Vous êtes sur la page 1sur 14

*

EL PODER DESTRUCTIVO DE LA LIBIDO

Eduardo Orozco **

En el mundo psicoanalítico de hoy en día parece que resulte cada vez más extraño
afirmar que la libido puede utilizar su propia potencia agresiva e incluso destructiva para
conseguir sus fines.
En mi opinión, se ha hecho común recurrir al sencillo expediente de atribuir lo
agresivo, lo destructivo, a un factor demoníaco que, como decía Freud a partir de su
última teoría pulsional, sólo se explica por la presencia de una fuerza maligna interior: la
pulsión de muerte.
De esta manera, el pensamiento psicoanalítico cae en una simplificación propia del
pensamiento primitivo en el que lo bueno y lo malo pueden mezclarse, pero son
cualitativamente diferentes. Razonando así, con sólo observar donde se han desmezclado
lo bueno y lo malo es relativamente sencillo señalar con el dedo cuál es el producto y, por
tanto, el origen de lo demoníaco, con lo cual el psicoanalista se convierte fácilmente en
una suerte de cruzado contra el mal. Un mal que anida y triunfa en el interior del paciente
gravemente perturbado y que hace que algunos psicoanalistas, como H. Rosenfeld,
lleguen a describirlo como una organización criminal o "gang" interno.
Todo aquello que es valorado como destructivo o agresivo se convierte así
axiomáticamente en una prueba más de la existencia de esa fuerza demoníaca, la pulsión
de muerte, que habita en nuestro interior y mantiene allí mismo una lucha eterna contra
el puro e inocente amor libidinal.
Pretendo en esta exposición insistir en lo que era desde el principio del psicoanálisis
un concepto obvio, pero que obliga a no simplificar las cosas, sino más bien a plantearlas
en su gran complejidad. Se trata de que el amor, el producto de la libido, es no sólo un
elemento constructivo, como sería fácil y bonito considerar, sino también agresivo y
destructivo. Y puede serlo en tan gran medida como para acabar con la propia vida y la
de nuestros semejantes, si se regresa a formas de satisfacción libidinal primitivas cuando
fracasan las relaciones de objeto más evolucionadas.
Comenzaré refiriéndome al concepto de libido y a la explicación del desarrollo
libidinal del individuo. Se trata de ideas que no surgieron desde un principio en la mente
de Freud de forma completamente elaborada y acabada, sino que, por el contrario, fueron
evolucionando a través de los años y se enriquecieron con el continuo intercambio que
Freud mantuvo con sus discípulos y colaboradores, entre los que destacó por la
importancia de sus aportes K. Abraham.
Por otra parte, hay que tener en cuenta que el desarrollo del concepto de libido guardó
para Freud una estrecha relación con la necesidad de elaborar una teoría pulsional que

*
Conferencia presentada en las IV Jornadas del Instituto de Estudios Psicosomáticos y Psicoterapia
Médica el 3 de octubre de 1998, celebrada en Valencia.
** Miembro Titular con función didáctica de la APM. Miembro del IEPPM acreditado FEAP .
explicara adecuadamente el funcionamiento normal y patológico del psiquismo humano.
En este sentido llegó a formular tres teorías pulsionales diferentes a lo largo de su obra.
La pulsión fue imaginada por él desde un principio como una fuerza que se origina
en lo corporal y es motivada por el malestar o displacer. Con sus mecanismos reflejos
instintivos, el bebé recién nacido intenta descargar esta tensión de la manera más
primitiva posible, es decir, a través del llanto, de la agitación muscular descoordinada y
de la expulsión de aquellos contenidos que, como la orina, la mucosidad o las heces,
provocan el displacer por su acumulación excesiva.
Freud supuso que el psiquismo incipiente inscribe sucesivamente las experiencias de
insatisfacción y satisfacción que se van sucediendo y las relaciones con el entorno que
participa en ello, pues hay displaceres, como el hambre, que sólo desaparecen con el
aporte externo. La repetición de los encuentros exitosos permite la fijación de la pulsión
a su objeto de satisfacción, lo que no quiere decir sino que ese objeto es, a partir de
entonces, el medio elegido y buscado preferentemente por la pulsión para obtener lo que
es su fin original: el cese de la tensión displacentera.
De allí nació su primera teoría pulsional. En ella se propone la hipótesis de que una
fuerza inicial, la pulsión de autoconservación, a cuya energía llamó interés yoico, vela
desde un principio por la satisfacción de las necesidades yoicas, mientras que otra fuerza,
la pulsión sexual, a cuya energía llamó libido, busca satisfacciones eróticas que han
surgido, por apuntalamiento, durante el contacto de las zonas erógenas con el objeto que
calma la necesidad corporal.
De acuerdo a esta teoría, el conflicto psíquico aparece cuando el yo tiene que optar
por satisfacer una pulsión u otra, eligiendo finalmente separar de sí mismo el deseo sexual
a través de los mecanismos de defensa, y en especial de la represión. No olvidemos que
esto significa esencialmente la desintegración del deseo sexual conflictivo, que se separa
así de la estructura yoica de la que anteriormente formaba parte, por lo que implica
necesariamente el desconocimiento para el propio sujeto del deseo sexual antes conocido
y asumido como propio.
Este deseo sexual debe, por tanto, buscar su satisfacción independientemente de la
organización yoica, aunque sin poder desentenderse de la defensa por que la represión se
mantiene. Finalmente, el psiquismo encuentra la vía de solución a través de un
compromiso entre el deseo y la defensa. Compromiso al que hemos llamado satisfacción
sintomática neurótica.
En esta primera teoría pulsional, Freud consideraba que la capacidad agresiva y, por
tanto, destructiva del individuo era propia de todas las pulsiones, ya fueran de
autoconservación o sexuales, y les servía para conseguir sus fines en el mundo externo,
ya que les brindaba toda su potencia.
Si lo agresivo se convertía en un fin en sí mismo había que pensar en una perversión
de la pulsión y no en que existía otro tipo de pulsión de naturaleza agresiva que
predominara en ese momento, tal como preconizaba Adler en aquella época ante la
oposición decidida de Freud.
