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Y, por casa, ¿cómo andamos?

Ignacio Bermúdez
Bermudez, Ignacio
Y, por casa, ¿cómo andamos? / Ignacio Bermudez ;
prólogo de David Bermúdez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma
de Buenos Aires : El Escriba, 2017.
200 p. ; 21 x 14 cm.

ISBN 978-987-605-677-9

1. Cuentos. I. Bermúdez, David, prolog. II. Título.


CDD A863

©2018 Ignacio Bermudez


©2018 Ediciones El Escriba
Andonaegui 1627 - Ciudad Aut. de Buenos Aires. Argentina.
Tel: 4523-0246 - 15-4494 7037
editorial@edicioneselescriba.com.ar
facebook: Ediciones El Escriba

ISBN 978-987-605-677-9

Queda hecho el depósito que marca la ley 11723


Impreso en Argentina en el mes de enero de 2018
Dedicatoria

A mí.

A mi madre por acompañar, a Gustavo Tomba, a Pablo Fonseca,


a Liliana Mancuso y a División Promoción Laboral por
apadrinarme.
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PRÓLOGO

El tiempo, que nos va deteriorando hasta destruirnos


completamente, es aún más despiadado con las novelas,
cuentos, poemas y obras de teatros inconsistentes. Quizá por
eso, Oscar Wilde dijo: «Toda expresión de arte es inútil».
Shakespeare es muestra de que la más alta literatura
subsistiría por el resto de los tiempos. Es labor de los seres
humanos, mantenerla viva.
El cuento no tiene a ningún Homero o Shakespeare. Si yo
digo épica, inmediatamente pienso en Milton u Homero. Pero
sí hay dos corrientes en el cuento: la de Kafka y la de Chéjov.
Yo pertenezco a ambas. Ninguna me aparta de la otra, más
bien, me siento un poco cerca de Kafka por su invención y otro
poco en Chéjov por su no decir nada, diciéndolo todo. El cuento
es muerte y vida, vida y muerte. Aquello por lo que nos
movemos.

David Bermúdez
Lunes, 25 de septiembre de 2017

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PREFACIO

Llevamos cientos de años preguntándonos: «¿Por qué leer?»


Inicialmente, la literatura era leída en voz alta, ante un auditorio,
y la palabra escrita no era autónoma, sino un mero apoyo de la
palabra hablada. En cambio, la lectura tal como la practicamos
en la actualidad es una actividad solitaria. Quizá, como señala
Borges, el cambio se dio a finales del siglo IV, con el comienzo
de la lectura silenciosa. En el Libro seis de sus Confesiones,
san Agustín cuenta con asombro cómo san Ambrosio leía en
soledad y sin pronunciar las palabras en voz alta. Leemos de
manera personal por razones variadas, la mayoría de ellas
familiares: porque no podemos conocer a fondo a toda la gente
que quisiéramos; porque necesitamos conocernos mejor; porque
sentimos necesidad de conocer cómo somos, cómo son los
demás y porque siempre lo sentimos. Leer para desarrollar la
propia personalidad, leer como fuente de sabiduría, leer para
aprender a pensar, a reflexionar para hallar aquello único que
se comparte con personajes, con historias y sentimientos en
ocasiones muy lejanos en el espacio y en el tiempo. Leer, en
fin, por el simple y egoísta placer de la lectura. Yo me pregunto
«¿por qué no leer?» Tenemos desde Shakespeare a Proust, de
Cervantes a Dickens y a Flaubert, de Jane Austen a Hemingway
o de Dostoievski a Borges, entre muchos otros.
Sir Francis Bacon dio este célebre consejo: «No leáis para
contradecir o impugnar, ni para creer o dar por sentado, ni para
hallar tema de conversación o discurso, sino para sopesar y
reflexionar». A Bacon y Johnson yo añado un tercer sabio de la
lectura, Emerson, fiero enemigo de la historia y de todo
historicismo, quien señaló que los mejores libros «nos
impresionan con la convicción de que una naturaleza escribió y la
misma naturaleza lee».

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Wallace Stevens señaló que la función de la poesía es
ayudarnos a vivir nuestras vidas. Yo tiendo a modificar eso y
llevarlo a la cuestión específica que Freud llamaba la prueba
de la realidad, que no es otra cosa que aprender a soportar la
mortandad. En momentos de peligro y grave enfermedad he
recurrido al intenso consuelo de recitarme poemas a mí mismo,
ya sea en voz alta o en silencio.
Ralph Waldo Emerson, sobre todo en el caso de los autores
y en particular de Edgar Allan Poe. Emerson, para bien o para
mal, fue y es la mente mientras que Poe fue y es nuestra histeria,
nuestra rara unanimidad en nuestras represiones. La mayor
represión de todas es, la muerte. ¿Qué es la vida? Un camino
hacia la muerte. ¿Qué es la muerte? El final de todo. Entonces,
indudablemente, la muerte es lo más significativo de la vida.
La vida es en sí inmejorable.
Los cuentos no son parábolas ni proverbios sabios, y por lo
tanto no pueden ser fragmentos; les pedimos los placeres de la
clausura. El deslumbrante fragmento de Kafka titulado «El
cazador Gracchus» termina cuando el alcalde de un pueblo
costero le pregunta al cazador resurrecto, especie de Judío
Errante o Marinero Antiguo, cuánto piensa durar su visita. «No
puedo decirlo, burgomaestre», responde Gracchus: «…Mi barca no
tiene timón; la impulsa un viento que se alza de las heladas regiones
de la muerte». Esto no es una clausura, un cierre, pero ¿qué
habría podido agregar Kafka? La frase final de Gracchus es
más memorable que todos los finales deliberados de cuentos,
salvo unos pocos.
¿Cómo se lee un cuento? Edgar Allan Poe habría dicho: de
una sentada. Pese a la popularidad mundial y permanente de
que gozan, los cuentos de Poe están atrozmente escritos (como
sus poemas) y se benefician de la traducción, incluso al inglés.
Pero Poe fue el pionero del cuento moderno. Entre esos pioneros

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están: Pushkin y Balzac, Gogol y Turgueniev, Maupassant,
Chéjov y Henry James. Los maestros modernos de la forma
son James Joyce y D. H. Lawrence, Isaak Babel y Ernest
Hemingway y un grupo variado que incluye a Borges, Nabokov,
Thomas Mann, Eudora Welty, Flannery O’Connor, Tommaso
Landolfi e Ítalo Calvino. Pero los que lograron llegar al orden
de la perfección fueron: Turgueniev y Chéjov, Maupassant y
Hemingway, Flannery O’Connor y Vladímir Nabokov, Jorge
Luis Borges, Tommaso Landolfi y Calvino porque todos ellos
alcanzaron en su arte lo más parecido a la vida.
A veces, me pregunto por qué escribir después de
Shakespeare, yo sé que nunca voy a escribir como él, quizá
nadie, pero de todas maneras, un impulso interno me conduce
a escribir incesantemente. Hay otros autores, como Javier
Marías, que los reconforta el saber que hubo tan grandes y
ejemplares escritores. Debo reconocer que a mí me da algo de
pesimismo. Y es que no soy del todo pesimista, pero para qué
después de Shakespeare.
«Los buenos escritores solo compiten con los muertos», dijo alguna
vez Ernest Hemingway, y es posible contemplar la historia de
la literatura como una serie de duelos entre los muertos o
grandes precursores.
Homero y sus precursores nos son desconocidos, y toda la
cultura griega le otorga el lugar de padre fundador, veremos
cómo las siguientes grandes etapas de la literatura occidental
se definen por el intento de medirse con él: el poema que
encarna el ideal de la cultura romana, la Eneida, es una
indudable continuación de los poemas homéricos: Virgilio
vuelve a contar la historia de la caída de Troya, ahora en latín y
desde el punto de vista de los vencidos troyanos; y el poema
que cierra y contiene la siguiente etapa cultural, el Medievo
europeo, es La divina comedia, de Dante. En ella, el propio

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Virgilio se convierte en un personaje que guía al autor a través
del Infierno y el Purgatorio. Cuando Dante está a punto de
llegar al Paraíso, Virgilio le abandona. El hecho admite una
lectura teológica (Virgilio, como pagano, no tiene acceso al
Paraíso) y también una lectura estética: llegado a este punto,
Dante ha aprendido todo lo que su maestro tenía que enseñarle;
a partir de ahí lo superará.
Shakespeare es el gran original de la literatura inglesa. Su
precursor inmediato, Marlowe, era un dramaturgo de menor
peso, que apenas representaba una amenaza para un
Shakespeare principiante e inexperto. Pero aun así es evidente
que el joven Shakespeare debió abrirse paso como dramaturgo
desafiando y venciendo a Marlowe a través de una serie de
obras puntuales: el fragor de Enrique VI trata de ahogar al de
Tamerlán; Tito Andrónico es un intento de superar los horrores
de El Judío de Malta; Ricardo II es una vuelta de tuerca sobre
Eduardo II, e incluso en la muy tardía La tempestad, el diálogo
–y la disputa– con el Fausto de Marlowe son evidentes. Aun
así, para Shakespeare, en lo sustancial, la angustia de las
influencias no pasa de ser una enfermedad infantil de la que
pronto se cura.
La angustia de las influencias se vuelve un factor decisivo,
antes y después del Renacimiento, cuando –el sucesor el poeta
tardío o rezagado– se encuentra con un precursor al que sabe
que nunca podrá superar. En el caso de la literatura inglesa
afectará a todos los escritores posteriores a Shakespeare, de
Milton en adelante. Hasta el Renacimiento, señala Bloom, la
influencia se recibe como un don más que como una pesada
carga. El aprendiz ve a su precursor no como un enemigo, sino
como un padre benéfico que le enseña todo lo necesario y luego
le deja vivir su vida literaria, respetando su identidad e
independencia. Pero a partir de esa época cada literatura va

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fijando su gran figura: Dante en Italia, Shakespeare en Inglaterra,
Cervantes en España, Goethe en Alemania... A partir de ellos,
«la angustia de las influencias» se convierte en el factor
dominante de la historia literaria occidental. Bloom, lejos de
definir esta historia con sucesivas constelaciones de autores
mayores y menores, la reduce a una sucesión de grandes duelos
entre pesos pesados: Milton contra Shakespeare, Wordsworth
contra Milton, Keats y Shelley contra Wordsworth, Yeats contra
Blake y Shelley.
Un hijo recibe de su padre la vida, la educación, la formación
de su carácter. Pero hay un punto en el que el hijo debe
independizarse, tomar las riendas de su destino, dotarse de
una identidad propia. Si no lo hace, corre el peor de los riesgos:
no existir como individuo, ser apenas una sombra, un pálido
reflejo de su padre. La alternativa de no tener padre, o tener
un padre débil, es peor aún: como la identidad del hijo se
construye sobre (y contra) la del padre, el padre fuerte ofrece
las mayores garantías de legar su fuerza al hijo. Pero el riesgo,
en este caso, consiste en que esa misma fuerza lo abrume y
anule. La fantasía de derrotar al padre es por definición
irrealizable: el padre siempre es más fuerte. Si el hijo pudiera
derrotar al padre estaría destruyendo la fuente y sentido de su
propia fuerza. El padre ha llegado antes, su preeminencia no
pertenece al orden del valor, sino al orden del ser. Este dilema
conduce al escritor a una serie de fantasías compensatorias.
Una de ellas es la de originalidad, o en otras palabras, la de
orfandad. La orfandad es inalcanzable: en el mejor de los casos,
lo que el escritor puede «alcanzar» es el desconocimiento o la
negación de sus orígenes literarios: esto, en lugar de darle
fuerza, indefectiblemente lo debilita. La otra fantasía es la de
ser él mismo el engendrador de su propio padre.

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De esto trata el texto «Kafka y sus precursores», de Borges.
Este enumera una serie de obras y autores que hoy nos resultan
«kafkianos»: Zenón y su paradoja contra el movimiento, un
texto sobre los unicornios debido a un apólogo de un prosista
chino del siglo IX, dos parábolas religiosas del filósofo danés
Kierkegaard, un poema de Robert Browning, un cuento de León
Bloy y otro de lord Dunsany. Nuestra lectura de Kafka, afirma
Borges, refina y desvía nuestra percepción de estas obras. Ya
no las leemos como se leyeron en su tiempo, como las leyeron
por ejemplo quienes las escribieron. Lo más significativo, agrega
Borges, es comprobar que si bien todas estas obras se parecen
a Kafka, no se parecen entre sí: Kafka ha hecho un conjunto de
lo que antes era una dispersión de obras disímiles. Un gran
autor, concluye Borges, crea a sus precursores, o en términos
de Bloom, convierte a sus padres en sus hijos.
Hacia el final de su ensayo, Borges señala: «En el vocabulario
crítico, la palabra precursor es indispensable, pero habría que tratar
de purificarla de toda connotación de polémica o de rivalidad». Aquí
es donde tengo mi principal diferencia con Borges. Borges se
engañaba al afirmar que en la relación entre el precursor y el
sucesor no había celos o rivalidad. Creo que él mismo satiriza
luego ese idealismo literario suyo en su gran cuento «El
inmortal».
En su cuento «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939),
Jorge Luis Borges propone el caso extremo de un autor del
siglo XX que, subyugado por la grandeza de Cervantes, se
propone la tarea imposible de reescribir textualmente El Quijote,
no copiándolo, sino creándolo él mismo de nuevo. Solo logra
completar unos fragmentos, que resultan palabra por palabra
idénticos al original, pero que al ser el producto de un escritor
francés del siglo XX tienen un sentido radicalmente distinto al
del texto de Cervantes. El caso de Pierre Menard ilustra el

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predicamento del escritor tardío: aun cuando lograra reproducir
la creación del precursor, su obra, por venir después, no será
valorada de la misma manera.
La estampa del humilde discípulo que se acerca al maestro
con la cabeza gacha para recibir su bendición es el reverso exacto
de la realidad: es Borges el que le está ofreciendo a Lugones
un lugar en su obra, es Lugones el que agradece la merced que
un gran escritor le está haciendo a un escritor de segunda línea.
Y es precisamente por eso que ahora en la escritura de Borges
«se reconoce la voz» de Lugones con mayor claridad que en el
Borges joven.
¿Por qué escribimos? Para ser inmortales. Nuestro máximo
enemigo fue, es y será la muerte. Pero hay excepciones. Para
la religión judía o cristiana la pregunta sobre el autor o autores
de la Torá no solo carece de relevancia, sino que es
improcedente: la tradición normativa, o religiosa, afirma que
el único autor de los primeros cinco libros de la Biblia judía, o
Antiguo Testamento (Génesis, Éxodo, Levítico, Números y
Deuteronomio) es Moisés, que los recibiera por revelación
divina en el monte Sinaí. Los historiadores, en cambio,
identifican varios redactores: J o el Yahvista, E el Elohísta, P el
Autor Sacerdotal y R, el Redactor, que fusionó los textos
anteriores, borrando así muchas de las marcas estilísticas y
conceptuales que permitían diferenciarlos.
Como los dioses griegos, interactúa con los personajes
humanos, les habla, discute con ellos, caprichosamente les da
y les quita, castiga y recompensa. Quizá el episodio más
característico sea aquel en el que Abraham regatea con Yahveh
la suerte de las ciudades de la llanura: Abraham se acercó:
«¿Destruirás al inocente con el despreciable? Si en la ciudad hay
cincuenta justos, ¿lo mismo la destruirás? ¿No te detendrás por los
cincuenta inocentes?»

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«Prohíba el cielo que des esto a luz, borrar al inocente con el
despreciable, como si sinceridad y desprecio fueran iguales. ¿Es posible
no lo permita el cielo que tú, juez de toda la tierra, no traigas justicia?»
«Si encuentro en la ciudad cincuenta inocentes», dijo Yahveh, «por
causa de ellos dejaré en pie el lugar». «Te ruego que oigas», apremió
Abraham. «He imaginado que podía hablar con Yahveh: yo, mero
polvo y cenizas. Quizás de cincuenta justos faltaran cinco. ¿Destruirías
por ellos una ciudad entera?» «No la abatiré», dijo Yahveh, «si
encuentro cuarenta y cinco». Pero él halló más que decir. «Supón»,
apremió, «que encuentras cuarenta». Y él dijo: «Por causa de esos
cuarenta no obraré». «Te ruego, mi señor, no te enojes», continuó
él, «si aún hablo más. Supón que encuentras treinta...». El tira y
afloja sigue hasta que quedan diez: si encuentra a diez justos
en la ciudad de Sodoma, Yahveh la perdonará.
La lectura religiosa y quienes la practican no son, a fin de
cuentas, el enemigo. Tienen sus propios textos, y no se meten
con la literatura salvo cuando la literatura se mete con ellos.
Los rabinos, los sacerdotes y los mulás no disputan a los críticos
literarios las interpretaciones de Shakespeare, Goethe o Tolstoi,
y la crítica literaria suele devolverles el favor.
El predominio casi absoluto de escritores varones en la
literatura occidental es el resultado de la dominación masculina
que durante siglos ha mantenido a las mujeres alejadas de la
educación y la lectura, y por tanto de la posibilidad de escribir
literatura. En este sentido, es esencial la observación de Virginia
Woolf en su ensayo Una habitación propia, quizá el texto base
de toda la crítica feminista posterior: las condiciones materiales
de existencia –la falta de educación formal, de rentas que
permitan tiempo libre y de una habitación propia don de
escribir– son la única explicación de por qué hasta el siglo XIX
no hay mujeres escritoras en la tradición de la lengua inglesa.
Y aun cuando la escritura sea positiva como sucedió con

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muchas de las grandes heroínas de la literatura (Cleopatra,
Madame Bovary, Molly Bloom) son producto de una
imaginación masculina «esencialista» y por eso llevan el estigma
de los prejuicios y las formas de representación patriarcales.
En el caso de la lectura feminista, uno empieza, por ejemplo,
a leer una crítica feminista del Rey Lear e indefectiblemente
sabe que se encontrará con una condena de la figura de Lear –
por representar al patriarcado–, una pretexto para las malvadas
hijas Goneril y Regan –su ingratitud hacia su padre se explicará
como resistencia ante la autoridad patriarcal y efecto del
sometimiento secular de la mujer– y puede adivinar que la hija
leal, Cordelia, en lugar de salvadora de su padre, será vista
como una víctima sacrificial del egoísmo paterno.
En otro caso, que es el francés, el procedimiento consiste
en empezar con una postura política completamente propia,
muy alejada de las obras de Shakespeare, y localizar luego
algún fragmento marginal de la historia del Renacimiento inglés
que parezca apoyar esta postura. Con ese fragmento social en
la mano, se abalanza uno desde afuera sobre la pobre comedia,
y se encuentran algunas conexiones, establecidas como sea,
entre ese supuesto hecho social y las obras de Shakespeare.
Borges decía que la literatura es un plagio. Virgilio reescribe
a Homero, Dante se traga entero a Virgilio, Shakespeare deglute
a Marlowe, Milton lucha con Shakespeare como Jacob con el
ángel, Wordsworth se desespera ante la sublime grandeza de
Milton, Eliot se abraza a los poetas metafísicos para reprimir la
aplastante influencia de Wordsworth, Baudelaire se enamora
de Poe para desprenderse de Racine y Corneille…

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Y, POR CASA, ¿CÓMO ANDAMOS?
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CAPÍTULO 1

Di pasos con sigilo. Me saqué la corbata de a puntas.


Esperaba que mi madre no se despertara, pero no hubo caso y
se levantó, exaltada. Preguntó: «¿Dónde estabas?»; y yo dije:
«No sé». Se alteró más, le latían las venas de la cabeza; como
cuando en el escolar estudiaba latín y griego y volvía a casa
con malas notas. Eso la ponía loca. «Ya sé que está fuera de
moda, pero te necesitan por un robo», dijo; y yo contesté:
«¡Robo!; ¿de qué?» «Un cuadro, al parecer».

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CAPÍTULO 2

—¿Qué quiere?
—El cuadro que usted se llevó de la casa de los Avendaño.
—¿Qué cuadro?
—Ya sabe a qué me refiero; El Infierno de Dante.
—Yo no lo tomé.
—Quizá. Pero ahora lo tiene…
—¿Se lo ha dicho Irma?
—Podemos dejar a Irma fuera del asunto. Ya tiene
suficientes problemas con sus padres y consigo misma. Se habrá
dado cuenta de que sufre algún trastorno mental. Cree que yo
soy artista. Incluso, piensa que yo pinté el Infierno de Dante.
—Y, a propósito, ¿quién es usted?
—Soy detective privado. Los Avendaño me contrataron para
recuperar el cuadro. Dígame, ¿dónde está?
—No lo sé.
—¿Qué ocurrió?
—Reconozco que me lo llevé a mi casa.
—¿Cuándo lo llevó a su casa?
—Ayer.
—¿Y dónde está ahora?
—Lo ignoro. De verdad. Se lo llevaron de mi cuarto.
—¿De la casa en la calle Huarpes?
—Sí, señor. Alguien entró en la casa y lo robó mientras yo
dormía. Estaba cuando me acosté. Cuando me desperté, había
desaparecido.
—Tiene el sueño muy pesado. Cuando duerme nadie la
puede despertar, lo siento.

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—En efecto.
—O es un mentiroso.
—Le he traído esto.
Le entregué los bocadillos.
—No tengo apetito.
—Será mejor que se los coma. Es posible que Alfredo no
aparezca hoy.
—Pero dijo que vendría.
—Irma, quizá tiene problemas a causa del cuadro.
Cerró la mano, oprimiendo los bocadillos en la bolsita de
papel.
—¿Mis padres quieren hacerlo detener?
—Yo no lo diría así.
—Usted no conoce a mis padres. Tratarán de que pierda el
empleo en el museo.
Nunca conseguirá terminar la carrera. Y todo porque trató
de hacerles un favor.
—No lo entiendo muy bien.
Asintió enfáticamente.
—Quiso demostrar la autenticidad del cuadro. Su idea era
examinar la pintura, para determinar la edad. Si se trataba de
pintura fresca, probablemente no era auténtico.
—¿Y no era un hombre auténtico?
—En efecto. La primera vez que lo vio Alfredo llegó a esa
conclusión, pero no estaba seguro. Y no confía en el hombre
que vendió el cuadro.
—¿Carlos Zapata?
—En efecto, Alfredo dijo que tiene mala reputación en los
círculos artísticos.

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CAPÍTULO 3

La puerta de la tienda de Carlos Zapata estaba cerrada con


llave. No tengo idea de cómo lo logré, pero entré y luego fui a
la bodega y le pregunté al negro si había visto a Paola.
—Estaba en la acera hace una hora, cargando cuadros en su
camioneta. Yo mismo le di una mano.
—¿Qué clase de cuadros?
—Cuadros con marcos.
—¿Cómo sabe que no los venden?
—Es evidente. Paola dijo que cerraban el negocio.
—Carlos Zapata, el hombre de la barba, ¿estaba con ella?
—No, no apareció. No lo vi después de que usted se fue.
—¿Paola dijo adónde iba?
—No pregunté. Se alejó en dirección a Montevista —Señaló
hacia el suroeste con el índice.
—¿Qué clase de camioneta?
—Un viejo Volkswagen amarillo. ¿Se ha metido en algún
lío?
—No. Quería hablar con ella de un cuadro.
—¿Para comprar?
—Quizá.
Me miró incrédulo.
—¿Le gustan esas cosas?
—A veces.
—Qué lástima. Si hubieran sabido que tenían un candidato,
se habrían quedado un rato más.

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—Tal vez. ¿Puede venderme dos botellas de medio litro de
vino de San Juan?
—¿Por qué no se lleva una botella de litro? Le saldrá más
barata.
—Prefiero dos medios litros.
De camino hacia el centro me detuve en el museo de arte,
con la intención de preguntar por Alfredo. Pero el museo ya
había cerrado. Me dirigí a la calle Olivo. Dejé el coche cerca de
la casa de los Robledo, y subí los escalones rotos que terminaban
en la puerta. El padre de Alfredo seguramente estaba
escuchando al otro lado de la puerta. Habló antes de que yo
pudiese golpear.
—¿Quién es?
—Vine hace un rato, buscando a Alfredo.
—Es cierto. Lo recuerdo —Parecía orgulloso de la hazaña.
—Señor Robledo, ¿puedo entrar para conversar un minuto?
—Lo siento, no puede hacerlo. Mi esposa ha cerrado la
puerta con llave.
—¿Dónde está la llave?
—Sarita se la ha llevado al hospital.
Tenía la voz saturada de autocompasión.
—¿No hay modo de entrar? ¿Quizá por una ventana?
—Me mataría.
—¿Cómo se enterará? Tengo un poco de vino. ¿No le
vendrían bien unos tragos?
—Claro que sí. Pero ¿cómo entrará?
—Tengo llaves.
Era una cerradura sencilla, de modelo antiguo, y la segunda
llave la abrió. Entré y cerré la puerta, moviéndome con cierta

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dificultad en el vestíbulo atestado. El cuerpo voluminoso de
Robledo apenas me dejaba espacio.
—Ha dicho que tiene vino.
—Un momento.
—Estoy enfermo. Ya ve qué enfermo estoy.
Abrí una de las botellas de medio litro. Se la bebió de un
trago continuo y estremecido, y lamió la boca de la botella
vacía.
—En mis buenos tiempos solía beber vino, le gusta el…
—Sí, señor Robledo.
—Llámeme David. Sé distinguir a los amigos de los
enemigos.
—¿Cómo dijo que se llamaba?
—Sánchez Moreno.
—¿Y cómo se gana la vida, señor Sánchez Moreno?
—Soy investigador privado. Unas personas de esta ciudad
me contrataron para buscar un cuadro desaparecido. Es el
cuadro de una mujer, probablemente la obra de un pintor local
muy conocido… Avendaño. Seguramente ha oído hablar de él.
Frunció el ceño, en actitud concentrada.
—No estoy seguro. Tiene que hablar de esto con mi hijo
Alfredo. Es su especialidad.
—Ya he hablado con él. Alfredo se apoderó del cuadro y lo
trajo aquí.
—¿Aquí?
—Eso me dijo esta tarde.
—No lo creo. Alfredo es incapaz de hacer nada semejante.
Es un buen chico. Siempre lo ha sido. Jamás ha robado nada.

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La gente del museo de arte le tiene confianza. Todos confían
en él.
Interrumpí el flujo alcohólico de las palabras de Robledo.
—Afirma que no lo robó. Lo trajo aquí para realizar algunas
pruebas.
—¿Qué clase de pruebas?
—No lo sé. De acuerdo con la versión de Alfredo, quería
determinar la antigüedad del cuadro. El artista a quien se
atribuye la obra desapareció hace mucho tiempo.
—¿Quién era?
—Avendaño.
—Sí, creo que he oído hablar de él. Tienen muchos cuadros
suyos en el museo.
Se frotó la cabeza, como tratando de refrescar la memoria.
—¿No está muerto? —preguntó.
—Murió, o desapareció. Sea como fuere, nadie lo ha visto
en los últimos veinticinco años. Si la pintura del cuadro es
relativamente fresca, probablemente no es obra de Avendaño.
—Disculpe, no lo entiendo.
—No importa. El hecho es que Alfredo trajo aquí el cuadro,
y dice que anoche lo robaron de su cuarto. ¿Sabe algo de eso?
—Disculpe, no. ¿Cree que lo he robado yo?
—No he querido decir eso.
—Así lo espero. Alfredo me mataría si yo tocara alguna de
sus cosas. Ni siquiera puedo entrar en su cuarto.
—Lo que quiero averiguar es… ¿Alfredo dijo anoche que le
habían robado el cuadro?
—No, que yo sepa.
—¿Usted lo vio esta mañana?

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—En efecto. Le preparé el desayuno.
—¿Y no habló del cuadro desaparecido?
—No, señor. No me dijo ni una palabra.
—Me gustaría revisar el cuarto de Alfredo. ¿Es posible?
La idea pareció atemorizarlo.
—No sé. No lo creo. Detesta que alguien entre aquí. Y me
echaría si pudiese.
—¿No dijo que había ido al hospital?
—Así es. Fue a trabajar.
—Entonces, ¿cómo puede enterarse?
—No sé cómo se entera, pero siempre lo consigue. Me irrita,
me rompe los nervios. —Emitió una risita desvergonzada—.
¿No tiene un poco más de ese magnífico vino?
Extraje el otro medio litro y se lo mostré. Extendió la mano.
Yo aparté la botella.
—David, vamos arriba. Después le dejo la botella.
Devolví la botella a mi bolsillo.
—No sé.
Encendió una luz y empezó a subir la escalera.
—Este es el cuarto de Alfredo.
—Todo el arte ha quedado reducido a escombros viejos,
Francis Bacon no es ya más que un aturdido —me dijo, mientras
miraba las paredes.
—Es este —dijo Robledo, que se había acercado. Señaló el
rostro de un adolescente, que a tanta distancia en el tiempo
parecía conmovedoramente esperanzado.
—¿Puede ser que alguien haya entrado en la casa y se haya
llevado el cuadro? —alzó los hombros y los dejó caer.

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—Supongo que todo es posible. Yo no oí nada. Además,
generalmente tengo el sueño muy pesado.
—David, ¿no ha sido usted el que se ha llevado el cuadro?
—No, señor. —Meneó violentamente la cabeza—. Sé que
no debo tocar las cosas de Alfredo. Tal vez soy un viejo inútil,
pero no robo a mi propio hijo. En esta casa es el único que
tiene futuro.
—¿En la casa viven únicamente ustedes tres…? ¿Usted,
Alfredo y la señora Robledo?
—Sí. Antes había inquilinos, pero eso fue hace mucho.
—Entonces, ¿qué pasó con el cuadro que Alfredo trajo a
esta casa?
Robledo bajó la cabeza y la movió como un toro viejo y
enfermo.
—No he visto nunca ese cuadro. Y ahora, ¿por qué no me
deja en paz?
Me aparté de él y eché un vistazo a los restantes cuartos
del primer piso.
—Hay una escalera que lleva al desván. De todos modos,
allí arriba no hay nada. Se parece a mí —agregó, tocándose la
cabeza—. Arriba no hay nadie.
Me ofreció su sonrisa de idiota. Le entregué el otro medio
litro. Era una transacción desagradable, y me alegró perderlo
de vista. Cerró la puerta detrás de mí, como un prisionero en
libertad bajo palabra que se encierra en su propia casa. Eché
llave a la puerta.

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CAPÍTULO 4

Llamé a la puerta varias veces, pero nadie me respondió.


Sentí ganas de gritar. Me apoyé en la pared y miré la calle
muda. Había aparcado el coche a la vuelta de la esquina, y la
calle estaba vacía. Sobre las tupidas copas de los olivos, una
tenue palidez comenzaba a extenderse lentamente por el cielo.
Gerardo Robledo habló a través de la puerta.
—¿Quién es?
—Sánchez Moreno. Abra la puerta.
—No puedo. Mi mujer se fue y me encerró.
—¿Adónde fue?
—Probablemente a La Paloma…, el sanatorio. Tiene el turno
de noche.
—Vengo de allí. La señora Robledo abandonó otra vez su
puesto.
—No debería haberlo hecho. Perderá también ese empleo.
Tendremos que acudir a la ayuda social. ¿Qué será de nosotros?
—¿Dónde está Alfredo?
—No lo sé.
Le dirigí un breve saludo a Robledo a través de la puerta,
subí a mi coche y me fui a la central de policía.
Gastón estaba en su oficina, y su aspecto no parecía muy
distinto del que tenía siete u ocho horas antes. Tenía manchas
azules bajo los ojos, pero estos tenían la misma expresión serena
y fija, además acababa de afeitarse.
—Parece que usted no ha dormido mucho —dijo.
—Nada. Estoy tratando de encontrar a Beatriz Salada.

30
Gastón respiró hondo, y la silla crujió bajo su peso. Dejó
escapar el aire con un suspiro.
—¿Por qué es tan importante? No podernos vigilar las
veinticuatro horas a todos los periodistas de la ciudad.
—Ya lo sé. Pero se trata de un caso especial. Creo que habría
que revisar la casa de los Robledo.
—¿Tiene motivos para suponer que la señorita Madford
está allí?
—Nada seguro. Pero es posible, e incluso más que posible,
que hayan ocultado el cuadro en esa casa. Ya pasó una vez por
las manos de la señora Robledo, y por las de su hijo Alfredo.
Recordé a Gastón, los diversos aspectos del caso: Alfredo
Robledo había robado o tomado en préstamo el cuadro de la
casa de los Avendaño; después, lo habían robado del museo
de arte; o de acuerdo con la versión original de Alfredo, de la
casa de los Robledo. Añadí lo que Jessica Puentes me había
dicho, a saber, que Saavedra había comprado el cuadro a la
señora Robledo.
—Todo eso es muy interesante —dijo Gastón con voz
inexpresiva—. Pero ahora no tengo tiempo de buscar a la
señorita Madford. Y tampoco dispongo de tiempo para buscar
un cuadro perdido, robado o escondido, y que probablemente
no vale gran cosa.
—La chica, sí vale. Y el cuadro es la clave de este asunto.
Gastón se inclinó hacia delante, y apoyó los codos sobre el
escritorio.
—Es su chica, ¿verdad?
—Aún no lo sé.
—Pero, ¿le interesa?
—Mucho —dije.

31
—¿Y le contrataron para recuperar el cuadro?
—Sí.
—Entonces el cuadro es la clave del caso, ¿no?
—Comisario, no dije eso. Mi relación personal con la chica
y el cuadro no son las razones por las cuales ambos son
importantes.
—Quizá así lo crea usted. Quiero que vaya a mi cuarto de
baño y se mire bien la cara en el espejo. De paso, mientras está
allí, puede usar mi máquina de afeitar eléctrica. Está en el
armario, detrás del espejo. El enchufe está a la izquierda, al
lado de la puerta.
Fui al cuarto de baño y me miré la cara. Estaba tensa y
pálida. Hice una mueca, tratando de infundirle un poco de
vida, pero mis ojos no cambiaron. Me parecían irritados.
Me afeité y me lavé. Mi aspecto mejoró un poco. Pero no
por eso se atenuaron el sentimiento de ansiedad y la fatiga que
me envolvía la cabeza y el cuerpo.
Cuando volví a la oficina de Gastón, me examinó
atentamente.
—¿Se siente mejor?
—Un poco.
—¿Cuándo comió por última vez?
Miré el reloj. Eran las siete menos diez.
—Hace unas nueve o diez horas.
—¿Durmió?
—No.
—Bien, vamos a desayunar. Charly abre a las siete.
El establecimiento de Charly era un restaurante para gente
trabajadora, y los clientes ya estaban distribuyéndose en los

32
reservados y frente al mostrador. En la atmósfera cargada de
humo había una suerte de buen humor, como si la gente
pensara que, después de todo, el día no sería tan malo.
Gastón y yo nos sentamos frente a frente en uno de los
reservados. Comentamos el caso bebiendo una taza de café,
mientras esperábamos la llegada del desayuno. Yo me daba
perfecta cuenta de que no había informado a Gastón acerca de
mi entrevista con la señora Houllebecq. Tenía que decírselo
antes de que lo descubriese por sí mismo, si ya no lo había
hecho. Y no debía demorarme demasiado. Pero decidí postergar
el asunto hasta que hubiese tomado algo de alimento.
Una vez terminó de comer, y cuando ya había pedido otra
taza de café, le dije:
—Anoche fui a ver a la señora Houllebecq.
Se le dibujó una expresión dura en el rostro. Aparecieron
arrugas en la comisura de sus labios y alrededor de sus ojos.
—Le pedí que no lo hiciera.
—Me pareció necesario. Comisario, trabajamos con
diferentes reglas de juego.
—Tiene mucha razón.
Yo había querido referirme al hecho de que él tenía que
someterse a presiones políticas particulares. Era el puño de
hierro de la ciudad, la personificación de una fuerza aplastante;
pero al mismo tiempo tenía que escuchar lo que la ciudad le
decía acerca del modo como debía emplear esa fuerza. Y se
hubiera dicho que ahora estaba atento a las voces de la gente
de la ciudad, algunas de las cuales resonaban en el mismo
salón lleno de humo donde desayunábamos.
Se le suavizó gradualmente el rostro, y perdió su aspecto
de cemento agrietado.

