Vous êtes sur la page 1sur 237

CENTRO DE ESTUDIOS UNIVERSITARIOS

ESE JESUS AL 0JJE


ERIST0

iacques loew
i nnumltiiMiion su nombre y dirección,
vltnniln oslo libro, y le informaremos
ri’iióilli mutullo do todas nuestras no-
V tubular,
Euramérica, S. A.
Apartado 36.204
Madrid

i 'i l efectuada para la colección «C.E.U.», por Francisco Ja-


vi. i ( i m i i k i . Merlu. La versión original de esta obra ha sido publicada
"i. l'Tmirla por Librairie Arthéme Fayard, con el título CE JESUS
QU’ON APPELLE CHRIST
© 1970, Librairie Arthéme Fayard

I i«'i<" luir, exclusivos de publicación en lengua castellana y para todos


l.m imlMcii. (O 1071, EURAMERICA, S. A. - Madrid-16 (España) * 11

I Uní Tllmldor exclusivo: «La Editorial Católica, S. A.», Madrid


11. U" I I . i lcr.nl M. 14.573-1971 • Printed in Spain c Impreso en España
m
m
CENTRO DE ESTUDIOS UNIVERSITARIOS

ESE JESUS
AL QUE SE
LLAMA CRISTO
(Mt. I, 16)

Retiro en el Vaticano (1970)

Jacques Loew
ágin

9 Prólogo.

I. Escuchar a Dios

15 1. La fe, un encuentro de personas: Venid, ved,


25 2. Escuchar a Dios.
35 3. Escuchar al pobre.
47 4. La gracia mayor: Encontrar a Jesús.
57 5. Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?
65 6. Abraham: "Abandona...”.

II. Las prefiguraciones de Cristo

77 7. Abraham: El sacrificio de Isaac.


87 8. La celada de la doble fidelidad.
97 9. El desarraigado que aloja a Dios.
107 10. Moisés, solitario y solidario.
115 11. Moisés, solitario y solidario: El gran intercesor.
127 12. Sangre y clamor.
137 13. El Cordero pascual: la sangre inocente.
145 14. El Cordero: El servidor sufriente.
157 15. "He aquí el Cordero de Dios": La Nueva Alianza.

III. Jesús en su vida mortal

169 16. La humanidad tan humana de Jesús (I).


179 17. La humanidad tan humana de Jesús (II).
191 18. La hora de Jesús.

IV. La Iglesia, trayectoria de Cristo

203 19. La Iglesia, trayectoria de Cristo (I).


215 20. La Iglesia, trayectoria de Cristo (II).
229 21. El cuerpo misterioso de Jesús resucitado. V.

V. Conclusión

241 22. Permaneced en la acción de gracias.


251 Discurso de Pablo VI al terminar este retiro.
PROLOGO
PROLOGO

El viernes, 23 de enero de 1970, en Friburgo, parecía


que iba a ser un día sin historia: las clases en la “Es­
cuela de la Fe”, en la mañana; algunas reuniones en la
tarde, y una revisión de vida en un equipo, a última hora.
Al regresar de la "Escuela” a mediodía, un aviso
bastante lacónico me advirtió de la llamada telefónica
“de un secretario de un obispo de Roma” pidiéndome
que le llamara. El secretario era, en realidad, la Secre­
taría de Estado, y el obispo era el de Roma: Pablo VI
me invitaba a encargarme del Retiro en el Vaticano; que
debía empezar, exactamente, tres semanas y dos días
más tarde.
"Se os pide una respuesta rápida.
—Pero, ¿se puede decir: no?
—¡Ah, eso es difícil.
—Entonces..." Sólo quedaba decir: si.
Tres días para poner en orden los asuntos urgentes;
cuatro dias de silencio con los monjes dé! Císter aco­
piando fuerzas y paz; sólo me quedaban dos semanas
para preparar el retiro. Era preciso prever veintidós ins­
trucciones de treinta minutos cada una. Y el domingo 15
de febrero, a última hora de la tarde; tenía lugar el pri­
mer acto.
El tema habla sido propuesto por el mismo Pablo VI:
Cristo y la Iglesia; pero la manera de tratarlo ha sido al
estilo "Escuela de la Fe”, por la escucha constante de
la Palabra de Dios, el Antiguo y el Nuevo Testamento,
y gracias a la ayuda recibida de algunas personas para
poner en orden mis ideas1.

1 Al padre Dominique Barthélemy, en cuyo curso sobre el Antiguo Testamento

encuentro un eco al que espero ser fiel en este retiro, y a las Hermanas Anne
Roy y Marie-Laude dirijo muy especialmente mi gratitud fraternal.

9
Con tan poco tiempo, ¿cómo no ir a lo esencial?
A mi me había llamado la atención el modo en que
Jesús se captó a los discípulos de Emaús: "Y comen­
zando por Moisés, y recorriendo todos los profetas les
interpretó en todas las Escrituras lo que en ellas le
concernía” (Le. 24, 27) (*). San Pedro insiste en la
cuestión, en el otro sentido, cuando dice que "los pro­
fetas han buscado descubrir a qué tiempos y a qué cir­
cunstancias se referia el Espíritu de Cristo, que estaba
en ellos, cuando anunciaba con antelación los sufri­
mientos de Cristo y las glorias que les seguirían”
(I. P. 1, 11).
Asi, desde Abraham a Moisés, de David a los pro­
fetas, de los profetas a María, la figura de Jesús ad­
quiere un relieve extraordinario, y cuando El mismo
venga en persona entre nosotros le descubriremos como
el "sí de las promesas” antiguas que El realiza y cum­
ple (II Cor., 1, 20). Este niño, al que preceden dos mil
años de prefiguración cuando apareció en el pesebre,
es de una dimensión verdaderamente diferente a la nues­
tra. No se trata del sentimiento: toda la Biblia no dice
otra cosa.
Cuán inesperada y más preciosa todavía aparece en­
tonces esta humanidad de Jesús de Nazaret, tan senci­
lla, tan verdadera y plenamente de hombre, hasta aquel
grito de la Cruz que agavilla todas las desgracias hu­
manas: "¡Dios mió, Dios mió!, ¿Por qué me has aban­
donado?” Porque Jesús se hizo hombre no sólo en
María, sino hasta allí.
Resucitado, toma una nueva dimensión: se había se­
guido a Jesús en su larga prehistoria del pueblo de Is­
rael, pero he aquí que al término de esos treinta y tres
años de humanidad adquiere una talla que sobrepasa y
engloba todo lo que ha precedido. Es su existencia
como "Misterio”, la palabra que San Pablo repite in­
cansablemente. Ya no se trata de frescos parciales di­
seminados en el tiempo y el espacio, que toman con
Jesús su profunda y total significación, sino del Señor

(*) Los toxtos de la Escritura están tomados de la Biblia de Jerusalén, salvo


on Ion cnsos, muy escasos, en que el autor Indica, en nota a pie de página, el
toxto francés elegido por él.

