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CARTA ENCÍCLICA

PROVIDENTISSIMUS DEUS

DEL SUMO PONTÍFICE

LEÓN XIII

SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS

1. La providencia de Dios, que por un admirable designio de


amor elevó en sus

comienzos al género humano a la participación de la naturaleza


divina y, sacándolo

después del pecado y de la ruina original, lo restituyó a su


primitiva dignidad, quiso

darle además el precioso auxilio de abrirle por un medio


sobrenatural los tesoros

ocultos de su divinidad, de su sabíduría y de su misericordia(1).


Pues aunque en la

divina revelación se contengan también cosas que no son


inaccesibles a la razón

humana y que han sido reveladas al hombre, «a fin de que todos


puedan conocerlas

fácilmente, con firme certeza y sin mezcla de error, no puede


decirse por ello, sin

embargo, que esta revelación sea necesaria de una manera


absoluta, sino porque Dios
en su infinita bondad ha destinado al hombre a su fin
sobrenatural»(2). «Esta revelación

sobrenatural, según la fe de la Iglesia universal», se halla


contenida tanto «en las

tradiciones no escritas» como «en los libros escritos», llamados


sagrados y canónicos

porque, «escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo, tienen a


Dios por autor y en tal

concepto han sido dados a la Iglesia»(3). Eso es lo que la Iglesia no


ha cesado de

pensar ni de profesar públicamente respecto de los libros de uno y


otro Testamento.

Conocidos son los documentos antiguos e importantísimos en los


cuales se afirma que

Dios —que habló primeramente por los profetas, después por sí


mismo y luego por los

apóstoles— nos ha dado también la Escritura que se llama


canónica(4), y que no es otra

cosa sino los oráculos y las palabras divinas(5), una carta


otorgada por el Padre

celestial al género humano, en peregrinación fuera de su patria, y


transmitida por los

autores sagrados(6). Siendo tan grande la excelencia y el valor de


las Escrituras, que,
teniendo a Dios mismo por autor, contienen la indicación de sus
más altos misterios, de

sus designios y de sus obras, síguese de aquí que la parte de la


teología que se ocupa

en la conservación y en la interpretación de estos libros divinos es


de suma importancia

y de la más grande utilidad.

2. Y así Nos, de la misma manera que hemos procurado, y no sin


fruto, gracias a Dios,

hacer progresar con frecuentes encíclicas y exhortaciones otras


ciencias que nos

parecían muy provechosas para el acrecentamiento de la gloria


divina y de la salvación

de los hombres, así también nos propusimos desde hace mucho


tiempo excitar y

recomendar este nobilísimo estudio de las Sagradas Letras y


dirigirlo de una manera

más conforme a las necesidades de los tiempos actuales. Nos


mueve, y en cierto modo

nos impulsa, la solicitud de nuestro cargo apostólico, no solamente


a desear que esta

preciosa fuente de la revelación católica esté abierta con la mayor


seguridad y amplitud
para la utilidad del pueblo cristiano, sino también a no tolerar que
sea enturbiada, en

ninguna de sus partes, ya por aquellos a quienes mueve una


audacia impía y que

atacan abiertamente a la Sagrada Escritura, ya por los que


suscitan a cada paso

novedades engañosas e imprudentes.

3. No ignoramos, ciertamente, venerables hermanos, que no pocos


católicos sabios y

102de talento se dedican con ardor a defender los libros santos o a


procurar un mayor

conocimiento e inteligencia de los mismos. Pero, alabando a justo


título sus trabajos y

sus frutos, no podemos dejar de exhortar a los demás cuyo talento,


ciencia y piedad

prometen en esta obra excelentes resultados, a hacerse dignos


del mismo elogio

Queremos ardientemente que sean muchos los que emprendan


como conviene la

defensa de las Sagradas Letras y se mantengan en ello con


constancia; sobre todo, que

aquellos que han sido llamados, por la gracia de Dios, a las órdenes
sagradas, pongan
de día en día mayor cuidado y diligencia en leer, meditar y explicar
las Escrituras, pue

nada hay más conforme a su estado.

4. Aparte de su importancia y de la reverencia debida a la palabra


de Dios, el principal

motivo que nos hace tan recomendable el estudio de la Sagrada


Escritura son la

múltiples ventajas que sabemos han de resultar de ello, según la


promesa cierta de

Espíritu Santo: «Toda la Escritura, divinamente inspirada, es útil


para enseñar, para

argüir, para corregir, para instruir en la justicia, a fin de que el


hombre de Dios sea

perfecto y pronto a toda buena obra»(7). Los ejemplos de Nuestro


Señor Jesucristo y de

los apóstoles demuestran que con este designio ha dado Dios


a los hombres la

Escrituras. Jesús mismo, en efecto, que «se ha conciliado la


autoridad con los milagros y

que ha merecido la fe por su autoridad y ha ganado a la multitud


por la fe»(8), tenía

costumbre de apelar a la Sagrada Escritura en testimonio de su


divina misión. En
ocasiones se sirve de los libros santos para declarar que es el
enviado de Dios y Dios

mismo; de ellos toma argumentos para instruir a sus discípulos


y para apoyar su

doctrina; defiende sus testimonios contra las calumnias de sus


enemigos, los opone a

los fariseos y saduceos en sus respuestas y los vuelve contra el


mismo Satanás, que

atrevidamente le solicitaba; los emplea aun al fin de su vida y, una


vez resucitado, lo

explica a sus discípulos hasta que sube a la gloria de su Padre.

5. Los apóstoles, de acuerdo con la palabra y las enseñanzas del


Maestro y aunque Él

mismo les concedió el don de hacer milagros(9), sacaron de los


libros divinos un gran

medio de acción para propagar por todas las naciones la sabiduría


cristiana, vencer la

obstinación de los judíos y sofocar las herejías nacientes. Este


hecho resalta en todo

sus discursos, y en primer término en los de San Pedro, los cuales


tejieron en gran parte

de textos del Antiguo Testamento el apoyo más firme de la Nueva


Ley. Y lo mismo
aparece en los evangelios de San Mateo y San Juan y en las
epístolas llamadas

Católicas; y de manera clarísima en el testimonio de aquel que se


gloriaba de haber

estudiado la ley de Moisés y los Profetas «a los pies de Gamaliel»,


para poder decir

después con confianza, provisto de armas espirituales: «Las armas


de nuestra milicia no

son carnales, sino poderosas para con Dios»(10).

6. Que todos, pues, y muy especialmente los soldados de la


sagrada milicia

comprendan, por los ejemplos de Cristo y de los apóstoles, en


cuánta estimación deben

ser tenidas las divinas Letras y con cuánto celo y con qué
respeto les es preciso

aproximarse a este arsenal. Porque aquellos que deben tratar, sea


entre doctos o entre

ignorantes, la doctrina de la verdad, en ninguna parte fuera


de los libros santos

encontrarán enseñanzas más numerosas y más completas sobre


Dios, Bien sumo

perfectísimo, y sobre las obras que ponen de manifiesto su gloria y


su amor. Acerca del
Salvador del género humano, ningún texto tan fecundo y
conmovedor como los que se

encuentran en toda la Biblia, y por esto ha podido San Jerónimo


afirmar con razón «que

la ignorancia de las Escrituras es la ignorancia de Cristo»(11), en


ellas se ve viva y

palpitante su imagen, de la cual se difunde por manera


maravillosa el alivio de los

103males, la exhortación a la virtud y la invitación al amor divino. Y


en lo concerniente a la

Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión v sus dones se


encuentran con tanta

frecuencia en la Escritura y existen en su favor tantos y tan sólidos


argumentos, que el

mismo San Jerónimo ha podido decir con mucha razón: «Aquel


que se apoya en los

testimonios de los libros santos es el baluarte de la Iglesia»(12). Si


lo que se busca es

algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las


costumbres, los

hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y


excelentes recursos:

prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de


suavidad y de fuerza,
notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en
nombre y con palabras

del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y


el anuncio de las

penas para toda la eternidad.

7. Esta virtud propia y singular de las Escrituras, procedente del


soplo divino del Espíritu

Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le presta libertad


apostólica en el

hablar y le suministra una elocuencia vigorosa y convincente.


El que lleva en su

discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina «no habla


solamente con la lengua,

sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia»(13).


Obran, pues, con

torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los


preceptos divinos sin

invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la


sabiduria humana,

apoyándose más en sus propios argumentos que en los


argumentos divinos. Su

discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío,


como privado que está
del fuego de la palabra de Dios(14), y está muy lejos de la virtud
que posee el lenguaje

divino: «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante


que una espada de

dos filos y llega hasta la división del alma y del espíritu»(15).


Aparte de esto, los

mismos sabios deben convenir en que existe en las Sagradas Letras


una elocuencia

admirablemente variada, rica y más digna de los más grandes


objetos; esto es lo que

San Agustín ha comprendido y perfectamente probado(16) y lo


que confirma la

experiencia de los mejores oradores sagrados, que han reconocido,


con agradecimiento

a Dios, que deben su fama a la asidua familiaridad y piadosa


meditación de la Biblia.

8. Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y en la


práctica, los Santos

Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los frutos que de


ellas se pueden

obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros


santos «riquísimo tesoro

de las doctrinas celestiales»(17) y «eterno manantial de


salvación»(18), y los comparan
a fértiles praderas y a deliciosos jardines, en los que la grey del
Señor encuentra una

fuerza admirable y un maravilloso encanto(19). Aquí viene bien


lo que decía San

Jerónimo al clérigo Nepociano: «Lee a menudo las divinas


Escrituras; más aún, no se te

caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que


debes enseñar...; la

predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de las


Escrituras»(20), y

concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha descrito como


nadie los deberes

de los pastores de la Iglesia: «Es necesario —dice— que los que se


dedican al ministerio

de la predicación no se aparten del estudio de los libros


santos»(21).

9. Y aquí nos place recordar este aviso de San Agustín: «No será
en lo exterior un

verdadero predicador de la palabra de Dios aquel que no la escucha


en el interior de sí

mismo»(22); y este consejo de San Gregorio a los predicadores


sagrados: «que antes de

llevar la palabra divina a los otros se examinen a sí mísmos, no sea


que, procurando las
buenas acciones de los demás, se descuiden de sí propios»(23).
Mas esto había ya sido

advertido, siguiendo el ejemplo y la enseñanza de Cristo, que


empezó a obrar y a

enseñar(24), por la voz del Apóstol al dirigirse no solamente a


Timoteo, sino a todo el

104orden de los eclesiásticos con este precepto: «Vela con


atención sobre ti y sobre la

doctrina, insiste en estas cosas; pues obrando así, te salvarás a ti


mismo y salvarás a

tus oyentes»(25). Y ciertamente, para la propia y ajena


santificación, se encuentran

preciosas ayudas en los libros santos, y abundan sobre todo en los


Salmos; pero sólo

para aquellos que presten a la divina palabra no solamente un


espíritu dócil y atento

sino además una perfecta y piadosa disposición de la voluntad.


Porque la condición de

estos libros no es común, sino que, por haber sido dictados por el
mismo Espíritu Santo

contienen verdades muy importantes, ocultas y difíciles de


interpretar en mucho

puntos; y por ello, para comprenderlos y explicarlos, tenemos


siempre necesidad de la
presencia de este mismo Espíritu(26), esto es, de su luz y de su
gracia, que, como

frecuentemente nos advierte la autoridad del divino salmista,


deben ser imploradas por

medio de la oración humilde y conservadas por la santidad de vida.

10. Y en esto aparece de un modo esplendoroso la previsión de la


Iglesia, la cual, «para

que este celestial tesoro de los libros sagrados, que el Espíritu


Santo entregó a lo

hombres con soberana liberalidad, no fuera desatendido»(27), ha


proveído en todo

tiempo con las mejores instituciones y preceptos. Y así estableció


no solamente que una

gran parte de ellos fuera leída y meditada por todos sus ministros
en el oficio diario de

la sagrada salmodia, sino que fueran explicados e interpretados por


hombres doctos en

las catedrales, en los monasterios y en los conventos de


regulares donde pudiera

prosperar su estudio: y ordenó rigurosamente que los domingos y


fiestas solemne

sean alimentados los fieles con las palabras saludables del


Evangelio(28). Asimismo, a
la prudencia y vigilancia de la Iglesia se debe aquella veneración a la
Sagrada Escritura

en todo tiempo floreciente y fecunda en frutos de salvación.

11. Para confirmar nuestros argumentos y nuestras exhortaciones,


queremos recordar

que todos los hombres notables por la santidad de su vida y por su


conocimiento de las

cosas divinas, desde los principios de la religión cristiana, han


cultivado siempre con

asiduidad el estudio de las Sagradas Letras. Vemos que los


discípulos más inmediatos

de los apóstoles, entre los que citaremos a Clemente de Roma, a


Ignacio de Antioquía, a

Policarpo, a todos los apologistas, especialmente Justino e Ireneo,


para sus cartas y su

libros, destinados ora a la defensa, ora a la propagación de los


dogmas divinos, sacaron

de las divinas Letras toda su fe, su fuerza y su piedad. En las


escuelas catequéticas y

teológicas que se fundaron en la jurisdicción de muchas sedes


episcopales, y entre la

que figuran como más célebres las de Alejandría y Antioquía, la


enseñanza que en ella
se daba no consistía, por decirlo así, más que en la lectura,
explicación y defensa de la

palabra de Dios escrita. De estas aulas salieron la mayor parte de


los Santos Padres y

escritores, cuyos profundos estudios y notables obras se sucedieron


durante tres siglos

con tan grande abundancia, que este período fue llamado con
razón la Edad de Oro de

la exégesis bíblica.

12. Entre los orientales, el primer puesto corresponde a Orígenes,


hombre admirable

por la rápida concepción de su entendimiento y por la constancia


en sus trabajos, en

cuyos numerosos escritos y en la inmensa obra de sus Hexaplas


puede decirse que se

han inspirado casi todos sus sucesores. Entre los muchos que han
extendido los límites

de esta ciencia es preciso enumerar como los más eminentes:


en Alejandría, a

Clemente y a Cirilo; en Palestina, a Eusebio y al segundo Cirilo; en


Capadocia, a Basilio

el Grande y a los dos Gregorios, el Nacianceno y el de Nisa; y en


Antioquía, a Juan
Crisóstomo, en quien a una notable erudición se unió la más
elevada elocuencia.

10513. La Iglesia de Occidente no ostenta menores títulos de gloria.


Entre los numerosos

doctores que se han distinguido en ella, ilustres son los nombres


de Tertuliano y de

Cipriano, de Hilario y de Ambrosio, de León y Gregorio Magnos;


pero sobre todo los de

Agustín y de Jerónimo: agudísimo el uno para descubrir el sentido


de la palabra de Dios

y riquísimo en sacar de ella partido para defender la verdad


católica; el otro, por su

conocimiento extraordinario de la Biblia y por sus magníficos


trabajos sobre los libros

santos, ha sido honrado por la Iglesia con el título de Doctor


Máximo.

14. Desde esta época hasta el siglo XI, aunque esta clase de
estudios no fueron tan

ardientes ni tan fructuosamente cultivados como en las épocas


precedentes, florecieron

bastante, gracias, sobre todo, al celo de los sacerdotes. Estos


cuidaron de recoger las

obras más provechosas que sus predecesores habían escrito y de


propagarlas después
de haberlas asimilado y aumentado de su propia cosecha, como
hicieron sobre todo

Isidoro de Sevilla, Beda y Alcuino; o bien de glosar los manuscritos


sagrados, como

Valfrido, Estrabón y Anselmo de Luán; o de proveer con


procedimientos nuevos a la

conservación de los mismos, como hicieron Pedro Damián y


Lanfranco.

15. En el siglo XII, muchos emprendieron con gran éxito la


explicación alegórica de la

Sagrada Escritura; en este género aventajó fácilmente a los demás


San Bernardo, cuyos

sermones no tienen otro sabor que el de las divinas Letras.

16. Pero también se realizaron nuevos y abundantes progresos


gracias al método de los

escolásticos. Estos, aunque se dedicaron a investigar la verdadera


lección de la versión

latina, como lo demuestran los correctorios bíblicos que crearon,


pusieron todavía más

celo y más cuidado en la interpretación y en la explicación de los


libros santos. Tan

sabia y claramente como nunca hasta entonces distinguieron los


diversos sentidos de
las palabras sagradas; fijaron el valor de cada una en materia
teológica; anotaron los

diferentes capítulos y el argumento de cada una de las partes;


investigaron las

intenciones de los autores y explicaron la relación y conexión de las


distintas frases

entre sí; con lo cual todo el mundo ve cuánta luz ha sido llevada a
puntos oscuros.

Además, tanto sus libros de teología como sus comentarios a la


Sagrada Escritura

manifiestan la abundancia de doctrina que de ella sacaron. A este


título, Santo Tomás

se llevó entre todos ellos la palma.

17. Pero desde que nuestro predecesor Clemente V mandó


instituir en el Ateneo de

Roma y en las más célebres universidades cátedras de literatura


orientales, nuestros

hombres empezaron a estudiar con más vigor sobre el texto


original de la Biblia y sobre

la versión latina. Renacida más tarde la cultura griega, y más aún


por la invención de la

imprenta, el cultivo de la Sagrada Escritura se extendió de un modo


extraordinario. Es
realmente asombroso en cuán breve espacio de tiempo los
ejemplares de los sagrados

libros, sobre todo de la Vulgata, multiplicados por la imprenta,


llenaron el mundo; de tal

modo eran venerados y estimados los divinos libros en la Iglesia.

18. Ni debe omitirse el recuerdo de aquel gran número de


hombres doctos,

pertenecientes sobre todo a las órdenes religiosas, que desde el


concilio de Viena hasta

el de Trento trabajaron por la prosperidad de los estudios bíblicos;


empleando nuevos

métodos y aportando la cosecha de su vasta erudición y de su


talento, no sólo

acrecentaron las riquezas acumuladas por sus predecesores, sino


que prepararon en

106cierto modo el camino para la gloria del siguiente siglo, en el


que, a partir del concilio

de Trento, pareció hasta cierto punto haber renacido la época


gloriosa de los Padres de

la Iglesia. Nadie, en efecto, ignora, y nos agrada recordar, que


nuestros predecesores

desde Pío IV a Clemente VIII, prepararon las notables


ediciones de las versiones
antiguas Vulgata y Alejandrina; que, publicadas después por orden
y bajo la autoridad

de Sixto V y del mismo Clemente, son hoy día de uso general.


Sabido es que en esta

época fueron editadas, al mismo tiempo que otras versiones de la


Biblia, las poliglota

de Amberes y de París, aptísimas para la investigación del sentido


exacto, y que no hay

un solo libro de los dos Testamentos que no encontrara entonces


más de un intérprete

ni existe cuestión alguna relacionada con este asunto que no


ejecitara con fruto e

talento de muchos sabios, entre los que cierto número, sobre todo
los que estudiaron

más a los Santos Padres, adquirieron notable renombre. Ni a partir


de esta época ha

faltado el celo a nuestros exegetas, ya que hombres distinguidos


han merecido bien de

estos estudios, y contra los ataques del racionalismo, sacados de la


filología y de la

ciencias afines, han defendido la Sagrada Escritura sirviéndose de


argumentos de

mismo género.
19. Todos los que sin prevenciones examinen esta rápida
reseña nos concederán

ciertamente que la Iglesia no ha perdonado recurso alguno para


hacer llegar hasta su

hijos las fuentes saludables de la Divina Escritura; que siempre ha


conservado este

auxilio, para cuya guarda ha sido propuesta por Dios, y que lo ha


reforzado con toda

clase de estudios, de tal modo que no ha tenido jamás, ni tiene


ahora, necesidad de

estímulos por parte de los extraños.

20. El plan que hemos propuesto exige que comuniquemos con


vosotros, venerable

hermanos, lo que estimamos oportuno para la buena ordenación


de estos estudios. Pero

importa ante todo examinar qué clase de enemigos tenemos


enfrente y en qué

procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza.

21. Como antiguamente hubo que habérselas con los que,


apoyándose en su juicio

particular y recurriendo a las divinas tradiciones y al magisterio de


la Iglesia, afirmaban
que la Escritura era la única fuente de revelación y el juez supremo
de la fe; así ahora

nuestros principales adversarios son los racionalistas, que, hijos y


herederos, por decirlo

así, de aquéllos y fundándose igualmente en su propia opinión,


rechazan abiertamente

aun aquellos restos de fe cristiana recibidos de sus padres. Ellos


niegan, en efecto, toda

divina revelación o inspiración; niegan la Sagrada Escritura;


proclaman que todas esta

cosas no son sino invenciones y artificios de los hombres; miran a


los libros santos, no

como el relato fiel de acontecimientos reales, sino como


fábulas ineptas y falsa

historias. A sus ojos no han existido profecías, sino predicciones


forjadas después de

haber ocurrido los hechos, o presentimientos explicables por


causas naturales; para

ellos no existen milagros verdaderamente dignos de este nombre,


manifestaciones de

la omnipotencia divina, sino hechos asombrosos, en ningún


modo superiores a la

fuerzas de la naturaleza, o bien ilusiones y mitos; los evangelios y


los escritos de los
apóstoles han de ser atribuidos a otros autores.

22. Presentan este cúmulo de errores, con los que creen


poder anonadar a la

sacrosanta verdad de los libros divinos, como veredictos


inapelables de una nueva

ciencia libre; pero que tienen ellos mismos por tan inciertos, que
con frecuencia varían

y se contradicen en unas mismas cosas. Y mientras juzgan y hablan


de una manera tan

107impía respecto de Dios, de Cristo, del Evangelio y del resto de


las Escrituras, no faltan

entre ellos quienes quisieran ser considerados como teólogos,


como cristianos y como

evangélicos, y que bajo un nombre honrosísimo ocultan la


temeridad de un espíritu

insolente. A estos tales se juntan, participando de sus ideas y


ayudándolos, otros

muchos de otras disciplinas, a quienes la misma intolerancia de las


cosas reveladas

impulsa del mismo modo a atacar a la Biblia. Nos no sabríamos


deplorar demasiado la

extensión y la violencia que de día en día adquieren estos ataques.


Se dirigen contra
hombres instruidos y serios que pueden defenderse sin gran
dificultad; pero se ceban

principalmente en la multitud de los ignorantes, como


enemigos encarnizados de

manera sistemática. Por medio de libros, de opúsculos y de


periódicos propagan el

veneno mortífero; lo insinúan en reuniones y discursos; todo lo han


invadido, y poseen

numerosas escuelas arrancadas a la tutela de la Iglesia, en las


que depravan

miserablemente, hasta por medio de sátiras y burlas chocarreras,


las inteligencias aún

tiernas y crédulas de los jóvenes, excitando en ellos el desprecio


hacia la Sagrada

Escritura.

23. En todo esto hay, venerables hermanos, hartos motivos para


excitar y animar el

celo común de los pastores, de tal modo que a esa ciencia


nueva, a esa falsa

ciencia(29), se oponga la doctrina antigua y verdadera que la


Iglesia ha recibido de

Cristo por medio de los apóstoles y surjan hábiles defensores de la


Sagrada Escritura
para este duro combate.

24. Nuestro primer cuidado, por lo tanto, debe ser éste: que en los
seminarios y en las

universidades se enseñen las Divinas Letras punto por punto, como


lo piden la misma

importancia de esta ciencia y las necesidades de la época actual.


Por esta razón, nada

debéis cuidar tanto como la prudente elección de los profesores;


para este cometido

importa efectivamente nombrar, no a personas vulgares, sino a los


que se recomienden

por un grande amor y una larga práctica de la Biblia, por una


verdadera cultura

científica y, en una palabra, por hallarse a la altura de su misión.


No exige menos

cuidado la tarea de procurar quienes después ocupen el


puesto de éstos. Será

conveniente que, allí donde haya facilidad para ello, se escoja,


entre los alumnos

mejores que hayan cursado de manera satisfactoria los estudios


teológicos, algunos

que se dediquen por completo a los libros divinos con la posibilidad


de cursar en algún
tiempo estudios superiores. Cuando los profesores hayan sido
elegidos y formados de

este modo, ya pueden emprender con confianza la tarea que se les


encomienda; y para

que mejor la lleven y obtengan los resultados que son de esperar,


queremos darles

algunas instrucciones más detalladas.

25. Al comienzo de los estudios deben atender al grado de


inteligencia de los

discípulos, para formar y cultivar en ellos un criterio, apto al


mismo tiempo para

defender los libros divinos y para captar su sentido. Tal es el objeto


del tratado de la

introducción bíblica, que suministra al discípulo recursos; para


demostrar la integridad y

autoridad de la Biblia, para buscar y descubrir su verdadero sentido


y para atacar de

frente las interpretaciones sofísticas, extirpándolas en su raíz.


Apenas hay necesidad de

indicar cuán importante es discutir estos puntos desde el


principio, con orden,

científicamente y recurriendo a la teología; pues todo el restante


estudio de la Escritura
se apoya en estas bases y se ilumina con estos resplandores.

26. El profesor debe aplicarse con gran cuidado a dar a conocer a


fondo la parte más

108fecunda de esta ciencia, que concierne a la interpretación, y


para que sus oyentes

sepan de qué modo podrán utilizar las riquezas de la palabra divina


en beneficio de la

religión y de la piedad. Comprendemos ciertamente que ni la


extensión de la materia ni

el tiempo de que se dispone permiten recorrer en las aulas todas


las Escrituras. Pero

toda vez que es necesario poseer un método seguro para


dirigir con fruto su

interpretación, un maestro prudente deberá evitar al mismo


tiempo el defecto de los

que hacen gustar deprisa algo de todos los libros, y el defecto de


aquellos otros que se

detienen en una parte determinada más de la cuenta. Si en la


mayor parte de las

escuelas no se puede conseguir, como en las academias superiores,


que este o aquel

libro sea explicado de una manera continua y extensa, cuando


menos se ha de procurar
que los pasajes escogidos para la interpretación sean estudiados de
un modo suficiente

y completo; los discípulos, atraídos e instruidos por este módulo de


explicación, podrán

luego releer y gustar el resto de la Biblia durante toda su vida.

