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6: Cultura
Apunte de Cátedra 6
Cultura
Apunte de Cátedra
[Se reproducen aquí en parte los capítulos sobre el concepto de cultura publicados en Apertura a la
Antropología, 2008; 93-128]
Ariel Gravano
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Antropología (cátedra Gravano) agosto 2010
Apunte de Cátedra nro. 6: Cultura
citados.
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Apunte de Cátedra nro. 6: Cultura
En realidad, la cultura del hombre -como fenómeno- existe desde que el hombre
es hombre y produjo el primer artefacto, como se vió cuando estudiamos los procesos de
hominización y humanización. Pero la palabra cultura aparece en 1750 (pleno Iluminismo),
enunciada por el estadista y filósofo francés Anne Robert Jaques Turgot: cultura es -dice-
el “tesoro de signos” que constituye la “herencia social” de la Humanidad1, que propende, a
la reproducción de los hombres sobre la base de la transformación de la naturaleza.
Con la expresión “tesoro de signos” se sintetizaba lo que nosotros hoy englobamos en
la noción de cultura en un sentido amplio, que incluye básicamente el lenguaje, sus imágenes
materializadas en relatos, íconos, gestos, que aluden a valores, metáforas, símbolos, y que
se “atesoran” precisamente porque los grupos sociales (y en conjunto la Humanidad, dirá
Turgot) le asignan valor, sentido y necesidad de preservarlos.
Mitos, creencias, tabúes, cultos, ideas, recetas, sistemas de clasificación, transformados
también en prácticas: ceremonias, ritos, oraciones, cantos, formas de conseguir y tratar
el alimento, criar a los niños, de saludar, de considerar a los mayores, a las mujeres, a
los hombres, todo de acuerdo con valores implícitos o expresados públicamente. Lo que
nosotros incluimos en el conjunto de representaciones simbólicas que refieren a significados
compartidos y a prácticas llevadas a cabo en forma regular precisamente por estar valoradas
culturalmente.
La primera asociación es con la noción de cultivo; esto es: lo que hacen o producen
los hombres, lo que no es natural. Y un eje inicial constitutivo del concepto puede ser
señalado por esta distinción entre herencia social y herencia biológica. Esta última es lo que
los hombres -a nivel de su especie- tienen en común con el resto de los seres vivos. Pero la
cultura, los signos, hacen que los hombres se diferencien cualitativamente del reino de lo
puramente orgánico, constituyendo un algo más, que el componente biológico no puede
explicar.
A ese algo más, la cultura, cada generación debe aprenderla en su totalidad, ya que
no se recibe por legado genético. De acuerdo con esta noción inicial, todos los hombres
son igualmente capaces de producir cultura, poseerla, transmitirla y fundamentalmente
renovarla, ya que en la cultura no hay copia; siempre implica innovación, porque el signo es
eso: un resultado de la relación dialéctica entre algo familiar (p.e. el significante, la forma)
y algo nuevo: el efecto de significado que puede tener en los receptores. Por eso la cultura
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Si decimos que los significados o sentidos no son algo dado sino construcciones
permanentes, también tenemos que tomar nota que en las culturas siempre se establecen -
como afirmamos recién- modelos de lo que hay que hacer, decir, etc. Los monumentos nos
dictan a quiénes debemos venerar y recordar como modelos de acción para el futuro. Los
himnos nos dictan a qué símbolos debemos atenernos para mantener una cierta identidad.
Las ceremonias y ritos nos dictan qué debe repetirse, evocarse, mantenerse. Estas serían
funciones de la cultura que tienden a la reproducción, a la actualización y re-presentación de
ciertos valores, ciertas ideas y no otras.
Y hemos repetido la palabra dictar porque precisamente esos dictados son mensajes
que apuntan a la reproducción porque representan intereses que tratan de imponerse,
conservarse, mantenerse. Y esto es así porque esos valores o ideas a mantener están en
riesgo de perderse o son cuestionadas, contradichas. Si no, no habría necesidad de invocar
su conservación en una cultura. Ningún signo se mantiene o se trata de mantener de modo
inercial, sin una razón histórica, sin un interés y una racionalidad que lo motoriza.
