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La construcción de la identidad.

Si nos paramos a analizar aquellos componentes que forman la identidad nacional nos percataremos de que está integrada
por elementos percibidos como propios y como ajenos. Es decir, por lo común y por lo diferente. Esta perspectiva se
caracteriza por la aseveración de que lo que da sentido a la existencia, y por tanto, a la identidad son los otros, sin ellos
no habría un nosotros y viceversa. Es decir, al formar una identidad estamos excluyendo todas las demás, por ejemplo, si
yo me defino como española automáticamente no puedo ser francesa.
La identidad es un intento de responder a ¿quién soy? Pero, también, es un intento de responder a ¿quiénes somos? Es
decir, por un lado encontramos la identidad individual y por el otro, la identidad grupal. La identidad individual es
poliédrica, y está formada por cada una de las identidades grupales que poseemos, por ejemplo, el yo perteneciente al
grupo de trabajo, el yo perteneciente a la familia, el yo perteneciente a la comunidad, etc. Nuestra identidad personal se
pone en relación con un entorno, y cuando nos sentimos que en ese entorno comparten algunos de nuestros atributos
empezamos a formar parte del grupo incorporando esa identidad grupal a nuestra identidad individual. Nuestras
identidades grupales son las caras del poliedro de nuestra identidad individual.
Los miembros de la nación son sociabilizados en un universo simbólico común, que se sitúa por encima de la experiencia
individual. Las tradiciones que se utilizan para dar sentido al grupo y formar las identidades sociales son igualmente
“invenciones”, que se construyen instrumentalizando el recurso a la Historia como base legitimadora. Es decir, usamos y
evocamos el pasado como más nos interesa, respondiendo a criterios que tienen sentido en clave actual.
Pero la identidad no sólo es un producto histórico, también se construye mediante la articulación de visiones o
estereotipos culturales. En la actualidad, las imágenes y los estereotipos en estas construcciones tienen un papel
fundamental que ven incrementada su influencia gracias a la globalización y los medios de comunicación de masas. Lo que
estos trasmiten tienen una gran capacidad de atracción y de identificación de grupos sociales. Por tanto, en cierto modo
puede afirmarse que desde la estructura de la comunicación, desde los ámbitos encargados de crear, programar y producir
estas narraciones, se posee la llave de las construcciones identitarias. Tal y como afirma Enric Castelló (2008, 54), “los
medios de comunicación se convierten en creadores, deformadores, reforzadores y destructores de identidades”.
Pero la identidad es volátil y cambiante, no permanece a lo largo del tiempo, y cambia dependiendo de diversos factores.
Todo proceso de identidad tiene lugar en un espacio o sistema social de relaciones. La naturaleza de esas interacciones
altera la manera de construir la identidad, y al mismo tiempo, se modifica la manera que percibimos la de los demás.
Otra de las características de la identidad es que esta se adapta al contexto en el que vivimos. Si el contexto cambia la
identidad cambia con él. Por ejemplo, en la actualidad no tenemos las mismas referencias que hace unas décadas, las
funciones y roles sociales han variado y se han adaptado a “los nuevos tiempos” modificando las identidades. Asimismo,
el contexto espacial hace que las identidades muten. La familia no se entiende de la misma manera en los países europeos
que en los americanos. Si un individuo se traslada de un país a otro debería adaptar su identidad al nuevo escenario.
El contexto personal es otra de las situaciones que hacen variar la identidad. Dependiendo de nuestro entorno personal,
económico, familiar y laboral tendremos una identidad u otra. Por ejemplo, no es lo mismo vivir solo que en pareja o en
familia; al igual que no es lo mismo vivir con una renta per cápita alta que con el sueldo mínimo.

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