33
Los ojos permanecieron impasibles.
—¿Qué le dijo la señora Houllebecq?
Le conté detalladamente la entrevista, destacando la
información acerca del hombre del traje marrón, desenterrado
por la señora Houllebecq y Rico. A esta altura de la narración,
el rostro de Gastón manifestaba un vivo interés.
—¿Le dijo de dónde venía el hombre?
—Según parece, había estado en un hospital para veteranos
de guerra.
Gastón descargó un puñetazo sobre la mesa. Los platos
saltaron y tintinearon. En ese rincón del restaurante
probablemente todos se dieron cuenta del hecho, pero nadie
se volvió para mirar.
—Ojalá —dijo— me lo hubiese dicho antes. Si el hombre
estuvo en un hospital para veteranos de guerra, podemos
identificarlo por los huesos.
Gastón depositó tres pesos sobre la mesa. Se levantó y salió.
Yo pagué mi propia cuenta y también salí. Eran más de las
ocho, y la ciudad estaba vacía. Caminé por la calle principal,
volví a la playa del aparcamiento, recuperé mi coche y me
dirigí al puerto. Me impulsaba lo que bien sabía era una fantasía
semiconsciente: si regresaba a la habitación donde Beatriz y yo
habíamos empezado, seguramente la encontraría.
No estaba. Me acosté en la cama y traté de pensar en otra
cosa. Pero me asaltaban constantemente febriles imágenes de
muerte.
Cuando desperté, el sol estaba alto y mi mente se había
aclarado. Mi reloj me indicó que eran casi las doce. Y mi
pensamiento evocó el recuerdo que yo necesitaba.

34
Cuando estaba en Posito, el comisario Ramírez me había
hablado de un soldado que se llamaba «Víctor o Matías», y
que era amigo de José Luis, el hijo de Mónaco Del Pozo.
Después de la guerra, el soldado había enviado una tarjeta
postal al comisario desde un hospital para veteranos en Posito.
Descolgué el teléfono de mi habitación e hice una llamada
a la oficina del comisario Ramírez en Posito. Un rato después,
Ramírez apareció al otro extremo de la línea.
—Ha tenido suerte al encontrarme, Sánchez Moreno. Salía
para almorzar. ¿Cómo está la chica Avendaño? Tengo entendido
que llegó sana y salva a su casa.
—Está en su casa. Pero no sé si sana y salva.
—¿Con su familia? —A Ramírez pareció molestarle la idea
de que el rescate de Irma no hubiese sido duradero, como un
ascenso a los cielos.
—Es una chica perturbada, y no se siente muy feliz con su
padre. A propósito, y discúlpeme porque ya le pregunté lo
mismo antes, ¿Avendaño tuvo algo que ver con la decisión de
suspender la investigación de la muerte de José Luis Del Pozo?
—Ya me preguntó lo mismo antes. Y le dije que no lo sabía.
—¿Qué probabilidades hay?
—No hubiera sido lógico que Avendaño adoptase esa
actitud. En esa época mantenía una relación muy estrecha con
la madre de José Luis Del Pozo. Y no le digo nada que no sea
del dominio público.
—¿Mónaco Del Pozo reclamó una investigación a fondo?
—Ignoro lo que hizo o dijo. Normalmente, solía conversar
con las autoridades superiores.
La voz de Ramírez tenía matices fríos, y parecía próxima a
congelarse por completo.

35
—¿Mónaco quiso que trajese de Santa Cruz a Houllebecq,
para interrogarlo?
—No recuerdo nada por el estilo. Sánchez Moreno, ¿qué
está buscando?
—Es posible que no lo sepa hasta que lo vea. Pero una de
las cosas que usted me dijo acerca del caso Del Pozo, puede
ser importante. Mencionó que un soldado amigo de Del Pozo
llegó a Posito, y comentó la muerte de José Luis.
—Así es. A decir verdad, estuve pensando en ese hombre.
Como usted sabe, después de la guerra me envió una tarjeta
postal desde un hospital para veteranos. Quería saber si había
novedades en el caso Del Pozo. Le contesté que todo estaba
igual.
—¿Recuerda la firma de la tarjeta postal?
El comisario vaciló, y luego dijo:
—Creo que era Matías. David Matías. La escritura no era
muy clara.
—¿Pudo haber sido David Robledo?
El comisario guardó silencio un momento. Alcancé a oír
débiles voces hablando en algún punto de la línea.
—Es posible —dijo—. Quizá la tarjeta postal está todavía
en mi archivo. Tenía la esperanza de que algún día pudiera dar
una respuesta afirmativa al amigo de Del Pozo. Pero no fue
así.
—Quizá todavía pueda hacerlo.
—De todos modos, siempre me queda la esperanza.
—Comisario, ¿tiene algún sospechoso?
—¿Usted lo tiene?
—No. Pero ese no era mi caso.

36
Había tocado un nervio sensible.
—Tampoco era el mío —dijo con cierta irritación—. Me lo
quitaron.
—¿Quién?
—Los que pueden. Y no doy nombres.
—¿Se sospecha de Houllebecq de haber asesinado a su
medio hermano?
—Eso no es ningún secreto. Ya le expliqué que sacaron
rápidamente a Alfredo de la provincia. Y por lo que yo sé,
nunca ha regresado.
—¿Había problemas entre los dos hermanos?
—No sé si podría hablarse de problemas. En todo caso,
una sana rivalidad. Competencia. Los dos querían ser pintores.
Ambos deseaban casarse con la misma chica. Quizá podría
decirse que Alfredo venció en los dos aspectos. E incluso acabó
adueñándose del dinero de la familia.
—Pero su suerte duró solo siete años.
—Eso he oído decir.
—¿Tiene alguna idea de lo que pudo haberle ocurrido?
—No, no lo sé. Todo eso está fuera de mi jurisdicción. Y de
paso, tengo que hablar con alguna gente y usted me está
retrasando. Adiós.
El comisario colgó bruscamente. Salí al corredor y golpeé a
la puerta de la habitación de Paola. Oí sus pasos dentro del
cuarto.
Habló a través de la puerta.
—¿Quién es?
Se lo dije. Abrió la puerta. Me pareció que había tenido
malos sueños, como yo, y que no se había despertado del todo.

37
—¿Qué desea?
—Un poco de información.
—Ya le dije todo.
—Lo dudo.
Trató de cerrar la puerta. Yo la mantuve abierta. Cada uno
de nosotros podía sentir el peso del otro, y la presencia de
unas voluntades opuestas.
—Paola, ¿le interesa descubrir al asesino de su padre?
Sus ojos oscuros exploraron mi cara.
—¿Está seguro de saberlo?
—Estoy trabajando para averiguarlo. Pero necesito su
ayuda. ¿Puedo entrar?
—Espere, saldré yo.
Nos sentamos en un par de sillas, al lado de una ventana,
al final del corredor.
Paola apartó su silla de la ventana.
—Paola, ¿qué teme?
—Qué pregunta más estúpida. La otra noche mataron a mi
padre. Y yo sigo en esta ciudad piojosa.
—¿A quién teme?
—A Houllebecq. ¿A quién podría temer, si no es a él? Según
parece, aquí lo creen un héroe. Porque la gente no sabe qué
hijo de puta fue.
—¿Usted le conoció?
—En realidad, no. Es mucho mayor que yo. Pero mi padre
lo conoció muy bien; y también mi madre. En Posito se cuentan
cosas extrañas de él. Y de su medio hermano, José Luis Del
Pozo.
—¿Qué dicen?

38
Entre sus cejas oscuras se formaron dos pliegues profundos.
—Según afirman, Houllebecq robó el trabajo de su hermano.
Los dos pintaban, pero José Luis Del Pozo tenía más talento.
Alfredo lo imitó, y después que José Luis ingresó en el ejército,
Alfredo se apoderó de sus bocetos y algunos de sus cuadros, y
los presentó como propios. Y también se apoderó de la chica
de José Luis.
—¿Es la actual señora Houllebecq?
—Creo que sí.
Se había inclinado gradualmente hacia la ventana, como una
planta de la luz. Pero los ojos conservaban la expresión hosca y
temerosa. Echó hacia atrás su cabeza, como si hubiese
descubierto francotiradores en la calle.
Me siguió hasta mi habitación, y permaneció cerca de la
puerta, mientras yo llamaba a Gastón: Le informé de los dos
hechos principales de que me había enterado esa mañana:
Houllebecq había robado y presentado como propias las obras
de su medio hermano José Luis; y después de la muerte de
José Luis, un amigo del ejército llamado David Robledo había
aparecido en Posito.
Gastón me interrumpió.
—Robledo es un apellido corriente. Pero no me sorprendería
si fuera nuestro Gerardo Robledo, de la calle Olivo.
—Lo mismo digo. Si Gerardo sufrió heridas de guerra y
pasó un tiempo en un hospital, se explica rían algunas de sus
rarezas.
—Sí, por lo menos algunas. Podemos preguntarle. Pero
primero quiero realizar una investigación complementaria en
los hospitales para veteranos.
—¿Complementaria?

39
—En efecto. Su amigo Parvis estuvo examinando los huesos
que usted trajo anoche. Hay indicios de heridas de granada, y
según parece recibieron tratamiento especializado. De modo
que Parvis estuvo preguntando en varios hospitales.
—¿Qué sabe de Beatriz Salada?
—¿Todavía no apareció?
Gastón habló con voz fatigada. Corté bruscamente la
comunicación. Después, lamenté haber perdido los estribos, y
comencé a pensar en mi próximo paso.
Fui a la oficina del periódico, pero no había noticias de
Beatriz. Su amiga Jimena Palma tenía los ojos enrojecidos. Me
dijo que había recibido una llamada sospechosa, pero la mujer
que llamó no había dejado su nombre ni su número.
—¿Fue una llamada amenazadora?
—Propiamente, no. La mujer parecía preocupada. Quería
saber si Beatriz estaba bien. Le pregunté por qué deseaba
informarse, y cortó.
—¿Cuándo llamó?
—Esta mañana, a eso de las diez. Creo que me precipité un
poco. Si hubiese actuado con más tacto, tal vez me hubiera
dicho algo más.
—¿Le pareció que ella sabía algo?
Reflexionó antes de responder.
—Sí, tuve esa impresión. Parecía atemorizada…, como si
se sintiese culpable.
—¿Qué clase de mujer era?
—Estuve tratando de imaginármela. Por el modo de hablar,
parecía una mujer inteligente, quizá una profesional. Pero la
voz tenía un matiz peculiar. —Vaciló, como distraída—. Quizá
era una negra, una negra educada.

40
Me llevó un minuto recordar el nombre de la enfermera
negra del sanatorio La Paloma. La señora Furtado. Consulté la
guía telefónica de la señora Breton y busqué el nombre de
Furtado. Pero no estaba.
Necesitaba una conexión. Tenía que ser un negro. El único
que se me ocurrió fue el propietario de la licorería donde había
comprado las dos botellas de vino para David Robledo. Me
acerqué al establecimiento. Encontré a mi hombre detrás del
mostrador.
—¿Vino de San Juan? —preguntó.
—Siempre viene bien una botella.
—¿Dos medios litros? —sonrió con indulgencia a causa de
mi excentricidad.
—Esta vez me llevaré la botella de litro.
Mientras metía la botella en una bolsa de papel, le pregunté
si conocía a una enfermera llamada Furtado. Me miró con interés,
pero brevemente.
—He oído hablar de ella. Pero no puedo decir que la
conozco. Al marido, sí.
—Estuvo cuidando a una amiga mía —dije—. En el sanatorio
La Paloma.
Pensaba hacerle un regalito.
—Si se refiere a esto —observó, señalando la botella—,
puedo llevársela.
—Prefiero hacerlo personalmente.
—Como guste. La señora Furtado vive cerca de Nopal y
Martínez. La tercera casa desde la esquina…, enfrente hay un
viejo pimentero. Tiene que caminar cinco manzanas hacia el
sur, y una más en dirección al mar.

41
Le di las gracias, pagué el vino y fui en automóvil al lugar
señalado. El pimentero era lo único de color verde en una
manzana de casas de una planta. A la sombra del árbol, varios
niños negros jugaban en el viejo chasis de un «Chevrolet» sedán
modelo 1964.
La señora Furtado los miraba desde el porche. Se sobresaltó
al verme, e hizo un ademán de ir hacia la puerta. Pero luego se
contuvo, y trató de sonreírme. Pero sus ojos tenían una
expresión sombría.
—Buenos días —dije.
—Buenos días.
—¿Son suyos estos niños?
—Solo uno de ellos —no me dijo cuál —. ¿En qué puedo
servirle, señor?
—Continúo buscando a la señorita Madford —. Me
preocupa, y creo que usted está en la misma situación.
—No sé de dónde sacó esa idea —dijo con voz neutra.
—¿Acaso no llamó esta mañana al diario?
Desvió la vista, y la fijó en los niños. Los chicos estaban
silenciosos e inmóviles, como si el dosel de hojas del pimentero
les hubiese paralizado.
—¿Y con eso qué? —preguntó.
—Si habló al diario, puede conversar conmigo. No la acuso
de nada. Solamente quiero encontrar a Beatriz Salada. Pienso
que puede estar en peligro, y me parece que usted cree lo
mismo.
—No dije tal cosa.
—No es necesario. ¿Anoche vio a la señorita Madford en
La Paloma?
Asintió lentamente.

42
—Sí, la vi.
—¿A qué hora?
—Al comienzo de la tarde. Vino a visitar a la señora Robledo,
y las dos se encerraron en uno de los cuartos vacíos. No sé de
qué hablaron, pero finalmente salieron juntas. Se fueron en el
coche de la señorita Madford, sin decir una palabra.
—¿De modo que anoche la señora Robledo volvió dos veces
a su casa?
—Creo que sí.
—La policía estaba en La Paloma cuando la señora Robledo
regresó. ¿No es así?
—Creo que sí.
—Usted sabe muy bien que fue así. Y sin duda le dijeron
qué buscaban.
—Quizá lo hicieron. No recuerdo.
Hablaba en voz baja. Su cuerpo se mantenía inmóvil, y ella
se sentía muy incómoda.
—Señora Furtado, es necesario que recuerde. La policía
buscaba a Mónaco Del Pozo y Beatriz Salada. Seguramente le
hablaron de ellas.
—Quizá lo hicieron. Estoy cansada. Tengo muchas
preocupaciones y tuve que trabajar sin descanso toda la noche.
—Tal vez descubra que su día es más pesado que la noche.
Reaccionó irritada
—No se atreva a amenazarme.
Los niños reunidos alrededor del «Chevrolet» se mantenían
quietos, atemorizados. Uno de ellos, una niñita que debía ser
la hija de la señora Furtado, comenzó a llorar silenciosamente,
agarrándose a las manos de su madre.

43
Dije a la madre de la pequeña:
—Y usted, no se atreva a mentirme. Nada tengo contra
usted. No quiero causarle problemas. Pero los tendrá si no me
dice la verdad.
Desvió los ojos, y miró a la niña que lloraba.
—Muy bien —dijo—, está bien. La señora Robledo me dijo
que no informase a la policía que ellas habían estado allí…, me
refiero a la señorita Del Pozo y a la señorita Madford. Era
evidente que había problemas, y que yo acabaría complicada
en todo este embrollo.
Pasó a mi lado y subió al «Chevrolet». La dejé allí, con su
hija en el regazo, y los demás niños silenciosos, rodeándola.
Regresé a la calle Olivo. Bajo la intensa luz del mediodía, la
casa de los Robledo tenía un aire sombrío y extraño, como un
viejo rostro abrumado por el presente. Aparqué frente a la
casa, y traté de imaginar lo que había ocurrido en su interior, y
lo que estaba sucediendo ahora. Si Beatriz estaba allí no sería
fácil encontrarla. Era una construcción antigua, llena de
recovecos, y yo no la conocía bien. Pasó un pequeño sedán
«Toyota», en dirección al hospital. El hombre sentado al volante
se parecía a Tomba, el abogado de Alfredo Robledo. Se detuvo
al final de la manzana, cerca del lugar donde habían asesinado
a Carlos Zapata. Oí abrir y cerrarse una de las puertas del
«Toyota», pero si alguien descendió los árboles me lo ocultaron.
Retiré de la guantera la botella de vino y el revólver, y los
guardé en los bolsillos de mi chaqueta. Después, crucé la calle
y llamé a la puerta de la casa de los Robledo.
Se oyó un leve ruido en una esquina de la casa. Me apreté
contra la pared y preparé mi arma. Al otro lado del porche, se
movieron los arbustos. Oí la voz susurrada de Alfredo Robledo:
—¿Señor Sánchez Moreno?

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—Sí.
Alfredo saltó la baranda. Actuaba como un hombre que ha
pasado toda su niñez esquivando problemas. Estaba pálido.
—¿Dónde estuvo, Alfredo?
—En la oficina del señor Tomba. Acaba de traerme.
—¿Cree que aún necesita abogado?
Bajó la cabeza, para que no pudiese verle el rostro.
—Creo que sí.
—¿Por qué?
—El señor Tomba me dijo que no lo comentara con nadie.
—Alfredo, tendrá que hacerlo.
—Ya lo sé. El señor Tomba me dijo lo mismo. Pero quiere
estar presente cuando yo hable.
—¿Adónde fue?
—A hablar con el comisario Gastón.
—¿De qué?
Bajó la voz, como si la casa hubiera podido oírle.
—No debo decirlo.
—Alfredo, usted me debe algo. Ayudé a sacarle de la cárcel.
Ahora bien podría estar en una celda de Posito.
—También debo algo a mis padres.
Le agarré de los hombros. Estaba temblando. El bigote le
caía sobre la boca, como un emblema de su frustrada virilidad.
Insistí, con toda la bondad de la que era capaz.
—Alfredo, ¿qué estuvieron haciendo sus padres?
—No lo sé.
Tragó la saliva dificultosamente, y movió la lengua entre
los labios.

45
—¿Hay una mujer en la casa?
Asintió con desaliento.
—Oí la voz de una mujer en el desván.
—¿Qué hacía allí?
—No lo sé. Estaba con mi padre.
—¿Cuándo?
—Esta mañana, muy temprano. Antes del amanecer. Creo
que estuvo allí toda la noche.
Le moví la cabeza; se bamboleó, en una especie de
confirmación absurda. Pero dejé de sacudirle, para que no se
le rompiera el cuello.
—¡Por qué no me lo dijo antes!
—No sabía lo que estaba ocurriendo. Me pareció reconocer
su voz. Pero no estaba seguro de que fuese la señorita Madford,
hasta que fui al fondo y encontré su coche.
—¿Quién creyó que era?
—Una mujer cualquiera de la calle, quizá del hospital. Solía
convencerlas de que viniesen a casa, y luego las desnudaba. Y
entonces mi madre empezó a encerrarlo.
—¿Es grave su estado mental?
—No lo sé.
—El señor Tomba cree que mi padre es realmente peligroso.
Opina que la policía debe llevárselo, y encerrarlo en lugar
seguro.
Yo opinaba lo mismo, pero no creía que fueran capaces de
hacerlo. Deseaba que Beatriz, si aún estaba viva, sobreviviera
a la acción de sus salvadores.
—Alfredo, ¿tiene una llave de la casa?
—Sí. Mandé hacer una.

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—Déjeme entrar.
—No puedo permitírselo. Tengo que esperar la llegada del
señor Tomba y de la policía.
—Está bien, espérelos. Pero deme la llave.
De mala gana, se la sacó del bolsillo y me la entregó, como
si estuviese ofrendando una parte esencial de sí mismo. Pero
al hablar, su voz tomó un matiz más profundo, y se hubiera
dicho que la pérdida de esa parte tan esencial lo había
reconfortado.
—Entraré con usted. No conoce la casa como yo.
Le devolví la llave y la introdujo en la cerradura. La señora
Robledo esperaba dentro, al pie de la escalera. Me recibió con
una sonrisa espectral y embarazada, de la clase que uno ve en
los rostros muertos antes de que el empleado de pompas
fúnebres realice su trabajo.
—¿Qué puedo hacer por usted?
—Dejarme pasar. Quiero ver a su esposo.
Su sonrisa falsa se convirtió en una mueca de fiereza, y se
volvió hacia Alfredo.
—¿Qué le dijiste?
—Madre, hay que impedirle que siga.
El rostro de la mujer cambió, pugnando por hallar una
expresión que se adaptara a su voluble vida. Temí que
escupiera a su hijo, o le maldijese, o quizá que rompiese a
llorar.
—Nunca pude controlar a este loco.
—¿Subirá conmigo para hablarle? —pregunté.
—Intenté hacerlo durante la noche. Pero dijo que si no lo
dejaba en paz la mataría y se suicidaría.

47
—¿Tiene otra arma consigo?
—Siempre la tuvo. Creo que más de una. Cuando está
borracho, reviso toda la casa para encontrarlas, pero nunca
pude descubrir dónde las esconde.
—¿Alguna vez las usó?
—No. Se limita a amenazar.
El rostro de la señora Robledo tenía una expresión temerosa
y dubitativa.
—¿Cómo llegó allí la señorita Madford?
Sus ojos oscuros y atemorizados evitaron mi mirada.
—No lo sé.
—¿Usted la llevó?
—No. No sería capaz de hacerlo.
—Sin embargo, lo hiciste —intervino su hijo.
—¿Y qué? Ella me lo pidió. Dijo que quería hablarle, y él
estaba arriba. No puedo responsabilizarme de los periodistas
que se me meten en la casa.
La aparté y empecé a subir la escalera, seguido por Alfredo.
Me detuve en el descansillo en penumbra, tratando de
orientarme. Alfredo pasó a mi lado y encendió la luz. El candado
aseguraba la puerta del desván.
—¿Su madre lo encerró?
—Supongo que sí. Siempre teme que él se escape, como
cuando se fue a la a Ushuaia.
—Baje y pídale la llave.
Alfredo corrió escaleras abajo.
A través de la puerta del desván llegó la voz de Robledo.
—¿Quién está ahí?
La voz sonaba áspera y atemorizada.

48
—Sánchez Moreno. Su amigo.
—No tengo amigos.
Alfredo subió la escalera de dos en dos, sosteniendo la
llavecita como…
—¿Quién anda ahí? —preguntó Robledo.
—Es su hijo, Alfredo —dije.
—Dígale que se marche —exigió Robledo—. Y si me pasa
un poco de vino, se lo agradeceré mucho.
—¿Qué hace? —preguntó Robledo.
—Le traigo su vino.
En el porche resonaban pasos pesados. Con la mano
izquierda retiré el candado y abrí la puerta.
Robledo estaba sentado al pie de la escalera del desván.
Sobre el escalón, a su lado, había otro revólver pequeño. Tardó
en reaccionar.
Le pisé la mano, y casi en el mismo movimiento retomé el
reluciente revólver. Se llevó a la boca los dedos lastimados y
me miró como si yo lo hubiese traicionado.
Le aparté de un empujón y subí al improvisado estudio del
desván. Beatriz Salada estaba sentada en una silla corriente,
totalmente desnuda, salvo las ataduras que la inmovilizaban.
Tenía el rostro pálido y abotargado, y los ojos cerrados. Durante
un instante temí que estuviese muerta. El mundo tembló bajo
mis pies, como un trompo que perdiese el eje.
Pero cuando me arrodillé a su lado y corté las cuerdas,
Beatriz revivió entre mis brazos. La apreté fuertemente.
Después de un momento comenzó a dar señales de vida, y me
habló.
—Tardaste mucho en llegar.
—Fui estúpido.

49
—Yo fui la estúpida —dijo—. Nunca debí haber venido sola.
Me apuntó con un revólver, y tuve que desnudarme. Después,
me ató a la silla y empezó a pintar el cuadro.
El cuadro, sin acabar, descansaba sobre un caballete
manchado de pintura, a pocos pasos. Me recordó los restantes
cuadros que había visto los últimos días, en el museo de arte,
en la casa de la señora Houllebecq, en casa de Mónaco Del
Pozo. Aunque me parecía difícil creerlo, todo indicaba que el
borracho quejoso y estridente a quien Gastón acababa de
arrestar al pie de la escalera del desván, era el pintor perdido…
Houllebecq.
Mientras Beatriz se vestía, yo revisé el desván. Encontré
otros cuadros, la mayoría figuras femeninas, en diferentes
etapas de realización. El último, envuelto en un pedazo de
arpillera y cubierto con un viejo colchón, era el retrato de
Mónaco Del Pozo, el mismo que yo debía recuperar para Juan
Avendaño. Debajo del envoltorio de arpillera había un manojo
de llaves que confirmaba que la reclusión de Robledo no había
sido tan completa.
Llevándome el cuadro, bajé la escalera del desván y encontré
a Alfredo en el descansillo.
—¿Dónde está su padre?
—Si usted se refiere a Gerardo, el capitán Gastón se lo llevó
abajo. Pero no creo que sea mi padre.
—Entonces, ¿quién es?
—Eso es lo que he intentado descubrir. Me llevé…, tomé
prestado ese cuadro de casa de los Avendaño porque
sospechaba que Gerardo lo había pintado. Quería saber su
antigüedad, y también compararlo con los Houllebecq del
museo.
—No lo robaron del museo, ¿verdad?

50
No, señor. Se lo llevó de mi cuarto, de aquí mismo. Entonces
sospeché que Gerardo lo había pintado. Y después, comencé a
pensar que en realidad era Houllebecq, y no mi padre.
—En ese caso, ¿por qué intentó protegerle? ¿Por qué creyó
que su madre estaba complicada?
Alfredo se movió, inquieto, y desvió la vista. Al final de la
escalera estaba sentada Beatriz Salada, redactando algunas notas
en su bloc, apoyado en su rodilla. La miré, sobresaltado. Era
increíble. Había estado despierta toda la noche, amenazada y
maltratada por un presunto asesino, y ahora solo deseaba volver
a escribir su artículo.
—Alfredo, ¿dónde está su madre?
—Abajo, en la sala, con el señor Tomba y el capitán Gastón.
Los tres bajamos la escalera. Beatriz tropezó una vez, y
sentí en mi brazo el peso de su cuerpo. Me ofrecí llevarla a su
casa, pero rehusó.
En la sórdida sala no ocurría nada fuera de lo normal. El
interrogatorio prácticamente estaba en un callejón sin salida.
Gerardo y la señora Robledo se negaban a contestar a las
preguntas de Gastón, y el abogado Tomba les recordaba sus
derechos. Hablaban —o más bien se negaban a hablar— del
asesinato de Carlos Zapata.
—Tengo una teoría —dije—. Que ahora es algo más que
una teoría. Carlos Zapata y Jacobo Saavedra murieron porque
descubrieron quién había pintado el cuadro de los Avendaño.
Que, dicho sea de paso, está aquí. —Lo enseñé—. Acabo de
encontrarlo en el desván, el lugar donde probablemente Robledo
lo pintó.
Robledo estaba sentado, con la cabeza gacha. La señora
Robledo le dirigió una mirada acre, al mismo tiempo, inquieto
y vengativo.

51
Gastón se volvió hacia mí.
—No comprendo por qué el cuadro ha llegado a convertirse
en algo tan importante.
—Comisario, parece que es un Houllebecq. Y Robledo lo
pintó.
Gastón fue comprendiendo poco a poco el hecho, como un
hombre que cobra conciencia de que padece una enfermedad.
Se volvió y miró a Gerardo Robledo, y los ojos se le agrandaron
gradualmente.
Gerardo le devolvió la mirada del capitán con una expresión
de oscuro temor y humillación. Traté de ignorar su carne
hinchada y descolorida superpuesta al perfil original del rostro.
Era difícil imaginar que alguna vez hubiese sido apuesto, o
que la mente que movía esos ojos apagados y enrojecidos había
creado el universo de sus cuadros. Pensé que su vida esencial
quizá había escapado hacia el mundo, dejándolo vacío.
Recordé la vez que, no sabía cómo llamarlo. Al llegar, sin
embargo, empecé a sentirme nervioso. Pensé que el papá de
María me correría a patadas, que yo no iba a saber tratarlo,
que se arrojaría encima de mí. No tuve valor para tocar el timbre
y durante un rato estuve dando vueltas por el barrio pensando
en María, en Angélica, en Lupe y en la poesía. También, sin
querer, me dio por pensar en mi tía, en mi tío, en lo que hasta
ahora era mi vida. La vi placentera y vacía y supe que nunca
más volvería a ser así. Me alegré profundamente de ello.
Después volví caminando a buen paso hasta la casa de las Font
y toqué el timbre. El señor Font se asomó a la puerta y desde
allí me hizo una seña como diciéndome no te vayas, espera un
poco, ahora te abro. Luego desapareció.
De todos modos, seguramente quedaban vestigios de su
antigua personalidad en ese rostro, porque Gastón dijo:

52
—Usted es Houllebecq, ¿verdad? Le reconozco.
—No. Mi nombre es Gerardo Robledo.
Era lo único que estaba dispuesto a decir. Guardó silencio
mientras Gastón le informaba de sus derechos y le detenía.
Alfredo y la señora Robledo quedaron en libertad, pero
Gastón les pidió que fuesen a la policía, para someterse a un
interrogatorio. Subieron todos al coche oficial, bajo los ojos de
un joven sargento-detective que tenía la mano en la culata de
la pistola.
Beatriz y yo permanecimos de pie en la vereda, frente a la
casa vacía. Deposité el cuadro de los Avendaño en el maletero
de mi coche, y abrí la puerta del asiento delantero para que
Beatriz subiera.
Pero la joven retrocedió.
—¿Sabes dónde está mi coche?
—Detrás de la casa. Por el momento, déjalo ahí. Yo te llevaré.
—No pienso volver a casa. Tengo que escribir el artículo.
La observé atentamente. Me pareció artificialmente tensa,
como una bombilla eléctrica próxima a fundirse.
—Vamos a caminar un poco. Yo también tengo cosas que
hacer, pero eso puede esperar.
Caminamos bajo los árboles, y ella se apoyó en mi brazo,
esforzándose cuidadosamente por controlar su peso. La vieja
calle tenía un aire sereno y formal a la luz de la mañana.
Le conté un cuento que recordaba de mi niñez. En otro
tiempo, los hombres y las mujeres mantenían relaciones muy
íntimas, y compartían el mismo cuerpo mortal. Le expliqué
que, cuando los dos nos habíamos encontrado en el cuarto de
mi motel, me había sentido en esa intimidad con ella. Y que

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cuando había desaparecido, pensé que había perdido una parte
de mí mismo.
Me ciñó fuertemente el brazo.
—Estaba segura de que me encontrarías.
Caminamos lentamente alrededor de la manzana, como si
hubiésemos heredado la mañana y estuviéramos buscando un
lugar donde derrocharla. Después, la llevé al centro de la ciudad
y almorzamos en el Té Abuela. Nos sentíamos satisfechos y
serios, como dos personas que llevan a cabo una ceremonia.
Yo podía ver que la vida retornaba a su rostro y a su cuerpo.
La dejé en la oficina del periódico. Subió corriendo la
escalera, en busca de su máquina de escribir.

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CAPÍTULO 5

Regresé a la central de policía. En la playa del aparcamiento


estaba la camioneta del médico forense, y me crucé con Parvis
que salía de la oficina de Gastón. El joven ayudante del forense
estaba rojo de excitación.
—Logré identificar los huesos.
—¿Quién era?
—Un paciente del Hospital para Veteranos de las islas
Malvinas. Permaneció allí durante varios años, después de la
guerra. Se llamaba Gerardo Robledo.
—Por favor, repítalo.
—Gerardo Robledo. Fue gravemente herido. De hecho,
tuvieron que reconstruirlo de pies a cabeza. Lo dieron de alta
hace unos veinticinco años. Debía regresar con fines de control,
pero no volvieron a verlo. Y ahora sabemos por qué —Parvis
respiró hondo, muy satisfecho—. De paso, tengo que agradecerle
la idea. Recuérdemelo y algún día le devolveré el favor.
—Puede hacerme un favor ahora mismo.
Parvis pareció sobresaltarse un poco.
—Muy bien. Dígame de qué se trata.
—Será mejor que lo escriba.
Extrajo un papel oficial y un bolígrafo.
—Adelante.
Apunté y disparé a un blanco lejano.
—Gerardo Robledo tenía un amigo en el ejército… José Luis
Del Pozo. Asesinaron a Del Pozo. En Posito. El comisario
Ramírez de Posito conoce bien el caso. Él descubrió el cuerpo
de Del Pozo en el desierto. Lo envió a San Juan para ser

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enterrado allí mismo. Quiero saber dónde le enviaron, y dónde
le enterraron. Quizá convenga exhumarlo y examinarlo. —Par-
vis apartó los ojos del papel y pestañeó a la luz del sol.
—¿Para encontrar qué?
—La causa de la muerte. La identidad. Todo. Además, Del
Pozo tenía esposa. Iría muy bien encontrarla.
—Es mucho pedir.
—Es un caso muy completo.
Encontré a Gastón solo en su oficina, y parecía sombrío y
desconcertado.
—Comisario, ¿dónde está su detenido?
—El fiscal lo llevó al tribunal. Tomba le aconsejó que no
hablase. Y el resto de la familia tampoco quiere hablar. Confiaba
en que podría terminar el asunto hoy mismo.
—Quizá sea aún posible. ¿Dónde están Alfredo y su madre?
—Tuve que dejarlos ir. El fiscal no tiene ninguna intención
de acusarlos, por lo menos por ahora. Hace poco que ocupa el
cargo, y todavía no se siente muy seguro.
Su opinión, podemos acusar a la señora Robledo solo de
haber vivido con Houllebecq, y de presentarle como a su
marido, lo que no es delito.
—Lo es si le ayudó a ocultar un crimen.
—¿Se refiere al asesinato del verdadero Gerardo Robledo?
—En efecto, capitán. Como usted sabe, Parvis ha demos-
trado que el auténtico Robledo era el hombre del traje marrón,
cuyo cuerpo estaba enterrado en el invernadero de los Hou-
llebecq. Según parece, Houllebecq asesinó a Robledo, se apropió
de su identidad y fue a vivir con la esposa y el hijo de Robledo.
Gastón meneó la cabeza lentamente, con un gesto de tristeza.

