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LOS CLINICOS
DE LAS PASIONES
POLITICAS
I.S.B.N. 950-602-368-9
© 1997 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
7
ALEXIS DE TOCQUEVILLE:
LAS PASIONES DEMOCRATICAS
5 Ibid., p. 54.
6 Ibid., p. 57.
los deseos. Tocqueville no hace de las pasiones individuales o
colectivas formas necesariamente excesivas y perjudiciales: en sí
misma, la pasión por el “bienestar”, tan viva en la democracia, no
es negativa. Será tarea del observador distinguir lo que aportan
ciertas pasiones a la creatividad social, así como el grado de
nocividad de las “pasiones destructivas”,7 como el deseo exaspera
do de igualitarismo.
A partir de allí se abre un amplio campo de interrogantes sobre
la génesis y las consecuencias de esas pasiones y de los movimien
tos pasionales. Una de las hipótesis constantes en Tocqueville es,
en efecto, que los sentimientos y pasiones, por excesivos o irrazo
nables que sean a veces, pueden analizarse y explicarse y también
vincularse con otras dimensiones de las prácticas sociales y
políticas con las cuales están en armonía. Otra de sus hipótesis
permanentes es que las pasiones sostienen, orientan acciones
políticas, votos, movimientos revolucionarios, y tienen por lo tanto
efectos, “consecuencias” históricas identificables. Será esencial
comprender la importancia de las pasiones “generales y dominan
tes” que, en circunstancias particulares, aúnan las reacciones de
todos y orientan sus acciones. En estos términos está redactado,
por ejemplo, el título del capítulo II (libro ni) de El Antiguo
Régimen-, “De cómo la irreligión había podido convertirse en una
pasión general y dominante entre los franceses del siglo xvm, y qué
tipo de influencia tuvo ello sobre el carácter de la Revolución”.8
La hipótesis fundamental de Tocqueville es que para compren
der las pasiones políticas, hay que relacionarlas con el “estado
social”, es decir, toda la organización sociopolítica. Podemos verlo
muy particularmente en la distinción que no deja de hacer entre
la sociedad del Antiguo Régimen, la sociedad aristocrática y la
democracia. Se verá que los sentimientos y las pasiones son
esencialmente diferentes en el régimen aristocrático y en la
sociedad democrática.
9 Ibid., p. 179.
10 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., 1.1, p. 44.
cías profundas y salvajes virtudes”.11 En cuanto al cuerpo social en
su conjunto, constituía entonces una gran unidad asegurada,
en particular, por la presencia monárquica; la sociedad formaba
una “cadena” ininterrumpida desde el campesino hasta el rey: “La
aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena
que se remontaba del campesino al rey”.12
En este encadenamiento de los sentimientos, en efecto, el lugar
del monarca es esencial. Revestido de un carácter divino, el rey
podía aparecer ante todos como infalible, y suscitaba con ello amor
y respeto:
11 Ibid., p. 45.
12 Ibid., t. II, p. 145.
13 Ibid., 1.1, p. 371.
14 Ibid., p. 44.
1 7R
Las pasiones aristocráticas
La democracia en América,
1.1, Introducción
177
lencia recíproca entre esas dos clases tan diferentemente dotadas
por la suerte.13
Hay que explicar, pues, por qué este orden social que en cierta
forma entrañaba un régimen de regulación de las pasiones pudo
degradarse y conducir, en Francia, a la Revolución de 1789. Hay
que explicar cómo se descompuso gradualmente ese régimen de los
sentimientos y las pasiones.
LA DESCOMPOSICIÓN
DE LOS SENTIMIENTOS ARISTOCRÁTICOS
15 Ibid.
16 Ibid., t. ii, p. 461.
larga historia del debilitamiento de los Antiguos Regímenes, en la
que Inglaterra brinda el ejemplo de una transformación menos
violenta y en cierto modo menos apasionada. La hipótesis funda
mental que elabora Tocqueville en su obra de 1856, El Antiguo
Régimen y la Revolución, se confunde con la historia de la centra
lización administrativa y estatal en Francia y establece una
determinación multiforme entre esa centralización y el “malestar”
afectivo que se desarrolla en el país, en particular durante el siglo
xvm. La centralización, según Tocqueville, es la causa fundamen
tal de la mutación de los sentimientos colectivos.
