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Dilemas y desafíos del socialismo en nuestro tiempo

(Contra-Tiempos, Nro. 0, 2013)

Ariel Petruccelli

El socialismo (o el comunismo) constituye una variopinta y venerable tradición. Su fantasma


aterró a la Europa del capital a mediados del siglo XIX. Su primera realización práctica -la
revolución rusa y el Estado soviético- despertó los más profundos anhelos libertarios de las clases
trabajadoras y los pueblos colonizados. Su espíritu indomable batalló contra la deriva burocrática y
totalitaria de los Estados pos-revolucionarios. Sus sueños radicales alentaron las oleadas
revolucionarias de los sesentas. Pero, pese a todo, el socialismo resultó prácticamente eclipsado por
el derrumbe del “comunismo” y la hegemonía neo-liberal en los años noventa.
Hoy en día no se sabe bien cuál es el estado del socialismo. Si sobrevive, si ha muerto
definitivamente, si se halla en estado de coma o si meramente descansa con placidez esperando su
inminente regreso a la escena política mayor. Para algunos es cosa del pasado: paréntesis anómalo
en el desarrollo del capitalismo o etapa superada ante los nuevos desafíos de lo que se ha dado en
llamar “política pos-socialista”. Para otros es una amenaza siempre latente y temible. Hay quienes
no ven problema alguno y esperan confiados el inminente colapso del capitalismo que anuncie la
hora de la revolución. Hay quienes, finalmente, reconocen que el derrumbe de la URSS y los
fracasos o derrotas de los intentos revolucionarios del siglo XX implican el fin de una etapa
histórica, pero que aún así el socialismo sigue siendo un ideal y un objetivo legítimo, tanto como el
capitalismo es una realidad deleznable y potencialmente suicida. En las filas de estos últimos nos
contamos.
...

¿Qué tono debería adoptar nuestra palabra, en estos tiempos y estas circunstancias: las de ser
parte de un colectivo editorial lanzado a la aventura de hacer nacer un espacio teórico plural, pero
claramente embarcado en la tarea de apuntalar y desarrollar a una izquierda revolucionaria
renovada? En verdad, no lo sabemos. Ni el pesar ni el entusiasmo reflejan nuestro espíritu. No
estamos ni exaltados ni afligidos. Más bien, con Terry Eagleton, consideramos que el realismo
debiera ser el imperativo de la política socialista, antes que ilusorios pesimismos u optimismos. No
nos mueve ni la urgencia de quienes ven a cada paso tareas impostergables y acciones políticamente
decisivas todos los días, ni el académico desinterés por las cosas de este mundo. Pensamos y
actuamos, por así decirlo, a largo plazo.
No nos atrae la torre de marfil ni tenemos la pretensión de iluminar a nadie. Pero, eso sí,
estamos dispuestos a escalar montañas con tal de ver mejor el paisaje. Bien sabemos que eso lleva
tiempo y requiere paciencia. Además exige esfuerzos, no siempre gratos. En todo caso, aunque no
renunciamos a la voluntad de cambiar el mundo, nos parece que hoy por hoy la izquierda necesita
en buena medida entenderlo. Cualquier política socialista responsable supone una intelección
apropiada de las estructuras, las coyunturas y los acontecimientos. Una intelección para la que el
marxismo intelectual no está en modo alguno desarmado, pero cuyos textos y argumentos son
pertinazmente ignorados por el grueso de los marxismos militantes.
Paradójicos tiempos los nuestros: un capitalismo más predador y peligroso que nunca
señorea sin enemigos de fuste a la vista; aplastado políticamente, el marxismo se muestra sin
embargo eficaz para describir y prever los sucesos presentes. En buena medida, la paradoja del
marxismo contemporáneo es que debe dar cuenta de las razones de su actual impotencia.
...

Rodolfo Mondolfo analizó alguna vez (en un escrito escasamente conocido y hoy casi
completamente olvidado) las complejas y ambivalentes relaciones entre la conciencia histórica y el
espíritu revolucionario.1 Mientras que la conciencia histórica es por fuerza consciente de la
tradición y percibe, si es sincera, los elementos de continuidad (aunque también pueda apreciar los
cambios) entre el presente y el pasado; el espíritu revolucionario quiere olvidarse del pasado, cortar
con él, cambiar repentina y radicalmente el orden político, económico y social. Para el espíritu
revolucionario la conciencia histórica -con su sentido de la continuidad y la complejidad del
desarrollo social- es un lastre para la acción. El pensador italiano mostró que incluso dentro del
marxismo -la tradición revolucionaria con más voluntad histórica- sobrevivía ese dualismo.
Durante buena parte del siglo XX un número considerable de historiadores -y casi todos los
historiadores marxistas- creyeron poder cortar el nudo gordiano lúcidamente expuesto por el
pensador italiano apelando con fervor a un conocimiento histórico que revelaría las razones por las
que el futuro anhelado sería inminente. La historia creía convertirse así en clave para la
comprensión del presente y en estrella guía de la acción orientada al futuro. Espíritu revolucionario
y conciencia histórica parecían reconciliados. Mondolfo podía ser ignorado u olvidado.
Pero todo tiene su precio. En el caso que tratamos el precio a pagar fue la supervivencia
velada o explícita de las filosofías sustantivas de la historia, cierta insensibilidad hacia la asimetría
entre la explicación (de lo ocurrido) y la predicción (de lo por venir), y una concepción simplista de
la especificidad de la vida política. A la larga las tensiones entre espíritu revolucionario y conciencia
histórica reaparecerían, sea porque las revoluciones seguían derroteros imprevistos, sea porque las
sociedades pos-revolucionarias mostraban evidentes signos de continuidad que impugnaban o
ponían en entredicho la idea de una total ruptura.
Los tiempos de la evolución de las estructuras sociales rara vez coinciden -si es que alguna
vez lo hacen- con los tiempos de los eventos políticos. La temporalidad de las estructuras no es la
temporalidad de la vida humana. He ahí el dilema.
No pretendemos resolverlo. Quizá sea irresoluble: Mondolfo supo ver que conciencia
histórica y espíritu revolucionario conforman un tenso dualismo. Nos proponemos, más bien,
ubicarnos en esa dualidad. Habitar en ella, por así decirlo. Manifestamos, pues, nuestro doble
compromiso con el conocimiento histórico y con la voluntad revolucionaria, aceptando serenamente
sus tensiones y contorsiones.
Nuestra mirada, pues, deberá mirar simultáneamente hacia el pasado y hacia el futuro, sin
dejar de ver el presente. No es sencillo, lo sabemos. Podremos desnucarnos o quedar bizcos. Pero
no hay alternativa. O la alternativa es permanecer ciegos.

...