Es bien conocido por todos que fue la necesidad de entender el síntoma neurótico lo
que llevó a Freud a la elaboración de esta primera teoría y, por tanto, le permitió hacer
una hipótesis inicial sobre el funcionamiento de la mente y la estructura del aparato
psíquico, al que imaginó entonces compuesto por los sistemas consciente, preconsciente
e inconsciente.
Poco a poco, Freud fue desplazando su interés al estudio más profundo de lo que él
llamaba el yo censor. Este interés se plasmó en dos artículos: "Introducción al narcisismo"
(1914) y "Pulsiones y destinos de pulsión" (1915), que marcaron precisamente la
elaboración de su segunda teoría pulsional. Se trata de una teoría que a menudo se omite
y que, sin embargo, considero personalmente clave para entender, como Freud lo propuso
en su momento, el porqué de los mecanismos psicóticos.
Para comprender este planteamiento hay que tomar en cuenta que Freud introdujo
oficialmente en ese momento el concepto de narcisismo, y llegó a la conclusión de que,
lo que él había supuesto como propio del conflicto psíquico, la pugna entre el interés
yoico y la libido, debía replantearse. Su razonamiento lo llevó a pensar que la libido busca
al principio sus satisfacciones parcialmente, o sea, sin una organización yoica suficiente
para centralizar sus esfuerzos, y luego, en un segundo paso evolutivo, confluye sobre el
propio yo, invistiéndolo libidinalmente, o sea, amándolo, tomándolo como objeto de
satisfacción en sí mismo. Así se convierte en libido yoica y desde ese momento sus
objetivos coinciden con los del interés de la pulsión yoica de autoconservación.
La nueva teoría pulsional abría el paso para poder pensar en el conflicto psicótico,
pues sostenía que el amor por el yo podía entrar en conflicto con el amor por el objeto
externo. La libido yoica podía entonces entrar en conflicto con la libido de objeto.
A primera vista podría decirse que con esta forma de pensar sigue sosteniéndose una
conflictiva entre el yo que tiende a autoconservarse y el deseo sexual hacia el objeto,
como si nada hubiera cambiado con respecto a la primera teoría pulsional. Pero si lo
observamos bien, aquí se trata de libido, de deseo de la pulsión sexual puesto en el yo o
en el objeto, y esto es lo que inaugura la posibilidad de pensar sobre un tipo especial de
amor imaginario narcisista que en un momento temprano de la evolución se pone por
encima de la propia autoconservación y puede resultar, por tanto, responsable de tantos
fenómenos de autodestrucción aparentemente inexplicables.
Según esta segunda teoría pulsional, la capacidad agresiva y, por tanto, destructiva
del individuo sigue siendo inherente a la propia libido. La libido la utiliza para obtener
del objeto sus satisfacciones o bien para atacarlo y destruirlo si éste resulta frustrante,
intentando salvaguardar con ello el amor narcisista por el yo. El yo retira así la libido
objetal y se refugia en una investidura megalomaníaca, como describe Freud en su
artículo de 1914.

Aparece de esta manera la idea de que el yo puede destruir sus vínculos objétales
y hasta su contacto con el mundo externo, cegado por la furia de la insatisfacción
pulsional, que pone en peligro no tanto su autoconservación, sino su autoestima
narcisista. No olvidemos que lo que queda planteado es la fuerza de una pulsión sexual
cuya libido se satisface en el objeto imaginario yoico y que puede prescindir del
principio de realidad con tal de obtener su satisfacción.

Esa fue la explicación que encontró Freud en aquel momento para la patología
psicótica. Explicación que lo situaba prácticamente en el monismo pulsional, pues
proponía ahora un conflicto entre distintas investiduras libidinales y no entre tipos
de energías diferentes.

Este monismo pulsional lo acercaba a Freud peligrosamente a las teorías que sostenía
Jung en ese momento y de las que él necesitaba apartarse para mantener su hegemonía en
el mundo psicoanalítico de la época. Mundo del que no debemos olvidar que hacía sus
primeros pasos organizativos en un medio generalmente hostil. Creo que éste fue un
factor trascendental que sirvió de motor para que Freud buscara y encontrara una nueva
teoría pulsional que resolviera, con una excusa científica, su problema político de
indiferenciación con Jung.
Volviendo al planteamiento de Freud en 1914, vemos que en él se nos habla de libido
que busca su fin a través del amor al objeto-yo. Aquí es interesante que tengamos en
cuenta el aporte de Lacan cuando establece que, en el estadio del espejo, el niño crea un
yo imaginario que no se corresponde con el yo real, ya que aparece como no fragmentado
o, lo que es equivalente, aparece como portador de una falsa completud que la realidad
del infante se encargará de desmentir una y otra vez a lo largo de su evolución, con la
consecuente tensión narcisista que esto supone.
Como hemos visto, esta segunda teoría pulsional plantea que es esta necesidad de
satisfacción narcisista, vinculada a la completud yoica imaginaria, la que puede hacer
peligrar y hasta destruir los vínculos objétales y las partes del sí mismo que la amenacen,
aunque esto lleve a la pérdida de la relación con el mundo externo y, por ende, a la
destrucción final del individuo real.
Se trata de un conflicto psíquico diferente del que se explicaba con la primera teoría
pulsional. En aquél, el conflicto neurótico, un yo más evolucionado podía defenderse
desconociendo, reprimiendo sus propios deseos sexuales y daba paso así a la forma de
satisfacción libidinal neurótica. Aquí se trata de un yo débil todavía para utilizar esos
mecanismos defensivos y, por tanto, limitado a resolver sus conflictos a través del
repudio del conocimiento de su vínculo con el objeto externo frustrante que
representa al mundo. Vínculo éste que, no lo olvidemos, incluye no sólo al objeto, sino
a partes del sí mismo. Se trata, como decía antes, de la base de la patología psicótica.
