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GUÍA DE EJERCICIOS: Unidad II- Estructura de los textos

Instrucciones: Lea los textos que se le presentan. Ubique en ellos:

1. Idea Central
2. Ideas principales y complementarias.
3. Un campo semántico. (Identifique el hiperónimo y los hipónimos.
4. Un ejemplo de sinonimia.
5. Un ejemplo de cada uno de los tipos de estrategias de cohesión gramatical.
6. Redacte un resumen del texto dado. No debe superar las 6 líneas.

El mejor desprecio

AUNQUE SOY una ferviente partidaria de las nuevas tecnologías, siempre he dicho que, en ese terreno, aún
estamos en la época del Oeste sin ley, con hordas de facinerosos cabalgando a su aire, aterrorizando a los
pacíficos y linchando a los indefensos. Los expertos coinciden en señalar el brutal empeoramiento que han
supuesto las redes en el campo del acoso social. Antes, los individuos marginados y maltratados en su trabajo o
en clase, conseguían dejar atrás a sus verdugos al salir de la oficina o del colegio; podían tener islas de
tranquilidad, refugios personales, una porción de sus vidas segura y protegida. Ahora, en cambio, el
linchamiento les persigue allí a donde van. No hay piedad ni descanso en la burla y el dolor. El acoso sin tregua
de las redes es tan destructivo que empuja a los más frágiles hasta el abismo. Niños y adolescentes que se
suicidan, hombres y mujeres que se sumen en profundas e irrecuperables depresiones.

Las nuevas tecnologías poseen, en efecto, una zona de tinieblas pavorosa, un lado oscuro peor que el de Darth
Vader. Porque además de ese hervidero de matones virtuales hay un aluvión de mentiras cochinas que recorre
las redes con crepitar de incendio. ¿Y qué podemos hacer frente a las fake news y al griterío violento y amargo
de Internet? Pues acostumbrarnos y educarnos; colocar las cosas en su justo lugar; civilizar los modos; aislar a
los dañinos. Creo que se trata simplemente de una cuestión de tiempo: tenemos que aprender a movernos dentro
de estas nuevas formas de comunicación. Y, a decir verdad, me parece que estamos empezando a entenderlo.

El ser humano es un animal profundamente social. No existe para nosotros una vida plena que no sea una vida
con los otros. El aislamiento enloquece, la soledad absoluta destruye. Necesitamos de manera esencial que
nuestro entorno nos quiera y nos acepte, y por eso los linchamientos de las redes resultan tan dañinos. Los
griegos antiguos, que conocían muy bien el alma humana, utilizaron la pena del ostracismo (diez años de
destierro) como poderosa arma de defensa contra aquellos que consideraban peligrosos, y creo recordar que
algún pueblo indígena americano practicaba el aterrador castigo de la muerte social: nadie volvía a hablar con el
individuo condenado, nadie parecía advertir su presencia, como si hubiera fallecido. Tal vez podamos empezar
a aplicar recursos semejantes para civilizar las redes.

Debería haber una asignatura en los colegios que enseñara a los niños desde pequeñitos un código ético y
práctico para manejarse en Internet. En primer lugar, una sana desconfianza radical de los datos que lleguen por
las redes sin más confirmación ni referencia: que nuestro punto de partida sea la incredulidad. Y después, y es
esencial, dejar de dar tanta importancia a los mostrencos que rugen en el espacio cibernético. Verán, por lo
general en nuestras vidas reales nos las apañamos bastante bien para ir construyendo nuestra comunidad de
amigos y conocidos; evitamos y repudiamos a la gente zafia y agresiva, y si por casualidad coincidiéramos en
un bar con un parroquiano vociferante y bruto que se pusiera a dar puñetazos en la barra, a nadie en su sano
juicio se le ocurriría contestarle. Antes al contrario, lo ignoraríamos y sentiríamos por él desprecio o incluso
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lástima. Pues bien, si en el mundo tangible actuamos así, ¿por qué contestamos en Internet y les damos el valor
de interlocutores a esos energúmenos aporrea mostradores?

