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LIBERTARIA DE LA FORMA
PARTIDO
PARA UNA AUTOCRÍTICA DE LAS FORMAS
ORGANIZATIVAS EN LA NUEVA IZQUIERDA
Hacia una reivindicación libertaria de la forma partido: Para
una autocrítica de las formas organizativas en la nueva
izquierda
21 Mar 2016
by admin
Daniel Bensaïd
Haciendo un balance de los años que nos separan ya del alzamiento zapatista o las
jornadas del año 2001 en Argentina, se impone extraer algunas conclusiones
programáticas sobre los nuevos formatos organizativos ensayados en una izquierda no
sólo latinoamericana, sino también mundial, que busca reinventarse y repensarse a sí
misma. Por un lado, hemos visto que los movimientos horizontalistas suelen rechazar
la disputa en las instituciones del Estado, privilegiando la lucha callejera y la
auto-organización en ámbitos temporalmente separados de la lógica capitalista. Sin
embargo ha quedado en evidencia que, tras algunos períodos pasajeros de fuerte
actividad social espontánea, las crisis abiertas por las luchas desde abajo tendieron a
canalizarse en el plano institucional y en relación con la democracia representativa.
Esto impone construir organizaciones preparadas también para intervenir en esas
instancias de resolución, capaces de responder a tiempos y formas que poco tienen que
ver con el asambleísmo y la horizontalidad. Este es un primer debate en términos de
eficacia, centrado en los límites de las políticas autónomas u horizontalistas a la hora
de encarar la cuestión del poder y el Estado. Ya se ha escrito y debatido bastante al
respecto en los últimos años.
Sin embargo, también se hace necesario apurar un balance autocrítico más profundo,
que excede el debate sobre la disputa del Estado o el poder y concierne en cambio a la
naturaleza de la organización política y su relación con la espontaneidad de la clase
trabajadora y los sectores populares. Tradicionalmente, el partido político es considerado
como una realidad artificial, que no brota espontáneamente de la vida popular y que se da
por tarea representar políticamente a los sectores subalternos y la clase trabajadora. Al
calor de la resistencia al neoliberalismo surgieron diversas organizaciones, no
necesariamente horizontalistas o autonomistas, que rechazaron la concepción del
partido como una realidad artificial y relativamente separada del espontaneísmo desde
abajo. Emergieron entonces “organizaciones de nuevo tipo” (movimientos populares,
coordinadoras de organizaciones de base y otras articulaciones político-sociales
intermedias) que reivindican un tipo de política pretendidamente más cercano al
espontaneísmo de la masa. Una serie de significaciones positivas se asociaron a esas
“nuevas” formas políticas: democracia de base, participación popular, protagonismo de
los de abajo, poder popular; al tiempo que los “viejos” partidos fueron investidos
negativamente (antidemocráticos, verticalistas, vanguardistas, artificiales).
En el contexto descrito se tendió a pensar la organización política en términos de
“sábana corta”: no se podría tener a la vez democracia y eficacia, autodeterminación y
dirección, espontaneidad y vanguardismo. Era preciso habitar los tiempos largos y
lentos de la construcción desde abajo, el asambleísmo y la escucha de todas las voces o
bien construir “aparatos” verticalistas, voraces de poder y representación,
estructurados como máquinas de ganar votos, asambleas o conciencias. Algunas
organizaciones (los autonomistas más puros) sostuvieron en términos principistas la
primera serie de opciones, lo que las condujo a la parálisis y, con el reflujo de la lucha
social, la simple desaparición o la insignificancia política. Otras, más dúctiles,
intentaron complementar aspiraciones espontaneístas y consideraciones de eficacia
(vistas como antagónicas) alcanzando soluciones de compromiso que redundaron en
movimientos populares, coordinadoras de organizaciones de base y otros formatos
organizativos que podemos llamar “intermedios” , esto es, político-sociales a la vez. Estas
organizaciones construyeron formas diversas de centralización sectorialbasadas en
procedimientos de delegación escalonada. Tal forma de centralización generó
orgánicas político-sociales que toman decisiones tácticas y estratégicas, intentan
caracterizar los cambios de etapa y los movimientos coyunturales (tareas estrictamente
políticas), etc.; pero lo hacen “ancladas” desde espacios de base diversos (territoriales,
sindicales, estudiantiles, etc.).
