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Pierre Ansart

LOS CLINICOS
DE LAS PASIONES
POLITICAS

Ediciones Nueva Visión


Buenos Aires
Colección Diagonal
Título del original en francés:
Les cliniciens des passions politiques
© Éditions du Seuil, 1997

Esta obra ha sido publicada en el marco del programa Ayuda a la Edición


Victoria Ocampo del Ministerio de Asuntos Extranjeros de Francia y el
Servicio Cultural de la embajada de Francia en la Argentina.

Traducción de Horacio Pons

Toda reproducción total o parcial de esta obra por cualquier sistema


-incluyendo el fotocopiado- que no haya sido expresamente autoriza­
da por el editor constituye una infracción a los derechos del autor y
será reprimida con penas de hasta seis años de prisión (art. 62 de la
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I.S.B.N. 950-602-368-9
© 1997 por Ediciones Nueva Visión SAIC
Tucumán 3748, (1189) Buenos Aires, República Argentina
Queda hecho el depósito que marca la ley 11.723
Impreso en la Argentina / Printed in Argentina
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ALEXIS DE TOCQUEVILLE:
LAS PASIONES DEMOCRATICAS

En su libro La democracia en América (1835-1840), así como en el


estudio El Antiguo Régimen y la Revolución (1856), Alexis de
Tocqueville no se propone relatar la sucesión de los acontecimien­
tos históricos, sino interrogarse sobre las “causas ocultas” que
aseguran el funcionamiento de la democracia y las que provocaron
el hundimiento del Antiguo Régimen. Entre esos “resortes” ocul­
tos, es importante examinar, muy en particular, tanto los “senti­
mientos” de los ciudadanos como las “pasiones generales y domi­
nantes” 1 que participan en la historia y su devenir.
Tocqueville se explaya sobre este tema en varias ocasiones e
indica simultáneamente qué métodos responden a esa preocupa­
ción. En La democracia en América se abstiene de proponer un
estudio exhaustivo de Estados Unidos y anuncia su intención de
analizar, dice, “sus sentimientos e ideas”. En el prefacio a la cuarta
parte del tomo II, por ejemplo, escribe lo siguiente:

Cumpliría mal el objeto de este libro si, después de haber mostrado


las ideas y sentimientos que sugiere la igualdad, no hiciera ver, al
concluir, cuál es la influencia general que esos mismos sentimien­
tos e ideas pueden ejercer sobre el gobierno de las sociedades
humanas.2

1 Alexis de Tocqueville, L’Anden Régime et la Révolution (1856), en (Euvres


completes, París, Gallimard, 1952, t. i, p. 202. [Traducción castellana: El
Antiguo Régimen y la Revolución, Madrid, Alianza, 1993].
2 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique (1835-1840), París,
Gallimard, 1986, col. “Folio”, t. n, p. 394 [traducción castellana: La democracia
en América, México, Fondo de Cultura Económica, 1957].
Esta atención especial prestada a las sensibilidades individua­
les y colectivas se funda en la convicción de que las acciones
políticas y los comportamientos cotidianos de los ciudadanos están
sostenidos por las emociones, los sentimientos y las pasiones, y que
por ello estas dimensiones afectivas deben examinarse por la
misma razón que las creencias, teorías e ideas a las cuales están
íntimamente ligadas. Ahora bien, a los ojos de Tocqueville, esos
sentimientos y pasiones no son menos explicables que las “ideas”
y, cualquiera sea la enorme dificultad de la empresa, es necesario
interrogarse sobre su génesis, sus “causas”, que son necesaria­
mente complejas y particulares. Si es cierto, en efecto, que las
pasiones del interés, el amor y el odio son permanentes a través de
la historia, cobran forma y se manifiestan en condiciones siempre
específicas que exigen considerar las particularidades históricas
de su génesis y efectos: “Si bien es cierto que la humanidad es
siempre la misma, las disposiciones de los pueblos, así como los
incidentes de la historia, difieren sin cesar”.3
Esta voluntad de comprender y explicar los sentimientos y las
pasiones impone la necesidad de preguntarse acerca de unas
dimensiones relativamente oscuras de la historia y por lo tanto
asumir y renovar una actitud interrogativa con respecto a esas
complejidades. Como lo señala Tocqueville en relación, por ejem­
plo, con la pasión y la libertad política: “A menudo me pregunté
dónde está la fuente de esta pasión por la libertad política [...], en
qué sentimientos se arraiga y se nutre”.4 Podrían buscarse res­
puestas en la situación de opresión, que suscita reivindicaciones de
libertad, pero esto sería muy insuficiente para explicar la comple­
jidad de las reacciones. Este sentido de la complejidad y la
importancia atribuida a las sensibilidades individuales exigen
recurrir a varios métodos de observación. Como los sentimientos
deben considerarse en sus particularidades, importará estar aten­
to a las expresiones individuales y buscar las expresiones signifi­
cativas, los “pequeños hechos” de la vida cotidiana en los que mejor
se formulan las emociones y los sentimientos importantes. El
problema que se le planteará al clínico será integrar esos fenóme­
nos en el devenir histórico, comprender de qué manera esas
pasiones surgen y se oponen, a veces se coordinan o entran en
conflicto, y cómo, a partir de esas colusiones o contradicciones, se
forjan los equilibrios sociales, las fuerzas o las decadencias. De tal

3 A. de Tocqueville, Souvenirs (1850-1851), París, Robert Laffont, 1986, col.


“Bouquins”, p. 747.
4 A. de Tocqueville, L’Anden Régime..., op. dt., 1.1, p. 217.
modo, quedan planteadas dos cuestiones: la de los sentimientos y
las pasiones, que convendrá describir y explicar y, por otra parte,
la de su papel en los cambios y las estabilidades históricas.

INSTINTO, SENTIMIENTO, PASIÓN

Para delimitar las diferentes dimensiones de las sensibilidades


individuales y colectivas, Tocqueville recurre a varios términos de
los que hace un uso constante: distingue así los “instintos”, las
“inclinaciones”, los “sentimientos” y las “pasiones”.
Tocqueville emplea la palabra “instinto” para designar el dina­
mismo y la orientación de un grupo, de una clase, pero también de
una institución o un sistema de leyes. Señala sobre el pueblo
democrático, por ejemplo: “Un pueblo democrático se deja arras­
trar a la centralización por instinto. Sólo alcanza las instituciones
provinciales por reflexión”.5
El término “instinto” pone el acento sobre la dinámica espontá­
nea de un grupo o una organización social, sobre el carácter no
reflexivo de esa orientación dinámica. En el mismo sentido, Toc­
queville menciona la “marcha natural instintiva” 6 de la sociedad
embarcada en un proceso de transformación.
El término “inclinación” retoma una parte de las significaciones
de la palabra “instinto” pero insiste más en los cambios y las
oscilaciones de la energía de un individuo o un grupo.
El término “sentimiento”, en el sentido de “sentimientos natu­
rales” que tienen un carácter de universalidad, como los apegos
familiares, o de amores u hostilidades políticas como los suscitados
por un período electoral, designa todas las formas de afectividad de
la vida individual y colectiva. En primer lugar, es en las costum­
bres donde mejor se observan los sentimientos, porque en ese
ámbito éstos son esenciales y constitutivos: en efecto, en las
costumbres se renuevan, escribe Tocqueville, los “hábitos
del corazón”, en sí mismos reguladores y constitutivos de la vida
cotidiana.
El termino “pasión”, tan frecuente en su pluma, entraña la
misma significación dinámica y pulsional que “instinto”; le añade
un complemento de fuerza, impetuosidad y particularización de