De todas maneras, antes de exponer todas las consecuencias de
esta causalidad sobre la evolución de los sentimientos y las
pasiones, hay que recordar que Tocqueville, al mismo tiempo que
analiza ese proceso, subraya el peligro de pretender explicarlo todo
mediante una sola causa. Afirma su repugnancia por las explica
ciones simples, incapaces, en su opinión, de rendir cuentas de la
complejidad histórica:
23 Ibid.., p. 202.
24 Ibid., p. 195.
25 Ibid.
una transformación tal del espíritu público que en lo sucesivo todos
los problemas se formularon en términos de “política literaria”:
“Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía; la vida política fue
violentamente expulsada hacia la literatura”.26
Una segunda consecuencia fue que los hombres de letras
asumieron desde entonces la verdadera autoridad y se convirtie
ron, en cierto modo, en los “principales hombres políticos del país,
verdaderos jefes de partido”; mutación de estatus que habría de
tener las mayores consecuencias sobre el desarrollo de la Revolu
ción. Una pasión semejante por las ideas generales y abstractas
condujo necesariamente a hacer de la religión el poder más
aborrecido y de la irreligión una pasión dominante. En efecto, estos
escritores se enfrentaban en primer lugar con una autoridad que
podía amenazar la suya y estaban expuestos al “semiapremio”
que se oponía entonces a los enemigos de la Iglesia. En realidad,
las medidas vejatorias de que eran víctimas no hacían otra cosa
que sostener su polémica: “Las persecuciones de que eran objeto,
casi siempre lentas, ruidosas y vanas, parecían tener por meta
menos apartarlos de la escritura que incitarlos a ella”.27 La
vivacidad de esta polémica contra la religión hizo que se difundie
ra entre el público como había sucedido con el gusto por la “política
literaria”, y la irreligión se convirtió así en una pasión “general y
dominante”.
EL TIEMPO
DE LAS PASIONES REVOLUCIONARIAS
26 Ibid., p. 196.
21 Ibid.,p. 205.
2SIbid.,p. 196.
Y en la celeridad de los acontecimientos y los cambios, en la
incertidumbre en que se encuentran los actores, van a producirse
conjunciones, confusiones, violencias completamente contenidas
en las intensidades pasionales. Así, la pasión por la irreligión es
una dinámica esencial de la Revolución de 1789 y determina su
curso.
En vísperas de la Revolución, afirma Tocqueville, el mundo
político parecía dividido en dos “provincias” completamente sepa
radas. En una, los dirigentes administraban de conformidad con
las reglas de rutina, en la otra se construía una “sociedad imagi
naria” donde todo parecía equitativo y “conforme a la razón”.29 De
ese modo, Tocqueville opone dos universos, dos “provincias”,
situados en dos planos totalmente diferentes, el de la gestión
administrativa despojada de pasión y fuerza, y el de lo imaginario.
Es en este segundo universo donde tienen cabida los entusiasmos
y los sueños, y sin duda es este universo sostenido por la pasión
común el que va a destruir el primero: “Se desinteresaron de lo que
era para soñar con lo que podía ser, y vivieron por fin a través del
espíritu en esa ciudad ideal que habían construido los escri
tores”. 30
Así, pues, hay que reconocer a la utopía una verdadera fuerza
social que participa en la acción y otorga a los actores una energía
y una cohesión provisorias. Los primeros años de la Revolución
tuvieron entonces la guía de ese imaginario utópico y apasionado,
que destruía con una extraña facilidad un orden social de dos siglos
de antigüedad.
Esta utopía apasionada era compartida por los primeros jefes
de la Revolución, y no sin consecuencias sobre su acción política.