27. El profesor, fiel a las prescripciones de aquellos que nos


precedieron, deberá

emplear para esto la versión Vulgata, la cual el concilio Tridentino


decretó que había de

ser tenida «como auténtica en las lecturas públicas, en las


discusiones, en la

predicaciones y en las explicaciones»(30), y la recomienda


también la práctica

cotidiana de la Iglesia. No queremos decir, sin embargo, que no se


hayan de tener en

cuenta las demás versiones que alabó y empleó la antigüedad


cristiana, y sobre todo

los textos primitivos. Pues si en lo que se refiere a los principales


puntos el pensamiento

del hebreo y del griego está suficientemente claro en estas palabras


de la Vulgata, no

obstante, si algún pasaje resulta ambiguo o menos claro en ella, «el


recurso a la lengua
precedente» será, siguiendo el consejo de San Agustín,
utilísimo(31). Claro es que será

preciso proceder con mucha circunspección en esta tarea; pues


el oficio «de

comentador es exponer, no lo que él mismo piensa, sino lo que


pensaba el autor cuyo

texto explica»(32).

28. Después de establecida por todos los medios, cuando sea


preciso, la verdadera

lección, habrá llegado el momento de escudriñar y explicar su


sentido. Nuestro primer

consejo acerca de este punto es que observen las normas que están
en uso respecto de

la interpretación, con tanto más cuidado cuanto el ataque de


nuestros adversarios es

sobre este particular más vivo. Por eso, al cuidado de valorar las
palabras en sí mismas,

la significación de su contexto, los lugares paralelos, etc., deben


unirse también la

ilustración de la erudición conveniente; con cautela, sin embargo,


para no emplear más

tiempo ni más esfuerzo en estas cuestiones que en el estudio de los


libros santos y para
evitar que un conocimiento demasiado extenso y profundo de
tales cosas lleve al

espíritu de la juventud más turbación que ayuda.

29. De aquí se pasará con seguridad al uso de la Sagrada


Escritura en materia

teológica. Conviene hacer notar a este respecto que a las otras


causas de dificultad que

se presentan para entender cualquier libro de autores antiguos se


añaden algunas

particularidades en los libros sagrados. En sus palabras, por obra


del Espíritu Santo, se

oculta gran número de verdades que sobrepujan en mucho la


fuerza y la penetración de

la razón humana, como son los divinos misterios y otras muchas


cosas que con ellos se

relacionan: su sentido es a veces más amplio y más recóndito


de lo que parece

expresar la letra e indican las reglas de la hermenéutica; además,


su sentido literal

oculta en sí mismo otros significados que sirven unas veces para


ilustrar los dogmas y

otras para inculcar preceptos de vida; por lo cual no puede


negarse que los libros
sagrados se hallan envueltos en cierta oscuridad religiosa, de
manera que nadie puede

109sin guía penetrar en ellos(33). Dios lo ha querido así (ésta es la


opinión de los Santos

Padres) para que los hombres los estudien con más atención y
cuidado, para que las

verdades más penosamente adquiridas penetren más


profundamente en su corazón y

para que ellos comprendan sobre todo que Dios ha dado a la Iglesia
las Escrituras a fin

de que la tengan por guía y maestra en la lectura e interpretación


de sus palabras. Ya

San Ireneo enseñó(34) que, allí donde Dios ha puesto sus carismas,
debe buscarse la

verdad, y que aquellos en quienes reside la sucesión de los


apóstoles explican las

Escrituras sin ningún peligro de error: ésta es su doctrina y la


doctrina de los demás

Santos Padres, que adoptó el concilio Vaticano cuando, renovando


el decreto tridentino

sobre la interpretación de la palabra divina escrita, declaró ser la


mente de éste que

«en las cosas de fe y costumbres que se refieren a la edificación de


la doctrina cristiana
ha de ser tenido por verdadero sentido de la Escritura Sagrada
aquel que tuvo y tiene la

santa madre Iglesia, a la cual corresponde juzgar del verdadero


sentido e interpretación

de las Santas Escrituras; y, por lo tanto, que a nadie es lícito


interpretar dicha Sagrada

Escritura contra tal sentido o contra el consentimiento unánime de


los Padres»(35).

30. Por esta ley, llena de prudencia, la Iglesia no detiene ni coarta


las investigaciones

de la ciencia bíblica, sino más bien las mantiene al abrigo de todo


error y contribuye

poderosamente a su verdadero progreso. Queda abierto al doctor


un vasto campo en el

que con paso seguro pueda ejercitar su celo de intérprete de


manera notable y con

provecho para la Iglesia. Porque en aquellos pasajes de la


Sagrada Escritura que

todavía esperan una explicación cierta y bien definida, puede


acontecer, por benévolo

designio de la providencia de Dios, que con este estudio


preparatorio llegue a madurar;

y, en los puntos ya definidos, el doctor privado puede también


desempeñar un papel
útil si los explica con más claridad a la muchedumbre de los
fieles o más

científicamente a los doctos, o si los defiende con energía contra


los adversarios de la

fe. El intérprete católico debe, pues, mirar como un deber


importantísimo y sagrado

explicar en el sentido declarado los textos de la Escritura cuya


significación haya sido

declarada auténticamente, sea por los autores sagrados, a quienes


les ha guiado la

inspiración del Espíritu Santo —como sucede en muchos pasajes


del Nuevo Testamento

—, sea por la Iglesia, asistida también por el mismo Espíritu Santo


«en juicio solemne o

por su magisterio universal y ordinario»(36), y llevar al


convencimiento de que esta

interpretación es la única que, conforme a las leyes de una sana


hermenéutica, puede

aceptarse. En los demás puntos deberá seguir la analogía de la fe y


tomar como norma

suprema la doctrina católica tal como está decidida por la


autoridad de la Iglesia;

porque, siendo el mismo Dios el autor de los libros santos y de la


doctrina que la Iglesia
tiene en depósito, no puede suceder que proceda de una legítima
interpretación de

aquéllos un sentido que discrepe en alguna manera de ésta. De


donde resulta que se

debe rechazar como insensata y falsa toda explicación que


ponga a los autores

sagrados en contradicción entre sí o que sea opuesta a la


enseñanza de la Iglesia.

31. El maestro de Sagrada Escritura debe también merecer este


elogio: que posee a

fondo toda la teología y que conoce perfectamente los


comentarios de los Santos

Padres, de los doctores y de los mejores intérpretes. Tal es la


doctrina de San

Jerónimo(37) y de San Agustín, quien se queja, con razón, en estos


términos: «Si toda

ciencia, por poco importante que sea y fácil de adquirir, pide ser
enseñada por un

doctor o maestro, ¡qué cosa más orgullosamente temeraria que no


querer aprender de

sus intérpretes los libros de los divinos misterios!»(38).


Igualmente pensaron otros

Santos Padres y lo confirmaron con su ejemplo «al procurar la


inteligencia de las divinas
Escrituras no por su propia presunción, sino según los escritos y la
autoridad de sus

110predecesores, que sabían haber recibido, por sucesión de los


apóstoles, las reglas para

su interpretación»(39).

32. La autoridad de los Santos Padres, que después de los apóstoles


«hicieron crecer a

la Iglesia con sus esfuerzos de jardineros, constructores, pastores y


nutricios»(40), es

suprema cuando explican unánimemente un texto bíblico como


perteneciente a la

doctrina de la fe y de las costumbres; pues de su conformidad


resulta claramente

según la doctrina católica, que dicha explicación ha sido recibida


por tradición de lo

apóstoles. La opinión de estos mismos Padres es también muy


estimable cuando tratan

de estas cosas como doctores privados; pues no solamente su


ciencia de la doctrina

revelada y su conocimiento de muchas cosas de gran utilidad para


interpretar los libro

apostólicos los recomiendan, sino que Dios mismo ha prodigado los


auxilios abundantes
de sus luces a estos hombres notabilísimos por la santidad de su
vida y por su celo por

la verdad. Que el intérprete sepa, por lo tanto, que debe seguir sus
pasos con respeto y

aprovecharse de sus trabajos mediante una elección inteligente.

33. No es preciso, sin embargo, creer que tiene cerrado el camino


para no ir más lejos

en sus pesquisas y en sus explicaciones cuando un motivo


razonable exista para ello

con tal que siga religiosamente el sabio precepto dado por San
Agustín: «No apartarse

en nada del sentido literal y obvio, como no tenga alguna razón que
le impida ajustarse

a él o que haga necesario abandonarlo»(41); regla que debe


observarse con tanta más

firmeza cuanto existe un mayor peligro de engañarse en medio de


tanto deseo de

novedades y de tal libertad de opiniones. Procure asimismo no


descuidar lo que lo

Santos Padres entendieron en sentido alegórico o parecido, sobre


todo cuando este

significado derive del sentido literal y se apoye en gran número de


autoridades. La
Iglesia ha recibido de los apóstoles este método de interpretación y
lo ha aprobado con

su ejemplo, como se ve en la liturgia; no que los Santos Padres


hayan pretendido

demostrar con ello propiamente los dogmas de la fe, sino que


sabían por experiencia

que este método era bueno para alimentar la virtud y la piedad.

34. La autoridad de los demás intérpretes católicos es, en verdad,


menor; pero, toda

vez que los estudios bíblicos han hecho en la Iglesia continuos


progresos, es preciso dar

el honor que les corresponde a los comentarios de estos doctores,


de los cuales se

pueden tomar muchos argumentos para rechazar los ataques y


esclarecer los puntos

difíciles. Pero lo que no conviene en modo alguno es que,


ignorando o despreciando la

excelentes obras que los nuestros nos dejaron en gran número,


prefiera el intérprete los

libros de los heterodoxos y busque en ellos, con gran peligro de la


sana doctrina y muy

frecuentemente con detrimento de la fe, la explicación de


pasajes en los que los
católicos vienen ejercitando su talento y multiplicando sus
esfuerzos desde hace mucho

tiempo y con éxito. Pues aunque, en efecto, los estudios de


los heterodoxos

prudentemente utilizados, puedan a veces ayudar al intérprete


católico, importa, no

obstante, a éste recordar que, según numerosos testimonios de


nuestros mayores(42)

el sentido incorrupto de las Sagradas Letras no se encuentra fuera


de la Iglesia y no

puede ser enseñado por los que, privados de la verdad de la fe, no


llegan hasta la

médula de las Escrituras, sino que únicamente roen su corteza(43).

35. Es muy de desear y necesario que el uso de la divina Escritura


influya en toda la

teología y sea como su alma; tal ha sido en todos los tiempos la


doctrina y la práctica

de todos los Padres y de los teólogos más notables. Ellos se


esforzaban por establecer y

111afirmar sobre los libros santos las verdades que son objeto de la
fe y las que de éste se

derivan; y de los libros sagrados y de la tradición divina se sirvieron


para refutar las
novedades inventadas por los herejes y para encontrar la razón de
ser, la explicación y

la relación que existe entre los dogmas católicos. Nada tiene esto
de sorprendente para

el que reflexione sobre el lugar tan importante que corresponde a


los libros divinos

entre las fuentes de la revelación, hasta el punto de que sin su


estudio y uso diario no

podría la teología ser tratada con el honor y dignidad que le son


propios. Porque,

aunque deban los jóvenes ejercitarse en las universidades y


seminarios de manera que

adquieran la inteligencia y la ciencia de los dogmas deduciendo de


los artículos de la fe

unas verdades de otras, según las reglas de una filosofía


experimentada y sólida, no

obstante, el teólogo profundo e instruido no puede descuidar la


demostración de los

dogmas basada en la autoridad de la Biblia. «Porque la


teología no toma sus

argumentos de las demás ciencias, sino inmediatamente de Dios


por la revelación. Por

lo tanto, nada recibe de esas ciencias como si le fueran superiores,


sino que las emplea
como a sus inferiores y seguidoras». Este método de enseñanza de
la ciencia sagrada

está indicado y recomendado por el príncipe de los teólogos,


Santo Tomás de

Aquino(44), el cual, además, como perfecto conocedor de este


peculiar carácter de la

teología cristiana, enseña de qué manera el teólogo puede


defender estos principios si

alguien los ataca: «Argumentando, si el adversario concede


algunas de las verdades

que tenemos por revelación; y en este sentido disputamos contra


los herejes aduciendo

las autoridades de la Escritura o empleando un artículo de la fe


contra los que niegan

otro. Por el contrario, si el adversario no cree en nada revelado, no


nos queda recurso

para probar los artículos de la fe con razones, sino sólo para


deshacer las que él

proponga contra la fe»(45).

36. Hay que poner, por lo tanto, especial cuidado en que los
jóvenes acometan los

estudios bíblicos convenientemente instruidos y pertrechados, para


que no defrauden
nuestras legítimas esperanzas ni, lo que sería más grave, sucumban
incautamente ante

el error, engañados por las falacias de los racionalistas y por el


fantasma de una

erudición superficial. Estarán perfectamente preparados si, con


arreglo al método que

Nos mismo les hemos enseñado y prescrito, cultivan religiosamente


y con profundidad

el estudio de la filosofia y de la teología bajo la dirección del mismo


Santo Tomás. De

este modo procederán con paso firme y harán grandes


progresos en las ciencias

bíblicas como en la parte de la teología llamada positiva.

37. Haber demostrado, explicado y aclarado la verdad de la


doctrina católica mediante

la interpretación legítima y diligente de los libros sagrados es


mucho ciertamente;

resta, sin embargo, otro punto que fijar y tan importante como
laborioso: el de afirmar

con la mayor solidez la autoridad íntegra de los mismos. Lo cual no


podrá conseguirse

plena y enteramente sino por el magisterio vivo y propio de la


Iglesia, que «por sí
misma y a causa de su admirable difusión, de su eminente santidad,
de su fecundidad

inagotable en toda suerte de bienes, de su unidad católica, de su


estabilidad invencible,

es un grande y perpetuo motivo de credibilidad y una prueba


irrefutable de su divina

misión»(46). Pero toda vez que este divino e infalible magisterio de


la Iglesia descansa

también en la autoridad de la Sagrada Escritura, es preciso afirmar


y reivindicar la fe,

cuando menos, en la Biblia, por cuyos libros, como testimonios


fidedignos de la

antigüedad, serán puestas de manifiesto y debidamente


establecidas la divinidad y la

misión de Jesucristo, la institución de la jerarquía de la Iglesia y la


primacía conferida a

Pedro y a sus sucesores.

11238. A este fin será muy conveniente que se multipliquen los


sacerdotes preparados

dispuestos a combatir en este campo por la fe y a rechazar los


ataques del enemigo

revestidos de la armadura de Dios, que recomienda el Apóstol(47),


y entrenados en la
nuevas armas y en la nueva estrategia de sus adversarios. Es lo que
hermosamente

incluye San Juan Crisóstomo entre los deberes del sacerdote: «Es
preciso —dice—

emplear un gran celo a fin de que la palabra de Dios habite con


abundancia en

nosotros(48); no debemos, pues, estar preparados para un solo


género de combate

porque no todos usan las mismas armas ni tratan de acometernos


de igual manera. Es

por lo tanto, necesario que quien ha de medirse con todos,


conozca las armas y lo

procedimientos de todos y sepa ser a la vez arquero y hondero,


tribuno y jefe de

cohorte, general y soldado, infante y caballero, apto para luchar


en el mar y para

derribar murallas; porque, si no conoce todos los medios de


combatir, el diablo sabe

introduciendo a sus raptores por un solo punto en el caso de que


uno solo quedare sin

defensa, arrebatar las ovejas»(49). Más arriba hemos mencionado


las astucias de los

enemigos y los múltiples medios que emplean en el ataque.


Indiquemos ahora los
procedimientos que deben utilizarse para la defensa.

39. Uno de ellos es, en primer término, el estudio de las antiguas


lenguas orientales y

al mismo tiempo, el de la ciencia que se llama crítica. Siendo estos


dos conocimientos

en el día de hoy muy apreciados y estimados, el clero que los posea


con más o menos

profundidad, según el país en que se encuentre y los hombres con


quienes esté en

relación, podrá mejor mantener su dignidad y cumplir con los


deberes de su cargo, ya

que debe hacerse todo para todos(50) y estar siempre pronto a


satisfacer a todo aquel

que le pida la razón de su esperanzas(51). Es, pues, necesario a los


profesores de

Sagrada Escritura, y conviene a los teólogos, conocer las lenguas en


las que los libros

canónicos fueron originariamente escritos por los autores


sagrados; sería también

excelente que los seminaristas cultivasen dichas lenguas, sobre


todo aquellos que

aspiran a los grados académicos en teología. Debe también


procurarse que en todas la
academias, como ya se ha hecho laudablemente en muchas, se
establezcan cátedra

donde se enseñen también las demás lenguas antiguas, sobre todo


las semíticas, y la

materias relacionadas con ellas, con vistas, sobre todo, a los


jóvenes que se preparan

para profesores de Sagradas Letras.

40. Importa también, por la misma razón, que los susodichos


profesores de Sagrada

Escritura se instruyan y ejerciten más en la ciencia de la verdadera


crítica; porque

desgraciadamente, y con gran daño para la religión, se ha


introducido un sistema que

se adorna con el nombre respetable de «alta crítica», y según el


cual el origen, la

integridad y la autoridad de todo libro deben ser establecidos


solamente atendiendo a

lo que ellos llaman razones internas. Por el contrario, es evidente


que, cuando se trata

de una cuestión histórica, como es el origen y conservación de una


obra cualquiera, los

testimonios históricos tienen más valor que todos los demás y


deben ser buscados y
examinados con el máximo interés; las razones internas, por el
contrario, la mayoría de

las veces no merecen la pena de ser invocadas sino, a lo más, como


confirmación. De

otro modo, surgirán graves inconvenientes: los enemigos de la


religión atacarán la

autenticidad de los libros sagrados con más confianza de abrir


brecha; este género de

«alta crítica» que preconizan conducirá en definitiva a que


cada uno en la

interpretación se atenga a sus gustos y a sus prejuicios; de este


modo, la luz que se

busca en las Escrituras no se hará, y ninguna ventaja reportará la


ciencia; antes bien se

pondrá de manifiesto esa nota característica del error que consiste


en la diversidad y

disentimiento de las opiniones, como lo están demostrando los


corifeos de esta nueva

113ciencia; y como la mayor parte están imbuidos en las máximas


de una vana filosofía y

del racionalismo, no temerán descartar de los sagrados libros las


profecías, los milagros

y todos los demás hechos que traspasen el orden natural.


41. Hay que luchar en segundo lugar contra aquellos que,
abusando de sus

conocimientos de las ciencias físicas, siguen paso a paso a los


autores sagrados para

echarles en cara su ignorancia en estas cosas y desacreditar así las


mismas Escrituras.

Como quiera que estos ataques se fundan en cosas que entran en


los sentidos, son

peligrosísimos cuando se esparcen en la multitud, sobre todo


entre la juventud

dedicada a las letras; la cual, una vez que haya perdido sobre algún
punto el respeto a

la revelación divina, no tardará en abandonar la fe en todo lo


demás. Porque es

demasiado evidente que así como las ciencias naturales, con


tal de que sean

convenientemente enseñadas, son aptas para manifestar la gloria


del Artífice supremo,

impresa en las criaturas, de igual modo son capaces de arrancar del


alma los principios

de una sana filosofía y de corromper las costumbres cuando se


infiltran con dañadas

intenciones en las jóvenes inteligencias. Por eso, el conocimiento


de las cosas naturales
será una ayuda eficaz para el que enseña la Sagrada Escritura;
gracias a él podrá más

fácilmente descubrir y refutar los sofistas de esta clase


dirigidos contra los libros

sagrados.

42. No habrá ningún desacuerdo real entre el teólogo y el físico


mientras ambos se

mantengan en sus límites, cuidando, según la frase de San Agustín,


«de no afirmar

nada al azar y de no dar por conocido lo desconocido»(52). Sobre


cómo ha de portarse

el teólogo si, a pesar de esto, surgiere discrepancia, hay una


regla sumariamente

indicada por el mismo Doctor: «Todo lo que en materia de sucesos


naturales pueden

demostrarnos con razones verdaderas, probémosles que no es


contrario a nuestras

Escrituras; mas lo que saquen de sus libros contrario a nuestras


Sagrada Letras, es

decir, a la fe católica, demostrémosles, en lo posible o, por lo


menos, creamos

firmemente que es falsísimo»(53). Para penetrarnos bien de la


justicia de esta regla, se
ha de considerar en primer lugar que los escritores sagrados, o
mejor el Espíritu Santo,

que hablaba por ellos, no quisieron enseñar a los hombres estas


cosas (la íntima

naturaleza o constitución de las cosas que se ven), puesto que en


nada les habían de

servir para su salvación(54), y así, más que intentar en sentido


propio la exploración de

la naturaleza, describen y tratan a veces las mismas cosas, o en


sentido figurado o

según la manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy vige


para muchas cosas

en la vida cotidiana hasta entre los hombres más cultos. Y como en


la manera vulgar de

expresarnos suele ante todo destacar lo que cae bajo los sentidos,
de igual modo el

escritor sagrado —y ya lo advirtió el Doctor Angélico— «se guía por


lo que aparece

sensiblemente»(55), que es lo que el mismo Dios, al hablar a los


hombres, quiso hacer

a la manera humana para ser entendido por ellos.

43. Pero de que sea preciso defender vigorosamente la Santa


Escritura no se sigue que
sea necesario mantener igualmente todas las opiniones que cada
uno de los Padres o

de los intérpretes posteriores han sostenido al explicar estas


mismas Escrituras; los

cuales, al exponer los pasajes que tratan de cosas físicas, tal vez
no han juzgado

siempre según la verdad, hasta el punto de emitir ciertos principios


que hoy no pueden

ser aprobados. Por lo cual es preciso descubrir con cuidado en sus


explicaciones aquello

que dan como concerniente a la fe o como ligado con ella y aquello


que afirman con

consentimiento unánime; porque, «en las cosas que no son de


necesidad de fe, los

santos han podido tener pareceres diferentes, lo mismo que


nosotros», según dice

114Santo Tomás(56). El cual, en otro pasaje, dice con la mayor


prudencia: «Por lo que

concierne a las opiniones que los filósofos han profesado


comúnmente y que no son

contrarias a nuestra fe, me parece más seguro no afirmarlas como


dogmas, aunque

algunas veces se introduzcan bajo el nombre de filósofos, ni


rechazarlas como
contrarias a la fe, para no dar a los sabios de este mundo ocasión
de despreciar nuestra

doctrina»(57). Pues, aunque el intérprete debe demostrar que las


verdades que los

estudiosos de las ciencias físicas dan como ciertas y apoyadas en


firmes argumentos no

contradicen a la Escritura bien explicada, no debe olvidar, sin


embargo, que algunas de

estas verdades, dadas también como ciertas, han sido luego


puestas en duda y

rechazadas. Que si los escritores que tratan de los hechos


físicos, traspasados lo

linderos de su ciencia, invaden con opiniones nocivas el campo


de la filosofía, el

intérprete teólogo deje a cargo de los filósofos el cuidado de


refutarlas.

44. Esto mismo habrá de aplicarse después a las ciencias similares,


especialmente a la

historia. Es de sentir, en efecto, que muchos hombres que


estudian a fondo los

monumentos de la antigüedad, las costumbres y las


instituciones de los pueblos

investigan y publican con grandes esfuerzos los correspondientes


documentos, pero
frecuentemente con objeto de encontrar errores en los libros
santos para debilitar y

quebrantar completamente su autoridad. Algunos obran así con


demasiada hostilidad

sin bastante equilibrio, ya que se fian de los libros profanos y de los


documentos del

pasado como si no pudiese existir ninguna sospecha de error


respecto a ellos, mientras

niegan, por lo menos, igual fe a los libros de la Escritura ante la más


leve sospecha de

error y sin pararse siquiera a discutirla.

45. Puede ocurrir que en la transcripción de los códices se les


escaparan a los copistas

algunas erratas; lo cual debe estudiarse con cuidado y no admitirse


fácilmente sino en

los lugares que con todo rigor haya sido demostrado; también
puede suceder que el

sentido verdadero de algunas frases continúe dudoso; para


determinarlo, las reglas de

la interpretación serán de gran auxilio; pero lo que de ninguna


manera puede hacerse

es limitar la inspiración a solas algunas partes de las Escrituras o


conceder que el autor
sagrado haya cometido error. Ni se debe tolerar el proceder de los
que tratan de evadir

estas dificultades concediendo que la divina inspiración se limita a


las cosas de fe y

costumbres y nada más, porque piensan equivocadamente que,


cuando se trata de la

verdad de las sentencias, no es preciso buscar principalmente lo


que ha dicho Dios, sino

examinar más bien el fin para el cual lo ha dicho. En efecto, los


libros que la Iglesia ha

recibido como sagrados y canónicos, todos e íntegramente, en


todas sus partes, han

sido escritos bajo la inspiración del Espíritu Santo; y está tan


lejos de la divina

inspiración el admitir error, que ella por sí misma no solamente lo


excluye en absoluto

sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad con que es


necesario que Dios

Verdad suma, no sea autor de ningún error.