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—Eso creía yo. Pero acabo de comunicarme con la
administración y la gente del Hospital de Veteranos. Robledo
no estaba casado, ni tuvo hijos. Toda esa maldita familia es
pura farsa.
—¿Incluso Alfredo?
—Incluso Alfredo.
—Gastón seguramente advirtió la expresión dolorida en mi
rostro, porque agregó—: Sé que usted le ha tomado afecto a
Alfredo. Por lo mismo, podrá hacerse una idea de lo que yo
siento por Houllebecq. Cuando yo era un simple agente, ese
hombre llegó a fascinarme. Y lo mismo a toda la ciudad, aunque
sus habitantes casi nunca le vieron. Y ahora tengo que decirle
que es un borracho medio loco y además un asesino.
—¿Está absolutamente seguro de que Robledo es Hou-
llebecq?
—Totalmente. Además, recuerde que yo le conocía. Era uno
de los pocos que le habían visto. Por supuesto, ha cambiado…,
ha cambiado muchísimo. Pero es el mismo hombre. Le conozco
y él sabe que le conozco. Pero no lo admite.
—¿Ha pensado encararlo con su verdadera esposa?
—Claro que sí. Lo primero que hice esta mañana fue ir a
casa de la señora Houllebecq. Pero ya había desaparecido…,
probablemente huyó. Vació su caja fuerte y la última vez que
la vieron se dirigía al Sur, por la autopista. Parte de la culpa es
suya, porque se adelantó a interrogarla.
—Quizá. También soy en parte responsable de haber hallado
la solución del caso.
—No está resuelto. Sí, encontramos a Houllebecq. Pero
todavía falta explicar muchas cosas. ¿Por qué adoptó el nombre
de Robledo, el nombre del individuo a quién mató?

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—Para ocultar el hecho de que el auténtico Robledo había
desaparecido.
Gastón meneó la cabeza.
—Eso no tiene mucho sentido.
—Tampoco lo tiene el asesinato de Robledo. Pero lo cometió,
y la mujer lo sabía.
Aprovechó lo que sabía para dominarle por completo. Era
prácticamente un prisionero en esa casa de la calle Olivo.
—Pero ¿por qué quería tenerlo?
Admití que no lo sabía.
—Es posible que entre ellos existiera una relación anterior.
Debemos contemplar esa posibilidad.
—Es más fácil decirlo qué hacerlo. Robledo murió hace
veinticinco años. La mujer no habla. Y tampoco Houllebecq.
—¿Quiere que pruebe?
—Sánchez Moreno, el asunto no está en mis manos. Es un
caso importante, y el fiscal quiere monopolizarlo. Houllebecq
es el hombre más famoso de esta ciudad. Dios mío, qué bajo
cayó ese hombre.
Me dirigí a mi coche, y recorrí las pocas manzanas que me
separaban del tribunal del distrito. La torre cuadrada y blanca
del edificio era la estructura más alta de la parte céntrica. Sobre
el gigantesco reloj de cuatro caras había una plataforma de
observación rodeada por una valla de hierro forjado.
En la plataforma había una familia de turistas, y un niño
aferrado a la baranda me sonrió. Le devolví la sonrisa.
Casi puede decirse que fue mi última sonrisa durante la
tarde. Esperé casi dos horas en la antesala del fiscal. Finalmente,
conseguí verle, pero no hablarle. Pasó por la sala de espera, un

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joven de mirada severa, con un bigote espeso al que parecía
llevar como las alas de la ambición.
Traté de hablar con uno de sus ayudantes. Todos estaban
muy atareados. No conseguí franquear el círculo exterior de
los ayudantes. Finalmente, renuncié y me dirigí a la oficina del
forense.
Parvis seguía esperando la contestación a su llamada
telefónica a Posito.
Me senté y le ayudé a pasar el rato. Hacia el final de la
tarde recibió la llamada.
Llevó el teléfono a su escritorio y redactó notas mientras
escuchaba. Traté de leerlas por encima del hombro de Parvis,
pero no pude descifrarlas.
—¿Bien? —dije, cuando finalmente cortó la comunicación.
—El ejército asumió la responsabilidad y pagó los gastos
del traslado del cuerpo de Del Pozo desde Posito, en 1943.
Transportaron el cadáver en un ataúd sellado, porque tenía
muy mal aspecto, y no era posible enseñarlo a nadie. Lo
enterraron en un cementerio local.
—¿Dónde?
—Aquí mismo, en Santa Teresa —dijo Parvis—. Aquí vivió
Del Pozo con su esposa. En esa época su dirección era Los
Baños, 2136. Con suerte, quizá todavía la encontremos allí.
Mientras seguía con mi coche la camioneta de Parvis, en
dirección al barrio del hospital, comprendí que el caso que se
había iniciado treinta y dos años antes estaba completando la
larga curva que le devolvía de nuevo a su origen. Recorrimos
la calle Olivo y pasamos frente a la casa de los Robledo, y
después frente al lugar donde yo había encontrado a Carlos
Zapata moribundo.

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La calle Los Baños era paralela a la de Olivo, a una manzana
de la autopista, hacia el norte. La vieja casa con fachada de
yeso que llevaba el número 2136 hacía mucho que había
cambiado de destino, convertida en una serie de consultorios
médicos. Hacia el este se elevaba un nuevo y alto complejo
médico. Pero al Oeste había una construcción muy antigua; en
una de las ventanas del frente había un anuncio de cartón que
decía: «Se alquila habitación».
Parvis descendió de su camioneta y golpeó con el puño en
la maltrecha puerta verde de la casa. Un viejo respondió a la
llamada, y nos espió desde las sombras del vestíbulo. El cuello
enflaquecido y nudoso emergía de su camisa, y se insinuaba a
derecha e izquierda con una mezcla de temor y sospecha.
—¿Qué hay?
—Mi nombre es Parvis. Represento al médico forense.
—Aquí no se ha muerto nadie. Es decir, desde el
fallecimiento de mi esposa.
—¿Qué sabe del señor José Luis Del Pozo? ¿Fue vecino
suyo?
—Sí, hace un tiempo. También murió. Fue durante la guerra.
Lo asesinaron en Posito. Eso me dijo su esposa. No leo el diario
local…, nunca me interesó. Solamente publican noticias de
desastres. —Nos miró con los ojos entornados, como si también
nosotros fuésemos portadores de malas noticias—. ¿Eso quería
saber?
—Le agradezco su ayuda —dijo Parvis—. ¿Sabe qué fue de
la esposa de Del Pozo?
—No llegó muy lejos. Volvió a casarse y se mudó aquí
cerca, en la calle Olivo.
Pero su suerte no mejoró.

60
—¿Qué quiere decir? —preguntó Parvis.
—Su segundo esposo es un borracho. No diga que lo he
dicho yo. Y desde entonces trabaja para alimentarle el vicio.
—¿Dónde trabaja?
—En el hospital. Es enfermera.
—¿El marido se llama Robledo?
—En efecto. Si lo sabe, ¿por qué pregunta?
Parvis y yo avanzábamos por el sendero y nos hundíamos
en las sombras vespertinas de la casa.
La mujer que se hacía llamar señora Robledo respondió
inmediatamente a la puerta.
—¿Qué desean?
—¿Podemos entrar? Le presento al señor Parvis, ayudante
del forense.
—Lo conozco —dijo a Parvis—. Lo he visto en el hospital.
En casa vivo solo yo, y ya ocurrió todo lo que tenía que ocurrir.
Parecía menos una afirmación que una esperanza dubitativa.
—Queremos hablar con usted de algunas cosas que
ocurrieron hace años. Una de ellas es la muerte de José Luis
Del Pozo.
Respondió sin vacilar:
—Nunca he oído hablar de él.
—Permítame refrescarle la memoria —dijo Parvis en actitud
serena y formal —. De acuerdo con mi información. José Luis
Del Pozo fue su esposo. Cuando lo asesinaron en Posito, el
año 1943, trajeron aquí el cadáver para enterrarlo. ¿Es cierto?
Su mirada sombría no vaciló.
—Creo que he olvidado todo eso. Siempre fui bastante

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olvidadiza. Y esas cosas terribles que sucedieron últimamente
me dejaron en blanco la memoria, ¿comprende?
—¿Podemos pasar para hablar un momento? —preguntó
Parvis.
—¿Por qué no?
Se apartó a un lado y nos dejó entrar en el estrecho vestíbulo.
Al pie de la escalera había una amplia maleta de tela. La alcé.
Era bastante pesada.
—Deje eso —ordenó.
La deposité otra vez en el suelo.
—¿Quién puede impedírmelo? No hice nada malo. Todavía
soy una mujer libre. Puedo ir adonde me plazca, y quizá lo
haga. Me he quedado sola. Mi marido está en la cárcel, y Alfredo
piensa mudarse.
—¿Adónde va Alfredo?
—Ni siquiera quiso decírmelo. Pero es evidente que a vivir
con esa chica. Después de todo lo que trabajé en esta casa…,
veinticinco años de trabajo sin descanso, y ahora me quedo
sola. Sola, sin dinero y con deudas. ¿Por qué no puedo
marcharme?
—Porque es sospechosa —dije—. Si pretende irse,
probablemente la arrestarán.
—¿Sospechosa por qué? No maté a Willy Del Pozo. Eso
ocurrió en Posito. En esa época, yo trabajaba como enfermera
aquí, en Santa Teresa. Cuando me dijeron que había muerto,
me impresionó terriblemente. Todavía no lo he superado. Y
cuando le enterraron en el cementerio, sentí que yo también
deseaba morir.
Me compadecí de aquella mujer, pero me controlé.

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—Del Pozo no es el único que murió. También han
desaparecido Carlos Zapata y Jacobo Saavedra, los hombres
con quienes usted y su marido mantuvieron relaciones
comerciales. Mataron a Carlos Zapata en esta misma calle. Y
es posible que hayan ahogado a Saavedra en su bañera.
Me dirigió una mirada sobresaltada.
—No sé de qué está hablando.
—Con mucho gusto se lo explicaré. Pero tal vez me lleve
un poco de tiempo. ¿Podemos pasar a la sala y sentarnos?
—No —dijo—. No quiero. Estuvieron haciéndome
preguntas casi todo el día. El señor Tomba me aconsejó que no
hablara más.
Parvis habló con voz dubitativa.
—Será mejor decirle cuáles son sus derechos, ¿no le parece,
Sánchez Moreno? El nerviosismo del joven la alentó y se volvió
hacia él.
—Conozco mis derechos. No estoy obligada a hablar con
usted, ni con nadie. Y hablando de derechos, ustedes no pueden
meterse así en mi casa.
—Señora, nadie la atropelló. Usted nos invitó.
—No es cierto. Ustedes mismos se invitaron. Por su cuenta
y riesgo.
Parvis se volvió hacia mí. Había palidecido, y como buen
burócrata que era, le horrorizaba la idea de cometer un error
comprobable.
—Sánchez Moreno, será mejor que nos vayamos. De todos
modos, el interrogatorio de los testigos no es asunto de mi
incumbencia. Por lo que sé, el fiscal está dispuesto a concederle
inmunidad. Y no quisiera echar a perder el caso cometiendo
un error a estas alturas del caso.

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—¿Qué caso? —dijo, volviendo al ataque con renovado
vigor—. No hay ningún caso. Ustedes no tienen derecho a
atropellarme y apremiarme. Y todo porque soy una mujer pobre
y sin amigos, con un marido que es enfermo mental y que ni
siquiera sabe quién es, tan mal está.
—¿Quién es? —pregunté.
Me dirigió una mirada asustada, y guardó silencio.
—De paso, ¿por qué se llama señora Robledo? —pregunté—
. ¿Estuvo casada con Gerardo Robledo? ¿O Houllebecq se limitó
a cambiar su apellido por el de Robledo después de asesinar al
auténtico Gerardo?
—No se lo diré —repitió—. Salgan de aquí.
Parvis ya había salido al porche, como negando cualquier
relación con mi interrogatorio, muy poco ortodoxo. Le seguí y
echamos a andar por el sendero.
Me senté en el coche, mientras caía la tarde, y traté de aclarar
mentalmente el caso. Había comenzado con una disputa entre
dos hermanos, Houllebecq y su medio hermano bastardo, José
Luis Del Pozo. Aparentemente, Alfredo se había apoderado
de la obra y la chica de José Luis y después lo había asesinado,
dejando su cadáver en el desierto de Posito.
Alfredo llegó a Santa Teresa con la joven, y a pesar de que
el asesinato era un delito sujeto a extradición, nunca fue devuelto
a Posito para ser interrogado. Prosperó en Santa Cruz, y como
si su talento hubiese recibido nuevo impulso gracias a la muerte
de José Luis, en apenas siete años se convirtió en un pintor
importante. Y luego, su mundo se derrumbó. Un amigo de
José Luis en el ejército, Gerardo Robledo, salió del hospital
para veteranos y fue a visitar a Alfredo.
Gerardo hizo dos visitas a Alfredo, la segunda acompañada
por la viuda y el hijo de José Luis. Fue la última visita que

64
Gerardo hizo a nadie. Alfredo le mató y le enterró en su propio
invernadero. Y luego, como quien se somete a un castigo,
Alfredo abandonó el lugar que ocupaba en el mundo, y asumió
el nombre de Gerardo y el lugar de José Luis. Se instaló en la
casa de la calle Olivo y vivió como un recluso, entregándose al
alcohol, durante veinticinco años.
Los primeros años, antes de envejecer y de abandonarse al
alcohol, seguramente vivió confinado más o menos como un
loco en un desván del siglo XIX. Pero no había podido
mantenerse al margen de la pintura. En definitiva, la tenacidad
de su talento había contribuido a destruirlo.
Alfredo seguramente llegó a conocer la vida secreta de su
padre en el campo de la pintura, y dio los primeros pasos
inconscientes para identificarlo como Houllebecq, el pintor
desaparecido. Así podía explicarse el creciente interés de
Alfredo por la obra de Houllebecq, una disposición que había
culminado con el robo o el retiro del cuadro de los Avendaño.
Cuando Alfredo llevó el cuadro a su casa para estudiarlo, el
padre lo tomó del cuarto de su hijo y lo ocultó en su propio
refugio, el desván donde lo había pintado.
El cuadro estaba en el maletero de mi coche. Houllebecq
ocupaba una celda en la cárcel. Hubiera debido sentirme feliz
y satisfecho, pero no era así. El caso continuaba teniendo sus
muchas facetas oscuras. Y yo seguía sentado en el coche, bajo
los olivos, mientras la tarde caía lentamente.
Me dije que en realidad estaba esperando que saliera la
mujer. Pero dudaba de que lo hiciera mientras yo continuase
aparcado allí. Su cara apareció dos veces en la ventana de la
sala. La primera vez me pareció intimidada. La segunda estaba
enojada, y agitó su puño contra mí. Le sonreí con expresión
benévola. Corrió la deshilachada cortina.

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Traté de imaginar la vida de la pareja que había vivido
veinticinco años en la casa de madera, Houllebecq había sido
un prisionero tanto moral como físicamente. La mujer con quien
había vivido bajo el nombre de Robledo seguramente sabía
también que había muerto Del Pozo, su esposo legal. Esa
cohabitación parecía más bien una condena a una vida de cárcel
que a la de un matrimonio.
El secreto que guardaba, ese secreto formado por múltiples
sentimientos de culpabilidad, tuvo que ser protegido con otros
crímenes. Carlos Zapata fue asesinado a golpes en la calle, y
Jacobo Saavedra probablemente ahogado en esa misma casa, y
todo para preservar la falsa identidad de Houllebecq. Me
resultaba difícil soportar el peso de cuanto sabía. Pero sentí
que era necesario esperar.
Hacia el oeste, detrás de los techos, se ponía el sol y teñía
de rojo el cielo. Pero ahora comenzaba a atenuarse el color, y
empezaban a extenderse los primeros grises fríos de la noche.
Detrás de mi coche se estacionó un taxi amarillo. Beatriz
Salada descendió del vehículo. Mientras pagaba al chófer, dijo:
—¿Quiere esperarme un minuto? Deseo asegurarme de que
mi coche está donde lo dejé.
El chófer dijo que esperaría si ella no tardaba demasiado.
Sin verme ni mirar hacia donde yo estaba, comenzó a abrirse
paso entre las malezas, en dirección al fondo de la casa. Me
pareció que caminaba con paso un tanto vacilante. Por lo que
sabía, la joven no había dormido desde la noche que había
estado en mi motel. El recuerdo me hirió como una flecha que
hubiera quedado suspendida en el aire desde aquel momento.
La seguí, en dirección al fondo de la casa. Estaba inclinada
sobre la puerta de su coche, tratando de abrirla. La señora
Robledo la miraba desde la ventana de la cocina.

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Beatriz se enderezó y se apoyó en la puerta del coche. Me
saludó sin alegría.
—Hola, Ernesto.
—¿Cómo estás, Beatriz?
—Cansada. Estuve escribiendo todo el día, pero sin buenos
resultados. El director del periódico quiso podar atrozmente
mi artículo, por razones legales. De modo que decidí ir a dar
un paseo.
—¿Adónde vas ahora?
—A cumplir una misión —replicó, con leve ironía—. Pero
parece que no puedo abrir la puerta del coche.
Tomé las llaves de su mano y conseguí abrir.
—Estabas usando una llave equivocada.
Ignoro por qué, pero la posibilidad de corregirla en algo
me levantó el ánimo.
En cambio, Beatriz pareció sentirse más fatigada. Tenía el
rostro pálido y los ojos hundidos, opacos en la penumbra.
—¿Qué clase de misión? —pregunté.
—Lo siento, Ernesto, es un secreto.
La señora Robledo abrió la puerta del fondo y avanzó un
paso. Su voz se elevó como un viento de tormenta.
—Salgan de aquí. No tienen derecho a molestarme. Soy
una mujer inocente que se unió a un hombre que no le convenía.
Debí abandonarlo hace años y lo habría hecho de no haber sido
por mi hijo. Viví veinticinco años con un loco borracho. Si creen
que es fácil, prueben a hacer lo mismo…
Beatriz la interrumpió:
—Cállese. Usted sabía que había pasado la noche en su
desván. Y usted misma me indujo a subir. Permitió que pasara

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allí toda la noche con él y no levantó un dedo para ayudarme.
Así que ahora cállese.
El rostro de la señora Robledo comenzó a retorcerse y
contorsionarse como alguien que tratase de esquivar a un
enemigo, y quizá de evitar la propia realidad. Se volvió y regresó
a la cocina, cerrando cuidadosamente la puerta tras ella.
Beatriz bostezó profundamente, los ojos llorosos.
Le rodeé los hombros con mi brazo.
—¿Te sientes bien?
—Estaré bien en un minuto. —Bostezó de nuevo, esperó y
bostezó otra vez—. Me fue bien contestar a esa mujer. Es una
de esas esposas que pueden ver a un hombre cometer un
asesinato y no sentir nada. Solo su propia superioridad moral.
Ha dedicado toda su vida al ocultamiento y al disimulo. Su
lema es: salvemos la superficie, que así salvamos todo. Pero
de ese modo nada se salva. Todo se pudre, y la gente se muere
mientras ella mira y deja pasar. Casi pierdo la vida.
—¿A manos de Houllebecq?
Asintió.
—Esta mujer ni siquiera tiene valor para realizar sus propias
fantasías. Da un paso al lado y encarga la tarea al hombre, y de
ese modo puede alcanzar sus siniestros y mezquinos orgasmos
sádicos.
—La odias de veras, ¿no?
—Sí. Porque yo también soy mujer.
—Pero ¿no odias a Houllebecq, después de lo que te hizo?
Agitó la cabeza, y sus cabellos cortos brillaron en la
penumbra.
—El caso es que no hizo nada. Pensaba matarme. Incluso
habló de ello, pero después cambió de idea. En lugar de

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matarme, me pintó. Se lo agradezco… Le agradezco que no
me matase y que pintase mi cuadro.
—Lo mismo digo.
Traté de abrazarla, pero todavía no estaba lista para eso.
—¿Sabes por qué se compadeció de mí? Por supuesto, no
tienes ni idea. ¿Recuerdas lo que te conté? ¿La vez que mi
padre me llevó a visitar a Houllebecq? ¿Cuándo yo era una
niña pequeña?
—Lo recuerdo.
—Bien, él también lo recordó. No necesité mencionar el
asunto. Me acordaba de la infancia. Dijo que mis ojos no habían
cambiado.
—Me temo que él sí.
—Por supuesto. No te preocupes, Ernesto, no pienso incurrir
en sentimentalismos baratos. Ocurre simplemente que me
alegro de seguir viva. Me alegro mucho.
Dije que yo también lo celebraba.
—Solo de una cosa hay que preocuparse —añadió—.
Mientras duró todo esto, alimenté la esperanza de que en
definitiva se descubriera que él no era Houllebecq. ¿Sabes?
Quise que todo fuese un terrible error. Pero no ha sido así. El
hombre que pintó esos cuadros es un asesino.
—Ya lo sé.
Por la esquina de la casa apareció el taxista de Beatriz, y
parecía poco contento.
—Me ha hecho esperar mucho, señorita. Tendré que cobrarle
el tiempo.
Beatriz le pagó. Pero cuando subió a su propio coche, el
motor no arrancó. Traté de ponerlo en marcha. Pero el motor
se negaba a funcionar.

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Levanté la capota. La batería había desaparecido.
—¿Qué haré ahora? Tengo que cumplir una diligencia.
—Con mucho gusto te llevaré.
—Pero tengo que ir sola. Así lo prometí.
—¿A quién se lo prometiste?
—No te lo puedo decir. Lo siento.
Parecía alejarse de mí. Avancé un paso y la miré a la cara.
No era más que un óvalo pálido, de ojos sombríos y prietos
labios. La noche se derramaba entre las viejas y altas casas
como un río turbio. Temí que las aguas nocturnas la barriesen,
alejándola de mí.
Me tocó el brazo.
—Ernesto, ¿me prestarás tu coche?
—¿Hasta cuándo?
—Toda la noche.
—¿Para qué?
—No necesitas hacer preguntas. Dime sí o no.
—Muy bien. La respuesta es no.
—Por favor. Para mí es importante.
—La respuesta sigue siendo no. No pienso pasar otra noche
como la última, preguntándome qué te ocurrió.
—Muy bien, encontraré a alguien dispuesto a llevarme.
Comenzó a caminar hacia la calle, tropezando un poco entre
los arbustos. Me conmovió la idea de que podía perderla, y la
seguí.
En la vereda se volvió.
—¿Me prestarás tu coche?
—No. No te perderé de vista. Si alquilas un coche o te lo
prestan, te seguiré.

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—No puedes soportar que te supere, ¿verdad?
—No. Anoche me sacaste mucha ventaja. Y corriste graves
riesgos. No quiero que vuelva a ocurrir. Existe lo que se llama
temeridad. ¿Has descansado hoy?
Respondió con una evasiva.
—No lo recuerdo.
—Es decir, que no lo hiciste. No puedes realizar un largo
viaje nocturno sin dormir. Dios sabe lo que puedes encontrar
al término de tu viaje.
—Dios y Sánchez Moreno lo saben todo —dijo amargamen-
te—. ¿Tú y Dios nunca se equivocan?
—Sí, Dios se equivocó. Le dejó los testículos a Eva.
Dejó escapar un grito de concentrada rabia femenina, que
poco a poco se atenuó y se convirtió en regocijo. Finalmente,
me aceptó y aceptó el coche, con la condición de que le
permitiera conducir por lo menos la mitad del trayecto. Opté
por el primer turno.
—¿Adónde vamos? —dije, poniendo en marcha el motor.
—A Mar del Plata. Supongo que sabes dónde es. —Por
supuesto. Nací allí. ¿Qué hay en Mar del Plata?
—Prometí no decírselo a nadie.
—¿A quién se lo prometiste? —pregunté—. ¿A la señora
Houllebecq?
—Como lo sabes todo —dijo Beatriz, con voz clara y bien
modulada—, me parece superfluo contestar a tus preguntas.
—De modo que se trata de Francisca Houllebecq… ¿Qué
está haciendo en Mar del Plata?
—Según parece, tuvo un accidente de tráfico.
—¿Está en el hospital?

71
—No. Está en un lugar llamado El Galeón de Oro.
—Es un lugar del lago del parque. ¿Qué está haciendo allí?
—Creo que está bebiendo. Por lo que sé, nunca ha bebido
mucho, pero yo diría que ahora está derrumbándose.
—¿Por qué te llamó?
—Dijo que necesitaba mi consejo y mi ayuda. En realidad,
no somos muy íntimas, pero supongo que no tiene otra persona
en quien confiar. Dijo que necesitaba mi asesoramiento para
las relaciones públicas. Lo cual probablemente significa que
desea que la ayude a salir del embrollo en que se metió con su
huida.
—¿Te dijo por qué lo hizo?
—Simplemente, se dejó dominar por el pánico.
Al entrar en la autopista pensé que Francisca Houllebecq
tenía buenas razones para asustarse. Sabía mucho de la muerte
de Gerardo Robledo, y posiblemente también de la muerte de
José Luis Del Pozo, y por todo eso podía acusársela.
Aumenté la velocidad del coche. Beatriz durmió apoyada
en mi hombro. La combinación del coche que corría velozmente
y la mujer dormida me hizo sentirme casi joven.
A pesar del tráfico del atardecer, llegamos a Mar del Plata
en dos horas. Como ya dije, era la zona en que yo había nacido,
y las luces a lo largo de la costa parecían encerrar la promesa
de un recuerdo, incluso si todos los episodios de los días
precedentes me llevaban al momento actual.
Recordaba El Galeón de la época en que mi matrimonio
estaba naufragando, cuando trataba de pasar lo mejor posible
las largas noches. El lugar había cambiado muy poco desde
entonces, en todo caso mucho menos que yo. Era lo que se
denominaba una taberna familiar, es decir, que albergaba a

72
borrachos de todos los sexos y todas las edades. Permanecí
junto a la puerta, envuelto por olas de sonidos humanos,
mientras Beatriz se abría paso alrededor del bar en herradura.
Todos, incluso las empleadas, parecían hablar al mismo tiempo.
Comprendí por qué la estridente y ficticia atmósfera familiar
podía atraer a una mujer tan solitaria como Francisca
Houllebecq.
La vi al fondo del bar, sentada frente a una mesa, la cabeza
inclinada sobre un vaso vacío. Tardó en reconocer a Beatriz.
Luego, le echó los brazos al cuello, y Beatriz respondió a su
saludo. Aunque sentía cierta simpatía por la señora Houllebecq,
y me agradaba ver la calidez de Beatriz, no me gustó que las
dos mujeres se abrazaran. Beatriz era una muchacha joven y
limpia. Francisca Houllebecq había vivido varias décadas
chapoteando en el crimen.
Y la vida que había llevado comenzaba a reflejarse en su
rostro y en su cuerpo, y le llegaba desde la tierra, como la
fuerza de la gravedad. Trastabilló antes de llegar a mí, y la
mujer más joven tuvo que sostenerla. Tenía una herida en la
frente. La mandíbula le colgaba flojamente, y los ojos carecían
de brillo. Pero se aferraba a la cartera, del mismo modo que un
portero que se cae agarra la pelota.
—¿Dónde está su coche, señora Houllebecq?
Procuró sacudirse su apatía.
—El mecánico me dijo que estaba echado a perder. Creo
que quiso decir que no vale la pena repararlo. Y dudo que yo
también merezca alguna reparación.
—¿Tuvo un accidente?
—En realidad, no sé qué ocurrió. Quise salir de la autopista,
y de pronto todo perdió su control. Yo diría que esa es la historia
de mi vida.

73
Su risa era como una tos seca y compulsiva.
—Me interesa la historia de su vida.
—Ya lo sé. —Se volvió hacia Beatriz—. ¿Por qué lo trajo?
Pensé que podríamos conversar constructivamente acerca del
futuro. Creí que usted y yo éramos amigas.
—Lo mismo digo —afirmó Beatriz—. Pero me pareció que
no podía solucionar yo sola este asunto.
—¿Solucionar qué? No soy ningún problema.
Pero había un acento de terror en la voz de Francisca
Houllebecq. Parecía una mujer que ha saltado sobre el borde
del mundo, descubriendo demasiado tarde que no puede volver
atrás. Cuando subimos a mi coche y entramos en la autopista,
continué experimentando la sensación de que avanzábamos en
un espacio vacío. Parecíamos flotar sobre los techos de las
casitas que se elevaban a ambos lados del camino.
Beatriz aceleraba demasiado el coche, pero yo no veía razón
alguna para impedírselo. Había llovido un poco; yo quería
hablar con Francisca Houllebecq.
—Hablando de su futuro —dije—, quizá no sea tan fácil
condenar a su marido.
—¿Mi marido? —Parecía confundida.
—Houllebecq, alias Gerardo o David Robledo. Quizá no
sea tan fácil demostrar que él cometió esos asesinatos. Tengo
entendido que se niega a hablar. Y es tanto lo que ocurrió hace
mucho tiempo… No me sorprendería que el fiscal se mostrase
dispuesto a hacer un trato con usted. Pero dudo de que quiera
formular acusaciones muy graves. Por supuesto, esto depende
de él, y de lo que usted pueda ofrecer.
Tuvo otro acceso de risa idéntica y seca.
—¿Mi cuerpo muerto? ¿Aceptaría mi cadáver?

74
—La querrá viva, y capaz de hablar. Usted conoce el caso
mejor que nadie.
Guardó silencio un minuto.
—Quizá, pero no porque lo haya querido.
—Eso me dijo la otra noche. Pero a decir verdad, usted
eligió hace mucho. Cuando abandonó a José Luis Del Pozo y
se unió a su medio hermano Houllebecq. Cuando se fue de
Posito con Houllebecq, a pesar de que sin duda sabía que era
uno de los principales sospechosos del asesinato de José Luis
Del Pozo. Y varios años después también eligió, cuando decidió
ocultar la muerte de Gerardo Robledo.
—¿Quién?
—Gerardo Robledo, el hombre del traje marrón. Se ha
descubierto que era un amigo de José Luis Del Pozo. Salió
después de pasar cinco años en un hospital para veteranos y
vino a Santa Teresa para ver a su marido. Creo que tenía pruebas
que demostraban la culpabilidad de Houllebecq en la muerte
de José Luis Del Pozo.
—¿Cómo es eso?
—Quizá Houllebecq amenazó a José Luis Del Pozo, y los
dos pelearon por usted, o por los cuadros de Del Pozo, robados
por Houllebecq. Y Del Pozo habló del asunto a Gerardo, el
hombre a quien conoció en el ejército, un tiempo antes de que
Houllebecq lo asesinara. Cuando Gerardo Robledo apareció
en Santa Teresa con la viuda y el hijito de José Luis, terminó la
libertad de Houllebecq. Mató a Gerardo para seguir libre, pero
de ese modo lo único que consiguió fue destruir totalmente
todas sus posibilidades. Fue la decisión final tanto para
Houllebecq como para usted.
—Nada tuve que ver con eso —dijo la señora Houllebecq.

75
—Usted cooperó. Permitió que mataran a un hombre en su
casa y que lo enterraran… y guardó silencio. Usted y su marido
se equivocaron. Y como consecuencia del crimen, él destruyó
su vida entera. El asesinato de Gerardo Robledo lo puso en
manos de la viuda de José Luis Del Pozo, la mujer que se hace
llamar señora Robledo. Ignoro por qué le quería. Es posible
que años antes hayan tenido algún tipo de relación. O quizá
esa mujer exigió a Houllebecq una cruel y primitiva
compensación. Había asesinado a su esposo, y ahora tenía que
ocupar el lugar del muerto. Ignoro por qué Houllebecq aceptó
la idea. ¿Usted lo sabe?
Francisca Houllebecq tardó en responder. Finalmente, dijo:
—Nada sé de eso. No tenía idea de que Alfredo estuviese
viviendo en la ciudad. Ni siquiera sabía que aún vivía. No tuve
noticias suyas en los últimos veinticinco años.
—¿Lo vio hace poco?
—No. Ni quiero verlo.
—Tendrá que hacerlo. Querrán que usted lo identifique.
Aunque nadie duda de su identidad. Está deteriorado física y
mentalmente. Creo que después de asesinar a Robledo, y quizá
antes, tuvo un colapso emocional. Pero aún puede pintar. Sus
cuadros no son tan buenos como los que pintó con anterioridad,
pero nadie, fuera de él, pudo haberlos pintado.
—Por lo que parece —comentó con cierta ironía—, usted
es crítico de arte, además de detective.
—De ningún modo. Pero en el maletero de este coche tengo
uno de sus cuadros recientes. Y no soy el único que cree que
es obra de Houllebecq.
—¿Se refiere al cuadro de Mónaco Del Pozo?
—Sí. Lo encontré esta mañana en el desván de Robledo,
donde él lo pintó. Donde se originó todo el caso. Ese cuadro

76
parece el eje del caso. Y ciertamente, fue la causa de mi
intervención. Y por haberlo pintado, Houllebecq se metió en
este embrollo y cometió los últimos crímenes.
—No entiendo —dijo Francisca Houllebecq.
Pero me pareció que estaba interesada, como si el hecho de
hablar de la obra de su marido la hubiese estimulado.
—Es una cadena bastante compleja de hechos —dije—. La
mujer con la cual estuvo viviendo en la calle Olivo, llamémosla
la señora Robledo, vendió el cuadro al artista y comerciante
Jacobo Saavedra. De ese modo, destruyó la cobertura de
Houllebecq. Saavedra vendió el cuadro a Carlos Zapata, y eso
empeoró la situación.
» Carlos Zapata reconoció que se trataba de una obra de
Houllebecq, y sin duda aprovechó lo que sabía para chantajear
a la señora Robledo, obligándola a robar drogas para él. Es
probable que además haya exigido otros cuadros de
Houllebecq. Carlos Zapata había vendido a Rosa Avendaño el
cuadro de Mónaco Del Pozo, y la señora Avendaño tenía sus
propios motivos para interesarse en Mónaco. Como usted
probablemente sabe, Mónaco fue la amante de Juan Avendaño.
—En Posito todos lo sabían —dijo Francisca Houllebecq—.
En cambio, no era tan conocido el hecho de que Rosa Avendaño
simpatizaba mucho con Alfredo cuando ambos eran jóvenes.
Creo que esa es la razón esencial por la cual convenció a Juan
de que se cambiaran a Santa Teresa.
—De todos modos, eso es lo que ella dice. Y así se creó una
situación familiar tensa, que se agravó cuando Mónaco Del
Pozo vino a vivir aquí. Es posible que durante los últimos meses,
Houllebecq viera alguna vez a Mónaco, y que eso le sugiriese
la idea de pintar de memoria el cuadro.
—No sé nada de eso.

77
—¿En los últimos meses no la ha visto?
—No. Por cierto que no.
—No me miró. Tenía los ojos fijos en el parabrisas, y en la
oscuridad del camino—. No he visto a Alfredo ni he hablado
con él en los últimos veinticinco años. Ignoraba que viviera en
la ciudad.
—¿No lo supo ni siquiera cuando recibió una llamada
telefónica de la mujer con quien él estaba viviendo?
—No le mencionó. Aludió al… al entierro en el invernadero,
y me dio a entender que necesitaba dinero. Dijo que si la
ayudaba, guardaría silencio acerca de todo el asunto. En caso
contrario, denunciaría la verdadera razón de la desaparición
de mi esposo.
—¿Usted le entregó dinero?
—No. Ojalá lo hubiera hecho. Y también pienso que jamás
debió pintar ese retrato de memoria de Mónaco. Uno casi diría
que se esforzaba por ser descubierto.
—Quizá fue esa su actitud inconsciente —dije—. En todo
caso, Alfredo hizo todo lo posible por hallarlo.
Es indudable que Alfredo retiró el cuadro de la casa de los
Avendaño en parte por razones profesionales.
Quería comprobar si en efecto era un Houllebecq. Pero
también respondía a sus propios motivos personales. Quizá
relacionó el cuadro con otras obras que había visto
anteriormente en la casa de los Robledo, en la calle Olivo. Pero
no atinó a establecer una relación consciente y definitiva entre
su padre adoptivo Robledo y el pintor Houllebecq. Antes de
que llegase a ese punto, Robledo-Houllebecq retiró el cuadro
del dormitorio de Alfredo. Y los Avendaño me contrataron
para recuperarlo.