Para Tocqueville, en efecto, los hombres que hicieron la revolución
alcanzaron una verdadera fe, un conjunto de sentimientos e ideas
que los llevó más allá de los egoísmos y los hizo adherir apasiona
damente a su obra:
29 Ibid., p. 199.
30 Ibid.
31 Ibid., pp. 207-208.
En ese ímpetu revolucionario, la lucha contra la religión esta
blecida era por lo tanto una dimensión esencial, porque la Revolu
ción era verdaderamente impulsada por una “nueva” religión
antagónica. El carácter utópico de la Revolución se revela precisa
mente en ese combate, puesto que, según Tocqueville, la irreligión
no era su verdadera apuesta ni su obra esencial. En realidad, y
más allá de las ilusiones apasionadas de los revolucionarios, su
obra se inscribía en el inmenso movimiento histórico que destruye
las antiguas estructuras y, a través de múltiples obstáculos, conflic
tos y contradicciones, empuja hacia la “igualdad de condiciones”.
Pero lo que muestran vigorosamente esas situaciones revolu
cionarias, es hasta qué punto las pasiones políticas, ya se trate de
la utopía apasionada de 1789 o, al contrario, de las pasiones del
miedo de 1848, participan en el movimiento y la realidad de la
historia. Es cierto, no “hacen” solas la historia, porque el vasto
movimiento señalado por Tocqueville es el de un inmenso devenir
social, económico y político, que supera los obstáculos de todo tipo
y también las pasiones políticas que se oponen provisoriamente a
él. Las pasiones humanas no trazan las grandes líneas de la
historia, pero intervienen efectiva y contradictoriamente según su
fuerza o su contenido para frenar su curso, favorecerlo, oscurecer
la acción de los hombres o llevarla al heroísmo.
1RR
El estado social democrático transforma profundamente la
vida familiar. Los lazos de respeto y los sentimientos de identidad
que asociaban a los numerosos miembros y las generaciones de
una gran familia jerárquica desaparecen. El afecto se encierra en
los límites de la pequeña célula de padres e hijos y el individualis
mo produce sus efectos hasta dentro de la familia. Pese a ello, los
afectos no desaparecen: se restringen a los vínculos naturales, la
autoridad del padre es más débil y una mayor confianza une a los
padres y sus hijos pequeños.
Esta gran transformación caracterizada por el fortalecimiento
del individualismo tiene consecuencias comparables en el dominio
de las religiones. Precisamente porque pierde su poder político y su
influjo exclusivo, la religión puede volver a ser un ámbito de
adhesión y también un vínculo entre los ciudadanos consagrados
al mismo culto. Tocqueville señala que en la década de 1830 la
práctica religiosa es intensa en Estados Unidos, y que la democra
cia, lejos de poner obstáculos a las religiones, puede encontrar en
ellas un sostén en el respeto recíproco de las creencias.
Así, las costumbres propias de la democracia hacen desaparecer
las poderosas pasiones personales que atravesaban la vida cotidia
na de la aristocracia. Como lo advierte Tocqueville, una observa
ción superficial de la vida en democracia puede dar la impresión de
una existencia relativamente “apagada”34 en que ciudadanos poco
diferenciados unos de otros, iguales en condición, yuxtaponen sus
individualismos sin pasiones enérgicas. Comparada con las diver
sidades y contrastes de la aristocracia, la vida cotidiana en demo
cracia parece, en efecto, monótona, pero son otras las pasiones que
la agitan.