46. Tal es la antigua y constante creencia de la Iglesia definida


solemnemente por lo

concilios de Florencia y de Trento, confirmada por fin y más


expresamente declarada en
el concilio Vaticano, que dio este decreto absoluto: «Los libros del
Antigo y del Nuevo

Testamento, íntegros, con todas sus partes, como se describen en


el decreto del mismo

concilio (Tridentino) y se contienen en la antigua versión latina


Vulgata, deben se

recibidos por sagrados y canónicos. La Iglesia los tiene por sagrados


y canónicos, no

porque, habiendo sido escritos por la sola industria humana,


hayan sido despué

aprobados por su autoridad, ni sólo porque contengan la


revelación sin error, sino

porque, habiendo sido escritos por inspiración del Espíritu Santo,


tienen a Dios por

115autor»(58). Por lo cual nada importa que el Espíritu Santo se


haya servido de hombres

como de instrumentos para escribir, como si a estos escritores


inspirados, ya que no al

autor principal, se les pudiera haber deslizado algún error. Porque


El de tal manera los

excitó y movió con su influjo sobrenatural para que escribieran, de


tal manera los

asistió mientras escribían, que ellos concibieran rectamente todo


y sólo lo que El
quería, y lo quisieran fielmente escribir, y lo expresaran aptamente
con verdad infalible;

de otra manera, El no sería el autor de toda la Sagrada Escritura.

47. Tal ha sido siempre el sentir de los Santos Padres. «Y así —


dice San Agustín—,

puesto que éstos han escrito lo que el Espíritu Santo les ha


mostrado y les ha dicho, no

debe decirse que no lo ha escrito El mismo, ya que, como


miembros, han ejecutado lo

que la cabeza les dictaba»(59). Y San Gregorio Magno dice: «Es


inútil preguntar quién

ha escrito esto, puesto que se cree firmemente que el autor del


libro es el Espíritu

Santo; ha escrito, en efecto, el que dictó lo que se había de escribir;


ha escrito quien ha

inspirado la obra»(60). Síguese que quienes piensen que en los


lugares auténticos de

los libros sagrados puede haber algo de falso, o destruyen el


concepto católico de

inspiración divina, o hacen al mismo Dios autor del error.

48. Y de tal manera estaban todos los Padres y Doctores


persuadidos de que las divinas
Letras, tales cuales salieron de manos de los hagiógrafos, eran
inmunes de todo error,

que por ello se esforzaron, no menos sutil que religiosamente, en


componer entre sí y

conciliar los no pocos pasajes que presentan contradicciones o


desemejanzas (y que

son casi los mismos que hoy son presentados en nombre de


la nueva ciencia);

unánimes en afirmar que dichos libros, en su totalidad y en cada


una de sus partes,

procedían por igual de la inspiración divina, y que el mismo Dios,


hablando por los

autores sagrados, nada podía decir ajeno a la verdad. Valga por


todos lo que el mismo

Agustín escribe a Jerónimo: «Yo confieso a vuestra caridad que he


aprendido a dispensar

a solos los libros de la Escritura que se llaman canónicos la


reverencia y el honor de

creer muy firmemente que ninguno de sus autores ha podido


cometer un error al

escribirlos. Y si yo encontrase en estas letras algo que me


pareciese contrario a la

verdad, no vacilaría en afirmar o que el manuscrito es defectuoso, o


que el traductor no
entendió exactamente el texto, o que no lo he entendido yo»(61).

49. Pero luchar plena y perfectamente con el empleo de tan


importantes ciencias para

establecer la santidad de la Biblia, es algo superior a lo que de la


sola erudición de los

intérpretes y de los teólogos se puede esperar. Es de desear, por


lo tanto, que se

propongan el mismo objeto y se esfuercen por lograrlo todos los


católicos que hayan

adquirido alguna autoridad en las ciencias profanas. El prestigio de


estos ingenios, si

nunca hasta el presente, tampoco hoy falta a la Iglesia, gracias a


Dios, y ojalá vaya en

aumento para ayuda de la fe. Consideramos de la mayor


importancia que la verdad

encuentre más numerosos y sólidos defensores que adversarios,


pues no hay cosa que

tanto pueda persuadir al vulgo a aceptar la verdad como el ver a


hombres distinguidos

en alguna ciencia profesarla abiertamente. Incluso la envidia de los


detractores se

desvanecerá fácilmente, o al menos no se atreverán ya a afirmar


con tanta petulancia
que la fe es enemiga de la ciencia, cuando vean a hombres doctos
rendir el mayor

honor y la máxima reverencia a la fe.

50. Puesto que tanto provecho pueden prestar a la religión


aquellos a quienes la

Providencia concedió, junto con la gracia de profesar la fe católica,


el feliz don del

116talento, es preciso que, en medio de esta lucha violenta de los


estudios que se refieren

en alguna manera a las Escrituras, cada uno de ellos elija la


disciplina apropiada y

sobresaliendo en ella, se aplique a rechazar victoriosamente los


dardos que la ciencia

impía dirige contra aquéllas.

51. Aquí nos es grato tributar las merecidas alabanzas a la


conducta de algunos

católicos, quienes, a fin de que los sabios puedan entregarse con


toda abundancia de

medios a estos estudios y hacerlos progresar formando


asociaciones, gustan de

contribuir generosamente con recursos económicos. Excelente


manera de emplear su
dinero y muy apropiada a las necesidades de los tiempos. En
efecto, cuantos menos

socorros pueden los católicos esperar del Estado para sus estudios,
más conviene que

la liberalidad privada se muestre pronta y abundante; de modo que


aquellos a quienes

Dios ha dado riquezas, las consagren a conservar el tesoro de la


verdad revelada.

52. Mas, para que tales trabajos aprovechen verdaderamente a las


ciencias bíblicas, los

hombres doctos deben apoyarse en los principios que dejamos


indicados más arriba y

sostengan con firmeza que un mismo Dios es el creador y


gobernador de todas la

cosas y el autor de las Escrituras, y que, por lo tanto, nada


puede deducirse de la

naturaleza de las cosas ni de los monumentos de la historia que


contradiga realmente a

las Escrituras. Y si tal pareciese, ha de demostrarse lo contrario,


bien sometiendo a

juicio prudente de teólogos y exegetas cuál sea el sentido


verdadero o verosímil del

lugar de la Escritura que se objeta, bien examinando con mayor


diligencia la fuerza de
los argumentos que se aducen en contra. Ni hay que darse
por vencidos si aun

entonces queda alguna apariencia en contrario, porque, no


pudiendo de manera alguna

la verdad oponerse a la verdad, necesariamente ha de estar


equivocada o la

intepretación que se da a las palabras sagradas o la parte contraria;


si ni lo uno ni lo

otro apareciese claro, suspendamos el juicio de momento. Muchas


acusaciones de todo

género se han venido lanzando contra la Escritura durante largo


tiempo y con tesón

que hoy están completamente desautorizadas como vanas, y no


pocas interpretaciones

se han dado en otro tiempo acerca de algunos lugares de la


Escritura —que no

pertenecían ciertamente a la fe ni a las costumbres— en los que


después una más

diligente investigación ha aconsejado rectificar. El tiempo borra las


opiniones humanas

mas «la verdad se robustece y permanece para siempre»(62). Por


esta razón, como

nadie puede lisonjearse de comprender rectamente toda la


Escritura, a propósito de la
cual San Agustín decía de sí mismo(63) que ignoraba más que
sabía, cuando alguno

encuentre en ella algo demasiado difícil para podérselo explicar,


tenga la cautela y

prudencia del mismo Doctor: «Vale más sentirse prisionero de


signos desconocidos

pero útiles, que enredar la cerviz, al tratar de interpretarlos


inútilmente, en la

coyundas del error, cuando se creía haberla sacado del yugo de la


servidumbre»(64).

53. Si los hombres que se dedican a estos estudios auxiliares


siguen rigurosa y

reverentemente nuestros consejos y nuestras órdenes; si


escribiendo y enseñando

dirigen los frutos de sus esfuerzos a combatir a los enemigos de la


verdad y a precaver

de los peligros de la fe a la juventud, entonces será cuando puedan


gloriarse de servir

dignamente el interés de las Sagradas Letras y de suministrar a la


religión católica un

apoyo tal como la Iglesia tiene derecho a esperar de la piedad y de


la ciencia de sus

hijos.
54. Esto es, venerables hermanos, lo que acerca de los estudios de
Sagrada Escritura

117hemos creído oportuno advertir y mandar en esta ocasión


movidos por Dios. A vosotros

corresponde ahora procurar que se guarde y se cumpla con la


escrupulosidad debida;

de suerte que se manifieste más y más el reconocimiento debido a


Dios por haber

comunicado al género humano las palabras de su sabiduría y


redunde todo ello en la

abundancia de frutos tan deseados, especialmente en orden a la


formación de la

juventud levítica, que es nuestro constante desvelo y la


esperanza de la Iglesia.

Procurad con vuestra autoridad y vuestras exhortaciones que en


los seminarios y

centros de estudio sometidos a vuestra jurisdicción se dé a estos


estudios el vigor y la

prestancia que les corresponden. Que se lleven a cabo en todo bajo


las directrices de la

Iglesia según los saludables documentos y ejemplos de los Santos


Padres y conforme al

método laudable de nuestros mayores, y que de tal manera


progresen con el correr de
los tiempos, que sean defensa y ornamento de la verdad católica,
dada por Dios para la

eterna salvación de los pueblos.

55. Exhortamos, por último, paternalmente a todos los alumnos y


ministros de la Iglesia

a que se acerquen siempre con mayor afecto de reverencia y


piedad a las Sagradas

Letras, ya que la inteligencia de las mismas no les será abierta de


manera saludable,

como conviene, si no se alejan de la arrogancia de la ciencia terrena


y excitan en su

ánimo el deseo santo de la sabiduría que viene de arriba(65). Una


vez introducidos en

esta disciplina e ilustrados y fortalecidos por ella, estarán en las


mejores condiciones

para descubrir y evitar los engaños de la ciencia humana y para


percibir y referir al

orden sobrenatural sus frutos sólidos; caldeado así el ánimo,


tenderá con más

vehemencia a la consecución del premio de la virtud y del


amor divino:

«Bienaventurados los que investigan sus testimonios y le buscan de


todo corazón»(66).
56. Animados con la esperanza del divino auxilio y confiando en
vuestro celo pastoral,

en prenda de los celestiales dones y en testimonio de nuestra


especial benevolencia, os

damos amorosamente en el Señor, a vosotros todos y a todo el


clero y pueblo confiado

a vuestros cuidados, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, el 18 de noviembre de 1893,


año 16 de nuestro

pontificado.

CARTA ENCÍCLICA

SPIRITUS PARACLITUS

DEL SUMO PONTÍFICE

BENEDICTO XV

SOBRE LA INTERPRETACIÓN

DE LA SAGRADA ESCRITURA

1. El Espíritu Consolador, habiendo enriquecido al género


humano en las Sagradas
Letras para instruirlo en los secretos de la divinidad, suscitó en el
transcurso de los

siglos numerosos expositores santísimos y doctísimos, los cuales


no sólo no dejarían

infecundo este celestial tesoro(1), sino que habían de procurar a los


fieles cristianos,

con sus estudios y sus trabajos, la abundantísima consolación de


las Escrituras. El

primer lugar entre ellos, por consentimiento unánime, corresponde


a San Jerónimo, a

quien la Iglesia católica reconoce y venera como el Doctor Máximo


concedido por Dios

en la interpretación de las Sagradas Escrituras.

2. Próximos a celebrar el decimoquinto centenario de su


muerte, no queremos,

venerables hermanos, dejar pasar una ocasión tan favorable


sin hablaros

detenídamente de la gloria y de los méritos de San Jerónimo en la


ciencia de las

Escrituras. Nos sentimos movido por la conciencia de nuestro


cargo apostólico a

proponer a la imitación, para el fomento de esta nobilísima


disciplina, el insigne ejemplo
de varón tan eximio, y a confirmar con nuestra autoridad
apostólica y adaptar a los

tiempos actuales de la Iglesia las utilísimas advertencias y


prescripciones que en esta

materia dieron nuestros predecesores, de feliz memoria, León XIII y


Pío X.

3. En efecto, San Jerónimo, «hombre extraordinariamente católico


y muy versado en la

ley sagrada»(2), «maestro de católicos»(3), «modelo de virtudes y


maestro del mundo

entero»(4), habiendo ilustrado maravillosamente y defendido


con tesón la doctrina

católica acerca de los libros sagrados, nos suministra muchas e


importantes

enseñanzas que emplear para inducir a todos los hijos de la Iglesia,


y especialmente a

los clérigos, el respeto a la Escritura divina, unido a su piadosa


lectura y meditación

asidua.

4. Como sabéis, venerables hermanos, San Jerónimo nació en


Estridón, «aldea en otro

tiempo fronteriza entre Dalmacia y Pannonia»(5), y se crió


desde la cuna en el
catolicismo(6); desde que recibió aquí mismo en Roma la vestidura
de Cristo por el

bautismo(7), empleó a lo largo de su vida todas sus fuerzas en


investigar, exponer y

defender los libros sagrados. Iniciado en las letras latinas y griegas


en Roma, apenas

había salido de las aulas de los retóricos cuando, joven aún,


acometió la interpretación

del profeta Abdías: con este ensayo «de ingenio pueril»(8), de tal
manera creció en él el

amor de las Escrituras, que, como si hubiera encontrado el


tesoro de que habla la

parábola evangélica, consideró que debía despreciar por él «todas


las ventajas de este

mundo»(9). Por lo cual, sin arredrarse por las dificultades de


semejante proyecto,

abandonó su casa, sus padres, su hermana y sus allegados;


renunció a su abastecida

mesa y marchó a los Sagrados Lugares de Oriente, para adquirir en


mayor abundancia

las riquezas de Cristo y la ciencia del Salvador en la lectura y estudio


de la Biblia(10).

5. Más de una vez refiere él mismo cuánto hubo de sudar en el


empeño: «Me consumía
233por un extraño deseo de saber, y no fui yo, como algunos
presuntuosos, mi propio

maestro. Oí frecuentemente y traté en Antioquía a Apolinar de


Laodicea, y cuando me

instruía en las Sagradas Escrituras, nunca le escuché su reprobable


opinión sobre los

sentidos de la misma»(11). De allí marchó a la región desierta de


Cálcide, en la Siria

oriental, para penetrar más a fondo el sentido de la paIabra dívina y


refrenar al mismo

tiempo, con la dedicación al estudio, los ardores de la juventud; allí


se hizo discípulo de

un cristiano convertido del judaísmo, para aprender hebreo y


caldeo. «Cuánto trabajo

empleé, cuántas dificultades hube de pasar, cuántas veces me


desanimé, cuántas lo

dejé para comenzarlo de nuevo, llevado de mi ansia de saber; sólo


yo, que lo sufrí,

podría decirlo, y los que convivieron conmigo. Hoy doy gracias a


Dios, porque percibo

los dulces frutos de la amarga semilla de las letras»(12).

6. Mas como las turbas de los herejes no lo dejaron tranquilo ni


siquiera en aquella
soledad, marchó a Constantinopla, donde casi por tres años tuvo
como guía y maestro

para la interpretación de las Sagradas Letras a San Gregorio el


Teólogo, obispo de

aquella sede y famosísimo por su ciencia; en esta época tradujo al


latín las Homilías de

Orígenes sobre los Profetas y la Crónica de Eusebio, y comentó la


visión de los serafines

de Isaías. Vuelto a Roma por las dificultades de la cristiandad,


fue familiarmente

acogido y empleado en los asuntos de la Iglesia por el papa San


Dámaso(13). Aunque

muy ocupado en esto, no dejó por ello de revolver los libros


divinos(14), de transcribir

códices(15) y de informar en el conocimiento de la Biblia a


discípulos de uno y otro

sexo(16), y realizó el laboriosísimo encargo que el Pontífice le hizo


de enmendar la

versión latina del Nuevo Testamento, con tal diligencia y agudeza


de juicio, que los

modernos conocedores de estas materias cada día estiman y


admiran más la obra

jeronimiana.
7. Pero, como su atracción máxima eran los Santos Lugares de
Palestina, muerto San

Dámaso, Jerónimo se retiró a Belén, donde, habiendo construido


un cenobio junto a la

cuna de Cristo, se consagró todo a Dios, y el tiempo que le


restaba después de la

oración lo consumía totalmente en el estudio y enseñanza de la


Biblia. Pues, como él

mismo certificaba de sí, «ya tenía la cabeza cubierta de canas, y


más me correspondía

ser maestro que discípulo, y, no obstante, marché a Alejandría,


donde oí a Dídimo. Le

estoy agradecido por muchas cosas. Aprendí lo que no sabía; lo que


sabía no lo perdí,

aunque él enseñara lo contrario. Pensaban todos que ya había


terminado de aprender;

pero, de nuevo en Jerusalén y en Belén, ¡con cuánto esfuerzo y


trabajo escuché las

lecciones nocturnas de Baranías! Temía éste a los judíos y se me


presentaba como otro

Nicodemo»(17).

8. Ni se conformó con la enseñanza y los preceptos de estos y de


otros maestros, sino
que empleó todo género de ayudas útiles para su adelantamiento;
aparte de que, ya

desde el principio, se había adquirido los mejores códices y


comentarios de la Biblia,

manejó también los libros de las sinagogas y los volúmenes de la


biblioteca de Cesarea,

reunidos por Orígenes y Eusebio, para sacar de la comparación de


dichos códices con

los suyos la forma original del texto bíblico y su verdadero


sentido. Para mejor

conseguir esto último, recorrió Palestina en toda su extensión,


persuadido como estaba

de lo que escribía a Domnión y a Rogaciano: «Más claramente


entenderá la Escritura el

que haya contemplado con sus ojos la Judea y conozca los restos
de las antiguas

ciudades y los nombres conservados o cambiados de los distintos


lugares. Por ello me

he preocupado de realizar este trabajo con los hebreos mejor


instruidos, recorriendo la

región cuyo nombre resuena en todas las Iglesias de Cristo».

2349. Jerónimo, pues, alimentó continuamente su ánimo con


aquel manjar suavísimo,
explicó las epístolas de San Pablo, enmendó según el texto griego
los códices latinos del

Antiguo Testamento, tradujo nuevamente casi todos los libros


del hebreo al latín,

expuso diariamente las Sagradas Letras a los hermanos que junto a


él se reunían,

contestó las cartas que de todas partes le llegaban proponiéndole


cuestiones de la

Escritura, refutó duramente a los impugnadores de la unidad y de la


doctrina católica; y

pudo tanto el amor de la Biblia en él, que no cesó de escribir o


dictar hasta que la

muerte inmovilizó sus manos y acalló su voz. Así, no perdonando


trabajos, ni vigilias, ni

gastos, perseveró hasta la extrema vejez meditando día y noche la


ley del Señor junto

al pesebre de Belén, aprovechando más al nombre católico desde


aquella soledad, con

el ejemplo de su vida y con sus escritos, que si hubiera consumido


su carrera mortal en

la capital del mundo, Roma.

10. Saboreados a grandes rasgos la vida y hechos de


Jerónimo, vengamos ya,
venerables hermanos, a la consideración de su doctrina sobre la
dignidad divina y la

verdad absoluta de las criaturas. En lo cual, ciertamente, no


encontraréis una página

en los escritos del Doctor Máximo por donde no aparezca que


sostuvo firme y

constantemente con la Iglesia católica universal: que los Libros


Sagrados, escritos bajo

la inspiración del Espíritu Santo, tienen a Dios por autor y


como tales han sido

entregados a la Iglesia(18). Afirma, en efecto, que los libros de la


Sagrada Biblia fueron

compuestos bajo la inspiración, o sugerencia, o insinuación, o


incluso dictado del

Espíritu Santo; más aún, que fueron escritos y editados por El


mismo; sin poner en

duda, por otra parte, que cada uno de sus autores, según la
naturaleza e ingenio de

cada cual, hayan colaborado con la inspiración de Dios. Pues no


sólo afirma, en general,

lo que a todos los hagiógrafos es común: el haber seguido al


Espíritu de Dios al escribir,

de tal manera que Dios deba ser considerado como causa principal
de todo sentido y de
todas las sentencias de la Escritura; sino que, además, considera
cuidadosamente lo

que es propio de cada uno de ellos. Y así particularmente muestra


cómo cada uno de

ellos ha usado de sus facultades y fuerzas en la ordenación de las


cosas, en la lengua y

en el mismo género y forma de decir, de tal manera que de ahí


deduce y describe su

propia índole y sus singulares notas y características,


principalmente de los profetas y

del apóstol San Pablo.

11. Esta comunidad de trabajo entre Dios y el hombre para realizar


la misma obra, la

ilustra Jerónimo con la comparación del artífice que para hacer


algo emplea algún

órgano o instrumento; pues lo que los escritores sagrados dicen


«son palabras de Dios

y no suyas, y lo que por boca de ellos dice lo habla Dios como por
un instrumento»(19).

Y si preguntamos que de qué manera ha de entenderse este influjo


y acción de Dios

como causa principal en el hagiógrafo, se ve que no hay diferencia


entre las palabras
de Jerónimo y la común doctrina católica sobre la inspiración, ya
que él sostiene que

Dios, con su gracia, aporta a la mente del escritor luz para proponer
a los hombres la

verdad en nombre de Dios; mueve, además, su voluntad y le


impele a escribir;

finalmente, le asiste de manera especial y continua hasta que acaba


el libro. De aquí

principalmente deduce el Santo la suma importancia y dignidad de


las Escrituras, cuyo

conocimiento compara a un tesoro precioso(20) y a una rica


margarita(21), y afirma

encontrarse en ellas las riquezas de Cristo(22) y «la plata que


adorna la casa de

Dios»(23).

12. De tal manera exaltaba con la palabra y el ejemplo la suprema


autoridad de las

Escrituras, que en cualquier controversia que surgiera recurría a la


Biblia como a la más

235surtida armería, y empleaba para refutar los errores de los


adversarios los testimonios

de ellas deducidos como los argumentos más sólidos e


irrefragables. Así, a Helvidio,
que negaba la virginidad perpetua de la Madre de Dios, decía lisa y
llanamente: «Así

como no negamos esto que está escrito, de igual manera


rechazamos lo que no está

escrito. Creemos que Dios nació de la Virgen, porque lo leemos(24);


no creemos que

María tuviera otros hijos después del parto, porque no lo leemos».


Y con las mismas

armas promete luchar acérrimamente contra Joviniano en favor de


la doctrina católica

sobre el estado virginal, sobre la perseverancia, sobre la abstinencia


y sobre el mérito

de las buenas obras: «Contra cada una de sus proposiciones


me apoyaré

principalmente en los testimonios de las Escrituras, para que no se


ande quejando de

que se le vence más con la elocuencia que con la verdad»(25). Y en


la defensa de sus

libros contra el mismo hereje escribe: «Como si hubiera de ser


rogado para que se

rindiese a mí y no más bien conducido a disgusto y a despecho suyo


a la cárcel de la

verdad»(26).
13. Sobre la Escritura en general, leemos, en su comentario a
Jeremías, que la muerte

le impidió terminar: «Ni se ha de seguir el error de los padres o de


los antepasados, sino

la autoridad de las Escrituras y la voluntad de Dios, que nos


enseña»(27). Ved cómo

indica a Fabiola la forma y manera de pelear contra los enemigos:


«Cuando estés

instruido en las Escrituras divinas y sepas que sus leyes y


testimonios son ligaduras de

la verdad, lucharás con los adversarios, los atarás y llevarás presos a


la cautividad y

harás hijos de Dios a los en otro tiempo enemigos y cautivos»(28).

14. Ahora bien: San Jerónimo enseña que con la divina inspiración
de los libros sagrados

y con la suma autoridad de los mismos va necesariamente unida


la inmunidad y

ausencia de todo error y engaño; lo cual había aprendido en las


más célebres escuelas

de Occidente y de Oriente, como recibido de los Padres y


comúnmente aceptado. Y, en

efecto, como, después de comenzada por mandato del pontífice


Dámaso la correccíón
del Nuevo Testamento, algunos «hombrecillos» le echaran en cara
que había intentado

«enmendar algunas cosas en los Evangelios contra la autoridad de


los mayores y la

opinión de todo el mundo», respondió en pocas palabras que no


era de mente tan

obtusa ni de ignorancia tan crasa que pensara habría en las


palabras del Señor algo

que corregir o no divinamente inspirado(29). Y, exponiendo la


primera visión de

Ezequiel sobre los cuatro Evangelios, advierte: «Admitirá que todo


el cuerpo y el dorso

están llenos de ojos quien haya visto que no hay nada en los
Evangelios que no luzca e

ilumine con su resplandor el mundo, de tal manera que hasta las


cosas consideradas

pequeñas y despreciables brillen con la majestad del Espíritu


Santo»(30).

15. Y lo que allí afirma de los Evangelios confiesa de las demás


«palabras de Dios» en

cada uno de sus comentarios, como norma y fundamento de la


exégesis católica; y por

esta nota de verdad se distingue, según San Jerónimo, el


auténtico profeta del
falso(31). Porque «las palabras del Señor son verdaderas, y su decir
es hacer»(32). Y

así, «la Escritura no puede mentir»(33) y no se puede decir que la


Escritura engañe(34)

ni admitir siquiera en sus palabras el solo error de nombre(35).

