las
posiciones de los planetas, particularmente de los
planetas exteriores. Explicó cómo esas observacio-
nes habían sido cuidadosamente verificadas para
72
 La nube negra
asegurarse de que no contenían errores. No omitió
dar crédito al trabajo del señor George Green.
«Santo cielo, otra vez con eso», pensó Kingsley.
El resto de los asistentes, sin embargo, escucha-
ba con interés al Astrónomo Real.
—Y así —concluyó—, le cedo la palabra al doctor
Kingsley, quien les va a delinear los fundamentos
de sus cálculos.
—No hay gran cosa que decir —comenzó King-
sley—. Admitida la exactitud de las observaciones
que acaba de comentarnos el Astrónomo Real —y
debo reconocer que al principio fui algo renuente a
admitirla—, era claro que los planetas estaban per-
turbados por la influencia gravitatoria de algún
cuerpo, o materia, que se estaba introduciendo en el
sistema solar. El problema era aprovechar las per-
turbaciones observadas para calcular la posición,
masa y velocidad del material intruso.
—¿Trabajó usted sobre la base de que el material
se comportaba como una masa puntual? —preguntó
Weichart.
—Sí, me pareció lo mejor que podía hacer, al me-
nos para empezar. El Astrónomo Real mencionó la
posibilidad de una nube extensa. Pero debo confesar
que íntimamente siempre pensé en términos de un
cuerpo condensado de tamaño comparativamente
pequeño. Sólo ahora que he visto esas fotografías
empiezo a asimilar la idea de la nube.
73
 La nube negra
—¿En qué medida cree usted que esa suposición
errónea pudo haber afectado los cálculos? —le pre-
guntó alguien a Kingsley.
—Difícil de decir. En lo que se refiere exclusiva-
mente a la inducción de perturbaciones planetarias,
la diferencia entre su nube y un cuerpo mucho más
condensado sería muy pequeña. Quizás las ligeras
diferencias entre mis resultados y sus observaciones
respondan a esa causa.
—Sí, eso está muy claro —intervino Marlowe en
medio de una nube de tabaco anisado—. ¿Cuánta in-
formación necesitaron para obtener sus resultados?
¿Utilizaron las perturbaciones de todos los plane-
tas?
—Con un planeta bastaba. Utilicé las observacio-
nes de Saturno para realizar los cálculos sobre la
Nube, si me permiten llamarla así. Luego de haber
determinado la posición, masa, etcétera, de la Nube,
invertí el cálculo para los otros planetas y así deduje
cuáles debían ser las perturbaciones para Júpiter,
Marte, Urano y Neptuno.
—Y así pudo comparar sus resultados con las ob-
servaciones...
—Exactamente. La comparación aparece en es-
tas tablas que tengo aquí. Las haré circular entre
ustedes. Podrán ver que la concordancia es bastante
alta. Por eso nos sentimos razonablemente seguros
de nuestras deducciones, y por eso nos sentimos au-
torizados a enviarles nuestro cable.
74
 La nube negra
—Ahora me gustaría saber cómo se comparan
sus estimaciones con las mías —dijo Weichart—. Me
pareció que la Nube tardaría unos dieciocho meses
en llegar a la Tierra. ¿Qué respuesta obtuvo usted?
—Ya las cotejé, Dave —señaló Marlowe—. Coin-
ciden bastante bien. Los valores del doctor Kingsley
arrojan unos diecisiete meses.
—Tal vez un poco menos que eso —observó
Kingsley—. Son diecisiete meses si no se computa la
aceleración de la Nube a medida que se acerca al
Sol. Por el momento se mueve a unos setenta kiló-
metros por segundo, pero para cuando llegue a la
Tierra habrá acelerado a unos ochenta. El tiempo
requerido para que la Nube llegue a la Tierra se re-
duce así a casi dieciséis meses.
Discretamente, Herrick tomó las riendas del de-
bate.
—Bueno, ahora que tenemos en claro nuestros
respectivos puntos de vista, ¿qué conclusiones pode-
mos extraer? Tengo la impresión de que ambos he-
mos estado trabajando sobre ciertas nociones equi-
vocadas. De nuestro lado, pensamos en una nube
mucho más grande que se encontraba considerable-
mente alejada del sistema solar, mientras que, como
dijo el doctor Kingsley, él imaginaba un cuerpo con-
densado dentro del sistema solar. La verdad se en-
cuentra en algún lugar intermedio entre ambas opi-
niones. Tenemos que vérnoslas con una nube relati-
vamente pequeña que ya se encuentra dentro del
sistema solar. ¿Qué podemos decir al respecto?
75
 La nube negra
—Muchas cosas —respondió Marlowe—. Nues-
tra medición del diámetro angular de la Nube como
de dos grados y medio, combinada con la distancia
del doctor Kingsley de unas 21 unidades astronómi-
cas, muestra que la Nube tiene un diámetro más o
menos equivalente a la distancia entre el Sol y la
Tierra.
—Sí, y con esta medida podemos obtener inme-
diatamente una estimación de la densidad de la ma-
teria que compone la nube —prosiguió Kingsley—.
Me parece a mí que el volumen es de aproximada-
mente 1040 cm3. Su masa es de alrededor de 1,3 x
1030 gramos, lo que arroja entonces una densidad de
1,3 x 10-10 g por cm3.
Se hizo silencio en la pequeña reunión. Fue
Emerson el que lo interrumpió.
—Semejante densidad es pavorosamente alta. Si
ese gas se interpone entre nosotros y el Sol va a blo-
quear por completo la luz solar. ¡Me parece que las
cosas se van a poner extremadamente frías acá en la
Tierra!
—No necesariamente —interrumpió Barnett—.
El propio gas puede calentarse, y el calor puede
atravesarlo.
—Eso depende de cuánta energía se necesite pa-
ra calentar la Nube —hizo notar Weichart.
—Y de su opacidad, y de cien otros factores —
agregó Kingsley—. Debo decir que considero alta-
mente improbable que ese gas deje pasar mucho ca-
76
 La nube negra
lor. Calculemos la energía necesaria para calentarlo
a una temperatura corriente.
Fue al pizarrón y escribió:

Masa de la Nube 1,3 x 1030 gramos.


Composición de la Nube: probablemente
hidrógeno gaseoso, en su mayor parte en
forma neutra.
Energía necesaria para elevar la temperatura
del gas en T grados es
1,5 x 1,3 x 1030 RT ergios
donde R es la constante gaseosa.
Si llamamos L a la energía total emitida por
el Sol, el tiempo necesario para elevar la
temperatura es
1,5 x 1,3 x 1030 RT/L segundos
Suponiendo que R = 8,3 x 107, T = 300, y
L = 4 x 1033 ergios por segundo, tenemos un
tiempo de unos 1,2 x 107 segundos, vale decir
unos cinco meses.

—Eso parece bastante correcto —comentó Wei-


chart—. Y diría que lo que obtuvo es una estimación
lo que se dice mínima.
—Así es —asintió Kingsley—. Y mi mínimo es
con todo mucho más amplio de lo que tomará a la
Nube pasarnos por encima. A una velocidad de 80
77
 La nube negra
kilómetros por segundo, atravesará la órbita de la
tierra en alrededor de un mes. De modo que me pa-
rece casi seguro que si la Nube se interpone entre
nosotros y el Sol va a bloquear por completo su ca-
lor.
—Usted dice “si la Nube se interpone entre noso-
tros y el Sol”. ¿Cree que existe alguna posibilidad de
que nos esquive? —preguntó Herrick.
—Claro que existe la posibilidad, una posibilidad
importante, diría. Vean.
Kingsley volvió al pizarrón.

—Esta es la órbita de la Tierra alrededor del Sol.


En este momento nos encontramos aquí. Y la Nube,
para dibujarla a escala, está por aquí. Si se mueve
así, en línea recta hacia el Sol, por cierto que habrá
de bloquearlo. Pero si se mueve de este otro modo,
entonces podría pasarnos de largo totalmente.
—Me parece que andamos de suerte —dijo Bar-
nett con una risita incómoda—. Porque debido al
movimiento de la Tierra alrededor del Sol, dentro de
dieciséis meses, cuando la Nube llegue, la Tierra va
a estar al otro lado del Sol.
78
 La nube negra

—Eso sólo significa que la Nube va a llegar al


Sol antes de llegar a la Tierra. No va a evitar que la
luz del Sol resulte bloqueada si el Sol queda cubier-
to, como en el caso (a) de Kingsley —subrayó Mar-
lowe.
—La cuestión con sus casos (a) y (b) —intervino
Weichart—, es que sólo se da el caso (a) si la Nube
presenta un momento angular en relación al Sol ca-
si exactamente igual a cero. Apenas necesita un le-
vísimo momento angular, y nos encontramos con el
caso (b).
—Eso es exactamente así. Por supuesto, mi caso
(b) era sólo un ejemplo. La Nube bien podría pasar
de largo al Sol y la tierra por el otro lado, así:

79
 La nube negra
—¿Tenemos algo que decir respecto de si la Nube
viene directo al Sol o no? —preguntó Herrick.
—No desde el lado de las observaciones —repuso
Marlowe—. Miren el dibujo de Kingsley sobre la si-
tuación actual. Una mínima diferencia de velocidad
produce una gran diferencia, la diferencia que existe
entre que la Nube impacte o pase de largo. Todavía
no podemos predecir lo que habrá de ocurrir, pero lo
descubriremos cuando la Nube se acerque.
—Entonces ésa es una de las cosas importantes
que quedan por hacer —concluyó Herrick.
—¿Puede decir algo más desde el punto de vista
teórico?
—No, no creo que se pueda; los cálculos no son
todavía lo suficientemente rigurosos.
—Me sorprende escucharlo desconfiar de los
cálculos, Kingsley —subrayó el Astrónomo Real.
—¡Mis cálculos se basaron en sus observaciones,
A.R.! De todos modos, estoy de acuerdo con Mar-
lowe. Lo que hay que hacer es seguir observando
atentamente la Nube. Debería ser posible anticipar
sin demasiados problemas si la Nube nos va a tocar
o no. Supongo que dentro de uno o dos meses debe-
ríamos saberlo.
—¡Exacto! —respondió Marlowe—. Pueden con-
fiar en que de ahora en más vamos a vigilar a este
tipo con tanto cuidado como si fuera de oro.
***
80
 La nube negra
Después del almuerzo, Marlowe, Kingsley y el
Astrónomo Real se encontraban reunidos en el des-
pacho de Herrick. Éste les había expuesto el plan de
redactar un informe conjunto.
—Y creo que nuestras conclusiones son muy cla-
ras. ¿Me permiten enumerarlas? 1. Una nube de gas
ha invadido el sistema solar desde el espacio exte-
rior. 2. Se desplaza más o menos directamente hacia
nosotros. 3. Llegará a las proximidades de la Tierra
dentro de unos dieciséis meses. 4. Permanecerá en
nuestros alrededores durante un lapso de más o me-
nos un mes.
»De este modo, si la materia de la Nube se inter-
pone entre el Sol y la Tierra, la Tierra quedará su-
mida en la obscuridad. Las observaciones todavía no
permiten decidir si esto habrá de ocurrir o no, pero
ulteriores observaciones deberían permitir resolver
esta cuestión.
»Y creo que podemos ir un poco más lejos en lo
concerniente a las futuras observaciones —prosiguió
Herrick—. Aquí continuaremos realizando observa-
ciones ópticas con todo el empeño necesario. Y en-
tendemos que el trabajo de los radioastrónomos aus-
tralianos complementará el nuestro, particularmen-
te en lo que se refiere a vigilar el desplazamiento la-
teral de la Nube.
—Eso parece resumir admirablemente la situa-
ción —reconoció el Astrónomo Real.
—Propongo que procedamos con el informe a to-
da velocidad, que lo firmemos nosotros cuatro, y que
81
 La nube negra
lo elevemos de inmediato a nuestros respectivos go-
biernos. No necesito decir que todo el asunto es alta-
mente secreto, o por lo menos que deberíamos consi-
derarlo de ese modo. Es desafortunado que haya
tantas personas enteradas de la situación, pero creo
que podemos confiar en que todos se manejarán con
la mayor discreción.
Kingsley no estuvo de acuerdo con Herrick en es-
te punto. Se sentía muy cansado, y eso sin duda lo
llevaba a manifestar sus opiniones con mayor énfa-
sis que el que hubiese empleado normalmente.
—Lo siento, doctor Herrick, pero en esto no coin-
cido con usted. No veo razón para que científicos co-
mo nosotros debamos acudir a los políticos moviendo
la cola como perros, y diciendo “Por favor, señor,
aquí está nuestro informe. Por favor, denos una pal-
mada en el lomo, y tal vez incluso un bizcocho si le
viene bien.” No encuentro el menor propósito en
abrir el juego a un montón de gente incapaz de con-
ducir la sociedad ni siquiera en tiempos normales,
cuando no hay tensiones severas. ¿Qué van a hacer
los políticos para evitar que venga la Nube, dictar
una ley? ¿Van a poder impedir que bloquee la luz
del Sol? Si es que pueden hacerlo, entonces no dude-
mos un segundo en consultarlos, pero si no pueden,
dejémoslos absolutamente al margen del asunto.
El doctor Herrick se mantuvo serenamente firme.
—Lo siento, Kingsley, pero tal como yo veo las
cosas el gobierno de los Estados Unidos y el go-
bierno británico son los representantes democrática-
82
 La nube negra
mente electos de nuestros respectivos pueblos. Con-
sidero que es nuestro deber evidente preparar este
informe, y guardar silencio hasta que nuestros go-
biernos se hayan pronunciado al respecto.
Kingsley se puso de pie.
—Lamento haber parecido brusco. Estoy cansa-
do. Quiero irme a dormir. Envíe su informe si lo
desea, pero comprenda por favor que, si resuelvo no
decir nada en público por el momento, será porque
no quiero decir nada, no porque me sienta constreñi-
do por algún tipo de obligación o deber. Y ahora si
me disculpan, quisiera ir directamente a mi hotel.
Una vez que Kingsley se hubo retirado, Herrick
se dirigió al Astrónomo Real.
—El doctor Kingsley parece un poquito... hmm...
—¿Un poquito inestable? —completó el Astróno-
mo Real. Se sonrió y prosiguió—: No es fácil decirlo.
Cuando uno puede seguir su razonamiento, las de-
ducciones de Kingsley son siempre muy sólidas y a
menudo brillantes. Y me inclinaría a creer que esto
es siempre así. Pienso que si ahora pareció un poco
extravagante fue porque su argumentación se apo-
yaba en premisas poco usuales, y no porque su lógi-
ca tuviese fallas. Kingsley probablemente concibe la
sociedad de una manera completamente distinta de
la nuestra.
—De todos modos, me parecería una buena idea
que mientras nosotros trabajamos en este informe
Marlowe se ocupara de él —subrayó Herrick.
83
 La nube negra
—Estupendo —asintió Marlowe, lidiando todavía
con su pipa—, tenemos mucho para hablar de astro-
nomía.
***
Cuando Kingsley bajó a desayunar a la mañana
siguiente, se encontró con que Marlowe lo estaba es-
perando.
—Pensé que tal vez le gustaría dar una vuelta
en auto hoy por el desierto.
—¡Espléndido, nada me gustaría más! En un mi-
nuto estaré listo.
Salieron de Pasadena; en La Cañada giraron a la
derecha para salir de la autopista 118, y se interna-
ron en las sierras, pasaron por el camino secundario
a Monte Wilson, y siguieron hasta el desierto de Mo-
jave. Tres horas más de manejo y estuvieron al pie
de la Sierra Nevada, donde por fin pudieron ver el
monte Whitney cubierto de nieve. El lejano desierto
que se extendía hacia el Valle de la Muerte aparecía
velado por una neblina azulada.
—Hay mil y una historias —comentó Kingsley—
sobre lo que siente un hombre cuando le dicen que
sólo le queda un año de vida, enfermedades incura-
bles y esas cosas. Bueno, es extraño pensar que to-
dos y cada uno de nosotros probablemente tengamos
poco más de un año de vida. Dentro de un par de
años, las montañas y el desierto serán prácticamen-
te iguales a como son hoy, pero no estaremos usted
ni yo, ni nadie que los recorra.
84
 La nube negra
—Oh, Dios, usted es demasiado pesimista —pro-
testó Marlowe—. Como usted mismo dijo, existen to-
das las posibilidades de que la Nube pase a un lado
o al otro del Sol y nos esquive por completo.
—Mire, Marlowe, yo no quise presionarlo mucho
ayer, pero si usted tiene una fotografía de hace va-
rios años, debe haberse formado una idea bastante
acertada acerca del movimiento. ¿Encontró alguna
posibilidad?
—No como para poder darla por segura.
—Entonces esa es una buena prueba de que la
Nube viene directamente hacia nosotros, o en todo
caso directamente hacia el Sol.
—Usted puede decirlo así, pero a mí no me cons-
ta.
—Entonces lo que usted quiere decir es que la
Nube probablemente va a alcanzarnos, pero que to-
davía existe una posibilidad de que tal vez no lo ha-
ga.
—Yo creo es que usted es injustificadamente pe-
simista. Hay que ver qué podemos averiguar en el
plazo de uno o dos meses. Y de todos modos, aunque
el Sol quede bloqueado, ¿no le parece que podremos
superar el trance? Después de todo, sólo durará
aproximadamente un mes.
—Bueno, examinemos la cuestión desde el prin-
cipio —comenzó Kingsley—. Después de una puesta
de sol normal, la temperatura baja. Pero ese descen-
so se ve limitado por dos factores. Uno es el calor
85
 La nube negra
acumulado en la atmósfera, que actúa como una re-
serva que nos mantiene calientes. Hay que tener en
cuenta, sin embargo, que esa reserva se agotaría rá-
pidamente, en menos de una semana, calculo yo.
Basta recordar qué frío hace a la noche aquí en el
desierto.
—¿Cómo compatibiliza lo dicho con la noche árti-
ca, cuando el Sol puede desaparecer durante un mes
o más? Supongo que el argumento es que el Ártico
recibe constantemente aire de latitudes más bajas, y
que ese aire ya ha sido calentado por el Sol.
—Efectivamente. El Ártico es permanentemente
calentado por el aire que fluye desde las regiones
tropicales y templadas.
—¿Cuál era el otro factor?
—Bueno, el vapor de agua de la atmósfera tiende
a retener el calor de la Tierra. En el desierto, donde
hay muy poco vapor de agua, la temperatura baja
mucho a la noche. Pero los lugares con mucha hu-
medad, como Nueva York en verano, no se enfrían
mucho durante la noche.
—¿Y a dónde lo conduce esto?
—Verá usted lo que va a ocurrir —prosiguió
Kingsley—. Durante uno o dos días después del
ocultamiento del Sol —si queda oculto, quiero de-
cir— el enfriamiento no será muy grande, en parte
porque el aire seguirá estando cálido y en parte por
el vapor de agua. Pero en cuanto el aire se enfríe, el
agua se convertirá gradualmente primero en lluvia,
86
 La nube negra
y luego en nieve, que precipitarán al suelo. Así el ai-
re se quedará sin vapor de agua. Para que esto ocu-
rra se necesitarán cuatro o cinco días, tal vez inclu-
so una semana o diez días. Pero a partir de entonces
la temperatura empezará a car en picada. En quince
días tendremos un frío de 75 grados bajo cero, y en
el plazo de un mes llegará a 150 o más.
—¿Quiere decir que hará tanto frío aquí como en
la Luna?
—Sí, sabemos que al atardecer la temperatura
de la Luna desciende más de 150 grados en apenas
una hora. Bueno, aquí va a ocurrir más o menos lo
mismo, excepto que tomará más tiempo debido a
nuestra atmósfera. Pero al final va a ser lo mismo.
No, Marlowe, no creo que podamos aguantar un
mes, aunque no parezca mucho.
—Usted rechaza la posibilidad de que podamos
abrigarnos del frío tal como lo hacen en invierno en
las praderas canadienses, mediante un sistema efi-
ciente de calefacción central.
—Es posible, supongo, que algunos edificios es-
tén lo suficientemente bien aislados como para so-
portar los tremendos desniveles de temperatura que
se producirán. Tendrán que ser verdaderamente ex-
cepcionales, porque cuando construimos casas, ofici-
nas, y esas cosas, no lo hacemos pensando en esas
condiciones térmicas. Con todo, le concedo que algu-
nas personas podrán sobrevivir, personas que ten-
gan edificios especialmente bien diseñados en regio-
nes frías. Pero creo que el resto no tiene posibilidad
87
 La nube negra
alguna. Las poblaciones del trópico, con sus cabañas
endebles, estarán en pésimas condiciones.
—Suena muy sombrío, ¿no le parece?
—Supongo que lo mejor sería encontrar una cue-
va donde podamos meternos bien bajo tierra.
—Pero necesitamos aire para respirar. ¿Qué de-
beríamos hacer cuando llegue el frío intenso?
—Tener una planta de calefacción. Eso no sería
muy difícil. Calentar el aire que ingrese a una cueva
profunda. Eso es lo que van a hacer todos esos go-
biernos a los que Herrick y el A.R. son tan afectos.
Van a contar con lindas cuevas calentitas, mientras
que usted y yo, mi querido Marlowe, vamos a ser so-
metidos al tratamiento del témpano.
—No creo que sean tan malos —rió Marlowe.
Kingsley siguió adelante muy serio:
—Oh, admito que no van a ser tan descarados.
Siempre encuentran buenas razones para todo lo
que hacen. Cuando sea evidente que sólo se podrá
salvar a un pequeño grupo de personas, entonces se
argumentará que los afortunados serán quienes re-
sulten más importantes para la sociedad, o sea, una
vez que todo haya sido hervido y decantado, la con-
fraternidad política, los militares, reyes, arzobispos,
y así. ¿Quiénes hay más importantes que ellos?
Marlowe comprendió que había llegado el mo-
mento de cambiar ligeramente de tema.
—Olvidémonos de los humanos por el momento.
¿Qué será de los animales y las plantas?
88
 La nube negra
—Todas las plantas morirán sin duda. Pero pro-
bablemente las semillas se conserven. Pueden so-
portar fríos intensos y son capaces de germinar en
cuanto se restablecen las temperaturas normales.
Es probable que haya semillas suficientes como pa-
ra asegurar que la flora del planeta se mantenga
esencialmente ilesa. Es muy diferente el caso de los
animales. No creo que haya algún animal terrestre
grande con posibilidades de sobrevivir, excepto un
pequeño número de hombres, y tal vez unos cuantos
animales que los hombres lleven consigo a sus refu-
gios. Los animales pequeños, de piel, que excavan
sus madrigueras en la tierra tal vez puedan meterse
lo bastante hondo como para soportar el frío, y sal-
varse hibernando de morir por falta de alimento.
Los animales marinos tendrán mejor suerte. Así co-
mo la atmósfera es una reserva de calor, el mar es
una reserva todavía mayor. La temperatura de los
mares no descenderá demasiado, de modo que los
peces probablemente no tengan problemas.
—Pero, ¿no hay una falacia en todo su argumen-
to? —exclamó Marlowe bastante agitado—. Si los
mares se mantienen templados, entonces el aire que
cubre los mares se mantendrá templado. ¡Y así ha-
brá siempre una reserva de aire templado para re-
emplazar al que se enfríe sobre la tierra!
—No estoy de acuerdo —repuso Kingsley—. Ni
siquiera es seguro que el aire que cubre los mares se
mantendrá templado. Los mares se enfriarán lo su-
ficiente como para congelarse en la superficie, aun-

89
 La nube negra
que en lo profundo el agua permanezca bastante
templada. Y una vez que la superficie de los mares
se congele no va a haber mucha diferencia entre el
aire que cubre la tierra y el que cubre el mar. Todo
se va a poner muy frío.
—Lamentablemente, lo que usted dice tiene sen-
tido. ¡Lo mejor, entonces, sería estar dentro de un
submarino!
—Bueno, un submarino no podría salir a la su-
perficie debido al hielo, de modo que necesitaría una
provisión de aire suficiente y eso no sería sencillo.
Los barcos tampoco servirían de nada debido al hie-
lo. Y hay otra objeción para su argumento. Aunque
el aire se mantuviera sobre el mar comparativamen-
te templado, no podría suministrar calor al aire que
cubre la tierra, que al ser frío y denso formaría tre-
mendos anticiclones estables. El aire frío permane-
cería sobre la tierra y el aire templado sobre el mar.
—¡Sepa una cosa, Kingsley —rió Marlowe—, yo
no voy a permitir que su pesimismo apague mi opti-
mismo! ¿Acaso se le ocurrió pensar en esto? Podría
haber una considerable temperatura por radiación
dentro de la Nube misma. ¡La Nube podría traer
consigo un calor apreciable, y esto podría compen-
sarnos por la pérdida de luz solar, siempre y cuan-
do, e insisto en esto, quedemos dentro de la Nube!
—Pero yo pensaba que la temperatura en las nu-
bes interestelares era siempre muy baja, ¿no es así?
—Es así en las nubes corrientes, pero esta es
tanto más densa y tanto más pequeña que su tem-
90
 La nube negra
peratura podría ser cualquiera, hasta donde sabe-
mos. Por supuesto, no puede ser muy alta, porque
de lo contrario la nube resplandecería de brillo, pero
puede ser lo bastante alta como para proporcionar-
nos el calor que necesitemos.
—¿Optimista, dijo? Entonces, ¿qué impediría a la
Nube ser tan caliente que nos ponga a todos a her-
vir? No sabía que había tanta incertidumbre sobre
la temperatura. Francamente, esa posibilidad me
gusta todavía menos. Sería completamente desas-
troso que la Nube fuera muy caliente.
—¡Tendríamos que refugiarnos en cuevas y refri-
gerar nuestra provisión de aire!
—Pero eso no es nada bueno. La semillas de las
plantas pueden soportar el frío, peor no el calor ex-
cesivo. No le serviría de gran cosa al hombre sobre-
vivir si toda la flora resultara destruida.
—Se podría guardar semillas en las cuevas, jun-
to con hombres, animales y sistemas de refrigera-
ción. Mi Dios, esto deja al viejo Noé a la altura de
un poroto, ¿no?
—Sí, tal vez algún futuro Saint-Saëns le ponga
música.
—Bueno, Kingsley, aunque esta charla no haya
servido precisamente de consuelo, por lo menos puso
sobre la mesa un asunto altamente importante. De-
bemos averiguar la temperatura de esa Nube, y ha-
cerlo sin demora. Evidentemente, se trata de otra
misión para los muchachos del radiotelescopio.
91
 La nube negra
—¿Veintiún centímetros? —preguntó Kingsley.
—¡Exactamente! En Cambridge tienen un equipo
que podría hacerlo, ¿no?
—Se iniciaron hace poco con el de veintiún centí-
metros, pero creo que rápidamente podrían acercar-
nos una respuesta sobre este punto. Me pondré en
contacto con ellos tan pronto regrese.
—Sí, y póngame al tanto de los resultados en
cuanto pueda. Usted sabe, Kingsley, aunque yo no
necesariamente comparto todo lo que usted dice en
materia de política, tampoco me gusta mucho la idea
de que todo escape a nuestro control. Pero nada pue-
do hacer por mí mismo. Herrick ha pedido que todo
se mantenga en secreto, y él es mi jefe, y yo no puedo
pasarle por encima. Pero usted está libre de compro-
misos, especialmente después de lo que le dijo ayer.
De modo que puede ocuparse de este asunto. Yo lo
llevaría adelante con la misma rapidez que usted.
—No se preocupe, lo haré.
***
El viaje era largo, y ya era de noche cuando lle-
garon a San Bernardino por el paso del Cajón. Se
detuvieron y disfrutaron de una comida excelente en
un restaurante elegido por Marlowe en la parte occi-
dental de la ciudad de Arcadia.
—Normalmente no me gustan las fiestas —dijo
Marlowe—, pero me parece que una fiesta lejos de
los científicos nos vendría bien a los dos esta noche.
92
 La nube negra
Uno de mis amigos, un poderoso empresario que es-
tá en el camino de San Marino, me invitó a pasar un
rato por su casa.
—Pero no puedo aparecerme por ahí, y forzar mi
presencia.
—Tonterías, por supuesto que puede. ¡Un invita-
do inglés! Va a ser la atracción de la fiesta. Proba-
blemente media docena de magnates del cine de Ho-
llywood van a querer contratarlo de inmediato.
—Razón de más para no ir —respondió Kingsley.
Pero fue.
***
La casa de Silas U. Crookshank, un exitoso
agente de bienes raíces, era grande, espaciosa, bien
decorada. Marlowe había acertado sobre la recep-
ción que se le daría a Kingsley. Le pusieron en las
manos un vaso enorme de bebida fuerte, que
Kingsley supuso sería whisky bourbon.
—Fantástico —dijo Crookshank—. Ahora esta-
mos todos.
Kingsley nunca descubrió por qué estaban todos.
Después de departir cortésmente con el vicepre-
sidente de una aerolínea, el director de una gran
empresa de fruticultura, y otros dos hombres de pro,
Kingsley por fin logró entrar en conversación con
una hermosa morenita. Los interrumpió una rubia
elegante que les puso una mano en el brazo a cada
uno.
93
 La nube negra
—Vengan, ustedes dos —dijo en voz baja, ronca,
muy educada—. Nos vamos a lo de Jim Halliday.
Cuando vio que la morena iba a aceptar el plan
de Voz Ronca, Kingsley decidió que también él podía
ir. No tenía sentido molestar a Marlowe, pensó. Ya
se las arreglaría para volver al hotel.
La casa de Jim era bastante más chica que la de
S.U. Crookshank, pero sin embargo habían logrado
despejar un espacio en el que dos o tres parejas co-
menzaron a bailar al sonido algo áspero de un gra-
mófono. Hubo una nueva ronda de bebidas. Kingsley
agradeció la suya porque no era ninguna maravilla
en la pista de baile. La morena había sido abordada
por dos hombres, hacia los que Kingsley, a pesar del
whisky, experimentó un profundo desagrado. Deci-
dió meditar sobre el estado del mundo hasta que pu-
diese librar a la chica de sus dos perseguidores. Pero
no pudo ser. Voz Ronca vino hacia él.
—Bailemos, querido —dijo.
Kingsley hizo lo posible por acompañar ese ritmo
lánguido, pero aparentemente no logró la aproba-
ción de su pareja.
—¿Por qué no te relajas, cariño? —susurró la
voz.
Ninguna otra observación habría podido ser me-
jor calculada para descolocar a Kingsley, porque no
veía posibilidad alguna de relajarse en ese espacio
superpoblado. ¿Que debía hacer, aflojarse y dejar
que Voz Ronca cargara con su peso muerto?
94
 La nube negra
Decidió replicar con un absurdo de parejo calibre.
—Nunca siento demasiado frío, ¿y tú?
—Caray, eso estuvo muy agudo —dijo la mujer
en una especie de murmullo amplificado.
En estado de pronunciada desesperación,
Kingsley la arrastró a un costado y, recuperando su
vaso, bebió un largo trago. Mascullando con violen-
cia, corrió hacia el vestíbulo donde recordaba haber
visto un teléfono. A sus espaldas, una voz dijo:
—Hola, ¿buscando algo?
Era la morena.
—Estoy llamando un taxi. Como dice la canción,
“estoy cansado y quiero irme a la cama”.
—¿Le parece correcto decir eso a una joven respe-
table? Hablando en serio, yo también me voy. Tengo
auto, así que puedo alcanzarlo. Olvídese del taxi.
La muchacha condujo con destreza hacia las
afueras de Pasadena.
—Es peligroso manejar muy despacio —explicó—.
A esta hora de la noche la policía anda a la pesca de
borrachos y de gente que regresa a su casa de algu-
na fiesta. Y no paran a los autos que van rápido. Ir
despacio los vuelve sospechosos, además.
Encendió la luz del tablero para controlar la ve-
locidad. Entonces vio el indicador de combustible.
—Demonios, estoy casi sin nafta. Mejor paremos
en la próxima estación.
95
 La nube negra
Fue cuando quiso pagar al playero que se dio
cuenta de que su cartera de mano no estaba en el
auto. Kingsley pagó el combustible.
—No puedo recordar dónde quedó —dijo—. Pen-
sé que estaba en el asiento de atrás.
—¿Tenía mucho dinero?
—No mucho. Pero el problema es que no sé cómo
voy a entrar a mi departamento. Ahí tenía las llaves.
—Eso sí que es molesto. Lamentablemente no
soy muy hábil para forzar cerraduras. Pero, ¿es po-
sible trepar de algún modo?
—Bueno, creo que sí, si contara con ayuda. Hay
una ventana alta que siempre dejo abierta. No po-
dría llegar hasta ella sola, pero creo que podría al-
canzarla si usted me alza. ¿Le molestaría? No es
muy lejos de aquí.
—En absoluto —dijo Kingsley—. Me imagino
mejor en el papel de atracador.
La chica había dicho la verdad sobre la altura de
la ventana. Sólo podría ser alcanzada por una perso-
na parada sobre los hombros de otra. La maniobra
no iba a ser para nada sencilla.
—Mejor me trepo yo —dijo la chica—. Soy más
liviana que usted.
—De modo que en vez de ser el audaz asaltante
me tocará el papel de alfombra.
—Así es —respondió la chica mientras se sacaba
los zapatos—. Ahora agáchese, así me puedo parar
96
 La nube negra
en sus hombros. No tan abajo, que no se va a poder
incorporar nunca.
La chica estuvo a punto de resbalar, pero recupe-
ró el equilibrio clavando los dedos en la cabellera de
Kingsley.
—No me arranque la cabeza —protestó.
—Disculpe, sabía que no debía beber tanta gine-
bra.
Por fin lo lograron. Se abrió la ventana, y la chi-
ca desapareció en el interior, cabeza y hombros pri-
mero, pies al final. Kingsley recogió los zapatos y se
dirigió hacia la puerta. La chica abrió.
—Entre —dijo—. Ya se me corrieron las medias.
Espero que no le moleste entrar.
—No me molesta en absoluto. Quiero que me de-
vuelva la cabellera, por favor, si es que ya terminó
con ella.
***
Al día siguiente, Kingsley llegó al Observatorio
casi a la hora del almuerzo. Fue derecho a la oficina
del director, donde encontró a Herrick, Marlowe y el
Astrónomo Real.
«Dios mío, qué aspecto disoluto tan chocante»,
pensó el Astrónomo Real.
«Dios mío, parece que el tratamiento con whisky
lo compuso», pensó Marlowe.
«Parece más desequilibrado que antes», pensó
Herrick.
97
 La nube negra
—Bien, bien, ¿están listos todos esos informes?
—preguntó Kingsley.
—Todos listos y a la espera de su firma —repuso
el Astrónomo Real—. Nos preguntábamos a dónde
había ido. Tenemos el pasaje de regreso reservado
para esta noche.
—¿Pasaje de regreso? Tonterías. Primero atrave-
samos a la carrera la mitad del mundo por todos
esos malditos aeropuertos, y ahora que estamos
aquí, disfrutando del sol, quiere que regresemos
también a la carrera. Es ridículo, A.R. ¿Por qué no
afloja un poco?
—Usted parece olvidar que tenemos asuntos
muy importantes que atender.
—El asunto es muy importante. En eso coincido
con usted, A.R. Pero le digo con toda seriedad que es
un asunto que ni usted ni ningún otro puede aten-
der. La Nube Negra se acerca y ni usted, ni toda la
caballería real, ni toda la infantería real, ni el rey
en persona pueden detenerla. Mi consejo es olvidar-
se de toda esta tontería del informe. Salgamos al
sol, que todavía brilla.
—Cuando el Astrónomo Real y yo decidimos vo-
lar esta noche a la costa este ya conocíamos sus opi-
niones, doctor Kingsley —intervino Herrick en tono
mesurado.
—¿Debo entender, doctor Herrick, que ustedes
van a Washington?
98
 La nube negra
—Ya he concertado una cita con la secretaria del
presidente.
—En ese caso, creo que lo mejor sería que el As-
trónomo Real y yo viajásemos a Inglaterra sin de-
mora.
—Kingsley, eso es exactamente lo que hemos es-
tado tratando de decirle —gruñó el Astrónomo Real,
pensando que en cierto modo Kingsley era la perso-
na más obtusa que le había tocado conocer.
—No fue exactamente eso lo que usted me dijo,
A.R., aunque a usted le haya parecido que lo fuera.
Ahora veamos esas firmas. ¿Por triplicado, supongo?
—No, hay sólo dos copias, una para mí y otra pa-
ra el Astrónomo Real —repuso Herrick—. ¿Quiere
firmar aquí?
Kingsley extrajo su lapicera, garabateó su nom-
bre dos veces, y dijo:
—¿Usted está absolutamente seguro, A.R., que
tenemos pasajes reservados para el vuelo a Lon-
dres?
—Sí, por supuesto.
—Entonces todo parece estar en orden. Bueno,
caballeros, estaré en mi hotel a disposición de uste-
des desde las cinco de la tarde. Pero entretanto hay
varios asuntos importantes que debo atender.
Y dicho esto, Kingsley abandonó el Observatorio.
Los astrónomos reunidos en el despacho de He-
rrick se miraron sorprendidos.
99
 La nube negra
—¿Qué asuntos importantes? —preguntó Mar-
lowe.
—Dios sabe —respondió el Astrónomo Real—. La
manera de pensar y de actuar de Kingsley es algo
que excede mi capacidad de comprensión.
***
Herrick descendió del avión en Washington.
Kingsley y el Astrónomo Real siguieron viaje a Nue-
va York, donde soportaron una espera de tres horas
antes de abordar el vuelo hacia Londres. Hubo algu-
nas dudas sobre si podrían despegar debido a la nie-
bla. Kingsley estuvo tremendamente inquieto hasta
que anunciaron que podían dirigirse hacia la puerta
13 con sus tarjetas de embarque en la mano. Media
hora más tarde estaban en el aire.
—Gracias a Dios por todo —dijo Kingsley, mien-
tras el avión avanzaba tenazmente hacia el noreste.
—Admito que hay varias cosas que usted debería
agradecer a Dios, pero no creo que ésta sea una de
ellas —subrayó el Astrónomo Real.
—Con gusto estaría dispuesto a explicarle, A.R.,
si creyera que la explicación sería aceptable para
usted. Pero como temo que no lo será, mejor nos to-
mamos un trago. ¿Qué le gustaría?

100
Capítulo IV
Actividades surtidas

El gobierno de los Estados Unidos fue el primer


organismo oficial en enterarse de la aproximación
de la Nube Negra.
Le tomó a Herrick varios días atravesar los es-
tratos superiores de la burocracia estadounidense,
pero una vez que lo logró los resultados fueron más
que alentadores. Al anochecer del 24 de enero reci-
bió instrucciones de presentarse al día siguiente a
las nueve y media en el despacho del presidente.
—Extraña situación nos ha planteado usted, doc-
tor Herrick, muy extraña —dijo el presidente—. Pe-
ro usted y su equipo de Monte Wilson tienen tan al-
to nivel que no voy a perder tiempo poniendo en du-
da lo que nos ha dicho. He preferido convocar a es-
tos caballeros de modo que podamos ponernos de
acuerdo sobre lo que deberíamos hacer al respecto.
Las dos horas de deliberaciones que siguieron
fueron diestramente resumidas por el secretario del
Tesoro:
—Me parece, señor presidente, que nuestras con-
clusiones son muy claras. La situación presenta dos
factores favorables que probablemente nos permiti-
 La nube negra
rán evitar cualquier desorden económico verdadera-
mente serio. El doctor Herrick nos asegura que, de
acuerdo con lo que se espera, esta... mmm... visita
no se va a extender mucho más allá de un mes. Este
lapso es tan breve que, aun cuando el consumo de
combustible se eleve enormemente, la cantidad total
necesaria para preservarnos durante el período de
frío extremo seguirá siendo muy moderada. En con-
secuencia, no enfrentamos problemas serios para
acumular reservas adecuadas de combustibles; in-
cluso es posible que nuestras reservas actuales re-
sulten suficientes. Un problema más serio es el de
distribuirlas prontamente desde sus lugares de al-
macenaje hasta los consumidores domésticos e in-
dustriales; en otras palabras, si vamos a poder bom-
bear gas y petróleo con la rapidez necesaria. Esto es
algo que hay que examinar, pero con casi un año y
medio para prepararnos seguramente no encontra-
remos dificultades que no puedan ser superadas.
»El segundo factor favorable es la fecha de la vi-
sita. Para mediados de julio, que es cuando el doctor
Herrick ubica el probable comienzo de la emergen-
cia, la mayoría de nuestras cosechas ya habrán sido
recogidas. La misma situación favorable se aplica al
mundo entero, de modo que la pérdida de alimentos,
que habría resultado verdaderamente grave si el pe-
ríodo de frío se ubicara en mayo o junio, también de-
bería ser muy moderada.
—Entonces, me parece que estamos todos de
acuerdo acerca de los pasos que tenemos que dar de
manera inmediata —agregó el presidente—. Cuando
102
 La nube negra
hayamos resuelto nuestros propios preparativos,
tendremos que considerar el problema más complejo
de qué ayuda podremos ofrecer a los pueblos del
mundo. Pero por el momento pongamos nuestra pro-
pia casa en orden. Me imagino que ustedes, caballe-
ros, deseará volver ya a sus importantes asuntos, y
hay algunas preguntas que quisiera plantearle per-
sonalmente al doctor Herrick.
Una vez que la reunión se levantó, y se encontra-
ron a solas, el presidente prosiguió:
—Bien, doctor Herrick, comprenderá usted que
por el momento este asunto debe ser manejando
dentro de la más estricta reserva. Advierto que, ade-
más del suyo, hay otros tres nombres en su informe.
Supongo que estos caballeros son miembros de su
equipo. ¿Podría proporcionarme además los nom-
bres de otras personas que estén en conocimiento de
su contenido?
En respuesta, Herrick suministró al presidente
un relato sucinto de las circunstancias que conduje-
ron al descubrimiento, subrayando que era inevita-
ble que la información hubiese sido de conocimiento
común en todo el Observatorio antes de que se ad-
virtiera su importancia.
—Por supuesto, eso es natural —observó el pre-
sidente—. Debemos agradecer que la cuestión no
haya salido de los límites del Observatorio. Confío, y
lo digo seriamente, doctor Herrick, en que usted
pueda darme seguridades al respecto.
103
 La nube negra
Herrick señaló que hasta donde sabía, había cua-
tro personas fuera del Observatorio con pleno cono-
cimiento de la Nube Negra: Barnett y Weichart, del
Instituto de Tecnología de California —que era
prácticamente lo mismo— y dos científicos ingleses,
el doctor Christopher Kingsley, de Cambridge, y el
propio Astrónomo Real. Los nombres de los dos últi-
mos aparecían en el informe.
El tono del presidente se volvió cortante.
—¡Dos ingleses! —exclamó—. Esto no es nada
bueno. ¿Qué fue lo que pasó?
Herrick, advirtiendo que el presidente tal vez só-
lo hubiese leído un resumen de su informe, explicó
que Kingsley y el Astrónomo Real habían deducido
por su cuenta la existencia de la Nube, y que el tele-
grama de Kingsley había sido recibido en Pasadena,
y que los dos ingleses habían sido invitados a Cali-
fornia.
El presidente se distendió.
—Ah, están los dos en California, ¿no es así? Us-
ted hizo bien en invitarlos, tal vez mejor de lo que se
imagina, doctor Herrick.
Fue entonces cuando Herrick comprendió por
primera vez el significado de la repentina decisión
de Kingsley de regresar a Inglaterra.
***
Horas más tarde, mientras volaba hacia la costa
Oeste, Herrick continuaba ponderando su visita a
104
 La nube negra
Washington. Nunca habría esperado merecer la dis-
creta pero firme censura del presidente, ni tampoco
ser despachado de regreso tan pronto. Curiosamen-
te, la inconfundible censura le preocupaba menos de
lo que habría supuesto. A su juicio, había cumplido
con su deber, y la crítica que Herrick más temía era
la propia.
***
También al Astrónomo Real le tomó varios días
llegar a la cima del gobierno. El camino pasaba por
el primer lord del Almirantazgo. El ascenso habría
sido más rápido si hubiera estado dispuesto a decla-
rar su propósito. Pero el Astrónomo Real se limitó a
decir que deseaba una entrevista con el primer mi-
nistro. Finalmente consiguió una entrevista con el
secretario privado del primer ministro, un joven de
nombre Francis Parkinson. Parkinson fue franco: el
primer ministro estaba muy ocupado. Como el As-
trónomo Real seguramente sabía, además de todos
los asuntos de estado habituales, se estaba prepa-
rando una delicada conferencia internacional, se es-
peraba la visita de Nehru para la primavera, y el
propio primer ministro planeaba visitar a Washing-
ton. Si el Astrónomo Real no explicaba cuál era su
asunto, ciertamente no iba a conseguir una entre-
vista. A decir verdad, el asunto debería ser de una
importancia excepcional, de otro modo lamentaba no
poder ofrecerle ayuda alguna. El Astrónomo Real
capituló y le brindó a Parkinson una somera versión
de la cuestión de la Nube Negra. Dos horas más tar-
105
 La nube negra
de le estaba explicando el asunto al primer ministro,
esta vez con todos los detalles.
***
Al día siguiente, el primer ministro celebró una
reunión de emergencia del gabinete reducido, a la
que también se invitó al secretario de Interior. Par-
kinson estaba allí, en funciones secretariales.
Después de brindar un meticuloso précis del in-
forme de Herrick, el primer ministro recorrió la me-
sa con la mirada y dijo:
—Mi propósito al citar a esta reunión fue poner-
los al corriente de los pormenores de un caso que po-
siblemente se torne serio, antes que discutir cual-
quier acción inmediata. Nuestro primer paso evi-
dentemente debe ser asegurarnos de la exactitud o
no de este informe.
—¿Y cómo podremos hacerlo? —preguntó el mi-
nistro de Relaciones Exteriores.
—Bueno, mi primer paso fue pedirle a Parkinson
que hiciese discretas averiguaciones respecto de la,
mmm..., reputación científica de los caballeros que
han firmado este informe. ¿Les interesaría escuchar
lo que tiene para decirnos?
Los participantes manifestaron su asentimiento.
Parkinson habló casi como quien se disculpa:
—No fue en modo alguno sencillo conseguir in-
formación verdaderamente confiable, especialmente
sobre los dos norteamericanos. Pero lo mejor que pu-
106
 La nube negra
de obtener de mis amigos en la Royal Society fue
que cualquier informe que lleve la firma del Astró-
nomo Real o del Observatorio Monte Wilson debería
ser absolutamente sólido desde el punto de vista de
las observaciones. Sin embargo, se mostraron mu-
cho menos seguros acerca de la capacidad deductiva
de los cuatro firmantes. Entiendo que de los cuatro,
sólo Kingsley podría reclamar el título de experto en
ese campo.
—¿Qué quiere decir usted con “podría reclamar”?
—preguntó el ministro de Hacienda.
—Bueno, que Kingsley es conocido como un cien-
tífico genial, pero que no todos lo consideran del to-
do sensato.
—¿Quiere decir que las partes deductivas de este
informe dependen sólo de un hombre, y por añadi-
dura de un hombre brillante pero insensato? —dijo
el primer ministro
—Lo que yo averigüé puede ser planteado de esa
manera, aunque sería una manera algo extrema de
plantearlo —respondió Parkinson.
—Posiblemente —prosiguió el primer ministro—,
pero en todo caso nos brinda motivos sólidos para
una pizca de escepticismo. Evidentemente, tenemos
que investigar más a fondo. Lo que quiero discutir
con ustedes es qué medidas deberíamos adoptar
ahora para conseguir mayor información. Una posi-
bilidad sería pedir al consejo de la Royal Society que
designe una comisión para que efectúe un examen