En ella se suscitan muchas emociones, en gran medida artifi
ciales, que dan a lo cotidiano una vivacidad desconocida en las
aristocracias. En estas últimas, el poder central se preocupa por
las críticas de la prensa y tiende a frenarlas, si no a sofocarlas. La
democracia, al otorgar libertad de expresión a los órganos periodís
ticos, hace posibles las críticas más virulentas, la invención coti
diana de llamamientos aparentemente perturbadores. En ella se
exhiben “pasiones periodísticas” que contrastan con la dignidad de
las aristocracias. Los diarios, ávidos de atraer la atención de los
lectores, se valen de todos los procedimientos de la provocación y
dan a la vida pública una vulgaridad desconocida en las aristocra
cias. Los “gustos destructivos”35 de la prensa debilitan las adhesio
36 Ibid., p. 212.
37 Ibid., p. 213.
33 Ibid.
i ri ri
naturaleza de sus peligros internos. Para responder a ella, distin
gue tres pasiones dominantes y de naturaleza diferente: la del
“bienestar” y los bienes materiales, la de la igualdad y, por último,
la de la libertad. Analiza las tres pasiones y se propone poner de
relieve las consecuencias de sus contradicciones.
Por pasión del “bienestar” Tocqueville entiende a la vez la
pasión por el dinero que hace posibles la adquisición y el “gusto por
los goces materiales”, la avidez de la holgura y las riquezas. En la
aristocracia, esta pasión no tenía en modo alguno la importancia
que cobra en la democracia: el sentido del honor y las distinciones
de castas limitaban su poder y hacían que se la tuviera por
sospechosa. La democracia, al instituir el principio de la igualdad,
libera los diversos géneros de avidez y permite, en particular, que
la clase media compense su antigua inferioridad y expanda su
pasión a todas las clases sociales. La pasión por el dinero, la
codicia, el furor del lucro, son claramente efectos particulares y
característicos del estado social democrático.
Que se trata de deseos mucho más que de teorías o de creencias
dominantes, lo atestigua con nitidez el hecho de que esta pasión
por el bienestar casi no dé lugar a discusiones o legitimaciones. Es
mucho más notoria en la energía de las empresas, los esfuerzos, las
preocupaciones, por su omnipresencia:
ion
La segunda pasión que distingue Tocqueville, la pasión por la
igualdad, se inscribe en los fundamentos mismos de la democracia
ya que ésta, en oposición a la aristocracia, se define por su
igualdad. Así, la pasión por la igualdad no es exactamente un
efecto de la democracia: le es inherente, la sostiene desde su
formación y no deja de renovarla y nutrirla. “La primera y más
viva de las pasiones a que da origen la igualdad de condiciones es,
no hace falta que lo diga, el amor por esa misma igualdad.”40 Más
que la pasión por los bienes materiales, que se vive como una
evidencia, el amor a la igualdad se formula en teorías y discursos.
No obstante, también es una pasión y se la experimenta en
múltiples placeres cotidianos:
40 Ibid., p. 137.
41 Ibid., p. 140.
42 Ibid., p. 141.
43 Ibid., 1.1, p. 104.
en pasión destructiva y planteará el interrogante de si puede
llegar a poner en peligro la libertad.
La tercera pasión que analiza Tocqueville, la pasión por la
libertad, no tiene de ninguna manera la misma historia que
la pasión por la igualdad, ni su continuidad y poderío. En el
período de lucha contra la aristocracia, la vemos expresarse y
afirmarse contra los abusos y las injusticias del Antiguo Régimen
y se formula en las teorías y la crítica de los poderes establecidos.
Pero durante el período de conflicto, y más tarde en los esfuerzos
por instaurar la democracia, atraviesa fases de afirmación y
retroceso en una historia marcada por la precariedad: “La vemos
apagarse, luego renacer, más tarde apagarse una vez más y
después volver a renacer...”.44
Es que la pasión por la libertad no tiene en modo alguno las
mismas fuentes indefinidamente renovadas que sustentan la
pasión por la igualdad. Mientras que ésta encuentra múltiples
satisfacciones, nobles y vulgares y puede alimentarse de los
impulsos generosos y también de las bajezas de los celos, con lo que
contenta a los individuos más diferentes, la libertad es más
exigente y un poco frágil. Es, en verdad, una pasión, como se
comprueba en las luchas históricas libradas para instaurarla,
pero, para subsistir como una pasión fuerte y duradera, es necesa
rio experimentarla, probarla como un “gusto sublime”.
