Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
iacques loew
i nnumltiiMiion su nombre y dirección,
vltnniln oslo libro, y le informaremos
ri’iióilli mutullo do todas nuestras no-
V tubular,
Euramérica, S. A.
Apartado 36.204
Madrid
ESE JESUS
AL QUE SE
LLAMA CRISTO
(Mt. I, 16)
Jacques Loew
ágin
9 Prólogo.
I. Escuchar a Dios
V. Conclusión
encuentro un eco al que espero ser fiel en este retiro, y a las Hermanas Anne
Roy y Marie-Laude dirijo muy especialmente mi gratitud fraternal.
9
Con tan poco tiempo, ¿cómo no ir a lo esencial?
A mi me había llamado la atención el modo en que
Jesús se captó a los discípulos de Emaús: "Y comen
zando por Moisés, y recorriendo todos los profetas les
interpretó en todas las Escrituras lo que en ellas le
concernía” (Le. 24, 27) (*). San Pedro insiste en la
cuestión, en el otro sentido, cuando dice que "los pro
fetas han buscado descubrir a qué tiempos y a qué cir
cunstancias se referia el Espíritu de Cristo, que estaba
en ellos, cuando anunciaba con antelación los sufri
mientos de Cristo y las glorias que les seguirían”
(I. P. 1, 11).
Asi, desde Abraham a Moisés, de David a los pro
fetas, de los profetas a María, la figura de Jesús ad
quiere un relieve extraordinario, y cuando El mismo
venga en persona entre nosotros le descubriremos como
el "sí de las promesas” antiguas que El realiza y cum
ple (II Cor., 1, 20). Este niño, al que preceden dos mil
años de prefiguración cuando apareció en el pesebre,
es de una dimensión verdaderamente diferente a la nues
tra. No se trata del sentimiento: toda la Biblia no dice
otra cosa.
Cuán inesperada y más preciosa todavía aparece en
tonces esta humanidad de Jesús de Nazaret, tan senci
lla, tan verdadera y plenamente de hombre, hasta aquel
grito de la Cruz que agavilla todas las desgracias hu
manas: "¡Dios mió, Dios mió!, ¿Por qué me has aban
donado?” Porque Jesús se hizo hombre no sólo en
María, sino hasta allí.
Resucitado, toma una nueva dimensión: se había se
guido a Jesús en su larga prehistoria del pueblo de Is
rael, pero he aquí que al término de esos treinta y tres
años de humanidad adquiere una talla que sobrepasa y
engloba todo lo que ha precedido. Es su existencia
como "Misterio”, la palabra que San Pablo repite in
cansablemente. Ya no se trata de frescos parciales di
seminados en el tiempo y el espacio, que toman con
Jesús su profunda y total significación, sino del Señor
10
de Gloria, presente a todo, y en quien cada uno y todos
están englobados.
Pienso en una imagen sacada de la hipótesis de la
formación del universo: un átomo primitivo de una den
sidad inimaginable que explota dando nacimiento a las
estrellas, a las galaxias, que continúan su carrera en
una expansión prodigiosa, pero siempre contenidas y
guiadas por esa explosión inicial, dependiendo de ella
y por ella ligadas las unas a las otras.
Nuestro Cristo Jesús se encuentra así, realmente
(pero sólo la fe nos hace ver esta realidad), siendo el
alma vivificante, coordinadora de toda la humanidad. En
adelante estamos en ese Cristo, haciendo cuerpo con
El (Ef. 4, 15). ¡Y este cuerpo de Cristo es la Iglesia,
ayer, hoy y mañana!
Este es el hilo conductor de estas conversaciones
en las que mi único deseo era que mis auditores ‘‘sean
llevados a la esperanza por la constancia y la consola
ción que dan las Escrituras”. Es el mismo deseo de San
Pablo a los Romanos (15, 4).
Todo ha sido sencillo; todo ha sucedido en la paz
del corazón. Alrededor de sesenta fueron los participan
tes; los que están más próximos al Papa, desde los Car
denales hasta los más jóvenes sacerdotes que partici
pan en su vida cotidiana: Pero, por encima de todo,
Pablo VI, atento, escuchando, recogido, orando. Cuán
tas veces, al verle, he pensado en Moisés intercediendo
sobre la montaña por la humanidad entera. ¡Qué ‘‘slo
gans” esos que circulan de un Pablo VI nervioso, in
quieto, atormentado! Ciertamente, ¿cómo podría no sen
tirse desgarrado por los desgarrones de la Iglesia?
¿Y qué hombre en el mundo lleva, o ha llevado, un peso
semejante ante Dios? Pero esa carga la vive en esa pre
sencia de Dios que me hacía pensar, irresistiblemente,
en Moisés en súplica, una intercesión universal y con
tinuamente viva.
Pero Moisés —es preciso decirlo igualmente—, tan
solidario y tan solitario a la vez, el gran jefe del pueblo
de Dios, está rodeado de murmullos: ‘‘¿No hablará el
Señor más que a Moisés? ¿No nos ha hablado también
a nosotros?", dicen Myriam y Aarón..., y, poco después,
11
“la comunidad entera hablará de lapidarlo”, como se
querrá lapidar a Jesús, como se lapida a la Iglesia a
través del Papa, no ya con piedras, sino a golpes de
“slogans”.
No es por azar por lo que Juan Bautista Montini ha
elegido el nombre de Pablo. ¡El Tesoro del Apóstol es
el mismo del Papa!, es el Cristo total, la Iglesia, cuya
cabeza está en el cielo, y cuyos miembros están repar
tidos por toda la tierra.
"Pero ese Tesoro —prosigue el Apóstol— lo lleva
mos en unos frágiles vasos, para que se vea bien que
esta extraordinaria potencia pertenece a Dios y no pro
viene de nosotros. Oprimidos desde todas partes, pero
no aplastados; no sabiendo qué esperar, pero no des
esperados; perseguidos, pero no abandonados; derriba
dos, pero no aniquilados” (II Cor. 4,7).
Asi sucede con Pablo VI, un hombre de memoria
prodigiosa, un hombre que escucha, un hombre humil
de; un Pablo VI que se Interroga a sí mismo, que nada
tiene contra nadie, pero que sabe que a él le correspon
de ante Dios tomar a veces ¡a decisión última, no según
su propia inclinación, sino en una viva fidelidad al Cris
to-Iglesia.
Que nadie sospeche que soy un propagandista: el
sucesor de Pedro, encargado por Cristo “de fortalecer
a sus hermanos en la fe”, no tiene necesidad alguna de
gente-de esa especie. Mas cómo este Retiro en el Va
ticano es difundido fuera de él, me parece justo decir
desde el primer momento lo que durante ocho días han
visto mis ojos y lo que ha dilatado mi corazón.
12
1. LA FE, UN ENCUENTRO DE PERSONAS: VENID,
VED
15
medio de los profetas, Dios, en estos días que son los
últimos, nos ha hablado por el Hijo que El ha estable
cido heredero de todas las cosas, por quien El ha hecho
los siglos” (Hb. 1,1).
Pero El, este Hijo, la Palabra hecha carne, el Señor
Jesús, antes de hacerse oír ha querido mostrarse: ha
querido ser visible antes de ser audible. Ha querido que
nuestros ojos le contemplen antes de que nuestros oídos
le escuchen. Se puede decir que de sus treinta y tres
años de vida, durante treinta —las nueve décimas par
tes— se contenta Jesús con estar presente, hasta el
punto que se dirá de El: “¿No es este el hijo del car
pintero, de María? ¿No conocemos toda su parentela?”
(Mt. 13, 55).
De igual modo, cuando entra en su vida pública se
comienza por mirarle; cuando inaugura su predicación
en Nazareth, allí “donde había sido educado”, “todos
en la sinagoga tenían los ojos fijos en El” (Le. 4, 20).
También Juan Bautista “fijaba los ojos” sobre Jesús,
dice el Evangelio (Jn. 1, 36). Los primeros discípulos
que le siguieron le dicen: “Maestro, ¿dónde habitas?”.
Y Jesús les responde. “Venid y ved” (Jn. 1, 38-39).
Se trata, pues, de ver, de encontrar a alguien. Este
es el eco permanente de la misma palabra, de la medi
tación de San Juan: “Y el Verbo se ha hecho carne, y
nosotros hemos visto su gloria” (Jn. 1, 14). Pero este
mismo Juan, “el teólogo”, es, justamente, uno de los
dos discípulos que oyeron el “venid y ved” de Jesús: él
ha visto, él ha anotado el momento: “alrededor de la
décima hora.” Jamás olvidará que su encuentro con
Cristo no ha sido un coloquio intelectual o un simposium
ideológico, sino que Jesús ha entrado en él, Juan, por
cada uno de los sentidos: y enumerará cada uno de
ellos cuando condense más tarde, en su Epístoia a las
Iglesias de Asia, lo esencial de su experiencia religiosa:
“Lo que existía desde el principio,
lo que nosotros hemos oído (la audición),
lo que nosotros hemos visto con nuestros ojos (la
vista),
lo que nosotros hemos contemplado,
16
lo que nuestras manos han palpado del Verbo de
Dios (el tacto, este primer sentido del hombre),
porque la vida se ha manifestado:
nosotros lo hemos visto, nosotros damos testimo
nio; lo que hemos visto y escuchado, os lo anun
ciamos” (I Jn. I, 1-3).
Y lo mismo sucede con los más sencillos, los pasto
res: “Yo os anuncio una gran alegría: encontraréis un
recién nacido envuelto en pañales y echado en un pe
sebre... Fueron, pues, apresurados y encontraron a
María, José y el recién nacido en el pesebre... y habién
dole visto... se volvieron glorificando y alabando a Dios
por lo que habían visto y escuchado” (Le. 2, 10 y sigs.).
Lo visible antecede a que pueda escucharse una pala
bra de este Verbo hecho carne. Y el viejo Simeón, al
recibir al niño en sus brazos, exclamará: “Mis ojos han
visto tu salvación” (Le. 2, 30) \
Los primeros Apóstoles, después del “Maestro,
¿dónde habitas?. Venid y ved”, que os recordábamos
hace un instante, “fueron y vieron donde habitaba y se
quedaron cerca de El” (Jn. I, 38-39). También nosotros
venimos, vemos y nos quedamos después con el Señor
Jesús.
Así, pues, lo de encuentro de personas es, eminen
temente, el encuentro primordial de la persona del Señor
Jesús. La gracia de las gracias es encontrar al Señor
Jesús como se encuentra a un amigo, un hombre, una
mujer, a quien se le ha entregado la vida, alguién que
ha cambiado nuestra existencia y nuestro camino. Cua
lesquiera que sean nuestras miserias, nuestras defeccio
nes, nuestros desfallecimientos, hemos encontrado al Se
ñor. Y se produce una reacción en cadena, que irá de un
discípulo a otro: “Andrés, el hermano de Simón-Pedro,
era uno de los dos que habían escuchado las palabras
de Juan y seguido a Jesús. Al amanecer encuentra a su
hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías,
es decir, al Cristo. El le condujo a Jesús...” (Jn. I, 41).
17
2
“Al día siguiente Jesús encuentra a Felipe... Felipe en
cuentra a Natanael, y le dice: “Aquél de quien se habla
en la Ley de Moisés y los profetas, ¡lo hemos encontra
do! Es Jesús, el hijo de José, de Nazareth”. Natanael es
escéptico: “Ven y ve”, le dice Felipe (Jn. I, 43 y sigs.).
Es lo que dirá también la Samaritana: “Venid a ver, he
encontrado un hombre que me ha dicho todo lo que yo
había hecho. ¿No será el Cristo?” (Jn. 4, 29). Y de golpe
nos encontramos en la fuente auténtica del testimonio
y del apostolado, en donde no se dice: “Venid y ved
cómo soy un buen militante”, sino: “He encontrado al
Señor.”
Al encontrar al Señor Jesús encontramos con El otra
persona: su Madre. También aquí se trata del encuentro
de una persona. Cuántos hombres, cuántas mujeres, des
pués de tantos siglos, encuentran a la Madre del Señor,
desde el pesebre de Belén en donde los Magos “entran
do en la casa vieron al niño con María, su madre”
(Mt. 2, 11), hasta la Cruz: “Mujer he ahí a tu hijo” —
“He ahí a tu madre” (Jn. 19, 26-27). Y puesto que
hemos encontrado a María la tomamos con nosotros
como a una persona amada y próxima, como alguien
que está en nuestra vida, un ser único que se convier
te en una madre, “más madre que reina”, decía Santa
Teresa del Niño Jesús.
Encuentro de personas... Con Jesús, en Jesús, en
contramos las Tres Personas divinas. El mismo Jesús es
una de ellas, el Verbo, el Hijo, el “Verbo hecho carne”,
el “Hijo muy amado”. Si le encontramos verdaderamen
te, si le seguimos, El nos conduce a su Padre, pues es
Hijo vuelto por entero hacia su Padre, que no tiene
otra razón de ser que su Padre, y cuya vida entera “y
su alimento” es hacer la voluntad del Padre. “En el prin
cipio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, cerca de
Dios y este Verbo era Dios” (Jn. 1, 1). Sí: siguiendo a
Jesús nos vemos conducidos al Padre: “Si vosotros me
conocéis, dice Jesús, conoceréis también a mi Padre.
Desde ahora lo conocéis y le habéis visto” (Jn. 14, 7).
Tenemos dificultad en aceptar estas palabras. No de
bemos extrañarnos; Felipe, a quien se dirige Jesús, tam
poco comprende; le pide a Jesús: “Señor, muéstranos
al Padre y esto nos basta”, en ese momento lo poseeré
is
mos todo. Y Jesús le dice: "Felipe, el que me ve —tam
blén aquí se trata de ver al Señor— ve al Padre. ¿Cómo
puedes decir tú: muéstranos al Padre...?” (Jn. 14, 8-9).
Si sabemos seguir a este Señor Jesús, si sabemos mi
rarle vivir, mirarle orar, nos enseñará a decir “Padre
nuestro”. Y todo su deseo será comunicarnos este espí
ritu de hijos; y nos enviará su Espíritu precisamente para
hacernos capaces de decir “Abba”, Padre, como se
debe.
Todavía conservo el recuerdo del P. Lagrange, en
los últimos meses de su vida, explicándonos que todo
el esfuerzo de Jesús con sus Apóstoles había sido para
comunicarles un espíritu de hijos respecto al Padre. To
davía oigo al padre Lagrange comentarnos: “Cuando
ayunes hazlo en secreto, tu Padre te verá”, era para co
municar este espíritu filial a sus Apóstoles: “Cuando
ores, enciérrate con tu Padre que te verá en tu oración...”
Nuestra fe, pues, nos hace encontrar la Persona del
Padre, el origen de todo, y hacia quien está vuelto por
entero Jesús, de quien Jesús tiene todo lo que es: “res
plandor de la gloria de su Padre, imagen de su sustan
cia” (Hb. 1, 3), “imagen del Dios invisible” (Col. 1, 15).
Con su Padre, Jesús nos da su Espíritu: “Yo os en
viaré el Espíritu de verdad que proviene del Padre”
(Jn. 15, 26), el Paráclito, otro Defensor, otro Consola
dor. Así, pues, al encontrar al Señor Jesús encontramos
la Santa Trinidad. Siguiendo a Jesús entramos en eí
círculo de las Tres Personas divinas. Nuestra vida está
allí: “Nuestra ciudad está en los cielos” (Fil. 3, 20), pero
ese cielo mora en nosotros. Iluminados con esta luz vi
vimos con el Espíritu, al que llamamos, en el Veni Sánete
Su ir ¡tus, el
“Consolador único,
en la intimidad de nuestra alma,
Frescor lleno de dulzura.”
Presencia de las Personas divinas, pero también
amistad con tantas personas humanas. Nuestra fe es
encontrar a aquel que es “padre de todos” en la fe
(Rm. 4, 16), Abraham, el padre de los creyentes: un
lazo muy especial nos une con él. Le vemos tan próxi-
19
mo a Dios, a quien Dios llama “mi amigo” (Is. 41, 8).
Le veremos tan próximo a nosotros. ¿Por qué será des
arraigado, nómada, errante por Dios, llamado a sacrificar
a su hijo, sino con vistas a este primer encuentro de
Dios con el hombre?: “Yo estableceré mi alianza entre
yo y tú, y tu raza después de ti, de generación en gene
ración, una alianza perpetua para ser tu Dios y el de
tu raza después de ti” (Gén. 17, 7).
Nuestra fe nos hace encontrar a Moisés —¡y he pa
sado desde Abraham a Moisés!—. Encontrar a Moisés
es como encontrarse ante el mediador de la gran alianza
del Sinaí, al mismo tiempo que entrar en la amistad de
este hombre tan afable que “no existía otro más afa
ble y más humilde sobre la tierra”, como dice la Es
critura (Nm. 12, 3). Y Moisés nos lleva a la “Tienda de
Reunión” en la que Dios “encuentra” a los hijos de Is
rael, comunicando sus órdenes y respondiendo a las
peticiones de su pueblo (Ex. 25, 22).
Nos encontramos con los profetas, y, en primer lu
gar, Isaías, ese hombre que sabe que sus labios son
impuros porque es un hombre. Sólo el carbón encendido
podrá purificarlos; ese carbón tan incandescente que el
Serafín, no obstante ser fuego, ¡se ve obligado a sostener
lo con los pinzas de oro del Templo! Encontramos a Jere
mías, entregado a una misión que le arroja siempre a
contracorriente de los hombres: a causa de los exilios
a que se ve condenado, a causa de los rechazos de que
es víctima; pero como al mismo tiempo permanecerá
siempre solidario de su pueblo se verá acorralado, por
así decir, hacia la oración, al encuentro personal de
Dios. Y en esa situación nos hace confidencias, hasta
el punto de que se ha podido hablar de las “Confesio
nes de Jeremías”: “Repasad mi miseria y mi angustia,
es ajenjo y hiel. ¡Mi porción es Yahvé, dice mi alma, y
así esperaré en él!” (Lam. 3, 19-24). Podemos encon
trarle más íntimamente que muchos de los seres con
quienes nos encontramos cada día. Y, ¡qué riqueza!
Nos encontramos con Josías, el hombre que repara
el Templo y devuelve a la Ley esplendor y belleza, “hace
lo que es agradable a Yahvé” (II Reyes 22, 2), que
después muere en el combate y cuyo reinado es se
guido por el exilio y por la ruina de Jerusalén.
20
Nos encontramos con el autor del libro de Job
—aunque no conozcamos su nombre ni nada sobre él—,
ese hombre que intenta responder a unas cuestiones
que son, como nunca, las de nuestro tiempo, y entre
otras la de los grandes silencios de Dios. Pone en tela
de juicio su fe y la demasiado fácil y optimista de los
pensadores de su tiempo y, a causa de eso, ¡qué paso
adelante!
El encuentro, a través de la Biblia, de esos hombres
que vienen a ser para nosotros unos amigos: he ahí lo
que constituye nuestro gozo, lo que da su talla a nues
tra fe cristiana. Ni el tiempo ni el espacio la reducen.
A través de ellos encontramos al Señor Jesús, por
que todos estos testigos son para nosotros como Juan
Bautista, que no era la luz, sino que vino para dar tes
timonio de la luz a fin de que aproximándonos a ella
estemos en comunión y “nuestra fe sea perfecta”
(I Jn. 1, 3-4).
Encontramos a Pedro y Pablo, conjuntamente, las dos
columnas, inseparables, porque el hombre no puede se
parar lo que Dios ha unido, y ningún cristiano puede ser
de Pedro sin ser de Pablo, o de Pablo sin ser de Pedro.
Pero, ¡qué diversidad entre ellos! Pedro, tan espontáneo
a la fe; Pablo, que dirá: “Yo no quiero conocer otra
cosa que a Jesús, y a Jesús crucificado” (I Co. 2, 2).
Pienso en un joven, obrero, que deseaba ser sacer
dote. Era antes del Concilio. Estaba en un seminario de
“vocaciones tardías”, como se decía entonces, y la
cosa no marchaba siempre muy bien. Tropezaba con
mil dificultades, y cada vez iba al superior y le decía:
“Creo que me voy a ir.” Y el superior, buen superior, le
respondía que aquello era una crisis..., que pasaría...,
que era preciso esperar..., reflexionar..., y cada vez se
volvía el joven a su celda más o menos convencido. Un
buen día creyó que ya se había dejado “embromar”
bastante por el padre superior, y se dijo que, esta vez,
iba a tomar su decisión y que, si se iba, lo haría sin
decir adiós a nadie. Tenía su maleta en la habitación:
¿la abría, metía sus cosas dentro y se marchaba? El
combate fue largo. Al final tomó un trozo de tiza y es
cribió sobre la tapa de la maleta el mismo grito de
21
Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes las palabras
de la vida eterna” (Jn. 6, 68). Y se quedó... Su encuen
tro con Pedro le había llevado al Señor Jesús.
“Pedro, ¿tú me amas?” Aunque nosotros no somos
Pedro oímos que el Señor nos hace la misma pregunta:
“¿Es que tú me amas? Tú me has renegado, pero ¿me
amas tú?” Y cada uno, después de haber balbuceado
como el Apóstol: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que
te amo”, oye que el Señor le dice: “Anda, yo te confío
algunos de mis hermanos” (Jn. 21, 15 y sigs.).
Y esto continúa: desde los Apóstoles a nuestros días
la historia de la Iglesia es, en primer lugar, encuentro
de personas, sin lo cual no ¡ría más allá del derecho
canónico. Los Padres de la Iglesia, los primeros márti
res, todos esos hombres y esas mujeres que tienen cada
uno su temperamento, su manera de actuar, que han
atravesado crisis, vivido unos trastornos, están destina
dos a convertirse en nuestros amigos privilegiados. En
tonces ya no son unas gentes cuya cronología leemos
vagamente en un libro, sino que, más bien, son unas
personas concretas, vivas, personas de nuestra familia.
Encontramos los santos, todos los santos de la Igle
sia. Cada uno de nosotros se siente más en familia con
uno o con otro, ¡poco importa! Un San Francisco, un
Santo Domingo, un San Ignacio, una Santa Teresa del
Niño Jesús: ¡pero sería necesario recitar aquí la letanía
de los santos! Si nuestro corazón no late más aprisa al
pensar en tal o cual, nuestra fe está en gran riesgo de
detenerse en la niebla de las ideas.
Aparte de los santos canonizados, de todos aquellos
de la fiesta de Todos Santos, están los santos de hoy,
“los elegidos de Dios”: una Madelaine Delbrél que, trein
ta años antes del Concilio, ha vivido en la ciudad mar-
xista de Ivry2 lo que más tarde ha propuesto el Conci
lio. Santos de hoy también esos dos hombres, dos sui
zos, muertos ambos en la juventud hace menos de diez
días: uno era de Friburgo, el otro del Valais. El primero,
sabiendo que iba a morir, ha pedido la Extremaunción,
22
y, después, ha dicho a su mujer, a sus tres hijas, a los
amigos presentes y al sacerdote de la parroquia: “Bueno,
ahora es preciso descorchar el «champagne» porque
uno de los miembros de nuestra familia va a encontrar
se, dentro de algunos instantes, en presencia del Señor.
Esto es una cosa grande, un gran honor; es preciso,
pues, beber el «champagne».” ¡He ahí los hombres!
Estos son los que construyen el mundo. Y el otro, un
valesiano, padre de ocho hijos, muerto hace cuatro días,
había reunido a sus hijas y su hijo y les había dicho:
“Voy a morir. Quisiera deciros dos cosas: llevaos bien
entre vosotros y estad siempre abiertos a quienes os ro
dean. Cuando me enterréis reuniréis a todos los que
hayan venido y les daréis una comida —¡oh!, no gran
cosa—, pero los reuniréis para que continúe la amistad.”
Ved la fila de testigos a la que estamos ligados: el en
cuentro termina en la comunión de los santos.
Y para todo católico existe también ese lazo espe
cial con nuestros Papas. Para hablar sólo de aquellos
que hemos podido conocer desde más o menos lejos,
un Pío XI, un Pío XII, un Juan XXIII, y el que preside
hoy todas las Iglesias. Cada uno, con su fisonomía pro
pia, entra en nuestra vida y le da una dimensión univer
sal. Cada vez que en el sacrificio de la Eucaristía “ro
gamos por nuestro Papa”, cada vez que “rogamos por
nuestros Obispos” se presenta ante nosotros una per
sona concreta y viva.
Todos estos hombres, desde ese Hombre que es
Dios, nuestro Señor Jesús, Persona divina que nos di
lata hasta la talla de las Tres Personas divinas, hasta
esa nube de testigos, desde Abraham a Pablo VI, están
recapitulados para nosotros en una palabra: la Iglesia.
La Iglesia no es una abstracción, sino ese pueblo in
menso y no anónimo de hombres, de mujeres, de toda
raza, de toda nación, de todo pueblo, de todo país,
desde el principio hasta el fin del mundo, hasta la Pa-
rusia. Jesús es la cabeza y nosotros somos sus miem
bros, los miembros de un edificio hecho de piedras
vivas, talladas, cada una unida a las otras y solidaria
de todas. Cualesquiera que sean las dificultades del mo
mento, cualesquiera que sean las crisis en que podamos
debatirnos, es preciso volver a descubrir, anunciar, gri-
23
tar la felicidad de este encuentro, de esta familia in
mensa, y el gozo inagotable que existe en esta comunión
de los santos producto de un mutuo conocimiento.
Nuestra Biblia está tejida de estas palabras: “ver”,
“encontrar”. Y no es un azar.
No se trata de recoger, aquí y allá, unas frases ma
ravillosas en ese libro santo: ciertamente una sola pa
labra de la Escritura puede cambiar una vida de hombre
y hacer un santo, como en el “ven y ve” para San Agus
tín. Pero nos hace falta comprender en primer término
que toda la Biblia es, ante todo, la historia de los pasos
de Dios que viene a encontrar a la humanidad: desde el
Génesis al Apocalipsis no hay más que los mil y un
pasos de Dios en busca del hombre: desde Yahvé pa
seándose por el jardín del Edén (Gen. 3, 8) hasta la
cena al lado del Señor llamando a nuestra puerta y es
perando que le abramos (Apoc. 3, 20).
Al comienzo de este retiro —¡que también es un en
cuentro de personas!— creo haber perdido un poco la
cabeza al compararme con Amos, el pastor profeta: yo
no tengo nada de profeta, ¡aunque esta función está
de moda hoy! Me siento más bien como un hombre
que va a coger agua al riachuelo y corre después a lle
varla al manantial. ¿Un loco? No, sino un pobre hombre
que sabe que sólo la Palabra de Dios apaga la sed.
¿Qué otra cosa podría aportaros? Pozando en la Palabra
viva de nuestro Dios os aportaré mi humilde vaso, lleno,
sin embargo —así se lo pido al Señor Jesús—, de esa
agua borboteante de la Sabiduría increada.
SM
2. ESCUCHAR A DIOS
27
En esa época el corazón de Salomón no estaba toda
vía, como lo estará más tarde, “embotado por la grasa”
(Sal. 119, 70): es el Salomón de las intuiciones espiri
tuales más profundas, sensible a la grandeza de Dios.
Poco después, con motivo de la dedicación del Templo,
va a pedir que en la morada del Altísimo todos tengan
la misma actitud que él, y no sólo pide que el pueblo
tenga un corazón que escucha, sino que sabe que si
el pueblo escucha también Dios escucha:
“Escucha, le dice a Dios, las súplicas de tu servidor
y de tu pueblo Israel cuando rueguen en este lugar.
Escucha Tú desde el lugar en que moras, en el cielo,
escucha y perdona” (I, Rey. 8, 30).
Salomón enumera entonces todas las miserias que le
rodean, las mismas que nosotros también hoy conoce
mos. Evoca las humillaciones, las resistencias, los pe
cados del pueblo, así como las humillaciones, las resis
tencias y los pecados del extranjero, y cada vez vuelve
a repetir, como un refrán, la misma súplica: “Escucha
Tú en el cielo en que resides y perdona.” Hay una re
ciprocidad entre nuestra escucha —la oración es, en
primer término, eso— y la certidumbre de la escucha de
nuestro Dios “que tiene oídos atentos a la voz de nues
tras súplicas” (Sal. 130, 2).
Continuemos escrutando la Biblia. El Señor habla a
Isaías y le revela lo que debe ser su servidor, ese gran
servidor que será el mismo Cristo Jesús; y también nos
otros, porque nosotros somos uno con Jesús. Escuche
mos este texto tan bello:
“El Señor Yahvé me ha dado una lengua de discí
pulo... Todas las mañanas despierta mis oídos para que
yo escuche como los discípulos. El Señor Yahvé me
ha abierto los oídos” (Is. 50, 4-5).
Desgraciados aquellos que se confían a los holo
caustos y se olvidan de escuchar, y piensen que con
unos ritos y unos gestos se podría quedar dispensado
de escuchar. Este es el drama denunciado por cada uno
de los profetas, como lo hace Jeremías en sus oráculos:
“Así habla Yahvé, el Dios de Israel: ¡Añadid vuestros
holocaustos a vuestros sacrificios y comeos la carne de
ellos! Porque yo nada he dicho ni prescrito a vuestros
28
padres cuando les hice salir de Egipto concerniente al
holocausto y el sacrificio. Mas, he aquí la prescripción
que les hice: “Escuchad mi voz” —volvemos a encon
trar en esto el eco de los grandes textos del Deutero-
nomio que leimos hace un momento— “escuchad mi
voz, entonces yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi
pueblo. Seguid hasta el final el camino que yo os pres
cribo para vuestra felicidad” (Jer. 7, 21 y sigs). Ahora
bien, he aquí el drama: “Pero ellos no han escuchado,
ni prestado oído: ellos han seguido las tendencias de
su mal corazón, me han vuelto la espalda, no su cara.
Desde el día en que vuestros padres salieron del país
de Egipto hasta hoy os he enviado todos mis servido
res, los profetas (aquellos que hablan en mi nombre),
cada día sin cansarme. Pero ellos no me han escuchado,
no me han prestado oídos” (Jer. 7, 25-26). Ved cómo
esa palabra vuelve sin cesar: “Tú puedes decirles todas
las palabras que quieras: no te escucharán. Puedes in
terpelarlos: no te responderán. Diles, pues: He aquí la
nación que no escucha la palabra de Yahvé, su Dios, y
no se deja enseñar. La fidelidad no existe ya: ha desapa
recido de su boca” (Jer. 7, 27-28). Así, pues, para que
la fidelidad esté en nuestra boca es preciso que entre
de alguna forma por nuestros oídos, unos oídos que
deben hacerse escuchantes.
Nuestro pecado no está, exactamente, en ser peca
dor —todos lo somos y Jesús ha venido para salvar
nos—, sino en no escuchar a este Dios que llama. El
justo no ha de ser llamado, siempre está con el Señor,
vive con él, y Jesús podía decir: “Mi Padre jamás me
deja solo porque yo hago siempre lo que le place” (Jn. 8,
29). Jesús es el gran escuchador de su Padre. Pero nos
otros, pecadores, no escuchamos la llamada; es el
mismo pecado de Adán: “Yahvé, nuestro Dios, llamó
al hombre en el jardín: “¿Dónde estás?, dijo.” Dios se
ve obligado a llamar porque el hombre ya no está allí,
en su presencia; está escondido y dice por qué: “He
oído tu paso en el jardín, dijo Adán, y he tenido miedo”
(Gén. 3, 9-10).
Juñen Green observa que, cuando hemos pecado,
todo aquello que nos parecía tan claro un momento an
tes, todo lo que entendíamos tan bien, se desvanece
29
como arrastrado o envuelto en la bruma. Pero esa lla
mada de Dios que es a menudo el signo de nuestro pe
cado, porque nos hemos escondido, es al mismo tiempo
el signo de misericordia. Si Dios llama al pecador es
que quiere volverlo a su intimidad, lo que de modo tan
bello dice San Ambrosio:
“Si el hombre se oculta, tiene vergüenza. Y el hecho
de que Dios le llame es ya como una indicación de que
podrá sanar de su pecado, porque el Señor llama a
aquel de quien tiene piedad.”
Escuchar es saber ya que somos llamados. La lla
mada de la voz divina que busca al hombre pecador es,
esencialmente, una llamada a la obediencia. Escuchar
y obedecer es la misma palabra hebrea, el verbo shama’:
“Si escuchas mi voz, si tú obedeces”, Y, ya lo sabemos,
el mismo San Pablo, para decir obediencia y desobe
diencia, utiliza unas palabras que toma prestadas de
la lengua, de la escucha, de la audición:
“Así, pues, como la falta de uno sólo ha producido
una condenación sobre todos los hombres —San Pablo
recuerda aquí el texto de la llamada de Adán y de la
falta—, así la obra de justicia de uno solo procura a
todos una justificación que da la vida” (Rom. 5, 18).
Y he aquí las palabras en las que pasamos de la escu
cha a la obediencia: “Así como, en efecto, por la des
obediencia de un solo hombre ha sido constituida pe
cadora toda la multitud, así por la obediencia de uno
sólo será constituida justa la multitud” (Rom. 5, 19).
Ahora bien, estas dos palabras que emplea San Pablo,
que nosotros traducimos como podemos, “desobedien
cia, obediencia”, son dos palabras tomadas de la acús
tica: parakoé significa, literalmente, fuera (para) de es
cucha, y upakoé bajo (upa) la escucha. Así, para San
Pablo desobedecer es, literalmente, apartarse de la es
cucha, allí donde no se oye nada; obedecer, por el con
trario, es colocarse bajo el altavoz de la palabra de
Dios. En esa acústica divina, o fuera de esa acústica
divina. Así, escuchar, no escuchar, adquieren un valor
de obediencia, pero de algo que va más allá de lo que
entenderíamos por simples nociones de disciplina. Obe
decer, desobedecer, no es como el hecho de un grupo
30
ordenado, o anárquico que se somete a alguien, se con
forma a lo que prohíbe u ordena, como ocurre en el
lenguaje de la policía francesa con la palabra obtern-
pérer (obedecer, seguir las instrucciones): no ha se
guido las instrucciones, dice el policía en su informe.
No; esto es mucho más: upakoé, parakoé es, también,
más que la sumisión, incluso amorosa, de la criatura a
su Creador. Escuchar es hoy para nosotros el retorno
total del hombre salvado por su Dios que entra en la
divinización de la gracia.
Encontramos también estas palabras cuando la Igle
sia nos hace repetir todos los días tan felizmente, en el
Invitatorio de nuestro Oficio:
“Ojala escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros
corazones como en Meriba... cuando vuestros padres
me tentaron y probaron” (Sal. 95, 7); y la Epístola a
los Hebreos comenta ese hoy al reproducir el texto del
Salmo:
“Animaos mutuamente cada día en tanto que dura
ese hoy, a fin de que ninguno de nosotros se endurez
ca..." (Hb. 3, 13).
Escucha y obediencia son tan inseparables en nues
tra vida como etimológicamente; pero lo mismo sucede
en esto con Dios, que deja de escuchar al desobedien
te; los ejemplos abundan (cfr. Dt. 1, 34-46). Yahvé, en
tonces, se envuelve en una nube para que la oración
no pase hasta él (Lm. 3, 44).