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encima de los símbolos, pero a su vez es la que nos permite -parafraseando a Engels- estar
vivos, contradiciendo, desentrañando, desenmascarando permanentemente nuestras propias
condiciones de existencia, transparentando mediante nuestra conciencia.
En este proceso, lógico es que las fuerzas de mayor poder tanto comunicativo
cuanto material -como dice Marx- se impongan como las más importantes, verdaderas
o hasta “inevitables”. Por eso la cultura hegemónica efectiva es aquella que se ejerce con
flexibilidad, que se adecua a situaciones y cambios. La hegemonía “no actúa en forma
impositiva ni unidireccional” (García Canclini 1987: 23), sino que opera mediante cambios,
ambigüedades y sentidos cruzados, en los que básicamente lo que se dirime es el poder de
imponer por consenso sentidos ajenos y aún contrarios a los intereses de quienes se los
apropian.
Lo importante es que los mismos contenidos culturales pueden resultar hegemónicos,
esto es conservadores de intereses dominantes en un contexto y contrarios a esos intereses
en otros contextos. Es lo que ejemplifica Gramsci con la religión: las mismas creencias y los
mismos ritos pueden esgrimirse para consolidar a sectores dominantes como para luchar
contra ellos. Es precisamente lo que llama “lucha cultural” (Gramsci 1976: 126).
Como estamos viendo, la relación entre la cultura y el contexto de lucha por los
significados -en términos de dominación y hegemonía- no puede estar ajena a la realidad
de la lucha de clases, ya que implica identificar quién ejerce el poder de dictar o pretender
dictar los valores, los modelos, las representaciones, los símbolos y, por lo tanto, determinar
las acciones y los hechos sociales. Pero también nos obliga a categorizar los procesos de
confrontación (oposición explícita) y alternidad (que puede ser una oposición objetiva
pero no declarada respecto al dominio) con relación a los significados dominantes. Por eso
hablamos de puja y contradicción.
Podemos decir que la cultura no brinda la imagen de una laguna apacible, sino que se
parece más al oleaje permanente de un mar embravecido, a una confrontación permanente,
a una lucha por dar, cambiar y reproducir sentidos. Con esto afirmamos que la cultura no
responde a un único orden, lógica o sentido, sino que será precisamente el reinado de la
diversidad, de la heterogeneidad, por su carácter de magma de contradicciones permanentes
y una “arena de luchas” (al decir del semiólogo Valentim Voloshinov) por dar, compartir o
imponer significados.
[…] Cultura, entonces, es el conjunto de operaciones simbólicas y prácticas mediante
las cuales el hombre está en el mundo transformándolo, produciéndolo como un mundo
específicamente humano. Es el conjunto de prácticas y representaciones simbólicas mediante
las cuales, en una determinada sociedad, grupo u organización, la gente, los pueblos, los
sectores sociales, dan sentido, en forma compartida (aún dentro de la heterogeneidad de
intereses y valores determinados por la estructura social), a las acciones y actividades que
realizan.
Se habla del sentido antropológico del concepto de cultura cuando ésta se atribuye
a todos los hombres, sin establecer juicios de valor sobre cuáles manifestaciones podrían
eventualmente ser o no cultura, o ser más o menos “cultas” o “tener” menos o más cultura.
Este sentido ni siquiera tiene en cuenta estas cuestiones, no se las plantea: se parte de la base
de que toda manifestación (material o simbólica) producida por cualquier grupo humano
es cultura. Este es el concepto que más ha sido utilizado por los antropólogos, iniciales
especialistas en el tema de la diversidad, precisamente por haber apropiado y redefinido el
concepto de cultura en estos términos.
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El hecho de partir de la noción de una cultura distribuida por igual -en tanto tal- entre
todos los hombres es lo que hace posible concebir la diversidad entre las manifestaciones
de esa cultura genérica como culturas -en plural-, como diversidad. De esta cuestión surgirá
más adelante el problema de dónde está el límite entre una y otra cultura, porque pensar una
diversidad implica obligarse a establecer elementos en común y elementos que distinguen
y, por lo tanto, hacen posible una identificación entre unidades, como pueden ser cada
cultura en particular (la cultura mapuche, la cultura europea, la cultura nahualt, la cultura
trobriandesa), en distintas escalas.