No estoy hablando de las personas que tienen opiniones diferentes a las tuyas, y con las que se puede y debe
debatir (esforcémonos en cultivar la difícil disciplina de escuchar a aquellos que piensan distinto), sino de todos
esos trolls llenos de violencia y bilis negra, esos provocadores que sueltan burradas justamente para que les
contestes y difundas, porque los algoritmos de todas las redes muestran más las publicaciones que obtienen más
interacciones. O sea, que cuando respondes a un cenutrio iracundo le estás divulgando y fortaleciendo. ¡Pero si
la mayoría de los trolls no tienen ni medio centenar de seguidores! Ya lo dice el refrán: el mejor desprecio es
no hacer aprecio. Ostracismo para defendernos de los bárbaros.

El mejor desprecio, de Rosa Montero. Recuperado de:


https://elpais.com/elpais/2019/02/18/eps/1550505721_082158.html

Claves para superar la crisis de la mediana edad

EN LA MEDIANA EDAD, la impresión de que las necesidades cotidianas nos consumen y de que las
alternativas se nos escapan de las manos nos hace creer que estamos atrapados en el presente. Pero la mayoría
de las veces sobrevaloramos esas ideas. Ante la pregunta: ¿esto es todo lo que hay?, debemos asumir que el
pasado es imperfecto e inmutable y reconciliarnos con él para vivir más plenamente el presente.

En los años sesenta, el psicoanalista canadiense Elliott Jaques propuso el término “crisis de la mediana edad” en
su artículo La muerte y la crisis de la mitad de la vida. Jaques citó a Dante, que en la tercera década de su
existencia se lamentaba: “A medio camino en el viaje de la vida, me encontré en un bosque oscuro, con el
camino correcto perdido”, y a otros, como Miguel Ángel, que completó el David a los 29 años, la Capilla
Sixtina a los 37, el Moisés a los 40 y a partir de entonces se sabe poco de su productividad hasta los 55, cuando
empezó el monumento de los Médici. Uno de los enigmas más intrigantes de la psicología del desarrollo ha sido
el mito de la crisis de la mediana edad, a pesar de que nunca fue concebida como totalmente negativa y de que
Jaques la había vinculado con un renacimiento creativo del individuo. Según el autor, el éxito de la creatividad
de la mediana edad reside en la tolerancia de las imperfecciones en uno mismo y en otros. Esta “resignación
constructiva” nos da la posibilidad de disfrutar de la madurez y de vivir con el conocimiento consciente de
nuestra finitud. Permite a la creatividad adquirir nuevas profundidades. Solo así la imperfección inevitable, lejos
de ser un amargo fracaso que nos atormenta, admite que lo perfecto ceda su lugar a “lo suficientemente bueno”.

“La idea de que la crisis es inevitable resulta dañina para la salud y es capaz de desencadenar una profecía
autocumplida”

El amplio estudio sobre la mediana edad titulado MIDUS (acrónimo en inglés de mediana edad en Estados
Unidos), organizado por el Instituto Nacional sobre el Envejecimiento, comenzó en 1995 con la recopilación de
información acerca de 7.000 adultos de entre 25 y 75 años y se ha prolongado durante más de 20 años. Los
adultos de edad avanzada muestran niveles de bienestar psicológico más altos que los de los jóvenes y las
personas de mediana edad. Otro estudio conducido por Blanchflower, del Dartmouth College (EE UU), y
Oswald, de la Universidad de Warwick (Inglaterra), en el que se ajustaron los parámetros de salario, estado civil
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y empleo, concluye que el nivel de satisfacción tabulado por edades tiene la forma de una curva en U, en la que
el bienestar es alto en la juventud; declina en la mediana edad, con su punto más bajo a los 46 años, y alcanza la
cúspide en la edad avanzada, en lo que se conoce como la “paradoja del envejecimiento”. Los resultados fueron
similares en hombres y mujeres.

Sin embargo, los hallazgos de seguimiento a largo plazo del estudio MIDUS cuentan una historia diferente de la
curva en U: la mayoría de los adultos de mediana edad afirman que están satisfechos con su vida; incluso
esperan un incremento de esa satisfacción en el futuro. Su optimismo puede motivarlos para lograr sus
objetivos. En esta interpretación, la crisis de la mediana edad podría entenderse como una declinación
predecible en la satisfacción con la vida, tras la angustia tumultuosa anterior. “¿Cómo puedes no sentirte abatido
y abrumado por el pánico?”, pregunta el psicoanalista belga Paul Verhaeghe, “cuando vives en una meritocracia
(…), cuando te evalúan sin cesar y te dicen que no te estás esforzando lo suficiente”. Otra cosa es la crisis que
afecta a un 10% de los adultos de entre 40 y 60 años, desencadenada por sucesos como el divorcio, la pérdida
de empleo o los problemas de salud que pueden ocurrir a cualquier otra edad; esta última crisis hay que
analizarla por separado.