Y Jesús dirá: “¿Por qué me llamáis «Señor», «Señor»,
y no hacéis lo que yo os digo?” (Le. 6, 46).
Jesús no tiene otra lección, pero nos la da sin cesar:
“Es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre
y que obro como el Padre me lo ha ordenado. Levan
taos, partamos de aquí” (Jn. 14, 31). Siempre ese upa
koé de un Jesús “obediente hasta la muerte, y la muerte
sobre una cruz” (Fil. 2, 8).
A su vez, Jesús nos llama: “Los tiempos se han cum
plido y el Reino de Dios está próximo, arrepentios y
creed en la Buena Nueva” (Mr. 1, 15). Ayer contemplá
bamos a Jesús que nos decía: “Venid y ved”. Esa es
la primera etapa: mirar a Cristo. Pero a continuación
llama: “Venid y seguidme”, “creed en la Buena Nueva”.
31
Un anuncio que es de nuevo la escucha de un mensaje,
de un llamamiento. Y, ¿llamados a qué? Llamados a im
plantar esta Palabra en nosotros, como dice Santiago:
“Recibid con docilidad la Palabra que ha sido Implan
tada en vosotros y que puede salvar vuestras almas”
(St. 1, 21). Es un verdadero injerto, una implantación,
porque implantar la palabra en nosotros es no dejarla
caer como un cuerpo extraño: “Poned la Palabra en
práctica. ¡No seáis solamente unos auditores que se
engañan ellos mismos! Quien escucha la Palabra sin
ponerla en práctica se parece a un hombre que mira
su imagen en un espejo. Apenas se ha mirado se va
y olvida cómo era” (St. 1, 22-24).
Esta Palabra es portadora de eternidad: “Es verdad
os digo, si alguno guarda mi palabra jamás morirá”
(Jn. 8, 51).
Y esta otra afirmación, igualmente solemne, puesto
que va precedida de las palabras “En verdad”:
“En verdad, en verdad os digo, aquel que escucha
mi palabra... ha pasado de la muerte a la vida”
(Jn. 5, 24).
Ahora bien, Jesús nos dice, en la parábola del sem
brador, que esta palabra puede ser recibida de muchas
maneras. Somos, o podemos ser, el camino pedregoso,
podemos ser el terreno en que la semilla brota rápida
mente pero que también rápidamente se seca, podemos
ser el caso de la palabra caída entre abrojos, en donde
no sólo las ansias de riqueza, como dice el Señor Jesús,
sino “las preocupaciones de la vida” —¡y Dios sabe las
preocupaciones que tenéis en la vida!—, esas preocu
paciones de la existencia podrían hacer que la pala
bra se encuentre sofocada, empequeñecida. En fin, está
la palabra que cae en buena tierra. Ahora bien —y no
es por vosotros, sino por mí, lo que digo— durante largo
tiempo me había parecido que habiendo elegido al
Señor Jesús había escogido la tierra buena de una vez
para siempre. ¡Qué error! Me he dado cuenta de que
en realidad cada mañana —como lo dice Isaías— me
hacía falta abrir mis oídos para recibir la palabra. Ayer
acaso era yo la buena tierra para recibir la palabra, pero
hoy soy la tierra ingrata, sin profundidad. Jamás se hace
32
esto de una vez para siempre. Cada día es preciso po
nerse de nuevo a la escucha. Cada día tengo que es
coger de nuevo en la parábola del sembrador lo que yo
deseo ser, o, más exactamente, lo que con la gracia
de Dios puedo esperar ser.
Así, en nuestra fe, ese “Escucha Israel” es lo que
hay de más constante a lo largo de toda nuestra Biblia;
y aquí podríamos tomar también todos esos textos del
Apocalipsis en que se reprocha a las Iglesias por no
escuchar ya: “El que tenga oídos que escuche lo que
el Espíritu dice a las Iglesias” (Apc. 2, 7, 11, 17, 29).
I Nuestra Biblia es, esencialmente, la revelación de la
palabra de Dios al hombre, esa palabra que es verdad,
como decía David: “Sí, Señor Yahvé, eres tú quien es
Dios, tus palabras son verdad” (II, S. 7, 28).
Es bueno recordar siempre que esa palabra “ver
dad” es la misma palabra que nuestro AMEN, del mismo
verbo AMAN, que significa algo que es sólido, durade
ro, digno de confianza. Esa palabra AMEN es, en primer
término, el piquete clavado en tierra al que se podrán
sujetar las cuerdas de la tienda en el desierto, porque
ese piquete es sólido y resistirá. Esta palabra, que para
nosotros es verdad, es para Dios fidelidad. “Tu palabra
es verdad, tu palabra es fidelidad.” Cuando yo escucho
“las palabras que son verdad”, afirmo, al mismo tiempo,
que nuestro Dios es el Dios fiel por excelencia. “Señor,
mi risco, mi ciudadela, mi liberador, mi Dios, mi roca
en que me refugio, mi escudo, mi fortaleza” (Sal. 18,
3; cf. 31, 4; 61, 3; 144, 2). Todos estos términos del
Salmo 18 expresan así la solidez, la firmeza, la coheren
cia de la palabra edificada sobre este Dios fiel.
Con Jesús alcanzaremos la cima que supera toda
esperanza: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que
yo os encargo. Yo no os llamo ya servidores, porque el
servidor ignora lo que hace su amo; os llamo amigos,
porque todo lo que yo he aprendido de mi Padre os lo
he dado a conocer” (Jn. 15, 14-15).
Ante la importancia de este “Escucha, Israel”, in
cansablemente propuesto, se comprende que Dios aña
da: “Guárdate de olvidar”, “No olvides” (Dt. 8, 11, 14).
El recuerdo es la memoria del amor.
33
3
i
San Benito propone al hombre de Dios este precepto
supremo: “Y, por encima de todo, evitar olvidarse de
Dios.” Entonces se inventarán unos signos, unas llama
das para vivificar su amor y preservarlo del olvido.
Se comprenderá, en esta perspectiva, el sentido de
“ese hilo de púrpura violeta” que Yahvé pide a Moisés
que ponga en el fleco de los vestidos; “Su vista os re
cordará todos mis mandamientos, entonces los pondréis
en práctica, sin seguir ya los deseos de vuestros cora
zones y de vuestros ojos que os han conducido a pros
tituiros... Y seréis unos consagrados por vuestro Dios.
Soy yo, Yahvé, vuestro Dios, el que os ha sacado del
país de Egipto, a fin de ser Dios para vosotros, yo,
Yahvé, vuestro Dios” (Núm. 15, 40, 41).
El Dios de nuestra fe es el Dios-que-habla, y su in
tervención decisiva es su Palabra-hecha-carne. Ahora
bien, el correlativo de hablar es escuchar. Así, pues, es
cuchar es la actitud fundamental que responde al Dios-
que-habla; es la actitud teologal esencial.
Escuchar la Palabra de Dios es abrirse a ella de tal
manera que sea creadora en nosotros, es entrar en el
gran ciclo de la fecundidad divina:
“Como la lluvia y la nieve descienden de los cielos
y no suben sin haber regado la tierra, sin haberla fe
cundado y hacerla germinar para que dé la simiente
al sembrador y el pan comestible, de igual modo la pa
labra que sale de mi boca no vuelve a ella sin resulta
do, sin haber hecho lo que yo quería y haber cumplido
su misión” (Is. 55, 10-11).
34
3. ESCUCHAR AL POBRE
35
hoy día. El mundo tiene necesidad de encontrar seres
que escuchan.
Ahora bien, si yo me he habituado a escuchar a Dios
—ya hemos visto que es algo que ha de comenzarse cada
día—, al no ser ya un ser de disipación puedo venir a
ser para mis hermanos un ser de atención. Esto es la
añadidura magnífica del escuchar la Palabra de Dios.
Y esta añadidura, dada como excedente, es lo que el
Concilio ha querido hacer entrar, exactamente, en nues
tros espíritus y en nuestros corazones: realizar esta Igle
sia servidora y pobre, que es una expresión de la que
sin duda, se ha usado demasiado e incluso abusado
después.
Ya comprendéis perfectamente que yo no vengo a
dar unas lecciones a nuestra Madre la Iglesia: sabemos
que es santa, inmaculada, totalmente bella, que es la
Jerusalem celeste, al menos en todo aquello que es
compatible con su estado de peregrinar en la tierra.
Pero es necesario, además, que nuestra Iglesia sea per
cibida por las multitudes. Y es cierto que una de las
realidades que los hombres de hoy día desean y espe
ran es eso que se ha traducido, mejor o peor, con las
palabras de: una Iglesia servidora y pobre. Pero, ¿cómo
hacerse pobre? No se trata de saber si tendrá tales o
cuáles ingresos, si se vivirá en tal o cuál local; me pa
rece que la primera etapa sería ensayar imitar al pobre
en lo que tiene de más esencial, en lo que le caracte
riza en cuanto pobre.
Imitar al pobre exige que se sepa lo que es un pobre.
Tomo la palabra en su más amplio sentido, el sentido
que ya tenía en la Biblia cuando se trataba de los
anawim, los despreciados y afligidos, los humildes, los
pobres de Yahvé. Pero también pienso en los hombres
y mujeres de Brasil, del barrio en que he vivido tan cerca
de ellos, o en los cargadores de los muelles de Marse
lla, esos pobres llegados allí desde las cuatro esquinas
del Mediterráneo; yo he vivido con ellos, menos, por
otra parte, con los de Marsella que con hombres de
Bari, de Barletta, de Cerdeña y de Malta, con árabes y
con Armenios que habían tenido que huir de la miseria
o de la persecución. ¿Qué era, pues, cada uno de esos
36
pobres? ¿Aquel que no tiene dinero? Sin embargo, hay
días en que el pobre tiene dinero e incluso cuando lo
tiene lo malgasta. ¿El que no tiene relaciones y amis
tades? Verdaderamente es pobre aquel que no tiene re
laciones ni amistades, que espera siempre en todas las
ventanillas de todas las oficinas, que jamás pasa de
lante de los otros. Más profundamente es aquel que no
tiene ninguna cultura. Se puede alargar la enumeración:
falta de seguridad, falta de confianza en sí mismo...
Pero me parece que hay una definición más profun
da todavía del pobre, aquella que al menos me ha
parecido surgir de una participación en su vida: el po
bre es aquel que escucha siempre y a quien nadie es
cucha. El pobre ha escuchado siempre. Ha escuchado al
maestro o maestra de escuela: estaba sentado y escu
chaba. Ha oído al vicario en el catecismo- escuchaba.
Ha oído a la religiosa, “la buena Hermana”, como dice,
en el dispensario o en el patronato, que le prodigaba
buenos consejos y, más tarde, la asistente social. Ha
escuchado al contramaestre en la fábrica cuando entró
en ella como aprendiz. Cuando entró en el cuartel ha
escuchado al sargento y, cuando escucha la radio, oye
al diputado o al periodista; si conecta la televisión es
cucha al Presidente, al Ministro o al General: en resu
men, escucha siempre y, cuando vuelve a su casa por
la noche, todavía escucha a su mujer. Y a él, el pobre,
nadie le ha escuchado jamás durante la jornada. Ahora
bien, ahí está la raíz de toda pobreza: no ser escuchado
jamás durante una existencia entera.
Cuando se define así al pobre: aquel que escucha
siempre y a quien nadie escucha, se vuelve a encon
trar una palabra del Eclesiastés: “La sabiduría del po
bre es desconocida y no se escuchan sus palabras”
(Ecl. 9, 17). Se desprecia su palabra, nadie le presta
la menor atención. Y sin embargo, una de las más im
portantes instrucciones de Dios, a través de Moisés en
el Sinaí, es esta: "Al juzgar no haréis acepción de per
sonas, sino que escucharéis al pequeño como al gran
de” (Dt. 1, 17).
Si queremos llegar a la pobreza del pobre nos será
preciso, en primer lugar, hacer lo que él hace, imitar
37
al hombre que escucha siempre antes de hablar. Al
hacerlo así nos acercamos a una actitud fundamental de
los Salmos: “El pobre clama, Dios escucha” (Sal. 34, 7).
No hace mucho tiempo, alguien que ha ingresado en la
vida religiosa después de años de vida difícil me decía
que esas palabras: “El pobre clama, Dios escucha”,
habían sido una liberación para él: “Al oírlas he estado
seguro de que son verdad. El pobre, no de dinero, sino
por toda mi vida, el pobre era yo. Yo he estado seguro
entonces de que el Señor me escuchaba.”
Dios no tiene, es; Dios es, nada tiene. Dios es, y el
pobre tampoco tiene nada; sólo tiene su simple exis
tencia, está ahí, sin más. Y a causa de esto el pobre es
más capaz de acoger la palabra, de entrar en comunión
con ella. Entonces, si nosotros queremos “llevar el Evan
gelio”,,como se dice —y debemos hacerlo, esa es nues
tra función, ese es nuestro papel—, no podemos ser
unos perros mudos. Si queremos llevar el Evangelio, nos
es preciso recibirlo, vivo, de la propia mano de los
pobres, de los sencillos. Entiendo por tales, siempre,
esos hombres de humilde corazón que no tienen otro
recurso que el Señor.
El padre Lagrange gustaba decirnos, y esta había
sido la gran intuición de su existencia, que para com
prender la Biblia hacía falta estudiarla en donde había
sido vivida. Todavía me parece oír al padre Lagran
ge —partiendo de estas cortas frases de San Juan:
“Había mucha hierba”, y de San Marcos: “La hierba es
taba verde”— explicar que, si no se hubiera visto por
uno mismo esta hierba abundante y verde en Palestina
en la época de la primavera, no se llegaría a la certi
dumbre de que esos Evangelios habían sido escritos,
verdaderamente, por hombres que habían visto eso
mismo. No se inventa una frase como esa; pero para
comprender su veracidad es preciso haberse sentado
uno mismo sobre esa hierba. Pues bien, me parece que
se puede decir lo mismo respecto a la pobreza. Para
comprender el profundo sentido de ia primera bienaven
turanza, la que contiene a todas las otras: “Bienaven
turado el que tiene un alma de pobre, dichoso aquel
que se sabe pobre”, es preciso haber recibido, en alguna
forma, esa bienaventuranza de la misma mano de los
38
pobres. Recibir de ellos la comprensión profunda de la
pobreza según el Evangelio, para poder aportarles des
pués verdaderamente la palabra del Señor.
Mas, también es preciso ayudar a los pobres a es
cucharse mutuamente. Pienso, una vez más, en el ba
rrio del Brasil en que yo vivía. También allí se habla
mucho de promoción, y con justa razón; pero la primera
promoción ¿no es, acaso, hacer descubrir a esos hom
bres y a esas mujeres que su vida tiene un sentido?
Una mujer no cesaba de repetir: “En mi vida no hay
nada interesante; me paso el tiempo lavando vajilla, la
ropa y llamando a los niños, que no me escuchan.”
Pues, bien, después que esta mujer ha podido hablar
con otras, y ha podido contar esta vida en la que, como
ella decía y creía, nada había de interesante, ha des
cubierto —porque un hermano la escuchaba— que Dios
la escuchaba y que también su vida podía ser una his
toria santa 5.
Pienso, también, en un religioso que ha trabajado
muchos años en una fábrica en el Brasil. ¡Ah!, sé per
fectamente que, a veces, ha habido unos excesos por
esa parte, pero ¡cuántas grandes cosas se han hecho!
Ese religioso todavía no era sacerdote cuando ha co
menzado a trabajar y ha trabajado simplemente como
un hombre consagrado a Dios en medio de sus camara
das. Un día, dos años y medio más tarde, ha sido or
denado sacerdote, por el Cardenal Angelo Rossl, rodea
do de sus camaradas de trabajo y de los habitantes
del barrio. Sólo dos personas no eran del barrio: el
Cardenal y su chófer; todos los demás vivían realmen
te en aquel rincón. En un momento dado, en medio de
la liturgia, el Cardenal pronunció la palabra habitual:
“Si alguien tiene algo que decir respecto a este futuro
Cardenal, que lo diga.” Estas pobres gentes toman las
cosas tal como las oyen, al pie de la letra, podría decir
se. Uno de ellos se levantó entonces, un obrero, y dijo:
“Señor Cardenal, yo tengo algo que decir.
—Bueno, hablad.
39
—Pues bien, cuando nuestro camarada ha venido a
trabajar con nosotros teníamos la costumbre de decir
siempre: “En esta fábrica no hay más que peones. Nada
somos; para nada contamos. Se nos toma, se nos des
plaza sin explicarnos jamás nada. Pero desde que este
amigo trabaja con nosotros, obrero como nosotros,
hemos comprendido, sin que haya tenido que pronun
ciar muchos discursos, que, a los ojos de Dios, no hay
peones, sino que todos nosotros somos hijos de Dios.
¡Para Dios no hay más que hijos! Y, por esta razón, que
rríamos que continúe trabajando con nosotros.” He ahí
en lo que se convierten los pobres que son escuchados.
Al ser escuchados comprenden que Dios les escucha. Es
preciso, si se puede decir así, una humilde asemejanza
a ellos para que descubran poco a poco al gran Escu
chante, su Dios y nuestro Dios. Al mismo tiempo, y como
añadidura, descubrimos nosotros en ese momento cómo
habla y obra Dios en el alma de los pobres.
Veo a una madre de familia brasileña, con nueve
hijos, y, además, un marido que vale por tres o cuatro
más, más absorbente por sí sólo que todos los hijos
juntos; en la casa reina la extrema pobreza. Poco a
poco, esta mujer descubre en comunidad el sentido de
la escucha de Dios, de la oración, y de aquí lo que
dijo un día en una reunión: “Cuando yo rezo y digo las
oraciones con palabras, siento que eso no es suficiente.
Entonces rezo a Dios en mi corazón; pero tampoco es
suficiente. Entonces, concluía, oro por medio del silen
cio !!!” Y os aseguro que esta mujer jamás había leído
a San Juan de la Cruz, ni a Santa Teresa, ni a ningún
otro. Era realmente su corazón que escuchaba.
A la vista de tales palabras y de tales personas es
como nos haría falta estudiar el porvenir de la Iglesia.
Es preciso que los cristianos salgan de eso que se po
dría llamar sus “revoluciones de practicantes”. En otros
tiempos se practicaba tal cosa y no ha resultado nada
bueno de ello; por tanto, se va a hacer de modo total
mente diferente. Se celebraba la misa o se practicaba
la confesión de una manera: se va a intentar practicar
las de modo totalmente opuesto. Eso son unas revolu
ciones de practicantes dentro de su círculo cerrado y
dando vueltas alrededor de ellos mismos. Si queremos,
40
por el contrario, responder a las verdaderas necesida
des y a las verdaderas exigencias de los hombres de
nuestros tiempos es preciso no escucharse entre inte
lectuales, sino, más bien, volver a escuchar al pobre:
el pobre no busca ese tipo de revolución de practican
tes, sino que espera y espera algo mucho más profundo:
lo que nos decía aquella mujer: “Yo oro por medio del
silencio.”
Os he citado aquellas palabras de Isaías, el “Señor
que abre mi oído de discípulo cada mañana” (Is. 50, 4).
Ahora bien, dentro de ese mismo texto se dice: “Para
que yo sepa responder al agotado, el Señor provoca
una palabra.” Y nosotros responderemos verdaderamen
te a la espera inexpresada del pobre, podremos hacer
que el pobre nazca a la vida —y este mundo entero es
pobre porque está tan pobre de Dios—, haremos nacer
su esperanza si escuchamos al pobre al mismo tiempo
que escuchamos a Dios.
Uno de nuestros compañeros de equipo, Pablo Xar-
del, ha muerto en el Brasil aplastado por un camión
cuarenta días después de su entrada en la fábrica. Sus
camaradas de trabajo no sabían aún que era sacerdote.
Después de su muerte descubrieron con estupefacción
que el tornero de su taller, “el gran francés de larga
nariz”, era un “padre”, el Padre Pablo. Cuando acu
dieron a sus exequias estaba yo allí para recibirles y
recoger sus primeras impresiones, y quedé trastornado
por las palabras de uno de ellos: “¡Ah!, ahora que sé
que era sacerdote comprendo por qué sabía escuchar
tan bien.” Había quedado asombrado de ver a aquel
obrero tornero escuchando a cada uno con tan amoro
sa atención. Y cuando descubrió que era sacerdote, ins
tantáneamente, relacionó esa facultad de escuchar con
el sacerdocio de aquel hombre6.
Tal es la actitud del apóstol, la actitud del sacerdote.
Esta es, en el mismo sentido de la Biblia, la actitud del
consolador. Cuando el pobre Job se encuentra sobre
el estercolero, con sus sufrimientos, llegaron sus tres
6 Los papeles de este sacerdote han sido publicados con el título: La flamme
qui devore le berger. París, Cerf.
41
amigos a verle y ya recordáis el hermoso comienzo:
porque ellos comenzaron bien, ya que durante siete
días y siete noches permanecieron sentados en tierra,
cerca de él, sin que ninguno de los tres le dirigiera la
palabra ante el espectáculo de un dolor tan grande.
Saben callarse durante siete días y siete noches, ¡y esto
no está mal del todo! Pero, ¡hay!, ¿por qué no se mantu
vieron en esa actitud? Y comenzaron a hablar y hacer
grandes razonamientos. Exasperado les dirá Job:
“¡Qué penosos consoladores sois!” “¿Quién os en
señará el silencio, que es la única sabiduría que os
conviene?”
“¿Terminarán esas palabras lanzadas al aire? ¡Y qué
desgracia esa necesidad de responder!” (Job 16, 2).
Y ya sabéis vosotros que el mismo Dios, a pesar de las
casi blasfemias de Job, dirá poco después esto: “No
habéis hablado bien de mí, como mi siervo Job; ofre
ceréis un holocausto por vosotros, en tanto que mi sier
vo Job rogará por vosotros; por atención a él no os cas
tigaré con mi desgracia” (Job 42, 7).
Se busca, a menudo, en la hora actual, cómo lograr
la unidad en la vida de un sacerdote. De ese sacerdote
solicitado por lo que se puede llamar su vida espiritual
y por su vida apostólica. ¿Cómo va a conseguir la uni
dad en su vida? Pues, bien, realmente cuando un sacer
dote se encuentra comprometido hasta el cuello, de
lleno, en medio de los hombres, la unidad no podrá
conseguirse en él más que si ha adquirido la costum
bre viva de escuchar largamente a Dios; porque si él
escucha a Dios se mantendrá en la misma actitud, no
tendrá necesidad de cambiar sus actitudes psicológicas
y mentales: si escucha a Dios escuchará a su hermano
que viene a hablarle, estará disponible para los hom
bres. ¡Y esto es difícil!
Cierto día estaba con un viejo, bueno y animoso cura
de aldea que, lo reconozco, tenía el habla un poco con
fusa: cuando contaba algo siempre era un poco largo.
Y me decía: “Ah!, mi Obispo es ¡demasiado inteligente!
Cuando voy a verle y le explico algo, a las tres frases me
dice: «Ya comprendo..., ya comprendo...», y entonces
es él quien se pone a hablar.” En realidad, creo que
42
este hombre bueno hubiera querido que su Obispo fuera
menos inteligente y comprendiera un poco menos rápi
damente. Entonces hubiera podido hablar él y, en el
fondo, esto era lo que necesitaba: ser escuchado por
su Obispo. Es la actitud del jefe. Y de nuevo volvemos
a nuestro texto de Salomón: “Dame un corazón que es
cucha para gobernar tu pueblo.” Salomón sabe, a pesar
de ser joven, que va a tener que gobernar este pueblo,
es decir, que va a tener que “juzgar” en el sentido de
la Biblia, gobernar y juzgar, como lo hará él en su gran
juicio respecto a las dos mujeres. Pero, justamente, para
ser capaz de juzgar es preciso ser capaz de escuchar.
En este mundo, en el que hay tantos errores, circulan a
toneladas, es frecuente que el responsable haya de
saber descubrir la pepita de verdad, la parcela dorada
de verdad englobada en la enorme ganga de errores.
Puede haber sólo un gramo de verdad y una tonelada
de absurdos, pero si los responsables y los jefes no
llegan a reconocer este gramo de verdad, si no la se
paran y le dan valor, la minúscula verdad que sigue cau
tiva dará fuerza de persuasión a todo el error. Sé cuán
difícil es decantar el gramo de verdad en todas las
tonterías que se dicen; pero Santo Tomás de Aquino
decía que cuando se dice una verdad —no decía “por
boca de un periodista”, pero eso es lo que nosotros
podríamos decir— proviene del Espíritu Santo, aunque
todo lo demás sea completamente absurdo. Por eso
nos hace falta saber descubrir el átomo de verdad,
pues, si no, ese átomo es el que dará fuerza persua
siva a todo lo que es falso en su contorno. “Sí, dame
señor un corazón que escucha para g o b e r n a r tu
pueblo.”
¿Cómo no decirlo, en conclusión? Esta actitud es,
por excelencia, la actitud de María. Es contemplativa,
es madre, por tanto escucha. Ha escuchado a todos los
profetas. Y, cuando habla, su Magníficat está tejido
con todo lo que ella ha escuchado a lo largo de su
vida. Escucha al Angel atentamente: “al oír sus pala
bras quedó conturbada y se preguntaba lo que signi
ficaba este saludo.” María escucha; María se pregun
ta; María no dice nada. Entonces el Angel continúa:
“No temas María.” Y sólo después de esa escucha,
43
sólo después de la palabra del Angel, llegará la pre
gunta: “¿Cómo será eso?” Y cuando todo termina: “Yo
soy la esclava del Señor, que suceda en mí según tu
palabra.” Ahí está todo el misterio del encuentro de
Dios y del hombre en la Virgen María. Toda su vida
será una “lectio divina” constante: “María conservaba
con cuidado todos estos recuerdos en su corazón y
meditaba sobre ellos.” María lo escuchaba todo, pala
bras y sucesos, y guardaba fielmente todos esos re
cuerdos en su corazón: un corazón que escucha y
guarda.
Así es como se ha proclamado por otra mujer, y
luego por el mismo Jesús, la doble, grande, bienaven
turanza de María: “Dichosas las entrañas que te han lle
vado y los senos que te han alimentado.” Sí, con toda
seguridad; pero, “más dichosa todavía aquella que ha
escuchado la palabra de Dios y que la ha guardado”.
Y nadie en el mundo escuchará, entenderá y guardará
la palabra tanto como María. Y entramos en su dicha
si escuchamos: “Mi madre y mis hermanos son aque
llos que escuchan la Palabra de Dios”, dice Jesús
(Le. 8, 21).
Que el Señor nos dé la gracia de ser esos seres
que escuchan. Vosotros, sobre todo, a través de vues
tras responsabilidades (“la obsesión cotidiana, el cui
dado de todas las Iglesias”) (II, Cor. 11, 28), vosotros
que tenéis que promover tanto la formación de los
clérigos y de los seminaristas, como las obras mundia
les de ayuda a los más pobres: es preciso, verdadera
mente, que estas muy grandes preocupaciones jamás
sean separadas de las pequeñas realizaciones que piden
siempre una escucha atenta y actual del pobre. Los ob
sequios hechos a los pobres exigen un inmenso am
biente de amistad, sin lo cual no penetran, hacen daño.
Que la Iglesia, incluso en sus obras mundiales, sea
siempre, en primer término, la gran escuchante. Un po
bre es como un iceberg: muestra tres décimas partes al
exterior, y esconde las otras siete décimas partes bajo
las aguas. Todo lo que en justicia debemos darles a
ellos que son, a veces, tan susceptibles —incluso cuan
do su susceptibilidad es muda—, es preciso que vaya
44
englobado en un inmenso ambiente de amistad, de pre
sencia y de escucha.
Ayer os hablaba de Madeiaine Delbrél, esa mujer
tan extraordinaria, cuyos libros habéis leído: Nous autres
gens des rúes y La Joie de croire\ que es un inago
table modelo, a mi parecer, de alguien de hoy en pleno
ambiente de ateísmo. Su primera adquisición de con
ciencia de su vocación fue el pequeño hecho siguiente:
su cura, que era un santo sacerdote, el “abbé Lorenzo”,
le había encargado que llevara un paquete de ropa a
una pobre familia de Ivry, en un ambiente comunista.
Y Magdalena, sin mirar demasiado lo que hay en el
paquete, lo coge, sube cuatro o cinco pisos y se lo
da todo a la mujer que da las gracias a medias, una
mujer más bien... poco agradable. Magdalena descien
de un poco molesta por la acogida. Apenas había ba
jado los cinco pisos cuando oyó, ya en la calle, que la
mujer la llamaba desde la ventana, gritando: “Puede
volver a recoger su paquete; son adefesios, porquerías.
Venga, venga a recoger esto, no quiero sus desperdi
cios.” Entonces Magdalena vuelve a subir y ve que, en
efecto, se había dado a esta pobre mujer una ropa que
realmente no era digna de ser dada a un pobre. Había
habido yo no sé qué error. Se excusa, desciende deso
lada, molesta, sin saber qué hacer... Al pasar delante
de una tienda de flores ve un ramo de hermosas rosas
rojas, una preciosa docena de flores, de rosas maravi
llosas. Las compra, vuelve sobre sus pasos, busca y
encuentra al hijo de aquella mujer y le da el ramo: “Ve
a llevar esto a tu mamá.” Y uno de los futuros cristia
nos de Ivry, de ese mundo incrédulo, ha sido ese niño,
que no tenía entonces más que cinco o seis años y
que, quince años más tarde, ha pedido el bautismo. Me
parece que tenemos ahí un símbolo: nos hace falta es
cuchar al pobre, incluso en sus susceptibilidades y sus
exasperaciones, para que el pobre, un día, se ponga a
escuchar a su Señor.
7 Ediciones Du Seuil.
45
4. LA GRACIA MAYOR: ENCONTRAR A JESUS
47
ello” —he aquí su Magníficat—. “Vosotros rebosáis de
alegría por ello, aunque es preciso seáis afligidos to
davía algún tiempo por diversas pruebas... Sin haberle
visto (a Jesucristo), le amais; sin verle aún, pero cre
yendo, rebosáis de una alegría indecible —(por segunda
vez)— y gloriosa, seguros de alcanzar el objeto de
vuestra fe: la salvación de las almas.” Pues bien, ante
este texto tan bello, tan comunicativo de ese rebosar
de alegría, no creamos demasiado rápidamente que esta
gracia de las gracias se realiza en todos los cristianos
de hoy. Y, ¿lo es en cada uno de nosotros?
Esta mañana evocaba ante vosotros a los pobres,
esos anawin, esos pobres de Yahvé que existen hoy día
en el Brasil, en Africa y en Europa también. Al escu
charles decir lo que es su plegaria, esa “plegaria por el
silencio”, comprendemos mejor que ellos son verdade
ramente los bienaventurados de la primera bienaven
turanza, esa que engloba a todas las otras: “Bienaven
turados aquellos que se saben pobres.” Pero al lado de
esos bienaventurados —¡y son numerosos en el mun
do!—, de esos pequeños y de esos pobres de hoy están,
y se multiplican, esos otros de quienes San Pablo nos
dice que son “extraños a las alianzas de la Promesa, no
teniendo esperanza ni Dios en este mundo” (Ef. 2, 12).
Y cuando se está así, sin otra cosa más que lo visible
inmediato, se llega rápidamente a desesperar.
He recibido, hace algunos días, un texto de lonesco,
el gran dramaturgo. Ese texto lleva por título Yo corro
tras la vida. Permitidme que os lo lea, aunque sea algo
largo: nada nos situará mejor en el vacío angustioso
de tantos hombres de nuestro tiempo que corren tras la
vida sin esperanza de alcanzar nada, la miseria de
tantos hombres verdaderos míseros del mundo, aunque
son poderosos en apariencia, girando como cosmonau
tas perdidos en el espacio hasta el agotamiento de su
oxígeno:
“Las satisfacciones que buscaba para llenar una
vida, un vacío, una nostalgia, y que yo he obtenido, han
logrado, a veces, pero muy poco, enmascarar el males
tar existencial. Me han distraído, pero ya no pueden ha
cerlo. Los dolores, las penas, los fracasos me han pa-
48
recido siempre más verdaderos que lo conseguido o el
placer. Siempre he intentado vivir, pero siempre he pa
sado al lado de la vida. Y creo que esto es lo que siente
la mayoría de los hombres. No he sabido olvidarme.
Para olvidarme es preciso olvidar no sólo mi propia
muerte, sino olvidar que aquellos a quienes se ama mue
ren también y que el mundo tiene un final.”
“La ¡dea del final me angustia y me exaspera. ¡Ay!,
el alcohol mata la memoria y no he conservado más que
recuerdos brumosos de mis euforias. La vida es des
dicha. Esto no impide que prefiera la vida a la muerte,
existir a no existir, porque no estoy seguro de ser una
vez que ya no exista. Porque existir es la única manera
de ser que yo conozco me aferró a esta existencia, por
que no puedo imaginar, ¡ay!, una manera de ser fuera
de la existencia.”
“Existe la edad de oro: es la edad de la infancia, de
la ignorancia. Desde que se sabe que se ha de morir ha
terminado la infancia. Como ya lo he dicho, la infancia
para mí terminó muy pronto. Se es adulto, entonces, a
los siete años. Después, creo que la mayoría de los
seres humanos olvidan lo que han comprendido y en
cuentran otra especie de infancia que puede perpetuar
se toda la vida para algunos, muy pocos. No es esta
una verdadera infancia, es una especie de olvido. Los
deseos y las preocupaciones están ahí para impedirnos
pensar en la verdad fundamental.”
“Yo no he caído jamás en el olvido; jamás he vuelto
a encontrar la infancia. Fuera de la infancia y del ol
vido sólo existe la gracia que pueda consolarnos de
existir o que pueda darnos la plenitud, el cielo sobre la
tierra y en el corazón. La infancia, el olvido por la agi
tación, la gracia. No hay otro estado que ese. ¿Cómo
se puede vivir sin la gracia? Sin embargo, se vive.”
“Si hago todas estas confidencias es porque sé que
no me pertenecen y que todo el mundo, aproximadamen
te, tiene en sus labios estas confidencias prestas a ma
nifestarse, y que el literato no es otra cosa que aquel
que dice en alta voz lo que los otros se dicen a sí
mismos o susurran. Si pudiera pensar que esto que
confieso no es una confesión universal, sino la expre-
49
4
sión de un caso particular lo confesaría igualmente con
la esperanza de ser curado o consolado. Pero no tengo
esa esperanza: esa esperanza no la tenemos; estamos
unidos en la misma pena. Entonces, ¿por qué? ¿Para
qué puede servir? Es porque, a pesar de todo, no pode
mos menos de adquirir conciencia, una conciencia más
aguda, de una realidad, de la realidad de la desgracia
de existir, del hecho de que la condición humana es
inadmisible: una conciencia inútil que no puede menos
de ser y de manifestarse: esa es la del literato.”