5 Ibid., p. 54.
6 Ibid., p. 57.
los deseos. Tocqueville no hace de las pasiones individuales o
colectivas formas necesariamente excesivas y perjudiciales: en sí
misma, la pasión por el “bienestar”, tan viva en la democracia, no
es negativa. Será tarea del observador distinguir lo que aportan
ciertas pasiones a la creatividad social, así como el grado de
nocividad de las “pasiones destructivas”,7 como el deseo exaspera­
do de igualitarismo.
A partir de allí se abre un amplio campo de interrogantes sobre
la génesis y las consecuencias de esas pasiones y de los movimien­
tos pasionales. Una de las hipótesis constantes en Tocqueville es,
en efecto, que los sentimientos y pasiones, por excesivos o irrazo­
nables que sean a veces, pueden analizarse y explicarse y también
vincularse con otras dimensiones de las prácticas sociales y
políticas con las cuales están en armonía. Otra de sus hipótesis
permanentes es que las pasiones sostienen, orientan acciones
políticas, votos, movimientos revolucionarios, y tienen por lo tanto
efectos, “consecuencias” históricas identificables. Será esencial
comprender la importancia de las pasiones “generales y dominan­
tes” que, en circunstancias particulares, aúnan las reacciones de
todos y orientan sus acciones. En estos términos está redactado,
por ejemplo, el título del capítulo II (libro ni) de El Antiguo
Régimen-, “De cómo la irreligión había podido convertirse en una
pasión general y dominante entre los franceses del siglo xvm, y qué
tipo de influencia tuvo ello sobre el carácter de la Revolución”.8
La hipótesis fundamental de Tocqueville es que para compren­
der las pasiones políticas, hay que relacionarlas con el “estado
social”, es decir, toda la organización sociopolítica. Podemos verlo
muy particularmente en la distinción que no deja de hacer entre
la sociedad del Antiguo Régimen, la sociedad aristocrática y la
democracia. Se verá que los sentimientos y las pasiones son
esencialmente diferentes en el régimen aristocrático y en la
sociedad democrática.

7 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., 1.1, pp. 247, 407.


8 A. de Tocqueville, L’Ancien Régime..., op. cit., 1.1, p. 202.
EL ANTIGUO RÉGIMEN
DE LAS PASIONES POLÍTICAS

El rasgo fundamental del estado social en el régimen aristocrático


es para Tocqueville la desigualdad de las condiciones. El pueblo, el
Tercer Estado y la nobleza forman la división y la jerarquía
tradicional de esta sociedad de castas (o, como también dice
Tocqueville, de “clases”). En una sociedad así dividida, en la que las
posiciones de cada uno son hereditarias, cabe esperar que
las diferentes castas tengan su propia sensibilidad y sus propias
pasiones. A este análisis de las pasiones de las castas se aplica
particularmente el principio de Tocqueville que sostiene que, más
que las sensibilidades individuales, lo que conviene considerar
aquí son las clases: “Sin duda, me pueden oponer los individuos; yo
hablo de las clases, y sólo ellas deben interesar a la historia”.9 Esta
observación aclara perfectamente el sentido de este análisis de las
pasiones colectivas. Tocqueville no niega en modo alguno que
ciertos individuos puedan no compartir la sensibilidad de su casta,
pero estima que las condiciones generales “empujan” a la mayoría
a experimentar pasiones idénticas y por lo tanto hay plenas
razones para desechar esas excepciones y considerar las sensibili­
dades comunes a la gran mayoría de los miembros de una clase.
Tocqueville destaca la estabilidad y duración del sistema social
aristocrático y el acostumbramiento que esta permanencia tendía
a imponer a los diferentes órdenes. Así, se inducía a cada uno de
éstos a sentir y aceptar su lugar como natural. La extrema
diversidad de los rangos y roles hacía que cada orden tuviera, en
cierto modo, sus propios placeres y sentimientos:

Cuando el poder real, apoyado en la aristocracia, gobernaba


apaciblemente los pueblos de Europa, la sociedad, en medio de sus
miserias, gozaba de varios géneros de felicidad que en nuestros
días resulta difícil concebir y apreciar.10

El pueblo, al no poder imaginar otro sistema social, expresaba


su cólera contra los impuestos excesivos y dirigía su furia contra los
agentes encargados de recaudarlos, pero no se sublevaba contra el
orden establecido, pese a la gran disparidad de condiciones. En
dicho pueblo, en el que cada comunidad tenía su propia dignidad,
“se encontraban pasiones enérgicas, sentimientos generosos, creen-

9 Ibid., p. 179.
10 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., 1.1, p. 44.
cías profundas y salvajes virtudes”.11 En cuanto al cuerpo social en
su conjunto, constituía entonces una gran unidad asegurada,
en particular, por la presencia monárquica; la sociedad formaba
una “cadena” ininterrumpida desde el campesino hasta el rey: “La
aristocracia había hecho de todos los ciudadanos una larga cadena
que se remontaba del campesino al rey”.12
En este encadenamiento de los sentimientos, en efecto, el lugar
del monarca es esencial. Revestido de un carácter divino, el rey
podía aparecer ante todos como infalible, y suscitaba con ello amor
y respeto:

Bajo la antigua monarquía, los franceses daban por sentado que el


rey no podía fallar jamás; y cuando hacía mal las cosas, pensaban
que la culpa era de sus consejeros. Esto facilitaba maravillosamen­
te la obediencia. Se podía murmurar contra la ley sin dejar de amar
y respetar al legislador.13

Tocqueville suma a este análisis de los respetos que rodeaban


al rey observaciones sobre la reciprocidad de los sentimientos
políticos entre el soberano y sus súbditos. Señala, en efecto, que el
respeto que se le manifestaba inducía al rey a reaccionar con
benevolencia: “los reyes, que por otra parte se sentían, a los ojos
de la multitud, revestidos de un carácter casi divino, extraían del
respeto mismo al que daban origen la voluntad de no abusar de su
poder”.14
Esta circularidad de los sentimientos define una configuración
afectiva totalmente diferente de la que se establecerá en el
régimen democrático; en la monarquía, el poder está situado en
una relación de carácter paternalista: el rey se inclina a ejercer un
poder moderado y calmo, a imagen del pastor que guía su rebaño.
En una sociedad así, el respeto recíproco era un sentimiento
dominante y asumía múltiples formas. El pueblo, que consideraba
como natural el poder de los nobles, solía respetarlos e incluso
amarlos cuando eran “clementes y justos”, y los nobles, al no
sentirse amenazados, se inclinaban a respetar a sus inferiores:

Como el noble no pensaba que alguien quisiera arrancarle unos


privilegios que creía legítimos y el siervo consideraba su inferiori­
dad como un efecto del orden inmutable de la naturaleza, es
concebible que haya podido establecerse una especie de benevo-

11 Ibid., p. 45.
12 Ibid., t. II, p. 145.
13 Ibid., 1.1, p. 371.
14 Ibid., p. 44.

1 7R
Las pasiones aristocráticas

Cuando el poder real, apoyado en la aristocracia, gobernaba


apaciblemente los pueblos de Europa, la sociedad, en medio de sus
miserias, gozaba de varios géneros de felicidad que en nuestros
días resulta difícil concebir y apreciar.
El poderío de algunos súbditos alzaba barreras insuperables a la
tiranía del príncipe; y los reyes, que por otra parte se sentían, a los
ojos de la multitud, revestidos de un carácter casi divino, extraían
del respeto mismo al que daban origen la voluntad de no abusar de
su poder.
Situados a una distancia inmensa del pueblo, los nobles, sin
embargo, tenían por la suerte de éste esa especie de interés
benévolo y tranquilo que el pastor otorga a su rebaño; y, sin ver en
el pobre a su igual, velaban por su destino, como si fuera un
depósito puesto en sus manos por la Providencia.
Como no había concebido la idea de otro estado social que el suyo
y no imaginaba que jamás pudiera igualar a sus jefes, el pueblo
recibía sus favores y no discutía sus derechos. Los amaba cuando
eran clementes y justos, y se sometía sin esfuerzo ni bajeza a sus
rigores, como si fueran males inevitables que les enviaba la mano
de Dios. Por otra parte, los usos y costumbres habían fijado límites
a la tiranía y fundado una especie de derecho en medio mismo de
la fuerza.
Como el noble no pensaba que alguien quisiera arrancarle unos
privilegios que creía legítimos y el siervo consideraba su inferiori­
dad como un efecto del orden inmutable de la naturaleza, es
concebible que haya podido establecerse una especie de benevo­
lencia recíproca entre esas dos clases tan diferentemente dotadas
por la suerte. Se veían entonces en la sociedad desigualdad y
miserias, pero en ella las almas no estaban degradadas. [...]
De un lado estaban los bienes, la fuerza, el ocio, y con ellos la
búsqueda del lujo, los refinamientos del gusto, los placeres del
espíritu, el culto de las artes; del otro, el trabajo, la grosería y la
ignorancia.
Pero en el seno de esta muchedumbre ignorante y grosera se
encontraban pasiones enérgicas, sentimientos generosos, creen­
cias profundas y salvajes virtudes.
El cuerpo social así organizado podía tener estabilidad, poderío y
sobre todo gloria.