107
 La nube negra
exhaustivo de todo el asunto. La única otra línea de
acción que para mí se recomienda por sí sola es un
contacto directo con el gobierno de los Estados Uni-
dos, que seguramente debe estar tan preocupado por
la veracidad, o tal vez deba decir mejor, la exactitud,
del profesor Kingsley y los otros.
Después de varias horas de discusión, se decidió
comunicarse inmediatamente con el gobierno de los
Estados Unidos. Se llegó a esa decisión en gran me-
dida gracias al poderoso respaldo del ministro de
Relaciones Exteriores, al que no le faltaron argu-
mentos para respaldar una alternativa que colocaría
la cuestión en manos de su propia cartera.
—El argumento decisivo —dijo— es que un re-
querimiento a la Royal Society, si bien deseable des-
de otros puntos de vista, necesariamente pondría a
numerosas personas en conocimiento de hechos que
en la presente instancia resulta preferible mantener
en secreto. Creo que en esto podemos estar todos de
acuerdo.
Todos lo estuvieron. El ministro de Defensa qui-
so saber incluso:
—¿Qué medidas se pueden adoptar para asegu-
rarse de que ni el Astrónomo Real ni el doctor
Kingsley puedan diseminar su interpretación alar-
mista de los presuntos hechos?
—Este es un punto delicado e importante —repu-
so el primer ministro—. Es algo que ya estuve consi-
derando. En realidad, es la razón por la que pedí al
108
 La nube negra
ministro del Interior que participara de esta
reunión. Tenía previsto tratar este asunto con él
posteriormente.
Se acordó que la cuestión quedara en manos del
primer ministro y el ministro del Interior, y se dio
por terminada la reunión. El ministro de Hacienda
parecía pensativo mientras volvía a su despacho. De
todos los asistentes a la reunión era el único muy
seriamente preocupado, porque sólo él sabía real-
mente lo desvencijada que estaba la economía del
país, y qué poco se necesitaba para que cayera en
ruinas. El ministro de Relaciones Exteriores, por el
contrario, se sentía satisfecho contigo mismo. Creía
haber tenido un buen desempeño. El ministro de
Defensa pensaba que todo no era más que una tor-
menta en un vaso de agua, y que en todo caso nada
tenía que ver con su cartera. Se preguntaba para
qué lo habían convocado a la reunión.
El ministro del Interior, por su parte, estaba
muy complacido por haber sido citado al encuentro,
y estaba más complacido todavía por que se le hu-
biera pedido quedarse para discutir otros asuntos
con el primer ministro.
—Estoy absolutamente seguro —dijo— de que
podemos encontrar alguna reglamentación que nos
permita detenerlos a ambos, al Astrónomo Real y al
hombre de Cambridge.
—También yo estoy seguro —respondió el primer
ministro—. El Compendio Legal no se remonta tan-
tos siglos atrás en vano. Pero sería mucho mejor si
109
 La nube negra
pudiéramos manejar las cosas con tacto. Ya he teni-
do la oportunidad de conversar con el Astrónomo
Real. Le planteé la cuestión y por lo que dijo entien-
do que podemos estar totalmente seguros de su dis-
creción. Pero a partir de ciertos indicios que dejó
caer, se me ocurre que las cosas podrían ser diferen-
tes con el doctor Kingsley. En cualquier caso, es evi-
dente que necesitamos contactar al doctor Kingsley
sin demora.
—Enviaré a alguien a Cambridge de inmediato.
—Alguien no, debe ir usted mismo. El doctor
Kingsley se sentirá, mmm..., casi diría halagado si
usted lo visita en persona. Llámelo y dígale que va a
estar en Cambridge mañana por la mañana y que le
gustaría consultarlo sobre un asunto importante.
Me parece que eso daría resultado, y sería más sen-
cillo.
***
Kingsley estuvo extremadamente atareado desde
su regreso a Cambridge. Aprovechó los pocos días
transcurridos antes de que las ruedas de la política
comenzaran a girar. Envió al exterior varias cartas,
todas cuidadosamente registradas. Un observador
probablemente habría tomado nota especialmente
de las dos dirigidas a Greta Johannsen, de Oslo, y a
Mlle. Yvette Hedelfort, de la Universidad de Cler-
mont-Ferrand, las únicas corresponsales femeninas
de Kingsley. Tampoco habría pasado desapercibida
una carta a Alexis Ivan Alexandrov. Kingsley espe-
110
 La nube negra
raba que llegase a manos de su destinatario, pero
uno no podía estar seguro de nada de lo que se en-
viara a Rusia. Es cierto que los científicos rusos y
occidentales, cuando se encontraban en conferencias
internacionales, elaboraban esquemas para poder
intercambiar correspondencia. Es cierto que el se-
creto de esos esquemas estaba extremadamente
bien guardado aunque era conocido por varias per-
sonas. Es cierto que muchas cartas lograban pasar
por todas las censuras. Pero uno nunca podía estar
seguro. Kingsley sólo podía esperar lo mejor.
Su principal preocupación sin embargo tenía que
ver con el departamento de radioastronomía. Apuró
a John Marlborough y sus colegas para que realiza-
ran intensas observaciones de la Nube que se apro-
ximaba, al sur de Orión. Necesitó un importante es-
fuerzo de persuasión para lograr que se pusieran en
marcha. El equipo de Cambridge (para trabajos de
21 cm.) había entrado en operaciones hacía poco, y
Marlborough tenía previsto hacer muchas otras ob-
servaciones. Pero al final Kingsley logró su objetivo
sin necesidad de revelar su verdadero propósito. Y
una vez que los radioastrónomos se pusieron a tra-
bajar en serio con la Nube, los resultados obtenidos
fueron tan sorprendentes que Marlborough no nece-
sito de otros incentivos para continuar. Pronto su
equipo estuvo trabajando las veinticuatro horas sin
parar. Kingsley se vio en apuros para mantener el
ritmo, reduciendo los resultados y destilando de
ellos todo su significado.
111
 La nube negra
Marlborough estaba entusiasmado y ansioso
cuando almorzó con Kingsley al cuarto día. Conside-
rando que era el momento adecuado para hacerlo,
Kingsley señaló:
—Es evidente que deberíamos tratar de publicar
este nuevo asunto cuanto antes. Pero me parece que
sería deseable contar con la confirmación de al-
guien. Estuve pensando que alguno de nosotros de-
bería escribir a Leicester.
Marlborough mordió el anzuelo.
—Buena idea —dijo—. Le escribiré yo. Le debo
una carta, y hay además otras cosas que quiero co-
mentarle.
Lo que Marlborough pensaba realmente, como
Kingsley bien sabía, era que Leicester se le había
adelantado recientemente en una o dos cuestiones, y
que ahora se le presentaba la oportunidad de de-
mostrarle a Leicester que él no era el único pez en el
mar.
***
Marlborough efectivamente le escribió a Leices-
ter, a la Universidad de Sídney, en Australia, y lo
mismo hizo Kingsley (sin que Marlborough lo supie-
ra). Las dos cartas contenían prácticamente el mis-
mo material fáctico, pero la de Kingsley incluía tam-
bién varias referencias oblicuas, referencias que ha-
brían significado mucho para cualquiera que estu-
viese enterado de la amenaza de la Nube Negra, que
por supuesto no era el caso de Leicester.
112
 La nube negra
Cuando Kingsley volvió al colegio después de su
cátedra a la mañana siguiente, un agitado ordenan-
za lo llamó a los gritos:
—¡Doctor Kingsley, señor, hay un mensaje im-
portante para usted!
Procedía del ministro del Interior y decía que se-
ría para él un placer que el profesor Kingsley le con-
cediera una entrevista para las tres de la tarde.
«Muy tarde para almorzar, muy temprano para el
té, pero probablemente espera sacar tajada de todo
esto», pensó Kingsley.
El ministro del Interior fue puntual, extremada-
mente puntual. El reloj del Trinity daba las tres
cuando el mismo ordenanza, todavía agitado, lo hizo
pasar a las habitaciones de Kingsley.
—El ministro del Interior, señor —anunció con
un toque de grandeur.
El ministro del Interior fue a la vez brusco y cui-
dadosamente sutil. Fue derecho al grano. El go-
bierno naturalmente estaba sorprendido y tal vez
un tanto alarmado por el informe que habían recibi-
do de manos del Astrónomo Real. Era ampliamente
reconocido cuánto ese informe le debía al refinado
poder deductivo de Kingsley. Él, el ministro del In-
terior, había venido especialmente a Cambridge con
un doble propósito: felicitar al profesor Kingsley por
la diligencia de su análisis sobre los extraños fenó-
menos que habían sido sometidos a su considera-
ción, y decirle que el gobierno apreciaría enorme-
mente mantenerse en contacto constante con el pro-
113
 La nube negra
fesor Kingsley para poder beneficiarse plenamente
de su consejo.
Kingsley entendió que no le quedaba otra opción
más que oponer reparos a los elogios y ratificar, con
la mejor sonrisa que fuera capaz de componer, su
disposición a brindar toda la ayuda posible.
El ministro del Interior le manifestó su agrado y
agregó, casi como si reflexionara en voz alta, que el
propio primer ministro había considerado con sumo
cuidado lo que para el profesor Kingsley tal vez fue-
ra una tontería, pero que él, el ministro del Interior,
entendía era un punto delicado: que en lo inmediato
el conocimiento de la situación debía quedar celosa-
mente confinado a un grupito muy selecto, a saber
al profesor Kingsley, el Astrónomo Real, el primer
ministro y el gabinete reducido, que, para éste único
propósito, lo tenía a él como miembro.
«Astuto demonio», pensó Kingsley, «me llevó jus-
tamente a donde no quiero estar. Sólo puedo salir de
allí siendo absolutamente rudo, y en mi propia casa
para peor. Lo mejor que puedo hacer es levantar la
temperatura poco a poco».
Dijo en voz alta:
—Puede estar seguro que comprendo y aprecio
plenamente la naturalidad de su deseo de secreto.
Pero existen dificultades que pienso deberían ser to-
madas en consideración. Primero, el tiempo es corto:
dieciséis meses no es mucho tiempo. Segundo, hay
muchas cosas sobre la Nube que necesitamos cono-
cer urgentemente. Tercero, esas cosas no las vamos
114
 La nube negra
a descubrir manteniendo el secreto. El Astrónomo
Real y yo probablemente no podremos hacer todo so-
los. Cuarto, el secreto en todo caso sólo puede ser
temporal. Otros pueden seguir las líneas de razona-
miento que están contenidas en el informe del Astró-
nomo Real. A lo sumo podrá esperar uno o dos meses
de gracia, nada más. Como quiera que sea, para fines
de otoño la situación será evidente para cualquiera
que se tome la molestia del mirar el cielo.
—Usted me ha entendido mal, profesor Kingsley.
Me referí expresamente al presente inmediato, aho-
ra mismo. Una vez que hayamos definido nuestra
política nos proponemos ir adelante a toda máquina.
Todo aquel a quien sea necesario informarle sobre la
Nube será informado. No habrá un silencio innece-
sario. Todo lo que pedimos es una estricta seguridad
durante el período intermedio hasta que tengamos
listos nuestros planes. Naturalmente, no queremos
que el tema se vuelva la comidilla del público antes
de que hayamos podido alistar nuestras fuerzas, si
se me permite emplear un término militar en rela-
ción con esto.
—Lamento mucho, señor, que todo esto no me
parezca muy bien pensado. Usted habla de definir
una política y luego avanzar rápidamente. Esto es
casi lo mismo que poner el carro delante del caballo.
Es imposible, se lo aseguro, definir ninguna política
razonable antes de contar con más datos. Ni siquie-
ra sabemos, por ejemplo, si la Nube va a hacer im-
pacto en la Tierra o no. No sabemos si el material de
la Nube es venenoso. La tendencia inmediata es
115
 La nube negra
pensar que el clima se volverá muy frío cuando lle-
gue la Nube, pero también es posible que ocurra lo
contrario. Puede volverse tórrido. Hasta que todos
esos factores se conozcan, carece de sentido hablar
de política en cualquier sentido social. La única polí-
tica posible es recoger todos los datos relevantes con
la menor demora, y esto, repito, no se puede hacer
manteniendo un estricto secreto.
Kingsley se preguntaba cuánto más se extende-
ría esa conversación décimonónica. ¿Sería hora de
calentar el agua para el té?
Sin embargo, las cosas se iban acercando rápida-
mente a su clímax. Esos dos hombres eran mental-
mente demasiado distintos como para poder mante-
ner una conversación durante más de media hora.
Cuando el ministro del Interior hablaba, su inten-
ción era lograr que aquéllos a quienes se dirigía
reaccionaran de acuerdo a algún plan preestablecido.
Para él era irrelevante cómo lograba su propósito,
mientras lo lograra. Cualquier instrumento le venía
bien: la adulación, la psicología del sentido común, la
presión social, el acicate de la ambición, o la amena-
za lisa y llana. Aunque por lo general, al igual que
otras personalidades del poder, encontraba que los
argumentos que contenían alguna apelación emocio-
nal profundamente arraigada, pero acomodados en
términos aparentemente lógicos, solían buenos re-
sultados. La lógica, en su sentido estricto, no le ser-
vía para nada. Para Kingsley, por el contrario, la ló-
gica rigurosa lo era todo, o casi todo.
116
 La nube negra
En ese momento el ministro del Interior cometió
un error.
—Mi estimado profesor Kingsley, me temo que
usted nos subestima. Puede tener la seguridad de
que cuando diseñemos nuestros planes estaremos
preparados para las peores contingencias.
Kingsley saltó.
—Entonces me temo que se estén preparando
para una situación en la que cada hombre, mujer y
niño va a encontrar la muerte, en la que ni animales
ni plantas seguirán con vida. ¿Puedo preguntarle
qué forma va a adoptar esa política?
El ministro del Interior no era hombre de embar-
carse en la terca defensa de un argumento fallido.
Cuando una discusión lo llevaba a una impasse incó-
moda, simplemente cambiaba de tema y nunca vol-
vía a referirse al asunto anterior. Consideró que era
el momento oportuno para cambiar de tono, y al ha-
cerlo cometió su segundo y más serio error.
—Profesor Kingsley, he intentado plantearle las
cosas con ecuanimidad, pero advierto que me lo está
haciendo difícil. De modo que es necesario hablar
claro. No necesito decirle que si esto que usted afir-
ma se hace público habrá repercusiones verdadera-
mente graves.
Kingsley gruñó.
—¡Qué terrible, mi querido amigo! —repuso—.
¡Repercusiones verdaderamente graves! Yo diría
que va a haber repercusiones graves especialmente
117
 La nube negra
el día en que el Sol quede tapado. ¿Cuál es el plan
de su gobierno para evitarlo?
El ministro del Interior hizo lo posible por con-
servar la calma.
—Usted se mueve bajo el supuesto de que el Sol
quedará tapado, para usar sus términos. Permítame
decirle con toda franqueza que el gobierno ha hecho
averiguaciones y que no estamos para nada confor-
mes con la exactitud de su informe.
Kingsley dio un paso en falso.
—¡Qué!
El ministro del Interior aprovechó esa ventaja.
—Tal vez esa posibilidad no se le haya ocurrido,
profesor Kingsley. Supongamos, y digo supongamos,
que todo el asunto queda en la nada, que se reduce a
una tormenta en un vaso de agua, una quimera.
¿Puede imaginar en qué posición se encontraría si
fuera responsable de la alarma pública por algo que
resultara ser como el parto de los montes? Le puedo
asegurar solemnemente que sólo le quedaría una sa-
lida, una salida muy seria.
Kingsley alcanzó a recuperarse levemente. Sen-
tía que el estallido crecía en su interior.
—No puedo decir cuánto le agradezco su preocu-
pación por mí. No poca sorpresa me causa, además,
la evidente penetración del gobierno al considerar
nuestro informe. A decir verdad, para ser franco, es-
toy atónito. Me parece una lástima que no puedan
exhibir similar penetración al considerar asuntos
118
 La nube negra
sobre los cuales podrían reivindicar un conocimiento
más solvente.
El ministro del Interior no encontró razones para
aplacar los ánimos. Se levantó de su silla, tomó su
sombrero y su bastón, y dijo:
—Cualquier revelación que usted haga, profesor
Kingsley, será considerada por el gobierno como una
seria violación de la ley de Secretos Oficiales. En los
últimos años hemos tenido varios casos de científi-
cos que se colocaron por encima de la ley y por enci-
ma del interés público. Ya se va a enterar de lo que
ocurrió con ellos. Que tenga un buen día.
Por primera vez, el tono de Kingsley se volvió do-
minante y cortante.
—¿Puedo hacerle notar, señor ministro del Inte-
rior, que cualquier intento del gobierno de interferir
en mi libertad de movimientos habrá de destruir sin
la menor duda cualquier posibilidad de mantener el
secreto? Mientras este asunto no sea de conocimien-
to del público en general, usted está en mis manos.
Cuando el ministro del Interior se hubo retirado,
Kingsley se sonrió a sí mismo en el espejo.
«Estuve bien al final, creo, pero habría preferido
que no ocurriera en mi propia casa.»
***
Desde ese momento, los acontecimientos empe-
zaron a precipitarse. Al caer la noche un grupo de
hombres del M.I.5 llegó a Cambridge. Allanaron las
119
 La nube negra
habitaciones de Kingsley mientras comía en el Co-
llege Hall. Encontraron y copiaron una larga lista
de corresponsales. En la oficina de correos obtuvie-
ron datos de las cartas enviadas por Kingsley desde
su regreso de los Estados Unidos. Eso fue sencillo
porque las cartas habían sido certificadas. Descu-
brieron que por lo menos una, dirigida al doctor
H.C. Leicester de la Universidad de Sídney, proba-
blemente estaba todavía en tránsito. Desde Londres
se enviaron cables urgentes. Esto permitió que a las
pocas horas la carta fuera interceptada en Darwin,
Australia. Su contenido fue telegrafiado a Londres,
en clave.
***
A las diez en punto de la mañana siguiente se ce-
lebró una reunión en la calle Downing número 10.
Asistieron el ministro del Interior, el jefe del M.I.5
sir Harold Standard, Francis Parkinson y el primer
ministro.
—Bien, caballeros —comenzó el primer minis-
tro—, todos ustedes han tenido amplia oportunidad
para estudiar los pormenores del caso, y creo que to-
dos estaremos de acuerdo en que algo hay que hacer
con este señor Kingsley. La carta que envió a la
URSS y el contenido de la carta interceptada no nos
dejan otra alternativa que la de actuar con presteza.
Todos asintieron sin hacer comentarios.
—Lo que tenemos que decidir aquí —prosiguió el
primer ministro— es la forma que adoptará tal ac-
ción.
120
 La nube negra
El ministro del Interior no tenía dudas sobre su
opinión. Apoyó su inmediato encarcelamiento.
—No creo que debamos tomar muy seriamente la
amenaza de Kingsley de exponer públicamente las
cosas. Podemos sellar todas las grietas más noto-
rias. Y aunque podamos sufrir algún daño, el daño
será limitado y probablemente mucho menor que si
intentáramos alguna forma de entendimiento.
—Estoy de acuerdo en que podemos sellar las
grietas evidentes —dijo Parkinson—. De lo que no
estoy convencido es de que podamos sellar las grie-
tas que no son evidentes. ¿Puedo hablar con fran-
queza, señor?
—¿Por qué no? —preguntó el primer ministro.
—Bueno, en nuestra última reunión me sentí un
poco incómodo con mi informe sobre Kingsley. Dije
que muchos científicos lo consideran inteligente pe-
ro no del todo sensato, y en eso mi versión fue co-
rrecta. Lo que no dije es que ninguna profesión apa-
rece más consumida por los celos que la profesión
científica, y los celos no van a permitir que alguien
pueda ser a la vez brillante y sensato. Francamente,
señor, no creo que haya grandes posibilidades de
que el informe del Astrónomo Real esté equivocado
en algún aspecto sustantivo.
—¿Y a dónde nos conduce esto?
—Bueno, señor, estudié el informe bastante de-
tenidamente y creo haberme formado alguna idea
sobre las personalidades y las capacidades de los
121
 La nube negra
hombres que lo firmaron. Y sencillamente no creo
que cualquiera con la inteligencia de Kingsley tenga
la menor dificultad para sacar la situación a la luz
si verdaderamente se lo propusiera. Si pudiéramos
tender una red a su alrededor, muy lentamente, a lo
largo de varias semanas, tan lentamente que no pu-
diera sospechar nada, entonces tal vez podríamos
tener éxito. Pero seguramente debe haber previsto
que podríamos hacer algo así. Me gustaría pregun-
tarle a sir Harold al respecto. ¿Sería posible que
Kingsley activara una filtración si lo arrestáramos
de improviso?
—Me temo que lo que dice Parkinson es absolu-
tamente correcto —comenzó sir Harold—. Podría-
mos parar todas las cosas habituales, filtraciones a
la prensa, a la radio, a nuestra radio. Pero, ¿po-
dríamos detener una filtración a Radio Luxembur-
go, o a cualquiera de los centenares de otras posibili-
dades? Indudablemente que sí, si tuviéramos tiem-
po, pero no de un día para otro, me tempo.
»Y otro punto —prosiguió— es que este asunto se
propagaría como fuego en el rastrojo si saliera a la
luz, aun sin la ayuda de los diarios o la radio. Sería
como una de esas reacciones en cadena de las que
hoy se habla tanto. Sería muy difícil protegernos
contra esas filtraciones corrientes, porque pueden
aparecer en cualquier parte. Kingsley pudo haber
depositado algún documento en un millar de lugares
posibles, con la previsión de que el documento sea
leído en determinada fecha a menos que él diera
instrucciones en contrario. Ustedes saben: lo usual.
122
 La nube negra
O, por supuesto, también es posible que haya hecho
algo totalmente distinto de lo usual.
—Lo que parece coincidir con la opinión de Par-
kinson —intervino el primer ministro—. Ahora,
Francis, puedo ver que tienes alguna idea entre ma-
nos. Escuchémosla.
***
Parkinson expuso un plan que a su juicio podría
funcionar. Después de alguna deliberación se con-
vino en darle una oportunidad, dado que si llegaba a
funcionar lo haría muy rápidamente. Y si no, siem-
pre quedaba el plan del ministro del Interior como
reaseguro. La reunión se disolvió. De inmediato hu-
bo un llamado a Cambridge. ¿El profesor Kingsley
podría recibir al señor Francis Parkinson, secretario
del primer ministro, a las tres de la tarde? El profe-
sor Kingsley podría. De modo que Parkinson viajó a
Cambridge. Llegó puntualmente, y fue introducido
en los aposentos de Kingsley cuando el reloj de Tri-
nity daba las tres.
—Ah —murmuró Kingsley mientras se estrecha-
ban las manos—, demasiado tarde para el almuerzo
y demasiado temprano para el té.
—Estoy seguro de que no me va a despachar con
tanta rapidez, ¿no es así, profesor Kingsley? —
replicó Parkinson con una sonrisa.
Kingsley era mucho más joven que lo que Par-
kinson esperaba, tal vez treinta y siete o treinta y
ocho años. Parkinson lo había imaginado como un
123
 La nube negra
hombre más bien alto y delgado, y en esto había
acertado. Lo que Parkinson no se esperaba era esa
notable combinación de abundante pelo oscuro y
ojos sorprendentemente azules, sorprendentes inclu-
so en una mujer. Kingsley era una de esas personas
de las que es difícil olvidarse.
Parkinson acercó una silla al fuego, se acomodó,
y dijo:
—Me he enterado de todo acerca de su conversa-
ción de ayer con el ministro del Interior, y permí-
taseme decir que desapruebo absolutamente el com-
portamiento de ambos.
—No podía terminar de otro modo —respondió
Kingsley.
—Tal vez haya sido así, pero lo deploro de todos
modos. Desapruebo cualquier discusión en que las
partes adoptan posiciones intransigentes.
—No resultaría difícil adivinar su profesión, se-
ñor Parkinson.
—Es posible. Pero con toda franqueza me sor-
prende que una persona de su nivel haya podido
adoptar una actitud tan cerrada.
—Me habría encantado saber qué opciones tenía
abiertas.
—Eso es exactamente lo que he venido a decirle.
Déjeme transigir primero, simplemente a modo de
demostración. De paso, hace un rato mencionó el té.
¿Qué le parece si ponemos la pava al fuego? Esto me
hace acordar a mis tiempos en Oxford, y me pone
124
 La nube negra
nostálgico. Ustedes los académicos no saben lo afor-
tunados que son.
—¿Se refiere al apoyo financiero concedido por el
gobierno a las universidades? —masculló Kingsley
mientras volvía a su asiento.
—Lejos de mí una insinuación tan poco delicada,
aunque de hecho el ministro del Interior lo mencio-
nó esta mañana.
—No me cabe duda. Pero todavía estoy esperan-
do oír cómo debería haber transigido. ¿Está seguro
de que transigir y capitular no son sinónimos en su
vocabulario?
—De ningún modo. Permítame demostrarlo mos-
trándole de qué manera estamos nosotros dispues-
tos a transigir.
—¿Usted, o el ministro del Interior?
—El primer ministro.
—Entiendo.
Kingsley se dedicó a preparar el té. Cuando hubo
terminado, Parkinson comenzó:
—Bien, en primer lugar le pido disculpas por
cualquier reflexión que el ministro del Interior pue-
da haber formulado acerca de su informe. En segun-
do lugar, admito que nuestro primer paso debería
ser la acumulación de datos científicos. Admito que
deberíamos avanzar lo más rápidamente posible, y
que todos los científicos cuya colaboración se necesi-
te deberían ser puestos plenamente al tanto de la
125
 La nube negra
situación. Lo que no admito es que, en esta etapa,
esa información sea confiada a cualquier otra perso-
na. Éste es el compromiso que le estoy pidiendo.
—Señor Parkinson, admiro su franqueza pero no
su lógica. Lo desafío a que me presente una sola per-
sona que se haya enterado de mi boca sobre la ame-
naza en ciernes de la Nube Negra. ¿Cuántas perso-
nas se han enterado gracias a usted, señor Parkin-
son, y gracias al primer ministro? Siempre me opuse
al deseo del Astrónomo Real de informarlos a uste-
des, porque sé que ustedes no pueden mantener na-
da realmente en secreto. A esta altura desearía de
todo corazón habérselo impedido.
Parkinson había dado un traspié.
—Pero seguramente usted no va a negar que le
escribió una carta extremadamente reveladora al
doctor Leicester, de la Universidad de Sídney.
—Por supuesto que no lo niego. ¿Por qué iba a
hacerlo? Leicester nada sabe sobre la Nube.
—Pero lo habría sabido si la carta hubiese llega-
do a sus manos.
—De los “pero” y de los “si” se ocupa la política,
señor Parkinson. Como científico, me ocupo de los
hechos, no de los motivos, las presunciones, o las va-
cuidades. El hecho es, debo subrayarlo, que nadie se
ha enterado de mi boca de algo importante en este
asunto. El verdadero chismoso ha sido el primer mi-
nistro. Le dije al Astrónomo Real que así iban a ocu-
rrir las cosas, pero no quiso creerme.
126
 La nube negra
—Usted no tiene mucho respeto por nuestra pro-
fesión, ¿no es así, profesor Kingsley?
—Dado que es usted quien aboga por la franque-
za, debo decirle que no. Para mí los políticos cum-
plen la misma función que el tablero de mi auto. Me
dicen qué pasa con el motor del Estado, pero no lo
controlan.
En ese instante Parkinson se dio cuenta de que
Kingsley le estaba tomando el pelo, y con bastante
fuerza por cierto. Estalló en una carcajada. Kingsley
se le sumó. De ahí en más, las relaciones entre am-
bos hombres nunca fueron difíciles.
***
Después de una segunda taza de té y alguna que
otra conversación sobre temas más generales, Par-
kinson regresó al tema que los ocupaba.
—Permítame exponer mi argumento, y esta vez
no quiero que me responda con evasivas. La manera
en que usted está recolectando información científi-
ca no es la más rápida, ni tampoco es la que nos da
mayor seguridad, interpretando la seguridad en un
sentido amplio.
—No tengo mejores opciones, señor Parkinson, y
el tiempo, no necesito recordárselo, es precioso.
—Tal vez no tenga mejores opciones en este mo-
mento, pero se las puede encontrar.
—No comprendo.
—Lo que el gobierno pretende es reunir a todos
los científicos que debieran tener pleno conocimiento
127
 La nube negra
de los hechos. Entiendo que últimamente usted ha
estado trabajando aquí con un señor Marlborough
del grupo de radioastronomía. Acepto su ratificación
de que no le ha suministrado información esencial
al señor Marlborough, pero ¿no sería mucho mejor si
se pudieran disponer las condiciones como para dar-
le esa información?
Kingsley recordó sus dificultades iniciales con el
grupo de radioastrónomos.
—Indudablemente.
—Entonces estamos de acuerdo. Nuestro segun-
do punto es que Cambridge, o cualquier universi-
dad, para el caso, no parece el mejor lugar para rea-
lizar estas investigaciones. Usted forma parte aquí
de una comunidad integrada, y no puede esperar
combinar simultáneamente el secreto y la libertad
de expresión. No puede formar un grupo dentro de
un grupo. El procedimiento correcto es formar un
estamento completamente nuevo, una nueva comu-
nidad especialmente destinada a enfrentar la emer-
gencia, a la que se le darían todas las facilidades.
—Como Los Álamos, por ejemplo.
—Exactamente. Si lo piensa desapasionadamen-
te, creo que debe estar de acuerdo en que no existe
otro modo realmente factible.
—Quizás deba recordarle que Los Álamos está
situado en el desierto.
—A nadie se le ocurriría ponerlos en un desierto.
128
 La nube negra
—¿Y dónde nos pondrían? Poner es un verbo en-
cantador, sabe usted.
—Creo que no tendrían motivos para quejarse.
El gobierno está finalizando la conversión de una re-
sidencia dieciochesca extremadamente agradable en
Nortonstowe.
—¿Dónde queda eso?
—En Costwolds, en las tierras altas al noroeste
de Cirencester.
—¿Por qué y cómo se la está convirtiendo?
—Iba a ser una Facultad de Investigación Agríco-
la. A un kilómetro y medio de la casa hemos construi-
do una finca totalmente nueva para albergar al per-
sonal: jardineros, trabajadores, mecanógrafos, y eso.
Le dije que tendrían todas las facilidades y le puedo
asegurar con toda sinceridad que lo dije en serio.
—¿La gente de Agricultura no tendrá nada que
decir, si a ellos los sacan y entramos nosotros?
—No hay problemas con eso. No todos ven al go-
bierno con el mismo desdén que usted.
—No, compasión más bien. Supongo que la pró-
xima lista de honores se encargará de eso. Pero hay
dificultades en las que no han pensado. Se necesita-
rán instrumentos científicos, un radiotelescopio, por
ejemplo. Nos tomó un año instalar el que tenemos
aquí. ¿Cuánto les demandaría mudarlo?
—¿Cuántos hombres emplearon para instalarlo?
—Unos veinte, quizás.
129
 La nube negra
—Podríamos emplear mil, diez mil si fuera nece-
sario. Podríamos garantizar la mudanza y reinstala-
ción de todos los instrumentos que consideren nece-
sarios dentro de un período razonable y acordado,
digamos dentro de una quincena. ¿Hay algún otro
instrumento de gran tamaño?
—Necesitaríamos un buen telescopio óptico, aun-
que no necesariamente uno muy grande. El nuevo
Schmidt que tenemos acá en Cambridge sería el
más adecuado, aunque no se me ocurre cómo po-
drían persuadir a Adams de que lo cediera. Le ha
llevado años conseguirlo.
—No creo que haya dificultades. No le molestará
esperar seis meses por un telescopio más grande y
mejor.
Kingsley agregó leños al fuego, y volvió a acomo-
darse en su silla.
—Dejémonos de esgrimas con esta propuesta —
dijo—. Usted pretende que me deje encerrar en una
jaula, aunque sea dorada. Ése es el compromiso que
esperan de mí, un compromiso bastante grande por
cierto. Ahora corresponde que pensemos un poco en
el compromiso que yo espero de ustedes.
—Pero yo pensé que eso fue exactamente lo que
estuvimos haciendo.
—Lo fue, pero sólo en un sentido amplio. Ahora
quiero todo precisamente definido. Primero, que yo
sea el encargado de reclutar el personal para este
lugar en Nortonstowe, que tenga el poder de ofrecer
130
 La nube negra
los salarios que me parezcan razonables, y la capaci-
dad de utilizar los argumentos que me parezcan
adecuados, ¡aparte de divulgar la verdad de las co-
sas! Segundo, que no haya, repito, que no haya re-
presentantes del gobierno en Nortonstowe, y que no
exista ninguna vinculación política como no sea a
través de usted.
—¿A qué debo esta distinción excepcional?
—Al hecho de que, aunque pensemos diferente y
sirvamos a diferentes amos, tenemos suficiente te-
rreno común como para poder conversar entre noso-
tros. Esto es una rareza que difícilmente vaya a re-
petirse.
—En verdad me siento halagado.
—Me malinterpreta entonces. Estoy siendo todo
lo serio que puedo ser. Le digo solemnemente que si
yo y mi gente encontramos en Nortonstowe algún
caballero de la especie proscripta literalmente lo va-
mos a echar por la fuerza. Si esto fuera impedido
por la acción policial, o si la especie proscripta fuese
tan numerosa que no podamos expulsarla, entonces
le advierto con la misma solemnidad que no va a ob-
tener de nosotros ni un centavo de colaboración. Si
le parece que estoy exagerando este punto, debo de-
cirle que lo hago simplemente porque sé lo extrema-
damente estúpidos que pueden ser los políticos.
—Gracias.
—De nada. Tal vez podamos pasar ahora a la
tercera etapa. Para esto vamos a necesitar lápiz y
131
 La nube negra
papel. Quiero que anote con todo detalle, para que
no exista la menor posibilidad de error, cada artícu-
lo del equipo que debe estar en el lugar antes de que
me mude a Nortonstowe. No voy a aceptar la excusa
de que hubo una demora inevitable y que tal cosa o
tal otra llegará dentro de algunos días. Vamos, tome
este papel y escriba.
***
Parkinson regresó a Londres llevando largas lis-
tas consigo. A la mañana siguiente mantuvo una
importante reunión con el primer ministro.
—¿Todo bien? —dijo el primer ministro.
—Sí, y no —fue la respuesta de Parkinson—. Tu-
ve que prometerle equipar el lugar como un estable-
cimiento científico completo.
—Eso no está mal. Kingsley estaba en lo cierto al
decir que necesitamos más datos, y que cuanto más
pronto los consigamos mejor.
—No lo dudo, señor. Pero habría preferido que
Kingsley no se convirtiera en una figura tan promi-
nente en el nuevo establecimiento.
—¿Acaso no es un hombre valioso? ¿Podríamos
haber conseguido alguien mejor?
—Oh, como científico es muy bueno. No es eso lo
que me preocupa.
—Sé que habría sido preferible trabajar con un
tipo de persona más dócil. Pero sus intereses pare-
cen ser bastante similares a los nuestros. Mientras
132
 La nube negra
no se enfurruñe cuando descubra que no puede salir
de Nortonstowe...
—Oh, eso lo tiene bien claro. Lo utilizó al máxi-
mo como pieza de negociación.
—¿Cuáles fueron las condiciones?
—Principalmente que no haya personas del go-
bierno, ni otro enlace político que no sea yo.
El primer ministro se rió.
—Pobre Francis. Ahora veo cuál es el problema.
Pero, bueno, lo de las personas del gobierno no es
tan serio, y en cuanto al enlace, ya veremos lo que
veremos. ¿Alguna tendencia a llevar los salarios a
niveles, mmm, astronómicos?
—En absoluto, excepto que Kingsley quiere usar
los salarios como pieza de negociación para traer
gente a Nortonstowe hasta que pueda explicarles la
verdadera razón.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—Nada que yo pueda señalar específicamente
con el dedo, pero tengo una especie de sensación ge-
neral de incomodidad. Hay muchos pequeños deta-
lles, insignificantes en forma aislada, pero preocu-
pantes cuando se los agrupa.
—¡Vamos, Francis, dígalo de una vez!
—Dicho en términos generales, tengo la sensa-
ción de que nos están manejando a nosotros, en vez
de ser nosotros los que manejamos.
—No comprendo.
133
 La nube negra
—Ni yo mismo, realmente. En la superficie todo
parece bien, pero ¿lo está? Considerando el nivel de
la inteligencia de Kingsley, ¿no resulta un poquito
demasiado conveniente que se haya tomado el tra-
bajo de certificar esas cartas?
—Pudo haber sido un ordenanza del colegio
quien las despachó para él.
—Pudo haber sido, pero si lo fue, Kingsley segu-
ramente sabía que el ordenanza las certificaría. Y la
carta a Leicester. Me pareció como si Kingsley espe-
rase que la interceptáramos, como si quisiera forzar-
nos a hacer algo. ¿Y no lo maltrató un poquito de
más al pobre viejo Harry, el ministro del Interior? Y
mire esas listas. Son increíblemente detalladas, co-
mo si todo hubiese sido pensado de antemano. Pue-
do entender los requerimientos de alimentos y com-
bustibles, pero ¿para qué esa enorme cantidad de
equipos para movimiento de suelos?
—No tengo la menor idea.
—Pero Kingsley sí la tiene, porque es evidente
que la ha meditado en profundidad.
—Mi querido Francis, ¿qué importancia tiene
cuánto la ha meditado? Lo que queremos es reunir
un equipo de científicos altamente competentes, ais-
larlos y tenerlos contentos. Si Kingsley se conforma
con esas listas, démosle lo que pide. ¿Por qué preo-
cuparse?
—Bueno, aquí hay un montón de equipos electró-
nicos, un montón enorme. Podría ser empleado para
transmisiones radiales.
134
 La nube negra
—Entonces táchelo ya mismo. ¡Eso no lo puede
tener!
—Un momento, señor, que eso no es todo. Tenía
mis sospechas sobre estas cosas, por lo que pedí ase-
soramiento, buen asesoramiento, creo. La cuestión
es ésta. Toda transmisión radial se produce codifica-
da de alguna manera, que tiene que ser decodificada
en el lugar de recepción. En el país, la forma normal
de codificación es conocida por el nombre técnico de
modulación de amplitud, aunque la BBC reciente-
mente ha comenzado a usar una forma distinta de
codificación conocida como modulación de frecuen-
cia.
—Ah, esa es la famosa frecuencia modulada,
¿no? Oí hablar de ella.
—Sí, señor. Bueno, la cuestión es ésta. El tipo de
transmisión que este equipo de Kingsley podría emi-
tir sería en una codificación completamente nueva,
una codificación que sólo podría ser decodificada por
un aparato receptor especialmente diseñado. De mo-
do que aunque él quisiera enviar un mensaje, nadie
podría recibirlo.
—¿A menos que tuviera ese receptor especial?
—Exactamente. Bueno, ¿entonces le autorizamos
a Kingsley sus equipos electrónicos o no?
—¿Qué razones da para pedirlo?
—Para radioastronomía. Para observar a esta
nube por radio.
135
 La nube negra
—¿Se lo podría usar para eso?
—Oh, sí.
—Entonces ¿cuál es el problema, Francis?
—Es que se trata de una cantidad enorme. Es
cierto que no soy científico, pero no puedo tragarme
que toda esta cantidad de cosas sea realmente nece-
saria. Bueno, ¿dejamos que la tenga o no?
El primer ministro reflexionó durante unos mi-
nutos.
—Verifique cuidadosamente ese asesoramiento
que le dieron. Si lo que dijo sobre la codificación es
correcto, que tenga los equipos. En realidad, este
asunto de la transmisión podría resultar una ventaja.
Francis, ¿hasta ahora usted ha venido pensando todo
este asunto desde un punto de vista nacional? Nacio-
nal por oposición a internacional, quiero decir...
—Sí, señor...
—Yo le he prestado cierta atención a los aspectos
más amplios. Los norteamericanos deben encontrar-
se seguramente en el mismo bote que nosotros. Casi
con seguridad estarán pensando en crear un esta-
blecimiento similar a Nortonstowe. Creo que debe-
ría tratar de convencerlos sobre la ventaja de un
único esfuerzo cooperativo.
—¿Pero eso no significará que debamos ir noso-
tros allá, en lugar de venir ellos aquí? —dijo Parkin-
son—. Considerarán que sus hombres son mejores
que los nuestros.
136
 La nube negra
—Tal vez no en este campo de la, mmm, radioas-
tronomía, en el que entiendo nosotros y los austra-
lianos ocupamos un lugar muy alto. Dado que la ra-
dioastronomía parece ser de importancia más bien
decisiva en este asunto, yo utilizaría la radioastro-
nomía como argumento central de negociación.
—Seguridad —gruñó Parkinson—. Los norte-
americanos piensan que no tenemos seguridad, y en
ocasiones creo que no andan tan errados.
—Superado por la consideración de que nuestra
población es más flemática que la de ellos. Sospecho
que el gobierno norteamericano puede ver una ven-
taja en tener a todos los científicos que trabajan en
este asunto lo más lejos de ellos que les sea posible.
De otro modo estarían sentados todo el tiempo sobre
un polvorín. Las comunicaciones eran mi preocupa-
ción hasta hace un minuto. Pero si pudiéramos pro-
veerles un enlace radial directamente desde Nor-
tonstowe a Washington, usando esa nueva codifica-
ción de la que usted habla, eso podría resolver el
problema. No podría asignarle mayor urgencia a es-
te asunto.
—Hace un momento usted habló de aspectos in-
ternacionales. ¿Verdaderamente quiso decir inter-
nacionales, o anglo norteamericanos?
—Quise decir internacionales, pensando aunque
más no fuera en los radioastrónomos internaciona-
les. Y no me imagino que las cosas van a quedar en-
tre nosotros y los norteamericanos por mucho tiem-
po. Habrá que avisar a los jefes de otros gobiernos,
137
 La nube negra
incluidos los soviéticos. Entonces veré que se dejen
caer algunas insinuaciones en el sentido de que el
doctor Tal y el doctor Cual han recibido cartas de un
tal Kingsley con detalles del asunto, y que desde en-
tonces nos vimos obligados a confinar a Kingsley en
un lugar llamado Nortonstowe. También diré que si
el doctor Tal y el doctor Cual son enviados a Nor-
tonstowe, estaremos encantados de asegurarnos de
que no causen problemas a sus respectivos gobier-
nos.
—¡Pero los soviéticos no van a aceptar eso!
—¿Por qué no? Nosotros mismos hemos visto lo
terriblemente embarazoso que puede ser el conoci-
miento fuera de los confines del gobierno. ¿Qué no
habríamos dado ayer por librarnos de Kingsley? Tal
vez usted mismo todavía quiera librarse de él. Van a
mandar su gente aquí tan rápidamente como pue-
dan volar los aviones.
—Posiblemente. Pero, ¿por qué tomarse todo este
trabajo, señor?
—Bueno, ¿no se le ha ocurrido que Kingsley pue-
de haber estado eligiendo el equipo desde el princi-
pio? ¿Que todas esas cartas registradas fueron su
manera de hacerlo? Creo que va a ser importante
para nosotros tener el equipo más competente posi-
ble. Tengo la corazonada de que en los próximos
días Nortonstowe puede llegar a convertirse en más
importante que las Naciones Unidas.

138
Capítulo V
Nortonstowe

La casa señorial de Nortonstowe se alza en me-


dio de un gran parque, en la parte alta de Cots-
wolds, no lejos del escarpado declive occidental. La
tierra de los alrededores es fértil. Cuando se propu-
so por primera vez transformar la residencia en
“uno de esos lugares del gobierno” hubo una apre-
ciable oposición, tanto local como en los diarios de
todo Gloucestershire. Pero el gobierno se salió con la
suya, como suele hacerlo en estos casos. Los “loca-
les” se tranquilizaron un poco cuando oyeron que el
nuevo “lugar” iba a tener una orientación agrícola, y
que los granjeros podrían recurrir a él en busca de
asesoramiento.
Una amplia zona residencial se desarrolló en los
terrenos de Nortonstowe, pero fuera de la vista de la
casa señorial, a unos dos kilómetros y medio. En su
mayor parte consistía de casas semi adosadas, que
serían destinadas al personal, pero también había
algunas casas separadas para los altos funcionarios
y los supervisores.
Helen y Joe Stoddard vivían en una de las hile-
ras de casas semi adosadas blanqueadas a la cal.
 La nube negra
Joe había conseguido trabajo como jardinero. Literal
y metafóricamente era un trabajo que le convenía. A
sus treinta y un años, tenía unos treinta de expe-
riencia, porque lo había aprendido de su padre, jar-
dinero antes que él, casi desde que empezó a cami-
nar. Le convenía a Joe porque lo mantenía al aire
libre casi todo el año. Le convenía porque, en una
época de formularios que llenar y cartas que escri-
bir, no necesitaba de papelerío y Joe, digámoslo, te-
nía dificultades para leer y escribir. Su apreciación
de un catálogo de semillas se limitaba al estudio de
las fotografías. Pero esto no era un obstáculo, por-
que todas las semillas las ordenaba el jardinero jefe.
A pesar de una cierta notable lentitud mental,
Joe era querido entre sus compañeros. Nadie lo vio
jamás fuera de sí, nadie lo encontró nunca “bajo-
neado”. Cuando no entendía algo, como le ocurría
habitualmente, una sonrisa se iba desplegando len-
tamente en su cara amistosa.
El control que Joe ejercía sobre los músculos de
su poderosa contextura era tan bueno como pobre
era el control de su cerebro. Era excelente jugando
con los dardos, pero dejaba a otros la tarea de sumar
los tantos. En los bolos era el terror del vecindario.
Helen Stoddard contrastaba curiosamente con su
marido: era una muchacha delgada y bonita de vein-
tiocho años, sumamente inteligente pero sin instruc-
ción. Resultaba un misterio la manera como Joe y
Helen se llevaban tan bien. Tal vez fuera porque Joe
era muy fácil de manejar. O tal vez porque sus dos
140
 La nube negra
pequeños hijos parecían haber heredado lo mejor de
ambos mundos, la inteligencia de la madre y la du-
reza física del padre.
Pero ahora Helen estaba enojada con su Joe. En
la casa grande estaban pasando cosas raras. En las
últimas dos semanas habían caído en el lugar cente-
nares de hombres. Se habían arrancado las viejas
instalaciones para poner otras nuevas. Se había des-
pejado una gran porción de terreno, y por todas par-
tes se levantaban extraños cableríos. A Joe le habría
resultado fácil descubrir qué significaba todo eso,
pero era muy sencillo despacharlo con explicaciones
ridículas, la última de las cuales decía que los cables
eran para mantener los árboles derechos.
Joe, por su parte, no se explicaba a qué se debía
tanto alboroto. Si esto era muy extraño, como decía
su esposa, bueno, al fin y al cabo la mayoría de las
cosas eran bastante raras. “Ellos” debían saber de
qué se trataba, y con eso a Joe le bastaba.
Helen estaba enojada porque para conseguir in-
formación tenía que depender de su rival, la señora
Alsop. Peggy, la hija de Agnes Alsop, estaba emplea-
da como secretaria en la residencia, y Peggy estaba
dotada de una curiosidad que no superaban ni si-
quiera la de Helen o la de su madre. En consecuen-
cia, una incesante corriente de información fluía ha-
cia la casa de los Alsop. Gracias en parte a ese botín,
y en parte a su habilidad para distribuirlo, había
crecido el prestigio de Agnes Alsop entre sus veci-
nos.
141
 La nube negra
A eso debe agregarse su don especial para la es-
peculación. El día en que Peggy resolvió el misterio
de la gran cantidad de cajones con el rótulo “Frágil -
Manéjese con cuidado”, las acciones de la señora Al-
sop alcanzaron nuevas alturas.
—Llenos de válvulas inalámbricas, así están —
dijo ante su auditorio—, millones de válvulas.
—Pero ¿para qué querrían millones de válvulas?
—preguntó Helen.
—Esa es una buena pregunta —repuso la señora
Alsop—. ¿Y para qué querrían todas esas torres y
cables en el terreno de doscientas hectáreas? Si me
lo preguntan, diría que están construyendo el rayo
de la muerte.
Los acontecimientos que se sucedieron nunca
quebrantaron su fe en esa opinión.
En el “barrio del alto” la agitación no conoció lí-
mites el día en que “ellos” llegaron. Peggy bordeó la
incoherencia cuando le contó a su madre cómo un
hombre alto de ojos azules le había hablado a gente
importante del gobierno “como si fueran cadetes de
oficina, ma”.
—Es el rayo de la muerte, no hay nada que ha-
cerle —suspiró extática la señora Alsop.
Por fin Helen Stoddard consiguió uno de los chis-
mes, tal vez el más importante desde un punto de
vista práctico. Al día siguiente de la llegada de
“ellos”, partió temprano en la mañana en su bicicle-
ta hacia la vecina aldea de Far Striding y se encon-
142
 La nube negra
tró con que el camino estaba bloqueado por una ba-
rrera. La barrera estaba custodiada por un sargento
de policía. Sí, por esta vez podía ir a la aldea, pero
en el futuro nadie podría entrar o salir de Norton-
stowe a menos que contara con un pase. Los pases
se iban a entregar más tarde ese mismo día. Todos
iban a ser fotografiados, y las fotos se agregarían a
los pases en el curso de la semana. ¿Y los chicos que
iban a la escuela? Bueno, él creía que iban a enviar
un maestro desde Stroud de modo que no iba a ser
necesario que los chicos fueran a la aldea para nada.
Lamentaba no tener más información.
La teoría del rayo de la muerte ganó mayor te-
rreno.
***

Era un encargo raro. Llegó a través del agente


de Ann Halsey. ¿Aceptaría un compromiso el 25 de
febrero para tocar dos sonatas, una de Mozart, la
otra de Beethoven, en un lugar de Gloucestershire?
La cifra mencionada era alta, muy alta incluso para
una pianista joven y dotada. También habría un
cuarteto. No le dieron otros detalles, excepto que un
auto la estaría esperando en Bristol para el tren de
Paddington de las 14:00.
Sólo cuando Ann se dirigió al vagón restaurante
para tomar el té descubrió la identidad del cuarteto,
que no era otro que el del Harry Hargreaves y su
gente.

