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TODOS SEREMOS HERMANOS

IGNACIO BERMÚDEZ
PARTE I

DONTON

Soberbia estaba cansada de pedir y pedir. Siempre le faltaba dinero. Un día, hablan-
do con su buena amiga Margaret, ésta le informó que la madre de su mejor amiga Elisa-
beth, estaba padeciendo una enfermedad, que no sabía del todo bien que era y necesitaba
una persona que la cuidara. Los horarios de cuidado serían de los más inestables que se
pueden tener: casi todas las noches. Soberbia se contactó por teléfono y como una ráfaga,
pasó un año al cuidado de Bibiana.
Los hijos de Bibiana la amaron de inmediato. Tenía detalles impecables: le llevaba
regalos y rezaban juntas. La anciana se había acostumbrado a la voz de Soberbia. No que-
ría otra persona que Soberbia al lado, acompañándola, leyéndole, hablándole. Y los hijos,
que eran los que pagaban el servicio, lo sabían. La casa se había acostumbrado a ella. La
anterior cuidadora fue de lo más inoperante que se podía ser. Incluso llegó un tiempo que
le faltó dinero a la familia de la anciana. Eso debía parar. Esa fue la razón de la contrata-
ción de Soberbia. «Pero significa mucho para mí ser capaz de hacer bien mi trabajo, so-
bre todo en lo que se refiere a que mis donantes sepan mantenerse «en calma». «He
desarrollado una especie de instinto especial con Bibiana. Una conexión divina, se puede
decir. Sé cuándo quedarme cerca para consolarla y cuándo dejarla sola; cuándo escuchar
todo lo que tenga que decir y cuándo limitarme a encogerme de hombros y decirle que se
deje de historias», dijo a su amiga Estela. «Los cuidadores no somos máquinas. Tratas de
hacer todo lo que puedes, pero al final acabas exhausto. No posees ni una paciencia ni
una energía ilimitadas. Así que cuando tienes la oportunidad de dormir, dormís. Eso me
trajo consecuencias negativas con mi marido. Es natural. Por suerte, puedo decir que ha-
blo horas con Bibiana. Incluso, sé detalles de su vida que ni sus hijos lo saben».
A la mañana siguiente, estuvo dando conversación para apartarle de la cabeza su si-
tuación de enfermedad terminal, y cuando le preguntó dónde había crecido mencionó
cierto centro de La Rioja; y en su cara, bajo las manchas, se dibujó una mueca absoluta-
mente distinta de las que le conocía. Y Soberbia cayó en la cuenta de lo desesperadamen-
te que deseaba no recordar. Lo que quería, en cambio, era que le contara cosas de
Soberbia. Así que durante los cinco o seis días siguientes le contó la que quería saber, y
ella seguía allí echado, hecho un ovillo, con una sonrisa amable en el semblante. Pregun-
taba sobre cosas importantes y sobre menudencias. Sobre los «custodios», esos hombres

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que fueron los responsables de crear los clones de supervivencias y que ella pudo esca-
par, sobre cómo cada uno tenía su propio arcón con sus cosas, sobre el fútbol, el pequeño
sendero que rodeaba la casa principal, sus rincones y recovecos, el estanque de los patos,
la comida, la vista de los campos desde el Aula de Arte en las mañanas de niebla.
A veces le hacía repetir las cosas una y otra vez; le pedía que le contara cosas que le
había contado ya el día anterior, como si jamás se las hubiera dicho: «¿Tenías pabellón de
deportes?»; «¿Cuál era tu custodio preferido?». «Al principio yo lo achacaba a los fárma-
cos, pero luego me di cuenta de que seguía teniendo la mente clara. Lo que quería no era
sólo oír cosas de mí, sino recordar como si se hubiera tratado de su propia infancia. Sa-
bía que se hallaba a punto de «completar», y eso era precisamente lo que pretendía: que
yo le describiera las cosas, de forma que pudiera asimilarlas en profundidad, de forma
que en las noches insomnes, con los fármacos y el dolor y la extenuación, acaso llegara a
hacerse desvaída la línea entre mis recuerdos y los suyos. Entonces fue cuando compren-
dí por vez primera —cuando lo comprendí de verdad— cuan afortunados fuimos Jorge y
yo», le dijo Soberbia a su amiga Estela.
Soberbia recorrió en auto y aún seguía viendo cosas que le recordaban al pueblito de
Donton. Pasaba por la esquina de un campo neblinoso, o eso vio, parte de una gran casa
en la lejanía, al descender hacia un valle, o incluso cierta disposición peculiar de álamos
en determinada ladera, y pensó: «¡Creo que ahora sí! ¡Lo he encontrado! ¡Esto sí es Don-
ton!». Entonces se dio cuenta de que era imposible, y siguió conduciendo, y sus pensa-
mientos se desplazaban hacia otra parte. Sobre todo esos pabellones. Los encontró por
todas partes, al fondo de campos de deportes, pequeños edificios prefabricados blancos
con una hilera de ventanas anormalmente altas, casi embutidas bajo el alero. «Me siento
absorta. Creo que los construyeron a montones en las décadas de los cincuenta y sesenta.
Si paso junto a uno vuelvo la cabeza y me quedo mirándolo todo el tiempo que puedo; un
día voy a estrellarme con el coche, pero sigo haciéndolo».
«Luego, en los últimos años de secundaria —con doce años, a punto de cumplir tre-
ce—, el pabellón era el lugar donde esconderte con tus mejores amigas cuando querías
perder de vista a los demás compañeros de Donton. El pabellón era lo bastante grande
como para albergar a dos grupos de alumnos sin que tuvieran que molestarse unos a otros
(en el verano, podía haber hasta un tercero en la galería). Pero lo que vos y tus amigas
preferían era tener el pabellón para ustedes solas, lo que daba lugar a discusiones y dispu-
tas».
Los «custodios» siempre nos decían que teníamos que ser civilizados, pero en la
práctica, si querías poder disponer del pabellón durante un descanso o período de asueto,
en tu grupito de amigas tenías que contar con unas cuantas personalidades fuertes.
Había un tipo de conversación que sólo podían tener cuando se escondían en el pa-
bellón; comentaban, por ejemplo, algo que les preocupaba, y terminaban en carcajadas.
Miraban el Campo de Deportes Norte, donde una docena de chicos de su año y del si-
guiente de secundaria se habían reunido para jugar al fútbol».
«Hacía un sol radiante, pero debía de haber llovido ese mismo día porque recuerdo
que el sol brillaba sobre la superficie embarrada del césped. Alguien dijo que no tendrían

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que mirar tan descaradamente, pero nadie se echó hacia atrás ni un ápice». Y en un mo-
mento dado la amiga de Soberbia dijo: «No sospecha nada. No sospecha nada en absolu-
to». Al oírle decir esto, al segundo siguiente Soberbia soltó una risita y dijo: «¡Él muy
idiota!» Y entonces se dio cuenta de que, para la mejor amiga de Soberbia y las demás, lo
que los chicos fueran a hacer era algo que no les concernía sino muy remotamente; y de
que el que lo aprobáramos o no carecía de importancia.
En aquel momento estaban con la vista casi pegada a las ventanas no porque disfru-
taran con la perspectiva de ver cómo volvían a humillar a Virgilio, sino sencillamente
porque habían oído hablar de esta última conjura y sentían una vaga curiosidad por saber
el desenlace. «En aquella época no creo que lo que los chicos hacían entre ellos desperta-
ra en ellas mucho más que esto». La mejor amiga de Soberbia y las demás lo veían todo
con ese desapego, y con toda probabilidad también que la misma Soberbia compartía con
indiferencia.
Soberbia pensó al ver a Virgilio: «Qué estúpido, jugar al fútbol con ese polo. Lo va
a destrozar, y entonces «¿cómo va a sentirse?». Y dijo en voz alta, sin dirigirse a nadie en
particular: «Virgilio llVirginia el polo. Su polo preferido. Se va a sentir tan mal si se le
estropea el polo»... Entonces los chicos dejaron de pelotear con el balón y se quedaron de
pie, formando un grupo compacto en medio del campo embarrado, jadeando ligeramente,
a la espera de que se eligieran los equipos para empezar.
Los capitanes que salieron eran del año siguiente al de Soberbia, aunque todo el
mundo sabía que Virgilio era mucho mejor que cualquiera de ese curso. Echaron la mo-
neda para la primera selección, y el ganador miró a los jugadores. Algunos charlaban en
voz baja, otros volvían a atarse las zapatillas, otros simplemente se miraban los pies
mientras seguían allí quietos, como empantanados en el barro. Pero Virgilio miraba con
suma atención al capitán que elegía en ese momento, como si hubiera cantado ya su
nombre.
Soberbia siguió con su pantomima durante todo el proceso de selección de los equi-
pos, remedando las diferentes expresiones que fueron dibujándose en la cara de Virgilio:
de encendido entusiasmo al principio; de preocupación y desconcierto cuando se habían
elegido ya cuatro jugadores y él no había sido ninguno de los agraciados; de dolor y de
pánico cuando empezó a barruntar lo que estaba pasando realmente. Virgilio dio unas
cuantas zancadas detrás de ellos (difícil saber si salía instintiva y airadamente en su per-
secución o si le había entrado el pánico al ver que se quedaba atrás). En cualquiera de los
casos, pronto se detuvo y se quedó allí quieto, mirando hacia ellos con aire furibundo y
con la cara congestionada. Y luego se puso a chillar, a soltar todo un caos de insultos y
juramentos. Era montones de berrinches de Virgilio, así que intentaron hablar Soberbia y
Laura y no pudieron por los gritos de Virgilio. Los otros chicos se habían perdido ya de
vista, y Virgilio ya no seguía tratando de dirigir sus improperios en ninguna dirección
concreta. Estaba rabioso, y lanzaba brazos y piernas a su alrededor, al viento, hacia el cie-
lo, hacia el poste de la valla más cercano. Laura dijo que quizá estuviera «ensayando a
Shakespeare». Otra chica comentó que cada vez que gritaba algo levantaba un pie del
suelo y lo estiraba hacia un lado, «como un perro haciendo pipí». K. tiene un humor pa-

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recido, y lo único que pasa es que con él tienen más cuidado. Se meten con Virgilio por-
que es un vago. Luego se pusieron todas a hablar al mismo tiempo; de cómo Virgilio
nunca se había esforzado por ser creativo, de cómo no había aportado nada al Intercam-
bio Estudiantil. Soberbia y compañía se lamentaron de no tener Artes, para fastidiar a
Virgilio. Y cuando Soberbia miró la hora en su reloj y dijo que «aunque aún teníamos
tiempo debíamos volver a la casa principal, nadie arguyó nada en contra». Cuando se fue-
ron, Soberbia sabía que esto iba a extrañar a sus amigas, pero siguió caminando hacia
Virgilio. Ella supuso que Virgilio no estaba acostumbrado a que lo importunaran cuando
se dejaba llevar por uno de sus arrebatos, porque su primera reacción cuando la vio llegar
fue quedarse mirándole fijamente durante un instante, y luego seguir gritando. Era, en
efecto, como si hubiera estado interpretando a Shakespeare y yo hubiera llegado en me-
dio de su actuación. «Virgilio, ese polo precioso... Te lo vas a dejar hecho una pena», ni
siquiera dio muestras de haberle oído. Así que alargó una mano y se la puso sobre el bra-
zo. Seguía agitando los brazos a diestro y siniestro, y no tenía por qué saber que Soberbia
iba a extender la mano. El caso es que al lanzar el brazo hacia arriba sacudió su mano ha-
cia un lado y le golpeó en plena cara. No le dolió a Soberbia, pero dejó escapar un grito.
Lo mismo que casi todas sus compañeras a su espalda. Entonces fue cuando Virgilio pa-
reció darse cuenta al fin de la presencia de Soberbia, y de las compañeras. «Virgilio», di-
jo con dureza. Tienes el polo lleno de barro. «¿Y qué?», dijo él. Y mientras lo hacía bajó
la mirada hacia el pecho y vio las manchas marrones, y cesaron por completo sus aulli-
dos. Entonces Soberbia vio aquella expresión en su cara, y comprendió que le sorprendía
enormemente que ella supiera lo mucho que apreciaba aquel polo. «A ti esto no te in-
cumbe», de todas formas, pareció lamentar de inmediato este último comentario y la miró
tímidamente, como a la espera de que le dijera algo que lo consolara un poco. Pero ella
ya estaba harta de él. «¿Estás bien? Qué bruto», dijo su más entrañable amiga...
Acercarse a Virgilio formaba parte de una etapa por la que estaba pasando entonces
—que algo tenía que ver con la necesidad de plantearse retos de forma casi compulsiva—
, y que cuando Virgilio la abordó unos días después ella ya casi había olvidado el inci-
dente.
Soberbia y el resto tenían una revisión mensual médica por mes. Aquella soleada
mañana iba por las escaleras cuando se cruzaron con un ruido atroz, ¡Soberbia! Virgilio,
que venía con la riada humana que bajaba, se había parado en seco en un peldaño, con
una gran sonrisa que la irritó de inmediato.
Unos años antes, si te encontrabas de pronto con alguien a quien te alegraba ver,
quizá ponías esa cara. Pero entonces tenían trece años, y se trataba de un chico que se en-
contraba con una chica en una circunstancia pública, a la vista de todos. Pero Virgilio di-
jo en tono alegre: «Lo del polo ya lo he arreglado. Lo he lavado». «Estupendo». «¿Te
recuperaste del golpe?», ella sonrió y lo quiso ridiculizar. «No es una contusión cerebral,
fue apenas un toque». Al final le sonrió y dijo sin ironía: «Mirá, Virgilio: fue un acciden-
te y ya lo he olvidado del todo. La situación me había resultado un tanto embarazosa, pe-
ro no dio lugar a ninguna broma ni chismorreo».

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Todo el mundo podía ver, también, que cuando los chicos de su curso salían a sus
carreras a campo abierto, Virgilio era el único que nunca tenía compañero. Era un corre-
dor excelente: siempre les sacaba a todos una ventaja de diez o quince metros, quizá con
la esperanza de que con ello disimulaba el hecho de que nadie quisiera correr con él. Y
los rumores de las bromas que le gastaban sus compañeros eran prácticamente a diario.
En secundaria eran sólo seis en cada dormitorio: sólo el grupito de amigas, que so-
lían tener sus charlas más íntimas echadas en la cama en la oscuridad, antes de dormirse.
«Allí hablábamos de cosas de las que ni se nos habría ocurrido hablar en ningún otro si-
tio, ni siquiera en el pabellón». Así que una noche sacó a colación a Virgilio. No dijo mu-
cho; se limitó a resumir lo que le había estado pasando últimamente, y dijo que no le
parecía justo. Cuando se volvió a cruzar con Soledad, le dijo: «Pero si Virgilio quiere que
dejen de hacerle esas cosas, tiene que cambiar de actitud. No hizo nada para el Intercam-
bio. Y ¿creés que tendrá algo para el mes que viene? Apuesto a que no».
Pasó el tiempo y Virgilio se volvió a blindar en su actitud pesada y a presentar tra-
bajos deliberadamente infantiles, trabajos que parecían decir a gritos que no le podía im-
portar menos. Y a partir de entonces la cosa no hizo sino agravarse. Durante un tiempo
sólo tuvo que padecer este sufrimiento en las clases de Arte —aunque éstas eran frecuen-
tes, porque en primaria dedicaban muchas horas a esta disciplina—, pero luego su tor-
mento alcanzó otra dimensión.
Los chicos le dejaban fuera de los juegos, se negaban a sentarse a su lado en la cena,
fingían no oírle si decía algo en el dormitorio, después de que se apagaran las luces. Al
principio la cosa no fue tan implacable. Podían pasar meses sin que se produjera ningún
incidente, y él empezaba a pensar que todo había quedado atrás.

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LA SEÑORITA LUCÍA

El estanque estaba situado al sur de la casa. Para llegar a él tenías que salir por la
puerta trasera, bajar un sendero estrecho y serpearte y pasar entre los altos y tupidos hele-
chos que, a principios del otoño, seguían obstaculizando el camino. O, si no había «cus-
todios» a la vista, podías tomar un atajo por la parcela.
En cuanto salías en dirección al estanque te encontrabas con un paisaje apacible
lleno de patos y aneas y juncos. No era un buen sitio, sin embargo, para mantener una
conversación discreta, ni por asomo tan bueno como la cola para la comida.
Para empezar, te podían ver perfectamente desde la casa. Y nunca podías saber có-
mo se iba a propagar el sonido a través de la superficie del agua. Si te querían escuchar a
escondidas, no había nada más fácil que bajar por el sendero y esconderse entre los arbus-
tos de la otra orilla del estanque.
Era entrado ya octubre y aquel día lucía el sol. Soberbia decidió que lo mejor era
hacer como que había salido a dar un paseo sin rumbo fijo y que se había topado por ca-
sualidad con Virgilio. «Tal vez porque puse mucho empeño en dar esa impresión —
aunque no tenía la menor idea de si había alguien observándome—, no fui a sentarme con
él en cuanto lo vi sentado en una gran roca plana, no lejos de la orilla del estanque. Debía
de ser viernes, o fin de semana, porque recuerdo que no llevábamos el uniforme. No re-
cuerdo exactamente cómo iba vestido Virgilio —probablemente con una de aquellas raí-
das camisetas de fútbol que solía ponerse hasta en los días más fríos—, pero se sabía muy
bien que Soberbia llVirginiaba la chaqueta de chándal granate con cremallera delante que
me había comprado en un Saldo cuando estaba en primero de secundaria».
Fue rodeando a Virgilio hasta llegar al agua, «y me quedé allí de espaldas a ella, mi-
rando hacia la casa para ver si se empezaba a amontonar gente en las ventanas. Luego
hablaron —de nada en particular— durante un par de minutos, como si nunca hubiera te-
nido lugar la conversación de la cola de la comida». «Por cierto, Virgilio, ¿qué me esta-
bas diciendo antes? Sobre algo que la señorita Lucía te había dicho una vez»...Virgilio
miró más allá de Soberbia, hacia el agua del estanque, fingiendo también él que se acaba-
ba de acordar de ello.
La señorita Lucía era la más deportista de las custodias del pueblo, aunque por su
aspecto uno jamás lo hubiera imaginado. Baja y rechoncha y con aire de bulldog, con un
extraño pelo negro que parecía crecerle siempre hacia arriba, de forma que nunca le lle-
gaba a tapar las orejas o el cuello grueso. Pero poseía una gran fortaleza y estaba en plena
forma, e incluso cuando nos hicimos mayores, casi ninguno de nosotros —ni siquiera los
chicos— podía competir con ella en las carreras a campo traviesa. Era una excelente ju-
gadora de hockey sobre patín. Incluso, a veces, se peleaba y defendía mientras jugaba,
como un varón. La señorita Lucía le dijo a Virgilio que no pasaba nada porque no fuera
creativo. «Sí, me dijo algo parecido», dijo a Soberbia.

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Cuando la señorita Lucía le llamó a Virgilio por primera vez a su estudio después
de la clase de Iniciación al Arte, él se esperaba otra charla acerca de cómo debía esforzar-
se más, el tipo de cantinela que le habían endosado ya varios “custodios», incluida la se-
ñorita Lucía. Pero mientras se dirigían desde la casa hacia el Invernadero de Naranjas,
donde los «custodios» tenían sus habitaciones, Virgilio empezó a suponer que aquello iba
a ser diferente. Luego, cuando se hubo sentado en el sillón de la señorita Lucía, ésta —
que se había quedado de pie junto a la ventana— le pidió que le contara todo lo que le
había estado sucediendo, y cuál era su punto de vista sobre ello. Así que Virgilio empezó
a hablar. Pero de pronto, antes de que hubiera podido llegar siquiera a la mitad, la señori-
ta Lucía lo interrumpió y se puso a hablar ella.
Había conocido a muchos alumnos —dijo— a quienes durante mucho tiempo les
había resultado tremendamente difícil ser creativos: la pintura, el dibujo, la poesía lleva-
ban varios años resistiéndoseles. Pero andando el tiempo, llegó un día en que de buenas a
primeras pudieron expresar lo que llevaban dentro. Y muy posiblemente era eso lo que le
estaba pasando a Virgilio. Virgilio había oído ya ese razonamiento otras veces, pero en la
actitud de la señorita Lucía había algo que le hizo atender con suma atención sus explica-
ciones. Si Virgilio lo había intentado con todas sus fuerzas —le aseguró— y sin embargo
no había conseguido ser creativo, no importaba en absoluto, y no debía preocuparse. No
estaba bien que ni los alumnos ni los «custodios» lo castigaran por ello, o lo sometieran a
presiones de cualquier tipo. Sencillamente no era culpa suya. Y cuando Virgilio protestó
y argumentó que estaba muy bien lo que le estaba diciendo y demás, pero que todo el
mundo pensaba que sí era culpa suya, ella dejó escapar un suspiro y miró por la ventana.
«Pensá que aquí hay una persona que no piensa como el resto. Yo siempre te apoyaré.
Porque yo enseño de la mejor manera posible».
«¿Que no se nos enseñaba lo suficiente? ¿Quieres decir que según ella tendríamos
que estudiar más de lo que estudiamos?», reprocharon cuando lo oyeron a Virgilio.
«¿Qué es lo que querría decir? ¿Pensará que hay cosas de las que aún no se nos ha habla-
do?». Virgilio se quedó pensativo unos instantes. Luego sacudió la cabeza. «No creo que
quisiera decir eso exactamente. Sino que no se nos ha instruido sobre ello lo suficiente.
Porque dijo que tenía pensado hablarnos de ello ella misma». «Quizá se refería a otra co-
sa completamente diferente, a algo que tenía que ver con lo de que no soy creativo».
Para Virgilio ella era siempre la mujer. Rara vez se ha oído que la mencione por
otro nombre. A sus ojos, ella eclipsa al resto del sexo débil. No es que haya sentido por
Soberbia una emoción que pueda compararse al Amor, con mayúscula. Todas las emo-
ciones, y ésa particularmente, son opuestas a su mente fría, precisa, pero admirablemente
equilibrada. Era, la máquina de observación y razonamiento más perfecto que el mundo
ha visto; pero como amante, como enamorado, él había estado en una posición comple-
tamente falsa. Jamás hablaba de las pasiones, aun de las más suaves, sin un dejo de burla
y desprecio. Eran cosas admirables para el observador… excelente para recorrer el velo
de los motivos y acciones de los hombres. Pero para el razonador preparado, admitir tales
intromisiones en su propio temperamento, cuidadosamente ajustado, era introducir un
factor que distraería y descompensaría todos los delicados resultados mentales. Una basu-

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ra en un instrumento sensitivo o una grieta en un lente finísimo, no habría sido más per-
judicial que una emoción intensa en una naturaleza como la suya…Un buen día, renun-
ció.

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LA GUARDIA SECRETA

Inventaron eso de la guardia secreta, y duró nueve meses. La líder Roxana. Eran
diez —el número cambiaba cuando Roxana aceptaba a un nuevo miembro o expulsaba a
alguien—; creían que Geraldine era la mejor «custodia» y le hacían regalos. Pero la razón
primera de la existencia de esta guardia, por supuesto, era protegerla. Cuando Soberbia se
unió al grupo, Roxana y las demás conocían desde hacía mucho tiempo la conjura para
secuestrar a la señorita Geraldine. Nunca estuvieron muy seguras de quién se hallaba de-
trás de ella. A veces sospechaban de algunos de los chicos de secundaria, y otras de com-
pañeros del otro curso. Había una custodia que no les gustaba demasiado, la señorita
Celeste, y durante un tiempo pensamos que podría ser el cerebro de tal plan.
No sabían cuándo iba a tener lugar el secuestro, pero estaban convencidas de que el
bosque entraría en escena en algún momento del proceso.
El bosque estaba en lo alto de la colina que se alzaba detrás de Donton. En realidad
no se veía más que una franja oscura de árboles, pero Soberbia no era la única de su edad
que sentía su presencia día y noche. Cuando hacía mal tiempo, era como si los árboles
proyectaran una sombra sobre todo Donton; lo único que tenías que hacer era volver la
cabeza o ir hasta una ventana, y allí estaban, cerniéndose a cierta distancia sobre la hon-
donada.
Más a resguardo estaba la fachada de la casa principal, porque no podías verlos des-
de ninguna de sus ventanas. Pero ni aun así te librabas del todo de ellos. De aquel bosque
se contaban todo tipo de historias horribles.
Una vez, no mucho antes de que ellos llegaran a Donton, un chico había tenido una
gran pelea con sus amigos y había salido corriendo de los límites de Donton. Encontraron
su cuerpo dos días después, en el bosque, atado a un árbol y con las manos y pies corta-
dos. Otro rumor decía que entre aquellos árboles vagaba el fantasma de una chica que ha-
bía estado en Donton hasta un día en que, movida por la curiosidad, había saltado la valla
para ver cómo era el exterior. Fue mucho tiempo antes de que llegáramos nosotros, cuan-
do los «custodios» eran mucho más estrictos, e incluso crueles.
La chica intentó volver, pero no se lo permitieron. Se puso a andar a lo largo de la
valla suplicando que la dejaran entrar, pero nadie le hizo caso. Al final se alejó de allí, y
le sucedió algo, y murió. Pero su fantasma vagaba incesantemente por el bosque, siempre
mirando hacia Donton, suspirando por que la dejaran entrar.
«El bosque se adueñaba más de nuestra imaginación después del anochecer, en los
dormitorios, mientras tratábamos de conciliar el sueño. Entonces casi éramos capaces de
oír el viento entre las ramas; y si hablábamos de ello la cosa empeoraba. Recuerdo una
noche en que estábamos furiosas con K. —aquel día había hecho algo particularmente
irritante—, y queríamos castigarla: la sacamos de la cama a rastras y la obligamos a que

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pegara la cara a la ventana y mirara fijamente el bosque. Al principio mantuvo los ojos
muy cerrados, pero le retorcimos los brazos hasta que abrió los párpados y vio la silueta
recortada contra el cielo iluminado por la luna, y ello bastó para que pasase una noche de
terror y llanto. No estoy diciendo que en aquel tiempo estuviéramos todo el día preocu-
padas por el bosque. Yo, por ejemplo, podía pasarme semanas sin apenas pensar en él, e
incluso había días en que sentía una oleada de desafiante valentía que me hacía pensar:
«¿Cómo es posible que pueda creerme esas memeces?». Pero bastaba cualquier nimiedad
—alguien que volvía a contar una de aquellas historias, un pasaje de miedo en un libro,
un comentario al azar que me recordara el bosque—para que la sombra descendiera de
nuevo sobre nosotras durante un tiempo. No era nada extraño, por tanto, que diéramos
por sentado que el bosque tenía un papel central en la conjura para secuestrar a la señorita
Geraldine. Pero cuando pienso con detenimiento en ello, no recuerdo que tomáramos
ninguna medida concreta para defender a nuestra custodia preferida. Nuestra actividad gi-
raba siempre en torno al acopio de pruebas sobre la conjura misma. Quién sabe por qué,
pero ello nos bastaba para pensar que la señorita Geraldine se hallaba a salvo de todo pe-
ligro inmediato. La mayoría de las «pruebas» venían de ver en acción a los conspiradores.
Y sin embargo, creo que en el fondo nos dábamos cuenta de lo precario de los cimientos
de nuestra fantasía, pues evitábamos cualquier tipo de enfrentamiento», dijo Soberbia.
«Tras intenso debate, podíamos decidir que determinado alumno estaba en la conjura, pe-
ro luego encontrábamos siempre razones para no increparle de inmediato, para esperar
hasta «tener todas las pruebas».
«De forma similar, siempre estábamos de acuerdo en que la señorita Geraldine no
debía oír ni una palabra de lo que habíamos descubierto, pues se alarmaría y entorpecería
nuestras pesquisas. Sería demasiado fácil afirmar que se debió sólo a Roxana el que si-
guiéramos con lo de la guardia secreta hasta mucho después de que hubiéramos madura-
do lo suficiente como para dejar atrás tales cosas. Cierto que la guardia secreta era muy
importante para ella; había sabido de la conjura mucho antes que el resto de nosotras, y
ello le confería una enorme autoridad. Dando a entender que las verdaderas pruebas ve-
nían de antes de que se incorporara al grupo gente como yo —y que había cosas que aún
no nos había revelado—, podía justificar casi cualquier decisión que tomara en nombre
del grupo. Si decidía que había que expulsar a alguien, por ejemplo, y veía que había
oposición, solía aludir misteriosamente a cosas que sabía «de antes». No hay ninguna du-
da de que Roxana deseaba vivamente que la cosa continuara. Pero lo cierto es que aque-
llas de nosotras que habíamos sido sus más íntimas; contribuimos a preservar la fantasía y
a hacer que se prolongara demasiado. Lo que sucedió después de la disputa del ajedrez
ilustra bien lo que estoy diciendo».
Durante los días siguientes, sin embargo, siempre que le preguntaba Soberbia cuán-
do le iba a enseñar a jugar ajedrez, ella se limitaba a suspirar, o a fingir que tenía algo
mucho más urgente que hacer. Cuando finalmente, una tarde lluviosa, logró ponerla con-
tra las cuerdas y la colocó en el tablero sobre una mesa de la sala de billar, lo que empezó
a enseñarle fue una vaga variante de las damas. Entonces, Soberbia recogió el tablero y
las fichas y se fue.

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EL AULA VEINTIDÓS

Muchos de ellos habían cumplido ya dieciséis años. Era una mañana radiante y aca-
baban de bajar al patio después de una clase en la casa principal cuando de pronto Sober-
bia recordó que se había olvidado algo en el aula. Así que subió hasta el tercer piso y allí
sucedió lo de Lucía.
Lucía tenía el carácter de Medea. En aquellos días ella tenía un juego secreto. Cuan-
do se encontraba sola dejaba lo que estuviera haciendo y buscaba una vista —desde la
ventana, por ejemplo, o el interior de un aula a través de una puerta—, cualquier vista en
la que la viera cualquier persona. Lo hacía para poder formarse la ilusión, al menos du-
rante unos segundos, de que aquel lugar la deseaba alguien. Normalmente tenía que tener
paciencia: si, pongamos por caso, estaba en una ventana y fijaba la mirada en un punto
concreto del campo de deportes, puede que tuviese que esperar siglos para que se dieran
esos dos segundos en los se daba justo en el encuadre. A veces ella se masturbaba y allí
atraía a más chicos. En cualquier caso, era eso lo que estaba haciendo aquella mañana
después de haber recogido lo que había olvidado en la clase y haber salido al rellano de la
tercera planta.
Estaba muy quieta junto a una ventana y miraba la parte del patio en la que había es-
tado apenas unos instantes antes. Sus amigas se habían ido, y el patio se vaciaba por mo-
mentos, de forma que estaba esperando a poder poner en práctica su juego secreto cuando
oyó a su espalda algo parecido a un escape de gas o de vapor en violentas ráfagas.
Era un sonido sibilante que se prolongó durante unos diez segundos; luego cesó y
volvió a sonar. No me alarmé exactamente, pero dado que al parecer era la única persona
en la cercanía, pensé que lo mejor sería ir a averiguar qué pasaba.
Cruzó el rellano en dirección al sonido, avanzó por el pasillo y dejó atrás el aula. La
puerta estaba entreabierta, y en cuanto se acercó a ella el ruido sibilante volvió a oírse, es-
ta vez con mayor intensidad. Estaba la señorita Lucía, fue una sorpresa mayor.
El Aula Veintidós se utilizaba raras veces para las clases, porque era demasiado pe-
queña y nunca había suficiente luz, ni siquiera en un día como aquél. A veces los “custo-
dios» entraban para corregir nuestros trabajos o para ponerse al día en sus lecturas.
Aquella mañana el aula estaba más oscura que de costumbre, porque las persianas esta-
ban echadas casi totalmente. Habían juntado dos mesas, como para que pudiera sentarse
un grupo, pero la señorita Lucía estaba sola, sentada a un lado, cerca del fondo. Soberbia
vio varias hojas de un papel oscuro y satinado diseminadas sobre la mesa de enfrente de
la señorita Lucía. Ella estaba inclinada sobre la mesa, absorta, con la frente muy baja, los
brazos sobre el tablero, trazando líneas furiosas sobre una hoja con un lápiz. Bajo las
gruesas líneas negras había una pulcra letra azul. Siguió restregando la punta del lápiz
sobre el papel, casi como si estuviera sombreando en la clase de Arte, sólo que sus mo-
vimientos eran mucho más enfadados, como si no le importara que el papel se agujereara.
Entonces, en ese momento, se dio cuenta de que ése era el ruido extraño que había oído
antes, y que lo que tomó por papeles oscuros y satinados habían sido, instantes atrás, ho-
jas de cuidada letra azul.