Freud describió en Las pulsiones y sus destinos cómo al yo-realidad inicial le seguía,
con la aparición de la pulsión sexual, el yo-placer purificado, que expulsaba, desconocía,
hacía ajeno a todo aquello que lo insatisfacía, considerándolo no-yo. Estaba hablando,
por tanto, de un fenómeno agresivo, destructivo, que es provocado por las pulsiones
libidinales yoicas y que moderadamente (si la insatisfacción no predomina en esos
primeros estadios de la vida) es útil, sin embargo, o, mejor dicho, imprescindible, para la
delimitación futura del nuevo yo-realidad.
Este yo-realidad definitivo, a diferencia del primer yo-realidad (inicial), toma en
cuenta no sólo a las necesidades corporales, sino también a los objetos del mundo externo
que pueden satisfacerlas o frustrarlas. Esto es el resultado del acceso al principio de
realidad y, por tanto, corresponde al predominio del principio de placer modificado,
propio del funcionamiento yoico evolucionado. Implica también el establecimiento
mental de la representación objetal diferenciada y, por tanto, permite llegar al momento
en que el niño ya no destruye imaginariamente al objeto frustrante, sino que lo conserva,
pues ahora puede verlo como un todo, con sus buenas y malas cualidades.
Como resulta obvio esto implica también una utilización diferente de la agresión,
puesto que al ser capaz de no destruir imaginariamente al vínculo objetal cuando resulta
frustrante, el niño aprende a intentar buscar las satisfacciones utilizando la agresividad de
una forma más evolucionada, como puede ser, por ejemplo, el intento de control del amor
objetal a través de la dominación o de su complemento obligado, el sometimiento.
Si volvemos al momento evolutivo que propone Freud en 1915 al hablar del yo-placer
purificado, podemos ver que éste resulta paradigmático de la patología psicótica. El
planteamiento de Freud lleva implícita la idea de que si el bebé sufre un exceso de
frustración por parte del mundo externo, tiende a desconocerlo en demasía, no pudiendo
desarrollar entonces un yo suficiente para la vida individual. De esta manera queda
atrapado en el funcionamiento psicótico que implica la constante conexión y desconexión
destructiva con el objeto.
Voy a hacer un paréntesis aquí para intentar resumir brevemente la teoría del
desarrollo libidinal que Freud y Abraham culminaron años después y que es necesario
integrar a esta dos teorías pulsionales que el mismo Freud había propuesto antes de 1920
para no desecharlas alegremente y, en especial, a la segunda.
Estos autores coincidieron, finalmente, en que en el desarrollo libidinal normal del
individuo se sucedían las fases oral de succión, oral canibalística, anal expulsiva, anal
retentiva, fálica o genital infantil, de latencia y, finalmente, genital adulta.
El pasaje de la fase anal expulsiva a la fase anal retentiva abre la posibilidad de que
la ambivalencia hacia el objeto no termine destruyendo imaginariamente el vínculo con
éste y, por tanto, contribuye decisivamente a la conservación de representaciones
psíquicas objétales que, al estar establemente investidas, son utilizables para el
pensamiento propio del proceso secundario.
Como es bien conocido, es aquí donde esta teoría marca la frontera entre el
funcionamiento psicótico y neurótico. Hasta ese límite se puede hablar entonces de un
sujeto en el que predomina el funcionamiento del yo-placer purificado, pues incorpora a
sí mismo lo que es placentero y desconoce o expulsa aquello que es displacentero. El
incorporar o ser incorporado, propios de la fase oral y, por tanto, de su forma esencial de
relación, la identificación primaria con el objeto presente, se complementan, o quizá sería
mejor decir que se perfeccionan, a través del desarrollo del placer libidinal anal de la
expulsión. Reinan los mecanismos de proyección e introyección, como antes, en la fase
oral, pero el niño descubre con inmenso placer que sus fantasías de destrucción imaginaria
pueden hacerse realidad gracias al progresivo enriquecimiento del dominio de su cuerpo.
Hasta aquí he intentado dar un breve panorama del estado de las ideas psicoanalíticas
en el momento (1920) en que Freud, en su artículo "Más allá del principio del placer",
propuso su tercera y última teoría pulsional y, con ella, la idea de que toda violencia era
provocada por la pulsión de muerte. He adelantado simplemente las conclusiones a que
se llegó en el estudio del desarrollo libidinal, culminado poco después de ese
planteamiento, y lo he hecho porque en los trabajos en que Freud recogió estos avances
ignoró por completo sus ya formuladas tesis sobre la pulsión de muerte.
Como ejemplo de ello hay que pensar que en su artículo de 1923, "La organización
genital infantil", la agresividad sólo fue considerada por él como una fuerza puesta al
servicio de la investigación sexual y, por tanto, de la libido. De igual manera, cuando en
1931 escribe Sobre la sexualidad femenina y trata allí de las fantasías hostiles primitivas
que la niña tiene con su madre, omite por completo la intervención de la pulsión de muerte
y hace un detallado recorrido descriptivo, en el que muestra cómo las sucesivas e
inevitables frustraciones libidinales que la madre provoca a la niña son motivo suficiente
para esa hostilidad.
Sin embargo, es en un artículo de una época intermedia (1925) titulado "Inhibición,
síntoma y angustia", en el que nos da la clave de por qué no es necesario tomar en cuenta
la nueva teoría al pensar en el desarrollo libidinal.
Hasta entonces Freud siempre había afirmado que el Yo sólo se defendía de las
mociones libidinales que eran peligrosas para él y, por tanto, sólo se reprimía la
representación psíquica investida libidinalmente. Pero ahora se le planteaba un problema.
Si sólo se reprime la moción libidinal, ¿cómo sostener que se reprimen también las
mociones agresivas y destructivas, que ya no veía como expresiones de la libido en busca
de su satisfacción, sino como producto de la pulsión de muerte?
En este artículo Freud aborda la cuestión de la siguiente manera: "La nueva
concepción de los dos grupos de pulsiones -dice- parece hacer saltar la anterior
construcción de fases sucesivas de la organización libidinal. Ahora bien, no tenemos
necesidad de inventar el expediente que nos permita salir de esta dificultad. Hace mucho
que se halla a nuestra disposición; helo aquí; casi nunca nos las veremos con mociones
pulsionales puras, sino, todo el tiempo, con ligas de ambas pulsiones en diversas
proporciones de mezcla. Por tanto, la investidura sádica de objeto se ha hecho también
acreedora a que la tratemos como libidinosa, no nos vemos obligados a revisar las
organizaciones de la libido...".