143
 La nube negra
—Vamos a tocar algo de Schoenberg —dijo Ha-
rry—. Sólo para limarles un poco los tímpanos.
¿Quiénes son, ya que estamos?
—Una fiesta en una casa de campo, por lo que
pude entender.
—Deben ser muy ricos, a juzgar por los honora-
rios que están dispuestos a pagar.
El viaje de Bristol a Nortonstowe resultó muy
agradable. Ya había señales de una primavera tem-
prana. El chofer los introdujo en la residencia, los
condujo por largos corredores, y abrió una puerta.
—¡Los visitantes de Bristol, señor!
Kingsley no esperaba a nadie, pero se recuperó
rápidamente.
—¡Hola, Ann! ¡Hola, Harry! ¡Qué bien!
—¡Qué gusto verte, Chris! Pero ¿qué es todo esto?
¿Cómo es que te convertiste en un terrateniente? O
en un lord, mejor dicho, a juzgar por la magnificencia
de este lugar, las tierras onduladas, y todo eso.
—Bueno, estamos haciendo un trabajo especial
para el gobierno. Aparentemente piensan que esta-
mos necesitados de algún estímulo cultural. Por eso
su presencia —explicó Kingsley.
La velada resultó todo un éxito, tanto la comida
como el concierto, y fue con gran pena que a la maña-
na siguiente los músicos se prepararon para partir.
—Bueno, adiós Chris, y gracias por esta agrada-
ble estadía —dijo Ann.
144
 La nube negra
—El auto los estará esperándolos. Es una lásti-
ma que tengan que irse tan pronto.
Pero no había ni chofer ni auto esperándolos.
—No importa —dijo Kingsley—, estoy seguro de
que Dave Weichart estará dispuesto a llevarlos en
su auto, aunque van a tener que ir apretados, con
todos esos instrumentos.
Sí, Dave Weichart iba a llevarlos a Bristol, y sí
debieron apretarse, pero después de un cuarto de
hora y muchas risas se pusieron en marcha
A la media hora la compañía estaba de vuelta.
Los músicos no entendían qué pasaba. Weichart es-
taba que echaba chispas. Se dirigió con todo el gru-
po a la oficina de Kingsley.
—¿Qué es lo que está pasando aquí, Kingsley?
Cuando llegamos al lugar de los guardias, no nos de-
jaron cruzar la barrera. Dijeron que tenían órdenes
de no dejar salir a nadie.
—Todos tenemos compromisos en Londres esta
noche —dijo Ann—, y si no salimos ya, vamos a per-
der el tren.
—Bueno, si no pueden salir por la puerta princi-
pal, hay muchas otras salidas —repuso Kingsley—.
Permítanme hacer algunas averiguaciones.
Pasó diez minutos en el teléfono, mientras los de-
más bufaban y rezongaban. Al final colgó el receptor.
—Ustedes no son los únicos enojados. La gente
de la finca trató de ir a la aldea, y a todos se lo han
145
 La nube negra
impedido. Parece que hay custodia todo alrededor
del perímetro. Creo que será mejor que hable a Lon-
dres.
Kingsley pulsó un conmutador.
—Hola, ¿es la oficina de la guardia del portón
principal? Sí, sí, acepto que usted simplemente cum-
ple órdenes del Comisario General. Eso lo entiendo.
Lo que quiero que haga es esto. Escúcheme bien,
quiero que llame a Whitehall 9700. Cuando consiga
ese número suministre el código de tres letras QUE
y pida por el señor Francis Parkinson, secretario del
primer ministro. Cuando el señor Parkinson atien-
da, dígale que el profesor Kingsley quiere hablar con
él. Entonces me pasa la llamada. Por favor repítame
estas instrucciones.
A los pocos minutos apareció Parkinson. King-
sley empezó:
—Hola, Parkinson. Me enteré de que esta maña-
na cerró su trampa... No, no me quejo. Lo esperaba.
Usted puede poner todos los guardias que quiera al-
rededor de Nortonstowe, pero no toleraré ninguno
adentro. Lo llamo ahora para decirle que las comu-
nicaciones con Nortonstowe se harán de ahora en
adelante sobre otras bases. No habrá más llamadas
telefónicas. Vamos a cortar todos los cables que co-
necten con los puestos de guardia. Si quiere comuni-
carse con nosotros va a tener que usar la radio... Si
todavía no terminaron el transmisor es problema de
ustedes. No debería insistir en que el ministro del
Interior le haga todo el cableado... ¿No entiende?
146
 La nube negra
Debería entender. Si ustedes muchachos son lo bas-
tante competentes como para conducir este país en
tiempos de crisis, también deberían serlo como para
construir un transmisor, especialmente cuando les
hemos dado el plano. Hay otra cosa de la que quisie-
ra que tomara debida nota. Si usted no permite salir
a nadie de Nortonstown, nosotros no vamos a permi-
tir entrar a nadie. O, pensándolo mejor, Parkinson,
usted mismo puede venir cuando quiera, pero no le
permitiremos salir. Eso es todo.
—Pero toda esta situación es absurda —dijo Wei-
chart—. Caramba, es casi lo mismo que estar preso.
No sabía que esto podía ocurrir en Inglaterra.
—En Inglaterra puede ocurrir cualquier cosa —
respondió Kingsley—, sólo las razones que se esgri-
men pueden ser un poco raras. Si usted quiere man-
tener un grupo de hombres y mujeres prisioneros en
una casa de campo de algún lugar de Inglaterra, no
les dice a los guardias que están custodiando una
prisión. Les dice que los que están adentro necesi-
tan protección contra unos forajidos que tratan de
introducirse desde afuera. Aquí la consigna es pro-
tección, no confinamiento.
Y en verdad el Comisario General estaba conven-
cido de que Nortonstowe guardaba secretos atómi-
cos que revolucionarían la aplicación de la energía
nuclear a la industria. También estaba convencido
de que los espías extranjeros iban a hacer lo posible
para apoderarse de esos secretos. Sabía que la fil-
tración más probable provendría de alguien que es-
147
 La nube negra
tuviese trabajando efectivamente en Nortonstowe.
Por lo tanto, la deducción más simple era que la me-
jor forma de seguridad sería impedir todo ingreso o
egreso del lugar. Esas convicciones se las había ratifi-
cado el propio ministro del Interior. Incluso estaba
dispuesto a admitir que tal vez fuese necesario incre-
mentar su custodia policial llamando a los militares.
—Pero, sea lo que fuere, ¿qué tiene que ver esto
con nosotros? —preguntó Ann Halsey.
—Sería fácil para mí pretender que ustedes están
aquí por accidente —dijo Kingsley—, pero no pienso
hacerlo. Están aquí como parte de un plan. Hay otros
que también están aquí. Pueden ver a George Fisher,
el pintor, que fue comisionado por el gobierno para
hacer algunos dibujos de Nortonstowe. También es-
tán John McNeil, un joven médico, y Bill Price, el his-
toriador, trabajando en la vieja biblioteca. Creo que
lo mejor sería reunirlos a todos, y entonces trataré de
explicarles lo mejor que pueda.
Cuando Fisher, McNeil y Price se sumaron al
grupo, Kingsley brindó a los no científicos congrega-
dos una versión general pero bastante detallada del
descubrimiento de la Nube Negra y de los aconteci-
mientos que habían conducido al establecimiento de
Nortonstowe.
—Puedo entender que esto explique lo de los
guardias y todo eso. Pero no explica por qué estamos
aquí. Dijiste que no había sido por accidente. ¿Por
qué nosotros y no alguna otra persona? —insistió
Ann Halsey.
148
 La nube negra
—Es mi culpa —respondió Kingsley—. Creo que
esto es lo que ocurrió. Agentes del gobierno encon-
traron mi libreta de direcciones. En esa libreta esta-
ban los nombres de los científicos que consulté acer-
ca de la Nube Negra. Lo que pudo haber ocurrido es
que cuando descubrieron algunos de mis contactos,
el gobierno decidió no correr riesgos. Simplemente
trajeron a todos los que estaban en la libreta. Lo
siento.
—Un descuido imperdonable de tu parte, Chris
—exclamó Fisher.
—Bueno, francamente, tuve mucho de qué preo-
cuparme durante las últimas seis semanas. Y al fin
y al cabo, la situación de ustedes es realmente muy
buena. Todos ustedes han comentado, sin excepción,
qué lindo es este lugar. Y cuando llegue la crisis van
a tener muchísimas más posibilidades de sobrevivir
que las que pudieron haber tenido de otro modo. Si
la supervivencia resulta posible, aquí vamos a so-
brevivir. Así que en resumidas cuentas pueden pen-
sar que han sido bastante afortunados.
—Eso de la libreta de direcciones, Kingsley —
intervino McNeil—, no parece aplicarse para nada a
mi caso. Hasta donde yo se, nunca nos hemos visto
hasta hace unos días.
—A propósito, McNeil, ¿por qué se encuentra us-
ted aquí, si me permite la pregunta?
—Cuento chino, evidentemente. Estaba interesa-
do en encontrar un lugar para un nuevo sanatorio, y

149
 La nube negra
me recomendaron Nortonstowe. El Ministerio de Sa-
lud sugirió que tal vez me gustaría visitar personal-
mente el lugar. Pero no puedo imaginar por qué yo.
—Tal vez para que tuviéramos un médico en el
lugar.
Kingsley se levantó y caminó hacia la ventana.
Las sombras de las nubes se perseguían unas a
otras sobre los prados.
***
Una tarde a mediados de abril, Kingsley regresó
a la casa después de una intensa caminata en torno
de la residencia Nortonstowe y se encontró con que
un humo anisado invadía su cuarto.
—¡Qué demonios...! —exclamó—. Pero esto es
formidable, Geoff Marlowe. Ya había perdido la es-
peranza de que vinieras. ¿Cómo lo lograste?
—Mediante engaños y traiciones —repuso Mar-
lowe entre grandes bocados de tostadas—. Lindo lu-
gar tienen aquí. ¿Quieres un poco de té?
—Gracias, es muy amable de tu parte.
—De nada. Después de que te fuiste nos movie-
ron a Palomar, donde pude hacer algunos trabajos.
Luego nos trasladaron a todos al desierto, con ex-
cepción de Emerson, que creo fue enviado aquí.
—Sí, tenemos a Emerson, Barnett y Weichart.
Me temía que los iban a someter al tratamiento del
desierto. Por eso me fui tan rápido en cuanto He-
150
 La nube negra
rrick dijo que salía para Washington. ¿Le tiraron de
las orejas por haberme dejado salir del país?
—Me parece que sí, pero no dijo mucho al respec-
to.
—Ya que estamos, ¿estoy en lo cierto al suponer
que el A.R. fue asignado a ustedes?
—¡Sí, señor! El Astrónomo Real es el Oficial Prin-
cipal de Enlace británico para todo el proyecto esta-
dounidense.
—Bien por él. Se trata de una tarea a su medida,
espero. Pero no me dijiste cómo lograste zafar del
desierto, y por qué decidiste irte.
—El por qué es sencillo. Por la manera como es-
tábamos organizados a muerte.
Marlowe tomó un puñado de terrones de la azu-
carera. Puso uno sobre la mesa.
—Este es el tipo que hace el trabajo.
—¿Cómo le llaman?
—Que yo sepa no le damos ningún nombre en
particular.
—Por aquí lo llamamos “laburante”.
—¿“Laburante”?
—Así es. El que hace el laburo, el trabajo.
—Bueno, aunque no lo llamemos “laburante”, es
un “laburante” con todas las de la ley —prosiguó
Marlowe—. A decir verdad, es un condenado “labu-
rante”, como verás enseguida.
151
 La nube negra
A continuación extendió una fila de terrones.
—Por encima del “laburante” viene su Jefe de
Sección. En reconocimiento de mi nivel, yo soy Jefe
de Sección. Luego viene el Director Delegado. He-
rrick se convirtió el Director Delegado a pesar de es-
tar en la perrera. Después tenemos aquí a nuestro
viejo amigo el Director mismo. Por encima de él está
el Contralor Adjunto, y luego ¿quién otro que el
Contralor? Estos por supuesto son los militares.
Después viene el Coordinador de Proyecto. Éste es
un político. Y así gradualmente llegamos al Delega-
do del Presidente. Después supongo que viene el
Presidente, aunque no puedo estar seguro porque
nunca llegué a esas alturas.
—Me imagino que eso no te gustó nada.
—No, señor, no me gustó —continuó Marlowe
mientras masticaba otro trozo de tostada—. Estaba
demasiado cerca del fondo de la jerarquía como para
que me gustara. Además, nunca pude enterarme de
lo que pasaba fuera de mi propia sección. La política
era mantener todo en compartimentos estancos. En
beneficio de la seguridad, decían, pero probablemen-
te en beneficio de la ineficiencia, creo yo. Bueno, co-
mo te puedes imaginar, la cosa no me gustó. No es
mi manera de encarar un problema. De modo que
empecé a mover las aguas en busca de una transfe-
rencia, una transferencia al tinglado éste que tienen
montado aquí. Me imaginaba que aquí las cosas se
harían mucho mejor. Y veo que es así —agregó, al
tiempo que tomaba otra tostada—. Además de pron-
152
 La nube negra
to me asaltó el deseo de ver pasto verde. Cuando eso
le pasa a uno, no hay que rehusarse.
—Todo eso está muy bien, Geoff, pero no explica
cómo te libraste de esa formidable organización.
—Pura suerte —respondió Marlowe—. La gente
de Washington tenía la idea de que tal vez ustedes
no les decían todo lo que sabían. Y como yo les había
hecho saber que deseaba ser transferido, me manda-
ron aquí como espía. Ahí es donde encaja la traición.
—¿Quiere decir que se supone que tú les vas a
informar de cualquier cosa que podamos estar ocul-
tando?
—Ésa es exactamente la situación. Y ahora que
sabes por qué estoy aquí, ¿me vas a permitir que-
darme, o me vas a echar?
—Aquí la regla es que todo el que entra a Nor-
tonstowe se queda. No dejamos salir a nadie.
—¿Entonces no habrá problema si viene Mary?
Se quedó en Londres haciendo compras, pero llegará
mañana en algún momento.
—Ningún problema. Este lugar es grande. Tene-
mos mucho espacio. Estaremos encantados de tener
a la señora Marlowe por aquí. Francamente, hay un
tremendo montón de trabajo para hacer, y muy poca
gente para hacerlo.
—¿Y tal vez de tanto en tanto pueda enviarles
algunas miguitas de información a Washington, pa-
ra tenerlos contentos?
153
 La nube negra
—Puedes contarles lo que quieras. Yo veo que
cuanto más le cuento a los políticos, más se depri-
men. De modo que nuestra política es contarles to-
do. Aquí no hay secretos de ninguna especie. Puedes
enviar lo que te parezca por el enlace radial directo
con Washington. Estamos trabajando en eso desde
hace una semana.
—En ese caso tal vez me puedas proporcionar un
resumen de lo que está ocurriendo por este lado.
Personalmente, no sé mucho más que el día cuando
conversamos en el desierto del Mojave. Hice algunas
cosas, pero no son trabajos ópticos lo que necesita-
mos en este momento. Para el otoño podremos tener
algo. Pero este es un trabajo para los muchachos del
radio, como creo que coincidimos.
—Lo hicimos. Y yo puse en movimiento a John
Marlborough en cuanto regresé a Cambridge en
enero. Necesité emplear cierta persuasión para que
empezara a trabajar, en principio porque no le conté
la verdadera razón, aunque por supuesto ahora ya
la sabe. Bueno, conseguimos la temperatura de la
Nube. Está un poco por encima de los doscientos
grados, doscientos grados absolutos por supuesto.
—Eso es muy bueno. Más o menos lo que esperá-
bamos. Un poco fría, pero manejable.
—Realmente, es mejor de lo que parece. Porque,
a medida de que la Nube se acerque al Sol, en su in-
terior deberán ponerse en marcha movimientos in-
ternos. Mis primeros cálculos muestran que el au-
mento de temperatura resultante podría ubicarse
154
 La nube negra
entre un cincuenta y un cien por ciento, lo que en
definitiva llevaría la temperatura más o menos al
punto de congelación. De modo que, por lo que pare-
ce, nos espera una temporada gélida y nada más.
—No podría ser mejor.
—Eso pensé en el momento. Pero en realidad no
soy un experto en dinámica de gases, así que le es-
cribí a Alexandrov.
—Dios mío, corriste tus riesgos al escribirle a
Moscú.
—No lo creo. El problema se podía plantear en
términos puramente académicos. Y no hay nadie en
mejores condiciones que Alexandrov para tratarlo.
Como quiera que sea, eso nos indujo a traerlo aquí.
Dice que este lugar es el mejor campo de concentra-
ción del mundo.
—Veo que hay todavía muchas cosas que no co-
nozco. Continúa.
—En ese momento, todavía en enero, yo me sen-
tía muy listo. Entonces decidí colocar a las autorida-
des políticas en un brete. Me di cuenta de que hay
dos cosas que los políticos quieren tener a cualquier
costo: información científica y secreto. Decidí darles
esas dos cosas, pero en mis propios términos: los tér-
minos que puedes ver a tu alrededor aquí en Nor-
tonstowe.
—Ya veo: un lindo lugar para vivir, sin militares
que molesten, sin secretos. ¿Y cómo se reclutó el
equipo?
155
 La nube negra
—Simplemente, mediante infidencias en los lu-
gares adecuados, como la carta a Alexandrov. ¿Qué
podría resultar más natural que el hecho de traer
aquí a todos los que pudieron haberse enterado de
algo a través de mí? Jugué sucio una vez, y todavía
pesa en mi conciencia. Más tarde o más temprano
vas a conocer a una muchacha encantadora que toca
el piano extremadamente bien. Vas a conocer a un
pintor, un historiador, otros músicos. Me pareció
que estar encarcelado en Nortonstowe durante más
de un año iba a ser absolutamente intolerable si sólo
hubiera aquí científicos. De modo que dispuse las
infidencias convenientemente. No digas una palabra
de esto, Geoff. Dadas las circunstancias creo que tal
vez estaba justificado. Pero es mejor que no sepan
que yo fui deliberadamente responsable de que los
hayan enviado aquí. Ojos que no ven, corazón que
no siente.
—¿Y qué pasó con esa cueva de la que hablabas
cuando estábamos en el Mojave? Supongo que tam-
bién tendrás eso bien arreglado.
—Por supuesto. Probablemente no lo hayas vis-
to, pero allá —justo debajo de esa lomada— tenemos
una gran cantidad de máquinas para movimiento de
suelos trabajando.
—¿Quién se encarga de eso?
—Los tipos que viven en el sector de residencias.
—¿Y quién maneja esta casa, prepara la comida,
y esas cosas?

156
 La nube negra
—Las mujeres de las residencias, y las hijas tra-
bajan como secretarias.
—¿Qué va a pasar con ellos cuando las cosas se
pongan feas?
—Vendrán al refugio, por supuesto. Esto signifi-
ca que el refugio deberá ser mucho más grande que
lo que yo pensaba originalmente. Por eso empeza-
mos los trabajos con tanta anticipación.
—Bueno, Chris, me parece que acomodaste las
cosas a tu gusto y placer. Pero no veo cómo los polí-
ticos quedaron metidos en un brete. Al fin y al cabo,
nos tienen aquí encerrados, y de acuerdo con lo que
acabas de decirme hace un rato, consiguen toda la
información que puedes darles. De modo que todo se
presenta bastante cómodo también para ellos.
—Permíteme plantear las cosas como las veía en
enero y febrero. En febrero yo tenía planeado asu-
mir el control de los asuntos mundiales.
Marlowe se rió.
—Oh, ya sé que suena ridículamente melodramá-
tico. Pero hablo en serio. Y tampoco sufro de megalo-
manía. Por lo menos eso creo. Sólo iba a ser por uno o
dos meses, luego de los cuales iba a retirarme gracio-
samente de vuelta a mi tarea científica. Yo no estoy
hecho con la misma madera de los dictadores. Sólo
me siento verdaderamente cómodo en el lugar del
segundón. Pero ésta era una oportunidad caída del
cielo para que el segundón le disputara el bocado
más grande a los figurones que solían llevárselo por
delante.
157
 La nube negra
—Como morador de esta residencia me das la vi-
va imagen del segundón —dijo Marlowe, mientras
se ocupaba de su pipa y continuaba riéndose.
—Hubo que pelear por todo esto. De otro modo
habríamos tenido el mismo tipo de arreglo que tú
objetabas. Hablemos un poco de filosofía y de socio-
logía. ¿Alguna vez se te ocurrió, Geoff, que a pesar
de todos los cambios forjados por la ciencia —por
nuestro control de la energía inanimada, quiero de-
cir— todavía conservamos el mismo viejo orden so-
cial de precedencia? Primero los políticos, luego los
militares, y los verdaderos cerebros abajo. No hay
diferencia entre este estado de cosas y el de la anti-
gua Roma, o el de las primeras civilizaciones meso-
potámicas, para el caso. Vivimos en una sociedad
que alberga una contradicción monstruosa, moderna
en su tecnología pero arcaica en su organización so-
cial. Durante años los políticos han venido cacarean-
do sobre la necesidad de formar más científicos, más
ingenieros, y así. Y no se dan cuenta de que el nú-
mero de tontos es limitado.
—¿Tontos?
—Sí. Personas como tú y yo, Geoff. Nosotros so-
mos los tontos. Nosotros nos tomamos el trabajo de
pensar para una turba arcaica de imbéciles, y per-
mitimos que nos usen para cualquier cosa.
—¡Científicos del mundo, uníos! ¿Es ésa la idea?
—No del todo. No se trata simplemente de los
científicos contra todos los demás. La cuestión va
más hondo. Se trata de un choque entre dos modos
158
 La nube negra
de pensar totalmente distintos. La sociedad actual
basa su tecnología en un pensamiento de naturaleza
numérica. Pero basa su organización social en un
pensamiento de naturaleza verbal. Allí es donde re-
side el verdadero conflicto, entre la mente literaria y
la mente matemática. Deberías conocer al ministro
del Interior. Entenderías en seguida lo que quiero
decir.
—Y a ti se te ha ocurrido alguna idea para cam-
biar las cosas...
—Se me ocurrió la manera de dar un golpe en fa-
vor de la mentalidad matemática. Pero no soy tan
burro como para creer que cualquier cosa que yo pu-
diera hacer tendría una importancia decisiva. Con
suerte creo que podría ofrecer un buen ejemplo, una
especie de locus classicus, para citar a los literatos,
de cómo deberíamos hacer para torcerles el rabo a
los políticos.
—Dios mío, Chris, hablas de números versus pa-
labras, pero nunca conocí un hombre que usara tan-
tas palabras. ¿Podrías explicar en términos sencillos
qué es lo que te propones?
—Entiendo que quieres decir en términos numé-
ricos. Bueno, lo intentaré. Supongamos que sea posi-
ble la supervivencia cuando llegue la Nube. Aunque
digo supervivencia, es sumamente probable que las
condiciones no van a ser agradables. Vamos a estar
congelándonos o derritiéndonos. Es harto improba-
ble, obviamente, que la gente pueda desenvolverse
con normalidad. Lo más que podemos esperar es que
159
 La nube negra
plantándonos firmes, excavando nuestras cuevas o
nuestros sótanos y quedándonos en ellos, podremos
resistir. En otras palabras, todo traslado normal de
personas de un lugar a otro va a cesar. De modo que
las comunicaciones y el control de los asuntos huma-
nos va a depender de información eléctrica. Las se-
ñales tendrán que viajar por radio.
—¿Quieres decir que la cohesión social —cohe-
sión en el sentido de que no nos disgreguemos en un
montón de individuos desconectados— dependerá de
las comunicaciones radiales?
—Correcto. No habrá diarios, porque los perio-
distas estarán en los refugios.
—¿Aquí es donde entras tú, Chris? ¿Nortonstowe
se va a convertir en una radioemisora pirata? Oh,
muchacho ¿dónde dejé la barba postiza?
—Escúchame. Cuando las comunicaciones radia-
les adquieran una importancia dominante, la canti-
dad de información se convertirá en una cuestión vi-
tal. El control irá pasando gradualmente a las per-
sonas con capacidad para manejar el mayor volu-
men de información, y yo planeé que Nortonstowe
sea capaz de manejar por lo menos cien veces más
información que todos los otros emisores de la Tie-
rra juntos.
—¡Eso es pura fantasía, Chris! Sin ir más lejos,
¿qué pasa con la provisión de energía?
—Tenemos nuestros propios generadores diésel,
y combustible de sobra.
160
 La nube negra
—Pero seguramente no podrás generar la tre-
menda cantidad de potencia que se va a necesitar...
—No necesitamos una tremenda cantidad de po-
tencia. Yo no dije que tendríamos cien veces más po-
tencia que todos los demás transmisores juntos. Dije
que tendríamos cien veces la capacidad de transmi-
tir información, que es una cosa muy distinta. No
vamos a transmitir programas para la gente indivi-
dualmente. Vamos a transmitir en muy baja poten-
cia para los gobiernos de todo el mundo. Vamos a
convertirnos en una suerte de cámara de compensa-
ción de información internacional. Los gobiernos in-
tercambiarán mensajes a través de nosotros. En una
palabra, nos convertiremos en el centro nervioso de
las comunicaciones mundiales, y es en ese sentido
que vamos a controlar los asuntos mundiales. Si es-
to parece un poco anticlimático después de mi pero-
rata, bueno, recuerda que no soy una persona melo-
dramática.
—Estoy empezando a darme cuenta. Pero, ¿cómo
diablos tienes pensado equiparte con toda esa capa-
cidad de transmisión de información?
—Permíteme empezar por la teoría. En verdad,
es muy conocida. La razón por la que no ha sido
puesta en práctica todavía es en parte por inercia,
intereses creados en el equipamiento existente, y en
parte por incomodidad: todos los mensajes deberían
grabarse antes de ser transmitidos.
Kingsley se arrellanó confortablemente en su si-
llón.
161
 La nube negra
—Como seguramente sabes, en lugar de trans-
mitir ondas radiales de manera continua, como se
hace habitualmente, es posible transmitirlas en rá-
fagas, en pulsaciones. Supongamos que se puedan
transmitir tres clases de pulsaciones: una pulsación
breve, una mediana y una larga. En la práctica, la
pulsación larga podría durar tal vez el doble que la
pulsación corta, y la pulsación mediana, una vez y
media. Con un transmisor que opere en la franja de
siete a diez metros —que es lo habitual para la lar-
ga distancia— y con el ancho de banda habitual, se-
ría posible transmitir unas diez mil pulsaciones por
segundo. Las tres clases de pulsaciones podrían dis-
ponerse en cualquier orden convencional: diez mil
por segundo. Ahora, supongamos que usamos las
pulsaciones medianas para indicar el fin de letras,
palabras y oraciones. Una pulsación mediana indica
el fin de una letra, dos pulsaciones medianas segui-
das indican el fin de una palabra, y tres el fin de
una oración. Esto deja las pulsaciones largas y cor-
tas libres para transmitir letras. Supongamos, por
ejemplo, que decidimos usar el código Morse. Enton-
ces se necesitaría un promedio de tres pulsaciones
por letra. Partiendo de un promedio de cinco letras
por palabra, esto significa que se necesitan unas
quince pulsaciones largas y cortas por palabra. O, si
incluimos las pulsaciones medianas para marcar las
letras, se necesitan unas veinte pulsaciones por pa-
labra. De modo que a un ritmo de diez mil pulsacio-
nes por segundo, esto nos da un ritmo de transmi-
sión de unas quinientas palabras por segundo, en
162
 La nube negra
comparación con un transmisor corriente que mane-
ja menos de tres palabras por segundo. De modo que
seríamos por lo menos cien veces más rápidos.
—Quinientas palabras por segundo. ¡Dios mío,
qué parloteo!
—En realidad, es muy probable que ampliemos
el ancho de banda para poder emitir más de un mi-
llón de pulsos por segundo. Consideramos posible
llegar a unas cien mil palabras por segundo. El lími-
te reside en la compresión y expansión de los men-
sajes. Obviamente, nadie puede pronunciar cien mil
palabras por segundo, ni siquiera los políticos, a
Dios gracias. De modo que habrá que grabar los
mensajes en cinta magnética. La cinta será entonces
leída electrónicamente a gran velocidad. Pero la ve-
locidad de la lectura es limitada, por lo menos con
los equipos actuales.
—¿No hay un gran equívoco en todo esto? ¿Qué
impediría a los diversos gobiernos del mundo cons-
truir un equipo similar?
—La estupidez y la inercia. Como de costumbre,
nadie hará nada hasta que no tengamos la crisis en-
cima. Mi único temor es que los políticos sean tan
letárgicos que no consigan construir un solo juego de
transmisores y receptores, y ni hablar de baterías
enteras de equipos. Los presionamos todo lo que po-
demos. Por ejemplo, ellos demandan de nosotros in-
formación, y nosotros nos negamos a dársela excepto
por enlace radial. Otra cosa es que toda la ionosfera
se altere al punto de que haya que emplear longitu-
163
 La nube negra
des de onda más breves. Aquí nos estamos prepa-
rando para longitudes de hasta un centímetro. Este
es un punto sobre el que los estamos alertando con-
tinuamente, pero son imposiblemente lentos, lentos
de acción y lentos de entendederas.
—¿Quién se ocupa de todo eso aquí, dicho sea de
paso?
—Los radioastrónomos. Probablemente sepas que
vinieron en tropel desde Manchester, Cambridge y
Sídney. Eran más que suficientes para hacer el tra-
bajo de radioastronomía, y se lo pasaban pisándose
los talones. Eso fue hasta que nos encerraron. Todos
se volvieron locos, los muy estúpidos, como si no hu-
biese sido obvio que debíamos estar encerrados. En-
tonces, con mi tacto habitual, les dije que la bronca
no nos serviría de nada, y que lo mejor que podíamos
hacer era darles su merecido a los políticos y conver-
tir algunos de nuestro aparatos de radioastronomía
en equipos de comunicaciones. Descubrimos, natural-
mente, que teníamos más equipos electrónicos que
los que se necesitaban a los fines de la radioastrono-
mía. De modo que muy pronto tuvimos trabajando un
verdadero ejército de ingenieros en comunicaciones.
En verdad, podríamos inundar la BBC con la canti-
dad de información que seríamos capaces de transmi-
tir si nos lo propusiéramos.
—Sabes, Kingsley, todavía estoy sorprendido por
este asunto de los pulsos. Todavía me parece increí-
ble que nuestros sistemas de radiodifusión emitan
dos o tres palabras por segundo, cuando podrían es-
tar enviando quinientas.
164
 La nube negra
—Es muy sencillo, Geoff. La boca humana trasmi-
te información a unas dos palabras por segundo. El
oído humano sólo puede recibir información a un rit-
mo inferior a tres palabras por segundo. Los grandes
cerebros que controlan nuestros destinos diseñaron
consecuentemente sus equipos electrónicos ajustán-
dolos a esas limitaciones aun cuando electrónicamen-
te esas limitaciones no existen. ¿Acaso no digo todo el
tiempo a todo el mundo que nuestro sistema social es
enteramente arcaico, con el conocimiento verdadero
en el fondo y una banda de sinvergüenzas en la cima?
—Frase que viene muy bien para cerrar el argu-
mento —se rió Marlowe—. ¡Hablando por mí mismo,
tengo la sensación de que corres el riesgo de simpli-
ficar un poquito demasiado las cosas!

165
Capítulo VI
Se acerca la Nube

La Nube no se hizo visible durante el verano si-


guiente porque se encontraba en el cielo diurno,
aunque fue minuciosamente examinada con el ra-
diotelescopio de Nortonstowe.
La situación era mejor que la esperada por el
primer ministro. Las noticias provenientes de Nor-
tonstowe sugerían que la llegada de la Nuble proba-
blemente no iba a desencadenar una crisis de ener-
gía inmanejable, por lo cual se sentía francamente
agradecido. Por el momento no había que temer una
alarma pública. Con excepción del Astrónomo Real,
en el que depositaba una gran confianza, la amena-
za de los científicos, especialmente de Kingsley, ha-
bía sido canalizada de manera segura en Nortons-
towe. Es cierto que hubo que hacer concesiones ridí-
culas. Y lo peor de todo es que había perdido a Par-
kinson. Había sido necesario enviar a Parkinson a
Nortonstowe para asegurarse de que allí no ocurrie-
se nada extravagante. Pero aparentemente, los in-
formes que recibía eran mucho mejores que lo espe-
rado, y por esa razón el primer ministro decidió de-
jar las cosas tranquilas, a pesar de las urgentes su-
 La nube negra
gerencias en sentido contrario formuladas por algu-
nos de sus ministros. De tanto en tanto el primer
ministro flaqueaba en su resolución porque le resul-
taba cada vez más difícil tragarse los frecuentes
mensajes de Kingsley que le recomendaban mante-
ner el secreto.
A decir verdad, las insinuaciones de Kingsley
eran astutamente concebidas, porque la seguridad
gubernamental no era buena. En cada nivel de la je-
rarquía política, los individuos consideraban seguro
impartir información a sus subordinados inmedia-
tos. Como resultado, el conocimiento de que la Nube
se acercaba fue filtrándose lentamente hacia abajo,
hasta que a comienzos del otoño ya llegaba casi al
nivel parlamentario. En suma, estaba a punto de
caer en manos de la prensa. Pero todavía no había
madurado el momento en que la Nube saltaría a los
titulares noticiosos.
El otoño fue tormentoso, y los cielos de Inglate-
rra permanecieron encapotados. De modo que aun-
que para octubre la Nube había oscurecido una por-
ción de la constelación de Lepus, la alarma no saltó
hasta noviembre. Y provino de los claros cielos de
Arabia. Los ingenieros de una gran empresa petro-
lera estaban perforando en el desierto. Advirtieron
la preocupación con la que sus hombres examinaban
el cielo. Los árabes señalaban la Nube, o más bien
una oscuridad en el cielo, que ahora tenía un diáme-
tro de siete grados y parecía un agujero circular que
se abría como un bostezo. Decían que ese agujero no
167
 La nube negra
debía estar allí, y que era una señal celeste. No era
claro el significado de esa señal, pero los hombres
estaban atemorizados. Por cierto, ninguno de los in-
genieros recordaba una oscuridad semejante, pero
tampoco ninguno conocía la disposición de los astros
lo bastante bien como para estar seguro. Uno de
ellos, sin embargo, había dejado un mapa estelar en
la base. Cuando la expedición perforadora terminó,
consultó el mapa. Efectivamente, algo andaba mal.
Enseguida hubo cartas a los diarios ingleses.
Los diarios no reaccionaron de inmediato. Pero
en el plazo de una semana apareció toda una segui-
dilla de relatos parecidos. Como suele suceder, un
artículo sirvió de santo y seña para la publicación de
otros similares, tal como una gota de lluvia anticipa
la tormenta. Los diarios de Londres enviaron al nor-
te de África corresponsales especiales equipados con
cámaras y mapas celestes. Los periodistas partieron
entusiasmados, pensando que se trataba de un bien-
venido alivio para un noviembre aburrido. Volvieron
con la cola entre las piernas. El agujero negro en el
cielo no daba motivos para la frivolidad. Tampoco
trajeron fotografías. Los editores de los diarios no se
habían dado cuenta de que era muy difícil fotogra-
fiar las estrellas con una cámara corriente.
El gobierno británico no atinaba a decidir si pre-
venía o no la aparición de artículos en la prensa. Fi-
nalmente decidió no hacer nada, dado que cualquier
atisbo de censura no iba a hacer más que subrayar
la gravedad de la situación.

168
 La nube negra
Los editores quedaron sorprendidos por el tono
de los artículos que recibieron. Ordenaron un trata-
miento más liviano y más frívolo, de modo que a fi-
nes de noviembre las primeras noticias llegaron al
público bajo titulares tan banales como
APARECE UNA APARICIÓN EN EL CIELO
DESCUBREN EN EL NORTE DE ÁFRICA UN APAGÓN CELESTIAL
NAVIDAD SIN ESTRELLAS, DICEN LOS ASTRÓNOMOS

Se puso en marcha una campaña. Llegaron foto-


grafías desde diversos observatorios, tanto de Gran
Bretaña como de otros lugares. Esas fotografías
aparecieron en la primera página de los diarios (en
la última, por supuesto, en el caso de The Times), en
algunas ocasiones generosamente retocadas. Artícu-
los de reconocidos científicos recibieron lugar promi-
nente.
Al pueblo se le informó de la existencia de un gas
interestelar —el gas que ocupa las vastas regiones
del espacio entre las estrellas— sumamente tenue.
Mezcladas con este gas, se destacó, había miríadas
de finísimos gránulos, probablemente gránulos de
hielo, cuyas dimensiones no superaban la cienmilé-
sima parte de una pulgada. Eran esos granos los
que producían las decenas de manchas oscuras que
se advierten a lo largo de la Vía Láctea. Se mostra-
ron fotografías de esas manchas oscuras. La nueva
aparición no era otra cosa que una de esas manchas
vista de cerca. El hecho de que el sistema solar oca-
sionalmente pasara cerca, e incluso a través, de ta-

169
 La nube negra
les acumulaciones ya era conocido por los astróno-
mos desde hacía algún tiempo. En realidad, encuen-
tros de ese tipo constituían la base de una muy co-
nocida teoría sobre el origen de los cometas. Tam-
bién se mostraron fotografías de cometas.
Los círculos científicos no quedaron del todo
tranquilos con esa información. La Nube se convir-
tió en tema frecuente de conversación y especula-
ción en laboratorios de todas partes. Alguien redes-
cubrió el argumento planteado por Weichart un año
antes. Pronto se advirtió que la densidad del mate-
rial de la Nube era un factor crítico. En general se
tendía a fijarla en un nivel muy bajo, pero algunos
científicos recordaron las afirmaciones de Kingsley
en la reunión de la British Astronomical Associa-
tion. También se atribuyó significado al hecho de
que el grupo congregado en Nortonstowe hubiese
desaparecido de las universidades. En general se
entendía que las circunstancias justificaban un cier-
to grado de alarma. Sin duda esa aprehensión se ha-
bría multiplicado en rapidez e intensidad si no hu-
biese sido por el creciente llamamiento de los gobier-
nos, en Gran Bretaña y otras partes, a los científicos
en general. Se les pidió que participaran en la orga-
nización de los preparativos de emergencia que para
entonces iban cobrando urgencia, preparativos prin-
cipalmente relacionados con el alimento, el combus-
tible y el alojamiento.
A pesar de todo, la alarma se extendió en cierta
medida al público. Durante la primera quincena de
diciembre hubo indicios de intranquilidad creciente.
170
 La nube negra
Afamados columnistas reclamaron del gobierno una
declaración informada, usando casi los mismos tér-
minos mordaces que habían empleado años atrás en
relación con el episodio Burgess-Maclean 1. Pero es-
ta primera oleada de aprensión se evaporó de una
manera curiosa. La tercera semana de diciembre fue
fría y clara. A pesar de la baja temperatura, la gente
fluía fuera de las ciudades en coche o autobús para
poder observar el cielo nocturno. Pero no encontraba
ninguna aparición, ningún agujero en el cielo. En
realidad, se veían pocas estrellas debido al brillo de
la luna. En vano señaló la prensa que la Nube era
invisible excepto si se la proyectaba contra un tras-
fondo de estrellas. En cuanto a interés noticioso, el
tema de la Nube, al menos por el momento, estaba
agotado. Y en todo caso, faltaban pocos días para la
Navidad.
El gobierno tenía buenas razones para estar ínti-
mamente agradecido de este pronto desinterés por
la Nube, porque en diciembre recibió un alarmante
informe de Nortonstowe. Vale la pena mencionar las
circunstancias en que se produjo ese informe.
Durante el verano la organización de Nortons-
towe se acomodó finalmente siguiendo un esquema
ordenado. Los científicos se dividieron en dos gru-
pos: los que se ocupaban de las “investigaciones so-
1 Resonante escándalo de espionaje que estalló en Gran Bretaña
en la década de 1950. Guy Burgess y Donald Maclean, funciona-
rios del Servicio Exterior, desaparecieron en 1951 tras ser descu-
biertos. Cinco años después se confirmó que habían desertado a la
Unión Soviética. (N. del E.)

171
 La nube negra
bre la Nube” y los que se encargaban de los proble-
mas de comunicación que Kingsley había explicado a
Marlowe. Los no científicos se encargaban de la ad-
ministración del complejo y de la construcción del re-
fugio. Era rutina de cada una de las tres secciones ce-
lebrar una reunión semanal a la que cualquiera po-
día asistir. De esta manera era posible saber cómo
andaban todas las cosas sin necesidad de entrar en
detalles concernientes a los problemas de los otros
grupos.
Marlowe trabajó en las “investigaciones sobre la
Nube” usando el telescopio Schmidt traído de Cam-
bridge. Para octubre, él y Roger Emerson habían re-
suelto el problema de la dirección del movimiento de
la Nube. En la reunión convocada para conocer los
últimos resultados, Marlowe explicó el asunto con
mayor detalle que el necesario. Dijo al finalizar:
—De modo que parece como si la Nube tuviera
un momento angular cero en relación con el Sol.
—¿Y eso en términos prácticos qué significa? —
preguntó McNeil.
—Significa que seguramente tanto el Sol como la
Tierra quedarán envueltos. Si existiera algún mo-
mento angular apreciable, la Nube podría desviarse
hacia un lado a último momento. Pero ahora está
absolutamente claro que eso no va a pasar. La Nube
se desplaza directamente hacia el Sol.
—¿No es un poco extraño eso, que resulte estar
tan exactamente alineada en dirección al Sol? —
insistió McNeil.
172
 La nube negra
—Bueno, de algún modo tiene que moverse —
repuso Bill Barnett—. Y tanto da que se mueva en
una dirección como en otra.
—Pero no puedo dejar de sentir que es raro que
la Nube resulte estar avanzando directamente hacia
el Sol —repitió el tozudo irlandés.
Alexandrov abandonó el intento de convencer a
una de las secretarias de que se sentara sobre sus
rodillas, y exclamó:
—Podridamente raro. Pero muchas cosas podri-
damente raras. Podridamente raro que Luna parez-
ca mismo tamaño que Sol. Podridamente raro que
yo estoy aquí, ¿no?
—Podridamente lamentable —murmuró la secre-
taria.
Después de unos minutos de discusiones incon-
ducentes, Yvette Hedelfort se puso de pie y se diri-
gió a los presentes.
—Tengo un problema —anunció.
Hubo algunas risas, y se oyó una voz que decía:
—Podridamente raro, ¿no?
—No me refiero a esa clase de problemas —pro-
siguió la joven—. Me refiero a un problema verdade-
ro. El doctor Marlowe dice que la Nube está hecha
de hidrógeno. Las mediciones arrojan una densidad
interior a la nube algo mayor que 10-10 g por cm3.
Estimo que si la Tierra se desplaza por el interior de
semejante nube durante más o menos un mes, la
173
 La nube negra
cantidad de hidrógeno que se agregará a nuestra at-
mósfera excederá los cien gramos por centímetro
cuadrado de superficie terrestre. ¿Es correcto esto,
por favor?
Se hizo un silencio mientras las implicaciones de
esa estimación se abrían paso en la mente de los
asistentes a la reunión, o por lo menos de algunos de
los científicos.
—Será mejor que lo verifiquemos de inmediato
—murmuró Weichart. Garabateó cifras en un anota-
dor durante quizás cinco minutos—. Es correcto, me
parece —anunció.
Casi sin comentarios la reunión se dio por termi-
nada. Parkinson se acercó a Marlowe.
—Pero, doctor Marlowe, ¿qué significa todo esto?
—Dios mío, ¿no es obvio? Significa que a la at-
mósfera de la Tierra va a ingresar hidrógeno sufi-
ciente como para combinarse con todo el oxígeno.
Hidrógeno y oxígeno constituyen una mezcla quími-
ca violentamente inestable. La atmósfera entera va
a estallar. Créalo, tuvo que ser una mujer la que se
diera cuenta.
Kingsley, Alexandrov y Weichart pasaron la tar-
de discutiendo. A la noche, recogieron a Marlowe y a
Yvette Hedelfort, y fueron al cuarto de Parkinson.
—Mire, Parkinson —comenzó Kingsley una vez
que se sirvieron las bebidas—, creo que le corres-
ponde a usted decidir qué les vamos a decir a Lon-
174
 La nube negra
dres, Washington y todas las demás capitales del
pecado. Las cosas no son tan simples como parecían
esta mañana. Me temo que el hidrógeno no es real-
mente tan importante como pensabas, Yvette.
—Yo no dije que fuera importante, Chris. Yo
simplemente planteé una pregunta.
—E hizo muy bien en plantearla, señorita Hedel-
fort —intervino Weichart—. Le estuvimos prestando
demasiada atención al problema de la temperatura,
descuidando el efecto de la Nube sobre la atmósfera
de la Tierra.
—Hasta que doctor Marlowe terminó trabajo no
claro que Tierra estaría en Nube —gruñó Alexan-
drov.
—De eso no hay duda —coincidió Weichart—.
Pero ahora que el terreno está despejado podemos
entrar en acción. El primer punto tiene que ver con
la energía. Cada gramo de hidrógeno que ingresa a
la atmósfera puede liberar energía de dos maneras:
primero, por su impacto con la atmósfera y segundo
por su combinación con el oxígeno. De estas dos ma-
neras, la primera es la que entrega más energía, y
es por lo tanto la más importante.
—Dios mío, esto no hace sino empeorar las cosas
—exclamó Marlowe.
—No necesariamente. Piensa lo que ocurrirá
cuando el gas de la Nube impacte en la atmósfera.
El exterior de la atmósfera se volverá extremada-
mente caliente, porque es en el exterior donde se
175
 La nube negra
producirá el impacto. Hemos calculado que la tem-
peratura de las capas exteriores de atmósfera se re-
calentarán hasta los centenares de miles de grados,
tal vez incluso a millones de grados. El siguiente
punto es que la Tierra y la atmósfera giran en re-
dondo y que la nube impactará en la atmósfera de
un solo lado.
—¿De qué lado? —preguntó Parkinson.
—La posición de la Tierra en su órbita será tal
que la Nube vendrá hacia nosotros aproximadamen-
te desde la dirección del Sol —explicó Yvette Hedel-
fort.
—Aunque el propio Sol no será visible —agregó
Marlowe.
—¿De modo que la Nube impactará en la atmós-
fera durante lo que normalmente serían las horas
del día?
—Exactamente. Y no impactará en la atmósfera
durante la noche.
—Y ése es el nudo de la cuestión —prosiguió
Weichart—. Porque debido a las altísimas tempera-
turas de las que hablaba, las partes exteriores de la
atmósfera tenderán a estallar hacia fuera. Esto no
va a ocurrir durante las horas del día porque el im-
pacto de la Nube las va a contener, pero por la no-
che la atmósfera superior escapará hacia el espacio.
—Oh, ya entiendo lo que quiere decir —intervino
Yvette—. El hidrógeno ingresará a la atmósfera du-
rante las horas del día, pero volverá a escaparse du-
176
 La nube negra
rante la noche. De modo que no habrá ninguna su-
ma acumulativa de hidrógeno de un día para el otro.
—Exactamente.
—Pero, Dave, ¿podemos estar seguros de que to-
do el hidrógeno se evaporará de esa manera? —
preguntó Marlowe—. Si quedara retenida incluso
una pequeña proporción, digamos un uno por ciento,
o un diez por ciento, el efecto sería desastroso. No
debemos olvidar que la más pequeña perturbación
—pequeña desde el punto de vista de la astrono-
mía— podría borrarnos de la existencia.
—Me siento confiado al predecir que efectiva-
mente todo el hidrógeno se evaporará. El peligro es
más bien el opuesto, que una proporción muy gran-
de de los otros gases de la atmósfera también se
evapore en el espacio.
—¿De qué manera? Dijiste que sólo las capas ex-
teriores de la atmósfera se recalentarían.
Kingsley se hizo cargo de la discusión.
—La situación es así. Para empezar, la parte su-
perior de la atmósfera estará caliente, muy caliente.
En la parte inferior de la atmósfera, la parte donde
vivimos, estará fría en un primer momento. Pero
habrá una gradual transferencia de energía hacia
abajo, que tenderá a calentar las capas inferiores.
Kingsley depositó su vaso de whisky.
—De lo que se trata es de decidir cuán rápida se-
rá la transferencia de energía hacia abajo. Como tú
dices, Geoff, la más leve perturbación podría resul-
177
 La nube negra
tar absolutamente desastrosa. La atmósfera inferior
podría calentarse lo suficiente como para cocinarnos
a todos, literalmente cocinarnos lentamente a todos,
¡políticos incluidos, Parkinson!
—Se olvida de que vamos a sobrevivir más tiem-
po, porque tenemos la piel más curtida.
—¡Excelente, punto para usted! Por supuesto, la
transferencia de energía hacia abajo podría ser lo
bastante rápida como para hacer que toda la atmós-
fera vuele por el espacio.
—¿Eso puede regularse?
—Bueno, hay tres maneras de transferir energía,
nuestras viejas conocidas: conducción, convección y
radiación. Desde ya podemos estar seguros de que la
conducción no va a ser importante.
—Ni tampoco la convección —intervino Wei-
chart—. Tendremos una atmósfera estable con una
temperatura en aumento a medida que se asciende
hacia el exterior. De modo que no puede haber con-
vección.
—Con lo que nos queda la radiación —concluyó
Marlowe.
—¿Y cuál será el efecto de la radiación?
—No lo sabemos —dijo Weichart—. Habrá que
calcularlo.
—¿Usted puede hacerlo? —preguntó el persisten-
te Parkinson.
Kingsley asintió.
178
 La nube negra
—Poder calcular —afirmó Alexandrov—. Cálculo
muy grande. Monumental.
***
Tres semanas después Kingsley le pidió a Par-
kinson que fuera a verlo.
—Aquí están los resultados de la computadora
electrónica —dijo—. Gran cosa haber insistido en
que tengamos esa computadora. Parece que hasta
ahora estamos bien en lo que concierne a la radia-
ción. Tenemos a mano un factor de alrededor de
diez, y eso debería ser lo suficientemente seguro. Si
embargo, va a haber un montón de cosas letales pre-
cipitándose desde la parte superior de la atmósfera:
rayos X y luz ultravioleta. Pero parece que no llega-
rán al fondo de la atmósfera. Al nivel del mar debe-
ríamos estar bastante bien protegidos. Pero la situa-
ción no va a ser tan buena en la alta montaña. Creo
que habrá que bajar a la gente. Lugares como el Ti-
bet se van a volver imposibles.
—Pero, en general, ¿le parece que estaremos se-
guros?
—No lo sé. Francamente, Parkinson, estoy preo-
cupado. No es este asunto de la radiación, creo que
en eso estamos bien. Pero no coincido con Dave Wei-
chart en cuanto a la convección, y no creo que siga
tan confiado como antes. Recuerda usted su argu-
mento acerca de que no puede haber convección por-
que la temperatura aumenta hacia fuera. Eso está
muy bien en condiciones normales. La inversión tér-