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Se hallaba tan ensimismada en lo que estaba haciendo que tardó en reparar en mi


presencia. Cuando alzó la vista, sobresaltada, vi que tenía la cara congestionada, aunque
sin rastro alguno de lágrimas. Se quedó mirándole a esa adolescente con la bombacha en
las rodillas, y al final dejó el lápiz.
«Hola, jovencita», dijo, y aspiró profundamente. «¿Qué puedo hacer por vos?»,
«nada, señorita, mire lo que usted vio…», «no hay problema, yo lo he hecho también, es
algo común, corriente, ¿quién no quiere ser vista por varones?
Soberbia apartó la vista para no tener que mirarla a ella o al papel que había sobre la
mesa. La vergüenza, como dijo Soberbia, tenía mucho que ver con ello, y también la fu-
ria, aunque no exactamente contra la señorita Lucía. Se sentía muy confusa, y probable-
mente por eso no les contó nada a sus amigas hasta mucho tiempo después. Lucía a
veces, se parecía a Lady Macbeth, entre la ternura y la fuerza masculina.

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COSAS EXTRAÑAS SUCEDEN

A partir de aquella mañana Soberbia tuvo la convicción de que había algo —quizá
algo horrible— relacionado con la señorita Lucía que desconocía, y mantuvo los ojos y
los oídos bien abiertos. Pero los días pasaron y no vio ni oyó nada. Lo que no sabía en-
tonces es que algo de gran importancia había sucedido sólo unos días después de que vie-
ra a la señorita Lucía en el Aula Veintidós; algo entre ella y Virgilio que había dejado a
éste disgustado y desorientado. No mucho tiempo atrás, Virgilio y Soberbia se habrían
contado inmediatamente cualquier nueva de este tipo; pero aquel verano estaban suce-
diendo ciertas cosas que hacían que no hablaran tan abiertamente como antes.
Pero como he dicho, en aquel tiempo estaban sucediendo cosas entre Virgilio y Ro-
cío, y otras muchas cosas más, y Soberbia creyó que eran estos hechos los que habían da-
do lugar a los cambios que había observado en él.
Probablemente iría demasiado lejos si dijera que Virgilio se vino abajo por completo
aquel verano; pero hubo veces en las que, Soberbia temió que estuviera volviendo a ser la
criatura torpe y tornadiza de años antes. Por ejemplo, P. estaba dos cursos más atrás que
Soberbia, pero todo el mundo admiraba su destreza para el dibujo, y sus trabajos eran
muy cotizados en los Intercambios de Arte. A Soberbia le gustaba especialmente aquel
calendario, y se las había arreglado para conseguirlo en el último Intercambio, porque
Soberbia oyendo hablar de él varias semanas. No tenía nada que ver, pongamos por caso,
con los calendarios blandos de colores de los condados ingleses de la señorita Lucía. El
calendario de Patricia era diminuto y abultado, y para cada mes había hecho un increíble
dibujo a lápiz de alguna escena de la vida de Donton. A Soberbia le hubiese gustado con-
servarlo, sobre todo porque en algunos de los dibujos, se puede reconocer las caras de
ciertos alumnos y “custodios». P. era una auténtica preciosidad. Se sentía orgullosa de él,
y por eso quería enseñárselo a Virgilio.

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¿Qué había estado pasando en Donton?

Bien, para empezar, Rocío y Virgilio habían tenido una pelea de campeonato. Ha-
bían sido pareja durante unos seis meses (al menos ése era el tiempo que Soberbia estaba
siéndolo «públicamente»: paseándose tomados del brazo y ese tipo de cosas). Los respe-
taban todos como pareja porque no hacían ostentación de ello. Otras parejas, como Silvia
y Rogelio, por ejemplo, podían ponerse de un meloso insoportable, y había que lanzarles
toda una andanada de imitaciones de vómitos para llamarles al orden. Pero Rocío y Virgi-
lio nunca hicieron ningún esnobismo barato delante de los demás, y si alguna vez se ha-
cían arrumacos o algo parecido, notabas que lo hacían sólo para ellos mismos y no para la
galería.
Aconteció que Soberbia se dio cuenta de que todos estaban bastante confusos en lo
relativo al sexo. Algo que a nadie debería sorprender, supongo, ya que apenas tenían die-
ciséis años. Pero lo que hacía aún mayor la confusión era el hecho de que también los
“custodios» se sentían confusos al respecto.
Por otra parte, tenían las charlas de la señorita Lucía, en las que se les decía lo im-
portante que era no avergonzarse de sus propios cuerpos, y «respetar nuestras necesida-
des físicas», y cómo el sexo era «un bellísimo don dado por la vida» siempre que ambas
personas lo desearan realmente. Pero llegado el momento, los “custodios» hacían más o
menos imposible que cualquiera de ellos tuviera relaciones sexuales, por el miedo explí-
cito a contagiarse de alguna enfermedad y “desperdiciar” el cuerpo. Eso terminaría inme-
diatamente con el contrato que habían firmado sus padres.
Ellas no podían visitar los dormitorios de los chicos después de las nueve de la no-
che, y ellos no podían visitar el de ellas. Las clases estaban oficialmente «fuera del terri-
torio permitido» desde el atardecer, al igual que las zonas de detrás de los cobertizos y
del pabellón. Dicho de otro modo, pese a las charlas y charlas sobre la belleza del sexo y
demás, tenían la inequívoca impresión de que si los “custodios» los sorprendían ponién-
dolo en práctica se las verían en un aprieto.
Entre ellos hablaban de esos temas escabrosos, pero al final no les quedaba claro si
los “custodios» querían o no que tuviesen sexo entre ellos. Algunos pensaban que sí, pero
que siempre queríamos hacerlo cuando no debíamos. Delfina sostenía la teoría de que su
deber era hacer que tuvieran sexo entre ellos, no por placer sino para mantener el cuerpo
atlético y saludable.
«En cualquier caso, a medida que se acercaba el verano, empecé a sentirme más y
más un bicho raro a este respecto. En cierto modo, el sexo había llegado a ser como lo de
«ser creativo» unos años antes. Era como si, al no haberlo hecho nunca, tuvieras que ha-
cerlo, y pronto. Y en mi caso la cosa se hacía aún más complicada por el hecho de que
dos de las chicas de mi círculo más íntimo lo habían hecho ya. Laura, con Rob D., aun-
que nunca habían llegado a ser pareja. Y Rocío con Virgilio».

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A pesar de ello, Soberbia seguía y seguía resistiéndose. Recordaba a la señorita Lu-
cía: «Si no encuentras a nadie con quien desees de veras compartir esa experiencia, ¡no lo
hagas!». Pero hacia primavera del año del que estoy hablando empezó a pensar que no le
importaría tener sexo con un chico. No sólo para ver cómo era, sino también porque se le
ocurrió que necesitaba familiarizarse con el sexo, y que incluso sería preferible practicar-
lo por primera vez con un chico que no le importara demasiado.
Halló, claro, a un chico: Daniel. Era decente y lo había hecho antes con María An-
tonia, la chica del otro curso que todas admiraban. Era, además, un chico que ya había in-
sinuado unas cuantas veces que le gustaría tener sexo con ella.
Después de mucho meditar, de poco andar, se decidió por insinuársele en verano,
pero recordó muy bien las palabras de la señorita Lucía que decía que le podía doler, por
lo tanto; debería mojarse o humedecerse la vagina.
«–¿Conque no, eh? —dijo a Soberbia–, ¿conque no? No quiere usted dejarme ser
yo, salir de la niebla, vivir, vivir, vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme:
¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción? Pues bien, mi señor creador
don Miguel, también usted se morirá, también usted, y se volverá a la nada de que salió...
¡Dios dejará de soñarle! ¡Se morirá usted, sí, se morirá, aunque no lo quiera; se morirá
usted y se morirán todos los que lean mi historia, todos, todos, todos sin quedar ni uno!
¡Entes de ficción como yo; lo mismo que yo! Se morirán todos, todos, todos. «¿Vícti-
ma?», exclamó Soberbia. «¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también se
morirá! El que crea se crea y el que se crea se muere. ¡Morirá usted, don Miguel, morirá
usted, y morirán todos los que me piensen! ¡A morir, pues!».
«Pensaba que ella tenía de verdad mejor aspecto que antes. Quizás hubiera empeza-
do a darse colorete. Tenía la piel pálida, olivácea, y Andrés quería recordar sus mejillas
sin color. Además, se vestía con más gracia, y se esforzaba más por ser simpática. Antes
era según le daba. También había empezado a beber whisky, aunque nunca sin ahogarlo
en agua. Antes sólo bebía un vaso de vino. Andrés pensó si sería un novio quien la habría
hecho cambiar así; pero un novio podía mejorar su aspecto sin necesidad de que sintiera
más interés por todo, y estaba casi seguro de que eso es lo que había ocurrido. Lo más
probable es que se debiera a que el tiempo pasaba y a que la guerra mermaba terriblemen-
te las perspectivas de encontrar marido. Eso podía servirle de estímulo a una mujer.
Además, era más lista y más guapa y tenía mejor conversación que la mayoría de las ca-
sadas. ¿Qué ocurría con una mujer así? A veces, simple mala suerte. O mal cálculo en el
momento importante. ¿Un poco demasiado lista y segura de sí misma, para aquella época,
de manera que hacía sentirse incómodos a los hombres?».

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Un año después

Soberbia tuvo que viajar, no estaba acostumbrada; pero cuando vio a lo lejos las co-
linas que le recordaban a las también distantes colinas de Donton, se le antojó seguir con
el viaje y encima era verano. En las Nouves las cosas aún no se habían puesto como se
pondrían unos meses después, con la proliferación de charcos helados y la tierra congela-
da y áspera y dura como la piedra. El sitio era hermoso y acogedor, con hierba crecida
por todas partes (una auténtica novedad para nosotros). Al llegar se quedaron allí quietos,
los ocho hechos una piña, mirando cómo Soberbia entraba y salía de la casa, aguardando
a que de un momento a otro les dirigiera la palabra uno de los “custodios». Pero no lo hi-
cieron.
No mucho después, sin embargo, los veteranos, que se habían estado divirtiendo un
rato al ver el aire patético que Soberbia y compañía representaban, salieron y se hicieron
cargo de los chicos y después las chicas.
Al principio todo parecía en calma: viéndolo desde lejos, pero los primeros meses
fueron de terror. En el desayuno siempre mantenían las mismas charlas sobre Albert Ca-
mus, parecían obsesionados.
Después de todo no era tan chocante verlos a todos juntos frente a la cabaña. Si So-
berbia se mantenía callada, era por el síndrome de Estocolmo, no por otra situación ex-
terna al viaje.
Los veteranos, que como es lógico no sabían nada de los avatares de la relación de
Virgilio y Rocío, los trataban como a una pareja estable desde hacía tiempo, lo cual pare-
ció complacer enormemente a Rocío. Porque durante las primeras semanas de nuestra es-
tancia en las Nouves, hizo alarde de Soberbia a tiempo emparejada: rodeaba siempre con
el brazo a Virgilio, y a veces lo besuqueaba en cualquier rincón de una habitación cuando
todavía quedaba gente en ella. Esas cosas quizá habrían estado bien en Donton, pero en
las Nouves parecían más bien inmaduras. Las parejas de veteranos jamás hacían ostenta-
ciones de este tipo en público, y se comportaban del modo discreto en que lo harían el
padre y la madre de una familia normal y corriente.
En estas parejas de veteranos de las Nouves, por cierto, había algo que Soberbia
captó y que a Rocío —pese a estar observándolas constantemente— se le había pasado
por alto, y era que gran parte de sus maneras y gestos los habían copiado de la televisión.
Cayó en la cuenta de ello cuando se fijó con detenimiento en una de ellas —Susana y
Gregorio—, probablemente los alumnos mayores de las Nouves y a quienes todo el mun-
do tenía por responsables del lugar. Había una cosa que Susana siempre hacía cada vez
que Gregorio se embarcaba en una larga disertación sobre Proust o alguien parecido: se
dirigía una sonrisa al resto de ellos, ponía los ojos en blanco y decía muy enfáticamente,
aunque de forma apenas audible: «Dios nos salve». En Donton, veían la televisión con
mesura, y lo mismo hacían en las Nouves (aunque no había nada que les impidiera verla
todo el día, a nadie le apetecía mucho abusar de ella). Pero en la casa de labranza había

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un viejo televisor, y otro en el Granero Negro, y Soberbia solía encenderlo de cuando en
cuando. Así es como supo que «Dios nos salve» venía de una serie norteamericana, de
esas en las que todo el auditorio ríe al unísono cada vez que alguien abre la boca.
Lo que quiero decir, en suma, es que Rocío no tardaría en darse cuenta de que su
forma de comportarse con Virgilio no era el apropiado en las Nouves, y en dar un giro a
sus modos de pareja cuando había gente delante. Y, muy especialmente, tomaría prestado
un gesto de los veteranos. En Donton, el hecho de que una pareja se despidiera —aunque
fueran a estar sólo unos minutos separados— era pretexto suficiente para que se permitie-
ran un gran despliegue de besuqueos y abrazos. En las Nouves, por el contrario, cuando
una pareja se decía adiós, apenas había palabras, y menos aún besos o abrazos. En lugar
de ello, le dabas a tu pareja un golpecito con los nudillos en el brazo, a la altura del codo,
como se suele hacer cuando se quiere atraer la atención de alguien. Normalmente era la
chica la que lo hacía, en el momento en que se separaban. Cuando llegó el invierno este
hábito cesó, pero estaba en pleno vigor cuando llegamos. Rocío pronto se lo apropió, y se
lo hacía a Virgilio siempre que se separaban. Al principio Virgilio no sabía a qué obede-
cía aquello, y se volvía bruscamente hacia Rocío diciendo: «¿Qué pasa?». Ella le miraba
airadamente, como si estuvieran interpretando una obra de teatro y él hubiera olvidado lo
que tenía que decir en ese momento. Supongo que al final Rocío tuvo que hablar con él
acerca de ello, porque al cabo de aproxiSeñorante una semana se las arreglaban para ha-
cerlo impecablemente, como las parejas de veteranos, más o menos.
Soberbia no había visto televisión, pero estaba segura de que la idea venía de ahí, y
de que Rocío no lo sabía. Por eso, aquella tarde en que yo estaba echada en la hierba le-
yendo Daniel y Rocío estaba tan insoportable, Soberbia decidió que ya era hora de que
alguien le abriera los ojos.

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NUEVO FOLCKLORE

Quiero hablar de la excusión a Nuevo Folcklore —y de todo lo que sucedió aquel


día—, pero antes tendré que retroceder un poco en el tiempo para explicar cómo estaban
las cosas entonces y por qué hicieron ese viaje.
En el primer invierno en las Nouves estaba a punto de acabar, y todos se sentían
bastante más asentados. Pese a sus pequeños contratiempos, Rocío y Soberbia habían
mantenido la costumbre de rematar el día en el cuarto de Soberbia, charlando con sus va-
sos calientes entre las manos, y fue una de esas noches, mientras hablaban, cuando de
pronto conversaron de cuando la mayoría habían oído hablar de la idea de los «posibles
otros» en Donton, tenían la sensación de que no había que hablar de ello, y no lo hacían,
aunque, por supuesto, la idea les intrigaba y se llenaba de inquietud. Y tampoco en las
Nouves era un asunto que podía sacarse a colación como si tal cosa. Sin ningún género de
dudas, resultaba mucho más embarazosa cualquier charla sobre los «posibles otros» que
otra, pongamos, sobre sexo. Al mismo tiempo, veías claramente que la gente se sentía
fascinada — obsesionada, en algunos casos— por el asunto, que seguía saliendo a relucir
muy de cuando en cuando, normalmente en las controversias muy serias, a años luz de las
cotidianas (que versaban sobre gentes como, por ejemplo, James Joyce).
La idea básica de la teoría de los posibles era muy sencilla, y no suscitaba grandes
discusiones. Podría formularse más o menos de este modo: dado que cada uno de ellos
había sido copiado en algún momento de una persona normal, debería existir, en el mun-
do exterior, y para cada uno de ellos, un modelo que viviera su propia vida en alguna par-
te. Ello significaba, al menos en teoría, que era posible encontrar a la persona original a
cuya imagen y semejanza habían sido modelados. Por eso, cuando estaban por ahí, te-
mían ser descubiertos por sus “otros” y trataban de no cruzárselos. Tomaban muchas pre-
cauciones: llVirginiaban disfraces o los hombres se ponían barbas que habían comprado
en la calle San Juan en el centro. La tienda de disfraces era perfecta para ellos, porque
había de todo y para todos. Las mayores discusiones se daban acerca de las personalida-
des y del tiempo y espacio de los “otros”. ¿Sería igual una de otra? Otros no se hacían
esas preguntas, más bien, creían que era una vaga estupidez de parte del resto del grupo,
pensar que los “otros” podrían identificarlos y angustiarse, de hecho, todo el mundo tiene
otro igual en otra parte del mundo.

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RONALDO

Ronaldo, que tenía carnet de conducir, se las había arreglado para que le prestaran
un coche los jornaleros de Natris, granja situada a unos cuatro kilómetros de las Nouves.
Había pedido prestados coches otras veces, pero en esta ocasión el dueño se echó atrás
justo el día anterior al que tenían fijado para la partida. Las cosas, acabaron arreglándose:
Ronaldo fue hasta la granja y consiguió que le prestaran otro coche. Lo interesante del
asunto, con todo, fue el modo en que reaccionó Rocío durante las horas en que pensó que
el viaje se había cancelado.
Hasta entonces había estado haciendo como que todo aquello era un poco en broma,
como que si había aceptado aquel plan era para complacer a Cristina. Y seguía hablando
y hablando sobre cómo casi no exploraban las posibilidades de la libertad del grupo desde
que dejaron Donton; cómo, de todas formas, ella siempre había querido ir a Nuevo
Folcklore para «encontrar todas las cosas que habíamos perdido». Dicho de otro modo, se
había apartado de su idea original para hacerse saber que no hablaba muy en serio al aca-
riciar la perspectiva de encontrar a su «posible otro».
«Al final, lo del coche se resolvió, y a la mañana siguiente temprano, con una negru-
ra de boca de lobo, los cinco subieron a un Rover lleno de abolladuras; pero en perfectas
condiciones. Cristina ocupó el asiento del acompañante, al lado de Ronaldo, y más los
tres los de atrás. Era la distribución lógica de asientos, y se habían adaptado a ella de un
modo espontáneo. Pero al cabo de unos minutos, en cuanto Ronaldo hubo sacado de las
tinieblas de los sinuosos senderos y enfilamos las carreteras propiamente dichas, Rocío,
que iba en medio del asiento corrido, se inclinó hacia delante, puso las manos sobre los
respaldos delanteros y se puso a hablar con los dos veteranos. Y lo hacía de forma que
Virgilio y Soberbia, a ambos lados de ella, no podían oír ni una palabra de lo que decían,
y como los separaba físicamente tampoco podían hablar, o siquiera verse».
Al cabo de una hora más o menos, ya habiendo despuntado el día, se pararon para
estirar las piernas y para que Ronaldo hiciera pichí. Ella podría seguir hablando al menos
con Cristina, y Virgilio y Soberbia podríamos tener alguna conversación durante el viaje.
Apenas había terminado de hablar cuando Rocío dijo en un susurro: «¿Por qué tienes que
ser tan difícil? ¡Precisamente ahora! No lo entiendo. ¿Por qué quieres armar líos?»
Las cosas se animaron considerablemente, sin embargo, en cuanto llegaron a la po-
blación costera. Era la hora del almuerzo, y dejaron el Rover en el aparcamiento contiguo
a un minigolf lleno de banderas ondeantes. El día era ahora fresco y soleado, y Soberbia
recordó que durante más o menos la primera hora «nos sentíamos tan estimulados y con-
tentos de estar al aire libre que no prestamos demasiada importancia al asunto que les ha-

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bía traído allí. En un momento dado, de hecho, Ronaldo lanzó unos cuantos grititos, agi-
tando los brazos a su alrededor, mientras se ponía en cabeza y subía por una carretera en
pendiente flanqueada de hileras de casas, y de alguna tienda ocasional, y, sólo por el
enorme cielo, uno podía percibir que nos estábamos acercando al mar. Cuando llegamos
al mar, vimos que estábamos en una carretera que bordeaba un acantilado. A primera vis-
ta parecía que el corte era a pico hasta la arena, pero cuando te asomabas a la barandilla
veías que había senderos zigzagueantes que descendían hasta el mar. Estábamos ham-
brientos, y entramos en un pequeño restaurante encaramado en el acantilado, justo donde
empezaba uno de los senderos. En el local sólo había dos personas: dos mujeres bajas y
rechonchas con delantal que trabajaban en el negocio. Estaban sentadas a una mesa y fu-
maban sendos cigarrillos, pero en cuanto nos vieron aparecer se pusieron rápidamente en
pie y desaparecieron en la cocina para dejarnos el campo libre».

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OOLS

Caminaron en silencio, con Ronaldo a la cabeza, a través de calles humildes en las


que apenas penetraba el sol, de aceras tan estrechas que a menudo tenían que avanzar en
fila india. Fue un alivio desembocar al fin en la calle alta, donde el ruido hizo que no re-
sultara tan obvio el ánimo sombrío del grupo. Cuando cruzaron por un paso de peatones a
la acera más soleada de la calle, Soberbia notó a Ronaldo y Cristina que se consultaban
algo en voz baja, y ella se preguntó en qué medida el mal ambiente entre ellos de que «se
debería a su creencia de que les estábamos ocultando algún gran secreto de Donton, y en
qué otra al hecho del ofensivo desaire infligido por Rocío a Virgilio».
Así que entraron en Ools, e inmediatamente Soberbia se sintió mucho más alegre.
«Incluso hoy día me gustan los sitios como éste: grandes almacenes con miles de pasillos
con expositores llenos de brillantes juguetes de plástico, tarjetas de felicitación, montones
de cosméticos, y quizá hasta un fotomatón. Actualmente, si estoy en una ciudad y dis-
pongo de tiempo libre, suelo entrar en algún sitio parecido, donde puedes vagar y disfru-
tar, sin comprar nada, y sin que a los dependientes les importe un comino que no lo
hagas».
Pues bien, entraron en aquellos grandes almacenes y enseguida se fuieron separando
y tomando distintos pasillos.
Y entonces Soberbia se dio cuenta de que estaban de nuevo hablando de aquel ru-
mor. Cristina estaba diciendo, en voz baja, algo como:
Rocío la vio y dejó de hablar. Cuando Soberbia dejó el rompecabezas y se volvió
hacia ellas, vio que se estaban mirando airadamente. Al mismo tiempo, era como si las
hubiera sorprendido haciendo algo que no debían, y se separaron como con vergüenza.
Pero Rocío no se lo tragó. Cuando pasaron al lado de Soberbia, le dirigió una mirada
realmente maligna.
Así que, cuando salió Soberbia y Ronaldo hacia el lugar donde el mes anterior había
visto a la posible de Rocío, la sintonía entre ellas era peor que nunca.
Luego de andar de calle a calle, Ronaldo se detuvo bruscamente. Y señaló con un
gesto callado una oficina de la acera de enfrente.
Y allí estaba. No era idéntica a la del anuncio de la revista que habían encontrado en
el suelo helado aquel día, pero tampoco era tan distinta. La gran cristalera frontal se ha-
llaba al nivel de la calle, de forma que cualquiera que pasara por delante podía mirar el
interior: una gran planta diáfana con quizá una docena de mesas dispuestas en irregulares
eles. Había pequeñas palmeras en macetas, máquinas relucientes y lámparas abatibles. La
gente se movía entre las mesas, o se apoyaba en una mampara, y charlaba y se hacía
bromas, o acercaban las sillas giratorias unas a otras para disfrutar de un café y un sánd-
wich. Rocío tenía sus ojos que iban con ansiedad de una cara a otra de las oficinistas que
se movían tras el cristal.

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No era nada obvio, pero cuanto más miraban más se iba pareciendo que a Ronaldo
no le faltaba un punto de razón. La mujer tenía unos cincuenta años, y conservaba una fi-
gura muy agradable. Su pelo era más oscuro que el de Rocío —aunque podía ser teñido—
, y lo llevaaba recogido atrás en una sencilla cola, tal como Rocío solía llevarlo. Se estaba
riendo de algo que su amiga de rojo decía, y su cara, sobre todo cuando al final de la risa
sacudía la cabeza, tenía ciertamente más de un atisbo de semejanza con Rocío. Todos se-
guieron observándola sin decir una palabra.

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ROCÍO

No era fácil leer en la cara de Rocío aquel momento: no estaba decepcionada, pero
tampoco eufórica. Esbozaba una media sonrisa, de esas que una madre de familia normal
podría esbozar cuando sus hijos brincan a su alrededor mientras le piden a gritos que, por
favor, les dé permiso para hacer tal o cual cosa. «Así que allí estábamos, todos exponien-
do nuestro punto de vista, y yo estaba contenta de poder decir, con toda sinceridad, al
igual que los demás, que aquella mujer que acabábamos de ver en absoluto podía descar-
tarse como posible. Lo cierto es que nos sentíamos todos aliviados: sin ser conscientes
por completo de ello, nos habíamos estado preparando para una gran decepción. Pero
ahora podíamos volver tranquilamente a las Nouves, y Rocío podía encontrar aliento en
lo que había visto, y los demás podíamos apoyarla».
Y la vida de oficina que la mujer parecía estar que guardaba una similitud asombro-
sa con la que Rocío había descrito tan a menudo como la que deseaba para sí misma. Con
independencia de lo que había pasado entre los integrantes del grupo, en el curso de aquel
día, en el fondo ninguno quería que Rocío volviese abatida, y en aquel momento se sen-
tían todos a salvo de esa eventualidad. Pero Rocío dijo: «Vamos a sentarnos allí, encima
de aquel muro. Sólo unos minutos. Y en cuanto se olviden de nosotros podemos volver a
echar otra ojeada». «Pero si no podemos verla otra vez, estamos todos de acuerdo en que
es una posible. Y en que es una oficina preciosa. De verdad». «Esperamos unos minutos
—dijo Rocío—, y volvemos».
«Y aún hoy conservo vivida la imagen de aquellos diez, quince minutos que estu-
vimos allí esperando. Nadie hablaba ya de ningún posible. Hacíamos como que estába-
mos pasando el rato, quizá en un paisaje pintoresco durante un despreocupado día de
excursión. Ronaldo estaba bailando un poco, para expresar lo bien que nos sentíamos. Se
puso de pie sobre el murete, mantuvo el equilibrio unos instantes y luego se dejó caer
adrede hacia un lado. Virgilio hacía bromas sobre algunas de las personas que pasaban, y
aunque no tenían ninguna gracia todos nos reíamos de buena gana. Sólo Rocío, a horca-
jadas sobre el murete, permanecía en silencio. Seguía con la sonrisa en la cara, pero ape-
nas se movía. La brisa le despeinaba el pelo, y el brillante sol invernal le hacía arrugar los
ojos, de forma que era difícil saber si sonreía ante nuestras payasadas o hacía muecas pa-
ra protegerse del sol. Son las imágenes que conservo de aquellos momentos, mientras es-
perábamos a que Rocío decidiera cuándo volver a echar una segunda ojeada a la oficina.
Al final entramos en una calle lateral estrecha flanqueada de casas normales, aunque con
alguna que otra tienda. Tuvimos que caminar de nuevo en fila india, y en un momento
dado vimos venir hacia nosotros a una furgoneta y tuvimos que pegarnos casi a las facha-
das para permitirle el paso. Al poco, en la calle, no había más que la mujer y el grupo de
chicos que la seguía, y si aquélla se hubiera dado la vuelta no habría podido evitar vernos.

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Pero se limitaba a seguir su camino, a una docena de pasos de nosotros, y al final entró a
un local con el cartel «Estudios los Enanos».
Ello, al menos, tuvo el efecto de sacarlos de aquella especie de trance en el que es-
taban inmersos, y todos se agrupaban en torno a la mujer para escuchar lo que decía, tal
como habrían hecho en Donton si un custodio se hubiera puesto a hablarles.

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¿CÓMO ES EL TRABAJO?

«El trabajo de cuidadora, en líneas generales, es satisfactorio, pero luego está la so-
ledad. Creces rodeado de una multitud de personas, y eso es, por tanto, lo que has cono-
cido siempre, y de pronto te conviertes en cuidador».
Hay un centro donde se pueden anotar, cualquiera que desee ser parte de todo esto y
es un centro situado en un lugar apartado y de difícil acceso, y, pese a ello, cuando llegas
a él no sientes una paz ni una quietud especiales. Sigues oyendo el tráfico de las grandes
carreteras de más allá de las vallas, y tienes la sensación de que nunca han conseguido
acondicionar el lugar como es debido. A muchas de las habitaciones de los donantes no
se puede acceder con silla de ruedas, o hace mucho calor o hay demasiadas corrientes en
ellas. No hay suficientes cuartos de baño, y los que hay no se pueden mantener limpios
fácilmente, y en invierno son heladores y normalmente están demasiado lejos de los cuar-
tos de los donantes.

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VÍRGEN Y TOMÁS

Soberbia se convirtió en cuidadora de Virgilio al año casi exacto del viaje. No había
pasado mucho tiempo desde la tercera donación de Virgilio, y aunque se estaba recupe-
rando bien, seguía necesitando mucho descanso.
La mayoría de los donantes de Rey Campestre consiguen una habitación para ellos
solos después de la tercera donación, y a Virgilio se le asignó una de las habitaciones in-
dividuales más grandes del centro. Hubo quien dio por sentado que era Soberbia la que se
la había conseguido, pero no era cierto; fue sencillamente suerte, y, de todas formas, tam-
poco era una habitación tan maravillosa.
Como es lógico, no todo era como antes. Virgilio y Soberbia, por ejemplo, había
empezado a tener relaciones sexuales. Él, al fin y al cabo, aún estaba recuperándose, y el
sexo no era quizá lo primero que tenía en mente. Ella no iba a forzarlo, pero no quería
que pasara demasiado el tiempo. Y si se lograba el emplazamiento, sería inadecuado el
hecho de no haber tenido relaciones. «No es que pensara que ésa iba a ser una de las pre-
guntas que nos harían necesariamente llegado el caso. Pero me preocupaba que pudiera
resultar muy evidente nuestra falta de intimidad física».
Así que una tarde decidió empezar, y dejar que él lo aceptara o rechazara. Estaba
echado en la cama de su habitación, como de costumbre, y miraba fijamente al techo
mientras le leía. Cuando terminó, se acercó, y sentó en el borde de la cama y le deslizó
una mano bajo la camiseta. En un abrir y cerrar de ojos estuvo encima de su sexo, y aun-
que le costó un rato conseguir una erección, se dio cuenta de inmediato de que se sentía
feliz.
Aquella primera vez no fue lo que se dice perfecta, pero lo cierto es que después de
todos aquellos años de conocerse sin tener ninguna relación de este tipo era previsible
que iban a necesitar una fase intermedia antes de lograr una relación plena. Así que des-
pués de un rato se lo hizo con las manos, y al cabo se quedó allí tendido sin hacer nada,
sin intentar satisfacerla a ella, sin hacer el menor ruido, con aire apacible y quieto.