Intentaremos elaborar una discusión con las “orgánicas intermedias” gestadas en el
ciclo de luchas heredado para recuperar un argumento libertario en favor de la
concepción de partido de vanguardia. E s necesario impugnar la oposición construida
entre la forma-partido como portadora presunta de todos los vicios del dirigismo
vertical y la burocratización, de un lado, y las formas movimientistas o intermedias
como presuntos resguardos de una política más democrática y horizontal, del otro.
Creemos que la forma-partido no sólo no es como tal responsable de la
burocratización y el verticalismo de algunos partidos heredados sino que hay
fenómenos burocráticos de nuevo tipo que se enquistan en las organizaciones
intermedias o los movimientos populares y que podrían ser combatidos mediante una
vuelta a la concepción leninista del partido. No se trata de defender la concepción de
partido solamente porque es más eficaz p ara la lucha por el poder sino también porque es
más honesta en cuanto a su propia condición artificial y eso, mientras sea bien entendido,
expone a menos riesgos burocráticos.
Organización política y auto-actividad de la clase
Sostenemos que una organización política no puede ni debe ser la coagulación orgánica del
poder popular. Si el poder popular se construye en ámbitos de participación directa de
la clase trabajadora, sea en los territorios, lugares de trabajo, universidades, etc.,
entonces las organizaciones políticas permanecen necesariamente como algo diferente
y hasta cierto punto externo al poder popular como tal. No hay organización política
posible “compuesta” de poder popular establecido en el tiempo, cristalizado e
institucionalizado. Crear poder popular es una tarea militante y no una definición
orgánica. Una tarea como podría ser: construir sindicalismo combativo, disputar en la
arena institucional, militar en los barrios humildes, etc. Puede ser la tarea principal, la
que define estratégica y programáticamente a una organización, pero la creación de
poder popular es una actividad política de la organización y no su corazón orgánico.
Entendemos el poder popular como el conjunto de instancias en las que la clase
trabajadora y los sectores populares se apropian de un trozo de la realidad para
gestionarlo, organizarlo y dinamizarlo conforme sus propios intereses inmediatos e
históricos. En estas instancias de organización la clase se da a sí misma sus
instituciones, pelea por sus intereses, construye su propia ideología y se vuelve
protagonista de su propia historia. El poder popular también se asocia a la
participación directa en la toma de decisiones y los mecanismos asamblearios (aunque
también puedan incluir formas de delegación varias).
Una organización política puede, en un momento dado , apostar todas sus fuerzas a
construir poder popular, pero ella misma no debería tratar de “ser” el poder popular.
Una organización política nunca es el pueblo ni la clase expresándose espontáneamente,
sino una corriente diferenciada que disputa (o disputa y confluye) con otras en torno a
la dirección del conjunto. Una organización política es una realidad artificial que no brota
espontáneamente de la vida de la clase trabajadora sino que está separada de ella. La
artificialidad de la organización política se debe a varias razones, como que la
expresión espontánea de los sectores subalternos en sus luchas cotidianas tiende a
limitarse a las cuestiones reivindicativas inmediatas pero difícilmente alcanza
discusiones estrictamente políticas sobre el sentido y destino de la vida social en
conjunto, el acceso al poder o la estrategia para el cambio social. Las luchas cotidianas
tienen significación e importancia políticas, pero no reemplazan el nivel de la discusión y la
elaboración política propiamente dicha, no redundan inmediatamente en la apertura de un
horizonte socialista ni clarifican por sí un proyecto global de sociedad. De la dinámica
cotidiana de la vida del pueblo, incluso de la proliferación de luchas sectoriales, no
surge un proyecto político articulador. La articulación política supera la mera suma de
luchas particulares integrándolas en un proyecto que las incluye pero que las excede y que
no se deriva de ellas mecánicamente ni por adición. Es por eso que la política
(comprendida como el nivel de la orientación global y estratégica del conflicto de
clases) no está contenida en la lucha social, a la que en cambio debe sintetizar y rearticular
en un proyecto hegemónico. Luego, no es desde la vida cotidiana del pueblo, ni siquiera
desde la coordinación de luchas locales o sectoriales, que surge un proyecto político. El
nivel político excede la lucha social y necesita formatos organizativos, modos de pensar
la política y formas de construcción especiales, artificiales e independientes. Incluso la
coordinación de luchas sociales sectoriales se queda por detrás de la articulación
propiamente política, que siempre supone un grado de artificialidad y exterioridad
relativas ante las luchas particulares.