10
de Gloria, presente a todo, y en quien cada uno y todos
están englobados.
Pienso en una imagen sacada de la hipótesis de la
formación del universo: un átomo primitivo de una den­
sidad inimaginable que explota dando nacimiento a las
estrellas, a las galaxias, que continúan su carrera en
una expansión prodigiosa, pero siempre contenidas y
guiadas por esa explosión inicial, dependiendo de ella
y por ella ligadas las unas a las otras.
Nuestro Cristo Jesús se encuentra así, realmente
(pero sólo la fe nos hace ver esta realidad), siendo el
alma vivificante, coordinadora de toda la humanidad. En
adelante estamos en ese Cristo, haciendo cuerpo con
El (Ef. 4, 15). ¡Y este cuerpo de Cristo es la Iglesia,
ayer, hoy y mañana!
Este es el hilo conductor de estas conversaciones
en las que mi único deseo era que mis auditores ‘‘sean
llevados a la esperanza por la constancia y la consola­
ción que dan las Escrituras”. Es el mismo deseo de San
Pablo a los Romanos (15, 4).
Todo ha sido sencillo; todo ha sucedido en la paz
del corazón. Alrededor de sesenta fueron los participan­
tes; los que están más próximos al Papa, desde los Car­
denales hasta los más jóvenes sacerdotes que partici­
pan en su vida cotidiana: Pero, por encima de todo,
Pablo VI, atento, escuchando, recogido, orando. Cuán­
tas veces, al verle, he pensado en Moisés intercediendo
sobre la montaña por la humanidad entera. ¡Qué ‘‘slo­
gans” esos que circulan de un Pablo VI nervioso, in­
quieto, atormentado! Ciertamente, ¿cómo podría no sen­
tirse desgarrado por los desgarrones de la Iglesia?
¿Y qué hombre en el mundo lleva, o ha llevado, un peso
semejante ante Dios? Pero esa carga la vive en esa pre­
sencia de Dios que me hacía pensar, irresistiblemente,
en Moisés en súplica, una intercesión universal y con­
tinuamente viva.
Pero Moisés —es preciso decirlo igualmente—, tan
solidario y tan solitario a la vez, el gran jefe del pueblo
de Dios, está rodeado de murmullos: ‘‘¿No hablará el
Señor más que a Moisés? ¿No nos ha hablado también
a nosotros?", dicen Myriam y Aarón..., y, poco después,

11
“la comunidad entera hablará de lapidarlo”, como se
querrá lapidar a Jesús, como se lapida a la Iglesia a
través del Papa, no ya con piedras, sino a golpes de
“slogans”.
No es por azar por lo que Juan Bautista Montini ha
elegido el nombre de Pablo. ¡El Tesoro del Apóstol es
el mismo del Papa!, es el Cristo total, la Iglesia, cuya
cabeza está en el cielo, y cuyos miembros están repar­
tidos por toda la tierra.
"Pero ese Tesoro —prosigue el Apóstol— lo lleva­
mos en unos frágiles vasos, para que se vea bien que
esta extraordinaria potencia pertenece a Dios y no pro­
viene de nosotros. Oprimidos desde todas partes, pero
no aplastados; no sabiendo qué esperar, pero no des­
esperados; perseguidos, pero no abandonados; derriba­
dos, pero no aniquilados” (II Cor. 4,7).
Asi sucede con Pablo VI, un hombre de memoria
prodigiosa, un hombre que escucha, un hombre humil­
de; un Pablo VI que se Interroga a sí mismo, que nada
tiene contra nadie, pero que sabe que a él le correspon­
de ante Dios tomar a veces ¡a decisión última, no según
su propia inclinación, sino en una viva fidelidad al Cris­
to-Iglesia.
Que nadie sospeche que soy un propagandista: el
sucesor de Pedro, encargado por Cristo “de fortalecer
a sus hermanos en la fe”, no tiene necesidad alguna de
gente-de esa especie. Mas cómo este Retiro en el Va­
ticano es difundido fuera de él, me parece justo decir
desde el primer momento lo que durante ocho días han
visto mis ojos y lo que ha dilatado mi corazón.

12
1. LA FE, UN ENCUENTRO DE PERSONAS: VENID,
VED

Domingo, tarde, 15 de febrero de 1970

Muy amado y muy Santo Padre, y vosotros, Padres


míos en el Señor.

En esta tarde, en estos primeros instantes, vengo a


traeros, ante todo, la ternura del pueblo cristiano. En
este retiro sólo quiero ser la boca que habla en nom­
bre de tantos religiosos, carmelitas, trapenses, de tantos
monjes cistercienses, u otros, de tantos sacerdotes y
de religiosas activas... Yo mismo, de modo imprevisto,
como Amos, el pastor profeta, he sido sacado de los
pastos muy humildes en que vivo habitualmente, para
encontrarme en medio de vosotros, lo cual no es cosa
baladí. Pero me apoyo igualmente, confiado, en muchos
seglares, hombres y mujeres de la vida real: también
ellos están en oración, y todos han intercedido estos
días; ellos son los que me han pedido que sea verda­
deramente el mensajero de su ternura, de su afecto,
de su fe.
En esta primera plática, que es más bien una intro­
ducción, me parece muy natural mirar a nuestra fe como
un encuentro de personas. ¡Oh!, en modo alguno para
despreciar la teología ni para disminuir nuestro Credo,
¡lejos de tal cosa! Pero me parece que incluso antes de
ser Credo y teología, nuestra fe es un encuentro de una
persona y, por medio de ella, de una infinita multitud
de otras: el encuentro de la persona del Señor Jesús.
Durante milenios Dios había hablado. La Epístola a
los Hebreos nos lo dice con magníficas palabras:
"Después de haber hablado en repetidas ocasiones
y en diversas formas en otros tiempos a los Padres por

15
medio de los profetas, Dios, en estos días que son los
últimos, nos ha hablado por el Hijo que El ha estable­
cido heredero de todas las cosas, por quien El ha hecho
los siglos” (Hb. 1,1).
Pero El, este Hijo, la Palabra hecha carne, el Señor
Jesús, antes de hacerse oír ha querido mostrarse: ha
querido ser visible antes de ser audible. Ha querido que
nuestros ojos le contemplen antes de que nuestros oídos
le escuchen. Se puede decir que de sus treinta y tres
años de vida, durante treinta —las nueve décimas par­
tes— se contenta Jesús con estar presente, hasta el
punto que se dirá de El: “¿No es este el hijo del car­
pintero, de María? ¿No conocemos toda su parentela?”
(Mt. 13, 55).
De igual modo, cuando entra en su vida pública se
comienza por mirarle; cuando inaugura su predicación
en Nazareth, allí “donde había sido educado”, “todos
en la sinagoga tenían los ojos fijos en El” (Le. 4, 20).
También Juan Bautista “fijaba los ojos” sobre Jesús,
dice el Evangelio (Jn. 1, 36). Los primeros discípulos
que le siguieron le dicen: “Maestro, ¿dónde habitas?”.
Y Jesús les responde. “Venid y ved” (Jn. 1, 38-39).
Se trata, pues, de ver, de encontrar a alguien. Este
es el eco permanente de la misma palabra, de la medi­
tación de San Juan: “Y el Verbo se ha hecho carne, y
nosotros hemos visto su gloria” (Jn. 1, 14). Pero este
mismo Juan, “el teólogo”, es, justamente, uno de los
dos discípulos que oyeron el “venid y ved” de Jesús: él
ha visto, él ha anotado el momento: “alrededor de la
décima hora.” Jamás olvidará que su encuentro con
Cristo no ha sido un coloquio intelectual o un simposium
ideológico, sino que Jesús ha entrado en él, Juan, por
cada uno de los sentidos: y enumerará cada uno de
ellos cuando condense más tarde, en su Epístoia a las
Iglesias de Asia, lo esencial de su experiencia religiosa:
“Lo que existía desde el principio,
lo que nosotros hemos oído (la audición),
lo que nosotros hemos visto con nuestros ojos (la
vista),
lo que nosotros hemos contemplado,