Si dejamos por un momento aquí la frase, queda claro, como da a entender Freud,
que no hay que inventar nada nuevo y, lo que es más evidente aún, no hay que inventar
nada nuevo porque nada nuevo aporta la idea de la pulsión de muerte. El sadismo y las
demás formas agresivas, como antes de sus postulados de 1920, deben ser tratados como
libidinosos, pues de lo contrario todo el edificio teórico psicoanalítico se desplomaría. "...
Y la moción agresiva hacia el padre -concluye Freud la frase que he interrumpido antes-
puede ser objeto de la represión a igual título que la moción tierna hacia la madre".
De esta manera tanto la teoría del complejo de Edipo como la de su represión siguen
siendo compatibles con la nueva teoría psicoanalítica, pues sus componentes hostiles
siguen siendo libidinales, como lo fueron desde el primer planteamiento freudiano. En
otras palabras, el odio hacia el padre puede ser reprimido porque su fin último no es el
agresivo, sino que la agresión en sí forma parte de un objetivo superior, el objetivo
libidinal de obtener a la madre. Como podemos ver, la libido sigue valiéndose de su
potencia agresiva para alcanzar sus objetivos, como siempre había sostenido Freud. Nada
ha cambiado.
En realidad, ya en 1920, en el propio "Más allá del principio de placer", Freud había
utilizado esta fórmula que esteriliza todo pretendido aporte de la nueva teoría que exponía
allí mismo por primera vez. Ya entonces Freud sostenía que pulsión de vida y de muerte
estaban mezcladas desde un comienzo. Con ello establecía, sin aclararlo explícitamente,
un equivalente exacto entre lo afirmado en sus teorías anteriores (la libido tiene un
componente agresivo que le sirve a sus fines) y lo afirmado después (la libido predomina
en la mezcla con la energía de la pulsión de muerte y la utiliza como potencia agresiva
para obtener sus fines).
La tan mentada desmezcla de la pulsión de muerte es un equivalente exacto de la
hasta entonces postulada fuerza agresiva de la libido, que, en niveles de pensamiento
primitivos, al ver frustrados sus fines por el objeto utiliza ese recurso para atacarlo y
destruir así lo que se ha convertido en una fuente de malestar, mientras que, en niveles
más evolucionados, sirve como recurso para obtener vínculos transaccionales como el
sadomasoquista que retienen y utiliza libidinalmente al objeto.
Utilizar una teoría u otra no aporta nada diferente, aunque sí quizá dificulte o facilite
el entendimiento de los fenómenos clínicos, pues no es lo mismo hablar de una fuerza
demoníaca que se desata en el interior del hombre en donde esperaba agazapada para
poder destruirlo a él o a sus semejantes (concepto mítico por más que se lo quiera disfrazar
de científico), que entender como el amor libidinal primitivo puede ser ciego y destructivo
a menos que lo ayudemos a construir un yo sólido que le permita acceder a formas más
elevadas de satisfacción en un mundo difícil, que no facilita la tarea generalmente.
Dejando de lado, pues, esta tercera y última teoría pulsional que, en mi opinión, no
aporta una nueva forma científica de entender la clínica, me centraré en el estudio de la
agresividad y destructividad de la libido y, en especial, de su vertiente narcisista y lo haré
retomando las ideas de algunos autores que han estudiado a fondo los primeros estadios
del desarrollo. Lo haré con el objetivo de ver cuándo y por qué la destructividad puede
convertirse en un fin libidinal.
¿Por qué no empezar entonces por el propio Freud? En primer lugar, hay que tener
claro que el concepto que sostuvo de narcisismo no se puede entender unívocamente a lo
largo de su obra. En 1925, en Inhibición, síntoma y angustia, nos habla de un narcisismo
fetal, que está presente, por tanto, desde el principio de la vida, y que consiste
esencialmente en la falta absoluta de tensión. Es un estado al que el individuo intentaría
siempre regresar.
Sin embargo, también sigue presente en toda la obra de Freud la idea de un narcisismo
que evoluciona como valoración del propio individuo (Yo ideal) y que es de naturaleza
imaginaria y omnipotente. Omnipotencia que, según Freud, es luego proyectada en el
objeto parental al ocurrir la diferenciación con él y recogida posteriormente como Ideal
del Yo en una subestructura yoica a la que denomina Superyó.
Por otra parte, el narcisismo no puede ser considerado como patológico, sino en tanto
queda fijado a estadios evolutivos tempranos, tanto si se trata del narcisismo propio de
cuadros psicóticos como del que corresponde a niveles neuróticos más evolucionados.
Hay que poder pensar también en un narcisismo no patológico en el cual la satisfacción
narcisística sea compatible con la relación no neurótica ni psicótica con el objeto.
No es mi intención en este trabajo abordar el estudio de este nivel evolutivo y ni
siquiera referirme al sufrimiento neurótico por todos conocido. Únicamente haré mención
en este último sentido a cómo también se abusa del concepto de lo demoníaco y de la
pulsión de muerte para explicar estructuras masoquistas y sus correspondientes pares
sádicos que no son sino muestras de un estadio evolutivo tan avanzado como para que su
violencia no ponga en peligro ni la vida del individuo ni la de su objeto de amor.
Para enfocar el estudio del poder agresivo y destructivo libidinal en estructuras
primitivas es útil pensar en algunas situaciones que podríamos llamar paradigmáticas. Me
referiré a algunas de ellas.
En primer lugar, abordaré la llamada depresión anaclítica que fue descrita por Spitz
y que en tantas ocasiones es citada como ejemplo de una inexplicable y demoníaca acción
provocada por la pulsión de muerte contra el propio individuo.
La experiencia en sí, es a veces simplificada refiriéndola únicamente al hecho de que
niños de pocos meses de edad, que son correctamente alimentados, caen en un imparable
e inexplicable estado de marasmo que los conduce a la muerte. Si recordarlos lo que en
realidad relató Spitz, la cuestión es mucho más compleja. Sus observaciones se
produjeron en una situación muy especial, se hicieron con hijos de reclusas que convivían
con ellas desde su nacimiento en el ambiente carcelario.