Hablamos de cultura en un sentido antropológico cuando nos ocupamos de todo lo
que los seres humanos hemos construido en el mundo y todo lo que nos representamos de
ese mundo, las formas de hacer, de pensar y de expresar. Desde este punto de vista, no hay
distingos de más o menos cultura, mejor o peor cultura: todos producimos cultura.
El uso antropológico es relativista cultural, ya que afirma la validez igualitaria de la
pluralidad de culturas, sin que sea admisible que una prepondere sobre otra y cada una
deba ser comprendida en sus propios términos, es decir: tal como la interpretan sus propios
miembros. La paradoja es que la definición más clásica, que ha servido para fundamentar la
perspectiva antropológica, es la de Tylor que vimos al inicio, enunciada en el contexto de la
Inglaterra colonialista y desde la concepción evolucionista, según la cual a la “civilización”
occidental se la pre-concebía como el pináculo de la evolución humana y al mismo tiempo
se atribuye la cultura en particular a la totalidad de la especie y a la totalidad de cosas
que la especie hace. Aplicada hoy, abarcaría desde la narración de un chiste hasta la más
complicada ceremonia religiosa, desde la fabricación de una canoa hasta una nave espacial.
Cuando nos referimos al sentido antropológico, entonces, no estamos hablando de la
cultura entendida como conocimientos refinados, o formas de buena educación, ni tampoco
las bellas artes o la literatura. Este último sentido del concepto sería el uso iluminista, y es el
de uso más recurrente. Si bien es opuesto al sentido antropológico, tienen entre sí relaciones
que se remontan al surgimiento del concepto mismo.
Vimos que la matriz de gestación de la noción de cultura y sobre todo la apropiación
más generalizada es la del iluminismo como tendencia del pensamiento occidental y la
Modernidad como paradigma histórico e ideológico de ese pensamiento. Esto es lo que
explica que el mismo sentido antropológico, que establece la universalidad de la producción
de cultura como patrimonio de la especie humana, sea eclipsado -en situaciones concretas
de uso- por la valoración asimétrica de las diferencias culturales propias de los procesos de
colonialismo y conquista de las que emergieron.
En efecto, la diversidad fue concebida a partir del contraste entre las culturas “otras” de
los territorios colonizados y los valores de las culturas consideradas modernas y civilizadas,
que no eran otras que las de las sociedades dominantes y de sus sectores dominantes.
Estos valores fueron tomados como parámetros desde los que era posible establecer
representaciones etnocéntricas desde culturas pre-concebidas como superiores hacia
culturas consideradas inferiores, lo que muchas veces era expresado como un conflicto entre
los “verdaderos” valores culturales y su contrario, o entre los “portadores” de más o menos
cultura y eran, por lo tanto, considerados más o menos “cultos”.
Para este pensamiento dominante al que nos referimos, los “no cultos” o “menos”
cultos podían ser tanto el nativo de la colonia como el campesino europeo o ambos a la vez,
en situaciones de cercanía o lejanía geográfica, pero siempre como símbolos del “otro”, del
distinto-extraño y en no pocas ocasiones peligroso.
Por eso podemos afirmar que el conflicto es la base de la cultura. Los conflictos
sociales -según el pensador francés contemporáneo Pierre Ansart- no son diferentes a
cómo se plantean los conflictos dogmático-religiosos, aunque de manera más compleja y
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formalizada de otros modos. Pero en sí se realizan dentro de este mundo cultural, donde la
lucha por los significados es el ring donde se dirimen. Por ejemplo, para los historiadores
de la denominada en forma oficial Conquista del Desierto (que, en realidad estaba poblado
por numerosos pueblos y para nada desierto) los indios tomaban “cautivos”, en cambio los
blancos tomaban “prisioneros”, nada pequeña aunque aparentemente sutil diferencia. Y para
algunas corrientes antropológicas (y, por lo tanto, más relativistas que esos historiadores
etnocéntricos), los indios tenían “cultura”, en cambio los blancos eran sostenedores de
la “civilización”.