16
lo que nuestras manos han palpado del Verbo de
Dios (el tacto, este primer sentido del hombre),
porque la vida se ha manifestado:
nosotros lo hemos visto, nosotros damos testimo­
nio; lo que hemos visto y escuchado, os lo anun­
ciamos” (I Jn. I, 1-3).
Y lo mismo sucede con los más sencillos, los pasto­
res: “Yo os anuncio una gran alegría: encontraréis un
recién nacido envuelto en pañales y echado en un pe­
sebre... Fueron, pues, apresurados y encontraron a
María, José y el recién nacido en el pesebre... y habién­
dole visto... se volvieron glorificando y alabando a Dios
por lo que habían visto y escuchado” (Le. 2, 10 y sigs.).
Lo visible antecede a que pueda escucharse una pala­
bra de este Verbo hecho carne. Y el viejo Simeón, al
recibir al niño en sus brazos, exclamará: “Mis ojos han
visto tu salvación” (Le. 2, 30) \
Los primeros Apóstoles, después del “Maestro,
¿dónde habitas?. Venid y ved”, que os recordábamos
hace un instante, “fueron y vieron donde habitaba y se
quedaron cerca de El” (Jn. I, 38-39). También nosotros
venimos, vemos y nos quedamos después con el Señor
Jesús.
Así, pues, lo de encuentro de personas es, eminen­
temente, el encuentro primordial de la persona del Señor
Jesús. La gracia de las gracias es encontrar al Señor
Jesús como se encuentra a un amigo, un hombre, una
mujer, a quien se le ha entregado la vida, alguién que
ha cambiado nuestra existencia y nuestro camino. Cua­
lesquiera que sean nuestras miserias, nuestras defeccio­
nes, nuestros desfallecimientos, hemos encontrado al Se­
ñor. Y se produce una reacción en cadena, que irá de un
discípulo a otro: “Andrés, el hermano de Simón-Pedro,
era uno de los dos que habían escuchado las palabras
de Juan y seguido a Jesús. Al amanecer encuentra a su
hermano Simón y le dice: “Hemos encontrado al Mesías,
es decir, al Cristo. El le condujo a Jesús...” (Jn. I, 41).

1 Esta reflexión sobre lo visible y lo audible se debe, en gran parte, a la Her­


mana Anne Roy, y es el fruto de su propia vida en una ‘‘favella” de Río de
Janeiro.

17
2
“Al día siguiente Jesús encuentra a Felipe... Felipe en­
cuentra a Natanael, y le dice: “Aquél de quien se habla
en la Ley de Moisés y los profetas, ¡lo hemos encontra­
do! Es Jesús, el hijo de José, de Nazareth”. Natanael es
escéptico: “Ven y ve”, le dice Felipe (Jn. I, 43 y sigs.).
Es lo que dirá también la Samaritana: “Venid a ver, he
encontrado un hombre que me ha dicho todo lo que yo
había hecho. ¿No será el Cristo?” (Jn. 4, 29). Y de golpe
nos encontramos en la fuente auténtica del testimonio
y del apostolado, en donde no se dice: “Venid y ved
cómo soy un buen militante”, sino: “He encontrado al
Señor.”
Al encontrar al Señor Jesús encontramos con El otra
persona: su Madre. También aquí se trata del encuentro
de una persona. Cuántos hombres, cuántas mujeres, des­
pués de tantos siglos, encuentran a la Madre del Señor,
desde el pesebre de Belén en donde los Magos “entran­
do en la casa vieron al niño con María, su madre”
(Mt. 2, 11), hasta la Cruz: “Mujer he ahí a tu hijo” —
“He ahí a tu madre” (Jn. 19, 26-27). Y puesto que
hemos encontrado a María la tomamos con nosotros
como a una persona amada y próxima, como alguien
que está en nuestra vida, un ser único que se convier­
te en una madre, “más madre que reina”, decía Santa
Teresa del Niño Jesús.
Encuentro de personas... Con Jesús, en Jesús, en­
contramos las Tres Personas divinas. El mismo Jesús es
una de ellas, el Verbo, el Hijo, el “Verbo hecho carne”,
el “Hijo muy amado”. Si le encontramos verdaderamen­
te, si le seguimos, El nos conduce a su Padre, pues es
Hijo vuelto por entero hacia su Padre, que no tiene
otra razón de ser que su Padre, y cuya vida entera “y
su alimento” es hacer la voluntad del Padre. “En el prin­
cipio era el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, cerca de
Dios y este Verbo era Dios” (Jn. 1, 1). Sí: siguiendo a
Jesús nos vemos conducidos al Padre: “Si vosotros me
conocéis, dice Jesús, conoceréis también a mi Padre.
Desde ahora lo conocéis y le habéis visto” (Jn. 14, 7).
Tenemos dificultad en aceptar estas palabras. No de­
bemos extrañarnos; Felipe, a quien se dirige Jesús, tam­
poco comprende; le pide a Jesús: “Señor, muéstranos
al Padre y esto nos basta”, en ese momento lo poseeré­

is
mos todo. Y Jesús le dice: "Felipe, el que me ve —tam
blén aquí se trata de ver al Señor— ve al Padre. ¿Cómo
puedes decir tú: muéstranos al Padre...?” (Jn. 14, 8-9).
Si sabemos seguir a este Señor Jesús, si sabemos mi­
rarle vivir, mirarle orar, nos enseñará a decir “Padre
nuestro”. Y todo su deseo será comunicarnos este espí­
ritu de hijos; y nos enviará su Espíritu precisamente para
hacernos capaces de decir “Abba”, Padre, como se
debe.
Todavía conservo el recuerdo del P. Lagrange, en
los últimos meses de su vida, explicándonos que todo
el esfuerzo de Jesús con sus Apóstoles había sido para
comunicarles un espíritu de hijos respecto al Padre. To­
davía oigo al padre Lagrange comentarnos: “Cuando
ayunes hazlo en secreto, tu Padre te verá”, era para co­
municar este espíritu filial a sus Apóstoles: “Cuando
ores, enciérrate con tu Padre que te verá en tu oración...”
Nuestra fe, pues, nos hace encontrar la Persona del
Padre, el origen de todo, y hacia quien está vuelto por
entero Jesús, de quien Jesús tiene todo lo que es: “res­
plandor de la gloria de su Padre, imagen de su sustan­
cia” (Hb. 1, 3), “imagen del Dios invisible” (Col. 1, 15).
Con su Padre, Jesús nos da su Espíritu: “Yo os en­
viaré el Espíritu de verdad que proviene del Padre”
(Jn. 15, 26), el Paráclito, otro Defensor, otro Consola­
dor. Así, pues, al encontrar al Señor Jesús encontramos
la Santa Trinidad. Siguiendo a Jesús entramos en eí
círculo de las Tres Personas divinas. Nuestra vida está
allí: “Nuestra ciudad está en los cielos” (Fil. 3, 20), pero
ese cielo mora en nosotros. Iluminados con esta luz vi­
vimos con el Espíritu, al que llamamos, en el Veni Sánete
Su ir ¡tus, el
“Consolador único,
en la intimidad de nuestra alma,
Frescor lleno de dulzura.”
Presencia de las Personas divinas, pero también
amistad con tantas personas humanas. Nuestra fe es
encontrar a aquel que es “padre de todos” en la fe
(Rm. 4, 16), Abraham, el padre de los creyentes: un
lazo muy especial nos une con él. Le vemos tan próxi-