La democracia en América,
1.1, Introducción

177
lencia recíproca entre esas dos clases tan diferentemente dotadas
por la suerte.13

En cuanto a los nobles, en una sociedad en la que las relaciones


de desigualdad se emparentaban con las relaciones familiares y en
donde aparecían como protectores del pueblo, su pasión dominante
no era el amor a los bienes materiales sino el honor y la defensa de
las libertades contra las eventuales usurpaciones del poder real.
Esta pasión tradicional por los “hechos elevados” y las imágenes de
gloria militar tenía consecuencias para todo el cuerpo social, así
inducido a apartarse de los bienes materiales y el dinero en
beneficio de las “nobles” causas.
Por último, todos esos vínculos afectivos resultaban legitima­
dos y fortalecidos por la adhesión a la religión que, mediante las
amenazas y los llamados al amor sagrado, alimentaba los senti­
mientos favorables al respeto de las jerarquías y el orden estable­
cido. Así, como lo resume Tocqueville en una fórmula sintética,
todos estos elementos se conjugaban para mantener la cohesión
del cuerpo social e impedir su transformación en tiranía:

La religión, el amor de los súbditos, la bondad del príncipe, el


honor, el espíritu de familia, los prejuicios provincianos, la cos­
tumbre y la opinión pública limitaban el poder de los reyes y
encerraban en un círculo invisible su autoridad.15 16

Hay que explicar, pues, por qué este orden social que en cierta
forma entrañaba un régimen de regulación de las pasiones pudo
degradarse y conducir, en Francia, a la Revolución de 1789. Hay
que explicar cómo se descompuso gradualmente ese régimen de los
sentimientos y las pasiones.

LA DESCOMPOSICIÓN
DE LOS SENTIMIENTOS ARISTOCRÁTICOS

La comparación entre la historia de Inglaterra y la de Francia da


pábulo a la reflexión de Tocqueville para poner en evidencia las
transformaciones de los sentimientos y las pasiones durante la

15 Ibid.
16 Ibid., t. ii, p. 461.
larga historia del debilitamiento de los Antiguos Regímenes, en la
que Inglaterra brinda el ejemplo de una transformación menos
violenta y en cierto modo menos apasionada. La hipótesis funda­
mental que elabora Tocqueville en su obra de 1856, El Antiguo
Régimen y la Revolución, se confunde con la historia de la centra­
lización administrativa y estatal en Francia y establece una
determinación multiforme entre esa centralización y el “malestar”
afectivo que se desarrolla en el país, en particular durante el siglo
xvm. La centralización, según Tocqueville, es la causa fundamen­
tal de la mutación de los sentimientos colectivos.
De todas maneras, antes de exponer todas las consecuencias de
esta causalidad sobre la evolución de los sentimientos y las
pasiones, hay que recordar que Tocqueville, al mismo tiempo que
analiza ese proceso, subraya el peligro de pretender explicarlo todo
mediante una sola causa. Afirma su repugnancia por las explica­
ciones simples, incapaces, en su opinión, de rendir cuentas de la
complejidad histórica:

Por mi parte, odio esos sistemas absolutos que hacen depender


todos los acontecimientos de la historia de grandes causas prime­
ras, vinculadas unas a otras por una cadena fatal, y que, por así
decirlo, eliminan a los hombres de la historia del género humano.17

Lo importante, al contrario, es descifrar en la mayor medida


posible “ese entrelazamiento de causas secundarias” donde hasta
el azar tiene su lugar, aun cuando lo hagan viable “los hechos
anteriores, la naturaleza de las instituciones, el estado de las
costumbres”. Es importante, como también lo señala, “discernir
nítidamente qué sucede en el alma del pueblo”. Tocqueville advier­
te en la larga historia previa a la Revolución una evolución no
querida, ni prevista ni dirigida, marcada por la profundización de
la separación de las clases y su relativo encierro en sí mismas. Esta
separación lenta y progresiva debía tener un efecto destructivo
sobre los sentimientos tradicionales de benevolencia recíproca.
El desplazamiento de las familias nobles hacia la corte ilustra
con claridad este debilitamiento de la benevolencia. Convocados
por el poder central a residir en la corte, los nobles advirtieron que
se les quitaban gradualmente sus responsabilidades políticas, y
por consiguiente se debilitó su interés con respecto a sus campesi­
nos. Al situar en lo sucesivo sus ambiciones en la conquista de roles
prestigiosos junto al rey, se desinteresaron cada vez más de las

17 A. de Tocqueville, Souvenirs, op. cit., p. 761.


poblaciones que antaño tenían a su cargo. Este absentismo de
hecho entrañó una forma extrema de indiferencia que Tocqueville
propone llamar “absentismo de corazón”.18 Cita como ejemplo las
cartas en que Mme. de Sévigné informa a su hija de los suplicios
infligidos a los campesinos sublevados, sin manifestar la más
mínima compasión hacia las víctimas. Como ya no tenían relacio­
nes de responsabilidad para con sus campesinos, los nobles ya no
veían en éstos sino a inferiores y, eventualmente, enemigos.
Esta indiferencia con respecto al pueblo gana también a los
miembros de posición acomodada del Tercer Estado. Estos, en
efecto, abandonan el campo y se afanan por comprar cargos,
“plazas” que permitan obtener el reconocimiento real y la exención
de todos los impuestos o parte de ellos. Ese proceso prosigue incluso
en la ciudad: “El mismo pueblo que vive con los burgueses en el
recinto de la ciudad se vuelve extraño, casi enemigo”.19 A partir de
ello, todo el cuerpo social pierde poco a poco los vínculos afectivos
de reciprocidad que aseguraban su unidad. La clase noble tiende
a convertirse en una casta, las clases medias se separan del pueblo,
cada corporación tiende a encerrarse celosamente en sí misma y se
obstina en conseguir algún nuevo privilegio:

Estos diferentes cuerpos, aunque muy pequeños, se empeñan sin


cesar en reducirse aun más [...] su personalidad no puede ser más
viva y su talante más pendenciero. Cada uno está separado de los
otros por algunos pequeños privilegios [...]. Entre ellos se libran
luchas eternas por la precedencia.20

En ese contexto de individualismo generalizado en que cada


pequeño grupo no pensaba más que en sí mismo de acuerdo con
“una especie de individualismo colectivo”, el crecimiento de las
riquezas no podía sino fortalecer los sentimientos de envidia y
celos, y cada beneficio era experimentado como un objeto de codicia
por los otros grupos. Durante esos últimos años del Antiguo
Régimen, sin duda era entre el pueblo donde debían acumularse
los descontentos y las iras más violentas. En efecto, las cargas
fiscales más pesadas se concentraban en los más indigentes. No
obstante, Tocqueville no considera suficiente esta explicación de
carácter económico: procura demostrar que la cólera de los indi­
gentes se exasperaba a causa de injusticias específicas, privilegios
sentidos como absurdos, derechos particulares que resultaban

