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Pero un día las cosas comenzaron a salirle mal. El primer aviso fue aquella
inesperada manifestación masiva convocada por Juan Carlos Blumberg
contra la inseguridad de la que ni él ni su esposa jamás se preocuparon.
Después vino la valiente resistencia de los ruralistas contra el intento de
aumentar abusivamente las retenciones, los cacerolazos en los centros
urbanos, el rechazo popular al discurso enervante que planteaba el
conflicto permanente y se negaba al diálogo negociador, y, finalmente, el
demoledor voto no positivo del vicepresidente Cobos, una verdadera
catástrofe.
No murió por patriota ni por ser un gladiador que dio su vida por sus
ideales en beneficio del pueblo argentino. No fue un mártir, que prefirió la
muerte antes que renunciar a sus convicciones, aunque mucha gente, en
el marco de la necrofilia argentina, hoy así lo crea. Fue un ambicioso
desmesurado de poder y de dinero, un político sin escrúpulos, sin ética,
sin remordimientos, que usó la política y el poder en su propio beneficio.
Y como suele ocurrir con todas las personas como él, que además están
solas y aisladas porque desconfían hasta de sus sombras y no aceptan
consejos ni opiniones que contradigan sus caprichos y sus locuras, un día
la torre que edificó se le empezó a venir abajo.
Cuando Néstor tuvo la certeza de que el piso se le ab ría bajo sus pies y los
de su familia, su corazón no lo soportó.