Aplastados sus enemigos históricos, conquistados los antiguos bastiones “comunistas”,


colonizadas áreas enteras de la vida antiguamente no mercantilizadas, alcanzado algo parecido a la
hegemonía político-ideológica, las fuerzas del capital se presentan como increíblemente poderosas.
Sería absurdo desconocerlo y necio negarlo. Y sin embargo, no es menos absurdo ni menos necio
extraer de este hecho la conclusión de que si hay capitalismo para rato debemos llevarnos bien con
él. Al menos por tres razones principales. La primera es que no es nada evidente que haya
capitalismo para rato. El desarrollo irrefrenado de la sociedad de consumo nos ha colocado, ya, ante
claros límites ecológicos. Dicho crudamente: el capitalismo está devastando el planeta, sin que haya
garantía alguna de que futuras tecnologías puedan solucionar los desastres que les dejamos a las
generaciones venideras. La segunda razón es que su poderío no torna al sistema más defendible
éticamente. Todos los males por los que la tradición socialista criticó al capitalismo siguen vigentes,
en algunos casos apenas morigerados, en otros cruelmente acrecentados. Y la tercera, pero
1
Mondolfo, Rodolfo, Espíritu revolucionario y conciencia histórica, Buenos Aires, Editorial Escuela, 1968.
fundamental razón, es que se acumulan evidencias de que el sistema no es capaz de garantizar
estabilidad. Hoy parece indiscutible lo que siempre supo Marx: que las crisis económicas no pueden
ser evitadas, que son constitutivas del capitalismo. Como dijera Terry Eagleton en 2003, “el FMI es
muy consciente de la repugnante inestabilidad de todo este negocio; una inestabilidad que,
irónicamente, la globalización profundiza”.2

Debemos, entonces, meditar sobre el socialismo, compelidos por la trágica conciencia de su


necesidad, pero con la obligación intelectual de asumir que todos los males y desastres del
capitalismo no constituyen garantía de que el socialismo podría hacer mejor las cosas. La
experiencia histórica, con sus infinitas ironías, nos ha arrojado en esta trágica situación en la cual
ante un capitalismo descontrolado no disponemos de ningún modelo mínimamente claro y creíble
de socialismo que oponer. Las tempestades de la historia barrieron con los ensayos socializantes del
pasado, sin que apenas nadie derramara una lágrima. El modelo de socialismo estatal, autoritario y
burocrático conocido en el siglo XX no es, definitivamente, una buena alternativa a los desmanes
del capital. Pero entonces, ¿cómo sería posible refundar el socialismo?

...

El conjunto de las fuerzas de izquierda se halla (nos hallamos) ante una situación
complicada. Decir que la izquierda se encuentra sumida en una crisis ideológica y política de
enorme magnitud puede parecer una verdad de perogrullo. Para cualquier observador es un dato
obvio e indiscutible. En la inmensa mayoría del planeta la izquierda revolucionaria, en términos
políticos, no cuenta. En lenguaje futbolero diríamos que no milita en la primera división: más bien
lo hace en la “B”, y pujando por no descender. Desde luego, quienes hacen este diagnóstico suelen
no ser de izquierdas, o el hacerlo actúa muchas veces como excusa (y en los casos más sinceros
como argumento), para abandonar todo compromiso con el anti-capitalismo militante. Por el
contrario, las fuerzas de izquierda suelen negar este diagnóstico o, más precisamente, guardan un
incómodo silencio al que pretenden ahogar con el amontonamiento sin ton ni son de luchas y
huelgas en cualquier lugar del mundo, con cualesquiera objetivos (¡qué importa, siempre se les
puede atribuir los objetivos que uno quiera!) y haciendo caso omiso a sus resultados. Así, una
insólita matemática militante suma lo que conviene y no resta nada; multiplica luchas pero olvida
las derrotas. Queremos, pues, ser completamente enfáticos en este punto: el eclipse de los
“socialismos reales” ha dejado a la izquierda huérfana de modelo social que ofrecer y, más aún, de
estrategias viables de derrocamiento del capitalismo y transición al socialismo. Pero, dicho esto,
deseamos colocar el mismo énfasis en reafirmar nuestro compromiso con el socialismo
revolucionario. Un compromiso, insistimos, que no se puede basar en negar lo que ocurre en el
mundo. De ello se deriva una primera tarea político-intelectual: aclararnos sobre las causas y
razones que hicieron que las enormes luchas revolucionarias del siglo XX terminaran en el
innegable fracaso en que culminaron. Sería fácil -como hacen todavía hoy muchos grupos
militantes- explicarlo todo por la traición de los dirigentes; por los desvíos y frenos que las
burocracias impusieron e imponen a una clase obrera siempre dispuesta a la lucha pero eternamente
ingenua y recurrentemente engañada; por la crisis de dirección del proletariado … ¡Pero no
podemos! Somos marxistas, después de todo, y “explicaciones” de este tenor, además de no explicar
absolutamente nada, se fundan en premisas idealistas y subjetivistas que nada tienen que ver con el
materialismo histórico. Hay que estudiar, pues, las condiciones económicas, políticas y sociales que
hicieron que la historia del siglo pasado fuera lo que fue. Pero también hay que hacer inteligibles los
cambios que se están produciendo, e indagar en qué medida o de qué manera tales mutaciones
podrían ayudar a la causa del socialismo y hacer que los intentos revolucionarios del siglo XXI (si
han de producirse) tengan mejor fortuna.
Todo lo dicho hasta aquí tiene como corolario la necesidad imperiosa del estudio y la
2
Eagleton, Terry, “Un futuro para el socialismo”, en A. Borón, J. Amadeo y S. González, La teoría marxista hoy. Problemas y perspectivas, Bs.
As., CLACSO, 2006, pág. 470. Desde luego, estos dichos de Eagleton no lo comprometen con las concepciones “derrumbistas” del capitalismo,
siempre prestas a ver crisis colosales año tras año.
investigación rigurosa. Comprender lo que acontece en el mundo sin velos bien-pensantes, sin
máscaras, sin engaños auto-complacientes. Es necesario hacer ciencia, y ciencia de la buena. Pero
habrá que combatir con uñas y dientes al cientificismo. El cientificismo es creer que la ciencia
presupone neutralidad (como si tomar partido fuera incompatible con el conocimiento objetivo) y
que es además la única actividad intelectual legítima, la única forma de conocer y de razonar, la
poción mágica que tiene respuestas y soluciones para todo. Ante esto decimos: ¡no! La ciencia no es
tanta cosa. La buena ciencia, la ciencia en serio, es modesta. Sabe que no tiene ni tendrá respuestas
para todo, sabe que tiene más preguntas que respuestas, sabe de la importancia del conocer, pero no
ignora que también hay otras cosas que valen la pena en este mundo.

