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por Juan Manuel Bonet

UNA vez más, Ramón Gómez de la Serna. Desde que en 1980 el Museo Municipal de Madrid
–su ciudad natal, y la mía de residencia– me encomendara el comisariado de la exposición que
se tituló, como a él le gustaba, , a secas –“Tengo la cara redonda y casi llena de
Ramón, digna de esa gran O sobre la que carga el nombre”–, esta es la tercera vez que me enfrento
a la tarea de poner en imágenes al genial escritor. La segunda fue en 2002, en el Museo Nacio-
nal Centro de Arte Reina Sofía, del que yo era entonces director, y lo que en aquella ocasión me
propuse, con Carlos Pérez como co-comisario, fue estu-
Ismos, Biblioteca Nueva, Madrid, 1931
Colección Javier Fernández, Madrid

Ismos, Editorial Poseidón, Buenos Aires, 1943


Colección Sergio Baur, Madrid
diar Los ismos de Ramón Gómez de la Serna y un apén-
dice circense, realizando un sueño que para la misma
pinacoteca no había logrado realizar en su momento el
pintor Antonio Saura, uno de los lectores que más
provecho sacó a la reedición argentina de Ismos, el libro
de 1931 aludido en el título mismo de la exposición.
Rosario es el escenario elegido para esta tercera mues-
tra ramoniana, que se organiza con motivo del III
Congreso Internacional de la Lengua Española, mues-
tra en cuyo comisariado me acompaña también Carlos
Pérez, y que a partir de la genial figura del autor de las
greguerías propone un paseo por la vanguardia española. (En el recuento, la verdad es que tendría
que incluir también otra exposición ramoniana celebrada fuera de España, en 1983, y con la que
colaboré. Tuvo por escenario el Centre Georges Pompidou de París, concretamente el espacio
anejo a su “Revue parlée”, y su comisaria fue Ioana Zlotescu, hoy editora de las Obras Comple-
de la calle Villanueva de Madrid

tas del escritor, en curso de publicación por Galaxia Gutenberg.)


“Fue un fenómeno”: así de tajantemente empiezan las páginas que Max Aub dedica a Ramón
Alfonso Sánchez Portela

Colección Artística de ABC, Madrid

en su personalísimo Manual de historia de la literatura española. Melchor Fernández Almagro


Ramón en su despacho

había hablado, por su parte, en la revista España, y en fecha tan temprana como 1923, de “la gene-
ración unipersonal de Ramón Gómez de la Serna”. Con raíces locales en Quevedo, en Mariano
José de Larra, en Juan Ramón Jiménez, y sobre todo en el 98 –a dos de cuyos protagonistas, Azorín
y Ramón del Valle-Inclán, dedicaría biografías–, y con un conocimiento exhaustivo de lo hecho
en el París simbolista –que conoció en directo– y en otras capitales europeas, Ramón Gómez de
la Serna es por sí sólo la transición a las vanguardias. Con él empieza, sí, una cierta España

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moderna, con él que era a la vez muy castizo, es decir, muy de la Puerta del Sol, y muy de Mont- José Gutiérrez Solana
parnasse, es decir, del universalismo sin patria de las vanguardias. La tertulia en el café de Pombo, 1920
Óleo sobre lienzo, 162 x 214 cm
Tras Entrando en fuego (1905) y Morbideces (1908) –el segundo de un exacerbado nihi-
Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Madrid
lismo, puesto bajo la advocación de Théophile Gautier: “Nada importa nada”–, Prometeo (1908-
1912) es el primer laboratorio ramoniano. Nominalmente, la revista, de la que salieron nada menos
que 38 números –una proeza para una publicación de sus características, y más en aquella España–,

