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Formación de

Formadores
¿Docentes funcionales al
sistema o intelectuales
críticos y
transformadores?
Por: Andrés García Ruiz
Formación de Formadores ¿Docentes funcionales al sistema o
intelectuales críticos y transformadores?

Creador: Andrés García Ruiz

En la mayoría de los casos se trató de un proceso de normalización de la tarea formativa, con


el conocido criterio de homogeneización y disciplina que acompañó los procesos civilizatorios.
Era necesario formar los docentes porque además de dotar de mano de obra especializada al
sistema, en su formación y en su habilitación profesional se establecía la norma según la cual
era necesario determinar el qué y el cómo de la enseñanza misma: currículo y metodología
debían responder a un proceso formativo común, al que se atuvieran la totalidad de los usuarios
del sistema. Este criterio normalizador llegará – en algunos casos – a una práctica altamente
centralizada y bajo una estricta vigilancia que se aseguraba que todas las escuelas del territorio,
todos los docentes y todos los alumnos estaban haciendo, al mismo tiempo, lo que se debía
hacer.

“El estado asume un rol central en la formación de maestros y la docencia se constituye


históricamente como profesión de Estado por decisión del propio Estado en el contexto de la
organización nacional y de la integración del país. Una legión de maestros revestidos de una
“misión civilizadora” que consistía en la lucha contra la ignorancia, lucha en la que se debía
formar al ciudadano (distinto al concepto actual de ciudadanía) homogeneizando
ideológicamente a grandes masas de población, según las necesidades de una nación en
formación”

Es natural que los docentes y su formación emergieran como una respuesta innecesaria a una
lógica de subordinación y funcionalidad dentro del sistema vigente. No era posible imaginar una
práctica fuera de la establecida: el docente era tal y adquiría su identidad al calor de esta
respuesta única y normalizada al mandato social que lo caracterizaba. Siguiendo el modelo
napoleónico, un verdadero ejército civil jerarquizado se distribuía en todo el territorio: el
enemigo era la el atraso y la barbarie (las formas animalizadas) y las escuelas eran la cruzada
civilizatoria que aseguraba la moral, el progreso, la preparación para el mundo del trabajo y para
la inserción como ciudadanos de una joven democracia. La fidelidad al sistema constituía la
esencia misma de la relación y la funcionalidad, el secreto de su presencia y de su efectividad.
La escuela universal, gratuita y obligatoria era la respuesta de una sociedad en progreso
permanente e irrefrenable, que se alimentaba con sus logros y multiplicaba sus virtudes.
Y los docentes, responsables de esas escuelas no sólo eran formados en las Establecimiento
habilitantes del sistema, sino que recibían del Estado su designación oficial y le debían
consecuente fidelidad. El pensamiento de la escuela era el pensamiento oficial del estado.

Durante más de cien años este modelo de modernidad ilustrada y civilizada gozó de buena
salud y recogió los frutos de una siembra copiosa y sin pausas. Las diversas generaciones
fueron repitiendo el mandado neutralizando cualquier modelo alternativo y reforzando la
vigencia y la efectividad del sistema. Fue el quiebre de la modernidad, el conflicto de las
ideologías, la crisis del sistema, el vendaval que sacudió el edificio del sistema educativo,
discutió la presencia de la escuela, e introdujo – dentro del debate mayor acerca de la
educación superior – replanteos acerca de la modalidad y del sentido de la formación de
formadores.

El desembarco conquistador de un pensamiento único y hegemónico (RIGAL L., 1999: 147;


GIROUX, 2002: 49; KENWAY, 1994: 170) fue introduciendo a través de diversos procedimientos
la eventual privatización de lo público en el sistema educativo. No se trata sólo de condenar el
paso de instituciones y de su manejo, de manos del estado al control de diversos organismos
privados que aplican exclusivamente la lógica del mercado, sino de la privatización de los
saberes, la determinación de lo que puede y debe ser hecho público y de lo que debe reservarse
para el control y el manejo de algunos.