Podemos decir que, en términos estrictamente políticos, las clases subalternas se
convierten en sujeto a través de su representación. Los sectores populares devienen
sujeto político cuando asumen un proyecto global de sociedad y se dinamizan
mancomunadamente para obtenerlo. Para eso es necesaria una representación o
dirección política, que sintetice ese proyecto y reduzca una pluralidad de voluntades a
criterios de acción comunes. El sujeto político, si bien surge a partir de condiciones
sociales, no precede a su representación sino que se constituye en el acto de
representarse.
Lo anterior arroja, evidentemente, el problema del pluralismo político. La
representación política de la clase es plural: hay múltiples tendencias que se disputan
la dirección de los sectores subalternos. La política, al menos desde la izquierda, es en
buena medida el juego entre diversas corrientes en conflicto por la conducción de los
sectores subalternos, esto es, el conflicto para proponer o imponer una línea de acción,
un programa, una estrategia y una táctica, en conflicto y/o confluencia con otros.
No es posible ni deseable que los sectores populares se den a sí mismo, en algún
momento, una auto-organización completa en órganos de carácter consejista (o de
poder popular) políticamente neutros y no contaminados por corrientes partidarias de
tipo ideológico y político. No va a existir nunca el “soviet universal de todos los soviets”
como órgano de autoemancipación de los de abajo que torne prescindible la lucha entre
corrientes o partidos. Los sectores populares, cuando se organizan y movilizan, lo hacen
a través de órganos de participación directa, pero también encolumnados en una
multiplicidad de corrientes y partidos, que expresan programas distintos y se disputan
la conducción del conjunto. Los partidos son necesarios por dos razones: porque no
existe una “voluntad general” indivisa de todo el pueblo y porque el plano
específicamente político de los proyectos de vida colectiva, las clarificaciones
estratégicas y los programas de largo aliento no brota inmediatamente de la
espontaneidad popular. Los sectores subalternos, en cambio, se expresan
políticamente en una multiplicidad de organizaciones, que propulsan proyectos
colectivos diferentes y que disputan entre sí para representar al conjunto. La política
emancipatoria debe compenetrarse con la vida cotidiana, la espontaneidad y la
auto-actividad de las clases populares, pero no puede prescindir de esos constructos
artificiales (no espontáneos) que son las organizaciones y corrientes partidarias.
Negar la necesidad de los partidos no lleva a una política emancipatoria sino que
encierra un imaginario totalitario sobre el sentido del socialismo, incluso si ese
imaginario se construye “desde abajo”. El anti-partidismo supone que existe una
voluntad general indivisa y originaria del pueblo o de la clase, que las representaciones
vendrían a distorsionar, parasitar y usurpar. Una vez que entendemos que la clase no
es espontáneamente una, sino que tiene una representación inherentemente
conflictiva y plural, es preciso aceptar que los partidos (las fracciones ideológica y
programáticamente diferenciadas que se disputan la dirección política del conjunto)
son indispensables, no sólo en términos de eficacia sino también de democracia. Una
política sin partidos sería una política sin programa ni estrategia, atravesada por el
peligroso sueño del pueblo-uno. Las más de las veces, ese sueño generó desastres
totalitarios en nombre de las utopías emancipatorias.
No haber clarificado lo anterior condujo, en la mayoría de los movimientos populares y las
organizaciones político-sociales “intermedias” heredadas de la resistencia al neoliberalismo,
a querer hacer política desde (y no hacia) el trabajo de base. A la vez, de ahí surgieron
otros problemas, como reducir todo debate político a los términos de cierto
pragmatismo de la militancia de base despreciando el la discusión estratégica. Estas
orgánicas heredadas fueron construidas por pequeños núcleos militantes,
generalmente bien insertos socialmente en el territorio, que fueron generando
acuerdos desde la práctica cotidiana muchas veces con insuficientes discusiones
estratégicas y clarificaciones programáticas. Las articulaciones creadas desde la
práctica, sin claridad ideológica y política, confunden planos diferentes de la lucha y la
organización. Se trata de orgánicas nacidas al calor de una fuerte crisis de la izquierda
como tal, que se adaptaron a un contexto de despolitización masiva y “fin de las
ideologías” en los años 90. Ese error en el origen impidió a las coordinadoras
intermedias (político-sociales) construir organizaciones políticas plenamente
reconocidas como tales para, en cambio, armar proyectos lábiles desde cierto
pragmatismo, con pilares débiles y escasa claridad en el largo plazo. Esto ha conducido
a dos problemas principales: el basismo y la generación de nuevas formas de
burocratización.