19
mo a Dios, a quien Dios llama “mi amigo” (Is. 41, 8).
Le veremos tan próximo a nosotros. ¿Por qué será des­
arraigado, nómada, errante por Dios, llamado a sacrificar
a su hijo, sino con vistas a este primer encuentro de
Dios con el hombre?: “Yo estableceré mi alianza entre
yo y tú, y tu raza después de ti, de generación en gene­
ración, una alianza perpetua para ser tu Dios y el de
tu raza después de ti” (Gén. 17, 7).
Nuestra fe nos hace encontrar a Moisés —¡y he pa­
sado desde Abraham a Moisés!—. Encontrar a Moisés
es como encontrarse ante el mediador de la gran alianza
del Sinaí, al mismo tiempo que entrar en la amistad de
este hombre tan afable que “no existía otro más afa­
ble y más humilde sobre la tierra”, como dice la Es­
critura (Nm. 12, 3). Y Moisés nos lleva a la “Tienda de
Reunión” en la que Dios “encuentra” a los hijos de Is­
rael, comunicando sus órdenes y respondiendo a las
peticiones de su pueblo (Ex. 25, 22).
Nos encontramos con los profetas, y, en primer lu­
gar, Isaías, ese hombre que sabe que sus labios son
impuros porque es un hombre. Sólo el carbón encendido
podrá purificarlos; ese carbón tan incandescente que el
Serafín, no obstante ser fuego, ¡se ve obligado a sostener­
lo con los pinzas de oro del Templo! Encontramos a Jere­
mías, entregado a una misión que le arroja siempre a
contracorriente de los hombres: a causa de los exilios
a que se ve condenado, a causa de los rechazos de que
es víctima; pero como al mismo tiempo permanecerá
siempre solidario de su pueblo se verá acorralado, por
así decir, hacia la oración, al encuentro personal de
Dios. Y en esa situación nos hace confidencias, hasta
el punto de que se ha podido hablar de las “Confesio­
nes de Jeremías”: “Repasad mi miseria y mi angustia,
es ajenjo y hiel. ¡Mi porción es Yahvé, dice mi alma, y
así esperaré en él!” (Lam. 3, 19-24). Podemos encon­
trarle más íntimamente que muchos de los seres con
quienes nos encontramos cada día. Y, ¡qué riqueza!
Nos encontramos con Josías, el hombre que repara
el Templo y devuelve a la Ley esplendor y belleza, “hace
lo que es agradable a Yahvé” (II Reyes 22, 2), que
después muere en el combate y cuyo reinado es se­
guido por el exilio y por la ruina de Jerusalén.

20
Nos encontramos con el autor del libro de Job
—aunque no conozcamos su nombre ni nada sobre él—,
ese hombre que intenta responder a unas cuestiones
que son, como nunca, las de nuestro tiempo, y entre
otras la de los grandes silencios de Dios. Pone en tela
de juicio su fe y la demasiado fácil y optimista de los
pensadores de su tiempo y, a causa de eso, ¡qué paso
adelante!
El encuentro, a través de la Biblia, de esos hombres
que vienen a ser para nosotros unos amigos: he ahí lo
que constituye nuestro gozo, lo que da su talla a nues­
tra fe cristiana. Ni el tiempo ni el espacio la reducen.
A través de ellos encontramos al Señor Jesús, por­
que todos estos testigos son para nosotros como Juan
Bautista, que no era la luz, sino que vino para dar tes­
timonio de la luz a fin de que aproximándonos a ella
estemos en comunión y “nuestra fe sea perfecta”
(I Jn. 1, 3-4).
Encontramos a Pedro y Pablo, conjuntamente, las dos
columnas, inseparables, porque el hombre no puede se­
parar lo que Dios ha unido, y ningún cristiano puede ser
de Pedro sin ser de Pablo, o de Pablo sin ser de Pedro.
Pero, ¡qué diversidad entre ellos! Pedro, tan espontáneo
a la fe; Pablo, que dirá: “Yo no quiero conocer otra
cosa que a Jesús, y a Jesús crucificado” (I Co. 2, 2).
Pienso en un joven, obrero, que deseaba ser sacer­
dote. Era antes del Concilio. Estaba en un seminario de
“vocaciones tardías”, como se decía entonces, y la
cosa no marchaba siempre muy bien. Tropezaba con
mil dificultades, y cada vez iba al superior y le decía:
“Creo que me voy a ir.” Y el superior, buen superior, le
respondía que aquello era una crisis..., que pasaría...,
que era preciso esperar..., reflexionar..., y cada vez se
volvía el joven a su celda más o menos convencido. Un
buen día creyó que ya se había dejado “embromar”
bastante por el padre superior, y se dijo que, esta vez,
iba a tomar su decisión y que, si se iba, lo haría sin
decir adiós a nadie. Tenía su maleta en la habitación:
¿la abría, metía sus cosas dentro y se marchaba? El
combate fue largo. Al final tomó un trozo de tiza y es­
cribió sobre la tapa de la maleta el mismo grito de
21
Pedro: “Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes las palabras
de la vida eterna” (Jn. 6, 68). Y se quedó... Su encuen­
tro con Pedro le había llevado al Señor Jesús.
“Pedro, ¿tú me amas?” Aunque nosotros no somos
Pedro oímos que el Señor nos hace la misma pregunta:
“¿Es que tú me amas? Tú me has renegado, pero ¿me
amas tú?” Y cada uno, después de haber balbuceado
como el Apóstol: “Señor, tú lo sabes todo, tú sabes que
te amo”, oye que el Señor le dice: “Anda, yo te confío
algunos de mis hermanos” (Jn. 21, 15 y sigs.).
Y esto continúa: desde los Apóstoles a nuestros días
la historia de la Iglesia es, en primer lugar, encuentro
de personas, sin lo cual no ¡ría más allá del derecho
canónico. Los Padres de la Iglesia, los primeros márti­
res, todos esos hombres y esas mujeres que tienen cada
uno su temperamento, su manera de actuar, que han
atravesado crisis, vivido unos trastornos, están destina­
dos a convertirse en nuestros amigos privilegiados. En­
tonces ya no son unas gentes cuya cronología leemos
vagamente en un libro, sino que, más bien, son unas
personas concretas, vivas, personas de nuestra familia.
Encontramos los santos, todos los santos de la Igle­
sia. Cada uno de nosotros se siente más en familia con
uno o con otro, ¡poco importa! Un San Francisco, un
Santo Domingo, un San Ignacio, una Santa Teresa del
Niño Jesús: ¡pero sería necesario recitar aquí la letanía
de los santos! Si nuestro corazón no late más aprisa al
pensar en tal o cual, nuestra fe está en gran riesgo de
detenerse en la niebla de las ideas.
Aparte de los santos canonizados, de todos aquellos
de la fiesta de Todos Santos, están los santos de hoy,
“los elegidos de Dios”: una Madelaine Delbrél que, trein­
ta años antes del Concilio, ha vivido en la ciudad mar-
xista de Ivry2 lo que más tarde ha propuesto el Conci­
lio. Santos de hoy también esos dos hombres, dos sui­
zos, muertos ambos en la juventud hace menos de diez
días: uno era de Friburgo, el otro del Valais. El primero,
sabiendo que iba a morir, ha pedido la Extremaunción,