78
Beatriz tocó la bocina. Descendíamos la larga pendiente que
está detrás de Camarillo. Frente a nosotros no había coches. La
miré y desvió un instante la cara. Alzó la mano derecha y se
tocó la boca. Comprendí lo que quería decir. Yo había hablado
más que suficiente y convenía hacer una pausa.
Pocos minutos después, la señora Houllebecq dijo:
—No fue su primer cuadro de memoria con Mónaco como
tema. Pintó otros, hace mucho, cuando aún vivíamos juntos.
Uno de ellos fue una pietá.
Guardó silencio largo rato, hasta que llegamos a las afueras
de Santa Teresa. De pronto, empezó a llorar. Era imposible
saber si lloraba por Houllebecq o por sí misma, o quizá por el
coche, destruido mucho antes, que los había reunido y que
había sido el punto de partida de la obra del pintor. Cuando le
observé el rostro, vi que tenía las mejillas surcadas por las
lágrimas.
—¿Adónde vamos? —preguntó Beatriz.
—A la central de policía.
Francisca Houllebecq dejó escapar un grito que se convirtió
en un gemido.
—¿Ni siquiera puedo pasar la noche en mi propia casa?
—Si lo desea, puede volver y prepararse una maleta.
Después, debe presentarse a la policía, con su abogado.
Mucho después, en el frío que precede al amanecer,
desperté en un lecho envuelto en sombras. Podía oír los latidos
del corazón de Beatriz, y su respiración semejante al sereno
susurro del océano en verano.
Entreví una escena parecida, pero más cruel. Había dejado
a Francisca Houllebecq en un cuarto de hospital, con las
ventanas cerradas por barrotes y un guardia armado en la

79
entrada. Y en la entrada entreabierta de mi cerebro
semidormido parecía esperar otra mujer: una mujer menuda,
de cabellos blancos, que en otro tiempo había sido bella.
Me volvió a la mente la palabra «pietá». Desperté a Beatriz
tocando con la mano la curva de su cadera. Suspiró y se volvió.
—¿Ernesto?
—¿Qué es una pietá?
Bostezó profundamente.
—Haces las preguntas más absurdas en los momentos más
absurdos.
—¿No lo sabes?
—Por supuesto, sé qué es una pietá. Es un cuadro tradicio-
nal de la Virgen María, en actitud de duelo sobre el cuerpo de
su hijo. ¿Por qué?
—Francisca Houllebecq dijo que su marido pintó una pietá
de Mónaco Del Pozo.
Supongo que se refería a una representación de María.
—Sí. Vi el cuadro. Lo tienen en la galería local, pero no lo
exhiben públicamente. Es un poco espeluznante, o por lo menos
así lo cree alguna gente. Houllebecq pintó a Cristo muerto como
un autorretrato.
Beatriz bostezó y volvió a dormirse. Permanecí despierto,
y contemplé su rostro que empezaba a perfilarse en la lenta
alborada. Un rato después pudo ver el pulso azul irregular de
su sien. El latido del martillo silencioso que significaba que
aún vivía. Confié en que el martillo azul jamás se detuviera.

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CAPÍTULO 6

Cuando desperté por segunda vez, Beatriz se había


marchado. Sobre la mesa de la cocinita me había dejado cuatro
cosas: una caja de cereales, una botella de leche, una hojita de
afeitar y una nota misteriosa que decía:
«Que tengas sueños divertidos. Mónaco Del Pozo, la madre
de Houllebecq. ¿Es posible?»
Desayuné y fui con el coche al Patio Magnolia. Mónaco Del
Pozo no respondió a mis insistentes llamadas en su puerta. A
la entrada del cottage apareció un anciano que me miró desde
la lejanía de otra generación. Finalmente, me informó que la
señora Del Pozo, como él la llamaba, había salido.
—¿Sabe adónde fue?
—Dijo al chófer del taxi que la llevase al tribunal.
Fui al edificio del tribunal, pero no fue fácil encontrarla. El
tribunal y los jardines que lo rodeaban ocupaban una manzana
entera. Muy pronto llegué a la conclusión de que perdía el
tiempo recorriendo los senderos cubiertos de grava y los
corredores embaldosados, en busca de una anciana pequeña y
frágil.
Busqué en las oficinas del médico forense, y allí encontré a
Enrique Parvis.
Mónaco había estado un rato antes.
—¿Qué quería?
—Información acerca de José Luis Del Pozo. Según parece,
era su hijo natural. Le dije que lo habían enterrado en el
cementerio de Santa Teresa, y le propuse llevarla a visitar la
tumba. Pero no demostró interés. Pasó al tema de Houllebecq.
Afirmó que había posado para él hace muchos años, y dijo que
deseaba verlo. Le expliqué que eso era imposible.

81
—¿Dónde tienen a Houllebecq?
—El fiscal del distrito Lansinstein lo recluyó en una celda
especial, con guardia a la vista las veinticuatro horas del día.
Ni siquiera yo puedo entrar…, aunque en realidad tampoco lo
deseo. Según parece, está totalmente desequilibrado. Tuvieron
que suministrarle sedantes para tranquilizarle.
—¿Qué ocurrió con Mónaco?
—Se fue. Me hubiera gustado retenerla. Parecía bastante
trastornada, y había estado bebiendo. Pero no encontré ningún
pretexto para evitar que se marchase.
Salí del edificio y recorrí nuevamente los jardines y los
patios. No encontré a Mónaco. Me sentía cada vez más nervioso.
Que el sueño de Beatriz fuese o no el reflejo de la realidad, de
todos modos sentía que Mónaco era uno de los ejes del caso.
Pero se me estaba yendo de las manos, del mismo modo que
se me escapaba la mañana.
Levanté los ojos hacia el reloj de cuatro caras en la torre del
tribunal. Eran las diez. En la plataforma de observación había
una sola persona, una mujer de cabellos blancos cuyos
movimientos bastante torpes atrajeron mi atención. Mónaco.
Le llegaba casi a la barbilla. Asomó la cabeza sobre el borde
superior de la baranda y miró el patio pavimentado con lajas.
Ahora estaba absolutamente inmóvil. Parecía una mujer
contemplando su propia tumba. Alrededor de su pequeño
cuerpo, la vida de la ciudad parecía congelarse en círculos cada
vez más amplios.
Lo estaba a unos cincuenta metros de distancia, y treinta
metros más abajo. Si daba la voz de alarma, quizá únicamente
consiguiera desencadenar lo que ella se proponía llevar a cabo.
Caminé hasta la puerta más próxima y tomé el ascensor de la
torre.

82
Cuando salí a la plataforma de observación, ella se volvió
para hacerme frente, de espaldas a la baranda de hierro. Se
volvió otra vez y trató de trepar por encima de la baranda,
para arrojarse al vacío. Su cuerpo viejo e impedido se lo impidió.
—Déjeme.
—De ningún modo, Mónaco. Hay mucha distancia de aquí
al suelo, y no quisiera que usted se cayese. Es demasiado bonita.
—Soy la puta del universo. ¿Me dará una oportunidad?
—Si puedo…
—Lléveme abajo, y déjeme. No haré nada…, ni contra mí
misma ni contra nadie.
—No puedo correr ese riesgo.
Podía sentir el calor de su cuerpo a través de las ropas.
Brotaron gotas de transpiración en su labio superior, y en las
rugosidades azulinas alrededor de sus ojos.
—Hábleme de su hijo José Luis.
No me contestó. Su maquillaje comenzaba a correrse y su
rostro gris me espiaba por medio de las manchas como al
amparo de una mascarilla mortuoria.
—¿Canjeó el cadáver de su hijo por la casa del cañón Houlle-
becq? ¿O fue el cadáver de otra persona?
Me escupió en la cara. Después, comenzó a llorar apasio-
nadamente. Finalmente, guardó silencio. No habló cuando la
bajé en el ascensor, ni cuando la entregué a los hombres y
mujeres del fiscal.
Les dije que debían pegarle con cuidado y mantenerla bajo
vigilancia, pues se trataba de una posible suicida. Hice bien. El
fiscal del distrito Lansinstein me dijo después que la mujer
que la había cacheado había descubierto un afilado estilete
envuelto en una media de seda y escondido bajo la faja.

83
—¿Descubrieron para qué lo quería?
El fiscal meneó la cabeza.
—Posiblemente se proponía atacar a Houllebecq —dijo.
—¿Por qué? —Lansinstein se tironeó los extremos del espeso
bigote, primero uno y después el otro, como si fuera a utilizarlos
para encaminar su mente a través de los complejos factores
del caso.
—Nadie sabe lo que voy a decirle, y por eso mismo le pediré
que sea reservado. Según parece, hace treinta años, Houllebecq
asesinó en Posito al hijo de la señorita Del Pozo. Para ser justos,
debo decirle que hemos aclarado ese episodio gracias al capitán
Gastón. Ha venido realizando un trabajo excelente en este caso.
Y creo que será el próximo jefe de policía.
—Magnífico. Pero ¿cómo encaja la teoría de la venganza
con el intento de suicidio?
—¿Está seguro de que fue un intento real?
—A mí me pareció real. Mónaco quería arrojarse al vacío, y
lo único que se lo impidió fue la baranda de hierro. Y el hecho
de que yo la vi en la plataforma de la torre.
—Bien, eso no contradice el móvil de la venganza. No pudo
vengarse, de modo que volvió su odio contra sí misma.
—No lo entiendo, señor fiscal.
—¿No? Probablemente usted no está tan familiarizado
como nosotros con los últimos avances de la psicología criminal.
Su sonrisa revelaba cierta malicia.
Respondí sin ningún tipo de dureza porque tenía que pedirle
algo.
—Es cierto que nunca fui a la facultad de derecho.
—A pesar de todo, nos ha ayudado mucho —dijo con acento

84
tranquilizador—. Y puede tener la certeza de que le agrade-
cemos sus sugerencias.
Sus ojos cobraron una expresión distante, y se puso de pie
detrás del escritorio.
Yo lo imité. Tuve la ingrata visión de mi caso que se
distanciaba inexorablemente.
—Señor fiscal, ¿podría hablar un minuto con el detenido?
—¿Cuál de ellos?
—Houllebecq. Deseo hacerle un par de preguntas.
—Se niega a responder. Su abogado le aconsejó que no
hablara.
—Las preguntas que me propongo hacerle no se relacionan
con estos crímenes…, o por lo menos, no tienen una relación
directa.
—¿Qué quiere saber? —preguntó Lansinstein.
—Quiero preguntarle cuál es su nombre real, y ver cómo
reacciona. Y también quiero saber por qué Mónaco Del Pozo
trató de quitarse la vida.
—No estamos seguros de que haya sido un intento real.
—Yo sé que lo fue, y quiero conocer la causa.
—¿Por qué está tan seguro de que Houllebecq posee la
información que usted busca?
—Creo que él y Mónaco están estrechamente vinculados.
De paso, le diré que estoy seguro de que Juan Avendaño querrá
aclarar este aspecto del problema. Como usted sabe, Avendaño
me contrató.
Cuando Lansinstein respondió, su voz me reveló que el
fiscal no se sentía muy seguro del terreno que pisaba.
—Si el señor Avendaño quiere ofrecer sugerencias o hacer
preguntas, debe comunicármelas directamente.

85
—Se lo diré.
Antes de llegar a la puerta, apareció Rosa Avendaño. Se
llevó un dedo a los labios.
—Mi esposo está muy cansado. Estuve tratando de que
durmiera un poco.
—Señora Avendaño, me temo que tendré que hablar con
él.
Se volvió hacia la puerta, pero para cerrarla.
—Puede hablar conmigo lo que sea necesario. En este caso,
usted trabaja para mí. El cuadro robado me pertenece. Y es el
que usted trae ahí, ¿verdad?
—Sí. Sin embargo, yo no diría que fue robado. Digamos
que Alfredo lo tomó prestado, con fines científicos. Quería
descubrir quién lo había pintado, y cuándo, y quién era la
modelo. Es cierto que las respuestas a estas preguntas tenían
importancia personal para Alfredo. Pero no por eso puede
afirmarse que sea un delincuente.
Asintió. El viento le acarició los cabellos, y de pronto me
pareció más bonita, como si un halo luminoso le hubiese
rodeado la cabeza.
—Comprendo por qué Alfredo pudo obrar así.
—Es lógico que lo entienda. Usted también tuvo razones
personales para comprar el cuadro. Mónaco Del Pozo había
llegado a esta ciudad, y su marido la visitaba de nuevo. ¿No
fue por eso por lo que usted colgó el cuadro en su casa? ¿Quizá
como un reproche, o como una especie de amenaza?
Frunció el ceño. La luz de sus ojos se desvió, volviéndose
hacia adentro como una linterna que explora una habitación a
oscuras.
—No sé por qué lo compré. En ese momento ni siquiera
sabía que era Mónaco.

86
—Pero su esposo sin duda lo supo inmediatamente.
Guardamos silencio. Alcancé a oír el movimiento intemporal
del mar a lo lejos, al pie de la colina.
—Mi marido no se siente muy bien. Ha envejecido muchos
los últimos días. Si todo esto se publica, destruirá su reputación.
Y quizá también a él lo destruya.
—Aceptó ese riesgo cuando adoptó ciertas decisiones, hace
muchos años.
—¿Qué hizo exactamente?
—Creo que hizo posible lo que podríamos denominar la
impostura de Houllebecq.
—¿La impostura de Houllebecq? ¿A qué se refiere?
—Creo que usted lo sabe. Pero prefiero hablarlo con su
marido.
Se mordió el labio inferior. Cuando enseñó sus incisivos,
me pareció que tomaba el aspecto de un perro guardián
apostado frente a la puerta. Finalmente, levantó el cuadro y
me llevó al estudio de su esposo.
Avendaño estaba sentado frente a la fotografía de su mina
de cobre. Tenía el rostro descompuesto. Consiguió componerlo
un poco, y me sonrió inseguro con una parte de la boca.
—¿Qué quiere de mí? ¿Más dinero?
—Más información. Este caso empezó en 1982. Y es hora
de terminarlo.
Rosa Avendaño se volvió hacia mí.
—¿Qué ocurrió en 1982?
—No puedo darle una explicación completa. Creo que todo
empezó cuando José Luis Del Pozo volvió a su hogar en Posito,
con permiso. Aunque no puede decirse que ese fuera su hogar.

87
Del Pozo tenía esposa y un niño en Santa Teresa. Pero su madre
continuaba viviendo en Posito. Señor Avendaño, ¿exactamente
dónde vivía Mónaco?
Fingió que no me oía. Su esposa contestó por él:
—Vivía en San Martín, pero pasaba los fines de semana en
las montañas con mi marido.
Avendaño le dirigió una mirada de desagrado. Me pregunté
si su relación con Mónaco alguna vez había sido tema de
conversación entre él y Rosa.
—Probablemente el hecho no sorprendió a José Luis —
continué—. Su madre había vivido con otros hombres, y, sobre
todo, con el pintor Remaggi. Remaggi había sido como un padre
para él, y le había enseñado a pintar. Cuando José Luis regresó
a Posito, durante su permiso, descubrió que su medio hermano
Alfredo se había apropiado de algunas obras suyas,
presentándolas como propias. La impostura de Houllebecq en
realidad empezó con el propio Houllebecq, cuando robó los
cuadros y los bocetos de José Luis, y, además, se casó con
Francisca, la chica de José Luis.
» Así, los dos jóvenes discutieron y pelearon. Pelearon a
muerte. José Luis mató a Alfredo y abandonó el cadáver en el
desierto, vestido con el uniforme militar de José Luis. Era hijo
ilegítimo, y probablemente había soñado toda su vida con la
posibilidad de ocupar el lugar de Alfredo. Era su oportunidad
de realizar este sueño, y de paso abandonar el ejército y liquidar
el matrimonio que se había visto obligado a contraer.
» Pero no podía hacerlo sin la ayuda de otras personas,
para ser exactos, tres personas. Primero, contó con la ayuda de
Francisca Houllebecq. Era evidente que ella lo amaba, a pesar
de su matrimonio con Sara, y de que había asesinado al marido
de Francisca. Incluso es posible que lo haya incitado a cometer

88
el crimen. En todo caso, eso no le impidió trasladarse a Santa
Teresa con José Luis y vivir aquí siete años, haciéndose pasar
por su esposa.
» Ignoro por qué afrontó el riesgo de volver aquí. Quizá se
proponía vigilar de lejos a su hijo. Pero por lo que yo sé, durante
todo ese período no vio a Alfredo. Es posible también que la
vida aquí, tan cerca de su esposa y su hijo, pero invisible para
ellos, fuese parte del doble juego que estaba llevando a cabo.
También es posible que necesitara esa clase de tensión para
mantenerse en órbita, y alimentar la ilusión de que era
Houllebecq, así como su propio arte.
» Pero lo que sobre todo importaba era salir libre de Posito,
y lo consiguió gracias a su madre. El papel que Mónaco
representó fue probablemente el más difícil. Vio el cadáver del
joven Houllebecq y afirmó que era el cuerpo de su hijo José
Luis. Fue un acto audaz, y por cierto no el último que cometió.
Culpable o no, amaba a su hijo bastardo. Pero lo quería con un
amor fiero y trágico. Esta mañana intentó acercarse a él con un
estilete.
—¿Para matarlo? —dijo Rosa Avendaño.
—O para facilitarle el suicidio. No, creo que matarle, o
permitirle que se suicide sea lo mismo para Mónaco. Su propia
vida prácticamente ha terminado.
Juan Avendaño dejó escapar un suspiro involuntario.
La esposa se volvió hacia mí.
—Usted dijo que José Luis contó con la ayuda de tres
personas.
—Por lo menos tres.
—¿Cuál fue la tercera?
—Creo que usted lo sabe. José Luis Del Pozo nunca habría
salido de Posito, ni habría conseguido evitar la investigación

89
del crimen, si no le hubiesen ayudado. Alguien tenía que detener
la investigación del comisario Ramírez, consiguiendo que
cerraran el caso.
Rosa Avendaño y yo miramos al dueño de casa. Alzó los
gruesos brazos, como si nuestros ojos hubieran sido armas de
fuego.
—Yo sería incapaz de hacer una cosa así.
—La harías, si ella te lo pidiese —dijo su esposa—. Desde
que tengo memoria te ha dicho lo que debías hacer. Y ahora
irás a la cárcel del distrito, a preguntarle cuáles son los próximos
pasos. Y ella te ordenará que gastes una fortuna en la defensa
de ese asesino, que es su hijo. Y estoy segura de que la
obedecerás.
—Sí, quizá lo haga.
Avendaño me miró. Ella lo contempló, sorprendida y al
mismo tiempo temerosa. Avendaño se puso de pie lentamente,
como si estuviera sosteniendo un gran peso sobre los hombros.
—Sánchez Moreno, ¿quiere llevarme en su coche? No me
siento del todo bien.
Respondí afirmativamente. Avendaño salió de la habitación,
precediéndome.
Antes de pasar la puerta, se volvió y se enfrentó a su esposa.
—Rosa, hay algo que no sabes. José Luis es también mi
hijo. Mi hijo ilegítimo con Mónaco. Yo era apenas un adolescente
cuando nació.
En el rostro de la mujer se desoló.
—¿Por qué no me lo dijiste antes? Ahora es demasiado tarde.
Contempló a su marido, como si estuviera viéndolo por
última vez. Avendaño me guió a través de los espacios vacíos
y resonantes de la casa. Caminaba inseguro, trastabillando un

90
poco. Le ayudé a subir a mi coche y comenzamos a descender
la colina.
—Fue un accidente —dijo—, uno de esos accidentes que
suelen ocurrir. Conocí a Mónaco después de un encuentro de
fútbol en el colegio de secundaria. El viejo Félix Houllebecq
ofreció una fiesta en su casa de la montaña. Me invitaron porque
él y mi madre eran primos. Ya sabe, los parientes pobres…
Durante un rato permaneció con la cabeza agachada, y luego
habló con voz más firme.
—Ese día metí tres goles, y cuatro si se cuenta a Mónaco.
Tenía diecisiete años cuando fue concebido José Luis, y
dieciocho cuando nació. No podía hacer mucho por él. No tenía
dinero. Mi objetivo era terminar mis estudios universitarios.
Mónaco dijo a Félix Houllebecq que el niño era suyo, y él le
creyó. Permitió que el niño usara su apellido y dio dinero a
Mónaco para que lo mantuviera hasta que ella rompió con él y
fue a vivir con Simón Remaggi.
» También por mí hizo todo lo que pudo. Me ayudó a
conseguir una beca, y cuando me diplomé procuró que Félix
me diese un empleo en la fundición. Mónaco me ayudó a subir.
Le debo mucho.
Pero no había calor ni gratitud en su voz. Quizá intuía que
su vida se había descarriado en su juventud, y que aún ahora,
a la edad que tenía, amenazaba descarriarse. Miraba las casas
de la ciudad, como si sus calles sumidas en las sombras le
parecieran un paisaje extraño.
Yo también percibí la misma atmósfera extraña y distante.
Las salas del tribunal parecían catacumbas. Después de un
complicado procedimiento; que me recordó el rito de iniciación
de una tribu de aborígenes, los hombres del fiscal nos llevaron
en presencia del hombre cuyos crímenes yo había descubierto.

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No parecía el culpable de muchos asesinatos, a pesar de
los guardias armados que estaban de pie, uno a cada lado. Se
le veía pálido, débil y preocupado, como les ocurre con
frecuencia a los hombres violentos, una vez que agotan sus
energías.
—¿José Luis? —dije.
Asintió una vez. Los ojos comenzaron a llenársele de
lágrimas, y estas cayeron lentamente por sus mejillas, como la
escasa sangre que brota de la herida de un estilete.
Juan Avendaño dio un paso adelante y tocó el rostro
húmedo de su hijo. Halló los tallos que tienen los niños que
han sido abusados.

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CERO ABSOLUTO

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94
CAPÍTULO 1

El 4 de enero de 2017, a las seis de la mañana, en mi primer


despertar, llevé la mano hacia una pequeña y roja radio que
estaba junto a la almohada. Finalmente, oprimí el botón de
encender. Oí las noticias. Los locutores declararon que durante
una operación sencilla, una paciente murió por culpa de una
anestesia mal empleada. En relación con el caso, la organización
destinada a proteger a los que llamó «consumidores», propuso
que todas las operaciones fueran en adelante filmadas y
archivadas. Solo así, afirmó la «organización para la defensa
de los consumidores», es posible garantizarle al argentino
promedio, que si muere en un quirófano, el tribunal se haría
cargo de la correspondiente venganza.
Apagué la radio y me levanté. Antes que nada, me bañé y
enjuagué cada escondite de mi cuerpo.
A la hora y cuarto de salir del baño, estaba en el auto y
conduje a la Sociedad Argentina de Criogenización.
En la mesa de entrada se hallaba una mujer menudita, pero
de grandes ojos negros que la destacaban detrás de la
computadora.
—El proceso es simple —me dijo —, ya que solo es necesario
inyectar en el cuerpo a criogenizar unas sustancias, el cual sería
conservado en nitrógeno líquido a temperaturas cercanas al
cero absoluto.
Dos días después, mientras caminaba por el jardín de casa,
tomé la decisión de criogenizar mi cuerpo. Viviría casi
eternamente. Y digo, casi porque nadie, ni siquiera una cápsula
bajo cero nos asegura la inmortal subsistencia.
Luego, aprecié mi cuerpo y desafié al mismo Dios que yo
había creado décadas atrás en una cama con patas de acero y

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una manta. El que Dios creara el mundo y posteriormente lo
dejara en manos de los hombres, me hizo sentir solo y
abandonado. Dios era un padre que nos había desatendido.
Dios era un químico orgánico. Dios era un mal creador. Dios
era un mal padre.
Dejé aquellos pensamientos de lado y recordé que el papá
de mi vecino sucumbió ante la muerte hacía cinco años por la
misma enfermedad que me había diagnosticado mi médico de
cabecera. El diagnóstico: cáncer de esófago con cuatro meses
de vida. La madre falleció antes que él, por nadie sabe qué
causa. Ya por entonces él se hallaba enfermo y todos esperaban
su muerte. La mujer, en cambio, estaba sana, llena de vida, y
parecía predestinada a vivir mucho tiempo de feliz viudez. De
modo que el padre se quedó casi perplejo cuando murió ella y
no él. Era como si temiese que se lo fueran a echar en cara. Mi
abuela decía: «Cuando no se ha sabido vivir, menos aún puede
saberse morir».
Al momento de comunicarle mi decisión a mi hijo, un poder
sangriento urgió de su boca y su orificio se abrió con creces,
parecía azotado por una tormenta. En ese instante, el gato de
mi hija Florencia, brincó sobre mis piernas y acaricié su lomo,
de manera que irguió la cola hacia arriba como un plumero.
Posterior a mi medida, preparé mi pequeño bolso de cuero
y me dirigí al automóvil, arranqué y manejé hasta la clínica de
criogenización. Avancé por un camino privado que en la cima
se ensanchaba para convertirse en un lugar de estacionamiento.
Burlé el sistema urbanizado. Cuando descendí del coche,
mirando en la dirección por la que había venido, advertí la
ciudad: las torres de la iluminada y el edificio de los tribunales,
calados a medias en la niebla tóxica. El canal corría del otro
lado del montículo, cerrado en parte por una aureola irregular

96
de islas: fuera del rumor de la autopista que terminaba de
ceder. La morada era un bloque blanco de cemento.
Durante años oí hablar del Club de Tenis; pero nunca había
estado allí. Sus canchas y bungalós, su piscina, cabañas y
pabellones, estaban montados alrededor de un frondoso
parque, a pocas cuadras de la arteria Libertador San Martín. El
solo hecho de colocar mi Ford en el estacionamiento asfaltado,
junto a las canchas de tenis, hizo que me sintiera menos que
una intrascendente gota de agua entre la corriente de gente
que allí afluía. Al entrar noté la pista de tenis: se hallaba junto
a la casa, cerrada con tela metálica. Un hombre rollizo, en
pantalones cortos y tocado con un sombrero, jugaba contra
una rubia con musculosa. Alcé las manos e intenté ser visto,
pero no me miraron.
En la intensidad del juego, algo me recordó a los
encarcelados que se entretienen en el patio de la prisión. Sus
cuerpos transpiraban y se movían con duda. El hombre perdió
varios tantos seguidos y decidió tomar nota de mi presencia,
desentendiéndose de la mujer: se aproximó hacia mí. La mujer
fue detrás de Lipestov. El ruso, como le decían, era quien me
demostraría el punto geográfico exacto de la clínica, pues se
ocultaba entre tantas canchas y edificios.
A pesar de su edad, el señor Lipestov tenía el aspecto y la
forma de expresarse de un hombre exaltado. Yo aparentaba
menos años que él. La estrecha cabeza rubia: el cuerpo maduro
adjetivaba por demás conscientes de mi conjetura.
Caminamos hacia adentro, donde estaban los otros. Lipestov
no me exhibió con el resto del grupo. Hablaban como si se
hubiesen olvidado de mí. Temí que eso fuese cierto. Yo era un
árbitro involuntario que les asentía desahogar viejos rencores,
sin peligro de que la cuestión tuviera consecuencias inmediatas;

97
por ejemplo, la violencia. Posteriormente, pensé que nos
acostumbrábamos a la violencia, y eso no era bueno para
nuestra sociedad. Una población insensible es una población
peligrosa.
Circulamos alrededor de la piscina de cincuenta pasos que
estaba cercada en dos de sus lagos con patos y gansos.
Centelleaba a través de una verja metálica de unos tres metros
de altura, como un pez azul todavía vivo en la red. A tres
metros había una puerta. El olor que despedía mi abrigo era
idéntico al de la puerta.
Ingresamos a la clínica y había una tienda, luego me dijeron
que era de un tal Carlos Zapata. No era un local que llamase la
atención, tenía una fachada de yeso sucio, y encima habitaciones,
probablemente se esgrimían como vivienda. En el escaparate
principal, en letras doradas, la leyenda: Carlos Zapata. Cuadros
y Decoraciones. De las paredes colgaban unos pocos cuadros
de apariencia provisoria. Era una de esas tiendas aislada del
resto de habitaciones. En un rincón, una mujer morena con un
vestido amplio y multicolor estaba sentada detrás de un
escritorio de mimbre: trataba de parecer muy ocupada, pero
uno notaba que no lo estaba. Tenía ojos hondos, pómulos
salientes y un busto prominente. Los suspendidos cabellos
exhibían un impecable color azabache. Le dije mi nombre. La
joven me llevó a través de una habitación fomentada de
esculturas clásicas, pálidas y serenas. Pasamos a una sala muy
distinta.
Las primeras obras de arte que vi eran similares a las
ventanas abiertas a un mundo distinto, como las que los viajeros
utilizan en la jungla; de modo de observar de noche a los
animales; pero los cuadros necesitaban poco para llegar a seres
con almas, o quizá eran humanos que reculaban a la condición
animal.

98
Me llevó a una pared más alejada: en la cual colgaban una
serie de estudios de figuras femeninas. Uno de ellos me llamó
la atención, el de una joven sentada sobre una roca parcialmente
oculta, como ella misma, por una piel de búfalo asegurada
alrededor de la cintura. Los bellos senos y los hombros estaban
despojados. En el cuadro, detrás y encima de la mujer, aparecía
suspendida en el espacio la cabeza de un cordero. Yo no
entendía que clase de clínica tenía esos detalles por todas
partes.
Recordé cuando nos conocimos con mi esposa. Éramos
niños. Casi todas las noches nos dedicábamos a tontear en el
parque, a la vuelta de la esquina de la calle en que vivía. A
todo esto, yo vivía en Huarpes y Martín Anchorena, pero habría
sido lo mismo si hubiese vivido en cualquier otro barrio
periférico de cualquier ciudad de Argentina: era esa misma
especie de barrio residencial, repleto de viejos, sin la mínima
expresión de lozanía. Una especie de parque, estaba a tres
minutos de casa, nada más cruzar una calle en la que había
una corta hilera de tiendas (un supermercado, un quiosco donde
además vendían tabaco y dulces y cuestiones así, un
establecimiento de vinos y licores). Por allí no había nada, lo
que se dice nada, que te sirviese para hacerte una idea
geográfica más o menos precisa de tu paradero; si las tiendas
estuvieran abiertas (y cerraban a las cinco y media, cómo no, y
a la una los jueves, y el domingo todo el día), se podría probar
suerte en el quiosco y comprar el periódico, pero eso era
cuestión de grandes, es muy posible que eso tampoco hubiera
sido una pista ni mucho menos decisiva. Teníamos doce, trece
años, y habíamos descubierto hacía muy poco tiempo la ironía
o, al menos, lo que más adelante descubrí yo que era la ironía:
solo nos permitíamos el lujo de jugar en los columpios y en el
balancín, montar en el que daba vueltas y en todos los demás

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aparatos oxidados de los niños pequeños si lo hacíamos con
una suerte de distanciamiento irónico por otra parte bastante
cohibido. Para ello, había que fingir que estabas distraído
(silbando, charlando, jugueteando con una colilla de cigarrillo
o con una caja de cerillas; por lo general, era suficiente) o bien
fingías un coqueteo con el peligro, y así saltábamos de los
columpios al llegar al punto en que ya no iban a subir más, o
montábamos de un salto en el que daba vueltas cuando estaba
claro: ya no podía ir más deprisa, y nos colgábamos de un
extremo de la barcarola hasta que se ponía casi vertical. Si
conseguías demostrar que estos juegos infantiles enclaustraban
el potencial de hacerte papilla la sesera, entonces no había
ningún inconveniente en divertirse con ellos. Claro que no
poseíamos ni gota de ironía cuando se trataba de estar con las
chicas. No obtuvimos tiempo para desarrollarla. De pronto,
dejaban de estar allí, o al menos ya no estaban allí de una forma
que pudiera interesarnos; a renglón seguido era imposible dejar
de verlas, porque estaban por todas partes. En un momento
dado te entraban ganas de arrearles un buen tortazo porque
una era tu hermana, o la hermana de otro; un minuto después,
te entraban ganas de... La verdad, ninguno sabía del todo bien
qué era lo que le apetecía hacer a continuación. Casi de la noche
a la mañana, todas aquellas hermanas de uno o de otro (todavía
no había chicas que no fuesen hermanas de este o de aquel) se
habían convertido en personas no ya interesantes. Incluso
perturbadoras. A ver: ¿había una auténtica novedad, algo
distinto de lo que ya teníamos antes? Las voces eran chillonas,
pero una voz chillona no te sirve de mucho, las cuestiones
como son: te convierte en un personajillo más ridículo que
deseable. Los primeros brotes de vello púbico eran nuestro
secreto, un secreto ajustadamente guardado entre cada cual y
su calzoncillo; aún tendrían que pasar años hasta que una

100
persona del sexo opuesto pudiese verificar que ese pelo estaba
donde tenía que estar. Las chicas, en cambio, tenían tetas bien
visibles; por si fuera poco, tenían una nueva forma de caminar,
con los brazos cruzados sobre el pecho, en una postura que a
la vez disimulaba y llamaba la atención sobre algo que acababa
de ocurrirles.
Su padre y su mamá eran vistosos: una casa pintada de
marino, amarillento y fucsia, sin adosar, con jardín, un árbol
frondoso y un estanque lleno de peces. Ella poseía el pelo rubio
y lo llevaba corto, desenfadado, sin exagerar; tenía los ojos
ebrios; por si fuera poco su hermana era una pequeña finísima,
que me sonreía con amabilidad cuando llamaba al timbre de
su casa: nunca incomodaba Era de modales muy elegantes —a
mi madre le encantaba por eso —, y siempre sacaba unas notas
en la escuela que hacían alucinar.
Por otro lado, yo manifestaba mi estatura mediana, no era
gordo, pero tampoco delgado, no tenía ninguna desagradable
pilosidad facial, solía ir limpio y aseado a cualquier acontecer.
Mi vestir era: camisetas y un pantalón de cuero más o menos
todo el año, salvo en verano, que es cuando la dejaba en casa.

