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Azules.

Narraciones de todos los mares


Guido Milanesi

Digitalizado por Daniel Sainz Botella


daniladiav@yahoo.es

LA PLUMA DE AIRÓN

Una tarde candente de agosto, ahora ya desvanecida en el tiempo, cierto


acorazado anónimo echó el ancla en la ensenada de Levanto, la coqueta y no pequeña
ciudad de la Riviera. Y mientras, a lo largo de la orilla blanqueante de arena, toldos,
albornoces y telas, la inesperada llegaba del buque daba vida a un enjambre de botes, a
bordo, una estrepitosa señal –melopea de mandatos, silbidos de contramaestres y
resonar de trompetas- llamaba a la tripulación a las mesas, que se apiñaba en los
corredores, dejando el puente de cubierta vacío.
Cansados por los largos ejercicios de tiro efectuado durante la noche y la
misma mañana, también los oficiales habían desaparecido en su comedor, donde el
almuerzo ya estaba listo. Todos menos uno: el guardiamarina de turno, el cual se había
puesto a pasear lentamente hacia popa, desde la bandera a la torre, saboreando la gran
alegría de ser dejado por fin en paz después de un duro servicio en la misma torre
durante los tiros.
Las órdenes que le había dado el teniente de navío de guardia antes de marcharse a
almorzar, no constituían en verdad un gran peso para aquel joven de veinte años, que en
aquel momento de descanso del barco, representaba sobre cubierta el «Comando de a
Bordo», con mayúsculas. –«Recuerde a los centinelas que no permitan gentío en los
embarcaderos... Ya verá usted... vendrán muchos visitadores... Hágalos subir por la
izquierda, pero después de la comida de la tripulación»—le había dicho su superior.
Después, cambiando de tono—:«Y también muchas visitadoras… Estamos en Levanto,
orgulloso país de los idilios marítimos y también, algunas veces, de casamientos…» –
había añadido con una risita de experiencia—. «Afortunadamente para usted, el
Reglamento le protege contra el séptimo sacramento, al menos mientras sea
guardiamarina... Dice así: "Está prohibido -aviso a los interesados- a los guardiamarinas
que se casen..." Considere usted lo que le permite el Reglamento... En fin, ¡cuidado! »
«¿Cuidado con qué? ¿Con los centinelas, con el matrimonio, con lo permitido
por el Reglamento? », se había preguntado el joven atemperando con una sonrisa la
rigidez de su saludo e iniciando su paseo sobre el puente desierto. Por ahora, cuidado
con el esplendor del panorama, con la ruda unión de rocas sombrías con arenas
blanquísimas sobre un fondo verde intenso mezclados con pinceladas rojizas; con la
suave asa de la costa cerrada por macizos gigantescos a pique sobre el mar; con los
trenes estrangulados en los túneles chillando y cortados por cortinas de piedra en
pedazos que huían; con la muchedumbre de las casitas obscuras manchadas de amarillo
y de rojo por las hileras de persianas y acurrucadas en un estrecho valle por miedo de
las montañas de alrededor... ¡Cuidado con esto!
A la vista tenía los centinelas: uno, aquí; el otro, allá, sobre los dos rellanos a los
costados del barco. Parecían estatuas, tan inmóviles estaban; y sus bayonetas
centelleaban al sol con vigilantes destellos...
– ¡Sí, señor!.. ¡Sí, señor! –habían ambos contestado a sus recomendaciones,
calcadas palabra por palabra de las del teniente de navío.
Pero, ¿y lo permitido por el Reglamento? Ahí: ya venía... Era un enjambre de
grandes sombreros adornados con flores; de sombrillas de todos los colores, y de
vestidos claros mezclado en una como dispersa tribu de beduinos blancos que se
acercaba y devoraba poco a poco el mar como una minúscula escuadra de abordaje
moviéndose confusamente.
¿Era éste el peligro?
¡Vamos! En la Marina, a los veinte años, no existe otro peligro que el de parecer
demasiado alumno de la Academia Naval; y el guardiamarina, después de haber mirado
a través del anteojo los botes más cercanos, fingió la mayor indiferencia, no sólo
continuando su paseo, sino reanudando la lectura de algunas cartas que el cartero
acababa de entregarle.
Pero tuvo que interrumpir esta actitud de simulada indiferencia, que era casi su
defensa y se parecía demasiado al inocuo ceño de los adolescentes. Había sucedido esto.
En aquella época. Levanto no había sido todavía pintada de verde chillón, sucio
cobalto, ocre y purpura, con los carteles que decoran las estaciones ferroviarias y los
hoteles, para ser después reproducidos en pequeño y vistosamente pegados sobre las
maletas de los fatuos; pero allí se daban cita los más famosos nombres de Italia, en una
bendita vida sencilla y libre, rociada de arena caliente y salobre puro y no contaminado
todavía por ningún Grand Hotel o Palace Hotel, y menos aún por ningún Kursaal
rebosante y ruidoso. Los pinos, la playa, los estupendos macizos del Mesco, las
sanguíneas soledades de la Rossola, las deliciosas casitas antiguas obscurecidas por el
sol y por las tempestades, y vírgenes de estuco y cemento armado, eran suficientes para
todo; y un tocado fastuoso hubiera ahogado lo típico del ambiente, creado otra
mentalidad, y hubiera sido una lástima.
Ahora, en aquella verdaderamente escogida reunión de familias, hormigueaban
las ayas extranjeras; y era una de éstas, una inglesa que, acompañando a una nidada de
niños y llegada la primera a la escalerita de a bordo, parecía horripilada por el hecho de
que el centinela osase dirigirle la palabra en su dialecto siciliano y no en inglés para
decirle que estaba prohibido subir por la escalera de la derecha, y que se tenia que pasar
por el otro lado para esperar el permiso. Su asombro al no ser a su vez comprendida con
su «May we come on board?», que repetía como una cantilena invariable, sin jamás
subir de tono, parecía profundo y sincero.
– Vossia sentisse a chidda ddocu! (Escuche, su señoría, a aquella señora)
exclamó el centinela en el límite de su paciencia, dirigiéndose al guardiamarina
Y éste tuvo que dejar de leer sus cartas para contribuir a afrontar el tropel de
botes, que ahora ya se habían acumulado a los lados del buque, asaltándolo.
Desde lo alto del corredor, asomó su ágil estatura para explicar la orden al
primer bote; después, cambiando de idioma, a los otros de más allá, y aun a los más
lejanos dando una mirada circular que parecía no ver nada y no quererse parar sobre
ninguno de los rostros vueltos hacia arriba, en dulce espera: los masculinos, quemados
por el sol; los femeninos, cuidadosamente cubiertos con anchos sombreros de paja y
circundados por mechones de cabellos todavía húmedos. Pero si creía lograr ser un
solemne intérprete de la ley militar marítima, tuvo que desilusionarse en seguida por la
exacta sensación que tuvo de no ser tomado demasiado en serio. Una cosa es hablar a
centenares de marineros, y otra cosa es pronunciar un discurso a docenas de anchos
sombreros. En efecto:
– A real haughty one! (un verdadero altanero) –observó debajo de él, desde el
bote de la aya, una muchacha de doce años a sus hermanitos, que se pusieron a reír a
pesar de la pastoral evangélica llena de «s» sibilantes que el aya misma les desgranó por
las ventanas de sus anchos dientes.
No sólo esto, sino que desde más allá, una jovencita de rubísima cabellera y con
ojos abiertos en azul sobre el mundo, le trató sin rodeos, como una vieja amistad; y
cómicamente suplicante, le gritó:
– ¡Señor guardiamarina, sea usted bueno! ¡Déjenos subir! ¡Hace tanto calor
aquí!
Y desde otro bote confundido en la masa, otra voz femenina apoyó:
– ¡Bien, Carla! Conquístale tú…
–A la izquierda, señores –repitió el joven esforzándose en permanecer
impasible—. Esperen la autorización…
–Valor, Carla –insistió la voz—; aquí se necesita la sonrisa de casa V... Y no
estaría perdido, ¿sabes? Porque…
– La última frase fue pronunciada en voz baja, y debía hacer referencia al joven
oficial.
–Si… no digo que no. Pero es tan malo con ese su «izquierda» y con aquella
«autorización» suya –observó la bella criatura rubia como si nadie la escuchara—. ¿No
ves? Es verdaderamente inflexible.
– ¡Vamos! ¡Convénzanse de una vez! –repitió el guardiamarina fingiendo no
haber oído–. Yo no puedo dejarles subir ahora... Miren, a lo sumo probaré de obtener el
permiso con un poco de anticipación sobre el final de la comida de la tripulación… ¡Lo
haré por ustedes, los de allá abajo, que me dicen tantas cosas! –dijo improvisadamente,
abandonando su aire grave, que le pesaba, para unirse a la hilaridad general.
Existe una masonería infalible entre individuos de la misma casta.
– ¿Por mi?
– Si.
– Viva Carla!—prorrumpió un coro mixto de voces a lo largo del costado gris
del barco.
– ¡Viva Carla!—repitió a su vez el joven, sin frenar ya la jovialidad de su
carácter y de sus años.
Y cuando alguien que tenia la voz aguda y resonante gritó:
– ¡Carla, cres un amor!
– ¡Pobre de mí!, esto no puedo repetírselo yo…–lamentó él.
–¿Por qué? – preguntó la nombrada Carla con perfecto candor.
– Pues, porque hay demasiada gente.
– ¡Caramba! Es de los nuestros, este joven... Ya no hay duda. ¡Menos mal que le
he descubierto yo! Entonces, ¿esperamos?
– Si. Creedlo –añadió, poniéndose otra vez serio y volviendo las espaldas para
dirigirse rápidamente a la Cámara de los oficiales–. No depende de mí, sino...

Demasiado de prisa, porque casi perdió el equilibrio al tenerse que parar, rígido
por la sorpresa, frente a dos personas que habían estado hasta entonces en silencio
detrás de él en espera de hablarle, sin que hubiese podido darse cuenta: un hombre y una
mujer.
– Perdone, señor -dijo el primero en un francés hablado con dificultad,
bosquejando a duras penas un saludo y alargándole una tarjeta de visita–. Quisiéramos
visitar el buque... Aquel centinela no nos ha comprendido, se ha resistido.. il vous a
appelé beaucoup… mais vous étiez si ocupé de ces gens-là!...
– Y he sido yo la que ha insistido con aquel pobrecito, que ha cumplido con su
deber, se lo aseguro– interrumpió mucho más graciosamente la mujer, pero con un
acento de tan absoluto imperio, que el guardiamarina se olvidó de tomar la tarjeta, y,
enarcando un poco las cejas con una punta de ironía latina, la miró apretando algo los
labios casi para retener un: – C'est bien, madame… mais… au fond...
–… ça ne vous intéresse pas beancoup!.. –replicó enseguida la señora riendo y
completando con maravillosa precisión la frase pensada.
– No, no; al contrario, señora. Pero estoy obligado a decir a todos... y también a
decirles a ustedes...
Una fineza y una pausa.
La fineza había acudido espontánea a sus labios con un improviso e inexplicable
deseo de separar netamente el espíritu de la mujer de aquél del hombre que estaba a su
lado, para atraerlo un poco más hacia sí. Una chiquillada: el aturdido movimiento de un
novicio de la vida, encerrado en la monotonía de a bordo; por lo tanto, perdonable.
La pausa... El continuó mirando con intensidad creciente y ocultada a duras
penas aquellos dos ojos rasgados, clarísimos, matizados apenas en azul, que sostenían
sin temblores y sin nieblas su mirada, como si fuera para ellos natural el ser siempre
mirados así hasta el fondo del iris. La sombra de la ancha ala del sombrero de paja,
después de haber oscurecido apenas dos mechones de cabello de color de oro pálido
abiertos sobre la purísima frente, envolvía aquellos ojos de soñadora con los matices
suaves del pastel, dándoles un tal luciente resalte, que evocaba casi un ligero indicio de
llanto. Y esta idea fugaz de tristeza no desaparecía tampoco con la expresión sonriente
que la nariz ligeramente respingona, los pómulos un poco salientes y la fresca y delgada
boca daban al resto de su rostro.
Alta de estatura, la elegante línea de su cuerpo se fundía con la refinada sencillez
del vestido en una afortunada armonía consciente de sí misma. Era, sin duda, una
criatura paciente, de inalterable dulzura no obstante aquel acento decidido suyo...
aquellas manos suyas entrelazadas sobre el puño de una sombrillita con el mango de
oro, manos blanquísimas, finas, rosadas apenas sobre la punta de los dedos y movidas
con un imperceptible temblor... repetido por los destellos verdes de una grande
esmeralda…
La mirada del joven, atraída por aquellos destellos verdes, dirigióse por un
instante hacia abajo; después volvió subir, parándose un otro instante en la horizontal
atracción de sus pupilas claras, donde fue acogido con curiosa sorpresa; en seguida pasó
volando la mirada sobre la frente, sobre los cabellos, sobre la gruesa paja del sombrero,
para pararse sobre otra señal imperativa, orgullosamente erguida sobre toda la elegante
persona que tenía delante de sí, comunicándole un encanto indeciso de gracia y de
audacia: una magnifica pluma de airón.
Tal vez, la mirada en lo alto se prolongó demasiado, ya que cuando volvió a
bajar y se volvió a asir firmemente a las pupilas de la bella criatura, las encontró
resplandecientes de una burla a duras penas retenida.
– Est de que c'est bien? –preguntó ella con la fingida frialdad de una colegiala
que comete una chiquillada.
–¡Oh! Mil perdones, señora –contestó él, un poco confundido por el justo
correazo, mientras atormentaba los flequillos de la faja azul que llevaba al hombro–. Es
que... Pues tengo que decirles «no», por ahora... Tengan la bondad de esperar.
– Imposible.
– ¿Por qué?
– Es muy sencillo; es casi la una, y nosotros tenemos que marcharnos de
Levanto dentro de dos horas...
Inclinó con gracia la cabeza a un lado, movió la pluma de airón, y:
– Me parece que con usted se puede entender uno en seguida –dijo desplegando
una sonrisa que descubrió sus dientes brillantes, su acento de mando, mientras
entornaba los ojos como por efecto del sol.
El hombre que la acompañaba la miró y abrió los suyos oblicuamente,
turbiamente. Después pronunció algunas palabras con los dientes apretados, en un
idioma de sílabas completas, de resonancias llenas casi italianas: …skvérnaia… iénteina
como si continuara una discusión desde hacía poco tiempo suspendida. Ella no se
volvió, no hizo un gesto: sólo la esmeralda acentuó un ligero temblor suyo. Y mientras
una pequeña llamarada se deslizaba por sus mejillas para extenderse hacia las sienes y
extinguirse entre los cabellos, en voz baja, murmuró:
– N'allez pas recominencer, je vous prie…
– Esto me enorgullece, señora —exclamó el guardiamarina, que había seguido
esta escena manteniéndose correctamente impasible—. Es cuestión de pocos minutos.
Iba precisamente a pedir el permiso... Porque nuestro Reglamento prohíbe el acceso a
bordo a los visitantes durante los ejercicios o las comidas de la tripulación... Y me sabe
mal tener que decirles que es necesario esperar la contestación en su bote... Como los
otros... ¡Miren!
E indicó el agua debajo de la borda.
– Comment? Qu'est ce qu'il dit? –preguntó el hombre. después de haber mirado
con desprecio hacia afuera y como si hubiese oído algo que no le atañera y no mereciese
contestación directa.
El joven, después de haberle escudriñado de reojo rápidamente, se volvió hacia
él y le miró fijamente a la cara.
Era un individuo de alta estatura, delgado, rubio, que lucía vanidosamente largos
bigotes flecosos, vestido cuidadosamente, de una edad indecisa, entre los treinta y
treinta y cinco años, del Norte sin duda, y sin duda insignificante, si no hubiese sido por
la extraña expresión de su mirada, donde estaba condensado en gris opaco algo de
innoble y de repulsivo, no borrado por una habitual altivez que resultaba grotesca.
¿Alcohol? ¿Perversiones? ¿Intimidades deshonestas?
A los veinte años, las diagnosis morales son más bien breves y crudas. Las
gradaciones no son visibles hasta más tarde, a ojos ya cansados: desmochaduras y
tolerancias no son concedidas sino por quien esté ya por si mismo atacado por el ácido
de la existencia. «Antipatiquísimo», pensó el joven mientras el otro le alargaba de
nuevo su tarjeta de visita, que él hasta entonces había descuidado de tomar.
Y estuvo casi a punto de reírse en sus barbas cuando le oyó decir con una voz
llena de falsa modestia, mientras repetía de una manera ridícula la acción de alargar la
tarjeta:
– El conde Vassili Groboief, de la Guardia Imperial Rusa.
– Digo que tienen que volver a bordo de su bote mientras no pueda permitirles el
acceso al barco –pronunció lentamente el guardiamarina después de haber guardado la
tarjeta en el bolsillo sin mirarla y bosquejando a una reverencia muy fría.
El mismo se sorprendió del tono y de la frase pronunciada, que le había acudido
espontáneamente a los labios. Al fin y al cabo, no se puede impedir a los tontos que lo
sean; sería una fatiga enorme. Pero su aspereza había tenido origen en las misteriosas
fuentes del intuito, cuyo flujo los seres francos no saben contener. ¿Intuito de qué? De
una cosa todavía indefinible, vagamente delineada, que no concernía sólo a la pobre
personalidad y al carácter del hombre a quien había hablado, sino, por reflejo, a la otra,
a la mujer: atada a él quizá para toda la vida y condenada a sufrirle.. ¿Sufrirle? ¿Y si
estuviera contenta, en cambio? ¡Qué abismo entre las dos versiones!
Grotesca manía latina, en general, e italiana en especial, de encenderse a
cualquier calor de los otros, verdadero o imaginado! ¡Y de intervenir también! ¡Vamos!
Una bonita reverencia a la pluma de airón, precediéndola hacia la escalera, y se habría
terminado. Después, el subjefe artillero de servicio acompañaría a su debido tiempo a
los dos visitantes en la visita pedida; y de aquella pareja exótica llevada a bordo por el
azar, por la incansable marea de la existencia, él no habría conservado otro recuerdo que
aquél, bastante precario, que guardan los oficiales de marina de los tantos sucesos
humanos con los que toman momentáneamente contacto en el tumultuoso cambio de la
vida. Alguna carcajada dentro de poco, en la Cámara de los oficiales, explicando el
hecho, y nada más.
En cambio:
– Il a raison –dijo con calma la mujer, casi aliándose a él.
El señor repitió de nuevo su mirada lateral seguida por algunas excitadas
palabras en su idioma... glúpaia... negódnaia... Pero esta vez, la mujer las acogió con un
imperceptible encogimiento de hombros, y repitió obstinada:
-ll a raison!
…Y provocó un nuevo transporte de cólera incompresible, más violento, aunque
en un tono bajo de voz. La otra lo rebatió fríamente; mucho más dueño de sí, intentó
varias veces cortar aquel flujo áspero...
Al fin, el choque de los dos caracteres se produjo; y fue imposible al
guardiamarina de colocar el proyectado saludo en medio de aquella crisis tan inesperada
e inoportuna. El se quedó allí, con una sensación de pena, ávido de saber algo a pesar
suyo.
– ¿Cómo? –dijo la señora volviendo a hablar en francés, lo que parecía que
irritase a su antagonista; y fingiendo calma, mientras, en cambio, la esmeralda enviaba
más frecuentes destellos verdes–: ¿Cómo? ¿Todavía una de vuestras grandes frases?
¡Oh, usted no está acostumbrado a esperar! Pero esto dejará completamente indiferente
a este señor...
– En efecto... –murmuró «este señor». Y apretó los labios para no dar rienda
suelta a una risita que le vagaba por ellos...
Pero que después se extinguió bruscamente.
Para que dos personas pertenecientes a un circulo elevado pudieran perder
instantáneamente el «pudor del extraño» y no pudieran contenerse al mínimo incidente
surgido entre ellos, era necesario que sus existencias no fueran atadas más que por una
cadena dolorosa a la más pequeña sacudida. Y cada una de aquellas dos existencias
arrastraba e la otra por el mundo, tirando más fuerte cuando la otra encontraba piedras
agudas en su camino, para hacerle más daño.
¿Cuán larga era la huella roja dejada por su paso? ¿Hacia dónde estaba dirigida?
¿Dónde se habría perdido?
– D'ailleurs, rien ne vous force à rester, mon ami –continuó la señora– , parce
que..
Algunas palabras secas, ciertamente brutales en su significado, cortaron su frase.
Ella palideció y volvió a decir:
– Allons, calmez vous donc. Vous pouvez aussi bien aller à terre vous occuper
des bagages... Renvoyez-moi le bateau…
– Ah, oui? Alors c'est ça –dijo rabiosamente el hombre usando de nuevo el
francés, como si quisiera ser comprendido también por el mudo testimonio de la escena.
Y sin la menor señal de saludo, volvió las espaldas, atravesó aprisa el puente, pasó
delante del centinela, tropezó en el primer rellano inferior, y antes de embarcarse, se
volvió todavía hacia arriba para gritar casi a plena voz una frase rusa cerrada por una
carcajada sarcástica.
– Dice –tradujo plácidamente la señora reteniendo al joven en su vivo indicio de
seguirle y pararle –dice que me deja libre de...
–… ¿De qué?
– ... No; nada.
– ¿De quedarse? –sugirió el oficial.
– ¡Oh! ¡Eso ya está hecho!
– ¿Entonces?
– No. Y tiene usted el aspecto de tomar en serio mi permiso…
– ¿Yo? ¿Y qué tengo que ver yo?
– Ya; es verdad. Et pourtant... vous...
– ¿Yo? ¿Pero qué?
– Y bien; se lo digo para reír un poco; lo necesito… Al fin y al cabo, no nos
veremos más... Me ha dicho que puedo continuar haciendo du flirt con quien me
parezca.
– ¡Ah! –exclamó el guardiamarina abriendo desmesuradamente los ojos y
sobrecogido por un súbito acceso de risa–. ¡Nada menos! Y, perdóneme… ¿era
precisamente necesario venir a bordo para darle tal permiso?..
– Oh! ça arrive très souvent... Todas las veces que puede encontrar pretextos...
¡Pero ya tengo bastante!
– Quizás su marido está hoy de pésimo humor…
– Pero no es mi marido…
–¿Ah, no?... –Una breve pausa meditativa–. De todos modos, no veo quién o qué
haya podido hacerle sombra aquí a bordo... ni comprendo cómo usted pueda valerse
aquí del permiso obtenido.
– Vraiment? Non: c'est trop fort. Mais quel âge avez vous donc?
– La edad de todas las delicadezas, señora: veinte años.
– Me parece algo obscuro.
– Espere... Y acaso, también de todas las tonterías...