2 Madeleine DELBRÉL: Ivry ville marxiste, terre de mission. París, Cerf.

22
y, después, ha dicho a su mujer, a sus tres hijas, a los
amigos presentes y al sacerdote de la parroquia: “Bueno,
ahora es preciso descorchar el «champagne» porque
uno de los miembros de nuestra familia va a encontrar­
se, dentro de algunos instantes, en presencia del Señor.
Esto es una cosa grande, un gran honor; es preciso,
pues, beber el «champagne».” ¡He ahí los hombres!
Estos son los que construyen el mundo. Y el otro, un
valesiano, padre de ocho hijos, muerto hace cuatro días,
había reunido a sus hijas y su hijo y les había dicho:
“Voy a morir. Quisiera deciros dos cosas: llevaos bien
entre vosotros y estad siempre abiertos a quienes os ro­
dean. Cuando me enterréis reuniréis a todos los que
hayan venido y les daréis una comida —¡oh!, no gran
cosa—, pero los reuniréis para que continúe la amistad.”
Ved la fila de testigos a la que estamos ligados: el en­
cuentro termina en la comunión de los santos.
Y para todo católico existe también ese lazo espe­
cial con nuestros Papas. Para hablar sólo de aquellos
que hemos podido conocer desde más o menos lejos,
un Pío XI, un Pío XII, un Juan XXIII, y el que preside
hoy todas las Iglesias. Cada uno, con su fisonomía pro­
pia, entra en nuestra vida y le da una dimensión univer­
sal. Cada vez que en el sacrificio de la Eucaristía “ro­
gamos por nuestro Papa”, cada vez que “rogamos por
nuestros Obispos” se presenta ante nosotros una per­
sona concreta y viva.
Todos estos hombres, desde ese Hombre que es
Dios, nuestro Señor Jesús, Persona divina que nos di­
lata hasta la talla de las Tres Personas divinas, hasta
esa nube de testigos, desde Abraham a Pablo VI, están
recapitulados para nosotros en una palabra: la Iglesia.
La Iglesia no es una abstracción, sino ese pueblo in­
menso y no anónimo de hombres, de mujeres, de toda
raza, de toda nación, de todo pueblo, de todo país,
desde el principio hasta el fin del mundo, hasta la Pa-
rusia. Jesús es la cabeza y nosotros somos sus miem­
bros, los miembros de un edificio hecho de piedras
vivas, talladas, cada una unida a las otras y solidaria
de todas. Cualesquiera que sean las dificultades del mo­
mento, cualesquiera que sean las crisis en que podamos
debatirnos, es preciso volver a descubrir, anunciar, gri-

23
tar la felicidad de este encuentro, de esta familia in­
mensa, y el gozo inagotable que existe en esta comunión
de los santos producto de un mutuo conocimiento.
Nuestra Biblia está tejida de estas palabras: “ver”,
“encontrar”. Y no es un azar.
No se trata de recoger, aquí y allá, unas frases ma­
ravillosas en ese libro santo: ciertamente una sola pa­
labra de la Escritura puede cambiar una vida de hombre
y hacer un santo, como en el “ven y ve” para San Agus­
tín. Pero nos hace falta comprender en primer término
que toda la Biblia es, ante todo, la historia de los pasos
de Dios que viene a encontrar a la humanidad: desde el
Génesis al Apocalipsis no hay más que los mil y un
pasos de Dios en busca del hombre: desde Yahvé pa­
seándose por el jardín del Edén (Gen. 3, 8) hasta la
cena al lado del Señor llamando a nuestra puerta y es­
perando que le abramos (Apoc. 3, 20).
Al comienzo de este retiro —¡que también es un en­
cuentro de personas!— creo haber perdido un poco la
cabeza al compararme con Amos, el pastor profeta: yo
no tengo nada de profeta, ¡aunque esta función está
de moda hoy! Me siento más bien como un hombre
que va a coger agua al riachuelo y corre después a lle­
varla al manantial. ¿Un loco? No, sino un pobre hombre
que sabe que sólo la Palabra de Dios apaga la sed.
¿Qué otra cosa podría aportaros? Pozando en la Palabra
viva de nuestro Dios os aportaré mi humilde vaso, lleno,
sin embargo —así se lo pido al Señor Jesús—, de esa
agua borboteante de la Sabiduría increada.

SM
2. ESCUCHAR A DIOS

Lunes, 16 de febrero de 1970

Ayer, en nuestro primer encuentro, he intentado evo­


car esa “gran nube de testigos de que estamos envuel­
tos” (Hb. 12, 1), pueblo inmenso que era, que es y que
continuará siendo hasta el fin del mundo. Ese pueblo
constituye la Iglesia. Ese pueblo nos da la visibilidad
hoy de nuestro Señor Jesucristo, que nos pide como
otras veces que le miremos: “Venid, ved”; que le en­
contremos y que entremos “por él, con él, en él”, en la
intimidad de Dios-Trinidad.
Esta mañana nos detendremos sobre otro aspecto: Es­
cuchar. Estas dos palabras: SHEMA, ISRAEL, “Escucha,
Israel: Yahvé tu Dios es el único Dios”, se repiten in­
cansablemente en la Escritura: “escuchar a Dios”, “no
escuchar a Dios” son palabras que jalonan todo el An­
tiguo Testamento, la Ley y los Profetas; y son recogidas
por Jesús no menos incansablemente: “Escuchad y com­
prended” (Mt. 15, 10). “Tened, pues, cuidado en la ma­
nera en que escucháis...” (Le. 8, 18). Los primeros cris­
tianos estaban impregnados de estas palabras; “Tened
cuidado en no negaros a escuchar a Aquel que habla”
(Hb. 12, 25). No creamos con demasiada rapidez que
somos seres que escuchan, sino dejemos a la misma Es­
critura que germine en nuestras vidas y en nuestras
almas; para esto releamos muy sencillamente esas pá­
ginas en que por boca de Moisés ha sido pronunciada
la palabra ESCUCHA: escucha, Israel, de tal modo que
su eco no deja de sonar:
“Escucha, Israel, las leyes y las costumbres que pro­
nuncio a tus oídos. Apréndelas y guárdalas para po­
nerlas en práctica” (Dt. 5, 1).
Es una verdadera obsesión, un encantamiento que
va a culminar en este otro texto en que el amor celoso
de Dios y la esencia de la ley van a ser reveladas a
25