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CAPÍTULO 2

Digamos que la música de la clínica era fresca e inútil. Las


parejas no hablaban y no había orquesta, ni banda, sino eso
que llaman disyóquey. Yo estaba aburrido, entonces miré y vi
a mi acompañante, Lucía o Lu o Lucía Levy y el resto de los
varones que me dedicaron un saludo lento y cómplice. Era un
grupo de oradores que la coreaban. Los muchachos parecían
estar dirigiendo sus comentarios a algún espacio alejado de los
congregados. Hablaban del fin, del fin de todo el universo que
conocemos.
—¿Conque no, eh? —le dijo uno al otro–, ¿conque no? No
quiere usted dejarme ser yo, salir de la oscuridad, vivir, vivir,
vivir, verme, oírme, tocarme, sentirme, dolerme, serme:
¿conque no lo quiere?, ¿conque he de morir ente de ficción?
—¿Víctima? –exclamó el otro.
—¡Víctima, sí! ¡Crearme para dejarme morir! ¡Usted también
se morirá!
Se acercó a mí Lucía Levy, y nos alejamos por un pasillo y
después por otro, nuevamente sin decir palabra, los dos, y yo
esperé advertir en cuestión de minutos a mi hijo. Volví a mirar
a Lucía y entendí por fin qué estaba pasando allí. Me le acerqué,
tomé una de sus zapatillas con la mano y ella sacó el pie. Miré
cómo el vestido largo caía flotando de su cuerpo al suelo. Había
cinco individuos con batas oscuras, dos con la cabeza afeitada,
avanzando por los pasillos en nuestra trayectoria. Eran
asistentes sanitarios. Cuando me volví hacia al Maestre ya estaba
hablando con la ocupante de otro dormitorio muy cercano. Yo
estaba con mi vieja capa maltrecha, mi escapulario. Deambulé
un rato, esperando que alguien me detuviera. Fui consciente
de estar temblando. Era ligero: me hizo mirar a la redonda y

102
luego de arriba abajo. Recorrí por los pasillos echando vistazos
a los escasos pacientes que había en aquel sector. Luego, me
contuve junto a un hombre robusto sentado en su cubículo.
Llevaba camisa de punto y parecía estar en un campo de golf.
Me planté ante él y le cuestioné cómo se encontraba. Entonces
vi al niñito. Supe al instante que era el mismo chiquillo al que
había visto por uno de los pasillos en silla de ruedas motorizada,
acompañado de dos escoltas vacíos por dentro. Le dije mi
nombre. Hablé con él en voz baja. Con cuidado de no agobiarlo.
Le pregunté qué edad tenía y de dónde era. La cabeza se volvió
a la izquierda y la mirada giró hacia arriba y a la derecha, hasta
encontrarme allí de pie. Pareció que el niño asimiló mi presencia,
tal vez incluso recordando nuestro fugaz encuentro previo. Le
consulté cuánto tiempo le quedaba para entrar en la cápsula y
me dijo que pronto. Mi corazón se convirtió en un violín. Lo
podía escuchar.
Seguí caminando y vi allá, más profundo, en la zona del
cine, había una muchacha con el cabello colorado. Se hallaba a
varios metros de distancia de la pantalla y a su costado se
sentaba una pequeña con un vestido largo y florido. Acababa
de empezar un largometraje. Ella acarició sus cabellos en la
oscuridad. El reflejo luminoso de la proyección parpadeaba
sobre las caras del público. Los ojos de la mujer brillaban por
culpa del miedo. Estaba sentada, completamente inmóvil. El
tipo tocó sus pelos rojos. La niña no miraba en esa dirección.
Los dibujos animados, los anuncios de próximas películas y el
estreno duraron casi tres horas. La chica y el hombre de al
lado, se felicitaron.

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CAPÍTULO 3

Fui a la puerta de al lado. Llamé y esperé. Lamento expresar


que me entró por algún sitio, a lo mejor por los dedos de los
pies, una ola acalorada que era una liberación y en parte
excitación nerviosa, un sentimiento que me barrió el cuerpo
entero. Era un despertar que ya sentí antes, por eso supe que
no valía gran importancia. Era impreciso, porque no quería
decir que vaya a sentirme extasiado de felicidad durante las
próximas semanas. Sé que debería inventar algo con aquello.
Disfrutarlo al menos mientras durase.
Recordé: no me cepillé los dientes después de comer. Solía
conservar un cepillo y un tubo de dentífrico en la oficina. Luego
de la hora del almuerzo, el lavabo de caballeros estaba siempre
lleno de tipos haciéndose gárgaras del líquido flúor.
Corrido el tiempo, Lu Levy y yo, decidimos jugar. La
violencia de la agresión de ella en una mesa de tenis de mesa
excedía a la mía en cualquier deporte. Por suerte, la pelota
tiene un tamaño y una forma tales que no te puede sacar un
ojo. Mirándonos, se encontraba su padre, el señor Levy, solo
medía metro setenta o algo así. Era un hombre delgado e incluso
más agitado que el padre cuyos afanes estaban conformando
los míos. El señor Levy, era uno de aquellos padres semitas
criados en los barrios bajos. Cuya perspectiva tosca y sin una
educación suficiente aguijoneó a toda una generación de
esforzados hijos hebraicos universitarios.
El viejo Levy era ya un artista de los ganchos y las altas
puntuaciones en la pista del baloncesto; pero nadie sabía que
era capaz de desplegar la misma magia en el campo de fútbol
hasta que el entrenador le obligó a jugar como extremo y
nuestro equipo perdedor, aunque seguía en la cola de la liga

104
municipal, empezó a conseguir uno, dos, tres tantos en un
partido, todos ellos marcados gracias a sus pases.
Perdí, así que me retiré a la biblioteca. Había un conjunto
de tabletas con transacciones económicas y contables. Las
inscripciones solemnes estaban debajo, en cajas ordenadas entre
el número 3-6-9, se grababan sobre mármol o diorita, suponían
un porcentaje muy pequeño comparado con la documentación
que hallé en tablas de arcilla. Se emplearon en los monumentos
históricos, conmemoraciones y expediciones, y también para
dar fe de las normas jurídicas unificadas, como el Código de
Hammurabi. Los manuscritos eran reconocibles por los «sillybos»
(al que los romanos llamaron «index»), una especie de etiqueta
en la que se escribía el título. El receptáculo de madera donde
se conservaban los rollos era llamado por los griegos
«bibliotheke», palabra que pronto adquirió el significado de la
colección de obras inéditas.
Además del papiro, también vi tablillas enceradas, que los
romanos llamaban «Codex», y se utilizaron sobre todo en
anotaciones breves y para la enseñanza. Esta forma irá
desplazando al rollo, hasta crear la configuración que hoy
tenemos del libro.

105
CAPÍTULO 4

En mi día libre recorrí y observé a los peatones como


afloraban al tráfico en busca de taxis. Miles de hombres se
apresuraban, moviéndose a zancadas torpes, avanzando por
profundos pasillos y vaciándose en los andenes. Las multitudes
no comenzaron a aclararse hasta que llegué al extremo sur de
la arteria, con un tráfico impenetrable, a lo largo de todo el
recorrido. Por debajo de la Uriburu y la calle Freire, la gente ya
podía escoger su propio ritmo: sin embargo, allí los rostros se
regresaban grisáceos y sufrientes, los cuerpos ocultos bajo el
dibujo de los abrigos.
Yo percibía una agradable impresión de estar siendo
examinados por las parejas. Por la generación de nuestros hijos,
a juzgar por sus miradas y por el tono de sus comentarios
susurrados resultaba evidente que me consideraban algo
especial.
Más tarde, fui hasta lo de mi hijo. Estaba él y Lu Levy. Se
conocieron entre ellos durante una de esas danzas bufonescas
a base de saltos mal calculados, apretones de manos a
destiempo y profundos silencios con desvío de miradas. Me
sentía capaz de realizar cuestiones que nunca había hecho hasta
entonces. Me recordaron que la música era de Ariel Marciel,
mejor dicho; la guitarra y la voz de Martín Azorín. Quizá por
eso, y mucho menos, hallaron temas en común; pero lo más
peligroso del caso era que solo escuchaban música y no tenían
sexo. ¿Sexo? Sí, aunque ella le sobrepasara en edad y
experiencia, cualquier chica desea un poco de sexo escuchando
mala música.
En esos buenos tiempos, me frotaba las encías con buena
cocaína. Con los años, cada vez tenía menos labios. Me hallaba

106
en los cuatro gramos diarios; pero no era nada para mí.
Empezaba cuando me levantaba, la primera raya precedía a
mi café matutino. Me lamentaba de tener solo dos fosas nasales.
Bajo efectos contradictorios, realicé un largometraje de
cuarenta minutos de duración. La facultad proporcionaba a los
estudiantes veteranos libre acceso a sus equipos de sonido:
aquella fue mi primera cinta sonora. Mi exesposa figuraba en
ella. Aparecía en compañía de cinco personajes masculinos y
femeninos escogidos entre mis amistades, todos sentados en
mi habitación en ropa interior y charlando acerca de las prendas
íntimas que habían llevado desde la niñez. Nos contábamos
todo lo que nos pasó durante el día, aunque tampoco había
mucho que contar. Por la tarde solían venir algunos amigos de
visita, y preparábamos un gran cuenco cremoso de un postre-
bebido que inventamos y posteriormente bautizado con el
nombre de «Aborto Espontáneo»: contenía ginebra, vodka, un
escocés, vino de centeno, brandi y unos dos litros de helado de
vainilla con cerezas. María, mi ex, recortaba recetas de las
revistas femeninas, al caer el sol, las cocinábamos juntos: cuando
el resultado era algo chamuscado e incomible, nos íbamos
muertos de risa a la vuelta de la esquina y nos tomábamos una
hamburguesa y un batido de chocolate. En algún rincón
recóndito de mi ser comenzó a pulsar un negro mecanismo.

Marta se compró una serie de prendas chocantes con ayuda


de un dinero que le dio su padre. Las palabras desbordaban
sentimiento; pero la voz era inexpresiva. Me espiaba, juzgando
mi reacción. Al verla, sentí que sus ojos estaban bajo hojas de
bardanas. Supuse que temía por el hijo, que se abreviaba a
entretejer una suerte de nido familiar protector. Asumía un
tipo ideal para ese estilo de atuendo espeso que todo el mundo
vestía por entonces. Siempre elegíamos con detenimiento

107
excesivo lo que nos poníamos, y no había normas por las que
preocuparse.
Cualquier aspecto que lleváramos nos sentaba de maravilla.
Veíamos todos los estrenos cinematográficos y asistíamos a
todas las fiestas. Parecíamos vivir en el convencimiento de que
hacíamos lo que nadie podía. Nos vestíamos de determinada
manera en acudir a determinadas películas. Íbamos de gris a
las que eran en blanco y negro; pero nos poníamos botas, cueros,
pantalones chinos, camisas con la bandera argentina y cuestiones
por el estilo (nuestro atuendo preácido) para el cine en
Technicolor. También se me daba por ir al trabajo vestido con
una corbata de tono roja. Me llamaban, «el rojito».
Un viernes, salí del Departamento de Sondeos agrícolas,
comencé a aprender acerca del miedo. Ya se trate a la violencia
o de otros temores más indefinibles, tan pronto como empiezan
a ascender anatómicamente desde la boca del estómago a la
garganta y al cerebro, uno llega a creerse víctima de algún
horrible experimento. Aprendí a desconfiar de los superiores
que alentaban la iniciativa independiente. Cuando se la ofrecías,
te la devolvían en forma de terror, pues sabían que eran las
ideas, lo único que podía apresurar su obsolescencia.
Asimilé a hablar en un nuevo idioma, una lengua cuyos
elementos especiales no tardé en dominar. En cierto modo, me
gustaba mi trabajo. Me hacía advertir y pensar. En aquellos
primeros días, solía visualizar mi mente como una habitación
oscura llena de portones. Sentía que funcionaba mejor cuando
varias de ellas estaban abiertas. Algunas veces abría aún más
puertas, dejaba pasar mayor luz, me arriesgaba a la verdad. Si
alguien parecía percibir una amenaza distante en mis
observaciones o en mis actos, cerraba todas las entradas y
salidas, menos una.

108
El grupo se ponderaba en tener: vino, cerveza, tequila,
vodka, cocaína, anfetaminas, ácidos, cualquier cuestión.
Algunos subían a las habitaciones y otros se quedaban
hablando. Había todo tipo de comidas saladas, pequeñas y
sofisticadas, hojaldres, también pasteles y dulces pastas. Una
buena fiesta. Era tan divertido que me quedé dormido. Cuando
me desperté, me acordé enseguida de la mañana en que me di
cuenta de que mi mejor amigo partió, porque la casa era
bastante parecida.

109
CAPÍTULO 5

Me reincorporé un lunes. En la clínica había pocos asientos.


El aislamiento era la meta. Intenté imponerme calma. Hablamos
de lo frágiles que somos. De pronto, entró un calvo con un
atuendo naranja, y nos explicó cómo sería el «preproceso»; pero
no lo entendí, actué tal si lo hubiera captado. Eso me gustó. Él
me preguntó si me sentía cómodo y le respondí que claramente
sí. Quizá consideró mi comentario demasiado estúpido, no lo
sé; pero lo importante del momento era pasar el tiempo hasta
meterme en la cápsula.
Existían varios pabellones para la ceremonia del té, y un
gran salón de billar. Detrás de la Clínica crecían en abundancia
las batatas silvestres, y ocurría una alameda de cipreses,
plantados por el abuelo del dueño, con dos senderos. Uno
llevaba a la puerta de atrás, y el otro subía por una pequeña
colina hasta la meseta, donde destacaba un refugio en el ángulo
de una amplia extensión sembrada de hierba. Allí se hallaban
sepultados los abuelos, también los padres del fundador de la
Clínica. Los estribos, faroles y los «torii», todo de piedra, eran
los tradicionales, pero a uno y otro lado de las escaleras, en
lugar de los habituales perros-leones habían sido colocados en
el suelo un par de obuses de la guerra de Malvinas, pintados
de blanco. Las mujeres: nadie podría contar con exactitud el
crecido número de mujeres que vivían en la parte de adelante.
Cruzando en ángulo recto la gran calzada por la que iban
caminando, discurría una tercera calle, encañonada, recorrida
por multitudes de vehículos y diversas hileras de coches que
tocaban sus bocinas: avanzaban lo que podían los móviles y
cambiantes arroyos del tráfico; pero el pequeño grupo parecía
no darse cuenta de lo que no fuera servir al propósito de abrirse

110
camino entre las contendientes líneas de corrientes y los
peatones que pasaban a su vera.
Cuando terminamos, un hombre —que resultaba ser el papá
del niño en silla motorizada —miró en torno a él con ojos
aparentemente llenos de confianza, y anunció, sin cuidarse de
si tenía o no audiencia. La joven empezó a interpretar la melodía
en el órgano, emitiendo un tono agudo; pero refinado, al mismo
tiempo que juntaba su voz, más bien alta, de soprano, con la
de su madre y con la voz, un tanto dudosa, de barítono de su
padre. Los otros niños mientras canturreaban débilmente,
habiendo tomado el muchacho y los jovencitos sendos libros
de himnos del pequeño montón apilado sobre el armonio.
La chica que estaba detrás de mí, tenía una chaqueta hecha
de un falso de naranja con un cuello de piel del mismo color.
La falda del vestido con estampado de flores le sobresalía por
debajo. Subió los escalones de la entrada de la iglesia (especie
de oradores), pisando con cuidado y de lado con sus zapatos
negros de tacón de aguja. Lo que me dio está caliente y húmedo.
Son sus medias. Sonreía. Al otro costado de las puertas de
cristal había una mujer fregando el piso.
Mi hermana me había enviado recientemente una epístola,
prefería no tener definitivamente a nadie. Ella era un encanto.
No tenía nada que descubrir con eso. Lo que pasa es que mi
hermana siempre me preguntaba por mi exmujer y ninguno
de los dos sabíamos algo de ella, y a mí, la verdad, es que ya
casi me daba lo mismo y no quería pensar demasiado en alguien
concreto, porque entonces todo se agitaba y me ponía nervioso
y me sentía otra vez como cuando esperaba a que sacasen un
tiro de esquina y me quedé dormido, y me desperté en una
gasolinera. No hacía frío. Oía la música de la radio.
No sé cómo se extienden las noticias por la clínica ni por
qué a menudo no se equivocan. Quizá fuera en el comedor. Es

111
difícil de recordar. Pero Daniel, el de las gafas raras, nos dijo
que el cocinero se había suicidado. Estaba jugando al bridge
con una de las vecinas y oyeron el disparo.
En las sesiones de orientación, nos pidieron a los que
apreciábamos de verdad al hombre, dijéramos algunas palabras.
Considero que temían que algunos intentáramos matarnos o
algo así, porque los orientadores parecían muy tensos y uno
de ellos no paraba de tocarse la barba.
Valentina, que se hallaba un poco loca, explicó que a veces
pensaba en el suicidio cuando ponían anuncios en la tele. Lo
decía sinceramente, esto desconcertó a los orientadores. Carlos,
que era muy amable con el mundo entero, dijo que estaba muy
triste, pero que nunca podría suicidarse porque era un grave
pecado contra el altísimo Dios. Uno de los conductores fue
pasando por el grupo hasta que al final llegó a mí:
—¿Tú qué piensas?
Lo extraño de esto era que yo no había visto nunca a este
hombre porque era un «especialista». Él sabía mi nombre
aunque yo no llevara ninguna tarjeta identificativa, como se
hace en las jornadas de puertas abiertas.
—Pues... a mí me parecía un chico muy simpático, y no
entiendo por qué lo hizo. Por muy triste que me sienta,
considero no saberlo es lo que de verdad me preocupa.
El asesor dijo que sospechaba que el chef poseía «problemas
en casa» y que creyó que no tenía a nadie con quien hablar. Tal
vez por eso se sintió tan solo y se suicidó. Empecé a gritarle al
orientador que el cocinero podía haber hablado conmigo. Me
puse a llorar. Intentó calmarme diciendo que se refería a otro
individuo y no a mí, como un profesor o un consejero.

112
Yo me sentía un poco identificado. Hacía algún tiempo sufrió
algo similar con una novia. Todavía nadie sabe los porqués,
pero supuse que fue su tortuosa infancia. Había recibido golpes
y abusos de todo tipo desde niña, de un vecino y del propio
padre, así que aquello debió minarle la cabeza.
Rememoro cuánto la amaba. También el cajón fúnebre que
estaba casi cubierto con una piel de leopardo, sembrada de
perlas.

113
CAPÍTULO 6

Fui a mi habitación, encendí la luz y me senté en la silla a


meditar. Sentí el zumbido del silencio. Deduje que yo quería
inmortalizarme o ser como un pastor que guía al ganado.
Aunque yo era el ganado, en cierta forma estaba siéndolo hace
mucho tiempo. Una especie de dura fe combativa en la
sabiduría y misericordia de aquel poder vigilante y
todopoderoso que Lucía proclamaba. Estaba escrita en cada
uno de sus rasgos y gestos. «El amor de Jesús me salva de
todo, el amor de Dios mis pasos gobierna», cantaba de forma
resonante, aunque ligeramente nasal, entre los altos muros de
los edificios adyacentes. La muchacha se movía inquieta,
descansando el cuerpo en uno y otro pie, con los ojos bajos, y
durante la mayor parte del tiempo cantando solo a medias.
Una figura tan alta como esbelta coronada por una cabeza y un
rostro interesantes piel blanca, cabello negro. Consideraba más
agudamente observadora y más sensible que la mayoría de los
otros; parecía resentirse de verdad e incluso sufrir por la
posición en que se hallaba. Obviamente pagana antes que
religiosa, la vida le interesaba, aunque todavía era incapaz de
darse cuenta de lo que de ella podía decirse por el momento
con certeza es que nada de lo que estaba haciendo por ahora le
interesaba de una manera clara. Era demasiado joven, su mente
demasiado sensible a clases de belleza y placer que tenían poco
que ver, si es que tenían algo, con el remoto y nebuloso romance
que obnubilaba las mentes de sus progenitores. La vida en el
hogar del que joven formaba parte y los varios contactos,
materiales y psíquicos, que hasta entonces habían sido suyos,
no tendían a convencerle de la verdad y la fuerza de todo aquello
en lo que su madre y su padre parecían creer y profesar con
tanta certidumbre. Antes bien, presentaban el aspecto, a los
ojos del joven, de hallarse más o menos turbados en su manera

114
de vivir, al menos materialmente. Su padre estaba siempre
leyendo la Biblia y hablando en reuniones en diferentes lugares,
especialmente en la misión que él y la madre dirigían no lejos
de esa esquina. Al mismo tiempo, tal como yo entendía la
cuestión, recaudaban dinero de hombres de negocios,
interesados o simplemente caritativos, de aquí y de allí, que
parecían creer en tal trabajo filantrópico. No obstante, la familia
estaba siempre «con el agua al cuello», nunca bien vestida, y
privada de muchas comodidades y placeres que parecían
bastante corrientes para otras personas. Su padre y su madre
estaban constantemente proclamando el amor y la misericordia
y el cuidado que Dios tenía de él y de todos. Era obvio que
había algo equivocado en algún sitio. No podía comprender
bien en qué consistía, pero tampoco podía dejar de respetar a
su madre, una mujer cuya fuerza y seriedad, así como su
dulzura, le subyugaban. A pesar del mucho trabajo en la misión
y de los cuidados familiares, se las arreglaba para mostrarse
siempre abiertamente cariñosa, o al menos alentadora,
declarando a menudo con mucho ahínco que «Dios proveerá»
o «Dios abrirá camino», especialmente en tiempos de gran
apuro a causa de la falta de comida o de ropa; pero aparen-
temente, a pesar de esto, tal como él y los demás hermanos
podían ver, dios no mostraba ningún camino claro, aun cuando
siempre hubiese una extrema necesidad de Su intervención
favorable en los apuros. Esta noche, mientras iba andando por
la calle ancha con sus hermanas y hermano, deseó que no
tuviesen que engendrar esto más, o al menos no tuviese que
formar parte de la comitiva. Otros muchachos no hacían
cuestiones como estas y, además, algunas veces parecía algo
vil e incluso degradante. En más de una ocasión, antes de salir
a la calle de esta manera, otros muchachos iban a buscarle y se
burlaban de su padre, este no perdonaba ocasión de recalcar
sus creencias o convicciones religiosas.

115
CAPÍTULO 7

Todo ello puesto en marcha por mi decisión. Había


concluido no irme con mi acompañante; pero tenía dudas. En
un principio, el legado de la institución había imaginado una
disposición de los asientos según la cual ambas partes se
sentarían una al lado de la otra, mientras que yo me sentaría
solo en el centro sin oponente definitivo, acentuando mi posición
como representante de la Gran Sede de París. Pero a los
hombres que acudieron en compañía de sus familiares no se
les ocurrió siquiera sentarse en aquella especie de banquillo de
los acusados, sino que se acomodaron con toda naturalidad en
las hileras de asientos ascendentes que quedaban frente a sus
narices. El comisionado estaba indignado, pues parecía que,
con semejante actitud, esos herejes de la sociedad exigieran
poder elegir libremente, una vez escuchados los discursos entre
un lado u otro.
No le hizo falta contarme que ya se habían llevado abajo a
mi amiga Marta; una mujer títere que se movía dependiendo
de los hilos. Estaba en su voz, solamente la sala, el sillón y su
ocupante. La incómoda vigilancia de mi hijo. Quedaban las
dos acompañantes apostadas en la puerta. Lucía y la otra chica
que ahora no recuerdo el nombre, ayudaba al ejecutivo del
Banco Nación.
Esperé a que alguien diera el primer paso. A continuación
lo di yo, cambiando de postura para adoptar una pose más o
menos formal de luto funerario, consciente de que llevaba la
misma camisa y los mismos pantalones sucios desde mi llegada:
los calzoncillos y los calcetines los lavaba a mano al amanecer,
con gel antiséptico.

116
Héctor, mi amigo entrañable que también jugaría su culo,
no tardó en levantarse del sillón y alejarse hacia la puerta.
Estudiaba sin tantos escrúpulos, sin ocultar interés, el aspecto
del apuesto clérigo. Se sintió alarmado en grado sumo. Aún no
podría digerir el acontecimiento de que un superior suyo, el
máximo, hubiese sido el testigo del ridículo que había hecho,
aunque su estómago acusó el golpe.

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CAPÍTULO 8

Ese mismo día, congelarían a un ejecutivo de cuentas recién


divorciado. Finalizó a altas horas de la noche otra jornada de
trabajo en su despacho del departamento de cuentas. Eran más
de las diez. En otra oficina, al otro extremo de una planta
distinta, el vicepresidente encargado de la producción exterior,
casado durante casi treinta años y con un nieto, también terminó
tarde de trabajar. Los dos hombres se marcharon. Entre estos
dos ejecutivos que se disponían a abandonar el edificio había
esa clase de similitudes de dos líneas paralelas. Los dos, al
marcharse, se escoraron a un lado para contrarrestar el peso
de un maletín repleto de porquerías.
Sendos monogramas y logotipos de la empresa adornaban
las asas de metal forradas de cuero que los dos tenían en la
mano. Cada uno en su planta correspondiente atravesó un
vestíbulo bañado en luz blanca y pisó una moqueta susurrante,
monótona y pálida, en dirección a un ascensor que reposaba
con la boca abierta y muda en su hueco respectivo.
Los dos, al cruzar los vestíbulos de sus departamentos,
advirtieron ese característico desasosiego inaudible que siente
un ejecutivo cuando sale tarde con su abrigo, su traje arrugado
y el nudo de la corbata aflojado y recorre de noche lugares
destinados a ser vividos de día. Los dos sintieron, en la medida
en que se lo permitían sus respectivas angustias, la intuición
de algo torcido, y mientras tanto, en las franjas alineadas de
espacio iluminado que los separaban del lamento lejano de la
aspiradora de un empleado de limpieza, el propio silencio del
edificio adquirió forma: notaron que les subía por la espina
dorsal una exhalación lenta y pesada, un susurro espacial, la
apertura leve y tímida de unos párpados enormes despertán-
dose en sintonía con aquel vacío que constituía.

118
CAPÍTULO 9

De regreso a mi habitación, me di cuenta de que Lucía


cojeaba. Su cara permanecía inexpresiva. En la pantalla (que
todo lo mostraba), se la veía sentada, sin fumar. Sentí el metal
cada vez más cerca y, más lejos, la fricción y la conexión: luego
el surgir de los vapores y ciencias extrañas, una vibración
desterraba en la estructura; todos los demás apretujados a su
alrededor, los débiles, esas ovejas de segunda clase, todos sin
fortuna y sin presente: borrachos, viejos todavía impresionados
por un armamento obsoleto hacía veinte años, inquietos en sus
trajes de paisano, desaliñados: mujeres agotadas con más niños
de los que nadie creería que pudieran tenerse. Amontonados
entre el conjunto de cuestiones que deben ser conducidas a la
salvación. Caía la lluvia, trayendo un aire desvergonzado. No,
esto no era un desenmarañarse de, sino un progresivo
enredarse, pasaban bajo arcadas, entradas secretas de cemento
en mal estado que parecían recovecos de un pasaje inferior.
Había olor a humedad de maderas. A los evacuados se les
llevaba por grupos a un ascensor: un andamio móvil de madera
abierto por los cuatro costados, izado por viejas cuerdas
alquitranadas y poleas de hierro fundido cuyas radios tienen
forma de S. En cada uno de los tenebrosos pisos entran y salen
pasajeros. Miles de habitaciones silenciosas y sin luz. Llamó
uno de los empleados de la vasta Lucía Levy para darme los
detalles. La hora, el lugar y el tipo de indumentaria. Era un
almuerzo; pero ¿por qué? Siempre soy el primero en llegar, el
que se presentaba antes.
Decidí esperar sentado, y cuando apareció Héctor me quedé
pasmado. Hablamos y pedimos la comida y yo me dediqué a
mirarlo a la cara. Pensé en decirle alguna palabra. Yo me reí y
advertí que el recuerdo seguía vivo en su mirada. Estaba viendo

119
a Marta sentada al otro lado de la mesa, a través de los años,
una especie de onda, apenas discernible.
—Y tú tienes plena confianza en este proyecto —pregunté.
—Plena. Médica, tecnológica y filosóficamente.
—La gente inscribe a sus mascotas —le dije.
—Aquí no. Aquí no hay nada especulativo. No hay nada
ilusorio ni periférico. Hombres, mujeres. Muerte, vida.
—¿Y puedo ver la zona donde va a pasar?
—Extremadamente improbable —dijo.
El vino y él se las apañaron para mirar la etiqueta y después
agitarlo con antigua ceremonia en la copa y probarlo. Llegó la
comida y él empezó a comérsela de inmediato mientras yo
miraba y pensaba. Guardamos silencio.
Vi en la pantalla a mi acompañante; Lucía Levy, en la
escalera de caracol abajo. Cruzaba un patio de baldosas azules
y atravesaba una puerta que da a la cocina. Todo se hallaba
resuelto. Me desnudé e ingresé a la cápsula. En ese momento,
descubrí que el tiempo es una cierta parte de la eternidad.

120
ESTA TIERRA NO ES PARA VIEJOS

121
122
CAPÍTULO 1

Ariel Wells, contaba con cuarenta y dos años. Era un hombre


de frente estrecha, ojos serenos y sinceros, también lucía una
inquietante boca, con la que hablaba de Proust, de la tipografía
europea, de los mapas, de la abreviatura del siglo XVII y de la
poca oralidad de la narrativa posmoderna.
De su madre, Armonía Varsovia, había heredado todas las
características que, con excepción de unas pocas inoperantes y
pasajeras, hicieron de él un ciudadano de valía. Su padre,
hombre inarticulado y poco pragmático, que gustaba de Byron
y tenía la tradición de dormir sobre los volúmenes abiertos de
la Enciclopedia Británica, se enriqueció a los treinta años gracias
a la muerte de sus dos hermanos mayores, afortunados agentes
de la Bolsa de Nueva York; en su primera explosión de vanidad,
creyéndose el dueño del mundo, se fue a Buenos Aires, donde
conoció a Armonía. Fruto de tal encuentro, nació años después,
Ariel.
Un día, antes de que las piernas comenzaran a flaquear,
bajó al sótano para buscar las unidades del ajedrez. Cuando
encendió la luz, se sacudió la cabeza con una lámpara de metal,
giró la chaveta y vio el tablero sobre la mesa de vidrio, también
estaban 32 trebejos de seis tipos distintos por jugador. Cada
vez que jugaba, las piezas trepidaban.
Subió y halló a su hija jugando con muñecas. Ariel le gritó a
su pequeña. La niña de inmediato ordenó. Luego, ambos, se
dedicaron a romper contratos, cheques y facturas de luz y gas.
Al momento de despedazar los primeros papeles, un amigo
telefoneó a Ariel.
Ariel, antes de salir de casa fue al cuarto de baño y se lavó
las manos. Se cortó las uñas, limpió sus orejas y se cepilló los

123
dientes. Higienizó cada rincón de su físico. Enseguida, frente
al espejo, estudió su rostro. Se vio la cara que heredó del padre
y de la madre aunque a la madre no la recordaba en absoluto
de una manera agradable. Por mucho que tratase de borrar la
expresión que se reflejaba en él, por mucho que intentase
apagar el brillo de sus ojos, por más que esculpiera su cuerpo,
no podía cambiar de físico. No escaparía de sí mismo.
Bebió vino en la copa de cristal que le regaló el padre, en su
cumpleaños número treinta y tres, y acomodó el espejo
convergente. Recolectó la luz, que incidía sobre él; era como la
relación entre la soledad y la libertad; ambas giraban en un
círculo interminable. Se apartó hacia la emisión rectangular.
Caminó hasta la biblioteca, quitó un libro y leyó algo de Beckett.
Para él, su escritura encarnaba una versión de la condición
humana enfrentada con sus límites. El límite del lenguaje, del
cuerpo, del absurdo, de la conciencia. Como los cuadros de
Francis Bacon. Lo que muestra es un espanto. No es un
desagrado escandaloso, sino el efecto de una lucidez absoluta.
Él cojeó producto de sus precoces años del atletismo: la máquina
se había gastado.
Ariel abrió la ventana: percibió el olor del viento. La fruta
reventó en el aire y las semillas, convertidas en una nube de
blandos perdigones, dieron contra su brazo desnudo. Atrás,
solo dejaron un dolor tenue. Observó como las personas
caminaban con movimientos ambiguos y unánimes.
Traspasó la sala, sumido en el más absoluto silencio, dobló
por el pasillo de la izquierda, entró en el cuarto; en otro tiempo,
ese dormitorio había estado abarrotado de botellones, macetas,
hornitos de porcelana, centros de mesa, porta CD, y accesorios
de decoración. Como la cama y el escritorio ocupaban poco
espacio. Convirtió la pared en un almacén.

124
En el estante se podía encontrar un serrucho, un torno y
una piedra de esmeril; en la pared, un muestrario de
herramientas. Se sentó malhumorado, en un taburete junto al
vertedero y sacó un cuchillo. Primero, fue separando los dientes
entre sí; luego los cortó. El acre y su penetrante olor inundaron
la cocina. Puso en funcionamiento el acondicionador de aire y
la atmósfera quedó bastante limpia. Enseguida, con un punzón,
hizo un agujero en cada mitad de diente y las atravesó con un
alambre hasta formar unos veinticincos abalorios. En un
principio, colgaba estos collares en los cristales. Le había
obligado a taparlos a todos con madera terciada. Salió y los
clavó en los tablones de las ventanas.
—¿Qué estás haciendo?—curioseó la esposa.
—Paso el rato haciendo estacas. ¿No ves lo que hago?
—contestó Ariel.
—Una pérdida de tiempo, como siempre —expresó la mujer
y se fue.
Con la ayuda del torno reducía los tarugos de madera a
estacas de veinte centímetros. Pronto les afilaba la punta en la
piedra de esmeril. El aserrín flotaba en el aire con su olor le
penetraba los poros, los pulmones, y le provocaba toser a cada
instante. Las estacas nunca alcanzaban, independientemente
de las que hiciese. Pronto tendría que usar tablas. Era un trabajo
agobiante y monótono.
—¡Esto es el colmo! —dijo Ariel.
—¿Qué es el colmo?
—Que los tarugos escaseen cada vez más —respondió Ariel
a su esposa.
—Porque no vas a donde yo te he dicho. Estás todo el día o
bebiendo vino barato o viendo series de Netflix.

125
—Esta vez no voy a discutir, mejor me voy a comer algo.
Se detuvo ante la nevera para elegir su cena. Los ojos se
deambularon por las carnes, los vegetales congelados, los panes
y los pasteles, las frutas y las cremas. Sacó dos costillas de
cordero, unos guisantes y una botella de zumo de naranja.
Enseguida, empujó la puerta con el codo para cerrarla y se
acercó a las latas de conserva que se apilaban hasta el techo,
tomó una de jugo de tomate y salió de la habitación. En otro
tiempo dormía allí. Ahora era el amparo de su estómago.
Todas las noches sucedía lo mismo: empezaba a leer algún
libro y a oír la música de la 108.1 FM; luego aislaba la casa de
los ruidos provenientes de los contrariados vecinos. De nuevo;
aquel calor en las entrañas. Conocía muy bien aquella sensación
y le enfurecía no poder dominarle. Un segundo después el
libro se posaba en sus rodillas. Miró hacia la biblioteca. Aquella
sabiduría no calmaría nunca su fuego; siglos y siglos de palabras
no satisfacían aquel deseo imperativo e irracional. Fue al baño
y se cepilló los dientes con cuidado; era su propio dentista,
tomó un sorbo del escocés Old Smuggler y cerró los ojos. Bajó
el líquido por la garganta hasta calentarle el estómago. Era
cierto, pensó; nadie había podido averiguarlo. Sabían que existía
algo, de ninguna manera podía ser eso. Eso era algo imaginario,
una mera superstición, no había nada semejante en la vida real.
Ese día no había buscado madera. No había revisado el
generador. No había recogido los trozos de espejo rotos. Sucedía
a menudo. No podía hacer aquello y luego comer, sin
preocuparse. Ni siquiera, posterior a cinco días.