179
 La nube negra
mica, como se le llama, es bien conocida, particular-
mente en el sur de California, de donde proviene
Weichart. Y es cierto que no hay movimiento verti-
cal del aire en una situación de inversión térmica.
—Bueno, ¿y entonces qué es lo que le preocupa?
—La parte superior de la atmósfera, la parte con-
tra la que hará impacto la Nube. Debe haber convec-
ción en la parte superior, debido al impacto desde el
exterior. Esta convección seguramente no va a pene-
trar hasta el fondo de la atmósfera. En eso Weichart
tiene razón. Pero algo va a penetrar. Y allí donde lo
haga habrá una gran transferencia de calor.
—Pero mientras el calor no llegue hasta el fondo,
¿qué importa?
—Puede llegar. Consideremos las cosas tal como
van a ocurrir día tras día. El primer día habrá una
pequeña penetración de las corrientes. Luego a la
noche perderemos no sólo el hidrógeno que ingresó
durante el día sino también esa parte de la atmósfe-
ra hasta donde penetraron las corrientes. De modo
que al cabo del primer día con su noche perderemos
la capa exterior de nuestra atmósfera además del
hidrógeno. Al día siguiente con su noche perderemos
otra capa. Y así sucesivamente. Día tras día, la at-
mósfera irá siendo despojada de una serie de capas.
—¿Podrá durar un mes?
—Ése es exactamente el problema. Y yo no estoy
en condiciones de darle la respuesta. Tal vez no du-
180
 La nube negra
re diez días. Tal vez dure cómodamente todo un
mes. No lo sé.
—¿No puede averiguarlo?
—Puedo intentarlo, pero es terriblemente difícil
asegurarse de que todos los factores importantes es-
tén incluidos en el cálculo. Es mucho peor que el
problema de la radiación. Indudablemente, podemos
obtener algún tipo de respuesta pero no sé si le da-
ría mucho crédito. Puedo decirle desde ya que va a
ser un asunto escurridizo. Una vez más, con toda
franqueza, no creo que dentro de seis meses vaya-
mos a saber mucho más que ahora. Probablemente,
ésta sea una de esas cosas demasiado complicadas
para el cálculo directo. Me temo que debamos limi-
tarnos a ver qué pasa.
—¿Y qué le digo a Londres?
—Eso es cuestión suya. Seguramente tiene que
decirles que evacuen las zonas de alta montaña,
aunque en Gran Bretaña no las hay. Pero dejo a su
criterio cuánto decirle del resto.
—No es muy halagüeño, ¿verdad?
—No. Si descubre que se está deprimiendo, le re-
comiendo una charla con uno de los jardineros, Stod-
dard se llama. Es tan lento que nada lo preocuparía,
ni siquiera la vaporización de la atmósfera.
***
Hacia la tercera semana de enero el destino del
Hombre podía leerse en los cielos. La estrella Rigel
181
 La nube negra
de Orión se había oscurecido. La espada y el cintu-
rón de Orión y la brillante estrella Sirio le siguieron
en las semanas siguientes. La Nube podía haber bo-
rrado casi cualquier otra constelación, excepto, qui-
zás, el Arado, sin que sus efectos hubiesen sido tan
evidentes.
La prensa reavivó su interés en la Nube. A diario
se publicaban artículos sobre la marcha de las cosas.
Las empresas de autobuses descubrieron que sus
Excursiones al Misterio de la Noche eran cada vez
más populares. “Estudios de audiencia” mostró que
se había triplicado el público de una serie de charlas
sobre astronomía difundidas por la BBC.
A fines de enero probablemente una persona de
cada cuatro había observado efectivamente la Nube.
No era una proporción suficiente como para contro-
lar la opinión pública, pero sí lo era para persuadir
a la mayoría de que era hora de mirar las cosas por
sí mismos. Dado que no era muy práctico que la ma-
yoría de los habitantes de la ciudad se trasladara
por la noche al campo, se sugirió apagar los siste-
mas de iluminación urbana. Esto fue resistido en un
primer momento por las autoridades municipales,
pero esa resistencia sólo sirvió para que aquellas
corteses sugerencias se convirtieran en demandas
estridentes. Wolverhampton fue la primera ciudad
británica en imponer un apagón nocturno. Otras la
siguieron rápidamente, y para fines de la segunda
semana de febrero las autoridades de Londres capi-
tularon.
182
 La nube negra
Ahora por fin la mayoría de la población era ple-
namente consciente de la Nube Negra, en momentos
en que aferraba a Orión, el Cazador de los Cielos,
como una mano tenaz.
Prácticamente la misma situación se repetía en
los Estados Unidos, y a decir verdad en todo país in-
dustrializado. Los Estados Unidos tenían el problema
adicional de evacuar a buena parte de los estados del
oeste, dado que allí una considerable porción del te-
rritorio poblado se encuentra por encima de los 1.500
metros, el límite de seguridad establecido en el infor-
me de Nortonstowe. Naturalmente, el gobierno esta-
dounidense había referido el asunto a sus propios ex-
pertos, pero sus conclusiones no difirieron significati-
vamente de las de Nortonstowe. Los Estados Unidos
se abocaron también a la tarea de evacuar las repú-
blicas andinas de América del sur.
Los países agrícolas de Asia permanecieron extra-
ñamente impasibles ante la información que les pro-
porcionaron las Naciones Unidas. Adoptaron la polí-
tica de “esperar a ver qué pasa”, que bien podría de-
cirse era la más sabia de todas. Durante miles de
años, los campesinos asiáticos se habían acostumbra-
do a los desastres naturales, “actos de Dios” como los
llaman los abogados occidentales. Para la mente
oriental, sequías e inundaciones, tribus depredado-
ras, plagas de langostas, enfermedades, debían ser
soportadas pasivamente, y así debía ser con esa cosa
nueva en el cielo. En cualquier caso, la vida les ofre-
cía poco y en consecuencia no le asignaban un valor
exagerado.
183
 La nube negra
La evacuación del Tibet, Xinjiang y la Mongolia
exterior fue confiada a los chinos. Con cínica indife-
rencia no hicieron nada. Los rusos, en cambio, fueron
puntillosos y diligentes en su evacuación de Pamir y
sus otras regiones elevadas. Hicieron verdaderos es-
fuerzos para desplazar a los afganos, pero los emisa-
rios rusos fueron expulsados de Afganistán a punta
de pistola. La India y Pakistán no ahorraron esfuer-
zos para asegurar la evacuación de la parte del Hi-
malaya ubicada al sur de la divisoria de aguas.
Con la llegada de la primavera al hemisferio nor-
te, la Nube fue pasando paulatinamente del cielo noc-
turno al cielo diurno. De este modo, aunque se expan-
día rápidamente más allá de la constelación de
Orión, que a esta altura estaba completamente opa-
cada, su presencia resultaba menos evidente para el
observador casual. Los ingleses seguían jugando al
cricket y cuidando sus jardines, y más o menos lo
mismo hacían los norteamericanos.
Ese generalizado interés por la jardinería se vio
favorecido por un verano excepcionalmente tem-
prano, que comenzó a mediados de mayo. Hubo por
cierto un temor generalizado, que se fue desdibujan-
do con el correr de las semanas gracias a un clima
maravillosamente despejado y soleado. Para fines de
mayo la cosecha de hortalizas ya estaba lista para el
consumo.
El gobierno no estaba para nada contento con el
clima excelente. Las razones que lo justificaban eran
ominosas. Desde que fuera detectada, la Nube ya ha-
184
 La nube negra
bía completado a esta altura casi un noventa por
ciento de su viaje hacia el Sol. Se había advertido, en
efecto, que la Nube iba a reflejar más y más radia-
ción a medida de que se acercara al Sol, y que conse-
cuentemente aumentaría la temperatura en la Tie-
rra. Las observaciones de Marlowe sugerían que ha-
bría escaso o ningún aumento en la cantidad de luz
visible, predicción que resultó acertada. A lo largo de
toda esa primavera brillante y del comienzo del ve-
rano no hubo un aumento perceptible de la luminosi-
dad del cielo. Lo que ocurría era que la luz del Sol
chocaba contra la Nube, desde donde era nuevamen-
te irradiada como calor invisible. Afortunadamente,
no toda la luz que impactaba en la Nube era irradia-
da de ese modo, porque de lo contrario la Tierra se
habría vuelto un lugar completamente inhabitable. Y
afortunadamente también una gran proporción de
ese calor nunca llegaba a penetrar en nuestra atmós-
fera, sino que era reflejada y devuelta al espacio.
Para junio ya era evidente que la temperatura
de la Tierra probablemente aumentaría en todas
partes en unos quince grados centígrados. Por lo ge-
neral no se advierte lo cerca de una temperatura le-
tal que vive gran parte de la especie humana. En
condiciones atmosféricas muy secas, un hombre
puede sobrevivir bajo una temperatura del aire de
unos 60 grados. Tales temperaturas se alcanzan de
hecho durante un verano normal en las regiones ba-
jas del desierto del oeste norteamericano y en el nor-
te de África. Pero en condiciones muy húmedas, la
temperatura letal es de apenas unos 45 grados cen-
185
 La nube negra
tígrados. Temperaturas de hasta 40 grados con ele-
vada humedad se alcanzan en un verano normal en
la costa este de los Estados Unidos y a veces en lo
que se llama el Medio Oeste. Curiosamente, en el
ecuador las temperaturas generalmente no superan
los 35 grados, aunque en condiciones de alta hume-
dad. Esta rareza se debe que en la zona del ecuador
hay una cobertura de nubes más densa, que refleja
hacia el espacio una mayor cantidad de rayos solares.
Se advertirá en consecuencia que el margen de
seguridad sobre buena parte de la Tierra no excede
los 12 grados, y que en algunas partes es notoria-
mente inferior. Un aumento de temperatura supe-
rior a los 15 grados sólo podía ser recibido con la
mayor aprensión.
Puede agregarse que la muerte resulta de la in-
capacidad del cuerpo para librarse del calor que ge-
nera continuamente. Esto es necesario para que el
organismo mantenga su temperatura operativa nor-
mal de unos 37 grados. Un aumento de la tempera-
tura corporal a 38 grados causa enfermedad, a 40
causa delirio y a 42 más o menos, causa la muerte.
Es posible preguntarse cómo hace el cuerpo para li-
brarse de calor cuando está inmerso en una atmós-
fera más cálida, digamos en una atmósfera de 45
grados. La respuesta se encuentra en la evaporación
de sudor a través de la piel. Esto funciona mejor
cuando la humedad es baja, lo que explica por qué el
hombre puede sobrevivir a altas temperaturas con
baja humedad, y también por qué un clima cálido es
siempre más agradable cuando la humedad es baja.
186
 La nube negra
Evidentemente, mucho dependería en los días
venideros del comportamiento de la humedad. En
esto había terreno para la esperanza. Las radiacio-
nes cálidas desde la Nube elevarían la superficie de
la tierra más rápidamente que la del mar, y la tem-
peratura del aire aumentaría con la de la tierra,
mientras que la humedad del aire se calentaría más
lentamente al igual que la del mar. Por lo tanto, al
menos en un principio, la humedad debería descen-
der a medida que la temperatura aumenta. Fue jus-
tamente ese descenso inicial de la humedad lo que
produjo la claridad sin precedentes de la primavera
y los comienzos del verano en Gran Bretaña.
Las primeras estimaciones sobre la radiación ca-
lórica de la Nube subestimaron su importancia. De
otro modo, el gobierno norteamericano jamás habría
situado su organismo de asesoramiento científico en
el desierto del oeste. Ahora se veía obligado a evacuar
hombres y equipos. Esto los volvió más dependientes
de la información procedente de Nortonstowe, que
por lo tanto creció en importancia. Pero Nortonstowe
experimentaba sus propias dificultades.
Alexandrov resumió la opinión generalizada du-
rante una reunión del grupo investigador de la Nube.
—Resultado imposible —dijo—. Experimento
equivocado.
Pero John Marlborough protestó que él no estaba
equivocado. Para evitar un conflicto interminable se
decidió que el trabajo fuera repetido por Harry Lei-
cester, quien por su parte estaba abocado a los pro-
187
 La nube negra
blemas de comunicaciones. El trabajo se hizo de
nuevo, y diez días después Leicester brindó su infor-
me ante un auditorio colmado.
—Volvamos a las fases iniciales. Cuando se la
descubrió por primera vez, se encontró que la Nube
se aproximaba en dirección al Sol a una velocidad
ligeramente inferior a los setenta kilómetros por se-
gundo. Se estimó que la velocidad aumentaría gra-
dualmente a medida que se acercara al Sol, y que el
promedio finalmente alcanzado rondaría los ochenta
kilómetros por segundo. De las observaciones infor-
madas por Marlborough hace dos semanas surge
que la Nube no se comporta como esperábamos. En
lugar de acelerar al acercarse al Sol está frenando.
Como ustedes saben, se resolvió repetir la observa-
ción de Marlborough. Lo mejor será remitirse a al-
gunas diapositivas.
Sólo una persona quedó contenta con las imáge-
nes: Marlborough. Confirmaban su trabajo.
—Pero, maldito sea —exclamó Weichart—, la
Nube debería acelerar al caer dentro del campo gra-
vitatorio del Sol.
—A menos que de alguna manera pierda impul-
so —replicó Leicester—. Veamos nuevamente esa
última diapositiva. Pueden ver aquí estos puntitos
diminutos. Son tan pequeños que podría tratarse de
un error, lo reconozco. Pero si son reales, indican
movimientos de unos quinientos kilómetros por se-
gundo.
188
 La nube negra
—Eso es muy interesante —gruñó Kingsley—.
¿Quiere decir usted que la Nube está expulsando pe-
queñas cantidades de material a muy alta velocidad,
y que eso provoca su desaceleración?
—Podría interpretar los resultados de esa mane-
ra —respondió Leicester—. Al menos es una inter-
pretación que se ajusta a las leyes de la mecánica, y
que en cierto modo preserva la cordura.
—Pero, ¿por qué la Nube se comporta de manera
tan endiablada? —preguntó Weichart.
—Porque bastardo adentro, quién sabe —sugirió
Alexandrov.
***
Parkinson se sumó a Marlowe y Kingsley esa
tarde mientras caminaban por el parque.
—Me pregunto si las cosas se van a ver alteradas
de alguna manera significativa por estos nuevos
descubrimientos —dijo.
—Es difícil decirlo —respondió Marlowe, echan-
do humo de tabaco—. Demasiado temprano para de-
cirlo. A partir de ahora debemos mantener los ojos
bien abiertos.
—Nuestro cronograma puede verse modificado
—hizo notar Kingsley—. Dábamos por supuesto que
la Nube llegaría al Sol a comienzos de julio, pero si
esta desaceleración continúa, va a demorar más en
acercarse. Tal vez lleguemos a fines de julio e inclu-
so agosto antes de que las cosas empiecen a ocurrir.
189
 La nube negra
Y no doy gran cosa tampoco por nuestras estimacio-
nes sobre el calentamiento en el interior de la Nube.
Los cambios de velocidad van a modificar todo eso.
—¿Debo entender que la Nube se desacelera de
la misma manera en que podría hacerlo un cohete,
expulsando trocitos de material a alta velocidad? —
preguntó Parkinson.
—Así parece. Justamente estábamos consideran-
do posibles razones para que eso ocurra.
—¿Qué cosas tienen en mente?
—Bueno —prosiguió Marlowe—, es muy proba-
ble que haya un campo magnético muy fuerte den-
tro de esta Nube. Ya estamos percibiendo perturba-
ciones muy grandes en el campo magnético de la
Tierra. Podría tratarse por supuesto de corpúsculos
del Sol, el tipo habitual de tormenta magnética. Pe-
ro tengo la impresión de que es el campo magnético
de la Nube lo que estamos comenzando a detectar.
—¿Y creen que este asunto podría estar ligado
con el magnetismo?
—Podría ser. Procesos causados por una interac-
ción del campo magnético del Sol con el de la Nube.
No resulta del todo claro lo que está ocurriendo, pe-
ro de todas las explicaciones que se nos ocurrieron
ésta parece la menos improbable.
Cuando los tres hombres giraron por un recodo,
un hombre corpulento se llevó la mano a la gorra.
—Buenas, caballeros.
190
 La nube negra
—Lindo tiempo, Stoddard. ¿Cómo anda el jardín?
—Sí, señor, lindo tiempo. Los tomates ya están
madurando. Nunca vi algo así, señor.
Una vez que lo dejaron atrás, Kingsley dijo:
—Para ser franco, si me dieran la oportunidad
de intercambiar lugares con ese mozo durante los
próximos tres meses, se imaginan que no dudaría.
¡Qué alivio no tener otra preocupación que la madu-
ración del tomate!
***
A lo largo del resto de junio y julio las tempera-
turas aumentaron sostenidamente en toda la Tierra.
En las islas británicas, la marca llegó a los 25 gra-
dos, luego a los 30, y avanzó hacia los 35. La gente
protestaba, pero no hubo trastornos severos.
En los Estados Unidos los índices de mortalidad
se mantuvieron muy bajos, en buena medida gracias
a los equipos de aire acondicionado instalados du-
rante los años y meses previos. Las temperaturas
alcanzaron el límite letal en todo el país, y las perso-
nas se vieron obligadas a permanecer bajo techo du-
rante semanas. Ocasionalmente fallaba algún equi-
po de aire acondicionado, y entonces se producían
las fatalidades.
Las condiciones eran extremadamente desespe-
radas en los trópicos a juzgar por el hecho de que
7.943 especies de plantas y animales se extinguie-
ron definitivamente. La supervivencia del hombre
sólo fue posible gracias a las cuevas y sótanos que
191
 La nube negra
pudo excavar. Nada podía hacerse para mitigar la
sofocante temperatura del aire. Se desconoce el nú-
mero de los que perecieron durante esta fase. Sólo
puede decirse que en todas las fases juntas, por lo
que se sabe, más de setecientos millones de perso-
nas perdieron la vida. Y si no hubiese sido por va-
rias circunstancias afortunadas que todavía no han
sido relatadas, la cifra pudo haber sido mucho más
grande.
Llegado el momento, la temperatura superficial
del agua de mar subió, no tan rápidamente como la
temperatura del aire, pero lo bastante rápidamente
como para producir un peligroso aumento de la hu-
medad. Fue en realidad ese aumento el que produjo
las desgraciadas condiciones recién mencionadas.
Miles de millones de personas entre las latitudes de
El Cairo y Cabo de Buena Esperanza se vieron so-
metidas a una atmósfera asfixiante que inexorable-
mente se volvía más húmeda y más cálida día tras
día. Todo movimiento humano cesó. No había otra
cosa que hacer que yacer jadeando, como jadea un
perro cuando hace calor.
Hacia la cuarta semana de julio, las condiciones
en los trópicos oscilaban entre la vida y la muerte
total. Entonces, sin aviso, nubes de lluvia se conden-
saron sobre todo el planeta. En un plazo de tres días
quedó todo encapotado, sin resquicio alguno. La Tie-
rra estaba completamente envuelta en nubes, como
normalmente está el planeta Venus. La temperatu-
ra bajó un poco, debido sin duda a que las nubes re-
flejaban de vuelta hacia el espacio una porción ma-
192
 La nube negra
yor de radiación solar. Pero no podía decirse que las
condiciones hubiesen mejorado. Una lluvia caliente
caía por todas partes, hasta llegar a Islandia en el
norte. La población de insectos creció enormemente,
dado que la atmósfera tórridamente cálida era tan
favorable para ellos como desfavorable para el Hom-
bre y los demás mamíferos.
La vida vegetal floreció a niveles fantásticos. Los
desiertos florecieron como no lo habían hecho nunca
desde que el Hombre comenzara a caminar sobre la
tierra. Irónicamente, no había manera de aprove-
char la repentina fertilidad de suelos hasta ahora
baldíos. No se plantó nada. Excepto en el noroeste
de Europa y en el norte remoto, era todo lo que po-
día hacer el Hombre para existir. No se podía tomar
iniciativa alguna. El señor de la creación había sido
puesto de rodillas por su ambiente, el ambiente que
durante los cincuenta años previos se había jactado
de controlar.
Pero aunque no hubo mejorías, las condiciones
tampoco empeoraron. Con poco o nada de alimentos,
pero ahora con agua en abundancia, muchos de los
expuestos a calores extremos lograron sobrevivir. La
tasa de mortalidad había trepado a niveles absolu-
tamente grotescos, pero no siguió creciendo.
En Nortonstowe se hizo un descubrimiento de re-
lativo interés astronómico una semana antes de que
el gran banco de nubes se extendiera sobre la Tie-
rra. La existencia de vastos remolinos de polvo en la
Luna se confirmó de manera impresionante.
193
 La nube negra
El aumento de la temperatura en julio cambió el
generalmente fresco verano inglés en un calor tropi-
cal, pero nada peor. El pasto pronto se secó y murie-
ron las flores. En comparación con lo que ocurría en
la mayor parte de la Tierra, podía considerarse que
Gran Bretaña había resultado poco afectada, aun
cuando de día la temperatura subiera hasta los 37
grados y durante la noche bajara a unos 30. Los bal-
nearios marítimos estaban atestados, y se veían ca-
sas rodantes a todo lo largo de la costa.
Nortonstowe tenía ahora el privilegio de poseer
un gran refugio con aire acondicionado que cada vez
más gente del equipo consideraba preferible para
dormir de noche. Por lo demás, la vida continuaba
normalmente, excepto que las caminatas por el par-
que se hacían de noche y no bajo el calor del Sol.
***
Una noche de luna Marlowe, Emerson y Knut
Jensen estaban paseando al aire libre cuando la luz
pareció cambiar gradualmente. Mirando hacia arri-
ba, Emerson dijo:
—Sabes, Geoff, esto es muy raro. No veo nube al-
guna.
—Probablemente sean partículas de hielo de
muy alto nivel.
—¡Con este calor, no creo!
—No, supongo que no puede ser.
—Y hay un extraño tono amarillento que no se-
ría de cristales de hielo —agregó Jensen.
194
 La nube negra
—Bueno, sólo se puede hacer una cosa. En caso de
duda, lo mejor es mirar. Vamos hacia el telescopio.
Se dirigieron hacia el domo que albergaba el
Schmidt. Marlowe dirigió el visor del telescopio de
seis pulgadas hacia la Luna.
—Dios mío —exclamó—, ¡está hirviendo!
Emerson y Jensen echaron un vistazo. Entonces
Marlowe dijo:
—Mejor vayamos a la casa y llamemos a todos.
Esta vista es única en la vida. Voy a tomar fotogra-
fías en el propio Schmidt.
***
Ann Halsey acompañó al grupo que corrió al te-
lescopio en respuesta al urgente llamado de Emer-
son y Jensen. Cuando le tocó el turno de mirar por
el visor, Ann no tenía idea de lo que podía encon-
trar. Tenía, es cierto, una idea general de la superfi-
cie lunar, gris, estéril y surcada de cicatrices, pero
no conocía en detalle su topografía. Ni comprendía
el significado de las excitadas observaciones que in-
tercambiaban los astrónomos. Se acercó al telesco-
pio más bien con la sensación de cumplir con un de-
ber. Al ajustar la perilla de enfoque, un mundo com-
pletamente fantástico se ofreció a sus ojos. La Luna
mostraba un color amarillo limón. Los detalles gene-
ralmente nítidos aparecían borroneados por una nu-
be gigantesca que parecía extenderse por encima y
más allá de su perímetro circular. La nube era ali-
mentada por chorros que brotaban de las áreas más
195
 La nube negra
oscuras. Cada tanto emergían nuevos chorros de
esas zonas, que continuamente se mecían y brilla-
ban de manera asombrosa.
—Vamos, Ann, no lo acapares. Nos gustaría echar
un vistazo antes de que se acabe la noche —dijo al-
guien. A regañadientes, cedió su lugar.
***
—¿Qué significa, Chris? —preguntó Ann a
Kingsley cuando regresaban al refugio.
—¿Recuerdas lo que decíamos el otro día acerca
de que la Nube se estaba frenando? ¿Qué se estaba
desacelerando al acercarse al Sol en lugar de cobrar
velocidad?
—Recuerdo que todos estaban preocupados por
eso.
—Bueno, la Nube se desacelera al disparar bur-
bujas de gas a muy alta velocidad. No sabemos por
qué lo hace, ni cómo. Pero el trabajo que realizan
Marlborough y Leicester demuestra bien a las cla-
ras que es así.
—¿No querrás decir que una de esas burbujas hi-
zo impacto en la Luna?
—Eso es exactamente lo que creo que pasa. Esas
áreas oscuras son gigantescos remolinos de polvo,
tal vez de cuatro o cinco kilómetros de profundidad.
Lo que ocurre es que el impacto del gas de alta velo-
cidad está provocando que el polvo se levante cente-
nares de millas por encima de la superficie de la Lu-
na.
196
 La nube negra
—¿Existe alguna posibilidad de que una de esas
burbujas pueda impactarnos?
—No diría que las posibilidades sean muy gran-
des. La Tierra debe ser un blanco muy pequeño. Pe-
ro, bueno, la Luna es un blanco todavía más pequeño,
¡y uno de ellos acaba de hacer impacto en la Luna!
—¿Qué pasaría si…?
—¿Si uno nos alcanzara? No quiero ni pensarlo.
Ya estamos bastante preocupados pensando en lo
que podría ocurrir si la Nube nos embiste a una ve-
locidad de digamos unos cincuenta kilómetros por
segundo. Sería espantoso si nos chocara a la veloci-
dad de una de esas burbujas, que debe rondar los
mil kilómetros por segundo. Supongo que toda la at-
mósfera de la tierra simplemente saldría proyectada
hacia el espacio, como el polvo de la Luna.
—Lo que no puedo entender de ti, Chris, es cómo
puedes ser consciente de todas esas cosas y al mis-
mo tiempo preocuparte tanto por la política y los po-
líticos. Parece tan poco importante y trivial.
—Ann, querida mía, si yo dedicara mi tiempo a
pensar sobre la situación tal como es en realidad,
perdería los cabales en un par de días. Algunos se
volverían locos. Otros se darían a la bebida. Mi for-
ma de escapismo es azuzar a los políticos. El viejo
Parkinson sabe perfectamente bien que se trata de
una especie de juego el que jugamos. Pero hablando
en serio, desde ahora en más la supervivencia debe-
rá medirse en horas.

197
 La nube negra
Ella se le acercó.
—O tal vez deba decirlo más poéticamente —mur-
muró él—: “Ven y bésame, dulce y fresca: la vida no
es asunto duradero”. 1

1 Juega con unos conocidos versos de Shakespeare (Noche de Re-


yes, II, 3) que dicen “la juventud no es asunto duradero”: Then co-
me kiss me, sweet and twenty / Youth’s a stuff will not endure. (N.
del E.)

198
Capítulo VII
Llegada

Desde fines de julio se mantuvo una guardia noc-


turna en el refugio de Nortonstowe. Joe Stoddard
estaba en la rotación, algo natural ya que para ese
entonces su tarea como jardinero había concluido.
La jardinería no era una actividad conveniente al
calor tropical.
Quiso la casualidad que Joe estuviera de guardia
la noche del 27 de agosto. No ocurrió nada digno de
nota. Sin embargo, a las 7:30 de la mañana siguien-
te Joe golpeó indeciso a la puerta del dormitorio de
Kingsley. La noche anterior, Kingsley y otros hom-
bres de pro habían bebido tal vez con cierto entu-
siasmo. De modo que en un primer momento apenas
comprendió que Joe estaba tratando de comunicarle
algo. De a poco se dio cuenta de que el alegre jardi-
nero se mostraba desusadamente solemne.
—No está, señor, ahí no está.
—¿Qué es lo que no está? Por amor de Dios,
tráeme una taza de té. Tengo la boca como el piso de
la jaula de un loro.
 La nube negra
—¡Una taza de té, señor! —Joe titubeó pero se
mantuvo en sus trece—. Sí, señor. Sólo que usted di-
jo que debía de informarle de cualquier cosa rara, y
la verdad es que ahí no está.
—Mira, Joe, con toda la consideración que te ten-
go, declaro solemnemente que te voy a destripar aquí
y ahora a menos que me digas qué es lo que no está.
—Y Kingsley repitió lenta y sonoramente—: ¿Qué es
lo que no está?
—¡El día, señor! ¡No hay sol!
Kingsley buscó su reloj. Eran las 7:42; en agosto
ya debía haber amanecido. Salió corriendo del refu-
gio a campo abierto. Reinaba la oscuridad más com-
pleta, ni siquiera aliviada por el resplandor de las
estrellas, incapaz de atravesar la densa capa de nu-
bes. Un miedo primitivo e irracional pareció impo-
nerse. La luz del mundo había desaparecido.
En Inglaterra y en los territorios occidentales el
impacto se vio amortiguado por la noche, porque pa-
ra ellos fue durante las horas de la noche cuando se
extinguió la luz del Sol. Al atardecer la luz fue apa-
gándose lentamente como de costumbre. Pero ocho
horas más tarde no hubo amanecer. En el intervalo,
el muro en marcha de la Nube había llegado al Sol.
La gente del hemisferio oriental experimentó en
pleno el horror de las tinieblas. Para ellos, la oscuri-
dad total y absoluta se precipitó en medio de lo que
debía ser el pleno día. En Australia, por ejemplo, el
cielo comenzó a oscurecerse alrededor del mediodía,
y hacia las tres de la tarde no se veía un buey a dos
200
 La nube negra
pasos, excepto donde se había encendido la ilumina-
ción artificial. Hubo revueltas descontroladas en
muchas de las principales ciudades del mundo.
Durante tres días la Tierra fue un mundo en ti-
nieblas, excepto para esos grupos humanos que po-
seían la suficiencia tecnológica como para asegurarse
su propia iluminación. Los Ángeles y las demás ciu-
dades estadounidenses vivían en el resplandor artifi-
cial de millones de lamparitas eléctricas. Pero esto no
alcanzaba a resguardar al pueblo norteamericano del
terror que dominaba al resto de la humanidad. En
realidad, podría decirse que los estadounidenses te-
nían más tiempo libre y oportunidad para apreciar la
situación, reunidos en torno de sus aparatos de tele-
visión, a la espera del último pronunciamiento de
unas autoridades impotentes para comprender o con-
trolar la marcha de los acontecimientos.
Al cabo de esos tres días pasaron dos cosas. Re-
apareció la luz en el cielo diurno, y comenzó a llover.
La luz fue al principio muy débil, pero día a día ga-
nó fuerza hasta que finalmente su intensidad al me-
diodía se ubicó en un nivel intermedio entre luna
llena y pleno sol. No es seguro si al fin y al cabo la
luz alivió en algo la aguda tensión psicológica que
afligía a la humanidad en todas partes, porque su
tono profundamente rojizo mostraba más allá de to-
da duda que no se trataba de una luz natural.
Al principio las lluvias fueron cálidas, pero la
temperatura comenzó a bajar lenta y sostenidamen-
te. Las precipitaciones fueron copiosas. El aire había
201
 La nube negra
estado tan caliente y húmedo que tenía almacenada
una enorme cantidad de vapor. Al bajar la tempera-
tura tras la extinción de la radiación solar, ese vapor
se fue precipitando en forma de lluvia. Los ríos cre-
cieron rápidamente e inundaron sus cuencas, destru-
yendo las comunicaciones y dejando a multitudes en-
teras sin vivienda. Después de semanas agotadoras
por el calor, resultaba difícil imaginar el destino de
los millones de personas a lo ancho del mundo que
quedaron a merced de las aguas embravecidas.
Acompañadas siempre por una media luz sobrenatu-
ral que la inundación reflejaba con un rojo oscuro.
Sin embargo, esa inundación tuvo consecuencias
menores comparada con las tormentas que azotaron
la Tierra. La liberación de energía en la atmósfera,
causada por la condensación de vapor en gotas de
lluvia, superaba cualquier precedente. Alcanzaba
para causar enormes fluctuaciones en la presión at-
mosférica, lo que generaba huracanes en una escala
ajena a la memoria humana, y a decir verdad ajena
a su imaginación.
La casa señorial de Nortonstowe quedó práctica-
mente destruida en uno de esos huracanes. Dos tra-
bajadores perdieron la vida entre las ruinas. Las fa-
talidades en Nortonstowe no se limitaron a esta tra-
gedia. Knut Jensen y su Greta, la misma Greta
Johannsen a la que Kingsley había escrito, queda-
ron atrapados en medio de una tormenta feroz y los
mató la caída de un árbol. Los enterraron juntos al
lado de la vieja residencia.

202
 La nube negra
La temperatura descendió más y más. La lluvia
se convirtió en aguanieve y después en nieve. Los
campos inundados quedaron cubiertos por el hielo y,
al concluir septiembre, los ríos rugientes se fueron
llamando gradualmente a silencio al quedar conver-
tidos en inmutables cascadas de hielo. Los territo-
rios cubiertos de nieve se fueron extendiendo lenta-
mente hacia los trópicos. Y mientras la Tierra ente-
ra caía en la férrea garra del frio, la nieve y el hielo,
el cielo se despejó de nubes. Una vez más los hom-
bres pudieron alzar la mirada al espacio.
Quedó entonces en evidencia que la extraña luz
diurna rojiza no provenía del Sol. La luz se extendía
de manera casi uniforme, de horizonte a horizonte,
sin un foco puntual. Cada parcela del cielo diurno
exhibía un rojo débil y opaco. La radio y la televisión
le decían a la gente que la luz no venía del Sol sino
de la Nube. La luz era causada, decían los científi-
cos, por el calentamiento de la Nube mientras pasa-
ba alrededor del Sol.
A fines de septiembre las primeras avanzadas de
la Nube, delgadas como filamentos, llegaron a la
Tierra. El impacto calentó las capas superiores de la
atmósfera terrestre, tal como habían previsto los in-
formes de Nortonstowe. Pero hasta el momento, el
gas que ingresaba era demasiado difuso como para
provocar un calentamiento de centenares de miles o
de millones de grados. Aun así, las temperaturas
aumentaron en algunas decenas de miles de grados.
Esto bastó para que la atmósfera superior irradiara
una brillante luz azul, fácilmente visible por las no-
203
 La nube negra
ches. En realidad, las noches se volvieron indescrip-
tiblemente hermosas, aunque cabe preguntarse si
mucha gente fue capaz de apreciar esa belleza, por-
que en verdad la belleza requiere de comodidad y
despreocupación para ser disfrutada adecuadamen-
te. Sin embargo, tal vez aquí y allá algunos curtidos
pastores septentrionales pudieron sentirse maravilla-
dos y asombrados al ver, mientras cuidaban de sus
rebaños, esos cielos nocturnos surcados de violeta.
Así, con el correr del tiempo se estableció un pa-
trón de días de rojo opaco y noches de azul brillante,
patrón en el que ni el Sol ni la Luna desempeñaban
papel alguno. Y la temperatura continuaba descen-
diendo más y más.
Excepto en los países fuertemente industrializa-
dos, legiones de personas perdieron la vida durante
este período. Durante semanas habían estado ex-
puestas a un calor casi insoportable. Después mu-
chos murieron por las inundaciones y las tormentas.
Con la llegada del frío intenso, la pulmonía se volvió
ferozmente letal. Entre comienzos de agosto y la pri-
mera semana de octubre murió aproximadamente
una cuarta parte de la población mundial. El volu-
men de tragedias personales fue indescriptiblemen-
te enorme.
La muerte se entrometía para separar a la espo-
sa del marido, al hijo del padre, al novio de la novia,
con irreversible determinación.
***

204
 La nube negra
El primer ministro estaba enojado con los cientí-
ficos de Nortonstowe. Su irritación lo impulsó a via-
jar hasta allí, un viaje cruelmente frío y miserable, y
que no mejoró su estado de ánimo.
—Parece que el gobierno ha sido seriamente mal
informado —le dijo a Kingsley—. Primero usted dijo
que cabía esperar que la emergencia se prolongase
durante un mes y no más. Bueno, la emergencia lle-
va ya más de un mes y todavía no hay señales de
que termine. ¿Para cuándo podemos esperar que
termine este asunto?
—No tengo la menor idea —respondió Kingsley.
El primer ministro lanzó miradas fulminantes a
Parkinson, Marlowe, Leicester y, con mayor furia, a
Kingsley.
—¿Puedo preguntar cómo se explica este espan-
toso error de información? Me gustaría subrayar
que a Nortonstowe se le ha dotado de todas las faci-
lidades. Sin querer poner el acento en la cuestión, se
les ha consentido, se les ha colocado en un lecho de
rosas, como dirían algunos de mis colegas. Tenemos
todo el derecho del mundo a esperar a cambio un ni-
vel razonable de competencia. Me gustaría decir que
las condiciones de vida en este lugar son harto supe-
riores a las condiciones en que el propio gobierno se
ve obligado a trabajar.
—Por supuesto que las condiciones son aquí su-
periores. Son superiores porque tuvimos la capaci-
dad de prever lo que se venía.

205
 La nube negra
—Y ésa parece haber sido la única previsión ex-
hibida por ustedes, previsión para su propia comodi-
dad y seguridad.
—En lo que hemos seguido un derrotero notable-
mente similar al del gobierno.
—No lo comprendo, señor.
—Permítame plantear las cosas de manera más
sencilla. Cuando este asunto de la Nube fue mencio-
nado por primera vez, la preocupación inmediata de
su gobierno, y en verdad de todos los demás gobier-
nos hasta donde yo sé, fue evitar que los datos rele-
vantes fueran conocidos por el pueblo. El verdadero
objeto de este presunto secreto era, por supuesto,
impedir que el pueblo eligiera un conjunto de repre-
sentantes más eficaz.
El primer ministro ya estaba totalmente fuera
de sí.
—Kingsley, permítame decirle sin reserva algu-
na que a mi regreso a Londres me veré obligado a
tomar medidas que difícilmente serán gratas para
usted.
Parkinson advirtió un repentino endurecimiento
en el tono insultante y desaprensivo de Kingsley.
—Me temo que usted no va a regresar a Londres,
usted se va a quedar aquí.
—¡No puedo creer que nada menos que usted,
profesor Kingsley, tenga la desfachatez de sugerir
que me van a retener como prisionero!
206
 La nube negra
—No como prisionero, mi querido primer minis-
tro, nada de eso —repuso Kingsley con una sonri-
sa—. Pongámoslo de este modo. En la crisis que se
avecina usted va a estar mucho más seguro en Nor-
tonstowe que en Londres. Digamos en consecuencia
que consideramos preferible, en interés del público,
por supuesto, que usted permanezca en Norton-
stowe. Y ahora, como usted y Parkinson sin duda
tienen mucho de que hablar, me imagino que es su
deseo que Leicester, Marlowe y yo mismo nos retire-
mos.
***
Marlowe y Leicester estaban en cierto modo
aturdidos cuando siguieron a Kingsley fuera de la
sala.
—Pero no puedes hacer esto, Chris —dijo Mar-
lowe.
—Puedo hacerlo y lo haré. Si se le permite volver
a Londres hará cosas que pondrán en peligro las vi-
das de todos los que estamos aquí, desde tú mismo,
Geoff, hasta Joe Stoddard. Y eso es algo que simple-
mente no voy a permitir. El cielo sabe que ya tene-
mos poquitas posibilidades tal como están las cosas
como para correr el riesgo de empeorarlas.
—Pero si no vuelve a Londres, lo van a venir a
buscar.
—No lo harán. Enviaremos un mensaje radial
diciendo que aquí los caminos están momentánea-
mente intransitables, y que su regreso podría demo-
207
 La nube negra
rarse un par de días. La temperatura está bajando
ahora con tanta rapidez —recuerdas lo que te dije
en el desierto del Mojave acerca de que la tempera-
tura se iba a desplomar, bueno, eso es lo que está
pasando ahora— que dentro de pocos días los cami-
nos van a estar verdaderamente intransitables.
—No lo veo así. No creo que siga nevando.
—Por supuesto que no. Pero pronto la tempera-
tura será demasiado baja como para que los motores
de combustión interna puedan funcionar. No habrá
transporte motorizado ni por tierra ni por aire. Sé
que es posible fabricar motores especiales, pero para
el momento en que se den cuenta de eso, las cosas
estarán tan mal que a nadie le importará mucho si
el primer ministro está en Londres o no.
—Admito que eso es correcto —dijo Leicester—.
Sólo tenemos que simular durante una semana, más
o menos, y después todo seguirá bien. Debo decir
que no me gustaría ser expulsado de nuestro coque-
to refugio después de todo el trabajo que nos dio
construirlo.

***

Raras veces había visto Parkinson al primer mi-


nistro tan irritado. En ocasiones anteriores había
manejado la situación con abundancia de sí-sí y no-
no cuando resultaba apropiado. Pero esta vez enten-
dió que debía hacerse cargo de toda la furia del pri-
mer ministro.
208
 La nube negra
—Lamento decirlo, señor —intervino luego de es-
cucharlo durante algunos minutos—, pero me temo
que usted mismo se la buscó. No debería haber cali-
ficado a Kingsley de incompetente. La acusación era
injustificada.
El primer ministro estalló.
—¡Injustificada! ¿Te das cuenta, Francis, que so-
bre la base de ese un mes de Kingsley no hemos to-
mado precauciones especiales en materia de com-
bustibles? ¿Te das cuenta de la posición en la que
nos ha colocado?
—Lo de un mes de crisis no fue cosa sólo de
Kingsley. Los norteamericanos nos dijeron exacta-
mente lo mismo.
—Una incompetencia no justifica la otra.
—No estoy de acuerdo, señor. Mientras yo estaba
en Londres siempre tratamos de minimizar la situa-
ción. Los informes de Kingsley siempre expusieron
una gravedad que no quisimos aceptar. Siempre tra-
tamos de convencernos de que las cosas eran mejo-
res que lo que parecían. Nunca consideramos la po-
sibilidad de que fuesen peores que lo que parecían.
Kingsley pudo haberse equivocado, pero estuvo más
cerca de lo cierto que nosotros.
—Pero, ¿por qué se equivocó? ¿Por qué se equivo-
caron todos los científicos? Eso es lo que estuve tra-
tando de averiguar, y nadie me lo dijo.
—Se lo habrían dicho si usted se hubiera tomado
la molestia de preguntar, en lugar de volarles la ca-
beza a ladridos.
209
 La nube negra
—Estoy empezando a pensar que usted ha vivido
aquí demasiado tiempo, Francis.
—He vivido aquí lo bastante como para darme
cuenta de que los científicos no pretenden ser infali-
bles, que somos nosotros, los legos, los que atribui-
mos infalibilidad a sus afirmaciones.
—Por amor de Dios, Francis, déjese de filosofías.
Tenga la bondad, por favor, de explicarme en térmi-
nos sencillos qué es lo que ha fallado.
—Bueno, tal como entiendo yo las cosas, la Nube
se está comportando de una manera que nadie espe-
raba y que nadie comprende. Todos los científicos
pensaban que ganaría velocidad al aproximarse al
Sol, que pasaría velozmente junto al Sol y se perde-
ría nuevamente en la distancia. En cambio, se frenó
y cuando llegó al Sol prácticamente ya no tenía velo-
cidad alguna. De modo que en lugar de alejarse nue-
vamente, se quedó estancada allí, alrededor del Sol.
—Pero, ¿cuánto tiempo va a permanecer allí? Eso
es lo que quiero saber.
—Nadie puede decírselo. Podrá quedarse una se-
mana, un mes, un año, un milenio, o millones de
años. Nadie lo sabe.
—Pero por amor de Dios, hombre, ¿se da cuenta
de lo que está diciendo? Mientras esa Nube no se va-
ya no podremos seguir adelante.
—¿Usted cree que Kingsley no lo sabe? Si la Nu-
be se queda un mes, mucha gente va a morir, pero
unos pocos sobrevivirán. Si se queda dos meses,
210
 La nube negra
muy pocos van a sobrevivir. Si se queda tres meses,
aquí en Nortonstowe vamos a morir a pesar de todos
nuestros preparativos, y estaremos entre los últimos
en morir. Si se queda un año, ninguna cosa viva so-
bre la Tierra habrá de sobrevivir. Como le digo,
Kingsley sabe todo esto, y por eso no se toma dema-
siado en serio los aspectos políticos del asunto.