los hombres, puntuadas por el mismo llamamiento: ES­


CUCHAD.
“Escucha, Israel, guarda y practica lo que te hará
feliz... Escucha Israel: Yahvé nuestro Dios es el único
Yahvé. Amarás a Yahvé tu Dios con todo tu corazón,
con toda tu alma y toda tu fuerza. Que estas palabras
que te dicto hoy queden grabadas en tu corazón. Las
repetirás a tus hijos, se las dirás tanto en tu casa
como yendo de camino, tanto acostado como levan­
tado” (Dt. 6, 3-7).
¿Cómo no sentirnos afectados por esta ardiente in­
sistencia?: “Estas palabras las atarás a tu mano como
una señal, las pondrás sobre tu frente como una banda;
las escribirás sobre las jambas de tu casa y sobre tus
puertas” (Dt. 6, 8-9).
Más tarde, San Pablo hablará a su discípulo Timo­
teo del “depósito que se ha de guardar”, el depósito
de la fe en su plenitud cristiana; pero para guardar un
depósito se precisa, primero, recibirlo; y cuando ese
depósito es una palabra, recibirla es escucharla. “Tu
Dios es el único Dios”. Somos personas invitadas a
prestar nuestra atención. Claudel decía de los enfer­
mos: los invitados a la reflexión. Nosotros somos invi­
tados a la escucha.
Nada hay con mayor frescor que el relato del pe­
queño Samuel en el Templo. Nos dice que la Palabra
de Dios era algo raro en aquella época: y he aquí que
esa Palabra va a hacerse oír de nuevo, pero a ese pe­
queño: “Samuel, Samuel” — “Heme aquí”. El gran
sacerdote no oye nada. No está a la altura de su cargo;
pero, de todos modos, sabe decir al pequeño Samuel:
“Tú dirás, si eres llamado otra vez: Habla Señor, tu
siervo escucha.” Y eso es lo que responderá este pe­
queño que llegará a ser un tan gran profeta: “Habla,
Señor, tu servidor escucha” (I, Sam. 3, 1 y siguientes).
Pero todavía hay un texto más significativo de la vo­
luntad de Dios que reclama esa actitud fundamental
de escucha: Salomón es un joven todavía, desconocido,
un Salomón que aún no está ni lleno de gloria, ni exal­
tado de grandeza. Va en peregrinación a Gabaón, ofre­
ce un sacrificio de mil holocaustos sobre el altar de
26
Yahvé y “el Señor se aparece durante la noche en sue­
ños a Salomón. Dios dice: “Pídeme lo que he de darte.”
Salomón responde: “Tú has mostrado una gran benevo­
lencia a tu servidor David, mi padre, ... tú le has conser­
vado esa gran benevolencia y tú has permitido que uno
de sus hijos esté sentado hoy en su trono. Ahora... soy
un hombre muy joven.” Ahora bien, he aquí la cosa ma­
ravillosa que Salomón pide: “Da a tu servidor un cora­
zón que escuche” (I, Rey. 3, 5 y sigs).
¡Un corazón que escuche! Esa expresión debe ser
muy insólita porque en las diversas traducciones de
nuestras Biblias esa palabra “un corazón que escuche”
está traducida de modos muy diferentes. En la Biblia
de Jerusalén que tengo ante mi vista no se dice: “un
corazón que escuche”, sino “da a tu servidor un corazón
lleno de juicio”. Yo no soy un sabio, lejos de tal cosa,
pero es fácil para todos ver que la palabra original he­
brea es shomea’, participio presente del ya conocido
verbo shama’, escuchar, el mismo verbo que en el
“Shema’ Israel”. ¿Por qué, pues, tantas perífrasis en las
diversas traducciones: “Dame un corazón atento, dócil,
inteligente, lleno de sabiduría”, en lugar de decir, muy
literalmente: “Dame un corazón que escuche”?3.
El mismo Yahvé va a decirnos cuál es el fruto de
un corazón que escucha:
“Agradó a Yahvé que Salomón hubiera hecho esta
petición; y Yahvé le dijo: “Puesto que has pedido eso,
que no has pedido para ti larga vida, ni la riqueza —y
aquí se muestra lleno de delicadeza—, ni la vida de tus
enemigos —tú hubieras podido pedirme que te desem­
barazase de tus adversarios políticos que se oponen a
ti—, sino que me has pedido para ti el discernimiento
de juicio, he aquí que hago lo que tú has dicho: te doy
un corazón sabio e inteligente” (I, Rey. 3, 10 y sigs.).
He ahí el fruto de un corazón que escucha: estar lleno
de discernimiento y de juicio. Si nosotros queremos tam­
bién llegar a tener un corazón sabio e inteligente nos
es preciso antes tener ese corazón que escucha.

3 Se encontrarán desarrolladas estas reflexiones en la obra de la Hermana


JEANNE-D'ARC: Un cœur qui écoute. Paris, Cerf, 1968.

27
En esa época el corazón de Salomón no estaba toda­
vía, como lo estará más tarde, “embotado por la grasa”
(Sal. 119, 70): es el Salomón de las intuiciones espiri­
tuales más profundas, sensible a la grandeza de Dios.
Poco después, con motivo de la dedicación del Templo,
va a pedir que en la morada del Altísimo todos tengan
la misma actitud que él, y no sólo pide que el pueblo
tenga un corazón que escucha, sino que sabe que si
el pueblo escucha también Dios escucha:
“Escucha, le dice a Dios, las súplicas de tu servidor
y de tu pueblo Israel cuando rueguen en este lugar.
Escucha Tú desde el lugar en que moras, en el cielo,
escucha y perdona” (I, Rey. 8, 30).
Salomón enumera entonces todas las miserias que le
rodean, las mismas que nosotros también hoy conoce­
mos. Evoca las humillaciones, las resistencias, los pe­
cados del pueblo, así como las humillaciones, las resis­
tencias y los pecados del extranjero, y cada vez vuelve
a repetir, como un refrán, la misma súplica: “Escucha
Tú en el cielo en que resides y perdona.” Hay una re­
ciprocidad entre nuestra escucha —la oración es, en
primer término, eso— y la certidumbre de la escucha de
nuestro Dios “que tiene oídos atentos a la voz de nues­
tras súplicas” (Sal. 130, 2).
Continuemos escrutando la Biblia. El Señor habla a
Isaías y le revela lo que debe ser su servidor, ese gran
servidor que será el mismo Cristo Jesús; y también nos­
otros, porque nosotros somos uno con Jesús. Escuche­
mos este texto tan bello:
“El Señor Yahvé me ha dado una lengua de discí­
pulo... Todas las mañanas despierta mis oídos para que
yo escuche como los discípulos. El Señor Yahvé me
ha abierto los oídos” (Is. 50, 4-5).
Desgraciados aquellos que se confían a los holo­
caustos y se olvidan de escuchar, y piensen que con
unos ritos y unos gestos se podría quedar dispensado
de escuchar. Este es el drama denunciado por cada uno
de los profetas, como lo hace Jeremías en sus oráculos:
“Así habla Yahvé, el Dios de Israel: ¡Añadid vuestros
holocaustos a vuestros sacrificios y comeos la carne de
ellos! Porque yo nada he dicho ni prescrito a vuestros