“Que la escuela es la institucionalización social de la circulación de los saberes supone que


estamos hablando de los saberes socialmente legitimados. (…) El criterio para la legitimación
social, al menos aquello que incluye además su validación y que la escuela debe defender y
sostener como institución social, no es otro que el carácter público de los saberes y del espacio
social que en ella se construye mediando, precisamente, la circulación de saberes” (CULLEN,
1997: 162). Todo eso es lo que pone en riesgo la función y la identidad misma de los agentes
educativos y extiende su discusión hacia los criterios y la responsabilidad en su formación. El
mismo sistema parece relativizar o ignorar hoy sus aportes, poniendo el acento en otras
variables intervinientes (recursos, equipamiento, tiempo de aprendizaje). Frente a este radical
cambio de situación, ¿deben los docentes seguir siendo funcionales al sistema (cualquiera sea
la configuración del mismo) o deben transformarse en críticos y transformadores, responsables
y constructores de modelos superadores y alterativos, intelectuales transformativos? ¿Hay
posibilidad de imaginar y construir una nueva formación y una nueva profesión docente que
pueda crecer y educar al calor de un pensamiento innovador?
Educación superior y formación de los docentes: estado de situación

La problemática de la educación superior sacude el universo educativo. “La segunda mitad de


nuestro siglo pasará a la historia de la educación superior como la época de expansión más
espectacular; a escala mundial, el número de estudiantes matriculados se multiplicó por más de
seis entre 1960 y 1995. Pero también es la época en que se ha agudizado aún más la disparidad
entre los países industrialmente desarrollados, los países en desarrollo y en particular los
países menos adelantados en lo que respectado al acceso a la educación superior y la
investigación y los recursos de que disponen”. (UNESCO: 1998) Numerosos documentos de
organismos gubernamentales, privados, supranacionales, de investigación, de estrategia
económica y de política nacional e internacional abordan desde diversos ángulos y con variados
intereses la situación actual de la educación universitaria y no universitaria (UNESCO, 1998;
BID; BRICALL, 2000; JURI, 2001) La educación superior parece sometida a una serie de
problemas comunes y permite avizorar una rica gama de posibilidades, sin dejar de soslayar los
riesgos de inequidad y exclusión que conlleva. Se trata de un nicho educativo al que accede un
grupo minoritario (pero cada vez más creciente) de la población, pero en el que se juegan una
variada gama de intereses: producción y circulación de saberes y conocimientos, actualización
y manejo de las ciencias, importancia del mercado internacional de los conocimientos y de su
transmisión, formación de elites profesionales. Pareciera que ningún organismo quiere dejar
librado al azar (o al libre juego de las demandas de los usuarios) un mercado educativo del que
puede sacar más réditos que en los otros niveles. Cuestiones como calidad y excelencia,
ingreso y egreso, indicadores y normas de control de calidad, exclusión y inclusión, acreditación
y titulación, igualdad democrática y meritocracia, certificaciones internacionales de los niveles
de rendimiento recorren las agendas de numerosos organismos interesados. La problemática
del financiamiento de la educación superior (universitaria o no) polariza las discusiones en
trincheras ideológicas irreconciliables. Así, por ejemplo, al referirse a las inversiones del
BANCO INTERAMERICANO DE DESARROLLO (BID) en materia educativa, uno de sus
funcionarios señala:

“¿Por qué habiendo tantas inversiones relativamente fáciles de apoyar el Banco ha decidido
priorizar proyectos de reforma en un sector tan lleno de restricciones y complicaciones como es
el educativo? Existen al menos tres razones que explican este énfasis: (1) Para un Banco que
lleva la palabra “desarrollo” en su nombre, la educación es un fin en sí mismo.
Una sociedad educada es, por definición, una sociedad más desarrollada; (2) La educación es
la clave en el crecimiento económico; (3) La educación reduce la pobreza y la desigualdad: una
mayor educación constituye la base de una mayor productividad de los grupos más pobres de
la sociedad.”

