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La playa (Del tedio a la alegría)

Llegó el momento tan anhelado de ir a la playa para sacarnos de encima la


agitación de la ciudad y, por fin, descansar. Inicialmente la urbanidad se impone
con su hábito de hacer sin parar; entonces sobreviene el tedio de no saber hacer
nada, de ya no saber qué hacer después de asolearnos vuelta y vuelta.

Es esa extrañeza de no tener con qué llenar las horas salvo con lo impuesto
desde afuera y esa falta de costumbre de ejercer el derecho al deseo. Sin
embargo, el deseo siempre se impone, tarde o temprano, sutil o enérgicamente y
toma forma, tal vez en un helado, algo tan cotidiano y simple.

Nos regodeamos más en el logro de desear que en el objeto de nuestro


deseo y quizás sea eso lo que los otros también quieren y se cuelgan de nuestro
deseo, deseo de desear, deseo deseado con ansias, con admiración, con envidia,
hasta ya no saber quién desea qué.

Tanto puede demorarse la concreción de dicho deseo que es un oasis al


que nunca llegamos mientras la sed aumenta hasta hacerse insoportable. Y
alguien no lo arranca delante de nuestras narices haciendo desvanecer nuestras
esperanzas. Se impone, pues, la incredulidad: abrimos y cerramos los ojos para
comprobar si estamos soñando. “¿Por qué a mí?” “¡No lo puedo creer!”

Nos desbordamos en rabia, rabia profunda, una explosión de ira que podría
derribar cualquier muro. Pero el muro no existe porque el objeto de la ira está en
nuestro interior: son nuestras indecisiones, nuestras dudas, nuestra lentitud,
nuestra inoperancia, nosotros.

Cuando esta situación se revela, viene también la aceptación del aquí y


ahora que nos toca vivir y bailamos al son del éxito del verano, al unísono con los
otros, juntos, descubriendo la alegría de poder dar un paso tras otro y otro más, de
poder armarnos y desarmarnos y volvernos a armar como las olas en la playa.

© Edith Fiamingo 2019

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