16. Añade asimismo el santo Doctor que «considera distintos a los


apóstoles de los

demás escritores» profanos; «que aquéllos siempre dicen la


verdad, y éstos en algunas

cosas, como hombres, suelen errar»(36), y aunque en las Escrituras


se digan muchas

cosas que parecen increíbles, con todo, son verdaderas(37); en


esta «palabra de

verdad» no se pueden encontrar ni cosas ni sentencias


contradictorias entre sí, «nada

discrepante, nada diverso»(38), por lo cual, «cuando las Escrituras


parezcan entre sí

236contrarias, lo uno y lo otro es verdadero aunque sea


diverso»(39). Estando como estaba

firmemente adherido a este principio, si aparecían en los libros


sagrados discrepancias,

Jerónimo aplicaba todo su cuidado y su inteligencia a resolver la


cuestión; y si no
consideraba todavía plenamente resuelta la dificultad, volvía de
nuevo y con agrado

sobre ella cuando se le presentaba ocasión, aunque no siempre


con mucha fortuna.

Pero nunca acusaba a los hagiógrafos de error ni siquiera levísimo,


«porque esto —

decía— es propio de los impíos, de Celso, de Porfirio, de


Juliano»(40). En lo cual coincide

plenamente con San Agustín, quien, escribiendo al mismo


Jerónimo, dice que sólo a los

libros sagrados suele conceder la reverencia y el honor de


creer firmemente que

ninguno de sus autores haya cometido ningún error al escribir, y


que, por lo tanto, si

encuentra en las Escrituras algo que parezca contrario a la verdad,


no piensa eso, sino

que o bien el códice está equivocado, o que está mal traducido, o


que él no lo ha

entendido; y añade: «¡Y no creo que tú, hermano mío, pienses de


otro modo; no puedo

en manera alguna pensar que tú quieras que se lean tus libros,


como los de los profetas

y apóstoles, de cuyos escritos sería un crimen dudar que


estén exentos de todo
error»(41).

17. Con esta doctrina de San Jerónimo se confirma e ilustra


maravillosamente lo que

nuestro predecesor, de feliz memoria, León XIII dijo declarando


solemnemente la

antigua y constante fe de la Iglesia sobre la absoluta inmunidad de


cualquier error por

parte de las Escrituras: «Está tan lejos de la divina inspiración el


admitir error, que ella

por sí misma no solamente lo excluye en absoluto, sino que lo


excluye y rechaza con la

misma necesidad con que es necesario que Dios, Verdad suma, no


sea autor de ningún

error». Y después de aducir las definiciones de los concilios


Florentino y Tridentino,

confirmadas por el Vaticano I, añade: «Por lo cual nada importa que


el Espíritu Santo se

haya servido de hombres como de instrumentos para escribir,


como si a estos

escritores inspirados, ya que no al autor principal, se les pudiera


haber deslizado algún

error. Porque El de tal manera los excitó y movió con su influjo


sobrenatural para que
escribieran, de tal manera los asistió mientras escribían, que
ellos concibieran

rectamente todo y sólo lo que El quería, y lo quisieran


fielmente escribir, y lo

expresaran aptamente con verdad infalible; de otra manera, El no


sería el autor de toda

la Sagrada Escritura»(42).

18. Aunque estas palabras de nuestro predecesor no dejan ningún


lugar a dudas ni a

tergiversaciones, es de lamentar, sin embargo, venerables


hermanos, que haya habido,

no solamente entre los de fuera, sino incluso entre los hijos de la


Iglesia católica, más

aún —y esto atormenta especialmente nuestro espíritu—, entre los


mismos clérigos y

maestros de las sagradas disciplinas, quienes, aferrándose


soberbiamente a su propio

juicio, hayan abiertamente rechazado u ocultamente impugnado el


magisterio de la

Iglesia en este punto. Ciertamente aprobamos la intención de


aquellos que para librarse

y librar a los demás de las dificultades de la Sagrada Biblia buscan,


valiéndose de todos
los recursos de las ciencias y del arte crítica, nuevos caminos y
procedimientos para

resolverlas, pero fracasarán lamentablemente en esta empresa


si desatienden las

directrices de nuestro predecedor y traspasan las barreras y los


límites establecidos por

los Padres.

19. En estas prescripciones y límites de ninguna


manera se mantiene la opinión de
aquellos que, distinguiendo entre el elemento
primario o religioso de la Escritura y el
secundarío o profano, admiten de buen grado
que la inspiración afecta a todas las
sentencias, más aún, a cada una de las palabras
de la Biblia, pero reducen y restringen
sus efectos, y sobre todo la inmunidad de error y
la absoluta verdad, a sólo el elemento
237primario o religioso. Según ellos, sólo es
intentado y enseñado por Dios lo que se refiere
a la religión; y las demás cosas que pertenecen a
las disciplinas profanas, y que sólo
como vestidura externa de la verdad divina
sirven a la doctrina revelada, son
simplemente permitidas por Dios y dejadas a la
debilidad del escritor. Nada tiene, pues,
de particular que en las materias físicas,
históricas y otras semejantes se encuentren en
la Biblia muchas cosas que no es posible conciliar
en modo alguno con los progresos
actuales de las ciencias. Hay quienes
sostienen que estas opiniones erróneas no
contradicen en nada a las prescripciones de
nuestro predecesor, el cual declaró que el
hagiógrafo, en las cosas naturales, habló según la
apariencia externa, sujeta a engaño.
20. Cuán ligera y falsamente se afirme esto,
aparece claramente por las palabras del
Pontífice. Pues ninguna mancha de error cae
sobre las divinas Letras por la apariencia
externa de las cosas —a la cual muy sabiamente
dijo León XIII, siguiendo a San Agustín
y a Santo Tomás de Aquino, que había que
atender—, toda vez que es un axioma de
sana filosofía que los sentidos no se engañan en
la percepción de esas cosas que
constituyen el objeto propio de su conocimiento.
Aparte de esto, nuestro predecesor,
sin distinguir para nada entre lo que llaman
elemento primario y secundario y sin dejar
lugar a ambigüedades de ningún género,
claramente enseña que está muy lejos de la
verdad la opinión de los que piensan «que,
cuando se trata de la verdad de las
sentencias, no es preciso buscar principalmente
lo que ha dicho Dios, sino examinar
más bien el fin para el cual lo ha dicho»; e
igualmente enseña que la divina inspiración
se extiende a todas las partes de la Biblia sin
distinción y que no puede darse ningún
error en el texto inspirado: «Pero lo que de
ninguna manera puede hacerse es limitar la
inspiración a solas algunas partes de las
Escrituras o conceder que el autor sagrado
haya cometido error».
21. Y no discrepan menos de la doctrina de la
Iglesia —comprobada por el testimonio de
San Jerónimo y de los demás Santos Padres— los
que piensan que las partes históricas
de la Escritura no se fundan en la verdad
absoluta de los hechos, sino en la que llaman
verdad relativa o conforme a la opinión vulgar; y
hasta se atreven a deducirlo de las
palabras mismas de León XIII, cuando dijo que
se podían aplicar a las disciplinas
históricas los principios establecidos a propósito
de las cosas naturales. Así defienden
que los hagiógrafos, como en las cosas físicas
hablaron según lo que aparece, de igual
manera, desconociendo la realidad de los
sucesos, los relataron según constaban por la
común opinión del vulgo o por los testimonios
falsos de otros y ni indicaron sus fuentes
de información ni hicieron suyas las referencias
ajenas.
22. ¿Para qué refutar extensamente una cosa tan injuriosa para
nuestro predecesor y

tan falsa y errónea? ¿Qué comparación cabe entre las cosas


naturales y la historia,

cuando las descripciones físicas se ciñen a las cosas que aparecen


sensiblemente y

deben, por lo tanto, concordar con los fenómenos, mientras, por


el contrario, es ley
primaria en la historia que lo que se escribe debe ser conforme con
los sucesos tal

como realmente acaecieron? Una vez aceptada la opinión de


éstos, ¿cómo podría

quedar a salvo aquella verdad inerrante de la narración


sagrada que nuestro

predecesor a lo largo de toda su encíclica declara deber


mantenerse?

23. Y si afirma que se debe aplicar a las demás disciplinas, y


especialmente a la

historia, lo que tiene lugar en la descripción de fenómenos fisicos,


no lo dice en general,

sino solamente intenta que empleemos los mismos


procedimientos para refutar las

falacias de los adversarios y para defender contra sus ataques la


veracidad histórica de

la Sagrada Escrítura.

23824. Y ojalá se pararan aquí los introductores de estas nuevas


teorías; porque llegan

hasta invocar al Doctor Estridonense en defensa de su


opinión, por haber enseñado que
la veracidad y el orden de la historia en la Biblia se
observa, «no según lo que era, sino
según lo que en aquel tiempo se creía», y que tal es
precisamente la regla propia de la
historia(43). Es de admirar cómo tergiversan en
esto, a favor de sus teorías, las
palabras de San Jerónimo. Porque ¿quién no ve que
San Jerónimo dice, no que el
hagiógrafo en la relación de los hechos sucedidos se
atenga, como desconocedor de la
verdad, a la falsa opinión del vulgo, sino que sigue la
manera común de hablar en la
imposición de nombres a las personas y a las cosas?
Como cuando llama padre de Jesús
a San José, de cuya paternidad bien claramente indica
todo el contexto de la narración
qué es lo que piensa. Y la verdadera ley de la historia
para San Jerónimo es que, en
estas designaciones, el escritor, salvo cualquier
peligro de error, mantenga la manera
de hablar usual, ya que el uso tiene fuerza de ley en el
lenguaje.
25. ¿Y qué decir cuando nuestro autor propone los hechos narrados
en la Biblia al igual

que las doctrinas que se deben creer con la fe necesaria para


salvarse? Porque en el

comentario de la epístola a Filemón se expresa en los siguientes


términos: «Y lo que

digo es esto: El que cree en Dios Creador, no puede creer si no cree


antes en la verdad

de las cosas que han sido escritas sobre sus santos». Y después de
aducir numerosos

ejemplos del Antiguo Testamento, concluye que «el que no creyera


en estas y en las

demás cosas que han sido escritas sobre los santos no podrá creer
en el Dios de los

santos»(44).

26. Así pues, San Jerónimo profesa exactamente lo mismo que


escribía San Agustín,

resumiendo el común sentir de toda la antigüedad cristiana: «Lo


que acerca de Henoc,

de Elías y de Moisés atestigua la Escritura, situada en la


máxima cumbre de la
autoridad por los grandes y ciertos testimonios de su veracidad,
eso creemos... Lo

creemos, pues, nacido de la Virgen María, no porque no pudiera de


otra manera existir

en carne verdadera y aparecer ante los hombres (como quiso


Fausto), sino porque así

está escrito en la Escritura, a la cual, si no creyéramos, ni podríamos


ser cristianos ni

salvarnos»(45).

27. Y no faltan a la Escritura Santa detractores de otro género;


hablamos de aquellos

que abusan de algunos principios —ciertamente rectos si se


mantuvieran en sus justos

límites— hasta el extremo de socavar los fundamentos de la


verdad de la Biblia y

destruir la doctrina católica comúnmente enseñada por los Padres.


Si hoy viviera San

Jerónimo, ciertamente dirigiría contra éstos los acerados dardos de


su palabra, al ver

que con demasiada facilidad, y de espaldas al sentido y al juicio de


la Iglesia, recurren a

las llamadas citas implícitas o a las narraciones sólo en apariencia


históricas; o bien
pretenden que en las Sagradas Letras se encuentren determinados
géneros literarios,

con los cuales no puede compaginarse la íntegra y perfecta verdad


de la palabra divina,

o sostienen tales opiniones sobre el origen de los Libros Sagrados,


que comprometen y

en absoluto destruyen su autoridad.

28. ¿Y qué decir de aquellos que, al explicar los Evangelios,


disminuyen la fe humana

que se les debe y destruyen la divina? Lo que Nuestro Señor


Jesucristo dijo e hizo
piensan que no ha llegado hasta nosotros íntegro
y sin cambios, como escrito
religiosamente para testigos de vista y oído, sino que
—especialmente por lo que al
cuarto Evangelio se refiere— en parte proviene de los
evangelistas, que inventaron y
añadieron muchas cosas por su cuenta, y en parte son
referencias de los fieles de la
239generación posterior; y que, por lo tanto, se
contienen en un mismo cauce aguas
procedentes de dos fuentes distintas que por ningún
indicio cierto se pueden distinguir
entre sí. No entendieron así Jerónimo, Agustín y los demás
doctores de la Iglesia la

autoridad histórica de los Evangelios, de la cual el que vio da


testimonio, y su

testimonio es verdadero, y él sabe que dice la verdad, para que


también vosotros

creáis(46). Y así, San Jerónimo, después de haber reprendido a


los herejes que

compusieron los evangelios apócrifos por «haber intentado


ordenar una narración más

que tejer la verdad de la historia»(47), por el contrario, de las


Escrituras canónicas

escribe: «A nadie le quepa duda de que han sucedido realmente las


cosas que han sido

escritas»(48), coincidiendo una vez más con San Agustín, que,


hablando de los

Evangelios, dice: «Estas cosas son verdaderas y han sido


escritas de El fiel y

verazmente, para que los que crean en su Evangelio sean instruidos


en la verdad y no

engañados con mentiras»(49).


29. Ya veis, venerables hermanos, con cuánto esfuerzo habéis de
luchar para que la

insana libertad de opinar, que los Padres huyeron con toda


diligencia, sea no menos

cuidadosamente evitada por los hijos de la Iglesia. Lo que más


fácilmente conseguiréis

si persuadiereis a los clérigos y seglares que el Espíritu Santo


encomendó a vuestro

gobierno, que Jerónimo y los demás Padres de la Iglesia


aprendieron esta doctrina sobre

los Libros Sagrados en la escuela del mismo divino Maestro, Cristo


Jesús.

30. ¿Acaso leemos que el Señor pensara de otra manera sobre la


Escritura? En sus

palabras escrito está y conviene que se cumpla la Escritura,


tenemos el argumento

supremo para poner fin a todas las controversias. Pero,


deteniéndonos un poco en este

asunto, ¿quién desconoce o ha olvidado que el Señor Jesús, en los


sermones que tuvo al

pueblo, sea en el monte junto al lago de Genesaret, sea en la


sinagoga de Nazaret y en

su ciudad de Cafarnaum, sacaba de la Sagrada Escritura la materia


de su enseñanza y
los argumentos para probarla? ¿Acaso no tomó de allí las armas
invencibles para la

lucha con los fariseos y saduceos? Ya enseñe, ya dispute, de


cualquier parte de la

Escritura aduce sentencias y ejemplos, y los aduce de manera


que se deba

necesariamente creer en ellos; en este sentido recurre sin


distinción a Jonás y a los

ninivitas, a la reina de Saba y a Salomón, a Elías y a Eliseo, a David, a


Noé, a Lot y a los

sodomitas y hasta a la mujer de Lot(50).

31. Y testifica la verdad de los Libros Sagrados, hasta el punto


de afirmar

solemnemente: Ni una iota ni un ápice pasará de la ley hasta que


todo se cumpla (51) y

No puede quedar sin cumplimiento la Escritura(52), por lo cual, el


que incumpliere uno

de estos mandamientos, ¡por pequeño que sea, y lo enseñare así a


los hombres, será

tenido por el menor en el reino de los cielos(53). Y para que los


apóstoles, a los que

pronto había de dejar en la tierra, se empaparan de esta doctrina,


antes de subir a su
Padre, al cielo, les abrió la inteligencia, para que comprendieran
las Escrituras, y les

dijo: Porque así está escrito y así convenía que el Cristo padeciera y
resucitara de entre

los muertos al tercer día(54). La doctrina, pues, de San


Jerónimo acerca de la

importancia y de la verdad de la Escritura es, para decirlo en una


sola palabra, la

doctrina de Cristo. Por lo cual exhortamos vivamente a todos los


hijos de la Iglesia, y en

especial a los que forman en esta disciplina a los alumnos del altar,
a que sigan con

ánimo decidido las huellas del Doctor Estridonense; de lo cual se


seguirá, sin duda, que

estimen este tesoro de las Escrituras como él lo estimó y que


perciban de su posesión

frutos suavísimos de santidad.

32. Porque tener por guía y maestro al Doctor Máximo no sólo


tiene las ventajas que

240dejamos dichas, sino otras no pocas ni despreciables que


queremos brevemente,

venerables hermanos, recordar con vosotros. De entrada se ofrece


en primer lugar a los
ojos de nuestra mente aquel su amor ardentísimo a la Sagrada
Biblia que con todo el

ejemplo de su vida y con palabras llenas del Espíritu de Dios


manifestó Jerónimo y

procuró siempre más y más excitar en los ánimos de los fieles:


«Ama las Escrituras

Santas —exhorta a todos en la persona de la virgen Demetríades—,


y te amará la

sabiduría; ámala, y te guardará; hónrala, y te abrazará. Sean


éstos tus collares y

pendientes»(55).

33. La continua lección de la Escritura y la cuidadosa investigación


de cada libro, más

aún, de cada frase y de cada palabra, le hizo tener tal familiaridad


con el sagrado texto

como ningún otro escritor de la antigüedad eclesiástica. A este


conocimiento de la

Biblia, unido a la agudeza de su ingenio, se debe atribuir que la


versión Vulgata, obra

de nuestro Doctor, supere en mucho, según el parecer unánime de


todos los doctos, a

las demás versiones antiguas, por reflejar el arquetipo original con


mayor exactitud y
elegancia.

34. Dicha Vulgata, que, «recomendada por el largo uso de tantos


siglos en la Iglesia», el

concilio Tridennno declaró había de ser tenida por auténtica y


usada en la enseñanza y

en la oración, esperamos ver pronto, si el Señor benignísimo nos


concediere la gracia

de esta luz, enmendada y restituida a la fe de sus mejores códices;


y no dudamos que

de este arduo y laborioso esfuerzo, providentemente


encomendado a los Padres

Benedictinos por nuestro predecesor Pío X, de feliz memoria, se


han de seguir nuevas

ventajas para la inteligencia de las Escrituras.

35. El amor a las cuales resplandece sobre todo en las cartas de San
Jerónimo, de tal

manera que parecen tejidas con las mismas palabras divinas; y


así como a San

Bernardo le resultaba todo insípido si no encontraba el nombre


dulcísimo de Jesús, de

igual manera nuestro santo no encontraba deleite en las cartas que


no estuvieran
iluminadas por las Escrituras. Por lo cual escribía ingenuamente a
San Paulino, varón en

otro tiempo distinguido por su dignidad senatorial y consular, y


poco antes convertido a

la fe de Cristo: «Si tuvieres este fundamento (esto es, la ciencia de


las Escrituras), más

aún, si te guiara la mano en tus obras, no habría nada más bello,


más docto ni más

latino que tus volúmenes... Si a esta tu prudencia y elocuencia se


uniera la afición e

inteligencia de las Escrituras, pronto te vería ocupar el primer


puesto entre los

maestros...»(56).

36. Mas por qué camino y de qué modo se deba buscar con
esperanza cierta de buen

éxito este gran tesoro concedido por el Padre celestial para


consuelo de sus hijos

peregrinantes, lo indica el mismo Jerónimo con su ejemplo. En


primer lugar advierte que

llevemos a estos estudios una preparación diligente y una voluntad


bien dispuesta. El,

pues, una vez bautizado, para remover todos los obstáculos


externos que podían
retardarle en su santo propósito, imitando a aquel hombre que
habiendo hallado un

tesoro, por la alegría del hallazgo va y vende todo lo que tiene y


compra el campo(57),

dejó a un lado las delicias pasajeras y vanas de este mundo,


deseó vivamente la

soledad y abrazó una forma severa de vida con tanto mayor


afán cuanto más

claramente había experimentado antes que estaba en peligro su


salvación entre los

incentivos de los vicios. Con todo, quitados estos impedimentos,


todavía le faltaba

aplicar su ánimo a la ciencia de Jesucristo y revestirse de aquel que


es manso y humilde

de corazón, puesto que había experimentado en sí lo que Agustín


asegura que le pasó

cuando empezó los estudios de las Sagradas Letras. El cual,


habiéndose sumergido de

241joven en los escritos de Cicerón y otros, cuando aplicó su ánimo


a la Escritura Santa,

«me pareció —dice— indigna de ser comparada con la dignidad de


Tulio. Mi soberbia

rehusaba su sencillez, y mi agudeza no penetraba sus


interioridades. Y es que ella crece
con los pequeños, y yo desdeñaba ser pequeño y, engreído con el
fausto, me creía

grande»(58). No de otro modo Jerónimo, aunque se había retirado


a la soledad, de tal

manera se deleitaba con las obras profanas, que todavía no


descubría al Cristo humilde

en la humildad de la Escritura. «Y así, miserable de mí —dice—,


ayunaba por leer a

Tulio. Después de frecuentes vigilias nocturnas, después de las


lágrimas que el recurso

de mis pecados pasados arrancaba a mis entrañas, se me venía


Plauto a las manos. Si

alguna vez, volviendo en mí, comenzaba a leer a los profetas, me


horrorizaba su dicción

inculta, y, porque con mis ojos ciegos no veía la luz, pensaba que
era culpa del sol y no

de los ojos»(59). Pero pronto amó la locura de la cruz, de tal


manera que puede ser

testimonio de cuánto sirva para la inteligencia de la Biblia la


humilde y piadosa

disposición del ánimo.

37. Y así, persuadido de que «siempre en la exposición de las


Sagradas Escrituras
necesitamos de la venida del Espíritu Santo» 6° y de que la Escritura
no se puede leer

ni entender de otra manera de como «lo exige el sentido del


Espíritu Santo con que fue

escrita»(60), el santo varón de Dios implora suplicante,


valiéndose también de las

oraciones de sus amigos, las luces del Paráclito; y leemos que


encomendaba las

explicaciones de los libros sagrados que empezaba, y atribuía


las que acababa

felizmente, al auxilio de Dios y a las oraciones de los hermanos.

38. Además, de igual manera que a la gracia de Dios, se somete


también a la autoridad

de los mayores, hasta llegar a afirmar que «lo que sabía no lo había
aprendido de sí

mismo, ya que la presunción es el peor maestro, sino de los


ilustres Padres de la

Iglesia»(62); confiesa que «en los libros divinos no se ha fiado


nunca de sus propias

fuerzas»(63), y a Teófilo, obispo de Alejandría, expone así la


norma a la cual había

ajustado su vida y sus estudios: «Ten para ti que nada debe haber
para nosotros tan
sagrado como salvaguardar los derechos del cristiano, no cambiar
el sentido de los

Padres y tener siempre presente la fe romana, cuyo elogio hizo el


Apóstol»(64).

39. Con toda el alma se entrega y somete a la Iglesia, maestra


suprema, en la persona

de los romanos pontífices; y así, desde el desierto de Siria, donde


le acosaban las

insidias de los herejes, deseando someter a la Sede Apostólica la


controversia de los

orientales sobre el misterio de la Santísima Trinidad, escribía al


papa Dámaso: «Me ha

parecido conveniente consultar a la cátedra de Pedro y a la fe


elogiada por el Apóstol,

buscando hoy el alimento de mi alma allí donde en otro tiempo


recibí la librea de

Cristo... Porque no quiero tener otro guía que a Cristo, me


mantengo en estrecha

comunión con Vuestra Santidad, es decir, con la cátedra de Pedro.


Sé muy bien que

sobre esta piedra está fundada la Iglesia... Declarad vuestro


pensamiento: si os agrada,

no temeré admitir las tres hipóstasis; si lo ordenáis, aceptaré


que una fe nueva
reemplace a la de Nicea y que seamos ortodoxos con las mismas
fórmulas de los

arrianos»(65). Por último, en la carta siguiente renueva esta


maravillosa confesión de

fe: «Entretanto, protesto en alta voz: El que está unido a la


cátedra de Pedro, está

conmigo»(66).

40. Siempre fiel a esta regla de fe en el estudio de las Escrituras,


rechaza con este

único argumento cualquier falsa interpretación del sagrado texto:


«Esto no lo admite la

Iglesia de Dios»(67), y con estas breves palabras rechaza el libro


apócrifo que contra él

había aducido el hereje Vigilancio: «Ese libro no lo he leído jamás.


¿Para qué, si la

242Iglesia no lo admite?»(68)

41. A fuer de hombre celoso en defender la integridad de la fe,


luchó denodadamente

con los que se habían apartado de la Iglesia, a los cuales


consideraba como adversarios

propios: «Responderé brevemente que jamás he perdonado a los


herejes y que he
puesto todo mi empeño en hacer de los enemigos de la Iglesia mis
propios enemigos

personales»(69). Y en carta a Rufino: «Hay un punto sobre el cual


no podré estar de

acuerdo contigo: que, transigiendo con los herejes, pueda


aparecer no católico»(70).

Sin embargo, condolido por la defección de éstos, les suplicaba que


hicieran por volver

al regazo de la Madre afligida, única fuente de salvación(71), y


rezaba por «los que

habían salido de la Iglesia y, abandonando la doctrina del Espíritu


Santo, seguían su

propio parecer», para que de todo corazón se convirtieran(72).

42. Si alguna vez fue necesario, venerables hermanos, que todos


los clérigos y el

pueblo fiel se ajusten al espíritu del Doctor Máximo, nunca más


necesario que en

nuestra época, en que tantos se levantan con orgullosa terquedad


contra la soberana

autoridad de la revelación divina y del magisterio de la Iglesia.


Sabéis, en efecto —y ya

León XIII nos lo advertía—, qué clase de enemigos tenemos


enfrente y en qué
procedimientos o en qué armas tienen puesta su confianza. Es,
pues, de todo punto

necesario que suscitéis para esta empresa cuantos más y mejor


preparados defensores,

que no sólo estén dispuestos a luchar contra quienes, negando


todo orden

sobrenatural, no reconocen ni revelación ni inspiración divina,


sino a medirse con

quienes, ávidos de novedades profanas, se atreven a interpretar las


Sagradas Escrituras

como un libro puramente humano, o se desvían del sentir recibido


en la Iglesia desde la

más remota antigüedad, o hasta tal punto desprecian su magisterio


que desdeñan las

constituciones de la Sede Apostólica y los decretos de la Pontificia


Comisión Bíblica, o

los silencian e incluso los acomodan a su propio sentir con engaño y


descaro. Ojalá

todos los católicos se atengan a la regla de oro del santo Doctor y,


obedientes al

mandato de su Madre, se mantengan humildemente dentro de los


límites señalados por

los Padres y aprobados por la Iglesia.