18 A. de Tocqueville, L’Anden Régime..., op. dt., 1.1, p. 178.


19 Ibid., p. 155.
20 Ibid., p. 157.
“odiosos”. Los derechos feudales eran entonces tanto más intolera­
bles por cuanto los nobles ya no ejercían funciones útiles y no
conservaban poderes de coacción. Para los campesinos que esta­
ban en condiciones de comprar tierras y se sentían embargados por
la pasión de la propiedad del suelo, esos derechos feudales eran
absolutamente aborrecibles. Tocqueville se demora particular­
mente en investigar por qué los campesinos, en vísperas de la
Revolución, sentían un odio semejante hacia los derechos feudales
y subraya la paradoja histórica de que la Revolución, cuyo objetivo
fue destruir las instituciones feudales, se produjera en Francia y no
en Alemania, donde el peso de éstas era mucho más agobiante.21
Vale decir que ese odio exige una explicación particular, que no
podría encontrarse exclusivamente en las condiciones de vida de
los campesinos, porque situaciones más opresivas no engendraron
fuera de Francia una hostilidad comparable. Tampoco puede
explicarlo el mero aumento de las cargas, ya que una suba de los
impuestos puede tolerarse en una coyuntura determinada y expe­
rimentarse como intolerable en otra. Así, pues, para entender la
intensidad de los odios campesinos es conveniente desechar esas
explicaciones unilaterales y considerar la percepción de esos mis­
mos campesinos y sus apegos. También conviene superar los
propios hábitos mentales y esforzarse, en cierto modo, por hacerse
una imagen de esa configuración afectiva poniéndose en el lugar
de los interesados: “Imaginaos la condición, las necesidades, el
carácter, las pasiones de este hombre, y calculad, si podéis, los
tesoros de odio y envidia que se amasaron en ese corazón”.22
En esta perspectiva general, es posible imaginar el sentimiento
extremo de odio que podía experimentar un campesino, converti­
do, al precio de enormes sacrificios, en propietario de su tierra, y
que se veía obligado a pagar numerosos derechos a unos nobles a
los que percibía como inútiles e irresponsables. La irritación,
entonces, provenía menos del monto exacto de esos derechos que
del carácter insoportable de la obligación injustificada de privarse
en beneficio de un poder percibido como absolutamente arbitrario.
Este análisis también se aplica en gran medida a la religión y
la hostilidad extrema de que era objeto a fines del siglo xviii en
Francia. Este odio contra la religión cristiana y las religiones
en general exige igualmente una explicación específica, ya que la
irreligión constituía una “pasión general y dominante” en la Francia
del siglo xviii: “En ninguna parte era todavía la irreligión una

21 Ibid.., pp. 99-106.


22 Ibid., p. 106.
pasión tan general, ardiente, intolerante y represiva como en
Francia”.23
Tocqueville identifica aquí dos grandes causas, una general, la
otra particular. La causa general es la indicada en el análisis
anterior sobre el odio campesino hacia los derechos feudales: en la
medida en que la Iglesia era partícipe de la nobleza y sus abusos
de poder, se la asimilaba, al menos en el caso del alto clero, al
comportamiento vergonzoso de aquélla. Pero Tocqueville elabora
una causa más particular concerniente a los filósofos de las Luces
y esboza al respecto una sociología de los intelectuales franceses
del siglo xviii. En el régimen de centralización política de esa época,
estas “gentes de letras” no tenían ninguna autoridad reconocida y
no cumplían ninguna función pública; no se mezclaban en modo
alguno con los asuntos políticos cotidianos, como ocurría en Ingla­
terra. En esa situación de distanciamiento con respecto a los
problemas reales de lo político, se sentían inclinados a elaborar
sistemas generales y abstractos, a hacer de la crítica de las
Constituciones su ocupación privilegiada y a oponer, al espectácu­
lo de los abusos habituales, el sueño de una nueva sociedad
fundada exclusivamente en los principios de la razón y la ley
natural.

Se hicieron así mucho más atrevidos en sus novedades, más


enamorados de las ideas generales y los sistemas, más desdeñosos
de la sabiduría antigua y más confiados aún en su razón indivi­
dual.24

Tocqueville sigue adelante preguntándose por qué logró esta


pasión de la gente de letras comunicarse al público y cómo
pudieron sus “teorías generales y abstractas” convertirse en “el
tema de conversación de los ociosos” e inflamar su imaginación. Es
que la ignorancia que manifestaba la gente de letras de los
problemas reales de la política era también la del común. Si
los ciudadanos, al contrario, hubieran tenido que ocuparse diaria­
mente de la administración de los asuntos, “habrían adquirido
cierta práctica de los problemas que los hubiese prevenido contra
la teoría pura”.25

De ello se deducirán dos consecuencias. En primer lugar, la


difusión de las teorías abstractas a una gran audiencia entrañó

23 Ibid.., p. 202.
24 Ibid., p. 195.
25 Ibid.
una transformación tal del espíritu público que en lo sucesivo todos
los problemas se formularon en términos de “política literaria”:
“Cada pasión pública se disfrazó así de filosofía; la vida política fue
violentamente expulsada hacia la literatura”.26
Una segunda consecuencia fue que los hombres de letras
asumieron desde entonces la verdadera autoridad y se convirtie­
ron, en cierto modo, en los “principales hombres políticos del país,
verdaderos jefes de partido”; mutación de estatus que habría de
tener las mayores consecuencias sobre el desarrollo de la Revolu­
ción. Una pasión semejante por las ideas generales y abstractas
condujo necesariamente a hacer de la religión el poder más
aborrecido y de la irreligión una pasión dominante. En efecto, estos
escritores se enfrentaban en primer lugar con una autoridad que
podía amenazar la suya y estaban expuestos al “semiapremio”
que se oponía entonces a los enemigos de la Iglesia. En realidad,
las medidas vejatorias de que eran víctimas no hacían otra cosa
que sostener su polémica: “Las persecuciones de que eran objeto,
casi siempre lentas, ruidosas y vanas, parecían tener por meta
menos apartarlos de la escritura que incitarlos a ella”.27 La
vivacidad de esta polémica contra la religión hizo que se difundie­
ra entre el público como había sucedido con el gusto por la “política
literaria”, y la irreligión se convirtió así en una pasión “general y
dominante”.

EL TIEMPO
DE LAS PASIONES REVOLUCIONARIAS

Las páginas inconclusas consagradas a la Revolución y los Recuer­


dos en los que Tocqueville rememora su experiencia directa de la
revolución de 1848 analizan los momentos extremos de las pasio­
nes políticas, los períodos en que éstas tuvieron las mayores
consecuencias históricas. Es verdaderamente en ellos cuando la
relación entre las ideas, las pasiones y las acciones es más estrecha
y discernible. Entonces puede comprobarse, por ejemplo, “de qué
manera las teorías generales, una vez admitidas, logran transfor­
marse ineluctablemente en pasiones políticas y actos”.28

26 Ibid., p. 196.
21 Ibid.,p. 205.
2SIbid.,p. 196.
Y en la celeridad de los acontecimientos y los cambios, en la
incertidumbre en que se encuentran los actores, van a producirse
conjunciones, confusiones, violencias completamente contenidas
en las intensidades pasionales. Así, la pasión por la irreligión es
una dinámica esencial de la Revolución de 1789 y determina su
curso.
En vísperas de la Revolución, afirma Tocqueville, el mundo
político parecía dividido en dos “provincias” completamente sepa­
radas. En una, los dirigentes administraban de conformidad con
las reglas de rutina, en la otra se construía una “sociedad imagi­
naria” donde todo parecía equitativo y “conforme a la razón”.29 De
ese modo, Tocqueville opone dos universos, dos “provincias”,
situados en dos planos totalmente diferentes, el de la gestión
administrativa despojada de pasión y fuerza, y el de lo imaginario.
Es en este segundo universo donde tienen cabida los entusiasmos
y los sueños, y sin duda es este universo sostenido por la pasión
común el que va a destruir el primero: “Se desinteresaron de lo que
era para soñar con lo que podía ser, y vivieron por fin a través del
espíritu en esa ciudad ideal que habían construido los escri­
tores”. 30
Así, pues, hay que reconocer a la utopía una verdadera fuerza
social que participa en la acción y otorga a los actores una energía
y una cohesión provisorias. Los primeros años de la Revolución
tuvieron entonces la guía de ese imaginario utópico y apasionado,
que destruía con una extraña facilidad un orden social de dos siglos
de antigüedad.
Esta utopía apasionada era compartida por los primeros jefes
de la Revolución, y no sin consecuencias sobre su acción política.
Para Tocqueville, en efecto, los hombres que hicieron la revolución
alcanzaron una verdadera fe, un conjunto de sentimientos e ideas
que los llevó más allá de los egoísmos y los hizo adherir apasiona­
damente a su obra:

creían en sí mismos. No dudaban de la perfectibilidad, del poderío


del hombre; se apasionaban de buen grado por su gloria, tenían fe
en su virtud [...]. Esos sentimientos y pasiones se habían conver­
tido para ellos en algo así como una especie de nueva religión que,
al producir algunos de los grandes efectos que producen las
religiones, los arrancaba al egoísmo individual y los empujaba al
heroísmo y la abnegación.31

29 Ibid., p. 199.
30 Ibid.
31 Ibid., pp. 207-208.
En ese ímpetu revolucionario, la lucha contra la religión esta­
blecida era por lo tanto una dimensión esencial, porque la Revolu­
ción era verdaderamente impulsada por una “nueva” religión
antagónica. El carácter utópico de la Revolución se revela precisa­
mente en ese combate, puesto que, según Tocqueville, la irreligión
no era su verdadera apuesta ni su obra esencial. En realidad, y
más allá de las ilusiones apasionadas de los revolucionarios, su
obra se inscribía en el inmenso movimiento histórico que destruye
las antiguas estructuras y, a través de múltiples obstáculos, conflic­
tos y contradicciones, empuja hacia la “igualdad de condiciones”.
Pero lo que muestran vigorosamente esas situaciones revolu­
cionarias, es hasta qué punto las pasiones políticas, ya se trate de
la utopía apasionada de 1789 o, al contrario, de las pasiones del
miedo de 1848, participan en el movimiento y la realidad de la
historia. Es cierto, no “hacen” solas la historia, porque el vasto
movimiento señalado por Tocqueville es el de un inmenso devenir
social, económico y político, que supera los obstáculos de todo tipo
y también las pasiones políticas que se oponen provisoriamente a
él. Las pasiones humanas no trazan las grandes líneas de la
historia, pero intervienen efectiva y contradictoriamente según su
fuerza o su contenido para frenar su curso, favorecerlo, oscurecer
la acción de los hombres o llevarla al heroísmo.