“Estoy en la edad en que se envejece diez años en
uno sólo, en que una hora sólo vale unos minutos, en
que incluso ya no se pueden contar los cuartos de hora.
Y, sin embargo, todavía corro tras la vida con la espe
ranza de alcanzarla en el último momento, como se
salta sobre los estribos de un vagón del tren que ha
comenzado a andar”8.
He ahí, me parece, el grito de desesperación de un
hombre. Ahora bien, ese texto se me ha entregado hace
menos de cuatro días, en el momento en que iba a
venir a Roma, por una joven de veintidós años. Y me
ha subrayado unos pasajes para mostrarme, según me
decía, que eso es lo que ella, a sus veintidós años, ex
perimentaba. Qué urgente es para nosotros hacer pre
sentir a esos hombres que “corren tras su vida” el es
tremecimiento de gozo indecible de San Pedro. Nuestro
papel, para nosotros que sabemos que no hay otro nom
bre que el del Señor Jesús, es preparar esos encuen
tros, ayudar verdaderamente a esos encuentros: prepa
rar a los hombres para una religión del Cristo vivo y
no para una religión de Jesucristo muerto.
Los primeros cristianos llamaban al cristianismo na
ciente “el camino” (Hch. 18, 25). Nada hay más urgente
que ese esfuerzo de colocar en camino, en el sentido
primitivo de la palabra, de colocar sobre el camino en
que se realice el encuentro con el Señor Jesús. Pero,
¿cómo? ¡Oh!, yo no voy a deciros cómo encontrarle. El
Señor resucitado ¡tiene tantas posibilidades! Pero me
parece que tenemos trazadas dos vías de acceso com-
50
plementarias y necesarias en la fe, y que es preciso
emplear las dos. Para encontrar al Señor Jesús, para
encontrarle como una realidad viva es preciso, en primer
término —esto es una perogrullada— mirarle vivir, ver
al hombre. Yo descubro, como los primeros apóstoles,
un hombre, muy excepcional, pero hombre, muy excep
cionalmente humano. Lo miro vivir y, como Simón Pedro
un día, partiendo de ese personaje Jesús de Nazaret,
llegó a decir: “Sí, tu eres el Cristo, el Hijo del Dios
vivo” (Mt. 16, 5).
Ese es el método —y empleo esa palabra método en
su significado etimológico de camino— que utiliza el
mismo San Pedro cuando en su primer discurso de Pen
tecostés hace su primera catequesis al pueblo, la pri
mera predicación apostólica:
“Hombres de Israel, escuchad estas palabras.
A Jesús el Nazareno, ese hombre —habla del hombre—
a quien Dios ha acreditado ante vosotros por los mila
gros, prodigios y signos que ha realizado por él en
medio de vosotros —todo eso que os hace descubrir
poco a poco que hay algo más en ese hombre—, a ese
hombre que había sido entregado según el designio
bien establecido y la presciencia de Dios, lo habéis co
gido y hecho morir clavándolo en la cruz... pero Dios
le ha resucitado.” Y San Pedro concluye: “Que toda la
casa de Israel lo sepa, pues, con certeza: Dios ha hecho
Señor y Cristo —su nombre divino— a ese Jesús —su
nombre humano— que vosotros habéis crucificado”
(Hch. 2, 22, 24, 36). Por tanto, lo que nos muestra aquí
la Escritura es un movimiento ascendente del hombre
a Dios, de la visión del hombre al presentimiento de
lo divino.
Pero hay, igualmente, un movimiento descendente
que la Escritura emplea también cuando nos hace des
cubrir lo que San Pablo llamará el "sí de las promesas”,
aquél en quien termina y se cumple toda promesa:
“Porque el Hijo de Dios, el Cristo Jesús que hemos
anunciado entre vosotros... todas las promesas de Dios
tienen su sí en él, de igual modo que es por él por
quien decimos nuestro AMEN a la gloria de Dios”
(II, Cor. 1, 19-20). No es ya la subida del hombre a
51
Dios, sino un movimiento descendente en el que toda
una historia divina viene a cumplirse en un hombre.
La grandeza de este segundo movimiento está en
que no reduce nuestro Señor Jesús a un momento de
la historia, al tiempo de Herodes, rey de Judea, de
Cesar Augusto y de Quirino. Este modo grandioso de
abordar a Jesús es el mismo que San Mateo y San
Lucas nos proporcionan al darnos las genealogías de
Jesús. En otros tiempos, el 8 de septiembre se releía
la genealogía de Jesús; en latín se encontraba en ella
todos esos “genuit” en medio de los nombres hebreos.
El desgraciado celebrante sentía la tentación de esca
motear esta genealogía diciéndose: “¿Qué van a com
prender esas gentes de todo esto?” Sin embargo, no sin
razón, Mateo y Lucas dan la ascendencia de Jesús. En
San Mateo (Mt. 1, 1 y sigs.) se encuentra la “genealo
gía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”. En
San Lucas (Le. 3, 38 y sigs.) se remonta más lejos
todavía: “este Jesús, de unos treinta años de edad era
hijo de José..., hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios.”
Jesús había afirmado también que los grandes pa
triarcas y los profetas se habían vuelto hacia él: “Abra
ham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se
alegró” (Jn. 8, 56). “Si creyerais a Moisés me creeríais
a mí también, porque de mí es de quien él ha escrito”
(Jn. 5, 46). Porque Moisés había anunciado, en efecto,
el don de Yahvé: “Yahvé, tu Dios, suscitará para ti, de
en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo
a quien escucharéis” (Dt. 18, 15). San Pedro hablando
al pueblo de Jerusalén (Hch. 3, 22) y San Esteban,
antes de ser lapidado, recogen esta profecía.
A nosotros nos toca escrutar las Escrituras: nada
más vital que ese descubrimiento, “como el centinela
espera la aurora”, de los presentimientos que los hom
bres de la Biblia tenían de Cristo:
“Oráculo de Balaam, hijo de Beor,
oráculo del hombre de mirada penetrante,
oráculo de aquel que escucha las palabras de
Dios,
de aquel que conoce la ciencia del Altísimo.
52
El obtiene la respuesta divina y sus ojos se abren:
Yo lo veo, aunque no para ahora.
Yo lo vislumbro, pero no de cerca” (Núm. 24, 15).
Como la aguja imantada se vuelve hacia el polo
desde millares de kilómetros de distancia, así está orien
tado el Antiguo Testamento hacia la persona de Cristo.
Ahí está lo que nos hace captar verdaderamente la
dimensión de nuestro Cristo Jesús, Señor, sin limitarlo
a un momento de la historia, sino dándonosla en toda
su plenitud, de edad en edad. Es esta la misma reve
lación que nos presenta San Juan en su Prólogo; por
que su Prólogo es ese gran movimiento descendente
que nos coloca ante ese Jesús anterior a toda cosa,
aquel que dirá un día: “Antes de que el mundo fuera
hecho Yo soy” (Jn. 8, 58). “En el principio el Verbo
existía y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios.
Estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por
él, y sin él nada fue hecho... Y el Verbo se hizo carne
y ha morado entre nosotros” (Jn. I, 1-3, 14).
Ahí tenemos dos tiempos complementarios, dos ca
minos de acercarse al Señor Jesús: Antes de la exis
tencia humana de Jesús, y en el tiempo de su existen
cia humana, “en los días de su carne”, como decía
San Pablo (Hch. 5, 7). Más tarde vendrá el tiempo de
Jesús en la plenitud de su Cuerpo Místico, la Iglesia.
Jamás contemplaremos bastante esta humanidad de
nuestro Señor Jesús porque ella es, en efecto, la que
debemos amar: Pedro, ¿me amas? ¿Me amas en mi hu
manidad, tal como yo soy, con mi divinidad, seguramen
te, pero me amas a mí, Jesús? Esa humanidad es la que
nos hace falta imitar, de ella vivimos; nos hace falta
continuarla, nosotros la terminamos, como dice San Pa
blo. Y sabemos, al mismo tiempo, que esta humanidad
de nuestro Señor Jesús no adquiere su talla y su ver
dad más que a la luz de su divinidad; pero ésta, para
nosotros, encuentra su dimensión a través de esa his
toria de la que las genealogías de Lucas y Mateo, así
como el primer versículo de San Juan, nos dan el índice
de materias.
Ahora bien, Jesús, una vez que se ha resucitado, no
hace otra cosa al encontrarse con los peregrinos de
53
Emaús: al hacerse el encontradizo les va a explicar su
misterio:
“Comenzando por Moisés y recorriendo todos los
Profetas, les interpretó en todas las Escrituras aquello
que le concernía” (Le. 24, 27).
Más tarde, en su primera instrucción a los Apóstoles
hará lo mismo Jesús: “Entonces les abrió el espíritu a
la inteligencia de las Escrituras, y les dijo: Así estaba
escrito que el Cristo sufriría y resucitaría de entre los
muertos al tercer día” (Le. 24, 45).
Vemos, pues, al Señor Jesús comenzar por Moisés
—¿podemos hacer nosotros algo mejor que él?—, reco
rrer los Profetas, la Biblia, interpretar todas esas Escri
turas y, en esas Escrituras, aquello que le concernía,
aquello que sobre él estaba contenido en ellas.
De este modo de obrar de Jesús resucitado tene
mos, a mi parecer, un comentario en la epístola misma
de San Pedro que os citaba al principio, en que nos
habla del modo de encontrar y reunirse con el Señor.
Es a propósito de la esperanza de los profetas “que
han profetizado sobre la gracia destinada a vosotros”
(I, Ped. 1, 10). No se trata de cosas viejas, en el aire:
es para nosotros, está “destinada a vosotros”.
Esos profetas “han buscado descubrir cuál era el
tiempo y cuáles las circunstancias que tenía a la vista
el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando anun
ciaba por adelantado los sufrimientos del Cristo y las
glorias que les sucederían”. ¡Los sufrimientos y las glo
rias! “Les fue revelado que no era para ellos mismos,
sino que era para vosotros (siempre es para nosotros)
para quienes administraban ese mensaje que ahora os
anuncian quienes os predican el Evangelio” (I, Ped. 1,
11- 12) .
Henos, pues invitados por el mismo Cristo y por su
Apóstol a buscar al Señor Jesús a través de eso que
he llamado esa genealogía de sí mismo a través de
las escrituras. Los profetas, según San Pedro, han per
cibido, con la gracia y la iluminación del Espíritu, o
al menos presentido, la dimensión de su mensaje, Je
sucristo, Hijo de Dios, Enviado del Padre, muerto por
54
todos los hombres —“sus sufrimientos”, como dice
San Pedro—; ese Jesús resucitado y vivo —“sus glo
rias”—, como dice también San Pedro. Pero también
es ese Jesús en su posterioridad, es decir, en su Igle
sia que es su Cuerpo Místico, quien anuncia hoy el Evan
gelio para la salvación de todo creyente.
Vamos, pues, a intentar al modo de Jesús, si se
puede osar decir semejante cosa, digamos al menos
imitándole, interpretar en todas las Escrituras aquello
que le concierne. Me parece que la Escritura, y sólo
ella, nos introduce en el conocimiento del Cristo y en
un triple conocimiento indiviso: el conocimiento de la
persona de Jesucristo; el conocimiento de la posteri
dad del Señor Jesucristo, que es la Iglesia, el cuerpo
del que es la cabeza; el conocimiento de nosotros mis
mos, en fin, en la acogida que prestemos a este admi
rable designio de Dios.
Citaba a San Pedro. No dice otra cosa San Pablo
cuando nos habla de la promesa dirigida a Abraham
y cumplida en Jesucristo (Gal. 3, 16). He ahí por qué
ese Antiguo Testamento tiene tanto valor para nos
otros, puesto que nos revela sin cesar lo que es la ac
tualidad más inmediata: ese combate incesante entre
nuestro Dios que llama al hombre y el hombre que re
siste. No es solamente al Señor Jesús a quien presenti
mos, sino que presentimos ya sus sufrimientos, es decir,
al hombre que resiste a lo que Jesús viene a traernos, y
esto hasta la paradoja, si puede decirse, inimaginable
de la cruz, y hasta las palabras más inimaginables to
davía: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando
nado?” Convertirnos es aceptar, a la vez, esa paradoja
y ese combate, sabiendo que hasta el fin estaremos,
todos y siempre, en lucha entre Dios que nos llama en
la persona del Señor Jesús y nosotros mismos que le
resistimos.
55
5. Y VOSOTROS, ¿QUIEN DECIS QUE SOY YO?
57
fantasma!” Con miradas humanas había cierta razón,
en cierto modo, para expresarse así ai ver a un hombre
marchando sobre las aguas. Es un mito, como dicen
tantas personas hoy día; manera fácil, por otra parte
caducada, para evitar explicarse este personaje. Es un
fantasma: dejemos esto a un lado.
Otra respuesta: “Es Elias o Juan el Bautista, o Jere
mías, o alguno de los profetas.” Uno de los evangelis
tas, Lucas, nos informa: “Es uno de los antiguos profe
tas resucitado.” (Le. 9, 19). Aquí estamos en plena
actualidad, muy allá del mito. Se ha hablado mucho en
estos tiempos de Roger Garaudy. Evidentemente, no se
trata de entrar en la actualidad política; no es ese nues
tro terreno; pero es interesante anotar una respuesta
dada por él a una encuesta de Navidad de una revista
franciscana9. En su contestación no se puede hablar
de manifestación de fe —no se trata de fe—, pero a su
manera respondió a la pregunta del Señor: “Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?” Tú, Roger Garaudy, ¿quién
dices que soy yo? No se puede leer sin emoción esas
líneas escritas a propósito de Jesús: “Jesús ha debido
vivir de tal manera lo que toda su vida significaba...
Para pregonar hasta el fin la Buena Nueva hacía falta
que él mismo, con su resurrección, anuncie que todos los
límites, la barrera suprema: la misma muerte, ha sido ven
cida.” Ese Cristo, dice Garaudy: “Ha desfatalizado la
historia... Era como un renacimiento del hombre...”
Roger Garaudy reivindica a ese Cristo: “Vosotros, los
custodios de la gran esperanza que nos ha robado Cons
tantino, gentes de Iglesia, devolvédnoslo. Su vida y su
muerte son también para nosotros, para todos aquellos
para quienes tiene un sentido. Para nosotros que hemos
aprendido de El que el hombre ha sido creado creador.”
Así, para Garaudy y para muchos hombres rectos
de nuestra generación, Jesús es la humanidad que al
canza lo que ella lleva en sí misma de más bello y más
grande: Jesús es el Hombre, el Hijo del hombre por
excelencia; pero es evidente que esto, que esa huma-
brégues.
58
nidad llevada al extremo, es parasitaria, si puede decir
se así, de la divinidad de Jesús, que viene a desapare
cer. Sí, ese Jesús sería, para esos hombres, “alguno
de los profetas”, uno de los “antiguos profetas resuci
tado”, marcando con una huella imborrable la huma
nidad.
Esta respuesta no es sólo la de los incrédulos.
¿Para cuántos cristianos su fe en Jesús no va más
lejos? Querría daros cuenta de lo que ha venido a ser
mi convicción en esos años de vida en América Latina,
y también puedo decir que en Europa. Me parece que,
a menudo, van al lado una de otra dos religiones que
llevan el mismo nombre de católicas. Sería preciso
matizar mucho lo que quiero decir con esto, pero me
parece que empleando las mismas palabras, venerando
los mismos santos, presentando los mismos sacramen
tos, se encuentra uno a veces frente a una religión
muy diferente de la religión fundada por el Señor Jesu
cristo y sobre El. No hablo de lo que se halla en el
fondo del corazón de cada hombre, de la actitud que
constituye el secreto de cada uno de nosotros. Pienso
que muchos de esos hombres de América Latina tienen
una fe análoga a la del tiempo de Abraham, una fe
muy secreta, soterrada, muy bella y que yo no dismi
nuyo en nada. Un sacerdote brasileño, que conoce ad
mirablemente su país, me decía: “Para el pueblo, a
pesar de sus supersticiones, Dios es una persona, es
Alguien.” Y añadía con una pizca de malicia: “Pero
¡para los curas es una verdad en que creer!” ¡Y eso no
es lo mismo!
Una vez más, pues, no hablo de aquello que sólo
Dios puede juzgar —El que ve el corazón del hom
bre— y que yo admiro tan profundamente. Pero, si mira
mos a la religión tal como se manifiesta, vivida exte-
riormente por esos hombres y esas mujeres tan llenos
de bondad y de sentido religioso, tan alejados al mismo
tiempo del ateísmo de Europa, carece de la realidad
que la constituye en su mismo ser: el Señor Jesús Re
sucitado. Jesucristo no es la piedra angular en que
todo el edificio se sostiene. Con toda seguridad no es
desconocido, pero sólo es una devoción —si oso decir
lo así— entre otras devociones, algunas de las cuales
59
tienen primacía sobre él en ciertos momentos. No doy
demasiados detalles, pero así como en tiempos de
Abraham cada pueblo llevaba consigo sus ídolos loca
les, cada misionero sufre la tentación de llevar consigo
su culto nacional: nosotros, los franceses, instalamos la
gruta de Lourdes. También hay algunos santos de im
portación italiana que, a veces, parecen adelantarse al
mismo Jesús, y esto acaba por borrar la realidad misma
de ese Señor y Cristo, de quien escribe San Pablo en
“gruesos caracteres” (Gal. 6, 11). Jesús, ciertamente,
no es desconocido; pero es objeto de una “devoción”
que le anega entre muchas otras y, de golpe, la Santa
Escritura, la Eucaristía, la Virgen María, la Iglesia, ya
no están iluminadas por la realidad del Verbo divino
hecho carne, de Dios hecho hombre. Como consecuen
cia, pierden su carácter único y se convierten en unas
“prácticas” entre otras, aumentando el número de las
demasiado múltiples devociones, y pierden valor. Repi
to: no subestimo el corazón de esos hombres y esas
mujeres; pero nos hace falta comprender que tal “fe”
no resistirá al desarrollo y a la cultura.
En una capilla, en la que jamás hasta entonces había
habido la presencia continua de la Eucaristía, propuse,
puesto que celebraba en ella regularmente, que se ins
talara el Santísimo Sacramento. La gente se sentía muy
dichosa: “¡Oh!, ¡qué felicidad! ¡Se va a ver el Santísi
mo!” Y yo me gozaba con su alegría. Se buscó el ta
bernáculo, la seda, todo lo que hacía falta para insta
lar al Señor pobremente, pero todo lo más dignamente
posible en aquella capilla minúscula en la que ya había
dieciséis imágenes de santos (incluso había dos santas
iFitomenas, una de 70 centímetros de altura y otra
de 1,20). Pero cuando el Santísimo quedó instalado con
su tabernáculo, el velo, la lámpara y todo lo demás, me
di cuenta de que había instalado, a sus ojos, ¡una deci
moséptima devoción! Y, cosa más terrible aún, para
aquel pueblo tan concreto esta decimoséptima devoción
era ¡arte abstracto! Porque, en fin, San Jorge o San Mi
guel, con su lanza y su dragón, eran de un arte más
realista que esa Hostia, “sin apariencia ni belleza”, a
pesar de todo aquello con que puede rodeársela.
60
En esas condiciones Jesús es un gran Santo, el más
grande, el mejor tal vez, el más milagroso, el más aman
te hasta el punto de dar su vida. No es el Alfa y el Ome
ga, la Luz, la única que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo. No es el Señor, el Nombre por en
cima de todo nombre.
Hace algunos días estaba yo en Suiza sentado al
rededor de una mesa con unos cristianos que discutían.
Ya adivináis de qué hablaban en la hora actual: Huma-
nae vitae, el celibato de los sacerdotes, la colegialidad,
todo se examinaba. Pero en sus discusiones llenas de
psicología, de sociología, de fisiología y de hermenéu
tica hasta la saciedad, sólo uno quedaba sin nombrar,
el sólo, el único, Jesucristo, la clave de todo. Con ello
nos encontramos en el núcleo de todos los sobresaltos
que comprobamos alrededor de nosotros en la hora ac
tual. Comprobamos unos temblores de tierra. No se trata
de mirar a tal casa que se hunde, o aquella otra que
se resquebraja y parecía sólida. Se trata de buscar
dónde está el epicentro, el punto de partida de todos
esos temblores de tierra. Y aquí el epicentro del seísmo
está en la respuesta que se dé a la pregunta: “Y, vos
otros, ¿quién decís que soy yo?”
Estaba yo hace un año en una de las regiones más
explosivas del Brasil (no era la de monseñor Helder;
me adelanto a decirlo porque así podría creerse). Es
taban reunidos unos veinte sacerdotes. Durante dos días
estos hombres habían realmente buscado; estaban ator
mentados por múltiples problemas y cuestiones, por su
porvenir, etc. Al final del segundo día —todavía veo el
momento, la hora, las cinco de la tarde— uno de aque
llos sacerdotes que tenía unos treinta y ocho años tuvo
un destello que vino a iluminar toda su existencia: tuvo
netamente la explicación de su vida; y lo que manifestó
en aquel momento se sentía que salía de lo más ocul
to de su inconsciente. Dijo esto: “¡Ah!, hoy me doy
cuenta de que he elegido libremente el oficio de sacer
dote” (y en el buen sentido, no solamente en el de
para comer, beber y vivir), y añadió, “me doy cuenta
en este momento de que jamás he elegido seguir a
Jesucristo”. ¡Qué trágico descubrimiento para este hom
bre a quien jamás se le había planteado la cuestión:
61
“Y tú, ¿quién dices que soy yo?”, y que no podía res
ponder honestamente: “Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios vivo.”
Se comprende perfectamente entonces que el celi
bato se planteaba para este sacerdote en los mismos
términos que para las azafatas del aire que, en otros
momentos, por contrato, no podían casarse y que, no
sin razón, decían: “No veo, realmente, por qué me im
pedís casarme; esto afecta solamente a mi marido y a
mi, si él acepta que yo vuele.” Para este sacerdote, si
no había elegido verdaderamente a Jesucristo, no se
ve por qué, en nombre de qué, podía renunciar a tales
proyectos.
Y ved lo que nos decía un día un padre maestro
de una de las grandes Ordenes religiosas que existen
(hay muchas, no busquéis, pues, a cuál me refiero):
de golpe, al cabo de años de desempeñar su cargo,
descubría que podía formar religiosos perfectos —en el
sentido externo de la palabra al menos— pero que jamás
habían sido evangelizados. ¡Oh!, seguramente sabían
colocarse bien el capuchón, sabían orar, conocían in
cluso la vida del Señor en el Evangelio, pero jamás
habían encontrado la persona viva y única de Cristo.
Vosotros sabéis que en Francia, hace algunos años,
algunos hombres políticos se llamaban “los incondicio
nales” del General. Pues bien, nosotros los cristianos
debemos ser los incondicionales de Jesucristo. Si un
bautizado no es, en primer término, un incondicional de
Jesucristo, ¿cómo puede vivir verdaderamente su bau
tismo y los otros sacramentos, matrimonio o sacerdo
cio? Cuando en el plano cristiano encontramos todas
las dificultades que conocemos en la hora actual, tanto
si se encuentran, como vosotros las encontráis, en el
plano mundial y en el plano de las estructuras, como si
se encuentra uno mismo ínfimamente en la base con
los hombres que sufren y que inquieren, toda la cues
tión está en saber quién es Jesucristo, él mismo en
su persona y en su forma de Iglesia. Si la descripción
del fin y de las misiones de la Iglesia está presentada
como si su misión fuera puramente terrestre, y si Jesu-
62
cristo es solamente “un gran profeta”, continuaremos
en unas discusiones sin fin.
Es preciso batirse por la realidad de nuestro Señor
Jesucristo y la del reino de los cielos, si no la Iglesia
será una especie de gran asociación con un secretario
general, tipo “Naciones Unidas”, porque Jesús no será
otra cosa que uno de los hermosos grandes momentos
de la historia, un Sócrates superinspirado, y no el “tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, es decir: tú eres
mi Dios que vive en mí, mi Señor y mi Dios. Y esto es
lo que nos falta decir “a tiempo y a destiempo” a los
hombres que nos rodean, aunque ellos no nos escuchen
más de lo que los atenienses escucharon a San Pablo.
No nos batamos solamente en el terreno en que ellos
nos proponen el combate, sino que planteémosles la
pregunta: “Y tú, ¿quién dices que es el Señor Jesús?”
Puede ser que volvamos a los tiempos de los pri
meros siglos cristianos en los que todo el Credo se apli
caba a discernir el misterio de la persona del Señor
Jesús. Acaso tengamos que volver a la fórmula del pe
regrino ruso, aquella que es la clave de la fe y la pie
dad ortodoxa: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador.” En ella se dice todo: Jesús y
nosotros estamos definidos en ella. Algunos pensarán,
seguramente, que permanecemos ligados a un mito, que
nuestra edad mental sigue siendo la de un niño de ocho
o de doce años; pero nosotros lo sabemos perfecta
mente: “Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has revelado esto a los pequeños y lo
has ocultado a los sabios y a los sagaces” (Le. 10,
21-22; Mt. 11, 25).
Cuando en el desierto, en el momento de las mur
muraciones, de los deseos ardientes, fue preciso encon
trar un remedio contra las serpientes venenosas no
hubo otro que el de la serpiente de bronce, y al mirar
la —no mirarla simplemente con los ojos, sino con una
mirada de fe y de confianza— se conservaba la vida.
Pues bien, en la hora actual no hay otra serpiente de
bronce, y siempre para sanar las heridas de los hom
bres, las que ya conocemos y las que pueden sobreve
nir, no hay otro modo de curación que mirar a ese
63
Hijo del hombre alzado ahora sobre la tierra, y cuyas
heridas son las únicas que pueden curarnos. San Juan
nos lo dice: “De igual modo que Moisés alzó la ser
piente en el desierto, así es preciso que sea levantado
el Hijo del hombre a fin de que todo hombre que crea
tenga por él la vida eterna” (Jn. 3, 14). Pero a condi
ción de que sepamos responder como el Apóstol Pedro:
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”
64
6. ABRAHAM: «ABANDONA...»
67
Un desenraizamiento: quien dice desenraizamiento
habla de algo que pertenece al pasado para llegar a un
enraizamiento que se realizará en el futuro. Entre uno
y otro está el presente de ponerse en camino: se parte,
se deja y esta es la historia de todo hombre en marcha
hacia Dios. Pero, ¡atención! La Biblia nos da a conocer
desarraigos muy diversos en su causa. Con Abraham
presenciamos un desarraigo de obediencia, mientras
que tres desarraigos anteriores de que nos habla la
Biblia eran debidos al pecado: el de Adán; Adán arroja
do fuera del Edén, echado del lugar de ese paraíso en
que se encontraba, es desarraigado. El de Caín, quien,
después de la muerte de su hermano, va a verse —es
cribe la Escritura— maldito, perseguido, errante, reco
rriendo la tierra (Gén. 4, 11-12). El desarraigo, en fin, de
la Torre de Babel en que Dios “les dispersó sobre toda la
faz de la tierra” (Gen. 11, 9). En efecto, no es sólo la
voluntad de Dios la que nos desarraiga; también el pe
cado lo hace, incluso cuando estamos perniciosamente
enraizados.
Con Abraham, por el contrario, se ve el desenraiza
miento de la obediencia: “Abandona tu país.” Y este
desenraizamiento de la obediencia es, esencialmente,
una confianza en Dios para el porvenir. Todos los ver
bos que vamos a escuchar dirigidos a Abraham son
verbos en futuro. Son unas promesas. “Abandona”, sí,
pero abandona para otra cosa que vendrá más tarde,
en el futuro: “Yo haré de ti; yo te bendeciré; yo ensal
zaré; yo reprobaré.” Todo es futuro. La promesa hecha
a Abraham es lo que hay de más tenue: como todas
las promesas, su peso es sólo el de una palabra, y para
registrar esa palabra no es preciso que tenga peso. Es
preciso ser como esas balanzas extremadamente sensi
bles de los sabios de hoy día que registran el menor
soplo. Esa promesa está toda ella orientada hacia un
porvenir, en el sentido fuerte de la palabra, “inimagi
nable”.
Nuestra fe, actualmente, es eso. Jesús resucitado no
es del pasado; él es el “Sí de las promesas”, como de
cíamos ayer con San Pablo. El es más que nadie, y él
está siempre también en porvenir. “El es, él era y él
viene.” El es siempre, él era, pero él viene. En el Apo-
68
calipsis le vemos como el caballero sobre su caballo
blanco de victoria que se va vencedor —ya lo es— y
"para vencer todavía” (Apoc. 6, 2). Siempre es un futuro.
Siompre es un porvenir. Por tanto, no hay en nuestra
vida de fe una situación inmutable, una realidad acaba
da; por todas partes hay un devenir, incluso cuando ya
poseemos un presente y unas promesas realizadas; en
<>l desarraigo del “Abandona” sentimos muy bien que
vamos hacia más lejos. La existencia y el porvenir del
pueblo elegido —puesto que en Abraham descubrimos
a Jesús y a ese pueblo elegido que somos nosotros— de
penden de esa promesa y de ese acto de fe en el fu
turo que Abraham va a hacer. No se trata simplemente,
on efecto, de su descendencia carnal, sino de todos
aquellos a quienes la misma fe hará hijos de Abraham
nuestro padre y padre de todos los creyentes.
Leamos ahora paralelamente el texto del Génesis y
el comentario de San Pablo en la Epístola a los He
breos. No hay comentario de maestro más grande que
el de San Pablo; sigue paso a paso el texto y está ins
pirado de Dios:
“Yahvé dijo a Abraham: Abandona tu país, tus pa
rientes y la casa de tu padre, para ir al país que yo te
señalaré. Yo haré de ti un gran pueblo, yo te bendeciré,
yo ensalzaré tu nombre, yo bendeciré a aquellos que
te bendigan, yo reprobaré a quienes te maldigan. Por ti
serán benditas todas las naciones de la tierra. Abraham
partió como le había dicho Yahvé” (Gen. 12, 1-4).
“Por la fe —esta es la obediencia de que nos habla
ba San Pablo—, por la fe obedeció Abraham al llama
miento de partir hacia un país que debía recibir en he
rencia, y partió sin saber a dónde iba” (Hb. 11, 8).
En primer término, Abraham escucha; también él. Es
cucha y no discute, sino que hace lo que se le dice.
Parte sin la menor seguridad, sin saber a dónde iba,
abandonando todos sus apoyos —como San Pedro an
dando sobre las aguas—, mientras que nosotros tene
mos, con mucha frecuencia, el deseo de sentir bajo
nuestros pies la tierra firme, el apoyo sólido.
“Por la fe —continúa San Pablo— vino a estar en la
tierra prometida como en un país extranjero, y viviendo
69
en tiendas” (Hb. 11, 9). Un país extranjero, lo cual es,
como fruto del desarraigo, la pobreza. Cuando llega
a esa tierra prometida encuentra en ella el hambre
(Gén. 12, 10). Cuando hemos vivido nosotros en un país
extranjero, no sabiendo el idioma de su población,
hemos experimentado lo que es la pobreza: no poder
se expresar, no poder decir más que la décima, la vi
gésima parte de lo que se querría decir, y quedarse un
80 por 100 sin poderlo decir.
Abraham ha conocido esta pobreza del emigrante.
Sin embargo, llegará un día en que se verá “muy rico
en ganados, en plata y en oro”, y esta será la fuente
de disputas entre los pastores de Abraham y los de
Lot. El “Abandona” resonará otra vez, aunque de modo
distinto, en lo más profundo de su corazón: Abraham,
el jefe del clan, dejará a su sobrino Lot la elección de
la mejor parte:
“Así, pues, Abraham dijo a Lot: Que no haya dis
cordia entre tú y yo, entre mis pastores y los tuyos,
porque somos hermanos. ¿No tienes ante ti todo el
país? Sepárate de mí. Si tú tomas la izquierda yo iré a
la derecha, si tú tomas la derecha yo iré a la izquierda.”
“Lot levantó los ojos y vio la llanura del Jordán
que estaba irrigada por todas partes, como el jardín
de Yahvé, como el país de Egipto hasta Soar” (Gé
nesis 13, 8).
De igual modo, cuando acude en socorro del rey
de Sodoma y le libra, y éste le dice: “Devuélveme mis
hombres y quédate todos los bienes”, le responde Abra
ham: “Ni un hilo, ni una correa de sandalia, nada to
maré de lo que es tuyo, y tú no podrás decir: He enri
quecido a Abraham. Nada para mí” (Gén. 14, 23).
Mas, ¿por qué esa pobreza, ese desasimiento? San
Pablo nos lo explica: “Es que esperaba la ciudad pro
vista de cimientos de la que Dios es el arquitecto y el
constructor” (Hb. 11, 10). Abraham está en espera de
la realización del plan de Dios, de esa ciudad de que
Dios es el arquitecto: “Si el Señor no construye la
ciudad en vano se fatigan los albañiles” (Salmo 127, 1).
Esta ciudad, la Jerusalén celeste que desciende de lo
alto, es todo lo contrario de la torre de Babel. Se da la
70
lorre de Babel cuando nosotros, los hombres, nos de
dicamos a hacer nuestros planes y queremos construir
por nosotros mismos y a partir de nosotros para ir a
Dios. La ciudad santa de Jerusalén, la del Apocalip
sis, desciende del cielo como una esposa a la que se
rocibe en brazos.
“Por la fe —continúa San Pablo— también Sara re
cibió el vigor de concebir, a pesar de su edad avan
zada, porque estimó que era fiel aquél que había pro
metido” (Hb. 11, 11). Todo es posible a Dios: “Yo
lo puedo todo en aquel que me hace fuerte" (Fil. 4, 13).
He aquí lo que es la contrapartida, si puede decirse
así, maravillosa de los desgajamientos de la obedien
cia. No pasemos demasiado rápidamente sobre este
vigor para concebir de Sara y sobre esa confianza de
Abraham que, en aquel momento, “espera contra toda
esperanza” (Rom. 4, 18): ¿Cómo nos encontramos nos
otros en esa actitud esencial del creyente? ¿Y quién
llevaba, en definitiva, el pueblo de Dios? Así es como,
por lo demás, Abraham vendría a ser, dice San Pablo
a los romanos, “el padre de una multitud de pueblos”.
¡Qué hermoso es este texto!:
“Con una fe sin desfallecimientos consideró su cuer
po ya sin vigor —tenía unos cien años— y el seno de
Sara, estéril igualmente; ante la promesa de Dios la
incredulidad no le hizo vacilar, sino que su fe le llenó
de vigor y dio gloria a Dios, persuadido de que lo que
ha prometido una vez Dios es bastante poderoso para
cumplirlo” (Rom. 4, 18-22). Nuestro Dios es fiel: “El
Señor hizo para mí grandes cosas.” “He ahí por qué
esto le fue imputado como justicia”, acaba San Pablo.