...

La tradición marxista ha tenido -¡cómo no!- sus propios cientificistas. Marx y Engels fueron
bastante ambiguos en este terreno. Y ciertas afirmaciones suyas, ciertos silencios, y el olvido de
algunas otras cosas que escribieron, terminaron facilitando que el “socialismo científico” fuera una
ortodoxia, contrapuesta al “socialismo utópico”.
Para los “marxistas ortodoxos” el socialismo científico se diferenciaba de modo taxativo del
socialismo utópico. Más aún, el socialismo científico era decididamente anti-utópico. El carácter
socialista del marxismo pretendía ser exclusivamente la resultante de una deducción científica. El
socialismo no tenía necesidad de ningún ideal: le basta con el análisis científico que descubre cuál
habrá de ser el desarrollo histórico inevitable a partir de las presentes contradicciones de la sociedad
burguesa.
La relación entre socialismo y ciencia que esta concepción supone es, sin embargo,
insostenible. Implica creer que la ciencia dispone de una capacidad predictiva de un grado tan
elevado que la misma no posee ni es probable que posea jamás. Dicho crudamente: las pretensiones
del autodenominado “socialismo científico” son científicamente insostenibles. Esta concepción
presupone, además, que si los individuos descubren o creen que un desarrollo histórico es
inevitable, entonces habrán de luchar por él. Y esto es manifiestamente falso, como lo demuestran
muchos casos de indiferencia política o de personas que han librado combates (por razones de
moral o dignidad) sabiendo o creyendo que no tendrían éxito. Finalmente, hay una objeción lógica:
las premisas científicas están formuladas de manera descriptiva o indicativa; mientras que las
afirmaciones morales tienen una formulación prescriptiva: su forma es imperativa. A diferencia de
la ciencia, las normas no describen lo que es, sino que prescriben lo que debe ser. Pero no es posible
extraer lógicamente, de premisas en el indicativo, conclusiones en el imperativo (hacerlo es incurrir
en la falacia naturalista).
La conclusión que se impone es sencilla: no es posible extraer mecánicamente del análisis
científico del mundo social un ideal ético o un objetivo político. Pero si ningún programa político
puede ser fundado exclusivamente (y acaso ni siquiera principalmente) en un análisis científico, es
obvio que el socialismo requiere además y por sobre todas las cosas de justificación ética o moral,
algo en lo que tradicionalmente insistieron los utopistas. Si a esto agregamos la debacle de los
“socialismo reales” -que muestra las complejidades, las dificultades y los callejones sin salida que
enfrentan los intentos de trascender el orden capitalista-, entonces se impone la conclusión de que
no es tema baladí el pensar y diseñar modelos viables de socialismo posible. La izquierda debería
ejercer la imaginación utópica y asumir las complejidades de la reflexión ética. Lo cual no entraña
un mero regreso al viejo utopismo. El realismo es irrenunciable. Es indispensable, pues, combinar
utopía y realismo. Pensar en las formas y las vías de una utopía realista. No renunciar a la
imaginación utópica, pero asumiendo los desafíos de una utopía con conocimiento de causa (no
castillos en el aire), una utopía sin inocencia, como decía Francisco Fernández Buey. Visto desde el
otro ángulo: la izquierda debería ser irrenunciablemente realista, pero el suyo, es decir el nuestro, es
un realismo revolucionario, y como tal posee un componente utópico: es un realismo que no se
contenta con constatar y glorificar lo que hay, sino que apunta hacia lo que debería haber. El
marxismo que preconizamos, pues, combina ciencia y utopía. Combina, decimos. No confunde.
...

Si el socialismo de nuestro tiempo debe ejercer la imaginación utópica, es claro que también
debe avanzar en otro terreno tradicionalmente olvidado: la ética y la justicia. Son conocidos los
recelos con los que Marx abordó a todas las corrientes socialistas de su tiempo que pretendían
basarse en principios de justicia. Buena parte de estos recelos y de la crítica marxiana al “socialismo
ético” está justificada. Con todo, en parte al menos, esta crítica se basaba en premisas que en el
siglo XIX podían parecer aceptables, pero que hoy en día lo son mucho menos. En la Crítica del
programa de Gotha Marx escribió que la sociedad comunista (aquella que surgiría luego de un
periodo transicional) podría inscribir en su bandera: “de cada cual según su capacidades, a cada cual
según sus necesidades”. El comunismo, pues, se regiría por el principio de las necesidades: cada
individuo y cada grupo tendría derecho a todos los bienes que necesite. El comunismo que
imaginaba Marx es una sociedad de abundancia, una sociedad en la que, puesto que todo el mundo
puede tener todo lo que necesita, no se plantea ningún dilema respecto a cómo distribuir los bienes.
En los términos de Rawls (o de Hume) no habría allí “circunstancias objetivas de justicia”; la
justicia distributiva, sencillamente, se habría tornado superflua. 3 Por consiguiente, la sociedad
comunista puede ser el ideal social de Marx; pero ni esa sociedad ni ese ideal incluyen un principio
de justicia distributiva: simplemente, en tal contexto, la justicia es innecesaria. Pero en la Crítica
del Programa de Gotha hay una segunda premisa del comunismo, una premisa implícita: que las
necesidades son finitas, acotadas, en modo alguno ilimitadas.
Aunque ambas premisas parecieran plausibles en tiempos de Marx, hoy en día son
insostenibles. La abundancia irrestricta es una quimera: la catastrófica situación ecológica del
planeta muestra a las claras que es imposible extender al conjunto de la población humana los
niveles de consumo de los Estados más desarrollados. Paralelamente, la realidad de la moderna
sociedad de consumo indica que, para quien orienta su vida hacia el consumismo, no hay ningún
número de bienes que sea suficiente. Marx esperaba que una vez satisfechas las necesidades
materiales, las personas se dedicarían a las necesidades autorrealizativas (el arte, la ciencia, los
deportes). El examen del mundo que nos rodea nos muestra que, en tanto impere la lógica
consumista, las necesidades son ilimitadas. Dos conclusiones se derivan de esto. La primera es que
en cualquier futuro previsible la escasez nos seguirá acompañando (la escasez de ciertos bienes, se
entiende, no de todos) y por ello el socialismo no podrá prescindir de criterios de justicia
distributiva. La segunda es que la izquierda debería comprometerse en una batalla cultural frontal y
decidida en contra del consumismo.
Si el principio de la necesidades previsto por Marx para la sociedad comunista parece
irrealizable, parecería sobrevivir el principio de contribución (a cada quién según su trabajo), que
Marx creía sería el dominante en el período de transición. Sin embargo, el pensamiento liberal 4 de
las últimas décadas, a partir de la obra de Rawls, ha desarrollado un principio de justicia alternativo
y no menos sino acaso más igualitario: el principio de la diferencia; y esto ha generado
fundamentales discusiones dentro de la filosofía moral. 5 El marxismo no ha quedado al margen.
Gerald Cohen ha desarrollado una sólida apropiación del principio de la diferencia desde una
perspectiva de izquierdas. Como argumenta con brillantez y por extenso, la correcta aplicación del