LAS PASIONES DEMOCRÁTICAS

El objetivo de los dos volúmenes de La democracia en América es


poner en evidencia los rasgos esenciales de la democracia oponién­
dolos a los de la aristocracia, destacar la originalidad del “estado
social” democrático en oposición al “estado social” aristocrático y
luego, en el segundo volumen, examinar los riesgos que implica un
régimen de esa naturaleza. Así como analizó las pasiones domi­
nantes de la aristocracia, Tocqueville va a interrogarse extensa­
mente sobre las pasiones propias de la democracia y los peligros
que las evoluciones de esas pasiones pueden representar para el
mantenimiento de ese régimen. Se trata con seguridad de la parte
más fecunda y original de sus trabajos; también aquella donde la
problemática de las pasiones es más decisiva porque, en su
opinión, la suerte de la democracia y su eventual fracaso en un
nuevo despotismo dependerán del destino de las pasiones por la
igualdad y la libertad.
Empero, antes de llegar a esa tesis, es importante seguir a
Tocqueville en su descripción sociopolítica del “estado social”
democrático, porque es este estado de la sociedad el que condiciona
la naturaleza de las pasiones dominantes y su fuerza relativa. Su
tesis fundamental es que la democracia es ante todo el régimen
político que corresponde al “estado social” caracterizado por la
“igualdad de condiciones”.32 Esta tesis, con la que se inicia el
primer volumen de La democracia en América, opone radicalmen­
te la aristocracia a la democracia: mientras que la primera separa
en clases, castas o corporaciones, la segunda coloca a todos los
individuos en una misma condición de principio, e implica con ello
relaciones sociales radicalmente diferentes. En un estado social de
esa naturaleza, las pasiones propias de la aristocracia, pasiones
del honor y la gloria, tienden a desaparecer; por otra parte, como
se incita a los individuos a no preocuparse más que por sus
intereses personales, cabe preguntarse si las pasiones políticas no
van a experimentar una declinación relativa. Para responder a este
interrogante, Tocqueville se propone describir las conductas concre­
tas de los ciudadanos, en su comuna, su familia, su religión, su partido
político. Al considerar esas prácticas podrá comprenderse la natura­
leza y la génesis de las pasiones dominantes en la democracia.
Sin pretender describir todas las prácticas locales de los ciuda­
danos estadounidenses, Tocqueville da como ejemplo la vida de
una comuna de Nueva Inglaterra y muestra que la gestión de los
asuntos comunales no recae en un representante del Estado
central, sino en los mismos ciudadanos de la comuna. A sus ojos,
este ejemplo es fundamental y pone de relieve la gran distancia
que separa a un régimen político centralizado de un régimen
descentralizado. Mientras que en el primero los ciudadanos se
remiten pasivamente a las decisiones de un Estado lejano, en el
segundo intervienen activamente en la gestión cotidiana de su
ciudad y se niegan a dejar las cosas en manos de sus representan­
tes. En la comuna que Tocqueville pone como ejemplo, los ciuda­
danos sienten por su ciudad un verdadero “afecto”, ambicionan
cumplir un papel y ser reconocidos y hacen de ella el verdadero
ámbito de sus adhesiones afectivas.

Las libertades locales, que hacen que un gran número de ciudada­


nos aprecien el afecto de sus vecinos y allegados, juntan sin cesar
a los hombres, a despecho de los instintos que los separan, y los
fuerzan a ayudarse unos a otros.33

32 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., 1.1, p. 37.


33 Ibid., t. II, p. 151.

1RR
El estado social democrático transforma profundamente la
vida familiar. Los lazos de respeto y los sentimientos de identidad
que asociaban a los numerosos miembros y las generaciones de
una gran familia jerárquica desaparecen. El afecto se encierra en
los límites de la pequeña célula de padres e hijos y el individualis­
mo produce sus efectos hasta dentro de la familia. Pese a ello, los
afectos no desaparecen: se restringen a los vínculos naturales, la
autoridad del padre es más débil y una mayor confianza une a los
padres y sus hijos pequeños.
Esta gran transformación caracterizada por el fortalecimiento
del individualismo tiene consecuencias comparables en el dominio
de las religiones. Precisamente porque pierde su poder político y su
influjo exclusivo, la religión puede volver a ser un ámbito de
adhesión y también un vínculo entre los ciudadanos consagrados
al mismo culto. Tocqueville señala que en la década de 1830 la
práctica religiosa es intensa en Estados Unidos, y que la democra­
cia, lejos de poner obstáculos a las religiones, puede encontrar en
ellas un sostén en el respeto recíproco de las creencias.
Así, las costumbres propias de la democracia hacen desaparecer
las poderosas pasiones personales que atravesaban la vida cotidia­
na de la aristocracia. Como lo advierte Tocqueville, una observa­
ción superficial de la vida en democracia puede dar la impresión de
una existencia relativamente “apagada”34 en que ciudadanos poco
diferenciados unos de otros, iguales en condición, yuxtaponen sus
individualismos sin pasiones enérgicas. Comparada con las diver­
sidades y contrastes de la aristocracia, la vida cotidiana en demo­
cracia parece, en efecto, monótona, pero son otras las pasiones que
la agitan.
En ella se suscitan muchas emociones, en gran medida artifi­
ciales, que dan a lo cotidiano una vivacidad desconocida en las
aristocracias. En estas últimas, el poder central se preocupa por
las críticas de la prensa y tiende a frenarlas, si no a sofocarlas. La
democracia, al otorgar libertad de expresión a los órganos periodís­
ticos, hace posibles las críticas más virulentas, la invención coti­
diana de llamamientos aparentemente perturbadores. En ella se
exhiben “pasiones periodísticas” que contrastan con la dignidad de
las aristocracias. Los diarios, ávidos de atraer la atención de los
lectores, se valen de todos los procedimientos de la provocación y
dan a la vida pública una vulgaridad desconocida en las aristocra­
cias. Los “gustos destructivos”35 de la prensa debilitan las adhesio­