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LA VIDA DOMÉSTICA

Entró Soberbia, exhausta —como muchas noches sin dormir como es debido—, y
cayó casi desplomada en la estrecha cama, empujando a Virgilio contra la pared. Se que-
dó así durante unos instantes, y se habría dormido como un leño si Virgilio no le hubiera
estado clavando en las rodillas un dedo del pie. Rocío no se equivocó. Era su dirección,
su puerta, todo.
Luego le contó cómo el día anterior, dado que estaba en la costa sur, había ido a La
pequeña tierra al atardecer, y como había hecho las dos veces anteriores, había recorrido
aquella calle larga —cercana al paseo marítimo—, con hileras de casas adosadas, y al fi-
nal había ido al banco público contiguo a la cabina telefónica, y le había sentado en él, y
había esperado —una vez más, igual que las otras veces— con los ojos fijos en la casa de
la acera de enfrente.
Una vez que hubo acabado, Virgilio se quedó callado unos segundos. Suspiró y pe-
gó aún más la cabeza a su hombro. Si alguien le hubiera estado observando, tal vez habría
pensado que no estaba mostrando excesivo entusiasmo, pero yo sabía lo que sentía. Lle-
baban tanto tiempo pensando en los aplazamientos, en la teoría de la Galería, en todo, y
ahora, de pronto, iban a afrontarlo. Definitivamente daba miedo.
«Si lo conseguimos... —dijo Virgilio, finalmente—. Supón que lo conseguimos.
Supón que nos deja tres años, por ejemplo; tres años para nosotros. ¿Qué haríamos exac-
tamente? ¿Entiendes lo que te digo? ¿Adónde iríamos? No podríamos quedarnos aquí, es-
to es un centro para donantes».
Siguieron apaciblemente echados en la cama durante unos minutos más, oyendo
caer la lluvia. En un momento dado, Soberbia empezó a clavarle un pie en el cuerpo, co-
mo le había estado haciendo él antes. Y luego él contraatacó, y se echó los dos pies fuera
de la cama.

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VIRGEN… VIRGILIO

Desde días antes de ir a verla, Soberbia tenía en la cabeza la imagen de Virgilio y de


ella delante de su puerta, haciendo acopio del ánimo suficiente para tocar el timbre, y es-
perando allí luego con el corazón en vilo. Pero la realidad resultó muy otra, y tuvieron la
suerte de que se les ahorrara ese tormento.
Por fin, justo antes de las seis, llegaron a destino. Aparcaron el coche detrás de un
bingo, sacamos del maletero la bolsa de deportes con los cuadernos de Virgilio, y se diri-
gieron hacia el centro urbano. «Empezamos a seguir a Señora a una razonable distancia,
primero por la zona peatonal y luego por Calle Alta, ahora casi desierta. Creo que en ese
momento los dos recordamos el día en que seguimos por las calles de otra ciudad a la po-
sible de Rocío. Pero esta vez las cosas resultaron mucho más sencillas, porque Señora
pronto nos condujo a la calle larga cercana al paseo marítimo».
Seguimos a Señora durante largo rato, y dejamos atrás la hilera de casas idénticas.
Entonces se acabaron las casas de la acera de enfrente y aparecieron en su lugar varias
zonas llanas de hierba; y, más allá de ellas, se divisaban los techos de las casetas de la
playa, alineadas junto a la orilla. El agua no era visible, pero la intuías por el gran cielo
abierto y el alboroto de las gaviotas.
Fue sólo un cortés «Disculpe», pero Señora giró en redondo como si le hubiera arro-
jado algo. Y cuando su mirada cayó sobre nosotros, me recorrió un frío intenso, muy pa-
recido al que había sentido años atrás la vez que la acosamos en Donton, a la entrada de
la casa principal. Entonces algo cambió en su expresión. No es que se volviera más cáli-
da. Pero desapareció de ella la repugnancia, y nos estudió con atención, encogiendo los
ojos ante el sol, ya declinante. Señora siguió allí de pie, sin apenas moverse bajo el tenue
sol, con la cabeza ladeada, como si escuchara algún sonido de la orilla del mar. Luego
volvió a sonreír, aunque la sonrisa no parecía ir dirigida a nosotros, sino sólo a sí misma.
La Plaza es el obligado punto de reunión, y los espacios vacíos que hay detrás de los
edificios tienen un aire de tierra baldía. El retazo más grande, que los donantes llaman «el
campo», es un rectángulo lleno de maleza y cardos cercado por una alambrada.
«Por eso vine a buscarte —dijo Soberbia—. Precisamente por eso vine en tu ayuda.
Por lo que ahora está empezando. Y también porque Rocío lo quería así».
«Rocío quería lo otro para nosotros —dijo Virgilio—. No veo por qué tendría que
querer necesariamente que estuvieras conmigo hasta el final».
Soberbia estaba mirando al suelo, con una palma pegada a la alambrada, y por espa-
cio de unos instantes pareció escuchar atentamente los ruidos del tráfico que llegaban del
otro lado de la niebla. Y fue entonces cuando lo dijo, sacudiendo ligeramente la cabeza.
«Rocío lo habría entendido. Era una donante, y por tanto lo habría entendido. No es-
toy queriendo decir que por fuerza habría querido lo mismo para ella. Si hubiera podido
elegir, puede que hubiera querido que siguieras siendo su cuidadora hasta el final. Pero

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habría entendido que yo quiera hacerlo a mi manera. Catalina a veces no puedes verlo.
No puedes verlo porque no eres donante», dijo Soberbia.
Soberbia subió y Virgilio luego, cuando ya estaba todo calmado. Sobre el hecho de
cambiar el cuidador Soberbia puso la cabeza sobre su hombro, y dijo:
«Sí... Puede que ya no tarde mucho, de todas formas. Pero de momento tengo que
seguir. Aunque tú no quieras que me quede contigo, hay otros que sí quieren».
Luego él dijo: «No hago más que pensar en ese río de no sé qué parte, con unas
aguas muy rápidas. Y en esas dos personas que están en medio de ellas, tratando de aga-
rrarse mutuamente, aferrándose con todas sus fuerzas el uno al otro, hasta que al final ya
no pueden aguantar más. La corriente es demasiado fuerte. Tienen que soltarse, y se sepa-
ran, y se los lleva el agua. Pienso que eso es lo que pasa con nosotros. Qué pena, Catali-
na, porque nos hemos amado siempre. Pero al final no podemos quedarnos juntos».
«Siento haberme enfadado tanto antes. Les hablaré.
Intentaré que te asignen un cuidador realmente bueno», dijo Soberbia.
Y no hablaron más de eso en toda la mañana.

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LA ASIMILACIÓN DE LOS CAMBIOS

Soberbia, una semana después, continuaba siendo la misma de hace tiempo, y el pa-
sado de las Nouves seguía gravitando sobre ella.
Pero además hubo otros cambios menos fáciles de asimilar. Virgilio se sentía cada
vez más y más identificado con los donantes. Si, por ejemplo, recordaban cosas de Don-
ton, él, tarde o temprano, acababa sacando a colación el hecho de que alguno de sus com-
pañeros del centro había dicho o hecho algo parecido a lo que estaban evocando.
Y Soberbia sentía algo parecido cuando Virgilio decía no entender algo. Normal-
mente Virgilio decía esas cosas medio en broma, casi cariñosamente. E incluso cuando lo
hacía de forma más desabrida, como cuando dijo que dejara de llevar su ropa sucia a la
lavandería porque podía hacerlo él mismo, la cosa nunca degeneraba en pelea.
Pero una vez Soberbia se volvió loca, cuando él le dijo que no se sentía identificado
con los donantes. Sucedió aproximadamente una semana después de que llegara el aviso
para su cuarta donación. Hay donantes que quieren hablar de ello todo el tiempo, de un
modo absurdo e incesante. Y hay quienes bromean sobre ello, y quienes ni siquiera quie-
ren mencionarlo. Y luego está esa curiosa tendencia de los donantes a tratar la cuarta do-
nación como algo merecedor de enhorabuenas.
A un donante en «su cuarta», aun cuando se trate de alguien que hasta el momento
no haya gozado de excesivas simpatías, se le trata con especial respeto. Hasta el personal
médico lo halaga: cuando un donante en «su cuarta» va a hacerse los análisis, es acogido
con sonrisas y apretones de manos por médicos y enfermeras. Bien, Virgilio y Soberbia
charlaban de todo esto, a veces en tono jocoso y otras serias y concienzudamente.

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LA MEMORIA

«Hace un par de días estuve hablando con uno de mis donantes que se quejaba de
que los recuerdos, incluso los más preciosos, se desvanecen con una rapidez asombrosa.
Pero yo no estoy de acuerdo. Mis recuerdos más caros no se desdibujan jamás en mi me-
moria. Perdí a Rocío, y luego perdí a Virgilio, pero no voy a perder mi memoria de
ellos».

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PARTE II

JORGE GOTHA

Una mañana el primo del marido de Soberbia lo telefoneó y dijo: «te quiero presen-
tar a mis socios». Quedaron en verse, el sábado a las cinco y media en la Plaza Indepen-
dencia. Llegó, eran tres, más el primo. Todos con una pelusilla oscura encima de los
labios (tenían dieciséis, diecisiete años), la cara llena de espinillas que supuraban un lí-
quido viscoso amarillento, cuatro narices enormes (cada quien la suya), hacían la prepara-
toria con los jesuitas. Nos estrechamos la mano. Le preguntaron a Jorge Gotha que de
dónde era, dando por hecho que es extranjero, quizá porque Jorge los saludó con un beso
en la mejilla. El primo y los socios se miraban a puntillas entre sí, Jorge notó algo poco
corriente: al primo le temblaba el labio cuando hablaba de hacer negocios. ¿Cuál es el
negocio que andan haciendo?, preguntó Jorge. Un campo de golf, dice el primo. Los te-
rrenos son del suegro del hermano de un amigo, dice otro. Vamos a comer con él en el
club de industriales la próxima semana para presentarle el proyecto, dice el que faltaba
por hablar. Me explican que el único problema es el agua, que hace falta muchísima agua
para mantener verdes, los greens. Pero el cuñado del vecino de un primo mío es el direc-
tor de aguas públicas del estado, dijo otro. Eso se arregla con una mordida, dice otro. To-
dos asienten, granos para arriba y para abajo, muy convencidos. Nomás nos falta un socio
capitalista, completó el primo, nos falta juntar dos millones de dólares. Les pregunto
cuánto han juntado. Dicen que 35.000 pesos. Jorge les dio la mano con aparente resigna-
ción.
Se fueron de la plaza para tomar un café llamado Dunken. Ya en el café y con una
charla de media hora, Jorge advirtió que era un adolescente en materia de negocios, hasta
pensó en hacer un MBA, y no sabía ni siquiera que era un cheque, solo se adentró al
mundo de la música y la literatura desde pequeño. Tenía una extraña, pero sustentable
teoría que podría también abarcar a la literatura. La historia humana como una serie de
ciclos en cuatro tiempos.
En su sistema, todo comienza con una Edad Teocrática, en la que los hombres se
separan de la naturaleza venerando a dios (cuya primera manifestación es la voz del
trueno) y creando el lenguaje y la cultura. A la edad teocrática le sigue la aristocrática,
dominada por la figura de grandes hombres o héroes. Luego sobreviene la edad democrá-
tica, a la que sucede un desorden o caos –la cuarta edad, la Edad Caótica– que solo puede
ser reordenado por una nuVirginia Edad Teocrática, que no será de todos modos igual a
la primera: la historia no traza un círculo, sino más bien una espiral. Combina así las dos

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nociones temporales predominantes: la oriental o circular (que aparece también en Pitá-
goras, platón y Nietzsche), y la lineal u occidental.

En el café Dunken, uno de ellos, el que estaba justo enfrente de Jorge; preguntó: ¿se
han preguntado cómo es que hay que leer a Shakespeare?, Jorge atónito, pero bien re-
suelto contestó: la única manera es leyendo a Shakespeare por Shakespeare.

El primo de Jorge se metió en la conversación y dijo: “Shakespeare no copia lo


humano, lo crea. Shakespeare pone en escena formas de conciencia que no habitaban la
realidad, y que empiezan a habitarla después, a partir de sus obras. No es que los persona-
jes de Shakespeare sean válidos porque se parezcan a las personas de carne y hueso: son
las personas de carne y hueso las que adquieren sentido al parecerse a los personajes de
Shakespeare”. ¿No hablábamos de otra cosa? Me estás confundiendo, dijo Jorge.

El problema surgió cuando a uno de ellos se le caía la cabeza, se le cerraban los ojos
y ya nadie podía hablar con él. Pero en el café demostró estar cuerdo o apenas distraído
por las historias que había vivido. De todas maneras, no identificaba el tiempo, el tiempo
como esa sucesión de un estado de conciencia a otro. Las drogas te producen eso: perdés
la conciencia. Diez años de drogas son mil de cualquier individuo sano. Con el tiempo se
había convertido en un genio de la química. Mezclaba metadona con benzodiacepina, uno
lo bajaba y el otro lo subía de ánimo. Por momentos era Superman y después era un trapo
de piso. Ya no necesitaba de drogas ilegales. Con ir a la farmacia le era suficiente para
producir ese maravilloso cosquilleo en todo el cuerpo, surgiendo desde la espina dorsal.

Mientras el resto se miraba o hablaba, Jorge pensaba. Pensaba que si quedaría so-
lamente con el oído. Allí tendría un mundo posible que podría prescindir del espacio. Un
mundo de individuos. De individuos que pueden comunicarse entre ellos, pueden ser mi-
llares, pueden ser millones, y se comunican por medio de palabras.

De pronto, sonó el teléfono del primo, era la hija anunciándole que iba a ser abuelo.
La hija tenía 16 años. Era una verdadera tragedia. María, no iba a abortar y menos con los
medios ilegales e irresponsables de argentina. El primo cuando llegó a su casa, se halló
con una carta en la mesa que le decía que le informaba que no había soportado el dolor y
su cuerpo lo encontraría en el parque Gral. San Martín. Así fue. La policía la halló colga-
da de una cuerda en un árbol.
Primo, me tengo que ir, le dijo a Jorge. ¿Por qué?, preguntó Jorge. Es que maría está
embarazada y la quiero convencer de que aborte. Mejor dicho: la voy a obligar. No puede
tener un hijo a esa edad, tiene que estudiar, trabajar, casarse y luego tener hijos. Partió al
instante. Arrastraba las piernas como un zombi. Jorge no pudo despedirse correctamente,
pero su primo sabía que le brindaría apoyo en cualquier ocasión.
El resto también se despidió: Jorge quedó solo en la peatonal sarmiento. Vio vidrie-
ras, moda, leyó revistas. Posteriormente, recordó que en el segundo piso del edificio más

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antiguo de la peatonal, se hallaba el departamento de correctores y traductores de Mendo-


za. Él había hecho un curso de técnicas de corrección de textos y le había ido muy bien.
Pero nunca lo ejerció. Pensó que podría ver la situación nuVirginiamente y le consultó a
la muchacha que atendía en la mesa de entrada sobre algún trabajo disponible.

Fue al bar de la calle Ortiz Posadas, pero los reales poetas, no habían aparecido.
Mientras los esperaba se dedicó a leer y a escribir. Los habituales del bar, un grupo de
borrachos silenciosos y más bien patibularios, no le quitaron la vista de encima. Resulta-
do de cinco horas de espera: cuatro cervezas, un plato de pollo, a medias, lo tiró y remar-
có los mejores versos de Wallace Stevens, al momento, unos borrachines intentaron
robarle el celular, pero Jorge era lo suficientemente guapo como para pararles el carro.
Cuando se calmaron pagó y se fue a la feria del libro, ahí no hizo mucho: se encontró con
su amigo el poeta y maestro Andrés Oliver y lo vio tan ebrio que decidió seguir su ca-
mino. Y aunque la música continuaba sonando en su cabeza, él prefería por el momento
la literatura.

Había comida casera, criolla, chilena, peruana, de todas las clases y él se sentó a
comer mariscos. Escribió en su cuaderno más poesía. Miró la moza y le preguntó si le
podía hacer un favor: contestó que por supuesto. Ella le pidió que le escribiera un poema
para su marido. La mujer quería remediar su oscuro pasado. ¿Para cuándo la querés?,
preguntó Jorge. A lo que ella contestó: ahora. ¿Ahora?, sí, ahora. No puedo escribir un
poema sin inspiración, dijo él. ¿Existe la inspiración?, preguntó ella. Yo creo que sí,
afirmó él. Aunque hay que trabajar mucho para conseguirla. La señora mostró cara de de-
silusión. Él se compadeció y escribió algo parecido a nada. Él sabía que sin corrección,
no podría escribir más que unas tantas palabras. Eso le había enseñado su maestro Andrés
Oliver y Fernández Cordón. ¿No les había dicho? También hizo un taller de narrativa y
poesía, aunque fue un mes, le suplió, le llenó y lo sació. Ella se alegró con tan mínima
poesía, pero él se aburrió y se fue caminando hasta la librería del centro internacional del
libro, donde compró uno en tapa dura de Kjell Askildsen. Sumamente feliz llegó a su ca-
sa, lo esperaban los hijos y la mujer. Les contó que había hecho un trato con el primo pa-
ra hacerse rico. La mujer sonrió y le indicó que sería una locura participar con lo que ella
llamó “delincuente”. Entre cruzaron palabras y él se puso a pintar los autos.

Mientras arreglaba algún auto, otros los dejaba para después, se le ocurrió algo que
había leído: Mozart, ayudado siempre por su fiel amigo Thamos, se zambulle gozosamen-
te en los ritos masónicos y obtiene de ellos inspiración para las óperas las bodas de fígaro
y Don Giovanni. Feliz en el Amor y padre de un niño, su carrera parece haber despegado.
Afluyen los encargos y célebres cantantes llaman a su puerta, hasta que nuVirginias ame-
nazas ensombrezcan su porvenir. ¿Y si me afilio con los masones?, se preguntó. Si no
hubiera sido por ellos el imperio de los Astor nunca hubiera existido. Ni el libre comer-
cio. Quizás sería la puerta, se preguntó. Para él; “el dominio de la vida o de la muerte es
el camino hacia la supervivencia o la pérdida del ser humano: es forzoso manejarla bien.

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No reflexionar seriamente sobre todo lo que le concierne es dar prueba de una culpable
indiferencia en lo que respecta a la conservación de lo más querido: la vida y sus instin-
tos. En ello, es fundamental, el yang y el yang, la noche y el día, el frío y el calor, días
despejados o lluviosos y el cambio de las estaciones”.

Estaba deseando componer algo, algo trascendental, pero se desanimaba rápidamen-


te y volvía a la poesía. El contenido semántico del texto poético es para Jorge Gotha: “la
materia más importante para el buen compositor, pues sin ella será como un pintor que
sabe bien dibujar, pero ignora el arte de aplicar los colores a la imagen, importa poco que
el músico sepa todas las habilidades, que hasta aquí se han manifestado, si no sabe él có-
mo vestir la letra que tiene a su cargo. Consiste esta gran circunstancia, en entender bien
el sentido de la letra, así de latín como de romance, no en lo material de las palabras, sino
en lo formal del concepto, pues quien esté atado a lo material de ellas, hará tantos hierros,
cuantas fueren las sílabas”. [El cambio de modo es] apto para expresar afectos opuestos,
como tristeza y alegría, temor y valor. Cuando se cante, toda la que fuere dolorosa, triste
o lúgubre, la rija muy despacio si es alegre o festiva, vaya el compás aprisa, pero no tanto
que no se perciba la letra. En toda composición que fuere lúgubre y triste será muy del
caso cuando la letra lo permita que callen todas las voces e instrumentos aguardando al-
guna pausa porque con esta suspensión se concilia la atención del auditorio y se expresa
más el afecto.”

Pero él no sería el único que se siente atraído por ambas disciplinas y las desarrolla,
un ejemplo significativo de un poeta que evoca la música en su texto, que convierte a la
música en el objeto de lo que escribe, es el modernista Rubén Darío.

Jorge , mientras caminaba imaginó una suerte de cohete que igualara la velocidad de
la luz. El nombre sería V—21. Desde niño lo vislumbraba. Una suerte de escape de la
realidad o al fin y al cabo, una muestra de su interés por el espacio. En su fuero íntimo
quería viajar en el tiempo, pensaba que de esa forma (como muchos) resolvería sus pro-
blemas. No le interesaban los problemas ajenos, sino los suyos, que eran para él, grandes
y concretos. Pero lo que más le preocupaba era su situación sexual. Vivía caliente, se ha-
cía tres o cuatro pajas por día, más el sexo con Soberbia, que conoció en febrero de 1995.
Fue una noche cálida, pero demasiado seco. Los días en Mendoza son secos de por sí y
en verano calientes hasta la muerte. Esa noche la conoció en un bar de baile erótico, ella
era la acomoda sillas, se encargaba principalmente de que las sillas estuvieran simétrica-
mente perfectas: debían estar a 5 cm el trabajo no le gustaba, pero que iba a hacer. Solo
tenía eso y debía pagar sus estudios en la universidad de Mendoza, donde estudiaba ar-
quitectura. Su sueño era diseñar interiores. Quizá por la influencia del profesor Horacio
de Apoláis. Le corregía cada idea, cada sueño, cada pensamiento. Eso le produjo mayor
auto exigencia y le dio valor al estudio cuando él le dijo: «No estudiés por otra cosa que
por Amor. Debés perfeccionarte desde el arte».

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CAPÍTULO 19

Soberbia en un tiempo no muy lejano de su muerte, comenzó a recibir asistencia


médica, cuyo padecimiento y personalidad llegaron a inspirarle tan vivo interés a su mé-
dico, que hubo de dedicarle gran parte de su tiempo, poniendo un tenaz empeño en lograr
su curación. Tratábase de una histérica a la que no presentaba dificultad alguna sumir en
estado de sonambulismo, y habiendo advertido esta circunstancia, el médico decidió em-
plear con ella el método iniciado por Breuer de la investigación en la hipnosis, método
que le era conocido por los datos que su homónimo hubo de proporcionarme sobre el his-
torial clínico de su primera paciente.

Era este su primer ensayo de dicho método terapéutico; estaba aún muy lejos de
dominarlo y, en realidad, no llegó a profundizarlo suficientemente en el análisis de los
síntomas patológicos, ni tampoco lo ajustó a un plan sobradamente regular. Para dar una
idea precisa del estado del enfermo y de la propia conducta médica. Su rostro presentaba
una expresión contraída y doliente. Tenía los ojos entornados, la mirada baja, fruncido el
entrecejo e intensamente señalados los surcos nasos labiales. Habla trabajosamente y en
voz muy baja. A veces tartamudeaba, presa de una afasia espasmódica. Sus dedos, entre-
lazados, mostraban una constante agitación. Frecuentes contracciones, a manera de
«tics», recorrían los músculos de su cara y cuello, algunos de los cuales, especialmente el
esternocleidomastoideo, resaltaban plásticamente. Con frecuencia se interrumpía al ha-
blar para producir un singular sonido inarticulado. Su conversación era perfectamente
coherente y testimonio de una cultura y una inteligencia nada comunes.

De este modo, le resultó al médico psiquiatra tanto más extraño ver que cada dos
minutos se interrumpía de repente, contraía su rostro en una expresión de horror y repug-
nancia, extendía una mano hacia el médico con los dedos abiertos y crispados y exclamó
con voz cambiada y llena de espanto: «¡quieto! ¡No me hable! ¡No me toque!» se halla,
probablemente, bajo la impresión de una terrorífica alucinación periódica y rechazaba
con tales exclamaciones la intervención de toda persona extraña. Este fenómeno cesó
luego tan repentinamente como surgió, y la enferma continuaba la interrumpida conver-
sación sin aludir para nada a aquel, ni tampoco excusar o aclarar su conducta, por lo cual
es de sospechar que no se ha dado cuenta de la interrupción. Sobre sus circunstancias per-
sonales es conocido lo siguiente: su familia, originaria del norte de chile, residía, hace ya
dos generaciones, en las provincias de cuyo, en las cuales se hallaba ricamente afincada.
De catorce hermanos que fueron —ella hacía el número trece—, solo cuatro quedaban
con vida. Su madre, mujer enérgica y grave, la había educado cuidadosamente, aunque
con excesivo rigor. A los veintitrés años se murió el primogénito al nacer. Fuera de esto,

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todos sus esfuerzos para recobrar la salud han sido totalmente infructuosos. Ha viajado
mucho y da muestras de vivo interés intelectual.

El día 2 de mayo el médico acudió por la tarde al sanatorio, y observó que la enfer-
ma acusaba un violento sobresalto cada vez que la puerta de su habitación se abría ines-
peradamente. En consecuencia, recomendó al personal del establecimiento que no entrase
sino después de llamar y oír la contestación de «¡adelante!». A pesar de esto, la paciente
se estremecía cada vez que alguien entraba.

El tratamiento de baños templados, masaje y sugestión hipnótica fue continuado en


los siguientes días. La enferma dormía bien, se reponía a ojos vistas y pasaba la mayor
parte del día tranquila y reposada. Le estaba permitido ver a sus hijas, leer y despachar su
correspondencia. El día 8 de mayo, en su visita matinal, relató terroríficas historias de
animales, hallándose aparentemente en estado normal. Así, me señaló un ejemplar de la
enciclopedia británica. Una profunda expresión de espanto acompañó sus palabras. Ex-
tendiendo hacia el médico su mano crispada, exclamó repetidamente: «¡estese quieto!
¡No me hable! ¡No me toque! ¡Mire que si en mi cama hubiera escondido alguno de esos
bichos! (espanto). ¡Imagínese lo que pasará al abrir el cajón! ¡Entre las ratas hay una
muerta toda roída!». Durante la hipnosis él se esforzó en disipar tales alucinaciones zoo-
lógicas. Ella no recordó nada.

En esa misma noche, fue sometida a otras sesiones de hipnosis. Cuenta entonces que
su madre estuvo también algún tiempo en un manicomio. Además, tuvieron una criada
que había servido a una señora, internada después en uno de tales establecimientos, y que
solía referirle historias terroríficas a ellos referentes, tales como la de que los enfermos
eran atados a la silla y cruelmente golpeados, etc. Durante este relato, la enferma crispaba
sus manos, dando muestras de espanto y denotando que ve plásticamente todo aquello de
que habla. Teniendo quince años encontró un día a su madre tendida en el suelo, conmo-
cionada por los efectos de un rayo caído en las proximidades, y cuatro años después, al
volver un día a su casa, la halló muerta, con el rostro todo contraído. Por último, contó
que, teniendo diecinueve años, alzó una piedra, y al ver un sapo bajo ella perdió el habla
durante algunas horas.

Al día siguiente, durante el masaje comenzó de nuevo a reprocharse su indiscreción


del día anterior con respecto al doctor Bauer Bach; el doctor la tranquilizó con la piadosa
mentira de que sabía todo lo sucedido antes de contárselo ella, y de este modo desaparece
su excitación (chasquidos, contracción del rostro). La influencia de él, sobre la enferme-
dad se manifiesta ya siempre desde el comienzo de la sesión de masaje. Recobra la tran-
quilidad y la claridad intelectual, y encuentra, sin necesidad de interrogarla en la hipnosis,
los motivos de su malestar anterior. La conversación que mantiene con él durante el ma-
saje no es tampoco tan falta de significación como parece, sino que contiene la reproduc-
ción casi completa de los recuerdos y nuVirginias impresiones que han influido sobre ella

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desde nuestra última entrevista, y recae con frecuencia, inesperadamente, sobre reminis-
cencias patógenas, que la misma enferma se prohíbe sin necesidad ya de invitación por
mi parte.

Su hermano, enfermo por el abuso de la morfina, sufría terribles ataques, en los cua-
les la asía fuertemente, asustándola. Preguntó luego, insegura: «¿mi hija pequeña?», sién-
dole ya imposible recordar los otros dos sucesos análogos que por la mañana me había
referido. Así, pues, la prohibición médica y el sugerido desvanecimiento de tales recuer-
dos han obrado eficazmente. 3.º. Hallándose junto al lecho de su hermano, una tía suya,
que había acudido con el empeño de convertirle al catolicismo, asomó de repente su páli-
do rostro por encima de un biombo. Observando haber llegado aquí a la raíz de su cons-
tante temor a las sorpresas, le pregunto cuáles otras ha experimentado, obteniendo la
siguiente serie: 1.ª. Un amigo, que pasaba temporadas en su casa, solía entrar furtivamen-
te en las habitaciones y asustar a los que en ellas estaban. 2.ª. Después de la muerte de su
madre enfermó de algún cuidado, y le fue prescrita una cura de aguas en determinado
balneario. Hallándose en este, una loca, hospedada en su mismo hotel, se equivocó varias
noches de habitación y entro en la suya, llegando hasta la misma cama. 3.ª. En su viaje
desde córdoba a Mendoza, un desconocido abrió cuatro veces la portezuela de su coche,
quedándose mirándola fijamente cada una de ellas durante un gran rato. La indivisa con-
ducta de aquel individuo acabó por asustarla tanto, que llamó al revisor. Como final, el
médico psiquiatra, borró a través de la hipnosis todos sus recuerdos.

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CAPÍTULO 20

Un día hace mucho, antes de que se casaran. Él, Jorge, fue a visitar a su hermano.
No lo había visto desde hacía más de tres años, pero seguía viviendo siempre. «Sigues
vivo», dijo, irónicamente. Le ofreció a Jorge un bocadillo y un vaso con agua. «La vida
es dura —dijo su hermano—, no hay quien la aguante». Jorge no contestó. No había ido
a discutir y prefirió ignorarlo unos minutos. El hermano estaba distraído, mirando algún
punto en el techo. No se encontraba a gusto con Jorge. «Mi corazón, sabes, ya no es lo
que era, dijo el hermano». «Y el tuyo tampoco, supongo». «De modo que tienes miedo a
morir». Se miraron fijamente a los ojos y se echaron a reír.

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CAPÍTULO 21

Las altas paredes del centro comercial de una ciudad de unos 2 millones de habitan-
tes. Paredes que, de momento, pueden bastar como decorado para una simple fábula. Y
en lo alto de la ancha calle, ahora relativamente silenciosa, un pequeño grupo de seis per-
sonas. Un hombre de unos cuarenta años, bajo, rechoncho, de enmarañados cabellos que
asomaban bajo una gorra de polo. Un personaje de aspecto insignificante que tira de un
pequeño armonio portátil tal como los que suelen usar los predicadores y cantores calleje-
ros. Y con él una mujer unos cinco años más joven, alta, no tan corpulenta, pero de con-
textura sólida y vigorosa, muy sencilla de rostro y de vestido, pero sin aspecto hogareño,
arrastrando de la mano a una niña de unos siete años y asiendo con la otra una Biblia y
varios libros de himnos. Con estos tres, pero marchando detrás de forma independiente,
otra niña de unos siete años, todos siguiendo obedientemente, pero no con demasiado en-
tusiasmo, el rumbo de los otros.
Hacía calor, pero mezclado con una dulce languidez. Cruzando en ángulo recto la
gran calzada por la que iban caminando, celebraba una segunda calle, encañonada, reco-
rrida por multitudes y vehículos y diversas hileras de coches que tocaban sus campanas y
avanzaban todo lo que podían entre los móviles y cambiantes arroyos del tráfico. Pero el
pequeño grupo parecía no darse cuenta de todo lo que no fuera servir al propósito de
abrirse camino entre los contendientes líneas de tráfico y los peatones que pasaban a su
vera.
Por aquel entonces ya varios individuos de diversos géneros de vida, que regresaban
a sus casas, al advertir el pequeño grupo que se disponía de esta guisa, vacilaron por un
momento entre mirarlo de reojo o detenerse a comprobar la índole de su trabajo.
Entonces la joven empezó a interpretar la melodía en el órgano, emitiendo un tono
agudo pero refinado, al mismo tiempo que juntaba su voz, más bien alta, de soprano, con
la de su madre y con la voz, un tanto dudosa, de barítono de su padre.
A medida que cantaban, el peculiar e indiferente auditorio callejero miraba fijamen-
te, atraído por la originalidad de una familia de aspecto tan insignificante que lenvanba en
público su voz colectiva contra el vasto escepticismo y la apatía de la vida. Algunos se
sentían interesados o conmovidos por la figura más bien dócil e inadecuada de la joven
que tocaba el armonio, otros por la hechura tan poco práctica y materialmente ineficiente
del padre, cuyos débiles ojos azules y más bien blanda y pobremente vestida figura ha-
blaban más de fracaso que de otra cosa. Del grupo solo la madre se erguía solitaria como
si poseyese aquella fuerza y determinación que, aunque ciega o erróneamente, contribu-
yen a la supervivencia, si no al éxito en la vida. Ella, más que cualquiera de los otros, se
alzaba con un ignorante, aunque, en cierto modo, respetable aire de convicción.