Los niños que sufrieron este fatal final habían sido repentinamente separados de sus
madres entre el sexto y octavo mes de vida. Durante el primer mes de separación se
volvían llorones, exigentes y tendían a cogerse a las personas que se acercaban cuando
éstas intentaban conectar con ellos. En el segundo mes de separación, el lloriqueo podía
ya reducirse a apagados gemidos, mientras paralelamente los niños perdían peso y su
índice de desarrollo se detenía. Ya en el tercer mes, los niños se negaban al contacto con
las personas que se acercaban. Yacían postrados en sus cainitas la mayor parte del tiempo,
padecían insomnio y seguían perdiendo peso. Aparecía una fuerte tendencia a contraer
enfermedades interrecurrentes, el retraso motor se generalizaba y se hacía manifiesta una
progresiva rigidez facial, quedando, finalmente, firmemente establecida una máscara de
inexpresividad. El retraso motor daba lugar, finalmente, al letargo.
Siguiendo esta experiencia podemos pensar que, al desaparecer la presencia del
objeto libidinal materno, al que podemos imaginar firmemente establecido, aunque no
diferenciado todavía, la libido primero se expresa mediante un reclamo agresivo hacia la
madre ausente, reclamo que, sin duda, días antes hubiera sido suficientemente útil para
atraer su atención y que claramente está al servicio de la búsqueda y obtención del fin
libidinal.
De la misma manera podemos pensar, por la descripción que nos brinda Spitz, que
en esos primeros momentos el niño también intenta dirigir su libido a toda aquella persona
que se acerque con suficiente paciencia como para ofrecerse como objeto libidinal
constante, pero que en aquel medio las presencias que encontraba eran esporádicas y no
suficientes, con la consecuente y repetitiva decepción que lo sumía en la progresiva
desesperanza.
Podemos suponer que en otro medio ambiente más favorable, cuando por una
desgracia repentina una madre muere, por más buena que haya sido la relación, una
relación equivalente, por ejemplo, con una abuela suficientemente disponible, podría
sustituirla adecuadamente, o por lo menos impedir que el niño sufra una depresión
anaclítica. Pero éste no era, evidentemente, el caso de los niños observados por Spitz.
Spitz encontró que, después de tres meses de separación, había un período transitorio
de unos dos meses, durante los cuales todos los síntomas se consolidaban. Si la madre
retornaba durante este período de transición, la mayoría de los niños mejoraban, aunque
era dudoso que esta mejoría fuera completa. Si la madre no retornaba, el niño entraba en
lo que Spitz definió como "hospitalismo", que lo llevaba, finalmente, a la muerte.
Sin embargo, Spitz señaló algo muy significativo en sus observaciones, no todos los
niños que sufrían esta separación brusca caían en el estado depresivo que los llevaba al
marasmo. Únicamente les ocurría esto a quienes habían tenido una buena relación con su
madre y habían así establecido un vínculo libidinal suficientemente significativo como
para luego caer en el estado depresivo al perderlo.
Aquellos que en palabras de Spitz habían tenido malas relaciones con sus madres,
presentaban perturbaciones de una naturaleza diferente al ser separados de ellas. En todo
caso, presentaban depresiones leves o lo que él llamaba trastornos por psicotoxicidad
materna. Se refería a trastornos provocados por determinada forma cualitativa patológica
de actuación materna anterior y que podían acentuarse con la separación de la madre. En
cambio, él consideraba como causa de la depresión anaclítica únicamente la ausencia
cuantitativa de afectividad por abandono, no una relación patológica anterior.
Para reconectar la experiencia de Spitz con las ideas que expuso Freud en su segunda
teoría pulsional pienso que es útil resituarnos en lo que es la teoría freudiana de la
evolución del niño en los primeros años de vida, y para ello me valdré de las ideas que ha
aportado M. Hahler. Quizá no haya otro psicoanalista que como esta autora haya sabido
aunar a la observación sistemática y sagaz de la evolución infantil, unas originales ideas
teóricas que han mantenido su consecuencia con lo observado y, a la vez, han sido
articuladas adecuadamente con la base metapsicológica freudiana y, en especial, con la
teoría de la evolución libidinal.
Mahler nos habla de períodos normales de autismo, simbiosis y separación-
individuación, cuyo satisfactorio desarrollo influirá en la ausencia de patología. Me ceñiré
a una descripción breve de lo que ella considera evolución normal, destacando aquello
que resulta útil para entender los fenómenos destructivos de la libido.
Según esta autora, el niño vive en las primeras semanas de vida lo que califica como
período de autismo normal. Este se caracteriza por sus intentos continuos de alcanzar la
homeostasis en un estado de desorientación alucinatoria primitiva, en el cual la
satisfacción de la necesidad es vivida como perteneciente a su propia órbita omnipotente.
En este período autista normal, el efecto de los cuidados de la madre para reducir las
molestias de la necesidad-hambre no puede ser aislado ni diferenciado por el niño de sus
propios intentos de reducción de tensión, tales como orinar, defecar, toser, estornudar,
escupir, regurgitar, vomitar, etc. Fenómenos expulsivos en general. Corresponde esta
etapa a intentos de restaurar el narcisismo originario planteado por Freud como
proveniente de la vida fetal.
A partir del segundo mes comienza la etapa simbiótica. En ella el niño inicia el
conocimiento confuso del objeto satisfactor y funciona como si él y su madre fueran un
sistema omnipotente, una unidad dual dentro de un límite común. Es importante destacar
algo que se olvida generalmente al estudiar lo propuesto por esta autora. En el período
simbiótico, el niño conoce gradualmente a su madre, pero sin diferenciarse de ella. Podría
decirse que lo hace en la misma medida en que se va conociendo a sí mismo. Simbiosis
es así un término utilizado por ella para describir una unidad de funcionamiento en la que
avanza el conocimiento del objeto y del sujeto sin llegar a la diferenciación, aunque sea
el camino que finalmente llevará a posibilitarla en un proceso gradual.