28
padres cuando les hice salir de Egipto concerniente al
holocausto y el sacrificio. Mas, he aquí la prescripción
que les hice: “Escuchad mi voz” —volvemos a encon­
trar en esto el eco de los grandes textos del Deutero-
nomio que leimos hace un momento— “escuchad mi
voz, entonces yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi
pueblo. Seguid hasta el final el camino que yo os pres­
cribo para vuestra felicidad” (Jer. 7, 21 y sigs). Ahora
bien, he aquí el drama: “Pero ellos no han escuchado,
ni prestado oído: ellos han seguido las tendencias de
su mal corazón, me han vuelto la espalda, no su cara.
Desde el día en que vuestros padres salieron del país
de Egipto hasta hoy os he enviado todos mis servido­
res, los profetas (aquellos que hablan en mi nombre),
cada día sin cansarme. Pero ellos no me han escuchado,
no me han prestado oídos” (Jer. 7, 25-26). Ved cómo
esa palabra vuelve sin cesar: “Tú puedes decirles todas
las palabras que quieras: no te escucharán. Puedes in­
terpelarlos: no te responderán. Diles, pues: He aquí la
nación que no escucha la palabra de Yahvé, su Dios, y
no se deja enseñar. La fidelidad no existe ya: ha desapa­
recido de su boca” (Jer. 7, 27-28). Así, pues, para que
la fidelidad esté en nuestra boca es preciso que entre
de alguna forma por nuestros oídos, unos oídos que
deben hacerse escuchantes.
Nuestro pecado no está, exactamente, en ser peca­
dor —todos lo somos y Jesús ha venido para salvar­
nos—, sino en no escuchar a este Dios que llama. El
justo no ha de ser llamado, siempre está con el Señor,
vive con él, y Jesús podía decir: “Mi Padre jamás me
deja solo porque yo hago siempre lo que le place” (Jn. 8,
29). Jesús es el gran escuchador de su Padre. Pero nos­
otros, pecadores, no escuchamos la llamada; es el
mismo pecado de Adán: “Yahvé, nuestro Dios, llamó
al hombre en el jardín: “¿Dónde estás?, dijo.” Dios se
ve obligado a llamar porque el hombre ya no está allí,
en su presencia; está escondido y dice por qué: “He
oído tu paso en el jardín, dijo Adán, y he tenido miedo”
(Gén. 3, 9-10).
Juñen Green observa que, cuando hemos pecado,
todo aquello que nos parecía tan claro un momento an­
tes, todo lo que entendíamos tan bien, se desvanece

29
como arrastrado o envuelto en la bruma. Pero esa lla­
mada de Dios que es a menudo el signo de nuestro pe­
cado, porque nos hemos escondido, es al mismo tiempo
el signo de misericordia. Si Dios llama al pecador es
que quiere volverlo a su intimidad, lo que de modo tan
bello dice San Ambrosio:
“Si el hombre se oculta, tiene vergüenza. Y el hecho
de que Dios le llame es ya como una indicación de que
podrá sanar de su pecado, porque el Señor llama a
aquel de quien tiene piedad.”
Escuchar es saber ya que somos llamados. La lla­
mada de la voz divina que busca al hombre pecador es,
esencialmente, una llamada a la obediencia. Escuchar
y obedecer es la misma palabra hebrea, el verbo shama’:
“Si escuchas mi voz, si tú obedeces”, Y, ya lo sabemos,
el mismo San Pablo, para decir obediencia y desobe­
diencia, utiliza unas palabras que toma prestadas de
la lengua, de la escucha, de la audición:
“Así, pues, como la falta de uno sólo ha producido
una condenación sobre todos los hombres —San Pablo
recuerda aquí el texto de la llamada de Adán y de la
falta—, así la obra de justicia de uno solo procura a
todos una justificación que da la vida” (Rom. 5, 18).
Y he aquí las palabras en las que pasamos de la escu­
cha a la obediencia: “Así como, en efecto, por la des­
obediencia de un solo hombre ha sido constituida pe­
cadora toda la multitud, así por la obediencia de uno
sólo será constituida justa la multitud” (Rom. 5, 19).
Ahora bien, estas dos palabras que emplea San Pablo,
que nosotros traducimos como podemos, “desobedien­
cia, obediencia”, son dos palabras tomadas de la acús­
tica: parakoé significa, literalmente, fuera (para) de es­
cucha, y upakoé bajo (upa) la escucha. Así, para San
Pablo desobedecer es, literalmente, apartarse de la es­
cucha, allí donde no se oye nada; obedecer, por el con­
trario, es colocarse bajo el altavoz de la palabra de
Dios. En esa acústica divina, o fuera de esa acústica
divina. Así, escuchar, no escuchar, adquieren un valor
de obediencia, pero de algo que va más allá de lo que
entenderíamos por simples nociones de disciplina. Obe­
decer, desobedecer, no es como el hecho de un grupo
30
ordenado, o anárquico que se somete a alguien, se con­
forma a lo que prohíbe u ordena, como ocurre en el
lenguaje de la policía francesa con la palabra obtern-
pérer (obedecer, seguir las instrucciones): no ha se­
guido las instrucciones, dice el policía en su informe.
No; esto es mucho más: upakoé, parakoé es, también,
más que la sumisión, incluso amorosa, de la criatura a
su Creador. Escuchar es hoy para nosotros el retorno
total del hombre salvado por su Dios que entra en la
divinización de la gracia.
Encontramos también estas palabras cuando la Igle­
sia nos hace repetir todos los días tan felizmente, en el
Invitatorio de nuestro Oficio:
“Ojala escuchéis hoy su voz: no endurezcáis vuestros
corazones como en Meriba... cuando vuestros padres
me tentaron y probaron” (Sal. 95, 7); y la Epístola a
los Hebreos comenta ese hoy al reproducir el texto del
Salmo:
“Animaos mutuamente cada día en tanto que dura
ese hoy, a fin de que ninguno de nosotros se endurez­
ca..." (Hb. 3, 13).
Escucha y obediencia son tan inseparables en nues­
tra vida como etimológicamente; pero lo mismo sucede
en esto con Dios, que deja de escuchar al desobedien­
te; los ejemplos abundan (cfr. Dt. 1, 34-46). Yahvé, en­
tonces, se envuelve en una nube para que la oración
no pase hasta él (Lm. 3, 44).
Y Jesús dirá: “¿Por qué me llamáis «Señor», «Señor»,
y no hacéis lo que yo os digo?” (Le. 6, 46).
Jesús no tiene otra lección, pero nos la da sin cesar:
“Es preciso que el mundo sepa que yo amo al Padre
y que obro como el Padre me lo ha ordenado. Levan­
taos, partamos de aquí” (Jn. 14, 31). Siempre ese upa­
koé de un Jesús “obediente hasta la muerte, y la muerte
sobre una cruz” (Fil. 2, 8).
A su vez, Jesús nos llama: “Los tiempos se han cum­
plido y el Reino de Dios está próximo, arrepentios y
creed en la Buena Nueva” (Mr. 1, 15). Ayer contemplá­
bamos a Jesús que nos decía: “Venid y ved”. Esa es
la primera etapa: mirar a Cristo. Pero a continuación
llama: “Venid y seguidme”, “creed en la Buena Nueva”.