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la dirige su padre, pero en la práctica él es quien mueve todos los hilos y quien llena decenas y
decenas de sus páginas. Publica en ella a los raros franceses, a Walt Whitman, a Gabriele d’Annun-
zio, a los simbolistas y a los post-simbolistas españoles –Juan Ramón Jiménez incluido–, los “diá-
logos triviales” ya pre-pombianos, y sus propias tentativas teatrales o ensayísticas, luego recogidas
en volúmenes inclasificables, misceláneos, divagatorios: El libro mudo, Ex-libris, Tapices… En
1909, traduce el manifiesto del futurismo de Marinetti, que acababa de salir en el diario Le Figaro
de París. Dos años después, el italiano le envía un texto especialmente escrito para la ocasión, un
manifiesto para españoles, en el que propone unas cuantas de sus lindezas anti-pasadistas y
destructoras, manifiesto al cual “Tristán” –es decir, el propio Ramón– pone un liminar a tono,
aunque más allá de aquello la agitación futurista dejará poca huella en su estilo.
Ya en torno a 1910, Ramón se interesa por las artes plásticas. Sus primeros amigos artistas son
Salvador Bartolozzi, Julio Antonio, Ismael Smith, el extraño Romero Calvet, el noventayochista
Gustavo de Maeztu... Pronto descubre a Solana, un grande, y, en París, a los cubistas, a la par
que el sicoanálisis.

Alfonso Sánchez Portela


Banquete de fisonomías
y tipos de época, 1923
Colección Artística ABC, Madrid

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La greguería es el gran invento de Ramón, aquél por el que ocupa un lugar tan especial en la
historia de las formas breves. La greguería, que a menudo llevará, en revista o en volumen, su
correspondiente ilustración a plumilla, también de su mano, tiene que ver con el aforismo, con el
fragmento, con el haiku, y entre sus precedentes se ha citado a Lichtenberg y a Jules Renard. El
primer volumen de las mismas lo publicó Ramón en 1918, bajo una modernísima cubierta en
damero, imitada del envoltorio de un popular papel de fumar. Habría muchos más.
La greguería, o “lo que gritan las cosas”, y el Torreón: el objeto como greguería, ese objeto
perseguido y apresado por Ramón en el Rastro madrileño, al que en 1914 dedica un libro memo-
rable, pura acumulación, pura enumeración caótica, puro pre-André Breton en las Pulgas de Saint-
Ouen. (Remito al lector interesado en el análisis de los espacios ramonianos, y de su relación con
los objetos, a mi libro Ramón en su torreón, Madrid, Fundación Wellington, 2002, y también al
texto de Carlos Pérez en este mismo catálogo.)
1915 es para Ramón una de esas fechas mágicas que existen en toda vida. Funda la que será En el bazar más suntuoso del mundo
la principal plataforma de la modernidad española: su tertulia sabatina del Café y Botillería de Calpe, Madrid, 1924
Cubierta e ilustraciones de Rafael Barradas
Pombo, un café madrileño romántico y oscuro, de la época de Larra, en la calle Carretas, a dos
Colección particular, Madrid
pasos de la Puerta del Sol. Ahí convoca a sus particulares raros –con los que, según algunos detrac-
tores, se ensaña–, tributa banquetes a figuras por él admiradas, y organiza juegos pre-surrealis-
tas como los “mosaicos” y los “absurdos”. La tertulia quedará inmortalizada por el célebre cuadro
de Solana, instalado en ella cinco años después, y hoy una de las joyas del Museo Nacional Centro
de Arte Reina Sofía. Patrocina, en una sala de la vecina calle Preciados, la Exposición de los Pinto-
res Íntegros, primera muestra cubista celebrada en Madrid, tres años después de la que había
podido contemplarse en Dalmau, la galería moderna de Barcelona. Lo retrata en esa clave uno
de los íntegros y pombianos, Diego Rivera. Jacques Lipchitz, amigo del anterior, lo confirma en
su amor por la estatuaria africana. Descubre, por último, Portugal, un país que lo va a fascinar, y
a quien quiera comprobarlo le recomiendo que lea sus maravillosas cartas desde ahí a los pombia-
nos, en una de las cuales salen precisamente los totems ultramarinos, que ahí se mercaban en la
Feria da Ladra, junto al Mar da Palla.
Siempre he visto a Ramón como el que logra conciliar a Solana, el cantor de la España negra,
y a Picasso, el español universal. Por eso me ha parecido siempre especialmente importante, de El marquesito en el circo
una especial carga simbólica, el banquete pombiano a Picasso, celebrado en 1917. Era la última Calpe, Madrid, 1924
Cubierta e ilustraciones de Rafael Barradas
vez que el malagueño iba a pisar Madrid, a donde había llegado con la troupe de los Ballets Russes,
Colección particular, Madrid
a la que pertenecía su mujer, y para la que él había realizado los decorados, los figurines y el
telón de Parade, la genial obra de Érik Satie, una de las que se representaron aquella temporada,
con su correspondiente escándalo, en el Teatro Real. Del cubismo, en su prosa Ramón asimila
muchos aspectos, empezando por la idea de collage.
De los ultraístas, que comienzan a organizarse de 1919 en adelante, y que frecuentan Pombo,
no se fía, porque le parece que llegan tarde, que son unos advenedizos de una modernidad que
hace varios lustros que ya no tiene secretos para él, y sobre todo porque los capitanea, desde el