43. Pero volvamos a nuestro asunto. Así preparados los
espíritus con la piedad y

humildad, Jerónimo los invita al estudio de la Biblia. Y antes que


nada recomienda

incansablemente a todos la lectura cotidiana de la palabra divina:


«Entrará en nosotros

la sabiduría si nuestro cuerpo no está sometido al pecado;


cultivemos nuestra

inteligencia mediante la lectura cotidiana de los libros santos»(73).


Y en su comentario

a la carta a los Efesios: «Debemos, pues, con el mayor ardor,


leer las Escrituras y

meditar de día y de noche en la ley del Señor, para que, como


expertos cambistas,

sepamos distinguir cuál es el buen metal y cuál el falso»(74). Ni


exime de esta común

obligación a las mujeres casadas o solteras. A la matrona romana


Leta propone sobre la

educación de su hija, entre otros consejos, los siguientes: «Tómale


de memoria cada día

el trozo señalado de las Escrituras...; que prefiera los libros divinos


a las alhajas y

sedas... Aprenda lo primero el Salterio, gócese con estos cánticos e


instrúyase para la
vida en los Proverbios de Salomón. Acostúmbrese con la lectura
del Eclesiástico a

pisotear las vanidades mundanas. Imite los ejemplos de paciencia y


de virtud de Job.

Pase después a los Evangelios, para nunca dejarlos de la mano.


Embébase con todo

afán en los Hechos y en las Epístolas de los Apóstoles. Y cuando


haya enriquecido la

celda de su pecho con todos estos tesoros, aprenda de memoria


los Profetas, y el

Heptateuco, y los libros de los Reyes, y los Paralipómenos, y los


volúmenes de Esdras y

de Ester, para que, finalmente, pueda leer sin peligro el Cantar de


los Cantares»(75). Y

de la misma manera exhorta a la virgen Eustoquio: «Sé muy asidua


en la lectura y

243aprende lo más posible. Que te coja el sueño con el libro en la


mano y que tu rostro, al

rendirse, caiga sobre la página santa»(76). Y, al enviarle el epitafio


de su madre Paula,

elogiaba a esta santa mujer por haberse consagrado con su hija al


estudio de las

Escrituras, de tal manera que las conocía profundamente y las


sabía de memoria. Y
añade: «Diré otra cosa que acaso a los envidiosos parecerá
increíble: se propuso

aprender la lengua hebrea, que sólo parcialmente y con muchos


trabajos y sudores

aprendí yo de joven y no me canso de repasar ahora para no


olvidarla, y de tal manera

lo consiguió, que llegó a cantar los Salmos en hebreo sin acento


latino alguno. Esto

mismo puede verse hoy en su santa hija Eustoquio»(77). Ni olvida a


Santa Marcela, que

también dominaba perfectamente las Escrituras(78).

44. ¿quién no ve las ventajas y goces que en la piadosa lectura de


los libros santos

liban las almas bien dispuestas? Todo el que a la Biblia se acercare


con espíritu piadoso,

fe firme, ánimo humilde y sincero deseo de aprovechar,


encontrará en ella y podrá

gustar el pan que bajó de los cielos y experimentará en sí lo que


dijo David: Me has

manifestado los secretos y misterios de tu sabiduría(79), dado que


esta mesa de la

divina palabra «contiene la doctrina santa, enseña la fe verdadera


e introduce con
seguridad hasta el interior del velo, donde está el Santo de los
Santos»(80).

45. Por lo que a Nos se refiere, venerables hermanos, a imitación


de San Jerónimo,

jamás cesaremos de exhortar a todos los fieles cristianos para que


lean diariamente

sobre todo los santos Evangelios de Nuestro Señor y los Hechos y


Epístolas de los

Apóstoles, tratando de convertirlos en savia de su espíritu y en


sangre de sus venas.

46. Y así, en estas solemnidades centenarias, nuestro


pensamiento se dirige

espontáneamente a la Sociedad que se honra con el nombre de San


Jerónimo; tanto

más cuanto que Nos mismo tuvimos parte en los principios y en el


desarrollo de la obra,

cuyos pasados progresos hemos visto con gozo y auguramos


mayores para lo porvenir.

Bien sabéis, venerables hermanos, que el propósito de esta


Sociedad es divulgar lo más

posible los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles, de tal manera


que ninguna familia

carezca de ellos y todos se acostumbren a su diaria lectura y


meditación. Deseamos
ardientemente que esta obra, tan querida por su bien demostrada
utilidad, se propague

y difunda en vuestra diócesis con la creación de sociedades del


mismo nombre y fin y

agregadas a la de Roma.

47. En este mismo orden de cosas, resultan muy beneméritos de la


causa católica

aquellos que en las diversas regiones han procurado y siguen


procurando editar en

formato cómodo y claro y divulgar con la mayor diligencia todos los


libros del Nuevo

Testamento y algunos escogidos del Antiguo; cosa que ha


producido abundancia de

frutos en la Iglesia de Dios, siendo hoy muchos más los que se


acercan a esta mesa de

doctrina celestial que el Señor proporcionó al mundo cristiano


por medio de sus

profetas, apóstoles y doctores(81).

48. Mas, si en todos los fieles requiere San Jerónimo afición a los
libros sagrados, de

manera especial exige esto en los que «han puesto sobre su cuello
el yugo de Cristo» y
fueron llamados por Dios a la predicación de la palabra divina. Con
estas palabras se

dirige a todos los clérigos en la persona del monje Rústico:


«Mientras estés en tu patria,

haz de tu celda un paraíso; coge los frutos variados de las


Escrituras, saborea sus

delicias y goza de su abrazo... Nunca caiga de tus manos ni se


aparte de tus ojos el libro

sagrado; apréndete el Salterio palabra por palabra, ora sin


descanso, vigila tus sentidos

y ciérralos a los vanos pensamientos»(82). Y al presbítero


Nepociano advierte: «Lee a

244menudo las divinas Escrituras; más aún, que la santa lectura no


se aparte jamás de tus

manos. Aprende allí lo que has de enseñar. Procura conseguir la


palabra fiel que se

ajusta a la doctrina, para que puedas exhortar con doctrina


sana y argüir a los

contradictores»(83). Y después de haber recordado a San Paulino


las normas que San

Pablo diera a sus discípulos Timoteo y Tito sobre el estudio de las


Escrituras, añade:

«Porque la santa rusticidad sólo aprovecha al que la posee, y tanto


como edifica a la
Iglesia de Cristo con el mérito de su vida, otro tanto la perjudica si
no resiste a los

contradictores. Dice el profeta Malaquías, o mejor, el Señor por


Malaquías: Pregunta a

los sacerdotes la ley. Forma parte del excelente oficio del sacerdote
responder sobre la

ley cuando se le pregunte. Leemos en el Deuteronomio: Pregunta


a tu padre, y te

indicará; a tus presbíteros, y te dirán. Y Daniel, al final de su


santísima visión, dice que

los justos brillarán como las estrellas, y los inteligentes, es decir, los
doctos, como el

firmamento. ¿Ves cuánto distan entre sí la santa rusticidad y la


docta santidad? Aquéllos

son comparados con las estrellas, y éstos, con el cielo»(84). En carta


a Marcela vuelve a

atacar irónicamente esta santa rusticidad de algunos clérigos: «La


consideran como la

única santidad, declarándose discípulos de pescadores, como si


pudieran ser santos por

el solo hecho de no saber nada»(85). Pero advierte que no sólo


estos rústicos, sino

incluso los clérigos literatos pecaban de la misma ignorancia de las


Escrituras, y en
términos severísimos inculca a los sacerdotes el asiduo contacto
con los libros santos.

49. Procurad con sumo empeño, venerables hermanos, que estas


enseñanzas del santo

Doctor se graben cada vez más hondamente en las mentes de


vuestros clérigos y

sacerdotes; a vosotros os toca sobre todo llamarles


cuidadosamente la atención sobre

lo que de ellos exige la dignidad del oficio divino al que han sido
elevados, si no quieren

mostrarse indignos de él: Porque los labios del sacerdote


custodiarán la ciencia, y de su

boca se buscará la ley, porque es el ángel del Señor de los


ejércitos(86). Sepan, pues,

que ni deben abandonar el estudio de las Escrituras ni abordarlo


por otro camino que el

señalado expresamente por León XIII en su encíclica


Providentissimus Deus. Lo mejor

será que frecuenten el Pontificio Instituto Bíblico, que, según los


deseos de León XIII,

fundó nuestro próximo predecesor con gran provecho para la santa


Iglesia, como consta

por la experiencia de estos diez años. Mas, como esto será


imposible a la mayoría, es
de desear que, a instigación vuestra y bajo vuestros auspicios,
vengan a Roma

miembros escogidos de uno y otro clero para dedicarse a los


estudios bíblicos en

nuestro Instituto. Los que vinieren podrán de diversas maneras


aprovechar las lecciones

del Instituto. Unos, según el fin principal de este gran Liceo,


de tal manera

profundizarán en los estudios bíblicos, que «puedan luego


explicarlos tanto en privado

como en público, escribiendo o enseñando..., y sean aptos para


defender su dignidad,

bien como profesores en las escuelas, bien como escritores en


pro de la verdad

católica»(87), y otros, que ya se hubieren iniciado en el sagrado


ministerio, podrán

adquirir un conocimiento más amplio que en el curso teológico de


la Sagrada Escritura,

de sus grandes intérpretes y de los tiempos y lugares bíblicos;


conocimiento

preferentemente práctico, que los haga perfectos administradores


de la palabra divina,

preparados para toda obra buena(88).


50. Aquí tenéis, venerables hermanos, según el ejemplo y la
autoridad de San Jerónimo,

de qué virtudes debe estar adornado el que se consagra a la lectura


y al estudio de la

Biblia; oigámosle ahora hacia dónde debe dirigirse y qué debe


pretender el

conocimiento de las Sagradas Letras. Ante todo se debe buscar en


estas páginas el

alimento que sustente la vida del espíritu hasta la perfección; por


ello, San Jerónimo

acostumbraba meditar en la ley del Señor de día y de noche y


gustar en las Santas

Escrituras el pan del cielo y el maná celestial que tiene en sí todo


deleite(89). ¿Cómo

245puede nuestra alma vivir sin este manjar? ¿Y cómo enseñarán


los eclesiásticos a los

demás el camino de la salvación si, abandonando la meditación de


las Escrituras, no se

enseñan a sí mismos? ¿Cómo espera ser en la administración de los


sacramentos «guía

de ciegos, luz de los que viven en tinieblas, preceptor de rudos,


maestro de niños y

hombre que tiene en la ley la norma de la ciencia y de la


verdad»(90), si se niega a
escudriñar esta ciencia de la ley y cierra la puerta a la luz de lo alto?
¡Cuántos ministros

sagrados, por haber descuidado la lectura de la Biblia, se mueren


ellos mismos y dejan

perecer a otros muchos de hambre, según lo que está escrito: Los


niños pidieron pan, y

no había quien se lo partiera(91). Está desolada la tierra entera


porque no hay quien

piense en su corazón(92).

51. De la Escritura han de salir, en segundo lugar, cuando sea


necesario, los

argumentos para ilustrar, confirmar y defender los dogmas de


nuestra fe. Que fue lo

que él hizo admirablemente en su lucha contra los herejes de su


tiempo; todas sus

obras manifiestan claramente cuán afiladas y sólidas armas sacaba


de los distintos

pasajes de la Escritura para refutarlos. Si nuestros expositores de


las Escrituras le

imitan en esto, se conseguirá, sin duda, lo que nuestro


predecesor en sus letras

encíclicas Providentissimus Deus declaraba «deseable y necesario


en extremo»: que «el
uso de la Sagrada Escritura influya en toda la ciencia teológica y sea
como su alma».

52. Por último, el uso más importante de la Escritura es el que dice


relación con el santo

y fructuoso ejercicio del ministerio de la divina palabra. Y aquí nos


place corroborar con

las palabras del Doctor Máximo las enseñanzas que sobre la


predicación de la palabra

divina dimos en nuestras letras encíclicas Humani generis. Si el


insigne exegeta

recomienda tan severa y frecuentemente a los sacerdotes la


continua lectura de las

Sagradas Letras, es sobre todo para que puedan dignamente


ejercer su oficio de

enseñar y predicar. Su palabra no tendría ni autoridad, ni peso, ni


eficacia para formar

las almas si no estuviera informada por la Sagrada Escritura y no


recibiese de ella su

fuerza y su vigor. «La palabra del sacerdote ha de estar


condimentada con la lectura de

las Escrituras»(93). Porque «todo lo que se dice en las Escrituras es


como una trompeta

que amenaza y penetra con voz potente en los oídos de los


fieles»(94). «Nada
conmueve tanto como un ejemplo sacado de las Escrituras
Santas»(95).

53. Y lo que el santo Doctor enseña sobre las reglas que deben
guardarse en el empleo

de la Biblia, aunque también se refieren en gran parte a los


intérpretes, pero miran

sobre todo a los sacerdotes en la predicación de la divina palabra.


Advierte en primer

lugar que consideremos diligentemente las mismas palabras de la


Escritura, para que

conste con certeza qué dijo el autor sagrado. Pues nadie ignora
que San Jerónimo,

cuando era necesario, solía acudir al texto original, comparar


una versión con otra,

examinar la fuerza de las palabras, y, si se había introducido algún


error, buscar sus

causas, para quitar toda sombra de duda a la lección. A


continuación se debe buscar la

significación y el contenido que encierran las palabras, porque «al


que estudia las

Escrituras Santas no le son tan necesarias las palabras como el


sentido»(96). En la

búsqueda de este sentido no podemos negar que San Jerónimo,


imitando a los doctores
latinos y a algunos de entre los griegos de los tiempos antiguos,
concedió más de lo

justo en un principio a las interpretaciones alegóricas. Pero el amor


que profesaba a los

Libros Sagrados, y su continuo esfuerzo por repasarlos y


comprenderlos mejor, hizo que

cada día creciera en él la recta estimación del sentido literal y que


expusiera sobre este

punto principios sanos; los cuales, por constituir todavía hoy el


camino más seguro para

sacar el sentido pleno de los Libros Sagrados, expondremos


brevemente.

24654. Debemos, ante todo, fijar nuestra atención en la


interpretación literal o histórica:

«Advierto siempre al prudente lector que no se contente con


interpretaciones

supersticiosas que se hacen aisladamente según el arbitrio de los


que las inventan, sino

que considere lo primero, lo del medio y lo del fin, y que relacione


todo lo que ha sido

escrito»(97). Añade que toda otra forma de interpretación se


apoya, como en su

fundamento, en el sentido literal(98), que ni siquiera debe creerse


que no existe cuando
algo se afirma metafóricamente; porque «frecuentemente la
historia se teje con

metáforas y se afirma bajo imágenes»(99). Y a los que opinan que


nuestro Doctor

negaba en algunos lugares de la Escritura el sentido histórico, los


refuta él mismo con

estas palabras: «No negamos la historia, sino que preferimos


la inteligencia

espiritual»(100).

55. Puesta a salvo la significación literal o histórica, busca sentidos


más internos y

profundos, para alimentar su espíritu con manjar más escogido;


enseña a propósito del

libro de los Proverbios, y lo mismo advierte frecuentemente de las


otras partes de la

Escritura, que no debemos pararnos en el solo sentido literal, «sino


buscar en lo más

hondo el sentido divino, como se busca en la tierra el oro, en la


nuez el núcleo y en los

punzantes erizos el fruto escondido de las castañas»(101). Por ello,


enseñando a San

Paulino «por qué camino se debe andar en las Escrituras Santas», le


dice: «Todo lo que
leemos en los libros divinos resplandece y brilla aun en la corteza,
pero es más dulce en

la médula. Quien quiere comer la nuez, rompe su cáscara»(102).


Advierte, sin embargo,

cuando se trata de buscar este sentido interior, que se haga con


moderación, «no sea

que, mientras buscamos las riquezas espirituales, parezca que


despreciamos la pobreza

de la historia»(103). Y así desaprueba no pocas


interpretaciones místicas de los

escritores antiguos precisamente porque no se apoyan en el


sentido literal: «Que todas

aquellas promesas cantadas por los profetas no sean sonidos vacíos


o simples términos

de retórica, sino que se funden en la tierra y sólo sobre el cimiento


de la historia

levanten la cumbre de la inteligencia espiritual»(104).


Prudentemente observa a este

respecto que no se deben abandonar las huellas de Cristo y de los


apóstoles, los cuales,

aunque consideran el Antiguo Testamento como preparación y


sombra de la Nueva

Alianza y, consiguientemente, interpretan muchos pasajes


típicamente, no por eso lo
reducen todo a significaciones típicas. Y, para confirmarlo, apela
frecuentemente al

apóstol San Pablo, quien, por ejemplo, «al exponer los misterios
de Adán y Eva, no

niega su creación, sino que, edificando la inteligencia espiritual


sobre el fundamento de

la historia, dice: Por esto dejará el hombre, etc.(105). Si los


intérpretes de las Sagradas

Letras y los predicadores de la palabra divina, siguiendo el ejemplo


de Cristo y de los

apóstoles y obedeciendo a los consejos de León XIII, no


despreciaren «las

interpretaciones alegóricas o análogas que dieron los Padres, sobre


todo cuando fluyen

de la letra y se apoyan en la autoridad de muchos», sino que


modestamente se

levantaren de la interpretación literal a otras más altas,


experimentarán con San

Jerónimo la verdad del dicho de Pablo: «Toda la Sagrada


Escritura, divinamente

inspirada, es útil para enseñar, para argüir, para corregir y


para instruir en la

santidad»(106), y obtendrán del infinito tesoro de las Escrituras


abundancia de
ejemplos y palabras con que orientar eficaz y suavemente la vida y
las costumbres de

los fieles hacia la santidad.

56. Por lo que se refiere a la manera de exponer y de expresarse,


dado que entre los

dispensadores de los misterios de Dios se busca sobre todo la


fidelidad, establece San

Jerónimo que se debe mantener antes que nada «la verdad de la


interpretación», y que

«el deber del comentarista es exponer no lo que él quisiera, sino lo


que pensaba aquel

a quien interpreta»(107) y añade que «hablar en la Iglesia tiene el


grave peligro de

247convertir, por una mala interpretación, el Evangelio de


Cristo en evangelio de un

hombre»(108). En segundo lugar, «en la exposición de las


Santas Escrituras no

interesan las palabras rebuscadas ni las flores de la retórica,


sino la instrucción y

sencillez de la verdad»(109). Habiéndose ajustado en sus escritos a


esta norma, declara

en sus comentarios haber procurado, no que sus palabras «fueran


alabadas, sino que
las bien dichas por otro se entendieran como habían sido
dichas»(110); y que en la

exposición de la palabra divina se requiere un estilo que «sin


amaneramientos...

exponga el asunto, explique el sentido y aclare las oscuridades sin


follaje de palabras

rebuscadas»(111).

57. Plácenos aquí reproducir algunos pasajes de Jerónimo por


los cuales aparece

claramente cuánto aborrecía él la elocuencia propia de los


retóricos, que con el vacío

estrépito de las palabras y con la rapidez en el hablar busca los


vanos aplausos. «No

me gusta que seas —dice al presbítero Nepociano— un declamador


y charlatán, sino

hombre enterado del misterio y muy versado en los secretos de tu


Dios. Atropellar las

palabras y suscitar la admiración del vulgo ignorante con la rapidez


en el hablar es de

tontos»(112). «Los que hoy se ordenan de entre los literatos se


preocupan no de

asimilarse la médula de las Escrituras, sino de halagar los oídos de


la multitud con
flores de retórica»(113). «Y nada digo de aquellos que, a
semejanza mía, si de

casualidad llegaron a las Escrituras Santas después de haber


frecuentado las letras

profanas y lograron agradar el oído de la muchedumbre con su


estilo florido, ya piensan

que todo lo que dicen es ley de Dios, y no se dignan averiguar qué


pensarán los

profetas y los apóstoles, sino que adaptan a su sentir testimonios


incongruentes; como

si fuera grande elocuencia, y no la peor de todas, falsificar los


textos y violentar la

Escritura a su capricho»(114). «Y es que, faltándoles el


verdadero apoyo de las

Escrituras, su verborrea no tendría autoridad si no intentaran


corroborar con

testimonios divinos la falsedad de su doctrina»(115). Mas esta


elocuencia charlatana e

ignorancia locuaz «no tiene mordiente, ni vivacidad, ni vida; todo es


algo desnutrido,

marchito y flojo, semillero de plantas y hierbas, que muy pronto se


secan y corrompen»;

por el contrario, la sencilla doctrina del Evangelio, semejante al


pequeño grano de
mostaza, «no se convierte en planta, síno que se hace árbol, de
manera que los pájaros

del cielo vengan y habiten en sus ramas»(116). Por eso él buscaba


en todo esta santa

sencillez del lenguaje, que no está reñida con la clarídad y elegancia


no buscada: «Sean

otros oradores, obtengan las alabanzas que tanto ansían y


atropellen los torrentes de

palabras con los carrillos hinchados; a mí me basta hablar de


manera que sea

entendido y que, explicando las Escrituras, imite su


sencillez»(117). Porque «la

interpretación de los eclesiásticos, sin renunciar a la elegancia


en el decir, debe

disimularla y evitarla de tal manera que pueda ser entendida no por


la vanas escuelas

de los filósofos o por pocos discípulos, sino por toda clase de


hombres»(118). Si los

jóvenes sacerdotes pusieren en práctica estos consejos y


preceptos y los mayores

cuidaran de tenerlos siempre presentes, tenemos la seguridad de


que su ministerio

sería muy provechoso a las almas de los fieles.


58. Réstanos por recordar, venerables hermanos, los «dulces
frutos» que «de la amarga

semilla de las letras» obtuvo Jerónimo, en la esperanza de que, a


imitación suya, los

sacerdotes y fieles encomendados a vuestros cuidados se han de


inflamar en el deseo

de conocer y experimentar la saludable virtud del sagrado


texto. Preferimos que

conozcáis las abundantes y exquisitas delicias que llenaban el


alma del piadoso

anacoreta, más que por nuestras palabras, por las suyas propias.
Escuchad cómo habla

de esta sagrada ciencia a Paulino, su «colega, compañero y amigo»:


«Dime, hermano

queridísimo, ¿no te parece que vivir entre estos misterios, meditar


en ellos, no querer

248saber ni buscar otra cosa, es ya el paraíso en la tierra?»(119) Y


a su discípula Paula

pregunta: «Dime, ¿hay algo más santo que este misterio? ¿Hay algo
más agradable que

este deleite? ¿Qué manjares o qué mieles más dulces que conocer
los designios de

Dios, entrar en su santuario, penetrar el pensamiento del


Creador y enseñar las
palabras de tu Señor, de las cuales se ríen los sabios de este
mundo, pero que están

llenas de sabiduría espiritual? Guarden otros para sí sus riquezas,


beban en vasos

preciosos, engalánense con sedas, deléitense en los aplausos de la


multitud, sin que la

variedad de placeres logre agotar sus tesoros; nuestras delicias


serán meditar de día y

de noche en la ley del Señor, llamar a la puerta cerrada, gustar los


panes de la Trinidad

y andar detrás del Señor sobre las olas del mundo»(120). Y


nuevamente a Paula y a su

hija Eustoquio en el comentario a la epístola a los Efesios: «Si


hay algo, Paula y

Eustoquio, que mantenga al sabio en esta vida y le anime a


conservar el equilibrio entre

las tribulaciones y torbellinos del mundo, yo creo que es ante todo


la meditación y la

ciencia de las Escrituras»(121). Porque así lo hacía él, disfrutó de la


paz y de la alegría

del corazón en medio de grandes tristezas de ánimo y


enfermedades del cuerpo;

alegría que no se fundaba en vanos y ociosos deleites, sino que,


procediendo de la
caridad, se transformaba en caridad activa para con la Iglesia de
Dios, a la cual fue

confiada por el Señor la custodia de la palabra divina.

59. En las Sagradas Letras de uno y otro Testamento leía


frecuentemente predicadas las

alabanzas de la Iglesia de Dios. ¿Acaso no representaban la figura


de esta Esposa de

Cristo y todas y cada una de las ilustres y santas mujeres que


ocupan lugar preferente

en el Antiguo Testamento? El sacerdocio y los sacrificios, las


instituciones y las fiestas y

casi todos los hechos del Antiguo Testamento, ¿no eran acaso la
sombra de esta Iglesia?

¿Y el ver tantas predicciones de los Salmos y de los Profetas


divinamente cumplidas en

la Iglesia? ¿Acaso no había oído él en boca de Cristo y de los


apóstoles los mayores

privilegios de la misma? ¿Qué cosa podía, pues, excitar


diariamente en el ánimo de

Jerónimo mayor amor a la Esposa de Cristo que el conocimiento de


las Escrituras? Ya

hemos visto, venerables hermanos, la gran reverencia y ardiente


amor que profesaba a
la Iglesia romana y a la cátedra de Pedro; hemos visto con cuánto
ardor impugnaba a

los adversarios de la Iglesia. Alabando a su joven compañero


Agustín, empeñado en la

misma batalla, y felicitándose por haber suscitado juntamente con


él la envidia de los

herejes, le dice: «¡Gloria a ti por tu valor! El mundo entero te


admira. Los católicos te

veneran y reconocen como el restaurador de la antigua fe, y —lo


que es timbre de

mayor gloria todavía— todos los herejes te aborrecen y te


persiguen con igual odio que

a mí, suspirando por matarnos con el deseo, ya que no pueden con


las armas»(122).