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Un joven se movía inquieto, descansando el cuerpo en uno y otro pie, con los ojos
bajos, y durante la mayor parte del tiempo cantando solo a medias. Una figura tan alta
como esbelta coronada por una cabeza y un rostro interesantes —piel blanca, cabello ne-
gro—. Parecía más agudamente observador y decididamente más sensible que la mayoría
de los otros; parecía resentirse de verdad e incluso sufrir por la posición en que se encon-
traba. Obviamente pagano antes que religioso, la vida le interesaba, aunque todavía era
incapaz de darse cuenta del todo. Todo lo que de él podía decirse por el momento con
certeza es que nada de lo que estaba haciendo por ahora le interesaba de una manera cla-
ra. Era demasiado joven, su mente demasiado sensible a clases de belleza y placer que te-
nían poco que ver, si es que tenían algo, con el remoto y nebuloso romance que
obnubilaba las mentes de sus progenitores.
Esta noche en esta gran calle con sus coches y multitudes y altos edificios, se sentía
avergonzado, expulsado de la vida normal, objeto de burla. Los hermosos automóviles
que cruzaban al lado, los peatones ociosos que se dirigían únicamente hacia los intereses
y placeres que pudieran atraerlos; las alegres parejas de gente joven, riendo y bromeando,
y los chiquillos mirando fijamente, todo esto le turbaba con la idea de una vida diferente,
mejor, más bella que la suya o más bien que la de toda su familia. Y, en aquel momento,
individuos de aquel pasaje cambiante e inestable de la calle, que transformaba incesante-
mente su fisonomía en torno a ellos, parecieron captar el error psicológico de toda la es-
cena que rodeaba a los niños, ya que dichas personas empezaron a cambiar comentarios
entre sí, las más sofisticadas e indiferentes limitándose a alzar las cejas y a sonreír con
desprecio y las más simpáticas o experimentadas hablando de la presencia inútil de estos
niños.
En cuanto al resto de la familia, tanto la más grande como la más pequeña eran to-
davía demasiado jóvenes para comprender o preocuparse mucho por lo que sucedía en
torno a ellos. En cuanto a la muchacha sentada ante el armonio, lo que más parecía im-
portarle era llamar la atención y promover los comentarios que suscitaba su presencia y
su canto. En cuanto al padre y la madre, querían espiritualizar al mundo entero.
Finalmente, después de un segundo himno, el armonio fue cerrado.
Las niñas, así mismo que no deseaba hacer esto ni un momento más, pensaban que
sus padres parecían chiflados y anormales —«indignos» habría sido la palabra que hubie-
se usado si tuviera capacidad suficiente para expresar toda la medida de su resentimiento
por verse obligado a participar en aquello— y que no lo haría más si lograba impedirlo.
Las pequeñas eran demasiado jóvenes para preocuparse. Pero...
Entraron ahora en la estrecha calle lateral de la que habían emergido y después de
pasar de largo una docena de puertas a partir de la esquina, entraron por la abertura de un
edificio amarillento de un solo piso, construido de madera y cuya amplia ventana, así
como los dos cristales situados en la puerta central, estaban pintados de un blanco grisá-
ceo. A lo largo de la ventana y de los pequeños paneles de la doble puerta figuraba la si-
guiente leyenda: «La Casa de la Esperanza. Capilla de una Misión Independiente.
Reuniones todos los miércoles y sábados por la noche, de ocho a diez. Los domingos a
las once, a las tres y a las ocho. Bienvenido todo el mundo». Bajo esta leyenda aparecían

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también impresas las palabras «Dios es Amor», y luego, en letra más pequeña, «¿Cuánto
tiempo hace que escribiste a tu madre?». La pequeña compañía penetró por la amarillenta
e insignificante puerta y desapareció.
Realmente la familia en cuestión presentaba una de esas anomalías causadas por re-
flejos y motivos psíquicos y sociales de índole tal como para tentar la habilidad no solo
del psicólogo, sino del químico y del físico que trataran de descifrarla. Tomando para
empezar al padre, este era uno de esos individuos mal integrados y relacionados, produc-
to de un ambiente y de una teoría religiosa, pero sin ninguna idea o concepción mental
propia, sin embargo, sensible y, por tanto, altamente emocionable y, desde luego, sin el
menor sentido práctico.
No se habían mostrado nada prácticos en la cuestión del futuro de sus hijos. No
comprendían la importancia o la necesidad esencial de alguna forma de aprendizaje prác-
tico o profesional para todos y cada uno de sus vástagos. En lugar de eso, arropados en la
noción de Virginiangelizar el mundo, habían descuidado el llVirginiar a sus hijos a la es-
cuela en cada una de las ciudades visitadas. Se habían desplazado de aquí para allá, algu-
nas veces en mitad misma de una ventajosa temporada escolar, atraídos por un campo
religioso mayor y más favorable en el que trabajar activamente. Y hubo ocasiones en que,
resultando el trabajo poco provechoso, y siendo él incapaz de reunir mucho dinero con
las dos labores que dominaba mejor, la jardinería y la confección de cañamazos para di-
versos usos, se veían sin comida suficiente o ropas decorosas, y los niños no podían ir a
la escuela. Frente a tales situaciones, cualesquiera que pudiesen ser los pensamientos de
los chiquillos, Jorge y su mujer permanecían tan optimistas como siempre, o insistían en
afirmar ese optimismo, jactándose de su fe inquebrantable en el Señor, cuya intención no
podía ser menos que la de proveer lo necesario.
La combinación de hogar y misión que habitaba esta familia era lo bastante triste en
la mayor parte de sus aspectos como para descorazonar a cualquier fortaleza de espíritu.
En su totalidad consistía en una larga nave de almacén en un edificio viejo y gris, cons-
truido en madera de la manera menos artística posible, que estaba situado
La parte trasera de este piso vulgar era intrincada, pero estaba limpiamente dividida
en tres pequeños dormitorios, una salita de estar que daba al patio y a vallas de madera no
mejore que las que había en la fachada; también contaba con una combinación de cocina
y comedor de exactamente tres metros cuadrados, y una habitación despensa para folletos
misionales, himnarios, cajas, baúles y otras cosas de uso no inmediato, pero de presunto
valor, propiedad de la familia. Esta habitación, particularmente pequeña, estaba situada
justo a la espalda del vestíbulo de la misión, y a ella, antes o después de hablar, o en las
ocasiones en que parecía importante celebrar una conferencia a solas, solían retirarse el
señor y la señora de Gotha, y también, a veces, para meditar o rezar.
Y toda la vecindad era tan triste y fracasada, que él odiaba el pensamiento de vivir
allí, y mucho más de tener que formar parte de un trabajo que requería constantes peti-
ciones de ayuda, así como constante oración y acción de gracias para poder sostenerlo.
La señora Soberbia Sajonia, antes de su casamiento con Jorge , no había sido más
que una ignorante muchacha campesina, educada sin ideas religiosas de ninguna clase.

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Pero, habiéndose enAmorado de Jorge , se contagió del virus del Virginiangelismo y del
proselitismo que a él le dominaban, y le había seguido alegre y entusiasmada en todas sus
aventuras y en todas sus peregrinaciones. Sintiéndose más bien adulada por la idea de que
podía hablar y cantar con cierto arte, así como de que tenía aptitudes para atraer y per-
suadir y dominar a la gente con la «palabra de Dios», tal como ella la entendía, se había
sentido más o menos satisfecha de sí misma en este aspecto y por tanto decidida a conti-
nuar.
En ocasiones un pequeño grupo de personas seguía a los predicadores hasta su mi-
sión, o al enterarse de la existencia de esta por el trabajo callejero de la pareja, tales per-
sonas aparecían allí más tarde, almas desviadas como hay muchas en todas partes.
En determinado momento, se hablaba a coro: “La envidia tiene rostro humano. La
envidia tiene cara de hombre…”.

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CAPÍTULO 22

«Tampoco te esmeras mucho con los deberes, sales corriendo en cuanto acabas de
comer. Por cierto, ¿qué haces en el parque sola?», preguntó Jorge.
«Pasear, ya te lo he dicho».
«¿Mirando los árboles y escuchando los pájaros?»
«¿Y qué tiene eso de malo?»
«¿Estás seguro de que eso es lo único que haces?»
«¿Qué iba a hacer si no?»
«Eso lo sabrás tú mejor que nadie».
Y además, no deberías estar siempre solo. Vas a volverte loco.
«¡Entonces deja que me vuelva loco!»
«¡No emplees ese tono con tu madre!»
«¡Entonces deja que me vuelva loco!»
«¡Ten mucho cuidado!»
Ella se acercó. Él permaneció quieto. Él le dio una bofetada. Ella se paralizó.
«Si vuelves a pegarme, te denunciaré en la comisaría de la mujer», dijo ella.
«¡No lo harás!», dijo él y le dio otra bofetada.
«¡Mierda! —dijo ella—. Me cago en la puta que te parió».
Lo dijo del modo más tranquilo posible. Luego notó que le salía el llanto, un llanto
de rabia, se dio suelta y salió disparado. Siguió corriendo cuando se encontró en la calle.
No porque tuviera prisa, sino porque la rabia también tenía que ver con sus piernas. Me
cago en la mierda, pensó mientras corría.

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CAPÍTULO 23

Remaron unos instantes antes de izar las velas. Soplaba un fuerte viento, e Jorge di-
jo que sería peligroso fijar la vela mayor. Estaba sentado con la escota en la mano, mien-
tras procuraba mantener la barca lo más firme posible contra el viento, con el fin de no
tener que virar para atravesar el estrecho. El cabo de la escota le lastimaba la mano. Lle-
gaban ráfagas bastante fuertes, pero no hizo falta aflojar la escota. La ató a la borda y vi-
giló el mar para que las ráfagas no
«Hace justo el viento que nos conviene», gritó a Soberbia.
Ella estaba tumbada bocarriba en la proa mirando las velas.
«Habrá más viento cuando salgamos al estrecho», dijo ella.
«Seguro que sí».
Así habría que estar siempre, pensó él. Sacó el paquete de tabaco del bolsillo y sos-
tuvo la caña del timón entre el brazo y el cuerpo mientras intentaba liarse un cigarrillo.
Tenía los dedos mojados y el papelillo se le rompió. Sacó otro papelillo, que también se
le rompió. La chica le preguntó si quería que lo hiciera ella. Él le pasó el paquete de taba-
co.
«Esto es vida».
«Así habría que estar siempre».
«Sí. Deberíamos hacer siempre lo que nos apetece».
«Para eso hay que tener dinero. No puedes hacer lo que te apetece sin dinero».
«Ya. Eso es lo fastidioso. Y para conseguir dinero tienes que hacer algo que no te
apetece, y entonces ya no tiene mucho sentido».
Habían entrado ya en el estrecho. El agua estaba en calma.
A ambos lados se erguían altos peñascos pelados. Fuera del estrecho el mar estaba
agitado. Tenían el viento en contra, y la chica sacó un remo. Cuando el viento llenó las
velas, Paul soltó la escota. El viento empezaba a ser muy fuerte, pero apenas entraba agua
en la barca.
«¡Esto es emocionante!», gritó Soberbia.
«¿Te gusta?»
«Ya lo creo».
«¿No tienes miedo?»
«Sí, por eso resulta tan emocionante».
«Sí, tal vez. He oído decir que esos indios que se lanzan a una poza de veinte metros
de profundidad, una vez que empiezan a hacerlo no pueden dejarlo. Si cada día no hacen
algo que pueda costarles la vida, les parece que no han vivido de verdad».
Jorge mantuvo la barca firme contra el viento. La cuerda le lastimaba la mano. Pen-
só que siempre es así. Te lo estás pasando muy bien, pero siempre hay algo. Pisó la esco-

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ta para que no le resultara tan pesado sostenerla. Volvió la cabeza y vio que el estrecho
quedaba ya muy lejos.
«Cuando mi padre contó lo de ese accidente de autos, tú te reíste. A mí no me pare-
ció nada divertido. Y cuando luego te preguntó si habías leído algo de Aristóteles, tam-
bién te echaste a reír».
Llegó una ráfaga de viento. La barca se escoró y empezó a entrar bastante agua.
Paul cambió el rumbo. La barca se enderezó, las velas flamearon. Mantuvo la dirección
contra el viento y tensó la vela mayor. Luego giró lentamente el timón hacia el lado con-
trario y la barca tomó velocidad.
Era una isla muy pequeña. En algunas partes crecían pinos contrahechos. Todo el
resto era roca y brezo. Cuando se encontraban muy cerca, se abrió ante ellos una bahía.
Paul tomó ese rumbo y las velas aletearon porque el viento cambió de dirección.
La chica se puso de pie en la proa. Tenía el cabo de amarre en la mano, lista para
saltar. Paul ató la vela alrededor del mástil. La chica saltó, y él tuvo que agarrarse al más-
til para no perder el equilibrio en el momento en que la barca chocó con la tierra. Saltó
tras ella. Se detuvo antes de acercarse, porque ella lo estaba mirando con sus ojos azules,
los brazos levantados por encima de la cabeza y la punta de la cuerda en una mano, y él
dudaba de haber visto jamás algo tan hermoso.
«Me apetece abrazarte», dijo.
«Y a mí me apetece que me abraces».
La abrazó. Pensó que valía más que ninguna. La chica soltó la cuerda y le rodeó el
cuello con los brazos, y él puso la mejilla junto a la de ella; su piel era agradable y fresca.
Pensó que valía más que ninguna, y que ella quería aquello.
Nunca le haría daño, pensó, y retiró lentamente los brazos.
Ató la barca a una piedra puntiaguda y alargada, y corrieron juntos hasta el punto
más alto de la isla. Por encima de ellos volaban gaviotas que brillaban al sol, chillaban, se
sumergían y lanzaban gritos hacia sus cabezas. Ellos corrían sin hacerles caso. De repente
la chica se detuvo y dejó escapar un pequeño grito. Él la miró, y vio miedo en sus ojos.
Ella alargó un brazo hacia él, y él lo agarró. La chica miraba fijamente una pequeña grieta
en una roca justo delante de ellos. Echaron a correr, y notaron cómo el miedo aumentaba
con la huida.
«En estos momentos te quiero», dijo ella.

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CAPÍTULO 24

Por la noche Soberbia bajó corriendo al supermercado antes de que cerrara para re-
novar las provisiones de espaguetis y de salsa de jitomate. Estaba agachada delante del
estante de las conservas cuando una mujer le pidió dos frascos de espárragos. Se los acer-
có con el brazo estirado, y le indicó con la mirada que los pusiera en su carrito de la com-
pra. Luego le dijo a Soberbia que la acompañara a buscar leche, que ella no podía cargar
los envases porque estaban muy pesados. Soberbia la miró desconcertada. Sólo entonces
reparó en su vestimenta.
«Perdona, perdona —le dijo a Soberbia—, pensé que trabajabas en la tienda».
Hizo un ademán con la mano derecha recorriendo su rostro, señalando, metafórica-
mente, mis facciones y el color de mi piel, para excusarse sugiriendo que si se había con-
fundido era por culpa de mi apariencia.
«Pero sos muy linda», le dijo a Soberbia.

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CAPÍTULO 25

No es que se sintiera bien burlándose de su madre. Pero su relación estaba siempre


contaminada por el «riesgo moral», una expresión muy útil que había aprendido en los
textos de economía. Soberbia era como un banco demasiado grande para quebrar en el
sistema económico de su madre, una empleada demasiado indispensable para despedirla
por un problema de actitud. Algunos de sus amigos de Godoy Cruz tenían también padres
problemáticos, pero conseguían hablar con ellos a diario sin que se dieran momentos de
innecesaria rareza, porque incluso los más problemáticos contaban con intereses que iban
más allá de un hijo único. Por lo que concernía a su madre, Soberbia lo era todo.
El problema era que la madre de Soberbia transmitía una silenciosa fe en su propia
importancia, o al menos se comportaba como si hubiera sido alguien importante en algún
momento, en aquel pasado anterior a Soberbia del que siempre se negaba categóricamen-
te a hablar. Que Linda, la vecina, pudiese comparar a su hijo Damian —que se dedicaba a
cazar ranas y respiraba por la boca—con Soberbia, tan perfecta y original, más que ofen-
derla la mortificaba. Suponía que el carnicero quedaría destrozado para siempre si le de-
cía que olía a carne incluso después de ducharse; lo pasaba fatal escabulléndose de las
invitaciones de Vanessa Circus, en vez de limitarse a confesarle que los pájaros le daban
miedo, y siempre que aparecía por el camino la camioneta de Sonny, con aquellas ruedas
tan grandes, mandaba a Soberbia a la puerta mientras ella se escapaba por detrás y se es-
condía entre las secuoyas. El lujo de ser exigente hasta lo imposible se lo concedía So-
berbia. Lo dejaba claro una y otra vez: Soberbia era la única persona que pasaba la criba,
la única a quien ella quería. Luego, Jorge demostró su posición. Explicó que él estudiaría
Corrección internacional de textos en lengua española en la Fundación Litterae. No con-
forme con ello, relataba sus aventuras con otras mujeres, como si estudiar y conquistar
mujeres le haría doler la cabeza a Soberbia o dicho de otra forma: sería un escollo a su in-
tegridad. En cambio, Soberbia, se dispuso a entenderlo y lo hizo:
«Estudie, señor, eso le hará bien».
Se creyó que diciéndole eso, él se calmaría, pero definitivamente no lo hizo.
«¿Estás diciendo que soy un estúpido que necesito volver a estudiar?»
Ella maduró la respuesta.
«Digo que tenés la suficiente capacidad para estudiar cualquier carrera de físico nu-
clear a corrector de textos en español».
Quedó conforme y se matriculó.
La primera clase fue acerca de la absoluta corrección y sus requerimientos para una
perfecta observancia de las reglas adoptadas por el uso y la ortografía. Pero no se trataría
allí de trazar una gramática, ni de exponer puntos litigiosos de toda la sintaxis. Las sobre
las que llamarían la atención del lectos eran las que se tropezaría más a menudo y cuya

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repetición animada por la memoria visual incitaría a la reincidencia. Las primeras claro, a
las del verbo.

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CAPÍTULO 26

El 09 de julio de 2007, Soberbia Sajonia le dijo a su marido: «sos muy sensible, por
todo te ofendés, es imposible hablarte sin esperar luego un reproche». Bueno, ella habría
podido decirle muchas otras cosas, pero fue esto lo que le salió. De todos modos, era cier-
to. Él, durante dos años se había dedicado a vender coches de segunda mano y había sido
tan consciente de lo que esta profesión había acabado por significar, que las horas de tra-
bajo eran para él una tortura.

Todas las mañanas, a las seis y media, se afeitaba el labio superior tres veces hacia
abajo y otras tres a contrapelo para eliminar el menor vestigio de bigote, manchando de
sangre las hojas recién estrenadas; pero sin desistir por ello; los trajes se los compraba
todos sin hombreras y luego iba al sastre apellidado Zorrilla, para que le estrechara aún
más las solapas. Para lavarse el pelo le bastaba el agua y se lo peinaba como Elvis Presley
para confundir aun más.

Pero al menos había creído en los coches. Tal vez en exceso; y cómo no, si durante
los siete días que caben en una semana llegaba una hueste de sujetos más pobres que él,
bolivianos, peruanos, chilenos y gente del interior más recóndito, para ofrecer como anti-
cipo de pago, televisores o cualquier inmundicia que tenían: podía ser una cafetera eléc-
trica o televisores antiguos, y todo para que un desconocido como él, para que echara una
ojeada a la carrocería inclinada hacia un lado, al chasis cubierto de óxido, a los guardaba-
rros re pintados con un color que desentonaba lo suficiente como para estropear su valor,
para estropear incluso el ánimo de cualquiera.

PARTE 2

Semana 1

Soberbia (¿QUIÉN SERÁ?)

Lunes, 2 de febrero, 7.45 de la mañana

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Eres tú. Por supuesto que eres tú. Siempre eres tú. Alguien me está dando alcance y
me vuelvo y eres tú. Sabía que serías tú, pero aun así pierdo el equilibrio sobre la nieve
helada. Me tambaleo. Tengo mojadas las medias por la parte de las rodillas. Mis mitones
están empapados.

Si pudiera elegir, cualquier persona sensata estaría en casa una mañana glacial como
la de hoy, pero tú no. Has salido a dar un pequeño paseo. Alargas el brazo para sostener-
me, me preguntas si estoy bien, pero yo me zafo y esta vez consigo no trastabillar.

Sé que has debido de observarme desde que he salido de casa. No puedo evitar pre-
guntarte qué haces aquí, aunque sé que tu respuesta no será la verdadera.

Soberbia todo el tiempo ha pensado que eras tú la otra, la que recibió los favores del
clonaje. De la memoria dada.

A la hora de comer, se obligó a abandonar el santuario del juzgado; sabía que nece-
sitaba aire fresco. Vaciló justo delante de las puertas giratorias, escudriñando la calle a un
lado y a otro. Le preocupaba que él pudiera estar escondido entre dos furgonetas del ser-
vicio de escolta, aparcadas unos metros más arriba. Las sobrepasó velozmente, conte-
niendo la respiración. Exhaló el aire aliviada cuando vio que no estaba agazapado junto a
uno de los parachoques.

Vagó por el mercado al aire libre, observando a los trabajadores locales que com-
praban en los puestos comida integral rápida o almuerzos étnicos, y vislumbró a los abo-
gados sentados alrededor de una mesa ancha en un caro restaurante italiano.
Después de mirar por encima del hombro, se guareció en el confort conocido de una
tienda textil. Le atrajeron, como siempre, las telas para niños. Unas sirenas flotaban au-
sentes, perseguidas por niñas que nadaban embelesadas tras ellas; se imaginó un vestido
campesino para una chiquilla, con sus tres franjas que alternaban mares de color ciruela y
fucsia.

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Lunes, 2 de febrero, 2.15 de la tarde

Intento reconstruirlo todo. Trato de colmar las lagunas. Trato de recordar lo que hi-
ciste antes de esta mañana, cuando empecé a escribirlo todo. No quiero omitir ni la menor
prueba; no puedo permitírmelo. Pero recordarlo me obliga a revivirlo. Rememorarlo te
mantiene a mi lado, que es exactamente donde no quiero que estés. Soy Soberbia la mis-
ma que entregó su memoria a quien sabe quién, porque los que no tienen memoria han
recurrido a nosotros.

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Lunes, 10 de noviembre, 8 de la noche (Hace tres meses)

Es la noche en que cometo el grandísimo error de acostarme contigo y estoy en la


librería. El local sólo está abierto para tus invitados, para celebrar la publicación de tu
nuevo libro sobre cuentos de hadas. Sólo han venido un par de colegas de tu departamen-
to de inglés. Alentados por mi presencia, están cuchicheando cosas sobre Enrique con
malevolencia. Finjo no darme cuenta cogiendo libros que hojeo como si me interesasen
profundamente, aunque las palabras se me embarullan y me resultan tan incomprensibles
como el griego.

Necesitaba una amiga a la que recurrir para mostrarle estos mensajes; necesitaba
una amiga para preguntarle qué hacer. Tenía amigas antes de que Enrique y los trata-
mientos de fertilidad se adueñaran de su vida; antes de dejar que un hombre casado aban-
donara a su mujer por ella; antes de que otras mujeres dejaran de confiar en ella; antes de
que le resultara demasiado difícil mirar sus caras reprobadoras y ver reflejada en ellas su
propia perplejidad por lo que había hecho.
Enrique y sus amigas no se trataban, pero aun así ella debería haber encontrado un
modo de obedecer a esta regla capital, la que dice que nunca debes permitir que una rela-
ción interfiera con la de tus amigas. Ahora que Enrique se había ido, Soberbia estaba de-
masiado avergonzada para tratar de recuperar a sus amigas. Ni siquiera tenía la certeza de
si se las merecía o si alguna vez la perdonarían.

Pensó en su amiga más antigua, Agostina, a la que no había visto en dos años. Sus
respectivas madres se habían conocido en la maternidad, acunando a las recién nacidas
mientras miraban el mar desde las ventanas del piso más alto del hospital. Habían sido
compañeras de juegos cuando eran bebés y niñas pequeñas. Habían estado juntas durante
toda la enseñanza elemental. Pero Agostina era otra de las amigas que no congeniaba con
Enrique. Pero ella y Agostina eran ahora muy diferentes; quizá Enrique sólo aceleró una
ruptura que de todas formas se habría producido.

Trató de no compadecerse. Tendría que esforzarse más para hacer nuVirginias amis-
tades. Y aunque no tuviese amigas a las que consultar en aquel momento, al menos tenía
un servicio de ayuda; sus folletos informativos habían llegado con el correo el sábado, só-
lo un día después de que hubiera hablado por primera vez con ellos.

Le respondió al mensaje. No vengas. No quiero verte. Muy contagioso.

En cuanto pulsó «enviar» se arrepintió, recordando el consejo que uno de los folle-
tos repetía hasta la saciedad: Siempre que sea posible, no hables con él. No entables nin-
guna clase de conversación. Sabía que sus amigas perdidas también le habrían dicho lo
mismo.

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Ojalá no le hubiera dado su número de móvil. Fue la única forma de librarse de él la
mañana siguiente al de la fiesta por la publicación de su libro. No había funcionado vomi-
tar de modo audible en el cuarto de baño. Ni tragarse tres analgésicos para el dolor de ca-
beza en presencia de Rafe. Ni siquiera su temblor visible le hizo comprender que ella
estaba tan mal que él debía irse. El número había sido una compensación en última ins-
tancia para que él se marchara; ojalá hubiera tenido la previsión de inventar un número en
vez de darle el auténtico para camelarlo. Pero el intenso malestar le había impedido pen-
sar con claridad.

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Semana 1

Martes

El humo del tráfico le estaba irritando los ojos. Caminaba hacia el juzgado desde la
estación, y las calles eran tan anchas y parecidas que se preguntó si se habría perdido.

Trataba de concentrarse en el itinerario, los puntos de referencia que apenas conocía


—estaba segura de que recordaba del día anterior aquella pared violeta a su derecha—,
pero Rafe desplazaba todo lo demás, como de costumbre.

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Viernes, 30 de enero, 10 de la mañana (Hace cuatro días)

Es mí último día de trabajo antes de entrar en el jurado; mi último día de tener que
evitarte. El lunes desapareceré en el edificio del juzgado y no sabrás dónde estoy.

Coloco mis documentos e informes en una de las sillas fijas de madera de la amplia
aula magna y mi bolso en otra. Me siento entre las dos, esperando que estas pequeñas al-
menas te disuadan de sentarte a mi lado. Cualquier otra persona entendería este signo vi-
sual de mi deseo de espacio. Pero tú no. Por supuesto que tú no. Nada te disuade.

Estás de pie junto a mí y dices «Hola, Soberbia», mientras trasladas mis papeles al
suelo y te sientas. Yo estoy injusta, irracionalmente furiosa con Gary por empeñarse en
que asista a esta reunión en su lugar. Tú estás en el asiento del pasillo, lo que dificulta la
huida; soy una imbécil por no haberlo previsto.

Fijas la mirada en mí, te tiemblan los globos oculares. No hay ningún sitio donde
ocultarme de tus ojos. Quiero esconderme, taparme la cara con las manos. Tus mejillas se
ponen púrpuras, luego blancas y luego otra vez púrpuras, con la rapidez de los intermiten-
tes de un vehículo. Aborrezco ver una prueba tan clara del efecto que produzco en tu
cuerpo.
Y tu efecto en el mío. Me estoy poniendo roja y el pecho me duele tanto que me te-
mo que voy a dejar de respirar. Podría desmayarme delante de todo el mundo, o sucumbir
a un mareo. Debe de ser un ataque de pánico.
El techo es alto. Las luces fluorescentes están consteladas de cadáveres de moscas.
Aunque las luces están muy por encima de la cabeza, me queman la coronilla. Incluso en
invierno las moscas sobreviven en el espacio caliente del tejado. Oigo a una que sisea y
se fríe, incapaz de escapar a la trampa de la lámpara en la que se ha metido. Temo que me
caiga encima. Pero prefiero una mosca que tú.

Me tocas el brazo y yo lo retiro con tan poca violencia como puedo.

Susurras:

—Sabes que adoro tu pelo así, separado del cuello. Tienes un cuello precioso, So-
berbia. Lo has hecho por mí, ¿verdad? Y también el vestido. Sabes que te adoro vestida
de negro.

Y ya no puedo aguantar más. Me lVirginianto como la tapa de una olla a presión


que estalla, abandono mis papeles, tropiezo con tus piernas y tus pies. Tú te aprovechas
—faltaría más, siempre lo haces— y me pones las manos en la cintura fingiendo que me
ayudas a no perder el equilibrio. Te aparto de un golpe los dedos, sin que me importe
ofender al vicerrector, que hace una pausa en sus observaciones inaugurales mientras to-

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das las cabezas en la sala se vuelven para verme salir disparada. Tengo ganas de llorar,
sabiendo que yo, y no tú, soy la que parece descontrolada.
Me las arreglo para huir del campus y llego al centro de Bath y voy andando, casi
como una autómata, a las Cuarto Menor. No hago mi descenso habitual al sótano débil-
mente iluminado, mi lugar favorito, donde exhiben togas de hace cientos de años; hiladas
con oro y plata, sus brocados son de sedas relucientes y están embellecidas con joyas.
Cruzo derecha el vestíbulo verde salvia, entre columnas de mármol de color miel pálida y
me paro justo delante del Gran Octágono.
La sala está cerrada. Un letrero explica que hoy, más tarde, tendrá lugar allí un acto
privado. Pero me cuelo entre las puertas dobles como si tuviera derecho a hacerlo y las
cierro tras de mí. Aquí hay paz y silencio, rodeados por esos ocho muros de piedra; una
luz suave me baña a través del cristal de las ventanas. Saco mi teléfono, inhalo profun-
damente y marco el 999.

Martes, 3 de febrero, 6 de la tarde

No dura. Por supuesto que no dura. Ya es bastante increíble que la mentira de que
estaba enferma me proporcionase un día fuera de tu vista. Han sido sólo treinta y cuatro
horas, pero aun así es la tregua más larga que he tenido en semanas.

Tú dirías que es una carta de Amor. Yo lo llamaría un mensaje de odio. Sea lo que
sea, el sobre marrón, inofensivo, está apoyado en la repisa, pulcramente colocado por la
siempre alerta señora Norton.

Ningún otro hombre puede darte lo que yo. Ningún otro hombre te amará como yo.

Por una vez, quiero que tus predicciones se cumplan.

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Semana 1

Miércoles, 4 de febrero, 8 de la mañana

Cuando abro la puerta de mi casa estás tan cerca que percibo el olor de tu jabón y tu
champú. Hueles a fresco y a limpio. Hueles a manzanas y a espliego y a bergamota, fra-
gancias que me gustarían si no fueran tuyas.

—¿Estás mejor, Soberbia?

La justicia no es un concepto que entiendas. No es algo que merezcas. Pero será jus-
to hablarte por última y definitiva vez, antes de negarte la palabra para siempre. Esta ma-
ñana será muy distinta de la del lunes.
Te hablo con calma, con un tono educado. No es en absoluto la primera vez que te
lo digo:
—No te quiero cerca. No quiero verte. No quiero tener ninguna relación contigo.
Ningún tipo de contacto. No quiero cartas. Ni regalos. Ni llamadas. Ni visitas. No vuel-
vas a venir a mi casa.

Mi dicción es impecable. Tal como la había ensayado. Me alejo rápidamente, sin


mirarte, aunque mentalmente te veo con suficiente claridad para hacer una exacta des-
cripción testimonial.