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café El Colonial, su ex-amigo y ahora rival Rafael Cansinos-Asséns, aquél al que Jorge Luis Borges
proclamará su maestro, pero al que él odiaría con odio auténticamente feroz, como a Rafael Lasso
de la Vega. Colaborará, sin embargo, en revistas como la propia Ultra, o como Reflector, y tendrá
una relación bastante estrecha con otros de los miembros de aquel movimiento, como el uruguayo
Rafael Barradas –que ilustrará sus tres cuentos infantiles–, Guillermo de Torre o José Rivas Pane-
das, del que le llamará la atención el hecho de que sea a la vez poeta de vanguardia, y pintor de
letreros comerciales.
A propósito de Borges, en clave porteña hay que recordar que, junto con Valery Larbaud,
Ramón fue uno de los primeros no-argentinos receptivos a su obra, como puede comprobarlo quien
lea, en Revista de Occidente, su reseña de Fervor de Buenos Aires, reseña en la que también
menciona con elogio la obra plástica de Norah, la hermana del escritor, y autora de la definitiva
cubierta del poemario.
La jovial década del veinte es para Ramón la de sus novelas grandes, modernas: El doctor
inverosímil, La viuda blanca y negra, El incongruente, El gran hotel, El secreto del acue-
ducto, El chalet de las rosas, El novelista, Cinelandia, El torero Caracho, La mujer de
ámbar, El caballero del hongo gris…, y la de su descubrimiento por Europa. Triunfa en París,
donde lo apadrina Larbaud, donde lo publican los dadaístas y donde Pierre Bonnard ilustra Seins.
Triunfa en Portugal, que le inspira La quinta de Palmyra, novela del ritmo lento y de la saudade,
y donde se consolida su amistad con Almada Negreiros, al que volverá a ver en el Madrid de finales
de la década. Triunfa en Italia, donde Massimo Bontempelli lo incorpora a la redacción de su revista
La hiperestésica internacional 900. Ortega y Gasset lo compara, en La deshumanización del arte, con Marcel Proust
La Novela Mundial, Madrid, 1928 y con James Joyce, que está también en 900, y que como él tanto le debe a Larbaud. Walter Benja-
Cubierta e ilustraciones de Almada Negreiros
min reflexiona a partir de sus melancólicas reflexiones sobre el circo. Encontramos su firma en
Colección Librería Gulliver, Madrid
la revista errante Broom. En España muchos siguen su ejemplo: José Bergamín, poetas como
Antonio Espina o Francisco Vighi, los prosistas “Nova Novorum” del 27, humoristas como Enri-
que Jardiel Poncela, Tono o Edgar Neville. Está presente en casi todas las publicaciones reno-
vadoras de la península, y de un modo especial en Revista de Occidente, y en La Gaceta Literaria.
Habla por Unión Radio gracias a un micrófono instalado en su casa, y escribe greguerías sobre
ese medio, de un tecnicismo especialmente gracioso, y agrupadas póstumamente en Radiorramo-
nismo. Sale en la película de Ernesto Giménez Caballero Esencia de verbena, que es como una
versión castiza de la sinfonía cinematográfica berlinesa de Walter Ruttmann, y es el único autor
de El orador, y Buñuel –que tanto lo admira, al igual que Dalí– quiere rodar con él El periódico.
Estrena Los medios seres. Le fascinan las esculturas metálicas y lineales de Pablo Gargallo, de
José de Creeft, de Germán Cueto, de Calder: algo que tiene que ver con otro de sus títulos póstu-
mos, El hombre de alambre.
Buenos Aires, donde se le lee con pasión, al igual que en el resto de Latinoamérica, y que ya
había estado a punto de visitar en 1926 –nos queda como reliquia la ajada hoja de bienvenida
naranja que había preparado la muchachada de Martín Fierro, ilustrada por el esquema del cere-