Escuché alguna vez que el basismo es el refugio de los y las cuadros formados
pobremente. Miguel Mazzeo habla del “corporativismo” de la militancia de base
territorial como una dificultad que surge en la nueva izquierda. Esta dificultad consiste
en despreciar, ignorar o no comprender la política más allá de las, a veces más
estrechas, tareas de la construcción de base cotidiana. Conduce, entre otras cosas, a
limitar la proyección política a lo debatible y pensable desde el trajín de la construcción
diaria. El o la militante de base que no hace el esfuerzo de formarse y construirse como
un cuadro político completo, se legitima en cambio desde el diario “poner el cuerpo”,
menospreciando la necesidad de discutir política más allá de la lógica pragmática con
la que se construye en lo cotidiano o proyectando esa lógica sobre terrenos en los que
es poco productivo hacerlo. Como dice Mazzeo: “La idealización de lo territorial y de su
composición de clase, puede asumir formatos elitistas (por lo general encubiertos y
ladinos) puede gestar referentes egoístas, micro-caudillismos y micro-cacicazgos”
(2014: 75).
El ocultamiento o la denegación del carácter artificial de la organización política llevan a
crear caudillismos de pequeños núcleos dirigentes que, en virtud de su inserción local,
“mueven su base” y legitiman con eso la política que realizan sin un control organizativo
superior. Estas prácticas se legitiman en los supuestos procedimientos de democracia de
base donde en realidad la “base” social suele permanecer despolitizada y son siempre unos
pocos o unas pocas (y generalmente los/las mismos/as) compañeros y compañeras, que
“llevan” la discusión política, tanto oficiando como organizadores/as de las asambleas de
base, como de delegados/as mandatados a las instancias superiores de decisión. Estos
compañeros y compañeras, para colmo, también tienden a garantizar las relaciones
políticas con otros grupos, lo que los constituye en militantes políticos al modo tradicional,
sólo que no asumidos como tales y pretendidamente legitimados desde el “poder
popular”.
A veces, la construcción por mandatos de base se vuelve encubridora de un nuevo
elitismo: el elitismo de pequeños núcleos políticos que se insertaron en frentes de
masas, movilizaron una suma de compañeros y ganaron su confianza (todo eso en sí
mismo es correcto), pero que utilizan a su base para legitimar una política que sólo esos
núcleos pueden elaborar y proyectar, de modo caudillista más que democrático-federativo.
En la forma-partido, el o la militante político/a, que se insertó en un frente de masas
tiene un doble control: el control de sus compañeras y compañeros de base en el
espacio de militancia social y el control de la organización política en cuanto a la
proyección estratégica. La pretensión de construir puramente desde abajo suprime
este segundo control. Entonces, compañeros/as que se ganaron la confianza de la base a
partir de cuestiones reivindicativas o sectoriales, usan esa confianza para elaborar
proyectos políticos que la base generalmente no discute. Faltando el partido como
organización de cuadros que los/las controle, esas compañeras y compañeros devienen
caudillos legitimados en el trabajo de base, que dirigen en forma personalista a “su” base
social. Una democracia de mini-caudillos/as (“referentes”) insertos/as en espacios de
base tiene poco de “prefiguración del socialismo” y en cambio conduce a formas de
“burocratización de nuevo tipo” de la organización.
Asimismo, los núcleos políticos de base tienden a despreciar la ideología y la política
como cosas abstractas, supuestamente preocupaciones exclusivas de intelectuales y
estudiantes, lo que constituye un método para eximirse de dar debates que (porque
requieren una formación y preparación de cuadros de la que carecen) no están en
condiciones de dar. El basismo (“los/las compañeros/as no discuten esas cosas”) refuerza el
liderazgo personalista de cuadros poco formados que no acaban de reconocerse como tales,
en lugar de fomentar una democratización genuina, que debería venir acompañada de una
politización superior de los compañeros de base y no de un achatamiento de los debates a los
términos pragmáticos de la construcción cotidiana.