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Miércoles, 4 de febrero, 8 de la noche

Cuando abracé a Agostina apenas entré en el restaurante, sus pechos chocaron con-
tra mí sin ablandarse una pizca. Son tan altos que no parecen naturales, y es como si le
hubieran crecido dos tallas.
Las primeras palabras que me dice son una respuesta a mi pregunta tácita.
—Sí, me he operado las domingas. —Le brilla el pecho, rociado de polvos cente-
lleantes—. Una limpia su cuerpo todos los días. Tienes que estar contenta con él.

Agostina dirige su propia empresa unipersonal. Es analista de discursos. Examina


cada declaración de principios, anuncio y logotipo de un negocio. Después les dice qué
mensaje están realmente lanzando. Quizá haya trabajado para un cirujano plástico y se
dejó seducir por los folletos que en teoría debería criticar.

—Sólo porque tenemos treinta y ocho años no debemos aparentarlos.

Se estudia la cara en el espejito de la polvera, y parece tan preocupada que me re-


cuerda a la reina de Blancanieves, con su terrible espejo. La frente de Agostina es de una
lisura reluciente. No armoniza con su mandíbula y mejillas.

Como quiero que se sienta menos triste y tensa le pregunto cómo consigue ese res-
plandor fresco como el rocío; con un poco de ironía, pero también con cariño.

—Tengo una voluntad fuerte para no alzar las cejas ni un centímetro y para limitar
mis expresiones. El movimiento produce arrugas.

No es inteligente, dijo Enrique.

Hay diferentes clases de inteligencia, dije yo.

Enrique también me persigue, pero no tanto como tú. Lo estás superando rápida-
mente.

A pesar de la noche helada y de las aceras resbaladizas, Agostina llevaba tacones al-
tos y un vestido escotado y sin mangas de terciopelo violeta oscuro. Me parece un poco
raro, porque no es muy propio de ella acicalarse tanto sólo para mí. Le digo que su vesti-
do es precioso.

—Hay tantas mujeres que se quedan anticuadas de aspecto —dice, y estoy bastante
segura de que se refiere a mí.
¿Es ésta la misma Agostina que me escondía su ropa preferida cada vez que yo que-
ría ponerme algo que no hubiese cosido mi madre?

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Vislumbro mi reflejo en la ventana. Tengo el pelo recogido en la coronilla y sujeto
con broches plateados geométricos, aunque se han escapado algunos mechones alrededor
de la cara y el cuello. El corpiño y las mangas de mi vestido color carbón son muy ceñi-
dos, la falda es como una copa de vino boca abajo, y el dobladillo me llega justo encima
de las rodillas.

Agostina se mira el pecho.

—No sólo es para atraer a los hombres. —La emoción que hay detrás de esta última
frase es demasiado intensa; la boca le tiembla mientras se esfuerza en no fruncir el ce-
ño—. Es por mí. Y estas domingas nuVirginias no se mueven nada. Son tan coquetas y
pimpantes que ni siquiera necesito sujetador.

Pienso en los acusados burlándose de la señorita Lockyer. Mirad cómo le bailan las
tetas.
«Coquetas» y «pimpantes» no son palabras de su vocabulario. ¿Desde cuándo las
usa?
Agostina continúa, como si necesitara convencerse más a sí misma que a mí.

—Las mujeres de mi gimnasio siempre me preguntan: «¿Quién te ha operado la ca-


ra? ¿Quién te ha operado las domingas?».
Habla como si cualquiera pudiera comprar zonas de su cuerpo, como un vestido o
un bolso nuevo.
Los acusados dicen «tetas», Agostina dice «domingas». Yo digo «pechos». No sé lo
que dices tú. No quiero saberlo. Lo que sí sé es que estas diferencias importan.

—Es un cumplido enorme. Deberías probar el bótox, Soberbia. Eso como mínimo.
Si no haces algo pronto te despertarás por la mañana como un balón desinflado.

Ni siquiera es maja contigo, dijo Enrique.

Se siente a gusto siendo sincera conmigo, dije.

No tenéis nada en común, dijo él.

Cuento con que no respetes mis deseos. Nunca los tienes en cuenta. Hablo tan alto
que la gente de las mesas de alrededor nos mira. Murmuro a Agostina un adiós entrecor-
tado pero ella no responde. Me precipito hacia la escalera metálica en espiral que baja al
sótano, donde están los lavabos.
Abajo hay otro cuadro porno de art déco falso, enfrente mismo de los lavabos. Éste
es de un hombre y una mujer juntos para indicar que los servicios son unisex. Los dos es-

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tán desnudos, en consonancia con el resto de las obras. Él está de pie y la mira. Ella está
de rodillas ante él. A ella se la ve por detrás; su cabeza tapa el centro del cuerpo mascu-
lino.
Los servicios están tan oscuros, al estilo de moda, que otra vez estoy cegada. Avan-
zo hacia un cubículo y sobre la marcha arrojo el cóctel de melocotón en la taza de cromo.
El cubículo tiene una de esas puertas sin espacios abiertos arriba ni debajo, por lo que no
tendrás ocasión de gatear por debajo o de fisgar por encima. Llamo a un taxi. El recep-
cionista me dice que llegará un taxista dentro de diez minutos. Me propongo estar detrás
de esta puerta cerrada con llave durante los nueve primeros.
Cuando salgo estás en la habitación, como yo esperaba. Me obstruyes la salida. El
humo empalagoso del incienso que queman aquí abajo dificulta la respiración, y me blo-
queas la poca luz que hay. La cabeza me retumba, quizá por el esfuerzo visual o quizá
porque me está asfixiando una niebla venenosa de jazmín sintético. Me recuerdo que el
taxista llegará al restaurante en cualquier momento y preguntará por mí. Antes de bajar
he calculado que alguien entraría en los lavabos, y por eso no creo que te arriesgues a ha-
cer algo muy descontrolado. Aun así, no quiero verme atrapada aquí el tiempo necesario
para descubrirlo; he organizado esta colisión contigo con tanta exactitud como he podido,
dejando el menor tiempo posible para decir lo que quiero sin que Agostina lo oiga.

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Semana 1 Soberbia

Jueves, 5 de febrero, 8.02 de la mañana

Esta mañana hay otro sobre tuyo esperándome en el felpudo de la puerta principal.
Debes de haberlo deslizado por la ranura muy temprano, porque si no lo hubiera visto la
señora Norton. Corro hasta el taxi, aliviada porque al menos no estás allí.

Cuando el taxi sube embalado las curvas de la cuesta, marco el número del hotel de
Agostina. Vuelve a Londres hoy. Fuera de tu alcance, espero. Pero también del mío.

Contesta con una voz turbia: «¿Qué?».

—Soy yo.

—No está aquí, si llamas por eso. Sólo se quedó en el restaurante el tiempo justo pa-
ra decirme que ya no puede ayudarme en lo que escribo ni tener nada que ver conmigo.
Dice que no quiere interponerse entre dos amigas de toda la vida.

Pero ya te has interpuesto: Agostina cuelga con estruendo y la comunicación se cor-


ta.
Al menos sé que está a salvo. Al menos te has apartado de ella, como yo había pre-
dicho. Ya tienes lo que querías. Ya has conseguido todo lo que ella puede darte de mí.

Rasgo el sobre. Dentro hay una entrada para el ballet. Para la función de esta noche.
Y una carta.

Debes de estar estresada, Soberbia. Sé que no es tu intención tratarme cruelmente.


No puedes haber dicho en serio las crueldades que dijiste. Yo sólo quiero hacerte feliz.
Anoche quería hacer algo especial por ti, reunirte con tu amiga, pero veo que me equivo-
qué. Te prometo que nunca volveré a ver a Agostina. Por favor, déjame hacer las paces
contigo esta noche. Tú sola. Sólo nosotros dos. Sin carabina. Sé que te encanta La Ceni-
cienta de Prokófiev. Compartimos tantas cosas, Soberbia… Te espero en el foyer a las 7.
¡No olvides tu entrada! Antes tomaremos una copa. Y después iremos a cenar.

Con Amor,

Rafe

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Semana 1 Soberbia

Viernes

Soberbia guardó en el bolso su ejemplar destrozado de Poemas escogidos de Keats.


El libro era una reliquia de su doctorado inconcluso y algo a lo que siempre recurría
cuando el mundo a su alrededor se volvía especialmente oscuro y poco civilizado. Miró
por la ventanilla del tren. Roberto recorrió el andén con firmes zancadas y desapareció
escaleras abajo. No se había dado cuenta de que él viajaba en el tren; no se le había ocu-
rrido pensar que también viviera en Bath. De algún modo, Roberto se había apeado y ha-
bía salido de la estación antes de que los demás pasajeros empezaran siquiera a bajar.

Inspeccionó el andén buscando a Rafe, escudriñó a la gente que se agolpaba rumbo


a las escaleras. Le dolía el cuerpo de estar todo el día sentada. Necesitaba aire fresco.
Quería moverse. Ya había tenido que renunciar a sus paseos matutinos. No quería perder-
se también el camino a pie hasta su casa. El hecho de que hubiese una cola larguísima en
la parada de taxis la ayudó a decidirse, pero se alegró de que hubiera tanta gente alrede-
dor.

Con todo, estaba nerviosa cuando se internó en el arco ferroviario de detrás de la es-
tación. Se detuvo para mirar dentro del túnel: ni rastro de Rafe. Y tampoco estaba en el
puente, antes de que ella lo embocara para cruzar el río.

Pero había alguien en mitad del puente, encogido dentro de un lío de mantas raídas
y rodeadas de latas vacías de cerveza, aferrando una botella de licor barato. Era una mu-
jer y tenía en torno varias bolsas de plástico con sus pobres pertenencias.
Normalmente Soberbia guardaba todo lo posible las distancias con los indigentes.
Esta vez se acercó a la mujer, aunque sobreponiéndose a una punzada de la misma mez-
cla de miedo y compasión que le inspiraba la señorita Lockyer. Agarró el bolso con más
fuerza.

La mujer tenía el pelo tan grasiento y apelmazado que Soberbia no sabría decir de
qué color era. Su fina guerrera del ejército estaba desgarrada y sucia sobre la estructura
de su esqueleto. Su piel arrugada era tan áspera y roja y pelada que debía de hacer daño al
tacto, a primera vista parecía una anciana, pero probablemente no tendría más de cuarenta
años. ¿La señorita Lockyer sería así algún día? Despedía un hedor a carne acre —una

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mezcla inconfundible de ano y genitales sucios y sudor de las axilas— que a Soberbia le
produjo arcadas y trató de respirar por la boca, confiando en que la mujer no lo advirtiera.

Soberbia se desprendió del otro mitón y le ofreció el par, sin la certeza de que fuera
aceptada la labor de punto de su madre. La mujer titubeó, luego los cogió y se los puso,
despacio y con desmaña. «Dios la bendiga», repitió, sin mirar a los ojos de Soberbia, que
siguió su camino apretándose los puños, ahora congelados en el fondo de los bolsillos del
cálido abrigo que ella misma se había confeccionado cuando Enrique todavía estaba a su
lado.

Enrique, que sonreía entonces débilmente, con una copa de vino y el periódico en
las manos, mientras ella, arrodillada en el suelo de la sala, se encorvaba sobre la lana co-
lor añil que había acolchado en forma de diamantes, absorta en sus planes de costura. En-
rique, pletórico de energía incluso cuando estaba quieto. Enrique, que se afeitaba todas
las mañanas en la ducha los pocos pelos que le quedaban y que por tanto estaba comple-
tamente calvo: una elección de estilo más que un destino indeseado, y sin embargo otra
prueba de su infalible criterio estético. Enrique, ahora en Cambridge, a un mundo de dis-
tancia de aquella mujer y de Soberbia.
Apresuró el paso, deseosa de llegar a su casa cuanto antes. Llegó en cuestión de mi-
nutos al antiguo cementerio de la iglesia. La señorita Lockyer debía de haber pasado por
allí incontables veces, incluido el día en que la secuestraron. ¿Alguna vez se habría fijado
en la única tumba que no había sido devastada? Verde por el moho, el mojón de piedra
gris que señalaba la ubicación de los cuerpos era del tamaño de un tronco grande. Mu-
chos siglos atrás, el cementerio había sido un bosque. Era otro de los lugares particulares
de Soberbia. Le gustaba pensar que era una fuente de magia para ella y que algún día sur-
tiría efecto, aunque todavía no había sucedido.
A mediados del siglo XIX habían enterrado allí a una mujer con sus dos bebés. Tres
muertes en dos años. Soberbia no veía las inscripciones en la oscuridad y las letras graba-
das estaban perdiendo su definición, pero se las sabía de memoria.

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Viernes, 6 de febrero, 6.15 de la tarde

Un sobrecito acolchado me espera en la repisa de la entrada. Dentro hay una cajita.


La has envuelto en un papel dorado con relieve y decorado meticulosamente con unos
bucles de cintas plateadas. Has adjuntado una tarjeta gruesa, de color crema, con una rosa
estampada. Me fijo en lo que amas. Llévala en mi nombre.

Me tiemblan las manos cuando subo la escalera hacia mi apartamento, desgarrando


el papel para abrir la caja mientras avanzo, y tropiezo en el rellano al ver el anillo que
cautivó mi atención aquella noche de noviembre, como hechizada por un sortilegio. Nun-
ca lo habrías comprado si hubieras sabido que yo estaba pensando en Enrique cuando lo
miraba. No estaba pensando en ti. No en ti. Nunca en ti. Mis visiones de ti sólo son oscu-
ras.
Pienso insensatamente que las yemas de mis dedos sangrarán cuando los pase por el
pequeño redondel de frío platino y los diminutos diamantes incrustados. El anillo me ha
alcanzado como un bumerang maléfico.
Apenas entro en casa, vuelvo a guardarlo todo en el sobre acolchado, incluida la tar-
jeta, le pego encima cinta de paquetes y sellos nuevos, garabateo tu nombre y tu dirección
de la universidad y tacho los míos. Por encima de todo, no puedo permitir que pienses
que he aceptado de ti algo tan costoso. Te lo devolveré por correo a primera hora de la
mañana.
Pero en cuanto me dispongo a meter el paquete en el bolso para tenerlo ya prepara-
do, una de las órdenes del folleto me paraliza la mano.

Conserva todas las cartas, paquetes y prendas, aunque sean alarmantes o angustio-
sos.

Tengo que quedarme con el anillo, por mucho dinero que te haya costado. El anillo
es un regalo, al fin y al cabo. Pero no en el sentido que tú pretendías. Lo añadiré a mi co-
lección creciente de pruebas. Un muestrario funesto, pero aún no irrefutable como prue-
ba.

Semana 2

La danza del fuego

El abogado Belford daba la impresión de que no había apartado la vista de la señori-


ta Lockyer durante la ausencia del jurado; era un cernícalo cerniéndose sobre un ratón de
campo, aguardando su momento.

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—¿Es cierto que su excompañero tiene una nuVirginia novia?

Soberbia miró preocupada a Annie, cuyo marido la había abandonado por otra.

Pensó en Agostina también. Y en la mujer de Enrique.

La señorita Lockyer se miró las manos.

Soberbia se preguntó qué sentiría cuando Enrique encontrase a otra mujer. Sabía
que se lo tomaría como una puñalada si él recurría con éxito a un nuevo tratamiento de
fertilidad con una nuVirginia novia, y que debería sobreponerse a eso. No pensaba que él
se apresuraría a someterse a otro tratamiento. Enrique quería que la gente pensara que la
testosterona manaba de cada uno de sus poros. La había obligado a prometer que nunca
diría a nadie que su pequeña población de esperma deforme poseía cinco cabezas y diez
colas y nadaba en círculos demenciales, chocando unos con otros.

Lunes, 9 de febrero, 5.55 de la tarde

Sentada en la sala del jurado, finjo estar tan enfrascada en mi libro que no me doy
cuenta de que todos se han ido. La funcionaria judicial me mira mientras recoge sus cosas
ruidosamente. Al final me dice que hay que desalojar la sala por la noche y veo que ya no
puedo eludirte más tiempo.
Tal como preveía, me estás esperando justo delante del edificio del juzgado. Paso de
largo hasta el final de la calle y doblo a la izquierda haciendo como que no estás allí.

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Semana 2

La danza del fuego

Martes

Soberbia estaba esperando a que el tren partiera desde Bath cuando Roberto subió a
bordo un segundo antes de que cerraran las puertas, pero no pareció que se hubiese apre-
surado. Ella estaba en el asiento del pasillo y lo vio caminar en su dirección, pensando
que era raro que alguien se moviese con pasos tan seguros en un vagón que da bandazos.

El asiento al otro lado del pasillo estaba vacío. Él lo ocupó y le dio los buenos días
con una sonrisa a través del estrecho espacio.
—Qué casualidad verte aquí —dijo—. ¿Vas a algún lugar interesante? Ella adoptó
una apariencia misteriosa. —Quizá.

—¿Vas al trabajo, tal vez?

—Hoy he pensado no ir. Un capricho. De hecho, he decidido no ir durante las seis


semanas siguientes.
—Yo también —dijo él.

—Qué casualidad —dijo ella.

—Hablando en serio. —Estiró sus largas piernas hacia el pasillo, relajado pero aler-
ta; ella sabía que las retiraría antes de que se lo pidiesen si alguien tenía que pasar

—. Sabes que soy bombero. ¿Me equivoco al pensar que tú eres una académica? Te
oí decirle a Annie que trabajabas en una universidad.
Ella movió la cabeza, como escandalizada y horrorizada por la idea.

—Estuve a punto, pero no. Soy administrativa. —Hizo una pausa—. Mi padre…
quería que fuese catedrática. Él era maestro de escuela. Enseñaba inglés hasta que se jubi-
ló. —Se rió de sí misma—. Es demasiado temprano por la mañana para grandes confi-
dencias.
—Nunca es demasiado temprano para estas cosas. Pero tengo curiosidad por saber
cómo es que te desviaste del camino que habías elegido. —Pareció reflexionar al respec-
to—. Cada vez que te veo estás leyendo. O escribiendo.

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Ella asintió.

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Semana 2

La danza del fuego

Miércoles

Soberbia estaba en los aseos de los jurados. El olor de su champú era especialmente
fuerte; se había enjabonado, enjuagado y repetido la operación tres veces. Se examinó en
el espejo, sorprendida de tener la cara tan pálida a pesar de habérsela restregado tan fuerte
la noche antes. Casi esperaba ver las huellas dactilares de Rafe en la garganta, pero no
había nada; incluso se miró la nuca en casa con un espejo de mano. Cayó en la cuenta de
que él había ejercido un control totalmente intencionado en el grado de presión que había
hecho.

El aviso de un e—mail en su móvil la sobresaltó; pensó en eliminarlo. Era de Han-


nah. El año anterior habían asistido por la noche a la misma clase de Pilates. Hannah se
preguntaba dónde se habría metido Soberbia las últimas semanas, y si le gustaría beber
algo después de la clase del jueves.

Quiero que tus amigas sean mis amigas.

Rafe había elegido a Agostina. Quizá ya había lastimado a Hannah. Quizá ya había
accedido a ella y estaría esperando en el pub con ella si Soberbia aparecía.

Le envió un e—mail diciendo que no podría ir más a la clase y que estaba ocupada
la noche del jueves. Después apagó el móvil, consciente de que él la había aislado aún
más. Había hecho lo que se había propuesto. Todo aquello venía en los folletos.
Se estaba lavando las manos otra vez cuando entró Magdalena. Tenía veintitrés años
y le había enseñado a Soberbia fotos de su novio. Magdalena comía con él todos los días
y estaba orgullosa de llVirginiarle las camisas a la tintorería, disfrutaba jugando al ama
de casa. Soberbia se había estremecido en silencio por la punzada de envidia que le tras-
pasó el corazón.

—Mira —dijo Magdalena. Se estaba agarrando el centro de su falda. Su pelo rubio,


liso como la paja, cayó sobre su bonita cara rosada. El poliéster azul marino estaba rajado
hasta lo alto de los muslos—. Es una de mis faldas de oficina. Tengo que volver corrien-
do al trabajo después del juicio.

Soberbia sabía que Magdalena era secretaria en una empresa de programas informá-
ticos.

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—Estoy pensando que esa raja no formaba parte original del diseño —dijo Sober-
bia, contenta de que le recordaran que las catástrofes podían ser a veces relativamente
benignas y fácilmente remediables.

—Me he enganchado con algo al bajar del autobús. —Magdalena trató de sonreír—.
A los acusados les encantará. No creo que les permitan muchas alegrías.

Soberbia se apartó del único secador de manos que realmente funcionaba, aunque
quería exponer todo su cuerpo helado al chorro de aire caliente. Rebuscó en su bolso el
minikit de costura, preparado por su madre en una bolsa hecha con retales estampados de
margaritas y amapolas. Magdalena examinó el contenido como si fueran instrumentos pa-
ra operar del cerebro.

—Te la puedo zurcir —dijo Soberbia. En su ofrecimiento había interés personal y


también amabilidad; las labores de aguja siempre la calmaban, y Magdalena le caía bien.
Cinco minutos después estaban en la zona tranquila. Magdalena se había sentado en
una silla. Soberbia estaba arrodillada ante ella sobre la alfombra azul, dando puntadas
desde la parte superior del desgarrón hacia el dobladillo.

Procuraba no hacer caso del hecho de que tenía los dedos rígidos y le dolían los bra-
zos por la fuerza con que él se los había agarrado. Tenía la piel de la muñeca moteada,
enrojecida y sensible, como si él le hubiera retorcido el antebrazo con sus guantes de cue-
ro. Había elegido a propósito un top de manga larga y ceñida para ocultar las marcas,
aunque temprano por la mañana había ido a que se las fotografiaran. Parecía un trámite
fútil, pero razonó para sí que aunque la imagen no demostrase nada por sí misma podría
aportar algo más tarde, como parte de un cuadro más amplio.

Entró Roberto, arqueando una ceja ligeramente socarrona.

—No es lo que parece —dijo Magdalena, riéndose.

Él se sentó y abrió un libro, con los ojos aplicadamente pegados a las páginas. So-
berbia intentó concentrarse en la falda y no mirar demasiado a Roberto. Extendió la mano
para alcanzar las tijeras.

—¿Algún otro talento escondido, aparte de modista de alta costura? —preguntó Ro-
berto.
Ella no paraba de reproducir la voz de Rafe. Conozco tus talentos ocultos.

—Es el único. —Cortó el hilo con la tijera—. Pero lo exhibiré en la semana londi-
nense de la moda. Con una marca ultrasecreta. —Alisó la falda de Magdalena y se lVir-
giniantó—. Ya está. Un remiendo de quince minutos.

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No paraba de preguntarse por qué Rafe llVirginiaría los guantes. No paraba de ima-
ginar los motivos más aterradores.
—Quiero saber la marca —dijo Magdalena—. Subastaré mi falda como un diseño
original de Soberbia.
No paraba de preguntarse, una y otra vez, a qué destino había escapado.

—Mis secretos morirán conmigo —dijo.

Apareció el ujier, para comprobar si habían terminado, y Magdalena corrió a hablar


con él.
No paraba de recordarse que él sólo había tocado la superficie de su cuerpo. No pa-
raba de intentar convencerse de que el jabón había eliminado todas las trazas de Rafe.

Jueves, 22 de enero, 2.30 de la tarde (Hace tres semanas)

Falta poco más de una semana para que deje el trabajo y forme parte de un jurado.
Voy a entregar unos papeles a la nuVirginia jefa del departamento de inglés y tengo que
pasar por delante de la puerta azul de tu despacho. Está abierta, a pesar de la placa que
anuncia que es una puerta de incendios y que debe permanecer cerrada. El despacho está
vacío. Pero descubro algo que me detiene, la respiración se me acelera, estoy nerviosa
porque en cualquier instante aparecerás en el pasillo. Aun así, tengo que mirar.

Sólo yo reconocería como un minialtar la colección de objetos depositados encima


de tu archivero. ¿Tienes pensado usarlos para un extraño ritual vudú? Un sobre con mi le-
tra dirigido a ti que debe de haber contenido un aburrido impreso administrativo para
posgraduados. Una taza de café amarilla con dibujos de margaritas naranjas y verdes; yo
la usaba todas las mañanas hasta que desapareció hace un mes; no la has limpiado. Un re-
cipiente de plástico del yogur de fresas que a veces llevo al trabajo, veteado con los ves-
tigios ahora marrones de lo que no pude raspar del envase. No entiendo cómo lo has
conseguido. Un tubo vacío de la crema de manos que siempre tengo en mi mesa. Folletos
y revistas de fotografía para aficionados. Algunos papeles desechados de una reunión,
con garabatos de los tulipanes que siempre hago.

110. Dicen que hace falta un promedio de 110 incidentes de acoso para que una mu-
jer vaya a la policía. Me digo que en absoluto estoy cerca de 110, aunque me pregunto si
eso depende de cómo los cuenten.

¿Cada objeto encima de tu archivero cuenta como un incidente? En realidad, proba-


blemente no cuentan para nada. Parecería una idiota si aludo a ellos y tú puedes explicar-

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lo todo para que yo parezca una paranoica y una estúpida. Prácticamente oigo tu risa de
complicidad ante la total insensatez de una acusación semejante.

¿Cada hombre que se olvida de lavar una taza de té debe comparecer ante el comité
universitario contra el acoso?
¿Soy el único que se ha llVirginiado por error la taza de té de otra persona?

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Semana 2 La danza del fuego

Sábado, 14 de febrero, 11 de la mañana Feliz día de San Valentín

Cuando llego al pie de la escalera me encuentro con la señora Norton en el vestíbu-


lo. Salgo a hacer recados y a tomar un café con Gary, pero la señora Norton vuelve ya de
una atareada mañana de excursiones. Se está despidiendo del taxista que se ha empeñado
en llVirginiarle el carrito de la compra de tela escocesa, y le está riñendo porque podría
haberlo hecho ella sola.

La señora Norton tiene noventa y dos años y le gustan sus rutinas. Todos los días,
en cuanto se despierta, da veinte vueltas alrededor del piso, lo más rápido que puede, para
hacer ejercicio. Dice que las aceras de la calle son demasiado desiguales y peligrosas para
que las ancianas caminen deprisa por ellas.

Quiero un hada madrina. Será como la señora Norton y se reirá como ella, con su ri-
sa cantarina. Me concederá tres deseos y escogeré juiciosamente. Uno: deseo tener un hi-
jo. Dos: deseo a Roberto. Tres: deseo que te marches para siempre a un lugar muy muy
lejano. La varita se agitará una, dos y tres veces. Será sencillísimo.

La señora Norton me lanza una mirada cómplice.

—Han traído esto para usted, querida. Bombones. Acabo de ponerlos en la repisa
con el resto del correo. Y en una caja preciosa, además. La ha dejado alguien delante de
nuestra puerta.

Voy a la puerta. Titubeo, pero me obligo a abrirla.

Estás en la acera al otro lado de la calle, recostado en una farola. Otra vez con va-
queros negros. Una camisa negra de manga larga, sin remeter. No llVirginias abrigo ni
gorro, y encoges los hombros contra el frío. En realidad pareces vulnerable.

Por un instante, el odio que te tengo flaquea. Te veo como si fueras un desconocido.
Veo el problema en tu cara y pienso que eres un alma solitaria. Pienso en cuando Enrique
se fue y en lo que se siente cuando sufres un desengaño Amoroso irreparable. ¿No es eso
lo que te pasa, sólo que en un grado patológico? Pero entonces lVirginiantas una mano
saludando despacio y echas a andar hacia mi casa. Te acercas a mí, precisamente donde
no quiero que estés. Y la punzada de compasión que me ha asaltado por sorpresa desapa-
rece tan rápido como ha surgido.

Tu voz es demasiado fuerte en mi calle apacible.

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—Hola, preciosa.

Hola, preciosa.

Fue lo que me dijo Enrique el día en que nos conocimos.

Fue hace cinco años, poco después de que yo empezase a trabajar en la universidad.
Todavía recuerdo nítidamente la primera vez que lo vi. Su traje de buen corte. Su
corbata con citas zigzagueantes de T. S. Eliot. El modo en que le brillaron los ojos cuan-
do Gary nos presentó al empezar la reunión del comité que nos puso en contacto aquel
día. La descarga eléctrica que sentí cuando me estrechó la mano. El hecho de que desde
el principio me era imposible mirar a cualquier otro sitio de una habitación si Enrique es-
taba en ella.

Durante la reunión él me guiñó un ojo y tuve que reprimir la risa. Cuando volví a mi
despacho las dos palabras me estaban esperando en un e—mail. Hola, preciosa. Parecían
arder en la pantalla.

Podría no haberle hecho el menor caso o haberle rechazado o hasta haberle denun-
ciado por acoso sexual. No hice ninguna de estas tres cosas.

Hola, respondí, consciente de lo fuerte que me latía el corazón.

Cena conmigo esta noche. Su mensaje apareció unos segundos después de mi res-
puesta. No era una pregunta, pero podría haberle dicho que no y él habría respetado esa
negativa.
Otra gran diferencia entre vosotros dos.

Lo mismo que el hecho de que ni siquiera recuerdo la primera vez que te vi. Hasta
tu fiesta por la publicación del libro no había tenido nada que ver contigo fuera del traba-
jo ni me había fijado mucho en ti; no eras más que uno de tantos profesores sin nada de
particular a los que yo tenía que perseguir para que me rellenaran el papeleo de sus alum-
nos de doctorado. No eras más que eso.

Después del restaurante, Enrique y yo paseamos por la orilla del río, respirando el
humo de madera que salía por las chimeneas de las gabarras. El río estaba tan crecido que
llegaba a las barandillas de hierro teóricamente destinadas a impedir que la gente cayera a
sus aguas. Enrique recitó de memoria «La sirena» de Yeats y me hizo prometer que no le
ahogaría. A pesar de que estábamos aturdidos por el vino que habíamos bebido, de algún
modo resolvimos el laberinto de losas, enlazados de la mano casi a oscuras hasta que lle-
gamos a su centro de mosaico.

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Al final de la velada estuvimos a la orilla de la presa, observando la espuma justo
debajo del reflejo invertido del puente Pulteney, oro iluminado sobre el espejo cristalino
del agua. «Un encuentro perfecto», dijo Enrique. Infundió a esas palabras su habitual dejo
irónico y la conciencia que como poeta tenía de su aire retro. «Un encuentro perfecto» no
formaba parte natural de su vocabulario. Pero cuando me atrajo hacia él, tuve que admitir
que la velada lo había sido.
Un mes más tarde descubrí que estaba casado, aunque me juró que la relación se ha-
bía acabado a todos los efectos excepto los legales. Después de decírmelo me negué a
verlo durante tres semanas, no hice caso de sus llamadas telefónicas, mensajes ni e—
mails, ni respondí al timbre, indeciblemente enfurecida porque me lo hubiera ocultado.
Pero ya estaba tan locamente prendada de él que no tardé mucho en abjurar de mi voto de
renuncia. Dos meses después, Enrique abandonó la casa que compartía con su mujer y
apareció en mi piso con una botella de vino, flores y una maleta.

El amante inquebrantable

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Semana 3 El amante inquebrantable

Lunes, 16 de febrero, 8.12 de la mañana

Te veo en cuanto el taxi entra en la calle enfrente del edificio. Estás recostado contra
la pared junto a la entrada de la estación. Me interceptas en el momento en que me apeo,
como un gacetillero que persigue a una celebridad. Me sigues de cerca mientras me dirijo
hacia los torniquetes.
Dios, qué molesto eres. La persona más fastidiosa del mundo. Cuando no me en-
cuentro en un estado de absoluto terror veo que en tu mejor versión eres simplemente irri-
tante. Pero hace mucho que has dejado atrás esa versión. Cada día te acercas más a tu
peor imagen y no quiero ponerme a imaginar cuál sería la última etapa de esa trayectoria.

—¿Te lo pasaste bien en el mercado con tu amiga jurado el miércoles, Soberbia?


La boca se me reseca al pensar que has reparado en Annie. Pero me digo a mí mis-
ma que no es posible que pienses en sacar algún provecho de una mujer a la que sólo co-
nozco desde hace dos semanas, simplemente porque nuestros nombres salieron de un
sombrero. Trago fuerte y me aclaro la garganta. Me digo que Annie no corre ningún peli-
gro por tu causa; no te dará nada de mí: Annie no es Agostina. Pero también sé que a par-
tir de ahora tendré que mantenerme apartada de Annie fuera del juzgado; tengo que
asegurarme de que no vuelves a mirarla.
—¿Por qué no llevarías el anillo, Soberbia?