211
Capítulo VIII
Cambios para bien

Aunque nadie lo advirtió entonces, la ocasión de


la visita del primer ministro coincidió prácticamente
con el peor momento de todo el episodio de la Nube
Negra. El primer indicio de que las condiciones em-
pezaban a mejorar lo descubrieron los radioastróno-
mos, lo cual era lógico porque en ningún momento
habían interrumpido sus observaciones de la Nube,
ni siquiera cuando ello suponía trabajar a la intem-
perie en las condiciones más abrumadoras. El 6 de
octubre John Marlborough llamó a una reunión. Co-
rrió la voz de que algo importante estaba pasando,
de modo que no faltó nadie.
Marlborough mostró cómo sus observaciones in-
dicaban que la cantidad de gas entre la Tierra y el
Sol había disminuido constantemente en los últimos
diez días, más o menos. Parecía como si la cantidad
de gas se redujera a la mitad cada tres días. Si este
proceso continuaba durante otra quincena, el Sol
volvería a quedar despejado, pero por supuesto no
había certeza de que algo así fuese a ocurrir.
Le preguntaron a Marlborough si la Nube pare-
cía alejarse definitivamente del Sol. Respondió que
no había pruebas en ese sentido. Lo que parecía ocu-
 La nube negra
rrir era que el material de la Nube se estaba redis-
tribuyendo de tal forma que el Sol podría volver a
brillar en dirección de nosotros, pero por supuesto
no en toda otra dirección.
—¿No es un poco demasiado esperar justamente
que la Nube se disipe en dirección de nosotros? —
preguntó Weichart.
—Por cierto que es raro —repuso Marlborough—.
Pero sólo les estoy proporcionando los datos como ta-
les. No les estoy ofreciendo interpretación alguna.
La que a la larga resultaría ser la explicación co-
rrecta fue sugerida por Alexandrov, aunque nadie le
prestó mucha atención en el momento, probable-
mente por su manera de expresarse.
—Disco formación estable —dijo—. Probablemen-
te Nube despliega... en disco.
Hubo algunas sonrisas y alguien exclamó:
—¿Necesitamos esos términos militares, Alexis?
Alexandrov se mostró sorprendido.
—Militar, no. Yo científico —insistió.
Después de esta digresión, el primer ministro dijo:
—Si se me permite retomar un lenguaje más
parlamentario, ¿de lo que se ha dicho debo entender
que la presente crisis podría haber concluido dentro
de quince días?
—Si la tendencia actual se mantiene —respondió
Marlborough.
213
 La nube negra
—Entonces debemos mantenernos vigilantes y al
tanto de la situación.
—¡Brillante conclusión! —refunfuñó Kingsley.
***
Se puede afirmar con certeza que nunca en la
historia de la ciencia hubo mediciones seguidas con
mayor ansiedad que las que practicaron los radioas-
trónomos durante los días siguientes. La curva que
describían sus resultados se convirtió literalmente
en cosa de vida o muerte. Si continuaba declinando
significaba vida, si la declinación cesaba y la curva
comenzaba a elevarse significaba muerte.
Cada pocas horas se agregaba un nuevo punto al
gráfico. Todas las personas capaces de apreciar su
significado andaban dando vueltas, a la espera del
próximo punto, tanto durante la noche como duran-
te el día penumbroso y débil. Durante cuatro días la
curva continuó descendiendo, pero al quinto día la
declinación se detuvo, y al sexto hubo indicios de
que podía convertirse en un ascenso. La tensión era
indescriptiblemente punzante. Pero al séptimo día
se reanudó el descenso y al octavo la curva declina-
ba más pronunciadamente que nunca. A la tensión
intensa siguió una reacción violenta. Según los pa-
trones humanos corrientes, el comportamiento en
Nortonstowe pudo haber parecido siempre algo pro-
miscuo, y tal vez mucho más en ese momento, aun-
que para los involucrados, para los que experimen-
taron la angustia del sexto día, nada les parecía en
absoluto inapropiado.
214
 La nube negra
A partir de entonces la curva continuó su descen-
so, y a medida que lo hacía la cantidad de gas entre
la Tierra y el Sol mermó cada vez más. El 19 de oc-
tubre pudo verse un foco de luz amarilla en el cielo
diurno. Todavía era débil, pero se movía a través del
cielo a medida que pasaban las horas. Sin lugar a
dudas era el Sol, por primera vez visible desde el co-
mienzo de agosto, aunque todavía a través de un ve-
lo de gas y polvo. Pero el velo se adelgazaba cada
vez más. El 24 de octubre el Sol brilló nuevamente
con toda su fuerza sobre una Tierra congelada.
Los que han experimentado la salida del Sol des-
pués de una fría noche en el desierto podrán tener
una débil idea de la alegría que trajo el amanecer
del 24 de octubre de 1965. Puede venir al caso una
palabra acerca de la religión. Durante la aproxima-
ción de la Nube todas las formas de creencias reli-
giosas habían florecido poderosamente. En la prima-
vera, los Testigos de Jehová le habían robado la au-
diencia a todos los demás oradores de Hyde Park.
Quienes se encontraban al servicio de la iglesia de
Inglaterra quedaron asombrados al verse predican-
do ante congregaciones desbordantes. Todo esto des-
apareció el 24 de octubre. Todos los hombres y muje-
res de cualquier credo, cristiano, ateo, mahometano,
budista, hindú, judío, todos se vieron penetrados
hasta lo más íntimo de su ser con el complejo emo-
cional de los adoradores del Sol. Es verdad que la
adoración del Sol nunca llegó a ser una religión es-
tablecida pues no tenía una organización central,
215
 La nube negra
pero las cuerdas de la antigua religión vibraron nue-
vamente y nunca volvieron a aquietarse del todo.
Las áreas tropicales fueron las primeras en des-
congelarse. Desapareció el hielo de los ríos. La nieve
se fundió con más inundaciones, pero los efectos fue-
ron marginales comparados con lo que había ocurri-
do antes. El deshielo en América del Norte y Europa
fue sólo parcial, pues de acuerdo a las estaciones or-
dinarias estaba llegando el invierno.
A pesar de lo vasto del sufrimiento humano en
los países ampliamente industrializados, las pobla-
ciones industriales lo pasaron mucho mejor que los
pueblos menos afortunados, poniendo de relieve la
importancia de la energía inanimada y el control de
las máquinas. Debe agregarse que la situación a es-
te respecto podía haber sido muy diferente si hubie-
ra continuado el frío haciéndose más intenso, pues
el relajamiento de la tensión llegó en un momento
en que estaba por derrumbarse la organización in-
dustrial.
Entre los pueblos no industrializados ocurrió al-
go paradójico; los del trópico se vieron muy afecta-
dos, mientras que los esquimales genuinamente nó-
mades salieron mejor que el resto. En muchas par-
tes del trópico y el subtrópico perdió la vida una per-
sona de cada dos. Entre los esquimales hubo compa-
rativamente pocas pérdidas de vidas, es decir, com-
parativamente poco más que en épocas más norma-
les. El calor no había sido tan grande en el extremo
norte. Los esquimales lo habían encontrado alta-
216
 La nube negra
mente desagradable pero no más. La fusión del hielo
y la nieve dificultó sus movimientos y en consecuen-
cia el área en que podían cazar. Pero el resultado no
fue tan grave como para ser letal para ellos. Tampo-
co lo fue el intenso frío. Simplemente se enterraron
en la nieve y esperaron, y en eso estuvieron mejor,
desde muchos puntos de vista, que el pueblo de In-
glaterra.
Los gobiernos de todos los países se vieron en
condiciones delicadas. Era el mejor momento para
que el comunismo avanzara en sus planes de arre-
batar el mundo. Era el momento para que los Esta-
dos Unidos barrieran al comunismo. Era el momen-
to para que los grupos disidentes se apoderaran del
mando en sus gobiernos. Pero no ocurrió nada de
eso. En los días que siguieron al 24 de octubre el
sentimiento de liberación mezclado con el agota-
miento impedía contemplar un asunto tan trivial. Y
a mediados de noviembre ya había pasado la oportu-
nidad. La humanidad había recomenzado a organi-
zarse en sus respectivas comunidades.
El primer ministro volvió a Londres, sintiéndose
menos desfavorablemente dispuesto hacia Norton-
stowe que lo que podría esperarse. Por lo menos ha-
bía pasado el momento de crisis mucho más confor-
tablemente que en Downing Street. Además había
compartido la agonía del suspenso con los científicos
de Nortonstowe y siempre existe un lazo entre quie-
nes han compartido una tensión común.
Antes de que se fuera se le advirtió al primer mi-
nistro que no había razones para suponer que la
217
 La nube negra
emergencia había terminado. Durante una discu-
sión que tuvo lugar en uno de los laboratorios agre-
gados al refugio había existido un general acuerdo
acerca de que el pronóstico de Alexandrov había si-
do correcto. Marlborough dijo:
—Parece cierto que la Nube está adoptando una
forma de disco en una inclinación muy alta respecto
a la eclíptica.
—Configuración estable de disco. Obvio —gruñó
Alexandrov.
—Puede parecerle obvio a usted —interrumpió
Kingsley—, pero hay una cantidad de cosas en este
asunto que no son obvias para mí. De paso, ¿en
cuánto estimaría el radio externo del disco?
—Más o menos las tres cuartas partes del radio
de la órbita terrestre, más o menos igual que el ra-
dio de la órbita de Venus —respondió Marlborough.
—Esto de disponerse en forma de disco debe ser
una forma de hablar relativa —comenzó Marlowe—.
Supongo que ustedes quieren decir que la gran ma-
sa de la Nube se dispone en forma de disco. Pero de-
be haber una cantidad de materia diseminada a tra-
vés de toda la órbita terrestre. Esto es obvio por la
materia que está continuamente chocando con nues-
tra atmósfera.
—Frío del demonio a la sombra de disco —decla-
ró Alexandrov.
—Sí, gracias a Dios estamos apartados del disco,
de otra forma no habría Sol —dijo Parkinson.
218
 La nube negra
Pero recuerden que no siempre estaremos apar-
tados del disco —se oyó decir a Kingsley.
—¿Qué quiere decir con eso? —preguntó el pri-
mer ministro.
—Simplemente que el movimiento de la Tierra
alrededor del Sol nos llevará a la sombra del disco.
Por supuesto que volveremos a salir de esa sombra.
—Podrido frio a la sombra —gruñó Alexandrov.
El primer ministro estaba preocupado y con cier-
ta razón.
—¿Y con qué frecuencia, me gustaría saber, po-
dría repetirse este desastroso estado de cosas?
—¡Dos veces por año! De acuerdo con la posición
actual del disco, en febrero y agosto. El lapso de
tiempo durante el cual el Sol permanecerá eclipsado
dependerá de cuánto adelgaza su espesor el disco.
Probablemente, los eclipses duren entre quince días
y un mes.
—Evidentemente, esto tiene implicaciones que
habrán de llegar muy lejos —admitió el primer mi-
nistro con un suspiro.
—Por una vez estamos de acuerdo —señaló
Kingsley—. La vida en la Tierra no va a ser imposi-
ble pero tendrá que desenvolverse en circunstancias
mucho menos favorables. Por lo pronto, las personas
tendrán que acostumbrarse a convivir en gran nú-
mero. Ya no podremos darnos el lujo de vivir en ca-
sas individuales.
—No lo sigo.
219
 La nube negra
—Bueno, un edificio pierde calor por su superfi-
cie, ¿eso está claro?
—Sí, por supuesto.
—Por otra parte, el número de personas que pue-
den vivir o alojarse en un edificio depende esencial-
mente de su volumen. Dado que la relación entre su-
perficie y volumen es mucho menor para un edificio
grande que para uno pequeño se deduce que los edi-
ficios grandes pueden alojar gente con un consumo
de combustible por persona mucho menor. Si vamos
a tener una repetición indefinida de períodos de frío
intenso, nuestros recursos de combustible no admi-
tirán otra solución.
—¿Por qué dice “si”, Kingsley? —preguntó Par-
kinson.
—Porque han ocurrido muchas cosas raras. No
estaré conforme con nuestras predicciones sobre lo
que va a ocurrir a continuación hasta que pueda
comprender realmente qué es lo que pasó antes.
—Mientras tanto vale la pena mencionar la posi-
bilidad de cambios climáticos de largo alcance —se-
ñaló Marlowe—. Aunque esto puede no tener mucha
importancia en el año o los años próximos, no puedo
dejar de considerar que su importancia va a ser vi-
tal a largo plazo, suponiendo que vamos a tener es-
tos eclipses de Sol semestrales.
—¿En qué piensas, Geoff?
—Bueno, seguramente no podremos evitar el in-
greso a una nueva Edad de Hielo. Las edades de
220
 La nube negra
hielo del pasado muestran cuán delicado es el equili-
brio del clima en la Tierra. Dos períodos de frío in-
tenso, uno en invierno y otro en verano, habrán de
inclinar la balanza hacia el lado de la Edad de Hie-
lo, la Edad de Hielo y más, diría yo.
—¿Usted quiere decir que Europa y América del
norte quedarán cubiertas por capas de hielo?
—No veo cómo podría ser de otro modo, aunque
no es algo que vaya a ocurrir el año que viene, o el
siguiente. Va a ser un lento proceso acumulativo.
Como dice Chris Kingsley, el hombre tendrá que po-
nerse de acuerdo con su ambiente. Y me parece que
los términos del acuerdo no van a ser totalmente de
su agrado.
—Corrientes oceánicas —intervino Alexandrov.
—No entiendo —dijo el primer ministro.
—Me parece que lo que Alexis quiere decir —ex-
plicó Kingsley— es que no hay seguridad alguna de
que se vaya a mantener el patrón actual de las co-
rrientes oceánicas. Si no se mantiene, las conse-
cuencias podrían ser absolutamente desastrosas. Y
esto es algo que podría ocurrir rápidamente, mucho
más rápidamente que una Edad de Hielo.
—Usted lo dijo —asintió Alexandrov—. Se va co-
rriente de Golfo, viene frío del demonio.
El primer ministro consideró que había escucha-
do lo suficiente.
***

221
 La nube negra
Durante el mes de noviembre se aceleró el pulso
de la humanidad. Y a medida que los gobiernos co-
menzaron a entender lo que estaba pasando, au-
mentó el deseo de comunicación entre los diversos
núcleos humanos. Se repararon las líneas y los ca-
bles de teléfono. Pero los hombres se volcaron prin-
cipalmente a la radio. Pronto los transmisores de ra-
dio de onda larga estuvieron funcionando con nor-
malidad, pero naturalmente no servían para las co-
municaciones de larga distancia. Para eso se pusie-
ron en marcha transmisores de onda corta. Pero és-
tos no funcionaron y por una razón que no tardó en
ser descubierta. La ionización de los gases atmosfé-
ricos a una altura de unos ochenta kilómetros era
anormalmente elevada. Esto generaba una cantidad
excesiva de interferencia por colisión, como la llama-
ban los ingenieros en radio. La ionización excesiva
era provocada por la radiación de los estratos supe-
riores de la atmósfera, que alcanzaban temperatu-
ras tremendamente elevadas, las mismas que se-
guían produciendo brillantes noches azules. En una
palabra, estaban dadas las condiciones para una
pérdida gradual de las señales de radio.
Sólo era posible hacer una cosa: acortar la longi-
tud de onda de las transmisiones. Se probó hasta
con una longitud de onda de un metro, pero la pérdi-
da de señal continuaba. Y no había transmisores
disponibles para probar con longitudes de onda to-
davía menores, dado que nunca había sido necesario
emplear longitudes de onda tan bajas antes de la
llegada de la Nube. Entonces alguien recordó que
222
 La nube negra
Nortonstowe poseía transmisores que podían traba-
jar con longitudes de onda desde un metro para aba-
jo, hasta llegar a un centímetro. Además, los trans-
misores de Nortonstowe eran capaces de manejar
una enorme cantidad de información, como Kingsley
no tardó en hacer notar. Se decidió por lo tanto ha-
cer de Nortonstowe una especie de cámara de com-
pensación de información mundial. El plan de King-
sley finalmente había dado sus frutos.
Había que hacer unos cálculos complicados y, co-
mo había que hacerlos rápido, se apeló a la compu-
tadora electrónica. El problema consistía en encon-
trar la longitud de onda más conveniente. Si era de-
masiado larga, el problema de la pérdida de señal
iba a continuar. Si era demasiado corta, las ondas
radiales escaparían de la atmósfera al espacio en lu-
gar de curvarse alrededor de la Tierra, como debían
hacerlo para viajar, digamos, de Londres a Austra-
lia. El problema estaba en encontrar el término me-
dio entre esos extremos. Finalmente, se optó por
una longitud de onda de veinticinco centímetros. Se
pensó que era lo suficientemente corta como para
superar la peor parte del problema de la pérdida de
señal, y no tan corta como para que buena parte de
su energía se escurriera hacia el espacio, admitien-
do que alguna pérdida iba a haber de todos modos.
Los transmisores de Nortonstowe comenzaron a
funcionar durante la primera semana de diciembre.
La capacidad de transmitir información resultó ser
prodigiosa como Kingsley había predicho. En la pri-
223
 La nube negra
mera jornada, bastó menos de media hora para en-
viar toda la información acumulada hasta el mo-
mento. Al comienzo sólo unos pocos gobiernos po-
seían un transmisor y receptor, pero el sistema an-
duvo tan bien que muchos otros empezaron a produ-
cir equipos a toda marcha. En parte por esa razón el
volumen de tráfico a través de Nortonstowe fue re-
ducido al principio. También resultó difícil apreciar
inicialmente que una hora de conversación ocupaba
un tiempo de transmisión de apenas una fracción de
segundo. Pero a medida que transcurrió el tiempo la
conversación y los mensajes se hicieron más largos y
más gobiernos se unieron a ellos. De modo que las
transmisiones en Nortonstowe aumentaron gradual-
mente de unos pocos minutos por día a una hora o
más.
Leicester, que había organizado la construcción
del sistema, llamó una tarde a Kingsley y le pidió
que lo acompañara al laboratorio de transmisión.
—¿A qué se debe el pánico, Harry? —preguntó
Kingsley.
—¡Tenemos una pérdida!
—¿Qué?
—Sí, recién. Aquí la puede ver. Estaba entrando
un mensaje de Brasil. Fíjese cómo la señal ha desa-
parecido por completo.
—Es fantástico. Debe ser un brote extremada-
mente rápido de ionización.
—¿Qué se le ocurre que debiéramos hacer?
224
 La nube negra
—Esperar, supongo. Puede ser un efecto transi-
torio. En realidad es lo que parece.
—Si sigue podríamos acortar la longitud de on-
da.
—Sí, podríamos, pero casi nadie más podría hacer-
lo. Los norteamericanos podrían elaborar una nueva
longitud de onda bastante pronto, y quizá también los
rusos. Pero dudo de que muchos de los otros puedan.
Ya tuvimos bastantes problemas para lograr que
construyeran los transmisores que tienen ahora.
—¿Entonces no hay nada que hacer más que es-
perar?
—Bueno, no creo que debamos intentar una
transmisión porque no podemos saber si el mensaje
llega o no. Yo dejaría el receptor en marcha. Enton-
ces tendremos grabado cualquier material que pue-
da entrar, es decir, si las condiciones mejoran.
***
Esa noche hubo un brillante espectáculo pareci-
do a una aurora, que los científicos de Nortonstowe
asociaron al repentino aumento de la ionización en
la alta atmósfera. Sin embargo, no tenían idea sobre
la causa de esa ionización. También se detectaron
perturbaciones muy intensas en el campo magnético
de la Tierra.
Marlowe y Bill Barnett conversaban sobre el te-
ma mientras paseaban admirando el fenómeno.
—Mi Dios, mira esas láminas de color naranja —
dijo Marlowe.
225
 La nube negra
—Lo que me desconcierta, Geoff, es que éste es
obviamente un espectáculo a baja altura. Se lo reco-
noce por el color. Supongo que deberíamos obtener
un espectro, aunque lo juraría por lo que estoy vien-
do en este momento. Diría que esto no ocurre a más
de ochenta kilómetros, probablemente menos. Exac-
tamente en el sitio donde hemos advertido toda esa
ionización excesiva.
—Sé lo que estás pensando, Bill. Que es fácil
imaginar un brusco chorro de gas que choca contra
el límite exterior de la atmósfera. Pero eso produci-
ría una perturbación a mucho mayor altura. Es difí-
cil creer que esto se debe a un impacto.
—No, no creo que sea posible. Más bien me pare-
ce una descarga eléctrica.
—Las perturbaciones magnéticas serían compa-
tibles con eso.
—Pero ¿te das cuenta de lo que eso significa,
Geoff? Esto no proviene del Sol. Nunca ha venido
del Sol algo semejante. Si se trata de una perturba-
ción eléctrica tiene que originarse en la Nube.
***
Leicester y Kingsley acudieron presurosos al la-
boratorio de comunicaciones a la mañana siguiente
después del desayuno. Había entrado un breve men-
saje de Irlanda a las 6:20. A las 7:51 había comenza-
do una larga comunicación de los Estados Unidos
pero después de tres minutos la señal comenzó a de-
teriorarse y el resto se perdió. A mediodía entró un
226
 La nube negra
corto mensaje de Suecia pero otro más largo de Chi-
na se interrumpió por pérdida de señal poco después
de las catorce.
Parkinson se unió a Leicester y Kingsley a la ho-
ra del té.
—Este asunto es muy incómodo —dijo.
—Ya lo creo —respondió Kingsley—. Y además
es raro.
—Bueno, por lo menos es inquietante. Creí que
este problema de las comunicaciones lo teníamos re-
suelto. ¿Por qué dice que es raro?
—Porque parece que estamos siempre en el lími-
te de la transmisión. A veces los mensajes llegan y a
veces no, como si la ionización oscilara permanente-
mente.
—Barnett cree que hay descargas eléctricas.
¿Eso no tiene que provocar oscilaciones?
—Usted se está convirtiendo en todo un científi-
co ¿no, Parkinson? —se rió Kingsley—. Pero no es
tan fácil la cosa —prosiguió—; oscilaciones sí, pero
difícilmente oscilaciones como las que hemos tenido.
¿No ve lo raro que es esto?
—No, no puedo afirmar que lo vea.
—¡Los mensajes de China y los Estados Unidos,
hombre! Sufrimos pérdida de señal en cada uno de
ellos. Eso parece demostrar que cuando la trasmi-
sión es posible es apenas posible. Las oscilaciones
parecen permitir que las trasmisiones sean posibles
227
 La nube negra
pero por el mínimo margen. Eso podía haber ocurri-
do una vez por casualidad, pero es muy notable que
haya ocurrido dos veces.
—¿No hay una falla ahí, Chris? —Leicester mor-
dió su pipa y luego apuntó con ella—. Si hay descar-
gas, las oscilaciones podrían ser muy rápidas. Tanto
el mensaje de los Estados Unidos como el de China
eran largos, de más de tres minutos. Quizá las osci-
laciones duren alrededor de tres minutos. Entonces
se puede entender por qué recibimos completos los
mensajes cortos, como los de Brasil e Irlanda, mien-
tras nunca recibimos completo un mensaje largo.
—Ingenioso, Harry, pero no lo creo. Estuve exa-
minando la grabación del mensaje proveniente de los
Estados Unidos. Es muy firme hasta que comienza la
degradación de señal. Eso no parece una oscilación
intensa pues de otra manera la señal hubiera variado
aún antes de comenzar la pérdida. Luego, si las osci-
laciones se suceden cada tres minutos, ¿por qué no
recibimos más mensajes, o por lo menos fragmentos
de mensajes? Creo que esta objeción es definitiva.
Leicester volvió a morder su pipa.
—Así parece. Todo el asunto es muy extraño.
—¿Qué proponen hacer al respecto? —preguntó
Parkinson.
— Podría ser una buena idea, Parkinson, que us-
ted solicitara a Londres que envíe un cable a Wa-
shington y les pida que emitan mensajes de cinco
minutos cada hora comenzando a la hora en punto.
228
 La nube negra
Entonces sabremos qué mensajes no se reciben y
cuáles son los que pasan. También puede ser conve-
niente que informe a otros gobiernos de la situación.
No se recibieron otras trasmisiones durante los
tres días siguientes. Si esto se debió a la pérdida de
señal o a que no se enviaron mensajes no pudo sa-
berse. En este poco satisfactorio estado de cosas se
decidió cambiar de planes. Como dijo Marlowe a
Parkinson:
—Hemos decidido estudiar este asunto como co-
rresponde en lugar de confiarnos en trasmisiones al
azar.
—¿Cómo esperan hacer eso?
—Estamos disponiendo todas nuestras antenas
para que apunten hacia arriba en lugar de hacerlo
más o menos hacia el horizonte. Entonces podremos
utilizar nuestras propias trasmisiones para investi-
gar esta desusada ionización. Captaremos el reflejo
de nuestra propia trasmisión, por decirlo así.
Durante los dos días que siguieron los radioas-
trónomos trabajaron intensamente con las antenas.
Al caer la tarde del 9 de diciembre ya habían termi-
nado todos los arreglos. En el laboratorio se reunió
una pequeña multitud para observar los resultados.
—O.K. Disparen —dijo alguien.
—¿Con qué longitud de onda empezamos?
—Mejor intentar primero con un metro —sugirió
Barnett—. Si Kingsley tiene razón en suponer que
veinticinco centímetros está en el límite de la tras-
229
 La nube negra
misión y si nuestras ideas sobre la degradación por
colisión son correctas, esto debería ser crítico para
la propagación vertical.
Encendieron el transmisor de un metro.
—Pasa —señaló Barnett.
—¿Cómo lo saben? — preguntó Parkinson a Mar-
lowe.
—No hay más que señales muy débiles de re-
torno —respondió Marlowe—. Lo puede ver en esa
pantalla de ahí. La mayor parte de la potencia es
absorbida o atraviesa la atmósfera directamente ha-
cia el espacio.
Dedicaron la media hora siguiente a observar el
equipo eléctrico y hablar de cuestiones técnicas. De
pronto hubo un murmullo de excitación:
—La señal aumenta.
—¡Miren eso! —exclamó Marlowe—. ¡Dios mío,
aumenta muy rápido!
La señal de retorno continuó creciendo durante
unos diez minutos.
—Está saturada. Diría que ahora tenemos un
reflejo total —señaló Leicester.
—Parece que tenías razón, Chris. Debemos estar
muy cerca de la frecuencia crítica. El reflejo llega
desde una altura justo por debajo de los ochenta ki-
lómetros, más o menos lo que esperábamos. La ioni-
zación allí debe ser entre cien a mil veces la normal.
230
 La nube negra
Prosiguieron con las mediciones durante otra
media hora.
—Veamos lo que sucede con diez centímetros —
dijo Marlowe.
Pulsaron algunos interruptores.
—Ahora estamos en diez centímetros. Pasa di-
rectamente como tenía que ocurrir, por supuesto —
anunció Barnett.
—Esto es insoportablemente científico —dijo Ann
Halsey—. Voy a preparar té. Ayúdame, Chris, si es
que puedes abandonar metros y diales por algunos
minutos.

***

Algún tiempo después, mientras tomaban el té y


conversaban de cosas generales, Leicester dio un
grito de asombro.
—¡Por todos los cielos! ¡Miren esto!
—¡Es imposible!
—Pero está ocurriendo.
—El reflejo de diez centímetros va en aumento.
Esto debe querer decir que la ionización está au-
mentando a una velocidad colosal —explicó Marlowe
a Parkinson.
—Esta porquería está saturando de nuevo.
—Quiere decir que la ionización se multiplicó por
cien en menos de una hora. Es increíble.
231
 La nube negra
—Va a ser mejor que enciendas el transmisor de
un centímetro, Harry —dijo Kingsley a Leicester.
De modo que el transmisor de diez centímetros
cedió su puesto al de un centímetro.
—Bueno, pasa lo más bien —señaló alguien.
—Pero no por mucho tiempo. En otra media hora
la de un centímetro quedará atrapada, anoten esto
—dijo Barnett.
—Dicho sea de paso, ¿qué mensajes están en-
viando? —preguntó Parkinson.
—Ninguno —respondió Leicester—, estamos en-
viando sólo O.C., ondas continuas.
«Como si eso lo explicara todo», pensó Parkinson.
Pero aunque los científicos permanecieron allí
algo más de dos horas no ocurrió nada más digno de
notarse.
—Bueno, sigue pasando. Veremos qué ocurre
después de la cena —dijo Barnett.
Después de la cena, la trasmisión a un centíme-
tro todavía estaba pasando.
—A lo mejor es conveniente volver a los diez cen-
tímetros —sugirió Marlowe.
—O.K. Probemos de nuevo —Leicester manipuló
los controles—. Esto es interesante —dijo—, ahora
estamos saliendo a diez centímetros. La ionización
parece ir en disminución, y bastante rápido.
—Formación de iones negativos, probablemente
—dijo Weichart.
232
 La nube negra
Diez minutos después Leicester saltó excitado.
—¡Miren, de nuevo vuelve la señal!
Tenía razón. Durante los minutos siguientes la
señal creció rápidamente hasta su valor máximo.
—Reflejo completo ahora. ¿Qué hacemos? ¿Volve-
mos a la de un centímetro?
—No, Harry —dijo Kingsley—, mi revolucionaria
sugerencia es que subamos al salón a tomar café y
escuchar la música que toquen las bellas manos de
Ann. Me gustaría desconectarme durante una hora
o dos, y volver luego.
—¿Qué se te ocurrió ahora, Chris?
—Oh, sólo una corazonada, una idea loca, creo.
Pero quizá ustedes me la consientan aunque sea por
una vez.
—¡Aunque sea por una vez! —se burló Mar-
lowe—. A ti te consienten, Chris, desde el día en que
naciste.
—Puede ser, pero no es muy cortés de tu parte
hacerlo notar, Geoff. Vamos Ann. Esperabas hacer-
nos oír ese Opus 106 de Beethoven. Ahora tienes la
oportunidad.
***
Una hora y, media después, con los acordes de la
gran sonata repercutiendo aún en los oídos, el grupo
volvió al laboratorio de transmisión.
—Primero pruebe la de un metro, sólo por cábala
—dijo Kingsley.
233
 La nube negra
—Apuesto a que la de un metro queda completa-
mente atrapada —dijo Barnett mientras manipula-
ba varios interruptores.
—No, no queda, ¡por el cuerpo de John Brown! —
exclamó pocos minutos después, una vez que el equi-
po se hubo calentado—. Pasa. No se puede creer, y
sin embargo ahí está a la vista, en la pantalla.
—¿Cuál es tu apuesta, Harry, sobre lo que va a
pasar a continuación?
—No apuesto más, Chris. Esto es peor que “en-
cuentre a la dama”. 1
—Yo apuesto a que va a saturarse.
—¿Alguna razón?
—Si se satura, por supuesto que tendré razones.
Si no lo hace no habrá ninguna razón.
—Jugando sobre seguro, ¿eh?
—La señal aumenta —cantó Barnett—, parece
que Chris va a tener razón. ¡Sigue subiendo!
Cinco minutos después la señal de un metro se
saturó. Estaba completamente atrapada por la io-
nosfera, sin que escapara potencia de la Tierra.
—Ahora intenta con la de diez centímetros —
ordenó Kingsley.
1 Alusión a un popular radioteatro policial transmitido por la BBC
a mediados del siglo XX, escrito por Lester Powell, y con el detecti-
ve Philip Odell como protagonista. El episodio “Encuentre a la da-
ma”, particularmente enredado, salió al aire en ocho entregas, en-
tre abril y junio de 1949, y al año siguiente se publicó en forma
novelada. (N. del E.)

234
 La nube negra
Durante los veinte o treinta minutos siguientes
el equipo fue escrutado cuidadosamente, sin que na-
die dijera nada. Se repitió el patrón anterior. Al
principio se obtuvo muy poco reflejo. Luego, la señal
reflejada aumento rápidamente en intensidad.
—Bueno, ahí está. Al principio la señal penetra
en la ionosfera. Luego, después de algunos minutos
la ionización aumenta y queda completamente atra-
pada. ¿Qué significa esto, Chris? —preguntó Leices-
ter.
—Volvamos arriba y pensémoslo. Si Ann e Yvet-
te son tan buenas como para prepararnos otro poco
de café quizá podamos hacer algo para poner este
asunto en orden.
McNeil llegó cuando estaban preparando el café.
Había estado atendiendo a un chico enfermo mien-
tras se realizaba el experimento.
—¿A qué se debe el aspecto solemne? ¿Qué ha
ocurrido?
—Llegas justo a tiempo, John. Estamos por con-
siderar los hechos. Pero hemos prometido no empe-
zar hasta que llegue el café.
El café llegó, y Kingsley comenzó su resumen.
—En beneficio de John tendré que empezar des-
de el principio. Lo que ocurre con las ondas de radio
cuando se trasmiten depende de dos cosas: la longi-
tud de onda y la ionización de la atmósfera. Supon-
gamos que elegimos una determinada longitud de
onda para trasmitir y consideremos lo que ocurre a
235
 La nube negra
medida que aumenta el grado de ionización. Para
empezar, con una ionización baja la energía de la
radio escapa de la atmósfera y se refleja muy poco.
Al aumentar la ionización hay cada vez más reflejo;
llega un momento en que éste crece de manera
abrupta hasta que se refleja toda la energía de la ra-
dio, sin que nada escape de la Tierra. Decimos que
la señal se satura. ¿Está claro, John?
—Hasta cierto punto. Lo que no veo es qué tiene
que ver la longitud de onda en todo esto.
—Bueno, cuanto menor es la longitud de onda
más ionización se necesita para producir saturación.
—De manera que mientras una longitud de onda
puede ser reflejada totalmente por la atmósfera,
otra más corta podría atravesarla casi en su totali-
dad hacia el espacio exterior.
—Esa es exactamente la situación. Pero déjenme
volver por un momento a mi particular longitud de
onda y al efecto de la ionización en aumento. Para
entendernos mejor voy a llamar a esto «esquema A
de los hechos».
—¿Lo va a llamar cómo? — preguntó Parkinson.
—Esto es lo que quiero decir: 1) Ionización baja
que permite una penetración casi completa. 2) Ioni-
zación en aumento que refleja una señal de potencia
creciente. 3) Ionización tan elevada que el reflejo es
completo. Esto es lo que llamo esquema A.
—¿Y cuál es el esquema B? —preguntó Ann Hal-
sey.
236
 La nube negra
—No hay ningún esquema B.
—¿Entonces para qué queremos un esquema A?
—¡Líbrenme de la tontería femenina! Lo llamo
esquema A porque se me antoja. ¿No puedo acaso?
—Sigue, Chris. Te está tomando el pelo.
—Bueno, aquí hay una lista de lo ocurrido esta
tarde y esta noche. Permítanme presentarlo en for-
ma de cuadro:
Longitud de onda de Instante aproximado Episodio
la transmisión (LOT) de comienzo (IAC)

1 metro 14:45 Esquema A, durante media


hora aproximadamente
10 centímetros 15:15 Esquema A, durante media
hora aproximadamente
1 centímetro 15:45 Penetración completa de la
ionósfera, más o menos du-
rante tres horas
10 centímetros 19:00 Esquema A, durante media
hora aproximadamente
Sin transmisiones
desde las 19:30
hasta las 21:00.
1 metro 21:00 Esquema A, durante media
hora
10 centímetros 21:30 Esquema A, durante media
hora

—Lo cierto es que parece horriblemente sistemáti-


co cuando se lo presenta en conjunto —dijo Leicester.
—Así es, ¿no?
237
 La nube negra
—Me temo que no lo entiendo — dijo Parkinson.
—Yo tampoco —admitió McNeil.
Kingsley habló lentamente.
—Hasta donde yo sé, estos hechos pueden ser ex-
plicados muy fácilmente con una hipótesis, pero les
advierto que es una hipótesis enteramente descabe-
llada.
—Chris, ¿quieres dejar de lado el dramatismo y
decirnos en simples palabras cuál es esa hipótesis
descabellada?
—Muy bien. Ahí va: que cualquiera sea la longi-
tud de onda, desde algunos centímetros para arriba,
nuestras propias trasmisiones producen automáti-
camente un aumento de la ionización que continúa
hasta el punto de saturación.
—Eso es simplemente imposible —dijo Leicester
moviendo la cabeza.
—Yo no dije que fuera posible —respondió King-
sley—. Dije que explicaba los hechos, y lo hace. Ex-
plica mi cuadro por completo.
—Puedo ver a medias a dónde lleva eso —hizo
notar McNeil—. ¿Debo suponer que la ionización cae
en cuanto cesan las trasmisiones?
—Sí. Cuando suspendemos la trasmisión, el
agente ionizante se detiene, cualquiera sea éste, po-
siblemente las descargas eléctricas de Bill. Luego la
ionización cae muy rápidamente. Se dan cuenta de
que la ionización en cuestión es muy baja en la at-
238
 La nube negra
mósfera, donde la densidad del gas es lo suficiente-
mente grande como para asegurar una formación
muy rápida de iones de oxígeno negativos. De mane-
ra que la ionización se esfuma rápidamente en
cuanto no se renueva.
—Veamos esto con un poco más de detalle —co-
menzó Marlowe, hablando desde el interior de una
nube de humo anisado—. A mí me parece que este
hipotético agente ionizante debe poseer un juicio muy
certero. Supongamos que encendemos una transmi-
sión de diez centímetros. Entonces, de acuerdo con la
idea de Chris, el agente, cualquiera que sea, eleva el
nivel de ionización hasta que las ondas de diez centí-
metros quedan atrapadas dentro de la atmósfera te-
rrestre. Y, éste es mi argumento, la ionización no su-
pera este punto. Tiene que estar todo demasiado bien
calculado. El agente tiene que saber con exactitud
hasta donde llegar y no pasar de ahí.
—Lo que no hace que parezca muy plausible —
dijo Weichart.
—Y hay otras dificultades. ¿Por qué pudimos co-
municarnos tanto tiempo en veinticinco centíme-
tros? Eso duró unos cuantos días, no sólo media ho-
ra. ¿Y por qué no ocurre lo mismo, su esquema A co-
mo usted lo llama, cuando usamos una longitud de
onda de un centímetro?
—Filosofía podrida —gruñó Alexandrov—. Pérdi-
da de tiempo. Juzga hipótesis por predicción. Único
método seguro.
Leicester miró su reloj.
239
 La nube negra
— Ya ha pasado más de una hora desde nuestra
última transmisión. Si Chris está en lo cierto debe-
ríamos obtener su esquema A si volvemos a los diez
centímetros, y no a un metro, y posiblemente tam-
bién si lo hacemos en un metro. Probemos.
Leicester y otra media docena fueron al laborato-
rio. Media hora después estaban de vuelta.
—Todavía hay reflejo completo en un metro. Es-
quema A en diez centímetros —anunció Leicester.
—Lo que parecería dar la razón a Chris.
—No estoy tan seguro —señaló Weichart—. ¿Por
qué no dio el esquema A en un metro?
—Podría hacer algunas sugerencias, pero en
cierta forma son todavía más fantásticas, de manera
que no los voy a molestar con eso por el momento. El
hecho es, e insisto en que es un hecho, que cada vez
que encendimos nuestro transmisor de diez centíme-
tros se registró un brusco aumento de la ionización
atmosférica, y que cada vez que lo apagamos la ioni-
zación disminuyó. ¿Alguien lo niega?
—No niego que lo que ha ocurrido hasta ahora
concuerda con lo que usted dice —argumentó Wei-
chart—. Admito que eso es innegable. Pero cuando
se trata de inferir una conexión causal entre nues-
tras emisiones y la ionización de la atmósfera, yo me
resisto.
—¿Quieres decir, Dave, que lo que vimos esta
tarde y esta noche fue una coincidencia? —preguntó
Marlowe.
240
 La nube negra
—Eso es lo que quiero decir. Admito que las difi-
cultades para que se de una serie de coincidencias
como ésa son bastante grandes, pero la relación cau-
sal que establece Kingsley me parece a mí una im-
posibilidad total. Entiendo que lo improbable puede
ocurrir, pero lo imposible no.
—Imposible es una palabra demasiado fuerte —
insistió Kingsley—. Y estoy seguro de que Weichart
no podría defender realmente su uso. Lo que ocurre
es que nos enfrentamos con una opción entre dos
improbabilidades. Yo dije que mi hipótesis parecía
improbable cuando la expuse ante ustedes por pri-
mera vez. Además estoy de acuerdo con lo que Ale-
xis dijo antes, que la única manera de probar una
hipótesis es por las predicciones que se puedan ha-
cer con ella. Pasaron unos tres cuartos de hora des-
de que Leicester realizó su última transmisión. Su-
giero que vaya ahora mismo y haga otra transmi-
sión en diez centímetros.
—¡Otra vez no! —gruñó Leicester.
—Yo pronostico —siguió Kingsley—, que se va a
repetir mi esquema A. Quiero saber qué es lo que
pronostica Weichart.
A Weichart no le gustó el rumbo que tomó la dis-
cusión y trató de zafarse. Marlowe se rió.
—¡Te está desafiando, Dave! Tienes que enfren-
tarlo y aceptar. Si tienes razón acerca de que lo que
pasó antes fue una coincidencia admitirás que el
pronóstico actual de Kingsley tiene muy pocas pro-
babilidades de cumplirse.
241
 La nube negra
—Por supuesto que es improbable, pero de cual-
quier manera podría ocurrir.
—¡Vamos, Dave! ¿Cuál es tu pronóstico? ¿A qué
apuestas tu dinero?
Y Weichart se vio obligado a admitir que aposta-
ba a que la predicción de Kingsley estaba equivoca-
da.
—Muy bien, vamos a ver —dijo Leicester.
Mientras el grupo salía, Ann Halsey dijo a Par-
kinson:
—¿Quiere ayudarme a preparar más café, señor
Parkinson? Van a querer más cuando vuelvan.
Mientras trabajaban ella siguió:
—¿Alguna vez oyó hablar tanto? Yo creía que los
hombres de ciencia eran tipo más bien callados, pero
nunca oí semejante charla. ¿Qué es lo que dice
Omar Khayám acerca de los doctores y los santos?
—Creo que es algo así —respondió Parkinson— :
“De joven acudí entusiasmado / al médico y al san-
to; escuché atento / su interminable lista de argu-
mentos / pero siempre salí como había entrado.” No
es tanto el volumen de charla lo que me impresiona
—se rió—, tenemos mucho de eso en política. Es la
cantidad de errores que cometen, la frecuencia con
que las cosas resultan ser diferentes de lo que espe-
ran.
Cuando el grupo volvió a reunirse podía adivi-
narse a primera vista la manera en que habían ocu-
242
 La nube negra
rrido las cosas. Marlowe aceptó una taza de café que
le tendió Parkinson.
—Gracias. Bueno, así es la cosa. Chris tenía ra-
zón y Dave estaba equivocado. Supongo que ahora
tenemos que tratar de decidir lo que eso significa.
—Le toca mover, Chris —dijo Leicester.
—Supongamos entonces que mi hipótesis es co-
rrecta, que nuestras propias transmisiones produ-
cen un marcado efecto en la ionización atmosférica.
Ann Halsey alcanzó a Kingsley una taza de café.
—Yo sería mucho más feliz si supiera qué quiere
decir ionización. Toma, bébete esto.
—Oh, quiere decir que las partes más externas
de los átomos se separan de las internas.
—¿Y cómo ocurre eso?
—Puede suceder de varias maneras, por una
descarga eléctrica como en un relámpago o en un tu-
bo de neón: la clase de iluminación que tenemos
aquí. El gas en estos tubos es parcialmente ionizado.
—¿Puede ser entonces que la verdadera dificultad
esté en la energía? ¿Que las transmisiones que uste-
des hacen tengan muy poca potencia como para pro-
ducir ese aumento en la ionización? —dijo McNeil.
—Eso es —respondió Marlowe—. Es completa-
mente imposible que nuestras transmisiones sean la
causa primaria de las fluctuaciones en la atmósfera.
¡Dios mío, necesitarían una cantidad fantástica de
energía!
243
 La nube negra
—¿Entonces cómo puede ser correcta la hipótesis
de Kingsley?
—Nuestras transmisiones no son la causa prima-
ria, como dice Geoff. Eso es totalmente imposible. En
eso estoy de acuerdo con Weichart. Mi hipótesis es
que nuestras transmisiones actúan como disparador,
que libera alguna fuente de energía muy poderosa.
—¿Y dónde supone usted, Chris, que está locali-
zada esa fuente de energía? —preguntó Marlowe.
—En la Nube, por supuesto.
—Pero es completamente fantástico imaginar
que nosotros podamos hacer que la Nube reaccione
de esa forma, y que además lo haga con esa reitera-
ción. Habría que suponer entonces que la Nube está
equipada con una especie de mecanismo de retroali-
mentación —arguyó Leicester.
—Sobre la base de mi hipótesis ésa es, por cierto,
una inferencia correcta.
—¿Pero no ve, Kingsley, que eso es completa-
mente demencial? —exclamó Weichart.
Kingsley miró su reloj.
—Ya casi es hora de ir a probar de nuevo, si al-
guien quiere hacerlo. ¿Alguien quiere?
—¡En nombre del cielo, no! —dijo Leicester.
—O vamos o no vamos. Y si no vamos significa
que aceptamos la hipótesis de Kingsley. Bueno, mu-
chachos, ¿vamos o no vamos? —urgió Marlowe.

244
 La nube negra
—Nos quedamos —dijo Barnett—. Y vemos cómo
sigue este argumento. Llegamos hasta algo como un
mecanismo de retroalimentación en la Nube. Un
mecanismo preparado para liberar una cantidad
enorme de energía tan pronto como reciba el peque-
ño estímulo de una emisión radial desde el exterior
de sí mismo. Supongo que el próximo paso es consi-
derar acerca de cómo trabaja el mecanismo de auto-
control y por qué lo hace de esa manera. ¿A alguien
se le ocurre algo?
Alexandrov se aclaró la garganta. Todos espera-
ron para escuchar uno de sus extraños comentarios.
—Bastardo en Nube. Ya dije antes.
Hubo muecas por todas partes y una risa ahoga-
da de Yvette Hedelfort. No obstante, Kingsley pre-
guntó con toda seriedad:
—Ya lo recuerdo. ¿Usted lo dijo en serio, Alexis?
—Siempre serio, maldito sea —dijo el ruso.
—Sin vueltas, Chris, ¿qué quiere decir exacta-
mente? —preguntó alguien.
—Quiero decir que la Nube contiene una inteli-
gencia. Antes que nadie empiece a criticar déjenme
decir que ya sé que es una idea absurda y yo no la
sugeriría ni por un instante si la alternativa no fue-
ra aún más intolerablemente absurda. ¿No les sor-
prende la cantidad de veces que nos hemos equivo-
cado acerca del comportamiento de la Nube?
Parkinson y Ann Halsey intercambiaron una mi-
rada divertida.
245
 La nube negra
—Todos nuestros errores llevan un cierto sello.
Son exactamente la clase de errores que hubiera si-
do natural cometer si la Nube, en lugar de ser inani-
mada, estuviera viva.