A menudo la curva en U se ha interpretado erróneamente como la evidencia de crisis de la mediana edad. De


acuerdo con la psicóloga Margie Lachman, de la Universidad Brandeis (EE UU), “la idea de que la crisis en la
mediana edad es inevitable resulta dañina para la salud y es capaz de desencadenar una profecía autocumplida.
Puede llegar a usarse como justificación para un comportamiento impulsivo o como explicación de estados de
ánimo negativos”. La respuesta radica no tanto en el qué hacer como en adoptar formas de pensar acerca de uno
mismo que permitan manejar creativamente las expectativas, los arrepentimientos y los fracasos, el torrente de
actividades y la reducción de posibilidades.

Cultiva tus relaciones, recuerda que construimos nuestras identidades a través de la interacción. Considera que
una mejor comprensión de la naturaleza de la mediana edad facilita la armonía intergeneracional. Los años
intermedios de la edad adulta están dotados de un cúmulo de experiencia, al mismo tiempo que mantienen
niveles moderados de habilidades de procesamiento, quizá la combinación ideal.

Claves para superar la crisis de la mediana edad, de David Dorenbaum. Recuperado de:
https://elpais.com/elpais/2019/04/15/eps/1555339652_022124.html

El desamor

El desamor escuece. Conozco a una chica de Lectura veinte años que se pasó el fin de semana esperando a que él la
llamara, y él no llamó nunca. La vi el lunes taciturna y furibunda, aplastada por la gravedad de la vida: es notable lo que
aumenta el peso de la existencia cuando el desamor te ha hincado el diente. Si tu amado no te ama (si tu amada te
ignora), el futuro te parece gris como una tarde de tormenta. Días interminables, meses aburridísimos, una vida sin
enjundia y sin sentido. Porque el amor es una droga, y todo drogadicto cree que no puede sobrevivir sin la sustancia de
la que está enganchado. Por eso a mi amiga se le había apagado el mundo aquel lunes funesto: nada existe, nada
palpita, nada brilla si no te miran los ojos que tú quieres que te miren de la manera en que quieres ser mirada.

El desamor abrasa. Sobre todo al principio, sobre todo si tienes veinte años. Porque entonces te llegas a creer que tus
pasiones son auténticas fuerzas de la naturaleza, tan ajenas a tu voluntad, inmensas e inmutables como los oscuros
planetas que cruzan con lentitud el arco del cielo. Y así, cuando eres joven, crees que tu amado o tu amada son

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irreemplazables. Que no hay otro ser en el mundo tan maravilloso ni tan atractivo. Que nunca podrás amar a nadie de
ese modo.

Luego pasan los años, las parejas, los enamoramientos fulminantes, los desencantos. Se te va poblando la memoria de
pasiones apagadas y aprendes a relativizar tus sentimientos: sabes, por ejemplo, que el amor que estás perdiendo no es
el único, y que tal vez ni siquiera es amor. Pero, aun así, el desamor escuece: el dolor está en su naturaleza, es corrosivo.
Tiene, como la lejía, un ardor frío.

Y así, esperas esa llamada telefónica que nunca llega y rabias. Esperas la palabra justa que el otro no pronuncia y te
desesperas. Esperas un milagro final: que él, o ella, se comporten de una manera distinta a como siempre son, o lo que
es lo mismo, que sean otros. Pero él, o ella, suelen manifestar una mezquina y empecinada tendencia a seguir siendo
como son y a no convertirse en el amado ideal que uno busca y desea. Y entonces uno se deprime, se fastidia, se
acongoja y se abruma. Te duelen las yemas de los dedos del ansia de tocar, no ya el cuerpo esquivo de tu amado, sino
más bien su alma: porque quieres atrapar ese espejismo de amor que se escapa. Pero es como encerrar una voluta de
humo en una jaula; cuando el amor te ha hincado el diente, suele comerte entera. Eso también se aprende con los años.