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bro ramoniano, por Oliverio Girondo–, es para él una auténtica revelación, prefigurada por la obra
poética de Borges, y por su correlato gráfico a cargo de Norah Borges. Corre el año 1931, preci-
samente el de esa recapitulación –y en el fondo punto final– que es Ismos, libro que ya en 1920
tenía en la cabeza, aunque entonces se llamara de un modo más complicado: Historia del cubismo
y de todos los ismos. Vuelve de las orillas del Plata con muchos recuerdos en la cabeza, y acom-
pañado por Luisa Sofovich, su compañera por siempre.
1934 es la fecha de su fundamental Ensayo sobre lo cursi, consecuencia directa de sus baja-
das al Rastro –aunque también ubique en sus páginas ciertos versos de Juan Ramón Jiménez o
de Paul Éluard–, y que constituye una importante aportación a la reflexión estética de un tiempo
de mirada atrás, el mismo en que se inscriben las reflexiones de Dalí sobre el art nouveau, las de
Hermann Broch sobre el kitsch o el libro de Paul Morand sobre 1900.
Partícipe de las visitas a los cementerios románticos inmortalizadas por Curzio Malaparte –vía
Agustín de Foxá– en Kaputt, Ramón escribe en 1935 un libro “de mucha alegría”, Los muertos,
las muertas y otras fantasmagorías. La hora es grave. El año siguiente, en que estalla la
cruenta guerra civil, marca para él, como para prácticamente todos los españoles, una cesura.
Exiliado no del franquismo –que van a serlo casi todos los demás–, sino de la propia República
Maruja Mallo
desbordada y cuyos excesos le parecen imperdonables, se afinca en Buenos Aires, donde cuando
Plástica fotográfica, 1929
a partir de 1939 afluyan los perdedores, será algo así como un “exiliado dentro del exilio”, un apes- Fotografía, 14 x 9 cm
tado, colaborador de la prensa y la embajada franquistas, al que los republicanos se acercarán Guillermo de Osma Galería, Madrid

sólo con múltiples precauciones.


El Ramón bonaerense y tardío es un hombre de una gran negrura. Lo corroen los celos. Sale
poco de su último Torreón, en Hipólito Yrigoyen, no muy lejos de San Telmo –su nueva fuente de
aprovisionamiento–, espacio más obra de arte total todavía que los anteriores, más tapizado toda-
vía de un caos de imágenes, más schwittersiano, por el lado de los Merzbau. No se interesa ya
demasiado por los nuevos ismos, pese a que estos seguían floreciendo en aquel Buenos Aires de
Madi y del Manifiesto Blanco fontanesco, y a que Poseidón reedite su libro de 1931, ampliándolo
tan sólo con el capítulo “Dalinismo”. Ve a Oliverio Girondo y Norah Lange, mas hace poca vida
social: en la capital argentina, y a diferencia de lo que le había sucedido en París con La Consigne,
no ha sustituido su querido Pombo por nada. Su Diario póstumo es amargo, nada jovial, entre-
verado de cuentas y de Nostalgias de Madrid –así se titula uno de sus libros de aquel enton-
ces–, que no le impiden escribir una Interpretación del tango, y otro volumen titulado
Explicación de Buenos Aires, y que se publica… en Madrid. Todavía encuentra el modo, sin
embargo, de dar a la imprenta, en 1948 –el año de su único y complicado retorno a su ciudad natal–,
su obra maestra absoluta, una monumental autobiografía como no hay otra en nuestra litera-
tura, que lleva el definitivo título Automoribundia, y en la que como muestra de páginas feli-
ces, cabe recordar las que dedica al deslumbramiento portugués de 1915. Habrá alguna otra novela,
pero es la hora de las recapitulaciones: de sus monografías sobre Solana, Norah Borges y Maruja
Mallo, de sus Retratos completos, un magistral fresco de su época.

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Alfonso Sánchez Portela
Ramón con su muñeca de cera
Colección Artística de ABC, Madrid

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