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De vuelta a la seguridad antidemocrática

Las revelaciones de The New York Times acerca del plan estratégico del Ejército
colombiano muestran la vuelta del país a un pasado cercano, un pasado
siniestro, quizá a uno de los episodios más aberrantes de la historia colombiana:
las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por miembros del Ejército en asocio
con fuerzas paramilitares.

Los programas de incentivos y la presión sobre las tropas son las mismas que en
aquellos años. Según informaron dos militares entrevistados por el diario, los
objetivos trazados en una reunión sostenida por Nicacio Martínez y 50
Generales de la República, el pasado mes de enero, apuntan a duplicar la cifra
de muertes, rendiciones y capturas este año, sin importar que para ello fuese
necesario usar grupos paramilitares para obtener información sobre el enemigo
o llevar a cabo operaciones con un grado de exactitud de entre el 60% y el 70%.

Esta disposición, que a juicio de los oficiales “deja suficiente margen de error
como para que esa política ya haya ocasionado asesinatos cuestionables”, podría
preverse desde el nombramiento, por parte del presidente Duque, de 9
Generales, que como oficiales se encontraron envueltos en
investigaciones relacionadas con las ejecuciones extrajudiciales ocurridas entre
2002 y 2010, cuando Álvaro Uribe Vélez fungía como Presidente de la
República.

No bastaron las condenas, los testimonios, las pruebas, ni los cerca de 10.000
civiles muertos (según referencia el diario the guardian) que dejó la política de
seguridad democrática para que los colombianos decidieran apostarle a algo
distinto, en gran medida por el tratamiento que los grandes medios de
comunicación dieron al tema.

Resulta paradójico que en cualquier país del mundo la ejecución de miles de


inocentes a manos de las fuerzas del Estado sería penalizada, por lo menos, por
la sociedad civil y la opinión pública, pero ese no es el caso colombiano. En
Colombia este episodio atroz fue minimizado y los familiares de los jóvenes
asesinados, revictimizados constantemente por personajes cercanos al
expresidente. El Ministro de Defensa de la época resultó elegido presidente en
dos ocasiones consecutivas; algunos de los oficiales implicados, ascendidos, y el
responsable, como comandante supremo de las fuerzas militares, el Presidente
de la época, enaltecido hasta el punto de ocupar una curul en el Senado de la
República, interferir con el proceso de paz e intervenir significativamente en las
elecciones presidenciales desde su salida del Palacio de Nariño.

Parece que en Colombia unos muertos duelen y otros no; duelen las masacres de
las guerrillas pero no las del paramilitarismo, duele el asesinato de policías y
militares pero no el de líderes sociales, duelen los secuestros, pero no las
desapariciones que dejó la operación Orión.

La indolencia devora el país, resulta un tema de discusión de mayor


trascendencia la extradición de un narcotraficante que la protección de la vida,
el logro de la estabilidad del orden público en los campos, la garantía de los
derechos de las poblaciones más vulnerables y la consecución de la paz.

Colombia es un país que se desangra lentamente por la supremacía de los


intereses de una élite de, por lo menos, dudosas actuaciones y la incapacidad de
más de 10.000.000 de colombianos para ponerse en el papel de los que sufren
la violencia, de los que han sido desplazados, de quienes han sido víctimas de las
acciones de los diferentes actores del conflicto.

Colombia es un país que olvida el pasado y no mira hacia el futuro, un país


guiado por la inmediatez, por el discurso del enfrentamiento constante y es por
esto que no le ha sido posible, desde su fundación, sentar en la misma mesa a
las partes en disputa (federalistas, centralistas, liberales, conservadores,
guerrillas paramilitares y Estado) en un intento por buscar una salida negociada
que de fin a un conflicto que ha mutado con el pasar de los años y que ya parece
eterno.

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