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Bueno, hace un rato estaba yo en el Jardín público.

La raíz del castaño se hundía en la tierra, justo


debajo de mi banco. Yo ya no recordaba que era una raíz. Las palabras se habían desvanecido, y
con ellas la significación de las cosas, sus modos de empleo, las débiles marcas que los hombres
han trazado en su superficie. Estaba sentado, un poco encorvado, baja la cabeza, solo frente a
aquella masa negra y nudosa, enteramente bruta y que me daba miedo. Y entonces tuve esa
iluminación.
Me cortó el aliento. Jamás había presentido, antes de estos últimos días, lo que quería decir
“existir”. Era como los demás, como los que se pasean a la orilla del mar con sus trajes de
primavera. Decía como ellos: “el mar es verde”, “aquel punto blanco, allá arriba, es una gaviota”,
pero no sentía que aquello existía, que la gaviota era una “gaviota-existente”; de ordinario la
existencia se oculta. Está ahí, alrededor de nosotros, en nosotros, ella es nosotros, no es posible
decir dos palabras sin hablar de ella y, finalmente, queda intocada. Hay que convencerse de que,
cuando creía pensar en ella, no pensaba en nada, tenía la cabeza vacía o más exactamente una
palabra en la cabeza, la palabra “ser” O pensaba... ¿cómo decirlo? Pensaba la pertenencia, me
decía que el mar pertenecía a la clase de los objetos verdes o que el verde formaba parte de las
cualidades del mar. Aun mirando las cosas, estaba a cien leguas de pensar que existían: se me
presentaban como un decorado. Las tomaba en mis manos, me servían como instrumentos,
preveía sus resistencias. Pero todo esto pasaba en la superficie. Si me hubieran preguntado qué
era la existencia, habría respondido de buena fe que no era nada, exactamente una forma vacía
que se agrega a las cosas desde afuera, sin modificar su naturaleza. Y de golpe estaba allí, clara
como el día: la existencia se descubrió de improviso. Había perdido su apariencia inofensiva de
categoría abstracta; era la materia misma de las cosas, aquella raíz estaba amasada en existencia.
O más bien la raíz, las verjas del jardín, el césped ralo, todo se había desvanecido; la diversidad de
las cosas, su individualidad sólo eran una apariencia, un barniz. Ese barniz se había fundido,
quedaban masas monstruosas y blandas, en desorden, desnudas, con una desnudez espantosa y
obscena.
Me guardé de hacer el menor movimiento, pero no necesitaba moverme para ver, detrás do los
árboles, las columnas azules y el candelabro del quiosco de música, y la Véleda en medio de un
macizo de laureles. Todos esos objetos... ¿cómo decirlo? me incomodaban; yo hubiera deseado
que existieran con menos fuerza, de una manera más seca, más abstracta, con más moderación. El
castaño se apretaba contra mis ojos. Un moho verde lo cubría hasta media altura; la corteza, negra
e hinchada, parecía cuero hervido. El ruidito de agua de la fuente Masqueret se deslizaba en mis
oídos, anidaba allí, llenándolos de suspiros; colmaba mi nariz un olor verde y pútrido. Todas esas
cosas se dejaban llevar, dulce, tiernamente, por la existencia, como esas mujeres cansadas que se
abandonan a la risa y dicen: “Es bueno reír”, con voz húmeda; se desplegaban unas frente a otras,
se confiaban abyectamente su existencia. Comprendí que nohabía término medio entre la
inexistencia y esa abundancia en éxtasis. De existir, había que existir hasta eso, hasta el verdín, el
abotagamiento, la obscenidad. En otro mundo, los círculos, los aires musicales guardan sus líneas
puras y rígidas. Pero la existencia es una sumisión. Árboles, pilares azul nocturno, el estertor feliz
de una fuente, olores vivientes, neblinas de calor suspendidas en el aire frío, un hombre pelirrojo
digiriendo en un banco: todas estas somnolencias, todas estas digestiones tomadas en conjunto
ofrecían un aspecto vagamente cómico. Cómico... no: no llegaban a eso, nada de lo que existe
puede ser cómico; eran como una analogía flotante, casi inasible, con ciertas situaciones de
vaudeville. Éramos un montón de existencias incómodas, embarazadas por nosotros mismos; no
teníamos la menor razón de estar allí, ni unos ni otros: cada ano de los existentes, confuso,
vagamente inquieto, se sentía de más con respecto a los otros. De más: fue la única relación que
pude establecer entre los árboles, las verjas, los guijarros. En vano trataba de contar los castaños,
de situarloscon respecto a la Véleda, de comparar su altura con la de los plátanos: cada uno de
ellos huía a las relaciones en que intentaba encerrarlo, se aislaba, rebosaba. Yo sentía lo arbitrario
de estas relaciones (que me obstinaba en mantener para retardar el derrumbe del mundo
humano, de las medidas, de las cantidades, de las direcciones); ya no hacían mella en las cosas. De
más el castaño, allá, frente a mí un poco a la izquierda. De más la Véleda ...

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