3
Rawls, John, Teoría de la justicia, México, FCE, 2004 (1971), pág. 126-29. El pasaje especialmente pertinente incluye entre las condiciones
objetivas de justicia una situación de “escasez moderada”, en la cual “los recursos, naturales y no naturales, no son tan abundantes que los planes
de cooperación se vuelvan superfluos; por otra parte, las condiciones no son tan duras que toda empresa fructífera tenga que fracasar
inevitablemente” (pág. 127). Dicho de otro modo: tanto la plena abundancia como la escasez atroz no son circunstancias de justicia; esto es,
circunstancias en que algún criterio de justicia sea a la vez necesario (en la abundancia sería superfluo) y posible (en condiciones extremadamente
duras la justicia no es realizable; impera el todos contra todos).
4
Aquí cabría distinguir entre el liberalismo económico y el liberalismo político. El liberalismo de Rawls nada tiene que ver con el liberalismo
económico. Al contrario, cuando Friedman y Hayek sostenían la futilidad de la justicia, puesto que lo único que cuenta es la eficiencia, Rawls
sostenía que “la justicia es la primera virtud de las instituciones sociales (…) no importa que las leyes e instituciones estén ordenadas y sean
eficientes: si son injustas han de ser reformadas o abolidas”. J. Rawls, Teoría de la justicia, México, Fondo de Cultura Económica, 2004 (1972),
pág. 17.
5
El rawlsiano principio de la diferencia parte de presuponer que, en circunstancias ideales, la justicia implica la más completa igualdad de
recursos, bienes y oportunidades. Las únicas desigualdades aceptables serían aquellas que mejoran la situación de los menos favorecidos.
principio rawlsiano de la justicia sólo es compatible con un orden socialista. 6 Siguiendo esta senda,
Fernando Lizárraga ha mostrado las ocultas afinidades entre la teoría de la justicia de John Rawls y
los criterios de justicia del Che Guevara;7 en tanto que los intercambios entre Anderson y Bobbio
son una muestra palpable de la potencia intelectual de estos entrecruzamientos. El diálogo entre el
marxismo revolucionario y la tradición del liberalismo igualitario está abierto, y debería ser
profundizado.
Por último, aunque Marx careciera de una concepción sobre la justicia, no sucede lo mismo
con otros ideales. Hay indudablemente al menos dos ideales que atraviesan la vida de Marx de
principio a fin. O mejor dicho, un ideal fundamental y una manera especial de concebirlo. El ideal
fundamental es la libertad, y la específica manera marxiana de concebirlo es la autorrealización. Y
esto sigue siendo perfectamente defendible. Sin ambigüedades: el marxismo contemporáneo debería
ser resueltamente libertario.

...

El estudio teórico y empírico del desarrollo económico del capitalismo, sus mutaciones
internas, la especificidad espacial y temporal de cada una de sus crisis y los procesos de
configuración y reconfiguración de las clases es una tarea tradicional y fundamental del
materialismo histórico, y deberá seguir siéndolo. Un terreno mucho menos transitado es el de las
alternativas económicas al capitalismo, y el desenvolvimiento económico de las economías de los
Estados pos-revolucionarios hasta su debacle. Pero visto lo visto, no se puede ignorar esas
(traumáticas) experiencias ni dejar de ejercitar la imaginación sobre las alternativas posibles. El
marxismo académico no ha permanecido mudo en ninguno de estos campos: existe una buena
cantidad de trabajos de gran calidad. Pero estas investigaciones y las polémicas que las han
acompañado siguen siendo básicamente ajenas a los círculos militantes. Los vínculos entre
socialismo y mercado, planificación y democracia, centralización y descentralización, eficiencia y
sustentabilidad, etc., deberían ser parte de la agenda de investigación y debate de todo movimiento
socialista verdaderamente comprometido con trascender al sistema capitalista.