Pero al discutir específicamente las fuentes y los criterios de financiamiento de la educación


superior, A. Ravier, en una clara definición de principios señala:

“Uno de los principios más importantes de la ideología liberal, es la desigualdad de los


individuos. Cuanto estos nacen, lo hacen con distintas características que lo hacen único. Dada
la desigualdad de los seres humanos, todo lo que se haga por igualarlos será antihumano
puesto que es contrario a su naturaleza y, necesariamente, hará que la nivelación opere hacia
abajo buscando el común denominador de la mediocridad. Entonces, la diversidad, la
individualidad del ser humano, conduce a que la educación formal que recibe debería impartirse
también de modo individual. (…) De la naturaleza del ser humano se desprende la desigualdad
de oportunidades, según sea las inclinaciones, capacidades, gustos, preferencias. (…) El
concepto de igualdad de oportunidades se confunde con la igualdad ante la ley. Pero una cosa
es que a los individuos desiguales se los trate de un mismo modo ante la ley y otra cosa bien
distinta es que se los haga iguales mediante la ley, lo cual significa la peor de las desigualdades.
Por ello la igualdad de oportunidades, en la práctica significa desigualdad ante la ley, lo cual, a
su vez, implica que los individuos no tienen iguales derechos.”

Todo este planteo permite delinear los debates que cruzan el escenario de la educación superior
y el juego de intereses que la recorren, intereses que nacen de planteos ideológicos claramente
definidos y que se proyectan en la defensa de determinadas políticas educativas y económicas
que construyen el marco de aplicación de los diversos países. En muchos casos, los
presupuestos nunca son objeto de revisión, sino que son premisas que se consideran
verdaderas para concluir en determinaciones que se legitiman desde afirmaciones discutibles.
Cuando son los sectores de poder – en un marco de hegemonía absoluta – quienes sostienen
y defienden estas posturas, la educación en general, y la educación superior en particular (por
el carácter naturalmente elitista de sus beneficiarios) se ven sacudidas en sus mismos
fundamentos. Mientras los usuarios se mueven en las encrespadas aguas de los dilemas, los
responsables de las grandes decisiones políticas se desplazan en el suelo firme de los axiomas.
La formación docente ha ingresado en la totalidad de los países en la esfera de la educación
superior, aunque no sea homogénea la organización de la oferta en cada uno de ellos: algunos
han incorporado a la universidad la tarea de la formación de los docentes, otros han constituido
universidades específicamente dedicada a esta tarea y otros han mantenido una fuerte
estructura constituida por Instituciones superiores no universitarias.

En la Argentina, la educación superior – referente ineludible de la formación docente – ha sido


también abordada tanto desde lo legislativo como desde variadas perspectivas técnicas. A la
Ley Federal y a la discutida Ley de educación superior, le han sucedido una serie de estudios
de organismos nacionales e internacionales y comisiones de asesoramiento, representantes
vinculados indirecta o directamente con sectores de poder, e investigadores interesado en el
abordaje del tema. Mientras la Ley Federal de Educación (24.195/93) reservaba algunos
capítulos para el sector más elevado del sistema, la Ley de Educación Superior (24.521) es la
primera formulación legal que se encarga de abordar y ordenar el subsistema de la educación
superior en todas sus manifestaciones. En torno a ella – y más allá de los exacerbados debates
que se generaron en los claustros universitarios – la formación de los docentes y los Institutos
Superiores (o nivel terciario, no universitario) encontró un marco legal para normalizar su
funcionamiento y, en principios, algunos intentos de articulación con otros sectores de
producción y de transmisión del saber.

Una de sus particularidades es que la formación de los docentes en la Argentina se caracteriza