La Antropología se ocupa de la alteridad de valores, de la lucha de racionalidades y
significados, del entrecruzamiento de sistemas de representa ciones, de la diversidad de
actores en pugna y cooperación, dentro de la realidad práctica y concreta, en una palabra:
de la realidad concebida como una dialéctica de la cultura. En el enfoque antropológico
se necesita, epistemológica mente, de la voz de un actor “otro”, y en eso reside su punto
de partida dialéctico en lo metodológico. Para que sea dialéctico se deben tener en
cuenta, desde la misma definición y constitu ción de los actores, sus relaciones mutuas de
interdependencia, asimetría y contraposición.
Si asignamos a la cultura el papel de transformadora de la naturaleza por medio del
trabajo o, si se prefiere, el ser resultado de la transformación de la naturaleza por medio
del trabajo del hombre, la relación básica o estructural que se está implicando es la de
una ruptura con lo dado. Por eso decimos que la cultura es una herramienta tanto de la
reproducción como de la transformación, porque sobre todo implica desarrollarse dentro
de esta dialéctica entre lo que se supone dado, verdadero a priori, y, por lo tanto, no se
cuestiona, y lo que pretende producir una ruptura con ese prejuicio o creencia en una verdad
absoluta.
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que recibió. Es como, si desde esta posición humanista no se considerara cultura a los
valores de quien todavía no está dentro del sistema formal de apropiación de esos valores: la
educación.
Por eso, el punto de vista humanista establece parámetros que supuestamente sirven
para “medir” el grado de cultura pero a la vez es tolerante ante el otro y, a su manera,
relativamente relativista cultural, ya que considera que cualquiera (persona, pueblo, sector
social) puede escalar o evolucionar desde lo menos perfecto a lo más perfecto, por medio de
la educación en los valores considerados superiores.
De algunos distinguidos argentinos que mechan palabras en francés en su habla
cotidiana, están seguros de cuál tenedor es el apropiado para cada tipo de manjar, se quejan
de lo atascante del tránsito alrededor del Trastévere romano, enarcan sus cejas los fines de
semana ante las páginas culturales de los diarios y a situaciones complicadas les atribuyen el
ser algo “kafkiano”, se suele decir que son “personas cultas”.
Se acostumbra a denominar “cultura general” a un conocimiento acumulado que en
gran medida sirve para establecer una distinción entre los que lo tienen y -paradójicamente-
la generalidad de las personas.
Para agregado cultural de las embajadas se suele nombrar a quien se ha destacado por
su notoriedad en actividades “culturales” por antonomasia, como la literatura, la pintura o la
música “culta”.
Están quienes ritualizan en forma más que abundante la ingesta de bebidas de eufóricos
efectos sin caer en el descontrol, por lo que se les admira su “cultura alcohólica”.
Desde este uso, entonces, vimos que tendría más cultura quien comparte ciertos
y determinados conocimientos, distribuidos en forma distintiva: para saber cuál es el
tenedor más apropiado hay que pertenecer a tal grupo de iniciados en la materia; lo mismo
para conocer tal o cuál término extranjero o lo que se considera cultura “general”, como
conocimiento acumulado. Para saber cuán enmadejado es el tránsito en el centro de Roma
hay que haber estado en Roma, y para saber que algo complejo puede ser “kafkiano” hay que
haber leído a Kafka, y así de seguido.
Acá es necesario no confundir lo verdadero con lo verosímil (lo que es y lo que se
cree que pueda ser). Porque la cuestión de fondo es que para ninguna de estas imágenes es
necesario conocer lo que se dice que se conoce sino ostentarlo, que no es lo mismo. En otras
palabras: lo importante es el valor simbólico que puede adquirir la posesión del conocimiento
de cierto bien distintivo de cultura, lo que representa para ese grupo y para el resto social del
cual ese grupo intenta diferenciarse, apareciendo como “culto”.