El nacimiento de este hijo de la promesa había
sido ya, de muchos modos, una prueba de fe. Había
sido necesario buscar oscuramente. ¡Cuántas cuestio
nes se planteó Abraham cuando se veía sin descenden
cia y Dios le había prometido una posteridad tan innu
merable!: “Cuando se puedan contar los granos de
polvo de la tierra se contarán tus descendientes”
(Gén. 13, 16). Pero Abraham piensa: Pero yo soy viejo
y sin hijos. Entonces busca como un hombre, tantea:
“Mi Señor Yahvé, ¿qué me darás tú?, yo voy a terminar
71
sin hijos. Mira que no me has dado descendencia
y que una persona de mi casa heredará de mí...”
(Gén. 15, 2). Por tanto, va a escoger a su servidor Elia-
zar para que sea el principio de esta posteridad. Y Dios
le responde: “No, ese no será tu heredero, más bien
alguien salido de tu sangre” (Gen. 15, 4). Es entonces
cuando Yahvé le condujo fuera y dijo: “Levanta los
ojos al cielo y cuenta las estrellas si puedes. Tal será
tu posteridad” (Gén. 15, 5). Abraham creyó en Yahvé,
como María en la Anunciación. Abraham no tiene
dudas, pero se pregunta: “¿Cómo se hará eso?”
Pero el tiempo sigue pasando. Entonces, ¿por qué
no tomar el hijo nacido de la esclava? Y Yahvé va a
responder: No, no, un hijo de tu mujer; no es tu es
clava, “será Sara la que te dé un hijo y tú le llamarás
Isaac” (Gén. 17, 19-20). Pero esto no se realizará en
seguida; todavía hará falta una larga paciencia, una in
cansable espera antes que los tres visitantes misterio
sos realicen esa promesa.
“Y por eso —continúa San Pablo a los Hebreos—
de un solo hombre, y ya marcado por la muerte (a
causa de esa larga paciencia, de esa absoluta confian
za en la fidelidad de aquél que ha prometido), nacie
ron descendientes comparables por su número a las
estrellas del cielo, a los granos de arena en la playa,
innumerables” (Hb. 11, 12 y sigs.).
Y nosotros estamos ahí... Vemos ya, en efecto, la
persona del mismo Jesús que se trasluce a través de
ese Isaac, el hijo de la promesa; pero también esa ge
neración brotada de la fe en Dios, “todos aquellos que
creen en él, que no han nacido de la sangre ni de la
carne, ni de una voluntad de hombre, sino que Dios
ha engendrado” (Jn. 1, 13).
“Todos murieron en la fe sin haber alcanzado el
objeto de las promesas” (Hb. 11, 13) (Yo te daré
una tierra a ti y a tu posteridad), “pero la han visto y
saludado de lejos, y han confesado que eran extraños
y peregrinos sobre la tierra”, como Moisés que no en
trará en la tierra prometida, sino que la verá de lejos,
desde el otro lado del río: “Aquellos que hablan así
hacen ver claramente que están en busca de una pa-
72
tria” (Hb. 11, 14). También nosotros estamos en mar
cha hacia la ciudad permanente, hacia la ciudad esta
ble, y es preciso que todo lo que nosotros hayamos de
hacer sobre la tierra, por grande que sea, no pueda
ocultar un instante, a los ojos de los hombres, que
nuestra ciudad definitiva está en los cielos.
Recuerdo que siendo todavía no creyente había pre
guntado a los cartujos de Valsainte si me recibirían
para estar con ellos unos días de reflexión. Inmedia
tamente recibí una sencilla palabra, maravillosamente
escrita: “Venid”. Un día, el descarnado cartujo que me
había recibido me hizo visitar el monasterio. Yo estaba
impresionado por el silencio, las celdas, esa vida de
todos aquellos hombres que casi nunca hablan. Pero
lo que más me había sorprendido, a mí el no creyente,
era un pequeño letrero colocado sobre la puerta de la
morada de un monje: “En retiro”. Aquello represen
taba para mí —un cartujo en retiro— un silencio “al
cuadrado”, “al cubo”, no sabía qué. Y había también
sobre esa misma puerta otro letrero que decía en latín:
“Nostra conversatio in caelis est.” ¡Ah!, sí, nuestra ciu
dad, nuestra “conversación”, aquello hacia lo que es
tamos vueltos, eso se encuentra en los cielos. Somos,
según San Pedro, como extranjeros y viajeros (I, P. 2,
11). Jesús nos dirá: “No volved atrás.”
Vosotros también lo sabéis: el desarraigo toma múl
tiples formas. Consiste en no aferrarse a unos puestos
permanentes, en ser capaz de dejarlos, de ir más lejos,
de tomarse el retiro... La fe de Abraham es así: “Ellos
murieron en la fe...” Aquellos que hablan así (sin haber
visto la patria, no habiéndola saludado más que desde
lejos) hacen ver claramente que están en busca de
una patria. Y si hubieran pensado en aquella de la que
habían salido hubieran tenido tiempo de volver a ella.
(“Cuando ponéis la mano en el arado no miréis hacia
atrás, podíais volver atrás”.) Ahora bien, en realidad,
aspiran a una patria mejor, es decir, celeste (Hb. 11,
14-16). A esto es también a lo que nosotros tendemos.
Esto es lo que hace que seamos cristianos, este es el
mensaje que tenemos para dar a los hombres de hoy.
Acordémonos de aquel texto de lonesco, de ayer: “Yo
corro tras la vida y corro como un hombre que intenta
73
atrapar un tren en marcha y subir en el último coche”;
pero ese coche no lleva a nada. Pues bien, nosotros
aspiramos “a una patria mejor, es decir, celeste. Por
eso es por lo que Dios no tiene vergüenza de llamarse
su Dios: él les ha preparado, en efecto, una ciudad...”
(Hb. 11, 16).
Es con esa paciencia, esa fidelidad, esa constan
cia de Abraham, con la que podemos releer las pa
labras de Jesús: “Vosotros salvaréis vuestras vidas con
vuestra constancia” (Le. 21, 19). Esta constancia es,
justamente, el lazo de unión entre el desarraigo con
secutivo a la promesa y el cumplimiento de ella: ella
es la que llena completamente el tiempo entre las dos.
Por eso nos dice San Pablo: "Vosotros tenéis necesi
dad de constancia para que después de haber cum
plido la voluntad de Dios (el “Abandona...”) disfrutéis
de la promesa.”
Porque todavía un poco, muy poco tiempo;
Aquel que viene llegará y no tardará.
Ahora bien, mi justo vivirá por la fe...
(Hb. 10, 36-38.)
74
LAS PREFIGURACIONES DE CRISTO
7. ABRAHAM: EL SACRIFICIO DE ISAAC
1 Cfr. Helmut Thielike, citado por LÂPPLE: Des patriarches à l'annonce du Mes
sie. Fayard-Mame.
79
literatura: ese anciano con su joven hijo que anda a
su lado... “Abraham tomó la leña del holocausto y la
cargó sobre su hijo Isaac —¿cómo no pensar en la
cruz del Señor Jesús?—, tomó él mismo el fuego y el
cuchillo y se fueron los dos juntos. Isaac se dirigió a
su padre Abraham y le dijo: Padre mío (¡qué diálogo
tan directo!). Respondió: ¡Qué hay, hijo! Aquí está el
fuego y la leña, pero, ¿dónde está el cordero para el
holocausto?” Ya conocéis la respuesta de Abraham,
que es, justamente, la respuesta del hombre que no
busca la doble fidelidad: “¿Qué voy a hacer?”, sino que
todo lo pone en la mano de Dios. “Abraham respondió:
Dios es quien proveerá el cordero para el holocausto,
hijo mío.” Ahí tenemos la cima del lenguaje de la fe
donde la prueba misma nos muestra que jamás podrá
haber en ella contradicción para nosotros cuando acep
tamos ser de la raza de Abraham, y crucificados por
la Palabra misma de Dios.
Podemos volver a la lectura de la Epístola a los
Hebreos: “Por la fe, Abraham, puesto a prueba, ha ofre
cido a Isaac, y es su hijo único lo que ofrecía en sa
crificio; él, que era el depositario de las promesas; él,
a quien se le había dicho: por medio de Isaac tendrás
una posteridad que llevará tu nombre. Dios, pensaba
él, es capaz incluso de resucitar a los muertos” (he
ahí el comentario de “Dios proveerá a ello”); “por eso
recuperó su hijo y esto fue un símbolo”, literalmente una
parábola (Hb. 11, 17-19).
¡Qué parábola viva! Esa salvación de Isaac es, se
gún la tradición constante de todos los Padres de la
Iglesia, la pasión y la resurrección de Jesús. “Dios pro
veerá a ello, hijo mío.” Cuando Jesús explicará a sus
discípulos de Emaús “todo aquello que le concernía”
—no sabemos, claro es, lo que Jesús pudo decir—
este sacrificio de Isaac le concierne directamente a él,
el Señor Jesús.
Cuando San Pedro nos habla “de los sufrimientos y
las glorias del Cristo” también se trata, con Jesús, de
nuestra propia vida. Todo ello nos concierne. Y cuan
do San Pablo dice a los Romanos que “la fe de Abra
ham le fue contada como justicia”, añade: “Ahora bien,
80
cuando la Escritura dice que su fe le fue contada no
era por él sólo: nos tenía en cuenta también a nosotros,
a nosotros a quienes la fe se debe contar, nosotros
que creemos en aquél que resucitó de entre los muer
tos, Jesús nuestro Señor, entregado por nuestras cul
pas, resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 23).
He ahí la dimensión de nuestro Señor Jesús... “su lar
gura, su anchura, su altura, su profundidad”; y he ahí,
también, en que, en el sacrificio de Abraham, estamos
comprendidos por la fe en “aquél que resucitó de
entre los muertos, Jesús nuestro Señor, entregado por
nuestras culpas, resucitado para nuestra propia justi
ficación”. También nosotros conoceremos la contradic
ción de Abraham, también nosotros estamos en presen
cia de un Señor Jesús a quien aceptarían de buena
gana los hombres si no viniera a “exagerar” con sus
pretensiones, con sus milagros, sobre todo con el mi
lagro de su resurrección. ¡Ah!, ¡si no fuera más que un
gran sabio! Pues bien, como Abraham, nosotros cono
cemos esta contradicción, sabemos que Dios es bas
tante grande para resucitar de entre los muertos a ese
Jesús nuestro Señor, y a nosotros con él. A esto es a
lo que nos adherimos.
Pero esto termina y desemboca en la alegría. Jesús
mismo nos revela el Magnificat de Abraham: “Abraham
vuestro padre ha rebosado de alegría”. Una vez más
volvemos a encontrar esa palabra “rebosar de alegría”;
la de María en presencia del Señor, la de San Pedro en
presencia de ese Jesús al que amamos sin haberle visto:
“Abraham vuestro padre ha rebosado de alegría al pen
samiento de ver mi día. El lo ha visto y ha sido colmado
de gozo” (Jn. 8, 56). Abraham ha visto de lejos, a
través de esa imagen de su hijo Isaac, parábola viva,
ha visto desde lejos el día de Jesús, el día de su
resurrección. Lo ha visto en un acontecimiento profètico,
en ese nacimiento de Isaac que ha provocado su ale
gría y su gozo; pero Jesús se ofrece como el verdadero
objeto de la promesa hecha a ese anciano, la verda
dera causa de su alegría. “Abraham ha rebosado de
alegría al pensamiento de ver mi día”; el día que es el
día de Jesús, “el día de sus sufrimientos y el día de
sus glorias”.
81
6
Estamos aquí frente al “ya” y al “todavía no”, de
los que M. Cullman dice perfectamente que eso repre
senta toda la actitud cristiana. Es verdad: nosotros po
seemos ya, pero todavía no es: y también nosotros re
bosamos de alegría ante el pensamiento de ver ese día
del Señor Jesús al que ya poseemos y que sólo vemos
todavía desde lejos. Al principio de la historia de la
salvación se esperaba el verdadero hijo de la promesa.
Nosotros le poseemos y le esperamos todavía. Todo está
prometido, ya realizado, y es preciso todavía depositar
lo todo sobre él.
Después de haber leído estos textos del Génesis
oímos a San Pablo que nos dice: “Si Dios está con
nosotros ¿quién estará contra nosotros? El, que no aho
rró su propio Hijo (lo que se ahorró a Abraham), sino
que lo ha entregado por todos nosotros, ¿cómo no nos
concederá, con él, todo favor?” (Rom. 8, 31-32). He ahí
la firme roca del “todavía no” de la esperanza cristia
na: “El, que no ha ahorrado su propio Hijo que ha sido
entregado para todos nosotros, ¿cómo no nos dará to
das las cosas con él?”.
Dios es vencido por su propia fidelidad. Pero su
propia fidelidad es él mismo; no puede ser de otro
modo: por ser amor, por ser verdad, él es fiel. Más allá
de Isaac viene aquél con el que Dios ha establecido
alianza perpetua, que será al mismo tiempo Dios y
de nuestra raza. A ese Jesús, el verdadero Isaac espi
ritual, le poseemos; nosotros tenemos por él la vida
eterna: “Aquél que cree en mí tiene la vida eterna”
(Jn. 5, 24); pero todavía no se ha manifestado total
mente. Por ser lo que somos todavía no le vemos;
hijos de Dios, no le vemos todavía en todo su esplen
dor. Hemos de esperar a verle “tal como es” (I, Jn. 3, 2).
Cuando al final de este capítulo 22 del Génesis le
vanta Abraham los ojos, ve el cordero y lo ofrece en
holocausto en lugar de su hijo, se nos dice: “Abraham
le dio a este lugar el nombre de “Yahvé provée”, de
suerte que se dice hoy: “Sobre el monte Yahvé provée”
(Gen. 22, 14). Pues bien, a fin de que esta historia de
Abraham nuestro padre continúe en nosotros, a fin de
que todo lo que Dios ha hecho por nosotros —no ha
82
nlinimilo su propio Hijo sobre el monte Gólgotha frente
ni monto del sacrificio de Isaac— no sea simplemente
imlnliins sino la realidad de nuestra propia vida, es
inm.lso que nuestra fe sea sin cesar un don renaciente,
i o hi ol momento en que nos convertimos en una es
puela de propietarios de nuestra fe, como si fuera un
Non do familia que se posee, que se guarda para sí,
i monos que una revolución nos lo quite, nuestra fe
• o atrofia. Ya no vive su esperanza, por así decir.
83
p
—
cautivo de la palabra de Dios, cautivo de la voluntad del
Señor Jesús, cautivo de! designio de Dios, que va mucho
más allá de nuestras propias visiones de hombre. Pero
todo aquello que no es inquebrantable e inmutable de
la fe es preciso que estemos prestos, como Abraham,
a abandonarlo, a cambiarlo.
En defintiva, es preciso que sepamos vivir el “nada
más” y el “nada menos” del Evangelio. Nada más que
el Evangelio: “que tu sí sea sí, que tu no sea no; todo
lo que añadas de más viene del Maligno” (Mt. 5, 37).
Es posible que en el curso del tiempo el Evangelio se
haya sobrecargado con lo que no es el Evangelio; el
“aggionarmento” es un desescombro; es un desmoche,
como lo quiere el mismo Evangelio, de unos modos de
ser que han sido buenos, sin duda, pero que los acon
tecimientos han convertido en caducos por no ser di
rectamente del Evangelio.
Y nada menos que el Evangelio: no dejar caer nada,
ni siquiera una iota de todo aquello que se nos da en
el Evangelio, el Evangelio y la Tradición (con T ma
yúscula) de que la Iglesia es garantizadora. Pienso en
la parábola de los nova et vetera, el padre de familia
que saca de su tesoro las maravillas siempre nuevas y
las cosas antiguas siempre preciosas. Y en esto vos
otros estáis afectados en primer lugar: Pío XI o Pío XII
—no sé cuál de los dos, y pido perdón por ello—
decía, en efecto, que sólo el padre de familia es capaz
de hacer ese discernimiento, esa es su misión y tiene
la responsabilidad de hacerlo así: sólo la Iglesia puede
hacerlo y no cualquier cristiano. No soy yo, no son
mis hermanos, no son todos aquellos que están en
medio de los hombres los que pueden decir: "He aquí
lo nuevo y he aquí lo viejo; he aquí lo que ya no vale,
he aquí lo que sigue siendo actual.” El padre de familia
avisado, aquel que ha sido colocado a la cabeza de la
casa para esa misión, lo sois vosotros, designados
como pastores de la Iglesia. Pero, precisamente, para
sacar del Evangelio su contenido total, sin mutilarlo, ni
sobrecargarlo, es precisa la fe de Abraham que llega
hasta el “Dios proveerá a ello”, aceptando sacrificar
84
r m 111< lio (|uo nos es más querido, conja^ convicción de
1111« i "|)lo:; nos guarda para algo mejor” (Hb. 11, 4U)
85
il LA CELADA DE LA DOBLE FIDELIDAD
90
Mo acuerdo de un suceso que me honra poco, lo re
conozco, pero que acaso os haga sentir lo que es eso:
estaba un día trabajando duro, penando, resoplando,
cuando pasó un grupo de técnicos visitando el puerto
hombres bien vestidos, con un hermoso abrigo, una
bolla corbata, gentes que respiraban la alegría de vivir,
y, ¡Dios mío!, eso era completamente normal. Estaban de
excursión, o en viaje de estudios, que sé yo. Y yo, fa
tigado, sudoroso, viendo a esos hombres a su gusto, di
chosos, charlando, me dije: “Dios mío, si uno de ellos se
onredara un pie en una cuerda y cayera a tierra, ¡qué
bien nos reiríamos cinco minutos! Bueno, yo no deseaba
que se rompiera una pierna, ¡de ningún modo! Pero, en
fin, que hiciera un poco el ridículo, cinco minutos sola
mente, me hubiera agradado. No presento esto como
un caso de santidad, ni mucho menos, pero aquel día
comprendí perfectamente lo que es el mundo obrero
visto desde dentro y no desde fuera.
Y, de igual modo, no se comprende lo que es el
mundo, ese gran mundo tan agitado, en ebullición, de
América Latina, de Africa o de otros países, si no se le
ve desde dentro, con unas injusticias que no se sos
pechan, con unas complicidades, unas omisiones de que
no se tenía ¡dea y que provienen, frecuentemente, de
aquellos mismos de quienes formamos parte. En ese
momento se produce en nosotros lo que puede llamar
se un choque en el sentido más fuerte de la palabra,
un choque traumático como se habla de un choque
quirúrgico. Os doy la definición médica: una depresión
profunda del organismo, con descenso de la presión
sanguínea, ausencia de reacción de los centros ner
viosos y modificación de los vasos capilares. Trasladad
esto al plano espiritual: el hombre interior se deprime
ante ese choque porque en otros tiempos veía el mundo
obrero desde fuera y a la Iglesia desde dentro, y ahora
ve al mundo obrero desde dentro y a la Iglesia desde
fuera, a través de los ojos de los que no creen. Enton
ces todo se encadena: depresión del organismo, des
censo de presión —de presión espiritual—, ausencia
de reacción de nuestros centros nerviosos, que son la
fe, la esperanza, la caridad.
91
Ahora bien, cada vez que se descubre un nuevo
universo se recibe ese choque. Los cosmonautas, los
primeros que han partido en esas aceleraciones o desa
celeraciones prodigiosas, conocen lo que llaman el
velo negro, un momento en el que saben que pierden
conciencia; por eso se educan sus reflejos de tal ma
nera que continúen haciendo lo que es necesario du
rante ese velo negro, aunque no tengan plena concien
cia de lo que hacen. Para un cristiano esto es la obe
diencia, una obediencia que debe ser lo suficiente
mente viva para que en ese momento, incluso si no
se ve ya muy claro, sepa tener los reflejos deseados.
Ya sabéis también que los primeros nadadores sub
marinos que han franqueado las profundidades extraor
dinarias que se alcanzan hoy han conocido lo que han
llamado la embriaguez de las profundidades: en un mo
mento dado, por efecto de cambios gaseosos en la
sangre, se sienten dominados por un estado de euforia,
se han quitado su máscara y han muerto horriblemente.
Para el cristiano, seglar o sacerdote, el choque con
duce a una tentación que no es vulgar; es la noble ten
tación que el mismo Jesucristo ha experimentado des
pués de la multiplicación de los panes, cuando los ju
díos fueron a encontrarle y le dijeron: Sé nuestro rey
(Jn. 6, 15). ¿Qué significaba este llamamiento? Si los
judíos iban a buscar a ese rabí Jesús para que fuera su
rey no era para hacerle la liturgia; era, realmente, para
arrojar a los romanos de su país, ¡para coger en sus
manos todo lo temporal!
Sí, yo pienso que ese es el choque y la razón de
choque que han experimentado, ayer, tantos sacerdo
tes que eran generosos, unos sacerdotes de valía; ese
es el choque que experimentan hoy tantos sacerdotes
en los países en ebullición: una tentación noble, pero
tentación de todos modos, ante unas situaciones nue
vas y un mundo desconocido hasta ahora. Puede ser,
también, el choque que el mundo conoció en el mo
mento del descubrimiento de América, cuando se com
probó que había realmente unos hombres que jamás
habían podido escuchar el mensaje del Salvador. La
teología de entonces vaciló.
92
¿Cuál es el remedio para ese choque inicial? ¿No
nnvlar? Eso no es una solución. Nuestro Señor Jesús
luí dicho: “Id hasta los confines del mundo, id por todas
I mi tos”, y la fe no se ha hecho para ser protegida en
unn ostufa, sino para ser vivida a pleno aire y viento.
Otra solución sería ir a sumergirse en medio de los
hombres como se sumerge un submarino: los subma-
linos se sumergen totalmente en el agua, pero, ¡en el
londo son muy poco náuticos!, si puede decirse así. Un
submarino se las arregla para no tener realmente nin
gún contacto interior con el agua. Es completamente
distinto esto de la barca del Apóstol Pedro que estaba
sobre el agua: y las espumas y las olas entraban en
la barca; en modo alguno era un submarino, ghetto ver
daderamente rodeado de agua y completamente sepa
rado de ella. Planteemos la cuestión: ¿no creemos muy
a menudo estar plenamente en medio de los hombres,
nuestros hermanos, cuando, en realidad, estamos allí
como un submarino bien preservado de las aguas, en
tanto que la barca de Pedro conoce todas las fluctua
ciones de la tempestad y de la navegación? Esa barca
está verdaderamente en comunidad de destino con las
olas.
Me parece que para escapar a la trampa de la doble
fidelidad nos es preciso distinguir cuidadosamente dos
cosas6: En la comunidad de destino que queremos
vivir con los hombres hay la comunidad de semejanza:
yo quiero hacerme semejante; como un campesino de
Italia se parece a un campesino de Francia o del Eirá-
sil; tienen los mismos ritmos de vida, la misma depen
dencia del tiempo, del sol. Se parecen. Igualmente, un
metalúrgico de “Fiat” y uno de la casa “Renault” tienen
una vida parecida, como la tienen dos marineros, aun
que navegue uno por el Pacífico y el otro en el Medi
terráneo: iguales trabajos, igual género de vida; sus
destinos se parecen. Pero esta comunidad de pareci
do no puede llevarse hasta el fin. Debe existir, sin lo
cual no hay contacto; pero si queremos llevar la se-
93
mejanza hasta el fin llegaremos al absurdo y a la ca
tástrofe.
Con frecuencia he recibido la visita de muchachas
llenas de buena voluntad que me decían: yo no quiero
ser religiosa porque las religiosas son demasiado di
ferentes de las otras mujeres; quiero ser como la mujer
más desgraciada del barrio. Quiero ser semejante —y
acentuaban la palabra semejante— a la mujer más des
graciada del barrio. Y yo contestaba: “Es maravilloso
eso de querer ser como la persona más desgraciada
del barrio. Pero, ¿qué va a hacer para ser semejante
a ella? Pues bien, se casará, porque las personas del
barrio están casadas; pero, sobre todo, buscará un ma
rido malo, porque si encuentra un marido bueno jamás
será desgraciada; por definición será feliz. Por tanto,
encuentre un marido malo, un marido que beba, que
le pegue, que la deje embarazada todo lo más frecuen
temente que sea posible, incluidos los abortos... Pero,
cuando se encuentre en esa situación, dudo que sea
como la mujer más desgraciada del barrio, porque, en
realidad, la más desgraciada no ha elegido serlo, en
tanto que usted lo ha elegido y, por tanto, jamás será
semejante a la más desgraciada.”
No; nosotros jamás seremos completamente seme
jantes. Yo no seré jamás semejante a los pobres del
Brasil que han nacido pobres, e incluso si llegara a ser
tan pobre como ellos, materialmente, yo tendría todo
el tesoro de la fe, todo el tesoro de la cultura, todas
esas cosas que yo no puedo quitar de mí mismo. La
comunidad de semejanza conduce a un callejón sin sa
lida. Lo repetiré: es necesaria una cierta semejanza;
si no hay semejanza se trata de dos mundos que no
tienen ningún contacto entre sí; pero esa semejanza no
puede ser llevada hasta el fin.
La v e r d a d e r a comunidad, la que puede llevarse
hasta el fin, es la comunidad de la interdependencia, o
la solidaridad orgánica. Cuando somos semejantes, la
inundación de las tierras de Francia no afecta al cam
pesino de Italia; la quiebra de una fábrica de automó
viles no afecta a otra fábrica semejante; el naufragio
de una no hace naufragar a la otra. En tanto que dos
94
iim ImIiii(]Icos asociados, dos marineros asociados, dos
. im|in!ilnos asociados, por el contrario, no sólo viven
i i mu) como el otro y se parecen, sino que, sobre todo,
«i v 1111 n| uno para el otro. No sólo son semejantes, sino
111111 ■.un : .ol idarios; y a eso, a esa solidaridad, es a lo que
,l(.Immos tender.
< inundo la comunidad de semejanza, de similitud, se
. 11<i■ ■ on absoluto engendra la división y el conflicto
i>nii|iin se opone fatalmente a otras; su interés particu-
lai le ocultan el bien común más amplio. Crea exclusi-
vimjios, bloques, y conduce, forzosamente, a luchas de
. Iir.es, de sectores, de naciones. En tanto que cuando
os, unte todo, solidaria se puede tener verdaderamente
mili comunidad de destino total sin renunciar a nada
de lo que se es en sí mismo, ni a lo que se debe dar
a los otros.
I l más hermoso ejemplo de la comunidad de des
hilo total en la desemejanza más absoluta es mi cere-
bio y mi corazón. No hay dos órganos tan desemejantes
como un cerebro y un corazón, pero están ligados de tal
modo el uno al otro, son de tal modo solidarios, de tal
modo interdependientes, que si uno no funciona el otro
ostá muy mal. Y mi cerebro está mucho más próximo a
mi corazón que al cerebro de mi vecino que puede sufrir
un ataque de apoplejía en tanto que yo me encuentro
perfectamente. Pero entre mi cerebro y mi corazón exis
to una comunidad de interdependencia. No se trata,
pues, ya de ser exactamente semejante a los otros. Ya
no ponemos nuestra esperanza en una semejanza que
lleváramos hasta el límite, hasta lo absoluto, aunque,
lo repetiré, es necesaria una cierta similitud: para sal
var a uno que se ahoga es preciso que me arroje al
agua con él; no es desde la orilla desde donde le puedo
decir: “Haz esto para salvarte.” Es preciso que yo me
arroje al agua con él; pero, igualmente, es preciso que
yo sepa nadar mejor que él, si no habrá, probablemente,
dos ahogados en vez de uno.
He ahí, pues, lo que me parece es la trampa de la
doble fidelidad; trampa cada vez que tomamos esta do
ble fidelidad en el plano material, que es el plano de
la semejanza, y no en el plano formal, que es el plano
de la solidaridad.
95
Una secularización que no puede justificarse por
una finalidad apostólica próxima y, por consiguiente,
por una solidaridad profunda, conduce, fatalmente, a
una desintegración. Permitidme concluir de nuevo con
un texto de Madeleine Delbrél, porque también ella ha
conocido el mismo drama, ha sido tentada en un mo
mento dado de hacerse semejante a los comunistas.
Ved lo que ella decía y trasladadlo a todos los proble
mas de hoy: “Nos es preciso saber—hablaba del mundo
obrero, pero también es verdad para el Tercer Mundo
y para aquellos que estarán en contacto con el mundo
nuevo del ambiente científico— que compartir la men
talidad y la sensibilidad del ambiente obrero, compar
tir sus aspiraciones y sus rechazos, aunque nosotros
los rectifiquemos y los depuremos constituye, si ese es
nuestro único testimonio, un contra-testimonio de nues
tra misión, incluso si lo depuramos, incluso si lo recti
ficamos. Jamás debemos dejar que se establezca un
equívoco sobre el hecho de que Dios es, para nosotros,
el único bien absoluto y de que, gracias a él, todos los
otros bienes son buenos porque vienen de él” 4.
Esa es la gran solidaridad y, al mismo tiempo, la
gran desemejanza entre los hombres. Dios es el único
bien absoluto, pero con toda seguridad ese Dios, ese
Bien que decimos absoluto, “sólo presentará una hipó
tesis de verosimilitud si nosotros tomamos en serio,
como provenientes de él, los bienes reales que desean
los hombres y los males reales que la privación de
esos bienes representa para los hombres”. Esa solida
ridad profunda la expresaba Madeleine de este modo y
con estas palabras: “Cuando lloramos con aquellos que
lloran porque ha muerto un niño que podría no haber
muerto; porque un hombre mutilado hubiera podido no
serlo; porque un hombre ha pasado veinte años en la
cárcel y hubiera podido no pasarlos, entonces, acaso,
podremos esperar tener un corazón que se parezca,
por la esperanza, al corazón mismo de Jesucristo” 5.
* Madelaine DELBRÉL: Nous autres, gens des rúes, pág. 1B7. Seuil.
5 Ibid., pág. 274.
96
') EL DESARRAIGADO QUE ALOJA A DIOS
97
7
en Abraham: “Corrió hacia la tienda, junto a Sara, y
dijo: Coge pronto tres seas de harina, amasa y haz unas
tortas. Después corrió hacia el rebaño y cogió un ter
nero tierno y hermoso y se lo dio a un sirviente, quien
se apresuró a prepararlo. Tomó requesón, leche, el ter
nero que había dispuesto y lo colocó todo ante ellos;
él se mantenía de pie junto a ellos, bajo el árbol, y ellos
comieron” (Gén. 18, 6-8). Y Dios mira amorosamente
este trajín y espera que todo esté dispuesto.
Si vamos ahora al otro extremo de la Sagrada Es
critura encontramos la misma intimidad en la comida
del Apocalipsis: “He aquí que estoy ante la puerta y
llamo, dice el Señor, si alguno oye mi voz y abre la
puerta entraré en su casa para cenar, yo junto a él y
él junto a mí” (Apoc. 3, 20). (Siempre esa escucha y
esa apertura del corazón.)
Pues bien, entre esa primera comida del Señor en
la encina de Mambré con Abraham, y esa última cena
del Apocalipsis, está incluida toda la historia de los
encuentros de Dios y del Hombre. Y cada vez Dios no
se impone, se presenta como alguien que, se puede
decir así, es un necesitado. Con Abraham está de pie
ante la tienda y nada dice. En el Apocalipsis lo mismo:
“Estoy ante la puerta y llamo.” Jamás fuerza Dios la
puerta. Este Señor que posee la llave de David y del
que se dice: “Si él abre, nadie en el mundo podrá ce
rrar; si cierra, nadie podrá abrir” (Is. 22, 22); este Señor
jamás viene a abrir la puerta con su llave, que es, sin
embargo, universal. Prefiere aceptar el: “Ha venido a
casa de los suyos, y los suyos no le han recibido”
(Jn. 1, 11). Es preciso gravar esto en nuestro cora
zón para no faltar al encuentro con Dios cuando venga
a alojarse en nuestra casa; esa es toda la historia del
Cantar de los Cantares.
Recordemos el “leit motiv” del Cantar de los Can
tares, que aparece al final de cada uno de los poemas,
del primero al último; lo que dice el Amado, que es
el Señor: “Yo os conjuro, no desveléis, no despertéis
a mi amor antes de la hora que le plazca.” Ved a Dios
que respeta la libertad de la amada; y ésta, a su vez,
también tiene su “leit motiv”: “Yo duermo, mas mi co-
98
... < • 11 v* ’ 111 SI, mi corazón vela; hay algo que espera
...... l, pulo yo duermo. Y nuestro Dios espera la hora
i. ....... . gusto. “No desveléis, no despertéis a la
..... la un despertéis el alma de cada uno de nosotros,
,h ipuiluis a Israel antes de la hora que le plazca,
mi< do que lo quiera." Todo va a depender de la
iilm voluntad de la esposa y estará, al mismo tiempo,
ai.... Hundo a su arrepentimiento. Vemos al mismo
0. iii|in cuánto espera Dios y cuál es la respuesta de
M Minud.i, os decir, los desdichados y lamentables pre-
1. i.. . que invocamos nosotros. La esposa ha oído las
m i liornas palabras: “Mi paloma, mi perfecta.” Y, sin
i iiilinigo, permanece adormecida.
I logamos al cuarto poema y la esposa vuelve a decir
i,, minino: "Yo duermo, mas mi corazón vela.” Pero el
.i noi Insiste, y ella se despierta: “He oído a mi Amado
< 111■ < Huma”; siempre lo escucha; y entonces vienen las
|, iiahias tan dulces de Dios: “Abreme, hermana mía,
mi amiga, mi paloma, mi perfecta.” He ahí, verdadera-
niniila, cómo se conduce Dios con nosotros cuando
.inicuo decirnos palabras de amor. ¡Oh!, ya sé que en
mIiii'. momentos nos dirigirá reproches: “Tú eres una
paloma crédula y sin seso”, pero aquí no hay más que
palabras de ternura: “Abreme, hermana mía, amiga
mía, paloma mía, mi perfecta. Porque mi cabeza está
i abierta de rocío, mis cabellos del relente de la noche.”
I l I '.poso ha venido de lejos, ha caminado durante
toda la noche. Ante ese llamamiento, ¿qué va a hacer
la esposa? ¿Abrir su corazón y sus brazos? Ya sabéis
la respuesta, completamente absurda, desconcertante,
do la amada:
“Yo me he quitado la túnica,
¿cómo volvérmela a poner?
Yo he lavado mis pies,
¿cómo volverlos a manchar?”
Invocar yo no sé qué pretextos de preocupaciones
hogareñas para no abrir al Amado: Voy a mancharme
los pies; no estoy presentable. ¡Qué pobres razones!
Y sabéis la contestación:
“Mi Amado ha metido la mano
por el agujero de la puerta.”
99
El Esposo ha intentado ver, de todos modos, si podía
entrar. Ante esta muda insistencia aparece a la esposa
lo ridículo de su negativa: “Y, de repente, mis entrañas
se han estremecido.” Ya no duda más: ‘‘Yo me he le
vantado para abrir a mi Amado, y de mis manos ha
destilado la mirra, de mis dedos la mirra virgen, sobre
el pomo de la cerradura." Pero es demasiado tarde; ya
no queda más que el rastro del perfume del Amado:
“Yo he abierto a mi Amado
pero, dando la espalda, ¡él había desaparecido!