por su heterogeneidad y diversificación: los docentes de todos los niveles se forman en
instituciones de todo tipo, institutos de enseñanza superior, escuelas normales, institutos
provinciales, institutos superiores de enseñanza técnica, universidades, instituciones privadas,
conservatorios, etc. Esta realidad, múltiple en sus manifestaciones, dificulta una política de
estado que pueda abordar la formación y transformación de los docentes, como recurso
imprescindible para la reformulación del sistema. No es casual que, a pesar de los esfuerzos
educativos (técnicos), políticos (decisiones) y económicos (recursos y mecanismos de
préstamos) la transformación puesta en marcha a partir de la ya citada ley Federal no pudo
plantear de manera prioritaria la variable de los docentes y de su formación; cuando – forzada
por las circunstancias – intentó hacerlo muchos de los esfuerzos iniciales y de los recursos
disponibles habían desaparecido. Esta preocupación por la identidad, la formación y la
profesión docente ha sido objeto de numerosos abordajes, principalmente por parte de quienes
interpretan – trabajando sobre la analogía de la conformación misma del sistema educativo
nacional – que representa la variable necesaria para desencadenar cualquier tipo de cambios.
El estado nacional tuvo, en la década del 90, una declarada política de descentralización. Su
decisión más violenta fue la transferencia de todos los servicios educativos nacionales a las
jurisdicciones provinciales. Las jurisdicciones habían recibido ya en la década del 70, y en el
contexto de gobiernos de facto, las escuelas primarias; en pleno gobierno democrático,
marcado por claras corrientes neoliberales y privatizadoras, el Ministerio de la Nación se
convirtió en un “ministerio sin escuelas” y pautó una traspaso de los servicios del nivel medio,
exhibiendo – detrás de la falacia de los argumentos construidos para la ocasión – la perspectiva
de un “estado en retirada”. Las Escuelas Normales, los Institutos Superiores de Formación
Docentes y otros organismos educativos fueron los últimos en ser transferidos: una fuerte
situación de conflicto gremial y la abundancia de reclamos, obligó al Gobierno Nacional a
desprenderse de un sector que – originalmente – había sido pensado estratégicamente como
un mecanismo federal de unidad del sistema y de articulación de políticas. A la ya ingobernable
heterogeneidad del sistema de educación superior se le sumó una mayor fragmentación, ya que
cada provincia debió armar – con sus criterios y sus recursos – el propio subsistema. Un débil
organismo previsto por la Ley Federal, el Consejo Federal de Educación intento a través de
numerosos acuerdos federales ordenar la oferta de educación superior a través de los
mecanismos de acreditación de la Instituciones (DOCUMENTOS A9, A11, A14). Problemas
presupuestarios, el estado de permanente negociación política, incumplimiento de plazos,
reemplazo de autoridades por cambios en las administraciones, han ido desdibujando los
compromisos oportunamente firmados. El panorama actual no es homogéneo : las provincias
han hecho algunos avances desiguales en los planes de conformación del nivel superior,
afianzamiento de las instituciones y transformación de la formación docente, pero el riesgo de
una fractura del sistema es un peligro real: se ha logrado circunscribir y fragmentar los focos de
conflictos (principalmente gremiales), pero detrás de las políticas de descentralización,
asociadas a gravísimos problemas de recursos y financiamiento, la educación ha dejado de ser
el eje constitutivo de una identidad nacional para convertirse en un gigantesco puzzle que solo
algunos intentan identificar y reconstruir.

La formación: para quienes trabajan los formadores de formadores

Hay numerosos esquemas mentales que recorren las escuelas y que se alimentan de las
palabras que todos pronuncian y repiten:
“la buena educación no es derecho universal”, “los pobres tienen derecho a la educación que
pueden y no pueden aspirar a otro tipo de educación”, “sólo con dinero se puede comprar la
educación que se brinda en las escuelas privada o en las buenas escuelas”.

El discurso del poder instala una sutil trama de imposibilidades, trama que recorre el universo
de los docentes y que hunde sus raíces en los Institutos formadores y crece al contacto con la
realidad: la imposibilidad frente a lo que sucede, la inevitabilidad de lo que acaece, la
naturalización de las situaciones. Nada es posible y, en el discurso de la escuela, todos los
actores se declaran impotentes e imposibilitados. De alguna manera la institución escolar – y los
docentes en su interior – tienden a mostrarse como reforzadoras de las condiciones del
presente y cerradas al futuro, dóciles fabricantes de trabajadores maleables, intelectuales
conformistas y ciudadanos dispuestos a acomodarse a un mundo definitivamente hecho y
ordenado (fin de la historia). Docentes y estudiantes pierden la capacidad de llegar a ser
agentes críticos y se vuelven ingenuos guardianes de la ideología vigente, ya que las escuelas
no son lugares de conflicto, ni son instituciones que puedan vincular el aprendizaje al cambio
social. (GIROUX, 2002: 47) Estas constataciones no condenan la función de la escuela
(reinstalando ideologías de des-escolarización) sino que provocan desafíos conceptuales para
reinstalar a partir de otra concepción del docente y de su formación auténticos polos de
resistencia: se trata de re-significar el rol del educador, de encontrar y definir el proyecto político
a través del cual lo escolar se debe necesariamente atar a los imperativos de una democracia
radical. Esto compromete a la práctica misma de los docentes: la responsabilidad de los
educadores no puede separarse de las consecuencias del conocimiento que producen y que
trasmiten, las relaciones sociales que legitiman y las ideologías que diseminan entre los
estudiantes. (GIROUX, 2002: 50) Estas relaciones del conocimiento con el poder, y de ambos
con la recuperación de lo público tienen particular relevancia en el nivel superior y en la
formación misma de los docentes: es allí donde se refuerzan los esquemas mentales opresores
y reproductivos, o se producen verdaderas revoluciones intelectuales y políticas.