Tocqueville lo explica largamente en un página de El Antiguo
Régimen en que se pregunta “dónde está la fuente de esta pasión
por la libertad política que, en todas las épocas, hizo hacer a los
hombres las cosas más grandes que haya realizado la humani
dad”. 45 Descarta el simple “amor a la independencia” que no deja
de surgir cuando los males experimentados suscitan el “deseo del
autogobierno”. Este deseo no contiene necesariamente el verdade
ro amor a la libertad. El descontento contra los males padecidos,
el deseo de deshacerse de ellos, pueden no estar ligados más que a
la insatisfacción debida a las privaciones materiales y desaparecer
una vez eliminados esos obstáculos. En ese caso, el deseo proviso
rio de libertad no es más que un engaño: “parecía que amaban la
libertad, y resultó que no hacían sino odiar al amo”.
El verdadero amor a la libertad es de muy otra naturaleza: no
es un medio pasajero para deshacerse de unos males particulares,
sino que se construye contra la “dependencia” y la rechaza radical
mente: “Lo que odian los pueblos nacidos para ser libres es el mal
i oí
mismo de la dependencia”. Así, la libertad no es un instrumento para
obtener bienes o prestigios, no es un medio. Es un fin en sí mismo, y
quienes se consagran a ella experimentan placeres particulares, los
mismos que están ligados al placer único de ser libre:
1 09
ras, esta pasión por la riqueza, al encauzar las energías hacia
el trabajo, también aleja el deseo de perjudicar al Estado. Una
de las consecuencias de este amor violento es por lo tanto
disuadir a los ciudadanos activos, que “trabajan sin descanso
en la ejecución de algún designio difícil e importante”, de la
intención de perturbar el orden público. Y así, gracias a una
aparente paradoja, la democracia, que favorece las pasiones y
crea un universo de intensa agitación, genera también las
condiciones de la tranquilidad pública. Más aún, en condiciones
favorables existe un “vínculo estrecho” entre la libertad y la
industria. La libertad democrática, en efecto, favorece las
asociaciones, autoriza las iniciativas, alienta las empresas
audaces y por ende es susceptible de beneficiar el trabajo y la
industria. Puede establecerse entonces una conciliación entre
el gusto por los goces materiales y el amor a la libertad.
Es una amenaza muy distinta la que plantea al futuro de la
democracia la intensidad del amor por la igualdad.
La supremacía de la pasión igualitaria sobre la de la libertad
tiene causas históricas profundas. Así, las naciones europeas
atravesaron una larga historia de igualdad: los reyes absolutos
intervinieron en la nivelación de sus súbditos y establecieron leyes
y usos favorables a la igualdad mucho antes de que se expresaran
los deseos de libertad. De tal modo, la igualdad había impregnado
los hábitos y las costumbres mucho antes de que apareciese la
aspiración a la libertad. Esta anterioridad y supremacía de la
pasión igualitaria es, en opinión de Tocqueville, una explicación
fundamental del desarrollo déla Revolución de 1789: “Los pueblos
democráticos aman la igualdad en todo momento, pero hay ciertas
épocas en que llevan hasta el delirio la pasión que sienten por
ella”.47 En esos períodos, los pueblos democráticos “tienen por la
igualdad una pasión ardiente, insaciable, eterna, invencible; la
quieren en la libertad y, si no pueden obtenerla, la quieren incluso
en la esclavitud”.