El movimiento territorial argentino, la organización de desocupados más grande del
mundo, fue y es uno de los factores de radicalización social y política fundamentales de
la lucha de clases local. Sus esfuerzos constituyen uno de los aportes fundamentales a
la organización del pueblo pobre, a la unidad de los trabajadores desocupados con los
ocupados y a la construcción de una identidad clasista dentro de las clases populares.
El problema no está en nada de esto, donde el esfuerzo militante de compañeras y
compañeros sentó las bases de un movimiento combativo duradero que debemos
defender y desarrollar, más aún ante la actual ofensiva macrista. El problema radica en
las conclusiones de largo plazo sobre la cultura política y las formas organizativas que
cierta forma de intervenir en el movimiento territorial produjo sobre el espacio de la
denominada “izquierda independiente”. Este movimiento no logró hasta el momento
consolidar una organización de tipo gremial o sectorial autónoma y diferenciada de las
corrientes políticas (aunque se dio avances en ese sentido, como son con sus
diferencias la AGTCAP o la CTEP). Ello condujo a violentar la autonomía del
movimiento social y la relativa exterioridad de la organización política, y de allí han
surgido la mayoría de las dificultades que venimos explicitando.
El problema en discusión es la forma de centralización que debe darse una organización
política. La centralización es la forma cómo una organización reduce su pluralidad interna
a la unidad, logrando que la diversidad de posiciones que normalmente existe en el
seno de un colectivo humano democrático resuelva criterios comunes de intervención.
Esto supone evidentemente que existan procedimientos de toma de decisiones
vinculantes incluso para los sectores que quedan en minoría en un debate dado. Las
organizaciones intermedias (aun si admiten núcleos políticos o tendencias internas,
esto no resuelve en sí mismo el problema) se caracterizan por la centralización
sectorial, mientras que un partido de cuadros reconocido como tal completamente
apelaría a la representación estrictamente política. La centralización sectorial implica
que se toman las decisiones políticas de la organización a partir de instancias de base y
mediante procedimientos escalonados, donde cada sector lleva su mandato a la
instancia de dirección. Este formato reproduce precisamente los caudillismos de
“referentes” sectoriales. La representación estrictamente política, en cambio, no parte de
ámbitos de base sino que se construye desde la militancia politizada, que comparte
principios programáticos e ideológicos, con independencia de su inserción en diferentes
frentes de masa sectoriales. La centralización sectorial tiende (incluso si admite cierta
pluralidad de tendencia ideológica) a fomentar la confusión entre la construcción de
poder popular como tarea política y como sustancia de la organización en cuanto tal.
Este formato intermedio tiende como tal a producir los liderazgos caudillistas, las
obstrucciones basistas y los destiempos del internismo organizativo que venimos
señalando.
Puesto sintéticamente: los pequeños agrupamientos militantes que campean en las
orgánicas político-sociales intermedias heredadas de la resistencia al neoliberalismo se
parecen a lo que, en buena jerga leninista, llamaríamos cuadros político partidarios
insertos en frentes de masas determinados. Sólo que operan con una lógica inversa: no
se piensan como los encargados de difundir, convidar y compartir la política de la
organización política en un frente dado, sino como los mandatados para expresar la
espontaneidad popular construida desde abajo. Sin embargo, esto no se condice con la
realidad política y organizativa. La elaboración política, en cambio, es conducida por
los núcleos militantes, que permanecen siempre más ideologizados y politizados (aun
cuando, en otro nivel, sean políticamente pobres). La plebiscitación asamblearia (o por
mecanismos delegativos escalonados) de la toma de decisiones oculta así los procesos
de dirección política. La dirección política por núcleos artificiales no es en sí misma
burocrática ni anti-democrática, pero puede conducir a formas de burocratización
cuando no se la asume o se la desdibuja en la idea de una “política desde abajo”.
Reconocer que los núcleos militantes insertos en el trabajo de base son una realidad
artificial, que no brota de la espontaneidad popular y que se define políticamente,
evitaría estas nuevas formas de burocratización. Tal cosa nos demanda, sin embargo,
abrazar la concepción del partido político como corriente o fracción ideológica y
política, frente a las formas social-movimientistas o político-sociales intermedias
actuales.