A esta altura del partido, afirmar que el socialismo debería mantener un compromiso
irrenunciable con la democracia puede parecer innecesario: ¿quién defiende lo contrario? Sin
embargo, los vínculos son más problemáticos de lo que muchos podrían pensar. Los Estados
pretendidamente socialistas han tenido -y esto es lo menos que puede decirse- un enorme déficit
democrático. Y poco se gana remitiendo el asunto a un mítico momento fundacional de cristalina
pureza: los soviet, concebidos como principio e institución de la democracia proletaria. El problema
aquí es que, de todas las revoluciones triunfantes del siglo XX, sólo existieron en la rusa. Y aún allí
perdieron rápidamente vitalidad luego de la conquista del poder en 1917. El perfil institucional de
una democracia socialista viable sigue siendo una incógnita histórica.
Los fenómenos de movilización de masas de los años recientes han puesto sobre el tapete
formas relativamente novedosas de democracia directa y de poder popular, cuyas experiencias es
preciso celebrar y ponderar. Sin embargo, no parece posible extrapolar lo que funciona en pequeños
grupos a grandes organizaciones, o equiparar lo que es válido para protestar con lo que se requiere
para gobernar (incluso cuando se trate de gobernar un Estado en transición).
Aunque a veces se sostenga que existe una crisis de representación, y que la misma podría
inocular a las nuevas generaciones de intelectuales y militantes contra el virus de la aceptación a-
crítica de la democracia representativa, lo cierto es que, paradójicamente, la supuesta crisis de
representatividad ha venido acompañada, en América Latina, de la expansión y estabilización de los
regímenes democráticos. La “crisis de representación” se reduce al típico desencanto con las
6
Cohen, Gerald, Si eres igualitarista, cómo es que eres tan rico?
7
Lizárraga, Fernando, El marxismo y la justicia social. La idea de igualdad en Ernesto Che Guevara, Ediciones Escaparate, Santiago de Chile,
2011.
expectativas desmesuradas desarrolladas durante la “primavera democrática” de los primeros
ochenta. Una mirada sobria debería hacernos ver que nuestras democracias no son lo que los
teóricos suponían o quisieran, pero difieren poco de las democracias de los países centrales.
Cualquier apreciación responsable de las actuales democracias liberales capitalistas debería ser
capaz de apreciar equilibradamente tanto sus fortalezas y sus realizaciones (parciales pero en modo
alguno desdeñables), como sus debilidades, insuficiencias y promesas incumplidas.
Las democracias capitalistas liberales son hoy una realidad más extendida y consolidada que
en cualquier tiempo pretérito. Y son sus instituciones las que brindarán con toda probabilidad el
marco de las luchas del siglo XXI, cuando menos en Europa y América. Es ésta una tesis polémica,
que habría que postular con cautela. Por un lado, a estas alturas parece indiscutible que la
democracia se ha extendido geográficamente de una manera sin precedentes. A principios del siglo
XX apenas un puñado de Estados podían mostrar al mundo regímenes democráticos, y hacia los
años treinta el conjunto se había reducido aún más. Hoy en día, por el contrario, la democracia
impera en toda Europa, en América Latina, en Japón, en Australia, en India y en los países antaño
comunistas. África y Asia se han mostrado menos receptivas; incluyendo a la gigantesca China.
Pero no parece descabellado prever que en nuestros países y en los países capitalistas centrales la
democracia ha llegado para quedarse, y que las izquierdas deberán aprender a combatir dentro y
contra ellas. Dicho esto, maticemos. Al tiempo que se extienden cuantitativamente, los regímenes
democráticos tienden a devaluarse cualitativamente. En términos de Dahl todas las democracias
actuales deberían ser más propiamente denominados poliarquías. La auténtica democracia sigue
siendo una aspiración, lo cual -insistimos- no debería impedirnos ver los méritos de las democracias
liberales. De hecho habría que repensar y volver a discutir qué es “lo burgués” en la “democracia
burguesa”. Así como la monarquía fue compatible con distintos modos de producción (hubo
monarquías esclavistas, feudales y capitalistas), bien podría ser que la democracia liberal –garantías
individuales, libertad de prensa, representación popular, multipartidismo– sea compatible también
con el socialismo, y no meramente la encarnación superestructural del mercado o la frutilla del
postre capitalista. Por otra parte, mal haríamos menospreciando o ignorando las diferencias entre los
regímenes “democrático burgueses” y los régimen fascistas, absolutistas, coloniales o las dictaduras
militares.
De la estabilidad de los actuales regímenes democráticos da cuenta el hecho de que las crisis
que han experimentado en los últimos años no han derivado, hasta el momento, ni hacia dictaduras
militares reaccionarias,8 ni hacia regímenes autoritarios monopartidistas “de izquierda”. Incluso los
procesos político-sociales más radicalizados y polarizados (Venezuela y Bolivia) se desarrollan
dentro de marcos institucionales que respetan los parámetros de las democracias liberales:
asambleas representativas, división de poderes, derechos y garantías individuales, multipartidismo.
Y no está mal que así sea. Al contrario, el socialismo del siglo XXI debería ser liberal en lo político;
aunque desde luego que no en lo económico. Sean cuales sean los límites que se vislumbren en los
procesos de cambio boliviano y venezolano, la pervivencia de elecciones populares, el respeto de
las garantías individuales y la realidad del multipartidismo no se cuentan entre ellos. Los eventuales
avances revolucionarios a futuro deberían partir de esta base, que en modo alguno puede ser vista
simplistamente como mero “terreno del enemigo”. Todo esto nos conmmina a explorar las
potencialidades, límites y tensiones de lo que todavía con mucha ambigüedad se denomina “poder
popular”, así como a diferenciar (pero también buscar articular) el tipo de organizaciones aptas y
viables para la lucha en el contexto del capitalismo contemporáneo de aquellas instituciones
capaces de garantizar la vida política bajo el socialismo.
Por deslumbrantes que sean las experiencias de democracia directa, proclamar la crisis
definitiva de la democracia representativa y el inminente advenimiento de otro tipo de democracia
parece fuera de lugar. Máxime cuando el peso relativo de las corporaciones privadas ha crecido en
relación al de los Estados. En un mundo globalizado la democracia debe ser pensada a escala
mundial: justamente la más inapropiada para los mecanismos deliberativos y directos. ¿Cómo
combinar, a todas las escalas, participación y deliberación popular con la inevitable pervivencia de
8
Los recientes acontecimientos en Honduras y Paraguay introducen un matiz en esta afirmación.
la representación? He aquí un interrogante clave que carece de respuestas sencillas. Lo que
necesitamos es una audaz pero serena imaginación política y sociológica. El entusiasmo vivencial
es indispensable, pero no puede desplazar a la claridad intelectual.

...

Democráticas o no, todas las sociedades modernas han desarrollado sólidas burocracias
capaces de auto-reproducirse, escasamente controladas por los poderes representativos y
sostenedoras de indudables privilegios. Gobiernos, sindicatos, partidos políticos y organizaciones
no gubernamentales se ven indistintamente dominadas por burocracias. La raíz última del fenómeno
de la burocracia es la división entre el trabajo manual y el intelectual, estrechamente vinculado a la
división entre dirigentes y dirigidos. Como escribiera Isaac Deutscher, “no tiene sentido enfadarse
con la burocracia: su fuerza es sólo el reflejo de la debilidad de la sociedad que reside en su división
entre la vasta mayoría de trabajadores manuales y una pequeña minoría que se especializa en el
trabajo mental. En las raíces de la burocracia se encuentra la indigencia intelectual de la que
ninguna nación se ha emancipado hasta ahora”.9 Ahora bien, la ubicuidad de este fenómeno en las
complejas sociedades industriales hace difícil pensar en la viabilidad de su eliminación lisa y llana.
Sin embargo, el socialismo revolucionario debería ser resueltamente anti-burocrático; lo cual
implica bucear en las vías por medio de las que se pueda reducir a un mínimo las burocracias y
establecer controles y contrapesos que las mantengan a raya, si es que no pueden ser abolidas. En
este campo, la indigencia analítica del grueso de las izquierdas militantes impide estudiar
adecuadamente el asunto. Es hora de romper los consensos fáciles que mezclan sin ton ni son al
menos tres dimensiones diferentes del fenómeno de la burocratización: el desarrollo de un grupo
sociológicamente diferenciado, la existencia de privilegios materiales y simbólicos, el recurso de
prácticas no-democráticas de toma de decisiones.