Durante este período, el objeto materno ayuda al desplazamiento progresivo de la
libido, desde dentro del cuerpo, desde los órganos, hacia la periferia. Hay una tendencia
innata a la regresión libidinal vegetativa esplácnica que se vence gracias a la acción
conjugada de dos factores: por un lado, el desarrollo madurativo corporal que incluye el
aumento del umbral perceptivo de los receptores externos del niño, y, por otro, el aporte
activo del socio materno de la simbiosis, que estimula estos receptores externos.
Como las experiencias observadas por Spitz lo muestran, la pérdida prematura del
socio materno simbiótico, no adecuadamente sustituido, hace revertir este proceso. La
libido se repliega en estos casos a sus investiduras esplácnicas y abandona los receptores
externos, llegándose así a la paralización del factor de crecimiento y a la misma muerte
del niño.
Esta regresión libidinal a formas primitivas de satisfacción a través de la desconexión
perceptiva con el mundo externo, es equivalente a la deslibidinización de éste y permite
pensar en fenómenos destructivos como la alucinación negativa o el embotamiento
mental, estado éste que puede ser causado tanto por drogas como por otros medios, tales
como el agotamiento físico o mental provocado por el efecto cuantitativo de la sobre
estimulación.
Siguiendo con el aporte teórico de Mahler, esta autora plantea que a la fase simbiótica
le sigue el proceso de separación-individuación, período éste muy complejo y que consta
de diversas subfases a las que llamó diferenciación, ejercitación, reacercamiento y
establecimiento de la constancia objetal libidinal.
La diferenciación se inicia para ella alrededor de los cuatro o cinco meses como un
proceso gradual que aparece en el momento culminante de la simbiosis. Esta
diferenciación continúa en la primera parte de la subfase de ejercitación, en la que el niño
manifiesta una incipiente capacidad para apartarse físicamente de la madre gateando,
trepando y enderezando el cuerpo, aunque procurando siempre estar cerca de ella y
buscando continuamente lo que Furer llamó "reabastecimiento emocional".
La segunda parte de la subfase de ejercitación que ella sitúa en un período que abarca
desde los diez o doce meses a los dieciséis o dieciocho, se caracteriza por el comienzo de
la libre locomoción erecta. Allí se conjugan enriqueciéndose mutuamente los procesos de
diferenciación corporal respecto de la madre, de creación de un vínculo específico con
ella y del crecimiento y funcionamiento de los aparatos del yo autónomo bajo su
vigilancia cercana.
El desarrollo continúa con la subfase de reacercamiento, que Mahler sitúa entre los
dieciséis y los veinticinco meses. Comienza con el dominio de la marcha erecta y, por
tanto, coincide con el momento en que el Yo puede desentenderse de los problemas de la
locomoción en sí, pues ya la maneja de forma inconsciente.
El niño, que en la subfase anterior de ejercitación, si todo iba bien, parecía más
pendiente de sus logros que de las posibles frustraciones y corría atropelladamente,
alejándose de la madre en busca de sus objetivos momentáneos, mostrando un llamativo
desconocimiento y despreocupación sobre los posibles peligros que esto acarreaba,
aparece ahora más consciente de la separación y de lo endeble de su condición física ante
el mundo externo. Esto le hace revalorizar una y otra vez el poder protector de la madre,
lo que se manifiesta por conductas alternas de alejamiento y de reacercamiento activo
hacia ésta.
Ya no funciona como una unidad dual con la madre y tiene que reconocer también
que no puede controlarla, pues ahora ve que tanto ella como el padre son individuos
separados con sus propios intereses. En palabras de Mahler, se trata de la crisis del
reacercamiento y ésta es una encrucijada en la que coinciden la ansiedad por la pérdida
objetal física, por la pérdida del amor objetal y por la propia castración. Aquí sitúa esta
autora la fuente principal de la eterna pugna del hombre tanto contra la fusión como contra
el aislamiento. Quedémonos por un momento en esta encrucijada y relacionemos ahora
las fases libidinales de desarrollo con lo que plantea esta autora. En esta encrucijada
podemos ver claramente cómo están en juego simultáneamente los modos relaciónales
fusiónales propios de la oralidad y de la analidad expulsiva, en los que la pérdida objeta!
es vivida como una pérdida que amenaza la integridad yoica no claramente diferenciada.
Junto a ellos está en juego el intento de control del objeto omnipotente ya
diferenciado, claramente referible a los modos relaciónales de la fase anal retentiva, y,
junto a ellos también, comienza a estar en juego la necesidad de integridad física absoluta
que el pequeño yo del niño, que acaba de diferenciarse psíquica y físicamente, considera
indispensable para su desarrollo en el mundo con una garantía de éxito y seguridad. Por
tanto, se han hecho también presentes los modos relaciónales de la fase fálica y ha
aparecido la ansiedad de castración.
Podemos, pues, hablar claramente ya de Complejo de Edipo, de Complejo de
Castración y del intento de resolución de ambos que lleva a la fase de latencia, en espera
de un desarrollo corporal y mental adecuado para realizar la genitalidad. El acceso a la
genitalidad implicará modos relaciónales diferentes a los tres descritos anteriormente,
siempre que la evolución mental del individuo haya permitido llegar a ello. No olvidemos
que la realización genital corporal no garantiza en sí esta evolución, pues el crecimiento
mental no acompaña necesariamente al corporal.
Volviendo a las ideas de Mahler, resulta importante resaltar que el niño (y esto habría
que extenderlo también al resto de la vida adulta) encuentra consuelo en el entusiasmo
que le produce el desarrollo de sus propias capacidades yoicas, en lo que, citando a
Greenacre, Mahler denomina "aventura amorosa con el mundo". Si esto no se produce
adecuadamente, y me refiero al equilibrio entre el proceso de progresiva pérdida de la
seguridad simbiótica y el proceso de también progresiva adquisición de un desarrollo
yoico entusiasmante, el proceso de individuación se verá afectado al extremo de que el
vivir independiente será siempre sentido como un factor de ansiedad y desamparo ante
los peligros que acechan en la vida.