Su huida ha matado mi alma.
Le he buscado, pero ¡no le he encontrado!
Le he llamado, pero ¡no ha respondido!”
¡Ah!, sí, ahora puede correr la esposa, puede ir a
la ciudad en su busca:
“¿Habéis visto a mi Amado,
aquél a quien ama mi corazón?”
¡Es demasiado tarde! Los vanos pretextos todo lo
han despilfarrado.
Pero, volvamos a Abraham que siempre está dis
puesto. Abraham, pues, está allí, ve tres hombres; corre,
no espera a que se le llame; va desde la entrada de la
tienda a su encuentro, se prosterna en tierra. Piensa
en ofrecer hospitalidad a tres viajeros: Dios está ante
él; Abraham todavía no lo sabe.
Ante este misterio de Dios que espera, nuestras res
puestas son muy diferentes: la Samaritana (Jn. 4) ar
gumentará cuando Jesús le diga ante el pozo de Jacob:
“Dame de beber.” Y, ¿cómo reaccionamos nosotros
ante el gran banquete del sacrificio de Jesús que nos
dice: “Yo he deseado con ardor comer esta Pascua
con vosotros antes de sufrir”? (Le. 22, 15). ¿Seremos
como los peregrinos de Emaús? (Le. 24, 13-32), quie
nes, después de haber escuchado a Jesús explicarles
“sus sufrimientos para entrar en su gloria”, quisieron
sellar su encuentro con una cena: “El dio muestras de
ir más lejos. Pero ellos le apremiaron diciendo: “Qué
date con nosotros porque cae la noche y el día ya toca
a su fin.” Entonces, al fraccionar el pan, le reconocie
ron, porque también ellos están a disposición de Dios,
100
. ...... Abiahiun. Y todo fue tan sencillo como en
Mitmlilrt
■ imvi’iü do todo esto aprendemos a conocer la fi-
.... . iii'l r.ofior incógnito, como lo es con Abraham y
u ln poiogrlnos de Emaús; y llegamos a ser capaces
■ i., (i i onocorle. En esos “tres hombres” de la apari-
.....i mi l.i oncina de Mambré toda la tradición y la ico-
11 -1111 ll o oitodoxa reconocen ya como una primera pre-
103
que todas mis dificultades, porque siendo incrédulo,
educado en una familia socialista, ya podéis peno.ii
que la Iglesia era un bocado muy grande que tragar,
con todas las ideas falsas que se pueden tener en In
cabeza: estaba Galileo, estaban los Papas del Reno
cimiento y tantas cosas más. Pero todo eso apenas po
saba, en definitiva, ante esa fidelidad de la Iglesia católi
ca a la palabra: “Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre.”
Que nada venga a diluir o enervar la certeza bimilenn-
ria de ese tesoro que lleva consigo nuestra fe.
El segundo recuerdo ahora, más reciente, nos con
duce a Abraham. Hace cinco o seis años no iban bien
las cosas; teníamos grandes dificultades, y yo fui a
ver a nuestro Obispo, un hombre al que venero, un
verdadero padre para nosotros. Pero resultó que aquel
día, por yo no sé qué misteriosa circunstancia, mi
Obispo, tan bueno, a quien quería hablar con el cora
zón en la mano, me contestó, si me atrevo a decirlo
así, a golpes de derecho canónico. Acaso no se equivo
caba; pero no era eso de lo que yo tenía realmente
necesidad; en todo caso no era con toda seguridad lo
que yo esperaba aquel día. Y todavía me veo regresar,
no desesperado en realidad, pero profundamente des
graciado. Todo me parecía absurdo, esta gran ciudad
con los automóviles en todas direcciones, las luces ver
des, rojas y amarillas, las gentes que se detienen, las
gentes que reanudan el paso, los peatones que espe
ran o que pasan como un rebaño de ovejas; y me decía:
¡Realmente, este mundo está c o m p l e t a m e n t e loco!
Todas estas personas que veo, esta especie de hormi
guero agitado, ¿qué es? ¿Qué es nuestra pobre huma
nidad? Y mi Obispo, ¿vale más?
En mi pesadumbre me acordaba de las horas y
horas en que Abraham, de pie ante Dios, intercedía
por Sodoma: “¿Vas a suprimir, realmente, al justo con
el pecador? Acaso haya cincuenta justos en la ciudad.
¿Vas a suprimirlos? ¿No perdonarás a la ciudad por los
cincuenta justos que viven en ella?” ¡Lejos de ti hacer tal
cosa! Ya sabéis el regateo de Abraham: “Si encuentro
en Sodoma cincuenta justos, respondió Yahvé, perdo
naré a toda la ciudad por causa de ellos.” Abraham
dijo: Soy muy atrevido hablando a mi Señor, pero acaso
104
• it. i., i iiicunnta justos falten cinco: por esos cinco que
, luirás que perezca toda la ciudad? El respon-
111 No, .1 encuentro en ella cuarenta y cinco justos.”
i>i ilmm volvió a insistir: “Acaso no haya más que cua-
M'Mi i y Dios respondió: “No lo haré a causa de los
. iMH'iiln " Entonces Abraham, todavía más de prisa:
■ mi. mi Señor no se irrite, acaso se encuentren en
■ Un lo Hita." "Por los treinta no lo haré.” Y dijo Abra-
i .ni 11 "Soy muy atrevido por hablar a mi Señor; acaso
h niioontrarán en ella veinte”, y Dios respondió: “Yo
m. do .huiré a causa de esos veinte.” Abraham dijo:
* mío mi Señor no se irrite y hablaré por última vez:
m .r.o so encuentren diez”, y Dios respondió: “Yo no
ilo iimlró a causa de los diez” (Gén. 18, 22-32).
Y yo, en aquella baraúnda de la gran ciudad, me
ilocin "Sólo hay pecadores, ni un hombre justo, ni si-
i|iilnia mi Obispo, incapaz de comprender.” En aquel
inomonto viendo una iglesia abierta entré en ella y, de
iiiilpo, he percibido la diferencia, sin medida común,
i mi ol tiempo de Abraham: ahora, en cada una de nues-
ñu. iglesias, en la más miserable capilla, el Justo por
oxcolencia está presente allí. Y volvemos a encontrar
nuestro incomparable misterio: ese Cristo que es ver
daderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros. Día
y noche está en medio de nosotros y “habita con nos
otros, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 14).
“El invita incesantemente a que le imiten todos
aquellos que se acercan a él a fin de que a ejemplo
suyo aprendan la dulzura y la humildad de corazón, que
sopan buscar no sus propios intereses, sino los de Dios,
nuestro Justo por excelencia. De ese modo cualquiera
que se acerque al venerable Sacramento con una devo
ción particular y trate de amar con generoso corazón
a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y
comprende a fondo —no sin gozo íntimo y sin fruto—
el precio de la vida oculta con Cristo en Dios. Sabe por
experiencia cuánto vale la pena hablar con el Cristo,
el Justo, el Emmanuel que siempre está allí; nada hay
más dulce sobre la tierra, nada más adecuado para
avanzar en los caminos de la santidad.”
Ya habréis reconocido en estas líneas la encíclica
Mysterium fidei.
105
10 MOISES, SOLITARIO Y SOLIDARIO
107
Si Abraham puede decirnos: “Yo os he engendrniln
en el Cristo” —infinitamente más que el mismo Sun
Pablo—, Moisés va a suscitar y reunir al pueblo di*
Dios. El es el prototipo de aquellos que han de formm
ese pueblo santo. La De/ Verbum nos lo recuerda:
“A su hora llamó Dios a Abraham para hacer do <*>l
un gran pueblo —el padre de la posteridad, de la do:,
cendencia—; después de los Patriarcas formó ese pue
blo por Moisés y los Profetas” (Dei Verbum, 1, 3).
Por eso miraremos a Moisés a la luz de esa reali
dad del pueblo de Dios recordada por el Concilio. Ln
Dei Verbum dice también más adelante: “En efecto, ha
biendo pactado una vez una alianza con Abraham, más
tarde, por medio de Moisés con el pueblo de Israel, so
ha revelado Dios de tal manera... que Israel conoció
por experiencia los caminos de Dios con los hombres..."
(Dei Verbum, 4, 14). Todo el designio de Dios por Moi
sés, Jesucristo, la Iglesia —y Jesucristo y la Iglesia
son un todo—, todo ese designio de Alianza de Dios
toma un relieve cautivador en la misma y permanento
pedagogía.
Ya hemos visto el “venid y ved”; después el “escu
cha”; hemos oído el “abandona”. Con Moisés me pare
ce que la palabra clave es la de “ve”: “Ahora ve, yo
te envío a Faraón para hacer salir de Egipto a mi pue
blo, los hijos de Israel” (Ex. 3, 10). En el Sinaí el Señor
le dirá igualmente: “Ve a encontrar a mi pueblo y
diles...” Y desde ese momento oímos ya a Jesús
diciendo a sus Apóstoles: “Id por el mundo ente
ro” (Mr. 16, 15); y, más tarde, a San Pablo: “Ve,
lejos, hacia los paganos, que yo quiero enviarte”
(Hch. 22, 21).
Oímos al Señor decir, por Moisés: “En adelante,
si me obedecéis, si respetáis mi Alianza, yo os tendré
por los míos entre todos los pueblos” (Ex. 19, 5); y
Jesús, después de su Resurrección, dirá a sus Após
toles: “Id, pues, haced discípulos de todas las nacio
nes“ (Mt. 28, 19).
Tenemos la prueba de que esa palabra pueblo tiene
su origen en Moisés en un texto que ha pasado sin des-
108
ii i l u í’ a lo largo de los siglos: “Yo os tendré por los
Milu millo todos los pueblos: porque toda la tierra es
mi |inM>:;lón. Yo os tendré como un reino de sacerdo
te y una nación consagrada” (Ex. 19, 5-6). No es un
i.... i »lo. simplemente, lo que va a salir de las manos de
m.'Im's, sino un reino, una nación, y ¡a qué nivel!: ¡un
mino (lo sacerdotes, una nación consagrada!
Y la orden: “Ve”, anuda esas dos realidades que
.....■.liluyon esta pedagogía divina: “Ve” de la soledad
Inn m la solidaridad. Ve desde Madián, donde estás solo
nuaidando los rebaños de tu suegro; ve desde el cara
o i ara con Dios en el Sinaí; ve hacia la solidaridad,
viialvo de ese desierto de Madián hacia mi pueblo que
está na Egipto; ve desde ese cara a cara indecible sobre
i.i i una de la montaña y desciende a donde se encuen-
11 a ose pueblo de Israel. Y el punto de encuentro de
113
8
bargo, tan solidario que renuncia a todos esos tesoro:.,
viene a nuestra mente un texto, y más que un texto unn
realidad, la más elevada de todas: Jesús que “de con
dición divina —y sería preciso que pudiéramos pesai
lo que representa cada una de estas palabras— no re
tuvo celosamente el rango que le igualaba a Dios. Pero
se aniquiló a sí mismo —se “vació” de sí mismo, dice
exactamente el texto— tomando condición de esclavo
y se hizo semejante a los hombres..., se humilló todavía
más obedeciendo hasta la muerte, y la muerte en una
cruz” (Filp. 2, 6-8). Lo que sólo fue un impulso en Moi
sés al pedir a Dios que “le borrase del libro” de vida
(Ex. 32, 32) se convirtió en la realidad misma de Jesús
muriendo por reunir un pueblo (Jn. 11, 52).
Reconocemos a Jesús, solidario, que va a franquear
tres etapas y descender a estos tres abismos: hombres,
esclavos, muerte en la cruz. “Jesús, que no se avergon
zó de llamarnos hermanos” (Hb. 2, 11), según la bella
exposición de la Epístola a los Hebreos! No, no se aver
gonzó de llamarnos hermanos a nosotros que tan des
preciables somos con frecuencia en esta humanidad
desgraciada de que formamos parte; no se avergonzó
de llamarnos hermanos, y hacerse semejante a sus her
manos absolutamente en todo, menos en el pecado.
Lo mismo sucede con nuestra Iglesia, tal como se
dice en la Gaudium et Spes: es la misma suerte, el
mismo esfuerzo.
“Asamblea visible y comunidad espiritual a la vez,
la Iglesia camina con la humanidad y comparte la suer
te terrestre del mundo, combatida por las mismas tem
pestades, asaltada por los mismos golpes; la Iglesia es
como el fermento y, por así decirlo, el alma de la so
ciedad humana (¿y qué es lo que está más unido al
cuerpo que el alma?; los dos hacen una sola cosa), lla
mada a ser renovada en Cristo y transformada en fa
milia de Dios” (G. et. S. IV, 40/2).
¡Qué relieve adquiere todo esto cuando lo vemos
vivido de milenio en milenio: Moisés-Jesús-La Iglesia,
solitarios y solidarios.
114
i l MOISI S, SOLITARIO Y SOLIDARIO: EL CRAN
IN I I.RCESOR
115
“Cuando Moisés fue mayor fue a visitar a sus her
manos. Fue testigo de las penalidades a las que se veían
sometidos, y observó a un egipcio que golpeaba a un
hebreo, uno de sus hermanos. Miró en torno y al no
ver a nadie mató al egipcio y lo enterró en la arena”
(Ex. 2, 11, 12).
Moisés opta por la guerrilla y la violencia. No soy
yo quien lo inventa. Y esto nos hace comprender a
aquellos que hoy, como Moisés en su juventud, no ven
otra solución que la de entrar en los caminos de la
violencia. ¿Osaré decir que eso es un mal menor? Al
gunos lo piensan; yo no lo creo así. Pero me parece
que el error más profundo no está en ese acceso de có
lera juvenil de Moisés, sino en obrar en su propio nom
bre antes de que Dios le envíe:
“Volvió al día siguiente, cuando dos hebreos esta
ban golpeándose (porque había divisiones dentro mismo
de ese pueblo esclavo). “¿Por qué golpeas a tu camara
da?”, dijo al agresor. Y ya sabéis la respuesta del otro:
“¿Quién te ha hecho nuestro jefe y nuestro juez? ¿Pien
sas en matarme de igual modo que mataste al egipcio?”
(Ex. 2, 13-14).
Tenemos un comentario de este texto (y de toda la
historia de Israel y la nuestra) en el gran discurso de
Esteban. Antes de ser lapidado explica Esteban que la
imagen de Jesús —de quien Moisés es la figura, no lo
olvidemos— se proyecta sobre la de Moisés: “Sus her
manos, suponía él (Moisés), comprenderían que era
Dios, por medio de él, quien les aportaba la salvación;
pero ellos no le comprendieron” (Hch. 7, 25). No
comprendieron esa buena voluntad inicial de Moisés.
Y Esteban añade: “He aquí que Dios les enviaba como
jefe y redentor ese Moisés de quien ellos habían rene
gado” (Hch. 7, 35). Porque en el designio de Dios de
berá estar Moisés alejado durante cuarenta años y ser
solitario —su primera estancia en el desierto— para
ser después cuarenta años solidario en la segunda es
tancia en el desierto del éxodo6.
116
m> mnn dirá que cuando un hombre está en plena
|h • iiiti<i u ir.pira a un gran y hermoso proyecto quiere
m .n iilu Irmiodlatamente, y “Dios le hace esperar”.
i ...... . nqul aquello que decíamos a propósito de
i.1 iihiin Dios quiere que Isaac sea dos veces el hijo
i|<> Im plomosa —una vez porque Abraham era ya viejo,
, Im iiiia porque era preciso sacrificarlo—: Dios “pone
i | u nubil" en ciertos momentos lo que es verdadero, lo
ir, buono. En el caso presente no ha llegado toda-
win In hora de la liberación de ese pueblo cuyos clamo-
iiri •.ubun, sin embargo, hasta Dios. También Jesús ha-
IiImii'i liocuentemente de “su hora”.
Aillo la incomprensión de sus hermanos el temor se
Mpodoró de Moisés, porque Moisés estaba también ate-
mwlzado, al fin y al cabo, ¡a pesar del hervor de su
juventud! "Moisés, acobardado, se dijo: ciertamente se
libo la cosa.” El faraón oyó hablar del asunto y... Moi-
•ióh huyó lejos de él y se fue al país de Madián.”
(Ex. 2, 14-15).
Un episodio vivido en el Brasil me parece un símbo
lo a este respecto. Hace dos o tres años habían venido
a nuestro suburbio de Sao Pablo unos jóvenes —estu
diantes, unos hombres libres ¡como Moisés!— hacia el
primero de mayo, para “hacer conscientes” a los obre
ros de nuestro barrio. Yo no diré que éstos sean unos
esclavos pero, con toda seguridad, no son hombres que
gocen de la libertad, al no tener la libertad de la cul
tura, ni la simple libertad para escoger su propia vida.
Aquellos estudiantes Ies habían explicado que el prime
ro de mayo era el día de la fiesta del trabajo: “Es pre
ciso que acudáis a la ceremonia que tendrá lugar ante
la catedral de Sao Paulo, para manifestar la dignidad
del trabajo.” Algunos obreros más formados habían par
tido, pues, ese día pensando, justamente, en afirmar
la grandeza del trabajo, sin más ¡deas preconcebidas.
Pero lo que aquellos estudiantes —los jóvenes Moisés—
no les habían dicho es que un centenar de ellos iban
cuidadosamente provistos de piedras para lanzarlas a
la cabeza del gobernador del Estado de Sao Paulo en
el momento en que éste apareciera. Yo no sé por qué
habían envuelto, muy gentilmente, esas piedras en pa
pel, pero... la cosa es que dentro del papel había pie-
117
dras... En sus mentes, este era un medio de "hacer
conscientes”, como decían ellos, a los obreros. Pen
saban, en efecto, que el gobernador, al recibir la pe
drea, lanzaría la policía contra todos y que los obreros,
golpeados por ella, se encontrarían “conscientes” y en
trarían, así, en el camino de la revolución.
El gobernador recibió una pedrada; corrió una gota
de sangre; ¡no era una cosa terrible, una gotita de san
gre! Encontrándose ante la catedral entró en ella, y la
catedral jugó su viejo papel de derecho de asilo. Avis
pado político, el gobernador tuvo la habilidad de no en
viar la policía contra nadie. Nadie fue golpeado; y los
obreros no quedaron “hechos conscientes” como espe
raban los estudiantes. El único recurso fue quemar la
tribuna oficiaj...
Sin juzgar a nadie, vi en aquello cuán grave es que
rer “hacer conscientes” a unos hombres que no están
preparados para ello. Se transforma en peones de la
revolución a unos peones del capitalismo. Ese es el pe
ligro de los intelectuales —de derecha o de izquierda—
cuando pretenden conducir las masas sin una larga,
paciente y previa gestación de su libertad.
La solidaridad de Moisés le conduce a la soledad.
Solitario, educado en la corte del faraón, tras este en
sayo de solidaridad Dios le devuelve a la soledad: cua
renta años pasará guardando los rebaños de su suegro
en el desierto. Este ritmo de presencia y de soledad
es toda la vida del Señor Jesús: “Entonces huyó a la
montaña. Pasaba la noche en un lugar desierto.” Jesús
pasa del tiempo al desierto. Por la noche se va a Betha-
nia: va al monte de los Olivos. Su solidaridad no siem
pre es comprendida, ni sus tiempos de soledad, una
soledad que no es un refugio, como cuando se dice:
Ya hay bastante de toda esa gente, hasta la vista; sino
más bien la anticipación de la Iglesia que está en el
mundo (solidaria) y no es del mundo (solitaria). Es
la vida de los contemplativos. Es nuestra propia vida
de oración, de soledad, sin la que no habrá solidaridad
verdadera. Todos debemos entrar en el desierto.
¡Cuarenta años de espera! “No mi voluntad, Señor,
sino la tuya.” Para Jesús serán treinta años de silen-
118
do, tres años de predicación después de cuarenta días
un el desierto, ¡tres días de pasión! Y nosotros, muy a
menudo, querríamos treinta años de predicación, de ac
ción, y tres años de semi-soledad. Durante esos cua-
mnta años de espera hay una preparación, a largo
plazo, de Moisés, prototipo de la nuestra, primicias de
la espera de la Iglesia hoy, durante la cual es preciso
saber reconocer los signos, esperar a que Dios diga:
"Ven, pues, que yo te envío a Egipto” (Hch. 7, 34).
Las etapas están señaladas por una mano segura:
la de Dios. Primero, abandonarlo todo, abandonar Egip
to, el país en que se está enraizado. Después salir de
sí mismo, dejar su impulsividad, su violencia, despren
derse del temor y del miedo. Es lo que nos dirá Jesús:
“Si se te golpea la mejilla derecha, ofrece la izquierda;
no temas nada, pequeño rebaño, porque ha placido a
tu Padre darte el reino.” Tercera etapa: pasar por la hu
mildad. A fin de cuentas este es el supremo elogio de
Moisés en el libro de los Números: “Moisés era un hom
bre muy humilde, el más humilde que haya pisado la
tierra” (Núm. 12, 3), y en el Eclesiástico: “En la fide
lidad y eq la mansedumbre Dios le santificó” (Ecle
siástico 45, 4). “Aprended de mí que soy manso y hu
milde de corazón”, nos dirá Jesús, mostrando así el
camino a su Iglesia, a nuestra Iglesia, para que los
hombres reciban su enseñanza. Cuarta etapa: durante
ese tiempo en el desierto el hombre escucha a Dios
y entra en la intimidad divina: “Mi servidor Moisés ha
morado en mi casa y yo le hablo de boca a boca”
(Núm. 12, 7-8), en el diálogo más próximo que puede
ser. “El le dio cara a cara los mandamientos, una ley
de vida y de inteligencia”, dice también el Eclesiástico
(45, 5). En fin, vivir en comunión con Dios: “Moisés,
abiertamente, no en enigmas, vio la imagen de Yahvé”
(Núm. 12, 8). “Si alguno me ama... vendremos a él, ha
remos en él nuestra morada. Mi Padre le amará”
(Jn. 14, 23). Tal es el fruto de los cuarenta años en el
desierto, que siguen a la iniciativa prematura de Moisés.
Pero un día es el mismo Dios quien toma la iniciati
va de enviar a su servidor. Moisés se resiste entonces
largo tiempo cuando Dios le llama: “¿Quién soy yo,
Señor, para tal misión?” — “Suponiendo que yo vaya,
119
si me preguntan tú nombre, ¿qué diré yo?” — “¿Qué
señal les daré yo de que eres ciertamente Tú quien me
has hablado?” — “¡Ah!, yo no sé hablar” — “¡Ah!,
Señor, envía a quien tú quieras” (Ex. 3, 11 y sigs.). He
aquí lo que nosotros decimos cuando no somos nos
otros los que nos enviamos, sino el Señor quien nos en
vía. Moisés, sin verlo demasiado claramente, presiente
que su pasión va a comenzar. Encontrará de nuevo el
desierto durante cuarenta años, pero un desierto que
acogerá a una masa humana de la que él deberá hacer
un pueblo. Y ¡a qué precio!
¿Es posible intentar una aproximación entre los cua
renta años de desierto que seguirán a la liberación de
Egipto, tal como los describe el Exodo, y el período
postconciliar en que nos hallamos? El Exodo es la mar
cha del pueblo hacia Dios. El Concilio, ¿no ha buscado
colocar de nuevo a la Iglesia en la espera de las pro
mesas? El Exodo nos describe la marcha por el desier
to como una larga murmuración por parte de Israel, y
Moisés pagará las consecuencias:
“María (la profetisa), así como Aarón, habló contra
Moisés —se van a recordar entonces viejas historias—
a causa de la mujer cushita que había tomado. Porque
se había casado con una mujer cushita. Y dijeron: (¿no
es esto lo que oímos un poco por todas partes?) Yahvé
¿sólo hablará, pues, a Moisés? — ¿Sólo Moisés puede
tener el espíritu de Dios? Pero el Espíritu Santo está
en todas partes... —¿No nos ha hablado también a
nosotros?” (Núm. 1-2). Y en ese momento tenemos la
respuesta del Señor: “Yahvé oyó. Ahora bien, Moisés
era un hombre muy humilde, el hombre más humilde
que haya pisado la tierra” (Núm. 12, 3). No monopoli
za a su Dios, sino que, al contrario, suplica: “¡Ah!,
¡ojalá pudiese ser profeta todo el pueblo de Yahvé dán
doles Yahvé su Espíritu! (Núm. 11, 29).
Cuarenta años de murmuraciones contra la sed. En
Mará “las aguas amargas” (Ex. 15, 23 y sigs.): “no que
remos este agua amarga, danos un poco de agua dulce,
de agua asequible, de agua agradable, de agua burbu
jeante. ¿Qué es esta amargura que nos das a beber?” En
Meriba, aquel momento tan misterioso en que el mismo
120
Moisés ha fallado su propia fe: es a causa de este mo-
monto por lo que no entrará en el país que Dios quiere
ilnrle: "Puesto que no me habéis creído capaz, dijo
..ihvó, de mostrarme santo a los ojos de los hijos de
luaol, no entraréis esta asamblea en el país que yo le
<|ny." En Meriba, pues, nuevas murmuraciones: “Es por
lu\ aguas de Meriba por lo que los hijos de Israel se
mifrontaron a Yahvé, y en donde él manifestó, con
ollas, su santidad” (Núm. 20, 12-13).
Cuarenta años de murmuraciones contra el hambre.
Aquel maná que tres milenios después nos parece tan
hermoso, puesto que es el signo precursor de la Euca-
iistia y del Cuerpo del Señor, fue al principio algo insí
pido, siempre igual... Y ya os acordáis de la añoranza
de las marmitas, de las cebollas de Egipto. Es verdad
que las cebollas de Egipto son magníficas. Yo he des
cargado muchas toneladas de ellas cuando era cargador
do muelle en Marsella. Siguen existiendo y Egipto las ex
porta. Murmuraciones contra el hambre: “Pero danos
un poco de carne.”
Murmuraciones contra la guerra, es decir, contra
el temor de tener que conquistar la tierra de Canaán:
"No nos hagas pasar el Jordán” (Núm. 32, 5). Zumba
la rebelión contra Moisés: no se quiere ir más lejos
hacia ese país del que se dice que los habitantes son
tan fuertes: ¡son gigantes y nosotros saltamontes! Esto
me trae a la memoria las palabras, tan llenas de humor
y tan frecuentes en nosotros, de un general sudameri
cano que se encontraba en el cuerpo expedicionario y
que en medio de los combates más mortíferos de la
última guerra suspiraba diciendo: “¡Ah!, ¡cuándo vol
veremos a ver las tan bellas maniobras del tiempo de
paz!” ¡Ah!, es que la guerra era bella ¡cuando todo se
desarrollaba según las previsiones del Estado Mayor!
Pues sí. Nosotros querríamos que la fe sea un bello
ejercicio, muy ordenado, como una salutación del San
tísimo Sacramento. Y la fe es un combate, es la gue
rra contra sí mismo y contra los "espíritus malos que
buscan perder a los hombres”.
Cuarenta años de murmuraciones. Nos es preciso
comprender, a través de ellos, la pedagogía divina de
121
la prueba. El mismo Moisés se lo enseña a su pueblo
antes de morir: “Acuérdate, dice Yahvé, de los caminos
que Yahvé, tu Dios, te ha hecho recorrer durante cua
renta años a fin de humillarte, de probarte y de cono
cer a fondo tu corazón: ¿guadarás o no mis manda
mientos?” (Dt. 8, 2). He ahí el sentido profundo de esas
marchas que nos desconciertan tan a menudo cuando
damos vueltas y vueltas: porque la Biblia dice literal
mente: “Durante mucho tiempo hemos dado vueltas al
rededor de la montaña” (Dt. 2, 1).
Dios llama a este pueblo, “de dura cerviz”, que
somos nosotros, adolescentes si no niños cuando todo
parece ir mal, para que escoja libremente entre los dos
caminos que Yahvé le propone a Moisés: “Yo te propongo
la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge,
pues, la vida... amando a Yahvé tu Dios, escuchando su
voz, uniéndote a él” (Dt. 30, 19-20). Y cuando todo va
bien es la otra palabra que Dios no cesa de repetir a su
pueblo: “Cuida de no olvidar... cuando yo te he hecho
caminar, cuando yo te he salvado, cuando yo te he cu
rado de todos los males por los que tu pasabas” (Dt. 8,
11-16). “Guárdate de decir en tu corazón: Es mi fuer
za, es el vigor de mi mano los que me han procurado
este poder” (Dt. 8, 17). “Guardaos y poned en prác
tica”, esto es lo que dice el Señor: “No os apartéis
ni a derecha ni a izquierda, seguid todo el camino que
Yahvé, vuestro Dios, os ha trazado” (Dt. 5, 32).
Todavía surge otro episodio en el desierto por el
que Moisés conduce su pueblo a través de mil remoli
nos. ¡La cosa no es fácil! Moisés había dejado en casa
de su suegro Jetró su mujer, Séfora, y sus dos hijos.
Jetró, habiendo sabido todo lo que había sucedido, fue
al desierto. El es testigo del trabajo aplastante que
Moisés se imponía por su pueblo:
“¿Cómo te las arreglas para tratar los negocios del
pueblo? ¿Por qué presides tú solo mientras que todo
el pueblo se apretuja alrededor de ti desde la mañana
hasta la noche?” Y Moisés responde:
“Es que la gente viene a mí para consultar a Dios.
Cuando tienen un litigio vienen a mí, yo resuelvo las
122
diferencias que los separan y les enseño las leyes de
Dios y sus decisiones” (Ex. 18, 15-16).
Y Jetró va a mostrarse como el primer consejero en
organización del trabajo:
“¡Tú lo haces mal!, dijo. Con toda seguridad te ago
tarás y también esas gentes que están contigo. La tarea
excede a tus fuerzas. Escucha, pues, el consejo que
te doy.” Y Jetró le aconseja nombrar unos jefes de
cada mil, de cien, de cincuenta, de diez: es decir,
crear unas pequeñas comunidades de base, con un
responsable. Y al mismo Moisés le da este consejo:
“Dedícate a interceder personalmente en favor del
pueblo ante Dios y preséntale sus asuntos” (Ex. 18, 19).
Hazle conocer la vía a seguir y la conducta que ha de
observar una vez que hayas presentado a Dios sus difi
cultades. Esa es tu misión. Pero, al mismo tiempo, busca
encontrar ayuda; y esto no es fácil, por lo demás, porque
Jetró, buen psicólogo, decididamente añade:
“Escoge, de entre todo el pueblo, unos hombres
capaces, temerosos de Dios, unos hombres seguros, in
corruptibles, y haz de ellos unos jefes del pueblo: jefes
de miles, de centenas, de cincuentenas, de decenas”
(Ex. 18, 21).
De este modo Moisés, concentrador de Israel, vino
a ser, gracias a Jetró, el gran intercesor. El, que es el
jefe, va a ser el hombre de la oración. Y esto no irá
sólo. Ya os acordáis que el pueblo, en rebelión, ha que
rido lapidar a Moisés. Como querrá lapidar a Jesús;
como se quiere lapidar a la Iglesia.
“Y se decían entre sí: Designemos un jefe y volva
mos a Egipto” (Núm. 14, 4). Volvamos al país de los
ídolos.
La comunidad entera hablaba de lapidarlos. Cuando
la gloria de Yahvé apareció en la Tienda de Reunión
a todos los hijos de Israel, Yahvé dijo a Moisés: “¿Hasta
cuándo va a despreciarme este pueblo? ¿Hasta cuándo
se negará a creer en mí a pesar de las muestras que le
ho dado? Voy a enviarle la peste, yo le desposeeré”
(Núm. 14, 11). “Veo claro que este pueblo tiene dura
la cerviz. Ahora, déjame, mi cólera va a inflamarse con-
123
tra ellos y yo les exterminaré. Pero de ti haré una gran
nación” (Ex. 32, 9-10). Entonces Moisés intercede. Y lo
hace de dos maneras. Una consiste en decir: Si haces
perecer a este pueblo, las naciones que han oído ha
blar de ti dirán: “Yahvé no ha podido realizar sus pro
mesas”, y se burlarán de ti. La otra manera de interce
der Moisés es, una vez más, hacerse solidario de su
pueblo. No acepta ese convenio que Dios le propone
en cierto modo: exterminar el pueblo, recomenzar de
nuevo con Moisés y hacer de él una nueva gran nación.
No. Moisés no acepta, sino que dirá: “Este pueblo ha
cometido un gran pecado. Sin embargo, si te placiera
perdonar su pecado... Si no, bórrame, por favor, del
Libro que tú has escrito” (Ex. 32, 30-32).
Y así es como Moisés va a entrar profundamente
en oración: “Yo me eché, pues, a tierra delante de
Yahvé y allí seguí cuarenta días y cuarenta noches”
(Deut. 9, 25). He ahí la primera actitud de los respon
sables de Israel y de la Iglesia. Pero nosotros también
tenemos nuestra misión en esta esfera. Es preciso que
nosotros, los hijos de la Iglesia, recordemos, y recor
demos a todos nuestros hermanos, que podemos y de
bemos ayudar a Moisés en su misión, no forzosamente
como esos responsables que ha establecido para que
le ayuden, sino, más bien, sostenerle en su tarea de in
tercesor. Hay otro pasaje que encanta leer, que nos
lo recuerda, pero que es preciso que intentemos vivirlo
también:
Se presentaron los amalecitas y atacaron a Israel.
Moisés dijo entonces a Josué: “Escoge unos hombres y
mañana temprano sal a combatir a Amaieq. Yo estaré
sobre la cima de la colina, con el cayado de Dios en
la mano. Josué siguió las instrucciones de Moisés
para combatir a Amaieq. Sobre la cima de la colina
estaba Moisés, Aarón y Hur. Ahora bien, en tanto que
Moisés mantenía levantados los brazos Israel era el más
fuerte” (Ex. 17, 9 y sigs). Es la intercesión de Moisés
ante Dios lo que va a salvar a la Iglesia. “Cuando los
dejaba caer tenía ventaja Amaieq. Como los brazos
de Moisés estaban pesados tomaron una piedra y la
pusieron bajo él. Moisés se sentó encima en tanto que
Aarón y Hur le sostenían los brazos, uno a un lado y el
124
otro al otro. Así los brazos de Moisés no cedieron ya
hasta la puesta del sol. Josué diezmó a Amaleq y sus
gentes pasándolos a cuchillo.”
¿Cómo no pensar en el Señor Jesús que también
pide, no ya a Aarón y a Hur, sino a sus tres más fieles
discípulos que le sostengan en su agonía? Y los discí
pulos duermen... Que el Señor nos conceda la gracia,
hoy, de sostener a aquél que intercede ante Dios por
nosotros, y no dormir.
125
12. SANGRE Y CLAMOR
7 Este hecho lo señala el P. D. BARTHÉLEMY, en: Dieu et son image. Cerf, pá
gina 208, en el capítulo “Du sang à boire", que ha inspirado esta charla.
129
9
Biblia es la de clamar hacia Dios. La sangre injusta
mente derramada clama, y la vida de un hombre no
puede ser compensada con dinero (Núm. 35, 31).