Hemos afirmado que la experiencia de los socialismos del siglo XX ha culminado en el


fracaso, lo cual, empero, no torna menos acuciante las críticas socialistas a un capitalismo que
parece estar conduciendo al planeta y a la especie humana hacia su auto-destrucción. De esta tesis
se deriva un corolario: los fracasos del siglo XX nos obligan a re-inventar el socialismo, no a
abandonar la empresa. Ahora es momento de apuntar una segunda tesis: todas las experiencias
revolucionarias modernas ocurrieron en circunstancias específicas, con una gran cantidad de
elementos comunes, pero dentro de un contexto que poco tiene que ver con los que hoy enfrentamos
en América y Europa. Las revoluciones del siglo XX tuvieron lugar en Estados muy poco
industrializados, con estructuras económicas en las que el trabajo asalariado no era
cuantitativamente dominante y en las que no existían regímenes democráticos consolidados. Estas
circunstancias hicieron que las fuerzas revolucionarias se constituyeran y crecieran en lo que
podemos considerar un exterior del sistema capitalista dominante. Podía ser un exterior geográfico:
los países periféricos o, más claramente, los montes y las selvas en los que operaban las guerrillas.
Podía tratarse de un afuera económico: el campesinado mínimamente integrado a la economía
capitalista que sostuvo buena parte de los proyectos revolucionarios en Asia, África o América
Latina. O bien podía ser un exterior político: las condiciones de clandestinidad hacia las que eran
empujadas las fuerzas revolucionarias por regímenes altamente represivos y con escasa o nula
capacidad de cooptación. Podía tratarse, finalmente, de una combinación de estos tres aspectos. No
parece casual que las revoluciones triunfantes del siglo XX hayan enfrentado a Estados absolutistas
(como en Rusia), regímenes fascistas (Yugoslavia), dictaduras militares (Cuba, Nicaragua),
regímenes coloniales (Angola, Mozambique) u otros tipos de Estados autoritarios que poco o nada
tenían de democráticos y liberales (China por ejemplo).
La tercera tesis que deseamos defender es que estas coordenadas se han modificado
9
Deutscher, Isaac, El Marxismo de Nuestro Tiempo, Ediciones Era, México, 1975, p. 99.
sustancialmente. Si la posmodernidad significa algo, es que el capitalismo se ha expandido
finalmente a todo el globo y ha colonizado todas las actividades humanas, incluyendo la vida
cotidiana, el esparcimiento e incluso el inconsciente. Ya no hay un “afuera” del sistema en el que las
fuerzas revolucionarias se puedan refugiar: en un capitalismo finalmente global no hay afuera
geográfico. En economías total o mayoritariamente mercantilizadas ya casi no queda un exterior
económico. Las democracias burguesas dejan poco espacio al afuera político: las izquierdas son
legales, actúan plenamente dentro del sistema.
Si esta es la situación a rasgos generales, va de suyo que el grueso de las estrategias
izquierdistas ensayadas a lo largo del siglo XX carece hoy de pertinencia. Todas las experiencias
revolucionarias del siglo XX se desarrollaron luchando contra unos Estados que, si nuestra hipótesis
es correcta, poco tienen que ver con los que deberán enfrentar las izquierdas del siglo XXI. La
cuestión, por consiguiente, es cómo se puede luchar dentro y contra la democracia burguesa. Porque
la batalla hoy en día debe ser librada en las entrañas mismas del monstruo capitalista, en países
mucho más industrializados que antaño (así sea países periféricos), con mayoría de población
urbana e incluso asalariada, y con sistemas políticos democráticos con amplios y variados
mecanismos de cooptación. Se impone la ardua tarea de constituir una fuerza contrahegemónica que
debe desarrollarse en el interior de un medio que no la expulsa … sino que a cada paso amenaza
con integrarla y limar sus impulsos revolucionarios. He aquí el dilema: ¿cómo desarrollar una
fuerza anti-sistémica cuando el sistema mismo nos obliga directa o indirectamente a jugar su juego?
Hasta ahora no se le ha encontrado solución. Tampoco pretendemos haberla encontrado, ni somos
tan ingenuamente intelectualistas como para pensar que se la hallará por el mero recurso del
pensamiento. Pero estamos convencidos de que es una tarea ineludible explorar, teórica y
prácticamente, este dilema. Un dilema que se ubica en un campo -el de las estrategias- en el que el
pensamiento marxista se halla virtualmente detenido desde hace décadas. La trotskysta
reivindicación del Programa de Transición -un programa basado en premisas manifiestamente
equivocadas, con pronósticos fundamentales desmentidos por el devenir histórico y que se ha
mostrado incapaz de conducir a ninguna fuerza de izquierda al poder en más de 70 años- es prueba
palpable de este estancamiento.10 Pero no andan mejor los maoístas ni los rezagos aún existentes de
los viejos Partidos Comunistas. Los embriones de una nueva izquierda surgidos y desarrollados en
los últimos lustros han tenido el enorme mérito de reconocer que había preguntas sin respuestas, y
de colocarse a la búsqueda de alternativas y posibilidades (en vez de encerrarse ciegamente en la
defensa de las clásicas “verdades”). Pero poco se ha querido o podido avanzar en el plano de las
estrategias. Es nuestra voluntad dar lugar en estas páginas a los debates estratégicos, revisitando las
antiguas opciones y asumiendo el desafío de bucear -con toda la cautela y la modestia del caso- en
nuevas posibilidades. El estudio de los regímenes políticos contemporáneos, las razones de su
fortaleza, las causas de sus crisis, las fuerzas motrices de sus transformaciones es una tarea
intelectual fundamental. Una premisa indispensable para sondear las grietas por las que se puedan
introducir cuñas revolucionarias.

La voluntad de reflexionar en términos estratégicos, sin embargo, no debe cegarnos. Quienes


desde una perspectiva socialista revolucionaria se embarquen en estos tiempos en semejante tarea se
exponen a una objeción que no debería ser tomada a la ligera: la de ser generales sin ejército. Es
completamente cierto. Más que soñar con la realización de estrategias hoy inviables, la izquierda
revolucionaria debería comprometerse seriamente en el desarrollo de una cultura anti-sistémica.
Sólo la consolidación de una amplia cultura socialista -hoy diezmada en casi todos lados- podrá
sentar las bases materiales para la acción estratégica. Un movimiento revolucionario con capacidad
para amenazar al capitalismo debe abarcar al menos tres dimensiones: las reivindicaciones
inmediatas (lucha sindical, etc.), la elaboración de estrategias viables (lucha política) y el desarrollo
10
Rolando Astarita ha desarrollado una crítica interna, extensa y meticulosa aunque en parte unilateral en “Crítica del Programa de Transición”,
Cuadernos de Debate Marxista, 1999 (disponible en internet). De manera más breve pero muy contundente, Perry Anderson ha mostrado sus
fallas en las páginas finales de Consideraciones sobre el marxismo occidental, México, Siglo XXI, 1979 (1976).
de una cultura alternativa (batalla cultural). Hoy en día las debilidades de la izquierda radical son
evidentes en todos estos terrenos. Nos parece obvio, sin embargo, que las prioridades deberían
colocarse en el desarrollo de la primera y la tercera de nuestras dimensiones. Sólo a partir de una
cierta influencia de masas en el terreno reivindicativo y de la consolidación de una fuerte cultura de
oposición, podrá el socialismo pensar seriamente en pasar a la lucha estratégica. Pero entre tanto, no
se puede dejar de pensar en las estrategias disponibles, por más débiles que sean nuestras fuerzas
para llevarlas a cabo.