246
Capítulo IX
Razonamiento riguroso

Resulta curioso comprobar en qué medida tan


grande el progreso humano depende del individuo.
Los humanos, que se cuentan por miles de millones,
parecen organizados en una sociedad semejante a la
de las hormigas. Sin embargo no es así. Las nuevas
ideas, motor de todo desarrollo, surgen del indivi-
duo, no de las corporaciones ni de los estados. Las
nuevas ideas, frágiles como flores de primavera, fá-
cilmente ajadas por el ir y venir de la multitud, pue-
den sin embargo ser protegidas por el caminante so-
litario.
Entre la vasta legión que experimentó la llegada
de la Nube, nadie excepto Kingsley llegó a compren-
der de manera coherente su verdadera naturaleza,
nadie excepto Kingsley ofreció la razón de la visita
de la Nube al sistema solar. Su primera afirmación
escueta fue recibida con abierto escepticismo incluso
por sus colegas científicos… menos Alexandrov.
Weichart expresó francamente su opinión.
—Toda la idea es completamente ridícula —dijo.
 La nube negra
Marlowe movió la cabeza.
—Esto resulta de leer ficción científica.
—Ninguna maldita ficción en Nube que viene di-
recto al Sol. Ninguna maldita ficción en Nube que se
para. Ninguna maldita ficción en ionización —gruñó
Alexandrov.
McNeil, el médico, estaba intrigado. Este nuevo
rumbo de las cosas le resultaba más cercano que los
transmisores y las antenas.
—Me gustaría saber, Chris, qué quieres decir, en
este contexto, con la palabra “viva”.
—Bueno, John, tú sabes mejor que yo que la dis-
tinción entre lo animado y lo inanimado es más una
cuestión de convención verbal que otra cosa. En tér-
minos generales, la materia inanimada tiene una
estructura simple y propiedades comparativamente
simples. La materia viva o animada, por el contra-
rio, tiene una estructura altamente compleja y es
capaz de un comportamiento muy rebuscado. Cuan-
do digo que la Nube puede estar viva quiero decir
que la materia que contiene puede estar organizada
de manera intrincada, de tal modo que su comporta-
miento y en consecuencia el comportamiento de toda
la Nube sea mucho más complejo que lo que supo-
níamos anteriormente.
—¿No hay allí un poco de tautología? —se oyó
decir a Weichart.
—Dije que palabras como “animado” e “inanima-
do” son sólo convenciones verbales. Si se las lleva
248
 La nube negra
demasiado lejos parecen tautológicas. En términos
más científicos, espero que la química en el interior
de la Nube sea extremadamente compleja: comple-
jas moléculas, complejas estructuras construidas
con moléculas, compleja actividad nerviosa. En su-
ma, creo que la Nube tiene un cerebro.
—Maldita conclusión simple y sencilla —asintió
Alexandrov.
Una vez que se acallaron las risas, Marlowe se
volvió hacia Kingsley.
—Bueno, Chris, ya sabemos cuál es tu idea, o por
lo menos sabemos lo bastante. Ahora queremos los
argumentos. Tómate tu tiempo. Los queremos punto
por punto, y mejor que sean buenos.
—Muy bien, entonces, aquí van. Punto número
uno, la temperatura en el interior de la Nube es
adecuada para la formación de moléculas altamente
complejas.
—¡Correcto! Primer punto para ti. De hecho, la
temperatura es quizás un poco más favorable que
aquí en la Tierra.
—Segundo punto, existen condiciones favorables
para la formación de extensas estructuras edifica-
das con moléculas complejas.
—¿Por qué debería ser así? —preguntó Yvette
Hedelfort.
—Adherencia a la superficie de partículas sóli-
das. La densidad interna de la Nube es tan alta que
249
 La nube negra
casi con seguridad se encuentran en ella grandes cú-
mulos de material sólido, probablemente hielo co-
mún en su mayoría. Sugiero que las moléculas com-
plejas se constituyen al adherirse a la superficie de
esos cúmulos.
—Muy buen punto, Chris —dijo Marlowe.
—Perdón, pero no puedo dejarlo pasar —McNeil
movía la cabeza—. Usted dice que las moléculas
complejas se constituyen al adherirse a la superficie
de cuerpos sólidos. Bueno, eso no funciona así. Las
moléculas de las que se compone la materia viva
contienen grandes reservas de energía interna. A
decir verdad, el proceso de la vida depende de esa
energía interna. El problema con sus adhesiones es
que de esa manera no hay energía en las moléculas.
Kingsley ni pestañeó.
—¿Y de qué fuente obtienen aquí en la Tierra la
provisión interna de energía las moléculas de las
criaturas vivas? —le preguntó a McNeil.
—Las plantas la obtienen de la luz solar, y los
animales la obtienen de las plantas, o de otros ani-
males, por supuesto. De modo que en último análi-
sis, la energía siempre viene del Sol.
—¿Y de dónde la Nube obtiene ahora su energía?
La tortilla se había dado vuelta. Y como ni
McNeil ni nadie más parecía dispuesto a discutir,
Kingsley prosiguió:
—Admitamos el argumento de John. Suponga-
mos que mi bestia en la Nube está hecha de la mis-
250
 La nube negra
ma clase de moléculas que nosotros. Entonces nece-
sita la luz de alguna estrella para que se formen las
moléculas. Muy bien, hay luz disponible en la leja-
nía del espacio interestelar, pero es muy débil. De
modo que para conseguir un proveedor de luz real-
mente fuerte, la bestia debería acercarse a alguna
estrella. ¡Y eso es exactamente lo que ha hecho!
Marlowe empezó a entusiasmarse.
—Dios mío, eso enlaza tres cosas de un saque. La
necesidad de luz, número uno. La Nube que avanza
en línea recta hacia el Sol, número dos. La Nube
que se detiene al llegar al Sol, número tres. Muy
bien, Chris.
—Es un muy buen punto de partida, sí, pero deja
algunas cosas a oscuras —observó Yvette Hedel-
fort—. No veo —prosiguió— cómo fue que la Nube
apareció en el espacio. Si tiene necesidad de luz so-
lar o estelar, indudablemente se quedaría siempre
en los alrededores de una estrella. ¿Supone usted
que esta bestia suya nació en algún lugar del espa-
cio y ahora vino a asociarse a nuestro Sol?
—Y ya que estás en eso, Chris, ¿podrías explicar
de qué manera tu amiga la bestia controla su provi-
sión de energía? ¿Cómo se las arregló para disparar
esas burbujas de gas a velocidad tan fantástica
cuando estaba frenando? —preguntó Leicester.
—¡Una pregunta por vez! Empezaré por la de
Harry, porque probablemente sea la más fácil. In-
tentamos explicar la expulsión de esas burbujas de
gas en términos de campos magnéticos, y la explica-
251
 La nube negra
ción sencillamente no funcionó. El problema fue que
los campos requeridos debían ser tan intensos que
simplemente habrían hecho estallar la Nube en pe-
dazos. Dicho de otro modo, no pudimos encontrar la
manera en que grandes cantidades de energía pu-
diesen ser ubicadas mediante un agente magnético
en regiones comparativamente pequeñas. Pero vea-
mos ahora el problema desde este nuevo punto de
vista. Comencemos por preguntarnos qué método
emplearíamos nosotros mismos para producir inten-
sas concentraciones locales de energía.
—¡Explosiones! —musitó Barnett.
—Exactamente, explosiones, sea por fisión nu-
clear o, más probablemente, por fusión nuclear. No
hay escasez de hidrógeno en esta Nube.
—¿Hablas en serio, Chris?
—Claro que hablo en serio. Si tengo razón al su-
poner que alguna bestia habita en la Nube, entonces
¿por qué no podría ser al menos tan inteligente co-
mo nosotros?
—Se presenta la pequeña dificultad de los pro-
ductos radioactivos. ¿No resultarían extremadamen-
te deletéreos para la materia viva? —preguntó
McNeil.
—Si pudieran llegar hasta la materia viva, cier-
tamente lo serían. Pero aunque no es posible produ-
cir explosiones con campos magnéticos, es posible
impedir que dos muestras de material se mezclen
una con otra. Imagino que la bestia ordena el mate-
252
 La nube negra
rial de la Nube magnéticamente, que mediante cam-
pos magnéticos puede desplazar muestras de mate-
rial a su antojo dentro de la Nube. Imagino que tie-
ne buen cuidado de mantener el gas radioactivo bien
lejos de la materia viva… Recuerden que uso el tér-
mino “viva” por convención verbal. No me voy a de-
jar arrastrar a una discusión filosófica al respecto
—Sabe, Kingsley —dijo Weichart—, esto marcha
mucho mejor de lo que yo esperaba. Supongo que lo
que quiere decir es que así como nosotros básica-
mente unimos materiales con las manos, o con la
ayuda de máquinas que construimos con nuestras
manos, la bestia une materiales con ayuda de ener-
gía magnética.
—Esa es la idea en general. Y debo agregar que
la bestia a mi parecer lleva la mejor parte. Por lo
menos tiene a su disposición mucho mayor cantidad
de energía que la que tenemos nosotros.
—Dios mío, ya lo creo, miles de millones de veces
más, por lo menos —intervino Marlowe—. En prin-
cipio, Chris, parece que estás ganando esta discu-
sión. Pero nosotros, los objetores reunidos aquí en
este rincón, depositamos nuestra fe en la pregunta
de Yvette. Me parece una muy buena pregunta.
¿Qué puedes ofrecer como respuesta?
—Es una pregunta muy buena, Geoff, y no estoy
seguro de poder ofrecer una respuesta realmente
convincente. Se me ocurre que tal vez la bestia no
puede permanecer por mucho tiempo en la estrecha
proximidad de una estrella. Tal vez se acerca perió-
253
 La nube negra
dicamente a una estrella u otra, construye sus molé-
culas, que constituyen de alguna manera su provi-
sión de alimentos, y luego se aleja nuevamente. Tal
vez hace esto una y otra vez.
—Pero ¿por qué la bestia no podría estacionarse
permanentemente en las cercanías de una estrella?
—Bueno, una nube común, ordinaria, de jardín,
una nube sin bestia, si estuviera permanentemente
cerca de una estrella se condensaría gradualmente
en un cuerpo compacto, o en una cantidad de cuer-
pos compactos. En realidad, como todos sabemos,
nuestra Tierra probablemente se condensó en algún
momento a partir de una nube semejante. Obvia-
mente, a nuestra amiga la bestia le resultaría extre-
madamente inconveniente que su Nube protectora
se condensara en un planeta. De modo que, también
obviamente, va a optar por emprender viaje antes
de que exista peligro alguno de que ello ocurra. Y
cuando emprenda viaje, se llevará su Nube consigo.
—¿Tiene alguna idea de cuándo puede ocurrir
eso? —preguntó Parkinson.
—Absolutamente ninguna. Sugiero que la bestia
va a emprender viaje cuando haya terminado de re-
cargar su provisión de alimentos. Por lo que yo sé,
esto puede tardar semanas, meses, años, milenios.
—¿Por qué me parece sentir un leve olor a gato
encerrado en todo esto? —comentó Barnett.
—Puede ser. No sé cuán agudo es tu sentido del
olfato, Bill. ¿Qué es lo que te inquieta?
254
 La nube negra
—Muchas cosas me inquietan. Tengo que creer
que tus afirmaciones acerca de la condensación en
un planeta sólo se aplican a una nube inanimada. Si
aceptamos que la Nube es capaz de controlar la dis-
tribución de material en su interior, entonces fácil-
mente podría evitar que se produjera una condensa-
ción. Al fin y al cabo, la condensación debería ser
una especie de proceso de estabilización y tengo que
creer que un moderado grado de control de parte de
tu bestia podría impedir cualquier condensación.
—Hay dos respuestas para eso. Una es que yo
creo que la bestia perderá el control si permanece
demasiado tiempo cerca del Sol. Si lo hace, el campo
magnético del Sol penetrará en la Nube. Entonces,
la rotación de la Nube alrededor del Sol retorcerá el
campo magnético hasta hacerlo estallar. Y entonces
se perderá todo control.
—Santo cielo, ése es un argumento excelente.
—Lo es, ¿no es así? Y aquí hay otro. Por diferen-
te que sea nuestra bestia de la vida aquí en la Tie-
rra, una cosa debe tener en común con nosotros. Los
dos debemos obedecer las simples reglas biológicas
de selección y desarrollo. Con esto quiero decir que
no podemos suponer que la Nube se inició albergan-
do en su interior una bestia plenamente desarrolla-
da. Debe haberse constituido de a poquito, tal como
la vida en la Tierra empezó de a poquito. De modo
que en un principio no debió haber un control intrin-
cado sobre la distribución de material en la Nube.
Por lo tanto, si la Nube hubiera estado originalmen-
255
 La nube negra
te situada cerca de una estrella, no podría haber im-
pedido su condensación en un planeta o una canti-
dad de planetas.
—Entonces, ¿cómo visualizas esos comienzos?
—Como algo que ocurrió lejos en el espacio inter-
estelar. Para empezar, la vida en la Nube debe ha-
ber dependido del campo general de radiación de las
estrellas. Incluso eso proporcionaría mayor radia-
ción, a los efectos de la constitución de moléculas,
que la que recibe la vida en la Tierra. Imagino que
luego, a medida que desarrolló inteligencia debe ha-
ber descubierto que la provisión de alimentos, vale
decir la constitución de moléculas, podría aumentar-
se enormemente con solo acercarse a una estrella
durante un lapso comparativamente breve. Tal co-
mo yo veo las cosas, la bestia debe ser esencialmen-
te un morador del espacio interestelar. Ahora, Bill,
¿tienes alguna otra inquietud?
—Bueno, sí, tengo otro problema. ¿Por qué no
puede la Nube manufacturar su propia radiación?
¿Para qué molestarse en aproximarse a una estre-
lla? Si entiende la fusión nuclear al punto de produ-
cir explosiones gigantescas, ¿por qué no usar la fu-
sión nuclear para producir su abastecimiento de ra-
diación?
—Para producir radiación de manera controlada
se requiere un reactor lento, y por supuesto exacta-
mente eso es una estrella. El Sol no es más que un
gigantesco reactor lento de fusión nuclear. Para pro-
256
 La nube negra
ducir radiación en cualquier escala real comparable
a la del Sol, la Nube tendría que reconvertirse en
una estrella. Entonces la bestia resultaría achicha-
rrada. Haría mucho calor en su interior.
—Aún así, dudo de que una nube de esta masa
pudiera producir mucha radiación —observó Mar-
lowe—. Su masa es demasiado pequeña. Según la
relación masa-luminosidad, estaría comparativa-
mente por debajo del Sol en proporciones fantásti-
cas. No, estás regando lejos de la maceta, Bill.
—Tengo una pregunta que me gustaría formular
—intervino Parkinson—. ¿Por qué usted siempre se
refiere a su bestia en singular? ¿Por qué no podría
haber muchas bestezuelas en la Nube?
—Tengo razones para ello, pero tomaría tiempo
explicarlas.
—Bueno, me parece que esta noche no vamos a
dormir mucho, así que mejor empiece.
—Entonces comencemos por suponer que la Nu-
be contiene montones de pequeñas bestias en lugar
de una gran bestia. Creo que me concederán que al-
gún tipo de comunicación debió haberse desarrolla-
do entre los diferentes individuos.
—Claro que sí.
—Entonces, ¿qué forma adoptaría esa comunica-
ción?
—Se supone que eres tú quien debería decirlo,
Chris.
257
 La nube negra
—Mi pregunta era puramente retórica. Sugiero
que sería imposible la comunicación con nuestros
métodos. Nosotros nos comunicamos acústicamente.
—Quieres decir hablando. Ése es efectivamente
tu método, Chris —dijo Ann Halsey.
Pero Kingsley no pescó la broma. Prosiguió.
—Cualquier intento de emplear el sonido habría
resultado ahogado por la enorme cantidad de ruido
ambiente que debe existir dentro de la Nube. Sería
mucho peor que tratar de hablar en medio de un hu-
racán. Creo que podemos estar seguros de que la co-
municación debería efectuarse eléctricamente.
—Parece razonable.
—Bien. El punto siguiente dice que, según nues-
tros patrones, las distancias entre los individuos se-
rían muy grandes, dado que la Nube, según nues-
tros patrones, es enormemente grande. Resultaría
evidentemente intolerable confiar en métodos esen-
cialmente CC para semejantes distancias.
—¿Métodos CC? Chris, por favor, trata de evitar
la jerga.
—Corriente continua.
—¡Eso lo explica todo, quiero creer!
—Oh, el tipo de cosa que nos llega por teléfono.
Hablando mal y pronto, la diferencia entre comuni-
cación CC y comunicación CA es la diferencia entre
el teléfono y la radio.
258
 La nube negra
Marlowe le hizo un gesto a Ann Halsey.
—Lo que Chris está tratando de decir en su esti-
lo inimitable es que la comunicación debe producirse
por propagación radiativa.
—Si crees que eso lo hace más claro…
—Por supuesto que es claro. Deja de importunar,
Ann. La propagación radiativa se produce cuando
emitimos una señal luminosa o una señal radial.
Viaja por el espacio en el vacío a una velocidad de
335.000 kilómetros por segundo. Incluso a esa velo-
cidad una señal tardaría diez minutos en atravesar
la Nube.
»Mi siguiente punto es que el volumen de infor-
mación que se puede transmitir radiativamente es
enormemente mayor que la cantidad que comunica-
mos mediante el sonido ordinario. Ya lo hemos visto
con nuestros transmisores de radio pulsados. De
modo que si esta Nube contiene individuos separa-
dos, esos individuos deben ser capaces de comuni-
carse en una escala muchísimo más detallada que
nosotros. Lo que nosotros podemos comunicar en
una hora de conversación ellos podrían hacerlo en
un centésimo de segundo.
—Ah, ya empiezo a ver la luz —interrumpió
McNeil—. ¡Si las comunicaciones alcanzan semejan-
te escala se torna de algún modo dudoso que poda-
mos seguir hablando de individuos separados!
—¡Al fin caíste, John!
259
 La nube negra
—Pero yo no —intervino Parkinson.
—En términos vulgares —explicó McNeil amis-
tosamente—, lo que Chris quiere decir es que en la
Nube los individuos, si los hay, deben ser altamente
telepáticos, tan telepáticos que se vuelve más bien
irrelevante considerarlos efectivamente separados
uno de otro.
—Entonces, ¿por qué no lo dijo así de entrada?
—se oyó a Ann Halsey.
—Porque, como la mayoría de los términos vul-
gares, la palabra “telepatía” no significa en realidad
gran cosa.
—Bueno, por lo menos para mí significa mucho
más.
—¿Y qué significa para ti, Ann?
—Significa que uno transmite sus pensamientos
sin hablar, o por supuesto sin escribir o hacer gestos
o nada parecido.
—En otras palabras, significa —si es que signifi-
ca algo— comunicación por un medio no acústico.
—Lo que significa el uso de propagación radiati-
va —aportó Leicester
—Y la propagación radiativa significa el uso de
corrientes alternadas, no las corrientes continuas ni
los voltajes que empleamos en nuestros cerebros.
—Pero yo creía que éramos capaces de algún
grado de telepatía —declaró Parkinson.
260
 La nube negra
—Tonterías. Nuestros cerebros sencillamente no
funcionan adecuadamente para la telepatía. Todo se
basa en voltajes CC, y la transmisión radiativa es
imposible de ese modo.
—Sé bien que me estoy saliendo del tema pero
creía que esas personas extrasensoriales habían es-
tablecido algunas correlaciones notables —insistió
Parkinson.
—Ciencia de porquería —rezongó Alexandrov—.
Correlación tras experimento es basura. Sólo predic-
ción en ciencia.
—No entiendo.
—Lo que Alexis quiere decir es que en la ciencia
sólo cuentan las predicciones —explicó Weichart—.
Por esa vía me mandó a la lona hace un par de ho-
ras. De nada sirve hacer un montón de experimen-
tos primero y después descubrir un montón de corre-
laciones, a menos que las correlaciones se puedan
usar para hacer nuevas predicciones. De otro modo
es lo mismo que apostar en una carrera después que
se corrió.
—Las ideas de Kingsley contienen muchas y
muy interesantes implicaciones neurológicas —ob-
servó McNeill—. Para nosotros la comunicación es
un asunto extremadamente dificultoso. Nosotros
mismos tenemos que hacer una traducción de la ac-
tividad eléctrica —esencialmente actividad CC— en
nuestro cerebro. Para ello hay que ceder un poquito
de cerebro para controlar los músculos de los labios

261
 La nube negra
y los de las cuerdas vocales. Aun así nuestra traduc-
ción es muy incompleta. No nos va tan mal, es posi-
ble, cuando se trata de transmitir ideas simples, pero
la comunicación de emociones es muy difícil. Las bes-
tezuelas de Kingsley podrían, supongo, transmitir
también emociones, y esa es otra razón por la que re-
sulta más bien irrelevante hablar de individuos sepa-
rados. Es bastante aterrador darse cuenta de que to-
do lo que hemos estado hablando esta noche, y todo lo
que hemos estado transmitiendo tan inadecuada-
mente de uno a otro podría comunicarse con mucho
mayor precisión y entendimiento entre las bestezue-
las de Kingsley en una centésima de segundo.
—Me gustaría llevar la idea de individuos sepa-
rados un poco más allá —dijo Barnett, volviéndose
hacia Kingsley—. ¿Usted piensa que cada individuo
de la Nube construye alguna especie de transmisor
radiativo?
—Que construye un transmisor, no. Permítanme
describir cómo creo que ocurre la evolución biológica
dentro de la Nube. En una primera etapa, me pare-
ce, habría un montón de individuos más o menos
desconectados. Luego se desarrollaría la comunica-
ción, no mediante la construcción inorgánica delibe-
rada de un medio de transmisión radiativa, sino a
través de un lento desarrollo biológico. Los indivi-
duos desarrollarían un medio de transmisión radia-
tiva más bien como un órgano biológico, tal como no-
sotros hemos desarrollado boca, lengua, labios y
cuerdas vocales. La comunicación mejoraría a nive-

262
 La nube negra
les que apenas podemos imaginar. No bien se acaba-
ra de concebir un pensamiento ya estaría comunica-
do. No bien se acabara de experimentar una emo-
ción ya habría sido compartida. De este modo se
produciría una sumersión del individuo y una evolu-
ción hacia un todo coherente. La bestia, tal como la
imagino, no necesita estar ubicada en algún lugar
particular de la Nube. Sus diferentes partes pueden
estar dispersas por toda la Nube, pero yo la conside-
ro como una unidad neurológica, vinculada por un
sistema de comunicación en el que las señales van y
vienen a una velocidad de 335.000 kilómetros por
segundo.
—Deberíamos abocarnos a considerar esas seña-
les más detenidamente. Supongo que deberían tener
una longitud de onda más bien larga. La luz corrien-
te presumiblemente sería inútil, ya que la Nube es
opaca a ella —dijo Leicester.
—Sospecho que las señales son ondas de radio —
prosiguió Kinglsey—. Existe una buena razón para
que así sea. Para ser verdaderamente eficiente en
un sistema de comunicación un debe tener un com-
pleto control de fase. Esto se puede hacer con las on-
das radiales, pero por lo que sabemos no con las lon-
gitudes de onda más cortas.
McNeil se iluminó.
—¡Nuestras transmisiones de radio! —exclamó—.
Interfirieron con el control neurológico de la bestia.
—Lo habrían hecho si se lo hubiesen permitido.

263
 La nube negra
—¿Qué quieres decir, Chris?
—Bueno, la bestia no solo tiene que lidiar con
nuestras transmisiones sino con todo el maremag-
num de las ondas radiales cósmicas. Desde todos los
rincones del Universo fluyen ondas radiales que po-
drían interferir con su actividad neurológica a me-
nos que hubiese desarrollado alguna forma de pro-
tección.
—¿En qué clase de protección estás pensando?
—Descargas eléctricas en la capa exterior de la
Nube que causen una ionización suficiente como pa-
ra impedir el ingreso de ondas radiales externas.
Tal protección sería tan esencial como lo es el crá-
neo para el cerebro humano.
El humo anisado llenaba rápidamente el cuarto.
Marlowe descubrió de pronto que su pipa estaba de-
masiado caliente como para sostenerla en la mano, y
la depositó con cuidado.
—Santo cielo, ¿crees que esto explica el aumento
de la ionización de la atmósfera, el encendido de
nuestros transmisores?
—Esa es la idea en general. Hablábamos antes
de un mecanismo de retroalimentación. Me imagino
que eso es lo que posee la bestia. Si algunas ondas
externas penetran demasiado profundamente, subir
el voltaje y soltar las descargas hasta que las ondas
no puedan pasar.
—Pero la ionización ocurre en nuestra propia at-
mósfera.
264
 La nube negra
—A este propósito creo que podemos considerar
nuestra atmósfera como parte de la Nube. Sabemos
por el resplandor del cielo nocturno que el gas se ex-
tiende ininterrumpidamente desde la Tierra hasta
las regiones más densas de la Nube, las partes en
forma de disco. En una palabra, que estamos dentro
de la Nube, electrónicamente hablando. Eso, creo,
explica nuestros problemas de comunicaciones. En
un primer momento, cuando todavía estábamos fue-
ra de la Nube, la bestia no se protegía ionizando
nuestra atmósfera, sino mediante su escudo electró-
nico exterior. Pero una vez que quedamos dentro del
escudo, las descargas comenzaron a producirse en
nuestra propia atmósfera. La bestia ha estado enca-
jonando nuestras transmisiones.
—Muy buen razonamiento, Chris —dijo Mar-
lowe.
—Infernalmente bueno — convino Alexandrov.
—¿Y qué hay de las transmisiones a un centíme-
tro? Esas pasaron sin problemas —objetó Weichart.
—Aunque la cadena de razonamientos se está
volviendo un poco larga, hay algo que se puede suge-
rir al respecto. Creo que vale la pena hacerlo porque
sugiere el próximo paso que podríamos dar. Me pa-
rece muy improbable que esta Nube sea única. La
Naturaleza no trabaja con ejemplos únicos. De modo
que supongamos que hay montones de bestias como
ésta habitando en la Galaxia. Entonces yo esperaría
que hubiese comunicaciones entre una nube y otra.
265
 La nube negra
Esto implicaría que serían necesarias algunas longi-
tudes de onda a los fines de las comunicaciones ex-
ternas, longitudes de onda capaces de penetrar en la
Nube sin causarle daños neurológicos.
—¿Y piensas que tal longitud de onda podría ser
la de un centímetro?
—Esa es la idea en general.
—Pero entonces ¿por qué no hubo respuesta a
nuestra transmisión a un centímetro? —preguntó
Parkinson.
—Tal vez porque no enviamos mensaje alguno.
No tendría sentido responder a una transmisión
perfectamente en blanco.
—Entonces deberíamos comenzar a enviar men-
sajes pulsados en la banda de un centímetro —excla-
mó Leicester—. Pero ¿cómo podemos esperar que la
Nube los descifre?
—Por empezar, ése no es un problema urgente.
Va a ser obvio que nuestras transmisiones contie-
nen información, eso va a quedar claro por la fre-
cuente reiteración de determinados patrones. En
cuanto la Nube se de cuenta de que nuestras trans-
misiones tienen detrás un control inteligente creo
que podemos esperar alguna clase de respuesta.
¿Cuánto tardaríamos en ponerlo en marcha, Harry?
Todavía no estás en condiciones de modular la ban-
da de un centímetro, ¿no?
—No, pero podremos hacerlo en un par de días,
si trabajamos turnos nocturnos. Tuve un cierto pre-
266
 La nube negra
sentimiento de que esta noche no me iba a encon-
trar con mi cama. Vamos, muchachos, manos a la
obra.
Leicester se incorporó, se estiró, y se fue tranqui-
lamente. La reunión se disolvió. Kingsley llevó a
Parkinson a un aparte.
—Mire, Parkinson —dijo—, no hay necesidad de
comentar estas cuestiones antes de que sepamos
más sobre ellas.
—Por supuesto que no. Ya con las cosas como es-
tán ahora, el primer ministro sospecha que estoy un
poco fuera de mis cabales.
—Sin embargo hay una cosa que usted puede
mencionar. Si Londres, Washington y el resto del
circo político lograran poner en marcha transmiso-
res de diez centímetros, es posible que puedan evi-
tar el problema de la degradación de la señal.
***
Cuando Kingsley y Ann Halsey estuvieron solos
más tarde esa noche, Ann preguntó:
—¿Cómo diablos se te ocurrió esa idea, Chris?
—Bueno, a decir verdad es bastante obvia. El
problema está en que todos estamos inhibidos con-
tra tales pensamientos. La idea de que la Tierra es
la única encarnación de vida posible cala muy hondo
a pesar de toda la ficción científica y las historietas
para chicos. Si hubiéramos podido mirar las cosas
con ojo imparcial, lo habríamos detectado hace mu-
267
 La nube negra
cho tiempo. Desde un primer momento las cosas
marcharon mal, y han marchado mal según una
suerte de patrón sistemático. Una vez que superé el
bloqueo psicológico, advertí que todas las dificulta-
des podrían eliminarse mediante un paso simple y
enteramente plausible. Una por una, todas las pie-
zas del rompecabezas fueron encontrando su lugar.
Creo que Alexandrov probablemente tuvo la misma
idea, sólo que su inglés es un poco escueto.
—Escueto como el demonio, querrás decir. Pero,
en serio, ¿te parece que todo este asunto de la comu-
nicación va a funcionar?
—Espero sinceramente que sí. Es del todo cru-
cial que funcione.
—¿Por qué lo dices?
—Piensa en los desastres que la Tierra ha sufri-
do hasta ahora, sin que la Nube haya tomado ningu-
na actitud deliberada en contra de nosotros. Un pe-
queño reflejo de su superficie por poco nos achicha-
rra. Un breve ocultamiento del Sol por poco nos con-
gela. Si la más insignificante fracción de la energía
controlada por la Nube fuera dirigida contra noso-
tros, nos borraría del mapa, cada planta y cada ani-
mal.
—Pero ¿por qué podría ocurrir algo así?
—¿Cómo poder decirlo? ¿Acaso piensas en el pe-
queño escarabajo o en la hormiga que aplastas con
el pie cuando paseas al atardecer? Una de esas ba-
las de gas que hicieron impacto en la Luna hace tres
268
 La nube negra
meses nos liquidaría. Más tarde o más temprano, la
Nube probablemente va a disparar algunas más. O
también podríamos caer electrocutados por alguna
descarga monstruosa.
—¿De veras la Nube podría hacer algo así?
—Con toda facilidad. La energía que controla es
simplemente monstruosa. Si pudiéramos hacerle lle-
gar algún tipo de mensaje, entonces tal vez la Nube
se tome la molestia de evitar aplastarnos con el pie.
—Pero ¿por qué se iba a molestar?
—Bueno, si un escarabajo te dijera “Por favor,
señorita Halsey, ¿podría evitar caminar por aquí,
porque podría morir aplastado?”, ¿no estarías dis-
puesta a mover un poquito el pie?

269
Capítulo X
Comunicados

Cuatro días después, luego de treinta y tres ho-


ras de transmisión desde Nortonstowe, se recibió la
primera comunicación desde la Nube. Sería inútil
tratar de describir la agitación reinante. Baste con
decir que hubo apresurados intentos para decodifi-
car el mensaje que estaba llegando, porque eviden-
temente se trataba de un mensaje, a juzgar por los
patrones regulares que se pudieron descubrir entre
los rápidos pulsos de la señal de radio. Los intentos
no tuvieron éxito. Y esto tampoco fue una sorpresa,
porque como señaló Kingsley ya era bastante difícil
descubrir un código cuando el mensaje ha sido con-
cebido originalmente en un lenguaje conocido. En
este caso, el lenguaje de la Nube era enteramente
desconocido.
—Para mí, eso tiene mucho sentido —señaló Lei-
cester—. Nuestro problema no va a ser más sencillo
que el problema que se le plantea a la Nube, y la
Nube no va a entender nuestros mensajes mientras
no haya descubierto la lengua inglesa.
—El problema puede ser todavía mucho peor —
agregó Kingsley—. Tenemos todas las razones para
creer que la Nube es más inteligente que nosotros,
 La nube negra
de modo que su lenguaje —cualquiera que sea—
probablemente resulte mucho más complicado que
el nuestro. Propongo que dejemos de preocuparnos
por tratar de descifrar los mensajes que hemos reci-
bido. Propongo en cambio que confiemos en que la
Nube pueda descifrar nuestros mensajes. Entonces,
cuando haya aprendido nuestra lengua, podrá res-
ponder en nuestro propio idioma.
—Gran idea. Siempre obligar extranjero aprende
inglés —dijo Alexandrov a Ivette Hedelfort.
—En principio creo que deberíamos atenernos
todo lo posible a la ciencia y las matemáticas, por-
que probablemente éste sea el mejor común denomi-
nador. Después podremos ocuparnos de las cuestio-
nes sociológicas. La principal tarea va a ser la de
grabar todo el material que queremos transmitir.
—¿Quiere decir que deberíamos transmitir una
especie de curso básico de ciencia y matemáticas, en
inglés básico? —preguntó Weichart.
—Esa es la idea. Y creo que deberíamos poner
manos a la obra de inmediato.
La fórmula resultó exitosa, demasiado exitosa.
Al cabo de dos días se recibió la primera respuesta
inteligible. Decía:
«Mensaje recibido. Información escasa. Envíen
más.»
Durante la semana siguiente casi todos estuvie-
ron ocupados en la lectura de libros cuidadosamente
seleccionados. Las lecturas se grababan y se trans-
271
 La nube negra
mitían. Pero siempre llegaban respuestas cortas, de-
mandando más información, y más información.
Marlowe le dijo a Kingsley:
—Esto no funciona, Chris, deberíamos concebir
una nueva idea. Este bruto pronto nos va a agotar a
todos. Mi voz se está volviendo tan ronca como la de
un cuervo viejo con toda esta lectura constante.
—Harry Leicester está trabajando en una nueva
idea.
—Me alegra saberlo. ¿Cuál es?
—Bueno, podría matar dos pájaros de un tiro. La
lentitud de nuestro método actual no es el único pro-
blema. Otra dificultad reside en que mucho de lo
que estamos enviando puede resultar sorprendente-
mente ininteligible. Un montón de palabras de
nuestro idioma se refieren a objetos que vemos y to-
camos y oímos. A menos que la Nube sepa qué son
esos objetos no veo cómo puede comprender gran
parte de las cosas que estamos emitiendo. A menos
que hayas visto una naranja y estado en contacto de
algún modo con una naranja no veo cómo podrías
saber qué significa la palabra “naranja” por más in-
teligente que seas.
—Comprendo. ¿Qué propones hacer?
—Fue idea de Harry. Cree que puede utilizar
una cámara de televisión. Afortunadamente, hice
que Parkinson trajera algunas. Harry cree que pue-
de enlazar una a nuestro transmisor, y lo que es
más, está casi seguro de que puede modificarla para
272
 La nube negra
que trace unas 20.000 líneas en lugar de esas míse-
ras 450 de la televisión común.
—¿Eso debido a la longitud de onda mucho me-
nor?
—Sí, por supuesto. Deberíamos poder transmitir
una imagen excelente.
—¡Pero la Nube no tiene receptores de televisión!
—Por supuesto que no. De qué manera la Nube
decide analizar nuestras señales es asunto entera-
mente suyo. Nosotros debemos asegurarnos de
transmitir toda la información relevante. Hasta
ahora hicimos un trabajo bastante pobre, y la Nube
ha tenido plena razón al quejarse.
—¿Cómo propones usar la cámara de televisión?
—Empezaremos con una amplia lista de pala-
bras, demostrando varios sustantivos y verbos. Esto
será lo preliminar. Debe hacerse con cuidado, pero
unas cinco mil palabras no deberían demandar mu-
cho tiempo, tal vez una semana. Después podemos
transmitir el contenido de libros enteros recorriendo
las páginas con la cámara. Con ese método podría-
mos abarcar toda la Enciclopedia Británica en pocos
días.
—Eso debería saciar por cierto la sed de conoci-
mientos del bruto. ¡Bueno, creo que mejor vuelvo a
mi lectura! Avísenme cuando la cámara esté lista.
No puedo decir lo contento que voy a estar de librar-
me de este trabajo.
273
 La nube negra
Más tarde se pudo ver a Kingsley tomar contacto
con Leicester.
—Perdón, Harry —le dijo—, pero tengo otros pro-
blemas.
—Espero entonces que te los guardes. En este
departamento estamos hasta el tope.
—Lo siento, pero tienen que ver contigo, y me te-
mo que impliquen más trabajo.
—Mira, Chris, ¿por qué no te arremangas y em-
piezas a trabajar en serio en lugar de perturbar las
buenas intenciones del proletariado? Bueno, ¿cuál
es el problema? Escuchemos.
—El problema es que no estamos prestando sufi-
ciente atención al receptor; a nosotros, aquí, en cali-
dad de receptores, quiero decir. Una vez que empe-
cemos a transmitir con la cámara de televisión pro-
bablemente obtengamos respuestas en la misma for-
ma como transmitimos. Es decir que un mensaje re-
cibido aparecería como palabras en una pantalla de
televisión.
—Bien, ¿y qué problema hay con eso? Se va a po-
der leer muy fácilmente.
—Sí, hasta allí todo bien. Pero recuerda que sólo
podemos leer unas ciento veinte palabras por minu-
to, mientras que esperamos transmitir a una veloci-
dad por lo menos cien veces superior.
—Tendremos que decirle al Juancito ese que mo-
dere la velocidad de sus respuestas, eso es todo. Le
274
 La nube negra
diremos que somos tan torpes que apenas podemos
manejar unas ciento veinte palabras por minuto, en
lugar de las decenas de miles que él parece capaz de
engullir.
—Todo bien, Harry, no tengo ninguna objeción
respecto de lo que estás diciendo.
—Excepto que quieres que haga algo más, ¿no?
—Correcto. ¿Cómo adivinaste? Mi idea es que se-
ría bueno escuchar los mensajes de la Nube acústica-
mente, además de leerlos en una pantalla. Nos va-
mos a cansar mucho más leyendo que escuchando.
—Para citar a Alexis, diría que es una maldita
buena idea. ¿Te das cuenta de lo que implica?
—Implica que tendrás que mantener equivalen-
cias visuales y sonoras. Para eso podríamos emplear
la computadora electrónica. Sólo tendríamos que al-
macenar unas cinco mil palabras.
—¡Sólo!
—No veo que eso suponga mucho trabajo, en ab-
soluto. Tendremos que transmitir las palabras indi-
viduales muy lentamente para la Nube. Calculo una
semana para hacerlo. A medida que mostramos ca-
da palabra ponemos una parte clave de nuestra se-
ñal de TV en cinta perforada. Eso no puede ser difí-
cil. También se puede poner el sonido de las pala-
bras en una cinta perforada, valiéndonos por su-
puesto de un micrófono para convertir el sonido en
impulsos eléctricos. Una vez que tengamos todo gra-
bado en cinta, podemos alimentar la computadora
275
 La nube negra
en cualquier momento. Se necesitará una gran capa-
cidad de almacenamiento, de modo que utilizaremos
los magnéticos. Será algo rápido y sencillo. Y podre-
mos un programa de conversión en el depósito de al-
ta velocidad. Entonces podremos leer los mensajes
de la Nube en una pantalla de televisión o escuchar-
los a través de un parlante.
—Te voy a decir una cosa, Chris. Nunca conocí a
nadie mejor para encontrarle trabajo a los demás.
Supongo que vas a escribir el programa de conver-
sión.
—Por supuesto.
—Lindo trabajo de escritorio, ¿no? Mientras tanto
nosotros, los pobres diablos, estaremos atados a nues-
tros soldadores, quemándonos los pantalones, y dios
sabe qué más. ¿Qué voz debo usar para el sonido?
—La tuya propia, Harry. Será tu recompensa por
todos los agujeros quemados en tus pantalones.
¡Todos te escucharemos durante horas y horas!
A medida que pasaba el tiempo, la idea de con-
vertir los mensajes de la Nube en sonido le parecía a
Harry Leicester cada vez más atinada. Al cabo de
unos días se lo empezó a ver con una sonrisa más o
menos permanente en la cara, pero nadie podía des-
cubrir cuál era el chiste.
El sistema de televisión resultó ser altamente
exitoso. Al cabo de cuatro días de transmisión se re-
cibió un mensaje que decía:
«Felicitaciones por mejoría técnica.»
276
 La nube negra
Este mensaje apareció en la pantalla de televi-
sión ya que el sistema de conversión a sonido toda-
vía no funcionaba.
La transmisión de palabras individuales resultó
ser algo más difícil que lo esperado, pero finalmente
se logró. La transmisión de obras científicas y mate-
máticas demostró ser algo sencillo. En realidad
pronto fue evidente que estas transmisiones sólo
servían para familiarizar a la Nube con el nivel de
desarrollo humano, tal como un chico exhibe sus lo-
gros a un adulto. A continuación se transmitieron
libros relacionados con cuestiones sociales. La selec-
ción causó algunas dificultades y finalmente se optó
por televisar una muestra amplia y más bien azaro-
sa. Resultó claro que la Nube tenía mayores dificul-
tades para absorber este material. Finalmente llegó
un mensaje, que todavía debió ser leído en la panta-
lla de televisión:
«Las últimas transmisiones parecen muy confu-
sas y extrañas. Tengo muchas preguntas para hacer,
pero preferiría ocuparme de ellas en algún momento
posterior. Dicho sea de paso, sus transmisiones inter-
fieren muy seriamente, dada la proximidad de su
transmisor, con varios mensajes externos que deseo
recibir. Por esta razón les proporciono el siguiente
código. En el futuro utilicen siempre este código.
Tengo la intención de instalar un escudo electrónico
contra su transmisor. El código servirá para indicar
que ustedes desean atravesar el escudo. Si resulta
conveniente, se les permitirá hacerlo. Esperen recibir

277
 La nube negra
una nueva transmisión mía dentro de unas cuarenta
y ocho horas a partir de ahora.»
Un patrón intrincado de luces brilló en la panta-
lla de televisión. Les siguió otro mensaje:
«Por favor confirmen que han recibido este código
y pueden usarlo.»
Leicester dictó la siguiente respuesta.
«Hemos grabado su código. Creemos que lo po-
dremos usar, pero no estamos seguros. Se lo confir-
maremos en su próxima transmisión.»
Hubo una demora de unos diez minutos. Enton-
ces llegó la respuesta:
«Muy bien. Adiós.»
Kingsley le explicó a Anne Halsey:
—La demora se debe al tiempo requerido para
que la transmisión llegue a la Nube y para que la
respuesta viaje hasta aquí. Estas demoras van a
volver más bien inútiles los discursos cortos.
Pero Ann Halsey estaba menos preocupada por
las demoras que por el tono de los mensajes de la
Nube.
—Sonaba como un humano —dijo, con los ojos
agrandados por el asombro.
—Por supuesto. ¿Cómo podría haber sido de otro
modo? Está empleando nuestro lenguaje y nuestras
frases, de modo que es inevitable que suene humana.
—Pero ese “adiós” fue algo amable.

278
 La nube negra
—¡Tonterías! Para la Nube “adiós” es probable-
mente una señal para dar por terminada una trans-
misión. Recuerda que aprendió nuestra lengua des-
de cero en un par de semanas. A mí eso no me pare-
ce muy humano.
—Oh, Chris, eres exactamente lo que se dice un
insensible. ¿No te parece, Geoff?
—¿Qué, Chris un insensible? Yo diría, señora,
que es el tipo más absolutamente insensible de toda
la Cristiandad. ¡Sí, señor! Ahora en serio, Chris,
¿qué opinas de esto?
—Me pareció que haber enviado un código fue
una muy buena señal.
—A mí también. Muy bueno para nuestra moral.
Dios sabe que lo necesitábamos. Este año no ha sido
fácil. Creo que me siento mejor de lo que me he sen-
tido desde el día en que te recogí en el aeropuerto de
Los Ángeles, que es como decir desde hace toda una
vida.
Ann Halsey frunció la nariz.
—No entiendo por qué se quedan embobados con
un código, y por qué le echaron agua fría a mi
“adiós”.
—Porque, querida mía —respondió Kingsley—,
el envío del código fue una cosa racional y sensata.
Fue un punto de contacto, de entendimiento, total-
mente desvinculado del lenguaje, mientras que el
“adiós” fue solo una pátina lingüística superficial.
Leicester cruzó el salón y se unió a ellos.
279
 La nube negra
—Esta demora de dos días es muy afortunada.
Creo que para entonces podremos tener el sistema
de sonido funcionando.
—¿Y qué hay del código?
—Estoy convencido de que está bien, pero me pa-
reció que lo mejor sería asegurarse.
***
Dos días después al anochecer, toda la compañía
se reunió en el laboratorio de transmisión. Leicester
y sus amigos se afanaban con los ajustes de último
momento. Eran casi las ocho cuando la pantalla
emitió sus primeros resplandores. Pronto empeza-
ron a aparecer palabras.
—Tengamos sonido —dijo Leicester.
Hubo amplias sonrisas y algunas carcajadas
cuando se oyó una voz por los parlantes, porque era
la voz de Joe Stoddard la que hablaba. Durante un
minuto más o menos, la mayoría creyó que se trata-
ba de una broma, hasta que se dieron cuenta de que
la voz y las palabras en la pantalla decían lo mismo.
Y decididamente los sentimientos no eran los de Joe
Stoddard.
La broma de Leicester tenía sus ventajas. Por
fuerza no había tenido suficiente tiempo como para
incluir inflexiones de voz: todas las palabras se pro-
nunciaban siempre de la misma manera, y se las
enunciaba con el mismo ritmo, excepto al terminar
las oraciones cuando siempre había una ligera pau-
280
 La nube negra
sa. Estas desventajas de la reproducción sonora re-
sultaban en cierta medida compensadas por el he-
cho de que el habla normal de Joe Stoddard tampoco
tenía muchas inflexiones. Y Leicester había crono-
metrado astutamente el ritmo de enunciación de las
palabras de manera muy similar al del habla nor-
mal de Joe. De modo que aunque el discurso de la
Nube era evidentemente una imitación artificial de
Joe, la imitación resultaba muy buena. Nadie en
realidad se acostumbró nunca a que la Nube habla-
ra con el acento fácil, lento y ronroneante del oeste
del país, y nadie pudo superar del todo el indescrip-
tible efecto cómico de algunos de los errores de pro-
nunciación de Joe. A partir de entonces, la Nube pa-
só a ser conocida como Joe. Y el primer mensaje de
Joe fue más o menos el siguiente:
«Su primera trasmisión fue toda una sorpresa,
porque es muy poco usual encontrar animales con
habilidad técnica habitando planetas, cuya natura-
leza es la de ser avanzadas extremas de la vida.»
Se le preguntó a Joe por qué serían así las cosas.
«Por dos razones muy simples. Por vivir en la su-
perficie de un cuerpo sólido, ustedes están expuestos
a una intensa fuerza gravitacional. Esto limita enor-
memente el tamaño que pueden alcanzar sus anima-
les, y por lo tanto limita el alcance de su actividad
neurológica. Les obliga a poseer estructuras muscu-
lares para promover el movimiento, y también los
obliga a cargar con una coraza protectora contra los
golpes contundentes, como es el caso de los cráneos
281
 La nube negra
que son una protección necesaria para el cerebro. El
peso adicional de los músculos y la coraza reduce to-
davía más el alcance de sus actividades neurológi-
cas. Efectivamente, sus animales más grandes han
sido principalmente hueso y músculo, con muy poco
cerebro. Como ya he dicho, el poderoso campo gravi-
tacional en el que viven es la causa de esta dificul-
tad. En términos generales, uno espera que exista vi-
da inteligente en un medio gaseoso difuso, para na-
da en los planetas.
»El segundo factor desfavorable es su escasez ex-
trema de alimentos químicos básicos. Para construir
alimentos químicos en gran escala se necesita luz es-
telar. Su planeta, sin embargo, absorbe apenas una
fracción diminuta de la luz solar. En este momento
yo mismo estoy construyendo sustancias químicas a
un ritmo 10.000.000.000 de veces superior al que se
producen en toda la superficie de su planeta.
»Esta escasez de alimentos químicos conduce a
una existencia sostenida con uñas y dientes en la que
resulta difícil que los primeros destellos de inteligen-
cia puedan hacer pie en competencia con huesos y
músculos. Por supuesto, una vez que la inteligencia
se consolida firmemente, la competencia con los sim-
ples huesos y músculos se vuelve fácil, pero los pri-
meros pasos en ese camino son excesivamente dificul-
tosos, tanto que el caso de ustedes es una rareza en-
tre las formas vivas planetarias.»
—Para que se enteren los entusiastas de los via-
jes espaciales —dijo Marlowe—. Pregúntale, Harry,
282
 La nube negra
a qué debemos el surgimiento de la inteligencia aquí
en la Tierra.
Se formuló la pregunta, y al rato llegó la res-
puesta:
«Probablemente a la combinación de varias cir-
cunstancias, entre las cuales yo consideraría como la
más importante el desarrollo hace unos cincuenta
millones de años de un tipo de planta completamente
nuevo: la planta que ustedes llaman pasto. El surgi-
miento de esta planta provocó una drástica reorgani-
zación de todo el mundo animal, debido a la peculia-
ridad de que el pasto puede cortarse a ras del suelo,
a diferencia de todas las demás plantas. Al extender-
se las praderas sobre la Tierra, aquellos animales
que pudieron aprovechar esa peculiaridad sobrevi-
vieron y se desarrollaron. Otros animales declinaron
o se extinguieron. Parece haber sido en el marco de
esta enorme transformación que la inteligencia logró
hacer pie por primera vez en su planeta.
»Hay varios factores muy poco usuales que hicie-
ron que decodificar su método de comunicación se
convirtiera en asunto de cierta dificultad —prosiguió
la Nube—. Particularmente encuentro muy extraño
que sus símbolos de comunicación carezcan realmen-
te de cualquier conexión estrecha con la actividad
neurológica de sus cerebros.»
—Va a ser mejor que digamos algo al respecto —
intervino Kingsley.
—Sí, va a ser mejor. Nunca creí que podrías que-
darte callado durante tanto tiempo, Chris —ironizó
Ann Halsey.
283
 La nube negra
Kingsley explicó su idea sobre la comunicación
CA y la comunicación CC, y preguntó si el propio
Joe operaba sobre una base AC. Joe confirmó que
así era, y agregó:
«Éste no es el único rasgo singular. Lo más extra-
ño entre ustedes es el gran parecido de un individuo
a otro. Esto les permite emplear un método muy ele-
mental de comunicación. Ustedes le asignan etique-
tas a sus estados neurológicos: ira, dolor de cabeza,
desconcertado, feliz, melancolía, son todas etiquetas.
Si el señor A le quiere decir al señor B que padece un
dolor de cabeza no intenta describir el desorden neu-
rológico en su cabeza. En cambio muestra su etique-
ta. Dice: ‘Me duele la cabeza’.
»Cuando el señor B oye eso toma la etiqueta
‘dolor de cabeza’ y la interpreta de acuerdo con su
propia experiencia. De este modo el señor A puede
poner al señor B al tanto de su indisposición aun
cuando ninguna de las partes tenga la más remota
idea de en qué consiste realmente un ‘dolor de cabe-
za’. Este método tan singular de comunicación sólo
es posible, por supuesto, entre individuos casi idénti-
cos.»
—¿Podría plantearlo así? —dijo Kingsley—. En-
tre dos individuos absolutamente idénticos, si tal co-
sa fuera posible, no se necesitaría comunicación al-
guna porque cada individuo conocería automática-
mente la experiencia del otro. Entre individuos casi
idénticos basta con un método de comunicación muy
elemental. Entre dos individuos muy diferentes se
284
 La nube negra
necesita un sistema de comunicación mucho más
complejo.
«Eso es exactamente lo que estaba tratando de ex-
plicar. Las dificultades que tuve para decodificar su
lenguaje les van a resultar claras. Es un lenguaje
apto para individuos casi iguales, mientras que uste-
des y yo somos muy distintos, mucho más de lo que
probablemente se imaginan. Afortunadamente, sus
estados neurológicos son más bien simples. Una vez
que logré entenderlos en cierta medida fue posible la
decodificación.»
—¿Tenemos neurológicamente algo en común?
¿Tiene usted, por ejemplo, algo que se corresponda
con nuestro “dolor de cabeza”? —preguntó McNeil.
Llegó la respuesta:
«En un sentido amplio, compartimos emociones
de placer y dolor. Pero esto es esperable en cualquier
criatura que posea un complejo neurológico. Las
emociones dolorosas se corresponden con una brusca
perturbación de los patrones neurológicos, y esto me
puede ocurrir a mí tanto como a ustedes. La felici-
dad es un estado dinámico en el que los patrones
neurológicos se expanden, no se perturban, y esto
también me puede ocurrir a mi tanto como a ustedes.
Aunque estas similitudes existen, supongo que mis
experiencias subjetivas son muy distintas de las de
ustedes, excepto en un punto: al igual que ustedes,
considero que las emociones dolorosas son emociones
que prefiero evitar, y viceversa con las emociones feli-
ces.
285
 La nube negra
«Más específicamente, sus dolores de cabeza se
producen como consecuencia de una provisión defi-
ciente de sangre que destruye la precisión de las se-
cuencias de descargas eléctricas en sus cerebros. Yo
experimento algo muy parecido a un dolor de cabeza
si material radiactivo ingresa en mi sistema nervio-
so. Causa descargas eléctricas de manera muy simi-
lar a lo que ocurre con sus contadores Geiger. Esas
descargas interfieren con mis secuencias temporales
y producen una experiencia subjetiva extremada-
mente desagradable.
»Ahora me gustaría preguntar sobre una cuestión
enteramente diferente. Estoy interesado en lo que us-
tedes llaman ‘las artes’. Puedo entender la literatura
como el arte de disponer ideas y emociones en pala-
bras. Las artes visuales evidentemente están relacio-
nadas con su percepción del mundo. Pero no com-
prendo para nada la naturaleza de la música. Mi ig-
norancia en este aspecto no debería sorprender, ya
que hasta donde yo sé ustedes no transmitieron mú-
sica. ¿Podrían reparar esa falta?»
—Es tu oportunidad, Ann —dijo Kingsley—. ¡Y
qué oportunidad! ¡Ningún músico tocó jamás ante
un auditorio semejante!
—¿Qué podría tocar?
—¿Qué tal eso de Beethoven que tocaste la otra
noche?
—¿El Opus 106? Es un poco fuerte para un prin-
cipiante.

286
 La nube negra
—Vamos, Ann. Hazlo por el viejo Joe —la alentó
Barnett.
—No es necesario que toques si no quieres, Ann.
Yo lo grabé —dijo Leicester.
—¿Con qué calidad?
—La mejor que tenemos desde el punto de vista
técnico. Si estuviste conforme con la ejecución, pode-
mos comenzar a transmitir más o menos de inme-
diato si lo deseas.
—Creo que preferiría que usen la grabación. Pa-
rece ridículo, pero se me ocurre que podría ponerme
nerviosa si tocara para esa cosa, sea lo que fuere.
—No seas tonta. El viejo Joe no muerde.
—Posiblemente, pero preferiría usar la grabación.
Y entonces transmitieron la grabación. Al con-
cluir llegó el mensaje:
«Muy interesante. Por favor repitan la primera
parte a una velocidad aumentada en un treinta por
ciento.»
Una vez hecho esto, el siguiente mensaje fue:
«Mejor. Muy bien. Voy a pensarlo. Adios.»
—¡Dios mío, lo liquidaste, Ann! —exclamó Mar-
lowe.
—No comprendo cómo la música pueden intere-
sarle a Joe. Al fin y al cabo, la música es sonido, y
estuvimos de acuerdo en que el sonido no debería
significar nada para él —hizo notar Parkinson.
287
 La nube negra
—En eso no estoy de acuerdo —dijo McNeil—.
Nuestra apreciación de la música en realidad no tie-
ne nada que ver con el sonido, aunque no se me es-
capa que a primera vista pudiera parecerlo. Lo que
apreciamos en el cerebro son señales eléctricas que
recibimos de los oídos. Nuestro empleo del sonido es
simplemente un recurso conveniente para generar
determinados patrones de actividad eléctrica. En
realidad hay una buena cantidad de evidencia de
que los ritmos musicales reflejan los principales rit-
mos eléctricos que ocurren en el cerebro.
—Eso es muy interesante, John —exclamó
Kingsley—. Podría decirse que la música proporcio-
na la expresión más directa de las actividades de
nuestros cerebros.
—No, no lo diría de manera tan contundente. Di-
ría que la música proporciona el mejor indicio de los
patrones cerebrales en gran escala. Pero las pala-
bras ofrecen un mejor indicio de los patrones en pe-
queña escala.
Y así continuó la conversación hasta bien entra-
da la noche. Se discutieron todos los aspectos de las
declaraciones de la Nube. Tal vez la observación
más notable provino de Ann Halsey.
—El primer movimiento de la sonata en Si bemol
mayor está marcado con un tiempo que exige una
velocidad absolutamente fantástica, mucho más rá-
pida que lo que puede lograr cualquier pianista nor-
mal, por cierto mucho más rápida que lo que yo pue-
do lograr. ¿Notaron ese pedido de un aumento de ve-
288
 La nube negra
locidad? Me causa cierto escalofrío, aunque proba-
blemente no haya sido más que una rara coinciden-
cia, supongo.
En este punto todos estuvieron de acuerdo en
que la información concerniente a la verdadera na-
turaleza de la Nube debía ser trasladada a las auto-
ridades políticas. Varios gobiernos habían logrado
poner nuevamente en marcha las comunicaciones
radiales. Se descubrió que, siempre que la transmi-
sión en tres centímetros se propagara verticalmen-
te, se podía mantener la ionización de la atmósfera
en un valor favorable para la comunicación en una
longitud de onda de unos diez centímetros. Una vez
más Nortonstowe se convirtió en una cámara com-
pensadora de información.
En realidad, nadie estaba muy conforme con la
idea de diseminar información acerca de la Nube.
Todos tenían la sensación de que las comunicaciones
con la Nube iban a quedar fuera del control de Nor-
tonstowe. Y había tantas cosas que los científicos
querían aprender. Kingsley se oponía firmemente a
pasar información a las autoridades políticas, pero
en este punto se encontró superado por la opinión
general, que entendía que, por más penoso que fue-
se, no podía seguir manteniéndose el secreto.
Leicester había grabado las conversaciones con
la Nube y esas grabaciones fueron difundidas por
los canales de diez centímetros. Sin embargo, nin-
guno de los gobiernos mostró demasiados escrúpulos
por mantener el secreto. El hombre de la calle nun-
289
 La nube negra
ca se enteró de la existencia de vida en la Nube, por-
que con el tiempo los acontecimientos tomarían un
rumbo que hizo del secreto algo absolutamente im-
perioso.
Ningún gobierno poseía por entonces un trans-
misor y receptor de un centímetro de diseño adecua-
do. En consecuencia, al menos por el momento, las
comunicaciones con la Nube debían hacerse desde
Nortonstowe. Los técnicos estadounidenses señala-
ron, sin embargo, que unas transmisiones de diez
centímetros hacia Nortonstowe y de un centímetro
de ahí en más, permitirían al gobierno norteameri-
cano y a otros establecer contacto con la Nube.
Se resolvió que Nortonstowe debería constituirse
en una cámara de compensación, no sólo para la
transmisión de información en la Tierra sino tam-
bién para las comunicaciones con la Nube. El perso-
nal de Nortonstowe se dividió en dos campos aproxi-
madamente iguales. Los que apoyaban a Kingsley y
Leicester querían vetar abierta y violentamente el
plan de los políticos, diciéndole a los diversos gobier-
nos que se fueran al diablo. Los otros, encabezados
por Marlowe y Parkinson, argumentaban que nada
se ganaría con tales desafíos ya que los políticos po-
drían llegado el caso salirse con la suya mediante la
fuerza. Pocas horas antes de una esperada comuni-
cación desde la Nube, el debate entre los dos grupos
se tornó acalorado. Hubo una solución de compromi-
so. Se decidió que una falla técnica impediría la re-
cepción en Nortonstowe de cualquier transmisión de

290
 La nube negra
diez centímetros. De ese modo los gobiernos podrían
escuchar a la Nube, pero no podrían hablarle.
Y así ocurrieron las cosas. Ese día, las figuras
más encumbradas y más honradas de la especie hu-
mana escucharon a la Nube, pero no pudieron res-
ponderle. Resultó que la Nube causó una mala im-
presión en su augusta audiencia, porque Joe se puso
a hablar de sexo con toda franqueza.
«A ver si pueden resolver esta paradoja» —dijo—.
«Advierto que una parte muy amplia de su literatura
se ocupa de lo que ustedes llaman ‘amor’, ‘amor pro-
fano’ principalmente. En realidad, a partir de las
muestras que me proporcionaron estimo que casi el
cuarenta por ciento de la literatura tiene que ver con
ese tema. Sin embargo, en ninguna parte de esa lite-
ratura pude descubrir en qué consiste el ‘amor’, en
todos los casos la cuestión aparece cuidadosamente
evitada. Esto me indujo a creer que el ‘amor’ debía
ser algún proceso raro y notable. Podrán imaginar
mi sorpresa cuando llegué a enterarme en los libros
de medicina que el ‘amor’ no es más que un proceso
común y corriente compartido por una gran varie-
dad de otros animales.»
Estas observaciones arrancaron algunas protes-
tas de las figuras más encumbradas y más honradas
de la especie humana. Fueron acalladas por Leices-
ter que cortó su transmisión por los parlantes.
—Ufa, cállense —dijo. Acto seguido le entregó un
micrófono a McNeil—. Te tocó el turno, John. Trata
de ofrecerle una respuesta a Joe.
291
 La nube negra
McNeil hizo lo que pudo:
—Visto desde un punto de vista enteramente ló-
gico, engendrar y criar niños es algo que carece de
todo atractivo. Para la mujer significa dolor y preo-
cupaciones sin fin. Para el hombre, trabajo adicional
a lo largo de muchos años para sostener a su fami-
lia. De modo que si fuéramos enteramente lógicos
acerca del sexo, probablemente ni nos molestaría-
mos en reproducirnos. La naturaleza resuelve esta
cuestión volviéndonos extremada y absolutamente
irracionales. Si no fuéramos irracionales simple-
mente no podríamos sobrevivir, por contradictorio
que esto pueda sonar. Probablemente ocurra lo mis-
mo también con los demás animales.
Joe volvió a hablar:
«Esta irracionalidad, que yo sospechaba y que me
alegra escuchar que ustedes reconocen, tiene un as-
pecto serio, más sombrío. Ya les advertí que la provi-
sión de alimentos químicos es lamentablemente limi-
tada en su planeta. Es del todo probable que una ac-
titud irracional hacia la reproducción conducirá al
nacimiento de mayor número de individuos de los
que razonablemente pueden sostenerse con tan esca-
sos recursos. Una situación así entraña grandes peli-
gros. En realidad es más que probable que la rareza
de la vida inteligente en los planetas en general sur-
ja de la existencia generalizada de tales irracionali-
dades en relación con la escasez de alimentos. Consi-
dero no improbable que su especie pueda extinguirse
en breve. Esta opinión se ve confirmada, me parece,
292
 La nube negra
por la velocidad demasiado rápida a la que actual-
mente aumentan las poblaciones.»
Leicester señaló un grupo de luces que parpa-
deaban.
—Los políticos están tratando de meterse: Mos-
cú, Washington, Londres, París, Tombuctú, la Loma
del Diablo, todos. ¿Los dejamos pasar, Chris?
Alexandrov pronunció el primer discurso político
de su vida.
—Bueno escuchar bo…dos del Kremlin —dijo.
—Alexis, ésa no es la palabra apropiada —ob-
servó Kingsley—. En la sociedad bien educada les
decimos “buenudos”.
—Creo que deberíamos aconsejar a Alexis estu-
diar los escritos del celebrado Dr. Bowdler. 1 Pero es
hora de volver a Joe —dijo Marlowe.
—De ningún modo dejes pasar a los políticos,
Harry. Mantén sus gargantas mudas. John, pregún-
tale a Joe cómo hace para reproducirse.
—Eso es lo que iba a preguntarle —dijo McNeil.
—Entonces adelante. Vamos a ver si se pone de-
licado cuando le toca el turno.
—¡Chris!