126
CAPÍTULO 2

Mientras preparaba las tostadas y el café, junto a su esposa


e hija; contempló por la ventana, la mañana que lucía de
almíbar. Afuera estaba la moral, la ética disfrazada de libertad.
Tomó otro sorbo de vino que escondía en el bolsillo del pantalón
de vestir; como de costumbre, cerró los ojos, se retiró solo a la
sala y se cayó en el sofá. Una mueca de odio apareció en su
rostro. Con la mano derecha apretó con fuerza y el vaso estalló
en pedazos. Miró los cristales en el suelo. El resto todavía seguía
en su mano, la sangre diluía en vino y goteaba con lentitud.
Se incorporó de un salto y caminó hasta el cuarto de baño;
dio unos traspiés y se lavó la mano con cuidado,
estremeciéndose cuando la tintura de yodo entraba en la herida.
Se vendó con torpeza. Respiraba con dificultad; el sudor le
bañó la frente. Volvió a la sala, cambió Brahms por Bernstein y
encendió un Marlboro. Fue a trabajar y descubrió la tierra al pie
de cada uno, las casas que los rodeaban, la farmacia contigua,
los desvaídos rombos de la pintura y la ferretería. Un paredón
de hospital cerraba la acera de enfrente; el sol reverberaba,
más lejos, en unos invernáculos. En su regreso, la esposa le
reclamó que se ocultaba y tomaba alcohol. Incluso, tiró una
botella que escondió Ariel en el patio de atrás. Él cuando se
dio cuenta, se dirigió a ella, la insultó y le pidió el dinero que
había gastado en la botella.
Arrinconado en la parte izquierda de la cama, con las cobijas
en la cara, se olvidó de poner el despertador; durmió a pierna
suelta. El cuerpo se hallaba inmóvil, como forjado en hierro.
Cuando por fin abrió los ojos y se peinó con sus manos, los
bucles bermejos, ya era el mediodía. Se incorporó con un
murmullo de inquietud de la esposa. Sacó las piernas fuera de

127
las sábanas. Le latía la sien como si el cerebro quisiera salir del
cráneo. Recordó que había bebido vino. No necesitaba más
averiguaciones.
—¡Te quedaste dormido, otra vez! —gritó la esposa.
—El despertador de mierda —contestó Ariel.
Se levantó, y quejándose, fue arrastrando los pies hasta el
cuarto de baño. Se mojó la cara y la cabeza con agua bien fría.
Había reservado unos sorbos del escocés: lo sacó del cubículo
y lo tomó. Cruzó con languidez el vestíbulo y abrió la puerta
de la calle. Halló a una mujer arrojada en la acera. Dio un
portazo. Enseguida se arrepintió.
El estacazo se le había metido en el cerebro. Afuera oyó
caer los últimos restos del espejo. Apretó los labios haciendo
un gesto de rabia. Accedió a la residencia. Vestido con un pijama
azul con rayas blancas, preparó las dos tazas con café; solo
empeoraron las cuestiones todavía más. Dejó la taza y regresó
al vestíbulo. Bebió otro vaso con escocés. Visiblemente
contrariado, arrojó el cáliz contra la pared y se quedó
contemplando cómo el líquido mojaba la alfombra.
—Mierda, me voy a quedar sin vasos.
Se aplastó en el sofá y se quedó allí sacudiendo la cabeza.
Sintió su cuerpo expandirse, padeció un sueño de fondo igual
y de circunstancias variables; la casa se contraía sobre él. En
cualquier momento, el armazón volaría en pedazos; maderas,
y ladrillos. Se levantó y se dirigió hacia la puerta. Tomó el
diario La Nación. El artículo que leyó decía:
A las nueve y veinte de la mañana, un meteorito entraba en la
atmósfera de la Tierra y explotaba sobre la ciudad de Cheliabinsk,
Rusia, al sur de los Urales. Se calcula que la roca pesaba diez toneladas
y medía diecisiete metros de diámetro. Al momento de la explosión, el

128
meteorito de Cheliabinsk liberó quinientos kilotones de energía, treinta
veces más que la bomba atómica de Hiroshima.
A las nueve y veinte de la mañana, un meteorito entraba en la
atmósfera de la Tierra y explotaba sobre la ciudad de Cheliabinsk,
Rusia, al sur de los Urales. Se calcula que la roca pesaba diez toneladas
y medía diecisiete metros de diámetro. Al momento de la explosión, el
meteorito de Cheliabinsk liberó quinientos kilotones de energía, treinta
veces más que la bomba atómica de Hiroshima.
El suelo de la ciudad y sus alrededores fue regado con
entre cuatro mil y seis mil kilogramos de fragmentos del bólido.
Incluso, se halló un trozo de seiscientos kilogramos en el lago
Cherbakul. Antes de entrar en la atmósfera, el meteorito no
había sido detectado por ninguna estación espacial. El calor
resultante de la fricción del objeto con el aire produjo una luz
cegadora, y el impacto sonoro fue tan fuerte que sus ondas
llegaron a Registrarse a más de quince mil kilómetros de Rusia.
Seis ciudades de la región fueron afectadas por la explosión.
Entre mil doscientos y mil quinientos recibieron asistencia
médica debido a las lesiones causadas por los pedazos de vidrio
de las ventanas destruidas en el choque.
El sol no humedecía. El cielo contemplado desde el ventanal
del umbral, era un paraíso solamente visto en documentales
de National Geographic o en retiros del Himalayas, un lugar de
agitación y de lujuria, era el rincón más profundo del alba, no
se diferenciaba apenas del color albino de la nevisca de la
superficie. La línea divisoria entre las estrellas y la tierra era
imposible de discernir. Aquello era una lámpara agitada por
las nubes, un sueño solitario, una mirada donde comenzó el
país del ensueño.
Ese día, eligió su cama como guarida. Se cubría con un
mueble colocado con astucia en la mitad de la ventana. Desde
más lejos, dominaba trescientos sesenta grados de perspectiva;

129
de la parte delantera de la casa, que consistía en un jardín
americano. La calle y la casa de enfrente también quedaban a
su vista. Además, tenía acceso rápido a las armas, eso cuando
no dormía abrazado a una de ellas. Ya nunca o casi nunca ocurría
nada positivo, valía estar preparado.
—¡Corré o te disparo! —gritó Ariel a un tipo que merodeaba
la casa. El hombre se fue rápidamente.
A veces, el destino se parece a una pequeña tempestad de
arena que cambia de dirección sin cesar. Vos cambiás de rumbo
intentando evitarla. Entonces la tormenta también cambia de
dirección, siguiéndote a vos. Vos volvés a cambiar de rumbo.
La tormenta vuelve a cambiar de dirección, como antes. Esto
se repite una y otra vez.
Salió de su casa. La música de la sorpresa se ancló en sus
ojos: alguien, había finalizado un túnel para pasar por debajo
del muro y acceder a la propiedad. El suelo de roca hizo
imposible la tarea; incluso así, observó el enorme agujero
practicado entre los trozos de piedra. Sin duda, aquel animal o
persona, fuese el que fuese, gozaba de una fuerza descomunal.
Consideró que había sido un oso negro y avariento. Trabajó en
la idea de la alambrada del vecino. El vecino tenía más práctica;
pero él lo hizo sin vergüenza al ridículo. Abrió agujeros en el
muro con un martillo y un cincel, a un metro de distancia cada
uno y a cincuenta centímetros de profundidad. Recordó cuando
tuvo una avería en la tubería principal que daba a la calle y se
formó un barrizal. Los de mantenimiento de la empresa de
aguas tuvieron que abrir la zanja con una pequeña excavadora:
había demasiadas piedras para utilizar un simple pico. Tendría
tiempo de insultar más adelante, cuando el choque contra
aquellas piedras le provocase calambres que le recorrieran todo
el brazo y parte de la espalda.

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CAPÍTULO 3

La nieve desvaneció en los tejados, vías y poblaciones. Al


borrarse el hielo, se alejaron los montes de la sierra. La vega
verdeció a la oscuridad y la vega apareció con su verde llama.
La nieve se escurrió por faringes de metal, por cunetas y arroyos
de aguas frías, hasta desembocar, a través de cientos de
pequeños recovecos. La nevisca tiene ese estéril encanto: ceder
cuando el sol la acaricia.
Ariel Wells apuntaba con su escopeta desde el segundo
piso, para él todos eran criminales. David, su vecino, se hallaba
en la misma situación que él. Al rato, A riel vio a un hombre,
con un rostro oscuro y una barba blanca. El tipo solo llevaba la
gabardina y ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se
había llevado directamente de su cuarto su abrigo de pelo de
camello con los guantes forrados de piel, metidos en los
bolsillos.
La ciudad de Icarito era una cueva de ladrones. La mayoría
de los chicos eran de familias de mucho dinero; pero aun así
era una auténtica cueva de ladrones. Cuanto más caro el colegio
más robaban. Wells se apuró con el último trago de ron y dejó
caer el vaso al suelo. Rodó por el piso de madera sin romperse,
al ser amortiguado por la moqueta, fue a parar a las patas de
una silla, donde se detuvo. Mantenía los brazos severos, aunque
tenuemente torcidos, y la respiración acompasada para
mantener el pulso. Luego subió un piso y se lo podía ver como
apuntaba con su escopeta desde el segundo piso: para él todos
eran criminales. David, su vecino, se hallaba en la misma
situación que él. Al rato, Ariel vio a un hombre, con un rostro
oscuro y una barba blanca. El tipo solo llevaba la gabardina y
ni guantes ni nada. La semana anterior alguien se había llevado

131
directamente de su cuarto su abrigo de pelo de camello con los
guantes forrados de piel, metidos en los bolsillos.
—Te estoy apuntando —declaró Ariel Wells, refiriéndose
al hombre que vagaba por la casa.
El tipo pareció mirar hacia su dirección durante unos
instantes. Ariel tensó el dedo en el gatillo; no lo suficiente para
escuchar la detonación y sentir la agitación del arma en su
cuerpo. Apartó la vista del punto de mira y arrojó la escopeta
a un lado, esta impactó a Mustang, el perro, su amigo de 13
años. Mustang cayó al suelo con las patas dirigidas hacia el
techo. Como era de esperar, murió por causa de herida de
fuego.
—¿Qué pasó? —gritó la esposa.
—Papá, le disparaste a Mustang —lloró la niña.
Ariel con lágrimas en los ojos, agarró la botella de ron, llenó
al vaso hasta la mitad y tragó todo con desesperación, bajó al
sótano, tomó una bolsa negra grande, también una pala,
envolvió al perro y lo enterró en el jardín del patio.
En la siguiente mañana, Ariel leía un artículo acerca de la
resistencia militar de Corea del Norte; de pronto, lo interrumpió
una plaga de hombres con cuchillos, pistolas y hambre. Era un
grupo de cincuenta y cinco seres que sitiaron a las personas de
la calle en que vivía Ariel y su familia y sus buenos vecinos, no
tuvieron otra opción que irse.
Se marchó de casa, no solo se llevó dinero en metálico.
También se llevó un pequeño y viejo encendedor de oro (le
gustaba su diseño y lo mucho que pesaba, como luego dijo) y
una navaja plegable de filo acerado. Era para despellejar ciervos,
notó un gran peso cuando la sostuvo sobre la palma de la mano,
la hoja mediría unos doce centímetros. Su padre la compró
durante uno de los varios viajes al extranjero. Y, claro, también

132
decidió llevarse con él, una potente linterna que hay en un
cajón de la mesa. Y también las gafas de sol, que me hacen
falta para ocultar la edad. Unas Reve de un profundo azul
celeste. Se preguntó si llevaría también el Rolex Oster que tanto
apreciaba el padre, pero al final lo dejó correr. La belleza
mecánica de ese reloj le fascinaba, pero no quería llamar la
atención cargándose de forma innecesaria de objetos de valor.
Por otra parte, desde un punto de vista práctico, le bastaba y
sobraba con el Casio de plástico con alarma y cronómetro
incorporado que usaba con habitualidad. De hecho, el Casio
sería mucho más útil. También metió una botella con agua,
una caja de chocolates, algo de carne, medio pollo y otras
minoridades para pocos días. Dejaba su herencia, parte de su
historia, la vida, su única vida, aquella vida para siempre. El
tiempo se fue con él.
Se marchó de casa, no solo se llevó dinero en metálico.
También se llevó un pequeño y viejo encendedor de oro (le
gustaba su diseño y lo mucho que pesaba, como luego dijo) y
una navaja plegable de filo acerado. Era para despellejar ciervos,
notó un gran peso cuando la sostuvo sobre la palma de la mano,
la hoja mediría unos doce centímetros. Su padre la compró
durante uno de los varios viajes al extranjero. Y, claro, también
decidió llevarse con él, una potente linterna que hay en un
cajón de la mesa. Y también las gafas de sol, que me hacen
falta para ocultar la edad. Unas Reve de un profundo azul
celeste. Se preguntó si llevaría también el Rolex Oyster que
tanto apreciaba el padre, pero al final lo dejó correr. La belleza
mecánica de ese reloj le fascinaba, pero no quería llamar la
atención cargándose de forma innecesaria de objetos de valor.
Por otra parte, desde un punto de vista práctico, le bastaba y
sobraba con el Casio de plástico con alarma y cronómetro
incorporado que usaba con habitualidad. De hecho, el Casio

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sería mucho más útil. También metió una botella con agua,
una caja de chocolates, algo de carne, medio pollo y otras
minoridades para pocos días. Dejaba su herencia, parte de su
historia, la vida, su única vida, aquella vida para siempre. El
tiempo se fue con él.
La niña se levantó gracias a la luz gris. Padre e hija, dieron
varios pasos hasta un arroyo. Ella se acercó hasta el agua, pero
Ariel se lo prohibió. La contaminación en la zona estaba
distribuida por toda la zona.
—Tengo dolores de estómago, estoy sintiendo ruidos y
revoltijos de mi panza —comentó la niña.
—Todos, hijas. Llevamos aquí dos días sin comer ni beber.
Es lógico que nos pase —dijo Ariel.
—Papá, todo está callado —expresó la niña.
—Lo sé, mejor no hagamos ruido, no llamemos la atención
—dijo el padre.
—¿Me vas a dejar sola, me vas a abandonar? —preguntó la
niña a su madre.
—Jamás, Mija, te amo.
Ariel tenía en el bolso una aspirina. Quiso producirse un
placebo potente de energía; pero no funcionó.
Sobrevenía el deshielo, durante los intervalos calurosos de
los períodos interglaciares. Lo que allí sucedía era claro: la
degradación ecológica en el suelo fértil.
Contiguo a los muros teñidos de negro, se levantaban los
árboles deformes. A través de la máscara de plata se asomaba
el genio del mal. La luz azul que atraía la noche, trajo consigo,
a un hombre con un cuchillo en mano.
—Dame lo que tenés o te mato—. El sujeto quería lo que
llevaba en mano Ariel.

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—Negro de mierda, no te doy nada —dijo Ariel.
—¿Negro de mierda? —preguntó sorprendido.
David Bisutti se lanzó al individuo para desarmarlo; pero
en un forcejeo, David le disparó al estómago. El hombre cayó
sujetándose la herida.
Ariel se acercó, tomó el arma del suelo y le apuntó a la
cabeza, se miraron a los ojos: Wells no dudó en dispararle entre
las cejas.
David Bisutti guardó el revólver. Ariel tenía la mirada
clavada en un punto de la tierra sobre el que caían gotas de
sangre que resbalaban por la cabeza del hombre. De pronto,
sintió una mano sobre la rodilla.
—Lo mataste, lo mataste —la pequeña lloró.
—Hija, era negro y para peor nos quería sacar nuestras
pertenencias —contestó el padre.
David Bisutti, le retiró la indumentaria al fallecido hasta
dejarlo desnudo. Ariel Wells se puso la campera, el resto lo
guardaron en un bolso, después lo arrojaron al costado de la
carretera. Se podía observar parcialmente el cuerpo.
—Estoy muy cansada —dijo la niña.
—Subite a mis hombros —el padre podía soportarla.
El grupo había caminado el día entero. David Bisutti quedó
despierto cuidando al resto. Más adelante, la casa en que se
habían refugiado, comenzó a incendiarse por las bombas de
fuego, lanzadas desde el cielo. Al ser de madera agarró de
inmediato. Así que, huyeron.
Lo único que se veía era gracias a la luz de la luna y del
fuego. Se podía distinguir la naturaleza a corta distancia.
Tres individuos se acercaron a la cabaña. Ariel y el resto
del grupo, se alejaron. Advirtieron, desde la oscuridad de los

135
árboles, tres salvajes que fusilaban a un hombre; también le
robaron la vestimenta, los zapatos y se llevaron el cadáver,
arrastrándolo entre dos miembros del grupo.
Unas horas después, A riel Wells y el resto se hallaron en el
bosque. Pasaron la noche acostados en la orilla del camino
empedrado. Fueron a una cabaña nueva. La madre de la niña,
una mujer ligeramente encorvada y vanamente erótica, decidió
dormir sola. Algo de resentimiento tenía hacia la niña, el hecho
era que el padre, había desistido totalmente en tener otros hijos,
es que la pequeña, lo había colmado de felicidad y por lo tanto,
no pretendía criar más niños. Pronto caminaron y hallaron un
auto.
Unas horas después, Ariel Wells y el resto se hallaron en el
bosque. Pasaron la noche acostados en la orilla del camino
empedrado. Fueron a una cabaña nueva. La madre de la niña,
una mujer ligeramente encorvada y vanamente erótica, decidió
dormir sola. Algo de resentimiento tenía hacia la niña, el hecho
era que el padre, había desistido totalmente en tener otros hijos,
es que la pequeña, lo había colmado de felicidad y por lo tanto,
no pretendía criar más niños. Pronto caminaron y hallaron un
auto.
—No funciona el burro de arranque —dijo Ariel.
Al fin Wells encontró en un garaje una camioneta Toyota
Hilux; con llaves, que respondía a sus deseos. Descubrieron
algo importante: la Toyota funcionaba.
Por el espejo retrovisor del vehículo se veía la aridez del
asfalto. La amplia explanada se extendía hasta el horizonte:
viñedos, huertas, campos de melones, sembrados de algodón
dejaron de existir.
Era gracioso verlo a Ariel como usaba los espejos para lograr
ángulos extraños, crear distancia y dar esa leve sensación de

136
aislamiento. Eran imágenes especulares de un rostro que fruncía
el ceño autoritario o entrecerraba los ojos para estudiarse de
perfil. Pero dejó de verse por el espejo; pues, la nafta se agotó
y tuvieron que continuar caminando.
A medianoche, como el náufrago que ve pasar a lo lejos,
desde una balsa, un buque trasatlántico, oyeron un ruido de
coches, que subían por la carretera. Se acercaron a dos de ellos,
los otros aceleraron y no los pudieron alcanzar: era un grupo
cientos de personas de todas las edades acabadas en ríos y
montañas, calles y edificios, mutiladas y afectadas con
infecciones que brotaban por sus ojos, bocas y la misma piel
salpicaban el fuego del aborrecimiento. Seres doblegados ante
la lluvia ácida proveniente de los aviones y a un lado y a otro
del helado arroyo, se erguía un oscuro bosque de abetos de
ceñudo aspecto.
Hacía poco que el viento había despojado a los árboles de
la capa de hielo que los cubría y, en medio de la escasa claridad,
que se iba debilitando por momentos, parecían inclinarse unos
hacia otros, negros y siniestros. Reinaba, un profundo silencio
en toda la vasta extensión de aquella tierra.
Ariel vio el paisaje sin sustancia, sin corriente de vida
flotando, ni tiempo estirándose como suele hacer bajo el
espacio, tan solitario y tenebroso que ni siquiera bastaría decir,
para describirlo, que su esencia era la tristeza.
El movimiento, quizá sin vida, era movimiento en contienda,
y ellos estaban empeñados en moverse. Llevaban en sí, el signo
de la penuria, de la dureza, de la simplicidad más absoluta; el
signo de la total imposibilidad del hombre, que descubre su
debilidad porque no puede subsistir en el desierto y se vio
ineludible a buscar fuerzas y amparos en sí mismo, como única
fuente real de vida, solo.

137
Al desierto le gustaba tentarlos, con su serpiente circular,
se inclinaba hasta entrar por las venas y succionar lo que
quedaba en vida. El agua infectada, para no dejarla correr hacia
el río; les robaba el caldo a los árboles hasta inutilizarlos. Eran
víctimas de aquel brutal deshabitado espacio.
Disminuía, cada vez más, la luminaria del día. Oyeron un
alarido que se despedía; enfermizo y árido con el viento. Aquello
hubiera podido ser el clamor de un espectro en pena. Hubo en
el grito cierta ferocidad, cierto arrebato.
Ariel entre náuseas y descomposición se empujó, se
acurrucó en una confusa esquina y se cubrió con la cálida
bandera de Estados Unidos, aunque no era su país, lo sentía
como propio, por lo menos, desde hacía una década. La mancha
de sangre no se borró jamás del pedazo de trapo.
Los efectos de los químicos hacían efecto en él, tras media
hora de una respiración en el patio, aguardó: consentía una
caridad o un milagro. Al poco, notó el aroma del humo picante:
era como leche oscura y nublosa. Se pegó en su garganta y
descendió despacio por la laringe: reposando con ocio en cada
angostura.
La casa se hallaba colmada de hendeduras. La heroica agitó
entre las paredes y logró salvarlos para llegar hasta Ariel y
sosteniéndolo como un acorazado, dentro con sus toxinas, no
aspiró y sacó la cabeza. Intentó contener la respiración
nuevamente. Se dio cuenta del encogido cuerpo sobre el piso.
Junto a la carretera, a la vista de todos yacía el cadáver de
un hombre en traje de calle. Las hormigas le cubrían la cara.
—Papá, Papá.
—Papá, Papá.
—Shhh, todo está bien, tranquila.
—¿Qué es?

138
—Nada. No mires.
—¿Qué es?
—No mires.
Se acercó a examinarlo. Había que avisar enseguida al
comisario del pueblo. Ariel volvió al coche rápidamente.
—Esto no le concierne a la policía. Mejor nos vamos —in-
dicó Ariel.
Fueron al rancho del amigo de Ariel, llamado Antonio; pero
la casa estaba vacía: ni en la central había algún individuo que
los ayudara. No halló algún coche en la carretera.
Los únicos restos del pasado eran, al parecer, la luz en el
puente y el tranquilo rumor de los generadores. Las primeras
casas se alzaban ya a lo largo del camino.
En un solar vacío, una gallina escarbaba el suelo, rodeada
de media docena de pollitos. Las hormigas subían y bajaban.
Un poco más lejos, un gato blanco, se paseaba orgullosamente
por la acera, como si aquel día de junio fuese igual a cualquier
otro.
Un canino gordo apareció en la esquina y avanzó farsante.
Se paseaba por las aceras de todos los pueblos. Ariel se acercó
al perro. Enseguida se le hizo un nudo en la garganta pensando
en lo que el perro podía haber comido. El astuto canino parecía
dispuesto a entablar relaciones amistosas; pero Ariel Wells lo
esquivó, manteniéndose a distancia; siguió calle abajo. Lo dejó
ir. Al fin y al cabo, podría entrar en los negocios buscando
algún indicio como un detective. Quería averiguar algo más de
lo que acontecía en ese lugar. Dio varios pasos hasta el río. El
problema era el contagio.
David Bisutti observó, con la niña y la esposa, la llanura
desde la carretera hasta donde las formas de una ciudad

139
destacaban en el gris general como un dibujo al carbón en medio
del páramo.
Ariel retiró la lona de plástico. Se puso de pie, envuelto en
aquellas prendas, mantas pestilentes y buscó algún atisbo de
luz. Quería comprobar si existía algún escaparate que los llevara
al río. Fabricaron armas con utensilios que hallaron entre dos
árboles.
—¿Están cerca, papá?
—¿Quiénes, hija?
—No sé. Ellos.
—No sé, hija.
Buscaban algo que tuviese algún color, algún movimiento,
algún indicio de humanidad.
Arrojaron la lona de plástico que los tapaba en la oscuridad
y el frío de la noche. Finalmente, durmieron; con excepción de
David que quedó con el revólver en la mano, protegiendo al
resto.
—A la primera luz del día nos despertaremos —ordenó
David, antes de que se durmiera el grupo.
Era las ocho de la mañana. La lona de plástico estaba
hirviendo. El viento caliente arrastraba el toldo. Le colocaron
una piedra para sostenerla. La niña continuaba durmiendo.

Descubrieron que no había más comida. Con hambre y sed,


planearon caminar hasta hallar otra casa o negocio para comer
y beber agua embotellada.
—Deberíamos salir a cazar —dijo Ariel. Su idea fue igno-
rada.
La niña se apoyaba en la espalda del padre y caminaban.
Con el sol ardiendo, se les hacía más complicado peregrinar.

140
Del cielo cayeron paracaídas con cajas amarradas. En la madera,
llevaba inscrita las palabras: «comida y agua».
Cuando David leyó las cajas, no pudo contener la
desesperación del hambre y la sed: abrió una de ellas; pero no
halló comida, tampoco agua. La caja poseía un artefacto de
acero que arrojó un gas verdoso y lo aspiró, inundando sus
pulmones con el gas.
Al instante, cayó al piso. Ariel se le aproximó con un brote
de desesperanza. Tomó su pulso y descubrió que estaba
muerto. El resto se asustó y no se acercó. Lo dejaron tirado y
continuaron caminando. La niña lloraba por la muerte de su
vecino: por la imposibilidad de hacer algo que lo salvara. Ariel
le juró a la hija que llegarían al río y allí estarían los barcos con
personas que los salvarían.
Al instante, cayó al piso. Ariel se le aproximó con un brote
de desesperanza. Tomó su pulso y descubrió que estaba
muerto. El resto se asustó y no se acercó. Lo dejaron tirado y
continuaron caminando. La niña lloraba por la muerte de su
vecino: por la imposibilidad de hacer algo que lo salvara. Ariel
le juró a la hija que llegarían al río y allí estarían los barcos con
personas que los salvarían.
—¡Vamos a morir todos! —gritó la niña.
—Tranquila, no vamos a morir —respondió el padre.
—Sí, vamos a morir —repitió la nena.
—Te juro que no, hija, iremos a la casa del tío y nos ayudará
—dijo Ariel.
A un kilómetro y medio se hallaba el tío en tercer grado de
Ariel Wells. De niño lo visitaba los lunes, miércoles y domingos.
Había un lago donde solían ir a pescar. Truchas era lo más
digno. Ariel se sentaba en la parte de atrás del bote con la

141
mano colgando en el agua helada mientras su tío batía los
remos.
Llegaron luego de dos días de caminata. Los pies del viejo
en sus zapatos negros de chaval apuntaban en los apoyos. Usaba
un sombrero de paja y fumaba un cigarrillo tras otro. Era de
complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran
madrugador y amigo de la caza; pero no había que cazar, el
aire vacío y la tierra sin agua, complicó aquella digna tarea de
buscar el pan diario.
El tío de Ariel se volvió para echar un vistazo a la otra
orilla, acunando los remos, sacándose la pipa de la boca para
limpiarse el mentón con el dorso de la mano.
La orilla estaba ahogada de basura imposible de comer,
que se erguían como huesos contra un fondo de árboles de
hoja inmutable; era una escollera de retorcidos tocones grises,
desgastados por la intemperie.
El lago como un cristal oscuro y ventanas iluminadas se
aproximaba por la orilla. Ninguno de los dos había dicho
palabra. Así era el día perfecto en días o quizá semanas. Se
despidieron del tío y continuaron rumbo al río, ermitaños y
empecinados.

142
CAPÍTULO 4

Los despertó un trueno que casi los dejó sordos. Más cajas
eran arrojadas durante la noche. Contrariados por el temor, no
los abrieron. Comenzó a llover y se apagó el fuego que se
hallaba al lado de ellos tres. No podrían volver a encender los
troncos mojados con la llovizna. Si no hacían algo, morirían.
Cantaron bajo la neblina sin vida y gris. Cruzar aquella región
apagada les llevó dos días. Más allá; la carretera seguía la cresta
de un cerro a ambos lados del cual el monte descendía.
—Está nevando —dijo la niña. Miró al cielo. Un solitario
copo grisáceo que caía de un tamiz. Lo atrapó en la palma de
su mano y lo vio espirar como la postrera hostia de la
cristiandad.
Se olvidaron del fuego y la lluvia continuó. Se cubrían con
lo único que tenían: la lona de plástico.
Por la mañana caminaron. Había una piel de jabalí claveteada
a la puerta de un granero. Dentro tres cuerpos colgaban de las
vigas, secos y polvorientos, entre los tenues rayos de luz
sesgada.
—Ahí podría haber algo —dijo la niña.
—Podría haber maíz o algo así —continuó.
—Vámonos —expresó el padre.
Arrastraron la lona de plástico, hacía mucho calor, sabían
que pronto haría frío. La chiquilla tuvo la idea de ir por la
carretera, para encontrar algún auto abandonado y con buen
funcionamiento.
En varios kilómetros solo había cadáveres de animales y de
personas. El paisaje era neutro y sin sustancia. Los negocios y
las casas quemadas con nada. Ni siquiera luz o gas.

143
A la hora y cincuenta minutos, encontraron una casa de
dos pisos que les pareció en buen estado, claro que los muebles
se encontraban quemados: hallaron una despensa con latas de
arvejas, tomates y atún. Él, sopló la tierra y los abrieron con un
cuchillo oxidado. Se devoraron el alimento. La niña comió tan
apresurada que se atragantó con un tomate. Más adelante había
litros de agua en botellas, bebieron y subieron al segundo piso.
Se toparon con juguetes de niños y un piano lleno de tierra, A
riel la limpió con trapo y tocó las teclas, descubrió que
funcionaba. Bajaron y se retiraron de la casa.
A la hora y cincuenta minutos, encontraron una casa de
dos pisos que les pareció en buen estado, claro que los muebles
se encontraban quemados: hallaron una despensa con latas de
arvejas, tomates y atún. Él, sopló la tierra y los abrieron con un
cuchillo oxidado. Se devoraron el alimento. La niña comió tan
apresurada que se atragantó con un tomate. Más adelante había
litros de agua en botellas, bebieron y subieron al segundo piso.
Se toparon con juguetes de niños y un piano lleno de tierra,
Ariel la limpió con trapo y tocó las teclas, descubrió que
funcionaba. Bajaron y se retiraron de la casa.
La esposa pisó y enseguida sintió la mordedura en el pie.
Saltó adelante, al volverse con un juramento, vio una víbora
con tonalidades en roja, amarillo y negro, formando rayas
simétricas que arrollada sobre sí misma esperaba otro ataque.
Ariel, veloz; miró la herida, le notó dos gotas de sangre. Él
se agachó y succionó la herida con la boca. Comenzó a ponerse
violeta el pie e invadirle una terrible pena en el cuerpo a la
mujer, teniendo que acostarse por obligación del sufrimiento.
El dolor en el pie aumentaba, con sensación de tirante
abultamiento, de pronto la mujer sintió dos o tres fulgurantes
puntadas que como relámpagos habían irradiado desde la

144
herida hasta la mitad de la pantorrilla. Movía la pierna con
dificultad; una metálica sequedad de garganta, seguida de sed
quemante, le arrancó un nuevo juramento. Los dos puntitos
violetas no desaparecieron y el padecimiento aumentó en el
cuerpo de la señora.
Ariel se preocupó, mientras la niña lloraba. La pierna entera,
hasta medio muslo, era ya un bloque deforme y duro que
reventaba la ropa. Ariel cortó la ligadura, le abrió el pantalón
con su cuchillo: el bajo vientre desbordó hinchado, con grandes
manchas lívidas y terriblemente dolorosas. El dolor fue
tomándole a ella; las dos piernas, la panza, los brazos, padeció
escalofríos, más fiebre y alucinaciones. De pronto; sintió que
estaba helado hasta el pecho. La respiración también.
—Por favor, no mueras mamá —lloró la niña. Y su madre,
cesó de respirar.
—Tranquila, ya está con Dios —dijo el padre y la chiquita
se tranquilizó.
Ariel entró en la gasolinera, acercó un bidón y con la
manguera comenzó a llenar el depósito hasta que este desbordó
y el líquido se desparramó por el cemento. Revisó el aceite, el
agua, la batería y los neumáticos. Comprobó que todo estaba
bien. Continuó por el bulevar hasta dejar atrás la gasolinera y
las otras calles muertas. No se veía a nadie. El fuego aún ardía.
Cuando estuvo más cerca se puso los guantes y la máscara de
gas y se quedó mirando la oscura columna de humo que
oscilaba sobre la tierra. Todo el campo era un gran pozo.
Cuando se hubo alejado un kilómetro, se retiró la máscara,
los guantes y los echó atrás. Abrió la ventanilla y se puso a
respirar a bocanadas el aire frío. Sacó un frasco de la guantera
y tomó un largo trago de vino. Luego encendió un cigarrillo y
aspiró profundamente el humo.

145
En el camino se detuvo en un mercado en busca de agua
mineral. Cuando entró en el almacén, sintió de pronto, el fétido
olor de los alimentos putrefactos. Por fin encontró las botellas
de agua. En el fondo, una puerta se abría a unos pocos
escalones. Metió las botellas en el carrito y subió. El propietario
del mercado debería estar en el piso de arriba. En el vestíbulo,
recostada en un sofá, había una mujer de unos treinta años,
enfundada en una bata roja. Respiraba lentamente, tenía los
ojos cerrados y las manos cruzadas sobre el estómago. Un
quejido tembloroso le subió por el pecho y la garganta.
Después de un rato logró recuperar la calma.
—Hija, mira qué hermosos colores tienen.
—¿Qué es?
—Es un paquete con caramelos. Mira los colores.
—Los quiero.
—Tómalos.
Posteriormente, se detuvo en el césped, respirando
profundamente el aire húmedo, de espaldas al mercado. Las
casas contiguas, no eran menos desagradables, así como
tampoco, el pavimento y las aceras y los jardines y toda la
calle. De pronto se dio cuenta de que debía irse de allí. Estuviera
nublado o no: tenía que salir inmediatamente.
Los setos a ambos lados de la carretera por la que eligieron
caminar en búsqueda del río, no eran sino hileras de zarzas
negras y retorcidas. Dejó a la chica sosteniendo la pistola
mientras él subía unos viejos escalones de piedra caliza y
recorría el porche de la casa haciendo visera y mirando por las
ventanas. Entró por la cocina. Había basura en el suelo. Había
periódicos atrasados, porcelana en un chinero y tazas colgando
de sus ganchillos. Atravesó el pasillo y se detuvo en el umbral
de la sala. No había comida así que salió con rapidez.

146
Caminaron hasta encontrar un supermercado. Los pasillos
llenos de tierra y cenizas contenían algunas latas de arvejas y
zanahorias, el resto estaba vacío. Con el cuchillo lograron abrir
las pocas latas y comerlas. La niña lo seguía al padre, con miedo
de perderse y quedar sola.
En una bolsa que se hallaba sobre las frutas secas, la llenaron
de latas de verduras y atún. Junto a la puerta había dos máquinas
de refrescos que alguien había volcado y abierto con una
palanca. Había un puñado de monedas esparcidas por la ceniza
del suelo. Ariel se sentó y paseó la mano por las tripas de las
máquinas y en la segunda palpó un cilindro frío de metal. Retiró
lentamente la mano y vio algo que le gustaría a la hija.
—¿Qué es eso, papá?
—Algo. Cerrá los ojos.
—¿Qué es?
—Para vos. Una Barby.
—Gracias, papá.
—¿De verdad te gusta?
—Sí, gracias, te amo.
—Yo también, hijita, mirá el viento como levanta la tierra,
¿ves, hija?
—Sí, el viento está ardiente.
Siguieron adelante. No dejaban de mirar hacia atrás. Ariel
llevaba el revólver metido por la parte delantera del cinturón,
con las zapatillas rotas, con un agujero en el centro del pie
derecho y la niña dos agujeros en cada zapatilla, parecían
vagabundos, quizá lo eran.
Llegaron a una casa de madera con chimeneas, aleros y
una pared de piedra. El hombre se detuvo. La niña también. El

147
padre comprobó que había pasado un terremoto. El movimiento
sísmico, resultó en la rotura de las calles y carreteras.
Partieron hacia la región campestre; comieron fideos fríos
con ensalada de una lata que guardó Ariel en el morral. No
había sitio donde producir fuego sin que les vieran. Dormían
acurrucados el uno contra a los otros envueltos en las
malolientes colchas en medio de la oscuridad y el frío. La
chiquita abrazó al padre. Antes distante y arrogante; la nena,
se convirtió por la experiencia en una niña tierna y cariñosa.
Avanzó el tiempo, unos días. No sabían en qué mes estaban.
Les parecía que tenían comida suficiente para cruzar las
montañas toda certeza era imposible. El paso en la divisoria de
aguas estaba a mil metros de altitud e iba a producirse mucho
frío.
Él dijo que todo dependía de llegar al río; pero cuando
despertó en mitad de la noche supo que eran palabras vacías.
Había suficientes probabilidades de que murieran en las
montañas y ahí se acabaría todo. Apoyado en un árbol, Ariel
Wells cotejó que con la comida podrían intentar llegar al río.
Caminaron ese día hasta llegar a otra región en apariencia
despoblada.
—¿Por qué todo está quemado, papá?
—No lo sé.
—¿Quién sabe?
—Pronto lo sabremos.
Desde un puente de piedra miró corretear las aguas del
pequeño arroyo hacia una poza y girar lentamente formando
una espuma gris. Donde antaño había truchas nadar en la
corriente. Siguieron adelante, la niña casi le pisaba los talones.
Había incendios activos arriba en las montañas y por la noche
podían ver sus luces de un naranja intenso.