Maravillosamente confirma esto Postumiano en las obras de


Sulpicio Severo, diciendo

de Jerónimo: «Una lucha constante y un duelo ininterrumpido


contra los malos le ha

granjeado el odio de los perversos. Le odian los herejes porque no


cesa de impugnarlos;

le odian los clérigos porque ataca su mala vida y sus crímenes. Pero
todos los hombres

buenos lo admiran y quieren»(122). Por este odio de los herejes y


de los malos hubo de
sufrir Jerónimo muchas contrariedades, especialmente cuando los
pelagianos asaltaron

el convento de Belén y lo saquearon; pero soportó gustoso todos


los malos tratos y los

ultrajes, sin decaer de ánimo, pronto como estaba para morir por la
defensa de la fe

cristiana. «Mi mayor gozo —escribe a Apronio— es oír que mis


hijos combaten por

Cristo; que aquel en quien hemos creído fortalezca en nosotros


este celo valeroso para

que demos gustosamente la sangre por defender su fe... Nuestra


casa, completamente

arruinada en cuanto a bienes materiales por las persecuciones de


los herejes, está llena

de riquezas espirituales por la bondad de Cristo. Más vale comer


sólo pan que perder la

fe»(124).

24960. Y si jamás permitió que el error se extendiera


impunemente, no puso menor celo en

condenar, con su enérgico modo de hablar, la corrupción de


costumbres, deseando, en

la medida de sus fuerzas, presentar a Cristo una Esposa gloriosa, sin


mancha ni arruga
ni nada semejante, sino santa e inmaculada(125). ¡Cuán duramente
reprende a los que

profanaban con una vida culpable la dignidad sacerdotal! ¡Con qué


elocuencia condena

las costumbres paganas que en gran parte inficionaban a la misma


ciudad de Roma!

Para contener por todos los medios aquel desbordamiento de


todos los vicios y

crímenes, les opone la excelencia y hermosura de las virtudes


cristianas, convencido de

que nada puede tanto para apartar del mal como el amor de las
cosas más puras;

reclama insistentemente para la juventud una educación piadosa y


honesta; exhorta

con graves consejos a los esposos a llevar una vida pura y santa;
insinúa en las almas

más delicadas el amor a la virginidad; tributa todo género de


elogios a la dificil, pero

suave austeridad de la vida interior; urge con todas sus fuerzas


aquel primer precepto

de la religión cristiana —el precepto de la caridad unida al


trabajo—, con cuya

observancia la soledad humana pasaría felizmente de las actuales


perturbaciones a la
tranquilidad del orden. Hablando de la caridad, dice hermosamente
a San Paulino: «El

verdadero templo de Cristo es el alma del creyente: adórnala,


vístela, ofrécele tus

dones, recibe a Cristo en ella. ¿De qué sirve que resplandezcan sus
muros con piedras

preciosas, si Cristo en el pobre se muere de hambre?»(126). En


cuanto a la ley del

trabajo, la inculcaba a todos con tanto ardor, no sólo en sus


escritos, sino con el

ejemplo de toda su vida, que Postumiano, después de haber vivido


con Jerónimo en

Belén durante seis meses, testifica en la obra de Sulpicio Severo:


«Siempre se le

encuentra dedicado a la lectura, siempre sumergido en los libros;


no descansa de día ni

de noche; constantemente lee o escribe»(127). Por lo demás, su


gran amor a la Iglesia

aparece también en sus comentarios, en los que no desaprovecha


ocasión para alabar a

la Esposa de Cristo. Así, por ejemplo, leemos en la exposición del


profeta Ageo: «Vino lo

más escogido de todas las gentes y se llenó de gloria la casa del


Señor, que es la Iglesia
de Dios vivo, columna y fundamento de la verdad... Con estos
metales preciosos, la

Iglesia del Señor resulta más esplendorosa que la antigua sinagoga;


con estas piedras

vivas está construida la casa de Cristo, a la cual se concede una paz


eterna»(128). Y en

el comentario a Miqueas: «Venid, subamos al monte del Señor; es


preciso subir para

poder llegar a Cristo y a la casa del Dios de Jacob, la Iglesia, que es


la casa de Dios,

columna y firmamento de la verdad»(129). Y añade en el proemio


del comentario a San

Mateo: «La Iglesia ha sido asentada sobre piedra por la palabra del
Señor; ésta es la

que el Rey introdujo en su habitación y a quien tendió su mano por


la abertura de una

secreta entrada»(130).

61. Como en los últimos pasajes que hemos citado, así otras
muchas veces nuestro

Doctor exalta la íntima unión de Jesús con la Iglesia. Como no


puede estar la cabeza

separada del cuerpo místico, así con el amor a la Iglesia ha de ir


necesariamente unido
el amor a Cristo, que debe ser considerado como el principal y más
sabroso fruto de la

ciencia de las Escrituras. Estaba tan persuadido Jerónimo de que


este conocimiento del

sagrado texto era el mejor camino para llegar al conocimiento y


amor de Cristo Nuestro

Señor, que no dudaba en afirmar: «Ignorar las Escrituras es ignorar


a Cristo»(131). Y lo

mismo escribe a Santa Paula: «¿Puede concebirse una vida sin


la ciencia de las

Escrituras, por la cual se llega a conocer al mismo Cristo, que


es la vida de los

creyentes?»(132).

62. Hacia Cristo, como a su centro, convergen todas las


páginas de uno y otro

Testamento; por ello Jerónimo, explicando las palabras del


Apocalipsis que hablan del

río y del árbol de la vida, dice entre otras cosas: «Un solo río sale
del trono de Dios, a

250saber, la gracia del Espíritu Santo; y esta gracia del Espíritu


Santo está en las Santas

Escrituras, es decir, en el río de las Escrituras. Pero este río tiene


dos riberas, que son el
Antiguo y el Nuevo Testamento, y en ambas riberas está plantado
el árbol, que es

Cristo»(133). No es de extrañar, por lo tanto, que en sus


piadosas meditaciones

acostumbrase referir a Cristo cuanto se lee en el sagrado texto:


«Yo, cuando leo el

Evangelio y veo allí los testimonios sacados de la ley y de los


profetas, considero sólo a

Cristo; si he visto a Moisés y a los profetas, ha sido para entender lo


que me decían de

Cristo. Cuando, por fin, he llegado a los esplendores de Cristo y he


contemplado la luz

resplandeciente del claro sol, no puedo ver la luz de la linterna.


¿Puede iluminar una

linterna si la enciendes de día? Si luce el sol, la luz de la linterna se


desvanece; de igual

manera la ley y los profetas se desvanecen ante la presencia de


Cristo. Nada quito a la

ley ni a los profetas; antes bien, los alabo porque anuncian a Cristo.
Pero de tal manera

leo la ley y los profetas, que no me quedo en ellos, sino que a


través de la ley y de los

profetas trato de llegar a Cristo»(134). Y así, buscando


piadosamente a Cristo en todo,
lo vemos elevarse maravillosamente, por el comentario de las
Escrituras, al amor y

conocimiento del Señor Jesús, en el cual encontró la preciosa


margarita del Evangelio:

«No hay más que una preciosa margarita: el conocimiento del


Salvador, el misterio de

la pasión y el secreto de su resurrección»(135).

63. Este amor a Cristo que le consumía, lo llevaba, pobre y humilde


con Cristo, libre el

alma de toda preocupación terrenal, a buscar a Cristo sólo, a


dejarse conducir por su

Espíritu, a vivir con El en la más estrecha unión, a copiar por la


imitación su imagen

paciente, a no tener otro anhelo que sufrir con Cristo y por Cristo.
Por ello, cuando,

hecho el blanco de las injurias y de los odios de los hombres


perversos, muerto San

Dámaso, hubo de abandonar Roma, escribía a punto de subir al


barco: «Aunque algunos

me consideren como un criminal y reo de todas las culpas —lo cual


no es mucho en

comparación de mis faltas—, tú haces bien en tener por buenos en


tu interior hasta a
los mismos malos... Doy gracias a Dios por haber sido hallado digno
de que me odie el

mundo... ¿Qué parte de sufrimientos he soportado yo, que milito


bajo la cruz? Me han

echado encima la infamia de un crimen falso; pero yo sé que con


buena o mala fama se

llega al reino de los cielos»(136). Y a la santa virgen Eustoquio


exhortaba a sobrellevar

valientemente por Cristo los mismos trabajos, con estas


palabras: «Grande es el

sufrimiento, pero grande es también la recompensa de ser lo que


los mártires, lo que

los apóstoles, lo que el mismo Cristo es... Todo esto que he


enumerado podrá parecer

duro al que no ama a Cristo. Pero el que considera toda la pompa


del siglo como cieno

inmundo y tiene por vano todo lo que existe debajo del sol con tal
de ganar a Cristo; el

que ha muerto y resucitado con su Señor y ha crucificado la carne


con sus vicios y

concupiscencias, podrá repetir con toda libertad: ¿Quién nos


separará de la caridad de

Cristo?»(137).
64. Sacaba, pues, San Jerónimo abundantes frutos de la lectura de
los Sagrados Libros:

de aquí aquellas luces interiores con que era atraído cada día más
al conocimiento y

amor de Cristo; de aquí aquel espíritu de oración, del cual escribió


cosas tan bellas; de

aquí aquella admirable familiaridad con Cristo, cuyas dulzuras lo


animaron a correr sin

descanso por el arduo camino de la cruz hasta alcanzar la


palma de la victoria.

Asimismo, se sentía continuamente atraído con fervor hacia la


santísima Eucaristía:

«Nada más rico que aquel que lleva el cuerpo del Señor en una
cesta de mimbres y su

sangre en una ampolla»(138); ni era menor su veneración y piedad


para con la Madre

de Dios, cuya virginidad perpetua defendió con todas su


fuerzas y cuyo ejemplo

acabadísimo en todas las virtudes solía proponer como modelo


a las esposas de

Cristo(139). A nadie extrañará, por lo tanto, que San Jerónimo


se sintiera tan

251fuertemente atraído por los lugares de Palestina que el


Redentor y su Madre santísima
hicieron sagrados con su presencia. Sus sentimientos a este
respecto se adivinan en lo

que sus discípulas Paula y Eustoquio escribieron desde Belén a


Marcela: «¿En qué

términos o con qué palabras podemos describirte la gruta del


Salvador? Aquel pesebre

en que gimió de niño, es digno de ser honrado, más que con pobres
palabras, con el

silencio...

¿Cuándo llegará el día en que nos sea dado penetrar en la gruta del
Salvador, llorar en

el sepulcro del Señor con la hermana y con la madre, besar el


madero de la cruz, y en el

monte de los Olivos seguir en deseo y en espíritu a Cristo en su


ascensión?...»(140).

Repasando estos recuerdos, Jerónimo, lejos de Roma, llevaba una


vida demasiado dura

para su cuerpo, pero tan suave para el alma, que exclamaba: «Ya
quisiera tener Roma lo

que Belén, más humilde que aquélla, tiene la dicha de


poseer»(141).

65. El voto del santo varón se realizó de distinta manera de como él


pensaba, y de ello
Nos y los romanos con Nos debemos alegrarnos; porque los restos
del Doctor Máximo,

depositados en aquella gruta que él por tanto tiempo había


habitado, y que la noble

ciudad de David se gloriaba de poseer en otro tiempo, tiene hoy la


dicha de poseerlos

Roma en la Basílica de Santa María la Mayor, junto al pesebre del


Señor. Calló la voz

cuyo eco, salido del desierto, escuchó en otro tiempo todo el orbe
católico; pero por sus

escritos, que «como antorchas divinas brillan por el mundo


entero»(142), San Jerónimo

habla todavía. Proclama la excelencia, la integridad y la veracidad


histórica de las

Escrituras, así como los dulces frutos que su lectura y meditación


producen. Proclama

para todos los hijos de la Iglesia la necesidad de volver a una vida


digna del nombre de

cristianos y de conservarse inmunes de las costumbres paganas,


que en nuestros días

parecen haber resucitado. Proclama que la cátedra de Pedro,


gracias sobre todo a la

piedad y celo de los italianos, dentro de cuyas fronteras lo


estableció el Señor, debe
gozar de aquel prestigio y libertad que la dignidad y el ejercicio
mismo del oficio

apostólico exigen. Proclama a las naciones cristianas que


tuvieron la desgracia de

separarse de la Iglesia Madre el deber de refugiarse nuevamente


en ella, en quien

radica toda esperanza de eterna salvación. Ojalá presten oídos a


esta invitación, sobre

todo, las Iglesias orientales, que hace ya demasiado tiempo


alimentan sentimientos

hostiles hacia la cátedra de Pedro.

Cuando vivía en aquellas regiones y tenía por maestros a Gregorio


Nacianceno y a

Dídimo Alejandrino, Jerónimo sintetizaba en esta fórmula, que se


ha hecho clásica, la

doctrina de los pueblos orientales de su tiempo: «El que no se


refugie en el arca de Noé

perecerá anegado en el diluvio»(143). El oleaje de este diluvio,


¿acaso no amenaza hoy,

si Dios no lo remedia, con destruir todas las instituciones


humanas? ¿Y qué no se

hundirá, después de haber suprimido a Dios, autor y conservador


de todas las cosas?
¿Qué podrá quedar en pie después de haberse apartado de Cristo,
que es la vida? Pero

el que de otro tiempo, rogado por sus discípulos, calmó el mar


embravecido, puede

todavía devolver a la angustiada humanidad el precioso beneficio


de la paz. Interceda

en esto San Jerónimo en favor de la Iglesia de Dios, a la que tanto


amó y con tanto

denuedo defendió contra todos los asaltos de sus enemigos; y


alcance con su valioso

patrocinio que, apaciguadas todas las discordias conforme al


deseo de Jesucristo, se

haga un solo rebaño y un solo Pastor.

66. Llevad sin tardanza, venerables hermanos, al conocimiento de


vuestro clero y de

vuestros fieles las instrucciones que con ocasión del decimoquinto


centenario de la

muerte del Doctor Máximo acabamos de daros, para que todos,


bajo la guía y patrocinio

252de San Jerónimo, no solamente mantengan y defiendan la


doctrina católica acerca de la

inspiración divina de las Escrituras, sino que se atengan


escrupulosamente a las
prescripciones de la encíclica Providentissimus Deus y de la
presente carta. Entretanto,

deseamos a todos los hijos de la Iglesia que, penetrados y


fortalecidos por la suavidad

de las Sagradas Letras, lleguen al conocimiento perfecto de


Jesucristo; y, en prenda de

este deseo y como testimonio de nuestra paterna


benevolencia, os concedemos

afectuosamente en el Señor, a vosotros, venerables hermanos, y


a todo el clero y

pueblo que os está confiado, la bendición apostólica.

Dado en Roma, junto a San Pedro, a 15 de septiembre de 1920, año


séptimo de nuestro

pontificado.

CARTA ENCÍCLICA

DIVINO AFFLANTE SPIRITU

DEL SUMO PONTÍFICE PÍO XII

SOBRE LOS ESTUDIOS BÍBLICOS

1. Por inspiración del divino Espíritu escribieron los sagrados


escritores aquellos libros
que Dios, conforme a su paterna caridad con el género humano,
quiso liberalmente dar

para enseñar, para convencer, para corregir, para dirigir en la


justicia, a fin de que el

hombre de Dios sea perfecto y esté apercibido para toda obra


buena (2Tim 3,16ss). No

es, pues, de admirar que la santa Iglesia, tratándose de este tesoro


dado del cielo, que

ella posee como preciosísima fuente y divina norma de la doctrina


sobre la fe y las

costumbres, así como lo recibió incontaminado de manos de los


apóstoles, así lo haya

custodiado con todo esmero, defendido de toda falsa y


perversa interpretación y

empleado solícitamente en el ministerio de comunicar a las almas


la salud sobrenatural,

como lo atestiguan a toda luz casi innumerables documentos de


todas las edades. Por

lo que hace a los tiempos modernos, cuando de un modo especial


corrían peligro las

divinas Letras en cuanto a su origen y su recta exposición, la Iglesia


tomó a su cuenta

defenderlas y protegerlas todavía con mayor diligencia y empeño.


De ahí que ya el
sacrosanto Sínodo Tridentino pronunció con decreto solemne que
«deben ser tenidos

por sagrados y canónicos los libros enteros con todas sus partes, tal
como se han solido

leer en la Iglesia católica y se hallan en la antigua edición Vulgata


latina»[1]. Y en

nuestro tiempo, el concilio Vaticano, a fin de reprobar las falsas


doctrinas acerca de la

inspiración, declaró que estos mismos libros han de ser tenidos


por la Iglesia como

sagrados y canónicos, «no ya porque, compuestos con la sola


industria humana, hayan

sido después aprobados con su autoridad, ni solamente porque


contengan la revelación

sin error, sino porque, escritos con la inspiración del Espíritu Santo,
tienen a Dios por

autor y como tales fueron entregados a la misma Iglesia»[2]. Más


adelante, cuando

contra esta solemne definición de la doctrina católica, en la que a


los libros «enteros,

con todas sus partes», se atribuye esta divina autoridad inmune de


todo error, algunos

escritores católicos osaron limitar la verdad de la Sagrada Escritura


tan sólo a las cosas
de fe y costumbres, y, en cambio, lo demás que perteneciera al
orden físico o histórico

reputarlo como «dicho de paso» y en ninguna manera —como


ellos pretendían—

enlazado con la fe, nuestro antecesor de inmortal memoria León


XIII, en su carta

encíclica Providentissimus Deus, dada el 18 de noviembre de


1893, reprobó

justísimamente aquellos errores y afianzó con preceptos y normas


sapientísimas los

estudios de los divinos libros.

2. Y toda vez que es conveniente conmemorar el término del año


cincuentenario desde

que fueron publicadas aquellas letras encíclicas, que se tienen


como la ley principal de

los estudios bíblicos, Nos, según la solicitud que desde el principio


del sumo pontificado

manifestamos respecto de las disciplinas sagradas[3], juzgamos


que había de ser

oportunísimo confirmar e inculcar, por una parte, lo que nuestro


antecesor sabiamente

estableció y sus sucesores añadieron pala afianzar y perfeccionar la


obra, y decretar,
por otra, lo que al presente parecen exigir las circunstancias, para
más y más incitar a

todos los hijos de la Iglesia que se dedican a estos estudios a


una empresa tan

necesaria y tan loable.

510I

3. El primero y sumo empeño de León XIII fue exponer la


doctrina de la verdad

contenida en los sagrados volúmenes y vindicarlos de las


impugnaciones. Así fue que

con graves palabras declaró que no hay absolutamente ningún


error cuando el

hagiógrafo, hablando de cosas físicas, «se atuvo (en el lenguaje) a


las apariencias de

los sentidos», como dice el Angélico[4], expresándose «o en


sentido figurado o según la

manera de hablar en aquellos tiempos, que aún hoy rige para


muchas cosas en la vida

cotidiana hasta entre los hombres más cultos». Añadiendo que


ellos, «los escritores

sagrados, o por mejor decir —son palabras de San Agustín— [5], el


Espíritu de Dios, que
por ellos hablaba, no quiso enseñar a los hombres esas cosas —a
saber, la íntima

constitución de las cosas visibles— que de nada servían para su


salvación»[6], lo cual

«útilmente ha de aplicarse a las disciplinas allegadas,


principalmente a la historia», es a

saber, refutando «de modo análogo las falacias de los adversarios»


y defendiendo «de

sus impugnaciones la fidelidad histórica de la Sagrada Escritura»[7].


Y que no se ha de

imputar el error al escritor sagrado si «en la transcripción de los


códices se les escapó

algo menos exacto a los copistas» o si «queda oscilante el sentido


genuino de algún

pasaje». Por último, que no es lícito en modo alguno, «o restringir


la inspiración de la

Sagrada Escritura a algunas partes tan sólo, o conceder que erró el


mismo sagrado

escritor», siendo así que la divina inspiración «por sí misma no sólo


excluye todo error,

sino que lo excluye y rechaza con la misma necesidad absoluta con


la que es necesario

que Dios, Verdad suma, no sea en modo alguno autor de ningún


error. Esta es la
antigua y constante fe de la Iglesia»[8]. ,

4. Ahora bien: esta doctrina que con tanta gravedad expuso


nuestro predecesor León

XIII, también Nos la proponemos con nuestra autoridad y la


inculcamos a fin de que

todos la retengan religiosamente. Y decretamos que con no


menor solicitud se

obedezca también el día de hoy a los consejos y estímulos que él


sapientísimamente

añadió conforme al tiempo. Pues como surgieran nuevas y no


leves dificultades y

cuestiones, ya por los prejuicios del racionalismo, que por


doquiera perniciosamente

cundía, ya sobre todo por las excavaciones y descubrimientos


de monumentos

antiquísimos llevados a cabo por doquiera en las regiones


orientales, el mismo

predecesor nuestro, impulsado por la solicitud del oficio apostólico,


a fin de que esta

tan preclara fuente de la revelación católica no sólo estuviera


abierta con más

seguridad y abundancia para utilidad de la grey del Señor, sino


también para no
permitir que en manera alguna fuese contaminada, ardientemente
deseó «que fuesen

cada vez más los que sólidamente tomaran a su cargo y


mantuviesen constantemente

el patrocinio de las divinas Letras; y que aquellos principalmente a


los que la divina

gracia llamó al sagrado orden emplearan cada día, como es


justísimo, mayor diligencia

e industria en leerlas, meditarlas y exponerlas» [9].

5. Por lo cual, el mismo Pontífice, así como ya hacía tiempo había


alabado y aprobado la

Escuela de Estudios Bíblicos fundada en San Esteban de Jerusalén


gracias a la solicitud

del maestro general de la sagrada Orden de Predicadores, Escuela


de la que, como él

mismo dijo, «el conocimiento de la Biblia recibió no leve


incremento y los espera

mayores»[10], así el último año de su vida añadió todavía una


nueva razón para que

estos estudios, tan encarecidamente recomendados por las


letras encíclicas

Providentissimus Deus, cada día se perfeccionasen más y con la


mayor seguridad se
adelantasen. En efecto, con las letras apostólicas Vigilantiae, dadas
el 30 del mes de

octubre del año 1902, estableció un Consejo, o como se dice


Comisión, de graves

varones, «que tuvieran por encomendado a sí el cargo de procurar


y lograr, por todos

511los medios, que los divinos oráculos hallen entre los nuestros en
general aquella más

exquisita exposición que los tiempos reclaman, y se conserven


incólumes no sólo de

todo hálito de errores, sino también de toda temeridad de


opiniones»[11],el cual

Consejo también Nos, siguiendo el ejemplo de nuestros


antecesores, lo confirmamos y

aumentamos de hecho, valiéndonos, como muchas veces antes, de


su ministerio para

encaminar los intérpretes de los sagrados libros a aquellas sanas


leyes de la exégesis

católica que enseñaron los Santos Padres y los doctores de la Iglesia


y los mismos

Sumos Pontífices[12].

6. Y aquí no parece ajeno al asunto recordar con gratitud las cosas


principales y más
útiles para el mismo fin que sucesivamente hicieron nuestros
antecesores, y que

podríamos llamar complemento o fruto de la feliz empresa


leoniana. Y en primer lugar,

Pío X, queriendo «proporcionar un medio fijo de preparar un buen


número de maestros

que, recomendables por su gravedad y pureza de doctrina,


interpreten en las escuelas

católicas los divinos libros...», instituyó «los grados académicos de


licenciado y doctor

en Sagrada Escritura..., que habrían de ser conferidos por la


Comisión Bíblica» [13];

luego dio una ley «sobre la norma de los estudios de Sagrada


Escritura que se ha de

guardar en los seminarios de clérigos», con el designio de que los


alumnos seminaristas

«no sólo penetrasen y conociesen la fuerza, modo y doctrina de la


Biblia, sino que

pudiesen además ejercitarse en el ministerio de la divina palabra


con competencia y

probidad, y defender... de las impugnaciones los libros escritos


bajo la inspiración

divina» [14]; finalmente, «para que en la ciudad de Roma se


tuviera un centro de
estudios más elevados relativos a los sagrados libros que
promoviese del modo más

eficaz posible la doctrina bíblica y los estudios a ella anejos, según


el sentido de la

Iglesia católica», fundó el Pontificio Instituto Bíblico, que


encomendó a la ínclita

Compañía de Jesús, y quiso estuviera «provisto de las más elevadas


cátedras y todo

recurso de erudición bíblica», y prescribió sus leyes y disciplina,


declarando que en este

particular «ponía en ejecución el saludable y provechoso


propósito» de León XIII [15]

7. Todo esto, finalmente, lo colmó nuestro próximo predecesor de


feliz recordación, Pío

XI, al decretar, entre otras cosas, que ninguno fuese «profesor


de la asignatura de

Sagradas Letras en los seminarios sin haber legítimamente


obtenido, después de

terminado el curso peculiar de la misma disciplina, los grados


académicos en la

Comisión Bíblica o en el Instituto Bíblico». Y estos grados quiso que


tuvieran los mismos

efectos que los grados legítimamente otorgados en sagrada


teología y en derecho
canónico; y asimismo estableció que a nadie se concediese
«beneficio en el que

canónicamente se incluyera la carga de explicar al pueblo la


Sagrada Escritura si,

además de otras condiciones, el sujeto no hubiese obtenido o la


licencia o el doctorado

en Escritura». Y exhortando a la vez juntamente, tanto a los


superiores mayores de las

Ordenes regulares como a los obispos del orbe católico, a enviar a


las aulas del Instituto

Bíblico, para obtener allí los grados académicos, a los más


aptos de sus alumnos,

confirmó tales exhortaciones con su propio ejemplo, señalando de


su liberalidad para

este mismo fin rentas anuales [16].