Queda claro entonces el carácter socio-céntrico y elitista del sentido humanista
o iluminista de cultura. La especificidad de las páginas culturales de un periódico y de
la agregaduría diplomática estarían también basadas sobre este sentido, que produce
la valoración de ciertas y determinadas actividades como propiamente culturales,
principalmente las artístico-literarias y de éstas sólo algunas, y principalmente manifestadas
en los centros dominantes. El chisme de la cola del mercado, el refrán en una conversación
de café, el canto de la tribuna futbolera o los cuentos de Jaimito, por ejemplo, no entrarían
dentro de esta clasificación, como tampoco sus ejecutores como “gente de la cultura”.
Y el ejemplo de la cultura “alcohólica” es interesante porque se apartaría de estas
concepciones de lo culto como lo exclusivamente artístico-erudito o como contenido de
conocimiento. Si al que toma mucho se le nota, es un borracho; si no se le nota, es un
hombre culto (de alcohol). La ostentación, lo que se muestra, es lo más importante, aunque la
cantidad real sea la misma.
En el fondo, la perspectiva que prevalece es la de la cultura como algo cuantificado,
acumulable, seleccionable y centralizable, siempre determinada por el sujeto que se
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Unidad de contrarios
El sentido antropológico sirve para tomar conciencia que todas las manifestaciones
humanas de cualquier latitud y cualquier época son, han sido y serán cultura, como parte
de la producción simbólico-material de la especie, transmitida en términos de signos
aprendidos y arbitrarios, compartidos y en transformación permanente, y que todas las
sociedades y grupos son productores de cultura, sin que sea posible distinguir en términos
de más o de menos. En consecuencia, nos permite realizar una crítica respecto de las
posiciones etnocéntricas, sociocéntricas y elitistas respecto a la cultura, que en gran medida
coinciden con el sentido que Stocking tipifica como humanistas y en general situamos como
iluministas.
Pero debemos tomar nota que ambos sentidos constituyen un par de opuestos que
conforman una unidad, ya que uno se constituye y define en función del otro y, como
veremos enseguida, adquieren un valor analítico y de transformación social sólo si se los ve
en esta unidad de contrarios.
Por ahora digamos que si bien todas las sociedades poseen cultura por igual, no existe
grupo humano que no pondere, dentro de su misma cultura, unos valores por sobre otros.
Lo que equivale a expresar que ninguna cultura deja de reivindicar, enseñar o imponer
ciertos valores, comportamientos o creencias por encima de otras. Si bien las culturas pueden
diferir sobre quién realiza la socialización y educación de los niños (los futuros “sucesores”
de la definición de Turgot), en ninguna cultura se deja de señalar qué se debe decir, qué se
debe tocar, qué se debe hacer, etc., en suma: ninguna cultura, paradójicamente, deja de ser
iluminista consigo misma, con lo que el relativismo cultural extremo encuentra otro punto
de crisis en sí mismo.
[…]
¿Cómo situarse desde una posición y acción transformadora con esta base conceptual
del concepto de cultura?
Evidentemente el concepto antropológico, manejado en forma hipertrofiada, como
hemos visto, tiende a la reproducción del statu quo. Su utilidad se dará siempre y cuando
se lo maneje como un contrario en unidad con el concepto iluminista. Es difícil pensar una
transformación social sin apelar a un sentido de la cultura como aprendizaje continuo, de
acuerdo con determinados valores y no de absolutizaciones de lo relativo.
Sólo de la combinación dialéctica y constante entre pares analíticos (material-
simbólico, etnocentrismo-relativismo, iluminista-antropológico) se pueden dar cuenta de la
realidad más allá de las naturalizaciones y los preconceptos. Si se recorren las modificaciones
que fue sufriendo la postura de la UNESCO respecto a las cuestiones culturales, se podrá
encontrar de lleno con una dinámica entre la perspectiva iluminista y la antropológica, entre
concebir la cultura como todo lo creado por el hombre y el modo de vida de los pueblos y
advertir a la vez contra los peligros de la provincialización (uno de los efectos del relativismo
extremo) de las realidades culturales, que conlleva al ahistoricismo y la aceptación de
modelos estáticos y congeladores de la historia.