...

La explotación y la desigualdad siguen tan vigentes en nuestros días como en el pasado. El


antagonismo trabajo/capital no ha desaparecido, ni mucho menos. Todo lo más, han mutado algunas
de sus formas. Pero en las últimas décadas se han tornado acuciantes otros antagonismos. Y uno de
ellos es especialmente explosivo: el antagonismo capital/naturaleza.
¿Qué hay en juego aquí? Hay quienes creen que se juega nada menos que la supervivencia
de nuestra especie. ¿Exagerados? Puede ser. Pero no deberíamos olvidar que son innumerables las
especies que alguna vez poblaron nuestro planeta para extinguirse luego. Entre ellas los formidables
dinosaurios. ¿Estamos seguros que no nos aguarda ese destino? Otros investigadores e
investigadoras piensan que quizás no esté en riesgo la continuidad de nuestra especie, pero sí
nuestra actual forma de vida: si no cambiamos a tiempo, nuestra civilización podría sufrir una
catástrofe de enorme magnitud, repitiendo a escala gigantesca una experiencia semejante a la de
muchas otras sociedades que vieron colapsar sus sistemas socio-económicos en medio de
dramáticos descensos demográficos, cruentos enfrentamientos y crisis mayúsculas. Están también,
claro, los entusiastas de las soluciones tecnológicas: no importa qué tan graves sean los problemas,
la ciencia y la tecnología siempre hallarán una solución.
Si la primera perspectiva suena exageradamente alarmista, la última es ingenuamente
optimista: aunque parece hablar en nombre de la ciencia, tiene de la misma una concepción mágico-
religiosa: “la ciencia proveerá”. Pero la ciencia es justamente lo contrario, y los científicos son los
primeros en dudar de su capacidad para hallar, o hallar a tiempo, soluciones a problemas tan graves.
Nos queda, pues, la segunda alternativa, que se basa en una concepción menos alarmista que la
primera y más responsable que la tercera. No hay duda de que la crítica ecológica es en nuestro
tiempo una de las más fuertes requisitorias que se puede hacer al régimen del capital. El principio
de honestidad, sin embargo, obliga a plantear que no se puede dar ingenuamente por descontado
que un régimen colectivista haría mejor las cosas; y el principio de realidad nos hace decir que, a
diferencia de otros movimientos sociales (el movimiento obrero, el feminismo, el indigenismo), el
movimiento ecologista carece de un sujeto social obvio capaz de sostener la lucha a gran escala y
con prolongada continuidad en el tiempo.

En las últimas décadas se constata un sensible crecimiento, cuantitativo y cualitativo, de las


distintas vertientes feministas, de las organizaciones de disidentes a la heteronormatividad
(Movimiento LGTTB) y de un variopinto y nutrido mundo de organizaciones y demandas de los
pueblos originarios. Desde finales de los años setentas todos estos movimientos realizaron sensibles
progresos. Aumentaron de forma notoria su capacidad de movilización y su visibilidad pública;
conquistaron reformas legales significativas, introdujeron modificaciones lingüísticas y culturales,
etc. Ningún movimiento socialista revolucionario podría hoy (ni mucho menos debería) prescindir
de robustos apoyos feministas, ecologistas e indianistas. Todo proyecto viable de trascender al
capitalismo tiene que aunar en un plano de igualdad y respeto mutuo todas estas demandas y a todos
estos movimientos. Pero señalar esto no es lo mismo que decir o sugerir que la igualdad
étnico/racial o la igualdad de género sólo puedan lograrse en el socialismo. Plantear las cosas en
estos términos es empírica y lógicamente incorrecto. Empíricamente porque los considerables
avances feministas e indianistas de los últimos años se dieron no sólo enteramente dentro de los
marcos del capitalismo, sino en medio de un retroceso generalizado del movimiento obrero y del
socialismo como fuerza política (por incómoda que resulte, no es posible soslayar esta paradoja).
Lógicamente porque si la igualdad de clase es una demanda absurda (el concepto de clase entraña
desigualdad), no sucede lo mismo con la igualdad de género o étnica: las diferencias entre géneros y
etnias no tienen por qué implicar desigualdad, entendida como asimetría de poder, prestigio o
riqueza. Cabría dudar, ciertamente, de la capacidad real y efectiva del capitalismo para alcanzar una
plena igualdad en estos terrenos, aunque quizás hoy no resulte tan convincente como hace treinta
años el dictum andersoniano respecto a que romper las estructuras del patriarcado “requeriría una
carga igualitaria de esperanzas y energías psíquicas colectivas mucho mayor de la que sería
necesaria para abolir la diferencia entre clases”, y que si esa carga estallara alguna vez dentro del
capitalismo, “sería inconcebible que pudiera dejar en pie las estructuras de la desigualdad de
clases”.11
En cualquier caso, todo intento serio de trascender al capitalismo debería combinar
demandas socialistas, ecologistas, indianistas, feministas, etc. Y sería tan erróneo presuponer
afinidades fáciles como dictaminar su incompatibilidad. Hasta ahora estas distintas vertientes han
tenido encuentros y desencuentros, alianzas y rupturas. Y a decir verdad, lo que tenemos por delante
es el desafío de la acción común respetuosa de las especificidades y diferencias.

Cualquier intento de reflexión y acción política revolucionaria estará irremediablemente


incompleto si excluye las condiciones culturales. La cultura es, después de todo, el suelo sobre el
que surgen o no surgen determinadas opciones políticas. Las características y la fertilidad de este
lecho condicionan decisivamente el espectro de lo políticamente posible. La crítica cultural, en
todas sus dimensiones (literatura, cine, lenguaje, prácticas sociales, opciones de vida, etc.) no podrá
estar ausente en nuestras páginas. Pero no es suficiente con constatar la necesidad de la crítica
cultural. Es preciso señalar y combatir un fenómeno que no podemos más que deplorar: la escisión
entre militantes políticos y activistas culturales, por un lado, y entre intelectuales y trabajadores, por
el otro. Es ciertamente lamentable que los militantes políticos sean por lo general consumidores de
piezas clásicas pero ya mucho más conservadoras que innovadoras en el campo de la literatura o de
las artes; en tanto que los grandes innovadores estéticos de nuestro tiempo no suelen ir mucho más
allá de lo políticamente correcto. Hay aquí un enorme terreno de mutuos aprendizajes que merece
ser transitado.
Si se asume que el posmodernismo es la lógica cultural del capitalismo tardío (y nos parece
que hay que asumirlo), la conclusión que se desprende es que no hay manera de no ser posmodernos
en alguna medida: para que esto fuera posible deberíamos estar fuera del sistema, y no lo estamos.
Por consiguiente, las denuncias de los supuestos males del posmodernismo (fragmentación,
incertidumbre, relativismo) son por sí solas vacías. Pero estar dentro no nos exime de la necesidad
de resistir. La orientación que proponemos es estar dentro y contra del posmodernismo, entendiendo
que hay allí un campo de batalla... y que no todas las ideas y las sensibilidades posmodernas son por
igual de repudiables; como no todas las ideas y sensibilidades modernistas eran encomiables. El
entusiasmo a-crítico por todo lo (supuestamente) posmoderno debería ser tan repudiado como el
rechazo conservador e igualmente a-crítico ante cualquier manifestación posmodernista.