He aquí en donde se descubre la involuntaria funcionalidad de los Institutos Superiores y, en


menor medida, de las Universidades: la dependencia del sistema, los procesos de acreditación
institucional y de ajuste, la lucha permanente de las instituciones por mantener las fuentes de
recursos, los convierte en ejecutores de políticas y en reproductores de prácticas establecidas.
Este juego de necesidad y de interdependencia neutraliza todo intento de ruptura: directivos y
docentes de los Establecimientos superiores formadores de docentes saben que permanecer
en el sistema conlleva aceptar sus reglas, no salirse de los límites establecidos, negociar con
las circunstancias políticas y presupuestarias. Es verdad que el sistema – representado por un
Estado fugitivo – necesita de las instituciones educativas superiores, pero tiene clara conciencia
de los mecanismos que dispone para operar sobre sus estructuras. Un círculo perverso parece
cerrarse, envolver las acciones y neutralizar el impacto social y político de la educación.

Mas allá de lo instituido, de las regulaciones establecidas, de los discursos armados, la


estrategia íntima del sistema ha sido establecer el pensamiento único en el interior de los
mismos actores institucionales. Estas prácticas no se reglamentan ni se imponen, sino que
ingresan subrepticiamente de manos del pensamiento colectivo, como una fuerza
imperceptible, pero avasalladora: pensar y decir lo que se piensa y se dice, naturalizar los
procesos y las determinaciones históricas, sacralizar las prácticas, negar el cambio, satanizar
cualquier forma de transformación, negarse a una actitud de sana sospecha, renunciar a
producir en el interior de cada uno y en el seno de las propias prácticas esos necesarios
desplazamientos.

Se trata de una suma astuta e inteligente de dos tipos de sociedades: la sociedad disciplinaria
y la sociedad de control. De alguna manera el sistema no ha eliminado los grandes espacios de
encierro (y sus grandes panópticos) pero ha sabido reforzar los mecanismos para someter a los
individuos y a los grupos sociales, sin que aparecieran por todos lados ojos vigilantes. También
ha sabido instalar una nueva lógica, ya que los aparatos de control operan con otros recursos,
más sutiles, pero más eficaces. “Mientras los encierros son moldes fijos, módulos distintos, los
controles son modulaciones, como un molde auto-deformante que cambia continuamente, de
un momento a otro, o como un tamiz cuya malla se modifica de un punto al otro”. La vigilancia
sigue operando desde el exterior, el control ha logrado instalarse en el interior de cada individuo:
se trata de una renovada manera de dominación: todos exigen y proclaman lo que el sistema
desea. Cada hombre puede no estar materialmente encerrado, pero está preso de todo lo que
quiere, de los contratos que lo ligan de manera invisible, atraído por el irresistible encanto de
una civilización que sabe mostrar lo mejor de sí. No es extraño que quienes en algún momento
maldicen el sistema, en su interior envidien a quienes pueden disfrutar de él, las víctimas que
más lo padecen se imaginan victoriosos en el mismo mundo y el mismo sistema.
Referencia bibliográfica

Noro J. Formación de Formadores ¿Docentes funcionales al sistema o intelectuales críticos y


transformadores?

Recuperado de
https://educrea.cl/formacion-de-formadores-docentes-funcionales-al-sistema-o-intelectuales-cri
ticos-y-transformadores/

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