– ¡Ah caramba! Cela, est très rusé. Ha usado una palabra (bêtises) de doble filo,
que puede atacar o parar. Cela est tout à fait italien...
– Perfectamente –dijo el joven saludándola con cómica gravedad–.Y le dejo la
elección. Y mientras usted medita, yo voy a pedir el famoso permiso... Perdóneme si la
dejo por unos instantes sola.
Atravesó el puente lanzando el paso casi como si patinara sobre la madera
alisadísima; pasó al lado del pasamano de la izquierda, donde se habían reunido ya
todos los botes. Fue visto. Y entonces, una blanca figurita de rubios cabellos caídos a lo
largo de la espalda, al sol, se puso en pie sobre los asientos de una de las embarcaciones,
miró a bordo y dijo:

– ¡Ah! Está ahí la famosa rusa, ¡y sola! He aquí por qué teníamos que esperar
tanto. ¡Señor, guardiamarina! ¿Y nosotras, dóciles y buenas hermanas italianas? ¿Se ha
olvidado de Carla?
Desde el umbral de la puerta acorazada, hizo él una señal con la mano, un
impreciso gesto de negación; sonrió y desapareció.

II

Entonces, a la llamada Carla y al relativo grupo de amigas, hermanas y madres,


se les destinó el subjefe artillero de guardia; a la aya inglesa y varias nidadas de niños,
un segundo contramaestre, que sabía tanto de inglés cuanto se acordaba de su antiguo
oficio de marinero de barco de carbón (Thank you verv, very much indeed!); a los otros,
divididos en familias, en simpatias, en flirts, artilleros y marineros tomados de los
ranchos y culpables sólo de haber acabado demasiado temprano su comida, pero felices,
por otra parte, de una misión que podia compararse a la de un gallo paseando por el
patio con buenos y honestos errores garrafales de gramática, de sintaxi, de todo; y los
botes quedaron vacios.
Se llenó el barco de alegría y de frescas risas, especialmente alrededor de las
piezas artilleras, que se dejaron acariciar por muchas delicadas manecitas con el aire de
fieras amansadas en seguida.
Los buques de guerra están compuestos de mucho gris, de un poco de blanco y
de algún brillo metálico. La fusión de los colores y de las cosas brillantes se sucede casi
naturalmente y forma un ambiente solemne, para los ojos antes, para el alma después,
vertiéndose sobre los unos, y presionando sobre la otra. Hay a bordo un poco del alma
de los conventos, la obligatoria calma de los disciplinados, la alusión a extraños
claustros, bajos, enredados de delgadas columnas de hierro, donde muchos seres mudos
pasean sin descanso y donde existen clausuras. La misma luz está parada en su alegre
irrupción y llueve a hojas oblicuas, alineadas, como de estrechas ventanas de iglesias
góticas, pero sin filtraciones de colores. Entre, aquel hierro gris y blanco, en aquella
pálida luz, aletea la indefinible austeridad de los lugares de los que la mujer está
excluida.
Ahora, una vivaz invasión de colores nuevos, de caras extrañas y sonrientes, de
voces argentinas y frescas, está recogida alli como en un triunfo.. Entra por pocos
minutos la fiesta de la vida... más brillante y pura por el hecho de que las inevitables
miserias de todo ser humano han quedado en tierra... nadie de a bordo puede conocerlas.
Buque y marineros sonríen; el buque, como una vieja solapada y complaciente, presta
luces, sombras, extraños fondos grises, perfiles de cañones y de otras cosas metálicas,
para componer graciosos cuadritos; los hombres ofrecen la expresión cordial de su cara,
la mirada agradecida, las descripciones cansadas, los «estos son»... «esto es»… la ayuda
del brazo en los pasos difíciles, y al fin, para buen recuerdo, las cintas de sus gorras.
Y todo esto sucedió también en el acorazado anónimo. Desde los puentes
inferiores salía como un ruido confuso de colmena humana. Los centenares de hombres
comprimidos allí se alejaban poco a poco de las grandes mesas doblando las plegables
patas de hierro y haciéndolas desaparecer una a una de manera que los puentes
estuvieran otra vez desalojados. Y mientras los marineros de servicio barrían con todo
cuidado los pavimentos de hierro, los otros, en pequeños grupos, subieron por las
escaleras al aire libre de cubierta. Allí, sus uniformes blancos se mezclaron con los
varios colores venidos de tierra, mientras el espíritu de la gran madre común se difundía
hospitalario y benigno sobre todos
La popa, prohibida a la tripulación quedó desierta como siempre. Así, la elegante
criatura que estaba allí esperando, se delineaba en limpio realce, como una de aquellas
visiones fijadas con sencillos medios y por un arte sencillo, y que a pesar de esto, no se
olvidan jamás. ¡Ah! Había encima de ella un último tenue trazo añadido aprisa por un
repentino capricho del artista: la pluma de airón...
– ¿Ha escogido? preguntó el guardiamarina acudiendo a ella.
La contestación no llegó en seguida, ni fue pronunciada con el acento
desenvuelto que exigía la pregunta.
– Quizá –dijo la joven extranjera; pero era evidente que la palabra se refería más
bien a un orden interior de ideas, a las que ella se había abandonado durante la espera
solitaria, que a la pregunta que le había sido hecha. Por otra parte, con la mirada
sorprendida que él le dirigió, se percató de unas extrañas luces en los ojos que acusaban
un llanto reciente.
Y entonces cambió de tono.
– ¿Quiere usted que la acompañe yo? –preguntó discretamente.
–¿Usted? ¿Precisamente usted?
– ¡Caramba! ¡No es grave! Si me lo permite…
– Pero, ¿a qué se debe este excepcional honor? ¿Por qué precisamente usted?
– Se lo digo en seguida Ante todo porque no tengo más marineros disponibles
para que la acompañen; después, aunque los tuviera, no sabría cómo encontrar entre
ellos quién hable un francés inteligible... Y, en fin, porque quisiera que no llorara usted
más.
– Mais voyons!... C'est presque de l’insolence... charmante... –exclamó la joven
rusa volviendo a sonreír.
– Sé hacer todavía cosas peores, señora… No puede usted imaginarse cuán mal
educado e indiscreto soy con una persona que me interesa... cuando tiene los ojos
lucientes.
–¿Yo le intereso?
– Extremadamente... Y después... sería necesario ser de mármol o pertenecer a
alguna tribu de trogloditas... No; retiro lo de trogloditas. No, me fiaría en absoluto de
uno de éstos. Debían tener la admiración algo áspera. ¿Quiere usted que vayamos?
Riendo con todo el esplendor húmedo de sus dientes, ella asintió. Se
encaminaron. Para ayudarla a subir el doble peldaño que daba acceso a la puerta
acorazada, él le alargó por primera vez la mano. El paso que había de hacer era difícil, y
ella se apoyó fuertemente sobre aquella mano, apretándole los dedos. Apretó él también,
largo rato…
– Le prevengo –dijo mirándola con mucha seriedad– que encontraremos varios
escalones...
– Que a lo mejor será inútil que deje usted mi mano.
– ¡Pero, amigo mío!... Esto es precisamente trogloditismo... Yo no veo, por
ahora, otros peldaños.
– Los veo yo; hay muchísimos... Déjeme hacer a mí… He aquí el corredor –
continuó el guardiamarina dueño ya de la mano–. Le ruego que baje la cabeza, pues esa
magnífica pluma de airón choca contra los baos y se deteriora... –Era verdad esto: la
poca altura entre los puentes no permitía el libre paso más que a determinadas tallas y
sin plumas sobre todo–. Agáchese un poco más; mejor de este lado: hacia mí; bien, así...
– Pues no es nada agradable…
– Para usted no... pero para mí hay alguna ventaja. Y éstos son los cañones de
quince centímetros –cinco por parte- que han hecho fuego todo el día de ayer hasta la
noche. Ahora duermen seguramente; si no, retumbarían de alegría a su paso…
– Mais vous êtes fou!
– No diga estas cosas... por la pluma... porque usted levanta vivamente la cabeza
y ella se rompe... Estos son algunos proyectiles preparados, pintados con colores
diferentes según su naturaleza; aquellos que tienen la ojiva roja tienen el peor carácter.
Los grises son los más mansos. Ahora mire con qué extrema facilidad se pueden
maniobrar estos cañones, que parece imposible poderlos mover. ¿Ve? Es suficiente girar
esta rueda para que todo el arma se desplace de derecha a izquierda; si se da vuelta a
esta otra, el cañón se levanta o se baja. He aquí. ¡Mire! Un niño podría muy bien
divertirse con él... Y también usted…
– ¿También yo? Pero yo estoy muy lejana de aquella época…
– No me parece «mucho».
– Mas que usted...: de seis años…
– Diga seis primaveras...
– No; se engaña seis otoños... –dijo como hablando consigo misma. En seguida,
como si buscara una diversión, indicó hacia arriba, entre los baos, y preguntó–: Pero…
¿qué son todos estos tubos rojos, amarillos y blancos de ahí arriba?
– Son las venas del barco, señora, y casi todas laten fuertemente como las mías
ahora. En algunas circula agua; en otras, vapor; en estas más delgadas, el aire
comprimido para los torpedos: la mayor parte de éstas afluyen al corazón, abajo en las
máquinas…
Por algún tiempo, la descripción siguió sin ninguna interrupción y rígidamente,
técnicamente exacta. El joven, atraído por la belleza de su propia profesión, pareció
olvidar todo el resto, deteniéndose también sobre aquellos pormenores que usualmente
son pasados por alto con los profanos.
Pequeños caminos y largas paradas...: bajaban, subían, rozaban mil cosas oleosas
quietamente crepitantes, evitaban infinitos obstáculos de hierro, pasaban bruscamente
de la luz del día a la rojiza de las bombillas eléctricas, y del aire tranquilo y puro al
violento y grasiento ingerido por los ventiladores.
– …y si yo le aburro mucho –dijo parándose delante de una escarpada escalerilla
que se hundía en la obscuridad, la culpa es suya, porque la veo tan inteligente, que me
parecería hacerle una injusticia darle solamente algunos detalles sumarios.
– Usted exagera. Mi interés proviene en gran parte del hecho de que tengo un
hermano en la Marina Imperial.
– ¿Un hermano en la Marina? Muy bien; así es que usted es mi hermana de
armas. Y ¿dónde está ahora este hermano suyo?
La inocente pregunta provocó una inesperada turbación, apenas ocultada; un
«No recuerdo»… superado un poco mejor por un «En alguna parte de América del
Norte… creo», y finalmente, dominado del todo por la acción de extraer una carta de un
monedero de malla de oro, que le colgaba de la cintura, cerrado por un escudo
esmaltado.
–Es una amiga que me escribe… He aquí; estaba en San Francisco de California
hace un mes largo, sobre el Admiral Nakimof.
– ¿Está usted contento?
Desviando con inteligencia una conversación que parecía evidentemente penosa.
–Si –respondió él –, porque he aquí una escalera que habrá que bajar, y yo –dijo
con cómica gravedad– tengo el honor de pedirle la mano... ¿Está libre?
– Vous êtes extrêmement drôle, vous! De la sombrilla está libre; de lo restante,
no; ¡todo lo contrario! Hay que decirle siempre que si a usted...
– ¡Atención! –exclamó el guardiamarina haciendo ver que justificaba la palabra
jocosamente audaz con un gesto que indicaba el alto batiente de la escalerilla.
Por segunda vez se cogieron de la mano, bajando con mucho cuidado. El espacio
era tan estrecho, que topaban casi a cada paso. Del lugar obscuro en el que entraba subía
un aire caliente que les envolvió de una manera repentina, dándoles la impresión de que
la atmósfera se volviera densa y que cerca de ellos existieran muchos braseros
escondidos. Bajos latidos de órganos metálicos invisibles parecian surgir
caprichosamente bajo sus pies a su lado; más allá, desvanecerse, reproducirse,
multiplicarse, disputar entre sí, chirriar, desvanecerse todavía. La luz del día había
quedado a lo alto, cortada por el puente superior en hileras de puntos rojizos, velados,
que parpadeaban como ojos cansados, delineando largos corredores en una perspectiva
ilimitada. Todo el hierro de alrededor temblaba imperceptiblemente, como si contuviera
fuerzas rebeldes; y sobre los mamparos, una condensación opaca reproducía
continuamente una rociada caliente, estriada por la carrera luciente de gotitas extrañas.
Una población sucia de carbón y de aceite, y que parecía entregada a un trabajo
perpetuo, se apartaba con prisa al paso de la pareja, y abría desmesuradamente los ojos
por la improvisada aparición suya, simpática de ser vista aquí.
– ¡Dios mío! –exclamó la señora– .¿Dónde estamos?¿Y se puede vivir aquí?
– ¡Cómo! Claro que sí! Yo, por ejemplo, hoy no quisiera salir más de aquí.
Estamos en el llamado corredor, bajo el puente acorazado e inmediatamente encima de
las máquinas... Le ruego que baje la cabeza mucho más…La pluma está seriamente
amenazada. ¿Ve usted? Estos pequeños números puestos al lado de estos ganchos entre
los baos, le dicen que por la noche vienen aquí a dormir otros tantos marineros,
colgando cada uno su propia hamaca en un sitio invariable, y son felices. He aquí
torpedos...: extraños animales de bronce que son muy despejados y tienen el cerebro
inflamable al máximo grado, tanto, que en tiempo de paz, para calmarlos, se les cambia
la cabeza... Es una propiedad que en este minuto yo les envidio sinceramente ¿Se ríe
usted? ¡Menos mal! Como ve usted, cumplo con mi deber. ¿Quiere como recompensa
tomar mi brazo para no resbalar sobre el desnudo hierro del puente?
– De muy buena gana... aunque ahora no caminemos en absoluto... No puede
usted imaginarse cuán necesaria me es un poco de alegría y cómo ha llegado usted a
propósito... ¡Infinitas gracias!
– Mejor que sea así. Si usted lo cree oportuno, ya puede apretar... Pues éstos son,
como decía, los torpedos; y los gruesos tubos que ve usted alargar el cuello fuera del
costado del buque, son los aparatos con los que son lanzados. Cargados de aire
comprimido, los torpedos pueden…
De nuevo, la voz del guía se volvió grave, pasando del volteante tono de broma
al uniforme acento de una explicación escolástica. Mientras hablaba, tenía cuidado de
no moverse demasiado para poder mantener cerca de si a la joven criatura, que le
envolvía con un sutil perfume y le enviaba por todo el cuerpo, hasta la intima esencia
suya, rápidas oleadas calientes y deliciosas a través del contacto de los brazos. Sólo la
conclusión volvió a ser inesperadamente pilluela, y fue acogida con una sincera
carcajada…
– … En resumen –dijo él–, no hay nadie en el mundo que sea más envidiable
que el torpedo, porque apenas tocado por una pequeña palanca, llamada «palanca de
registro», puede correr derecho a su fin sin más frenos y explotar alegremente como es
su misión, Nosotros, en cambio, aunque tocados en el registro…
– Ah! Oui! – contestó la señora, que continuaba riendo–. Mais il est très patient
aussi... porque sabe esperar largo tiempo parado y mudo en su tubo...
– Porque tiene tiempo para perder...
Por una improvisa asociación de ideas que resultaba casi ingenua, tanto
traicionaba – ¿cómo decir?– el significado alotrópico de su diálogo, ella miró un
pequeño reloj de brillantes, sujeto por un hilo de oro a su muñeca.
– ¡La una y media! –exclamó–. ¡Hay que ir muy aprisa, muy aprisa!
– Tranquilícese, señora; no le haré ver nada más que la torre de popa: mi torre...
Además que –añadió con una mirada sonriente toda llena de una alusión bien clara– sus
baúles están ya listos, supongo.
–¡Hélas! –suspiró la bella rusa mientras la sonrisa desaparecía de sus labios y sus
ojos se volvían hacia arriba como por una muda imploración. Mais vous êtes un peu
méchant, savez-vous?
– ¡Vamos, ande! Hoy he conocido a alguien que me ha parecido más malo que
yo... ¿Yo, malo? Piense que todavía no le he recordado aquel tal permiso obtenido por
usted...
–¿Cuál?
– «Flirtear», ¡caramba! Doble la cabeza, señora; se lo ruego.
– ¡Dame! Et pourtant je croyais que vous alliez bon train.
– ¿Yo? Pluralice usted, señora. Yo creía que se necesitarían ser al menos dos.
Salieron del entrepuente, atravesando otra estrechísima puerta que daba acceso a
un local indefinible donde la temperatura tomó con brusco salto la frescura de las
grutas. En contraste con el precedente temblor de todas las cosas, allí reinaba aquel
silencio profundo y aquella inmovilidad absoluta que es sólo posible encontrar en los
subterráneos. Y éste parecía verdaderamente un subterráneo de hierro sobre el que se
dibujaba indecisamente una inmensa pared vertical cilíndrica, barnizada de blanco con
cuidado, luciente a lo largo de la lista de los generadores más cercanos, mientras el resto
de la masa huía rápidamente hacia allá, tragada por los dos lados en una obscuridad
violácea.
Lo rodeaba una galería angosta, hecha de paredes sin ninguna abertura, sobre las
que múltiples filas de enormes clavos de cabezas en forma de setas brillaban apenas
recogiendo la última luz.
Nada allá dentro recordaba el mar: el buque mismo parecía cambiado en su
intima naturaleza, de cosa que palpita y se mueve; y si un olor indefinible de aceite
rancio y de frescos barnices sutilmente difundido en el aire cerrado no hubiese
recordado la vigilante custodia del hombre, hubiera sido posible creerse en una tumba
antiquísima, perfectamente intacta, construida y pintada así por misterioso capricho.
Avanzaron por aquella galería el uno precediendo al otro y cogidos de la mano. Delante
y detrás de ellos, una barrera curva se abría y cerraba siempre, mientras, en el sentido
vertical, el espacio se restringía de tal manera, que les obligaba a inclinarse como en una
cómica reverencia.
– Esta es la torre –dijo el guía tocando la pared interior– y ésta la coraza. –E
indicó el exterior–. Y he aquí la entrada. Ahora se tendrá que subir una escalera difícil.
Déjeme libertad de acción; tengo que cogerla por la cintura. Seré correctísimo…
Y, en efecto, lo fue. Se curvó, tomó en sus manos un piececito de la mujer y lo
apoyó delicadamente sobre una especie de barrote de hierro. Después se encaramó él
mismo sobre otro barrote que estaba encima paralelamente al primero, y pasando un
brazo alrededor del flexible cuerpo de la compañera, la atrajo hacia arriba, a través de
una abertura que parecía cortada por diminutos artesanos.
Y una obscuridad completa les envolvió, aparte de dos delgadas líneas de luz
blanca, de luz de sol, que aparecieron sobre su cabeza, pero tan débiles, que parecían
lejanísimas.
Callaban.
Callaban y jadeaban inmóviles, Sus pies se apoyaban sobre una especie de
plancha metálica, llena de nervaduras paralelas, cruzadas en dos órdenes.
Callaban… Les parecía que el mundo había desaparecido. Sobre aquel grande
buque, recipiente de vida comprimida, les parecía que no existiera otra vida que la de
ellos. Y en seguida notaron la turbada sensación de una absoluta libertad, como si
estuvieran perdidos en un lugar apartado de una isla desierta de la que no habían de
volver jamás.
Notaron también otra y extrañamente precisa: aquella de que cualquier cosa que
hubiesen dicho o hecho allí dentro, no sería nunca sabida; sintieron nacer dentro de ellos
como una repentina complicidad en una culpa inexistente.
La oscuridad, la soledad, el silencio desnudan el pensamiento, así como un ácido
despoja un metal de su pátina opaca. No sólo esto, sino que le comunican una más alta