Quise decirla aquel lunes a mi amiga tan joven y tan triste que, con el tiempo, el mundo vuelve a pintarse de colores y a
recobrar su brillo. Pero no abrí la boca, porque pensé que me daría la razón como se la daría a un loco y que su corazón
no me creería. Pude decirle también que hay un desamor más cruel y doloroso que el de que te dejen de querer: cuando
sientes que el brillo de la pasión se va apagando, que la hoguera se convierte en una brasa. Amaste, lo sabes porque tu
memoria te lo dice, pero tus sentimientos no lo recuerdan. Miras las viejas fotos de los primeros días de tu pasión, y no
te reconoces en esa sonrisa, en esa emoción de sentirse juntos, en esa intensidad del bien quererse. ¿De verdad te
palpitaba el corazón, se te nublaba la vista, perdías el aliento cuando le veías o la veías? Donde ayer hubo un horno y el
resplandor de un sol hoy hay una polvareda de cenizas.

Quizá habéis vivido juntos durante años; quizá tienes hijos con él o has comprado una casa con ella. Le quieres como se
quiere a la familia: con un cariño acostumbrado. Pero en algún minuto de esa travesía temporal que habéis hecho en la
vida tú has perdido el contacto con el otro. La mayoría de las veces no es cuestión de culpas, sino de desencuentros; la
otra deja de ser la esposa que soñaste, el otro ya no encarna a tu pareja ideal. O más bien es cosa tuya: eres tú quien ha
dejado de poner en el otro la ilusión del amor. Los pequeños rencores, las pequeñas disputas, las soledades medianas y
los grandes malentendidos: toda esa basurilla que se te echa encima, en suma, la abrasadora convivencia puede agostar
en ti el enamoramiento que antaño sentiste. Porque el amor, por mucho que mi amiga veinteañera crea ahora, en su
despecho, lo contrario, es una planta delicada y débil, a la que hay que regar como mucho tiento para que no se seque.

Duele el amor, pues, tanto si no te aman como si tú no amas. Pero cuando aprieta el desaliento y te arde la despellejada
piel del alma de un desamor reciente, conviene pensar algunas consideraciones que también pude hacerla a mi amiga y
no le hice. Primero, que uno no puede pasar por la vida sin mancharse y sin herirse, y que todo lo importante tiene un
precio; y así, el dolor del desamor (y atreverse a afrontarlo) es el precio de tu capacidad de amar y de esa intensidad
gloriosa, vida pura, que la pasión te ofrece. Segundo, que en todas las rupturas se aprende algo. Y tercero, que el amor
no está en el otro, sino en ti mismo: si una vez amaste, lo volverás a hacer. Y siendo más sabio.

Para atreverse con la estética de lo feo, hay que tener buen gusto. Es decir, una cosa es la estética de lo feo, y otra,
distinta, es la fealdad. La mera fealdad no tiene gusto y te vuelve insensible. Porque al final es un asunto de costumbre.
Te acostumbras a lo feo, te vuelves insensible, y la insensibilidad es un agujero donde todo cabe, donde cualquier
oprobio, donde cualquier demérito se multiplica. No estamos en los tiempos de la estética de lo feo, estamos en los
tiempos de la fealdad a secas. Debe quedar claro: la belleza puede ser un enemigo mortal, porque puede llegar a
convertirse en una suerte de manual de conducta, una suerte de ética, una suerte de imagen de orden y de perfección.
Platón ya así lo manifestaba en El Banquete: el fin último de la belleza es el amor, entendiendo este amor como una