Lo que ponen de relieve esos períodos extremos no está ausente,
sin embargo, en las fases apacibles de la sociedad democrática. En
ellas, la oposición entre los deseos de igualdad y los deseos de
libertad no es, por cierto, visible y manifiesta. Forma parte de las
“causas ocultas”, de los “nudos” invisibles que el observador debe
descubrir. Ahora bien, se trata de un conflicto multiforme en el que
lo que está en juego es decisivo porque de su conclusión pueden
resultar la destrucción de la democracia y el advenimiento del
193
Pasiones democráticas
y concentración del poder
La democracia en América,
t. II, IV parte, capítulo 3
194
despotismo. En ese combate, la pasión por la libertad no carece de
armas y respaldo. Múltiples pasiones secundarias intervienen
directa o indirectamente en su defensa: las pasiones pendencieras
de los partidos, las emociones artificiales creadas por los diarios,
las numerosas asociaciones políticas que deben tolerarse en su
oposición mutua. Asimismo, las instituciones políticas y jurídicas
sustentan hábitos y suscitan experiencias que cultivan los senti
mientos de libertad. Lo cierto es que la amenaza se alimenta por
múltiples canales: el encierro del ciudadano en su trabajo o su
familia y el desarrollo impetuoso del individualismo que apartan
de los asuntos públicos; por otra parte, el espectáculo de las
desigualdades, la amargura de los fracasos y la bajeza de los celos
sostienen la insaciable pasión por la igualdad y no dejan de
alimentar el conflicto oculto contra la libertad.
Una tentación poderosa alimentada por esta pasión por la
igualdad es, para Tocqueville, la de ponerse en manos de un poder
centralizado que, al apaciguar los conflictos y desviar las iniciati
vas difíciles, protegería a todos los ciudadanos gracias al desdibu-
jamiento insensible de sus libertades. Así, ese conflicto de las
pasiones encontraría su salida en la confluencia con la muy larga
historia de la centralización administrativa que, iniciada bajo el
Antiguo Régimen mucho antes de la Revolución de 1789, retoma
ría su curso y conduciría a ese nuevo despotismo, ese “despotismo
suave” elevado por encima de los ciudadanos: “Por encima de éstos
se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga por sí solo de
asegurar su gozo y velar por su suerte. Es un poder absoluto,
minucioso, regular, previsor y suave”.48 Ahora bien, esta amena
za, así como el eventual funcionamiento de ese nuevo despotismo,
es claramente el resultado del conflicto de las pasiones y de sus
consecuencias. En efecto, la amenaza del despotismo administra
tivo se deriva en gran parte del carácter insaciable de la pasión por
la igualdad y su reverso, el odio hacia toda desigualdad, que están
ligadas a la experiencia de la identidad de las condiciones. En la
medida en que los ciudadanos sean más sensibles a las desigual
dades que a las limitaciones de su libertad, más deseosos de
protección que de respeto por su autonomía, se adaptarán con
mayor facilidad a un poder tutelar, protector de su seguridad y su
vida privada. El hecho de que puedan creer que ese poder se funda
en la soberanía del pueblo hace más apremiante la amenaza: los
ciudadanos aceptarían mucho más fácilmente la reducción de su
libertad en razón de haber sido ellos mismos quienes eligieron a
4876¿d.,p. 434.
195
sus dirigentes: “Se consuelan por estar bajo tutela pensando que
ellos mismos eligieron a sus tutores”.49
Puede advertirse así sobre qué resortes afectivos podría apo
yarse el funcionamiento de ese nuevo despotismo. Este satisfaría
los deseos de igualdad y los odios dirigidos contra toda forma de
distinción. Permitiría al ciudadano encerrarse en los placeres
menudos de su vida privada y la agitación de su trabajo. Le
evitaría las responsabilidades políticas y lo dispensaría de la
preocupación de tener una patria. Y, gracias al dogma de
la soberanía del pueblo, el ciudadano se consolaría de los males
padecidos creyendo estar guiado por el pueblo mismo. El poder así
instaurado tendría sin duda algún amor al pueblo y velaría por los
placeres de los ciudadanos siempre que éstos no se opusieran a su
imperio; actuaría como un poder tutelar y reduciría a aquéllos a no
ser más que un “rebaño de animales tímidos y laboriosos”:
49 Ibid., p. 435.
no tengo más que una pasión, el amor por la libertad y la dignidad
humana. Todas las formas gubernamentales no son a mis ojos sino
medios más o menos perfectos de satisfacer esta sagrada y legítima
pasión del hombre.50
52 Ibid., p. 464.
53 Ibid., t. II, p. 449.