Caín tiene la impresión de la más total clandesti
nidad: “Caín dijo a Abel, su hermano: Vamos fuera,
y como estaban en pleno campo” —allí donde no habrá
nadie para ver, allí donde se está verdaderamente tran
quilo— allí es donde tiene lugar el asesinato. Ahora
bien, la sangre derramada injustamente clama: “¿Qué
has hecho”, dice Yahvé. “Escucha cómo la sangre de
tu hermano clama hacia mí desde la tierra” (Gen. 4,
8-10). Cada gota de sangre injustamente derramada
clama hacia Dios. Si creemos en la inspiración de todos
estos textos, si cada gota de sangre derramada clama
hacia el Señor, ¿ante qué terrible drama no nos encon
tramos, hoy como ayer?
Más tarde, Ezequiel, profetizando contra Edom, dice:
“Puesto que tú alimentabas un odio eterno (no sola
mente la sangre, sino el odio), pues bien, por mi vida,
oráculo del Señor Yahvé, yo te inundaré de sangre y
la sangre te perseguirá. Yo lo juro: tú has pecado derra
mando la sangre, la sangre te perseguirá” (Ez. 35, 5-6).
Y es Dios quien se encarga de la venganza de la
sangre derramada. Desgraciados de nosotros si subes
timamos este plan divino. “Y yo, dice el Señor, me en
cargo de la venganza” (Deut. 32, 35). Dios hace que
caiga la sangre inocente sobre la cabeza de quienes
la derraman. ¿Por qué dirán los pueblos: “Dónde está,
pues, su Dios?”, leemos en el Salmo 79 (v. 10). Las
gentes piensan, en efecto, que Dios no se ocupa de
nosotros; ese es un refrán de todos los tiempos: “¿Por
qué dirán los pueblos: dónde está, pues, su Dios?”
Pero he ahí la respuesta del salmista: "Que ante nues
tros ojos conozcan los paganos la venganza de la san
gre de tus servidores que fue derrama” (Ibid.). La
sangre que clama desde la tierra será vengada ver
daderamente un día.
Acordémonos del capítulo 63 de Isaías; de ese texto
que nos hace contemplar al Señor Jesús, puesto que
cada vez que hablamos de la sangre pensamos en el
“Cordero que borra el pecado del mundo”, el Cordero
130
que derrama su sangre por nosotros. Isaías describe
allí a Dios como el gran vengador que, en el día de
• u cólera, en el día de su venganza, hará salir a bor
botones la sangre de los culpables hasta tener las
ropas manchadas de púrpura:
“¿Quién es, pues, el que llega... con ropas mancha
bas de púrpura?
“¿Por qué te cubres de rojo y te vistes como un
[lagarero en el lagar?
“En la cuba yo he pisoteado solitario.
“Nadie estaba conmigo de las gentes de mi pueblo.”
“Entonces, en mi cólera, yo los he pisoteado... Su
jugo ha saltado a borbotones sobre mis ropas.” Ya no
es ahora la sangre de los inocentes, es la sangre de
los culpables la que salta a borbotones hasta las ves
tiduras del vengador divino.
“Yo tenía en el corazón un día de venganza, el año
de mi Redención se había cumplido... Entonces mi
brazo me ayudó y mi furor me sostuvo.
“Yo aplasté los pueblos en mi cólera,
“Yo los pisoteaba en mi furor,
“Y yo hice correr por tierra su jugo” (Is. 63, 1-6).
¡Qué realismo!
En el Apocalipsis el clamor de los humillados se une
al clamor de la sangre vertida: “Y yo oí al Angel que
decía: Tú tienes razón, ¡oh!, tú que eres, que eras,
¡oh!, santo, de haber castigado así; es la sangre de los
santos y de los profetas la que ellos han derramado,
por tanto tú les haces beber sangre, ¡bien lo merecen!”
(Apoc. 16, 5-6). Es preciso que los mismos verdugos
beban la sangre injustamente derramada, como ex
piación.
Ante esta situación los hombres inventan entonces
una técnica, o más bien creen idear un subterfugio para
escapar de la cólera de Dios. Si la sangre del inocente
debe ser pagada con la sangre del culpable; si es pre
ciso que el culpable beba la sangre que él mismo ha
derramado, ¿qué va a hacer? La técnica que se en
saya es recubrir con tierra y polvo la sangre vertida
131
para que ya no clame. Se va a ocultar la sangre que
clama hasta Dios, recubriéndola, amontonando sobre
ella la tierra y el polvo de modo que desaparezca y ya
no clame. Esa es la invención de los hermanos de José
en el momento en que piensan matar al engorroso:
“¿Qué provecho habría en matar a nuestro hermano y
ocultar su sangre?” (Gén. 37, 26). Es seguro que no
conviene dejar la sangre al descubierto, a pleno aire,
y que clame ante Yahvé; pero podríamos cubrir esa
sangre y ya no se la oiría.
Ante este subterfugio del hombre que intenta cu
brir perpetuamente la sangre de la injusticia, Dios no
queda engañado. Ya podemos inventar comisiones de
encuesta, firmar manifiestos, en suma: cubrir la sangre
derramada con montañas de papel, ya podemos sofo
carla como sea: Dios no queda engañado. Y yo pien
so ahora en ese texto tan extraordinario de Pío XII en
su mensaje de Pentecostés de 1943, en el que decía:
“¿Cómo la Iglesia, madre tan amorosa y tan preocu
pada por el bien de sus hijos, podría hacer como si no
viera y no conociera unas situaciones sociales que
hacen prácticamente imposible una vida cristiana?”
Pienso que jamás un Karl Marx ha pronunciado pala
bras tan duras como estas de Pío XII; palabras que nos
conciernen, que nos causan temor. Pío XII nos previene:
también nosotros, la misma Iglesia, podríamos intentar
ese subterfugio de hacer “como si no se viera”, de ce
rrar los ojos, de hacer “como si no se conociera”. En
realidad, esa es la parábola del Buen Samaritano
(Le. 10, 28 y sigs.), en la que se desvía, o se pasa por
“el otro lado” del camino para no encontrarse de frente
con el herido de Jericó. El levita, el sacerdote, los que
pasan, “se desvían”, nos dice simplemente el texto.
Que nos desviemos o no, Dios no queda engaña
do. El hará verter sobre la roca desnuda la sangre ocul
ta bajo montecillos de tierra o de papel impreso; esa
sangre, de la que hayamos huido, Dios la colocará so
bre la roca en donde no puede ser ocultada ni recu
bierta (Ez. 24, 6-8).
Dios hará que vuelva a salir al fin del mundo la
sangre hundida en tierra, nos dice Isaías: "Porque he
132
aquí que Yahvé va a salir de su morada para castigar
por sus crímenes a todos los habitantes de la tierra,
l a tierra devolverá su sangre y dejará de cubrir a sus
degollados” (Is. 26, 21). Dios hará salir de la tierra
osa sangre que nosotros habremos ocultado tan peno
samente; la tierra devolverá esa sangre.
"¿Hasta cuándo —se dice en el Apocalipsis— Maes
tro verdadero y santo tardarás en hacer justicia, en
obtener venganza de nuestra sangre, sobre los habi
tantes de la tierra?” (Apoc. 6, 10). Este es el grito de
los mártires, y de ese río de sangre inocente que no
cesa de correr de un extremo al otro del mundo.
En definitiva —porque Dios, que toma todo eso en
serio, quiere que penetremos más adelante en el mis
terio del inocente que sufre injustamente—, aquí es
donde Job nos va a aportar su gran descubrimiento
de esperanza. Job está en proceso, se queja contra
Dios porque su sufrimiento no proviene de su propio
pecado, ni de la injusticia de los hombres. En efecto,
Dios le reconoce justo. Job es probado en su propia
carne, y en la sangre de sus hijos. Entonces entra en
litigio con Dios; cita a Dios ante el tribunal del mis
mo Dios. Blasfema en ciertos momentos pero, en el
fondo, a pesar de todo, hay en él algo más grande que
su blasfemia: toma a Dios como abogado. Va a morir
teniendo conciencia de que es Dios quien le mata. Está
lleno de sangre y de hiel; tiene conciencia de morir
injustamente perseguido. Sus amigos le llenan con la
apologética de su tiempo, la apologética optimista de
los escribas y los doctores. Job no acepta eso. Que le
sobreviva al menos —dice— “esa protesta que va a lan
zar contra Dios”. Que de su muerte injusta nazca una
protesta que permanecerá clamorosa. Y vienen entonces
los grandes temas de Job, en los que apela por la in
justicia de su situación ante la justicia de Dios;
“¡Oh! tierra, no cubras mi sangre y que nada deten
ga mi grito. Desde este momento tengo en los cielos
un testigo, allá arriba está mi defensor8. Mi clamor es
sangre”.
133
mi abogado cerca de Dios, en tanto que corren mis lá
grimas ante él. Que mi clamor defienda la causa de
un hombre en lucha con Dios, como un mortal defien
de a su semejante. Porque mis años de vida están
contados y voy a emprender el camino sin retorno”
(Job. 16, 18-21).
Mi defensor —dice Job— "mi Goél”. No es posible
que toda esa sangre derramada lo sea en vano, que
tanto dolor quede eternamente inútil. Entonces es a ese
mismo clamor, a esa misma sangre, a lo que apela Job
y pronuncia estas palabras verdaderamente proféticas
(y lo son porque todavía las leemos nosotros hoy, y él
había pedido que quedarán inscritas para siempre):
“¡Oh!, quisiera que se escriban mis palabras,
que sean grabadas en una inscripción,
con el cincel de hierro y el estilete,
esculpidas en una roca para siempre.
Yo sé que mi Defensor está vivo,
que El, el último, se levantará sobre la tierra.
Después de mi despertar, él me pondrá de pie
y con mi carne veré a Dios. [junto a él
Aquel que yo veré será para mí,
aquel que mirarán mis ojos no será un extraño.
Y mis riñones en mí se consumen...”
(Job 19, 23-29)
135
13. EL CORDERO PASCUAL: LA SANGRE INOCENTE
139
"
144
14. EL CORDERO: EL SERVIDOR SUFRIENTE
146
de todo eso Jerusalem es rachazada: “Jahvé no se re
tractó de su gran cólera que se había inflamado contra
Judá por todas las irritaciones que Manasés le había
causado. Jahvé decidió: Yo apartaré también a Judá
de mi presencia, como ya he apartado a Israel, recha
zaré esta ciudad que yo había elegido, Jerusalem, y el
Templo del que había dicho: En él estará mi nombre”
(II, Rey. 23, 26-27). Hay arrepentimientos sinceros y
llenos de promesas, pero las consecuencias de las fal
tas precedentes no pueden ser detenidas.
Y llega la tragedia. El Templo es destruido. El pue
blo es deportado. Es el exilio más implacable. Nos en
contramos de nuevo en lo más hondo de lo incompren
sible. La destrucción. El derrumbamiento. ¿Qué signi
fica esta condena a muerte? ¿Por qué la matanza de
este pueblo tan sinceramente arrepentido con su rey
Josías?
Creo oportuno citar aquí el texto de un hombre que
ha sido uno de los discípulos preferidos del P. Lagran
ge, cuando el padre tenía algo más de ochenta años y
este joven estudiante de sólo veinte años se lanzaba
al estudio de la Biblia y de las lenguas antiguas orien
tales. Ahora es uno de los más grandes profesores en
el Colegio de Francia; se dice no creyente pero ha se
guido siendo un gran admirador de la Escritura, en la
que ve uno de los más elevados momentos alcanzados
por la humanidad. He aquí lo que escribe en un maravi
lloso libro de arte que acaba de aparecer13, como res
puesta a la pregunta que nos hemos hecho: ¿Por qué la
matanza de ese pueblo sinceramente convertido?
“Al exponer, como El lo había hecho, a su pueblo en
la picota del Universo, debía tener otra finalidad, más
sutil, más insondable, más digna de El, que el simple
castigo, vindicativo y correctivo: con este ejemplo in
esperado y terrible, quería, para atraer a Sí todos los
pueblos, hacerles conocer al suyo como Su mandata
rio, acreditarlo ante ellos como Su testigo, por el es
pectáculo de una desgracia que ese pueblo había so-
147
portado tan digna y valerosamente ante todos, para ex
piar así sus delitos. Israel, por tanto, tendrá en adelante
como misión extender en el Universo entero el conoci
miento de Yahvé, la unión de Yahvé y todos los pri
vilegios que de ello se deducen y que le habían sido
reservados en el primer momento, pero que Yahvé, Dios
único y universal, quiere extender a todos los hombres.
La única prerrogativa que sigue siendo suya, incompar
tible, es haber sido escogido por El como Su heraldo,
Su vicario, Su servidor."
Porque en exilio descubre Israel la grandeza de su
Dios incomparable y la manifiesta. Se hace misionero.
En el corazón de la idolatría que descubre, el pequeño
grupo que queda comprende lo que se es entre las
manos del Dios vivo, incluso si es para ser aplastado
por él.
Cuando el pueblo judío estaba en su casa, en Jeru
salem con su Templo, con su culto, era más bien de
cepcionante: corría con frecuencia de un ídolo a otro,
o bien se hacía “fariseo” antes de que existieran éstos.
Desde el momento en que había pagado el diezmo, y
que había hecho todo lo que hacía falta hacer ¡ya se
sentía en regla! Orgulloso de su Dios, era bien medio
cre respecto a él. Pero en Babilonia va a encontrarse
en medio de verdaderos paganos, algo que no se ima
ginaba: ¡descubre unos ídolos cien por cien! Entonces,
y por contraste, ve no sólo la verdadera grandeza de
su Dios, sino su carácter único y maravilloso. En ese
momento podrá decir verdaderamente hablando de esos
ídolos, porque los ve con sus ojos: “Tienen manos y
no tocan, tienen ojos y no ven, tienen una boca y no
hablan”, en tanto que El, Yahvé, nuestro Dios, habla.
Sí, por causa de encontrarse ese pueblo en lo más pro
fundo de la idolatría, sumergido en ella, va a descubrir
por sí mismo la grandeza de su Dios. Estoy muy se
guro de que todos los cristianos de hoy tenemos nece
sidad de sufrir las mismas pruebas: sólo vemos desde
demasiado lejos los ídolos y las ideologías de nuestro
tiempo. El Cardenal Saliege anhelaba que los cristia
nos pasaran por la experiencia real y prolongada de
un ateísmo que llegara hasta el extremo de sus pre-
148
misas, después de vaciarse de todo lo que contiene aún
de cristianismo.
En comparación con unos ídolos vistos de cerca,
la presencia del Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob;
la ternura de Yahvé, la piedad de Yahvé, todo aquello
a que se estaba habituado, va a tomar consistencia.
Esto es lo que nos dice el hermoso libro de Tobías,
de ese Tobit14 ejemplo típico también “del solitario y
del solidario”. Tobit solitario cuando estaba todavía en
Jerusalem, yendo “completamente solo” al Templo cuan
do nadie iba a él. Tobit que cumplía todas las prescrip
ciones y, en exilio, era el único que seguía observán
dolas, rechazando el mancharse con unos alimentos.
Pero, al mismo tiempo, tan solidario de sus hermanos
de raza que enterraba a los muertos de su pueblo, que
acogía a todo el mundo... Pues bien, esa historia de
Tobías nos dice lo que el pueblo descubre en el exilio;
y yo pienso que en el seno de las dificultades de hoy
día se prepara maravillosamente el descubrimiento, el
redescubrimiento —porque siempre ha sido conocida—
vital, existencial, en el mismo corazón del cristiano, de
la realidad de Dios: “Celebradle ante las naciones, hijos
de Israel. Porque si os ha dispersado entre ellas, ahí
es donde os ha mostrado su grandeza.” La grandeza
de Yahvé aparece en la dispersión del exilio: “Exal
tadle ante todos los vivos. El es nuestro señor. El es
nuestro Dios. El es nuestro padre, y él es Dios por
todos los siglos” (Tob. 13, 3-4).
Primera consecuencia del exilio, por tanto: Israel se
hace misionero, testigo de su Dios ante las naciones.
Pero hay más: de las llagas de este pueblo servidor,
reducido una vez más a la nada, va a surgir un extraor
dinario suero de curación. Y no sólo la suya, sino cu
ración de todos aquellos que le rodean. Ayer veíamos
en Egipto la substitución del cordero pascual que ocu
paba el lugar del pueblo víctima. Y he aquí que hoy,
en exilio, ese pueblo que sufre se hace, en una segunda
substitución, un nuevo cordero pascual. Pero, a dife
rencia del tiempo del Faraón, engloba en su redención
149
la de aquellos mismos que le aplastan. En tiempos de
Faraón el perseguidor es aplastado y sus primogénitos
deben morir. En esta segunda etapa del servidor su
friente la redención se extiende a quienes le persiguen.
Cuando leemos el capítulo 53 de Isaías, ese texto
que es el primer Evangelio de la pasión del Señor
Jesús, no pensamos ya bastante en que el “servidor
sufriente” es, en primer lugar, el pueblo “sentado y
llorando” en Babilonia. Por ciertos rasgos innegables
es el pueblo de Israel; pero no ciertamente todo Israel,
incluso deportado, sino aquel que en ese pueblo se
mantiene fiel, sufre y espera: “Tú, Israel, mi servidor.
Jacob al que yo he escogido. Raza de Abraham, mi
amigo” (Is. 41, 8), se dice en el Libro de Isaías a pro
pósito justamente de ese servidor. Se trata, sin duda,
del pueblo: "Ahora escucha, Jacob, mi servidor Israel
que yo he escogido. Así habla Yahvé que te ha hecho.
Jacob, acuérdate de esto y de que tú eres mi servidor,
Israel” (Is. 44, 1).
El servidor sufriente y el pueblo en exilio sólo son,
pues, una sola cosa. Y con este Israel, que está anega
do en lágrimas, tenemos también el prototipo, el signo
precursor de nuestra Iglesia, pueblo de Dios, en su
elección y su fidelidad, llevando su pecado y el de los
hombres, sufriendo, esperando, luchando, repartido a
través de las naciones. Pero, por encima de todo, el
servidor sufriente será el Servidor Unico, escogido, se
parado, inocente, Jesús, que se entrega libremente a la
muerte, porque ha amado hasta el extremo, intercedien
do por los pecadores; aquél que se designará así mismo
cuando leyendo la profecía de Isaías: “El espíritu del
Señor está sobre mí..., él es quien me ha enviado a
traer la Buena Nueva a los pobres”, añadirá: “Hoy se
ha cumplido ante vuestros ojos el pasaje de la Escritu
ra” (Le. 4, 18, 21). Así, pues, ese servidor sufriente
es, a la vez, el pueblo deportado y el Señor Jesús: “El
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nues
tros padres, ha glorificado su servidor”, dirá Pedro en
los Hechos de los Apóstoles (3, 13). Y es el Padre
mismo el que dirá en el momento del bautismo de
Jesús: “He aquí a mi Hijo muy amado”: hijo y servidor
en la Biblia es la misma palabra. A través del exilio
150
vemos, pues, que se transparenta en filigrana la figura
misma de nuestro Señor y su dimensión, que domina la
historia.
Releamos ahora ese texto del Servidor sufriente que
la liturgia nos ha hecho meditar con frecuencia, que en
contramos a lo largo de toda la Cuaresma, y que me
parece el más bello homenaje que podemos rendir con
juntamente a nuestros antepasados exiliados en Babi
lonia y al Señor Jesús:
“¿Quién creería en lo que hemos querido decir?
¿Quién hubiera sabido reconocer la intervención de
[Yahvé?
¡Vaya! este brote enteco perdido en medio de la aridez,
[sin empuje ni vigor...
esa cabeza que no se recuerda,
ese semblante madurado en su sufrir,
esos ojos de cuya mirada se huye,
ese ser que se aparta
ese abandonado por cálculo...
¿Eran, pues, nuestros males los que le anonadaban,
nuestros dolores bajo los cuales se doblaba?
Y nosotros que le clasificamos entre los reprobados,
le creemos castigado por la mano de Dios y desposeído...
cuando era por nuestros pecados por lo que sangraba,
nuestros delitos los que le trituraban.
El castigo que nos reconcilia le aniquilaba
y de sus heridas destilaba nuestra curación.
Nosotros erramos como un rebaño en desorden
vagando cada uno a su placer”15.
Al comentar San Juan las palabras de Caifás cuan
do los jefes del pueblo deciden la muerte de Jesús:
“Vale más que muera un solo hombre por el pueblo y
que la nación no perezca”, nos dice la verdadera razón
de esta muerte: “El Gran Sacerdote profetizó que Jesús
151
debía morir por la nación, y no sólo por la nación, sino
también para reunir en la unidad a los hijos de Dios
dispersados” (Jn. 11, 52). He ahí la razón de la muerte
del Señor Jesús. Y he ahí lo que volvemos a hacer cada
día cuando celebramos el sacrificio de la muerte del
Señor y “anunciamos su muerte hasta que venga”
(I, Cor. 11, 26):
“Nosotros erramos como un ganado en desorden,
vagando cada uno a su placer.”
Y él ha venido a reunimos:
“Entonces Yahvé ha hecho caer sobre él
todo lo que hay de delictivo en nosotros.
Tratado brutalmente y objeto de irrisión, no ha dicho
[nada,
se ha dejado conducir al matadero como un cordero...
Por el derecho del más fuerte, fue detenido,
y ¿quién de sus contemporáneos hubiera podido com
prender
que eran las culpas de su pueblo las que le
[suprimían de los vivos,
y los golpes a ellos destinados los que le traspasaban?
De ese modo se ha mezclado su tumba con las de los
[que no tienen Dios,
yace ahora entre los explotadores
aunque él no haya hecho daño a nadie...
Ha placido a Yahvé romperle con el sufrimiento,
y él ha ofrecido su vida en sacrificio expiatorio.
Así, pues, verá una posteridad y sobrevivirá en el por
venir.
Los designios de Yahvé se cumplirán por él.
A causa de las pruebas que ha sufrido volverá a ver la
luz y lo comprenderá todo” 16.
Si el Señor parece haberse encarnizado sobre el
pequeño resto de Israel, exiliado y convertido, es por-
152
que verdaderamente es preciso alguien para restable
cer el equilibrio destruido por el pecado del mundo. El
mismo mundo entero era incapaz de llevar sus propios
pecados en la obediencia, y de liquidar por sí mismo
sus propias faltas. Sólo un pueblo convertido podía pre
sentir algo y decir el sí. Y ese sí ya es el presentimiento
de la copa de la agonía de Jesús: “Que este cáliz pase
lejos de mí, pero no mi voluntad... la tuya.”
Continuemos con el texto de Isaías:
“El justo, mi servidor, justificará multitudes,
aquellas mismas cuyos delitos le anonadan.
Por eso yo le atribuiré multitudes.”
(“He aquí esta sangre entregada por vosotros y por
la multitud”, dirá Jesús) (Mt. 26, 28).
“Con los poderosos compartirá los trofeos
porque se ha despojado él mismo de su vida.”
(El, que era de condición divina, que se ha hecho
exclavo hasta la muerte. Y muerte de cruz”) (Filp. 2,
6-7).'
“Tratado como malhechor,
llevando las faltas de las multitudes
e intercediendo por los pecadores” (Is. 53, 11 b, 12).
Sí, el Justo justificará a multitudes. Así, en el pue
blo hebreo, tal como estaba en su cautividad de Egip
to, y en el pueblo judío, tal como es al final de su exi
lio en Babilonia, se transparenta las dos veces la fi
gura misteriosa del servidor víctima, como se transpa
renta siempre en cada uno de los dolores que apare
cen en la Iglesia.
Estamos ante una verdad fundamental y como cons
titucional de la Iglesia: tanto si se trata de Josías como
del Vaticano II no creemos en la posibilidad de un “ag-
giornamento” pacífico y sin historias. El “aggiornamen-
to” de Josías ha desembocado en el más inesperado
de los dramas, el exilio; pero el exilio ha realizado con
el sufrimiento del Servidor un más allá de todo “ag-
giornamento” previsible: ya no se trata de la Pascua
celebrada con esplendor, se trata de la redención en
153
acto, al precio y a costa de la sangre derramada. Dios
siempre va más lejos que nosotros cuando nos pone
mos en camino; y su camino es el del Calvario. Así,
pues, es capital hoy día para nosotros no considerar
la puesta al día de la Iglesia más que a la luz del Ser
vidor sufriente, Jesús. Y él nos llama a participar no
solamente en el servicio, sino más todavía en el sufri
miento del servidor. No olvidemos esto: el “aggiorna-
mento” desemboca no en la liturgia o la reforma de
los seminarios, la inserción o la promoción de los po
bres, sino, en primer lugar, en la Cruz con Jesús y sólo
más tarde en su gloria.
Un poeta puede ayudarnos no a probar, claro es,
sino a presentir esta ley fundamental de todos los tiem
pos. Pierre Emmanuel dice:
“Si los sollozos de los sometidos a suplicio se nos
quedaran en la garganta, la tierra entera después de
Caín habría perecido ahogada. En verdad, no podría
mos seguir viviendo si no fuéramos criaturas nacidas
del olvido, que viven del olvido y condenadas muy pronto
al olvido” (nosotros somos los grandes distraídos ante
ese servidor sufriente). “Y, sin embargo, nada queda
olvidado; cada lloro vertido en el desierto se filtra en
fin hasta la capa eterna, semblante de todos los sem
blantes, presencia de la que toda efímera presencia
ocupa la entera extensión: cada lloro de cada instante
cae de grada en grada despertando los grandes círcu
los de la historia, los grandes ciclos de nuestra espe
cie, los grandes órdenes del cielo nocturno. Todo se
contiene y nos viene del infinito, este mismo instante
que estamos viviendo, ya difundido hasta la curva ex
trema de la altura y por ella repercutida hasta el cen
tro en que nos mantenemos, que está en nosotros mucho
más profundamente que nosotros mismos. En realidad,
no podríamos ya vivir si nuestros actos volvieran a gol
pear en nuestra frente, después de esa infinita, esa ins
tantánea trayectoria que recorren en todos los sentidos
de la duración. Sin embargo, vuelven; pero es otro bajo
ellos quien se tambalea, quien está cargado, en nues
tro lugar, con todos los pecados del mundo, que cada
uno de todos nosotros ha cometido. Por eso es por lo
que la vieja historia del Gólgota continúa obsesionan-
154
(lo a los hombres. No porque un hombre haya sufrido
la cruz; tantos otros han sufrido cosas todavía peores,
que acaso han deseado que se les clavara sobre las
puertas para acabar con sus tormentos, sino porque un
hombre, en el cénit del mundo, está eternamente en
agonía, porque en esa hora eterna de hace dos mil años
-que es la única en no haber huido como las otras,
la única que cada uno de nosotros, efímeros, vive en
ose hombre eternamente— sufre él eternamente en su
carne, que es la nuestra; y su espíritu, que nosotros
ahogamos en el fondo de nosotros, sufre cada uno de
nuestros sufrimientos y de nuestras debilidades de hom
bre, cada una de nuestras injusticias y de las Injusti
cias padecidas por nosotros, y los dolores de la víctima
y las delicias del verdugo, y su inefable común desgra
cia, y la insostenible absurdidad de todo esto” (Babel,
página 232).
Mucho más que todo poeta, sólo la madre de Jesús
puede, en definitiva, darnos, a pesar de nuestra capa
cidad de olvido, el entrar en el misterio de su Hijo ser
vidor sufriente, en el misterio de sus llagas de las que
“destilaba nuestra curación”. Sólo ella, entre todos, ella
que se mantuvo de pie junto a la cruz de Cristo, puede
socorrernos cuando llegue el momento a cada uno de
nosotros de entrar personalmente en el misterio del ser
vidor sufriente y “de completar en nuestra carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, en su Cuerpo, que es
la Iglesia” (Col. 1, 24).
155
15. «HE AQUI EL CORDERO DE DIOS»:
LA NUEVA ALIANZA
157
Cordero se acercó y tomó el libro de la mano derecha
de Aquél que está sentado en el trono. (Este libro ce
rrado hasta entonces y sellado con siete sellos con
tiene la historia de la humanidad, pero nadie lo puede
abrir: la humanidad está bloqueada en su destino.)
Cuando lo hubo cogido los cuatro Seres se prosterna
ron ante el Cordero, así como los veinticuatro Ancia
nos, teniendo cada uno un arpa y copas de oro llenas
de perfumes, las oraciones de los santos (esas oracio
nes que suben como un incienso hacia Dios dando prisa
a! acontecimiento de la venida del Reino). Cantaban un
cántico nuevo (como Moisés había cantado la libera
ción de Egipto, cantan ellos el reino en que todo va
a ser nuevo, la nueva alianza): Tú eres digno de coger
el libro y de abrir sus sellos, porque tú fuiste degollado
y tú rescataste para Dios (tú nos rescatastes para Dios),
al precio de tu sangre, a los hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación.” Esa es la catolicidad del uni
verso. Esa es la Iglesia, rescatada por la sangre del
Cordero: “Tú has hecho de ellos para nuestro Dios un
Reino de sacerdotes reinando sobre la tierra.” Y si
Moisés había dicho ya que en adelante seríamos un
pueblo santo, un reinado de sacerdotes y una nación
consagrada, ahora está ahí la realización presente, la
promesa está cumplida (Apoc. 5, 6-10).
Pero la visión de San Juan no ha terminado: “Y mi
visión continuó. Oí el clamor de una multitud de Ange
les reunidos alrededor del trono, de los Seres y de los
Ancianos. Se contaban por miríadas de miríadas, y mi
llares de millares” (y vemos a nuestra Iglesia en su
esplendor y dimensión de grandeza que nos supera
desde el comienzo al fin del mundo), “y clamaban a
plena voz: Digno es el Cordero degollado de recibir el
poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la
gloria y la alabanza. Y a toda criatura en el cielo, sobre
la tierra y debajo de ella, y en el mar, el universo entero,
le oí clamar: A Aquel que se sienta en el trono, así
como al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el
poder en los siglos de los siglos” (Apoc. 5, 11-13).
He ahí la dimensión real e insospechada de aquél
de quien decía Juan Bautista: “He ahí el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Todo
158
lo que estaba disperso a siete siglos de distancia se
reúne. En este Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo se han fundido, en una misma realidad el Cor
dero pascual y el servidor sufriente, pero en una nove
dad que alcanza la talla misma de Dios.
Al Cristo Jesús, dice San Pablo (Rom. 3, 25), “lo
ha destinado Dios a ser instrumento de propiciación por
su propia sangre”, por nuestros pecados. Expiación por
nuestros pecados, pero quitando a la palabra de expia
ción, en cuanto se refiere a Jesús, el sentido de cul
pable. El es, verdaderamente, instrumento para borrar
nuestros pecados. Aún tenemos esta otra hermosa frase
en la Epístola a los Hebreos: esa sangre de Jesús “más
elocuente que la de Abel” (Hb. 12, 24). Esa sangre,
que habla mejor todavía que la de Abel, nos introduce
en la Nueva Alianza. Para comprender la significación
de esto, para entender este lenguaje, no puedo menos
de coger y seguir un pequeño folleto —pequeño, pero
que vale su peso en oro— del P. Lyonnet: Eucaristía y
Vida Cristiana. En unas cuarenta páginas se nos desve
la todo lo esencial de esta Nueva Alianza. Yo no haré
otra cosa, como buen discípulo, que recoger lo que él
ha dicho.
Esta Nueva Alianza no es una comida cualquiera:
¡es preciso decirlo en el momento actual! No es sola
mente la reunión de algunos amigos que comparten el
pan, la alegría fraterna y el calor humano. Lo que cons
tituye el sacrificio de la Nueva Alianza no es, en primer
lugar, la asamblea de los fieles, es el Señor Jesús, por
que la comida de la Eucaristía es la de un cuerpo en
tregado y de una sangre derramada. Entre los jóvenes
del momento actual la palabra “Misa” se encuentra pa
sada de moda. No les gusta decir “voy a misa”. Pre
fieren decir “participo en la Eucaristía”, y eso me pa
rece bueno. Pero haría falta decir “vengo a participar
en el sacrificio de la alianza”, porque eso es lo que ha
cemos cada mañana o cada tarde. “Age quod agis”,
“haz lo que haces”, y ¿qué haces tú? Renuevas el sa
crificio de alianza. Eso es lo que nos recuerda la Cons
titución sobre la Santa Liturgia, en la que se declara
que en la Eucaristía se opera la renovación de la alian-
159
■
164
el Sinai daba Dios una tregua a los hombres y decía a
Moisés: “Yo haré huir ante ti a tus enemigos.” Ahora
la tierra que se nos da es el Reino de Dios llegado en
tre nosotros: “Bienaventurados los pobres porque de
ellos es el Reino de los Cielos.” Es el Reino. “Biena
venturados los mansos porque ellos poseerán la tie
rra.” “No temas pequeña grey porque ha placido a tu
padre darte el reino.” “Venid, benditos de mi Padre.”
En la antigua alianza Yahvé estaba especialmente pre
sente en el santuario donde residía Dios, donde estaba
presente la gloria de Dios. En la nueva alianza del Em
manuel esta presencia permanente, esta presencia tan
íntima, tan suave, está entre nosotros, en nosotros:
“Nosotros haremos en él nuestra morada.”
Hemos llegado ya “a ese punto capital de nuestras
palabras”, tomando las palabras de San Pablo a los
hebreos: “El punto capital de nuestras palabras es que
tenemos un tan gran sacerdote que está sentado a la
derecha del trono de la Majestad en los cielos, minis
tro del santuario y de la Tienda, la verdadera, la que ha
erigido el Señor, no un hombre” (Hb. 8, 1-2). Todo
converge en el cordero, en el Cordero del Apocalipsis,
en el Cordero que es nuestro Señor en la cruz. Ante
riormente había un trono en el Templo, estaba el que
se sienta en el trono, había la víctima cuya sangre es
derramada, había el gran sacerdote, el ungido, que
hacía a Dios la ofrenda expiatoria. Ahora todo está re
unido en el Cordero. Ahora comprendemos mejor la
frase de San Pablo: “Dios le ha expuesto, instrumento
de propiciación con su propia carne, mediante la fe”
(Rom. 3, 25). Todo está reunido en él. El es el trono.
El es aquella placa de oro propiciatoria que el sacer
dote venía a rociar una vez al año, aquella placa de
oro que estaba en el Sancta Sanctorum, considerado
como el trono de Yahvé, invisiblemente presente19.
Jesús es el trono, y el que se sienta en el trono. El es
la víctima cuya sangre es derramada. El es el gran
era el lugar en que estaba el Arca de la Alianza, de la que Yahvé había dicho
a Moisés: "Allí es donde me reuniré contigo"; de ahí el nombre de Tienda de
Reunión. (Ex., 25,22.)
165
sacerdote; él es aquel de quien el Concilio de Trento
nos decía “el mismo sacerdote, la misma víctima”; sólo
es diferente la manera de ofrecer.
Y, además, este Cordero intercede y pide el perdón.