8. El mismo Pontífice, después de que con el favor y aprobación


de Pío X, de feliz

memoria, el año 1907 «se encomendó a los monjes benedictinos el


cargo de investigar

y preparar los estudios en que haya de basarse la edición de la


versión latina de las

Escrituras que recibió el nombre de Vulgata»[17], queriendo


afianzar con mayor firmeza
y seguridad esta misma «trabajosa y ardua empresa», que exige
largo tiempo y subidos

gastos, cuya grandísima utilidad habían evidenciado los egregios


volúmenes ya dados a

la pública luz, levantó desde sus cimientos el monasterio urbano de


San Jerónimo, que

512exclusivamente se dedicase a esta obra, y lo enriqueció


abundantísimamente con

biblioteca y todos los demás recursos de investigación[18].

9. Ni parece que aquí debe pasarse en silencio con cuánto


ahínco los mismos

predecesores nuestros, en diferentes ocasiones, recomendaron


ora el estudio, ora la

predicación, ora, en fin, la pía lectura y meditación de las Sagradas


Escrituras. Porque

Pío X, respecto de la Sociedad de San Jerónimo, que trata de


persuadir a los fieles de

Cristo la costumbre, en verdad loable, de leer y meditar los santos


Evangelios y hacerlo

más accesible según sus fuerzas, la aprobó de todo corazón y


la exhortó a que

animosamente insistiera en su propósito declarando «que esta


obra es la más útil» y
que contribuye no poco «a extirpar la idea de que la Iglesia se
resiste a la lectura de las

Sagradas Escrituras en lengua vulgar o pone para ello


impedimento» [19]. Por su parte,

Benedicto XV, al cumplirse el ciclo del decimoquinto siglo desde


que dejó la vida mortal

el Doctor Máximo en exponer las Sagradas Letras, después de


haber

esmeradísimamente inculcado, ya los preceptos y ejemplos del


mismo Doctor, ya los

principios y normas dadas por León XIII y por sí mismo, y


recomendado otras cosas

oportunísimas en estas materias y que nunca se deben olvidar,


exhortó «a todos los

hijos de la Iglesia, principalmente a los clérigos, a juntar la


reverencia de la Sagrada

Biblia con la piadosa lectura y asidua meditación de la misma»; y


advirtió que «en estas

páginas se ha de buscar el alimento con que se sustente, hasta


llegar a la perfección, la

vida del espíritu» y que «la principal utilidad de la Escritura


pertenece al ejercicio santo

y fructuoso de la divina palabra»; y él mismo de nuevo alabó la


obra de la Sociedad
llamada del nombre del mismo San Jerónimo, gracias a la cual
se divulgan en

grandísima extensión los Evangelios y los Hechos de los Apóstoles,


«de suerte que ya

no haya ninguna familia cristiana que carezca de ellos, y todos se


acostumbren a su

lectura y meditación cotidiana»[20].

10. Y, a la verdad, es cosa justa y grata confesar que no sólo con


esta instituciones,

preceptos y estímulos de nuestros antecesores, sino también con


las obras y trabajos

arrostrados, por todos aquellos que diligentemente los


secundaron, ya en estudiar,

investigar y escribir; ya en enseñar y predicar, como también en


traducir y propagar los

sagrados libros, ha adelantado no poco entre los católicos la


ciencia y uso de las

Sagradas Escrituras. Porque son ya muchísimos los cultivadores de


1a Escritura Santa

que salieron y cada día salen de las aulas en las que se enseñan las
más elevadas

disciplinas en materia teológica y bíblica, y principalmente de


nuestro Pontificio
Instituto Bíblico, los cuales, animados de ardiente afición a los
sagrados volúmenes,

imbuyen en este mismo espíritu al clero adolescente y


constantemente le comunican la

doctrina que ellos bebieron. No pocos de ellos han promovido y


promueven todavía con

sus escritos los estudios bíblicos, o bien editando los sagrados


textos redactados

conforme a las normas del arte crítica y explicándolos,


ilustrándolos, traduciéndolos

para su pía lección y meditación, o bien, por fin, cultivando y


adquiriendo las disciplinas

profanas útiles para la explanación de la Escritura. Así pues, por


estas y otras empresas

que cada día se propagan y cobran fuerza, como, por ejemplo, las
asociaciones en pro

de la Biblia, los congresos, las semanas de asambleas, las


bibliotecas, las sociedades

para meditar el Evangelio, concebimos la esperanza no dudosa de


que en adelante

crezcan doquiera más y más, para bien de las almas, la


reverencia, el uso y el

conocimiento de las Sagradas Letras, con tal que con firmeza,


valentía y confianza
retengan todos la regla de los estudios bíblicos prescrita por León
XIII, explicada por sus

sucesores con más claridad y perfección, y por Nos confirmada y


fomentada —que es,

en realidad, la única segura y confirmada por la experiencia—, sin


dejarse arredrar en

modo alguno por aquellas dificultades que, como en las cosas


humanas suele

513acontecer, nunca le faltarán tampoco a esta obra preclara.

II

11. No hay quien no pueda fácilmente echar de ver que las


condiciones de los estudios

bíblicos y de los que para los mismos son útiles han cambiado
mucho en estos

cincuenta años. Porque, pasando por alto otras cosas, cuando


nuestro predecesor

publicó su encíclica Providentissimus Deus, apenas se había


comenzado a explorar en

Palestina uno u otro lugar de excavaciones relacionadas con estos


asuntos. Ahora, en

cambio, las investigaciones de este género no sólo se han


aumentado muchísimo en
cuanto al número sino que, además, cultivadas con más severo
método y arte por el

mismo ejercicio, nos enseñan muchas más cosas y con más certeza.
Y, en efecto cuánta

luz brote de estas investigaciones para entender mejor y con más


plenitud los sagrados

libros, lo saben todos los peritos, lo saben cuantos se consagran a


estos estudios. Crece

todavía la importancia de estas exploraciones por los documentos


escritos hallados de

vez en cuando, que contribuyen mucho al conocimiento de las


lenguas letras, sucesos,

costumbres y cultos más antiguos. Ni es de menor interés el


hallazgo y la búsqueda,

tan frecuente en esta edad nuestra, de papiros, que ha tenido


tanto valor para el

conocimiento de las letras e instituciones públicas y privadas,


principalmente del

tiempo de nuestro Salvador. Se han hallado además y editado con


sagacidad vetustos

códices de los sagrados libros; se ha investigado con más


extensión y plenitud la

exégesis de los Padres de la Iglesia; finalmente. se ilustra con


innumerables ejemplos el
modo de hablar, narrar y escribir de los antiguos. Todo esto que, no
sin especial consejo

de la providencia de Dios, ha conseguido esta nuestra época, invita


en cierta manera y

amonesta a los intérpretes de las Sagradas Letras a aprovecharse


con denuedo de

tanta abundancia de luz para examinar con más profundidad los


divinos oráculos,

ilustrarlos con más claridad y proponerlos con mayor lucidez. Y si


con sumo consuelo en

el alma vemos que los mismos intérpretes esforzadamente han


obedecido ya y siguen

obedeciendo a esta invitación ciertamente no es éste el último ni el


menor fruto de las

letras encíclicas Providentissimus Deus, con las que nuestro


predecesor León XIII. como

presagiando en su ánimo esta nueva floración de los estudios


bíblicos, por una parte

invita al trabajo a los exegetas católicos, y por otra les señaló


sabiamente cuál era el

modo y método de trabajar. Pero también Nos con estas letras


encíclicas queremos

conseguir que esta labor no solamente persevere con constancia,


sino que cada día se
perfeccione y resulte más fecunda, puesta sobre todo nuestra mira
en mostrar a todos

lo que resta por hacer y con qué espíritu debe hoy el exegeta
católico emprender tan

grande y excelso cargo, y en dar nuevo acicate y nuevo ánimo a los


operarios que

trabajan constantemente en la viña del Señor.

12. Ya los Padres de la Iglesia, y en primer término San Agustín, al


intérprete católico

que emprendiese la tarea de entender y exponer las Sagradas


Escrituras, le

recomendaban encarecidamente el estudio de las lenguas antiguas


y el volver a los

textos primitivos[21]. Con todo, llevaba consigo la condición de


aquellos tiempos que

conocieran pocos la lengua hebrea, y éstos imperfectamente. Por


otra parte, en la Edad

Media, cuando la teología escolástica florecía más que nunca, aun


el conocimiento de la

lengua griega desde mucho tiempo antes se había disminuido de tal


manera entre los

occidentales, que hasta los mismos supremos doctores de aquellos


tiempos, al explicar
los divinos libros, solamente se apoyaban en la versión latina
llamada Vulgata. Por el

contrario, en estos nuestros tiempos no solamente la lengua


griega, que desde el

Renacimiento literario en cierto sentido ha sido resucitada a su


nueva vida, es ya

laminar a casi todos los cultivadores de la antigüedad, sino que aun


el conocimiento de

514la lengua hebrea y de otras lenguas orientales se ha prolongado


grandemente entre los

hombres doctos Es tanta, además, ahora la abundancia de medios


para aprender estas

lenguas, que el intérprete de la Biblia que, descuidándolas, se cierre


la puerta para los

textos originales, no puede en modo alguno evitar la nota de


ligereza y desidia. Porque

al exegeta pertenece andar como a caza, con sumo cuidado y


veneración, aun de las

cosas mínimas que, bajo la inspiración del divino Espíritu,


brotaron de la pluma del

hagiógrafo, a fin de penetrar su mente con más profundidad y


plenitud. Procure, por lo

tanto, con diligencia adquirir cada día mayor pericia en las lenguas
bíblicas y aun en las
demás orientales, y corrobore su interpretación con todos
aquellos recursos que

provienen de toda clase de filología. Lo cual, en verdad, lo procuró


seguir solícitamente

San Jerónimo, según los conocimientos de su época; y asimismo


no pocos de los

grandes intérpretes de los siglos XVI y XVII, aunque entonces el


conocimiento de las

lenguas fuese mucho menor que el de hoy, lo intentaron con


infatigable esfuerzo y no

mediocre fruto. De la misma manera conviene que se explique


aquel mismo texto

original que, escrito por el sagrado autor, tiene mayor autoridad


y mayor peso que

cualquiera versión, por buena que sea, ya antigua, ya moderna; lo


cual puede, sin duda,

hacerse con mayor facilidad y provecho si, respecto del mismo


texto, se junta al mismo

tiempo con el conocimiento de las lenguas una sólida pericia en el


manejo de la crítica.

13. Cuánta importancia se haya de atribuir a esta crítica,


atinadamente lo advirtió San

Agustín cuando, entre los preceptos que deben inculcarse al que


estudia los sagrados
libros, puso por primero de todos el cuidado de poseer un texto
exacto. «En enmendar

los códices —así el clarísimo Doctor de la Iglesia— debe ante


todo estar alerta la

vigilancia de aquellos que desean conocer las Escrituras divinas,


para que los no

enmendados cedan su puesto a los enmendados» [22]. Ahora bien,


hoy este arte, que

lleva el nombre de crítica textual y que se emplea con gran loa y


fruto en la edición de

los escritos profanos, con justísimo derecho se ejercita también,


por la reverencia

debida a la divina palabra, en los libros sagrados. Porque por su


mismo fin logra que se

restituya a su ser el sagrado texto lo más perfectamente posible, se


purifique de las

depravaciones introducidas en él por la deficiencia de los


amanuenses y se libre, cuanto

se pueda, de las inversiones de palabras, repeticiones y otras


faltas de la misma

especie que suelen furtivamente introducirse en los libros


transmitidos de uno en otro

por muchos siglos. Y apenas es necesario advertir que esta crítica.


que desde hace
algunos decenios un pocos han empleado absolutamente a su
capricho, y no pocas

veces de tal manera que pudiera decirse haberla los mismos usado
para introducir en el

sagrada texto sus opiniones prejuzgadas, hoy ha llegado a adquirir


tal estabilidad y

seguridad de leyes, que se ha convertido en un insigne


instrumento para editar con

más pureza y esmero la divina palabra, y fácilmente puede


descubrirse cualquier

abuso. Ni es preciso recordar aquí —ya que es cosa notoria y


clara a todos los

cultivadores de la Sagrada Escritura— en cuánta estima ha tenido la


Iglesia ya desde

los primeros siglos hasta nuestros días estos estudios del arte
crítica. Así es que hoy,

después que la disciplina de este arte ha llegado a tanta


perfección, es un oficio

honrado, aunque no siempre fácil, procurar por todos los medios


que cuanto antes, por

parte de los católicos, se preparen oportunamente ediciones,


tanto de los sagrados

libros como de las versiones antiguas, hechas conforme a estas


normas, que junten,
con una reverencia suma del sagrado texto, la escrupulosa
observancia de todas las

leyes críticas. Y ténganlo todos por bien sabido que este largo
trabajo no solamente es

necesario para penetrar bien los escritos dados por divina


inspiración, sino que,

además, es reclamado por la misma piedad, por la que debemos


estar sumamente

agradecidos a aquel Dios providentísimo, que desde el trono de su


majestad nos envió

estos libros a manera de cartas paternales como a propios hijos.

51514. Ni piense nadie qua este uso de los textos primitivos,


conforme a la razón de la

crítica. sea en modo alguno contrario a aquellas prescripciones


que sabiamente

estableció el concilio Tridentino acerca de la Vulgata latina [23].


Documentalmente

consta qua a los presidentes del concilio se dio el encargo de rugar


al Sumo Pontífice,

en nombre del mismo santo sínodo —como, en efecto, lo


hicieron—, mandase corregir

primero la edición latina, y luego, en cuanto se pudiese, la griega y


la hebrea [24], con
el designio de divulgarla, al fin, para utilidad de la santa Iglesia de
Dios. Y si bien, a la

verdad, a este deseo no pudo entonces, por las dificultades de los


tiempos y otros

impedimentos, responderse plenamente, confiamos que al


presente, aunadas las

fuerzas de los doctores católicos, se pueda satisfacer con más


perfección y amplitud.

Mas por lo que hace a la voluntad del sínodo Tridentino de que la


Vulgata fuese la

versión latina «que todos usasen como auténtica», esto en


verdad, como todos lo

saben, solamente se refiere a la Iglesia latina y al uso público de la


misma Escritura, y

no disminuye, sin género de duda, en modo alguno, la autoridad y


valor de los textos

originales. Porque no se trataba de los textos originales en aquella


ocasión, sino de las

versiones latinas que en aquella época corrían de una parte a otra,


entre las cuales el

mismo concilio, con justo motivo, decretó que debía ser preferida
la que «había sido

aprobada en la misma Iglesia con el largo uso de tantos


siglos». Así pues, esta
privilegiada autoridad o, como dicen, autenticidad de la Vulgata no
fue establecida por

el concilio principalmente por razones criticas, sino más bien por su


legítimo uso en las

iglesias durante el decurso de tantos siglos; con el cual uso


ciertamente se demuestra

que la misma está en absoluto inmune de todo error


en materia de fe y costumbres; de
modo que, conforme al testimonio y confirmación de la misma
Iglesia, se puede

presentar con seguridad y sin peligro de errar en las disputas,


lecciones y

predicaciones; y, por tanto, este género de autenticidad no se


llama con nombre

primario crítica, sino más bien jurídica. Por lo cual, esta


autoridad de la Vulgata en
cosas doctrinales de ninguna manera prohíbe —antes
por el contrario, hoy más bien
exige— que esta misma doctrina se compruebe y
confirme por los textos primitivos y
que también sean a cada momento, invocados como auxiliares
estos mismos textos,
por los cuales dondequiera t cada día más se patentice y exponga el
recto sentido de

las Sagradas Letras. Y ni aun siquiera prohíbe el decreto del


concilio Tridentino que,

para uso y provecho de los fieles de Cristo y para más fácil


inteligencia de la divina

palabra. se hagan versiones en las lenguas vulgares, y eso aun


tomándolas de los

textos originales, como ya en muchas regiones vemos que


loablemente se ha hecho,

aprobándolo la autoridad de la Iglesia.

15. Armado egregiamente con el conocimiento de las lenguas


antiguas y con los

recursos del arte crítica, emprenda el exegeta católico aquel oficio


que es el supremo

entre todos los que se le imponen, a saber, el hallar y exponer el


sentido genuino de los

sagrados libros. Para el desempeño de esta obra tengan ante los


ojos los intérpretes

qua, como la cosa principal de todas, han de procurar distinguir


bien y determinar cuál

es el sentido de las palabras bíblicas llamado literal. Sea este


sentido literal de las
palabras el que elles averigüen con toda diligencia por medio del
conocimiento de las

lenguas, valiéndose del contexto y de la comparación con pasajes


paralelos; a todo lo

cual suele también apelarse en favor de la interpretación de los


escritos profanos, para

que aparezca en toda su luz la mente del autor.

16. Sólo que los exegetas de las Sagradas Letras, acordándose de


que aquí se trata de

la palabra divinamente inspirada, cuya custodia e interpretación


fue por el mismo Dios

encomendada a la Iglesia, no menos diligentemente tengan cuenta


de las exposiciones

516y declaraciones del Magisterio de la Iglesia y asimismo de la


explicación dada por los

Santos Padres, como también de la «analogía de la fe», según


sabiamente advirtió León

XIII en las letras encíclicas Providentissimus Deus [25]. Traten


también con singular

empeño de no exponer únicamente —cosa que con dolor vemos se


hace en algunos

comentarios— las cosas qua atañen a la historia, arqueología,


filología y otras
disciplinas por el estilo, sino que, sin dejar de aportar
oportunamente aquéllas en

cuanto puedan contribuir a la exégesis, muestren principalmente


cuál es la doctrina

teológica de cada uno de los libros o textos respecto de la fe y


costumbres, de suerte

que esta exposición de los mismos no solamente ayude a los


doctores teólogos para

proponer y confirmar los dogmas de la fe, sino que sea también útil
a los sacerdotes

para explicar ante el pueblo la doctrina cristiana y, finalmente, sirva


a todos los fieles

para llevar una vida santa y digna de un hombre cristiano.

17. Una vez que hubieren dado tal interpretación, teológica ante
todo, como hemos

dicho, eficazmente obligarán a callar a los que, afirmando que en


los comentarios

bíblicos apenas hallan nada que eleve la mente a Dios, nutra el


alma, promueva la vida

interior, repiten que es preciso acudir a cierta interpretación


espiritual, que ellos llaman

mística. Cuán poco acertado sea este su modo de ver, lo enseña la


misma experiencia
de muchos, que, considerando y meditando una y otra vez la
palabra de Dios,

perfeccionaron sus almas y se sintieron movidos de vehemente


amor a Dios; como

también lo muestran a las claras la perpetua enseñanza de la


Iglesia y las

amonestaciones de los mayores doctores. Y no es que se


excluya de la Sagrada

Escritura todo sentido espiritual. Porque las cosas dichas o


hechas en el Viejo

Testamento de tal manera fueron sapientísimamente ordenadas y


dispuestas por Dios,

que las pasadas significaran anticipadamente las que en el nuevo


pacto de gracia

habían de verificarse. Por lo cual, el intérprete, así como debe


hallar y exponer el

sentido literal de las palabras que el hagiógrafo pretendiera y


expresara, así también el

espiritual, mientras conste legítimamente que fue dado por Dios.


Ya que solamente Dios

pudo conocer y revelarnos este sentido espiritual. Ahora bien,


este sentido en los

santos Evangelios nos lo indica y enseña el mismo divino Salvador;


lo profesan también
los apóstoles, de palabra y por escrito, imitando el ejemplo del
Maestro; lo declara, por

último, el uso antiquísimo de la liturgia, dondequiera que pueda


rectamente aplicarse

aquel conocido adagio: «La ley de orar es la ley de creer».

18. Así pues, este sentido espiritual, intentado y ordenado por


el mismo Dios,

descúbranlo y propónganlo los exegetas católicas con aquella


diligencia que la dignidad

de la palabra divina reclama; mas tengan sumo cuidado en no


proponer como sentido

genuino de la Sagrada Escritura otros sentidos traslaticios.


Porque aun cuando,

principalmente en el desempeño del oficio de predicador, puede


ser útil para ilustrar y

recomendar las cosas de la fe cierto uso más amplio del


sagrado texto según la

significación traslaticia de las palabras, siempre que se haga


con moderación y

sobriedad, nunca, sin embargo, debe olvidarse que este uso de las
palabras de la

Sagrada Escritura le es como externo y añadido, y que, sobre todo


hoy, no carece de
peligro cuando los fieles, aquellos especialmente que están
instruidos en los

conocimientos tanto sagrados como profanos, buscan


preferentemente lo que Dios en

las Sagradas Letras nos da a entender, y no lo que el facundo


orador o escritor expone

empleando con cierta destreza las palabras de la Biblia. Ni tampoco


aquella palabra de

Dios viva y eficaz y más penetrante que espada de dos filos, y que
llega hasta la

división del alma y del espíritu y de las coyunturas y médulas,


discernidora de los

pensamientos y conceptos del corazón (Heb 4,12), necesita de


afeites o de

acomodación humana para mover y sacudir los ánimos; porque las


mismas sagradas

517páginas, redactadas bajo la inspiración divina, tienen por sí


mismas abundante sentido

genuino; enriquecidas por divina virtud, tienen fuerza propia;


adornadas con soberana

hermosura, brillan por sí mismas y resplandecen, con tal que sean


por el intérprete tan

íntegra y cuidadosamente explicadas, que se saquen a luz


todos los tesoros de
sabiduría y prudencia en ellas ocultos.

19. En este desempeño podrá el exegeta católico egregiamente


ayudarse del

industrioso estudio de aquellas obras con las que los Santos Padres,
los doctores de la

Iglesia e ilustres intérpretes de los pasados tiempos, expusieron las


Sagradas Letras.

Porque ellos, aun cuando a veces estaban menos pertrechados de


erudición profana y

conocimiento de lenguas que los intérpretes de nuestra edad,


sin embargo, en

conformidad con el oficio que Dios les dio en la Iglesia, sobresalen


por cierta suave

perspicacia de las cosas celestes y admirable agudeza de


entendimiento, con las que

íntimamente penetran las profundidades de la divina palabra y


ponen en evidencia todo

cuanto puede conducir a la ilustración de la doctrina de Cristo y


santidad de vida. Es

ciertamente lamentable que tan preciosos tesoros de la


antigüedad cristiana sean

demasiado poco conocidos a muchos escritores de nuestros


tiempos, y que tampoco los
cultivadores de la historia de la exégesis hayan todavía llevado a
término todo aquello

que, para investigar con perfección y estimar en su punto cosa de


tanta importancia,

parece' necesario. ¡Ojalá surjan muchos que, examinando con


diligencia los autores y

obras de la interpretación católica de las Escrituras y agotando, por


decirlo así, las casi

inmensas riquezas que aquéllos acumularon, contribuyan


eficazmente a que, por un

lado, aparezca más claro cada día cuán hondamente penetraron


ellos e ilustraron la

divina doctrina de los sagrados libros, y por otro, también los


intérpretes actuales

tomen ejemplo de ello y saquen oportunos argumentos. Pues así,


por fin, se llegará a

lograr la feliz y fecunda unión de la doctrina y espiritual suavidad de


los antiguos en el

decir con la mayor erudición y arte de los modernos, para producir,


sin duda, nuevas

frutos en el campo de las divinas Letras, nunca


suficientemente cultivado, nunca

exhausto.
20. Es, además, muy justo esperar que también nuestros tiempos
puedan contribuir en

algo a la interpretación más profunda y exacta de las Sagradas


Letras. Puesto que no

pocas cosas, sobre todo entre las concernientes a la historia, o


apenas o no

suficientemente fueron explicadas por los expositores de los


pasados siglos, toda vez

que les faltaban casi todas las noticias necesarias para ilustrarlas
mejor. Cuán difíciles

fuesen y casi inaccesibles algunas cuestiones para los mismos


Padres, bien se echa de

ver, por omitir otras cosas, en aquellos esfuerzos que muchos de


ellos repitieron para

interpretar los primeros capítulos del Génesis y, asimismo, por los


repetidos tanteos de

San Jerónimo para traducir los Salmos de tal manera que se


descubriese con claridad su

sentido literal o expresado en las palabras mismas. Hay, por fin,


otros libros o sagradas

textos cuyas dificultades ha descubierto precisamente la época


moderna desde que por

el conocimiento más profundo de la antigüedad han nacido nuevos


problemas, que
hacen penetrar con más exactitud en el asunto. Van, pues, fuera de
la realidad algunos

que, no penetrando bien las condiciones de la ciencia bíblica, dicen,


sin más, que al

exegeta católico de nuestros días no le queda nada que añadir a lo


que ya produjo la

antigüedad cristiana; cuando, por el contrario, estos nuestros


tiempos han planteado

tantos problemas, que exigen nueva investigación y nuevo examen


y estimulan no poco

al estudio activo del intérprete moderno.

21. Porque nuestra edad, así como acumula nuevas cuestiones y


nuevas dificultades,

así también, por el favor de Dios, suministra nuevos recursos y


subsidios de exégesis.

518Entre éstos parece digno de peculiar mención que los teólogos


católicos, siguiendo la

doctrina de los Santos Padres, y principalmente del Angélico y


Común Doctor, han

explorado y propuesto la naturaleza y los efectos de la inspiración


bíblica mejor y más

perfectamente que como solía hacerse en los siglos pretéritos.


