La forma de la oración ignaciana cumple con los momentos propios de una
conversación donde intercambiamos primero un saludo de bienvenida (Disposición: Me siento cómodo, y me dispongo a pasar un lindo momento con Jesús. Me hago consciente de mi cuerpo. Me sereno. Escucho mi respiración. Siento cómo Dios me mira, digo alguna frase de reverencia, hago la señal de la cruz para comenzar mi oración); un momento donde le pedimos algo a esa persona que está conmigo (lo que se busca en la oración); un momento donde hago silencio y escucho la palabra mediante la meditación y, finalmente, el coloquio donde tomo la palabra buscando expresarle lo que más necesito decirle: agradeciendo, pidiendo o buscando algún consejo suyo.
El momento de escucha de la meditación consiste en una lectura tranquila del
texto dado, buscando que de las palabras se desprenda el sabor oculto y el sentido hondo que tienen. Las palabras son como un pedazo de pan o de carne: algo que masticamos con lentitud buscando que de ellas aparezca el sabor. No hace falta sacar conclusiones ni leer todo el texto, sino, más bien, sentir las palabras, y gustar y repetir internamente aquella frase que me despierta sabor. A veces puede ser una frase muy sencilla, o sólo un verbo la que despunte un sabor hondo para el alma: no hace falta seguir adelante, sino que es bueno quedarse ahí donde gustamos de la paz o del cariño de Dios. Los pasos para la meditación pueden ser los siguientes
a) Leo detenidamente cada frase, por ejemplo: “Tú me sondeas y me conoces”
(Salmo 139) b) Repito y mastico esa frase internamente. c) Me pregunto internamente por su sentido: ¿qué significa que me conoce? ¿cómo es que me sondea? ¿qué significa ese “tu”? Buscando más que responder a esas preguntas, el sentir la profundidad desconocida hacia la cual apuntan.