propiedad vibratoria, una mayor energía de oleadas; y éstas se extienden en todos
sentidos, disponiéndose en el campo psíquico como la limadura de hierro sobre la hoja
de papel en el campo magnético, y concadenando entre ellos las ideas con fuerza
máxima, si están cercanas al núcleo o polo pensante; con fuerza rápidamente
menguante, si hacia los lejanos límites del campo. Se sigue de ello que dos seres
aislados en la obscuridad en perfecto silencio y puestos cerca el uno del otro, pensarán
inevitablemente el uno en el otro, porque las respectivas olas pensantes se cruzan... Si
de sexo opuesto, con terror, con temor, con confianza, con afecto, con pasión...; con
indiferencia, nunca. El pensamiento del uno se retuerce sobre el del otro de idéntica
manera.
Si estos dos seres se cogen por la mano o ya se estrechan en los brazos, el
ligamento material facilita la transmisión psíquica, que se vuelve simultánea; y cada uno
siente, sin explicarse cómo, que la intensidad de su propio pensamiento sufre una
multiplicación por un coeficiente indefinible, que la luz, el ruido, la multitud anularía en
seguida.
Inversamente, la obscuridad, el silencio, el aislamiento, son los índices de los
sentimientos recíprocos de dos seres; si éstos están propensos a acercarse entre sí, a
buscarse, una simpatía de cualquier naturaleza les ata; al menor indicio de alejamiento,
de fuga, éstos se repelen de una manera irreconciliable: se temen.
Y he aquí una paradoja que una pluma extravagante puede divertirse en escribir.
La oscuridad es sincera…
Ahora, el guardiamarina y la joven señora pensaban el uno en el otro
simultáneamente; y como ya estaban muy cercanos, fueron empujados a acercarse
todavía más, hasta notar una sensación caliente en sus lados. Al primer momento
tuvieron la turbación de los pilluelos por una cosa vagamente prohibida; después les
pareció que la cosa era perfectamente natural. Pero no era natural su silencio, que se
prolongaba demasiado.
– ¿Pues? –preguntó ella. Pero sin darse cuenta, había hablado tan cerca del rostro
del hombre, que éste tuvo un ligero estremecimiento, que fue recogido por los
miembros de ella.
Rio. Preguntó:
– ¿Qué tiene usted?
– Y rió otra vez.
Roto el silencio, su pensamiento se bifurcó, según es ley.
– Procuro coordinar mis ideas... –contestó él.
– ¿Relativas a la torre? Vaya usted aprisa, porque el tiempo apremia.
– ¿La torre? ¿Qué torre?
– Yo creí que estábamos aquí por una cierta torre…
– Sí… también a mí me lo parecía… Hace mucho tiempo, yo también debo
haber pensado así. Pero ahora me parece que si hablara de torres, tartamudearía y haría
reír. Tengo en el cerebro una multitud de ideas singulares.
– ¿De verdad? Si me las dice... yo después le diré las mías.
– Como usted quiera. Hablaré en la oscuridad como si estuviera solo. Escuche,
pues. Pienso, ante todo, en lo extraño que es lo que me sucede. Para abreviar, me
expresaré como aquel tal troglodita, de un modo conciso y rudamente: estoy aquí
cerrado como en una caverna ignorada por todos, al lado de una de las más fascinadoras
criaturas que nunca haya visto en mis sueños rojos de la Regia Academia Naval...
– Vous avez l'imagination très développée, mon petit ami.
– … y que ha venido a mi encuentro como uno de aquellos cuerpos
resplandecientes que surcan el cielo según una órbita desconocida, pero decidida y
rapidísima.
–... et très vive aussi.
– Silencio, se lo ruego... Después pienso que yo no la había visto nunca antes de
ahora, antes de hace una hora, mientras que en cambio siento que es imposible que no
sea así: yo la conozco como a una amiga que ha estado ausente algunos años. Sólo que
de esta ausencia no sé nada; pero he comprendido que esta amiga ha encontrado un
cierto señor de carácter turbio que le hace volver lucientes los ojos, y que très souvent,
le dice palabras rusas de fuerte significado... Por esto está triste. Sé también que dentro
de poco se marchará, ignoro dónde, y seguramente no la veré más. Ella continuará
errante en su camino, llevando una vida…
–... nómade… horrible… –murmuró la señora en voz baja.
– …que me será desconocida, mientras yo seguiré saltando por el mundo
olvidado por ella, como se olvidan aquellas caras vistas por un instante desde la
ventanilla de un tren en marcha...
La respiración de la mujer se hacía poco a poco más fuerte y más frecuente. De
sus labios invisibles brotaba como la respiración misma de la oscuridad.
– Y bien, aunque todo lo de usted tenga que serme desconocido, yo siento que su
destino es injusto... y yo quisiera ayudarla para que no llorara más. Y siento también
que cuando usted se haya marchado, experimentaré añoranza de una misión que habría
sido deliciosa... Ya puede reírse de mí –destornillándose, si se lo han enseñado–; me lo
merezco... por otra parte, la oscuridad la protege... ¡Ría!
– Mais je ne ris pas du tout –dijo ella muy despacio, como si hablara con fatiga.
– Entonces quiere decir que es usted demasiado bien educada, mientras yo en
este momento soy y me expreso como un salvaje. De todos modos, pensará usted:
«¡Esto son tonterías!...»
– Mais non, petit ami; croyez moi: ça me touche beaucoup..., beaucoup plus que
vous ne le pensez ...
– … en cambio, es la pura verdad; y por otra parte, nada me obliga a fingir o a
exagerar; ninguna esperanza, ninguna vanidad dicta este mi insensato discurso... Es
precisamente así… ¿No es extraño todo esto? ¿Cómo quiere usted que piense en la torre
y en los cañones?
– C’est que vous êtes bien jeune... et bien gentil –dijo ella con voz que
conmovía–. et vous me faites beaucoup de bien... Malheureusement pous grandirez vous
aussi, petit amí, et, homme fout-à-fait, vous deviendrez atroce et menteur comme les
autres...
El joven se agitó en la oscuridad protestando; pero sólo un ruido de ropas reveló
su agitación.
– Está bien –exclamó– me lo merezco. No me insulté más, porque he terminado.
Volvamos a los cañones… Déjeme sólo pedirle perdón por lo que he dicho y de otra
desconveniencia que he cometido. Hace ya rato que tengo una mano encima del
interruptor de la luz eléctrica...
– Allumez-la!... Non: attendez...
Titubeó un poco; toda la voz le tembló. Después añadió con una inflexión vuelta
de repente dulcísima:
– Je vais vous dire à mon tour mes idées à moi...
Se volvió, tendió los brazos, estrechó y sofocó con los labios sobre la boca del
guardiamarina un pequeño grito que le había nacido.
– Voilà –murmuró separándose–, A present allumez... Tout de suite, je vous prie,
tout de suite...
Brilló la luz de una corona de bombillas. Como quien ha sido despertado
bruscamente en medio de un sueño magnifico, ambos abrieron los ojos de par en par y
se miraron a hurtadillas, casi con piedad. La vida les volvió a coger bajo su ley
ordinaria, empujándoles en seguida por caminos distintos, inexorablemente. El
momento fugaz de abandono de sus seres libres estaba ya muy lejano, ya no les
pertenecía.
Ella habló la primera:
– Ecoutez... Rien n'est arrivé... n'est-ce pas?
No; nada... Como dos cuerpos obscuros, errantes por el cielo, que se inflaman y brillan
con repentina luz por poco que se rocen, y en seguida, apagados, se pierden por los
espacios inmensos, así, después de un solo relámpago de vértigo, aquellas dos almas
puestas rapidísimamente en contacto tenían instantáneamente que apagar su
incandescencia y volver a tomar la carrera divergente sobra las respectivas órbitas. El
aprobó con un temblor en la voz:
– No… No ha pasado nada; lo sé bien… Esté segura.
Y para demostrar en seguida su resignación al destino inexorable, procuró con
un esfuerzo visible recobrar su tono de voz ordinario y volver a argumentos ahora
indiferentes, casi ridículos… Balbuceando, continuó:
– He aquí: éstos son los cañones; los más grandes que tenemos. Están
construidos con una plancha de acero y… –Pero se interrumpió de nuevo para mirar a la
joven mujer; la miró en los cabellos, en la copa del sombrero, en las espaldas, como si
buscara algo que no veía ya–... y son movidos por aparatos hidráulicos… Pero, señora –
exclamó de repente –, ¿y su pluma de airón?
Con los ojos reanimados, que habían quedado todavía lánguidos, ella pasó una
mano por encima del sombrero y no encontró obstáculos; buscó más abajo, sobre la
nuca.
– Se ha roto –dijo.
Se había roto, en efecto, la magnífica pluma. En el brusco ímpetu de la cabeza
hacía el beso loco, había chocado contra una cadena de acero que colgaba desde el bajo
techo de la torre, y se había doblado sobre las espaldas como un órgano que se ha vuelto
inútil, como la antena de un insecto muerto, como una cosa que había que cortar.
Y fue cortada por los dedos nerviosos de la joven señora.
– ¡Ya se lo decía yo! ¡Qué lástima! –murmuró el guardiamarina.
– Mais n'allez pas pleurer, mon cher petit ami. Ça ne vaut pas grande chose, je
vous l'assure.
– ¿De verdad no tiene valor? Entonces quisiera…
– Entonces quisiera… ¡Pronto! ¿Sabe usted que falta un cuarto para las dos?
– …Que usted me la dejara a mí...
– ¿Qué? ¿Este mísero tronco?
– Esto es.
– En seguida –dijo la señora enarcando graciosamente las cejas–. Tómelo. ¿Y
qué hará usted con él?
– Si se lo digo, se reirá.
– Mais non.. Et pourtant je vous ai démontré que je ne ris pas toujours...
– Sí; pero sus demostraciones duran demasiado poco... Bueno, lo tendré bajo mis
ojos, en mi camarote, siempre... Él me acompañará en mis peregrinaciones por el
mundo... ¿Ve cómo se ríe?
– Por fuerza, querido... Estas palabras cándidas se leen en todas las novelas con
las cubiertas de colores. Serían tan bonitas si fueran de este mundo! En cambio, usted
conservará esta pluma por un cierto número de días, o sea hasta que venga otra
«torre»... Entonces, al lado de la pluma, pondrá usted –escoja usted– un pañuelo, un
guante; después, algo más que prolongará la hilera. A fuerza de «torres», el sitio en el
cajón o en la vitrina empezará a faltar… Y como que las cosas viejas no tienen razón, la
pluma, esta pobre pluma, acabará en un punto cualquiera del mar. Y un cierto día le
vendrá también a usted el «Ià liubliu tebià» como decimos nosotros; el «te amo»
definitivo, que arrollará también el resto. Y entonces, azul antes, gris después, y negro
casi siempre en el fondo. ¡Ya verá! ¡Oh, no proteste!
– No protesto, señora; usted me aplasta con sus argumentos.
– Ande! –continuó la mujer, suavizando la ironía con que había hablado hasta
entonces– Nada resiste al tiempo; yo tengo las pruebas dolorosas, y no es culpa mía si
tengo que expresarme así. Créame, si usted y yo nos volviéramos a encontrar todavía
dentro de algunos años, usted se reiría de usted mismo y del semblante mortificado que
tiene ahora. Y si yo le pidiera la pluma, pobrecito... A propósito, ¿quiere usted decirme
su nombre? Pronto. Conteste. ¿Qué medita?
– Pienso que es inútil; me parece cosa mejor desaparecer sin dejar rastro.
– No; dígame su nombre. No puedo, en verdad, dejar anónimas estas pocas horas
vivas que le debo, y la «torre» y la pluma rota.
– ¡Oh!, si es sólo por esto? me llamo Alberto de O…
–¿De la familia Lunigiana?
– Sí.
– Como puede ver, conozco bastante bien Italia. Pues si un día le pidiera la
pluma, usted examinaría entre mis arrugas las señales de mi locura. Es cierto.
El joven inclinó la cabeza y se mantuvo silencioso atormentando su faja azul.
¡Arrugas! ¿Qué arrugas? Aquellas de su frente lisa y fina, hecha para ser cogida
entre las manos y ser atraída a los labios, tenían todavía muchos años de marfil rosa por
delante, más allá de todo posible periodo de experimentación. De repente, él volvió a
levantar la cabeza.
– ¿Y si yo conservara todavía su pluma y se la presentara? –preguntó
lentamente.
– Allons donc, petit ami, ne plaisantez pas!
– Sin embargo...
– Escuche: si esta cosa inverosímil sucediera de verdad, todo lo que la vida me
ha dado de amargo en el corazón desaparecería en seguida. Usted me devolvería una fe.
Y yo tendría en un solo minuto... –Su expresión se volvió intensamente grave; titubeó;
buscó palabras precisas: las escogió y las dijo en un murmullo turbado–... que hacerme
perdonar años de equivocación y enmendarme… Sería el «Ià liubliu tebià»…
instantáneo ¿Me comprende?... ¡Sería demasiado bella la existencia!
– ¿No bromea ? ¿Es verdad?
– Es tan verdad, que no sé lo que sea bromear. ¡Si usted supiera!
– ¿Y mantiene lo que promete?
– Petit ami, uno de mis antepasados, gobernador de Kiev, se mató por haber
tenido que faltar a su palabra. Nosotros hemos hecho de él como un símbolo de la
familia. Juro lo que he dicho. ¿Es bastante?
Ella hablaba ya con agitado arrebato, la mirada encendida y los brazos
extendidos y separados de los lados como en un acto de desafío; parecía que discutiera
una tesis extraña a su persona y sobre la que hubiera reflexionado mucho, sin hablar
nunca de ella.
– Está bien –dijo sencillamente él–. El experimento empieza... ¿desde cuándo?
Le ruego que sea pronto; querrá usted seguramente que yo llegue ya a viejo...
– …¿delante de una decrépita? De ningún modo. Dígame sólo esto: ¿dónde va
su buque?
– No lo sé. Nosotros no sabemos nunca el próximo puerto. Pero es seguro que se
quedara en el Mediterráneo.
– ¿Y después?
– Dentro de algunos meses, apenas promovido, cambiaré de buque, y será
Massaua, Benadir, el Extremo Oriente... No sé cierto...
– Está bien; nosotros nos alejamos en seguida desde hoy... Yo le digo lealmente
que marcho para Génova, donde estaré cinco o seis días. Después...
– ¿Volverá a Rusia?
Ella contuvo como un profundo sobresalto.
– No –dijo–. A Rusia no. Erraré por el mundo también yo. Aix-les-Bains,
Dresde, Francfort... ¿Quién sabe? Este es mi destino. Pero difícilmente volveré a ver
ciudades marítimas, y no cuente en absoluto en los nombres que le he dicho… ¡Ah!
Como buena adversaria, le daré también mi nombre, que es más bien difícil. Me llamo
Alexandra A...ief, cuarta condesa de su nombre. Pero no lo use nunca... Para usted
seré... seré... Busquemos un bonito nombre... Ya está; seré... Pobieda... Si, Pobieda:
quiere decir Victoria... ¿Le gusta?
– Pobieda... Perfectamente.
–La condición esencial de nuestro pacto es ésta: usted no tiene que hacer nada
para buscarme. ¿Lo promete?
El asintió agachando la cabeza poco a poco.
– Desde mañana, «Pobieda»... ¡Estamos entendidos! Y ahora ayúdeme a bajar,
déjeme huir. Necesito espacio.
Él le cogió las manos y la miró fijamente, estrechándoselas con fuerza. La luz
eléctrica le iluminaba de lleno y daba duras sombras a sus facciones de asceta novel
cuidadosamente afeitado. E iluminó su sonrisa sugestiva cuando dijo:
– Y el sello? –mientras atraía hacia él las manos, los brazos, el flexible cuerpo de
la bella criatura. Y ella se dejó atraer tan cerca, que le hizo sentir sobre el rostro su dulce
aliento... Pero de improviso dudó, opuso resistencia y se volvió rígida.
– No –dijo con un soplo de voz que parecía que tuviera que salir candente de sus
labios, que se habían vuelto pálidos–. Non, à présent ça me ferait souffrir… Comprenez-
vous? Ça serait si vulgaire!... D'ailleurs je n’ai plus une plume à casser –añadió con
una sonrisa exangüe… y sostenida por la cintura por el joven, que temblaba, bajó los
escalones de hierro. En el corredor no hablaron más; en el entrepuente, tampoco;
parecía que una mano helada les apretara la garganta.
En el entrepuente había mucha gente: la llamada Carla, la aya inglesa, los niños,
un enjambre de grandes sombreros inquietos, de lazos de seda que dividían en dos el
candor de los vestidos, y marineros, marineros a montones, que envolvían todo aquel
producto veraniego de Levanto…
Ellos atravesaron aquella masa blanca, abigarrada de colores vivos aquí y allá, y
se quedaron a un lado. Y fue entonces cuando la voz de Carla se elevó bastante para
preguntar con pérfido candor a uno de los marineros mientras indicaba la entrada del
corredor de la torre:
– ¿Es necesario ir una a una y acompañadas por el guardiamarina de turno para
entrar allá dentro?
– Ecoutez, petit ami. Je n'ai pas assez compris ce qu'elle a dit –dijo en voz baja
Alexandra–, mais je crois que cette petite va me taquiner. Soyez fort... pour votre
plume.
El guardiamarina sacudió la espalda, sin contestarle siquiera.
A cubierta estaba ya el teniente de navío de guardia, que paseaba junto con el
primer oficial, ahora que la comida había terminado. Ambos observaron con curiosidad
a la joven pareja cuando ésta apareció en la puerta acorazada, mientras se cambiaban
algunas palabras que les hicieron sonreír. Pero se pusieron en seguida serios cuando la
señora, al bajar para embarcarse, le dirigió desde la mitad de la escalera su último
saludo.
– Alors, au revoir, j'éspère. C'est bien entendu. Pobieda, depuis demain.
– Oui, Pobieda –contestó el joven inclinándose profundamente–. Au revoir,
comtesse...
Y habría querido decir más, hacer todavía un gesto de saludo, seguir con la vista
el bote, que ya corría por el azul hacia aquella cosa nublosa, diluida, inagarrable que es
el recuerdo, una fúlgida expresión de vida, de la que él estaba vibrante todavía. Pero no
pudo.
Una brusca llamada del teniente de navío echó un puñado de ceniza sobre el
resplandor de su alma.
-Óigame, de O... –le preguntó éste–. ¿De qué nacionalidad es la señora
acompañada por usted en la visita del buque?
– Rusa – contestó sorprendido y turbado.
– ¡Rusa! ¡Cómo! ¿Ha olvidado usted el artículo del Reglamento que prohíbe
absolutamente la entrada a bordo de los buques de guerra a los extranjeros que no
tengan un regular permiso pedido a las respectivas Embajadas y visado por las
autoridades navales?
–…
Era verdad; rudamente verdad.
–…
– Muy mal! Al final de la guardia –sentenció el teniente de navío-, «se quedará
usted arrestado».
– ¡Durante siete días y de rigor! –apostilló el primer oficial.
El guardiamarina quedó valientemente impasible, quieto en la posición de
firmes, así como está dibujada en las teorías, al mando de «¡Uno!». Y el bote, allá abajo,
volaba, volaba...
– Me sabe mal por usted –continuó el primer oficial, martilleando las palabras
como si fueran clavos para remachar en madera muy dura–, pero su falta es grave, y el
caso requiere que usted sea todavía más severamente castigado. Marchamos mañana
para asistir a las fiestas de Génova, y nos quedaremos allá precisamente una semana.
Así no podrá bajar a tierra.
Sólo entonces, el joven osciló ligeramente. Y le pareció que desde la cumbre de
la Rossola, la bonita montaña de sangre cuajada y de pinos, soplara una tramontana
helada y bajara como una obscura niebla. Pero sobre el pecho, algo entre la camisa y la
piel se le calentaba repentinamente y le comunicaba calor: una cosa larga, delgada,
ligeramente estimulante... y entretanto, el bote, allá abajo, había desaparecido. La
confusa multitud de casetas, de telas blancas, de antenas, de otras cosas indefinibles, el
sol, la sombra, el azul, la arena, el destino la habían devorado. Y la voz salvaje del mar
se burlaba, desde sus mil profundas gargantas de roca.