34 Ibid., 1.1, pp. 148, 163.


3iIbid.,p. 278.
nes políticas y crean un clima de agitación emocional permanente.
Esta agitación no se refiere necesariamente a verdaderos problemas,
sino que genera más “pasiones ficticias” que grandes causas políticas.
La vida política no está menos recorrida por sentimientos vivos
y cambiantes, ritmados por el calendario electoral. Tocqueville
escoge el ejemplo de la elección presidencial y muestra cómo
suscita una verdadera “crisis nacional”.36 Es cierto que concierne
poco al interés de la mayoría de los ciudadanos, pero el hecho de
que se ponga enjuego el interés general hace que la elección asuma
un “carácter de importancia”. Además, los partidos experimentan
entonces la necesidad de agruparse en torno de un candidato y de
valerse de él como un símbolo. Por ello, la elección presidencial se
convierte, mucho antes de la fecha fijada para su realización, en la
gran cuestión que ocupa todas las mentes: “Las facciones redoblan
entonces su ardor; todas las pasiones ficticias que puede crear la
imaginación en un país dichoso y tranquilo, se agitan en ese
momento a plena luz del día”.37
La demagogia alcanza entonces su punto culminante. Para
lograr su elección o reelección, el candidato se pliega (“se proster­
na”) a la mayoría de los electores y “corre al encuentro de sus
caprichos”. Cuanto más se acerca la fecha de la elección, más se
dividen los ciudadanos en dos campos, más activas se tornan las
intrigas, más se incrementa la “agitación”: “La nación entera cae
en un estado febril”.38 La vida política asume el cariz de una
“tempestad”.
Sin embargo, una vez conocidos los resultados, se apaciguan
todas las emociones, vuelve la calma y desaparece el ardor colec­
tivo. La vida política en democracia tiene, entonces, una tempora­
lidad afectiva sin relación con la inmovilidad de las aristocracias.
La democracia es poco propensa a experimentar las grandes pa­
siones de los levantamientos revolucionarios; es propicia a las
pasiones artificiales y, periódicamente, a las crisis emociona­
les nacionales. Está sujeta a una fluidez afectiva desconocida en
las aristocracias.
Habida cuenta de todas estas consideraciones sobre el estado
social y político de la democracia, Tocqueville se propone averiguar
cuáles son las pasiones generales y dominantes en ella, y cuáles
sus evoluciones previsibles. En su opinión, esta cuestión es esen­
cial porque permitirá considerar el porvenir de la democracia y la

36 Ibid., p. 212.
37 Ibid., p. 213.
33 Ibid.

i ri ri
naturaleza de sus peligros internos. Para responder a ella, distin­
gue tres pasiones dominantes y de naturaleza diferente: la del
“bienestar” y los bienes materiales, la de la igualdad y, por último,
la de la libertad. Analiza las tres pasiones y se propone poner de
relieve las consecuencias de sus contradicciones.
Por pasión del “bienestar” Tocqueville entiende a la vez la
pasión por el dinero que hace posibles la adquisición y el “gusto por
los goces materiales”, la avidez de la holgura y las riquezas. En la
aristocracia, esta pasión no tenía en modo alguno la importancia
que cobra en la democracia: el sentido del honor y las distinciones
de castas limitaban su poder y hacían que se la tuviera por
sospechosa. La democracia, al instituir el principio de la igualdad,
libera los diversos géneros de avidez y permite, en particular, que
la clase media compense su antigua inferioridad y expanda su
pasión a todas las clases sociales. La pasión por el dinero, la
codicia, el furor del lucro, son claramente efectos particulares y
característicos del estado social democrático.
Que se trata de deseos mucho más que de teorías o de creencias
dominantes, lo atestigua con nitidez el hecho de que esta pasión
por el bienestar casi no dé lugar a discusiones o legitimaciones. Es
mucho más notoria en la energía de las empresas, los esfuerzos, las
preocupaciones, por su omnipresencia:

entre todas las pasiones originadas o favorecidas por la igualdad,


hay una a la que ésta hace particularmente viva y pone al mismo
tiempo en el corazón de todos los hombres: el amor al bienestar. El
gusto por el bienestar es algo así como el rasgo saliente e indeleble
de las épocas democráticas.39

En verdad se trata, prosigue Tocqueville, de una “pasión ma­


dre” contra la cual no puede oponerse en democracia ninguna
fuerza eficaz. Sus consecuencias son indefinidas: legitima el traba­
jo y lo estimula, insta a preocuparse por la utilidad y aparta de las
especulaciones teóricas, multiplica las ambiciones y comunica a
toda la vida social el clima de agitación y movilidad característico
de las democracias. En lo que se refiere al ciudadano, esta pasión
no le aporta la serenidad aristocrática, sino más bien el “tormento”
de la insatisfacción, porque el deseo de adquirir es insaciable y
alimenta una inquietud permanente.
Quedará por examinar si una pasión semejante puede amena­
zar el mantenimiento de la democracia.

39 Ibid., t. II, p. 44.

ion
La segunda pasión que distingue Tocqueville, la pasión por la
igualdad, se inscribe en los fundamentos mismos de la democracia
ya que ésta, en oposición a la aristocracia, se define por su
igualdad. Así, la pasión por la igualdad no es exactamente un
efecto de la democracia: le es inherente, la sostiene desde su
formación y no deja de renovarla y nutrirla. “La primera y más
viva de las pasiones a que da origen la igualdad de condiciones es,
no hace falta que lo diga, el amor por esa misma igualdad.”40 Más
que la pasión por los bienes materiales, que se vive como una
evidencia, el amor a la igualdad se formula en teorías y discursos.
No obstante, también es una pasión y se la experimenta en
múltiples placeres cotidianos:

La igualdad proporciona cada día una multitud de pequeños goces


a cada hombre. Sus encantos se sienten en todo momento y están
al alcance de todos; los corazones más nobles no son insensibles a
ella, y las almas más vulgares la convierten en su deleite. Así,
pues, la pasión que despierta la igualdad debe ser a la vez enérgica
y general.41

También puede pasar por intensidades variables según los


momentos: cosa que se advierte en el período de debilitamiento de
una aristocracia, cuando las luchas intestinas conducen a la
instauración de una democracia. En esos momentos, los pueblos
llevan la pasión “hasta el delirio” y la buscan como el bien más
precioso. Su odio hacia la desigualdad, su furia contra los rangos
y las castas los vuelven entonces ciegos y sordos a cualquier otra
causa e incluso a sus propios intereses: “No digáis a los hombres
que al entregarse tan ciegamente a una pasión excluyente, com­
prometen sus más caros intereses: están sordos”.42 En los períodos
más serenos de la democracia, la pasión por la igualdad asume
formas diversas y eventualmente contradictorias. En el plano
político, empuja a algunos a igualarse a los mejores y buscar la
estima de los otros: “Hay en efecto una pasión viril y legítima por
la igualdad que incita a los hombres a querer ser fuertes y
estimados”.43 Pero una forma muy distinta de este amor a la
igualdad sólo conduce, al contrario, al sentimiento de la envidia, a
celar a los fuertes y perjudicarlos. Esta “envidia democrática” no
es una fuerza que carezca de consecuencias: puede transformarse

40 Ibid., p. 137.
41 Ibid., p. 140.
42 Ibid., p. 141.
43 Ibid., 1.1, p. 104.
en pasión destructiva y planteará el interrogante de si puede
llegar a poner en peligro la libertad.
La tercera pasión que analiza Tocqueville, la pasión por la
libertad, no tiene de ninguna manera la misma historia que
la pasión por la igualdad, ni su continuidad y poderío. En el
período de lucha contra la aristocracia, la vemos expresarse y
afirmarse contra los abusos y las injusticias del Antiguo Régimen
y se formula en las teorías y la crítica de los poderes establecidos.
Pero durante el período de conflicto, y más tarde en los esfuerzos
por instaurar la democracia, atraviesa fases de afirmación y
retroceso en una historia marcada por la precariedad: “La vemos
apagarse, luego renacer, más tarde apagarse una vez más y
después volver a renacer...”.44
Es que la pasión por la libertad no tiene en modo alguno las
mismas fuentes indefinidamente renovadas que sustentan la
pasión por la igualdad. Mientras que ésta encuentra múltiples
satisfacciones, nobles y vulgares y puede alimentarse de los
impulsos generosos y también de las bajezas de los celos, con lo que
contenta a los individuos más diferentes, la libertad es más
exigente y un poco frágil. Es, en verdad, una pasión, como se
comprueba en las luchas históricas libradas para instaurarla,
pero, para subsistir como una pasión fuerte y duradera, es necesa­
rio experimentarla, probarla como un “gusto sublime”.
Tocqueville lo explica largamente en un página de El Antiguo
Régimen en que se pregunta “dónde está la fuente de esta pasión
por la libertad política que, en todas las épocas, hizo hacer a los
hombres las cosas más grandes que haya realizado la humani­
dad”. 45 Descarta el simple “amor a la independencia” que no deja
de surgir cuando los males experimentados suscitan el “deseo del
autogobierno”. Este deseo no contiene necesariamente el verdade­
ro amor a la libertad. El descontento contra los males padecidos,
el deseo de deshacerse de ellos, pueden no estar ligados más que a
la insatisfacción debida a las privaciones materiales y desaparecer
una vez eliminados esos obstáculos. En ese caso, el deseo proviso­
rio de libertad no es más que un engaño: “parecía que amaban la
libertad, y resultó que no hacían sino odiar al amo”.
El verdadero amor a la libertad es de muy otra naturaleza: no
es un medio pasajero para deshacerse de unos males particulares,
sino que se construye contra la “dependencia” y la rechaza radical­
mente: “Lo que odian los pueblos nacidos para ser libres es el mal

44 A. de Tocqueville, L’Anden Régime..., op. dt., 1.1, p. 248.


4576id.,p. 217.

i oí
mismo de la dependencia”. Así, la libertad no es un instrumento para
obtener bienes o prestigios, no es un medio. Es un fin en sí mismo, y
quienes se consagran a ella experimentan placeres particulares, los
mismos que están ligados al placer único de ser libre:

Lo que en todas las épocas hizo que cautivara tan fuertemente el


corazón de algunos hombres son sus atractivos mismos, su propio
encanto, independiente de sus beneficios; el placer de poder
hablar, actuar, respirar sin restricciones, bajo el solo gobierno de
Dios y las leyes.