Mis ojos miran al tablero electrónico de salidas. No detengo mis pasos mientras
busco el tren a Bristol. Para mi gran alivio, el de las 8.22 sale puntual.

—Si leyeras como es debido tus cuentos de hadas sabrías que siempre hay un casti-
go terrible para los que no aprecian un regalo.
Tropiezo contra la última persona de la cola ante el torniquete y mascullo una dis-
culpa.
—No sabía que eras tan buena amiga de Gary, Soberbia.

Pero no lo hay, por supuesto. Por supuesto, todos son tuyos; el identificador de lla-
madas aparece en blanco en cada una de ellas, lo que viene a confirmarlo. Por temblorosa
que esté, por fugaz que haya sido mi minúscula victoria sobre ti en la estación, me fuerzo
a pensar serenamente, con lógica.

Intento descubrir cómo has conseguido el número. Quizá hayas encontrado algún
pretexto para pedírselo a Agostina, pero creo que eso la habría alertado. Es más probable
que la culpa sea de mi vieja costumbre de tirar las facturas de teléfono al cubo de recicla-
je, lo que significa que las has tenido en tu poder durante al menos una semana y media.

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Tuve un cuidado escrupuloso el otro día, cuando separé lo que iría al cubo y lo que mete-
ría en la trituradora.

Me intriga que esperases para utilizar este número. Sé que necesito comprender por
qué. Y entonces caigo en la cuenta. Veo el control que puedes ejercer cuando quieres. Es-
tás midiendo minuciosamente las dosis de lo que haces, planeas tus ataques en un orden
riguroso que sólo tú entiendes y te aseguras de que sean periódicos.

Cambiaré el número del teléfono fijo y lo programaré para que bloquee todas las
llamadas de números ocultos.
He estado metiendo todas tus cosas en el antiguo aparador de madera que restauró
mi padre. También guardaré ahí el contestador con sus cuarenta mensajes en blanco.

Las pruebas son esenciales. Guárdelas todas en un lugar seguro.

En el momento en que voy a cogerlo, suena el teléfono. Lanzo un pequeño grito y


cierro los labios con fuerza, enfurecida porque me has pillado otra vez. Pero has estado
vigilando. Sabes que ahora estoy en casa; sabes que estoy oyendo este timbre. Otra lla-
mada anónima, veo en el visor del auricular. No te contestaré.

A pesar de la sensación de estar paralizada dentro de una pesadilla, caigo de rodi-


llas. Arranco de la pared el enchufe de la conexión antes de que descuelgue el contesta-
dor. Te corto la llamada, te privo de la satisfacción de llamar esta vez; no te permito que
entres en mi dormitorio. Nunca más entrarás en mi dormitorio.

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Semana 3

El amante inquebrantable

Martes, 17 de febrero, 8.05 de la mañana

¿No tienes nada mejor que hacer? ¿No te aburres ni te congelas ahí parado una ma-
ñana tras otra?

No digo estas cosas cuando te encuentro una vez más delante de mi casa.

No te miro. Sin detenerme, me encamino hacia el taxi.

—Parece que se te ha estropeado el contestador, Soberbia. ¿Lo sabías, Soberbia?


Si repites mi nombre una vez más podría estamparte un puñetazo. Me abres la por-
tezuela del taxi como si fueras un hombre educado y de buenos modales. Baja como soy,
reprimo mi impulso de darte un empujón.
—Te advertí que te apartaras de ese bombero, Soberbia.

Extiendo la mano hacia la manija para cerrar la puerta tras de mí y le digo al taxista
que no eres alguien con quien quiera compartir el trayecto. Él te dice que te apartes del
coche.

—Desde luego —le dices tú cortésmente, de hombre a hombre, como si fueses una
persona razonable, aunque sigues agarrando la puerta y no me quitas los ojos de enci-
ma—. Sólo me estaba despidiendo de mi novia. ¿Sabías que cuando te añoro demasiado
miro tus fotografías, Soberbia?
Dicho lo cual sueltas la puerta. Se cierra de un portazo, de repente. Pero no es el
portazo lo que resuena en mis oídos. Es tu despedida.

Un hombre esbelto, de pelo blanco, con aspecto de caballero, estaba sentado detrás
de la mampara azul, muy erguido en su silla, cuando entraron en la sala 12. El abuelo de
Lottie.

—El jurado verá que el domingo 29 de julio, a las tres y media de la tarde, hubo una
llamada del móvil de Carlotta Lockyer al teléfono fijo del señor John Lockyer — dijo
Morden—. ¿Recuerda la conversación, señor Lockyer?

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—Carlotta me pidió mil quinientas libras. Parecía asustada. Disgustada.

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Martes, 17 de febrero, 12.50 de la mañana

Doy por supuesto que estoy a salvo, a la hora de comer, vagando por las librerías de
viejo en las mansiones polvorientas que hay detrás de la calle central del distrito de juz-
gados. Sin duda por hoy te bastará con haberme visto un momento esta mañana. Aun así,
te busco, volviendo la cabeza hacia todas partes. Debo de parecer una maniática, como si
tuviera una especie de tic nervioso. De hecho me sorprendo preguntándome dónde esta-
rás. Lo cual me asusta todavía más: me hace ver que existe el peligro de que me obsesio-
ne tanto contigo como tú conmigo. Es lo que tú quieres, en tu constante empeño por
llamar mi atención. Tengo que impedir que me suceda.

Lo consigo durante unos minutos. Al acercarme al edificio del juzgado estoy pen-
sando sólo en el nuevo tesoro que llevo en la mano, un precioso volumen de las Trans-
formaciones de Anne Sexton. El trasgo que asoma de la sobrecubierta está envuelto en la
bolsa de papel floreado del hombre del puesto de libros, pero su cara me acompaña.
Mientras camino pienso en esa cara arrugada, tierna y turbadora. No pienso en ti en abso-
luto. Pero entonces te veo delante de las puertas giratorias y eres lo único en que pienso.

Mi vista es más aguda. Todo es nítido. Aumenta el volumen de los sonidos. Pasa
una furgoneta blanca de la cárcel; el humo de su tubo de escape me irrita el interior de la
nariz.

Veo a Roberto como a cámara lenta, doblando la esquina desde el extremo opuesto
de la calle. Está a dieciocho metros de distancia.

Pasar por delante de ti será inevitable. Yo también me acerco a las puertas girato-
rias.
Roberto está a quince metros.

Rezo para que no hagas nada que llame la atención de Roberto sobre ti, que no ha-
gas nada que indique que existe algún lazo entre nosotros.

A doce metros.

Paso por delante de ti, a la mayor distancia posible entre nosotros. Pero digo en voz
baja, sin mirarte:
—Si me sigues, se lo digo a los guardias de seguridad.
Tu voz es baja pero fácilmente audible.

—Te he visto como no te ha visto ningún hombre, Soberbia —dices, y después ya


he franqueado las puertas. Roberto queda fuera de mi vista, pero calculo a ciegas la rela-
ción entre la velocidad de su paso y tu posición. A seis metros. A tres. El pitido de un

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claxon lejano me sobresalta y me obliga a mirar atrás. Tú echas a andar en dirección


opuesta a la de Roberto y no te cruzas en su camino.

Roberto la alcanzó en el vestíbulo, sonriendo cuando depositaron sus cosas en la


cinta de la máquina de rayos X, y ambos charlaron con los guardias, que eran ya como
viejos amigos y que a regañadientes les pasaban por el cuerpo el detector de metales, a
pesar de la cortés actitud de facilitarles la tarea que ellos adoptaban después de haber cru-
zado el arco. Soberbia se comportaba como si todo fuera lo más normal del mundo, con-
fiada en que Roberto no se percatase de que tenía la cara muy colorada y respiraba
demasiado rápido.
Soberbia apretó varias veces la punta de su portaminas, para alargar la mina.

Morden estaba interrogando a una anciana de pelo blanco acerca de algo que había
ocurrido una hora antes de que secuestrasen a Lottie.
—Cuatro hombres invadieron mi jardín. Uno de ellos estaba dando patadas a la
puerta de mi cocina. Otro gritaba hacia la ventana del piso de arriba que habían visto a mi
hija Dorcas por las cortinas de su dormitorio y que él sabía que estaba allí y que ella le
oía y que más le valía salir o tirarían la puerta y la atraparían y sería peor para ella. Dijo
que ya debería haber escarmentado. Dijo palabras asquerosas.
—¿Puede repetir para el jurado esas palabras?

—Yo no digo esas cosas.

Morden pareció convenientemente aleccionado pero también ligeramente divertido.


—Uno de ellos me vio con el teléfono en la mano, llamando a la policía, y huyeron
corriendo. La puerta no se cierra bien desde entonces —dijo.

No había rastro de Rafe.

—Ojalá pudiera arreglarle la puerta a esa señora —dijo Roberto.

—Quieres ayudar a la gente incluso cuando no trabajas.

—En eso tienes razón. El fin de semana pasado salvé a un caracol de un tordo. El
tordo lo estaba golpeando contra una piedra para romperle la concha.

—Pobre tordo —dijo Soberbia—. Qué inteligente por su parte utilizar una herra-
mienta, y ahora probablemente se ha muerto de hambre.
—Volvería a hacer lo mismo —dijo Roberto. Asintió para confirmarlo.

Pero los dos sonrieron, como si a cada uno le gustase el otro porque eran distintos.

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Sólo habían llegado hasta el puente cuando una voz les interrumpió.

—Bombero. Eh. Bombero.

La voz no se parecía a la de Rafe, pero aun así ella contuvo la respiración por un
instante. Se hizo a un lado cuando un joven se plantó delante de Roberto.

—Habló en mi clase en diciembre sobre la seguridad en la carretera.

El recordatorio tenía un aire de desafío.

—Me acuerdo de ti. Después viniste a charlar conmigo. Eres Juan Carlos, ¿verdad?
Vives con tu abuela.
Roberto afincó los pies más firmemente, miró al chico a su modo directo y aguardó
pacientemente. A Soberbia le asombró que él recordase aquello un par de meses más tar-
de, después de un solo encuentro en lo que debió de ser un aula grande llena de escolares.

—Pensé en lo que dijo, en todas las diapositivas que enseñó. Pero voy a seguir con-
duciendo rápido.
—Te sacaré del coche vivo o muerto —dijo Roberto.

Soberbia sintió un escalofrío imaginando las manos de Roberto blandiendo, indife-


rente, instrumentos enormes para cortar metal retorcido y que los paramédicos pudieran
llegar a la carne humana enredada dentro.

—A mí me da igual —dijo Roberto.

Juan Carlos se mordió el labio.

—Pero a tu abuela podría no darle igual —añadió Roberto, y extendió la mano. Juan
Carlos se la estrechó—. Gracias por pararme para charlar otra vez y comunicarme tus
planes.

Soberbia dirigió a Juan Carlos un gesto de despedida, sabiendo que él no le devolve-


ría el saludo, y ella y Roberto siguieron su camino.
—¿De verdad te da lo mismo que estén vivos o muertos?

—No hay ninguna diferencia.

—¿Y si fuera alguien conocido?

—Depende de quién.

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Ella sonrió pero tuvo otro escalofrío.

—¿Y si fuera yo?

—Entonces sería distinto.

Martes, 17 de febrero, 6.20 de la tarde

Hay un paquetito rectangular apoyado en la puerta principal de mi edificio, envuelto


en papel de estraza y atado con una cuerda. Mi nombre está escrito a mano con una cali-
grafía meticulosamente controlada. Pero conozco tu letra aunque la hayas disfrazado. El
corazón me late más deprisa cuando subo el paquete por la escalera a mi piso. Dejo caer
el bolso, no me molesto en quitarme el abrigo y me desplomo sobre el sofá, retiro la
cuerda y deshago el paquete con manos temblorosas.

Es lo que supongo: un libro en miniatura, más o menos de la altura y la anchura de


una postal. Has recortado a mano las páginas hasta ese tamaño sobre un grueso y caro
papel de color crema. También lo has encuadernado a mano, con un hilo fuerte que has
cosido muy prieto a través de los agujeros que has abierto. Es un libro precioso. Admira-
ría un objeto así si no lo hubieras hecho tú.

Una colección de cuatro cuentos de hadas. Selección de Rafe Solmes, reza la porta-
da y, debajo del título, Edición limitada: número 1 de 1. Hay una dedicatoria: Para So-
berbia, que es hermosa y aficionada al vino. Miro el índice: conozco demasiado bien cada
uno de los cuentos. El primero es «El castillo del asesinato». El segundo, «Barba Azul».

Abro el libro por el tercero de la serie, «El pájaro del brujo», y veo que has subraya-
do un pasaje.

Érase una vez un brujo que adoptaba la forma de un hombre pobre e iba mendigan-
do por las casas y capturaba a chicas bonitas. Nadie sabía dónde las llevaba porque nunca
las volvieron a ver.

Es la historia de un crimen sexual, repetido y prototípico. El brujo también tiene su


«tipo»; el perfil de su víctima. Son jóvenes y guapas, por supuesto. De lo contrario, ¿por
qué habrían de interesarle? Es una historia sobre encantadoras doncellas que desaparecen
misteriosamente, como en tantos cuentos de hadas, y sobre el excitante enigma de lo que
les sucede después de ese abrir y cerrar de ojos en que desaparecen tan completamente de
su vida cotidiana. Es su falso aspecto vulnerable el que le permite capturarlas. Lo que las
hace susceptibles de secuestro es la compasión por un hombre aparentemente pobre.

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Todo esto resumido en dos frases. Los cuentos de hadas establecieron la plantilla y
los métodos mucho antes de que en el siglo XX cualquier asesino en serie de triste fama
secuestrase a su primera víctima.

El cabestrillo o las muletas falsas. Los ensayados suspiros de vergüenza y sufri-


miento valientemente soportado mientras se esfuerza por cargar los comestibles o la caja
de libros en su furgoneta sin ventanillas. Aprovechándose de la bondad y de la compasión
de la mujer que pasa. Explotando asimismo sus esperanzas románticas cuando se acerca
al guapo desconocido para ofrecerle ayuda. Quizá incluso se pregunte si el momento si-
guiente se convertirá en la historia que contar a unos niños futuros sobre cómo se cono-
cieron sus padres. Quizá hasta piense en esas otras historias; las que prometen que las
buenas acciones siempre serán recompensadas. Él duplica la dosis de encanto, por su-
puesto, y exhibe de nuevo esa bella sonrisa un instante antes de empujarla dentro, cerrar
de un portazo y aplastarle en la cara el trapo empapado de cloroformo.

Paso al cuarto y último cuento, «El novio bandido», donde de nuevo has destacado
el pasaje que ante todo quieres que vea.

Se llevaron a otra joven. Estaban borrachos e hicieron oídos sordos a sus gritos y
lamentos. Le dieron a beber vino, tres vasos enteros, uno de vino blanco, otro de vino tin-
to y otro de vino dorado, que le partieron el corazón en dos. Acto seguido desgarraron sus
delicadas vestiduras, la colocaron encima de una mesa, cortaron en pedazos su hermoso
cuerpo y lo rociaron de sal.

Drogan a una muchacha, la desvisten, la colocan sobre una superficie plana y la tor-
turan. Así continúa el fragmento. Sus gritos y súplicas sólo sirven para hacerlo todo más
excitante; muestran que no puede cerrar los ojos al terrible mundo nuevo en el que ha
caído. Dejan claro la clase de relato que es éste en realidad. Un crimen sexual disfrazado
de cuento de hadas. Sexo disfrazado de canibalismo. Sadismo sexual disfrazado de prepa-
ración de una carne. Violación colectiva disfrazada de una banda de ladrones. De este
modo los Grimm burlaron a los censores, que no eran lectores atentos. Lo del corazón
partido en dos no es literal. No es una historia de necrofilia. La víctima no muere antes de
que le hagan estas cosas. Está angustiada y consciente y aterrorizada mientras se las ha-
cen. Eso es lo que significa el corazón reventado.

Sé cómo lees estos relatos y cómo quieres que los lea yo. Veo en tu dedicatoria que
me has vinculado con las cosas horripilantes y la suerte atroz que padecen estas chicas.

Recuerdo que el abogado Morden dijo en su alocución inicial que lo que le había
sucedido a Lottie no era un cuento de hadas. Pero se equivocaba. Lo que le sucedió pro-
venía directamente de los cuentos de hadas.

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Incluso antes de pisar aquella sala yo sabía la importancia de las pruebas. Sin em-
bargo, mi impulso sigue siendo deshacerme de todo lo que hayas tocado, impedir que en-
venene el aire a mi alrededor. Quiero minimizar tu presencia: en mi pensamiento y en mi
casa. Pero es un impulso al que no puedo ceder.

Cuando hablan de la policía, los folletos son sumamente contradictorios.

Llama a la policía inmediatamente – No llames a la policía hasta que tengas pruebas


irrefutables.
La policía está para ayudar – No esperes que la policía pueda hacer gran cosa.

Pero en cuanto a las pruebas, el consejo es unánime: cuantas más mejor; todas las
que haya son pocas.

Necesito más pruebas, tantas que a la policía le resulte imposible dudar de mí o no


hacerme caso. Tantas pruebas que no puedan dar de mí una imagen como la que dan de
Lotería.

Abro el precioso aparador de mi padre. Empujo tu libro y su envoltura hacia el fon-


do, cerca de las demás cosas. Cuido de sepultar todo eso detrás de montones de tela acu-
mulada. Cierro con tanta fuerza las puertas que yo misma me sobresalto. Me lavo las
manos porque no quiero ni un ápice de tu ADN en mi piel, contaminada por tocar lo que
has tocado.
Me tomo dos pastillas y me meto en la cama. Tengo en las manos Transformacio-
nes, pero sólo leo unas pocas páginas antes de que los somníferos hagan su efecto.

Cuando despierto al día siguiente tengo el libro abierto encima del pecho. Las pala-
bras se me han filtrado por debajo de la piel y me han llegado a la sangre. No logro dejar
de pensar en la «Rosa de brezo» de Sexton. Nada puede curarla de las cosas que le hicie-
ron cuando estaba atrapada en la oscuridad. Le acosa el terror de cerrar los ojos incluso
después de que el beso del príncipe la rescatara de la pesadilla del hechizo de un sueño de
cien años.

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PARTE 3

CAPÍTULO 27

«“El domingo, 01 de octubre de 2017, hallaron muerta en un descampado a Sober-


bia Sajonia, la mujer que era buscada por 2.500 efectivos policiales y gendarmes hacía
una semana. El principal sospechoso es el marido y está detenido”», tituló el periódico
Los Andes.

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CAPÍTULO 28

DOS antiguos dueños de Soberbia esperaban fuera de la capilla del crematorio, de


espaldas al frío de febrero. Todo se había dicho ya. El marido fue liberado por falta de
evidencias.

Ahora, la visión de Jorge saliendo de la capilla hizo que los amantes de Soberbia se
alejaran aún más por el sendero de grava plagado de malas hierbas. Se adentraron en una
zona de ovales parterres de rosas, presididos por un letrero que rezaba: «El Jardín de la
Remembranza». Cada una de las plantas había sido salvajemente podada hasta escasos
centímetros de la tierra helada, una práctica que Soberbia solía deplorar. El retazo de cés-
ped estaba lleno de colillas aplastadas, pues se trataba de un lugar donde la gente solía
demorarse a la espera de que deudos y amigos del difunto salieran del edificio principal.
Mientras iban y venían por el sendero, los dos viejos amigos reanudaron la conversación
que, de formas diversas, habían mantenido en el pasado media docena de veces y que les
procuraba harto más consuelo que entonar el himno de la nostalgia.

Mauricio había sido el primero de los dos en conocer a Soberbia. Su amistad se re-
montaba al 1982, cuando siendo estudiantes habían convivido con un caótico y cambiante
grupo juvenil en el Valle de la Salud.

Contempló cómo el vaho de su aliento se perdía en el aire gris. La temperatura, en el


centro de Danton, era aquel día −11º. Once grados bajo cero. Había algo gravemente
erróneo en el mundo cuya culpa no podía atribuirse a Dios ni a su ausencia. Sólo el hom-
bre debía hacerse responsable del clima y sus consecuencias.

Jorge dijo:

—Morirse así, pobre Soberbia, asesinada…

Se encogió de hombros. Estaban llegando al borde del hollado césped. Se dieron la


vuelta y volvieron sobre sus pasos.

Jorge, el triste y rico editor que la adoraba y a quien, para sorpresa de todos, Sober-
bia no había dejado nunca, pese a tratarlo a baqueta. Miraron hacia la capilla: Jorge, de
pie ante la entrada, recibía el pésame de los asistentes a la ceremonia. La muerte de So-
berbia lo había rescatado del desprecio general. Incluso parecía haber crecido unos cen-

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tímetros; su espalda se había enderezado, su voz se había hecho más grave y una nueva
dignidad había encogido un tanto sus ojos suplicantes, codiciosos.

Volvieron a dar la espalda a la capilla, y entonces sonó un teléfono en el bolsillo de


Vernon. Este se excusó y se apartó hacia un lado, dejando que su amigo continuara cami-
nando. Orlando se estrechó el abrigo en torno al cuerpo, e hizo más lento su paso. Debía
de haber unas doscientas personas vestidas de negro fuera del crematorio.

Pronto empezaría a parecer descortés no acercarse a Jorge a darle el pésame. Había


«conseguido» a Soberbia al fin, cuando ésta ya no pudo ni reconocer su propia cara en el
espejo. Nada podía hacer respecto a sus pasadas aventuras Amorosas, pero al final era en-
teramente suya. Orlando estaba perdiendo la sensibilidad en los pies, y al golpear con
ellos el suelo el ritmo le devolvió la figura que se desploma y sus diez notas, ritardando,
un corno inglés, y, alzándose suavemente contra él, en contrapunto, como en una imagen
especular, unos chelos. Y en esa imagen, el rostro de Soberbia. El final. Todo lo que aho-
ra deseaba era la calidez, el silencio de su estudio, el piano, la partitura inconclusa, llegar
al final. Oyó que Vernon decía al despedirse:

Recordaba cómo Soberbia le había mirado a los ojos mientras simulaba morder la
manzana, cómo le había sonreído procazmente mientras hacía como si masticara, con una
mano en la cadera proyectada exageradamente hacia fuera, como parodiando a una puta
de music—hall. Orlando lo interpretó como una señal —el modo en que ella mantuvo fi-
jamente la mirada—, y, en efecto, volvieron el uno con el otro aquel abril. Él siempre ha-
bía pecado de exceso de vehemencia. Ella le enseñó el sigilo sexual, la esporádica
necesidad de la calma. Quédate así, quieto, mírame, mírame de verdad. Somos una bom-
ba de relojería. Él tenía casi treinta años (su desarrollo había sido tardío, según las pautas
actuales). Mientras ella era cuidadora y esperaba para donar sus órganos, Orlando siem-
pre la llamaba por teléfono, le preguntaba cómo hacía para ser feliz, cómo podía ser feliz
sabiendo que pronto moriría, pero ella cortésmente contestaba que había nacido para eso,
era un clon.

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CAPÍTULO 29

UNA hora después, el coche dejaba a Orlando en Danton.

Orlando entró en casa y se quedó unos instantes en el recibidor, embebiéndose del


calor de los radiadores y del silencio. Una nota del ama de llaves le comunicaba que ha-
bía un termo de café en el estudio. Sin quitarse el abrigo, subió hasta allí, tomó un lápiz y
una hoja de papel pautado, se apoyó sobre el piano de cola y escribió las diez notas des-
cendentes. Se quedó junto a la ventana, mirando fijamente la página e imaginando los
chelos de contrapunto. Había muchos días en que el encargo de escribir una sinfonía para
el milenio se le antojaba algo doloroso y absurdo: una intromisión burocrática en su inde-
pendencia creativa; la duda respecto a dónde exactamente debería Giulio Bo, el gran di-
rector de orquesta italiano, ensayar con la Orquesta Sinfónica de Mendoza; la irritación
leve pero constante causada por la persecución sobreexcitada u hostil de la prensa; el he-
cho de haber incumplido ya dos plazos de entrega (todavía faltaban varios años para el
milenio)… Había también días como aquél, en que no pensaba sino en la música misma y
se le hacía difícil estar fuera de casa.

Dejó el piano y se sirvió un café, que tomó en el sitio de siempre, al lado de la ven-
tana. Las tres y media, y ya había oscurecido lo bastante como para encender las luces.
Soberbia era cenizas. Trabajaría toda la noche y dormiría hasta la hora del almuerzo. En
realidad no había mucho más que hacer. Haz algo, y muere. Cuando terminó el café vol-
vió a cruzar el estudio y se quedó de pie junto al piano, inclinado sobre el teclado, sin
quitarse el abrigo, a la exhausta luz de la tarde, mientras tocaba con ambas manos las no-
tas que acababa de escribir. Era casi perfecto, casi verdad. Sugerían un desnudo anhelo de
algo fuera de alcance. Alguien. Era en momentos como éste cuando solía telefonear a So-
berbia para pedirle que viniera, cuando se sentía demasiado inquieto para sentarse al
piano durante mucho tiempo, demasiado excitado por nuevas ideas para poder estar tran-
quilo. Si estaba libre, Soberbia iba a su casa y hacía té, o preparaba combinados exóticos,
y se sentaba en aquel viejo y gastado sillón del rincón del estudio. Hablaban, o ella le pe-
día que tocara algo, y se quedaba escuchando con los ojos cerrados. Sus gustos eran sor-
prendentemente austeros para alguien tan amante de las fiestas. Bach, Stravinski, muy de
cuando en cuando Mozart. Pero para entonces ya no era una jovencita, ni su amante. Eran
camaradas, demasiado irónicos el uno con el otro como para sentir pasión; y les gustaba
sentirse libres para poder hablar con franqueza de sus asuntos Amorosos. Soberbia era
como una hermana, y juzgaba a sus mujeres con mucha más generosidad de la que él
mostraría jamás respecto a sus hombres. Otras veces hablaban de música o de comida.

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Ahora ella era fina ceniza en una urna de alabastro que Jorge conservaría en lo alto del
armario de su cuarto.
Orlando participaba semanalmente en el Diario El Tiempo, donde aseguraba que:
Ya en 1995 The New Grove aporta una definición más completa definiendo el con-
cepto de música clásica desde diferentes puntos de vista e incluyendo además de la músi-
ca del Clasicismo, un concepto más amplio que abarca tanto su origen epistemológico,
como las definiciones recogidas por otros teóricos: Término que junto a sus definiciones
“clásica, Clasicismo, clasicista, etc”, ha sido aplicada a gran variedad de música de di-
ferentes culturas. Del latín classicus (ciudadano de clase alta) [...] En una de las prime-
ras definiciones, clásico es definido como (i) clásico, formal, ordenado o auténtico; (ii)
correcto, capital, principal. Ambas vertientes han sido tratadas a lo largo de la historia
como (i) disciplina formal, (ii) modelo de excelencia, (iii) nacida en Grecia o en la Anti-
güedad Clásica y (iv) como lo opuesto a “romántico”. Y según Danto, este resurgimiento
tiene su razón de ser en la imposibilidad de diferenciar un “artefacto del pop—art de
otros productos cotidianos de consumo, la cuestión de la factura se torna secundaria y la
reflexión especulativa sobre qué es el arte, adquiere mayor relevancia”. A partir de aquí,
pronostica una disolución final del arte en la filosofía (un punto de vista de la consuma-
ción desde la perspectiva hegeliana). Surge la ruptura de la estructura modernista y lle-
ga lo que algunos denominan postmodernidad. En la postmodernidad o
“desmodernidad”, al igual que en períodos anteriores.
Pertenecía a la corriente discontinua de la música clásica. Que vierten el arte y las
filosofías paralelas. Eso lo tendría siempre atento a los nuevos garabatos de nuevos filó-
sofos de la música postmoderna.

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CAPÍTULO 30

AQUELLA mañana, durante un paréntesis de calma nada habitual en su jornada,


volvió a asaltarle el pensamiento de que tal vez no existía. Por espacio de treinta ininte-
rrumpidos segundos, había estado sentado en su mesa palpándose suavemente la cabeza
con las yemas de los dedos, había estado hablando con interesantes personas pero no supe
si de verdad estaba allí, quizás era el sueño de otra persona, como solía sucederle nor-
malmente; en lugar de ello, le había dejado una sensación de estar como inmensamente
diluido, de no ser sino la suma de toda la gente que le había estado escuchando, y de que,
una vez solo, no era nada en absoluto. Su jefe estaba en Libia y él sabía que sentarse le
quitaría la buena suerte, así que decidió sentarse en su propia silla. Sabía también, que los
objetos cuando eran vistos no podías verlos inmediatamente porque no lo volvería a ver.
Este sentido de «inexistencia» se había ido acrecentando desde la incineración de
Soberbia. Se estaba convirtiendo en algo inherente a él. La noche anterior se había des-
pertado junto a su mujer dormida y había tenido que tocarse la cara para asegurarse de
que seguía siendo un ente físico.

Si Horacio hubiera llevado aparte en la cantina a algunos de sus redactores y les hu-
biera confiado lo que le pasaba, se habría llevado un buen susto ante su falta de sorpresa.
Era notorio que era un hombre sin rasgos muy marcados, sin defectos ni virtudes, un
hombre que no existía totalmente.

Entretanto, en Danton, un director sucedía a otro en el curso de las sangrientas bata-


llas mantenidas contra un consejo de administración en exceso «entrometido». La vuelta
a casa de Horacio coincidió con una súbita reestructuración de los intereses de los propie-
tarios. La escena quedó sembrada de los miembros y torsos seccionados de los titanes de-
fenestrados. Juan Macri, la última apuesta del consejo de administración para dirigir el
diario, había fracasado en su tarea y el venerable diario no lograba incrementar su cuota
de mercado. No les quedaba nadie, pues, salvo Horacio.