III

Después de la comida, a la llamada de las risas argentinas que pasaron como una
última ráfaga de alegría por las vértebras del buque, de proa hacia popa, los
guardiamarinas libres de servicio y algunos otros jóvenes oficiales salieron de la
cámara, mezclándose a los grupos de visitantes con apresurada desenvoltura de amigos
llegados en retraso. No; la visita no había terminado de ninguna manera, o, por lo
menos, había acabado sólo la visita del buque. Ahora había que hacer una a ellos, a los
oficiales; entretenerse algo a popa, donde el largo toldo ofreció una sombra protectora y
donde algunas sillas estaban preparadas.
¿Las mamás? Fueron reducidas al silencio con el conocido sistema de tomarlas
por hermanas de sus hijas; y cuando la cosa era del todo imposible, acariciando
cualquier otra pequeña vanidad que se les descubriera. ¿Los hermanos? Se volvieron
dóciles cuando se les prometió el regreso a tierra con las embarcaciones de a bordo. ¿La
aya inglesa? Fue domesticada con buen whisky, que bebió a sorbitos con gestos de
horror. ¿Los flirts? ¡Ah! A éstos no fue necesario decirles nada. El resultado fue una
alegre charla condensada a popa y sazonada con el alegre retintín de vasos, cucharitas y
bandejas. Y se dejaba sentir más alta la voz de plata resonante de la llamada Carla, cuya
personita, recogida bajo un ancho sombrero, dominaba un círculo de uniformes blancos,
bien sometidos a ella.
Ya había sobrevenido aquella hora de languidez del buque que sigue al derrame
de los marineros bajados a tierra, libres, sus glóbulos rojos. En poco tiempo, éste había
caído de un estado rebosante de potencia a la tísica postración de los anémicos. Había
cesado también aquel alboroto humano que en las horas fuertes la disciplina logra
apenas sofocar; y ahora pesaba sobre los puentes como una somnolencia enferma.
Pero de lejos, de proa, llegaba a ratos un coro sencillo y triste, invariable en sus
pocas notas, como el lamento de un escollo en el mar tempestuoso.
Real Marina,
el corazón que me pides
…………………………………
Y el aire estaba tan inmóvil, que llegaba a bordo el refrán cantado a media voz
por todas las rocas de la costa y dividido en compases visibles por hojas de espuma.
pídelo a Juanita,
que lo tiene siempre consigo...
Y más lejos todavía, el ruido de un tren destaponándose de sucesivos túneles,
sacudía la horda de las montañas entorpecidas por el excesivo sol...
Juanita es chica de Spezia
que de las dos α las tres
viene siempre al puerto,
yo solo sé por que...
Un silencio lleno de ecos sonoros. Después los baques sordos de las olas, que
eran precipitadas a la rada cóncava, eternamente.
Como era su deber, el guardiamarina de turno, de pie al lado de una pequeña
mesa apoyada en la torre y llena de registros, repasaba las listas de los marineros
bajados a tierra. Un deber mecánicamente ejecutado y que no le impedía recoger las
palabras de los grupos de popa, la cantilena de proa, el estruendo del tren entre las
rocas, la inmensa voz del mar; todo. No había duda. Allá abajo se hablaba de la joven
rusa; y no había tampoco duda de que amables labios la dilaceraban despiadadamente.
Un «¡No sé verdaderamente qué le encuentran de guapa!» llegó claro y limpio al oído
del joven, quien levantó por un instante la cabeza para después doblarla en seguida y
parecer todavía más absorto en su trabajo.
Real Marina,
si moriré por ti...
Ahora explicaba la historia de alguien que no nombraba, pero que era fácil
comprender quién era. Se trataba de una dama de honor de la Zarina madre, casada a los
veinte años con un dignatario ilustre. Pero después de cuatro años de matrimonio, la
joven esposa se había fugado…
– ¡Carla! –interrumpió una voz de severo reproche.
– ¡Ah! Es verdad, tía –dijo la señorita–. Yo tengo que saber hasta aquí; casi
siempre, el resto lo explica mi hermano, mientras a mí se me ruega levantar la voz.
Enzo levántate y ve a explicar a estos señores tu parte, Nosotros, mientras tanto
hablaremos en voz alta.
Un grupo de oficiales, ávidos de saber algo, vino cerca del guardiamarina, que
permaneció inmóvil en su posición absorta, aparentando no oír nada.
………………………………
morirá también Juanita,
que piensa siempre en mi
…………………………….
– Se fugó –continuó el hermano de Carla– con cierto señor, provocando un
escándalo enorme, porque entre otras cosas, éste tenía esposa. Por ukase imperial, a los
dos les fue prohibida para siempre la entrada en Rusia, además de sufrir otras
disposiciones financieras bastante rigurosas y poco precisas. Han llovido en Levanto
quién sabe de dónde, y se decía que tenían que volver a marchar hoy. Ella es bellísima,
precisamente una magnífica criatura; y a pesar de sus vicisitudes, debe ser muy buena;
entre nosotros se puede decir; pero entre aquellas señoras de allá abajo, no. ¡Dios nos
libre! El, en cambio, es un perfecto bruto que aprecia los diferentes países según los
vinos, y que, en los momentos de lucidez, hace escenas continuas a aquella infeliz...
¡Ah! Lo ha pagado caro, pobrecita!… Pero les recomiendo que allí, a popa, digan que
ha sido justamente castigada. Y digan también que si el hombre se ha reducido así ha
sido a consecuencia del malvado influjo de la mujer; tendrán un verdadero éxito...
Todo el grupo volvió hacia popa comentando la explicación. Algún trozo de
diálogo llegó todavía:
– «… No, no. Comportamiento absolutamente perfecto; al menos aquí... Yo no
entiendo de psicología eslava…»
Y al fin, la voz de Carla volvió a dominar.
– ¿Están informados del todo? –preguntó–. ¿Puedo acabar de chillar? ¿Han visto
qué clase de mujer es, eh?
Una ola más azul
que sus ojos no la hay...
………………………………
Continuaba el canto de proa. Pero un silbido agudo casi feroz, superó la larga
cadencia de las notas finales. Un tren salía del último túnel chillando a la luz. Con
violenta seguridad rozó las casas interpuestas entre la humosa boca de la montaña y la
estación blanca, hizo temblar un puente, crujió por la presión simultánea de los frenos, y
se quedó inmóvil como si hubiese chocado contra una barrera invisible, mientras detrás
de su carrera, bajos cráteres se apagaban lentamente.
Sólo entonces, el guardiamarina se reanimó, y, como empujado por una mano
gigantesca, corrió a apoyarse a los nervios del foque, mirando la estación, el tren y la
sinuosa espiral de humo de la locomotora, que se clavaba perezosamente en el cielo,
fijando su mirada como para limitar en un tubo de anteojo vacio aquel breve trecho de
panorama, mientras alrededor de esto todo era confundida niebla verdosa.
Hasta entonces, la torre le había escondido a la mirada de todos los que se
entretenían a popa. Por eso, apenas apareció, fue notado en seguida, y alguien le llamó
una primera vez, una segunda... El recurso de continuar fingiendo que no oía, no podía
ser de larga duración...
¡Ah!, otro silbido breve; el primer sobresalto del monstruo negro, distribuidor a
los hombres de alegrías y dolores; algún suspiro de impaciencia rabiosa por falta de
rozamiento de las ruedas sobre su camino luciente; la fuga, engañosa al principio,
vehemente y ruidosa después; la triunfal carrera, la desaparición en las rocas, hacia el
Norte, hacia Génova… ¿Y después? Una oleada de humo negro desde las montañas,
otra más lejana, otra... y después, el silencio... y después, el rítmico baque de las olas
sobre la arena… y después, doble temblor en las pupilas y en el corazón. Acabado.
Mándamela a mí, Juanita,
la ola a la cual tú hablas
……………………………..
– ¿Quién me llama? –pidió, volviéndose hacia popa con la mirada enojada.
– ¡Pues todos! ¡Caramba!
– No puedo ir –contestó, indicando la faja azul que llevaba en el hombro–.
Tengo que levantar todavía a bordo todas las lanchas.
– Pero venga un instante a hacerse conocer. Prodíguese –dijo Carla.
Y como el guardiamarina pareciera reacio, ella se levantó y, con un paso
indolente que prolongaba el periodo de sus movimientos y revelaba una precoz
seguridad de su belleza, fue hacia él y se paró delante.
– Desde hace un par de horas habrá oído también demasiado mi nombre, porque
todas aquellas de allá –dijo indicando a popa– tienen la costumbre de gritármelo a mi
alrededor de la mañana a la noche. Es una enfermedad de Levante. Yo sé quién es usted
por la bondad de sus colegas y por las explicaciones de mi tía que está fortísima en
nombres. Ahora, tanto mi tía como yo, tenemos que darle las gracias por su amable
interés en hacernos otorgar aquel tal permiso anticipado: yo especialmente, por aquel
«¡Lo haré por usted que me dice tantas cosas!» dejado caer con benevolencia desde lo
alto de aquel rellano de allí, sobre mi baja impertinencia de hace dos horas. Y le
rogamos que venga a cenar con nosotros esta noche, cuando haya terminado esa su
guardia eterna. Estamos en aquella casucha que tiene delante una gran terraza llena de
oleandros, allí, bajo el castillo. ¿La ve? Para que no se aburra demasiado estarán
también aquellos compañeros suyos de allá, y alguna de aquellas amigas mías. ¿Puede
usted?
– Estoy verdaderamente disgustado y le doy las gracias de corazón. Pero no
puedo.
– Pero ¿cómo? ¡Si sus compañeros me han dicho que estaría libre a las cuatro!
Siguió una pausa más bien molesta, durante la cual los ojos azules de la
jovencita se llenaron de estrías de indigo.
– ¿No quiere? –preguntó ella.
¿Extraño? El ofrecimiento amable hacía nacer como un sordo rencor en el ánimo
del joven y la insistencia no tenía otro efecto que el de acentuar todavía más ese
sentimiento. ¿No eran aquéllos los labios que habían sido tan despiadados algunos
instantes antes? Ahora aquella chica se le apareció bajo un aspecto bien distinto, y si
hubiese tenido que definirla, su pensamiento habría corrido naturalmente hacia uno de
aquellos tantos tipos humanos que no tienen que ser vistos demasiado de cerca: les es
suficiente la fotografía y el leve marco de plata: así están bien. Y experimentaba casi
gusto en no contestarle en seguida, en prolongar todavía aquella mirada suya de
sorpresa que irradiaba índigo…
Pero ella se impacientó. Y no buscó mucho sus frases para demostrar esta
impaciencia suya.
– Tiene el pensamiento demasiado ocupado –dijo–. Se ve…
– No, no. Oiga – tuvo que contestar en seguida el guardiamarina–. Comprendo
que debo parecerle, por lo menos, extraño. Pero es que estudiaba la manera de
explicarle una cosa difícil de decir... Bien: es inútil que yo busque excusas
inverosímiles; he aquí: estoy arrestado. ¿Le basta?... Le ruego, cállese, señorita. No lo
diga fuerte. ¡Cállese!
Tarde.
Ella se había vuelto ya a popa y había gritado: –¿No saben? ¡No puede venir!
¡De verdad! Está arrestado… –y los oficiales ya habían corrido alrededor de él para
preguntarle: –¿Y cómo? ¿Y desde cuándo? ¿Y por qué? ¿Quién te ha arrestado? –
conmiserándole de una manera cómica.
En balde él se retrajo, rogando que le dejaran en paz... Tuvo que explicar y
explicó. Había permitido a «una persona», extranjera visitar el buque, olvidando el veto
del reglamento, y, entonces, el teniente de navío de guardia…
– ¡La rusa! ¡La famosa rusa! ¡Dígalo ya! –exclamó vivamente Carla.
Pero después cambió de tonalidad. En sus ojos iridiscentes se vislumbró también
en ella, jovencita, la envidiosa llama que cada mujer alimenta por toda otra mujer que
