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La señora y el gato

Una señora mayor comenzó a darme charla mientras alimentaba y


acariciaba a un gato gris en la vereda. Me preguntó si era mío y le conté la
historia de “Grigrí”, el nombre que le habíamos dado. Era un gato joven de la calle
que venía a nuestra ventana y se dejaba acariciar. Era muy parecido a otro gato
que ya habíamos adoptado, a tal punto de poder ser su hermano o su hijo. Nos
pareció que era hembra y la bautizamos Griselda, pero la veterinaria refutó
nuestra impresión. Era un macho castrado de dos años. Lo entramos a casa, lo
hicimos vacunar, le pusimos la pipeta, pero no se quiso quedar con los otros gatos
y gatas.

La anciana se mostró muy interesada en el gato. Entonces le pregunté si


ella vivía en un departamento, ya que el gato era muy cariñoso y de un
departamento no podría escaparse. Me contó que ya tenía un gato y que estaba
tratando de conseguirle un nuevo hogar porque ella tenía que operarse y sus hijos
no lo querían.

Me contó que sus hijos lo pensaban llevar a un refugio en Pilar donde viviría
feliz con muchos otros animales. Evidentemente la anciana no opinaba lo mismo.
Me sorprendió su lucidez y su buen estado físico a pesar de la cuestión menor de
la cuál debía sanar. Con ingenuidad le pregunté dónde se recuperaría de la
operación. En ese momento su sonrisa cálida se desvaneció y la invadió una
melancólica tristeza. Suponía que alguno de sus hijos la tendría en su casa hasta
su recuperación.

Lamenté tener tantos gatos como para no transitar el suyo. Y también


lamenté el destino de la anciana. Si sus hijos no apreciaban al gato, tampoco
apreciarían demasiado a la anciana como para cuidarla. Muy probablemente el
gato terminaría, con suerte, en el refugio y la anciana en un hogar, lejos de su
compañero felino. Una profunda tristeza se apoderó de mí al verla alejarse
después de decirme: “es por el gato que no me opero, ¡cómo podría abandonarlo!”

© Edith Fiamingo 2019

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