En estos casos, el desarrollo genital corporal de la pubertad, lejos de resultar un logro
ilusionante, irrumpirá como un problema irresoluble, como la repetición de aquella
encrucijada infantil que pudo ser dejada de lado momentáneamente, pero que ahora
reaparece como una imperiosa exigencia cuantitativa pulsional en busca de objeto que
proporcione la satisfacción.
Aquí es donde, como señalara tantas veces Freud al hablar de las series
complementarias, en las estructuras yoicas más precarias el empuje libidinal puede
encontrar que cuenta con la capacidad corporal del adulto, pero no con la habilidad
ideatoria y emocional adecuada a las nuevas circunstancias. Encrucijada terrible entonces,
pues planteará en estos casos una serie de frustraciones en cadena, más o menos diferidas
en el tiempo, que llevarán al yo a recurrir gradual o bruscamente a formas relaciónales
cada vez más regresivas.
Formas relacionales en donde el mismo funcionamiento libidinal primitivo que era
normal en el niño, resulta patológico en el adulto. Estamos así hablando de adultos cuya
genitalidad sigue siendo infantil y entra dentro de lo calificado como neurótico, pero
también de adultos en los que directamente hay que hablar de regresiones a formas de
relación propias de las fases orales y de la fase anal expulsiva, lo que entra dentro de lo
calificado como psicótico.
Pasaré ahora, finalmente, a considerar brevemente en el marco de lo expuesto,
algunos otros ejemplos de la destructividad libidinal que se manifiesta claramente en estos
últimos estados regresivos, pues, como señalé antes, no voy a referirme aquí a las
manifestaciones libidinales agresivas propias de los estados neuróticos.
Me centraré ahora en la descripción de las regresiones a los estados más primitivos
que llevan a la autodestrucción final y trataré de diferenciarlos en dos grupos a los que
llamaré "muerte hacia adelante" y "muerte en retroceso", ambos entendidos como el
resultado final de movimientos libidinales.
Volviendo a la depresión anaclítica descrita por Spitz, podemos pensar en un niño
que en la cumbre de su fase simbiótica es privado de una parte imprescindible de sí mismo
(el socio simbiótico materno) y cuya libido pone en marcha entonces toda su capacidad
agresiva para recuperar lo perdido. Su desarrollo corporal no le permite más que reclamar
a través del llanto e intentar aferrarse a los objetos cercanos, pero éstos no se le ofrecen
con suficiente constancia, no son consistentes para él y la libido del niño y su fuerza
agresiva fracasan en su fin de recuperar lo perdido.
¿Podemos llamar demoníaco a lo que sucede después ante la desesperanza del niño?
¿Podemos pensar que el niño vuelca su agresividad contra él mismo? Parece más sencillo
pensar que la libido, que fue ayudada por el socio materno simbiótico a investir los
receptores de estímulos externos, regresa a sus investiduras originales esplácnicas al
haber perdido un objeto imprescindible para su apuntalamiento y al que no encuentra un
adecuado reemplazo.
El niño no ha llegado a tener un desarrollo psíquico suficiente que le permita
reconocer en los objetos que se le ofrecen un agarradero suficiente como para
reconectarse libidinalmente. Esto, si algo refleja, no es la agresividad demoníaca del bebé
hacia sí mismo, sino la insensibilidad de un medio ambiente que no entiende ni atiende
sus reclamos afectivos libidinales, limitándose a cumplir con el expediente de la
alimentación y la higiene. La final rigidez facial e inexpresividad en la que el niño cae no
es sino fiel reflejo de la rigidez afectiva que encuentra a su alrededor.
Por todos es conocido que el adulto también puede regresar a estos estados y resulta
interesante pensarlo como el resultado de la desesperanza de un psiquismo que no
encuentra en lo que el mundo le ofrece, sustitutos adecuados del socio materno libidinal
simbiótico que considera perdido. Algunos estados terminales de drogadicción lo reflejan
claramente y nos muestran cómo en ellos la agresividad libidinal, que ahora tiene un
cuerpo adulto como vehículo para expresarse, sólo está al servicio de la obtención de una
dosis de droga que elimine el displacer esplácnico y permita así retornar a una suerte de
estado que remeda el narcisismo primario. El estado final del alcoholismo crónico no
escapa a esta descripción que caracteriza a algunas de las muertes en retroceso.
Otras formas de autodestrucción remedan la situación final de la depresión anaclítica
y, sin embargo, son radicalmente diferentes, pues entran en lo que yo denominaría
"muerte hacia adelante", en la que hay implicado un triunfo imaginario posibilitado por
un cierto sostén social. Pondré como ejemplo la huelga de hambre por motivos
ideológicos que acaba con la vida del que la sostiene. Los pasos que éste va siguiendo
muestran cómo, en realidad, el mecanismo de renunciar a la satisfacción de las
necesidades básicas llega a adormecer la demanda física mostrando un sorprendente
triunfo de la pulsión libidinal sobre la de autoconservación.
Para entenderlo cabalmente hay que pensar en el inmenso poder destructivo de la
idealización que pone en el lugar del socio simbiótico y, por tanto, en el lugar del propio
yo ampliado, un ideal más importante que la propia subsistencia corporal. La
identificación con el ideal permite la fantasía de triunfo más allá de la muerte. El amor
narcisista llega así a su máxima expresión autodestructiva. Sin embargo, para llegar allí
tiene que haber habido muchas otras pequeñas autodestrucciones que abarcaron todas las
partes del "self" que se oponían abiertamente o dificultaban la adscripción del sí mismo
a la idealización fanática. Esto incluye también la destrucción de aquellos vínculos
objétales que se opusieran o dificultaran el amor idealizado.
El fanático idealista que mata o se hace matar no lo hace por una desmezcla pulsional,
todo lo contrario, nunca podríamos decir que libido y agresividad estén más juntas, ambas
al servicio de un fin que no admite ambivalencias. Las que si pueden estar en casos
extremos desmezcladas o disociadas para utilizar un término menos forzado son las
pulsiones yoicas libidinales y de auto conservación.