Una variante del tipo de forma organizativa que venimos analizando críticamente es la
que no se propuso una fusión completa entre lo político y lo social, permitiendo la
intervención de “tendencias políticas” (organizaciones con mayor grado de
homogeneidad ideológica/estratégica) en el seno de agrupaciones de base (como son
las agrupaciones estudiantiles, sindicales, territoriales, etc.) La idea madre era que,
siendo que la agrupación de base se constituye y delimita conforme a los acuerdos para
intervenir en un sector o territorio particular, ésta permiten la presencia y la
convivencia de diferentes núcleos y proyectos políticos en su interior. Hasta aquí,
consideramos esta metodología organizativa como un progreso respecto a la cultura
política predominante en la izquierda, que permitiría desandar la lógica de
subordinación lineal de las organizaciones de base a las organizaciones partidarias,
despojándolas de autonomía, vida propia y siendo funcional a un fraccionalismo
permanente no sólo en el terreno político-partidario sino, por extensión, también en el
plano de la lucha de clases. La “grandeza interna” de esta propuesta es que permite
darle al movimiento social la autonomía que le corresponde.
La construcción de poder popular en los territorios, lugares de trabajo, etc. debe seguir
siendo una directriz estratégica de la izquierda. Pero es preciso discutir la idea de que
se puede generar una organización política desde núcleos insertos en los territorios u
otros ámbitos de construcción de base. Lo más sano, a la luz de la experiencia, es
entender las cosas al revés: definamos la construcción de poder popular como una tarea
militante concebida desde una relativa exterioridad organizativa, basada en la autonomía
recíproca entre movimientos sociales y organización política. El modo más genuino (más
honesto y por lo tanto más prefigurativo del socialismo) de construir es reconocer que
los militantes políticos no son un producto espontáneo de la vida de la clase y que la
construcción de poder popular es una vía de inserción popular de la organización
política, pero no es su sustancia. La autonomía de los movimientos sociales supone
también la exterioridad relativa de los partidos políticos. Fusionar ambas cosas lleva a
nuevas formas de burocratización, más difíciles de reconocer y por lo tanto más
perniciosas. La inserción de los cuadros en un frente de masas no tiene por qué
acarrear prácticas de sustitución del sujeto social, siempre y cuando se realice con una
cultura política sana, desde el respeto de los tiempos y la maduración política de los
compañeros. Lo inadmisible es que los militantes políticos quieran disfrazar su
condición de tales, fingiendo legitimarse en un pretendido espontaneísmo popular que
no es tal. Eso produce tanto un achatamiento de la política como un fenómeno
burocrático de nuevo tipo. Una buena lógica de partido genera menos vicios
burocráticos que la lógica del movimientismo popular y otros formatos intermedios,
que a veces conducen a caudillismos ladinos y deshonestos.
Para entender lo anterior basta con que pensemos en los compañeros partidarios que
militan en el ámbito sindical. La externalidad de la organización política es muy clara
en el sindicalismo. Un militante de un partido político inserto en una dependencia del
Estado, una fábrica o una escuela tiene dos organizaciones diferentes: la organización
de pertenencia política y el sindicato (o la comisión interna, o la asamblea con los
demás trabajadores) como organización de base. Y nadie podría afirmar que esta
separación lo convierte en una vanguardia sustitucionista o en un burócrata. Todo
depende de la manera cómo el compañero o la compañera se inserta en su espacio de
base: si se inserta simplemente a “bajar” la línea del partido, o se inserta a realizar un
proceso más cuidadoso de las decisiones y tiempos de otros compañeros. En principio,
una organización antiburocrática propulsa esto último. Pero eso no implica que el
compañero o la compañera fusione su asamblea de base con la organización política, ni
mucho menos que después se pretenda, en el interior de la organización política, como
representante político de sus compañeros en el sindicato (con los que, por ejemplo, no
plebiscita en asamblea cosas como las alianzas electorales de su organización política).
Pueden extraerse tres conclusiones a partir de lo anterior. 1) El poder popular (el
protagonismo de los de abajo, la auto-actividad de las masas o auto-organización de la
clase) no es incompatible con la existencia de organizaciones políticas de vanguardia,
esto es, agrupamientos artificiales no surgidos de la vida espontánea del pueblo. 2) La
organización política no puede componerse de retazos de poder popular, sino que debe
darse como tarea crear poder popular, asumiendo con franqueza su relativa
artificialidad y exterioridad con respecto al conjunto del pueblo. 3) La conciencia de esa
exterioridad es un antídoto contra el burocratismo, frente a las prácticas caudillistas
que ocultan la artificalidad de la organización política.