1 Thomas Bowdler (1754-1825), autor de versiones “expurgadas”


de las obras de Shakespeare y otros clásicos para su lectura en
familia. Su nombre se convirtió en sinónimo de censura. (N. del
E.)

293
 La nube negra
McNeil le formuló su pregunta a la Nube:
—Sería de interés para nosotros saber cómo
nuestro sistema reproductivo se compara con su
propio caso.
«La reproducción, en el sentido de procrear un
nuevo individuo, se desarrolla en nuestro caso por
vías enteramente diferentes. De no mediar acciden-
tes, o un deseo arrollador de autodestrucción que
aparece a veces entre nosotros al igual que entre us-
tedes, yo puedo vivir indefinidamente, fíjense. Por lo
tanto, no tengo la necesidad, como ustedes, de gene-
rar un nuevo individuo que tome mi lugar luego de
mi muerte.»
—De hecho, ¿cuál es su edad?
«Algo más de quinientos millones de años.»
—¿Y fue su nacimiento, su origen, mejor dicho,
consecuencia de una acción química espontánea, co-
mo aquí en la Tierra creemos que empezó la vida?
«No, no lo fue. Mientras recorremos la Galaxia
vamos buscando agregados de materia adecuados,
nubes adecuadas en las que podamos implantar vi-
da. Lo hacemos de la misma forma en que ustedes
podrían plantar retoños de un árbol. Si yo, por ejem-
plo, encontrara una nube adecuada que todavía no
está dotada de vida, implantaría en ella una estruc-
tura neurológica comparativamente simple. Sería
una estructura construida por mí mismo, una parte
de mí mismo.

294
 La nube negra
»La multitud de imprevistos a la que se enfrenta
el origen espontáneo de la vida inteligente queda su-
perada mediante esta práctica. Permítanme dar un
ejemplo. La materia radiactiva debe quedar riguro-
samente excluida de mi sistema nervioso por razones
que ya expliqué en una conversación anterior. Para
asegurarlo, poseo una elaborada pantalla electro-
magnética que sirve para impedir el ingreso de cual-
quier gas radiactivo en mis regiones neurológicas, en
mi cerebro, por decir así. Si esta pantalla dejara de
funcionar, yo experimentaría un dolor muy agudo y
pronto moriría. Un desperfecto de la pantalla es uno
de los accidentes que mencioné hace un rato. El pun-
to que quiero resaltar con este ejemplo es que noso-
tros podemos proveer a nuestros ‘infantes’ tanto de
pantallas como de la inteligencia para operarlas,
mientras que sería muy improbable que tales panta-
llas se desarrollaran en el curso de un origen espon-
táneo de la vida.»
—Pero así debe haber ocurrido cuando se originó
el primer miembro de su especie —sugirió McNeil.
«Yo no estaría de acuerdo en afirmar que hubo
alguna vez un ‘primer’ miembro» —dijo la Nube.
McNeil no comprendió esas palabras, pero King-
sley y Marlowe intercambiaron miradas como que-
riendo decir: “Ajá, aquí vamos. Un directo a los ojos
de los muchachos que defienden el estallido del uni-
verso”.
«Aparte de suministrarles esos elementos de pro-
tección» —prosiguió la Nube—, «dejamos a nuestros
295
 La nube negra
‘infantes’ en libertad de desarrollarse como mejor les
parezca. En este punto debo explicar una diferencia
importante entre nosotros y ustedes. El número de
células de su cerebro queda más o menos establecido
en el nacimiento. Su desarrollo consiste entonces en
aprender a usar un cerebro de capacidad fija de la
mejor manera posible. Con nosotros la cuestión es
muy diferente. Tenemos libertad para aumentar la
capacidad de nuestro cerebro según nos convenga. Y
por supuesto, las partes gastadas o dañadas pueden
ser eliminadas o reemplazadas. Así para nosotros el
desarrollo consiste en extender el cerebro de la mejor
manera posible, tanto como en aprender a usarlo de
la mejor manera… y por mejor manera entiendo por
supuesto la manera más adecuada para la solución
de problemas a medida que se presenta. Advertirán
por lo tanto que como ‘infantes’ empezamos con cere-
bros comparativamente simples, y a medida que cre-
cemos nuestros cerebros se vuelven mucho más gran-
des y más complejos.»
—¿Podría describir, de algún modo comprensible
para nosotros, de qué manera construiría una parte
nueva para su cerebro? —preguntó McNeil.
«Creo que puedo hacerlo. Primero, transformo los
alimentos químicos en complejas moléculas del tipo
requerido. Siempre hay que tener a mano una reser-
va de ellas. Luego estas moléculas se ordenan cuida-
dosamente en una estructura neurológica adecuada
sobre la superficie de un cuerpo sólido. La materia
del cuerpo debe tener un punto de fusión que no sea
296
 La nube negra
demasiado bajo —el hielo, por ejemplo, tendría un
punto de fusión peligrosamente bajo— y también de-
be ser un muy buen aislante eléctrico. La parte exte-
rior de este sólido tiene que ser también cuidadosa-
mente preparada de manera que pueda retener fir-
memente en su lugar el material neurológico, la ma-
teria cerebral, como dirían ustedes.
»El diseño de la estructura neurológica es por su-
puesto la parte verdaderamente difícil de este asun-
to. Se la ordena de tal modo que el nuevo cerebro ac-
túe como una unidad para alcanzar determinado
propósito específico. También se la ordena de modo
que la nueva unidad no entre en funcionamiento es-
pontáneamente, sino cuando reciba señales de la
parte de mi cerebro existente con anterioridad. Estas
señales cuentan con varios puntos de entrada en la
nueva estructura. Del mismo modo, la salida de la
nueva unidad tiene una cantidad de conexiones ha-
cia la parte vieja de mi cerebro. De esta manera su
actividad puede ser controlada, e integrada a la to-
talidad de mi actividad neurológica.»
—Hay otras dos cuestiones —dijo McNeil—.
¿Cómo recarga de energía su materia neurológica?
En el caso humano esto se hace mediante el torrente
sanguíneo. ¿Tiene usted algún equivalente a nues-
tro torrente sanguíneo? Y segundo, ¿cuál sería el ta-
maño aproximado de las unidades que usted cons-
truye?
Llegó la respuesta:

297
 La nube negra
«El tamaño varía de acuerdo al propósito parti-
cular para el que se diseña la unidad. El sólido sub-
yacente puede variar desde, digamos, medio metro a
varios centenares de metros.
»Y sí, tengo un equivalente al torrente sanguíneo.
Un flujo de gas que recorre constantemente las uni-
dades que me componen mantiene la provisión de
sustancias adecuadas. Sin embargo, el flujo lo man-
tiene una bomba electromagnética en lugar de un
‘corazón’. Quiero decir que la bomba es de naturaleza
inorgánica. Éste es otro recurso que siempre suminis-
tramos cuando implantamos nueva vida. El gas fluye
desde la bomba a una reserva de alimentos químicos,
luego pasa por mi estructura neurológica que absorbe
los diversos materiales necesarios para el funciona-
miento de mi cerebro. Estos materiales también depo-
sitan los productos de desecho en el gas. El gas viaja
entonces de regreso a la bomba, pero antes pasa por
un filtro que quita los productos desechables, un fil-
tro bastante parecido a sus riñones.
»Existe una ventaja importante en el hecho de te-
ner corazón, riñones y sangre esencialmente inorgá-
nicos en su modo de operación. Los desperfectos se
pueden remediar fácilmente. Si mi ‘corazón’ funcio-
na mal, simplemente lo cambio por un ‘corazón’ de
repuesto que siempre tengo a disposición. Si mis
‘riñones’ no funcionan, no me muero como le pasó a
su músico Mozart. Nuevamente, uso ‘riñones’ de re-
puesto. Y puedo hacer ‘sangre’ nueva en grandes can-
tidades.»

298
 La nube negra
Poco después Joe salió del aire.
—Lo que me sorprende es la asombrosa similitud
en los principios que mantienen la vida —hizo notar
McNeil—. Los detalles son por supuesto enorme-
mente diferentes: gas en lugar de sangre, corazón y
riñones electromagnéticos, y así. Pero la lógica del
diseño es la misma.
—Y la lógica de la construcción de cerebro parece
tener alguna relación con nuestra programación de
computadoras —dijo Leicester—. ¿Te diste cuenta,
Chris? Casi parecía el diseño de alguna nueva su-
brutina.
—Creo que las similitudes son genuinas. Oí decir
que la articulación de la rodilla de una mosca es
muy similar en su diseño a la nuestra. ¿Por qué?
Porque sólo hay una manera buena de construir una
articulación de rodilla. Del mismo modo, sólo hay
una lógica, y una manera de diseñar el esquema ge-
neral de la vida inteligente.
—Pero ¿por qué crees que debería existir esta
única lógica? —preguntó McNeil a Kingsley.
—Es un poco difícil de explicar, para mí, porque
me lleva al punto más cercano a la expresión de un
sentimiento religioso a que puedo llegar. Sabemos
que el Universo posee alguna estructura interna bá-
sica, esto es lo que nuestra ciencia encuentra o trata
de encontrar. Tendemos a darnos una suerte de pal-
madita moral en la espalda cuando contemplamos
nuestros éxitos en ese sentido, como si dijéramos
que el Universo está siguiendo nuestra lógica. Pero
299
 La nube negra
esto es lo mismo que poner el carro delante del caba-
llo. No es el Universo el que sigue nuestra lógica, so-
mos nosotros los que estamos construidos de acuer-
do con la lógica del universo. Y esto nos lleva a los
que podría llamar una definición de la vida inteli-
gente: algo que refleja la estructura básica del Uni-
verso. Nosotros la reflejamos, y también Joe, y por
eso nos parece que tenemos tanto en común, por eso
podemos conversar sobre algo como una base co-
mún, aunque seamos tan ampliamente distintos en
el detalle de nuestra construcción. Los dos estamos
construidos de un modo que refleja el diseño interior
del Universo.
—Estos políticos de mierda todavía están tratan-
do de entrar. Maldito sea, voy a apagar esas luces —
dijo Leicester.
Fue hasta el banco de luces que monitoreaba las
diversas transmisiones recibidas. Un minuto des-
pués volvió a su asiento, muerto de risa.
—Esto sí que está bueno —dijo entre hipos—.
Me olvidé de cortar la salida de nuestra conversa-
ción en diez centímetros. Escucharon todo lo que di-
jimos: la referencia de Alexis al Kremlin, la frase de
Chris sobre enmudecer sus gargantas. ¡No me sor-
prende que estén furiosos! La cosa está que arde,
ahora.
Nadie sabía muy bien qué hacer. Al final
Kingsley caminó hacia la consola de control. Movió
una cantidad de interruptores, y dijo ante un micró-
fono:
300
 La nube negra
—Aquí Nortonstowe, habla Christopher King-
sley. Si alguien tiene algún mensaje, adelante con
él.
—¡Así que ahí están, Nortonstowe, por fin! He-
mos tratado de comunicarnos con ustedes durante
las últimas tres horas.
—¿Quién habla?
—Grohmer, secretario de defensa de los Estados
Unidos. Debería saber, señor Kingsley, que está ha-
blando con un hombre muy enojado. Espero una ex-
plicación sobre la intolerable conducta de esta no-
che.
—Entonces me temo que va a seguir esperando.
Le voy a conceder otros treinta segundos, y si sus
expresiones no han adquirido para entonces alguna
forma razonablemente coherente, tendré que volver
a cortar la comunicación.
La voz se volvió más calma, y más amenazante:
—Señor Kingsley, ya he tenido noticia de su insu-
frible falta de colaboración, pero esta es la primera
vez que me encuentro personalmente con ella. Para
su información, tengo el propósito de que sea la últi-
ma vez. Esta no es una amenaza. Simplemente le es-
toy diciendo, aquí y ahora, que en breve usted será
removido de Nortonstowe. Cuál será su próximo des-
tino es algo que dejo librado a su imaginación.
—Espero sinceramente que en sus planes para
conmigo, señor Grohmer, haya dado la debida consi-
deración a un punto muy importante.
301
 La nube negra
—¿Y cuál es ese punto, si puedo saber?
—Que está a mi alcance borrar del mapa todo el
continente americano. Si usted duda de esta afirma-
ción pregúntele a sus astrónomos qué pasó con la Lu-
na en la noche del 7 de agosto. También le conven-
dría tener en cuenta que puedo llevar a la práctica
esta amenaza en mucho menos de cinco minutos.
Kingsley manipuló un grupo de interruptores, y
las luces de la consola de control se apagaron. Mar-
lowe estaba pálido, y mostraba gotitas de sudor sobe
la frente y el labio superior.
—Chris, eso no estuvo bien, no estuvo bien —
decía.
Kingsley estaba verdaderamente alterado.
—Lo siento, Geoff. En ningún momento mientras
hablaba se me ocurrió que los Estados Unidos son
tu país. Repito que lo siento, pero a modo de excusa
deberías saber que lo mismo le habría dicho a Lon-
dres, o a Moscú, o a cualquiera.
Marlowe movió la cabeza.
—No me malinterpretes, Chris. No planteo obje-
ciones por el hecho de que los Estados Unidos sean
mi país. En todo caso, yo sé que sólo estabas fanfa-
rroneando. Lo que me preocupa es que la fanfarro-
nada pueda convertirse en algo desgraciadamente
peligroso.
—Tonterías. Le das demasiada importancia a
una tormenta en un vaso de agua. Todavía no te has
302
 La nube negra
hecho a la idea de que los políticos son importantes
sólo porque los diarios así te lo dicen. Probablemen-
te se den cuenta de que puedo estar fanfarroneando,
pero mientras exista tan solo la posibilidad de que
logre cumplir mi amenaza van a terminar con los
aprietes. Ya vas a ver.
Pero en este punto Marlowe tenía razón y King-
sley estaba equivocado, como los acontecimientos
pronto iban a demostrar.

303
Capítulo XI
Los cohetes de hidrógeno

Kingsley fue arrancado del sueño unas tres ho-


ras más tarde.
—Lamento despertarte, Chris, pero ha ocurrido
algo importante —dijo Harry Leicester. Cuando es-
tuvo seguro de que Kingsley se había despabilado lo
suficiente, prosiguió—: Hay una llamada de Londres
para Parkinson.
—No han perdido tiempo, por cierto.
—No podemos permitir que la reciba, ¿no? Sería
un riesgo demasiado grande.
Kingsley permaneció callado un momento. Ense-
guida, evidentemente luego de haber tomado una
decisión, dijo:
—Creo que debemos correr el riesgo, Harry, pero
estaremos con él cuando reciba la llamada. Debemos
asegurarnos de que no deje escapar nada. El punto
es el siguiente. Aunque no tengo dudas de que el
largo brazo de Washington podría llegar hasta Nor-
tonstowe, no puedo creer que nuestro gobierno tole-
re que le digan lo que tiene que hacer en su propio
territorio. Por lo tanto, empezamos con la ventaja de
cierta simpatía de nuestra propia gente. Si impedi-
 La nube negra
mos a Parkinson recibir la llamada, podemos anular
esa ventaja de entrada. Vayamos a verlo.
Una vez que despertaron a Parkinson y le avisa-
ron de la llamada, Kingsley dijo:
—Mire, Parkinson, le voy a hablar con franque-
za. Hasta el momento, y siguiendo nuestras propias
reglas, hemos jugado este juego de manera bastante
limpia. Es cierto que planteamos un montón de con-
diciones cuando vinimos aquí, y que hemos insistido
en que esas condiciones fuesen respetadas. Pero a
cambio hemos suministrado genuinamente a su gen-
te la mejor información que tuvimos a nuestro al-
cance. Una vez más, es cierto que no siempre estuvi-
mos acertados, pero la razón de nuestros errores só-
lo ahora se ha vuelto clara. Los norteamericanos
instalaron un centro similar, que fue manejado se-
gún los términos de los políticos, no en los términos
de los científicos, y la cantidad de información que
surgió de ese centro fue inferior a la suministrada
por Nortonstowe. De hecho, usted sabe muy bien
que si no hubiera sido por nuestra información el
saldo de muertes en los últimos meses habría sido
mucho más vasto de lo que fue.
—¿A dónde lleva todo esto, Kingsley?
—Simplemente, le estoy mostrando que por más
que a veces haya parecido lo contrario, hemos jugado
con mucha limpieza. Hemos jugado tan limpio que
hasta revelamos la verdadera naturaleza de la Nube,
y compartimos la información recibida de ella. Pero
donde yo no quiero ceder es en la idea de perder va-
305
 La nube negra
lioso tiempo de comunicación. No podemos esperar
que la Nube dedique un tiempo infinito a conversar
con nosotros, tiene peces más gordos en la sartén. Y
lo que de ninguna manera voy a permitir, mientras
pueda hacerlo, es que el tiempo que podamos conse-
guir se pierda en charlatanería política. Todavía te-
nemos mucho para aprender. Además, si los políti-
cos empezaran con sus historias de Ginebra, y a dis-
cutir agendas, lo más probable es que la Nube se ca-
lle para siempre. No va a perder su tiempo hablando
con idiotas incoherentes.
—Nunca deja de halagarme la opinión que tiene
de nosotros. Pero todavía no veo a dónde conduce to-
do esto.
—Conduce a lo siguiente. Londres lo llama, y no-
sotros vamos a estar allí cuando usted les responda.
Si usted desliza una palabra de duda sobre mi suge-
rencia de una alianza entre nosotros y la Nube le
voy a golpear la cabeza con un caño. Vamos, y ter-
minemos con esto.
Resultó que Kingsley había malinterpretado en
cierto punto la situación. Todo lo que el primer mi-
nistro quería saber de Parkinson en realidad era si
en su opinión había alguna duda de que la Nube po-
dría borrar del mapa un continente si realmente lo
deseaba. Parkinson no tuvo dificultades para dar su
respuesta. Dijo con toda honestidad y sin dudar que
tenía todas las razones para creer que así era. Esto
conformó al primer ministro, y después de algunos
comentarios al margen desapareció de la línea.
306
 La nube negra
—Muy extraño —le dijo Leicester a Kingsley una
vez que Parkinson hubo regresado a su cama—. De-
masiado Clausewitz —prosiguió—. Sólo les interesa
el poder de fuego.
—Sí, aparentemente nunca se les ocurrió que al-
guien podría poseer un arma devastadora y sin em-
bargo abstenerse de usarla.
—Particularmente en un caso como éste.
—¿Qué quieres decir, Harry?
—Bueno, ¿no es axiomático que cualquier inteli-
gencia no humana debe ser malvada?
—Supongo que sí. Ahora que lo pienso, el noven-
ta y nueve por ciento de las narraciones sobre inteli-
gencias no humanas las tratan como completamente
malignas. Siempre supuse que se debía a que es
muy difícil inventar un villano realmente convincen-
te, pero tal vez hay algo más profundo.
—Bueno, la gente siempre se asusta de lo que no
comprende, y no creo que los muchachos de la políti-
ca hayan entendido mucho de lo que ha venido ocu-
rriendo. Con todo, se puede pensar que ya se dieron
cuenta de que andamos como compinches con el vie-
jo Joe, ¿no te parece?
—A menos que lo hayan interpretado como evi-
dencia de un pacto con el diablo.
***
Lo primero que hizo el gobierno norteamericano
después de la amenaza de Kingsley, y después de
307
 La nube negra
que Londres hubiera confirmado el potencial poder
destructivo de la Nube, fue asignarle prioridad abso-
luta a la construcción de un transmisor y receptor
de un centímetro según el diseño de Nortonstowe
(que tenían a su disposición gracias a la información
suministrada por Nortonstowe con anterioridad).
Tan excelente era la habilidad técnica estadouni-
dense que el trabajo se completó en un plazo extre-
madamente breve. Pero el resultado resultó ser en-
teramente decepcionante. La Nube no respondía a
las transmisiones norteamericanas, ni se pudo in-
terceptar mensaje alguno dirigido por la Nube a
Nortonstowe. Había razones distintas para esos fra-
casos. La imposibilidad de interceptar respondía a
una seria dificultad técnica. Una vez que las comu-
nicaciones entre la Nube y Nortonstowe adquirieron
un ritmo conversacional no había necesidad de una
transmisión muy rápida de información, como sí la
hubo durante el período en que la Nube estuvo
aprendiendo nuestro conocimiento científico y nues-
tros patrones culturales humanos. Esto permitió
que el ancho de banda de la transmisión pudiera re-
ducirse enormemente, lo que era deseable desde el
punto de vista de la Nube, dado que de ese modo se
reducía en gran medida la interferencia con los
mensajes de otros habitantes de la galaxia. En reali-
dad era tan estrecho el ancho de banda y tan baja la
potencia empleada en las transmisiones que los nor-
teamericanos fueron absolutamente incapaces de
descubrir la longitud de onda correctamente exacta
sobre la que habría podido operar la intercepción.
308
 La nube negra
La razón por la que la Nube no respondía las trans-
misiones estadounidenses era más simple. La Nube
no respondía a menos que una señal correctamente
codificada se transmitiera a la cabeza de un mensa-
je, y el gobierno norteamericano no poseía el código.
***
El fracaso en el terreno de las comunicaciones
llevó a perseguir otros planes. La naturaleza de esos
planes causó conmoción en Nortonstowe. La noticia
llegó a través de Parkinson, quien una tarde irrum-
pió en la oficina de Kingsley.
—¿Por qué hay tantos tontos en el mundo? —
exclamó en tono más bien destemplado.
—Bueno, parece que finalmente ha visto la luz,
¿no? —fue todo el comentario de Kingsley.
—Y usted es uno de ellos, Kingsley. Ahora esta-
mos metidos en un lío increíble, gracias a su imbeci-
lidad, combinada con el cretinismo mental de Wa-
shington y Moscú.
—¡Venga, Parkinson, tómese una taza de café y
cálmese!
—Váyase al diablo con la taza de café. Escuche
esto. Volvamos a la situación de 1958 antes de que
nadie hubiese oído hablar de la Nube. Usted se
acuerda de la carrera armamentista, cuando los Es-
tados Unidos y los soviéticos competían furiosamen-
te para ver quién podía producir primero un cohete
intercontinental, dotado por supuesto de ojivas de
hidrógeno. Y como científico usted se da cuenta de
309
 La nube negra
que disparar un cohete a diez o doce mil kilómetros,
desde un punto de la superficie terrestre a otro, es
un problema más o menos similar que disparar un
cohete desde la Tierra al espacio.
—Parkinson, no querrá decirme que…
—Le estoy diciendo que tanto en los Estados
Unidos como en Rusia los trabajos sobre este proble-
ma han avanzado mucho más lejos que lo que el go-
bierno británico pudo advertir. Apenas hace uno o
dos días que nos enteramos. Sólo nos enteramos
cuando el gobierno norteamericano y los soviéticos
anunciaron que habían disparado cohetes, los ha-
bían disparado contra la Nube.
—Qué tontos increíbles. ¿Cuándo ocurrió esto?
—En el curso de la semana pasada. Aparente-
mente hubo una competencia secreta de la que nada
supimos. Los Estados Unidos trataron de sacar ven-
taja a los soviéticos, y viceversa, por supuesto. Es-
tán ansiosos por demostrarse uno al otro lo que son
capaces de hacer, aparte de matar a la Nube.
—Mejor llamemos a Marlowe, Leicester y Alexan-
drov, y veamos qué se puede salvar del naufragio.
McNeil estaba hablando en ese momento con
Marlowe, de modo que él también se sumó al grupo
al empezar la reunión. Luego de que Parkinson hu-
biese contado nuevamente su historia, Marlowe dijo:
—Finalmente sucedió. Esto es lo que temía cuan-
do me enojé contigo el otro día, Chris.
—¿Quieres decir que lo previste?
310
 La nube negra
—Oh, no exactamente esto, por lo menos con los
detalles que se conocen. No tenía idea de hasta dón-
de serían capaces de llegar con sus miserables cohe-
tes. Pero sentía en los huesos que algo así podía pa-
sar. Te das cuenta, Chris, tú eres demasiado lógico.
No entiendes a la gente.
—¿Cuántos cohetes se dispararon? —preguntó
Leicester.
—Según la información que tenemos, más de
cien desde los Estados Unidos, y tal vez unos cin-
cuenta desde Rusia.
—Bueno, no me parece que sea muy importante
—hizo notar Leicester—. La energía de cien bombas
de hidrógeno puede parecernos mucha a nosotros,
pero con seguridad es apenas microscópica compara-
da con la energía de la Nube. Me parece que todo es-
to es más estúpido que tratar de matar a un rinoce-
ronte con un escarbadientes.
—Según lo que yo entiendo, no están tratando de
volar la Nube en pedazos, ¡están tratando de enve-
nenarla!
—¡Envenenarla! ¿Cómo?
—Con materiales radiactivos. Escucharon cuan-
do la Nube describió lo que podría ocurrir si mate-
riales radiactivos atravesaban su pantalla. Consi-
guieron esa información de las declaraciones de la
propia Nube.
—Sí, supongo que algunos centenares de tonela-
das de materia altamente radiactiva podría ser una
historia diferente.
311
 La nube negra
—Partículas radiactivas inician ionización en lu-
gar equivocada. Descargas, más ionización, y toda
maldita cosa sale volando por aire —dijo Alexan-
drov.
Kingsley asintió.
—Todo se remonta al viejo asunto de que noso-
tros trabajamos en CC y la nube en CA. Para traba-
jar en un sistema de CA se necesitan altos voltajes.
Nosotros no tenemos altos voltajes en el cuerpo, y es
por eso que estamos obligados a trabajar en CC. Pe-
ro la Nube debe tener altos voltajes para operar sus
comunicaciones CA en grandes distancias. Y si hay
altos voltajes, unas pocas partículas electrificadas
en los lugares indebidos, entre la materia aislante,
pueden causar un lío del demonio, como diría Alexis.
De paso, Alexis, ¿qué opinas de todo esto?
El ruso logró ser más lacónico que lo habitual.
—No gusta —dijo.
—¿Y qué hay de la pantalla de la Nube? ¿No im-
pedirá el paso de esas cosas? —preguntó Marlowe.
—Creo que ahí es donde aparece la parte des-
agradable del plan —repuso Kingsley—. La pantalla
probablemente opera sobre gases, no sobre sólidos,
de modo que no va a detener los cohetes. Y no habrá
ningún material radiactivo antes de que exploten, y
me parece que la idea es que no exploten antes de
haber atravesado la pantalla.
Parkinson lo confirmó.
312
 La nube negra
—Así es —dijo—. Están preparados para hacer
impacto contra cualquier cuerpo sólido importante.
De modo que irán derecho a los centros neurológicos
de la Nube. Por lo menos esa es la idea.
Kingsley se levantó y comenzó a dar zancadas de
un lado al otro de la habitación, hablando mientras
caminaba.
—Aún así es un plan de perros rabiosos. Consi-
deren las objeciones. Primero, tal vez no funcione, o
supongamos que funcione lo suficiente como para
irritar seriamente a la Nube pero sin matarla. En-
tonces vendrán las represalias. Toda la vida en la
Tierra podría ser borrada con tan pocos reparos co-
mo los que ponemos para aplastar una mosca. Nun-
ca me pareció que la Nube tuviera algún entusiasmo
real por la vida o los planetas.
—Pero siempre sonó muy razonable en las discu-
siones —dijo Leicester.
—Sí, pero un mal dolor de cabeza podría cambiar
su punto de vista. En todo caso, no puedo creer que
las conversaciones con nosotros hayan ocupado más
que una pequeña fracción de todo el cerebro de la
Nube. Probablemente esté haciendo mil y una cosas
al mismo tiempo. No, no creo que tengamos la más
mínima razón para creer que va a reaccionar ama-
blemente. Y ése es sólo el primer riesgo. Habrá un
riesgo igualmente grave si logran matar a la Nube.
La ruptura de su actividad neurológica habrá de
conducir a los más aterradores estallidos, lo que po-
dríamos llamar estertores agónicos. Desde un punto
313
 La nube negra
de vista terrestre, la cantidad de energía a disposi-
ción de la Nube es simplemente colosal. En caso de
una muerte súbita, toda esta energía quedará en li-
bertad, y una vez más nuestras posibilidades de su-
pervivencia serán en extremo remotas. Sería como
estar encerrado en un establo con un elefante enfu-
recido, sólo que incomparablemente peor, para usar
una expresión irlandesa. Finalmente, y abrumado-
ramente, si matan a la Nube y somos lo bastante
afortunados de sobrevivir contra toda probabilidad,
tendremos que vivir permanentemente con un disco
de gas alrededor del Sol. Y como todos saben, no va
a ser agradable para nada. De modo que, por donde
se lo mire, parece imposible entender este asunto.
¿Puede usted, Parkinson, entender su psicología?
—Por extraño que parezca, creo que sí. Como
Geoff Marlowe decía hace unos momentos, usted
siempre discurre lógicamente, Kingsley, y no es lógi-
ca lo que necesita ahora, es comprensión de la gente.
Empecemos por su último punto. Por lo que sabemos
de la Nube, tenemos todas las razones para creer que
va a permanecer alrededor del Sol entre cincuenta y
cien años. Para la mayoría de la gente es lo mismo
que decirle que se va a quedar para siempre.
—No lo es en absoluto. Dentro de cincuenta años
habrá un cambio considerable en el clima de la Tie-
rra, pero no será el mismo cambio drástico que se
produciría si la Nube se quedara aquí permanente-
mente.
—No lo dudo. Lo que digo es que para la gran
mayoría de la gente lo que ocurra dentro de cincuen-
314
 La nube negra
ta años, o cien años si prefiere, no tiene la menor
importancia. Y voy a ocuparme de sus otros dos
puntos, aceptando los graves riesgos que usted ha
mencionado.
—Entonces, usted acepta mi argumento.
—No lo acepto ni nada parecido. ¿En qué circuns-
tancias seguiría usted una política que supusiera
grandes riesgos? No, no trate de responder. Yo se lo
diré. La respuesta es que usted seguiría una política
peligrosa si todas las alternativas parecieran peores.
—Pero las alternativas no son peores. Estaba la
alternativa de no hacer nada, que no suponía riesgo
alguno.
—¡Se habría corrido el riesgo de que usted se
convirtiera en dictador del mundo!
—¡Patrañas, hombre! Yo no estoy hecho de la
materia que están hechos los dictadores. Mi único
rasgo agresivo es que no puedo soportar a los tontos.
¿Acaso parezco un dictador?
—Sí lo pareces, Chris —dijo Marlowe—. No para
nosotros, no —prosiguió rápidamente antes de que
Kingsley estallara—, pero para Washington proba-
blemente sí. Cuando un hombre empieza a hablarles
como si fueran escolares retardados, y cuando pare-
ce que ese mismo hombre posee un poder físico
inefable, bueno no se les puede culpar de sacar con-
clusiones.
—Y hay otra razón por la que nunca llegarían a
una conclusión que no fuera ésa —agregó Parkin-
315
 La nube negra
son—. Permítanme contarles la historia de mi vida.
Estudié en las escuelas adecuadas, escuela prepara-
toria y escuela pública. En esas escuelas a los chicos
más brillantes se los alienta generalmente a estudiar
los clásicos y, aunque no debiera ser yo quien lo dice,
eso es lo que ocurrió conmigo. Gané una beca para
Oxford, allí me fue razonablemente bien, y a los vein-
tiún años me encontré con la cabeza llena de conoci-
mientos imposibles de ser colocados en el mercado,
por lo menos si uno no es muy listo, y yo no era tan
listo. De modo que ingresé en el Servicio Civil Admi-
nistrativo, cuya carrera me condujo por etapas a mi
posición actual. La moraleja de mi historia vital es
que me metí en política de manera totalmente acci-
dental, no porque me lo hubiera propuesto. Esto les
pasa también a otros: no soy un caso único ni preten-
do serlo. Pero nosotros, los ejemplares accidentales,
somos la minoría, y por lo general no ocupamos los
cargos más influyentes. La gran mayoría de los polí-
ticos están donde están porque quieren estar, porque
les gusta la atención pública, porque les encanta la
idea de administrar a las masas.
—¡Esto es toda una confesión, Parkinson!
—¿Entiende ahora lo que quiero decir?
—Estoy empezando a ver detrás de un vidrio os-
curo. Usted quiere decir que la conformación mental
de un político prominente probablemente es tal que
ni por casualidad se le puede cruzar por la cabeza
que exista alguien para quien la perspectiva de con-
vertirse en dictador sea una cosa desagradable.
316
 La nube negra
—Sí, lo veo claramente, Chris —se rió Leicester—.
Chanchullos por todas partes, ejecuciones nada más
que para divertirse, ninguna hija o esposa a salvo.
Debo decir que estoy contento de estar en esto.
—¿Estar en esto? —dijo el ruso con cierta sorpre-
sa—. Probablemente corten gañote.
—¡Sí, Alexis, no nos vamos a meter en eso justo
ahora!
—Algunas cosas se están aclarando un poco,
Parkinson —Kingsley volvió a caminar de un lado a
otro—. Todavía no comprendo, sin embargo, por qué
la perspectiva de que nosotros seamos los dictadores
del mundo, ridícula como sabemos que es, debería
parecer una alternativa peor que este rumbo terri-
ble que han seguido en la práctica.
—Para Kremlin, perder poder lo peor —dijo Ale-
xis.
—Como de costumbre, Alexis lo dice en pocas pa-
labras —repuso Parkinson—. Perder el poder, total
y absolutamente, es la perspectiva más terrible que
se le puede plantear a un político. Por encima de
cualquier otra cosa, sin excepciones
—Parkinson, usted me sorprende. Lo digo en se-
rio. Sabe Dios que tengo escasa estima por los políti-
cos, pero me resulta inconcebible creer que incluso la
más mezquina de las personas ponga sus ambiciones
personales por encima del destino de toda la especie.
—¡Oh, mi querido Kingsley, qué poco entiende a
sus congéneres! Usted conoce la frase bíblica: “No
317
 La nube negra
dejes que tu mano derecha sepa lo que hace tu mano
izquierda”. ¿Se da cuenta de lo que significa? Signi-
fica mantener sus ideas en lindos compartimentos
estancos, y nunca permitir que interactúen o se con-
tradigan entre sí. Significa que uno puede ir a la
iglesia un día a la semana y pecar a gusto los otros
seis. No crea que alguien ve esos cohetes como un
factor potencial de extinción para la humanidad. Ni
en sueños. Es más bien a la inversa, un golpe audaz
contra un invasor que ya ha destruido comunidades
enteras y llevado incluso a las naciones más fuertes
al borde del desastre. Es la respuesta desafiante de
determinadas democracias a las amenazas de un ti-
rano potencial. No, estoy bromeando. Lo digo muy
en serio. Y no olvide lo que dijo Harry Leicester: “ni
esposa ni hija a salvo”. También hay un poco de eso.
—¡Pero esto es absolutamente ridículo!
—Para nosotros, sí. Para ellos, no. Es muy fácil
leer lo que uno quiere en lo que otras personas dicen.
—Francamente, Parkinson, creo que todo este
asunto le ha hecho perder el buen sentido. Las cosas
no pueden ser tan malas como usted cree. Hay un
punto que lo demuestra. ¿Cómo es que se enteró de
esos cohetes? Fue Londres, ¿no dijo eso?
—Fue Londres.
—Obviamente allí hay algún resto de decencia.
—Lamento decepcionarlo, Kingsley. Es cierto
que no puedo probar acabadamente mi argumento,
pero se me ocurre que esta información jamás ha-
318
 La nube negra
bría llegado a nosotros si el gobierno británico hu-
biese tenido la posibilidad de unirse a los norteame-
ricanos y los soviéticos. Ocurre que no tenemos
cohetes para lanzar. Tal vez usted llegue a darse
cuenta de que este país probablemente sufriría me-
nos que otros de su presunto ascenso a la domina-
ción del mundo. Podemos creer lo que más nos gus-
te, pero Gran Bretaña está descendiendo sostenida
y rápidamente por la escalera del poder mundial.
Tal vez no sería de todo malo para los gobernantes
británicos ver que los Estados Unidos, los soviéticos,
China, Alemania y el resto sean obligados a marcar
el paso por un grupo de hombres domiciliados en
Gran Bretaña. Tal vez crean que pueden brillar con
más fuerza en el reflejo de su gloria —o si prefiere
de nuestra gloria— que lo que brillan ahora. Tal vez
supongan efectivamente que cuando se trate de
cuestiones administrativas puedan embaucarlo para
que les deje el control efectivo en sus manos.
—Por extraño que parezca, Parkinson, hubo oca-
siones en que me convencí a mí mismo de ser excesi-
vamente cínico.
Parkinson se rió.
—Por una vez en la vida, Kingsley, querido ami-
go, le voy a hablar con la franqueza brutal con la
que debieron haberle hablado hace muchos años. En
términos de cinismo usted es un fiasco, un fracaso,
un simple aficionado. En el fondo, y lo digo con la
mayor seriedad, usted es un idealista soñador.

319
 La nube negra
Los interrumpió la voz de Marlowe.
—Cuando hayan terminado de analizarse a sí
mismos, ¿no les parece que deberíamos prestarle
cierta consideración a lo que deberíamos hacer?
—Como maldita obra de Chejov —gruñó Alexan-
drov.
—Pero interesante, y no carente de agudeza —
comentó McNeil.
—Oh, no es nada difícil saber qué es lo que debe-
ríamos hacer, Geoff. Deberíamos llamar a la Nube y
contarle. Es lo único que corresponde hacer, desde
todo punto de vista.
—Estás absolutamente convencido de eso, ¿no,
Chris?
—No creo que haya posibilidad de duda. Voy a
plantear primero la razón más egoísta. Probable-
mente podamos evitar el peligro de ser aniquilados,
porque probablemente la Nube no se sienta del todo
furiosa si le avisamos. Pero a pesar de lo que Par-
kinson ha estado diciendo, creo sin embargo que ha-
ría lo mismo aunque no existiera ese motivo. Aun-
que suene raro, y la palabra no exprese lo que ver-
daderamente quiero decir, creo que es la respuesta
humana. Pero, para ser prácticos, me parece que es
algo que deberíamos resolver por consenso o, si no
logramos ponernos de acuerdo, entonces por el voto
de la mayoría. Probablemente podríamos debatir so-
bre el tema durante horas, pero me imagino que to-
dos lo estuvimos pensando durante la última hora.
320
 La nube negra
¿Qué les parece si hacemos una rápida votación sim-
plemente por hacerla. ¿Leicester?
—A favor.
—¿Alexandrov?
—Avisen bastardo. Nos va degollar igual.
—¿Marlowe?
—De acuerdo.
—¿McNeil?
—Sí.
—¿Parkinson?
—De acuerdo.
—Por simple curiosidad, Parkinson, y aunque in-
curramos un poco más en Chejov, ¿podría decirnos
por qué está de acuerdo? Desde el día en que nos co-
nocimos hasta esta mañana tuve la impresión de
que nos mirábamos uno al otro desde los lados
opuestos de la cerca.
—Así era, porque yo tenía un trabajo que hacer,
y lo hice de la manera más leal que pude. Hoy, tal
como veo las cosas, quedé liberado de esa antigua
lealtad, que fue superada por una lealtad más am-
plia y más profunda. Tal vez estoy abriendo un flan-
co para la acusación de idealista soñador, pero ocu-
rre que estoy de acuerdo con todo lo que usted dijo e
implicó sobre nuestro deber hacia la especie huma-
na. Y coincido con lo que dijo sobre el curso de ac-
ción humano.
321
 La nube negra
—¿Entonces está decidido que llamemos a la Nu-
be y la pongamos al tanto de la existencia de esos
cohetes?
—Deberíamos consultar a algunos de los demás,
¿no te parece? —sugirió Marlowe.
Kingsley repuso:
—Puede parecer muy dictatorial decir que no,
Geoff, pero yo me opondría a cualquier ampliación
de esta discusión. En principio creo que si consultá-
ramos a todos y se llegara a una decisión en contra-
rio, yo no la aceptaría: aquí apareció el dictador, ya
lo sé. Pero también está el punto mencionado por
Alexis, que todos podríamos terminar degollados con
toda facilidad. Hasta ahora, hemos desobedecido a
todas las autoridades reconocidas, pero lo hemos he-
cho de manera medio humorística. Cualquier inten-
to de acusarnos de alguna violación de la ley segura-
mente sería rechazado en la corte a carcajadas. Pero
éste es un guiso de otra clase. Si pasáramos a la Nu-
be lo que podría describir como información militar
estaríamos asumiendo una responsabilidad a todas
luces grave, y me opongo a que se convoque a mu-
chas personas a compartir esa responsabilidad. No
me gustaría que Ann, por ejemplo, tuviese algo que
ver en ello.
—¿Usted qué piensa, Parkinson? —preguntó
Marlowe.
—Estoy de acuerdo con Kingsley. Recuerden que
en definitiva nosotros carecemos de poder alguno.

322
 La nube negra
No hay en verdad nada que pueda impedir a la poli-
cía venir y arrestarnos cuando se le ocurra. Por su-
puesto es cierto que la Nube podría querer apoyar-
nos, especialmente después de este episodio. Pero
también podría no quererlo, y cancelar totalmente
su comunicación con la Tierra. Corremos el riesgo
de quedarnos sin otra cosa que nuestra bravata. En
términos de bravatas, ha demostrado ser extrema-
damente buena, y no sorprende que se la hayan tra-
gado hasta ahora. Pero no podemos seguir con bra-
vatas el resto de nuestras vidas. Además, aunque
logremos enrolar a la Nube en calidad de aliado
nuestro, todavía hay una debilidad clave en nuestra
posición. Suena muy lindo decir “Puedo aniquilar el
continente americano”, pero ustedes saben perfecta-
mente bien que nunca lo harían. De modo que en to-
dos los casos no nos quedan más que bravatas.
Esta opinión tuvo un efecto ligeramente escalo-
friante en la compañía.
—Entonces es harto evidente que debemos man-
tener este asunto de avisar a la Nube en el mayor
secreto posible. Evidentemente, no debería salir de
esta reunión —hizo notar Leicester.
—El secreto no es tan sencillo como parece.
—¿Qué quiere decir?
—Se olvidan de la información que me proporcio-
nó Londres. En Londres darán por seguro que va-
mos a informar a la Nube. Esto está bien mientras
la bravata se sostenga, pero si deja de hacerlo…

323
 La nube negra
—Entonces, si lo van a dar por seguro hagámos-
lo. No veo por qué no vamos a cometer el crimen si
tenemos la certeza de recibir el castigo —intervino
McNeil.
—Sí, hagámoslo. Ya hablamos demasiado —dijo
Kingsley—. Harry, podrías preparar una explicación
grabada de todo el asunto. Después transmítela con-
tinuamente. No debes temer que sea captada por
nadie que no sea la Nube
—Bueno, Chris, preferiría que hicieras tú la gra-
bación. Hablando eres mejor que yo.
—Muy bien, de acuerdo. Empecemos.
***
Al cabo de quince horas de transmisión se recibió
una respuesta de la Nube. Kingsley fue requerido
por Leicester.
—Quiere saber por qué hemos permitido que es-
to ocurriera. No le gusta nada.
Kingsley fue al laboratorio de transmisión, tomó
un micrófono, y dictó la siguiente respuesta.
—Este ataque nada tiene que ver con nosotros.
Pensé que mi mensaje anterior había dejado eso en
claro. Usted conoce los datos esenciales concernientes
a la organización de la sociedad humana, que está di-
vidida en una variedad de comunidades que se go-
biernan solas, que ningún grupo controla las activi-
dades de los demás. Por lo tanto no puede usted su-
poner que su llegada al sistema solar es vista por los

324
 La nube negra
demás grupos de la misma manera que la vemos no-
sotros. Tal vez le interese saber que al enviar nuestro
aviso estamos arriesgando gravemente nuestra pro-
pia seguridad y tal vez incluso nuestras vidas.
—¡Jesús! No hay necesidad de empeorar las co-
sas, ¿no te parece, Chris? No vas a mejorar su esta-
do de ánimo con esa clase de discurso.
—No veo por qué no. En todo caso, si vamos a re-
cibir represalias podemos darlos el lujo de hablar
claramente.
Entraron Marlowe y Parkinson.
—Les encantará saber que Chris acaba de man-
dar a la Nube a paseo —les informó Leicester.
—Mi Dios, ¿qué necesidad tiene de meter la cu-
chara con el tratamiento de Ajax?
Parkinson dirigió a Marlowe una larga mirada.
—Ustedes saben que en cierto modo esto se pare-
ce mucho a algunas de las ideas de los griegos. Pen-
saban que Júpiter viajaba en una nube negra lan-
zando rayos. Y eso es casi casi lo que tenemos.
—Un poco raro, ¿no? Mientras no termine en tra-
gedia griega para nosotros…
Pero la tragedia estaba más cerca de lo que cual-
quiera podía suponer.
Llegó la respuesta a Kingsley:
«Mensaje y argumentos recibidos. De lo que dicen
se presume que estos cohetes no han sido lanzados
325
 La nube negra
desde las cercanías de su lugar en la Tierra. A me-
nos que escuche argumentos de ustedes en contrario
en los próximos minutos, actuaré según la decisión
tomada. Puede interesarles saber que he decidido re-
vertir el desplazamiento de los cohetes en relación
con la Tierra. En cada caso se invertirá la dirección
del desplazamiento, pero la velocidad se mantendrá
sin cambios. Esto se hará en el momento en que el
cohete haya estado en vuelo un número exacto de
días. Finalmente, una vez hecho eso, se agregará
una ligera perturbación a los desplazamientos.»
Cuando la Nube terminó, Kingsley soltó un lige-
ro silbido.
—Dios mío, qué decisión —murmuró Marlowe.
—Lo siento. No comprendo —admitió Parkinson.
—Bueno, revertir la dirección del desplazamien-
to significa que los cohetes volverán sobre sus pasos.
Todo esto en relación con la Tierra, ya lo oyeron.
—¡Quieres decir que van a hacer impacto en la
Tierra!
—Por supuesto, pero ahí no acaba la cosa. Si se
los hace regresar después de un número exacto de
días, les va a llevar el número exacto de días volver
sobre sus pasos, de modo que cuando regresen a la
Tierra van a hacer impacto exactamente en el lugar
de donde partieron.
—¿Por qué eso es así, precisamente?
—Porque tras un número exacto de días, la Tie-
rra se encontrará en el mismo lugar de su rotación.
326
 La nube negra
—¿Y a eso se refería el asunto ese de “en relación
con la Tierra”?
—Eso quiere decir que el movimiento de la Tie-
rra alrededor del Sol es tomado en cuenta —dijo
Leicester.
—Y también el movimiento del Sol alrededor de
la Galaxia —agregó Marlowe.
—De modo que esto quiere decir que los que lan-
zaron los cohetes los van a recibir de vuelta. Oh, dio-
ses, es el juicio de Salomón.
Kingsley había escuchado la conversación. En-
tonces dijo:
—Hay un detallecito adicional para usted, Par-
kinson: ese punto sobre el agregado de ligeras per-
turbaciones, que significa que no sabemos exacta-
mente dónde van a tocar tierra. Sólo lo sabemos
aproximadamente, dentro de un radio de algunos
centenares de kilómetros, o de mil kilómetros, tal
vez. Lo siento, Geoff.
Marlowe parecía más viejo de lo que Kingsley lo
recordaba.
—Pudo haber sido peor; supongo que podemos
consolarnos con eso. Gracias a Dios, los Estados
Unidos son un país grande.
—Bueno, aquí se termina nuestra idea del secre-
to —subrayó Kingsley—. Nunca creí en el secreto, y
ahora me lo arrojan a la cara. Éste es otro juicio sa-
lomónico.