“Padre, perdónales, no saben lo que hacen.” ¡Cuán
verdadera es esta palabra!: no sabemos lo que hace
mos. Los hombres no saben lo que hacen; no saben lo
que es aquello a cuyo lado pasan. ¿Y nosotros? Pues
bien, nosotros somos, debemos desear ser aquellos de
quienes habla el Apocalipsis: “Esas gentes... ¿Quiénes
son? ¿De dónde vienen? Y yo contesté: Mi Señor, tú
eres quien lo sabe. Y él dijo: Son aquellos que vienen
de la gran prueba: han lavado sus vestiduras y las han
blanqueado en la sangre del Cordero. (“Cuando estés
rojo como la sangre te harás más blanco que la nieve”.)
Por eso están ante el trono de Dios, sirviéndole día y
noche en su Templo; y Aquél que se sienta en el trono
—ese Cordero que lo es todo, que todo lo reúne en sí
mismo— extenderá sobre ellos su tienda. Jamás sufri
rán ya hambre ni sed; jamás serán ya agotados por el
sol ni por algún viento abrasador. Porque el Cordero
que está en medio del trono será su pastor y los con
ducirá a las fuentes de las aguas de vida. Y Dios secará
toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 13-17). El Cordero
se ha hecho el Buen Pastor dando su vida por amor a
la oveja perdida.
He ahí el efecto de la sangre del Cordero, de esa
preciosa sangre de la que San Pedro decía: “Sabed
que no es por nada corruptible, plata u oro, por lo que
habéis sido librados de la vana conducta heredada de
vuestros padres, sino por una sangre preciosa, como
de un cordero sin defecto y sin mancha, el Cristo”
(I, P. I, 18-19). El Cristo, aquél que nos ha amado
hasta el fin. ¡Qué grandeza adquiere ahora esta frase
de la Constitución de la Liturgia!: “Cada Eucaristía es
una renovación de la alianza del Señor con los hom
bres, y arrastra, inflama los fieles hacia la caridad apre
miante de Cristo...” Es esto el eco fiel de la palabra de
San Pablo: “El amor de Cristo nos empuja.”
166
Ill
178
17. LA HUMANIDAD TAN HUMANA DE JESUS. (II)
(Cant. 8, 1-2.)
183
cilmente habituados! Es lo que se llama —y es una her
mosa palabra, al menos en la lengua popular francesa—
un “sincero”. Cuando en Francia dice un obrero de al
guien: “Ese es un sincero”, quiere decir: “acaso sea
un poco bobalicón, pero es un hombre que cree en lo
que dice." Es un sincero; todo lo contrario de un exal
tado, de un extravagante, de un extremado. Es eso una
mezcla de dulzura y de majestad.
Jesús tiene, ciertamente, exigencias terribles en cier
tos momentos, y nunca será bastante lo que se haga
por él: “No vayáis a creer que yo he venido a traer
la paz sobre la tierra; yo no he venido a traer la paz,
sino la espada. Porque yo he venido a oponer el hom
bre a su padre, la hija a su madre, la nuera a su sue
gra. Se tendrá por enemigos a las personas de su pro
pia familia. Quien ama a su padre o a su madre más
que a mí, no es digno de mí. Quien ama a su hijo o a su
hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su
cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí.” ¡Qué exi
gencias! “Quien haya encontrado su vida la perderá, y
quien la haya perdido por causa de mí la encontrará”
(Mt. 10, 34-39). ¡Qué terrible letanía! Pero al mismo
tiempo que tiene tan grandes y duras exigencias, se
contenta con la menor buena voluntad, desde el mo
mento que encuentra un alma que intenta ir un poco
más adelante; desde que ve una chispa de buena vo
luntad en un alma, la acepta1.
Y su perdón va acompañado de alegría. Es la oveja
perdida y encontrada; el dracma perdido y encontrado;
el hijo pródigo. Su perdón no pesa. A la pecadora de
Magdala le dice (Le. 7, 50): “Tus pecados son per
donados”, “Tu fe te ha salvado”, “Ve en paz”. Con la
Samaritana, una mujer que no es de un hombre sólo
puesto que ya ha tenido cinco, ¡y que no es seguro que
el sexto sea el último!, “se queda con ella”. La consi
dera como un alma que busca, no la desprecia. ¡Y la
mujer adúltera! Jesús no la mira —tiene ella demasia
da vergüenza, demasiado miedo—, está, simplemente,
184
inclinado con la actitud de uno que escribe en la tierra.
“Que aquél que nunca haya pecado le eche la primera
piedra” (Jn. 8, 1-11), y se inclina de nuevo dejándola
con su conciencia. No la sermonea; y los más viejos
son los primeros en irse. Esta es, al menos, la ventaja
de la edad: ¡se sabe que se es pecador! Sólo entonces,
cuando no queda nadie, se endereza y la mira: “Mujer,
¿dónde están ellos? ¿Nadie te ha condenado? —Nadie,
Señor—. Tampoco yo te condeno. Vete, en adelante no
peques ya (Jn. 8, 1-11). Y su delicadeza hasta el último
instante, con Judas: “Amigo, ¿tú aquí? ¿Traicionas con
un beso?” (Le. 22, 48). Así, pues, Jesús, que puede
ser tan exigente, y por quien nunca se hará bastante,
acepta a los hombres tal como son.
Mañana veremos el misterio de “la hora de Jesús”;
de esa hora de la que hablará durante toda su vida,
y cuya proximidad le hace sufrir temor, angustia y tris
teza. El hombre-Dios no va a morir como un estoico,
sino lanzando un gran grito antes de expirar.
Vemos a Jesús llorar por su ciudad, a la que tanto
afecto tenía, como un verdadero israelita; le conmueve
la emoción de Marta y María ante su hermano Lázaro
muerto. Todo eso no es teatro, aunque sea Jesús el
Verbo de Dios. No son lágrimas de glicerina, como en
el cine. “Cuando la vio sollozar y que también solloza
ban los judíos que la acompañaban, Jesús se estreme
ció interiormente. Emocionado, preguntó... Jesús lloró...
estremeciéndose de nuevo en su interior...” (Jn. 11, 33
y siguientes). Todo eso es el Verbo hecho carne. To
mando nuestra carne en su totalidad.
Si es capaz de estremecerse de dolor, también salta
de alegría. Es inagotable ese texto, tan bello, en que
Jesús salta de alegría antes de decir: “Yo te bendigo,
Padre, por que tú has revelado esto a los más humil
des” (Le. 10, 21). “En ese mismo momento exultó de
alegría bajo la acción del Espíritu Santo.” Esa misma
palabra del Magníficat, esa misma palabra que em
pleará el Apóstol Pedro: “Sin conocerle, sin haberle
visto, sin verle, exultáis con una alegría indecible”
(1, P. 1, 8), también nuestro Señor Jesús la ha co
nocido.
185
¡Habría tantos pasajes sobre los que detenerse! To
memos uno, que acaso da a la humanidad de Jesús lo
que tiene de más simple, de más humano: la resurrec
ción de la hijita de Jairo (Me. 5, 38-43). "Llegan ellos
a la casa del jefe de la sinagoga y Jesús percibe una
turbamulta, gentes que lloraban y lanzaban grandes
gritos.” —Yo no sé si habéis sido párrocos; yo lo he sido
en Marsella. Allí se está en pleno Mediterráneo y, de
vez en cuando, había entierros corsos: un entierro corso
¡es un rito! Toda la parentela está presente; mientras
se espera se bebe café y se charla bastante apacible
mente. Después, cuando llega el párroco, todo se de
tiene: es el momento de los grandes gritos. La esposa
se arroja sobre el ataúd: “Señor cura, no os lo llevéis,
llevadme con...” ¡Es difícil decir las oraciones en medio
de todo aquello!, se desea pasar rápidamente las pági
nas. Finalmente, se va el coche fúnebre. La esposa, en
tonces, se precipita a la ventana para arrojarse por ella
(¡detenida felizmente por los vecinos!) e irse con el
muerto...— Pues bien, imagino que el entierro de que
habla San Marcos debía ser un poco este desorden.
Jesús está envuelto, pues, en el tumulto: gente que llora,
que lanza grandes gritos, y él, “habiéndoles hecho salir
a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña,
y dice: Talitha koum, que significa: Hijita, yo te lo digo,
¡levántate! E inmediatamente la niña se levantó y se
puso a andar, porque tenía doce años, y ellos quedaron
estupefactos. El les ordenó vivamente que nadie lo su
piera. Y dijo que le dieran de comer”. Observad lo hu
mano de esa última y sencilla frase. Jesús, que acaba
de resucitar esa niña, dice: “Dadle de comer.” Es algo
como lo que sucede en Lourdes con los curados mila
grosamente: después del milagro tienen una gran ham
bre. Nada le es extraño a Jesús. Ni el menor menospre
cio hacia la cosa más humilde.
No se debe subestimar esta investigación de lo hu
mano en Jesús. No es un retorno al pasado, ni se trata
de arqueología, folklore o poesía, sino que es querer
conocer a Jesús en sus raíces, en lo que tiene de más
carnal, en la raza de Adán, Jesús hijo de Abraham.
Y esto es valiosísimo, es capital. Y esto nos previene
186
contra muchas pseudoteologías y pseudoexégesis ¡que
dividen sus razonamientos como un ordenador!
Nos hace falta, en definitiva, pedir la gracia de poder
pronunciar la palabra “Señor” como Juan la pronuncia
al borde del lago en la madrugada del día de la Resu-
rección. Ese hombre que se ve allá lejos “es el Señor”,
dice Juan (21, 7). Es preciso que la pronunciemos como
Pedro lo hizo en la cuarta vigilia de la noche cuando
vio a Jesús caminando sobre el mar y que los demás
decían: “Es un fantasma.” El exclamó: “¡Es el Señor!"
(Mt. 14, 24 y sigs.). La profesión esencial de nuestro
cristianismo está ahí: esa palabra, Señor, es la palabra
clave: “Así Dios le ha dado el nombre que está por en
cima de todo nombre... a fin de que toda lengua pro
clame de Jesucristo que él es SEÑOR en la gloria de
Dios Padre” (Filp. 2, 9).
Sí; es urgente que aprendamos a repetir esa pala
bra de Señor, y que enseñemos a los hombres a pro
nunciarla como es debido, uniendo en uno sólo la di
vinidad de Dios, verdaderamente Dios y la humanidad
de un hombre, verdaderamente hombre.
De Jesús de Nazareth conocemos sus padres y sus
primos —¿no es éste el hijo del carpintero?—, y él es
“el Alfa y el Omega” (Apoc. 1, 8). Es el hijo de María,
la mujer de Nazareth, y es el Verbo “resplandeciente
de la gloria (del Padre), efigie de su substancia”
(Hch. 1, 3). Es el carpintero del pueblo, el artesano, y
es aquél de quien nos dice el Apocalipsis que es el
“Dueño de todo” (Apoc. 1, 8). El es todo eso junto;
y todos los credo y todas las profesiones de fe nos
recuerdan esta verdad: come, bebe con los pecadores,
y es “el Santo, el Verdadero, aquél que posee la llave
de David: si él cierra, nadie abrirá; si él abre, nadie ce
rrará” (Apoc. 3, 7). Esa palabra de Señor es la que ha
surgido de la experiencia de los Apóstoles. Es el Rabbi
que tiene sed, que pide de beber a la Samaritana; y
es aquél a quien los vientos y el mar obedecen. Es
aquél que abraza a los pequeñuelos, como decíamos,
con toda su ternura de hombre; y es aquél que resu
cita a la pequeña y le da de comer.
187
Se habla mucho del testimonio del cristiano en el
mundo de hoy. Pero el testimonio esencial está ahí, en
la forma en que pronunciamos el nombre de Señor.
Porque hay dos formas de pronunciar el nombre de un
ser: la simple designación de aquél a quien llamamos
en medio de otros, y entonces es un signo neutro, con
vencional, una comodidad, una llamada. Pero ese mismo
nombre se convierte en algo vivo cuando está en la
boca de alguien que ama al otro con todas las fibras
de su ser, desea apasionadamente su presencia y sufre
por su ausencia; entonces se carga con todos los sen
timientos de quien lo pronuncia, y los expresa con una
sola palabra y de golpe: es el grito de todo el ser. Así
se puede decir y repetir ese nombre, sin cansarse y
sin desgastarlo, que lleva en sí la persona misma. Aho
ra bien, esto es así, esto debe ser así cada vez que
un cristiano habla del “Señor Jesús”, y a cada uno
le toca detener sobre estas palabras su pensamiento y
su corazón hasta que arda un gran incendio de llamas de
respeto, de afecto, de intimidad y de admiración. Pero,
¿de qué está hecha esta palabra, de dónde proviene su
carga?, como se dice al hablar de una corriente eléc
trica. De la puesta en presencia de dos realidades que
constituyen, indisolublemente, a Cristo, hombre verda
dero, Dios vivo.
El testigo en el Evangelio es, en primer término,
aquel que ha visto, y que ha visto ¿a quién? —Al
Señor—. Cuando en los Hechos de los Apóstoles sea
preciso sustituir a Judas, se buscará a aquel que ha
visto al Señor desde el bautismo de Juan hasta su Re
surrección (Hch. 1, 12-22). He ahí por qué hemos in
tentado ver al Señor en “los días de su carne”, después
de haber intentado discernirle en su grandeza, dos veces
milenaria, antes de su nacimiento. Después podemos
decir: “Yo he creído, por eso he hablado” (Sal. 115, 1).
Y con ello volvemos a lo que decía San Juan: “Aquello
que mis ojos han visto, aquello que mis manos han
palpado” (I, Jn. 1, 1). No se trata incluso de saber si
nuestro testimonio será eficaz o no, si los hombres lo
aceptaran o no. ¡Incluso las señales de Jesús no lo
fueron! “No hizo muchos milagros a causa de su incre
dulidad” (Mt. 13, 58). Pero lo esencial es que yo estoy
188
unido a ese Cristo Jesús, si soy cristiano, más que a
"mi madre, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, mis
hermanas, y hasta a mi propia vida” (Le. 14, 26). Se
guramente, mi sensibilidad juega de otro modo cuando
se trata de mi propia carne —mi piel— que cuando se
trata de mis padres y mis íntimos. Cuando se trata del
Señor estamos menos “sensibilizados”, pero nos sabe
mos ligados a él más realmente que a cualquier otro ser
visiblemente próximo. Y aunque la fe responde a un
diapasón distinto al de nuestra carne y nuestro cuerpo,
no deja de ser el lazo más fuerte y más inquebrantable
que se puede concebir.
Pero si yo quiero que Jesús sea verdaderamente
para mí el Señor, y si yo quiero que aparezca a los
hombres y mujeres que me rodean como el Unico, es
preciso que los tesoros que me ha dado sean para mí,
por encima de cualquier otra posesión humana, los más
preciosos, los más celosamente amados. Que nada
pueda venir a compararse —ni siquiera parecer que
pueda compararse— con los dones que él me ha hecho:
“Si tú supieras el don de Dios” (Jn. 4, 10).
Ahora bien, de Jesús poseo tres realidades muy con
cretas, indisolublemente ligadas a él: me ha dado su
palabra; me ha dado su carne y su cuerpo en la Euca
ristía; me ha dado, en fin, su madre. Tres regalos ini
maginablemente vivos e inagotables, a la medida de lo
que él es y de lo que quiere hacer de mí: otro él. Y esas
tres realidades me van a constituir en Iglesia con todos
los otros elegidos de Dios, beneficiarios de esa prodi
galidad de Jesús “amando a los suyos hasta lo último”,
sin guardar nada para él.
A decir verdad, se debe añadir una cuarta realidad
que Jesús me lega y ha compartido conmigo: su cruz.
Ella es la que nos hará entrar en la profundidad de las
otras tres y nos permitirá decir un día con verdad, con
toda nuestra debilidad y nuestro desorden el nombre
bendito de “Señor”.
189
18. LA HORA DE JESUS:
195
cilios, a pesar del artículo de Santo Tomás en el que
habla de una “voluntad permisiva de Dios”, que ha sus
pendido la visión, he de confesar que ya no lo com
prendo. ¡Oh!, yo creo y me siento captado por lo más
profundo del misterio; pero tales palabras en la boca
de Jesús: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has aban
donado?”, son algo que rebasa mis fuerzas. Las com
prendería en un hombre; las comprendo en Job. Las
comprendería en una enferma que está muriendo estos
días, en la que pienso, Eliana T. Yo sé que se halla
acogida en la ternura y el amor de Dios; pero ella no
lo sabe y cree que ya nada existe. Incluso no dice tales
palabras porque no sabe decir siquiera “Dios mío, Dios
mío”, porque toda su vida no ha sido más que un “¿por
qué estoy abandonada a este sufrimiento bestial que
me mata?” De un hombre, de una mujer, comprendo
ese grito de desesperación, pero ¿en Jesús? ¡El Verbo
del Padre! Jesús, el Hijo..., el Resplandor de su Gloria,
la imagen de su substancia” (Hb. 1, 2); Jesús, a quien
me muestra San Juan a lo largo de todo el Evangelio
vuelto hacia el Padre, por entero “ad Patrem”, entre
gado a su Padre, recibiendo todo de su Padre y devol
viéndoselo todo: “Al principio era el Verbo, y el Verbo
estaba con Dios” (Jn. 1, 1). Aquél cuya vida entera no
es otra cosa que un "al lado del Padre”. Así lo ha dicho
bastante: “Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel
que me ha enviado y realizar su obra” (4, 34); o cuando
dice: “Yo no hago nada de mí mismo; lo que el Padre
me ha enseñado, yo lo digo” (8, 28); “Mi Padre no me
ha dejado sólo, porque yo hago siempre aquello que
le place” (8, 29). Su palabra la recibe de su Padre:
“Yo no he hablado por mí, sino que el Padre, que me
ha enviado, él mismo me ha ordenado lo que yo debía
decir y hacer oír... Las palabras que yo digo son como
el Padre me ha dicho que las diga” (12, 49). Su mismo
amor sólo es una referencia a su Padre: “Es preciso que
el mundo sepa que yo amo al Padre y que yo obro como
el Padre me lo ha ordenado. ¡Levantaos! ¡Partamos de
aquí!” (14, 31). “Como yo he observado los mandamien
tos de mi Padre, y yo moro en su amor” (15, 10).
Toda la significación, el sacramento terrestre de
Jesús es revelarnos el misterio de la Trinidad que lleva
196
mi sí mismo, todo él absorbido por su Padre, y todo él
mllejo, glorificación de su Padre: “Padre, ha llegado la
hora, glorifica a tu Hijo” (Jn. 17, 1). El Padre Lebreton,
.il final de sus dos gruesos volúmenes sobre el Dogma
do la Trinidad, dice: “Si se contempla a Cristo en sí
mismo se percibe en él, en relación con su Padre, una
dependencia, un aniquilamiento del que nada aquí abajo
puede darnos idea: ni su doctrina es suya, ni sus obras,
ni su vida. El Padre le muestra lo que debe hacer y
docir, y con los ojos fijos en esa regla soberana y muy
amada, habla, obra y muere. Esta dependencia natural
va acompañada en el Hijo de Dios por una infinita com
placencia... De igual modo que el Padre se vierte en
ó| con un amor indecible, el Hijo pone su felicidad en
locibir y depender.”
Entonces, ¿no son otra cosa las palabras de Jesús
que eso: palabras? ¿Todas esas bellas frases sobre el
Padre van a quedar mustias en el momento de “su
hora”? El “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has aban
donado?”, ¿va a borrar todas las demás? Con esto nos
hallamos en un pozo sin fondo de desesperación en el
que se puede caer durante milenios. Sé perfectamente
que después —al fin— dirá Jesús: “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu” (Sal. 31, 6), recogiendo un Salmo;
igual que el “Dios mío, Dios mío...” era un Salmo tam
bién (Sal. 22); y que al decir “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu”, Jesús cambia la palabra “Dios mío”,
que es la del Salmo, por esa otra de “Padre”. Veo con
toda claridad que la causa de la muerte, de la agonía
de Jesús, de ese “Dios mío, Dios mío”, es nuestro pe
cado puesto al desnudo, vivido aquí en sus últimas y
más extremadas consecuencias, porque Jesús veía nues
tras taras con la lucidez misma de Dios. Jesús, Hijo de
Dios, ve nuestra humanidad en su más profunda reali
dad. Nosotros estamos siempre más o menos entonteci
dos y ciegos; pero él, el hombre libre, ve la profundidad
del mal, y eso es lo que le arranca ese “Dios mío, Dios
mío”. Sí, la causa la veo perfectamente, pero esa frase,
¿cómo puede decirla él? Sin embargo, podía esperarse
así: recordemos el “Padre, sálvame de esta hora. Pero
es para esto para lo que yo he llegado a esta hora...”
(Jn. 12, 27).
197
I
Me parece que hay aquí una esfera en la que nos
otros no podemos penetrar. El Evangelio nos dice:
“Jesús llega con ellos a una propiedad llamada Gethse-
maní, y dice a sus discípulos: Quedad aquí en tanto
que yo voy a orar allá lejos” (Mt. 26, 36). Entre ese
aquí en que vosotros debéis quedaros y ese allá lejos
donde yo voy a orar, hay un abismo insondable, incon
mensurable. ¡Nada hay de común entre ese “Aquí” y
ese “Allá lejos”! Hay un sepultamiento de la vida en
la muerte, aunque después triunfe la vida. “Y tomando
consigo a Pedro y los dos hijos del Zebedeo, comenzó
a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: Mi alma
está triste con tristeza de muerte; quedaos aquí y velad
conmigo. Y habiendo ido más lejos cayó con la cara
contra la tierra” (Mt. 26, 37-39). Entre ese “aquí” y
ese “más lejos” no hay aproximación posible, ninguna
participación puede imaginarse. De un lado, aquí, el
hombre pecador, reducido a su impotencia, llamado so
lamente a velar. Y del otro, el Santo, el Cordero, entre
gado a su espantosa soledad, a su combate, y llamado
a dar su consentimiento: “no ya como yo quiero, sino
como quieres tú.” De un lado, aquí, el hombre tan débil
y entorpecido que se duerme hasta en su pecado; del
otro lado, ese Señor, tan despierto, tan aplastado por
el pecado, que entra viviéndolo en la muerte. Y esa es
su agonía. Esta sólo. Ayer decíamos que Jesús com
parte con nosotros todas sus riquezas, su Eucaristía,
su Madre, su Palabra, incluso su Cruz. Pero el miste
rio de la agonía está como reservado a sólo Jesús.
Nadie puede penetrar en él, a no ser el ángel que es
el amor de Dios que le sostiene... Pero, ¿qué sostén
es ese? No imaginemos demasiado pronto unas conso
laciones de Jesús en ese momento.
En todo el resto de su vida Jesús nos llama a com
partirlo todo con él. En la Cena le dice a Pedro: “Si
yo no te lavo no tendrás parte conmigo” (Jn. 13, 8).
Pero voy a lavar tus pies y tú tendrás “parte” conmi
go. En la Eucaristía Jesús dice: “Repartid entre vos
otros, vosotros tenéis parte conmigo.” En el reino es
tamos llamados a compartir la suerte de los santos:
“Yo voy a prepararos un lugar en la casa de mi Padre”
(Jn. 14, 2). Pero en la agonía nada es compatible. Todo
198
queda inaccesible, inaproximable. Jesús está sólo. Aban
donado de los hombres, abandonado del Padre. Por
más que quieran explicar nuestros más grandes teólo
gos, Jesús dijo esa frase insondable: “¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?” San Pablo, en la
Epístola a los Galatas, llegará a decir: “Dios ha hecho
maldito a Cristo por nosotros” (esa es la traducción
verdadera de este texto de a los Galatas) (3, 13). Sí;
“Dios ha hecho maldito a Cristo por nosotros”.
Se dice siempre que esa frase: “¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?”, es el comienzo
del Salmo profètico 22 (21), que se acaba con una
frase de esperanza: “Yo anunciaré tu nombre a mis her
manos, yo te alabaré en el seno de la asamblea”; pero
Jesús no dice esta última frase. Escapamos muy pronto
y demasiado fácilmente al drama de la hora de Jesús
dando preferencia a unas palabras que nos dicen el
fruto real de esta Hora, pero que Jesús no ha pronun
ciado. Y, además, se olvida todo el intermedio del
mismo Salmo que no hace otra cosa que añadir un co
mentario espantosamente doloroso al grito de Jesús;
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado,
[ajeno a mi salvación, a los clamores de mi rugido?
Dios mío, yo grito durante el día, tú no respondes, du
dante la noche ningún silencio para mí.
¡Tú, el Santo, el que predominas en las alabanzas de
[Israel!
¡En ti se abandonaron nuestros padres y tú les libraste!
Hacia ti clamaron y fueron liberados, en ti se abando
naron y no quedaron defraudados.
Y yo, soy un gusano, no un hombre, la abyección del
[hombre, el desecho del mundo.
Todos los que me ven se burlan de mí, hacen muecas
[con los labios, menean la cabeza.”
“¡Diríjete al Señor! Que él le salve, que le libre puesto
[que le ama...”
(¡Di, pues, a tu Padre que te baje de la cruz!)
199
*
200
IGLESIA, TRAYECTORIA
DE CRISTO
19. LA IGLESIA, TRAYECTORIA DE CRISTO. (I)
manente. Art. de L'Eglise du Vatican II, tomo 2. Paris, Cerf, 1966, “Unam Sanc-
tam”, 51 b, pâgs. 299-312.
204
Ahora bien, todo lo que se refiere a la Iglesia o al Con
cillo, nos contaba, es totalmente indiferente para la
casi totalidad, salvo uno o dos verdaderamente cris
tianos. Pero el asunto que les Interesa, y para el que
acuden asiduamente es oír hablar de los místicos, de
San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Avila y de
otros grandes apasionados de Dios. Eso les Interesa y
acuden a las conferencias o reuniones, varias veces al
mes, para reflexionar sobre los místicos. “En el fondo,
dicen, tú eres como nosotros. Nosotros somos investiga
dores de rayos cósmicos (o de qué se yo), y tú eres
un buscador de Dios.” Y de golpe esos científicos con
sideran a Jean Volot, el Investigador de Dios, como uno
de los suyos. Es preciso añadir que su misión allí es
observar las auroras boreales, creo yo. Lo cual no es
ningún descanso porque como las noches son largas
son muchas las horas de vela que hay que hacer. En
fin, me gustaría añadir, sin pretender hacer el panegí
rico de Jean, que este hombre que vive así quince
meses en los hielos, todavía encuentra el medio de ir
a pasar quince días en Citeaux, entre los trapenses,
cuando vuelve a Francia con tres o cuatro meses de
vacaciones, ¡cómo sí no hubiera tenido bastante so
ledad aún! SI habla de los místicos es, sin duda, porque
sabe de lo que se trata. Pero eso que interesa a sus
compañeros corresponde a esa segunda mirada de que
habla el cardenal Journet; una mirada capaz de discer
nir en nuestra Iglesia sus aspectos de santidad.
En fin, la tercera mirada, que es la nuestra ahora:
“la mirada de la fe en la que la Iglesia aparece en su
misterio como la Esposa de Cristo.” He ahí, según la
Constitución, “la única Iglesia de Cristo que confesa
mos en el Símbolo”, “una, santa, católica y apostólica”.
He ahí la mirada de la fe. Y el cardenal Journet añade
esta observación tan iluminadora y que tan frecuente
mente le he oído decirme en Friburgo: “Esta Iglesia,
pequeño rebaño en cuanto a aquellos que pertenecen
a ella visible y plenamente, pueblo inmenso en cuanto
a los que le pertenecen invisiblemente y por el deseo.”
Ahora bien, la misión de la Iglesia, o mejor su mismo
ser es continuar a Cristo. Nuestra Iglesia es amada por
que, para nosotros, ella es Jesucristo que vive hoy. Que
205
rría leeros, a este propósito, un texto que he meditado
con frecuencia, releído y llevado siempre conmigo y
que a mi parecer puede ayudar particularmente a los
hombres de nuestro tiempo a entrar en el misterio. Es
el texto de un discurso pronunciado en el Segundo Con
greso Mundial para el Apostolado de los Seglares,
en 1957, por el entonces cardenal de Milán, monseñor
Montlnl2:
“Acordaos de lo que enseñaba el Concilio Vaticano:
«El eterno Pastor Obispo de nuestra alma, para hacer
eterna la obra salvadora de la Redención, decidió edi
ficar la Iglesia, en la que, como en la mansión de Dios
vivo, todos los fieles serían recibidos en el lazo de la
fe y de la caridad» (Denz, 1821). Y recordad lo que
Pío XII nos repite en la encíclica sobre el Cuerpo Mís
tico: «Así como de hecho el Verbo de Dios, para res
catar a los hombres de sus sufrimientos y tormentos,
ha querido servirse de nuestra naturaleza, de igual modo
se sirve de su Iglesia para continuar perpetuamente la
obra comenzada» (AAS, 1943, 199).
«Estamos —continuaba el cardenal Montini— ante
un hecho que se presenta simultáneamente bajo un
doble aspecto:
— Uno, de identidad, de conservación, de coheren
cia, de comunión de vida, de fidelidad, de pre
sencia; es la Iglesia simbolizada por la estabi
lidad de la piedra: Tú eres Piedra (Pedro), y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
— El otro de movimiento, de transmisión, de proyec
ción en el tiempo y en el espacio, de expansión,
de dinamismo, de esperanza, de escatología; y
es la Iglesia simbolizada por el cuerpo móvil de
Cristo vivo y creciendo sin cesar.”
Yo creo que hay ahí un lenguaje y una imagen ac
cesible a los hombres. Y el cardenal continuaba:
“La misión de la Iglesia nos invita a contemplar la
huella de Cristo a través de los siglos: verdadera tra- 3
3 Traducción tomada de las Actas oficiales del Segundo Congreso Mundial del
206
yectoria que crea la historia; la historia, con su sentido
y el valor que comunica a la historia humana que, en
otro caso, no sabe dónde buscarlos o dónde encon
trarlos.”
Bossuet hablaba de “Jesucristo continuado”. Habla
ba al modo de su época, pero ahora, en la época de los
cosmonautas, comprendemos mejor lo que es esa “tra
yectoria del Cristo a través de los siglos” que constituye
la Iglesia.
Intentemos ahora mirar un poco a ese Jesucristo de
hoy, Iglesia.
Se nos ha dicho por Pío XII en su encíclica sobre
el Cuerpo Místico, citada en el Congreso Mundial del
Apostolado dé los Seglares, que el Señor Jesús, Verbo
de Dios, que ha querido servirse de nuestra naturaleza
humana, se sirve hoy día de su Iglesia. Son estas unas
palabras que es preciso escrutar a fondo. Mirando a
Cristo en su vida natural, como lo hemos hecho hasta
este momento, de una parte, y de otra mirándole en su
vida resucitada, gloriosa, en su vida mística, nos ve
remos conducidos a captar la identidad de esas dos
vías: y entonces alcanzamos el misterio de la Iglesia:
comprobar que Jesucristo y la Iglesia son una misma
cosa. Pronunciar la palabra “Iglesia” es escuchar, cada
vez que se pronuncia, la palabra “Jesucristo”. Sin esto
haremos apologética, defenderemos esto contra aqué
llo, pero siempre estaremos en situación de tentación.
La persona de Jesucristo es la misma persona de
Dios, pero la naturaleza que lo ha hecho accesible,
que le ha hecho obrar, era la naturaleza de un hombre.
Y es por la unión de esa divinidad y de esa humanidad
por lo que la Redención se ha operado. Jesús no dice
en la Cena: “He aquí mi ser”, sino que dice: “He aquí
mi cuerpo entregado por vosotros”, este cuerpo hu
mano de carne que es el instrumento de la Redención.
En Jesús, en quien estaban unidas la naturaleza humana
y la naturaleza divina, no ha obrado Dios solamente por
su divinidad, sino por su humanidad. En el seno de una
mujer, María; en la última comida, la cena, Dios se ha
servido de una realidad humana, terrestre, para dar
cumplimiento a sus divinas intenciones. Y Dios siempre
207
ha obrado así, mediante una humanidad: una nación ai
principio, después una tribu, una familia y, en fin, una
persona —Israel, Judá, la raza de David, María— fue
ron así separados del mundo para que ese plan se
cumpliese.
Monseñor Benson, en un libro muy antiguo —debe
ser de 1913— que me ha ayudado mucho, decía: “Cree
mos que este Cristo tuvo para hablar la voz de un hom
bre, las manos de un hombre para bendecir y el co
razón de un hombre para ayudar y sufrir; y que, sin em
bargo, esa voz, esas manos, ese corazón, aunque re
ducidas al silencio, rotas y atravesado, eran la voz, las
manos y el corazón de Dios mismo” 9.
Pues bien, es necesario que dirijamos la misma mi
rada a la Iglesia, Jesucristo hoy. Monseñor Benson
decía que los protestantes de su tiempo, sin duda en
la situación de Inglaterra en aquella época, veían en
el “Todo está consumado” la prueba de que luego ya
no hay nada. Si Jesús decía “Todo está consumado”,
o sea, todo está acabado, ya no hay nada que esperar.
No hay otra cosa que esa vida de Jesús, tal como nos
ha sido dada por los Evangelios, en los que se contie
nen todas las acciones de Jesús.
Mas, para nosotros, ese es, precisamente, el comien
zo de una nueva era. Todo está consumado, sí, pero
todo comienza. Para los protestantes de que hablaba
monseñor Benson, la Iglesia sólo era necesaria en la
medida en que hace falta una organización social, en
que es útil, a veces incluso indispensable, para provo
car y dirigir las energías individuales. Para nosotros
la Iglesia es, al pie de la letra, el cuerpo de Cristo.
Por la Iglesia vive Jesús, habla, obra, como vivía, ha
blaba y obraba en Galilea y en Jerusalén. Y ese Jesús
que se ha unido a una carne humana, que ha recibido
esa carne de María, ese Jesús que cada día toma del
pan su nueva existencia entre nosotros, ese mismo Je
sús se unió a la naturaleza humana de sus discípulos
—que somos nosotros— y, por medio del Cuerpo asi 3
3 Le Christ dans l'Eglise, por Mons. Robert Hugh Benson. Paris, Perrin, 1913.
208
constituido, continúa hablando, obrando, viviendo. Las
acciones, las palabras, la vida de la Iglesia, son las
acciones, las palabras y la vida de Jesucristo; y la
Iglesia, mucho más que la delegada, la representante o
incluso la esposa del Cristo, es el mismo Jesús. “Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos.” Las dos cosas sólo
son una sola cosa. Y también dijo: “Esto es mi cuerpo”,
“como mi Padre me ha enviado así os envío yo”. Los
sarmientos no son una imitación de la vid, otra cepa;
son la vid que continúa, que crece, que se desarrolla
de año en año. Así, la Pasión del Cristo —nos dice
San Pablo— se continúa en la pasión de los cristianos.