Pero aunque pueda parecer escandaloso afirmarlo, esto no es sino una expresión de
amor máximo narcisista por una ideología, equivalente al amor que puede provocar el
sacrificio heroico de un padre por un hijo o la muerte al servicio del cumplimiento del
deber que tan acostumbrados estamos a ensalzar y admirar o incluso al amor que acabó
con la vida de Romeo y Julieta. Simplemente se trata de valores ideológicos diferentes
que corresponden a fusiones narcisistas estables o momentáneas con elementos, objetos
o relaciones que trascienden al individuo en sí y cuya pérdida resultaría intolerable para
él mismo.
Muy cerca de estos estados se encuentran aquellas actuaciones deportivas o laborales
que desprecian la integridad física para obtener el triunfo idealizado. Incluyo aquí el
pensamiento operatorio aunado a la enfermedad o accidente psicosomático grave.
Otras actitudes de autodestrucción, como el suicidio activo del melancólico, entran,
en mi opinión, en lo que podría denominarse "muertes en retroceso", pues parecen
simplemente ser el reflejo de una retirada progresiva o brusca de la libido objetal, seguida
del fracaso del amor megalomaníaco por el propio yo que no encuentra asidero social.
Aquí de nuevo el desarrollo de la capacidad yoica permite encontrar a la libido una salida
agresiva activa que ponga fin a un sufrimiento insoportable del que no se sabe salir a
través de la reconexión objetal.
En mi opinión, se trata generalmente, como señalaba antes, de un yo que ha resultado
en su evolución inhábil para obtener logros libidinales en su entorno, y que, a diferencia
de aquellos bebés observados por Spitz, tiene un desarrollo corporal que le permite buscar
el fin de su padecer, activa y rápidamente, en vez de tener que dejarse consumir
lentamente. Es un yo que opta, finalmente, por acabar con su sufrimiento eliminando su
propio cuerpo y al que sólo se puede ayudar, como hubiera podido hacerse con aquellos
niños, si el entorno está dispuesto a ofrecerle un continente capaz no sólo de recogerlo,
sino también de brindarle un camino que le asegure la satisfacción narcisista. Eso que las
sectas saben ofrecer tan bien y que el que se integra en ellas suele relatar como el hecho
trascendental de haber encontrado un fin a su vida, valga la paradoja.
La autodestrucción final que a veces acompaña espectacularmente a alguno de estos
grupos sectarios no es realmente incomprensible, sino más bien consecuencia directa de
la actitud narcisista de sujetos refugiados en ese Yo inmenso que les ofrece la secta y al
cual no se sienten en condiciones de renunciar, pues ha acaparado todas sus investiduras
libidinales. Se trata nuevamente de un nivel evolutivo ligeramente superior, pues son
"muertes hacia adelante", como lo expresan claramente los testimonios de algunos de
estos suicidas que han visto impedido su fin por causas ajenas a ellos mismos. Su
autodestrucción es una inmolación por amor y, por tanto, el efecto de una satisfacción
libidinal.
Creo que tanto estas muertes que podríamos llamar "hacia adelante" como las que
denominé "hacia atrás" son clara muestra de la destructividad que puede alcanzar la libido
en el adulto cuando éste regresa patológicamente a formas arcaicas de satisfacción
libidinal que, finalmente, resultan incompatibles con la vida.
Espero que ahora podamos pensar juntos sobre esta cuestión.
RESUMEN
El autor plantea el papel de la satisfacción libidinal regresiva en los casos de
autodestrucción, discutiendo que esta actuación destructiva pueda ser atribuida, como se
sostiene habitualmente, al efecto del predominio de la pulsión de muerte sobre la pulsión
de vida.
En primer lugar, hace un recorrido por las distintas teorías pulsionales que propuso
Freud a lo largo de su obra y recuerda los aportes que éste y Abraham hicieron sobre el
estudio del desarrollo libidinal y la búsqueda de la satisfacción pulsional en los distintos
niveles evolutivos. Contempla también los aportes de M. Mahler y Spitz sobre los
primeros años de vida del niño.
Finalmente, partiendo de las dos habituales interpretaciones que cabe hacer del
narcisismo primario: la ausencia de displacer a través de la plena satisfacción libidinal
esplácnica derivada del modelo de la vida fetal y la satisfacción de la libido narcisista por
la completud ideal de la imagen yoica, plantea que se trata de dos etapas evolutivas
diferentes de la libido, que permiten entender las dos formas más regresivas de
autodestrucción humana, a las que propone denominar "muerte en retroceso" y "muerte
hacia adelante", según busquen y obtengan, respectivamente, una u otra forma de
satisfacción libidinal narcisista.
Así se postula que la autodestrucción en estos casos extremos se debe principalmente
a la búsqueda y utilización de formas arcaicas de satisfacción libidinal, y esto es producto
de la regresión efectuada por un Yo incapaz de sostener formas más evolucionadas de
gratificación libidinal.
PALABRAS CLAVE
Libido. Pulsión de muerte. Autodestructividad. Suicidio. Regresión libidinal.
Narcisismo primario.
BIBLIOGRAFÍA
ABRAHAM, K. (1924): Contribuciones a la teoría de la libido, Buenos Aires, Horme,
1973.
FREUD, S. (1914): Introducción al narcisismo, Buenos Aires, Amorrortu, obras
completas.
- (1915): Pulsiones y destinos de pulsión, Buenos Aires, Amorrortu, obras completas.
- (1920): Más allá del principio de placer, Buenos Aires, Amorrortu, obras completas.
- (1923): La organización genital infantil, Buenos Aires, Amorrortu, obras completas.
- (1925): Inhibición, síntoma y angustia, Buenos Aires, Amorrortu, obras completas.
- (1931): Sobre la sexualidad femenina, Buenos Aires, Amorrortu, obras completas.
LACAN, J.: El estadio del espejo, Escritos, Siglo XXI, 19....
MAHLER, M.: Simbiosis humana: las vicisitudes de la individuación, México,
Joaquín Mortiz, 1972.
- Separación-individuación, Estudios 2, 1963-19...; Paidós, 1996.
SPITZ, R.: El primer año de vida del niño, España, Fondo de Cultura Económica, 1993.

Vous aimerez peut-être aussi