Lo anterior, finalmente, no implica que las organizaciones partidarias deban tener una
vida interna antidemocrática. No discutimos los procedimientos de toma de decisiones, sino
la relación entre la organización política y el conjunto de la clase. Hay que entender
definitivamente que una organización representa a una fracción artificial y
políticamente diferenciada del pueblo, no al pueblo como tal. Esa organización puede
tener, en su vida interna, procedimientos más burocratizados o procedimientos más
democráticos de toma de decisiones. Somos partidarios de esto último pero eso no
obsta para que la organización política permanezca como una realidad artificial,
direccionada desde un programa común y relativamente separada de la clase. De igual
modo, esa organización puede resolver su relación con el movimiento de masas de
maneras más o menos felices: puede ser una escuela de burócratas y aparatistas, que
van a imponer su línea despreciando el desarrollo subjetivo del conjunto de los
compañeros; o puede ser una organización con prácticas de conducción más sanas y
mayor ductilidad para la escucha y la espera de los tiempos del conjunto. Lo que no es
admisible es que no se reconozca del todo la condición de una organización política y se la
intente fusionar con el movimiento de masas.
Todo esto conduce a la necesidad de volver a Lenin, pero con argumentos nuevos. La
política es por definición una actividad artificial porque está hasta cierto punto
separadas de la espontaneidad de los sectores subalternos. Lo central de este
“leninismo libertario” por usar la expresión de Bensaïd, es que es deshonesto,
contraproducente desde el punto de vista de la prefiguración del socialismo, esconder el
carácter artificial de las organizaciones políticas. Tomar conciencia de este carácter
inevitablemente artificial de la política, nos prepara mejor para enfrentar desviaciones
burocráticas. Citamos a modo de conclusión:
Para nosotros las relaciones entre movimientos sociales independientes de los partidos y
Estados, y organizaciones políticas, quedan más claras. Son las cuestiones de democracia
sindical y también democracia en el seno de los partidos. De aquí en adelante consideramos
el pluralismo político como un principio, conclusión a la que Trotsky mismo en verdad no
llegó más que en La Revolución Traicionada. Más en general, la cultura democrática
progresó y se apoderó de los nuevos medios de comunicación que permiten, en particular,
romper el monopolio de los aparatos centralizados -políticos o sindicales- sobre la
información. La diversidad de los movimientos sociales y el impacto del feminismo sobre el
conjunto de la sociedad y la cultura juegan a nuestro favor. Eso no significa que no siga
habiendo una tensión inevitable entre las lógicas de poder y las exigencias de la
autoemancipación, entre lo colectivo y el individuo, entre la norma mayoritaria y el derecho
de las minorías, entre el socialismo por la base y un grado necesario de centralización y
síntesis. Es decir, la hipótesis de un “leninismo libertario” sigue siendo un desafío de nuestro
tiempo. (http://www.democraciasocialista.org/?p=2562).
Aceptar esa artificalidad de la política es también aceptar la democracia y la pluralidad
ideológica del movimiento popular. El proyecto político de largo aliento (y no sólo el
modo democrático de construcción) diferencia nuestro trabajo de base del que pueden
hacer otros actores, como la iglesia o los partidos patronales. Una organización política
se coagula en torno a un programa común, que no es una “camiseta” ideológica
abstracta sino una comprensión compartida (y revisable) del momento histórico y las
tareas a encarar. La política de la izquierda es el proceso por el cual diferentes partidos
u organizaciones políticas se disputan la conducción de la clase en su conjunto a partir
de sus programas e ideologías.
El carácter libertario de este leninismo remite a la necesidad de que 1) la organización
política posea una vida interna democrática (con control colectivo de la dirección) y 2)
la disputa hegemónica por la conducción del conjunto se practique del modo lo más
democrático, respetuoso y colectivo posible. Pero es inconducente atacar la “
forma-partido” como tal, y la experiencia nos enseña que las organizaciones “de nuevo
tipo” o intermedias entre lo político y lo social, no garantizan una vida política más
democrática. Contra las dificultades del ciclo político heredado en la izquierda
argentina, proponemos una reivindicación libertaria de la forma-partido.