¿Ese “gusto sublime” puede ser objeto de análisis y explicacio­


nes o se trata de un placer en parte incomunicable? “No me pidáis
que analice ese gusto sublime; hay que sentirlo.”
Por ello, ¿no se trata de una pasión frágil y permanentemente
amenazada?

EL CONFLICTO DE LAS PASIONES


Y LA AMENAZA DE UN NUEVO DESPOTISMO

Existe por lo tanto un verdadero conflicto de las pasiones, que


asumió en la historia múltiples figuras y se renueva en el corazón
de la democracia, conflicto que es político en el sentido de que de
él depende el porvenir mismo de ésta. De su resultado se despren­
derá el mantenimiento de la democracia o su regresión a un nuevo
despotismo.
Ante el primer interrogante, si el amor por las riquezas
puede llegar a amenazar la libertad, Tocqueville evoca los
riesgos que puede provocar el fortalecimiento extremo de esta
pasión, pero no ve en ella un peligro fundamental para el futuro
de la democracia. Esta pasión, que es sin duda la dominante y,
según su expresión, la “pasión madre”, amenaza desviar y
absorber todos los espíritus y energías. Lo cual se comprueba en
el caso de la carrera política: no son los hombres más ardientes
e impetuosos quienes la eligen. En una sociedad en que la
pasión dominante es el amor a las riquezas, los más apasiona­
dos se vuelcan a la industria y dejan la suerte del Estado en
manos de los menos ardientes y competentes.46 De todas mane­

46 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., t. I, p. 310.

1 09
ras, esta pasión por la riqueza, al encauzar las energías hacia
el trabajo, también aleja el deseo de perjudicar al Estado. Una
de las consecuencias de este amor violento es por lo tanto
disuadir a los ciudadanos activos, que “trabajan sin descanso
en la ejecución de algún designio difícil e importante”, de la
intención de perturbar el orden público. Y así, gracias a una
aparente paradoja, la democracia, que favorece las pasiones y
crea un universo de intensa agitación, genera también las
condiciones de la tranquilidad pública. Más aún, en condiciones
favorables existe un “vínculo estrecho” entre la libertad y la
industria. La libertad democrática, en efecto, favorece las
asociaciones, autoriza las iniciativas, alienta las empresas
audaces y por ende es susceptible de beneficiar el trabajo y la
industria. Puede establecerse entonces una conciliación entre
el gusto por los goces materiales y el amor a la libertad.
Es una amenaza muy distinta la que plantea al futuro de la
democracia la intensidad del amor por la igualdad.
La supremacía de la pasión igualitaria sobre la de la libertad
tiene causas históricas profundas. Así, las naciones europeas
atravesaron una larga historia de igualdad: los reyes absolutos
intervinieron en la nivelación de sus súbditos y establecieron leyes
y usos favorables a la igualdad mucho antes de que se expresaran
los deseos de libertad. De tal modo, la igualdad había impregnado
los hábitos y las costumbres mucho antes de que apareciese la
aspiración a la libertad. Esta anterioridad y supremacía de la
pasión igualitaria es, en opinión de Tocqueville, una explicación
fundamental del desarrollo déla Revolución de 1789: “Los pueblos
democráticos aman la igualdad en todo momento, pero hay ciertas
épocas en que llevan hasta el delirio la pasión que sienten por
ella”.47 En esos períodos, los pueblos democráticos “tienen por la
igualdad una pasión ardiente, insaciable, eterna, invencible; la
quieren en la libertad y, si no pueden obtenerla, la quieren incluso
en la esclavitud”.
Lo que ponen de relieve esos períodos extremos no está ausente,
sin embargo, en las fases apacibles de la sociedad democrática. En
ellas, la oposición entre los deseos de igualdad y los deseos de
libertad no es, por cierto, visible y manifiesta. Forma parte de las
“causas ocultas”, de los “nudos” invisibles que el observador debe
descubrir. Ahora bien, se trata de un conflicto multiforme en el que
lo que está en juego es decisivo porque de su conclusión pueden
resultar la destrucción de la democracia y el advenimiento del

477bid.,t. II, p. 140.

193
Pasiones democráticas
y concentración del poder

También tuve oportunidad de mostrar de qué manera el amor


creciente al bienestar y la naturaleza móvil de la propiedad hacían
temer a los pueblos democráticos el desorden material. El amor a
la tranquilidad pública es a menudo la única pasión política que
conservan esos pueblos, y se vuelve en ellos más activa y poderosa
a medida que todas las demás se debilitan y mueren; esto dispone
naturalmente a los ciudadanos a dar sin cesar nuevos derechos al
poder central o dejar que éste los tome, ya que al parecer es el único
que, al defenderse a sí mismo, tiene el interés y los medios de
defenderlos de la anarquía.
Como en los siglos de igualdad nadie está obligado a prestar su
fuerza a su semejante ni tiene derecho a esperar un gran apoyo de
él, todos son a la vez independientes y débiles. Estos dos estados,
que no hay que considerar separadamente pero tampoco confun­
dir, dan al ciudadano de la democracia instintos muy contrarios.
Su independencia lo llena de confianza y orgullo entre sus iguales,
y su debilidad le hace sentir, de vez en cuando, la necesidad de una
ayuda ajena que no puede esperar de ninguno de ellos, pues todos
son impotentes y fríos. En esta situación extrema, es natural que
vuelva sus miradas hacia ese ser inmenso que se eleva único en
medio del abatimiento universal. Sus necesidades y sobre todo sus
deseos lo llevan sin cesar hacia él, y es a él a quien termina por
considerar como el sostén único y necesario de la debilidad
individual. [...]
Se puede decir igualmente que todo gobierno central adora la
uniformidad; ésta le ahorra el examen de una infinidad de detalles
de los que debería ocuparse si hubiera que hacer una regla para
cada hombre en vez de incluir a todos indistintamente bajo una
sola. Así, el gobierno ama lo que los ciudadanos aman, y odia
naturalmente lo que ellos odian. Esta comunidad de sentimientos
que, en las naciones democráticas, une continuamente en un
mismo pensamiento a cada individuo y el soberano, establece
entre ellos una secreta y permanente simpatía. Al gobierno se le
perdonan sus faltas en beneficio de sus gustos, la confianza pública
sólo lo abandona con pena en medio de sus excesos o sus errores
y vuelve a él cuando la llama. Los pueblos democráticos a menudo
odian a los depositarios del poder central; pero siempre aman ese
mismo poder.