Ahora, sentado en su escritorio, se friccionaba con cautela el cuero cabelludo. Últi-


mamente había caído en la cuenta de que estaba aprendiendo a convivir con su inexisten-
cia. No podía llorar mucho tiempo la muerte de algo —él mismo— que ya no podía
recordar cabalmente. Todo ello le preocupaba, pero era una preocupación que apenas se
remontaba a unos días atrás. Su jefe estaba pasando por una reestructuración, al igual que
él, su suave cara, era parecido a una momia, entera por fuera, pero acallada y muerta por
dentro.
Él escribió un libro que empezaba diciendo:

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Dudo de que muchos de los ases que ensalzaré en este trabajo se hayan acercado al
periodismo con la más mínima intención de crear un «nuevo» periodismo, un periodismo
«mejor», o una variedad ligeramente evolucionada. Sé que jamás soñaron en que nada
de lo que iban a escribir para diarios o revistas fuese a causar tales estragos en el mun-
do literario... a provocar un pánico, a destronar a la novela como número uno de los gé-
neros literarios, a dotar a la literatura norteamericana de su primera orientación nueva
en medio siglo... Sin embargo, esto es lo qué ocurrió. Bellow, Barth, Updike —incluso el
mejor del lote, Philip Roth— están ahora repasando las historias de la literatura y sudan
tinta, preguntándose dónde han ido a parar. Malditos sean todos, Saul, han llegado los
Bárbaros... Dios sabe que nada nuevo abrigaba mi mente, y mucho menos en cuestiones
literarias, cuando conseguí mi primer empleo en un periódico. Me impulsaba un ansia
desatada y artificial hacia algo completamente distinto. Chicago, 1928, y todo lo que eso
significaba... Reporteros borrachos huidos de los pupitres del News meando en el río al
amanecer... Noches enteras en el bar escuchando cómo cantaba «Back of the Yards» un
barítono que no era otra cosa que una tortillera ciega y solitaria con vasos de leche en
vez de ojos... Noches enteras en la oficina de los detectives... Siempre era de noche en
mis sueños sobre la vida periodística. Los reporteros jamás trabajaban de día. Yo quería
la película entera, sin que le faltase una escena... Yo era consciente de que aquello había
reducido mi ánimo a esta estúpida condición de Príncipe Estudiante. Daba lo mismo, yo
no podía evitarlo. Acababa de cursar cinco años de estudios superiores, una aclaración
que tal vez nada signifique para quien nunca se haya sometido a tan bárbaro tratamien-
to; lo explica todo, sin embargo. No estoy seguro de que pueda darles a ustedes la más
remota idea de lo que son los estudios superiores. Millones de norteamericanos cursan
ahora estudios superiores, pero al pronunciar la frase —«estudios superiores»— ¿cuál
es la imagen que se forma en nuestro cerebro? Ninguna, ni siquiera borrosa. La mitad de
los compañeros de estudios superiores que he conocido iban a escribir una novela sobre
el tema. Yo mismo tuve tal intención. Nadie ha escrito ese libro, que yo sepa. Todos olían
bastante bien la atmósfera. ¡Qué mórbida! ¡Qué ponzoñosa! ¡Sin equivalente en el mun-
do! Pero el tema acabó siempre por derrotarles. Desafía la estilización literaria. Una
novela semejante sería un estudio de la frustración, pero una clase de frustración tan ex-
quisita, tan inefable, que nadie sería capaz de describirla. El Sueño del Propietario... No
había paredes interiores. La jerarquía social no aparecía delimitada por zonas de ofici-
na. El redactor ejecutivo trabajaba en un espacio tan miserable y astroso como el del úl-
timo reportero. La mayoría de los periódicos era así. Tal disposición se instituyó
décadas atrás por razones prácticas. Pero se ha perpetuado a causa de un hecho curio-
so. En los periódicos, muy pocos empleados editoriales al final de la escala —esto es, los
reporteros— abrigaban en absoluto ambiciones de ascenso, de convertirse en redactores
locales, redactores ejecutivos, redactores en jefe, o cualquier otra cosa del resto. Los di-
rectores no temían amenazas de abajo. No necesitaban paredes. Los reporteros no exi-
gían demasiado... ¡únicamente convertirse en estrellas! ¡y de tan inmediato fulgor!
Todo el mundo conoce esa peculiar forma de competencia entre los reporteros, el
llamado pisotón. Los especialistas del pisotón luchan con sus colegas de otros periódi-

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cos, o servicios informativos, para ver quién consigue una noticia primero y la redacta
más deprisa; cuanto «mayor» sea la noticia —id est, más relación tenga con temas de
poder o de catástrofe—, mejor. En suma, les atañe lo que constituye la materia principal
de un periódico. Pero había también esa otra categoría de periodistas... Tendían a ser lo
que se llama «especialistas en reportajes». Lo que les confería un rasgo común es que
todos ellos consideraban el periódico como un motel donde se pasa la noche en su ruta
hacia el triunfo final. El objetivo era conseguir empleo en un periódico, permanecer ín-
tegro, pagar el alquiler, conocer «el mundo», acumular «experiencia», tal vez pulir algo
del amaneramiento de tu estilo... luego, en un momento, dejar el empleo sin vacilar, decir
adiós al periodismo, mudarse a una cabaña en cualquier parte, trabajar día y noche du-
rante seis meses, e iluminar el cielo con el triunfo final. El triunfo final se solía llamar La
Novela.
Eso sería Algún Día, ¿comprenden?... Mientras tanto, esos seres ideales continua-
ban allí batiéndose, en cualquier lugar de los Estados Unidos donde hubiera un periódi-
co, luchando por una diminuta corona que el resto de los mortales ni siquiera conocía: el
Mejor Especialista en Reportajes de la Ciudad. El «reportaje» era el término periodísti-
co que denominaba un artículo que cayese fuera de la categoría de noticia propiamente
dicha. Lo incluía todo, desde los llamados «brillantes», breves y regocijantes sueltos, cu-
ya fuente era con frecuencia la policía —por ejemplo, ese provinciano que tomó una ha-
bitación en un hotel de San Francisco la noche pasada, resuelto a suicidarse, y se tiró
por la ventana de un quinto piso... para romperse la cadera tres metros más abajo. Lo
que no sabía es... ¡que el hotel se hallaba emplazado sobre una colina en declive! — has-
ta «anécdotas de interés humano», relaciones largas y con frecuencia repugnantemente
sentimentales de almas hasta entonces desconocidas acosadas por la tragedia o de afi-
ciones fuera de lo común dentro de la esfera de circulación del periódico... En cualquier
caso, los temas de reportaje proporcionaban un cierto margen para escribir. Al contra-
rio de los periodistas de pisotón, quienes trabajaban en el reportaje no reconocían abier-
tamente que existiese competencia entre ellos, ni a sus propios colegas. Ni existía
tampoco marcador de ninguna clase. Aun así, cada uno de los que tomaban parte en el
juego sabía con exactitud cuanto pasaba y dejaba de pasar a través de los más mortifi-
cantes asedios de la envidia, incluso el resentimiento, o bien a través de oleadas de eufo-
ria, según evolucionase el curso del juego. Nadie admitiría jamás tal cosa, y sin embargo
todos experimentaban las consecuencias, casi a diario. El ruedo en que lidiaban los ex-
pertos del reportaje difería del de los periodistas de escuela también en otro sentido. La
competencia no consistía necesariamente en que trabajaras para otra publicación. Po-
dría resultar igualmente probable tener que competir con gente de tu propio periódico,
lo que hacía aún menos probable que sintieras deseos de hablar sobre el asunto.
A partir de su primer artículo se dio cuenta que podía escribir un artículo novela, es
decir, algo que se leyera para instaurar la pregunta inicial de toda persona al comprar un
periódico: ¿Qué está pasando con las historias? Y se dijo: “mierda, esto es una historia
bien escrita.”

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A partir de la segunda mitad de la década de los 60 el estilo se define y asienta. Un


estilo etéreo sin centro físico de reunión y objetivos muy claros pero que, de alguna ma-
nera, apareció. También se cuenta como, una vez el nuevo periodismo ha triunfado, se
gana unos enemigos que según el autor se movían por “amargura, envidia y resentimien-
to”. Se llegó a cobrar la etiqueta despectiva de “paraperiodismo”.
Un ejemplo pionero del periodismo a lo gonzo que popularizó el fantástico Hunter
S. Thompson con el mítico Miedo y asco en Las Vegas. Horacio Beckford dice de este
escritor que fue el creador del Nuevo Periodismo. En teoría, este texto debería explicar-
nos el día a día de unas chicas que se encuentran en una academia para majorettes, ese
fue el encargo del medio. Como hace un gonzo, Southern acaba hablándonos de sus diva-
gaciones personales utilizando el presunto reportaje como mero telón de fondo.
Horacio Beckford lo llama entrevista artículo. Está escrito completamente como si
fuera un relato de ficción. Es decir, en ningún momento el periodista se incluye como au-
tor –en este caso sería como entrevistador— sino que es una novela como cualquier otra
de nonfiction. Aun así, insistimos en que se basa en una entrevista que la autora hace a
una actriz que apareció en películas de Andy Warholl tratando de retratar su decadente
estilo de vida.
A resaltar también otro punto del libro: Beckford desarrolla en su tercer ensayo la
teoría de los cuatro procedimientos que debe llevar a cabo el autor. A saber:
 “El fundamental era la construcción escena por escena, contando la historia sal-
tando de una escena a otra.”
 “El dialogo realista capta al lector de forma más completa que cualquier otro
procedimiento individual.”
 “La técnica de presentar cada escena al lector a través de un personaje particu-
lar.”
 “La relación de gestos simbólicos que pueden existir en el interior de una esce-
na. (…) Simbólicos del status de vida de las personas.”

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CAPÍTULO 31

PASARON otras tres horas antes de que Horacio pudiera volver a encontrarse com-
pletamente a solas. Estaba en los aseos, mirándose en el espejo mientras se lavaba las
manos. La imagen estaba allí, pero él no estaba muy convencido de que así fuera. Tenía
las manos bajo el secador eléctrico cuando entró Franco Solar. Horacio supo que su
subordinado, mucho más joven que él, le había seguido para hablar de algo, pues toda
una vida de experiencia le había enseñado que a un periodista no le gustaba gran cosa (si
podía lo evitaba, de hecho) orinar delante del director de su periódico.

En lugar de darse la vuelta y verse obligado a mirar cómo el subjefe de Internacio-


nal se ocupaba de sus asuntos íntimos, Horacio volvió a apretar el botón del secador para
darse otra ración de aire caliente.

Casio está ansioso, pensó Horacio. Llegará a jefe de sección, y luego querrá mi
puesto.

Soler se volvió hacia el lavabo. Horacio le puso la mano en el hombro: el gesto de


perdón.

Tal festival del tuteo marcó el final de su charla en los lavabos. Horacio lanzó una
risita tranquilizadora y salió al pasillo.

Se quedó unos segundos preguntándose por el estado de ánimo de Orlando. Tan


apremiante, tan… lúgubre. Tan formal. Algo terrible le había sucedido, no había duda.
Empezó a sentir cierta mala conciencia por haberle respondido de forma tan poco genero-
sa. Orlando se había portado como un amigo de verdad cuando el segundo matrimonio de
Horacio se vino abajo, y le había animado a disputar la dirección de El Juez cuando todo
el mundo pensaba que no era sino perder el tiempo. Cuatro años atrás, cuando Horacio
cayó en cama con una extraña infección viral de la columna, Orlando lo visitó casi a dia-
rio, y le llevó libros, música, vídeos y champán. Y en 1987, cuando Horacio se quedó sin
trabajo unos cuantos meses, Orlando le prestó diez mil libras. Dos años después, Horacio
descubrió por azar que Orlando había pedido prestado al banco ese dinero. Y ahora,
cuando su amigo le necesitaba, Horacio se portaba como un cerdo.

Trató de llamarle por teléfono, pero no obtuvo respuesta. Estaba a punto de volver a
marcar cuando el gerente entró en su despacho acompañado del abogado del periódico.

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Tan pronto como estuvo a solas levantó el teléfono, y se disponía ya a marcar el


número de Orlando cuando oyó un revuelo en la antesala de su despacho. La puerta se
abrió de pronto y entró una mujer a la carrera, seguida de Jean, que envió un gesto a Ho-
racio con los ojos dirigidos hacia lo alto, casi en blanco. La mujer se plantó ante su mesa,
llorando. Llevaba una carta arrugada en la mano. Era la redactora disléxica. Le resultaba
casi imposible. No podía saberlo en aquel momento, pero los minutos previos a la entrada
de aquella mujer en su despacho habrían de ser los últimos en que estaría a solas hasta
dejar el edificio a las nueve y media de la noche.
Soberbia Sajonia solía decir que lo que más le gustaba de la casa de Orlando era que
él llevara viviendo en ella tanto tiempo. En 1970, cuando la mayoría de sus contemporá-
neos seguían habitando cuartos alquilados y varios años antes de que pudieran comprarse
los primeros apartamentos en húmedos semisótanos, Orlando heredó de un tío rico y sin
hijos una enorme casa de estuco con un estudio de dos alturas —construido ad hoc en la
tercera y cuarta plantas— cuyos vastos ventanales arqueados daban al norte y a una vasta
urdimbre de tejados inclinados. En consonancia con su tiempo y su propia juventud —
tenía veintiún años—, había pintado los muros exteriores de un tono violáceo, y abierto
las puertas a sus amigos, la mayoría de ellos músicos. Por la casa pasaron algunas cele-
bridades. John Lennon y Yoko Ono se alojaron en ella una semana. Jimi Hendrix se que-
dó una noche, y fue probablemente quien dio origen al fuego que destruyó los
pasamanos. A medida que la década avanzaba, la casa se iba sosegando. Los amigos se-
guían quedándose, pero sólo una noche o dos, y ya nadie dormía en el suelo. El estuco re-
cuperó su primitivo color crema, Horacio se quedó a vivir un año en la casa, Soberbia, un
verano. Orlando hizo que le subieran un piano de cola al estudio, las paredes se llenaron
de estanterías, la gastada moqueta del piso se cubrió con alfombras orientales y los espa-
cios vacíos acogieron varias piezas de mobiliario Victoriano. Aparte de unos cuantos col-
chones viejos, se habían sacado muy pocas cosas de la casa, y debía de ser esto lo que a
Soberbia más le gustaba, porque aquella mansión era la historia de una vida adulta de
gustos cambiantes, de pasiones agostadas y de creciente opulencia. La cubertería de
Woolworth’s de los primeros tiempos seguía en el mismo cajón de la cocina en que se
guardaba la cubertería antigua de plata. Los óleos de pintores impresionistas ingleses y
daneses convivían en las paredes con desvaídos pósters que aireaban los primeros triun-
fos de Orlando o anunciaban célebres conciertos de rock: los Beatles en el Shea Stadium,
Bob Dylan en la Isla de Wight, los Rolling Stones en Altamont… Algunos de los pósters
valían ahora más que los cuadros.
Horacio pasó apresuradamente por dos matrimonios sin descendencia, de los que
pareció salir relativamente indemne. Las tres mujeres que había conocido íntimamente
vivían en el extranjero.

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CAPÍTULO 32

Jorge Línea abrió él mismo la puerta de su mansión en Palmeras Puentes.

—Llegas tarde.

Horacio, que asumía el hecho de que Jorge estuviera interpretando el papel de señor
de la prensa que convocaba a su director, rehusó disculparse o incluso responder, y siguió
a su anfitrión por el luminoso vestíbulo hasta el salón.

Atravesaron el vestíbulo, dejaron atrás la cocina, recorrieron un pasillo estrecho y


llegaron a una puerta que Jorge abrió con una llave Yale. Ciertas estipulaciones de su
complicado acuerdo matrimonial disponían que Soberbia —ella y sus invitados y sus co-
sas— ocupara separada e independientemente un ala de la casa. Así ella se ahorraba el
ver cómo a sus viejos amigos se les aguaba la diversión ante la pomposidad de Jorge, y él
escapaba al caótico desorden que se apoderaba de las estancias de la casa donde Soberbia
recibía a los invitados. Horacio había visitado muchas veces a Soberbia en aquella ala de
la casa, pero siempre había entrado por la puerta que daba directamente a la calle. Ahora,
mientras Jorge empujaba la puerta y la abría, se puso tenso. No estaba preparado. Habría
preferido ver las fotografías en la parte de la casa que habitaba Jorge.

En la penumbra, durante los segundos en que Jorge buscó el interruptor, Horacio


experimentó por vez primera el verdadero impacto de la muerte de Soberbia: el hecho li-
so y llano de su ausencia. Y tal constatación le llegó a través de aromas que había ya em-
pezado a olvidar: su perfume, sus cigarrillos, las flores secas de su dormitorio, los granos
de café, la calidez como de tahona de la ropa limpia y planchada… Había hablado de ella
largo y tendido, y había pensado en ella, aunque sólo en los pocos ratos que podía arañar
a sus agobiantes jornadas de trabajo o en los momentos previos al sueño, y hasta entonces
no había tenido ocasión de echarla de menos realmente, en su corazón, y de recibir la bo-
fetada de saber que jamás volvería a verla o a oírla. Era su amiga, acaso la mejor que ha-
bía tenido en su vida, y se había ido. En aquel momento podía perfectamente comportarse
como un necio ante Jorge, un hombre cuyos rasgos siempre le parecían desdibujados, in-
cluso ahora, a la luz de aquella estancia. Aquella extraña desolación, aquella dolorosa
opresión en el lado interno de la cara, justo encima del paladar, no la había experimenta-
do desde la infancia, desde la escuela primaria. Nostalgia de Soberbia. Ocultó un grito
ahogado de autocompasión tras una sonora tos de adulto.

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El lugar estaba exactamente como ella lo había dejado el día en que finalmente ac-
cedió a mudarse a un dormitorio del cuerpo principal de la casa, donde Jorge habría de
encerrarla como en una cárcel para cuidarla. Al pasar junto al cuarto de baño, Horacio en-
trevió sobre la barra de las toallas una de las faldas de Soberbia que recordaba, y en el
suelo desnudo un sujetador y una toalla. Más de un cuarto de siglo atrás ella y Horacio
habían sido pareja durante casi un año, en un diminuto ático de la Rue de Seine. Entonces
siempre había toallas húmedas en el suelo, y cascadas de ropa interior de Soberbia ca-
yendo de unos cajones que nunca cerraba, y una gran tabla de planchar que siempre esta-
ba en medio y nunca plegada, y, en el único gran armario, rebosante de ropa, vestidos y
vestidos, prensados uno contra otro en sus perchas como viajeros en el metro. Revistas,
maquillaje, extractos de movimientos de los bancos, collares de cuentas, flores, bragas,
ceniceros, invitaciones, tampones, discos, billetes de avión, zapatos de tacón… Ni una
sola superficie libre de las cosas de Soberbia, de forma que Horacio, cuando tenía que
trabajar en casa, se iba a escribir a un café cercano. Y sin embargo Soberbia, cada maña-
na, se levantaba fresca en medio de aquel femenino y mísero hábitat, cual una Venus de
Botticelli en su concha, para poco después presentarse —no desnuda, claro está, sino pul-
cramente arreglada— en las oficinas parisienses de Vogue.

—Sígueme, por favor —dijo Jorge, entrando en el salón.

Había un gran sobre de color marrón encima de una silla. Mientras Jorge se dirigía
hacia él para tomarlo, Horacio tuvo tiempo para echar una ojeada a su alrededor. Tenía la
sensación de que Soberbia podía aparecer en el salón en cualquier momento. Había un li-
bro de jardines italianos en el suelo, con las cubiertas hacia abajo, y, sobre una mesa de
centro, tres copas de vino, con el cristal recubierto por una pátina de moho verde grisá-
ceo. Quizá él mismo había bebido de una de ellas. Trató de recordar su última visita, pero
las ocasiones en que había estado allí se confundían ahora en su memoria. Largas conver-
saciones habían precedido a su mudanza al ala principal de la casa, que ella tanto temía y
a la que tanto se había resistido, pues sabía que habría de ser un viaje sin retorno. La al-
ternativa era ser internada en una residencia. Tanto Horacio como sus otros amigos le ha-
bían aconsejado quedarse en Holland Park, en la creencia de que era preferible la
familiaridad de aquel entorno a un medio extraño. Cuán errados estaban. Incluso en el
más estricto régimen de una institución de ese tipo, habría sido más libre de lo que jamás
llegó a serlo bajo los férreos cuidados de su esposo.

Mientras se deleitaba en el acto mismo de sacar las fotografías del sobre, Jorge Jor-
ge le hizo un gesto a Horacio para que tomara asiento. Horacio seguía pensando enVirgi-
nia. ¿Tuvo momentos de lucidez mientras se deslizaba hacia el abismo, mientras se sentía
abandonada por los amigos que no iban a visitarla, sin saber que Jorge había prohibido
estas visitas? Si maldijo a sus amigos, hubo de maldecir también a Horacio.

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Jorge se había colocado las fotografías —tres, de veinticinco por veinte— sobre el
regazo, boca abajo. Disfrutaba vivamente de lo que, al ver el silencio de Horacio, tomó
por muda impaciencia. Y espoleó tal supuesta urgencia hablando con una morosa parsi-
monia:

—Primero he de decirte una cosa. No tengo la menor idea de por qué Soberbia sacó
estas fotografías, pero de una cosa no hay duda: tuvo que ser con el consentimiento de
Armonía, pues está mirando directamente al objetivo. Como es lógico, los derechos de
estas fotos pertenecían a Soberbia, por lo que, siendo yo el único fideicomisario de su pa-
trimonio, ahora soy de hecho el dueño de ellas. No hace falta decir que espero que El
Juez proteja sus fuentes.

Levantó una del regazo y se la pasó a Horacio. Durante un instante, la imagen no


pareció decirle nada —más allá de sus satinados blancos y negros—, pero luego fue ga-
nando en definición hasta constituirse en un nítido plano medio. Increíble. Horacio alargó
la mano para coger la segunda: de cuerpo entero, muy de cerca. Y la tercera: un perfil tres
cuartos. Volvió a la primera, y su mente se vació de pronto de otros pensamientos. Luego
estudió la segunda, y luego la tercera, viéndolas ahora cabalmente, sintiendo oleadas de
respuestas bien diferenciadas: al principio asombro, seguido de una desatada hilaridad in-
terna. Al reprimirla, experimentó la sensación de levitar de su asiento. A continuación,
sintió una pesada responsabilidad (¿o era poder?). La vida de un hombre, o al menos su
carrera, estaba en sus manos. Y quién sabe…, acaso estaba en situación de hacer que el
futuro de su país cambiara a mejor. Y que cambiara asimismo el futuro de la difusión de
su periódico.

—Jorge —dijo al fin—. Necesito pensar en esto con mucho detenimiento.

Se fue y tomó un taxi, antes de que el taxímetro se encendiera se dio cuenta que A
Horacio no le cabía la menor duda: la melodía se le seguiría mostrando esquiva mientras
se quedara en Danton, en su estudio. Lo intentaba día tras día: pequeños esbozos, osadas
fintas, pero no lograba sino fragmentos, «citas» —ligera o concienzudamente disfraza-
das— de su obra anterior. Nada afloraba libre —en su propio lenguaje, con su propia au-
toridad—, capaz de ofrecer el elemento de sorpresa que habría de constituir una garantía
de originalidad. Día tras día, después de abandonar estas tentativas, dedicaba su esfuerzo
a tareas más fáciles, más anodinas, como dar cuerpo a las orquestaciones, reescribir las
confusas páginas de papel pautado y trabajar en una resolución articulada de acordes me-
nores que marcaran el comienzo del movimiento lento. Tres citas escalonadas en el curso
de ocho días le impidieron salir para el Distrito de los Lagos. Unos meses antes había
prometido asistir a una cena para recaudar fondos; como un favor a un sobrino que traba-
jaba en la radio, había aceptado dar una charla de cinco minutos en su emisora; y se había
dejado persuadir para formar parte del jurado en un concurso de composición de un cole-

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gio local. Por último, había tenido que posponer su viaje un día más porque Horacio que-
ría verle.

Durante este tiempo, cuando no estaba trabajando, Horacio estudiaba los mapas,
aplicaba cera líquida a sus botas de marcha y comprobaba el buen estado de su equipo,
operaciones todas ellas importantes cuando se planeaba una excursión de invierno por las
montañas. Podría haberse tomado la licencia de no cumplir sus compromisos poniendo
como excusa el espíritu libre del artista, pero detestaba dar muestras de este tipo de arro-
gancia. Tenía varios amigos que jugaban la carta de la genialidad cuando les convenía, y
dejaban de aparecer en este o aquel acto en la creencia de que cualquier trastorno causado
en el ámbito local no podía sino acrecentar el respeto por la naturaleza absorbente e im-
periosa de su noble vocación artística. Estos individuos —los novelistas eran, con mucho,
los peores— se las arreglaban para convencer a amigos y familiares de que no sólo sus
horas de trabajo, sino cada cabezada o cada paseo, cada rato de silencio, depresión o bo-
rrachera llevaba en sí mismo el marchamo exculpatorio de una alta meta. Una máscara
para ocultar la mediocridad, en opinión de Horacio. No dudaba que la vocación artística
fuera alta y noble, pero el mal comportamiento no era parte integrante de ella. Quizá en
cada siglo se dieran una o dos excepciones. Beethoven, por ejemplo; Dylan Thomas, ro-
tundamente no.

Horacio no le contó a nadie que se había estancado en su trabajo. Dijo, en lugar de


ello, que se tomaba unas vacaciones para practicar el excursionismo de montaña. De he-
cho, no se consideraba en absoluto «varado». A veces el trabajo era arduo, y uno tenía
que hacer lo que la experiencia le hubiera enseñado que resultaba más efectivo.

Tenía que ir al hotel, y fue, en la entrada adosado a un tosco muro de piedra, había
un banco de madera. Por la mañana, después del desayuno, Horacio se sentaba en él a
atarse las botas. Aunque seguía sin dar con la melodía del final, al menos había dos cosas
que le ayudarían en su búsqueda. La primera era de índole general: se sentía optimista. El
trabajo de base lo había llevado ya a cabo en el estudio, y, aunque no había dormido del
todo bien, le alegraba la perspectiva de volver a aquel paisaje que tanto le gustaba. La se-
gunda era muy concreta: sabía exactamente lo que quería. En realidad estaba trabajando
«marcha atrás», es decir, presentía que el tema se hallaba ya en fragmentos e insinuacio-
nes ocultos en lo que ya llevaba escrito. Reconocería las notas en cuanto le vinieran a la
cabeza. En la pieza acabada, la melodía sonaría al oído inocente como si ya hubiera sido
anticipada o desarrollada antes en algún otro pasaje de la partitura. El hallazgo de aque-
llas precisas notas no sería sino un acto de inspirada síntesis. Era como si ya las conociera
pero aún no pudiera oírlas. Conocía su tentadora dulzura y su melancolía. Conocía su
simplicidad; su modelo, sin duda, era la Oda a la alegría de Beethoven. La primera línea:
unas cuantas notas ascendentes, unas cuantas notas descendentes… Hasta podía ser una
melodía infantil. Carecía de toda pretensión, y sin embargo entrañaba tal carga espiri-
tual… Horacio se puso en pie para recibir el almuerzo de manos de la camarera, que aca-

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baba de salir expresamente para entregárselo. Tal era —siguió diciéndose— la elevada
naturaleza de su misión, y de su ambición. Beethoven. Se arrodilló en el suelo de grava
del aparcamiento y metió con cuidado en la mochila los sándwiches de queso rallado.

Se echó la mochila al hombro y enfiló el sendero que se adentraba en el valle. Du-


rante la noche había llegado de la zona de los lagos un frente cálido, y la escarcha había
desaparecido de los árboles y de la pradera contigua al arroyo. El manto de nubes estaba
alto y era de una tonalidad uniformemente gris; la luz era plana y clara, y el sendero esta-
ba seco. Las condiciones no solían ser mucho mejores a finales del invierno. Calculó que
aún le quedaban unas ocho horas de luz diurna, y sabía que si dejaba los altos páramos y
volvía al valle un poco antes del anochecer.
Cuando ascendió la montaña, un gran pájaro gris que instantes antes se había alzado
con ruido al acercarse Horacio, ganó altura y se alejó sobrevolando el valle mientras emi-
tía un canto aflautado de tres notas que él enseguida reconoció como la inversión de una
línea que había escrito para piccolo. Cuán elegante, cuán sencillo. Con sólo invertir la se-
cuencia se daba lugar al tema de una sencilla y bella canción en cuatro por cuatro que ca-
si podía ya escuchar. No totalmente, empero. Le vino a la mente la imagen de una escala
desplegada desde la trampilla de un altillo o desde la portezuela de una avioneta. Una no-
ta sugería la siguiente en una suerte de encadenamiento. Lo oyó, lo aprehendió, y luego lo
perdió. Le quedó el punzante poso de su persistencia en el oído, y el evanescente timbre
de una breve melodía triste. Y tal sinestesia se le antojó un tormento. Aquellas notas de-
pendían unas de otras cabalmente, como pulidos goznes que permitieran el perfecto giro
en arco de la melodía. Casi pudo volver a oírla al poner pie sobre la losa inclinada, e hizo
un alto para coger papel y lápiz. No era totalmente triste; también había en ella alegría, un
decidido optimismo opuesto a todo pronóstico adverso. Y valor.

Empezaba ya a escribir los fragmentos de lo que había oído, con la esperanza de po-
der crear luego el resto, cuando de pronto fue consciente de otro sonido. No lo había ima-
ginado, y no era el canto de un pájaro sino el murmullo de una voz. Estaba tan absorto
que casi se resistió a levantar la mirada, pero al final no pudo evitarlo. Atisbó por encima
de la parte más alta de la losa, que sobresalía suspendida sobre un declive cortado a pico
de unos diez metros, y se vio contemplando una laguna en miniatura, apenas más grande
que una gran charca. De pie sobre la hierba que rodeaba la orilla opuesta, estaba la mujer
a quien antes había visto caminar con prisa, la mujer vestida de azul. Frente a ella había
un hombre que hablaba en tono monocorde y bajo y cuyo atuendo, ciertamente, no era el
más idóneo para el excursionismo. Su cara era larga y delgada, como la de un animal de
hocico puntiagudo. Llevaba una vieja chaqueta de tweed, pantalones grises de franela,
una gorra plana de tela y un sucio trapo blanco alrededor del cuello. Un granjero de las
colinas, probablemente, o un amigo que detestaba el excursionismo y el equipo que lle-
vaba aparejado y había subido a encontrarse con ella. La cita que Horacio había imagina-
do hacía un rato.

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Si ahora lograba trasladar al papel los elementos que ya conocía, luego podría bus-
car tranquilamente un rincón idóneo más allá del risco y trabajar en lo que le faltaba por
descifrar. Cada vez que oía la voz de la mujer, hacía caso omiso de ella. Ya resultaba bas-
tante arduo volver a «capturar» lo que tan nítido le había parecido minutos antes. Durante
un rato anduvo a tientas, y al cabo volvió a dar con ello: aquella calidad de superposición,
tan patente cuando la tenía ante él, tan huidiza en cuanto su atención cedía. Tachaba notas
con la misma rapidez con que las escribía, pero cuando oyó que la voz de la mujer se
convertía en un repentino grito su mano se heló en el aire.
Una vez en terreno llano, desanduvo apresuradamente el camino que le había lleva-
do hasta la losa, y luego bajó por el lado oeste del risco describiendo un amplio rodeo en
arco. Veinte minutos después encontró una roca lisa y plana donde trabajar cómodamente
y se agachó sobre ella para seguir componiendo. Ya no quedaba ni rastro de su anterior
barrunto.
Tenía las tres notas del canto del pájaro; tenía la inversión de esas tres notas para el
piccolo; y tenía el comienzo de aquellos peldaños que se desplegaban y superponían…

Se quedó allí, encorvado sobre el cuaderno, por espacio de una hora. Al final se me-
tió el cuaderno en el bolsillo y echó a andar a paso rápido, manteniéndose todo el rato en
el lado oeste de la cresta. Luego descendió a los páramos; siguió bajando, y tres horas
después llegó al hotel, y en aquel momento empezó de nuevo a llover. Razón de más para
cancelar lo que le quedaba de estancia y hacer el equipaje y pedir a la camarera que lla-
mara a un taxi. Había conseguido lo que quería del Distrito de los Lagos. Reanudaría el
trabajo en el tren, y cuando estuviera en casa llevaría al piano la sublime secuencia de no-
tas y la delicada armonía que había escrito para ellas, y liberaría su belleza y su tristeza.

Sin duda era la exaltación creativa lo que le hacía pasearse de un lado a otro del exi-
guo bar del hotel mientras esperaba al taxi. De vez en cuando se paraba para contemplar
el zorro disecado, que seguía al acecho en medio de un eterno follaje. Fue la exaltación la
que le hizo salir al camino un par de veces para ver si llegaba el taxi. Deseaba con todas
sus fuerzas salir de aquel valle. Cuando le anunciaron que el taxi había llegado, salió
apresuradamente y echó la bolsa de viaje sobre el asiento trasero y le dijo al taxista que se
diera prisa. Quería alejarse, estar en el tren, rumbo al sur, lejos de los Lagos. Quería vol-
ver al anonimato de la ciudad, al confinamiento de su estudio, y —había pensado en ello
detenidamente— no le cabía la menor duda de que era la exaltación creativa la que le ha-
cía sentirse así, no la vergüenza.

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CAPÍTULO 33

PARA las cinco de la tarde de aquel día, los directores de los numerosos periódicos
que habían pujado por las fotografías de Soberbia con su cuerpo decapitado, opinaban ya
que el problema del diario de residía en que había perdido el tren de los cambios que es-
taban teniendo lugar en el mundo. Como el editorial de uno de los periódicos de prestigio
escribió el mismo viernes por la mañana, «al director de El Juez parece habérsele escapa-
do que la década en que vivimos no es la década anterior. En ella, la consigna era la pro-
moción personal, y la codicia y la hipocresía eran las realidades reinantes. Ahora vivimos
en un tiempo más razonable, más compasivo y tolerante, en el que las preferencias ínti-
mas e inocuas de los individuos, por públicos que éstos puedan ser, no deben trascender
nunca el ámbito privado. Allí donde no exista ningún asunto de interés público implica-
do, las anticuadas artes del chantaje y la denuncia farisaica no tienen ya lugar, y si bien
este periódico no desea en modo alguno poner en entredicho la altura moral de la pulga
común, no puede sino suscribir los comentarios realizados ayer por…».