haya logrado producir choques y roces entre hombres.
– ¡Le está bien! –dijo con acento ambiguo mal cubierto con una sonrisa.
E irritada por la fría mirada que el guardiamarina le dirigió:
– ¡Le está bien! –repitió.
El joven apretó los labios casi para reprimir palabras ásperas, Y después,
dilatando el labio inferior, le dedicó un frío saludo, le volvió la espalda, y, sin
pronunciar palabra, se dirigió hacia proa, acelerando poco a poco el paso.
– ¡Todo el mundo sobre los tirantes de la segunda lancha! –ordenó a plena voz,
mientras subía aprisa la escalerita del alcázar, Y los contramaestres siguieron solemnes
su orden, silbando largo rato con sus pitos de plata y repitiéndolo con enérgico ímpetu
por todos los puentes. Y la cantilena de proa cesó para dar lugar a un ahogado ruido de
pies desnudos, salidos con un silbido grave de cien refugios lejanos y que corrían sobre
el alcázar para alinearse a lo largo de los cables preparados.
«Pesadísima coqueta» pensó mientras se asomaba a la barandilla para ver si todo
estaba en regla en la lancha que había que levantar. «Si fueran todas así aquellas
destinadas a nosotros, podríamos estar alegres. ¡Pero lo que es para mí, pueden
esperar… ésta y las otras!...» –Oye, «patrón», afloja aquella grúa de proa –gritó desde el
costado del buque.
Y mientras vigilaba la operación, continuó dando camino a su pensamiento
desde el punto en que se había interrumpido...
«¡Es extraño! Se diría que el destino haya querido recoger el día de hoy para
presentarme en síntesis dos perspectivas de vida: una azul y una gris. La primera es
demasiado azul para que no pueda descolorirse pronto y no termine en la nada; la gris
puede volverse gris perla y quizá también rosa. Por ahora es mejor la segunda.»
Y entonces con una voz vibrante que parecía reflejar su decisión:
– ¡Con fuerza los tirantes! –ordenó– . ¡Levanta!
Los centenares de pies desnudos golpearon el puente con profunda medida y
todo el buque se sobresaltó largo rato... El crujido de las poleas pareció como el lamento
de la lancha misma que abandonaba el agua por el aire...
Y he aquí un prólogo que puede parecer inverosímil y que es, sin embargo,
verdad, como aquellos cielos de puesta de sol y de amanecer compuestos por el
capricho de la naturaleza, vistos cien veces por todos, pero que, fijados en una tela por
un pintor audaz, serian juzgados falsos por todos. La franca verdad es difícilmente
creída.

IV

Pobieda. Po...bie...da... Extraña palabra empezada por una silaba fuerte para
disminuir en seguida dulcemente. Ella la había pronunciado agitando los labios con un
movimiento tan fino que hacia recordar la alusión a un beso de niño. Había suavizado la
«b» casi en «v»; y el «da» había parecido un suspiro producido por un sueño
paradisíaco, un deseo descompuesto en un suspiro.
– C'est bien entendu, n'est ce pas? Pobieda depuis demain...
El tiempo había gravitado sobre la frase, empujándola poco a poco hacia abajo
en la sofocante arena del recuerdo. Pero parecidas a aquellas puntas de escollos que las
ondas cubren o descubren según los caprichos de su vaivén, las palabras adormecidas
volvían a comparecer de vez en cuando, nítidas, en el pensamiento del joven.
– Pero aquel mañana –lo recordaba bien– había sido una jornada triste medida en
horas de pesar, y pasada toda mirando a Génova por uno de los tragaluces de la Cámara
de los guardiamarinas.
Frente a él, en cualquier punto de la masa blanca de casas entrevistas entre las
selvas de árboles de los barcos, estaba aquella que por un instante había rozado su vida,
echando en su irreflexiva juventud un filtro misterioso que parecía alimentar en su
espíritu una tibieza irrefrenable y continua...
Ocupados en sus respectivos servicios, los otros guardiamarinas habían estado
todos ausentes hasta la noche; y su pensamiento se había inflamado todavía más en la
obligada soledad y en el silencio del acero vacío. ¿Qué hacer? ¿Buscarla? No: a los
veinte años no se transige sobre una promesa. ¿Dar a conocer a un colega la extraña
aventura? Hubiera suscitado la hilaridad de Cámara, del buque, de toda, la escuadra.
¿Retroceder a las huellas de Levanto? Habría sido como sacudir una colmena. Nada,
pues. Callar y mirar; morderse los labios y mirar; apretar los dientes y escudriñar en
cada sombra, en cada rincón, la inflexible ciudad, muda a todos sus ruegos y que
salpicaba chispas de ironía de cada ventana suya. He aquí. Y se había dejado sorprender
por la puesta del sol con la cara siempre asomada por el pequeño agujero circular y con
una gran visión de rojo oblicuo en los ojos, mientras sus manos continuaban su
mecánica caricia sobre la única cosa que había quedado en su poder de la huida de una
deliciosa imagen desaparecida: ¡La pluma de airón! El la había sacado varias veces y
varias veces la había vuelto a poner en el cajón que estaba debajo su litera: el de la ropa
blanca; el mejor escondite; para que un poco del espíritu de la mujer tuviese así contacto
con su piel.
Y por cinco, seis días había sido así. Hasta que una noche quieta, hirviente de
luces inquietas sobre el agua del puerto y llena en lo alto de polvo de oro sin peso, el
buque, llamado por telégrafo a Sicilia, había despertado de su sueño, agitando las alas
de las hélices y bostezando vapor. Y había huido como un monstruo en la noche
fastidiado por la fiesta de las luces, dirigida la afinada cabeza hacia soledades negras
donde nada podía brillar. Por el tragaluz subía insistente el ruido del agua removida y
Génova aparecía todavía como un pálido claror en lucha con las tinieblas. Y entonces
empezó la acostumbrada carrera por la desolación indefinida, donde todo lo que
recuerda la tierra se descolora y muere como una flor en el desierto. Porque partir
significa siempre la destrucción de un poco de nosotros mismo, ¿no es verdad? Y este
«poco», se dispersaba a lo largo de la estela cruel, donde un mar, ávido de pena y nunca
satisfecho, abría mil blancas bocas para chuparlo.
Pobieda. Había experimentado un brinco en los miembros y sentido una oleada
de sangre en la cara, alrededor de dos años después, en Benadir, abriendo la
correspondencia recién llegada de Europa, La palabra que se había secado y ya casi no
expresaba nada, como una de aquellas fotografías demasiado miradas, había aparecido
repentinamente al final de una carta inesperada y con toda su vigorosa frescura… La
distancia enorme de donde procedía, le añadió un encanto singular y la hacía aparecer
como una llama mágica deslizada por el mundo por medio del Ministerio de Marina,
fácil y segura dirección de los marineros.
«Petit ami» –decía la carta es preciso– «es preciso» que le escriba. Su nombre ha
aparecido ante mi vista en el «Daily Telegraph» refiriéndose al reciente combate de
Hodeida, contra las embarcaciones árabes. Si entre Pobieda y usted se había establecido
un pacto raro, esto no puede impedir a Alexandra A...ieff decir un «muy bien», un «muy
bien, ¡de corazón!» a un pequeño amigo que ha demostrado que sabe manejar con
bastante eficacia aquellas armas que describe tan alegremente a los profanos. La
distancia me da valor para decirle que nada he olvidado de aquel día de Levanto, y que
al contrario, por circunstancias mías especiales, que a usted no le pueden ya interesar,
estos días mis recuerdos se habían avivado por sí mismos, también antes de que la
prensa europea se ocupase de su valentía. Puede, pues, dar noticias suyas a Alexandra,
quien se encuentra en Biarritz, en el Hotel Beaurivage. Pero eso sí: nada de postales
ilustradas a base de negros, chozas y palmeras; yo detesto esta forma casi insolente de
correspondencia que traduce precipitadamente y de una manera indudable, el
aburrimiento de la contestación.
Escriba lo que usted quiera y en el mismo estilo que usó hablando aquel día con
Pobieda... Por lo que se refiere a esta pobre criatura, considerémosla ya muerta y
sepultada. ¡Cómo tenía yo razón, petit ami! Pero murió demasiado pronto y esto me dio
una gran pena. ¿Usted no sabe que dos días después –dos días después– del episodio de
la pluma de airón, encontré en Génova, en la calle de San Lorenzo, muchos marineros
que venían en gran número del puerto y que llevaban sobre la cinta de la gorra el
nombre de aquel barco en el que usted fue mi guía? ¿Tengo necesidad de manifestarle
que pare a uno de ellos para preguntarle por usted? El buque estaba en Génova,
verdaderamente, y usted estaba allí… ¿Puedo confesarle que yo –Pobieda– fui por
algunos días al muelle… hasta que mi di cuenta de mi locura? ¡Ah! Aquella pequeña
damita rubia que se encontró a bordo conmigo, el día de mi visita, debe haber tratado
sin piedad a la pobre Pobieda, y la ha matado. ¿No es verdad?
»No hablemos más de esto. Pero ¡qué lástima! ¡Habría deseado tanto que usted
me hubiese juzgado digna al menos de conservar por algunos días la pluma de airón,
aquella pluma que usted ya no tiene! Ya se lo decía: Esto no es de este mundo, Pero
usted ha olvidado, en verdad, demasiado pronto.
»Así es que es sólo Alexandra A…ieff, quien le escribe para que usted le
recuerde y quien le envía felicitaciones sinceras. La otra, en cambio, tiene que decir
adiós: la otra.
»Pobieda»

¿Adiós? En nombre de todo lo que hierve en una sangre joven y hace bella la
vida venciendo la fría razón; en nombre de todo lo que empuja, sacude, halaga, colorea,
anima: ¡¡No!! ¡Cien veces no! Y había escrito así con vertiginoso ímpetu, con caracteres
rapidísimos y casi temblantes…
No. La pluma de airón estaba siempre con él, trasladada de camarote en
camarote según las vicisitudes de su propietario, y puesta en el sitio de honor sobre el
lado alto del marco del espejo, ahora que este propietario, habiendo sido elevado de
grado, tenía un camarote aparte. Y no sólo esto, sino que aquel objeto que se había
vuelto indispensable a su vista emprendería dentro de poco un largo viaje hacia el
extremo Oriente... Una región sin esperanzas de encuentros... demasiado lejana...
demasiado lejana... Y bien, a pesar de esto, de este aumento de distancia, había nacido
en él una tensión de alma parecida a la tensión de una tira elástica, tanto más vehemente
a encogerse cuanto más tendida... Génova había sido una maldición... y sin decirle la
causa exacta, explicaba cómo había sido castigado a bordo por un cualquier incidente de
servicio...
«Pobieda –concluía–, no sé dar un nombre a estos sentimientos míos casi
brutales. Usted me dijo que cumpliendo lo convenido, yo obtendría el «Yà lubliú tebià»
instantáneo. Existen algunas frases que se parecen a aquellas gotas caídas sobre el hierro
candente: parecen inertes porque se mantienen largo rato quietas y cerradas; pero de
repente explotan. La suya es de éstas: yo espero. Perdóneme lo poco refinado de la
imagen, pero estoy en África desde hace largo tiempo y mi mente hierve con el sol y
con el recuerdo. Yo espero. No hay más que una idea que pueda helarme en seguida.
Esta: ¿Y si todo esto no fuese más que la continuación de una broma? Yo ignoro cuáles
son los límites de esta frase en ruso y tengo miedo.
«Y digame: ¿es verdaderamente necesario correr el riesgo de ser muerto para
tener otra carta suya? No sé si se me presentará una buena ocasión... veremos...»