327
 La nube negra
—¿Qué quieres decir con que se termina el secre-
to?
—Bueno, Harry, tenemos que avisar a Washing-
ton. Si un centenar de bombas de hidrógeno van a
caer sobre los Estados Unidos dentro de un par de
días, por lo menos deberían poder dispersar la po-
blación de las grandes ciudades.
—¡Pero si lo hacemos, tendremos al mundo ente-
ro a nuestras espaldas!
—Lo sé. Aun así, debemos correr el riesgo. ¿Qué
le parece, Parkinson?
—Creo que tiene razón, Kingsley. Tenemos que
avisarles. Pero sin cometer errores: nuestra situa-
ción será en extremo desesperada. Tendremos que
trabajar con esa bravata porque si no…
—No tiene sentido preocuparnos por el embrollo
antes de que estemos metidos en él. Lo primero es
tomar contacto con Washington. Supongo que pode-
mos confiar en que ellos le pasen la información a
los rusos.
Kingsley encendió el transmisor de diez centíme-
tros. Marlowe se adelantó resueltamente hacia él.
—Esto no va a ser fácil, Chris. Si no te importa,
prefiero hacerlo yo. Y prefiero hacerlo solo. Podría
llegar a ser una situación un poquito indigna.
—Probablemente va a ser duro, Geoff, pero si te
sientes con ganas de hacerlo, adelante. Lo dejamos
en tus manos, pero recuerda que no estaremos lejos
en caso de que necesites ayuda.
328
 La nube negra
Kingsley, Parkinson y Leicester dejaron solo a
Marlowe para que transmitiera el mensaje, un men-
saje que contendría la admisión de la mayor de las
traiciones, tal como cualquier tribunal terrestre in-
terpretaría la traición.
Marlowe estaba pálido y conmovido cuando tres
cuartos de hora más tarde se reunió con los demás.
—Por cierto que no les gustó para nada —fue to-
do lo que dijo.
***
A los gobiernos norteamericano y ruso les gustó
todavía menos que dos días después una bomba de
hidrógeno obliterara la ciudad de El Paso, y otras
cayeran, una al sudeste de Chicago y la otra en las
afueras de Kiev. Aunque en los Estados Unidos se
habían tomado urgentes medidas para dispersar to-
das las poblaciones aglomeradas, la dispersión re-
sultó necesariamente incompleta, y más de un cuar-
to de millón de personas perdieron la vida. El go-
bierno ruso no hizo el menor intento para advertir a
su gente, con la consecuencia de que las víctimas en
una ciudad rusa excedieron el total combinado de
las dos ciudades norteamericanas.
Las vidas que se pierden en un “acto de Dios”
son de lamentar, tal vez de lamentar profundamen-
te, pero no encienden nuestras pasiones más salva-
jes. Otra cosa sucede cuando las vidas se pierden
por una deliberada intervención humana. La pala-
bra “deliberada” es importante aquí. Un crimen de-

329
 La nube negra
liberado puede producir una reacción más violenta
que diez mil accidentes de tránsito. Se comprenderá
entonces por qué el medio millón de fatalidades cau-
sadas por los cohetes de hidrógeno impresionaron
más profundamente a los gobiernos mundiales que
los desastres mucho más vastos ocurridos durante el
período de la gran canícula, y durante el siguiente
período de gran frío. Estos habían sido entendidos
como “actos de Dios”. Pero a los ojos particularmen-
te del gobierno de los Estados Unidos, la muertes
por las bombas de hidrógeno fueron asesinatos, ase-
sinatos en escala gigantesca, perpetrados por un
grupito de hombres desesperados, que para gratifi-
car insaciables ambiciones se habían aliado con esa
cosa en el cielo, hombres que eran culpables de trai-
ción contra toda la especie humana. A partir de ese
momento, los responsables de Nortonstowe fueron
hombres marcados.

330
Capítulo XII
Notas de despedida

Paradójicamente, aunque el episodio de los cohe-


tes de hidrógeno les había creado una legión de
enemigos enconados e implacables, en el corto plazo
la posición de Kingsley y sus amigos resultó grande-
mente fortalecida por las mismas razones. La inver-
sión del rumbo de los cohetes había proporcionado
una prueba terrible del poder de la Nube. Fuera de
Nortonstowe, nadie dudaba ahora de que la Nube
podía causar tremenda destrucción si el grupo de
Nortonstowe se lo pedía. En Washington se llegó a
decir que aun cuando en un primer momento hubo
algunas dudas sobre la voluntad de la Nube de to-
mar partido por Kingsely, ahora ya no podía haber
ninguna, por lo menos si la Nube tenía idea de lo
que significaba un quid pro quo. Se consideró la po-
sibilidad de arrasar Nortonstowe mediante el em-
pleo de un cohete intercontinental. Aunque se des-
contaba la probabilidad de una fuerte objeción de
parte del gobierno británico, en buena medida por-
que la propia posición del gobierno británico en todo
el asunto era considerada como harto sospechosa, el
plan fue pronto abandonado. Se tuvo en cuenta que
 La nube negra
la precisión del disparo de un cohete semejante era
inadecuada para ese fin; un bombardeo frustrado, se
pensó, provocaría una rápida y temible represalia.
De manera tal vez igualmente paradójica, el indu-
dable fortalecimiento de su bravata no mejoró el áni-
mo de la gente de Nortonstowe, o por lo menos de los
que tenían conocimiento de los hechos del caso. Entre
ellos figuraba ahora Weichart, recuperado de un se-
vero ataque de gripe que lo había mantenido postra-
do durante los días críticos. Bien pronto su mente in-
quisitiva desentrañó los hechos fundamentales. Un
día se trabó en una discusión con Alexandrov que los
demás encontraron divertida. Esto fue algo inusual.
Los tiempos comparativamente despreocupados ha-
bían quedado atrás. Y no iban a volver.
—A mí me parece que esas perturbaciones de los
cohetes deben haber sido provocadas deliberada-
mente —empezó Weichart.
—¿Por qué lo dices, Dave? —preguntó Marlowe.
—Bueno, la probabilidad de que tres ciudades
hayan sido alcanzadas por un centenar de cohetes
que se movían al azar es evidentemente muy peque-
ña. Por lo tanto, debo concluir que los cohetes no su-
frieron perturbaciones casuales. Creo que deben ha-
ber sido deliberadamente guiados para que provoca-
ran impactos directos.
—Allí hay algo que objetar —intervino McNeill—.
Si los cohetes fueron guiados deliberadamente,
¿cómo es que sólo tres de ellos dieron en el blanco?

332
 La nube negra
—Tal vez sólo tres fueron guiados, o tal vez la
guía no era tan buena. No podría saberlo.
Se escuchó la risa burlona de Alexandrov.
—Podrido argumento —dijo.
—¿Qué quiere decir con “podrido argumento”?
—Inventar podrido argumento, como esto. Gol-
fista golpea pelota. Pelota cae en mata de pasto, así.
Probabilidad muy chica, muy muy chica. Millones
de matas para que caiga pelota. Así golfista no gol-
peó pelota, pelota deliberadamente guiada a mata.
Podrido argumento. ¿Sí? Como argumento de Wei-
chart.
Este fue el discurso más largo que cualquiera de
ellos había escuchado jamás de labios de Alexan-
drov.
Weichart no se amilanó Cuando las risas se apa-
garon, volvió a su tema.
—A mí me parece muy claro. Si las cosas fueran
guiadas, sería mucho más probable que alcanzaran
sus blancos que si se desplazaran al azar. Y dado
que alcanzaron sus blancos me parece igualmente
claro que hay más probabilidades de que fueran
guiadas que de que no lo fuera.
Alexandrov movió la mano en un gesto retórico.
—Podrido, ¿no?
—Lo que Alexis quiere decir, me parece —inter-
vino Kingsley—, es que no tenemos razones para su-
poner que hubo determinados objetivos. La falacia
333
 La nube negra
en el argumento sobre el golfista reside en la elec-
ción de una particular mata de pasto como objetivo,
cuando obviamente el golfista no pensó las cosas en
esos términos antes de dar su golpe.
El ruso asintió.
—Debe decir qué podrido objetivo antes de golpe,
no después de golpe. Poner camisa antes, no des-
pués.
—¿Porque sólo la predicción es importante en la
ciencia?
—Podrida verdad. Weichart predijo cohetes guia-
dos. Bueno, pregunta Nube. Única manera decidir.
No puede decidir por argumento.
Esto atrajo la atención de todos a una circuns-
tancia deprimente. Desde el asunto de los cohetes,
todas las comunicaciones desde la Nube habían ce-
sado. Y nadie se había sentido con la confianza sufi-
ciente como para llamarla.
—No me parece que la Nube recibiría con agrado
esa pregunta. Parece como si se hubiera replegado,
molesta —comentó Marlowe.
***
Pero Marlowe estaba equivocado, como descu-
brieron dos o tres días después. Recibieron un ines-
perado mensaje que decía que la Nube iba a comen-
zar a alejarse del Sol en un plazo de diez días.
—Es increíble —dijo Leicester a Parkinson y
Kingsley—. Anteriormente la Nube parecía muy se-
334
 La nube negra
gura de que iba a quedarse por lo menos cincuenta
años y tal vez más de cien.
Parkinson se mostró preocupado.
—Debo decir que ahora para nosotros la perspec-
tiva se ensombrece. Una vez que la Nube se haya
ido estamos acabados. No hay un tribunal en el
mundo que nos dé la razón. ¿Cuánto tiempo pode-
mos esperar mantener la comunicación con la Nube?
—Oh, en cuanto a la potencia de los transmiso-
res se refiere, podríamos seguir en contacto durante
veinte años o más, incluso aunque la Nube acelere a
toda velocidad. Pero según el último mensaje de la
Nube no podremos mantener contacto alguno mien-
tras esté acelerando. Parece que las condiciones
eléctricas podrían ser muy caóticas en sus capas ex-
teriores. Habrá demasiado “ruido” eléctrico para que
la comunicación sea posible. De modo que no podre-
mos hacerle llegar mensaje alguno antes que el pro-
ceso de aceleración se detenga, y eso podría llevar
varios años.
—Cielos, Leicester, ¿quiere decir que apenas nos
quedan diez días, y que después nada podremos ha-
cer durante varios años?
—Correcto.
Parkinson refunfuñó.
—Entonces estamos listos. ¿Qué podemos hacer?
Kingsley habló por primera vez.
—No mucho, probablemente. Pero por lo menos
podemos averiguar por qué la Nube ha decidido par-
335
 La nube negra
tir. Parece haber cambiado de parecer de manera
muy drástica, y debe haber alguna razón de peso pa-
ra que lo haya hecho. Vale la pena tratar de averi-
guar cuál es. Veamos qué es lo que tiene para decir.
—Tal vez no recibamos respuesta alguna —
reflexionó Leicester con tono sombrío.
Pero recibieron una respuesta:
«La respuesta a su pregunta es difícil de explicar
para mí, dado que parece tener que ver con un ámbi-
to de experiencia del cual ni yo ni ustedes sabemos
nada. En anteriores ocasiones no hemos conversado
sobre la naturaleza de las creencias religiosas huma-
nas. Me parecieron altamente ilógicas, y como enten-
dí que ustedes las veían de la misma manera, creí
que no tenía sentido plantear el tema. En términos
generales, la religión convencional, tal como muchos
humanos la entienden, es ilógica en su intento de
concebir entidades que se colocan fuera del Universo.
Dado que el Universo lo comprende todo, es evidente
que nada puede haber fuera de él. La idea de un
‘dios’ creador del Universo es un absurdo mecanicis-
ta claramente derivado de la fabricación de máqui-
nas por el hombre. Supongo que en todo esto estamos
de acuerdo.
»Sin embargo, persisten muchas cuestiones miste-
riosas. Probablemente ustedes se habrán preguntado
si existe una inteligencia de mayor escala que la pro-
pia. Ahora ya saben que existe. De manera similar,
yo me preguntaba sobre la existencia de una inteli-
gencia de mayor escala que la mía. No hay ninguna
336
 La nube negra
dentro de la Galaxia, y ninguna dentro de otras ga-
laxias por lo que puedo saber hasta ahora. Sin em-
bargo, hay evidencia firme, me parece, de que tal in-
teligencia desempeña un papel dominante en nues-
tra vida. De otro modo, ¿cómo se decide el comporta-
miento de la materia? ¿Cómo se determinan las leyes
de la física? ¿Por qué esas leyes y no otras.
»Estos problemas son de una dificultad notable,
tanto que no he sido capaz de resolverlos. Lo que es
claro, sin embargo, es que tal inteligencia, si existe,
no puede estar limitada espacial o temporalmente de
ningún modo.
»Aunque sostengo que estos problemas son de una
dificultad extrema, hay pruebas de que se los puede
resolver. Unos dos mil millones de años atrás uno de
nosotros sostuvo que había llegado a una solución.
»Se hizo una transmisión con esa pretensión, pe-
ro antes de que la solución misma pudiera ser difun-
dida, la transmisión se interrumpió abruptamente.
Se hicieron intentos para restablecer el contacto con
el individuo en cuestión, pero no tuvieron éxito. Ni se
pudo encontrar rastro físico alguno de ese individuo.
»El mismo esquema de cosas se repitió hace unos
cuatrocientos millones de años. Lo recuerdo bien,
porque se produjo poco después de mi propio naci-
miento, recuerdo haber recibido un mensaje triunfal
que decía que se había encontrado una solución para
los problemas profundos. Esperé esas soluciones
‘conteniendo el aliento’ como dicen ustedes, pero una

337
 La nube negra
vez más nada llegó. Ni tampoco se encontró rastro
alguno del individuo en cuestión.
»Esta misma secuencia de acontecimientos acaba
de reiterarse por tercera vez. Sucede que el que se
atribuyó el gran descubrimiento estaba ubicado a
poco más de dos años luz de aquí. Soy su vecino más
cercano y por lo tanto es necesario que acuda a ese
lugar sin mayor demora. Esta es la razón de mi par-
tida.»
Kingsley tomó un micrófono.
—¿Qué espera descubrir cuando llegue a la esce-
na de lo que sea que haya ocurrido? Si no entendi-
mos mal, ¿tiene usted una gran reserva de alimen-
tos?
Llegó la respuesta:
«Gracias por su preocupación. Efectivamente po-
seo una reserva de alimentos químicos. No es gran-
de, pero debería alcanzar, siempre que viaje a la ma-
yor velocidad. He considerado la posibilidad de de-
morar la partida durante varios años, pero creo que
no se justifica, dadas las circunstancias. En cuanto
a lo que espero encontrar, espero poder resolver una
vieja controversia. Se ha sostenido, a mi juicio de
manera poco plausible, que estos episodios singula-
res nacen de una condición neurológica anormal se-
guida de suicidio. No es raro que un suicidio tome la
forma de una vasta explosión nuclear que causa la
entera desintegración del individuo. Si esto es lo que
ocurrió, entonces podría explicar la imposibilidad de
338
 La nube negra
encontrar rastros materiales de los individuos invo-
lucrados en esos extraños casos.
»En el presente caso, podría tener la oportunidad
de someter esta teoría a una prueba decisiva, porque
el incidente, cualquiera haya sido, ha ocurrido tan
cerca que puedo llegar a la escena en apenas dos-
cientos o trescientos años. Este es un lapso tan breve
que los escombros de la explosión, si es que la hubo,
no deberían haberse dispersado por completo para
entonces.»
Al terminar el mensaje, Kingsley echó una mira-
da en torno del laboratorio.
—Bueno, muchachos, esta es probablemente una
de nuestras últimas oportunidades para hacer pre-
guntas. Qué les parece si hacemos una lista. ¿Algu-
na sugerencia?
—Bueno, qué le puede haber pasado a esos juan-
citos, si es que no se suicidaron. Pregúntale si tiene
alguna idea al respecto —dijo Leiceser.
—Y también nos gustaría saber si va a dejar el
sistema solar de modo tal de no dañar a la Tierra —
subrayó Parkinson.
Marlowe asintió.
—Está bien. Parece haber tres posibles proble-
mas: 1) Que recibamos la explosión de una de esas
balas de gas cuando la Nube empiece a acelerar; 2)
Que nos mezclemos con la Nube y terminemos sin
atmósfera porque nos la arrebató; 3) Que nos achi-
charremos de calor, sea por excesivo reflejo de luz
339
 La nube negra
solar desde la superficie de la Nube, como ocurrió
durante el gran calor, o por la energía liberada en el
proceso de aceleración.
—Formidable. Planteemos estas preguntas.
La respuesta de la Nube a las preguntas de Mar-
lowe fue más tranquilizadora de lo esperado.
«Tengo estos puntos vivamente presentes» —dijo—.
«Me propongo proveer una pantalla para proteger a
la Tierra en las etapas iniciales de la aceleración,
que será mucho más violenta que la desaceleración
que se produjo cuando llegué. Sin esta pantalla, que-
darían ustedes tan severamente chamuscados que
indudablemente toda la vida en la Tierra resultaría
destruida. Será necesario sin embargo que el mate-
rial de pantalla se mueva a través del Sol, cuya luz
quedará cortada tal vez durante una quincena; pero
esto, supongo, no causará ningún daño permanente.
En las últimas etapas de mi retiro habrá una cierta
cantidad de luz solar reflejada, pero este calor adi-
cional seguramente no será tan grande como debe
haberlo sido en el momento de mi llegada.
»Es difícil dar a su otra pregunta una respuesta
que sea inteligible para ustedes en el nivel actual de
su ciencia. Dicho simplemente, parece que hubiera
limitaciones inherentes de naturaleza física a la cla-
se de información que pueden intercambiar las inte-
ligencias. Se presume que existe un impedimento ab-
soluto para la comunicación de información relacio-
nada con los problemas profundos. Parece que cual-
quier inteligencia que intente transmitir tal informa-
340
 La nube negra
ción queda atrapada en el espacio, vale decir que el
espacio la envuelve de tal manera que le impide
cualquier otra comunicación de cualquier clase con
otros individuos de jerarquía similar.»
—¿Entiendes eso, Chris? —preguntó Leicester.
—No, no lo entiendo. Pero hay otra pregunta que
quiero hacer.
Kingsley formuló entonces su pregunta:
—Usted habrá notado que no hemos hecho inten-
to alguno de pedirle información concerniente a teo-
rías y datos físicos que nos son desconocidos. Esta
omisión no se debió a una falta de interés, sino a
que entendimos que en una etapa posterior se nos
presentarían amplias oportunidades para hacerlo.
Ahora parece que esas oportunidades no se presen-
tarán. ¿Tiene alguna sugerencia respecto de cómo
podemos aprovechar el poco tiempo que nos queda
de la mejor manera posible?
Llegó la respuesta:
«Esta es una cuestión a la que le he dedicado
cierta atención. Aquí hay una dificultad crucial. He-
mos mantenido nuestras conversaciones en su idio-
ma. Por lo tanto hemos debido limitarnos a ideas
que pueden ser comprendidas en términos de su len-
gua, lo que es lo mismo que decir que nos hemos li-
mitado esencialmente a hablar de las cosas que uste-
des ya conocen. No es posible una comunicación rá-
pida de conocimientos radicalmente nuevos a menos
que ustedes aprendan algo de mi lengua.
341
 La nube negra
»Esto plantea dos cuestiones, una práctica y otra
la decisiva cuestión de si el cerebro humano posee
una adecuada capacidad neurológica. Para la últi-
ma cuestión no tengo una respuesta definitiva, pero
parece haber cierta evidencia que justifique un grado
de optimismo. Las explicaciones que por lo general se
ofrecen para explicar la incidencia de hombres de ge-
nio sobresaliente parecen ciertamente equivocadas.
El genio no es un fenómeno biológico. Un chico no
posee genio al nacer: el genio se aprende. Los biólo-
gos que sostienen lo contrario ignoran los datos de
su propia ciencia, a saber que la especie humana no
ha sido elegida por su genio, y que no hay pruebas
de que el genio se transmita de padres a hijos.
»La rareza del genio debe explicarse por simple
probabilidad. Un chico debe aprender muchas cosas
antes de llegar a la vida adulta. Procesos tales como
la multiplicación de números pueden aprenderse de
diversas maneras. Vale decir, que el cerebro puede
desarrollarse de varias maneras, todas las cuales le
permiten multiplicar números, pero no todas, en mo-
do alguno, con la misma facilidad. De quienes desa-
rrollan maneras favorables se dice que son ‘buenos’
en aritmética, mientras que de quienes desarrollan
maneras ineficientes se dice que son ‘malos’ o ‘len-
tos’. Ahora, ¿qué decide cómo se desarrolla una per-
sona en particular? La respuesta es: el azar. Y el
azar explica la diferencia entre el genio y el burro. El
genio es el que ha sido afortunado en todo su proceso
de aprendizaje. El burro es lo contrario, y la persona
342
 La nube negra
ordinaria es la que no ha sido particularmente afor-
tunada ni especialmente desafortunada.»
—Me temo que soy muy burro para entender lo
que está diciendo. ¿Alguien puede explicar? —re-
clamó Parkinson durante una pausa en el mensaje.
—Bueno, admitiendo que el aprendizaje puede
darse de varias maneras, algunas mejores que otras,
supongo que se reduce a una cuestión de suerte —
repuso Kingsley—. Para trazar una analogía, es co-
mo en los pronósticos deportivos. Si el cerebro se va
a desarrollar de la manera más eficiente no sólo en
un proceso de aprendizaje sino en una docena o
más, bueno, es como acertar todos los resultados en
una tarjeta de apuestas.
—Ya veo. Y eso explica que el genio sea una ra-
reza, supongo —exclamó Parkinson.
—Sí, tan raro o más raro que los ganadores de
una apuesta completa. También explica por qué un
genio no puede transferir sus facultades a sus hijos.
La suerte no es bien heredable.
La Nube continuó con su mensaje:
«Todo esto sugiere que el cerebro humano es in-
trínsecamente capaz de un desempeño mucho mejor,
siempre que el aprendizaje sea inducido en todos los
casos de la mejor manera posible. Y esto es lo que
propondría hacer. Propondría que uno o más de us-
tedes traten de aprender mi método de pensamiento
y que éste sea inducido de la manera más provechosa
posible. Evidentemente, el proceso de aprendizaje de-
343
 La nube negra
be darse al margen de su lenguaje, de modo que la
comunicación deberá seguir adelante de un modo
muy diferente. De todos sus órganos sensoriales, los
más adecuados para la recepción de información
compleja son los ojos. Es cierto que ustedes apenas si
emplean los ojos en el lenguaje ordinario, pero el
principalmente a través de los ojos que el niño cons-
truye la imagen del intrincado mundo que lo rodea.
Y es a través de los ojos que me propongo abrir un
mundo nuevo ara ustedes.
»Mis requisitos serán comparativamente simples.
Paso a describirlos.»
Siguieron a continuación unos detalles técnicos
que fueron cuidadosamente anotados por Leicester.
Cuando la Nube hubo terminado, Leicester señaló:
—Bueno, esto no va a ser muy difícil. Una canti-
dad de circuitos de filtro y todo un banco de panta-
llas de rayos catódicos.
—Pero ¿cómo vamos a recibir la información? —
preguntó Marlowe.
—Bueno, por supuesto principalmente por radio,
luego a través de los circuitos de discriminación que
filtran diferentes partes del mensaje a las diversas
pantallas.
—Hay códigos para los diversos filtros.
—Exactamente. De modo que se pueda poner en
las pantallas alguna especie de patrón ordenado,
aunque no puedo imaginar qué vamos a sacar en
limpio de ello.
344
 La nube negra
—Mejor pongamos manos a la obra. Tenemos
muy poco tiempo —urgió Kingsley.
***
En las veinticuatro horas que siguieron se advir-
tió un notable aumento de la moral en Nortonstowe.
Un grupo comparativamente animado y expectante
se congregó la noche siguiente frente a los equipos
recién construidos.
—Está empezando a nevar —observó Barnett.
—Me parece que nos espera un invierno del de-
monio, aparte de otra quincena de noche ártica —
observó Weichart.
—¿Alguna idea acerca de toda esta pantomima?
—Ninguna. No me imagino qué se espera que
encontremos mirando esas pantallas.
—Ni yo.
El primer mensaje de la Nube causó cierta confu-
sión:
«Sería conveniente que hubiera una sola persona
involucrada, al menos para empezar. Más tarde tal
vez pueda ocuparme de instruir a otros.»
—Pero creí que todos íbamos a tener platea pre-
ferencial —subrayó alguien.
—No, está bien —dijo Leicester—. Si observan
con cuidado, verán que las pantallas están especial-
mente orientadas hacia quien ocupe esta silla en
particular, aquí. Teníamos instrucciones especiales
345
 La nube negra
sobre la disposición de los asientos. No sé qué signi-
fica, pero espero que hayamos hecho las cosas bien.
—Bueno, parece que vamos a necesitar un volun-
tario —exclamó Marlowe—. ¿Quién se quiere sentar
primero?
Hubo una larga pausa que por poco se convirtió
en un silencio embarazoso. Al final Weichart dio un
paso adelante.
—Si todos los demás son demasiado tímidos, creo
que estoy dispuesto a ser el primer conejito de In-
dias.
McNeil le dirigió una larga mirada.
—Sólo un punto, Weichart. ¿Se da cuenta de que
este asunto puede comportar un elemento de peli-
gro? ¿Esto lo tiene claro, me supongo?
Weichart se rio.
—No se preocupe por eso. No va a ser la primera
vez que me paso horas mirando pantallas de rayos
catódicos.
—Muy bien, entonces. Si está dispuesto a inten-
tarlo, por favor ocupe la silla.
—Ten cuidado con la silla, Dave. Tal vez Harry
la cableó especialmente para ti —se burló Marlowe.
Poco después, algunas luces comenzaron a par-
padear en las pantallas.
—Joe está empezando —dijo Leicester.
Era difícil decir si las luces se ajustaban a algún
patrón.
346
 La nube negra
—¿Qué dice, Dave? ¿Recibes el mensaje? —pre-
guntó Barnett.
—Nada que yo pueda comprender —repuso Wei-
chart, cruzando una pierna sobre la silla—. Parece
un revoltijo ininteligible bastante azaroso. Sin em-
bargo, seguiré tratando de encontrarle algún sentido.
El tiempo transcurrió en medio de la mayor indi-
ferencia. Buena parte del grupo perdió interés en
las luces parpadeantes. La gente se puso a charlar
entre sí y Weichart quedó bajo el cuidado de una so-
la persona. Al final Marlowe le preguntó:
—¿Cómo va eso, Dave?
No hubo respuesta.
—Eh, Dave, ¿qué pasa?
Sin respuesta.
—¡Dave!
Marlowe y McNeil se ubicaron a cada lado de la
silla de Weichart.
—Dave ¿por qué no respondes?
McNeil lo tocó en el hombro, pero tampoco obtu-
vo respuesta. Lo miraron a los ojos, que estaban fi-
jos en el primer grupo de pantallas y luego saltaron
rápidamente a otro.
—¿Qué pasa, John? —preguntó Kingsley.
—Creo que está en un estado hipnótico. No pare-
ce recibir ningún dato sensorial excepto a través de
los ojos, y estos parecen estar clavados en las panta-
llas.
347
 La nube negra
—¿Cómo pudo haber ocurrido?
—Una condición hipnótica inducida por medios
visuales no es algo para nada desconocido.
—¿Crees que fue inducido deliberadamente?
—Parece más que probable. No puedo creer que
se haya producido por accidente. Y mira los ojos. Mi-
ra cómo se mueven. Esto no es nada casual. Parece
algo hecho a propósito, muy a propósito.
—No habría afirmado que Weichart fuese un su-
jeto probable para un hipnotizador.
—Ni yo. Parece algo extremadamente poderoso,
y muy singular.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Marlowe.
—Bueno, aunque un hipnotizador humano co-
mún podría usar algún método visual para inducir
un estado hipnótico, nunca emplearía un medio pu-
ramente visual para transmitir información. Un
hipnotizador le habla al sujeto, le transmite signifi-
cado mediante palabras. Pero aquí no hay palabras.
Por eso es tan endemoniadamente extraño.
—Es curioso que hayas advertido a Dave.
¿Tenías alguna idea de que esto podría ocurrir,
McNeil?
—No, no en detalle, por supuesto. Pero algunos
experimentos recientes en neurofisiología han mos-
trado algunos efectos extremadamente raros cuando
se hace parpadear luces ante los ojos a un ritmo que
acompaña estrechamente la velocidad de barrido en
348
 La nube negra
el cerebro. Y además era obvio que la Nube no podía
hacer lo que dijo que haría a menos que ocurriera
algo particularmente notable.
Kingsley se acercó a la silla.
—¿Crees que debamos hacer algo? Apartarlo, tal
vez. Eso podríamos hacerlo fácilmente.
—No lo aconsejaría, Chris. Probablemente se re-
sistiría violentamente, y podría ser peligroso. Lo
mejor es dejarlo. Se metió en esto con los ojos abier-
tos, literal y figurativamente. Por su puesto me que-
daré con él. El resto de ustedes debería despejar el
lugar. Dejen a alguien que pueda llevar un mensaje
—Stoddard puede hacerlo— y entonces yo los llama-
ré si surge algo.
—De acuerdo. Estaremos prontos, en caso de que
nos necesites —coincidió Kingsley.
***
En realidad, nadie quería dejar el laboratorio,
pero se dieron cuenta de que la sugerencia de
McNeil lo aconsejaba plenamente.
—No serviría de nada hipnotizar a todo el grupo
—señaló Barnett—. Sólo espero que el viejo Dave
esté bien —agregó con evidente ansiedad.
—Supongo que podríamos haber apagado el
equipo. Pero McNeil parecía pensar que eso podría
causar problemas. Conmoción, creo —se oyó decir a
Leicester.
—No me imagino qué información puede estar
recibiendo Dave —dijo Marlowe.
349
 La nube negra
—Bueno, pronto lo vamos a saber, espero. No
creo que la Nube siga por muchas horas. Nunca lo
ha hecho en el pasado —observó Parkinson.
Pero la transmisión resultó ser larga. Con el co-
rrer de las horas, varios miembros de grupo se fue-
ron a la cama.
Marlowe expresó la opinión de todos:
—Bueno, no le servimos para nada a Dave, y es-
tamos perdiendo horas de sueño. Creo que trataré
de dormir una o dos horas.
***
Kingsley fue despertado por Stoddard.
—El doctor lo necesita, doctor Kingsley.
Kingsley encontró que Stoddard y McNeil habían
logrado mover a Weichart a uno de los dormitorios,
de modo que todo el asunto había terminado, al me-
nos por el momento.
—¿Qué ocurre, John? —preguntó.
—No me gusta la situación, Chris. Le está su-
biendo rápidamente la temperatura. No tiene mu-
cho sentido que vayas a verlo. No está en un estado
coherente, y tampoco es de esperar que lo esté con
una temperatura de 40°.
—¿Tienes idea de qué es lo que anda mal?
—Obviamente no puedo estar seguro, porque
nunca me he encontrado ante un caso semejante.
Pero si no supiera lo que acaba de ocurrir, diría que
350
 La nube negra
Weichart padece una inflamación del tejido cere-
bral.
—Eso es muy grave, ¿no?
—En extremo. Es muy poco lo que cualquiera de
nosotros puede hacer por él, pero pensé que querrías
saberlo.
—Sí, por supuesto. ¿Tienes alguna idea de qué
puede haberla causado?
—Bueno, diría que un nivel muy alto de trabajo,
una exigencia demasiado grande del sistema neuro-
lógico respecto de los tejidos de apoyo. Pero insisto
en que es sólo una opinión.
La temperatura de Weichart continuó subiendo
durante el día, y al caer la tarde murió.
***
Por razones profesionales, McNeil habría preferi-
do realizar una autopsia, pero en atención a los sen-
timientos de los demás cambió de idea. Se mantuvo
apartado, pensando sombríamente que debía haber
previsto la tragedia y tomado recaudos para evitar-
la. Pero no la había previsto, ni tampoco previó los
acontecimientos que se iban a suceder. La primera
advertencia le llegó de Ann Halsey. Estaba histérica
cuando se abalanzó sobre McNeil.
—John, tienes que hacer algo. Se trata de Chris.
Se va a matar.
—¡Qué!

351
 La nube negra
—Va a hacer lo mismo que Dave Weichart. He
tratado durante horas de disuadirlo, pero no me es-
cucha. Dice que le va a decir a la Cosa que vaya más
despacio, que fue la velocidad lo que mató a Dave,
¿Es cierto eso?
—Podría ser. No lo sé con certeza, pero es muy
posible.
—Dímelo francamente, John, ¿hay alguna posi-
bilidad?
—Podría haberla. No sé lo bastante como para
ofrecer una opinión definida.
—¡Entonces debes detenerlo!
—Lo intentaré. Iré y le hablaré sin vueltas.
¿Dónde está?
—En el laboratorio. Hablar no sirve para nada.
Habrá que detenerlo por la fuerza. Es la única ma-
nera.
McNeil fue directamente al laboratorio. La puer-
ta estaba con llave, de modo que golpeó con fuerza.
Apenas si se oyó la voz de Kingsley.
—¿Quién es?
—McNeil. Déjame entrar ¿quieres?
La puerta se abrió y McNeil advirtió, apenas in-
gresó al salón, que el equipo estaba encendido.
—Ann vino a verme y me contó, Chris. ¿No te pa-
rece un poco chiflado, especialmente a pocas horas
de la muerte de Weichart?
352
 La nube negra
—No creerás que me gusta esta idea, ¿verdad,
John? Te puedo asegurar que encuentro la vida tan
placentera como cualquier persona. Pero es algo que
debe hacerse, y que debe hacerse ahora. La posibili-
dad habrá desaparecido en poco más de una semana,
y es una oportunidad que los humanos no podemos
darnos el lujo de perder. Después de la experiencia
del pobre Weichart no era probable que alguien se
presentara, de modo que lo tuve que hacer yo. No soy
uno de esos tipos corajudos que pueden mirar el peli-
gro a la cara tranquilamente. Si tengo un trabajo
complicado para hacer, prefiero sacármelo de encima
cuanto antes: evita andar pensando en él.
—Todo eso está muy bien, Chris, pero no le vas a
hacer bien a nadie matándote.
—Eso es absurdo y tú lo sabes. Las apuestas en
este asunto son muy altas, son tan altas como para
que valga la pena arriesgar, aunque la posibilidad
de ganar no sea muy grande. Ese es el punto núme-
ro uno. El punto número dos es que tal vez tenga
muy buenas posibilidades. Ya estuve hablando con
la Nube, y le dije que vaya mucho más lentamente.
Aceptó hacerlo. Tú mismo dijiste que eso podría evi-
tar los peores problemas.
—Podría. Pero también podría no hacerlo. Ade-
más, si evitas los problemas que afectaron a Wei-
chart, podría haber otros peligros que desconocemos.
—Entonces los conocerás a partir de mi caso, lo
que le facilitará las cosas a otro, así como son más
fáciles para mí que lo que fueron para Weichart. No
353
 La nube negra
hay caso, John. Estoy decidido, y voy a empezar
dentro de pocos minutos.
McNeil advirtió que Kingsley estaba más allá de
cualquier persuasión.
—Bueno, como sea —dijo—. Supongo que no ten-
drás objeciones a que me quede aquí. Fueron diez
horas con Reichart. Contigo va a llevar más tiempo.
Necesitarás alimentarte para asegurar una adecua-
da irrigación sanguínea a tu cerebro.
—¡Pero no puedo parar a comer, hombre! ¿Te das
cuenta de lo que esto significa? ¡Significa aprender
un campo del conocimiento enteramente nuevo,
aprenderlo en una sola lección!
—No quiero decir que pares para comer. Quiero
decir que te daré inyecciones de tiempo en tiempo. A
juzgar por el estado de Weichart, ni las vas a sentir.
—Oh, eso no me preocupa. Inyecta nomás, si eso
te deja contento. Pero, lo siento, John, tengo que
ocuparme de este asunto.
Es innecesario repetir en detalle los aconteci-
mientos que siguieron, porque en el caso de King-
sley repitieron el mismo esquema que habían pre-
sentado con Weichart. La condición hipnótica duró
mucho más, sin embargo, casi dos días. Al final fue
llevado a la cama bajo la dirección de McNeil. Du-
rante las horas siguientes aparecieron síntomas
alarmantemente similares a los de Weichart. La
temperatura de Kingsley subió a 38°… 39°… 40°…
Pero entonces se estabilizó, se detuvo, y con el co-
354
 La nube negra
rrer de las horas fue descendiendo lentamente. Y al
descender, iban aumentando las esperanzas de los
que rodeaban su lecho, especialmente McNeil y Ann
Hasley, que nunca se apartó de su lado, y Marlowe,
Parkinson y Alexandrov.
La conciencia regresó unas treinta y seis horas
después de finalizada la transmisión de la Nube.
Durante algunos minutos, una rara serie de expre-
siones recorrió el rostro de Kingsley: algunas bien
conocidas por los observadores, otras enteramente
inusuales. El estado de Kingsley reveló súbitamente
la plenitud de su horror. Comenzó con muecas des-
controladas, y murmullos incoherentes. Esto se con-
virtió rápidamente en gritos y salvajes alaridos.
—Dios mío, sufre una especie de rapto —exclamó
Marlowe. Finalmente el ataque cedió luego de una
inyección de McNeil, quien entonces insistió en que
lo dejaran solo con el hombre enajenado. A lo largo
del día, los otros escucharon de tanto en tanto gritos
ahogados, que más tarde se apagaban después de
reiteradas inyecciones.
Marlowe logró convencer a Ann Halsey de acom-
pañarlo en una caminata por la tarde. Fue el paseo
más difícil de su experiencia.
A la noche se encontraba sentado en su cuarto,
sombríamente, cuando entró McNeil, un McNeil
agotado y ojeroso.
—Se ha ido —anunció el irlandés.
—Dios mío, qué tragedia terrible, una tragedia
innecesaria.
355
 La nube negra
—Sí, hombre, una tragedia más honda de lo que
crees.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que la posibilidad de su salvación
fue y vino. Por la tarde estuvo cuerdo durante casi
una hora. Me explicó cuál era el problema. Trató de
controlarlo, y con el correr de los minutos creí que
iba a lograrlo. Pero no debía ser. Sufrió un nuevo
ataque, y eso lo mató.
—¿Pero qué fue?
—Algo obvio, que debimos haber previsto. Lo que
no tuvimos en cuenta fue la tremenda cantidad de
nuevo material que la Nube parece capaz de impri-
mir en el cerebro. Esto por supuesto significa que
debe haber cambios generalizados en la estructura
de una masa de circuitos eléctricos cerebrales, cam-
bios de resistencias sinápticas en gran escala, cosas
así.
—¿Quieres decir que fue como un gigantesco la-
vado de cerebro?
—No, no lo fue. Justamente ese es el punto. No
hubo lavado. Los antiguos métodos de operación del
cerebro no fueron eliminados. Permanecieron sin to-
car. Lo nuevo se instaló junto a lo viejo, de modo que
los dos pudieran trabajar simultáneamente.
—Quieres decir que fue como si mi conocimiento
de la ciencia fuera incorporado súbitamente al cere-
bro de un griego de la antigüedad.

356
 La nube negra
—Sí, pero tal vez de forma más extrema.
¿Puedes imaginar las feroces contradicciones que se
plantearían en el cerebro de tu pobre griego, acos-
tumbrado a nociones tales como que la Tierra es el
centro del Universo, y mil y un otros anacronismos
semejantes, expuesto repentinamente al estallido de
tu conocimiento superior?
—Supongo que serían tremendas. Al fin y al cabo
todos los sentimos muy incómodos cuando apenas
una de nuestras queridas ideas científicas resulta
estar equivocada.
—Sí, piensa en una persona religiosa que de
pronto pierde la fe, lo que significa por supuesto que
se vuelve consciente de una contradicción entre sus
creencias religiosas y sus creencias no religiosas.
Tal persona experimenta a menudo una severa cri-
sis nerviosa. Y el caso de Kignsley fue mil veces
peor. Lo mató la cruda violencia de su actividad ner-
viosa, para usar una expresión popular, una serie de
tormentas de ideas inimaginablemente violentas.
—Pero dijiste que casi lo había superado.
—Es cierto, lo hizo. Se dio cuenta de cuál era el
problema y concibió una especie de plan para mane-
jarlo. Probablemente decidió aceptar como regla que
lo nuevo debía siempre prevalecer sobre lo viejo
cuando surgiera un conflicto entre las dos cosas. Lo
observé durante una hora recorrer sistemáticamen-
te sus ideas siguiendo más o menos esas líneas. A
medida que pasaban los minutos, pensé que la bata-
lla estaba ganada. Entonces sucedió. Tal vez fue al-
357
 La nube negra
guna conjunción inesperada de esquemas de pensa-
miento que lo agarró desprevenido. Al principio la
perturbación pareció pequeña, pero enseguida em-
pezó a crecer. Trató desesperadamente de reprimir-
la. Pero evidentemente cobró fuerza…, y ése fue el
fin. Murió bajo los efectos del sedante que me vi
obligado a darle. Me parece que fue una especie de
reacción en cadena de sus pensamientos que quedó
fuera de control.
—¿Querrías un whisky? Debí haberte pregunta-
do antes.
—Sí, creo que ahora sí, gracias.
Mientras Marlowe le alcanzaba un vaso, dijo:
—¿No te parece que Kingsley fue una mala elec-
ción para este asunto? ¿No habría sido más adecua-
do alguien de menor calibre intelectual? Si fueron
las contradicciones entre los viejos y los nuevos co-
nocimientos las que lo destruyeron, entonces al-
guien con menos conocimientos viejos habría funcio-
nado mejor.
McNeil miró por sobre su vaso.
—Es curioso, es curioso que digas eso. Durante
uno de sus momentos de cordura, Kingsley remarcó
—voy a tratar de recordar sus palabras exactas—:
“El colmo de la ironía”, dijo, “es que yo deba sufrir
este singular desastre, cuando alguien como Joe
Stoddard lo habría pasado perfectamente bien”.

358
Conclusión

«Y ahora, mi querido Blythe, puedo adoptar nue-


vamente un estilo más personal. Dado que tu madre
nació en el año 1996, y dado que el nombre de tu
abuela materna era Halsey, resultará claro que he
tenido otras razones, aparte de tu interés en la Nu-
be Negra, para disponer que estos documentos te
sean enviados a ti en ocasión de mi muerte.
«Poco más queda por decir. El sol reapareció al
comenzar la primavera de 1966, que fue intensa-
mente fría. Pero cuando la Nube comenzó a alejarse
del Sol adoptó una forma que le permitía reflejar en
dirección de la Tierra una pequeña proporción de la
energía solar que incidía sobre ella. Esto aseguró un
templado clima estival al comenzar el mes de mayo,
que a todos pareció muy bienvenido luego de un in-
vierno y una primavera helados. Así partió la Nube
del sistema solar. Y así terminó el episodio de la Nu-
be Negra, como se lo conoció comúnmente.
«Después de la muerte de Kingsley, y tras la par-
tida de la Nube, habría sido escasamente realista
para quienes quedamos en Nortonstowe haber in-
tentado mantener nuestras anteriores posiciones.
En cambio, Parkinson fue a Londres y afirmó que la
retirada de la Nube se había debido en gran medida
a nuestros buenos oficios. Esto no era algo difícil de
 La nube negra
defender, porque la verdadera razón de la partida
de la Nube nunca se le ocurrió a nadie ajeno a Nor-
tonstowe. Siempre he deplorado que Parkinson con-
siderara apropiado fustigar al pobre Kingsley de la
manera más desagradable, presentándolo como un
fanático que finalmente tuvo que ser reducido por la
fuerza. Esto también lo creyeron, ya que por alguna
razón Kingsley era considerado en Londres y en
otros lugares como una persona acabadamente ma-
lévola. La muerte de Kingsley le sumaba nuevos
matices a esa historia. En suma, Parkinson logró
convencer al gobierno británico que no iniciara ac-
ciones contra sus propios compatriotas y que resis-
tiera las órdenes de deportación para los demás. En
efecto, hubo reiterados intentos de lograr las depor-
taciones, pero a medida que los acontecimientos na-
cionales se fueron estabilizando y Parkinson fue ga-
nando influencia en los círculos gubernamentales
resultó cada vez más sencillo resistirlos.
«Marlowe, Alexandrov y el resto, excepto Leices-
ter, todos se quedaron en Gran Bretaña. Sus nom-
bres pueden encontrarse en las publicaciones acadé-
micas, especialmente el de Alexandrov, que logró
gran distinción en los círculos científicos, aunque su
carrera en otras direcciones fue, creo, algo tormento-
sa. Leicester, como dije, no se quedó. Contra el con-
sejo de Parkinson, insistió en regresar a su Austra-
lia natal. Nunca llegó a Australia, y se dijo que ha-
bía desaparecido en el mar. Marlowe conservó rela-
ciones de estrecha amistad tanto con Parkinson co-
mo conmigo hasta su muerte en 1981.
360
 La nube negra
«Todo esto ha quedado casi medio siglo atrás.
Una nueva generación ocupa ahora el escenario. Mi
propia generación ya se ha deslizado hacia las som-
bras de este espectáculo que llamamos ‘vida’. Sin
embargo puede verlos aun con total claridad: Wei-
chart, joven, vivaz, con un carácter todavía escasa-
mente formado; el gentil Marlowe, soplando eterna-
mente su execrable tabaco; Leicester, divertido y
alegre; Kingsley, brillante, nada convencional, lleno
de palabras; Alexandrov, con su mechón de pelo,
también brillante pero casi desprovisto de palabras.
Fue una generación incierta, que no sabía del todo
hacia donde iba. En cierto sentido fue una genera-
ción heroica, vinculada en mi mente de manera im-
perecedera con los acordes iniciales de la gran sona-
ta que tu abuela tocó esa noche memorable cuando
Kingsley adivinó por primera vez la verdadera natu-
raleza de la Nube Negra.
«Y así llego al final, aparentemente con un anticli-
max, aunque en realidad no lo sea. Tengo una sorpre-
sa reservada. ¡El código! Originalmente, sólo Kingsley
y Leicester tuvieron acceso al código que habilitaba la
comunicación con la Nube. Marlowe y Parkinson
creían que el código había muerto con Kingsley y Lei-
cester, pero no fue así. Lo recibí de Kingsley durante
su último lapso de cordura. Lo he conservado junto a
mí todos estos años, sin resolver si debía revelar su
existencia o no. Ahora te paso ese problema a ti. Te
envío mis mejores deseos, por última vez.
John McNeil.»

361
Epílogo

Era un día frío con lluvia persistente, muy pare-


cido al día de enero que Kingsley había vivido tantos
años atrás, cuando leí por primera vez la sorpren-
dente narración de McNeil sobre el caso de la Nube
Negra. Estuve toda la tarde y la noche sentado fren-
te a un hogar en mis aposentos del Queen’s College.
Después de la conclusión, una conclusión a la que se
llegaba con tristeza, porque McNeil nos había dejado
pocos días antes con la irrevocable permanencia que
sólo la muerte puede asegurar, abrí el último paque-
te. Dentro había una cajita de metal que contenía un
rollo de cinta de papel, amarillenta por el tiempo.
Perforados en el papel había diez mil o más agujeri-
tos parecidos a los que usaban los antiguos lectores
fotoeléctricos. ¡Éste era el código! Pude haberlo arro-
jado al fuego de un papirotazo, y en un segundo toda
posibilidad de cualquier comunicación futura con la
Nube habría desaparecido para siempre.
Pero no fue eso lo que hice. En cambio, ordené ha-
cer mil copias del código. ¿Deberé distribuirlas por to-
do el mundo, en cuyo caso nada impedirá que alguien,
en alguna parte, más tarde o más temprano, se ponga
nuevamente en comunicación con la Nube? ¿Quere-
mos seguir siendo un gran pueblo en un mundo pe-
 La nube negra
queño, o convertirnos en un pueblo pequeño en un
mundo más vasto? Este es el último clímax hacia el
que he encaminado mi narrativa.

J.B, 17 de enero de 2021.

363
La nube negra
por
Fred Hoyle

Título original:
The black cloud

Traducción y edición electrónica:


© In Octavo, 2015.

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