Los titulares de primera plana dividían a partes iguales sus preferencias entre «chan-
tajista» y «mosca», y la mayoría hizo uso de una fotografía de Horacia tomada en un
banquete de la Asociación de la Prensa, en la que aparecía enfundado en un arrugado es-
moquin y visiblemente achispado. El viernes por la tarde, dos mil miembros de la Alianza
Rosa de Travestidos marcharon en dirección a la sede de El Juez con tacones de aguja,
enarbolando ejemplares de la desafortunada primera plana y entonando canciones en bur-
lón falsete. Aproximadamente al mismo tiempo, el grupo parlamentario del partido de
Armonía aprovechó el sentimiento dominante y logró que se aprobara por abrumadora
mayoría un voto de confianza en el ministro de Asuntos Exteriores. Y el primer ministro,
súbitamente envalentonado, habló en favor de su viejo amigo. A lo largo del fin de sema-
na se llegó a un amplio consenso que afirmaba que El Juez había ido demasiado lejos y
era un periódico repugnante, Julian Armonía era un tipo decente y Horacio Halliday («la
Pulga») un ser vil y despreciable cuya cabeza debía servirse en una bandeja de modo in-
mediato. En los dominicales, las secciones de Estilo de Vida presentaban a la «nueva es-
posa puntal» que no sólo ejercía su propia profesión sino que además luchaba a brazo
partido por su marido. Los editoriales se centraban en ciertos aspectos no suficientemente
aprovechados de las declaraciones de la señora Armonía, incluido lo de que «el Amor es
más fuerte que el resentimiento». En la redacción misma de El Juez, los periodistas de
plantilla celebraban el que se hubiera levantado acta de sus reservas, y la mayoría de ellos
opinaba que Grant McDonald había expresado el sentir general al decir en la cantina que,
al ver que sus reservas al respecto no habían hallado eco en la dirección, se había limita-
do a apoyar la ofensiva con la mayor de las lealtades. Para el lunes todo el mundo había

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aireado a los cuatro vientos sus propios recelos y su decisión de apoyar lealmente a su di-
rector.

La cuestión se presentaba más compleja para el consejo de administración de El


Juez, que convocó una reunión de urgencia para el lunes por la tarde. De hecho, el asunto
era extremadamente delicado. ¿Cómo despedir a un director a quien el miércoles anterior
habían apoyado unánimemente?

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CAPÍTULO 33

HABÍA momentos a primera hora de la mañana, después de la leve excitación del


amanecer, con todo Danton dirigiéndose ruidosamente al trabajo, en que Horacio, aplaca-
da al fin su fiebre creativa por el total agotamiento, se levantaba del piano y se dirigía
arrastrando los pies hacia la puerta para apagar las luces del estudio. Miraba hacia atrás y
contemplaba el rico, bello caos que reinaba en su escenario de trabajo, y acogía una vez
más aquel pensamiento fugaz, aquel minúsculo fragmento de una sospecha que jamás se
avendría a compartir con persona alguna en este mundo, aquel barrunto que ni siquiera se
atrevía a consignar en su diario y cuya palabra clave articulaba sólo mentalmente y des-
pués de vencer una fuerte resistencia. Tal pensamiento, lisa y llanamente, era el siguiente:
que no constituiría una grave exageración asegurar que él, Horacio Linley, era… un ge-
nio. Un genio. Aunque seguía resonando —no sin sentimiento de culpa— en su oído ín-
timo, no permitía en ningún momento que la palabra aflorara a sus labios. No era un
hombre vanidoso. Un genio… Se trataba de un vocablo sometido a un uso excesivo e «in-
flacionario», pero sin duda existía cierto nivel de logro artístico, cierta calidad excelsa
que no era negociable, que se hallaba más allá de la mera opinión. No habían existido
muchos. Entre sus compatriotas, Shakespeare había sido un genio, por supuesto, y se de-
cía que también lo fueron Darwin y Newton. Purcell no había estado lejos de la geniali-
dad. Britten no tanto, aunque le seguía de cerca. Pero en su país no había habido jamás un
Beethoven.

Cuando le asaltaba la sospecha de ser un genio —algo que ya le había sucedido tres
o cuatro veces desde que volvió del Distrito de los Lagos—, el mundo se convertía en un
lugar grande y quieto, y a la luz azul grisácea de aquella mañana de marzo, el piano, el
MIDI, los platos y las tazas y el sillón de Soberbia adquirieron una apariencia curva, es-
culpida, que le recordó cómo veía en una época de su juventud las cosas cuando tomaba
mescalina: preñadas de volumen, investidas de una trascendencia benéfica. El estudio que
estaba a punto de abandonar para irse a la cama, lo veía ahora como en una filmación do-
cumental sobre sí mismo destinada a mostrar a un mundo curioso cómo nacía una obra
maestra. Pero también pudo apreciar el reverso de grueso grano, en el que su figura se
demoraba en el umbral con la camisa blanca, holgada y mugrienta, y los vaqueros ceñi-
dos en torno a una abultada panza, y los ojos ensombrecidos y vencidos por la fatiga: el
compositor, heroico y no exento de atractivo en su desaliño de barba de varios días y pelo
alborotado. Éstos eran en verdad los grandes momentos de su fase actual —un período de
jubiloso desahogo creativo como no había conocido otro en toda su carrera—, momentos
en los que contemplaba su trabajo desde un estado de semialucinación, y ahora flotaba
escaleras abajo hacia el dormitorio, se sacudía los

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zapatos y se sumergía bajo las mantas para sucumbir a un sueño sin sueños que era
un aturdimiento morboso, un vacío, una muerte.

Se despertó avanzada ya la tarde, se puso los zapatos y bajó a la cocina para comer
un plato frío que el ama de llaves le había dejado en la nevera. Abrió una botella de vino
y se la llevó consigo al estudio, donde encontraría una cafetera llena y daría comienzo a
un nuevo viaje hacia la noche. En algún lugar a su espalda, hostigándolo como una bestia
y acercándose por momentos, el plazo límite para la entrega. En poco más de una semana
debería reunirse con Giulio Bo y la British Symphony Orchestra en Amsterdam para un
ensayo de dos días, y, dos días después, tendría lugar el estreno de la sinfonía en el Bir-
mingham Free Trade Hall. Dado que el fin del milenio no habría de llegar sino varios
años más tarde, la presión que se ejercía sobre él era a todas luces ridícula. Había ya en-
tregado la versión definitiva de los tres primeros movimientos, y las partes orquestales
habían sido ya transcritas. La secretaria que habían puesto a su disposición le había lla-
mado varias veces para recoger las páginas más recientes del movimiento final, y un
equipo de copistas se hallaba ya realizando su trabajo. De momento no podía permitirse
mirar hacia atrás; no podía sino seguir adelante y procurar acabar para la semana siguien-
te. Se quejaba, sí, pero en el fondo se sentía intocado por aquella urgencia ajena, por
cuanto era así como necesitaba trabajar: abismado en el descomunal esfuerzo de llevar la
obra a su soberbio final. La inmemorial escalinata había sido remontada, las volutas de
sonido se habían desvanecido como niebla, y su nueva melodía, oscuramente escrita en
su primera manifestación solitaria para un trombón con sordina, había concitado en torno
una rica textura orquestal de sinuosa armonía, y luego una disonancia y unas ensortijadas
variaciones que se perdían en el espacio para no reaparecer más, y al fin había iniciado un
proceso de consolidación, como una explosión vista al revés, canalizándose como por la
boquilla de un embudo hacia un punto geométrico de quietud; y, una vez más, el trombón
con sordina, y luego, en un casi callado crescendo, cual una inspiración titánica, la final y
colosal reafirmación de la melodía (con una diferencia enigmática y aún por resolver),
que ganaba impulso y estallaba en una ola, en un maremoto de sonido que alcanzaba una
velocidad inconcebible, que se erguía hacia lo alto, y que cuando parecía ya allende la
capacidad humana ganaba aún más altura, y que finalmente descendía, rompía y se estre-
llaba vertiginosamente y se hacía pedazos, ya a salvo, sobre la dura tierra del do menor
del comienzo. Lo que quedaba eran las notas de pedal que prometían resolución y paz en
el infinito espacio. Luego, un diminuendo que se prolongaba durante cuarenta y cinco se-
gundos y se disolvía luego en cuatro compases de medido silencio. El final.

Y casi estaba listo. La noche del miércoles al jueves Horacio revisó y perfeccionó el
diminuendo. Lo único que debía hacer ahora era retroceder varias páginas en la partitura
y volver sobre la clAmorosa reafirmación, y quizá modificar las armonías, o incluso la
propia melodía, o crear alguna forma de resaca rítmica, una síncopa inserta en el corazón
de las notas. Para Horacio tal variación se había convertido en elemento crucial de la
conclusión de la obra; debía sugerir la naturaleza incognoscible del futuro. Cuando la ya

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familiar melodía volviera a oírse por última vez, alterada de un modo leve aunque signi-
ficante, tendría que suscitar inseguridad en el oyente (una suerte de cautela contra el hábi-
to de aferrarse demasiado a lo que se conoce).

El jueves por la mañana, estaba en la cama reflexionando acerca de todo esto mien-
tras se deslizaba hacia el sueño cuando telefoneó Horacio. La llamada le tranquilizó. Ha-
bía estado pensando ponerse en contacto con él desde su vuelta, pero el trabajo le había
abstraído por completo de cuanto le rodeaba, y Armonía, las fotografías y El Juez se le
antojaban tramas secundarias de una película vagamente recordada. Lo único que sabía
era que no tenía ningún deseo de discutir con nadie, y menos aún con uno de sus más vie-
jos amigos. Cuando Horacio cortó la conversación y sugirió pasar por su casa para tomar
una copa la noche siguiente, Horacio pensó que lo más probable era que para entonces
hubiera puesto punto final a la sinfonía. Habría dado los últimos toques a aquel importan-
te cambio en la reafirmación, ya que seguramente no le llevaría más que una noche entera
de trabajo. Vendrían a recoger las últimas páginas, y podría invitar a unos cuantos amigos
a su casa para celebrarlo. Tales eran sus felices pensamientos antes de sumirse en el sue-
ño. Fue una total desorientación, por tanto, la que sintió al despertar de pronto unos minu-
tos después —o así se lo pareció, al menos— y verse increpado en tono imperioso por
Horacio:

—Quiero que vayas a la policía ahora mismo y les cuentes lo que viste.

Era la frase que le hizo volver de pronto a la realidad. Horacio emergía de un túnel a
la claridad del día. De hecho, lo que volvía a revivir era el viaje en tren a Penrith, y aque-
llas introspecciones medio olvidadas, y aquel regusto amargo en la boca. Cada exabrupto
entre él y Horacio, luego, venía a suponer un nuevo clic de trinquete: no había retorno
posible a las buenas maneras. Al invocar la memoria de Soberbia —«te estás cagando so-
bre la tumba de Soberbia»—, a Horacio lo había envuelto una oleada de fiera indigna-
ción, y cuando Horacio lo amenazó indignamente con ir a la policía él mismo, Horacio
soltó un grito ahogado y se zafó de un puntapié de las mantas y se puso de pie en calceti-
nes y se quedó junto a la mesilla a escuchar el trueque final de improperios. Horacio le
colgó el teléfono justo en el instante en que él estaba a punto de colgarle a Horacio. Sin
molestarse en atarse los zapatos, Horacio corrió escaleras abajo hecho una furia, maldi-
ciendo. No eran aún las cinco de la tarde, pero instantes después estaba tomándose una
copa; se merecía un trago, y sería capaz de romperle la crisma a quienquiera que intentara
impedir que se lo tomara. (Estaba solo, a Dios gracias). Era un gin tónic, aunque casi todo
era ginebra. Estaba en la cocina, junto al escurreplatos, y apuró el líquido sin limón ni
hielo y siguió pensando con resentimiento en el ultraje. ¡Era un auténtico ultraje! Perge-
ñaba mentalmente la carta
que le gustaría enviar a aquella escoria de tipo que había tenido por amigo… Hora-
cio…, su odiosa rutina diaria, su mente mezquina, cínica e intrigante; Horacio, el pasi-
vo—agresivo, el adulador, el gorrón, el hipócrita… Lo que pretendía hacer pasar por

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postura moral no eran sino pequeños remilgos burgueses, cuando en realidad se hallaba
hundido en la mierda hasta los codos. De hecho, había levantado todo su andamiaje vital
sobre excrementos, y en la consecución de sus miserables objetivos no había dudado en
degradar la memoria de Soberbia y en arruinar a un necio vulnerable como Armonía y en
invocar los códigos del odio de la prensa amarilla, y todo sin dejar de decirse a sí mismo,
y a quienquiera que quisiera oírlo — y esto era lo que le dejaba a uno sin aliento— que lo
que hacía era cumplir con su deber, que su afán no era sino el servicio de un alto ideal.
¡Era un loco, un enfermo! ¡No merecía existir!

Estas execraciones las profirió Horacio en la cocina, mientras apuraba su segunda


copa, a la que siguió luego una tercera. Sabía por experiencia que redactar y enviar una
carta cuando uno está fuera de sí no hacía sino poner un arma en manos de su enemigo.
No era sino veneno que podía ser utilizado en contra de uno, y de forma continuada, en el
futuro. Pero Horacio quería escribirle algo en aquel mismo momento, ya que quizá no se
sintiera tan hondamente herido al cabo de una semana. Finalmente se decidió por una se-
ca misiva escrita en una tarjeta que, en previsión de un eventual cambio de opinión, no
enviaría hasta el día siguiente. Tu amenaza me horroriza. Lo mismo que tu periodismo.
Mereces que te despidan. Horacio. Abrió una botella de Chablis y, haciendo caso omiso
de los canapés de salmón que tenía en el frigorífico, subió al ático con la «beligerante»
determinación de ponerse a trabajar. Llegaría un tiempo en el que nada quedaría de Ver-
min Halliday, y en el que de Horacio quedaría su música. El trabajo, pues, un trabajo ca-
llado, deliberado, triunfador, constituiría una especie de desquite. Pero la beligerancia no
resultaba de gran ayuda para la concentración, como tampoco las tres ginebras y la bote-
lla de vino, y tres horas después seguía sentado al piano con la mirada fija en la partitura,
inclinado sobre las teclas en actitud de trabajo, con un lápiz en la mano y el ceño frunci-
do, pero sin oír ni ver más que el brillante tiovivo—organillo de sus propios y circulares
pensamientos, una y otra vez los mismos caballitos cabeceando sobre sus trenzadas ba-
rras. Y helos ahí, volviendo una vez más… ¡Qué injuria! ¡La policía! ¡Pobre Soberbia!
¡Mojigato hipócrita! Invocar una postura moral para justificar lo que estaba haciendo…
¡Estaba hasta el cuello de mierda! ¡Qué ultraje! ¿Y Soberbia qué…?

A las nueve y media se levantó del piano y decidió sobreponerse, beber un poco de
vino tinto y ponerse a trabajar. Allí estaba su bella melodía, su canción, diseminada por la
página, exigiendo su atención, anhelando una inspirada modificación, y allí estaba él, vi-
vo y lleno de energía, y a punto de ponerse manos a la obra. Pero, una vez abajo, se de-
moró en la cocina al volver a descubrir su cena, y se puso a escuchar una historia de
tuaregs nómadas marroquíes en la radio, y luego se tomó la tercera copa de Bandol para
darse una vuelta por la casa, cual antropólogo de su propia existencia. Llevaba una sema-
na sin entrar en el salón, y se puso a vagar por la enorme estancia, examinando pinturas y
fotografías como si las viera por vez primera, pasando la mano por los muebles y cogien-
do objetos de la pared de encima de la chimenea. Toda su vida estaba allí, en aquel salón,
y ¡cuán rica había sido su historia! El dinero con el que había comprado hasta la más ba-

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rata de aquellas cosas lo había ganado creando sonidos, poniendo una nota junto a otra.
Todo lo que tenía ante sus ojos lo había imaginado tal como estaba, lo había deseado «así
y allí», sin la ayuda de nadie. Brindó por su éxito, y tras apurar la copa volvió a la cocina
para servirse otra antes de iniciar su «gira» por el comedor. A las once y media estaba de
nuevo frente a la partitura, cuyas notas no parecían poder quedarse quietas, ni siquiera pa-
ra él, y tuvo que admitirse que estaba borracho como una cuba. Pero ¿quién no lo estaría
después de tantas traiciones? Vio una botella de whisky escocés mediada sobre una estan-
tería; la cogió y se sentó en el sillón de Soberbia. Había una pieza de Ravel en el equipo
de música… Su último recuerdo de la velada fue que levantaba el mando a distancia y
apuntaba hacia el compact-disc.

Despertó en plena madrugada con los auriculares torcidos sobre la cabeza y una te-
rrible sed (había soñado que cruzaba un desierto a gatas, con el único piano de cola de los
tuaregs a cuestas). Bebió del grifo del cuarto de baño y se metió en la cama, y permane-
ció tendido durante horas con los ojos abiertos en la oscuridad, exhausto, seco y alerta,
indefenso y forzado una vez más a prestar atención al tiovivo. ¿Con la mierda hasta el
cuello? ¡Postura moral! ¿Soberbia?

Al despertar de un breve sueño a media mañana, supo que su buena racha creativa
se había agotado. No era simplemente que estuviera exhausto y con resaca. En cuanto se
sentó al piano e hizo un par de tentativas de abordar la variación, cayó en la cuenta de
que no sólo ese pasaje sino el movimiento entero había muerto en él: de pronto no era
sino cenizas en su boca. Y no se atrevía a pensar demasiado en la sinfonía misma. Cuan-
do la secretaria que le habían asignado llamó para preguntar cuándo podían pasar a reco-
ger los pasajes que faltaban, fue sobremanera brusco con ella, hasta el punto de tener que
llamarla luego para disculparse. Dio un paseo para aclararse la cabeza, y echó en el buzón
la tarjeta dirigida a Horacio, que a la luz del día le había parecido una obra maestra de la
contención.

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CAPÍTULO 34

Al desplegar el diario sobre la mesa de la cocina, pues, recibió una especie de shock.
Armonía posando ante Soberbia, actuando amaneradamente para ella… La cámara en las
cálidas manos de Soberbia, sus vivos ojos encuadrando un día lo que Horacio estaba
viendo ahora… Pero aquella primera plana producía un auténtico bochorno, no porque —
o no únicamente porque— un hombre hubiera sido sorprendido en un momento íntimo
harto delicado, sino por el hecho de que el periódico hubiera armado tal revuelo al res-
pecto, y por el hecho de dedicar tan poderosos recursos a un asunto de tal naturaleza.
Como si se hubiera descubierto alguna criminal conspiración política, o un cadáver bajo
una mesa en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Algo tan poco «cosmopolita», tan mal
calculado, con tan poco estilo…

La resaca le duró todo el fin de semana y parte del lunes —a su edad uno no salía de
ellas tan incólume—, y la sensación general de náusea le brindó un caldo de cultivo idó-
neo para la amarga reflexión. El trabajo se hallaba estancado. Lo que había sido un ex-
quisito fruto no era ahora sino una rama seca. Los copistas esperaban con desesperación
las últimas doce páginas de la partitura. El director de orquesta telefoneó tres veces con
voz trémula de controlado pánico. La sala de conciertos de Mendoza había sido reservada
para dos días (y por una enorme suma) a partir del viernes siguiente, y los percusionistas
de apoyo solicitados por Horacio ya habían sido contratados, al igual que el acordeonista.

Por culpa de un idiota. Cada vez veía con más claridad que se le estaba negando la
posibilidad de crear su obra maestra, la culminación de toda una vida de trabajo. Aquella
sinfonía habría aleccionado a su público acerca de cómo escuchar, cómo oír todo cuanto
había escrito hasta entonces. Ahora, sin embargo, la prueba, la rúbrica misma del genio se
había malogrado, y su obra se había visto despojada de su grandeza. Porque Horacio sa-
bía que jamás volvería a intentar una composición de tal envergadura: se sentía demasia-
do cansado, demasiado «esquilmado», demasiado viejo. El domingo holgazaneó por el
salón y leyó con cierto aturdimiento el resto de las noticias y reportajes de El Juez. El
mundo seguía siendo el mismo lugar caótico de siempre: los peces cambiaban de sexo, el
tenis de mesa británico había perdido el norte, y en Holanda unos tipejos con titulación
médica ofrecían el servicio legal de «quitar de en medio» a un progenitor viejo y molesto.

El martes por la mañana fue despertado por el gerente de la orquesta, quien literal-
mente llegó a gritarle al teléfono. Los ensayos eran el viernes y aún no habían recibido la
partitura completa. Aquella misma mañana, más tarde, un amigo le contó por teléfono la

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nueva: ¡Horacio se había visto forzado a dimitir! Horacio salió de casa a la carrera para
comprar los periódicos. No había oído ni leído nada acerca del asunto desde El Juez del
viernes, e ignoraba por tanto que la opinión pública se había vuelto claramente en contra
de Horacio. Se sentó con una taza de café en el comedor y se puso a leer la prensa. Resul-
taba sombríamente satisfactorio ver confirmada su opinión sobre Horacio. Él había cum-
plido con su deber para con Horacio: había tratado de advertirle, pero Horacio no le había
hecho ningún caso. Después de leer tres feroces críticas contra el ya ex director de El
Juez, Horacio fue hasta la ventana y se quedó mirando los macizos de narcisos contiguos
al manzano del fondo del jardín. Tenía que admitirlo: se sentía mejor.

Una vez en el estudio, barrió libros y viejas partituras de la mesa con el brazo para
hacerse un hueco donde trabajar, y tomó una hoja de papel pautado y un lapicero de afi-
lada punta, y había pergeñado ya una clave de sol cuando oyó que llamaban a la puerta.
Su mano quedó en suspenso, y aguardó. El timbre de la puerta volvió a sonar. No iba a
bajar a abrir, no en aquel momento, cuando se hallaba a punto de dar con la variación que
tan pertinazmente se le estaba hurtando.

—Le habla la policía. Departamento de Investigación Criminal. Estamos aquí fuera,


ante su puerta principal. Le agradeceríamos que nos concediera unos minutos.

—Oh, verá… ¿Les importaría volver dentro de media hora?

—Me temo que no es posible. Tenemos que hacerle unas preguntas. Puede que ten-
gamos que pedirle que asista a un par de ruedas de reconocimiento. Que nos ayude a
identificar a un sospechoso. No le llevaría más de un par de días.

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CAPÍTULO 35

EL vuelo llegó con dos horas de retraso al aeropuerto. Horacio tomó el tren hasta la
Estación Central, y de allí fue a pie hasta el hotel dando un paseo a la tenue luz gris de la
tarde. Mientras cruzaba el Puente volvió a pensar en lo tranquila y civilizada que era la
ciudad de Mendoza. Dio un amplio rodeo en dirección oeste para pasar por la Terminal
del Sol. Llevaba una maleta muy liviana. Resultaba tan reconfortante aquella masa de
agua en medio de la calle… Era un lugar tan tolerante, tan libre de prejuicios, tan adulto:
los antiguos y bellos almacenes de ladrillo y madera tallada convertidos en apartamentos
de exquisito gusto, el discreto mobiliario urbano, los sencillos e inteligentes holandeses
en bicicleta, con sus sensatos niños a la espalda. Los tenderos parecían profesores; los ba-
rrenderos, músicos de jazz.

Reflexionaba en estas cosas cuando por fin llegó al hotel, donde le informaron que
la recepción era a las siete y media de la tarde. Desde la habitación llamó a su contacto,
aquel buen médico, para tratar de los preparativos y, por última y definitiva vez, de los
síntomas: conducta imprevisible, estrafalaria y sobremanera antisocial; total pérdida de
juicio; tendencias autodestructivas, delirios de omnipotencia; personalidad desintegrada.
Hablaron asimismo de la premedicación. ¿Cómo debía ser administrada? Su interlocutor
le sugirió una copa de champán, lo que a Horacio le pareció el «toque» festivo idóneo.

Aún debía ocuparse de las dos horas de ensayo, de forma que, después de dejar el
sobre del dinero en recepción, Horacio pidió al portero que llamase a un taxi, y al cabo de
unos minutos se apeó frente a la entrada de artistas, a un costado del edificio. Al pasar an-
te el portero y empujar las puertas giratorias que le conducirían hasta las escaleras, oyó el
sonido apagado de la orquesta. El movimiento final. Era previsible. Mientras subía las es-
caleras iba corrigiendo el pasaje. Es mi música. Era como si unos cuernos de caza lo es-
tuvieran llamando, convocando para que regresara a sí mismo. ¿Cómo podía haberse
alejado tanto? Llegó al rellano y apretó el paso. Podía oír lo que había escrito. Se dirigía
hacia una representación de sí mismo. Todas aquellas noches en soledad. La odiosa pren-
sa. El viaje. ¿Por qué se había pasado toda la tarde perdiendo el tiempo, por qué había es-
tado posponiendo aquel momento? Le costó un gran esfuerzo no echar a correr por el
pasillo en curva que conducía al auditórium. Empujó una puerta, y se detuvo a tomar
aliento.

Había llegado, como pretendía, a la parte alta del fondo del escenario, de espaldas a
la orquesta (detrás de los percusionistas). Los músicos no podían verle, mas sí su director.
Algunos tenían los ojos cerrados. Alzado sobre las puntas de los pies, inclinado hacia

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adelante, con el brazo izquierdo tendido hacia la orquesta, sus dedos trémulos y abiertos
despertaban suavemente a la vida al trombón con sordina que ahora empezaba a ofrecer
dulce, sabia, confabuladoramente, el primer desarrollo completo de la melodía, el «Nes-
sun dorma» de final de siglo, la melodía que Horacio había tarareado a los inspectores el
día anterior y por la que había estado dispuesto a abandonar a su suerte a una excursionis-
ta anónima. Acertadamente. Mientras las notas se encrespaban, mientras todos los ins-
trumentos de cuerda disponían sus arcos para ofrecer los primeros y sostenidos suspiros
de sus armonías deslizantes y sinuosas, Horacio se acomodó en silencio en una silla y sin-
tió que iba sumiéndose en una especie de desvanecimiento.

Las cabezas de los miembros de la Sinfonía de la Provincia de Mendoza se volvie-


ron hacia él, y Horacio se puso en pie. Mientras bajaba al escenario empezó a oírse un
golpeteo cada vez más fuerte de arcos contra los atriles.

—¡Grande Maestro! —se oyó.

Antes de volver a ocupar su asiento, Horacio reparó en la gravedad solemne de las


caras de los músicos. Habían trabajado duro durante todo el día. La recepción en el hotel
probablemente les levantaría el ánimo. El ensayo continuó. Uno de los músicos perfec-
cionó el pasaje que Horacio acababa de escuchar; hizo tocar separadamente a las diferen-
tes partes de la orquesta e indicó a los músicos pequeñas modificaciones —en los legatos,
por ejemplo—. Horacio, en su asiento, trató de evitar que acapararan su atención los deta-
lles técnicos. Ahora era la música lo que importaba, la prodigiosa mutación del pensa-
miento en sonido. Se encorvó hacia adelante, con los ojos cerrados, concentrándose en
cada fragmento que había pulido.

Ahora volvía a oírse el trombón, y un enmarañado y contenido crescendo que acabó


por desarrollar la reafirmación final de la melodía: un atronador y carnavalesco tutti. Pe-
ro, oh fatalidad, sin variación alguna. Horacio se llevó las manos a la cara. Con razón se
había preocupado… Era una obra malograda. Antes de salir para Manchester había en-
viado las páginas como estaban. No tuvo elección. Y ahora no podía recordar el exquisito
cambio que había estado a punto de introducir en la melodía final. El ensayo llegaba a su
término.

Horacio siguió hundido en su asiento. Ahora todo le sonaba diferente. El tema se


deslizaba hacia el maremoto de la disonancia, e iba ganando en volumen gradualmente,
pero el resultado sonoro era harto incongruente, como si veinte orquestas estuvieran afi-
nando en la sus instrumentos. No era en absoluto disonante. Todos los instrumentos toca-
ban prácticamente la misma nota. No era sino un sonsonete monocorde. Una gigantesca
gaita que necesitaba ser reparada. Horacio no alcanzaba a oír más que aquel la, que salta-
ba de un instrumento a otro, de una sección a otra de la orquesta. Su don del perfecto oído
le resultó de pronto un tormento. Aquel la le estaba taladrando el cerebro.

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Habían acordado que Horacio volvería al hotel en Mendoza del director, que aguar-
daba ante la entrada de artistas.

Minutos después estaba de pie en el cuarto de baño, completamente vestido, descal-


zo, inclinándose sobre la bañera, tratando de manipular el reluciente mecanismo dorado
de obturación del desagüe. Había que levantarlo y simultáneamente echarlo hacia un la-
do, pero en aquel momento Horacio no parecía con la suficiente destreza para hacerlo.
Entretanto, el caldeado suelo de mármol le transmitía a través de las plantas de los pies
una suerte de recordatorio sensual de su fatiga.

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CAPÍTULO 36

AQUELLA semana, el primer ministro decidió llevar a cabo una remodelación mi-
nisterial, y prácticamente todo el mundo convenía en que, a pesar de que la opinión pú-
blica se había decantado mayoritariamente en favor de Armonía, la fotografía de El Juez
había arruinado su carrera. En cuestión de un día el ya ex ministro de Asuntos Exteriores
descubrió, tanto en los pasillos de la sede del partido como entre los diputados parlamen-
tarios, que contaba con muy pocos apoyos para disputar el liderazgo del partido en no-
viembre: en el país, en general, la «política de la emoción» bien podría haberle otorgado
el perdón, o al menos una suerte de tolerancia, pero los políticos no ven con buenos ojos
tal vulnerabilidad en un aspirante a líder. Estaba, pues, destinado al olvido político que
había deseado para él el director de El Juez.
No se habían visto desde la cremación de Soberbia, y se dieron la mano con cierta
cautela. Armonía había oído rumores de que había sido Jorge quien había vendido las fo-
tografías, y Jorge ignoraba cuánto podía saber Armonía. Éste, por su parte, no estaba de-
masiado al tanto de la actitud de Jorge respecto a su romance con Soberbia. Y Jorge
tampoco sabía muy bien si Armonía era consciente de lo mucho que él, Jorge, le detesta-
ba. Iban a viajar a Mendoza juntos para repatriar los féretros a Inglaterra, Jorge en calidad
de viejo amigo de los Halliday y de mentor de Horacio en El Juez, y Armonía, a instan-
cias de la Fundación Jorge Cremontti, como valedor de Horacio en el gabinete ministe-
rial. Los miembros del comité de la Fundación confiaban en que la presencia del ex
ministro de Asuntos Exteriores aceleraría el engorroso papeleo que llevaba aparejado
cualquier repatriación de unos restos mortales.
Jorge hizo que el coche le dejara al comienzo de la calle; pasearía unos minutos has-
ta la casa y llamaría a la puerta. Necesitaba planear lo que iba a decirle a la viuda de Ho-
racio. Pero, en lugar de hacerlo, mientras iba caminando en la frescura relajante del
crepúsculo, pasando ante casas victorianas, escuchando el sonido de los primeros corta-
céspedes en la primavera temprana, vio que sus pensamientos tomaban placenteramente
otros derroteros: Armonía vencido, airosamente defendido por Rose Armonía en la rueda
de prensa (incluso negó mendazmente la aventura extraconyugal de su esposo), y ahora
Horacio fuera de juego. Y también Horacio… En conjunto, las cosas no habían salido tan
mal en lo relativo a los antiguos amantes de Soberbia. Sin duda era un buen momento pa-
ra empezar a pensar en ofrecerle un buen funeral a su querida Soberbia.
Irían juntos al cementerio. Esta vez no habría intercambio de miradas. Solo serían
ellos. Los que siempre se conocían. Los que nunca se traicionaron. Amantes.

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