Pobieda, todavía. En Hakodate. Había pasado ya otro año... Enviada su


contestación a Biarritz, había vivido un par de meses en éxtasis, los que eran necesarios
para recibir una contestación desde allá. A éstos siguieron otro par de inútil espera,
después otro par de sorpresa, y el resto del año se había desarrollado para él como un
gran punto de interrogación, comenzado lentamente en el primer trozo de la voluta,
trazado con mayor desenvoltura en la mitad y terminado con resolución en el punto.
Si: había sido una broma, nada más. Este era el punto. Y trasladándose todavía
de barco y de país había tenido que encogerse muchas veces de hombros, a la pregunta
que se había vuelto corriente, que las visitadoras en Colombo, en Calcuta, en Singapoor,
en Shangai, le habían dirigido entrando en su camarote: – ¿Y esa pluma?...– ¿Qué
significa esa pluma? Un capricho, un recuerdo de caza, el regalo de un jefe de tribu...
Nada interesante de todas formas...
En cambio, he aquí otra carta.
– ¡Ah! ¡Esta es una historia bien rara! –había murmurado el oficial, reteniendo la
hoja entre dos dedos–. ¿Qué se pretende de mí? ¿La llama intermitente y periódica de
los faros?
Y leyó:
«Petit ami. Odio los aniversarios porque son como tantas piedras miliares
puestas a igual distancia a lo largo de la vida y parece que la hilera a las espaldas se
alarga mientras que la de enfrente se abrevia…
– Yo también – había comentado él.
»… Pero cuando el destino empuja corriendo hacia una piedra negra y muestra
otra a lo lejos igualmente lúgubre, es natural volverse a mirar la última blanca que se
aleja. Ahora es ésta mi situación. Y si su carta de hace un año es sincera, si aquella tal
pluma de airón está todavía, después de otro año, de veras con usted, deje que le llame
piedra blanca...»
– ¡Oh!
»… y deje que yo desde la mercenaria mesa de un hotel detestable donde estoy
obligada a vivir «sola» desde algunos días extienda hacia usted, epistolarmente al
menos, los brazos...»
– Habría podido decir: epistolarmente «por ahora»...
«Segura de que usted sabrá muy bien lo que yo soy y lo que hizo de mi el
destino, estoy igualmente segura de que el significado de ese «sola» sea para usted
perfectamente comprensible.»
«He pensado un año entero para poder escribir así. Melancolía, terror del tiempo
venidero me empuja quizás hoy a exagerar el encanto de los pocos momentos buenos de
mi pasado. Pero usted sabe que la exageración sentimental constituye el fondo del alma
eslava, la cual en lugar de las flores frescas ama con preferencia las marchitas.»
«Estoy cansada... cansada... Mi destino me pesa encima como un cilicio y mi
culpa también. Yo quisiera redimirme, buscar la salvación y la quietud en alguna obra
de consuelo, que llenase todo mi pensamiento. Yo lucho para no dejarme arrollar por la
corriente mística que se ha levantado en mí. No sé: en ciertos momentos me parece que
bajo el humilde hábito de hermana de la caridad encontraría la paz; en ciertos otros,
siento que me reiría de mi misma vestida así. Y el deseo inmenso de una paz menos
austera, compartida con un ser que me fuera querido, tremola en todo mi ser.
«Yo busco desesperadamente quien pueda sacarme de esta alternativa, pero con
poca esperanza, porque tengo el derecho de no creer ya en nada de lo que la vida
promete. Usted, petit ami, ¿no puede decirme nada? ¿Ve usted cómo de un principio
frívolo y de unas circunstancias alegres pueden nacer consecuencias graves? Yo me
dirijo a usted… ¡Oh, si pudiera venir!... »
– ¡Es una cosa sin importancia! Diez mil kilómetros en línea recta...
«Nosotras las rusas no estamos hechas para las medias tintas ni las medias
medidas. Venga, petit ami. Yo sé que los oficiales de Marina pueden pedir el
desembarco. Venga: yo también conservo el otro trozo. » ¿Comprende? Si usted no me
escribe inmediatamente, diciéndome que viene, querrá decir que usted me ha mentido, y
yo desapareceré oscuramente sin que usted pueda encontrarme jamás.

»Pobieda»

– ¡Caramba! ¡Esto es demasiado, en verdad! –murmuró reflexionando Alberto


de O.– Desembarcar, correr... si no, he mentido... ¡Nada menos! Pero nuestros pactos
eran bien distintos, si no me equivoco. La pluma está allí: ¡he aquí todo! Las tragedias
no estaban comprendidas. ¿Qué me concierne a mí del resto? ¿Qué tengo que contestar?
No puedo exponerme a que el comandante me trate de loco cuando le pida el
desembarco para... Bien: dejémoslo correr; siento ganas de reír sólo al imaginar la
escena. No: esta mujer pide en verdad un imposible. Y creo que la aventura de la pluma
de airón ha terminado definitivamente... ¡Qué lástima! Ella merecía también lo
imposible...; todo... todo lo merecía.
Miró la pluma de airón largo rato, reevocando... Pero después se encogió de
hombros...
– Los pactos –dijo– Yo no sé otra cosa. Aquella pluma se quedará aquí. ¿Quién
sabe? Por aquella criatura se puede muy bien prolongar una tontería, ¡Es demasiado
bella! Los pactos. He aquí la ruda conclusión que resumía la evolución de su
sentimiento a través del tiempo, el silencio y la perpetua distancia. Y después la claridad
risueña de su primera juventud ya se había enturbiado con las primeras gotas de veneno
destiladas de aquella ampolla de egoísmo decantada por una mano inflexible sobre la
vida de cada uno… y que más tarde lo verterá a olas, sin pausa, matando las almas,
antes de la muerte del cuerpo.
Los pactos. Y nada de tragedias, Un largo viaje suspendió su contestación.
Cuando tuvo la posibilidad de contacto postal con ella, no le escribió ya.

Vladivostok. La guerra. La guerra feroz, lejana errabunda, sobre los mares, allá
abajo en Manchuria; pero invisible todavía en las muchas ciudades de la Rusia asiática,
donde tiendas, baterías y cuarteles se alineaban o se levantaban preparados, mordiendo
aquí y allá en la blanca alegría de las casas y en la verde frescura de las colinas.
Invisible, sí, pero aleteante como una niebla de sangre nacida de lejanos mataderos, y
empujada por continuos vientos sobre aquella ciudad todavía intacta.
Extenso hospital de cuerpos mutilados y de navíos despanzurrados, ésta recogía
el resto de todas las matanzas sin haber visto ninguna. Las campanas de una iglesia llena
de campanarios moscovitas y erigida al lado de un grande arco triunfal que recordaba
una visita del Zar, no se abstenían nunca de sus repiques lúgubres, pidiendo paz para
hombres heridos a centenares de millas de distancia de su lecho de muerte. Los
martillos del Astillero sacaban un tenebroso ruido de las heridas de hierro recibidas
mucho más allá del más lejano horizonte de las más lejanas colinas.
Las fases de la tempestad roja producían en aquella niebla alternativas de
espesamiento y de esclarecimiento. Y así, campanas y martillos tenían periodos en los
que bajaban su voz por algún día, hasta casi callar, y otros en los que se encarnizaban de
lleno, animados por la prisa de sepultar y de cerrar. Y cada fase tenía un nombre
diferente que venía del mar y que, dicho por un buque en llamas o por un
cazatorpederos abierto a las antenas de señalamiento de la isla de Kasokovic -el extremo
tierra del golfo de Vladivostok- se propagaba en seguida a las bocas, a los corazones, al
teclado del telégrafo de todo el mundo, a las grandes fábricas de paño negro.
El día que este nombre fue Tsushima, la niebla roja, vino a ráfagas más rápidas,
y, vuelta espesa entre los brazos del golfo, se volvió lluvia encarnada.
Lúgubre lluvia que destapó innumerables telegas con cortinas de tela con la cruz
roja que avanzaban lentamente, frenando los caballos a lo largo de las calles llenas de
barro que unían los muelles a los hospitales, dando la idea de monstruosos moluscos
anfibios salidos al tripudio de la humedad; y después enfermeros, oficiales médicos,
monjas, curas, las criaturas del ácido fénico y del ataúd, se multiplicaron como caídos
con la misma lluvia e invadieron calles, plazas y las mismas telegas.
Se veían en el pescante al lado de los isvostciki con los cabellos de cáñamo y
ojos azules, en las barcas de vapor de los buques, en las perspectivas lejanas de las
calles solitarias, todas perpendiculares a una gran calle única, siempre llena de gente,
siempre llena de barro en parejas, en tropeles, en grupos desparramados, graves,
exhaustos por un trabajo duro, diuturno, mostrando en los rostros las señales evidentes
de aquéllos que no duermen desde hace mucho tiempo.
Y el mar les llevaba nuevo trabajo continuamente. Cada nube de humo que
aparecía en los verdes diques del canal les reclamaba a todos a los muelles como
descargadores de una extraña mercancía ya claramente separada y distribuida desde a
bordo mismo: la frágil -los heridos- a los grupos blancos y azules de las monjas y de los
enfermeros, a las hileras blancas y negras de los médicos de la redonda gorra y altas
botas; y la otra, «los indiferentes a los topetones», a los curas, a las cruces.
¡Ah, si las madres rusas hubiesen podido asistir también ellas mismas a esta
clasificación de mercancías, selladas por la scimose!

Neutral: palabra casi vacía de sentido, como tantas otras a las que la realidad no
corresponde.
Neutro: el que tendría que observar fríamente una guerra como el estudiante
observa sobre la mesa de operaciones al herido del que es inútil conocer el drama
espiritual.
Hay quien naturalmente se siente neutro en todo en la vida: los abúlicos, los
egoístas y los cobardes. Estos pueden perfectamente continuar su camino encontrando
dos hombres que luchan, así como pueden asistir pacíficos al martirio de un caballo
extenuado, golpeado con el mango del látigo en la cabeza por el torvo carretero. Pero
todos aquellos en cuyas ardientes venas circula una sangre sana, conocen la
imposibilidad de neutralizar un alma fuerte frente a un conflicto de hombres o de razas.
Y saben también que si los brazos tendrán que mantenerse cruzados, nada podrá parar
los latidos del corazón o impedir las moderaciones. La educación, el instinto, los
casuales contactos nacidos por las vicisitudes de la existencia, las más pequeñas
afinidades, verdaderas o supuestas, las simpatías sugeridas de las más tenues
circunstancias, las asimilaciones de arte, de pensamiento, el recuerdo de una palabra, de
una frase, de un rostro de mujer, gravitan sobre la balanza del neutro como uno de
aquellos pesos casi imperceptibles que ya son suficientes para hacer bajar el plato de
latón de la balanza del farmacéutico.
La mujer especialmente: un solo amor puede borrar el odio hacia toda una raza y
crear uniones fervientes.
¡Ah! ¡Aunque no lo parezca y no se quiera confesar, gran parte de la historia
humana está escrita sobre este rastro!...

…………………………………………………
La voz del pope se elevaba grave bajo la cúpula de oro del templo, procurando
llegar hasta Dios: un canto de viejo trémulo y cansado, como el grito de algunos pájaros
que llegan desde el mar antes que caiga la noche.
El parecía realmente verlo, a este Dios, con el que había hablado durante toda la
vida; tan alta tenía la cabeza para fijar en lo alto la mirada. Y cuando sus brazos se
abrían lentamente para extenderse hacia el cielo, parecían alcanzar en realidad un
cuerpo material y gigantesco que ocupara toda la altura de la iglesia, desde el pavimento
luciente hasta la cúpula de oro. La blanca casulla que llevaba se dilataba en forma de
trapecio desde las espaldas hacia abajo, cubriéndole los pies, y era de tela tan rígida y
compacta, que no repetía ningún movimiento del cuerpo. Y entonces, el pope vivo
parecía idéntico, aunque sin su sombrero cilíndrico y sin alas, a cuatro hermanos suyos
pintados sobre una media pared que dividía el coro del resto de la nave del templo: dos
a cada lado y cargados de oro, altos como él, de cabellos blancos y femeninos como los
suyos, adornados con estrellones, con aureolas, con círculos de beatitud, y contentos de
haber merecido frescos barnices y pátinas lucientes en premio de una vida ejemplar.
Frente a aquella hilera blanca sobre fondo de oro, después de un breve espacio
vacío, se espesaba una muchedumbre mixta de ricos uniformes y pobres trajes en
estrecho contacto, en feliz igualdad delante de Dios; y ésta se adaptaba como una masa
plástica al trazado geométrico y alrededor de un gran rectángulo limitado por cordones
invisibles puesto en el centro de la nave. Y de aquel rectángulo se erguía algo lúgubre,
recubierto de negro, flanqueado de hachas, y que llevaba encima una blanca bandera
con la cruz azul de San Andrés: la bandera rusa, blanca e inmóvil como las cosas
exangües. «A los muertos de Tusishima» estaba escrito en letras negras a los cuatro
costados de aquel monumento resumen de matanza, vacío de cuerpos, y lleno de una
multitud de almas.
Multitud de almas. Parecíase oír su murmullo. Eran ellas las que hacían oscilar
las hachas. Y aquella niebla caliente y vibrante que aleteaba alrededor de los paños
negros, estaba formada ciertamente, por su agitación, delante de la terrible barrera de la
eternidad...
El canto del pope les llegaba como una caricia y las calmaba de cuando en
cuando, parándolas en su vuelo asustado; pero era un bálsamo intermitente y escaso.
Sólo un coro femenino que subía de un largo marco blanco interpuesto entre la
muchedumbre y el monumento, parecía aliviar todas sus penas, y mecerlas dulcemente
hasta adormecerlas a todas a media altura.
– Las Damas de la Caridad –explicó un joven oficial de la marina rusa a un
grupo mixto de oficiales de varias nacionalidades–. Los más bellos nombres de Rusia...
Ellos estaban allí, en uniforme de gala; todos los nuestros venidos en sus barcos
de países muy lejanos a asistir a aquella guerra titánica. De puerto en puerto, habían
seguido, en el Extremo Oriente, su rojiza estela, y ahora, sus cruceros, llamados todos a
Vladivostok por un último inmenso quejido, estaban desde hacía varios días inmóviles
sobre las boyas, los únicos intactos entre multitud de cascos rotos.
¿Nuestros? No. En aquella ceremonia fúnebre a que habían sido invitados,
demasiado rozados por la muerte, demasiado circundados de dolor, éstos habían dejado
libremente inclinar su alma hacia aquel pueblo desventurado y bueno, más doliente por
el orgullo herido que por la matanza de ejércitos. Ellos sentían que una ceremonia
parecida en Kioto les habría comunicado la tristeza general sólo de la guerra; nunca una
tan profunda tristeza, idéntica a la que aparecía en cada rostro ruso de alrededor; y quizá
allá abajo, «al otro lado», en un templo lleno de lacas o de kakimono ambiguos, sus ojos
habrían quedado secos, mientras que aquí un canto suave, un acorde de almas más que
de voces, una confundida dulzura de sílabas emitidas juntas de todas las bocas y
ascendente de los fondos oscuros del alma, arriba, hacia espacios de eterna serenidad,
hasta un grito de imploración suprema… «Invocamos la misericordia de Dios sobre
nuestros enemigos» tradujo el oficial ruso; extendía sobre su vista un velo que desde
niños no conocían ya, y a su voluntad, una extraña tensión de venganza.
Y cuando, en un silencio muy profundo, el pope abrió los brazos y les bendijo a
todos, éstos, los neutros, los extranjeros, los de religión distinta, doblaron la cabeza
como los mugiki cerca de ellos, y movieron los labios buscando palabras olvidadas de
ferviente oración, para implorar a aquel Dios que está sentado más a lo alto de los
campanarios y de las cúpulas de todo el mundo, clemencia, clemencia para Rusia...

…………………………………………………

Y había un teniente de navío italiano perteneciente al crucero Elba, que, apoyado


en una columna, con el pecho comprimido por dos espaldas inglesas, rezaba con más
fervor todavía, Pero en su oración, con la caída lenta y blanda de las cosas que no tienen
peso, caían imágenes, recuerdos, pensamientos ya pensados y colores reanimados de
cosas semiapagadas... Italia, Levanto, el cielo terso y azul, las peñas negras y la horda
verde de los pinos..., y e1 viejo buque, ya desde mucho tiempo demolido; la torre de
popa... y un estremecido abrazo con una criatura de dolor y de belleza, perdida en el
mundo, no encontrada ya... y ahora casi escarnecida.
Y una palabra que parecía murmurada por un pequeño demonio para desviar un
alma de una oración salvadora, se interponía de cuando en cuando en sus invocaciones
como una hoja de fría espada: ¡Pobieda... Po...bie..da...!