Pero entonces, si poseemos en la tierra, por estar pre
sente en la Iglesia, la misma personalidad, la misma
energía que actuaba en la persona de Jesús de Naza-
reth hace dos mil años, parece que, ante las mismas
ambiciones, las mismas debilidades, las mismas ener
gías terrestres que son hoy parecidas en los hombres
a las de hace dos mil años, Jesucristo hoy-lglesia va
a ser acogido o rechazado como lo fue en aquella épo
ca. Es un poco como la repetición de una misma ex
periencia de química. Hoy voy a encontrar de nuevo a
Pedro, Juan, Judas, Pilatos y, bastante más, voy a ver
morir a Jesús y resucitar hoy, como le he visto morir y
resucitar en los relatos de los Evangelistas.
He ahí lo que me ha ayudado a descubrir y aceptar
la fe católica. Aceptar a Dios, descubrir que existe,
descubrir que Dios ha amado tanto al mundo que le
ha dado su Hijo, descubrir que ese Hijo está presente
en la Eucaristía, son cosas que me han exigido algún
mes para creer en ellas. Pero para “tragar” la Iglesia
he necesitado seis meses. Me ha sido preciso para eso
comprender que el drama y la realidad de Jesucristo
se continúan en ella hoy. Me ha sido preciso adquirir
conciencia de la permanencia del Señor Jesús en ella.
Vivimos en un mundo en que las tradiciones, cua
lesquiera que sean, se derrumban, incluida la tradición
de ser católicos de padre a hijo; el influjo social des
aparece; se escapa de él fácilmente. Ahora bien, me
parece que aquellos que siguen siendo fieles, o que se
convierten tienen, como en tiempos de Jesús, unos co-
209
14
\
\
razones semejantes a los de los pastores o a los Magos:
pastores sin cultura o personas muy cultas. Porque tanto
unos como otros no creen saberlo todo. El pastor sabe
perfectamente que no sabe gran cosa; y el Mago que
es un verdadero sabio, que sigue tras una estrella,
sabe perfectamente que no lo sabe todo: no sabe a
dónde le va a llevar la estrella. Esa es, acaso, la dife
rencia con el “pequeño burgués", de una parte, que
cree saberlo todo porque ha leído el periódico, o con
el especialista, de otra parte, que sabe tanto en su es
fera que casi está solo en el mundo a ese nivel y corre
el riesgo de creer que lo sabe todo, cuando en reali
dad su campo del saber es, finalmente, un sector muy
limitado. Eso es lo que decía el Señor: “¡Qué difícil es
para quienes poseen riquezas entrar en el reino de los
Cielos!” (Mt. 19, 23; Me. 10, 23; Le. 18, 24). Aquellos
que creen saberlo todo...
Con Jesús encontramos, pues, a los pastores; en
contramos a los pecadores; encontramos a Pedro, que
son gente sencilla que no saben gran cosa; pero tam
bién encontramos a los Magos, a José de Arimatea,
miembro notable del Sanedrín; encontramos a Nicode-
mo, intelectual vacilante; encontramos a San Pablo.
Y hoy en día, ¿quiénes son los pastores, los sencillos?
Me acuerdo de una pobre anciana del Brasil. Era
en tiempo de Navidad, en nuestra minúscula capillita
con nuestras dieciséis imágenes de santos. Se había
puesto un nacimiento. Una tarde vi a esa anciana allí,
completamente sola; no sé si se había dado cuenta de
que yo estaba en un rincón de la capilla. La anciana
contemplaba el nacimiento. ¡Y fue abrazando todas las
figuras! Abrazaba al Niño Jesús, abrazaba a la Virgen,
abrazaba a las ovejas, una tras otra, A San José, los
ángeles, la muía, el buey, ¡todos eran abrazados por
ella! Aquel día estaba yo bien dispuesto, sin duda, y no
me dije: ¿qué hace esta buena mujer? ¡Qué supersti
ción! No; yo estaba impresionado por aquellos abrazos
y por las señales de la cruz que acompañaban a cada
abrazo... Al fin aquella buena mujer sacó del bolsillo
un billete de cien cruceiros —apenas nada, ni siquiera
para tomar un autobús— y lo dejó en el Nacimiento.
Era la viuda pobre del Evangelio que daba su óbolo,
210
V lo daba de lo necesario. Era el Evangelio verdadera
mente; la Iglesia que continúa.
Algún tiempo más tarde hubo un incidente en nues-
lio barrio. En el curso de una huelga, uno de nuestro
equipo, francés —que nada tenía de agitador; realmen
te no había hecho nada malo, sólo había hecho huelga,
como todo el mundo— fue arrestado y llevado a la cár
cel. Y se produjo gran agitación. Los intelectuales, los
estudiantes vinieron a vernos: “Es preciso hacer alguna
manifestación; es preciso que reúnas a las mujeres y
los niños, y que los envíes en manifestación ante el
puesto de policía” —“Bueno, pero ¿si son golpea
dos?”—. “Tanto peor; es preciso hacer algo".
Gran agitación entre los sacerdotes. Pero, ¿qué po
dían hacer ellos? Habían pensado que podrían decla
rarse también en huelga, y la huelga de los sacerdotes
es la huelga de la Eucaristía. Querían hacer la huelga
de la Eucaristía, y se veían en el domingo, durante la
misa, reuniendo a todo el mundo, haciendo un sermón
tomado de los profetas, y luego, al llegar el momento
de la Eucaristía, decir: “Bueno, ahora nada de Euca
ristía, volveos a vuestras casas, estamos en huelga.”
Y se intentó disuadirles...
Habíamos sabido el arresto de nuestro compañero
en la tarde del jueves. El viernes, por la mañana, los
obreros del barrio fueron al trabajo como de costum
bre. Por la tarde, uno de ellos, Renato —un hombre
de treinta y cinco años, con cinco hijos, que no había
conocido más que la miseria en toda su existencia—
volvió del trabajo a las seis e inmediatamente fue a
visitar a una veintena de familias del barrio, las más
creyentes, las que constituían el núcleo de la comuni
dad, y las citó para las nueve y media de la noche en
la capilla. Después de realizar esas visitas vino a ver-
nos a los “padres” y nos dijo: “Esta noche nos reuni
mos en la capilla a las nueve y media.” Y cuando nos
encontramos todos en la capilla, Renato, que había
tomado la dirección de las operaciones, dijo: “Bueno,
ya estamos reunidos. Sabéis que nuestro amigo Pedro
(ese era el nombre del detenido) ha sido detenido; está
en la cárcel. Ya sabéis también que esto no es una
211
novedad; ya se dice en los Hechos de los Apóstoles
{Renato no sabía leer tres años antes y, como muchos
otros, había aprendido a leer para poder leer el Evan
gelio) que San Pedro también fue detenido, que había
sido encarcelado; y se dice que mientras San Pedro
estaba encarcelado «la oración de la Iglesia por él
subía sin descanso hacia Dios». Pues bien, ya veis, lo
que ellos hicieron por San Pedro es preciso que lo ha
gamos nosotros por nuestro Pedro.”
Y Renato improvisó una homilía después de leer
el texto de los Hechos —¡que hubo de leer cuatro o
cinco veces para poder leerlo de modo tan audible!—;
y aquella homilía no estaba mal, ni mucho menos. Es
preciso reconocer que en ella había un poco de: a un
lado los buenos —y los buenos eran Pedro, la gente
del barrio, los padres, los obreros— y a otro lado los
malos —y los malos eran el patrono, la policía, el Go
bierno... y qué se yo. Pero, en fin, también Jesús ha
hablado de las ovejas y de los machos cabríos.
Ahí tenemos un hombre que había salido a las seis
de la mañana; que había meditado durante todo el día
sobre lo sucedido y que en el curso de sus reflexiones
había pensado en ese texto de los Hechos de los Após
toles, ¡mientras que ninguno de nosotros había pensado
en él!, y que nos había reunido con el fin indicado. Para
Renato esa era la acción principal que había de reali
zarse en la línea de la fe. A continuación pidió que cada
uno improvisara una oración de intercesión por Pedro,
y un miembro de cada una de las veinte familias rogó
así en voz alta. Una mujer dijo que también era pre
ciso orar por los perseguidores, y así lo hizo. Se puede
decir, creo yo, que estos pobres, esos “anewin”, esos
hombres, esas mujeres, aquella pobre viuda, este Re
nato, como el cosmonauta que proclama la grandeza
de Dios, son todos ellos Jesucristo-lglesia, las personas
por las que continúa viviendo hoy el Evangelio.
“Verdaderamente, en ti está oculto Dios, el Dios de
Israel, el Salvador”, decía el Profeta (Isa. 45, 15); este
es otro aspecto del Señor Jesús-Iglesia que continúa
hoy. Hemos visto los silencios, la oscuridad de Jesús
de Nazareth, ese “Verbo eterno de Dios” —el Verbo,
212
os decir, la Palabra, lo que se oye—, el Verbo que
guarda silencio treinta de sus treinta y tres años de
vida. ¡Nueve décimas partes de silencio! Y esas noches
de oración y de retiro. Treinta años de silencio; tres
años de palabra; veinticuatro horas de sufrimiento, fuente
de los sacramentos. Y eso continúa: son las órdenes con
templativas de hoy; esos monjes, esos hombres y esas
mujeres que oran... María que ha escogido la mejor
parte, que escucha la palabra, lo único necesario, lo
que dice San Pablo: “Dedicaos a lo que es digno y os
une sin separación al Cristo.”
Jesús-Iglesia se continúa así cuando somos fieles
a las certezas invisibles; cuando nosotros, que sabemos
que el mundo no lo es todo, cualquiera que sea su gran
deza, y que las necesidades terrestres no son las más im
periosas nos colocamos en estado de comprender y de
ver lo que los sentidos no pueden alcanzar. Y esto no en
la oposición o la división de la Iglesia, en la que se opu
siera una cabeza al cuerpo, sino en la unidad indivisible
del mismo Cristo.
213
20. LA IGLESIA, TRAYECTORIA DE CRISTO. (11)
4 La prière œcuménique. Paris, Cerf. Ed. des Bergers et des Mages, colec.
œcuménique de la Bible, pâg. 27.
219
que nosotros esperamos. “El dijo, pues: un hombre de
elevado nacimiento marchó a un país lejano para reci
bir allí la realeza y volver en seguida.” Y esta pequeña
parábola resume realmente la situación del cristianis
mo, el pensamiento del cristianismo primitivo, como
nuestra situación. Nuestro Señor está ahí, él está en
todas partes, en ese gran reino que es el suyo, él ha
recibido la realeza, él volverá. Pero, ¿estamos nosotros
impacientes en espera de su retorno, o de organizar-
nos uniendo el trono y el altar?
Las divisiones de los Apóstoles son nuestras divi
siones: “Se elevó una discusión entre ellos: ¿quién de
entre ellos podía ser el más grande? Pero Jesús, sa
biendo lo que sucedía en sus corazones, llamó, cabe
así, a un pequeñuelo...” (Le. 9, 46-47). Y nosotros,
¿qué hacemos? Alguien me decía el otro día que lo
que lo que más le hacía sufrir eran esas mutuas ex
comuniones que se dirigen los católicos en el momen
to actual. “Yo estoy por esto, yo estoy por aquello; para
mí es la Acción Católica; para mí tal otro movimiento...”
“Yo soy de Pablo, y yo de Apolo, y yo de Cetas...”
“¿Está dividido el Cristo?” (I, Cor. 1, 12).
Dos mil años de historia nos muestran que somos
gente de poca fe. Oímos a Jesús repetirlo tan frecuen
temente: gentes de poca fe... “Si Dios viste así a la
hierba de los campos... ¿no hará él por vosotros mucho
más, gente de poca fe?” (Mt. 6, 30). En medio de la
tempestad: “¿por qué tenéis miedo, gente de poca fe?”
(Mt. 8, 28). Y eso es lo que nos dice hoy la Iglesia,
Jesucristo-lglesia. El mismo San Pedro, después de
haber tenido ese gesto maravilloso de salir de la barca
y andar sobre las aguas, se siente de golpe poseído
de temor. ¡Eso de andar sobre las aguas no es “nor
mal”! “Hombre de poca fe —le dice Jesús, ¿por qué
has dudado?” (Mt. 14, 31). A propósito de los panes
que se han olvidado (nosotros nos ajetreamos por mu
chas cosas, ¡y se han olvidado los panes!): “Gente
de poca fe, ¿por qué haceros esta reflexión de que
no tenéis pan?... ¿No os acordáis de los cinco panes
multiplicados para alimentar cinco mil hombres?”
(Mt. 16, 8).
220
Y la actualidad de aquel anuncio de Jesús: "Simón,
Simón, he aquí que Satán os ha reclamado para criba
ros como el trigo, pero yo he rogado por ti a fin de
que tu fe no desfallezca. Tú, pues, confirma a tus her
manos” (Le. 22, 31-32): y es Jesús-Iglesia quien dice
eso hoy. Pero, ¿sabemos nosotros aferramos a esa con
tinuidad? En caso afirmativo podremos seguir adelante,
proponer reformas; si la respuesta es negativa, a pesar
de todas las mejores intenciones, acabaremos por
aguarlo todo.
Pero Jesús dijo también, y continúa diciendo hoy
(siempre esta trayectoria del Cristo a través de los si
glos): “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 14).
Jesús, que ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del
mundo” (Jn. 8, 12), nos dice también a nosotros, y
debemos creerle con fe, a pesar de nuestras debilida
des y nuestra poca fe: “Vosotros sois la luz del mundo.”
Cuando leemos la carta que San Cipriano escribía a
los mártires condenados ad metella a ir a las minas
—no está en el Evangelio, pero esa carta está muy
cercana a él—, ¿cómo no pensar en toda la Iglesia
sufriente, en la Iglesia del silencio, cuando no puede
ni siquiera celebrar su Eucaristía?
“Es preciso no tener la menor idea de la religión y
de la fe para pensar que ahí donde os encontráis ahora
no tienen los sacerdotes la facultad de ofrecer y celebrar
los sacrificios divinos. Vosotros celebráis e incluso ofre
céis un sacrificio a Dios, sacrificio precioso, glorioso,
que os abrirá los tesoros celestiales, puesto que la es
critura dice: “el espíritu afligido, el corazón triturado
y humillado es un sacrificio a Dios” (Salm. 51 [50], 19).
Ese es el sacrificio que vosotros ofrecéis; he ahí el sa
crificio que no cesáis de celebrar día y noche, hechos
víctimas por Dios, presentándoos puros e inmacula
dos ante él, como el Apóstol os invita a hacerlo”
(Rom. 12, 1) B.
Sí, en Jesús-Iglesia se continúa lo que era en Jesús
de Nazareth, aquél a quien los hombres veían; nosotros 5
221
nos encontramos en la misma situación que los Após
tales. Al igual que para Jesús de Nazareth, para Jesús-
Iglesia es por ser, al mismo tiempo, como nosotros, di
vinos y humanos, por lo que nos vienen las dificulta
des. ¿Hasta dónde se puede llegar en los medios y los
compromisos terrestres? ¿Hasta qué punto se puede
contar con la intervención de Dios? No aporto solu
ción, pero digo, simplemente: tengamos conciencia de
que el hecho de ser célula viva del cuerpo de Jesu
cristo es lo que nos somete a la “tentación”. La ten
tación del Cristo en su Cuerpo Místico es la continua
ción de la tentación de Jesús en el desierto. Basta
abrir nuestro Evangelio. Y escuchamos en él lo que nos
dicen las multitudes de hoy día. “La multitud estaba viva
mente impresionada por su enseñanza: es que él les
enseñaba como hombre que tiene autoridad, y no como
sus escribas” (Mt. 7, 28-29). Y es verdad que hoy día
todavía las multitudes están impresionadas por la en
señanza que proviene de Roma. No son siempre, ni
todas ellas, protestarías. Pero, ¡cuidado! Los escribas
sabrán también arrastrar un día a la multitud que, sin
embargo, estaba impresionada por Jesús (“Nadie ha
hablado como este hombre”), y sabrán darle la vuelta.
¿Cómo no pensar hoy en la presión de la opinión pú
blica, en la magia de los medios de comunicación?
En el fondo, ¿qué es la magia? Es creer que con unas
palabras bien dichas y unos gestos bien realizados se
podía obligar a la divinidad a que hiciera lo que se
quería; bueno. ¿No se tiene, a veces, la impresión de
que la Prensa, por ejemplo, con el poder mágico que
posee, piensa que con sus palabras y sus acciones con
ducirá, sino a la divinidad, al menos a aquellos que la
representan, a pasar por lo que ella querría?
“¿No es éste el hijo del carpintero?”, dice la gente
(Mt. 13, 53-58). Y nosotros oímos decir: ¡Va!, se conoce
demasiado a la Iglesia, se sabe perfectamente lo que
es. Y que se detalla el carácter, el temperamento de
cada uno de sus miembros. Y, sin embargo, nuestra
Iglesia es divina, es una institución querida por Dios.
“Pero el mismo Jesús no hizo muchos milagros en este
lugar” porque era demasiado conocido. O bien se dirá
—y esto es lo que se decía— “echa los demonios por
222
Belcebú” (Mt. 12, 24). Y la gente dirá también: todo
esto son combinaciones de los grandes, de los pode
rosos... Pero no os preocupéis, no se comerán entre sí.
“Este hombre es un bebedor y un pecador” (Mt. 11, 19).
Eso era falso, claro es, respecto al Señor Jesús; pero es
tristemente verdad de algún miembro de la Iglesia...
“Vamos, desciende de tu cruz y creeremos en ti”
(Mt. 27, 42). Y también hoy: vamos, desciende, des
ciende un poco de todas las exigencias que tienes,
de todas esas exigencias de grandeza del hombre ex
puestas a través de tus encíclicas, y después se creerá
en ti. Atenúa un poco tus exigencias, así marcharán
mejor las cosas.
“¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?” (Mr. 2, 7). Y ahora: desde el momento en que
yo me confieso a Dios basta, no hay necesidad de ir
a un hombre. Y, después de todo, ¿dónde se encuen
tra en el Evangelio la confesión? Oímos esto hace
mucho tiempo...
“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su
carne?... Este lenguaje es muy duro” (Jn. 6, 52-60).
Cuánto más sencillo sería si la Eucaristía sólo fuera
una comida fraterna, en la que la fraternidad humana
tiene libre curso. ¿Por qué hablamos de sacrificio?
¿Por qué colocamos unos ritos? ¿Por qué endurecer
todas las cosas? ¡Sería tan cristiano reunirse alrededor
de la mesa todos y hacer la misa como se la siente!
Sí, todo esto no es otra cosa que Jesucristo-lglesia
en. lucha con las mismas palabras que las que se di
rigían a Jesús de Nazareth. “Antes de que existiera
Abraham Yo soy” (Jn. 8, 58). “Y ellos tomaron unas
piedras para arrojárselas”, porque las pretensiones de
este nazareno superan todos los límites. Hoy día, man
tener firmemente lo que dice el Decreto sobre el Ecu-
menismo, a saber que “la Iglesia católica ha sido enri
quecida con la verdad revelada por Dios, así como con
todos los medios de la Gracia” (Decr. 4, 613), es la
continuación de lo que decía Jesús: “Antes de que
Abraham existiera soy yo”: ¡Qué pretensión insosteni
ble, que no puede menos de enajenar las simpatías
y bloquear el diálogo!
223
Pensemos en el fracaso del Cristo, su aparente fra
caso humano: o bien él es demasiado humano, o bien
no lo es bastante; o es demasiado divino, o no lo es
bastante. Se diría que no acaba de situarse. Después
de multiplicar los panes se le dice: “Se nuestro rey”
(Jn. 6, 15), y huye a la montaña, sólo, para orar. El
día de los Ramos fomenta una manifestación, y eso
excita a los fariseos: “¿No ves que todo el mundo clama
tras de ti y te sigue?” (Le. 19, 28 y sigs.). Y, des
pués, no aprovecha su ventaja: llora por la ciudad
(Le. 19, 41-44) y se va a Betania a pasar la noche
(Mt. 21, 17). ¡Cuando había tenido una inesperada
ocasión de mostrar su poderío...! Ante Caifás se de
clara “el Señor” que “se sienta a la derecha del Padre”
(Mt. 26, 64), y esto merecía la muerte. Y luego lo
acepta todo sin decir una palabra. “Profetiza, Cristo,
y dinos quién te ha golpeado.” Con mucha frecuencia
vemos que nuestra Iglesia se calla porque no puede
explicarse sin someter a juicio a aquél mismo que la
ataca. Me parece que hoy se hacen a la Iglesia, a
Jesús, dos reproches contradictorios; o bien se le dice:
no evoluciona bastante en un siglo de progreso social,
material, en el que el interés de todos se concentra
sobre las cosas del mundo; ocúpate un poco más del
mundo y del progreso; o bien se le dice: eres dema
siado mundana; suprime tus nunciaturas y limítate a
dirigir la vida espiritual de tus hijos en la sacristía y
la iglesia. Jesús, Jesús de Nazareth, o Jesús-Iglesia
—es lo mismo— no está hecho ni sólo para el cielo,
ni sólo para la tierra: por eso se le crucificará entre
el cielo y la tierra.
Sí; ante eso “Jesús se callaba”. Os acordáis de
Herodes que le interroga “con palabras apremiantes,
pero él nada le respondió” (Le. 23, 9). Y cuando los
grandes sacerdotes y los escribas le acusan con vehe
mencia tampoco responde. ¡Ah!, seguramente hay otros
silencios de la Iglesia que son malos: San Pablo habla
de “silencios de la vergüenza” —¡bella fórmula del
Apóstol!—, porque hay horas en que debe hablar la
Iglesia, en que no puede callarse: “Por eso es por lo
que misericordiosamente investidos de este ministerio
224
no desfallecemos, antes bien hemos repudiado los si
lencios de la vergüenza, no conduciéndonos con astu
cia y no falsificando la palabra de Dios” (II, Cor. 4, 1).
Al hablar de la continuidad Jesús-Iglesia no intento
ocultar las calamidades de la Iglesia y quedarnos
siempre y en todo con una conciencia tranquila. La
Iglesia es continuación —y con nosotros— de Jesús
de Nazareth; es el santo cuerpo de Jesús viviendo hoy,
cuerpo santo porque es santa su cabeza; pero los
miembros, que somos todos nosotros, son pecadores.
¡Qué de tonterías han podido ser dichas por sus
miembros, y hasta qué punto podemos compartir las
peores aberraciones de nuestro tiempo y encontrar,
además, la posibilidad de justificar teológicamente lo
insostenible! La historia de la Iglesia nos hace humil
des. Leamos, por ejemplo, sin remontarnos muy lejos,
el Proudhon del abate Haubtmann. Es imposible no en
rojecer de vergüenza ante lo que se ha dicho, repetido,
hecho, pensado, escrito y publicado durante la restau
ración por seglares, obispos e incluso un León XII
embrollado en sus estados pontificios6. Se querría no
hablar más que de mentalidad, pero es necesario em
plear la palabra teología cuando se hace de la desi
gualdad de las condiciones el hecho social necesario
e intangible por voluntad de Dios, y se hace eso en
plena explosión del naciente proletariado. ¡Y basado
en un contrasentido de las palabras de Jesús: “Siem
pre tendréis pobres entre vosotros...”! En tal caso la
salvación para el pobre está en resignarse con su es
tado, sin esperar más mejoría que la proveniente de
la limosna del rico. ¡Y qué decir de los actos de culto
exigidos por los reglamentos de las escuelas en donde
la hostia consagrada, devuelta desde la boca, servía
para cerrar las cartas que los pequeños enviaban a
sus padres! (pág. 103).
Todo esto lo sé, y lo sabía también Jesús; Jesús
que “ha amado a la Iglesia, que se ha entregado por
ella a fin de santificarla, purificándola por el baño de
agua que acompaña a una palabra” (Efe. 5, 26).
225
15
Cuánta falta nos hace —cada uno en su rango— es
cuchar humildemente los adioses de San Pablo a los
ancianos de Efeso: “Guardaos a vosotros mismos y a
toda la grey de que el Espíritu Santo os ha consti
tuido encargados para apacentar la Iglesia de Dios,
adquirida por él al precio de su propia sangre”.
(Hechos 20, 28).
Cuánta falta nos hace repetir con el Miserere: “De
mis faltas ocultas, Señor, purifícame”; aquellas faltas
que yo comparto con mi tiempo.
Si la Iglesia es el Reino, no debe asombrarnos la
mezcla inseparable de la cizaña en el puro trigo. Pero
no deja de ser cierto que en medio de sus miserias
sólo la Iglesia es bastante grande para llevar sus pro
pias grandezas. Y esa es, me parece, una de las mani
festaciones de Jesucristo-lglesia. En la divinidad tan
divina de Jesús, y su humanidad tan humana, sólo la
Iglesia puede introducirnos. En otro caso oscilamos
entre Eutiquio, Nestoriano, el arrianismo, los Docetas,
¿qué sé yo?, sin hablar de los judaizantes y de los ag
nósticos. Sólo la Iglesia es capaz de llevar la grandeza
de Jesús. Sólo la Iglesia es capaz de llevar la gran
deza de la Santa Escritura, de la Palabra, que es otra
encarnación del Señor. Si no es así oscilaremos entre
los mitos babilónicos y las explicaciones de los sabios
—y hay cosas muy profundas y muy verdaderas en lo
que quieren decirnos que nosotros no podemos recha
zar—, pero olvidaremos que el autor principal de la
Escritura es Dios, que la unidad de las Escrituras viene
de Dios. Sólo la Iglesia, esto es una realidad, nos apor
ta la Santa Escritura en su revestimiento humano y su
contextura divina. Sólo la Iglesia puede aportarnos la
Eucaristía, que es a la vez asamblea del pueblo de Dios
y sacrificio de la cruz, memorial de la Cena: si no, yo
haría una comida cualquiera y olvidaría que es el
gran sacramento de la unidad, o perdido en mi sole
dad y mis rúbricas olvidaría el mandamiento de Jesús.
Sólo la Iglesia puede presentarse en su grandeza que
nos rebasa. Sin ella no podemos sostener, de una parte,
el pueblo inmenso de todos los bautizados, con el plu
ralismo de ese cuerpo según las razas, los países, las
226
mismas épocas y sus cambios; y, por otra parte, y al
mismo tiempo, la jerarquía querida por Cristo, cons-
lituida por él, la institución de la Iglesia. Sin la unidad
de la Iglesia el pluralismo sólo es una desintegración.
Sólo la Iglesia puede aportarme una verdadera noción
del hombre, carne, espíritu, corazón; sin ella dejaría
caer uno de esos elementos y yo no sería más que
carne, o sólo sería espíritu.
Sólo la Iglesia puede conducirme perpétuamente al
primer mandamiento y al segundo que le es similar.
"Habladnos de Dios”, nos dicen los hombres; y, al
mismo tiempo: “Yo he tenido hambre, dadme de comer.”
Sólo la Iglesia me recuerda que "Cuando dos o
tres están reunidos en mi Nombre, yo estoy en medio
de ellos” (Mt. 18, 19), y sólo ella me recuerda tam
bién: “Cierra tu puerta, después ve a orar a tu Padre”
(Mt. 6, 6). Sólo la Iglesia me mostrará lo que es la
contemplación, fuente de acción: sin ella sería yo un
ratón eremita en mi queso de contemplación, o sería
una liebre galopando siempre desesperada. Sólo la Igle
sia puede aportarme las cosas nuevas y viejas, sólo la
Iglesia es bastante grande y bastante fuerte para aportar
el Evangelio, todo el Evangelio y no sólo unos trozos
escogidos. Sólo ella me aporta el “ya” y el “todavía
no”. Sólo la Iglesia puede aplicar las palabras del Se
ñor Jesús: “Esto es lo que era preciso practicar, sin des
cuidar aquello” (Mt. 23, 23). y las de “no separar aquello
que Dios ha unido.”
227
21. EL CUERPO MISTERIOSO DE JESUS RESUCITADO
233
Esta Iglesia es verdaderamente el cuerpo de Cristo;
nunca lo diremos bastante: nosotros somos el cuerpo
del Cristo resucitado. El Cristo es su cabeza por su
prioridad en el tiempo; él es el primer resucitado, como
él es el primer principio en el orden de la salvación.
Entonces, sí; todas las imágenes que nos dicen lo que
es la Iglesia, la herencia de los santos, la ciudad de
los santos, la familia de Dios, el reino del Hijo amado,
todo eso es el fruto de la carne humana del Cristo, de
su humanidad, pero que se ha abierto al infinito en su
Resurrección.
Si la presencia de Cristo en nosotros, nuestra in
corporación a él, y entre todos nosotros por vía de con
secuencia, no es una consideración de orden intelec
tual o dependiente de la psicología, sino de orden on
tològico que realiza una comunidad de ser "en Cristo”,
entonces se trata simplemente para nosotros de inten
tar aproximarnos a ese misterio, llenarlo de él y vitali
zarlo en nosotros. No podemos hacer eso más que en
la oración, en la súplica interior y constante. “Como yo
os decía —escribía San Juan Crisòstomo—, la preocu
pación constante del apóstol es mostrar que los cris
tianos tienen todo lo que tiene Cristo. Y a través de
todas sus epístolas el tema es mostrar que los cristia
nos están, en todo, en comunión con Cristo” 8.
Todos estamos llamados a no ser más que uno con
el Señor Jesús. Sólo Cristo, misteriosa, pero muy real
mente, encierra y contiene en él todos los cristianos,
todas sus gracias, todo su saber sobrenatural y toda
su esperanza.
Si he de buscar una imagen —no sé demasiado bien
lo que vale, pero es preciso tomarla del orden cósmico
—pienso en esa hipótesis de la formación de nuestro
universo a partir de un átomo primitivo, de una densi
dad inimaginable, que explota y da nacimiento a los
mundos, a las galaxias, que continúan su curso en una
expansión prodigiosa, pero siempre contenidas y guia
» ln. Col. Hom. Vil, P. G. 62, 345, cit. por el P. MERSCH en su libro, tan
indispensable y acaso demasiado olvidado hoy: Le Corps Mystique du Christ.
234
das por esa explosión inicial, dependiendo de ella y por
ella ligados los unos a los otros.
Pues bien, esto que sólo es una hipótesis de nues
tro mundo en expansión, lo realiza Jesús, y mucho más,
en su cuerpo místico. Jesús es ese “englobamiento”
prodigioso en que todo está recogido por él, recapitu
lado por él, “a fin de llenar todas las cosas” (Ef. 4, 10).
Nuestro Cristo Jesús, nuestro Señor Jesucristo resulta
así ser el alma vivificante, “espíritu vivificante”, dice
San Pablo, coordinador de toda la humanidad —he ahí
por qué no somos simples trozos, sino miembros— nos
otros estamos en Cristo Jesús, incorporados a él, más
allá de toda expresión humana: la unión de las piedras
en un edificio, la unión del esposo y la esposa en una
sola carne, la unión de los miembros de nuestro propio
cuerpo no son más que aproximaciones de este mis
terio; la realidad divina queda lejos de ellas.
Se podría emplear la expresión de León Bloy:
“Cuando intentamos hablar de Dios nuestras palabras
son como leones ciegos que buscan una fuente en el
desierto.” Tengo la impresión, en efecto, que cuando
intentamos adquirir conciencia de esa incorporación en
Cristo nuestras pobres palabras no son otra cosa que
esos leones ciegos que buscan una fuente en el de
sierto. Salvo las palabras de la Escritura; y por eso es
preciso leerlas y releerlas sin cesar. Si intentamos
hacer cuerpo con la Iglesia, que es ese cuerpo de
Cristo, incorporarnos a él, a ella —todo es uno—, ha
cernos célula viva de ese cuerpo, entonces, nos dice
San Pablo, “viviendo según la verdad y en la caridad
(y son inseparables), creceremos en todo hacia Aquel
que es la Cabeza, el Cristo, de quien el Cuerpo entero
recibe concordia y cohesión por toda clase de junturas
que le nutren, le hacen obrar según el papel de cada
parte, operando así su crecimiento y construyéndose a
sí mismo en la caridad” (Ef. 4, 15). Un cuerpo vivo que
no deja de hacerse, en el que cada parte, incluso la
más ínfima, tiene una misión, que se articula, se une,
se reencuentra. Y en el versículo anterior nos dice San
Pablo que es la visión de ese cuerpo, la visión de la
“Plenitud del Cristo”, lo que nos impedirá ser “zaran
deados y arrastrados por cualquier viento de doctrina
235
Hi
238
V
CONCLUSION
22. PERMANECED EN LA ACCION DE GRACIAS
250
DISCURSO DE PABLO VI AL TERMINAR ESTE RETIRO
253
la historia de la salvación. Ciertamente, esa visión no
es original, ajena y exterior, heterodoxa, sino que es
una visión más profunda de esa revelación aplicada a
la historia. Y esa historia, ¡cuánto nos puede enrique
cer al hacernos encontrar a Cristo que viene siguiendo
nuestros pasos, a nuestro encuentro!
Hay un viejo libro de Fornari que siempre encanta
leer, que dice al comenzar la historia de Cristo: "Jesús
ha venido a nosotros como un hombre que viene de
lejos, cuyos pasos apenas se oyen al principio, apenas
son perceptibles, y que cada vez se oyen más claros y
firmes hasta el momento en que se comprende que sus
pasos son la presencia”: Y esa es la historia de la Re
dención que podemos encontrar de nuevo abriendo otra
vez el libro que ha estado cerrado para nosotros dema
siado tiempo: el Antiguo Testamento, con sus persona
jes y con sus gradaciones que anuncian a Cristo aproxi
mándose a nosotros.
Y ese mejor conocimento de Cristo, ese problema
—es preciso estudiar más a Cristo—, se presenta a Nos
por la Iglesia: porque nadie podrá negar que la Iglesia
ha venido a ser para Nos el gran tema de reflexión y de
estudio. Al leer nuestros textos de eclesiología, la gran
definición, que parecía definitiva, era la siguiente: la
Iglesia es una sociedad. Y Nos nos acordamos que,
cuando el Concilio rechazó el esquema sobre la Igle
sia, se hizo esta objeción: no es solamente una socie
dad... ¡es un MISTERIO! Un misterio..., eso es lo que
puede haber de más profundo y último en la definición
de la Iglesia como sociedad. Y hemos visto lo que era
ese misterio: la Encarnación, que continúa y Cristo pre
sente en la historia... Y por eso la Iglesia, esta vieja
Iglesia, se presenta ante nosotros con tal vivacidad,
con tal capacidad de expansión y, yo diría, con una
oferta de comprensión.
Debemos dar gracias al Señor por haber nacido en
estos desgraciados y, sin embargo, dichosos años en
cuyo curso, es verdad, la Iglesia se transfigura ante
nuestros ojos; y no debemos ser ciegos, sino videntes y
mirar, y decir lo que San Pedro dice en el Evangelio
254
que leeremos mañana: “¡Qué bello es, cuán hermoso
es contemplar el semblante de la Iglesia si ella es así!”
Y con estas resoluciones volveremos a estudiar a
Cristo y a la Iglesia. Terminemos nuestro retiro dando
gracias al Señor, dando las gracias —repito— a quie
nes han participado en él, a quienes se Nos han unido
en él, y que Nuestra bendición selle y fecunde esos
pensamientos y esas resoluciones.
255