148
Habían amontonado una alambrilla de ramas secas de cicuta
encima de la nieve y se sentaron envueltos en las mantas
mirando la lumbre y bebiendo lo que les quedaba. Todo estaba
ardiente. Como si el sol hubiera vuelto por fin, para quedarse
para siempre.
La nieve desapareció temblorosa. Un incendio en el bosque
se abría paso por los cerros de puro pedernal, centelleando y
chispeando como una madrugada boreal contra el cielo cubierto.
Pese al frío, permaneció un buen rato de pie. El color de todo
aquello removía en él algo olvidado hacía tiempo.
Nada se movía. Un fuerte olor a humo de leña emergía
sobre la región, empujándolos por la nieve derretida, unos
cuantos kilómetros cada día. No tenían la menor idea de a qué
distancia podía estar la cumbre. Comían frugalmente y el
hambre no los abandonaba. Él se detuvo a contemplar la región,
luego contempló el arroyo. El arroyo estaba debajo, a kilómetros
de ellos. ¡Qué el dulce júbilo sea con nosotros!, pensó Ariel. La
niña no cargaba nada más que la campera y a veces arrastraba
la lona de plástico. El padre se encargaba de las bolsas de
plástico y el morral.
A media tarde, empezó a nevar otra vez y acamparon
temprano y se metieron bajo el corrido de la lona y observaron
caer la nieve sobre la lumbre.
Por la mañana del siguiente día, no había nieve reciente en
el suelo, dejó de nevar y el silencio era tal que casi podían oír
sus corazones. Apiló un poco de leña sobre los rescoldos y
avivó el fuego y se abrió camino.
Buscó entre las latas y volvió y se sentaron junto al fuego y
comieron las galletas de chocolate y unas latas de tomates,
más agua de la botella, sentados en una piedra, con la lona de
plástico a punto de ser utilizada.

149
Tardaron cuatro días más en bajar de la región, entonces
había trechos nevados en ciertos recodos de una carretera que
hallaron caminando e incluso más allá la carretera estaba negra
y húmeda.
Había por momentos, grandes peñascos inclinados al otro
lado del cañón con esqueléticos árboles negros aferrándose al
talud. El sonido del río se perdió a lo lejos. Luego volvió. Un
viento helado soplaba de la región inferior. Les llevó todo el
día alcanzar un arroyo que no estaba contaminado.
La cascada caía en el centro de la poza. Una espuma gris
giraba sobre sí misma. Permaneció uno al lado del otro;
hablándose a gritos debido al estruendo. La niña nadó hasta la
cascada y dejó que el agua le cayera encima. La pequeña estaba
metida en la poza hasta la cintura, agarrándose los hombros y
brincando. Todo era juego para ella, una experiencia metafísica.
Recorrieron el bosque. La luz empezaba a flaquear. Siguieron
el llano bordeando la parte superior del río entre enormes
árboles muertos.
—¿Qué es eso, papá?
—Parece un hombre.
—No lo mires.
—¿Un hombre muerto?
—Sí, no lo mires.
—¿Por qué hay tantas hormigas sobre él?
—Porque se lo están comiendo.
—No lo mires.
—¿Por qué no?
—Porque es algo feo y te hará mal.
Por la mañana echó a andar hacia arroyo abajo, siguiendo
el sendero que lo bordeaba. La niña llevaba razón al decir que

150
era un buen sitio y quería comprobar si había señales de otras
personas. Un canto pintaba apenas las sombras, y reían
divertidos entre sus dulces bocas redondas.
Ariel no halló nada. Se quedó mirando el arroyo allí donde
cambiaba de dirección. Se precipitaba a una balsa formando
remolinos. Arrojó al agua una piedra blanca que se perdió
rápidamente de vista.
—No podemos quedarnos —dijo el padre—debemos ir a
río. Al río donde alguien nos salvará.
—Hace más frío cada día. Pero te juro que llegaremos.
Se rozó la nariz con la manga, se echó a la espalda la pequeña
mochila. La niña quería ayudarlo con el morral; pero él no quiso.
Un viento recio soplaba de la garganta y se envolvieron en la
lona tirando de las esquinas. Más abajo del rápido, había un
puente ferroviario sobre pilares de piedra caliza. Cruzaron el
puente y vieron una camioneta entregada para quien quisiera
subirse. Dentro la suciedad colmaba los asientos y el vidrio del
acompañante roto hacía entrar las cenizas y la tierra que el
viento llevaba consigue. Lo dejó cubierto con la lona y pasaron
ellos dos agachados por debajo del remolque y le dijo al chico
que se quedara allí para no mojarse mientras él subía al escalón
del depósito de combustible y limpiaba de agua el parabrisas
y miraba dentro de la cabina.
—Mejor quedarnos en el camión para dormir tranquilos
—dijo Ariel.
—Está bien. Por lo menos no nos mojaremos —afirmó la
niña.
Esa noche durmieron en el camión, por la mañana había
dejado de llover. Descargaron el morral y comieron lo último
que les quedaba de latas con alimentos frescos. Acamparon en
el bosque en una loma orientada a las anchas tierras que se

151
extendían hacia el oeste. Encendió una fogata arrimada a una
roca y fue descendiendo entre truenos y rayos. El desolado
mundo gris; surgía unas veces y otra en el velado resplandor
de los relámpagos. La chica se agarró a él hasta que pasó de
largo. Un breve tamborileo de granizo y luego la lluvia lenta y
fría. Cuando se despertó de nuevo era aún de noche ya no
llovía. Se levantó y caminó por la loma. Una bruma de fuego
que se extendía varios kilómetros. Se puso en cuclillas y
observó. Le llegó el olor del humo. Alguien debía estar más al
oeste. En el valle se veía una luz humosa. Se dispusieron a
caminar con la lona en la mano y un cuchillo. A kilómetros de
día, se toparon con un hombre indecoroso y larguirucho. Tenía
un arma y le apuntó con el revólver a Ariel. Tomó a la niña y la
colocó detrás de él.

152
CAPÍTULO 5

Después de dos días, llegaron a la ciudad de Elektra. Con


la ciudad en las manos, vieron el barro, más cenizas y bombas
de sonido. Siguieron caminando y la niña erguida sobre la
espalda, no dejaba de llorar y mirar hacia atrás. Esperaba que
la madre apareciera en cualquier momento; pero nunca lo hizo.
Atravesaron la ciudad en dos días. El hambre y la sed los
seguían.
Ellos no sabían que en la ciudad, hacía pocos meses, la
central nuclear que era una de las más grandes del mundo y
que estaba dedicada a un programa militar estratégico del
ejército de —ellos—, se había sobrecalentado el combustible,
causando la destrucción de la superficie del generador.

A las 1:24 de la madrugada, hora local, (entre 40 y 60 segun-


dos después del comienzo del experimento) dos grandes
explosiones se produjeron. Esto debería haber frenado el
sobrecalentamiento del turbogenerador. El vapor liberado por
la primera explosión destruyó el techo de hormigón del reactor,
que pesaba 1200 toneladas.
La segunda explosión tuvo lugar solo entre dos y cinco
segundos después de la primera. En el reactor entró el aire del
exterior e hizo que el vapor de agua se mezclara con grafito
fundido. El desastre nuclear también fue una coincidencia. El
reactor debería haber sido cerrado antes del experimento. Sin
embargo, el cierre se aplazó durante nueve horas debido a las
próximas celebraciones del día 1 de mayo y a la electricidad
necesaria para cumplir con el plan de producción. Este retraso
produjo que el experimento se llevase a cabo durante otro turno
de trabajadores diferente de aquel que lo había preparado. La

153
explosión expulsó sustancias radiactivas hasta la altitud de un
kilómetro y medio. A esta altitud, los vientos del sureste
arrastraron la nube radiactiva a lugares lejanos. La nube voló
sobre la zona. Ariel observó la nube negra y actuó rápidamente;
le colocó a su hija y se colocó él mismo, unas máscaras que
habían encontrado kilómetros atrás.
A la vista había allí un camión con remolque atravesado en
la calzada. Lo primero que se le imaginó a Ariel fue a dormir
allí porque sabía que no iba a funcionar el motor. Los
neumáticos se hallaban desinflados y arrugados bajo las llantas.
Los ojos de Wells se veían oscuros como su alma, el universo
era cómplice, el peor cómplice y el mejor amigo de aquel
instante.
Esa noche durmieron en el camión y por la mañana había
dejado de llover y descargaron todo lo que había en el camión:
descubrieron bidones de agua mineral. La pusieron en el morral
al igual que un mapa. Observaron dónde quedaba el río para ir
directamente.
Vieron la guerra. La guerra era entre ellos mismos, bajo los
puentes se escondían los artilleros y los caballos vestidos de
acero, perdieron esa espantosa lucha y la invención del extraño
dominio. ¿Había algo que hacer?
—Papá, ¿con este mapa vamos a llegar al río?
—Por supuesto, nena.
Mamá me prometió no dejarme sola. Me abandonó. ¿Vos
me vas a dejar sola?
—No, Mija, jamás te dejaré.
En la carretera, tierra abajo, caminaron con la lona de plástico
en la mano. Se notaba las diferencias sobre la tierra; las marcas
de autos. Se ilusionó con ello. Y un bello relámpago terminó
con los pensamientos.

154
Su idea había sido buscar un sitio en la carretera donde no
hubiese tierra del todo. Luego pensó que como sus huellas no
reaparecerían al otro lado no serviría de nada.
Caminaron entre los árboles describiendo un círculo y
volvieron. Se apresuraron dejando un laberinto de pisadas.
Extendió la lona sobre la nieve mojada y envolvió a la chica en
las mantas.
No habían comido nada y dormido muy poco durante cinco
días y en semejante estado a las afueras de un pueblo vieron
una casa antaño suntuosa encaramada a un risco que dominaba
la carretera.
Había una pequeña casa, Ariel abrió la puerta a golpes de
culata de la pistola. La chica con la mano derecha se colgó de
los hombros del padre. La casa, más que casa era un hogar.
Las cenizas estaban frías. Alrededor unas cacerolas estaban
renegridas. En el jardín había un columpio de metal. La niña se
subió; el padre se lo impidió.
—Puede estar oxidado y te agarras una enfermedad. Mejor,
bájate.
Entraron y había una cara barbuda con canas, desaliñado y
con una pequeña bolsa de plástico llena de medicamentos. Ariel
y la niña, sin consultar palabra, salieron corriendo mientras el
hombre pidió que regresaran.
El padre y la hija no se dieron vuelta y continuaron con el
plástico arrastrándolo. Él cruzó el cobertizo y se quedó parado
en el umbral. Más allá, al caminar, pudo ver una casa y un
granero, donde giraba el camino de tierra. Amortajado en la
niebla carbónica. Dentro, un despacho en el pasillo. Era un
lugar fácil de escogerse y volverse maduro.
Se llevaron una sorpresa arriba: un hombre muerto con el
diario en la mano en pose de lectura, sentado en una silla de

155
mimbre y la mujer acostada con los ojos cerrados. La mujer
llevaba puesto un vestido blanco con enormes flores, parecían
margaritas, aunque no lo eran.
Ariel recorrió todas las habitaciones de la casa. Una de ellas,
la envolvía la oscuridad, un vapor de su aliento helarse al
instante. Podía escuchar a lo lejos el goteo de una cañería rota.
Sus ojos acostumbraron a la negrura. Ayudados por un
respiradero en el que filtraba un tenue resplandor. Descubrió
una mazmorra; una cuchara en una mesita de noche. Se la metió
en el bolsillo. Era la felicidad de la propia carne.
Salieron. Él tenía un pedazo de tela en el que pretendía
juntar más semillas de las balas de heno al salir del granero se
detuvo y se quedó escuchando el viento. Debía haber algún
cerdo que alimentar, pensó, aunque era casi absurdo. Vio un
viejo cesto de mimbre lleno de frascos de conserva. Puso el
cesto en el suelo y sacó los tarros y luego volcó al morral,
comerían varios días con esas conservas. Fue hasta la cocina y
regresó con dos de aquellos tarros y un viejo cazo esmaltado
en azul. Limpió el cazo y lo sumergió hasta llenarlo de agua,
con ella limpió los tarros. Se sentó allí con el estómago hinchado.
Podría haber bebido; pero no lo hizo.
Pasaron el mayor tiempo comiendo lo que podían y a
descansar hasta que atardeció: debían caminar para acercarse
otro poco al río con su infinito sentido de la esperanza. Sus
manos estaban solitarias. Rugían como encadenadas. Un
secreto quemaba cerca de Ariel. Su corazón al puro brillo que
alumbra un lecho.
Desfilaron por poblaciones que recomendaban a la gente
no entrar en ellas con mensajes escritos de cualquier manera
en vallas publicitarias.
Ellos dos, solo vieron zonas inofensivas, el fuego había

156
postrado todo. Una región saqueada, esquilmada, arrasada.
Desvalijada hasta de la última migaja.
Pensé que finalmente tenían la muerte encima y que era
preciso buscar un sitio para esconderse donde no pudieran
encontrarlos. Cuando se dedicaba a mirar cómo dormía su hija
había momentos en los que empezaba a sollozar sin poder
controlarse no por la idea de la muerte. No estaba seguro de
cuál era el motivo pensaba que tenía que destacar con la belleza
o con la bondad. Si la fe significa firmeza, seguridad y fidelidad,
él era un hombre sin fe.
Ariel pensó que atravesar las regiones era internarse en
horizontes nuevos, captar la realidad desde otro plano,
adentrarse a historias llenas de nostalgia, humor y una cierta
cuota de misterio.
Pudo ver a la orilla del camino de tierra, donde justo doblaba
un camino largo de hierba muerta, a todo lo largo de un muro
y un buzón y un cercado paralelo a la carretera y los árboles
muertos al fondo. Todo frío y silencioso. Amortajado en la niebla
carbónica. Había una casa. Doble piso. Esta casa fue diseñada
para ser un albergue privado, que funcionaba como vivienda
familiar. Escondido en medio del bosque y cerca de un bonito
pantano cuenta con un amplio espacio en el que los miembros
de toda la familia se reunían. La familia murmuraba con gran
meditación.
La sala de estar estaba dividida en varias partes colocado
algunos muebles como separadores de ambientes. Había una
mesa rectangular de mimbre de comedor y una cocina situada
al lado. La sala estaba ubicada hacia el sur. En ella, Ariel Wells
halló autores como: Askildsen, Chéjov, Dickens, Borges y Joyce.
Los reunió y los colocó en la mochila.
Más allá de la puerta el viento hacía chirriar ligeramente la
hierba fenecida. Salió y se quedó mirando el pinar donde el

157
chico dormía. Cruzó el huerto y pronto se detuvo otra vez.
Había pisado algo. Retrocedió un paso y se arrodilló y apartó
la hierba con las manos. Era una manzana. Parecía un caracol.
La vivienda se podría describir con tres habitaciones que
contaban con su propio cuarto de baño. Había un espacio
adicional en la planta alta que sobresalía de una de las paredes
de la casa. Se trató de un lugar idóneo para relajarse disfrutando
de las vistas tumbado en la hamaca.
Lo revisó todo; moviendo cajas de un lado de la habitación
al otro. Una pequeña puerta metálica daba a una segunda
habitación donde guardaban botellas de gasolina. En el rincón
un retrete químico. Había en las paredes tubos de ventilación
cubiertos de tela metálica y desagües en el suelo. Cada vez
hacía más calor dentro del búnker y se había quitado la
chaqueta. Lo miró todo con detenimiento. Tomó la linterna y
empezó a mirar en el suelo y en las paredes por si había algún
compartimento secreto. Al cabo de un rato se sentó en el catre
a comerse una chocolatina. No había ningún arma y no la iba a
haber. Miró por la ventana de arriba y le gritó al niño: ¡Agáchate!
¡Agáchate! Al parecer, caminaban alguno de ellos.
Observó desde la ventana triangular una explosión de humo
verde. Buscó rápidamente dos pañuelos y se recubrieron las
narices y bocas.
Enseguida el gas verde entró por una de las ventanas que
parecía cerrada, ¿acaso habría un rincón sin cerrar? Al parecer,
sí. Lo fue tomando todo, lentamente, ellos aterradores, huyeron
tapándose cada orificio de la cara. Hasta salir vivos y esquivar
a la parca.
En la noche, la niña iba agarrado a su chaqueta y caminaban
por el borde de la calzada y él trataba de palpar el pavimento
bajo sus pies en la oscuridad. A lo lejos oyó truenos y al cabo

158
de un rato vieron tenues estremecimientos de luz delante de
ellos. Sacó el plástico de la mochila ya casi no quedaba suficiente
para taparlos a los dos y al poco rato empezó a llover.
Siguieron caminando uno al lado del otro. No había adonde
ir. Llevaban puestas las capuchas; estas se estaban empapando
de lluvia y cada vez pesaban más. Se detuvo en la carretera e
intentó acomodar la lona. La niña temblaba de mala manera.
Fue una noche tan larga como la que más de entre las muchas
similares que él recordaba. Se acostaron sobre el suelo húmedo
junto a la carretera cerrados por las mantas con la lluvia
repiqueteando en la lona. Se cercaron con los brazos hasta que
amaneciera.
A las 6 am, hizo que la niña se quitara la ropa y la envolvió
en una manta y mientras se quedaba allí tiritando estrujó sus
prendas y se las pasó otra vez. El suelo donde habían dormido
estaba seco y se sentaron allí cubiertos por las mantas y
comieron duraznos y bebieron agua. Después salieron de nuevo
a la carretera, encorvados y encapuchados y tiritando en sus
harapos como frailes mendicantes enviados a buscarse
manutención.
—Esas personas que están a la orilla del camino, están
muertas, ¿cierto?
—Sí, Mija. Se los van a comer, ¿eh?
—Sí.
—¿Por qué no hacemos algo con ellos?
—Porque no podemos.
—¿Por qué?
—Porque ya están con Dios.
—¿Dios?, ya no creo más en Dios. Nos abandonó. Un padre
no abandona a sus hijos —dijo la niña.

159
—No puedes dejar de creer en Dios, hija.
—Si no existe, no existe.
El padre la tomó de las manos y la abrazó. De inmediato, a
Ariel Wells le pareció ver un hombre delgado y ropa con
agujeros repartidos por todo el cuerpo. Se asustaron y corrieron.
El hombre los alcanzó y les aclaró que no les iba a hacer daño.
Bajaron a un búnker. Había toda clase de chucherías. Siguió al
hombre de aquí para allá mientras él cruzaba el jardín con las
jarras de agua hasta el cuarto de baño que había en la parte
trasera de la casa. Llevaron consigo el hornillo; un par de cazos
y él calentó agua y la echó en la bañera, también agua de las
jarras. Le llevó mucho tiempo quería que el agua estuviera
buena y caliente. Con la bañera casi llena el chico se desvistió y
se metió tiritando en el agua y se sentó. Flaco y roñoso y
desnudo. Sujetándose los hombros. Después sabe quién qué le
echó y se volvió azul. Esperó unos cinco minutos. Llenó la
jeringa y se los inyectó a Ariel Wells y a la hija. El hombre
decidió irse solo. Miró hacia el cielo y se retiró en tres segundos.
El líquido dentro de ellos causaría un beneficio insuperable en
la salud de ambos.
Detrás de todos los obstáculos, acamparon pegados a una
roca: él hizo un albergue con maderos y la lona. Encendió fuego
y se pusieron a arrastrar una gran pila de leña menuda para
toda la noche. Habían amontonado una alfombrilla de ramas
secas de cicuta encima de la nieve y se sentaron envueltos en
las mantas mirando la lumbre y bebiendo lo que les quedaba
del cacao rescatado hacía semanas de la basura.
Nevaba otra vez, copos blandos descendiendo a la deriva
en la oscuridad. Él se quedó medio dormido con el agradable
calor. Ariel contempló la región desde la piedra que asentó.

160
Las cuestiones se disociaban; el centro no pudo sostenerse;
simple anarquía azotó al mundo, se desencadenaba la oscura
marea de la sangre y, doquiera, estaba el culto de la inocencia
destruido; los mejores perdían la fe, mientras que los peores
se quemaron de ardiente intensidad.

161
CAPÍTULO 6

Se despertaron con el ruido de los hombres vestidos de


verde, con botas y desaliñados. Tenían las caras pálidas y no
sonreían en ningún momento. Desfilaban con pistolas largas y
caminatas al compás. El uniforme de uno del hombre que iba
al frente del resto, era comandante del Ejército, tanto en su
estilo como en sus colores, su vestir, remontaba a la Primera
Guerra Mundial. La cinta blanca y verde se refiere a la sangrienta
campaña de los Dardanelos. Llevaba el número de su unidad
en los apliques del cuello, aunque el fondo caqui de los parches
y el ribete azul oscuro también indica el 46° Regimiento de
Infantería.
Hay otro identificador de 1.a unidad: la insignia de metal
que va sobre el bolsillo derecho de la pechera de guerrera; la
mayoría de los regimientos de Infantería tenían su propio
emblema. Este oficial solo llevaba los distintivos del grado en
las mangas de la guerrera; si llevase encima un capote, la
insignia del grado iría en un parche de tela sujeto a uno de los
botones del capote.
En cambio, el resto, poseía un uniforme de dril británico de
color caqui. La guerrera tenía el nombre de su país en el hombro,
mientras que la cinta roja, blanca y azul de las hombreras no.

Se aproximaron despacio por el camino. No había huellas


en la superficie de la nieve; pero marcas de animales sí. Se
quedaron en el jardín estudiando la fachada. Hija, tenemos que
encontrar algo de comer. No hay otra alternativa. ¿Te apetece
comer en un espacio con encanto? ¿De esos en los que la madera
habla y la piedra cobra vida?
Después de unos minutos, entraron. Una lámpara suspen-
dida de una cadena larga en lo alto. Ella se aferró al padre

162
mientras subían los escalones. Una de las ventanas estaba
ligeramente abierta y un cordón salía de allí y atravesaba el
porche para perderse en la hierba. Se acercaron a la ventana y
miraron al interior. Había un columpio para el jardín del interior.
Ocho casitas para dormir de niños. ¡Jugar y divertirse!
Cuando la lluvia caía en la ventana y tocaba lenta la campana
vespertina, estaba puesta la mesa para muchos, preparada la
casa. Por oscuros senderos llegó algún caminante hasta la
puerta. Refulgente prosperaba el árbol de los dones con la savia
fresca de la tierra. En silencio el viajero entró en la casa. El
dolor petrificaba el umbral; en la mesa en un halo de luz
inmaculada brillaron el pan y el vino. El visitante caminó y
descubrió que se escondían en la casa. Era el dueño. No se
alarmó al verlos. Sabía de la situación. El mundo ardía.
—Ya sé la respuesta a mi pregunta: están en mi casa porque
no quieren infectarse. ¿No es así?
—Fuimos vacunados contra las infecciones, no sabemos qué
tan efectivas son —mintió Ariel.
—No tenga miedo. Veo que es temeroso. Yo soy de acá, no
soy uno de ellos.
—Tranquilo —le dijo a Ariel.
—Sepa entender mi situación. Perdí a mi esposa, mi casa,
mi perro, todo. Me queda mi hijita, no quiero perderla ni que
ella me pierda a mí —explicó Ariel.
—Aunque seas tan casto como el hielo y tan puro como la
nieve no escaparás de la calumnia —respondió el hombre.
—Lo sé, señor. La nieve que vimos caer. ¿Es otra este año?
—consultó Ariel al hombre.
—Me disculpan, voy arriba a buscar comida para darles —
miró el anciano a la niña, levantó el rincón de los labios.

163
Mientras el padre y la hija quedaron sentados en el borde
del sofá. De pronto se vio una figura. Se apareció el dueño de
la casa con una pistola apuntando a Ariel quien salvó a la hija
colocándosela atrás de él.
—¿Qué hace hombre? ¿A quién apunta?—intentó sacar su
pistola de la cintura no pudo.
—No les creo nada. El instinto me dice que me mienten.
—¡Se van!
—Decimos la verdad, no tenemos donde ir, con excepción
del río.
—Pues, sigan su camino —ordenó el propietario, torciendo
la mirada a la puerta.
Pasaron buena parte de la tarde arrebujados en las mantas:
comieron duraznos. Con respecto a la chica, durmió mientras
montaba guardia su padre.
Al anochecer tomaron los zapatos: se los pusieron. Bajaron
hasta el campo para recoger el resto de los duraznos. Llenaron
tres tarros de aquella agua, enroscaron los tapones de dos piezas
que había encontrado en una caja en un estante. Luego lo
envolvió todo en una de las mantas; lo metió en la mochila y
ató las otras mantas encima. En el morral entraron veinte
duraznos; algo más de agua, para sobrevivir. La chica caminaba
arreglando sus pasos. Arremetiendo como gran viajera.
Al menos por la tarde ya estaban secos. Examinaron los
cachos de mapa; él tenía escasa idea de dónde se encontraban.
Desde un cambio de rasante en la calle trató de determinar su
posición en la anochecida.
Dejaron la autovía, se desviaron por una estrecha carretera
que atravesaba el campo. Llegaron por fin a un puente sobre
un arroyo pelado. Se deslizaron por la ribera. Acurrucaron sus
cuerpos.

164
Doce horas después, cuando estaban doblando un recodo
de la carretera, la niña se detuvo y puso su mano sobre la
rodilla del padre.
—¿Quién es ese tipo?—el hombre levantó la vista. Una
silueta pequeña a lo lejos en la carretera, doblada y arrastraba
los pies.
—No lo sé.
—Allí está, lo veo.
Lo siguieron durante un rato y luego lo alcanzaron. Era un
viejo, menudo y encorvado. Llevaba a la espalda un viejo morral.
No tenía puestos zapatos y sus pies estaban mal envueltos en
harapos y cartones atados con bramante verde y por los
rasgones y los agujeros asomaban una serie de capas de tela
cochambrosa. La silueta era de un niño solo. Tenía un cuchillo.
Se cortó la garganta, sin aparente motivo. Falleció antes que
Ariel fuera a socorrerlo. Ambos cavaron un pozo de un metro.
Los dos enterraron el cuerpo y rezaron un Rosario.
A las dos horas, él desató la lona y la dobló sin quitarla del
todo y se puso a hurgar entre las latas de comida y eligió atún.
Comieron y lanzaron la lata lo más lejos posible. Ella fue por la
lata, para patearla, había rencor. La única herida era haberse
salvado.
A media tarde empezó a llover. Dejaron la carretera y
tomaron un camino de tierra a través de un campo y durmieron
en un cobertizo. El cobertizo tenía suelo de cemento y al fondo
había unos bidones metálicos vacíos. Atrancó la puerta con los
bidones y encendió lumbre en el suelo e improvisó camas con
unas cajas de cartón aplastadas. La lluvia se extendió en toda
la noche sobre el tejado metálico. Cuando se despertó el fuego
se había extinguido y hacía mucho frío. La chica estaba
incorporada, cubierto con su manta.

165
Caminaron sobre el charco. Vieron una farmacia. Había sido
saqueada la tienda en sí estaba curiosamente intacta. En los
estantes había material electrónico que nadie había tocado. Se
quedó de pie examinando el lugar. Cuestiones varias. Artículos
de mercería. Tomó a la niña de la mano y se lo llevó afuera. La
pequeña ya lo había visto.
Cuando partieron de nuevo él estaba caminando con
dificultad y pese a todos sus discursos le dolía el cuerpo y
vomitaba sangre. Se apoyaba en un palo roto de un árbol. Miró
la chica con los ojos hundidos en su rostro macilento. Una nueva
distancia entre los dos. He de partir no más inercia bajo la
lluvia no más sangre anonadada no más fila para morir.
Pasó un día de larga caminata. Llegaron al río. Ariel se
levantó y dejó caer la manta a la arena; luego se despojó de la
chaqueta, de los zapatos y el resto de la ropa. Se quedó allí
desnudo, agarrándose los brazos y bailando. Luego echó a
correr por la orilla del río. Todo era tan blanco. Los huesos de
la columna se hallaban nudosos. Los omóplatos afilados
moviéndose como sierras bajo la piel pálida. Metiéndose
desnudo y brincando y gritando en los pequeños remolinos y
las diminutas olas que rompían despaciosas.
Por la mañana reavivó el fuego y comieron. Su aspecto era
sigiloso, frío y lluvioso: ni aves.
Necios artefactos carbonizados a lo largo de la línea
meciéndose en el descendente ríen.
Reunieron madera de deriva y la apilaron con la lona y
luego echaron a andar.
—No los veo a los barcos —dijo la niña.
—Yo tampoco —él la miró y le cayeron lágrimas de los
ojos.
—No nos salvaremos parece —afirmó la hija de Ariel.

166
—El río está seco de espíritu. No podremos liberarnos de
un problema con solo cerrar los ojos. En el desierto, el avestruz
piensa de la misma manera: entierra su cabeza en la arena y
cree que, puesto que no puede ver al enemigo, él ha
desaparecido. Este tipo de lógica es perdonable solamente en
el avestruz. Nosotros no nos hemos comportado mejor que un
avestruz en el caso de la expiación. Creemos que la muerte se
desvanecerá si la ignoramos, si cerramos nuestros ojos. Sin
embargo, nada desaparece con solo cerrar los postigos. Al
contrario, esto prueba que le tememos a la defunción, que su
atracción es más poderosa de lo que podemos resistir.
Cerramos nuestros ojos porque nos damos cuenta que no
podemos reprimirlo. Nos enfrentaremos a ello.
—¿Cómo?
—¿Te acordás lo que te enseñé con el arma?
—Sí.
—Bueno. Si me pasa algo la podés utilizar.
Al instante llegaron ellos, era un grupo de treinta personas:
mujeres, niños y hombres adultos.
Apuntaron contra Ariel y su hija, con pistolas recortadas.
—Ya sabés lo que les pasarás a los dos, me imagino —dijo
uno de ellos a Ariel.
—Lo sé, pero pienso que podemos llegar a un acuerdo. Me
entrego yo solo, si ustedes cuidan a mi hijita.
—No, papá —gritó la niñita.
—Me entrego a ustedes, con el fin de que la cuiden y no le
hagan daño.
—Está bien —dijo uno de ellos, inmediatamente se fueron
a lo lejos de un descampado y se oyó un disparo, la niña lloró
porque sabía lo que había sucedido, pero ella, se fue a otras
direcciones, por una vida, quizá grata.

167
HERMOSOS HUESOS
170
Me alegré de acostarme solo. Olvidé lo bien que sienta.
Durante cuatro años, habíamos compartido la cama. Me
sometió: por aceptar las cuestiones sin quejarme. Por dormir
medio destapado más de mil trescientas noches. Ella cambió
mucho a causa de su estado. Toda noción de juego limpio huyó.
Volvió al primitivismo de las cavernas. Ahora me golpeaba
fría y deliberadamente. Me despertaba a las tantas de plena
oscuridad, quitándome una almohada de debajo de la cabeza,
o masticando manzanas, o sometiéndome al refinado tormento
de echar hacia mi lado las migas de las galletas integrales. Comía
como una prisionera de guerra recién liberada y se metía en la
cama con bocadillos gigantes y una jarra de leche. Daba
impresión descubrir cuántos libros bebía.
—Me odias, ¿verdad? —dijo ella.
—No, no te odio —respondí taciturno.
—¿Por qué te alejas? ¿Te pasa algo?
—No puedo dormir encima de ti.
—Si quisieras, podrías.
—Lo siento, no me seduce.
—¿Me hueles el aliento?
Me lo echó en la cara. La boca antaño cálida y dulce olía
ahora a embarazo, y no es que fuera desagradable, pero
tampoco era agradable. Durante un rato no movió ni un
músculo, la vista fija en el techo, el bulto subiendo y bajando
rítmicamente, las manos cruzadas encima. Lloró y un par de
riachuelos cruzaron sus mejillas.
—¿Qué te ocurre, cielito?

171
—Estoy estreñida —dijo sollozando—. Siempre lo estoy.
Me acerqué a ella, le aparté el pelo y la besé en la frente.
—Nadie quiere a una mujer embarazada —añadió—. Lo
veo en todas partes. En la calle, en las tiendas. Se te quedan
mirando. Es espantoso.
—¡Imaginaciones!
—El carnicero, ese tan displicente. Antes eras amable. Ahora
apenas me miras.
—¿Y eso es importante?
—¡Es muy importante!
Lloriqueó mucho aquella noche, se le hincharon los ojos y
le desapareció la tensión.
—Mira. El niño se removía como un gatito metido dentro
de un globo. Coceaba con energía y podía verse el perfil de un
pie diminuto estampado contra las paredes de aquella cárcel.
—Las chicas no dan esas patadas.
—Que te crees tú eso.
Pegué el oído al bulto cálido y blando, y escuché. Percibí
ruidos de fábrica de cervezas, cañerías que silbaban, cubas de
fermentación, lava botellas que humeaban, y a lo lejos, en el
tejado, una voz pidiendo socorro. Me asió la mano.
Encontré el punto; era del tamaño de una pelota de béisbol.
Palpé sinuosidades que me parecieron manos y pies. Di un
respingo. No dije nada para no alarmarla. Se hallaban dos
pelotas enormes, ¡había dos cabezas! Le insinué que era
maravilloso, pero el miedo me atenazaba la garganta, porque
eran reales, estaban allí, mi adorable Ella llevaba el horror en
las entrañas. Volví a pasar la mano. No había ninguna duda. El
feto era un monstruo.
—¡Cariño! Qué sentimental sos.