***

¡Ofertas para los heridos! Pues claro. Delante de las Damas blancas que
alargaban toscas bolsas de tela con la cruz roja, la muchedumbre, reverentemente, se
abría, y desde los márgenes abiertos, los brazos de todos se alargaban aprisa para
desaparecer en seguida y renovarse sin descanso, mientras un ruido metálico media la
sucesión del gesto.
Se irradiaban por todas partes las bellas, damas blancas, de ojos de agua marina
y de melenas de oro pálido mal sujetas con cintas, excavando entre los hombres surcos
de inmediata cosecha. Procedían despacio, derechas, dando las gracias con humilde
mirada, con dulce sonrisa, con sumisas palabras. Único recuerdo de su vida de dominio,
el paso; inimitable atributo de casta que resiste a la pobreza, al claustro, al vicio, a las
más terribles acciones niveladoras. La humildad, la más profunda humildad, no podía
corregir aquel paso suyo de soberanas: se habrían presentado andando así también al
Supremo Juez, árbitro de su suerte eterna...
Una de aquellas damas, atravesando la muchedumbre vino a pasar indecisa ante
el grupo brillante de los oficiales extranjeros. La luz de los cirios la iluminaba por la
espalda; su rostro, fijo en la expresión austera de una abadesa en oración, era casi
invisible. Inmaculadamente blanca, parada en un espacio vacío, manteniendo la mirada
en el suelo, aparecía como una virgen bajada de su marco, pero todavía fija en su
posición invariable, abandonada desde hacía poco.
S. A. I la gran duquesa VI... –murmuró el oficial ruso.
Pero otra virgen seguía a breve distancia de la primera, un poco más alta que ella
e igualmente nítida en la línea hierática: nítida como un dibujo griego sobre los jarros de
Megara. Su rostro estaba igualmente bajo y poco iluminado; pero una cruz roja más
grande que las de sus compañeras, bordada sobre su pecho y cerrada en un círculo rojo
que las otras no tenían, era suficiente quizá para distinguirla. En efecto.
– La vicepresidenta –dijo el oficial.
La indecisión de las dos damas tuvo breve duración. Todos los brazos
galoneados de oro les hicieron una señal de invitación; y los uniformes de las diferentes
naciones se dispusieron en forma de callejuela de paredes centelleantes.
En el santo nombre de la caridad universal, en el grande nombre de Europa
Madre, la Rusia, la más bella Rusia se adelantó entre las naciones hermanas, dolor
viviente en un marco de afecto. Y presentado con el puño cerrado, el oro de Europa
tintineó alegremente en las bolsas de tela, sobreponiéndose a los copecs.
Las dos bellas bocas sonrieron con una sonrisa conmovida; las dos frentes
purísimas se volvieron a levantar orgullosas como si llevaran todavía diademas; las dos
miradas apenas azuladas corrieron sobre los rostros de otras razas lanzando relámpagos
de agradecimiento... Pero de golpe, los ojos de la segunda dama se fijaron en una
columna y se dilataron por un improviso asombro. En un instante se le enrojeció la cara
y se le descoloraron los labios; y su mano, adornada con una sola grande esmeralda,
agitó convulsamente la bolsa de tela. Desde la columna, Alberto de O... dio como un
salto hacia delante y su colega inglés inesperadamente empujado, se volvió hacia él para
preguntarle en voz baja qué tenía... Pero el otro no oyó apenas las palabras; murmuró un
«nada» casi áspero, mientras su mirada, hecha hoja cortante, pasaba entre las cabezas de
alrededor y se clavaba derecho en el dulce rostro de la segunda dama. Y un rayo
caliente nació al mismo tiempo debajo de las condecoraciones de un uniforme de
marinero y debajo de la blanca tela de un hábito de la caridad, estableciendo como un
puente de luz soñado por espíritus en fiesta fantástica. La gran duquesa fue a empujar
dulcemente a la dama para volver al centro de la iglesia. Y entonces, el puente laminoso
se rompió. No quedó más que una línea deslumbrante y delgada que terminaba lejos,
sobre una figurita arrodillada sobre el pavimento, y tan postrada, tan inmóvil que
parecía una estatua de nieve derretida y derribada por un sol repentino y después helada
de nuevo: así, tan inmóvil, que parecía muerta…

VI
«Si yo contestara: Comandante, su ruego me honra; pero le rogaría a mi vez que
me dejara un poco en paz… ¿Qué pasaría?»
Preguntóse a si mismo Alberto de O... dejando de mal humor sobre la mesita
cajón, delante del que estaba sentado pensativo, un billete que había sido llevado hacia
poco por el timonel de guardia, y que contenía estas palabras: «Le ruego venga a verme
en seguida en uniforme ordinario».
– ¿Qué querrá de mi y de mi uniforme? –continuó abrochándose aprisa delante
del espejo–. ¡Todavía otro cambio…!
Sobre su pequeña cama estaba todavía extendido el uniforme de gala que se
había puesto algunas horas antes; su chaqueta de a bordo había caído encima desde
hacía poco, y dentro de breve rato, también el abrigo habría quedado allí.
... Porque cambiarse, cambiarse siempre es el destino de los oficiales de marina.
Entre la gala y el huracán, entre el ecuador y las altas latitudes, hay para ellos toda una
gama de vestidos que varia del blandísimo al apergaminado; del muy permeable al
impermeable; del fino al tosco; de la seda al pelo de cabra... No se trata más que de
escoger y aprisa: llamadas, lluvias copiosas y misiones tienen siempre prisa...
Ya estaba listo. Dejó el camarote en desorden y salió. Una escalera
perpendicular, pocos pasos, el inesperado eco de alguna voz femenina más allá de una
puerta, una llamada discreta, un «¡Adelante!», medio afable, medio imperativo, y…
Blanco, confuso.
El blanco es prepotente porque en comparación de los otros colores, entra
siempre el primero en la retina, El blanco es absoluto, y causa respeto porque viste o
envuelve las cosas absolutas: la inocencia, la renuncia, el amor y la muerte; son blancos
los ángeles, las visiones las santas, los tálamos y las alegorías sepulcrales.
Una bella mujer, austeramente blanca, se acerca al mármol y habla más al cincel
que a la pluma.
Una bella mujer, vestida austeramente de blanco, que fue besada un día, y que
después se desvaneció, se volvió visión, símbolo de amor profano, intermitente
recuerdo, ligero sobresalto de pensamiento, casi nada más... y vuelta a encontrar
verdadera, viviente, más bella que sus mismas visiones, vuelta inmaterial por la radiosa
aureola de la claridad, vuelta símbolo de amor sagrado: una mujer así hace enmudecer,
trastorna…
– Adelante, adelante –dijo el comandante al joven, que se había parado en el
umbral del salón y miraba perplejo a su alrededor, como deslumbrado. Y mientras le
miraba con sorpresa, dentro de sí continuó: «A fe mía, cada día se ve algo nuevo! El
teniente de navío de O... que se confunde a la vista de algunas damas de la Caridad! ¿Le
habrá despertado bruscamente mi billete? Me parece que incluso se ha vuelto pálido».
Pero su sorpresa se trocó en asombro extremo cuando una voz dulcísima,
ligeramente trepidante, que procedía de una de las damas sentadas al lado de él,
preguntó al recién llegado:
– C'est bien vous, n'est ce pas?
Y vio a éste inclinarse profundamente mientras murmuraba un:
– Si, condesa...
Inmediatamente contestado por un:
– Non, il n'y a plus de comtesse, ici; avez-vous oublié que je m'appelle
Alexandra? C'est comme ça qu'il fant m’appeler…
«¡Oh… oh!», pensó. «Tengo una vaga idea de que aquí el confundido sea yo.»
Y en seguida, su ojo experto en el conocimiento de las almas, se volvió hacia la que
había hablado así... estudiándola en su súbita palidez... «No», añadió; «me parece que
comprendo muy bien...» y sonrió. Pero quiso estar seguro de la idea que había tenido; y
preguntó, como por casualidad, con una débil señal de indulgente malicia:
– ¿Quizá, señora, ha estado usted largo tiempo en Italia?
Una mirada eslava indescifrablemente límpida, sin fondo, como el agua del
abismo, se levantó despacio hacia él.
– C'est ça –contestó la dama. Y después con un tono preciso, hecho para cortar
toda curiosidad sobre un asunto celosamente suyo–: En effet, j'ai connu beaucoup,
monsieur, il y a longtemps... –continuó, irradiando azul de sus pupilas.
«No hay duda... después de este acento de reproche... ¡Afortunado él!» apostilló
interiormente el comandante. Pero, hombre inteligente, no insistió.
– Entonces, mucho mejor –continuó–. Óigame, De O…; estas nobles señoras
han querido hacernos el honor de venir a darnos las gracias oficialmente por haber
enviado esta mañana una representación del buque a la ceremonia fúnebre celebrada en
sufragio de los caídos en la guerra. Esto ya es muy amable por parte de ellas; pero no es
suficiente... Me comprende, ¿no es verdad, De O…?
– Sí, comandante.
– Es que me parecía que pensaba usted en otra cosa...
La mirada de fulgores de icebergs se levantó de nuevo sobre el oficial como si le
estudiara a fondo.
«Verdaderamente, ¡afortunado él! ¡Pero tiene que haber hecho algo gordo este
joven señor!...», pensó el comandante; y continuó en voz alta:
– No era bastante. Han querido venir aquí, a nuestro barco, antes que a los otros,
para dar las gracias personalmente al oficial enviado por mí, por una espléndida
contribución suya a la colecta…
– Ah! Oui! Au nom de nos blessés, merci, merci beaucoup, cher petit ami…
De nuevo, el comandante se quedó mudo por algunos segundos, fingiendo una
impasibilidad perfecta.
«Cher petit ami», pensó. «Si continua así... me parece inútil que hable yo... Es
mejor que se lo arreglen entre ellos; es evidente que tienen este gran deseo. Procuraré
ayudarles…»
– Ahora –prosiguió– soy yo que tengo que dar las gracias a mi vez, querido De
O… por la manera con que ha interpretado los sentimientos de nuestra profunda
simpatía hacia nuestros valerosos huéspedes. Esto nos ha valido el ser honorados con la
primera visita de la Cruz Roja. Gracias de corazón.
Le estrechó la mano. Un breve silencio.
«Ahora te recompensaré mejor» pensó.
– Óigame, ayúdeme todavía –continuó–. Si las señoras me lo permiten, querría
rogarles que visitaran nuestro buque. ¿Quiere usted acompañar a la condesa amiga
suya? Yo me pondré a su disposición –dijo inclinándose a las otras dos damas que
habían venido a la visita junto con la primera–. ¡Pero, De O…¿Qué hace usted? ¿No se
mueve?

VII

Andaba como se anda en aquellos sueños en los que uno parece ser arrastrado a
través de una niebla sobre un terreno inconsistente, imperceptible bajo los pies.
Una aparición que no tenía gestos, que no tenía palabras; pero que difundía a su
alrededor un delicadísimo olor de lavanda, le guiaba en un ambiente que no reconocía
ya y que le parecía lleno de sombras confusas.
Sí ella hubiese dado un salto, él habría saltado también; si se hubiese parado allí
por un tiempo indefinido, él no se habría movido; si le hubiera dicho «Vamos a morir»,
habría asentido con una señal de la cabeza, sin pronunciar una palabra sobre la pérdida
de la vida. ¿Hablarle? Él no habría podido decirle más que palabras irreverentes, porque
no habría sabido usar más que su lenguaje ordinario, y una criatura parecida no debía
poder escuchar más que frases muy altas.
Y después, ¿qué? ¿De un pasado lejano, de un día de broma, de alguna raya
descabellada escrita en momentos enfermos? Estúpido sacrilegio todo esto. La mujer
actual, su vestido, su misión, no tenían ya nada de común con Pobieda, Po...bie...da...
como había pronunciado ella el día en que se bautizó así. ¿Hablar de matanzas, de las
innumerables heridas que aquellas manos blancas, modeladas por un Fidias enamorado,
habían tenido que curar con suave tacto? Un natural buen gusto se lo prohibía, y se le
erguía en contra como una cabeza ofendida. ¿Volverle a hablar de armas, como
entonces? No, absolutamente no... Habría sido todavía peor...
Callar... seguir...; deleitarse en respirar el aire por donde ella pasaba... callar;
sorber con la mirada las ondulaciones blancas de sus movimientos regulares…
Pero ella, ¿qué pensaba a su vez? Nada, quizá… Parecía no notar tampoco el
extraño mutismo del joven por quien era seguida; parecía considerarse sola, y parecía
que acelerara el paso únicamente para acabar pronto una cosa que no tenía para ella la
más mínima importancia.
El corredor era largo. Los cañones dormían su sueño pesado de paquidermos de
acero; pero soñaban relampagueos y llamaradas, como siempre, porque sus latones
lucientes eran recorridos por rápidos relampagueos de luz. Los marineros estaban
esparcidos por aquí y por allá sobre el puente, silenciosamente sentados y absortos en
pulir metales. Todo era paz, tranquilo deber de cada día; todo estaba intacto, fresco,
profusamente ventilado, como una casa bien hecha, bien habitada y nueva.
Pero al aparecer la blanca mujer cruzada, sucedió una cosa inesperada. Todos los
marineros, sin mandato alguno, se levantaron y se inclinaron a su paso, quietos en sus
puestos. El corredor se quedó inmóvil. Y uno, un pequeño siciliano que agarraba
todavía su trapo, después de haber mirado extático la aparición, fue a su encuentro y
devotamente le besó la mano. Otros le imitaron; después acudieron todos: los creyentes,
alrededor de su Virgen vista viva por la primera vez...; los otros, alrededor de un
sorprendente símbolo de sacrificio y caridad, alrededor de un algo que no lograban
explicarse, pero que les mandaba doblar la frente, postrarse profundamente, confesarse a
sí mismos que en el mundo puede existir un prodigio.
Y la dama se paro asombrada, rodeada por ellos.
– Ah! Qu'ils sont gentils, ces italiens –dijo procurando sustraerse al espontáneo
gentío de almas jóvenes– Ils vous forcent à les adorer tous! Vous êtes –añadió
dirigiéndose por primera vez al joven –,vous êtes un peuple royal. Vous êtes les maîtres
absolus de la compréhension humaine…
¿Era verdaderamente a él a quien la visión hablaba? Sí; de aquellos ojos de
diamante azul se desprendía algo de ferviente que parecía el final de una lucha interior y
la demanda suplicante de perdón.
El mutismo del hombre se rompió como un objeto de cristal entre rocas que
caen; y se atrevió a mirarla como la miró la primera vez, años atrás, sobre el puente del
viejo buque, buscando sus pupilas…
– …No sé si es siempre verdad –dijo con voz floja.
Continuaron mirándose. Que ella hubiese hablado y el otro contestado, era ya
una cosa olvidada. Se estudiaron a fondo para descubrir lo que la vida y el tiempo
hubiese demolido en ellos, y ver qué quedaba de sus seres de Levanto. Y vieron muy
bien que ambos se habían vuelto a ver en sueños y se habían llamado por largo
tiempo… para entorpecerse después en aquel letargo producido la enfermedad de la
distancia perpetua... para doblar la cabeza al destino de los nómadas... Pero, no; he aquí
que la mirada se prolongó todavía, y fue suficiente este sencillo hecho material para que
una especie de niebla que lo volvía opaco, se dispersara lentamente como ceniza al
viento. Su expresión atenta se suavizó, tomó forma de indulgencia; después, de paz; al
fin, como arco iris esperado, apareció sobre sus labios la sonrisa. Una sonrisa que tenía
consigo la alegría de las flores que nacen, el triunfo del sol que surge del horizonte, una
dicha desmesura de vivir.
Pero ella la interrumpió en seguida, volviéndose otra vez grave.
– Ah! Quel dommage! –murmuró como si hablara a alguien a quien temiera
despertar. E inclinó la cabeza sobre el vestido blanco como absorta en una oración.
Pero la volvió a levantar poco después para pedir al joven que diera las gracias
por ella a aquellos buenos hijos de Italia y volviera a enviarles a su trabajo. Fue hecho.
Se quedó todavía un poco contemplando a los marineros mientras se desparramaban por
el corredor. Se veía claramente que su pensamiento temblaba por una sacudida reciente.
Quiso parecer segura; fingió ocuparse todavía de ellos, e hizo una pregunta extraña.
– Dites donc, mon petit ami. No hay aquí aquellos horribles individuos que se
llaman... istes, anarchistes, socialistes… entre ellos?
– ¿A bordo? Nunca, condesa…
– ¿Todavía? Llámeme Alexandra ¿Entonces?
– Entonces... aquello es material de tierra. El mar restablece y cura en seguida
los raquíticos y los escrufulosos también de espíritu. Y después, allá, en Italia, nadie
pensaría llamarles «horribles individuos». ¿Sabe usted por qué? Porque éstos
desaparecerán en seguida el día que estos hablen… E indicó los cañones–. Estoy seguro.
Toda Italia está segura. Y haremos de ellos italianos puros…
Ella le escuchaba contemplándole y teniendo la boca y los ojos semiabiertos.
Después exclamó:
– ¡Qué afortunado país Italia! ¡Cuánta fe! ¿Ve usted? Usted, que estaba tan
silencioso, se ha animado en seguida apenas ha hablado de él... ¡Y decir que yo he
echado a perder mi vida buscando calor y fe! –añadió después de una larga pausa.
– Yo me callaba simplemente porque no sabía qué decirle y para no hacerle la
ofensa de decirle cosas sin importancia. Y después, respetaba su silencio…
– Bien trouvé. C'est ça… Y yo he entendido que no tenía usted nada que
decirme, y ça me faisait beaucoup de chagrin, bien que ce soit naturel. C'est la la loi
inéluctable.
Ambos se encontraron en un extraño apuro. Volvieron a andar como para
apaciguarlo: al azar, hacia proa, donde había más luz.
– Mais venez donc à côté de moi! Est ce que je vous fais peur? –dijo de repente
la dama blanca.
– No usted, su vestido.
– Peur?
– No; un respeto inexplicable.
– C'est trop... Tout notre monde est habillé comme ça, à present... Yo recuerdo
que un día... No; es inútil ya. Es la ley imperativa de las cosas condenadas a acabar.
Esto no impide que dejen una estela amarga… cuando se ha creído…
Pero, ¿a qué se refería aquella enigmática criatura que hablaba un lenguaje tan
absoluto, mientras parecía luchar contra sí misma, cambiando la expresión del rostro, a
veces casi sonriente y en seguida oscuro?
El estaba a su merced, aguantándolo todo, no atreviéndose a analizar, no
logrando expresar nada que se refiriese a la otra «mujer» de allá abajo.
La mínima alusión le habría parecido profanación. La sonrisa de poco antes, la
gran luz que había resplandecido en su alma habían sido alucinación nada más; y sentía
casi vergüenza de ello. Aquella dama de la caridad y de la piedad tenía que ser
considerada así, como la habían considerado sus marineros: una Virgen, una bellísima
Virgen, y se le tenía que besar las manos. Lo que ella decía expresaba cosas a las que él
era del todo extraño… Había sólo que escuchar. .. escuchar el dulce murmullo de su
voz, como el creyente escucha el órgano de la iglesia en el momento de la elevación.
Había que contestarle sólo: ¡Así sea!