La democracia en América,
t. II, IV parte, capítulo 3

194
despotismo. En ese combate, la pasión por la libertad no carece de
armas y respaldo. Múltiples pasiones secundarias intervienen
directa o indirectamente en su defensa: las pasiones pendencieras
de los partidos, las emociones artificiales creadas por los diarios,
las numerosas asociaciones políticas que deben tolerarse en su
oposición mutua. Asimismo, las instituciones políticas y jurídicas
sustentan hábitos y suscitan experiencias que cultivan los senti­
mientos de libertad. Lo cierto es que la amenaza se alimenta por
múltiples canales: el encierro del ciudadano en su trabajo o su
familia y el desarrollo impetuoso del individualismo que apartan
de los asuntos públicos; por otra parte, el espectáculo de las
desigualdades, la amargura de los fracasos y la bajeza de los celos
sostienen la insaciable pasión por la igualdad y no dejan de
alimentar el conflicto oculto contra la libertad.
Una tentación poderosa alimentada por esta pasión por la
igualdad es, para Tocqueville, la de ponerse en manos de un poder
centralizado que, al apaciguar los conflictos y desviar las iniciati­
vas difíciles, protegería a todos los ciudadanos gracias al desdibu-
jamiento insensible de sus libertades. Así, ese conflicto de las
pasiones encontraría su salida en la confluencia con la muy larga
historia de la centralización administrativa que, iniciada bajo el
Antiguo Régimen mucho antes de la Revolución de 1789, retoma­
ría su curso y conduciría a ese nuevo despotismo, ese “despotismo
suave” elevado por encima de los ciudadanos: “Por encima de éstos
se eleva un poder inmenso y tutelar, que se encarga por sí solo de
asegurar su gozo y velar por su suerte. Es un poder absoluto,
minucioso, regular, previsor y suave”.48 Ahora bien, esta amena­
za, así como el eventual funcionamiento de ese nuevo despotismo,
es claramente el resultado del conflicto de las pasiones y de sus
consecuencias. En efecto, la amenaza del despotismo administra­
tivo se deriva en gran parte del carácter insaciable de la pasión por
la igualdad y su reverso, el odio hacia toda desigualdad, que están
ligadas a la experiencia de la identidad de las condiciones. En la
medida en que los ciudadanos sean más sensibles a las desigual­
dades que a las limitaciones de su libertad, más deseosos de
protección que de respeto por su autonomía, se adaptarán con
mayor facilidad a un poder tutelar, protector de su seguridad y su
vida privada. El hecho de que puedan creer que ese poder se funda
en la soberanía del pueblo hace más apremiante la amenaza: los
ciudadanos aceptarían mucho más fácilmente la reducción de su
libertad en razón de haber sido ellos mismos quienes eligieron a

4876¿d.,p. 434.

195
sus dirigentes: “Se consuelan por estar bajo tutela pensando que
ellos mismos eligieron a sus tutores”.49
Puede advertirse así sobre qué resortes afectivos podría apo­
yarse el funcionamiento de ese nuevo despotismo. Este satisfaría
los deseos de igualdad y los odios dirigidos contra toda forma de
distinción. Permitiría al ciudadano encerrarse en los placeres
menudos de su vida privada y la agitación de su trabajo. Le
evitaría las responsabilidades políticas y lo dispensaría de la
preocupación de tener una patria. Y, gracias al dogma de
la soberanía del pueblo, el ciudadano se consolaría de los males
padecidos creyendo estar guiado por el pueblo mismo. El poder así
instaurado tendría sin duda algún amor al pueblo y velaría por los
placeres de los ciudadanos siempre que éstos no se opusieran a su
imperio; actuaría como un poder tutelar y reduciría a aquéllos a no
ser más que un “rebaño de animales tímidos y laboriosos”:

Se parecería a la potestad paterna si, como ésta, tuviera por


objetivo preparar a los hombres para la edad viril: pero, al
contrario, sólo procura fijarlos irrevocablemente en la infancia.

¿PARA QUÉ ESTRATEGIA POLÍTICA?

Tanto en La democracia en América como en El Antiguo Régimen,


Tocqueville no deja de recordar que no escribe con fines de pura
erudición, sino para extraer lecciones políticas y prácticas de esos
trabajos. La tesis que quiere demostrar en la obra sobre la
democracia es, por una parte, que la igualación de las condiciones
es ineluctable y entraña consecuencias generales, y, por la otra,
que toda acción política que procure oponerse a esta evolución y a
las nuevas pasiones generadas por ella será vana y nociva. De
modo que, en efecto, se pueden sacar conclusiones prácticas de
estas observaciones, y conclusiones políticas de ese conocimiento
de las pasiones.
Tocqueville agrega sin embargo que esta búsqueda de conclu­
siones prácticas se apoya también sobre una opción política, opción
que, en lo que le concierne, es apasionada y, simultáneamente,
meditada. No oculta su nostalgia por la aristocracia, pero procla­
ma su apego apasionado a la libertad:

49 Ibid., p. 435.
no tengo más que una pasión, el amor por la libertad y la dignidad
humana. Todas las formas gubernamentales no son a mis ojos sino
medios más o menos perfectos de satisfacer esta sagrada y legítima
pasión del hombre.50

Esta adhesión le parece fundada en las necesidades reales del


mayor número de personas y las de la democracia, aunque no
niega que su odio a la demagogia, su hostilidad contra la “acción
desordenada de las masas” y las tendencias irreligiosas son,
también, de orden afectivo. En su opinión, las adhesiones y los
principios políticos entrañan una dimensión pasional que da
cabida a su resolución.
La cuestión se plantea entonces en estos términos: ¿cómo actuar
política y lúcidamente desde el momento en que se hace la elección
meditada y apasionada de defender la causa de la libertad?
Todo el sentido de esas dos obras fundamentales es subrayar
que una acción política eficaz debe, ante todo, fundarse en el
conocimiento de las realidades históricas y su evolución. Todo
esfuerzo por restaurar la aristocracia sería una utopía nociva: la
igualación de las condiciones es una realidad y es en esta evolución
democrática donde importa actuar. El conocimiento de los peligros
internos a la democracia no es menos urgente. Desde el momento
en que se aprecian los peligros que representan las tendencias
democráticas a la anarquía por una parte, al absolutismo por la
otra, y las pasiones que empujan hacia esos límites, es urgente
actuar contra ellas para contenerlas o desviarlas.
Definidos los principios de acción, los medios a poner en
práctica son múltiples e incumben a la vez a las instituciones
políticas y judiciales, las condiciones del “estado social” y las
costumbres. No citemos más que algunos casos ejemplares. ¿Será
razonable elegir al presidente mediante el sufragio universal,
cuando se sabe que una elección así lleva las pasiones públicas a
un grado extremo? Parecerá prudente responder negativamen­
te.51 Del mismo modo, para impedir que crezca la sumisión al
poder administrativo centralizado, será esencial sostener resuel­
tamente los cuerpos intermedios que favorecen los apegos locales
y desalientan el apoyo masivo al poder. Será saludable, en ese
sentido, estimular las “pasiones descentralizadoras”. La multipli­
cación de las asociaciones políticas, ante la que se espantan
erróneamente los partidarios de la unidad civil, debería alentarse,

50 A. de Tocqueville, carta a Reeve del 22 de marzo de 1837, en Correspondance


anglaise, París, Gallimard, 1954, p. 37.
51 A. de Tocqueville, De la démocratie en Amérique, op. cit., t. I, p. 209.
pues es en su seno donde los ciudadanos pueden hacer uso de su
libertad y aprender a compatibilizar sus divergencias. Sucederá lo
mismo con la libertad de prensa, que deja de ser peligrosa cuando
los diarios son muchos, compiten unos con otros y acostumbran a
los ciudadanos al espectáculo de los debates y las divergencias.
Asimismo, las instituciones judiciales tienen una influencia
moderadora sobre las pasiones vengativas, ya que les oponen el
respeto de las formas. Este respeto obliga a los ciudadanos a
refrenar su impaciencia y los acostumbra a moderarse. Más aún,
la religión, al apartar a la conciencia de los meros intereses
individuales y los límites del individualismo, ejerce una acción
saludable y esenciamente liberal, cualquiera sea el dogma que
enseñe. En una democracia, donde las fuerzas que incitan al
egoísmo son las más vivas, la religión puede ayudar precisamente
a superar los aislamientos y dar al ciudadano “los sentimientos
que le faltan”.52
Las múltiples conclusiones prácticas, que se fundan en un
conocimiento de las pasiones y en la voluntad apasionada de
ponerles remedio, obedecen a un proyecto único, el de luchar
contra los “vicios” de la democracia, contra sus tendencias opues­
tas que la empujan a la anarquía y el despotismo. Pero se hace
claramente manifiesto que esa lucha no puede terminar; se inscri­
be en el incesante conflicto de las pasiones de la libertad contra el
despotismo: “Esos instintos siempre existirán, porque se despren­
den del estado social, que no cambiará”.53
En un régimen semejante, la lucha política en favor de la
libertad y contra las pasiones de la anarquía y el despotismo, es
una lucha permanente.

52 Ibid., p. 464.
53 Ibid., t. II, p. 449.

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