172
Al final conseguí dominarme, pero quería reflexionar, para
llamar al doctor y averiguar si podía hacerse algo. Su apetito
me dio la excusa. Quería un bocadillo de palta. Me levanté
para preparárselo. Tenía que estar seguro de que no había
habido ningún error, y volví.
—Dejame tocarlo otra vez —dije.
—Claro.
Apliqué la palma al punto. Cuando las dos protuberancias
punzaron mi mano casi me desmayé. Luego era verdad;
habíamos engendrado un monstruo. Fui a la planta baja
tambaleándome. En la cocina donde tenemos el teléfono, en
aquel pequeño y oscuro espacio, apoyé la cabeza en la pared y
lloré de nuevo. Aquello aclaró muchas cuestiones y el pasado
se reveló ahora como un cubo de basura bocabajo. Porque no
era culpa de Ella. Ella llevó siempre una vida pura e impoluta;
pero los años de soltero fueron un vendaval de aventuras
desenfrenadas. Ruborizaría a cualquiera; hubo pecados graves,
de un modo u otro, en aquella espiral de corrupción sembró el
castigo, y había llegado la hora de recoger la cosecha.
Preparé el bocadillo y se lo subí. Ella ya estaba lista, flotando
en almohadas, con los brazos abiertos para recibir la comida.
No pude más. Bajé, descolgué el teléfono de la cocina, cerré
las puertas y marqué el número del doctor Stanley Hamilton.
Se hallaba en el hospital, pendiente de un parto.
—Tengo que verle enseguida —dijo el médico.
—Ella bien. Se trata de mí y de la criatura.
—¿De usted?
—Voy para allá. Es muy importante. Volví arriba. Ella ya
había dado cuenta del bocadillo. Yacía cuan larga era,
contemplando el bulto.

173
—Es bonito —dijo—. Todo es bello.
No tardó en pernoctar. Me vestí, bajé de puntillas y salí por
la parte lateral que daba al garaje. Eran las tres menos cuarto,
hallé las calles vacías. Había algo demencial en el extraño
silencio de la vasta metrópoli. Diez minutos más tarde aparcaba
delante del Hospital Lagomaggiore.
En recepción me dijeron que el doctor Hamilton se
encontraba en la planta doce. Traía tantos niños al mundo que
el hospital le tenía reservada una habitación en el ala de
maternidad, para que pudiera dar cabezadas. La puerta estaba
abierta. Lo vi tendido en un sofá cama, en mangas de camisa.
Mi suave llamada lo despertó al instante. Se puso en pie. Era
bajo y con cara de niño y unos ojos verdes que lo miraban todo
con asombro. Nos dimos la mano.
—¿También usted está embarazado?
Le dije que no era cuestión de broma.
—¿De veras?
—Creo que estoy muy enfermo.
—A mí me parece que está muy bien.
—Espere a que le cuente. No le hará tanta gracia.
—Espero. Siéntese.
Me dejé caer en el sofá cama y busqué el tabaco.
—A la criatura le sucede algo realmente malo.
—Creí que se trataba de usted.
—A eso voy. Mi indisposición está relacionada con la
criatura. Mi enfermedad.
—¿Qué enfermedad es?
No podía decírselo. No quería decírselo.
—¿Cuándo se hizo la última prueba de sífilis?

174
Le dije que hacía alrededor de un año.
—Pero no es una prueba infalible. Lo leí en una revista.
—¿Ha sido infiel a su esposa?
—Sí, o sea, no. Lo que quiero decir es que antes de casarme
hubo una chica. En realidad, varias chicas. Y a lo que voy es a
que estoy preocupado.
—¿Por qué cree que a la criatura le pasa algo?
—La he palpado.
—¿Palpado? ¿Cómo?
—Puse la mano en el vientre de Ella.
—¿Y?
—Y noté algo raro.
—¿Qué notó?
—Lo leí en un artículo publicado en una revista médica. A
veces, la reacción se equivoca.
—¿Qué notó?
De pronto se me pasaron las ganas de seguir charlando.
Comprendí que hice el ridículo, que la criatura estaba bien,
que no tenía dos cabezas, que había sido una ocurrencia para
castigarme y que estar en aquellos momentos en la planta doce
del ala de maternidad del Hospital hablando con el doctor a
las tres y media de la madrugada, era el colmo de los
despropósitos.
—Doctor, creo que cometí una grave equivocación.
—Estamos en que usted palpó a la criatura y notó algo
raro. Hábleme de esa rareza. Descríbala.
La respuesta era «dos cabezas», pero antes que decirla me
tiraba por la ventana.

175
—Lo siento, doctor. Me confundí. Pensé que había palpado
algo. Siento haberle molestado.
—Pero esto es absurdo. A mi sangre no le pasa nada,
absolutamente nada.
Me puso un brazalete de caucho, las venas se me hincharon,
sentí el pinchazo de la aguja y vi ascender mi sangre aspirada
por la jeringuilla.
—Vuelva mañana por la noche —dijo—. A cualquier hora.
Estaré aquí con el resultado del análisis. Me bajé la manga.
—Es una tontería. No me pasa nada.
—Váyase a casa. Duerma un poco.
Volví cruzando las calles silenciosas. Pensé en las chicas de
antaño, en la dulce Avis, en la querida Mónica del Paraíso, y
de repente me sentí muy solo sin ellas después de los años
transcurridos, porque eran hermosas y tiernas, con un cuerpo
soberbio, no hinchado por el estado interesante, chicas por las
que suspiraba con un deseo vívido y multicolor, chicas perdidas
para siempre, y casi me eché a llorar al comprender que nunca
más volvería a estar con ellas. Aquello era el matrimonio, aquel
sepulcro, aquella vil prisión en la que un hombre impulsado
por un deseo sobrehumano de ser bueno, decente e íntegro
acababa haciendo el ridículo a las tres de la madrugada, sin
otra recompensa que la prole, y una prole ingrata por
añadidura. Ya veía a mis hijos echándome a patadas al hacerme
viejo, echándome de la casa, firmando papeles para
conseguirme una pensión de vejez y deshacerse de mí, un viejo
chocho que había sacrificado los mejores años de su vida
trabajando honradamente para que ellos pudieran saborear la
plenitud de la vida. ¡Así me lo pagaban!
Había pensado que era un antojo, una fantasía pasajera,
pero ella ya no veía razón para ocultarlo. Desde el comienzo

176
del embarazo había sentido la llamada de la religión, la
necesidad de cambiar. Había ido creciendo con el niño. Al
principio lo había ocultado, incluso se lo había ocultado a sí
misma, pero el engaño la hacía desdichada, y se puso a leer, a
investigar el misterioso y creciente apremio.
—¿Por qué te avergüenzas? —preguntó—. ¿No eres tan
liberal? Demuéstralo, aquí, en tu propia casa.
Anunció que en las comidas se bendecirían la mesa: yo miré
a mi padre y él me devolvió la mirada encogiéndose de
hombros; y nos quedábamos mirando los cubiertos como tontos
hasta que terminaba la bendición.
—Deberías practicar el sacrificio —dijo sonriendo—. Te hará
más fuerte.
—¿Y quién quiere ser más fuerte?
—Hoy he leído un poema. Decía así: junta todos los goces
de este mundo y multiplícalos por el infinito: así es cada minuto
celestial.
Hice mutis por el foro lo más dignamente que pude, dadas
las circunstancias, y volví a mi cama, preguntándome en qué
pararía aquello. Dos veces por semana iba a la rectoría de san
Bonifacio para recibir instrucción religiosa. Leía el catecismo y
unos folletos elementales que le había dado el cura. Pero no
tuvo bastante con aquello. Era una lectora rápida y voraz,
engullía todo lo que encontraba sobre el tema. Leyó derecho
canónico, el Kempes, a San Agustín, las encíclicas papales y la
Enciclopedia Católica. Una tarde que holgazaneaba yo en la
bañera, llamó a la puerta y entró.
—¿Crees en el libre albedrío? Siempre que leo las
predicciones de Nostradamus o Solari Parravicini me entran
dudas.

177
A eso podía responderle; yo también había leído el
catecismo de pequeño.
—Sí, creo en el libre albedrío.
—¿Los retrasados tienen libre albedrío? ¿Y los locos?
Aquello no estaba en el catecismo.
—No sé nada de retrasados.
Sonrió con radiante serenidad.
—Pues yo sí.
—¡Hurra, por ti!
—¿Qué tienes contra Santa Teresa? Tiene una gran repu-
tación en todo el mundo.
—Demasiado popular —dijo ella—. No es suficientemente
oscura y misteriosa.
—Sencillamente maravilloso.
Me sonrió con dulce tolerancia.
—No me hacen mella tus burlas. Me he preparado.
—No me burlo. Es que no quiero complicarme. Ya tengo
muchos problemas propios.
—Te tengo presente en todas mis oraciones —dijo—. Ya sé
que vives muy atribulado. También yo vivía así, antes.
—Para ya.
—Pero rezo por ti. Y por la criatura. Y por la paz del mundo.
De pronto me pareció irresistible y quise abrazarla, pero el
globo blanco se me incrustó en el estómago y no conseguí más
que un besito en la mejilla. Le dio por comprar rosarios, una
estatuilla de Santa Isabel y crucifijos.
—¿Qué te parece la conversión de Ella al catolicismo?
—Bien. Estupendo.

178
—¿Qué tiene de bueno?
—¿Es malo? —Me gusta planificar mi familia.
—Planifícala. Ponte a ello. Niños.
—Niños, claro. Muchos niños. Pero cuando yo quiera, papá.
La Iglesia no admite el control de natalidad.
—¿Control de natalidad?
—No puedes impedir que vengan. Vienen y vienen.
—¿Y eso es malo? Eso es bueno.
—Ya no somos campesinos. Hay que parar en algún
momento. Entornó los ojos.
—No me gusta eso que dices.
—Un hombre debe estar en condiciones de decidir cuándo
quiere un hijo.
—No me gusta eso, muchacho. Te lo digo claramente.
—Imagínate que vienen y no tenemos dinero.
—Lo ganas.
—No es fácil, papá. Vi subir su puño, abrirse los dedos,
asirme la pechera de la camisa.
—Con mis nietos no, ¿entendido? Déjalos en paz. Deja que
vengan. Tienen tanto derecho a estar aquí como tú. Le aparté
la mano.
—No tiene nada que ver con los derechos. Es cuestión de
economía.
—No leas tantos libros.
—¿Libros? ¿Qué libros? Es que no podría mantenerlos a
todos.
—Tampoco tu madre y yo podíamos permitírnoslo. Ni uno
solo. Pero tuvimos dos. Sin el suficiente dinero.

179
—Papá, creo que en el fondo eres un hombre religioso. Eres
un verdadero creyente.
—Nietos. En eso es en lo que creo. Y deja en paz los libros.
Sí, ella se lo estaba tomando muy en serio, con la pasión
del converso. Rezaba el rosario paseándose delante de la imagen
de Santa Isabel. La veía por la puerta entreabierta, a ella y al
niño, moviéndose, recitando en voz baja la oración de cada
cuenta, mirándose fugazmente al espejo mientras encogía y
levantaba el bulto. Una mañana me abordó en el garaje.
—Seguramente sabes que deberíamos casarnos lo antes
posible.
—Ya estamos casados. El juez de paz nos casó en una zona
rural.
—Fue una ceremonia civil. Para mí no cuenta.
—Para mí, sí.
—Quiero que bendigan mi matrimonio.
—¿Quieres decir que hemos vivido en adulterio todos estos
años?
—Nos casaremos después de bautizarme. Será una ceremo-
nia encantadora. Estaremos casados hasta el final de nuestra
existencia.
—¿Qué quieres que haga, querida? Dime con palabras
exactas qué quieres que haga en concreto —dije.
—El padre Marcelino de las Casas va a venir a verte. Es mi
catequista. Quiero que le escuches.
Aquel fue el día en que abordé a llorar a las dos de la tarde.
A las seis seguía lloriqueando. Lloriqueaba como loco, sentado
en el suelo de la cocina. Era un llanto rítmico, una declaración
medida de pulsos breves y urgentes. En ciertos momentos se

180
convertía en una protesta irregular y exhausta, en un quejido
animal, pero aun así mantenía su ritmo, su intensidad reforzada
y la amargura húmeda y rosada de mi rostro. Volví a casa. Por
poco tiempo. Hasta ese momento no se había producido
sensación de crisis. Tan solo exasperación y angustia. Tan
pronto como decidimos acudir al médico, comenzamos a
apresurarnos y a inquietarnos. Buscamos la chaqueta y los
zapatos, intentamos recordar qué habíamos comido en las
últimas veinticuatro horas, tratando de imaginar de antemano
las preguntas que haría el médico y ensayando cuidadosamente
las respuestas. Esperé en el coche mientras Ernestina Tudor y
Bartolomé entraban en la clínica situada al final de unas cinco
cuadras de casa. Las consultas de los médicos me deprimen
incluso más que los hospitales debido a su atmósfera de
expectación negativa a lo que los pobres individuos se someten
por un cargo de conciencia ruin. Abandonaron el vestíbulo
iluminado y salieron a la vía, fría, solitaria y oscura. El niño
caminaba junto a su madre, de la mano, sin cesar de llorar: era
tal la imagen de torpe aflicción y desdicha que mostraban que
casi me eché a reír: no por su pesadumbre, sino por la imagen
que ofrecían de ella, por la disparidad entre su desconsuelo y
su aspecto. Me vi atosigado por los sentimientos de sollozos y
lamentaciones extremos. Me dio la sensación que algo malo,
terriblemente malo, estaba surgiendo en otro nivel. En cuanto
a la armonía, o grato sonido del idioma, no sé cuál de dos
cuestiones diga, o que no hay exceso de unos idiomas a otros
en esta parte, o que no hay juez capaz de decidir la ventaja. A
todos suena bien el idioma nativo, y mal el forastero, hasta
que el largo uso lo haga propio. Tenemos hecho concepto de
que el alemán es áspero, pero el padre Kirch, en su Descripción
de la torre de Babel, asegura, que no cede en elegancia a otro
alguno del mundo.

181
Una vez en casa, nadie abrió la boca. Todos se movían en
silencio de habitación en habitación, contemplándole con aire
distante y dirigiéndole miradas evasivas y respetuosas. Comían
patas de pollos y papas fritas. No hablaron más en todo el día.
José Luis Blake, nos sintetiza ese aroma.
La noche siguiente me hallaba otra vez en el hospital, esperé
el resultado del análisis del doctor Hamilton. No quería estar
allí. El médico asistía a un parto y la enfermera me indicó que
esperase en la Sala de Paternidad. Había dos padres esperando,
uno dormía en un sillón de cuero, el otro leía una revista. Fumé,
me paseé. Era absurdo. Una ronca y aguda voz me dijo que no
estaba en mi sitio; pero allí me hallé, deambulando en todas
las direcciones posibles.
—¿Qué tal su señora? —preguntó.
—Bien. ¿Y la suya?
—Mal.
Sus ojos eran dos ranuras enrojecidas y había mucha
preocupación en su cara. Necesitaba un corte de pelo y un
afeitado.
—Hace trece horas que está de parto.
—Lo siento.
—Puede que le practiquen una cesárea.
Yo no debía estar allí. Profanaba un lugar donde nacía la
vida, donde las mujeres sufrían y los hombres se preocupaban.
Aquellas personas tenían problemas reales y yo, víctima de mí
mismo. Entonces apareció la enfermera.
—Señor Byron…
El padre de la cesárea me estrechó la mano. El otro se levantó
y me alargó la suya. Me desearon suerte. Les di las gracias y

182
eché a andar por el pasillo, detrás de la enfermera, hasta la
habitación del doctor. Tenía un papel en la mano.
—No le ocurre nada.
—Ya lo sabía.
Sonrió.
—¿Qué cenó anoche?
—Espaguetis, albóndigas de carne, ensalada, vino, helado.
—¿Por qué?
—Colesterol. El análisis indica un nivel alto. Pero con esa
cena se entiende.
—¡Colesterol! ¡Santo Dios! He leído sobre eso en una revista.
Es peligroso. Bloquea las arterias y causa ataques cardíacos.
Lo leí.
—¿Ha tenido problemas de corazón?
—Aún no, pero…
—Olvídelo.
—¡Colesterol! ¡Y tenía que pasarme a mí!
Me aconsejó que dejara de leer artículos de medicina y me
olvidara de todo el asunto. No podía olvidarlo y recorrí el pasillo
tambaleándome. Pulsé a tientas el botón del ascensor, tenía las
palmas sudadas. La cabina del ascensor descendió, sentí
burbujas en el estómago, colesterol, ataques cardíacos, literato
se desploma víctima de un ataque cardíaco, salí a la calle,
trastabillé hasta el coche, me puse al volante, me tomé el pulso,
conté mirando el reloj, Juan Byron fulminado, un porvenir
truncado, setenta y dos pulsaciones por minuto, Dios mío,
colesterol: tenía que hacer averiguaciones, investigar un poco,
informarme mejor sobre aquella nociva sustancia. Ella dormía
cuando llegué. Era alrededor de medianoche. Me acosté con la

183
luz encendida. De vez en cuando me contaba las pulsaciones.
Fue una noche cruel. Recuerdo que vi despuntar el alba y
entonces me dormí. A mediodía desperté como nuevo. Ella
estaba en su habitación, escribiendo cartas.
—¿Qué tal has dormido?
—Fatal —dijo—. He estado en vela toda la noche.
—No comamos más espaguetis. Contienen mucho coles-
terol.
—¿En serio?
—Comamos lechuga, zanahorias. Verduras frescas recién
tomadas, crujientes y para ti muy sanas. Fui al cuarto de baño
y me tomé el pulso. Sesenta y ocho. Cuatro menos. Era mejor
tener el pulso lento que tenerlo rápido. Aquí no había vuelta
de hoja. Lo leí en varias publicaciones.
El jefe de la oficina me dijo:
—A no ser por lo mucho que estimo a su honorable padre,
le habría pegado una patada en el culo hace tiempo y lo echaba
a volar.
Y yo le contesté:
—Me lisonjea en extremo su excelencia al atribuirme la
facultad de volar.
Su excelencia gritó, dirigiéndose al secretario:
—¡Llévese usted a ese señor, que me ataca los nervios!
A los dos días me pusieron de patitas en la calle. Desde
que era mozo había yo cambiado ocho veces de empleo. Mi
padre, arquitecto del Ayuntamiento, estaba desolado. A pesar
de que todas las veces que había yo servido al Estado lo hice
en distintos ministerios, mis empleos se parecían unos a otros
como gotas de agua: mi obligación era permanecer sentado

184
horas y horas ante la mesa escritorio, escribir, oír observaciones
estúpidas o groseras y esperar la cesantía.
Con motivo de la pérdida de mi último destino tuve, como
es natural, una explicación enojosa con el autor de mis días.
Cuando entré en su despacho, estaba hundido en su hondo
sillón y tenía los ojos cerrados. En su rostro enjuto, de mejillas
rasuradas y azules, afín al de un viejo organista católico, se
coloreaba la sumisión al destino.
Sin contestar a mi saludo, me dijo:
—Si tu madre, mi querida esposa, viviera todavía, serías
para ella origen constante de disgustos y de bochornos. Dios,
en su infinita sabiduría, ha cortado el hilo de su existencia para
evitarle terribles decepciones.
Enmudeció un instante y añadió:
—Dime, desgraciado, ¿qué voy a hacer contigo?
Antes, cuando yo era más joven, mis deudos y mis
conocidos sabían lo que se podía hacer conmigo: unos me
aconsejaban que ingresara en el ejército; otros, que me colocase
en una farmacia; otros, que trabajara en un centro de atención
al cliente. Pero a la sazón, cuando yo ya tenía treinta y cinco
años cumplidos y algunos cabellos grises en las sienes, lo que
se podía hacer conmigo era un misterio para todos.
—Bueno, ¿qué vas a hacer ahora? —continuó mi padre—.
A tu edad, los jóvenes ocupan ya una buena posición social, y
tú no eres más que un proletario, un miserable que no sabe
ganarse honorablemente la vida y que vive como un parásito a
expensas de su padre.
Se extendió en largas consideraciones sobre su tema favorito:
la perdición de la juventud contemporánea a causa de su falta
de religión, de su materialismo y de su arrogancia. Los jóvenes
de mi época, al decir del autor de mis días, se entregaban de

185
lleno a los placeres, a las ideas perversas y a los espectáculos
cinematográficos de aficionados, que el gobierno debía prohibir,
puesto que no servían más que para apartar a la gente buena y
sana de la religión y del deber.
—Mañana—terminó diciendo —iremos juntos a juntarnos
con tu jefe, a quien le pedirás perdón y le prometerás ser en
adelante un empleado modelo. No puedes, en manera alguna,
renunciar a tu posición social.
Yo no esperaba nada bueno del sesgo que tomaba la plática,
pero contesté:
—¡Óigame usted, padre, se lo ruego! Eso que llama usted
posición social no es sino el privilegio del capital y de la
instrucción. Los que no tienen ni una ni otra cuestión se ganan
el pan con un trabajo físico, y no sé en virtud de qué razones
no me lo he de ganar yo así.
—Si empiezas a hablar de trabajo físico, no podemos seguir
hablando. ¿No comprendes, imbécil, cabeza hueca, que además
de la fuerza bruta posees el espíritu de Dios, el fuego sagrado
que te eleva infinitamente sobre un asno o un cerdo?
—Hay que ser justo: millones de hombres trabajan física-
mente —objeté yo con timidez.
—¡Peor para ellos!
Era completamente inútil continuar la conversación. Mi
padre se adoraba a sí mismo, y solo concedía importancia a
sus propias palabras. Lo que decían los demás no tenía valor
alguno para él.
Por otra parte, yo sabía que el tono altivo can que hablaba
del trabajo físico no obedecía tanto a su entusiasmo por el fuego
sagrado como al temor que le inspiraba la opinión pública: si
yo me hubiera convertido en un simple obrero, el escándalo en

186
la ciudad habría sido enorme. Pero lo que principalmente le
mortificaba era que todos mis compañeros de escuela hubieran
terminado hacía tiempo sus estudios universitarios y se
hubieran conquistado una posición. El hijo del director del Banco
era jefe de una oficina muy importante, y yo, el hijo único del
arquitecto municipal, no era nada aún.
No se me ocultaba que el seguir hablando no conduce a
nada, a no ser a un grave disgusto; pero continuaba sentado
frente a mi padre, defendiéndome débilmente, para lograr que
me comprendiese. La cuestión no podía ser más sencilla: no se
trataba sino de encontrar una manera de ganarse el pan.
A pesar de todo, él y mi hermana me inspiraban gran cariño.
Acostumbraba, desde mi infancia, a no hacer nada sin su
consejo. Estaba tan arraigada en mí esa costumbre, que
desembarazarme no podré de ella nunca. Obrase o no con razón,
siempre temía afligirlos. Mi miedo era que le diese a mi padre
un ataque hemipléjico cuando se enfadaba conmigo, pues la
ira le ponía fuera de sí, le subía la sangre a la cabeza.
—Estar sentado —dije— en una habitación mal aireada,
copiar papeles, rivalizar con una máquina de escribir es
vergonzoso y humillante para un hombre de mi edad y en
nada de eso hay ni una chispa del fuego sagrado de que me
habla usted.
—No obstante, es un trabajo intelectual —contestó mi
padre—. ¡Pero basta! Pongámosle fin a esta conversación. Solo
he de advertirte que, si no sigues asistiendo a la oficina y te
empeñas en obrar conforme a tus inclinaciones despreciables,
yo y mi hija te privaremos de nuestro afecto. ¡Y te desheredaré,
te lo juro!
Con completa sinceridad, para probarle la pureza de mis
intenciones, en las que quería inspirarme toda la vida, repliqué:

187
—La cuestión de la herencia no tiene para mí ninguna
importancia. Renuncio de antemano a mi patrimonio.
Sin que yo lo esperase, tales palabras ofendieron mucho a
mi padre. Se puso rojo como la grana.
—¿Te atreves a hablarme así, imbécil?—gritó con voz
chillona—. ¡Hijo de puta!
Y me dio un par de bofetadas.
—¡Eres un insolente! En mi niñez, cuando mi padre me
pegaba, yo debía permanecer derecho ante él, inmóvil, con los
brazos caídos a lo largo del cuerpo, mirándole de frente. OK,
si alguna vez me sacudía el polvo, el respeto y el hábito me
compelían a adoptar la misma postura y a mirarle del mismo
modo. Aunque había envejecido, sus músculos eran aún fuertes,
y los golpes que me administraba no tenían nada de suaves.
A la segunda bofetada, a pesar de mi respetuosa y añeja
costumbre de quedarme quieto, retrocedí hasta el recibidor. Él
me siguió, tomó su paraguas del perchero y empezó a darme
paraguazos en la cabeza y en los hombros.
En aquel momento mi hermana, atraída por el ruido, abrió
la puerta del salón. Al notar lo que ocurría, volvió la cabeza,
pintados en el rostro el terror y la lástima; pero no pronunció
ni una palabra en favor mío.
Mi decisión de no volver a la oficina de donde me habían
echado, y de comenzar una vida nueva, de verdadero trabajo,
era inquebrantable. Solo me faltaba elegir oficio, lo que no me
parecía difícil, pues me consideraba con brío, perseverancia y
capacidad para el trabajo más penoso. Harto sabía que la vida
que me esperaba era una vida monótona de obrero, con sus
miserias, su ambiente inculto, su constante temor de hallarse
sin trabajo y perecer de hambre.
El sacerdote Juan de las Casas se presentó dos días después.

188
Al llegar aquella tarde lo vi sentado en la sala, con mi padre y
con Ella. Su aspecto era el del típico hombre duro. Había sido
gendarmes. Esperaba una hora. A causa del calor se quitó la
chaqueta, debajo de la cual llevaba una camiseta blanca. El
negro vello de su musculoso pecho se colaba por la trama del
tejido. Tenía brazos de luchador y se mantenía en forma jugando
solo a frontón en el garaje de la parroquia. Era joven, no tendría
más de treinta y dos años, con un aceitunado rostro siciliano,
nariz rota y pelo cortado al rape. Parecía un medio o un
delantero centro de Santa Clara. En cuanto lo vi me di cuenta
de que era de ascendencia italiana y el paisanaje no tardó en
crear una cruda confianza. Me estrujó los nudillos al darme la
mano.
—Son las cinco y media, Byron. ¿Dónde estaba?
—Le dije que trabajando.
—¿A qué hora sale?
—Le dije que poco después de las cuatro.
—¿Las cuatro? ¿Dónde ha estado esta hora y media?
—Tomando un vino.
—¿No sabe que su mujer está embarazada?
Ella estaba en un sillón, con el montículo apoyado con
indolencia en su vientre y con las piernas algo separadas para
sujetarlo. Adoraba al padre Juan. También percibí la admiración
de mi padre, así como una ligera hostilidad hacia mí.
—¿Qué tiene de malo beber aquí, en su propia casa? —dijo
el padre Juan
—¿Con su mujer y este gran hombre que es su padre? ¿Se
le ha ocurrido alguna vez? Sus hombros me impresionaban, y
la intensa negrura de sus ojos.
—Claro, padre. También bebo en casa, y mucho.

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—Ya es hora de que se enfrente a sí mismo, Byron.
—Sin duda, padre, pero…
—No discuta conmigo, joven.
Yo no quería discutir con nadie. Al mirar a Ella, me di cuenta
de que el espíritu de la admonición del padre Juan la había
contagiado. En aquel momento me descalificaba totalmente.
También mi padre, que estaba sentado delante de una botella
de vino, humedeciéndose los labios y confirmando sabiamente
con la cabeza las palabras del sacerdote. El padre Juan dio una
palmada, se frotó las manazas con fuerza y dijo:
—Bueno, vayamos al asunto. Byron, su mujer quiere entrar
en la Santa Madre Iglesia Católica. ¿Alguna objeción?
—Ninguna, padre. Y era la pura verdad. No podía haber
objeciones. Sí, se me daba la posibilidad de desear otra cuestión,
la esperanza de que pospusiera temporalmente su decisión,
pero era otra historia.
—¿Y usted? Aquí su padre, este hombre grande y
extraordinario, me ha contado que trabajó como un esclavo
para proporcionarle una esmerada educación católica; pero
ahora lee libros y, si me lo permite, escribe libros. ¿Qué tiene
contra nosotros, Byron?
—No tengo nada contra la Iglesia, padre. Es solo que quiero
pensar…
—Ah, ¿conque es eso? La infalibilidad del santo Padre. Así
que quiere saber si el obispo de Roma es realmente infalible en
cuestiones de fe y moralidad. Byron, se lo aclararé de una vez
para siempre: lo es. ¿Qué más le preocupa?
Me acerqué a mi padre, me hice con la botella y bebí un
trago. El repentino ataque del padre Juan me había dejado
aturdido y necesitaba tener tranquilas las ideas.

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—Verá, padre. La Santísima Virgen…
—Yo le explicaré lo de la Santísima Virgen, Byron. Permí-
tame exponérselo con claridad y sin ambigüedades. Lujuria
López, Madre de Dios, fue concebida sin pecado y al morir
ascendió a los cielos. Un hombre de su inteligencia tiene que
comprenderlo.
—Sí, padre. Lo aceptaré por el momento. Pero en la misa,
en la eucaristía…
—La eucaristía es la transformación del pan y el vino en
cuerpo y Sangre de Cristo. ¿Qué más le inquieta?
—Verá, padre. Cuando un hombre se confiesa…
—Cristo dio a sus sacerdotes el poder de perdonar pecados
cuando dijo: «Recibid el Espíritu Santo. Los pecados que
perdonéis serán perdonados; y los pecados que no borréis no
serán borrados». Lo dice el Nuevo Testamento. Léalo.
—Entiendo las palabras, padre. Pero en el dogma del pecado
original…
—¡Ja! ¡De modo que es eso! Por pecado original entendemos
que como descendientes de nuestros primeros padres somos
concebidos en pecado y así permanecemos hasta que recibimos
el glorioso sacramento del bautismo.
—Sí, padre, eso ya lo sé. Pero la resurrección…
—¿La resurrección? Por el amor del cielo, Byron, si es muy
sencillo. Cristo Nuestro señor fue crucificado, resucitó de entre
los muertos y ahí tenemos la inmortalidad prometida a todos
sus hijos. ¿O prefiere morir como un perro, condenado
eternamente al olvido?
Di un suspiro y tomé asiento. Era imposible decir nada
más. Mi padre carraspeó y esbozó una ligera sonrisa mientras
empinaba la botella. Había en sus ojos una cordialidad curiosa.

191
La ceniza que se le desprendió del cigarro aterrizó de cualquier
manera en sus muslos.
—El muchacho lee demasiado, padre. Hace años que se lo
digo. Ahora era «el muchacho».
—Me gusta leer, papá. Es parte de mi profesión.
—Y esos libros, padre.
—Control de natalidad me lo dijo él mismo.
—¿Control de natalidad? —El padre Juan sonrió con tristeza
mientras cabeceaba—. Yo le diré lo que es el control de natalidad
en la Iglesia católica. No existe.
—Ya se lo dije, padre. Le dije: «No me gusta eso». La culpa
no es de la chica. Ella es protestante. No se da cuenta. Pero él,
él me lo dijo. «Me gusta controlar a mi familia», así me lo dijo,
hace un par de días. A mí, a su propio padre.
—¿Lo ve usted? —intervino mi padre—. Llevan casados
casi cuatro años. Tiempo de sobra para dos hijos, un niño y
una niña. Nietos. Pero ¿están aquí, padre? Suba esas escaleras.
Mire en todas las habitaciones, debajo de las camas, en los
armarios.
—Me señaló con el dedo, el de la uña destrozada.
—Para ya, papá.
—No pienso parar. Quiero saberlo, porque soy su abuelo.
¿Dónde está Nicolás? ¿Dónde está Filomena?
—¿Cómo quieres que lo sepa?
Ella se acercó a mi padre y se sentó junto a él. Le asió la
rojiza zarpa y le habló con dulzura.
—No ha habido otros, papá Byron. Se lo digo con el corazón
en la mano. No había que tratarlo así, porque podía tomarle
gusto al sentimentalismo.

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Dicho y hecho: puso cara de compunción, le tembló la
barbilla, se le humedecieron los ojos. Quise advertir a Ella con
la mirada. Era cierto que me había opuesto al embarazo hasta
que pudiéramos permitírnoslo. También era verdad que ella
había aceptado arriesgarse sin dinero. Nunca se me pensé que
aquellas ocasiones fueran entidades humanas concretas, ni dar
nombre a los niños no concebidos, y en aquellos instantes veía
el duelo y la melancolía en el rostro de Ella, arrastrada por el
estado de ánimo de mi padre.
—Hablo de mi sangre —prosiguió mi padre—. Hay dos a
los que no veré nunca, pero están aquí, en alguna parte, y su
abuelo no se siente bien, porque no puede comprarles helados.
Se echó a llorar, hundiéndose los recios nudillos en las
cuencas y limpiándose las lágrimas. Dio otro trago a la botella
y se puso en pie con una mezcla de actitudes: se limpió la
boca, chupó el cigarro, lloró, saboreó el vino, complacido con
su papel de abuelo afligido, pero desconsolado porque los niños
no estaban allí. El padre Juan le pasó el brazo por los hombros
y lo estrechó con rudo afecto. Farfullaron una despedida en
italiano y mi papá subió tambaleándose para dormir la mona,
la barbilla alta, el pecho fuera, peldaños arriba con valor,
peldaños arriba. Guardamos silencio unos minutos. Ella se
limpiaba los ojos y la nariz con un lienzo.
—Es el vino —dije—. Lo pone muy sentimental.
—¿Y usted? —preguntó el sacerdote.
Me encogí de hombros.
—Hago lo que puedo.
—Me pregunto… Tenía que irse. Mi padre lo había puesto
triste. Le ayudé a ponerse la negra chaqueta de sarga y los tres
salen al jardín y fuimos hasta su coche. Nos dimos la mano.

193
—Vigile su lenguaje cuando hable con su padre —me advirtió—.
Es muy sensible.
—Ya lo sé. —Quiero que vuelva usted a la iglesia.
—Lo intentaré. Lo vimos alejarse, hasta que dobló por
Wilshire Boulevard, donde el tráfico del atardecer rugía como
un río caudaloso en primavera. Volvimos a la casa sin decir
palabra. Ella entró en la cocina detrás de mí y yo saqué unos
cubitos de hielo de la nevera. Me miró mientras yo preparaba
unos Martinis.
—¿Te es útil? —pregunté.
—Sí.
—Nunca llegará a obispo. Ni siquiera a prelado.
—Pero es un santo auténtico. Sencillo, sincero, nunca tiene
dudas.
—Verdaderamente sencillo.
—Tiene fe.
—Me pregunto en qué seminario estudiaría —dio un
suspiro.
—Lo admito. La teología no es su fuerte. No sabe explicar
el Cuerpo Místico de Cristo y no se da cuenta, pero en el fondo
es calvinista y cree en la predestinación. Llevo toda la semana
tratando de que rectifique, no consigo que me entienda. ¡Bendito
sea el vientre que lleva a mi hijo! La besé y nos tomamos un
Martini. Bebió despacio, como si algo la incomodara. Casi había
anochecido ya. Se fue a la sala con la bebida. Poco después fui
yo y la busqué en las sombras. Estaba junto a la ventana. Me
llevé una sorpresa al comprobar que lloraba.
—¿Qué te ocurre, cariño?
—Tu padre tiene razón con el niño y la niña. Ay, ¿por qué
no los tuvimos?

194
—Hay que llegar a saber que los hijos, vivos o muertos,
felices o desdichados, activos o pasivos, tienen lo que el padre
no tiene. Son más que el padre y más que ellos mismos.
Nuestros hijos son los fantasmas de nuestra descendencia. El
hijo es el padre del hombre.

195
196
ÍNDICE

PRÓLOGO......................................................................... 7

PREFACIO........................................................................ 9

Y, POR CASA, ¿CÓMO ANDAMOS?............................... 19

CERO ABSOLUTO............................................................ 93

ESTA TIERRA NO ES PARA VIEJOS................................ 121

HERMOSOS HUESOS........................................................ 169

197
Esta edición se terminó de imprimir en los talleres gráficos de El Escriba,
Sunchales 721, Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Argentina, durante
el mes de enero de 2018.

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