Estaban a proa, solos, casi cerrados por dos hileras laterales de camarotes y por
dos torpedos envueltos en paño verde, puestos en el sentido de la anchura del barco.
Una pequeña bomba de vapor palpitaba sumisamente y cantaba una canción suya
singular de trabajo siempre igual, con la jovial irreflexión de las obreras no vivas. Y la
escuchaban ambos: el joven, apoyado en un cañón, y la mujer, derecha al lado de él,
absorta, mirando una bombilla eléctrica puesta en el hueco de una escotilla, a sus pies.
Ella había explicado las últimas vicisitudes de su vida, inesperadamente
evocadas al ver los torpedos.
– Uno de éstos ha echado a pique el buque «donde iba mi hermano...» –había
dicho. Pero un cazatorpedero le había salvado. Por su conducta heroica durante toda la
guerra, y porque ella misma había corrido en Vladivostok a hacer un poco de bien a su
país, el Zar había anulado el decreto de destierro para ella–. Mon exil... on vous aura dit
ça... Levanto... cette petite coquette… n'est-ce pas?...
Y la gran duquesa, que había demostrado para ella la más grande benevolencia
tomando su defensa en la corte en los días tristes, la había reclamado a su séquito en la
Cruz Roja. El conde A...ief, su marido, religiosísimo, no había querido ni separarse
oficialmente, ni reconciliarse.
– C’est juste… n’est-ce pas?...
Y se había establecido entre ellos que, terminada la guerra se retiraría a sus
tierras de Kiev...
– Para siempre –dijo, como si pronunciara una condena.
La pequeña bomba de vapor continuaba latiendo indiferente su humilde ritmo...
La dama miraba la bombilla con los ojos semicerrados, como siguiendo confusas
visiones rojas en lucha entre ellas... De los dos torpedos, algunas gotas de aceite caían
lentamente en un recipiente de latón puesto debajo de ellos...

…………………………………………………

– ¿Y ahora? –preguntó el oficial en voz baja.


– Y ahora –continuó ella sin variar su posición– he perdonado a todos: a mi
marido, glacial, cerrado, incapaz de comprenderme...; à ce misérable qui s'est tué dans
l’alcool après avoir trainé dans la boue ma foi pour les choses de la vie... Vous savez ça
aussi... n'est-ce pas? ¡Y eso que pedía tan poco! Rien que de la chaleur... la vivaz
alegría del sol y del alma... ¡No había nacido para la nieve, yo!... He aquí toda mi
culpa...
Sus frases se sucedían lentamente entre largas pausas, como si le fuesen
sugeridas una a una. Pero después de estas últimas palabras, ella pareció recogerse más
largo rato, como para estimularse a sí misma a continuar todavía; y prosiguió, en efecto:
– Yo le he perdonado a usted también, mon cher petit ami…–ni se paró por el
salto que dio el joven y que le llevó delante de ella, mudo, con los ojos muy abiertos,
casi temblando– por haberme dado un día de sol y haberme olvidado después... –Ni la
interrumpió un grito él no pudo sofocar, aunque se hubiese llevado con violencia las
manos abiertas a la cara y las apretara contra los labios.–. ha sido usted mi última
esperanza disfrazada de una forma amable...
Ella miraba siempre la bombilla. Cogida por las manos por el hombre, se las
abandonó sin mirarle. Sólo cuando éste, todo inclinado hacia ella, murmuró algunas
palabras incoherentes que ella no escuchó, se volvió hacia él para decirle:
– No hable...; déjeme explicarle todo... Es sólo sobre los buques italianos, sobre
los buques del mar azul, que mi corazón se abre… Me hace daño en los dedos... –Y
volvió a mirar la bombilla–. ¡Oh!, cuántas veces, mientras «ce misérable» me hacía
llorar, yo me decía a mi misma: «No llores; he aquí: ahora, la puerta se abrirá et mon
petit ami aparecerá con su bella sonrisa de Italia sobre los labios y aquel miserable
objeto que él quiso de mi, aquella pluma de airón, en las manos. He aquí: ahora viene
me llamará Pobieda... Y antes de que él me diga: "¿Y la promesa?", yo le echaré los
brazos al cuello y le estrecharé a mí, más fuerte que aquella vez, en la torre, en aquel día
de sol, y le diré las dulces palabras de su lengua... "Amor, amor mío!... ¡Tú me vuelves
a dar la vida, toda la vida!..."» Mais pourquoi se moquer moi? Pourquoi repetez vous
«amor mio» comme ça? C'est très sérieux, je vous assure... Ecoutez... Pero él no vino.
Una vez le llamé… incluso... Pero él no vino. ¡Acabado! Comme les autres, mon petit
ami! C'est pas sa faute. C'est la loi! Y yo le he perdonado. Y ahora es Dios quien tiene
que perdonarme a mí. Y esta mañana, durante la función para nuestros pobres muertos,
yo he renovado, por sus almas santas, un juramento que desde hacía largo tiempo había
hecho: el de dedicar todo mi ser al bien de los que sufren, huir del mal y renovarme,
expiar, desaparecer... Esta es la única fe que no traicionaré... Mais quoi? Qu'avez vous
donc? Mais c'est fou! Ou me conduisez-vous?
– Nada; nada, amor mío. Ven... ven… –le contestó entre dientes el joven, blanco
como si le hubieran cortado las arterias, con la voz estrangulada, como si tuviera un
nudo en la garganta– .Ven, pues... la mano... la mano…
Y la arrastró abajo por la escotilla con él.
La pequeña bomba insistió con su latir sumiso, cantando su extraña canción de trabajo,
siempre igual... El aceite de los torpedos continuó goteando lentamente en el recipiente
de latón... Después, el silencio de los barcos en el puerto, hirviente de mil ruidos, todos
tenues, todos inexplicables, diluyó todo sonido.
Ella se dejó conducir de proa hacia popa, muda por el asombro y casi
dócilmente, a lo largo de un corredor mal iluminado y desierto. En el fondo de éste
había una escalera; la subieron y desembocaron en un local ancho circundado de puertas
blancas con asas relucientes. Muchas puertas blancas y otros tantos camarotes.
El joven corrió a una de aquellas puertas, la abrió de par en par, echó a un lado
una cortina de tela encarnada, y dijo brevemente:
– Aquí.
Haciendo a la dama señal de entrar. Y ésta obedeció. El entró detrás de ella y
cerró la puerta.
– C'est votre chambre? –preguntó ella, quedándose quieta en el umbral del
camarote y mirando con curiosidad alrededor–. Franchement, je ne vous comprend pas.
Que signifie-t-il donc tout celá?
El la miraba en los ojos, no perdiendo un parpadeo, un relámpago; siguiéndola
en las mínimas expresiones, clasificando, sin verlas, las cosas que ella veía. Y la vio así
observar un poco el espejo. Y después de levantar la vista un poco, vio volverse
inmóviles sus pupilas y fruncirse repentinamente el arco divino de sus cejas; y recogió
el temblor de aquellas pupilas, su ardiente vibración, su repentina niebla, y su
desesperación bajo los párpados que se cerraron y contrajeron por el impulso de una
sacudida nerviosa, de un brusco sollozo.
– Ma plume! Ah! C'est terrible!... –dijo con una voz áfona que ya no era la suya,
quedándose largo rato con los ojos cerrados, sin decir nada y jadeando.
Ella había abierto los brazos aplastando la roja cortina detrás de la espalda,
teniendo la cabeza echada hacia atrás, en la posición de una mártir que ofrezca la
garganta para que sea cortada. Del busto encorvado hacia delante, la cruz surgía y
palpitaba, única cosa que se movía en ella. Y aquel rostro suyo, ya tan blanco, parecía
dormir el primer sueño de la muerte, Desfallecimiento de tortura y desfallecimiento de
éxtasis se fundían en ella para producir una sola imagen de enferma belleza; pero tan
bella, que parecía incierta, como los éxtasis reproducidos por Sodoma en Siena.
– Ecoutez, petit ami –continuó sin moverse– ...Je n’ai rien oublié... rien... Je suis
vaincue... vaincue... et je vous dois mon amor... qui à été fort.., atrocement fort... Y es
necesario que yo perjure de un lado o del otro. En este momento, terrible para mí, he
vuelto a encontrar la fe pagana de la vida, y tengo delante de mí la fe cristiana de la
caridad. Dos fes en absoluto contraste. Escoja; mate una; dígame a cuál debo ser
perjura... Dígame si tengo que darme a usted... o a los dolientes de mí país. He aquí,
petit ami. Yo espero. Pronto, porque sufro.
El hombre estaba igualmente pálido. Con la mano temblorosa, quitó la pluma de
airón del espejo. Después miró la boca de la mujer y la cruz roja sobre su pecho; otra
vez la boca y la cruz; y lentamente, sacó un brazo afuera de la ventanilla, dejando caer
la pluma en el mar.
–Mire –dijo con la garganta seca– Vuelva a abrir los ojos. Pobieda, he escogido.
Vea; la pluma ya no existe. Ha soñado. He perdido yo.
E inclinándose, le besó la mano largo rato, una mano helada, convulsa, que se
apoyó con fuerza contra sus labios ardientes: una mano que persiguió aquellos labios al
azar, cuando se separaron... y que volvió a caer pesadamente cuando no los encontró
ya... Ella volvió a abrir los ojos; se sobresaltó; dirigió una mirada desesperada hacia el
marco vacío; después bajó aquellos ojos suyos, llenos de lágrimas azules, con
resignación infinita...
– C'est fini –dijo.

***
«Vladivostok. Hótel Royal.
»Petit ami:

»El diablo me sopla un último pecado, y el Señor me ordena cometerlo para que
yo conserve en mí, para el futuro, la amargura y el horror de la culpa.
»Lo cometo. He aquí: Yo tendría que tener mi alma eslava llena de admiración
inmensa por lo que usted hizo ayer: nada habría podido ser más noble, más
verdaderamente italiano. Pero si yo tuviera que resumir de una manera exacta y concisa
la impresión que me ha quedado, no tendría otras palabras sinceras más que éstas: Petit
ami, vou êtes un sot. Adieu.
»Alexandra.»

Guido Milanesi
( Roma, 1875 - Roma , 1956) fue un escritor italiano .

Sus obras se caracterizan por la presencia de elementos autobiográficos (relacionados


con la vida militar) y el interés en temas de carácter colonial y la diversidad de razas.

Biografia

En sus comienzos literarios, tuvo una importancia significativa su papel como oficial de
la marina italiana durante la Guerra Italo-Turca (1912) (fue capitán de la embarcación y
luego almirante). Se dedicó a escribir novelas, prefiriendo temas de carácter aventurero,
a menudo extraídos de sus experiencias sobre la guerra, desde su perspectiva como
oficial de la marina. Tuvo un notable éxito de público y sus novelas se reimprimieron
continuamente hasta la Segunda Guerra Mundial .

Convencido fascista, refrendó el manifiesto de diez novelistas del "Grupo de acción


para servir la novela italiana en Italia y en el extranjero" (24 de mayo de 1928), con
Antonio Beltramelli, Massimo Bontempelli, Lucio D'Ambra, Alessandro De Stefani,
Tommaso Marinetti, Mario Maria Martini, Alessandro Varaldo, Cesare Giulio Viola,
Luciano Zuccoli.

En sus novelas a menudo hay ideas polémicas y posiciones políticas. No aceptó las
leyes raciales. y, contrariamente a lo que puede parecer de la lectura cinematográfica de
una de sus novelas (La sperduta di Allah , de G. Guazzoni, con I. Falena y G. Talamo,
1929), nunca ocultó una cierta incomodidad con el extremismo religioso o racial -
particularmente de origen germánico- que se evidencia en la mayoría de sus escritos.
El carácter fuertemente racial de su producción surge en muchas de sus obras y, en
particular, en la recopilación de cuentos Jane, la mestiza y en la novela La sperduta di
Allah . En ambos textos, Milanese habla de las teorías raciales de matriz biológica y
eugénica.

Jane, la mestiza, narra las desventuras de una joven "mulata" (de padre europeo y madre
africana) en un entorno caribeño. El interés del autor aquí es representar las difíciles
condiciones de vida de los "mestizos".

Publicó principalmente con la editorial Alberto Stock en Roma, con Alberto Mondadori
y con la editorial Ceschina.

Trabajos

Novelas

 Nel Santo Moghreb. Scene marocchine, 1900


 Eva Marina. Romanzi, 1921
 L'ancora divelta. Romanzo di ieri, 1923
 Figlia di Re. Romanzo, 1924
 Le aquile. Racconti della guerra dell'aria, 1926 (III ed.)
 Asterie. Racconti di mare, 1927 (IV ed.)
 L'ancora d'oro, 1927 (IV ed.)
 La sperduta di Allah. Romanzo, 1927
 Ànthi. Romanzo di Rodi, 1928 (VIII ed.)
 Cuccioli spersi. Romanzi esotici per giovanetti, 1928 (VI ed.)
 La voce del fondo. Romanzo di sommergibili, 1928
 Mar sanguigno. Romanzo del Mondo, 1928 (VI ed.)
 Nomadi. Romanzi esotici, 1928 (VI ed.)
 Nella scia. Romanzi, 1928 (V ed.)
 L'amore di Ja-nu (I palpiti della terra). Romanzi esotici, 1928 (III ed.)
 Quando la Terra era grande. Racconti, 1928 (II ed.)
 Thàlatta. Romanzi di mare, 1928 (VII ed.)
 Il Decameroncino del cacciatorpediniere “Enea”. Romanzi senza briglia, 1929
(III ed.)
 La bianca croce. Romanzo di Malta, 1929 (III ed.)
 Jane la meticcia. 15 racconti di marinaio, 1929
 Le fiamme dell'ara. Racconti della guerra terrestre, 1929
 Lo zar non è morto, Roma, Edizione Sapientia, 1929 (romanzo collettivo, con il
"Gruppo dei Dieci")
 Kaddish. Romanzo d'Israele, 1930 (IV ed)
 L'inferno d'acqua. Romanzo, 1930
 L'ondata, Romanzo, 1931 (III ed.)
 Il guardiano del Duilio. Novelle, 1931 (II ed.)
 Silenzio. Romanzo di Saigon, 1931
 Quilla figlia del sole, 1932 (II ed.)
 Oshidori. Romanzo per ragazzi, 1934
 La sera di santa Barbara, 1938 (II ed.)
 Rahatea, 1941
 Il ritorno, 1941 (III ed.)
 Racconti di tutti i mari, 1941
 Agiacsiò. Romanzo della corsica, 1942 (III ed.)
 Jeni Ay, 1942 (V ed.)
 Sancta Maria, 1942 (XI ed.)

En español se publicó en 1944 el libro de cuentos “Azules. Narraciones de todos los


mares” en la editorial Lucero-Maria M. Borrat.

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