Si la cultura no se hereda más que socialmente y se debe aprender todo en cada
generación, nada puede obligarnos a naturalizar ni el progreso continuo ni un mundo mejor
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como algo garantizado de por sí, por el mero transcurrir de los tiempos. Es la Historia, como
eslabonamiento de contradicciones, la que puede construir el progreso, pero también puede
no hacerlo. Y es la acción de los hombres, dentro de las contradicciones de cada sistema
social, la que determina que los cambios sean posibles.
“La fantasía es como la veleta y es como una antena la conciencia del hombre. Amo
a las dos. Las dos en mi tejado vibran como una rosa”, escribió el poeta argentino Raúl
González Tuñón (1905-1974). Tanto la fantasía como la conciencia entran dentro de la
cultura, pues se construyen mediante la dimensión simbólica de las acciones humanas.
Es imposible escindir una de otra, como es imposible, en el mundo humano, dejar de lado
el vuelo creador de las representaciones y el proceso de profundización de la conciencia
social, en el terreno fértil que las contiene como herramienta de análisis y transformación: la
cultura.
Cuerpo y cultura
Lo material y lo simbólico
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la cultura material, tal como surge de las descripciones pormenorizadas que hace del mundo
capitalista del siglo XIX, de donde surge la estrecha relación entre “el interior burgués”, los
objetos que lo habitan, y los valores estéticos, morales, religiosos, las prescripciones de clase
y los símbolos de status. En La era del capitalismo, Hobsbawm se refiere al mundo burgués
del siglo XIX de la siguiente forma:
“Permítasenos comenzar el análisis de esta sociedad... con la
descripción de las ropas que vestían sus miembros y los intereses que las
rodeaban. El hábito hace al monje, decía un proverbio alemán, y ninguna
otra época lo entendió tan bien como ésta, en la que la movilidad social
podía colocar a un gran número de personas en la situación,
históricamente nueva, de desempeñar nuevos (y superiores) roles sociales,
y, en consecuencia vestir las ropas apropiadas. [...] La impresión más
inmediata del interior burgués de mediados de siglo es de apiñamiento y
ocultación, una masa de objetos, con frecuencia cubiertos por colgaduras,
cojines, manteles y empapelados y siempre, fuese cual fuese su naturaleza,
manufacturados. Ninguna pintura sin su marco dorado, calado, lleno de
encajes e incluso cubierto de terciopelo, ninguna silla sin tapizado o forro,
ninguna pieza de tela sin borlas, ninguna madera sin algún toque de
tomo, ninguna superficie sin cubrir por algún mantel o sin algún adorno
encima. Sin ninguna duda era un signo de bienestar y status. [...] Los
objetos expresaban su precio... los objetos eran algo más que simples
útiles, fueron los símbolos del status y de los logros obtenidos... [...] Sus
objetos al igual que las casas que los albergaban eran sólidos... La
dualidad entre solidez y belleza expresaba una neta división entre lo
material y lo ideal, lo corporal y lo espiritual, muy típica del mundo de la
burguesía; sin embargo en él, tanto el espíritu como el ideal dependían de
la materia, y únicamente podía expresarse a través de la misma o, en
última instancia a través del dinero que podía comprarla. Nada era más
espiritual que la música, pero la forma típica en que entró en los hogares
burgueses fue el piano, un aparato excesivamente grande, elaborado y
caro”.
Vemos entonces cómo, tanto en el estudio de las sociedades arcaicas como en las
modernas e industrializadas se ha demostrado que lo material y lo simbólico conforman una
totalidad.