Porque, partiendo del
principio de que el escritor sagrado al componer el libro es órgano
o instrumento del

Espíritu Santo, con la circunstancia de ser vivo y dotado de razón,


rectamente observan

que él, bajo el influjo de la divida moción, de tal manera usa de sus
facultades y fuerza,

que fácilmente puedan todos colegir del libro nacido de su acción


«la índole propia de

cada uno y, por decirlo así, sus singulares caracteres y trazos»[26].

22. Así pues, el intérprete con todo esmero, y sin descuidar


ninguna luz que hayan

aportado las investigaciones modernas, esfuércese por averiguar


cuál fue la propia

índole y condición de vida del escritor sagrado, en qué edad


floreció, qué fuentes

utilizó, ya escritas, ya orales, y qué formas de decir empleó. Porque


a nadie se oculta

que la norma principal de interpretación es aquella en virtud de la


cual se averigua con

precisión y se define qué es lo que el escritor pretendió decir, como


egregiamente lo

advierte San Atanasio: «Aquí, como conviene hacerlo en todos los


demás pasajes de la
divina Escritura, se ha de observar con qué ocasión habló el
Apóstol; se ha de atender,

con cuidado y fidelidad, cuál es la persona, cuál el asunto que le


movió a escribir, no

sea que uno, ignorándolo o entendiendo algo ajeno a ello,


vaya descarriado del

verdadero sentido» [27].

23. Por otra parte, cuál sea el sentido literal, no es muchas veces
tan claro en las

palabras y escritos de los antiguos orientales como en los escritores


de nuestra edad.

Porque no es con solas las leyes de la gramática o filología ni con


sólo el contexto del

discurso con lo que se determina qué es lo que ellos quisieron


significar con las

palabras; es absolutamente necesario que el intérprete se


traslade mentalmente a

aquellos remotos siglos del Oriente, para que, ayudado


convenientemente con los

recursos de la historia, arqueología, etnología y de otras disciplinas,


discierna y vea con

distinción qué géneros literarios, como dicen, quisieron emplear y


de hecho emplearon
los escritores de aquella edad vetusta. Porque los antiguos
orientales no empleaban

siempre las mismas formas y las mismas maneras de decir que


nosotros hoy, sino más

bien aquellas que estaban recibidas en el uso corriente de los


hombres de sus tiempos

y países. Cuáles fueron éstas, no lo puede el exegeta como


establecer de antemano,

sino con la escrupulosa indagación de la antigua literatura del


Oriente.

24. Ahora bien, esta investigación, llevada a cabo en estos últimos


decenios con mayor

cuidado y diligencia que antes, ha manifestado con más claridad


qué formas de decir se

usaron en aquellos antiguos tiempos, ora en la descripción poética


de las cosas, ora en

el establecimiento de las normas y leyes de la vida, ora, por fin, en


la narración de los

hechos y acontecimientos. Esta misma investigación ha probado ya


lúcidamente que el

pueblo israelítico se aventajó singularmente entre las demás


antiguas naciones

orientales en escribir bien la historia, tanto por la antigüedad como


por la fiel relación
de los hechos; lo cual en verdad se concluye también por el
carisma de la divina

inspiración y por el peculiar fin de la historia bíblica, que pertenece


a la religión. No por

eso se debe admirar nadie que tenga recta inteligencia de la


inspiración, de que

también entre los sagrados escritores, como entre los otros de la


antigüedad, se hallen

ciertas artes de exponer y narrar, ciertos idiotismos, sobre todo


propios de las lenguas

semíticas; las que se llaman aproximaciones y ciertos modos de


hablar hiperbólicos;

más aún, a veces hasta paradojas para imprimir las cosas en la


mente con más firmeza.

Porque ninguna de aquellas maneras de hablar de que entre


los antiguos,

519particularmente entre los orientales, solía servirse el humano


lenguaje para expresar

sus ideas, es ajena a los libros sagrados, con esta condición,


empero, de que el género

de decir empleado en ninguna manera repugne a la santidad y


verdad de Dios, según

que, conforme a su sagacidad, lo advirtió ya el mismo Doctor


Angélico por estas
palabras: «En la Escritura, las cosas divinas se nos dan al modo que
suelen usar los

hombres» [28]. Porque así como el Verbo sustancial de Dios se


hizo semejante a los

hombres en todas las cosas, excepto el pecado (Heb 4,15), así


también las palabras de

Dios, expresadas en lenguas humanas, se hicieron semejantes en


todo al humano

lenguaje, excepto el error; lo cual en verdad lo ensalzó ya con


sumas alabanzas San

Juan Crisóstomo, como una sincatábasis o «condescendencia» de


Dios providente, y

afirmó una y varias veces que se halla en los sagrados libros [29].

25. Por esta razón, el exegeta católico, a fin de satisfacer a las


necesidades actuales de

la ciencia bíblica, al exponer la Sagrada Escritura y mostrarla y


probarla inmune de todo

error, válgase también prudentemente de este medio, indagando


qué es lo que la forma

de decir o el género literario empleado por el hagiógrafo contribuye


para la verdadera y

genuina interpretación, y se persuada que esta parte de su oficio no


puede descuidarse
sin gran detrimento de la exégesis católica. Puesto que no raras
veces —para no tocar

sino este punto—, cuando algunos, reprochándolo, cacarean que


los sagrados autores

se descarriaron de la fidelidad histórica o contaron las cosas con


menos exactitud, se

averigua que no se trata de otra cosa sino de aquellas maneras


corrientes y originales

de decir y narrar propias de los antiguos, que a cada


momento se empleaban

mutuamente en el comercio humano, y que en realidad se usaban


en virtud de una

costumbre lícita y común. Exige, pues, una justa equidad del


ánimo que, cuando se

encuentran estas cosas en el divino oráculo, el cual, como


destinado a hombres, se

expresa con palabras humanas, no se les arguya de error, no de


otra manera que

cuando se emplean en el uso cotidiano de la vida. Así es que,


conocidas y exactamente

apreciadas las maneras y artes de hablar y escribir en los antiguos,


podrán resolverse

muchas dificultades que se objetan contra la verdad y fidelidad


histórica de las divinas
Letras; ni será menos a propósito este estudio para conocer más
plenamente y con

mayor luz la mente del sagrado autor.

26. Así pues, nuestros cultivadores de estudios bíblicos pongan


también su atención en

esto con la debida diligencia, y no omitan nada de nuevo que


hubieren aportado, sea la

arqueología, sea la historia antigua o el conocimiento de las


antiguas letras, y cuanto

sea apto para mejor conocer la mente de los escritores vetustos y


su manera, forma y

arte de razonar, narrar y escribir. Y en esta cuestión aun los


varones católicos del

estado seglar tengan en cuenta que no sólo contribuyen a la


utilidad de la doctrina

profana, sino que son también beneméritos de la causa cristiana si


se entregan, como

es razón, con toda constancia y empeño a la exploración e


investigación de la

antigüedad y ayudan, conforme a sus fuerzas, a resolver las


cuestiones de este género

hasta ahora menos claras y transparentes. Porque todo


conocimiento humano, aun no
sagrado, así como tiene su como nativa dignidad y excelencia —
por ser una cierta

participación finita de la infinita ciencia de Dios—, así recibe una


nueva y más alta

dignidad y como consagración cuando se emplea para ilustrar con


más clara luz las

mismas cosas divinas.

27. Por la exploración tan adelantada, arriba referida, de las


antigüedades orientales,

por la investigación más esmerada del mismo texto primitivo y,


asimismo, por el más

amplio y diligente conocimiento, ya de las lenguas bíblicas, ya


de todas las que

pertenecen al Oriente, con el auxilio de Dios, felizmente ha


acontecido que no pocas de

520aquellas cuestiones que en la época de nuestro predecesor


León XIII, de inmortal

recordación, suscitaron contra la autenticidad, antigüedad,


integridad y fidelidad

histórica de los libros sagrados los críticos ajenos a la Iglesia o


también hostiles a ella,

hoy se hayan eliminado y resuelto. Puesto que los exegetas


católicos, valiéndose
justamente de las mismas armas de ciencia de que nuestros
adversarios no raras veces

abusaban, han presentado, por una parte, aquellas


interpretaciones que están en

conformidad con la doctrina católica y la genuina sentencia


heredada de nuestros

mayores, y por otra parecen haberse al mismo tiempo capacitado


para resolver las

dificultades que a las nuevas exploraciones y nuevos inventos


trajeron o la antigüe-dad

hubiere dejado a nuestra época para su resolución. De aquí ha


resultado que la

confianza en la autoridad y verdad histórica de la Biblia, debilitada


en algunos un tanto

por tantas impugnaciones, hoy entre los católicos se haya restituido


a su entereza; más

aún, no faltan escritores no católicos que, emprendiendo


investigaciones con sobriedad

y equidad, han llegado al punto de abandonar los prejuicios de los


modernos y volver, a

lo menos acá y allá, a las sentencias más antiguas. El cual cambio de


situación se debe

en gran parte a aquel trabajo infatigable con que los expositores


católicos de las
Sagradas Letras, sin dejarse arredrar en modo alguno por las
dificultades y obstáculos

de todas clases, con todas sus fuerzas se empeñaron en usar


debidamente de los

medios que la investigación actual de los eruditos proporcionaba


para resolver las

nuevas cuestiones, ora en el campo de la arqueología, ora en el de


la historia y filología.

28. Nadie, con todo eso, se admire de que no se hayan todavía


resuelto y vencido todas

las dificultades, sino que aún hoy haya graves problemas que
preocupan no poco los

ánimos de los exegetas católicos. Y en este caso no hay que decaer


de ánimo, ni se

debe olvidar que en las disciplinas humanas no acontece de otra


manera que en la

naturaleza, a saber, que los comienzos van creciendo poco a poco


y que no pueden

recogerse los frutos sino después de muchos trabajos. Así ha


sucedido que algunas

disputas que en los tiempos anteriores se tenían sin solución y en


suspenso, por fin en

nuestra edad, con el progreso de los estudios, se han resuelto


felizmente. Por lo cual
tenemos esperanza de que aun aquellas que ahora parezcan
sumamente enmarañadas

y arduas lleguen por fin, con el constante esfuerzo, a quedar


patentes en plena luz. Y si

la deseada solución se retarda por largo tiempo y el éxito feliz no


nos sonríe a nosotros,

sino que acaso se relega a que lo alcancen los venideros, nadie por
eso se incomode,

siendo, como es, justo que también a nosotros nos toque lo


que los Padres, y

especialmente San Agustín [30], avisaron en su tiempo, a saber:


que Dios con todo

intento sembró de dificultades los sagrados libros, que El mismo


inspiró, para que no

sólo nos excitáramos con más intensidad a resolverlos y


escudriñarlos, sino también,

experimentando saludablemente los límites de nuestro ingenio, nos


ejercitáramos en la

debida humildad. No es, pues, nada de admirar si de una u otra


cuestión no se haya de

tener jamás respuesta completamente satisfactoria, siendo así que


a veces se trata de

cosas oscuras y demasiado lejanamente remotas de nuestro


tiempo y de nuestra
experiencia, y pudiendo también la exégesis, como las demás
disciplinas más graves,

tener sus secretos, que, inaccesibles a nuestros entendimientos, no


pueden descubrirse

con ningún esfuerzo,

29. Con todo, en tal condición de cosas, el intérprete católico,


movido por un amor

eficaz y esforzado de su ciencia y sinceramente devoto a la santa


Madre Iglesia, por

nada debe cejar en su empeño de emprender una y otra vez las


cuestiones difíciles no

desenmarañadas todavía, no solamente para refutar lo que


opongan los adversarios,

sino para esforzarse en hallar una explicación sólida que, de una


parte, concuerde

fielmente con la doctrina de la Iglesia y expresamente con lo por


ella enseñado acerca

521de la inmunidad de todo error en la Sagrada Escritura, y de


otra satisfaga también

debidamente a las conclusiones ciertas de las disciplinas profanas. Y


por lo que hace a

los conatos de estos esforzados operarios de la viña del Señor,


recuerden todos los
demás hijos de la Iglesia que no sólo se han de juzgar con equidad
y justicia, sino

también con suma caridad; los cuales, a la verdad, deben estar


alejados de aquel

espíritu poco prudente con el que se juzga que todo lo nuevo, por
el solo hecho de

serlo, deba ser impugnado o tenerse por sospechoso.

30. Porque tengan, en primer término, ante los ojos que en las
normas y leyes dadas

por la Iglesia se trata de la doctrina de fe y costumbres, y que entre


las muchas cosas

que en los sagrados libros, legales, históricos, sapienciales y


proféticos, se proponen,

son solamente pocas aquellas cuyo sentido haya sido declarado por
la autoridad de la

Iglesia, ni son muchas aquellas sobre las que haya unánime


consentimiento de los

Padres. Quedan, pues, muchas, y ellas muy graves, en cuyo examen


y exposición se

puede y debe libremente ejercitar la agudeza y el ingenio de los


intérpretes católicos, a

fin de que cada uno, conforme a sus fuerzas, contribuya a la


utilidad de todos, al
adelanto cada día mayor de la doctrina sagrada y a la defensa y
honor de la Iglesia.

Esta verdadera libertad de los hijos de Dios, que retenga fielmente


la doctrina de la

Iglesia y, como don de Dios, reciba con gratitud y emplee todo


cuanto aportare la

ciencia profana, levantada y sustentada, eso sí, por el empeño de


todos, es condición y

fuente de todo fruto sincero y de todo sólido adelanto en la ciencia


católica, como

preclaramente lo amonesta nuestro antecesor, de feliz


recordación, León XIII cuando

dice: «Si no es con la conformidad de los ánimos y establecidos en


firme los principios,

no será posible esperar, de los esfuerzos aislados de muchos,


grandes frutos en esta

ciencia»[31].

31. Quien considerare aquellos enormes trabajos que la exégesis


católica se ha echado

sobre sí por casi dos mil años, para que la palabra de Dios
concedida a los hombres por

las Sagradas Letras se entienda cada día con más profundidad y


perfección y sea más
ardientemente amada, fácilmente se persuadirá de que a los fieles
de Cristo, y sobre

todo a los sacerdotes, incumbe la grave obligación de servirse


abundante y santamente

de este tesoro, acumulado durante tantos siglos por los más


excelsos ingenios. Porque

los sagrados libros no se los dio Dios a los hombres para satisfacer
su curiosidad o para

suministrarles materia de estudio e investigación, sino, como lo


advierte el Apóstol,

para que estos divinos oráculos nos pudieran instruir para la salud
por la fe que es en

Cristo Jesús y a fin de que el hombre de Dios fuese perfecto y


estuviese apercibido para

toda obra buena (cf. 2Tim 3, 15,17). Los sacerdotes, pues, a quienes
está encomendado

el cuidado de la eterna salvación de los fieles, después de haber


indagado ellos con

diligente estudio las sagradas páginas y habérselas hecho suyas


con la oración y

meditación, expongan cuidadosamente estas soberanas riquezas de


la divina palabra

en sermones, homilías y exhortaciones; confirmen asimismo la


doctrina cristiana con
sentencias tomadas de los sagrados libros, ilústrenla con
preclaros ejemplos de la

historia sagrada, y expresamente del Evangelio de Cristo Nuestro


Señor, y todo esto

evitando con cuidado y diligencia aquellas acomodaciones


propias del capricho

individual y sacadas de cosas muy ajenas al caso, lo cual no es uso,


sino abuso de la

divina palabra —expónganlo con tanta elocuencia, con tanta


distinción y claridad, que

los fieles no sólo se muevan y se inflamen a poner en buen orden


su vida, sino que

conciban también en sus ánimos suma veneración a la Sagrada


Escritura. Por lo demás,

esta veneración procúrenla aumentar más y más cada día los


sagrados prelados en los

fieles encomendados a ellos, dando auge a todas aquellas


empresas con las que

varones llenos de espíritu apostólico se esfuerzan loablemente en


excitar y fomentar

522entre los católicos el conocimiento y amor de los sagrados


libros. Favorezcan, pues, y

presten su auxilio a todas aquellas pías asociaciones que


tengan por fin editar y
difundir, entre los fieles, ejemplares impresos de las Sagradas
Escrituras,

principalmente de los Evangelios, y procurar con todo empeño


que en las familias

cristianas se tenga ordenada y santamente cotidiana lectura de


ellas: recomienden

eficazmente la Sagrada Escritura, traducida en la actualidad a las


lenguas vulgares con

aprobación de la autoridad de la Iglesia, ya de palabra, ya con el uso


práctico, cuando lo

permiten las leyes de la liturgia; y o tengan ellos, o procuren que


las tengan otros

sagrados oradores de gran pericia, disertaciones o lecciones de


asuntos bíblicos. Y por

lo que atañe a las revistas que periódicamente se editan en varias


partes del mundo

con tanta loa y tantos frutos de estas investigaciones, o al


ministerio sagrado o a la

utilidad de los fieles, todos los sagrados ministros préstenles su


ayuda, según sus

fuerzas, y divúlguenlos oportunamente entre los varios grupos y


clases de su grey. Y los

mismos sacerdotes en general estén persuadidos de que todas


estas cosas, y todas las
demás por el estilo que el celo apostólico y el sincero amor
de la divina palabra

inventare a propósito para este designio, han de serles un eficaz


auxiliar en el cuidado

de las almas.

32. Pero a nadie se le esconde que todo esto no pueden los


sacerdotes llevarlo a cabo

debidamente si primero ellos mismos, mientras permanecieron en


los seminarios, no

bebieron este activo y perenne amor de la Sagrada Escritura. Por lo


cual, los sagrados

prelados, sobre quienes pesa el paternal cuidado de sus


seminarios, vigilen con

diligencia para que también en este punto nada se omita que


pueda ayudar a la

consecución de este fin. Y los maestros de Sagrada Escritura de tal


manera lleven a

cabo en los seminarios la enseñanza bíblica, que armen a los


jóvenes que han de

formarse para el sacerdocio y para el ministerio de la divina


palabra con aquel

conocimiento de las divinas Letras y los imbuyan en aquel amor


hacia ellas sin los
cuales no se pueden obtener abundantes frutos de apostolado. Por
lo cual la exposición

exegética atienda principalmente a la parte teológica, evitando las


disputas inútiles y

omitiendo aquellas cosas que nutren más la curiosidad que la


verdadera doctrina y

piedad sólida; propongan el sentido llamado literal y, sobre todo, el


teológico con tanta

solidez., explíquenlo con tal competencia e incúlquenlo con tal


ardor, que en cierto

modo sus alumnos experimenten lo que los discípulos de Jesucristo


que iban a Emaús,

los cuales, después de oídas las palabras del Maestro, exclamaron:


¿No es cierto que

nuestro corazón se abrasaba dentro de nosotros mientras nos


descubría las Escrituras?

(Lc 24, 32). De este modo, las divinas Letras sean para los futuros
sacerdotes de la

Iglesia, por un lado fuente pura y perenne de la vida espiritual de


cada uno, y por otro,

alimento y fuerza del sagrado cargo de predicar que han de tomar a


su cuenta. Y, a la

verdad, si esto llegaren a conseguir los profesores de esta gravísima


asignatura en los
seminarios, persuádanse con alegría que han contribuido en sumo
grado a la salud de

las almas, al adelanto de la causa católica, al honor y gloria de Dios,


y que han llevado

a término una obra la más íntimamente unida con el ministerio


apostólico.

33. Estas cosas que hemos dicho, venerables hermanos y amados


hijos, si bien en

todas las épocas son necesarias, urgen, sin duda, mucho más en
nuestros luctuosos

tiempos, mientras los pueblos y las naciones casi todas se


sumergen en un piélago de

calamidades, mientras la gigantesca guerra acumula ruinas sobre


ruinas y muertes

sobre muertes, y mientras, excitados mutuamente los odios


acerbísimos de los pueblos,

vemos con sumo dolor que en no pocos se extingue no sólo el


sentido de la cristiana

benignidad y caridad, sino aun el de la misma humanidad. Ahora


bien a estas mortífera

heridas de las relaciones humanas, ¿quién otro puede poner


remedio sino Aquel a quien

523el Príncipe de los Apóstoles, lleno de amor y de confianza,


invoca con estas frases:
Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna (Jn 6,69).
Es, pues, necesario

reducir a todos y con todas las tuerzas a este misericordiosísimo


Redentor nuestro;

porque El es el divino consolador de todos los afligidos; El es quien


a todos —sea que

presidan con pública autoridad, sea que estén sujetos con el deber
de obediencia y

sumisión— enseña la probidad digna de este nombre, la justicia


integral y la caridad

generosa; El es, finalmente, y sólo El, quien puede ser firme


fundamento y sostén de la

paz y de la tranquilidad. Porque nadie puede poner otro


fundamento fuera del puesto,

que es Cristo Jesús (1Cor 3,11). Y a este Cristo, autor de la salud,


tanto más plenamente

le conocerán los hombres, tanto más intensamente le amarán,


tanto más fielmente le

imitarán cuanto con más afición se sientan movidos al


conocimiento y meditación de

las Sagradas Letras, especialmente del Nuevo Testamento.


Porque, como dijo el

Estridonés, «ignorar las Escrituras es ignorar a Cristo»[32], y «si algo


hay que en esta
vida interese al hombre sabio y le persuada a permanecer con
igualdad de ánimo entre

los aprietos y torbellinos del mundo, creo que más que nada es la
meditación y ciencia

de las Escrituras»[33]. Porque de aquí sacarán los que se ven


fatigados y oprimidos con

adversidades y ruinas verdadero consuelo y divina virtud para


padecer, para aguantar;

aquí, en lo santos Evangelios, se presenta a todo Cristo, sumo y


perfecto ejemplar de

justicia, caridad y misericordia; y al género humano, desgarrado y


trepidante, le están

abiertas las fuentes de aquella divina gracia; postergada la cual y


dejada a un lado, no

podrán los pueblos ni los directores de los pueblos iniciar ni


establecer ninguna

tranquilidad de situación ni concordia de los ánimos; allí,


finalmente. aprenderán todos

a Cristo, que es la cabeza de todo principado y potestad (Col 2,10)


y que fue hecho

para nosotros por Dios sabiduría y justicia y santificación y


redención (1Cor 1,30).

***
34, Expuestas, pues, y recomendadas aquellas cosas que tocan a la
adaptación de los

estudios de las Sagradas Escrituras a las necesidades de hoy, resta


ya, venerables

hermanos y amados hijos, que a todos y cada uno de aquellos


cultivadores de la Biblia

que son devotos hijos de la Iglesia y obedecen fielmente a su


doctrina y normas, no

sólo les felicitemos con ánimo paternal por haber sido elegidos y
llamados a cargo tan

excelso, sino que también les demos nuevo aliento para que
continúen en cumplir con

fuerzas cada día renovadas, con todo empeño y con todo cuidado la
obra felizmente

comenzada. Excelso cargo, decimos. ¿Qué hay, en efecto, más


sublime que escudriñar,

explicar, proponer a los fieles, defender contra los infieles la misma


palabra de Dios,

dada a los hombres por inspiración del Espíritu Santo? Se apacienta


y nutre con este

alimento espiritual el mismo espíritu del intérprete «para


recuerdo de la fe, para

consuelo de la esperanza, para exhortación de la caridad» [34].


«Vivir entre estas
ocupaciones, meditar estas cosas, no conocer, no buscar nada más,
¿no os parece que

es un goce anticipado en la tierra del reino celeste?»[35].


Apaciéntense también con

este mismo manjar las mentes de los fieles, para sacan de él


conocimiento y amor de

Dios y el propio aprovechamiento y felicidad de sus almas.


Entréguense, pues, de todo

corazón a este negocio los expositores de la divina palabra. «Oren


para entender»[36],

trabajen para penetrar cada día con más profundidad en los


secretos de las sagradas

páginas; enseñen y prediquen, para abrir también a otros los


tesoros de la palabra de

Dios. Lo que en los siglos pretéritos llevaron a cabo con gran fruto
aquellos preclaros

intérpretes de la Sagrada Escritura, emúlenlo también, según


sus fuerzas, los

intérpretes del día, de tal manera que, como en los pasados


tiempos, así también al

presente tenga la Iglesia eximios doctores en exponer las divinas


Letras; y los fieles de

Cristo, gracias al trabajo y esfuerzo de ellos, perciban toda la luz,


fuerza persuasiva y
524alegría de las Sagradas Escrituras. Y en este empleo, arduo en
verdad y grave, tengan

también ellos por consuelo los santos libros (1 Mac 12,9) y


acuérdense de la retribución

que les espera: toda vez que aquellos que hubieren sido sabios
brillarán como la luz del

firmamento, y los que enseñan a muchos la justicia, como


estrellas por toda la

eternidad (Dan 12,3).

35. Entretanto, mientras a todos los hijos de la Iglesia, y


expresamente a los profesores

de la ciencia bíblica, al clero joven y a los sagrados oradores


ardientemente les

deseamos que, meditando continuamente los oráculos de Dios,


gusten cuán bueno y

suave es el espíritu del Señor (cf. Sab 12,1) a vosotros todos y a


cada uno en particular,

venerables hermanos y amados hijos, como prenda de los dones


celestes y testimonio

de nuestra paterna benevolencia, os impartimos de todo


corazón en el Señor la

bendición apostólica.
Dado en Roma, junto a San Pedro, el día 30 del mes de septiembre,
en la Festividad de

San Jerónimo, Doctor Máximo en exponer las Sagradas Escrituras,


el año 1943, quinto

de nuestro pontificado.

PÍO PP. XII

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