En el campo intelectual la situación del marxismo como archipiélago teórico (más bien
cabría hablar de los marxismos) y, más amplia y genéricamente, del socialismo como horizonte
ideológico es menos grave que en el terreno político. La izquierda intelectual no está paralizada ni
mucho menos, y numerosos teóricos o académicos de izquierdas se cuentan entre los más
11
Anderson, Perry, Tras las huellas del materialismo histórico, México, Siglo XXI, 1988 (1983), pág. 112.
influyentes y respetados a nivel mundial: Hobsbawm, Anderson, Jameson, Wallerstein, Eagleton,
Negri, etc. (No podemos abundar, pero es imposible ignorar el claro sesgo étnico, geográfico y de
género de su procedencia). Sin embargo resultaría erróneo dar por descontada la continuidad
temporal. Todos estos autores iniciaron su carrera y su formación en los años sesenta, en un
contexto mundial radicalmente diferente; y ya en los setenta formaban parte de las primeras filas
intelectuales.12 Si las nóveles generaciones serán (seremos) capaces de alcanzar niveles semejantes
de originalidad teórica, potencia intelectual e influencia social es algo que está aún por verse. Hay
ejemplos que permiten alentar alguna esperanza. Pero, de momento, la intelectualidad de izquierdas
está claramente hegemonizada por pensadores y pensadoras que se hallan más cerca del final que
del comienzo de su carrera.
La migración de los intelectuales de izquierda hacia las instituciones de educación superior
es un hecho palpable de nuestra cotidianeidad. No parece que sea una tendencia reversible. Pero
juzgamos equivocado ignorar el asunto o tener sobre él una mirada complaciente. Tenía toda la
razón Perry Anderson cuando escribía: la academización “resultado no sólo de los cambios en la
estructura profesional, sino también del vaciado de las organizaciones políticas, de la idiotización de
las casas editoriales, y de la atrofia de las contraculturas, difícilmente podrá invertir su curso en los
próximos tiempos. No es preciso decir que ello ha generado taras específicas. Recientemente
Edward Said ha llamado nuestra atención sin rodeos sobre las peores de éstas: niveles de escritura
que hubieran dejado sin habla a Marx o a Morris. Pero la academización ha causado estragos
también en otros aspectos: aparatos inútiles, más por hacer méritos que por motivos intelectuales,
referencias circulares a las autoridades en la materia, obsequiosas citas de los propios trabajos,
etc.”.13
Si no en todos lados, al menos en Latinoamérica los movimientos estudiantiles son una
realidad pujante y generalmente orientada hacia la izquierda. Su aporte a la supervivencia de los
idearios revolucionarios y al desarrollo de contraculturas de oposición difícilmente podría ser
exagerada. Pero, también aquí, una mirada fervientemente entusiasta resultaría errónea. La
presencia del fenómeno que en México llaman jocosamente “servicio revolucionario obligatorio”
-la entusiasta militancia estudiantil como preludio a una cómoda carrera de clase media muy alejada
de las movilizaciones de masas- no puede ser obliterada. Con todo, no hay duda de que entre los
estudiantes florecen algunos de los más interesantes impulsos radicales.

...

Desde hace al menos una década América Latina presenta un panorama menos sombrío que
el resto del mundo. De todas las regiones del planeta, la nuestra es políticamente la más promisoria.
Pero no habría que exagerar o llamarse a engaño. Ni la Venezuela de Chávez, ni la Bolivia de Evo
Morales, ni el Ecuador de Correa han roto con el capitalismo o se encaminan inequívocamente
hacia una ruptura con él. Mucho menos el Brasil de Lula Da Silva o la Argentina de Cristina
Fernández. La constatación de esta realidad, empero, no debería impedir el seguir con simpatía e
interés los procesos de movilización popular y transformaciones socio-políticas en curso, sobre
todo, en los dos primeros casos. Indudablemente, hay mucho que aprender de ellos. Cualquier
actitud sectaria o pedante estaría fuera de lugar. Sin embargo, aquí cabría seguir la recomendación
que Perry Anderson formulara para la renovada New Left Review: “La actitud general debería
consistir en un realismo intransigente. Intransigente en dos sentidos: negándose a toda componenda
con el sistema imperante y rechazando toda piedad y eufemismo que puedan infravalorar su poder.
De ello no se desprende ningún tipo de maximalismo estéril. La revista debería expresar siempre su
solidaridad con los esfuerzos en favor de una vida mejor, por más modesta que sea su envergadura,
pero puede apoyar todo tipo de movimiento local o de reforma limitada, sin pretender además que
alteran la naturaleza del sistema”.14
12
Wallerstein y Anderson, por ejemplo, publicaron en 1974 las que muy posiblemente sigan siendo sus obras fundamentales ( El moderno sistema
mundial, en un caso, y Transiciones de la antigüedad al feudalismo y El Estado absolutista, en el otro).
13
Anderson, Perry, “Renovaciones”, New Left Review, Edición en castellano, # 2, 2000, pág. 19.
14
Anderson, Perry, “Renovaciones”, pág. 12.
En el año 2000 Alex Callinicos escribía: “toda alternativa al capitalismo en su forma actual
debería, en la medida de lo posible, satisfacer, como mínimo, los requisitos de justicia, eficiencia,
democracia y sustentabilidad”.15 Concordamos plenamente. Las páginas de Contra-Tiempos
aspiran a ser un espacio de discusión de los desafíos inmediatos, los problemas no resueltos, las
estrategias posibles y las posibilidades futuras de un anticapitalismo apasionadamente militante,
innovador en lo estético, socialmente responsable e intelectualmente riguroso. ¿Estaremos a la
altura de estos desafíos? Ya lo veremos. De momento: ¡manos a la obra!

15
Callinicos, Alex, Un manifiesto anti-capitalista, 2000.

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