Un hacha de piedra, una alfombra, un piano, un chicle, una pieza tallada de jade, una
guía telefónica, o un corpiño con relleno, expresan el sistema de múltiples determinaciones
de la sociedad que los produce y adquieren significado en un contexto específico. Cabe
señalar también que el contexto cultural, al tiempo que posibilita, limita nuestra capacidad
para signar significados e interpretar. Para dar un ejemplo, cuando vemos un film, un mismo
objeto, como una goma de mascar sobre una alfombra persa, puede significar, de acuerdo con
la trama, la contradicción entre Oriente y Occidente, la presencia de un espía norteamericano
en Irán, o la pista de un asesino. En nuestra vida cotidiana, solemos estar permanentemente
atentos al significado de nuestras prácticas y también (especialmente) a las de los demás.
El célebre dramaturgo Molière observó mordazmente estas aspiraciones, en su retrato
del “burgués gentilhombre”, donde satiriza las pretensiones y el ascenso económico de la
burguesía del siglo XVII:
“El señor Jourdain: -Os he hecho esperar un poco, pero es que ahora
me estoy haciendo vestir como las gentes de categoría; y mi sastre me ha
enviado medias de seda como jamás pensé que había de ponerme.
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Consumo de signos
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y recreación, un grupo de adolescentes que hacen del shopping un lugar de encuentro, una
persona que entra directamente a una negocio, realiza una compra y se va... Todos estos
sujetos sociales se apropian en forma diferenciada y desigual del mismo espacio.
En la indumentaria, por ejemplo, una misma prenda puede ser “consumida” de
modo diferencial: una camisa verde loro, corta, con solapas enormes y botones diferentes,
acompañada de saco marrón, o un jean roto, no produce la misma impresión (es decir:
hacemos otra lectura de la misma) en una modelo que en una empleada doméstica. También
diferentes elementos del contexto como el lugar (una “disco” de moda o un transporte
colectivo del Conurbano Bonaerense), el tipo de arreglo personal, los accesorios, el horario,
nos hablan de situaciones y usos sociales por completo diferentes, aunque se trate de la
misma prenda. Sin dudas, para la empleada doméstica esa camisa no está “a la moda”, si
no se compra otra es porque no puede hacerlo. En cambio para la modelo seguramente
signifique algo “retro” y “original”, inclusive estará dispuesta a comprar ropa usada, en un
comercio exclusivo.
Como ya señalara García Canclini, cabe plantearse que los procesos de diferenciación
que se expresan en el consumo y generan identidades son resultado de desigualdades, es
decir, dejar de lado un enfoque relativista de acuerdo con el cual sólo veríamos diferencias,
donde en realidad hay desigualdades.
Las diferencias de clase no implican entonces solamente el aspecto económico
material, ya que la burguesía desplaza la diferenciación a un sistema conceptual, en un
plano simbólico. De ahí que Bourdieu nos habla de la lucha simbólica. Esta estrategia crea
la “ilusión” de que la diferenciación no se debe a lo que se tiene, sino a lo que se “es”. De esta
forma, la cultura, el arte, el buen gusto, la distinción, aparecen como un don “natural”.
Finalmente, podemos retomar aquí el concepto de cultura, tal como lo entiende la
Antropología, según el cual todo sistema simbólico inserto en estructuras materiales expresa
sentidos, a la vez procesos de identidad y diferencia, observables en las diversas prácticas
e instituciones sociales. Recordemos la noción de cultura que la define en oposición a la
naturaleza (ver Gravano): la arbitrariedad y diversidad de la producción humana que va más
allá de lo dado, de lo natural, transformándolo... El hombre, al modificar la naturaleza se
transforma a sí mismo, y su propio cuerpo lleva inscriptas las “marcas” de su cultura.
A propósito de esta distinción entre naturaleza y cultura, Lévi-Strauss nos relata, en
Tristes Trópicos, en alusión al arte del tatuaje de los indios Caduveo (de Brasil),
“en sus pinturas faciales ... los mbayá expresan un mismo horror
por la naturaleza. El arte indígena proclama un soberano desprecio por
la arcilla de la que estamos amasados...” Y luego agrega: “Las pinturas
confíeren al individuo su dignidad de ser humano, operan al paso de la
naturaleza a la cultura, del ‘animal estúpido’ al hombre civilizado...”
Es que la construcción social y cultural del cuerpo es común a toda experiencia humana.
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