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La muerte inventada
Alejandro dijo:
—¿A mí?
Alejandro se puso de pie y dio una vuelta por el cuarto con las manos
en los bolsillos.
—Sí... ¿y qué?
—No me gusta.
—¿Han visto?
—¿Qué?
La primera vez sucedió el día en que subieron a la terraza sin ver, más
allá del parapeto, la ciudad inmovilizada bajo la masa vaporosa de un
cielo de febrero. Damián se sintió extraño a la mirada brillante de los
otros dos cuando ensayaban el empujón: Él decía: —Bueno, el tipo lo
empuja así... (todavía no habían encontrado un nombre para los perso-
najes del cuento) Alejandro se dirigía a Edgardo directamente: —Vos
lo empujás así —y lo señalaba a él— Edgardo asentía.
Otra tarde fueron a la pileta para probar si "la cosa" se podía hacer
desde el trampolín. Alejandro y Edgardo subieron a la tabla alta. Des-
de abajo Damián los veía gesticular. Tendido de bruces sobre las bal-
dosas recalentadas del borde, se distrajo mirando a las chicas tan vis-
tosas con las apretadas mallas de baño, relucientes de agua. Recordó
las tardes en la estancia, las galopadas hasta el pueblo cuando caía el
sol y le dolió la quietud de su cuerpo. Entonces se tiró al agua y nadó
tres o cuatro piletas. Cuando salió del agua su ánimo había recuperado
la elasticidad juvenil. Estaba contento al reunirse en el bar con los
amigos, ya vestidos con sus ropas de calle.
***
Damián oía avergonzado, pensaba en que había cosas reales como las
playas, los amigos, el asado a punto, la gente que nacía, se casaba o se
moría, la política y la cotización del dólar. Y había cosas irreales
como su miedo porque a sus amigos se les había ocurrido inventar una
muerte que idiota.
***
—¿Yo?
Damián se disculpó:
—Sí, tengo miedo, pero del viejo. Me rompe el alma si no meto las
materias.
Edgardo se resistió:
***
—Pobres chicos.
Y tenían razón.