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armonía, como equilibrio en el alma del hombre. Así que cuidado, cuando hablamos de belleza no se nos tilde de
superficiales. Con la excusa de esta falsa superficialidad el caos ha tomado nuestra casa. Y el caos, por supuesto, es más
fácil. ¿Cuánto le toma a usted con su niño construir un castillo de arena, cuánto, una vez listo, le toma a los
manganzones destruirlo? Un alma sensible se detiene a admirar el pequeño castillo; un alma criada en la ignorancia, va y
se complace pisoteando lo construido. En el caos, la mediocridad se oculta. Lo feo se oculta y se justifica en el caos. El
caos se me antoja así una masa proteica, una masa pesada con la propiedad furiosa del cambio, del ocultamiento, del
disfraz. El caos es engañoso y, por lo general, suele disfrazarse de ligereza, de humanidad. «Todos cometemos errores,
todos somos humanos». Hay allí una impostada sabiduría, una tramposa y conveniente tranquilidad o paz de alma. Un
Presidente se cae de la bicicleta: no pasa nada, todos somos humanos. La caída es la destrucción del gesto cultural; un
gesto más que contribuye a la insensibilidad generalizada. Porque en la caída no hay belleza. Es decir, no es la caída en
sí, ni tampoco su burla, sino lo que significa. Tras ella no hay ánimo de perfección, de armonía, de verdad, de belleza, de
amor. Tras esa caída se oculta un discurso, que es el mismo discurso incluso que se está aplicando a la lengua, a nuestra
lengua castellana.
Hay intentos, cómo no, de implementar cierta belleza revolucionaria. Una belleza de la «fiesta», de la proxemia o de la
sociabilidad, tal como la quieren pensadores europeos enamorados de Latinoamérica como Michel Maffesoli. Es una
belleza periférica y malamente justiciera que está en ciertas ideas propagandísticas. Es una belleza tercermundista que
intenta ser autóctona cuando está, vaya paradoja, totalmente globalizada. El afro, los dreadlocks, la piel canela o negra,
las telas también africanas y/o indígenas, collares santeros, sandalias. Una estética cirquera que es en realidad una
belleza United Colors of Benetton, y a la que rodea un paisaje urbano caótico, arcaico y al mismo tiempo
contemporáneo (como lo ve Maffesoli), o en ocasiones absolutamente rural, utópico; un sembradío de esos que algunos
revolucionarios se han ido a inventar y del que se han regresado —con las tablas en la cabeza— para cuando llega la
Navidad, a la búsqueda de la seguridad de mamá y de las hallacas —y adiós sembradío revolucionario. Pero esta belleza
publicitaria dura un ratico o existe sólo en los medios como parte de la ilusión de ese caos o de esa fealdad proteica de
la que hablamos. Es decir, la realidad es otra. La realidad es el tirabuzón, el tornado. Las evidencias están afuera. Nada
se construye, nada se piensa para el agrado de la vista y del espíritu. No hay estética. La emoción colectiva, compartida
(eso que es la estética al fin y al cabo), no es la de una búsqueda de equilibrio o de armonía, es la de la confusión, es la
de la mera fealdad. La revolución, hija lamentable de la modernidad y como la modernidad misma, busca derribar todo
lo preexistente, destruir la estética anterior. En 1961, Fidel Castro declaró sobre un campo de golf —símbolo de la
burguesía— que se haría allí la Escuela Nacional de las Artes. A toda velocidad se empezó a trabajar el proyecto; a la
velocidad imperiosa, dictatorial de la revolución. La escuela nunca se terminó, y está allí funcionando a la mitad, mal
funcionando.
En el caos revolucionario nada se termina, en el caos revolucionario no existe una estética que defina y culmine. Donde
no existe estética, nadie sabe lo que quiere, nada puede ser terminado. Y prestemos atención a esta última frase: donde
no existe estética nadie sabe lo que quiere, y por ende, nada puede ser terminado. ¿Qué más remedio queda? Pues la
fealdad, en la fealdad todo es más fácil y, una vez más, conveniente: quien está en el poder y no sabe más que destruir
buscando algo nuevo que no sabe manipular, tiene por lo menos la inteligencia de sembrar el caos para engendrar
insensibilidad (mientras todo se resuelve y lo nuevo llega por arte de magia). La insensibilidad no piensa. Quien no
piensa, se deja llevar. O piensa el caos disfrazado de discurso (recordemos que el caos es proteico). ¿Ese discurso qué
dice? «El pasado es malo, es feo. Es feo. El futuro lo estamos haciendo desde abajo, desde nuestras raíces, desde
nosotros mismos, desde antes de lo impuesto, desde cero, desde el caos, desde la nada. Lo bello pues vendrá algún día.»
El problema es que lo bello no termina de llegar y reina cada vez más la fealdad.
Necesitamos belleza, esa belleza que es armonía, necesitamos compartir emociones constructivas, necesitamos una
estética que nos inspire respeto, orgullo, armonía, equilibrio. Esa es la belleza que necesitamos hoy en día.

El desamor, de Rosa Montero.

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