31
Un anuncio que es de nuevo la escucha de un mensaje,
de un llamamiento. Y, ¿llamados a qué? Llamados a im­
plantar esta Palabra en nosotros, como dice Santiago:
“Recibid con docilidad la Palabra que ha sido Implan­
tada en vosotros y que puede salvar vuestras almas”
(St. 1, 21). Es un verdadero injerto, una implantación,
porque implantar la palabra en nosotros es no dejarla
caer como un cuerpo extraño: “Poned la Palabra en
práctica. ¡No seáis solamente unos auditores que se
engañan ellos mismos! Quien escucha la Palabra sin
ponerla en práctica se parece a un hombre que mira
su imagen en un espejo. Apenas se ha mirado se va
y olvida cómo era” (St. 1, 22-24).
Esta Palabra es portadora de eternidad: “Es verdad
os digo, si alguno guarda mi palabra jamás morirá”
(Jn. 8, 51).
Y esta otra afirmación, igualmente solemne, puesto
que va precedida de las palabras “En verdad”:
“En verdad, en verdad os digo, aquel que escucha
mi palabra... ha pasado de la muerte a la vida”
(Jn. 5, 24).
Ahora bien, Jesús nos dice, en la parábola del sem­
brador, que esta palabra puede ser recibida de muchas
maneras. Somos, o podemos ser, el camino pedregoso,
podemos ser el terreno en que la semilla brota rápida­
mente pero que también rápidamente se seca, podemos
ser el caso de la palabra caída entre abrojos, en donde
no sólo las ansias de riqueza, como dice el Señor Jesús,
sino “las preocupaciones de la vida” —¡y Dios sabe las
preocupaciones que tenéis en la vida!—, esas preocu­
paciones de la existencia podrían hacer que la pala­
bra se encuentre sofocada, empequeñecida. En fin, está
la palabra que cae en buena tierra. Ahora bien —y no
es por vosotros, sino por mí, lo que digo— durante largo
tiempo me había parecido que habiendo elegido al
Señor Jesús había escogido la tierra buena de una vez
para siempre. ¡Qué error! Me he dado cuenta de que
en realidad cada mañana —como lo dice Isaías— me
hacía falta abrir mis oídos para recibir la palabra. Ayer
acaso era yo la buena tierra para recibir la palabra, pero
hoy soy la tierra ingrata, sin profundidad. Jamás se hace
32
esto de una vez para siempre. Cada día es preciso po­
nerse de nuevo a la escucha. Cada día tengo que es­
coger de nuevo en la parábola del sembrador lo que yo
deseo ser, o, más exactamente, lo que con la gracia
de Dios puedo esperar ser.
Así, en nuestra fe, ese “Escucha Israel” es lo que
hay de más constante a lo largo de toda nuestra Biblia;
y aquí podríamos tomar también todos esos textos del
Apocalipsis en que se reprocha a las Iglesias por no
escuchar ya: “El que tenga oídos que escuche lo que
el Espíritu dice a las Iglesias” (Apc. 2, 7, 11, 17, 29).
I Nuestra Biblia es, esencialmente, la revelación de la
palabra de Dios al hombre, esa palabra que es verdad,
como decía David: “Sí, Señor Yahvé, eres tú quien es
Dios, tus palabras son verdad” (II, S. 7, 28).
Es bueno recordar siempre que esa palabra “ver­
dad” es la misma palabra que nuestro AMEN, del mismo
verbo AMAN, que significa algo que es sólido, durade­
ro, digno de confianza. Esa palabra AMEN es, en primer
término, el piquete clavado en tierra al que se podrán
sujetar las cuerdas de la tienda en el desierto, porque
ese piquete es sólido y resistirá. Esta palabra, que para
nosotros es verdad, es para Dios fidelidad. “Tu palabra
es verdad, tu palabra es fidelidad.” Cuando yo escucho
“las palabras que son verdad”, afirmo, al mismo tiempo,
que nuestro Dios es el Dios fiel por excelencia. “Señor,
mi risco, mi ciudadela, mi liberador, mi Dios, mi roca
en que me refugio, mi escudo, mi fortaleza” (Sal. 18,
3; cf. 31, 4; 61, 3; 144, 2). Todos estos términos del
Salmo 18 expresan así la solidez, la firmeza, la coheren­
cia de la palabra edificada sobre este Dios fiel.
Con Jesús alcanzaremos la cima que supera toda
esperanza: “Vosotros sois mis amigos si hacéis lo que
yo os encargo. Yo no os llamo ya servidores, porque el
servidor ignora lo que hace su amo; os llamo amigos,
porque todo lo que yo he aprendido de mi Padre os lo
he dado a conocer” (Jn. 15, 14-15).
Ante la importancia de este “Escucha, Israel”, in­
cansablemente propuesto, se comprende que Dios aña­
da: “Guárdate de olvidar”, “No olvides” (Dt. 8, 11, 14).
El recuerdo es la memoria del amor.

33
3

i
San Benito propone al hombre de Dios este precepto
supremo: “Y, por encima de todo, evitar olvidarse de
Dios.” Entonces se inventarán unos signos, unas llama­
das para vivificar su amor y preservarlo del olvido.
Se comprenderá, en esta perspectiva, el sentido de
“ese hilo de púrpura violeta” que Yahvé pide a Moisés
que ponga en el fleco de los vestidos; “Su vista os re­
cordará todos mis mandamientos, entonces los pondréis
en práctica, sin seguir ya los deseos de vuestros cora­
zones y de vuestros ojos que os han conducido a pros­
tituiros... Y seréis unos consagrados por vuestro Dios.
Soy yo, Yahvé, vuestro Dios, el que os ha sacado del
país de Egipto, a fin de ser Dios para vosotros, yo,
Yahvé, vuestro Dios” (Núm. 15, 40, 41).
El Dios de nuestra fe es el Dios-que-habla, y su in­
tervención decisiva es su Palabra-hecha-carne. Ahora
bien, el correlativo de hablar es escuchar. Así, pues, es­
cuchar es la actitud fundamental que responde al Dios-
que-habla; es la actitud teologal esencial.
Escuchar la Palabra de Dios es abrirse a ella de tal
manera que sea creadora en nosotros, es entrar en el
gran ciclo de la fecundidad divina:
“Como la lluvia y la nieve descienden de los cielos
y no suben sin haber regado la tierra, sin haberla fe­
cundado y hacerla germinar para que dé la simiente
al sembrador y el pan comestible, de igual modo la pa­
labra que sale de mi boca no vuelve a ella sin resulta­
do, sin haber hecho lo que yo quería y haber cumplido
su misión” (Is. 55, 10-11).

34
3. ESCUCHAR AL POBRE

Lunes, 16 de febrero de 1970

Al hablar de un corazón que escucha hemos tomado


esta palabra “corazón” en toda la significación que
tiene en la Biblia. En francés esta palabra evoca nues­
tra vida afectiva, capaz de amar, de odiar, de desear y
de temer. El hombre de la Biblia va mucho más lejos:
el corazón es lo que se encuentra en el interior más ín­
timo del hombre. Se encuentran allí, ciertamente, unos
sentimientos, pero también unos recuerdos, unos pensa­
mientos, unos razonamientos, unos proyectos. Cuando
empleamos aquí esa palabra ’’corazón” englobamos en
ella la memoria, el espíritu, la conciencia, todo lo que
constituye una inteligencia libre4. Ser un corazón que
escucha es llegar a ser un ser que escucha, un ser que
presta atención.
Recientemente fui invitado a una reunión de Padres
Generales de Ordenes religiosas: eran unos sesenta que
debían trabajar en comisiones, y para que estos padres
realizaran un trabajo eficaz y bueno se había llamado a
alguien para darles, sin que lo pareciera, algunos conse­
jos; acaso sería preciso dar algunas nociones de dinámi­
ca de grupo. A mí me gustaron mucho las muy sencillas
indicaciones dadas: “Cuando estéis en una reunión no
olvidéis dos grandes principios. El primero, escucha­
rás con todo tu corazón, con todo tu ser, con toda tu
alma y todas tus fuerzas, con todo tu espíritu a quien
te habla. Y el segundo, cuando hables tú habla con toda
tu alma, con todo tu corazón, con todo tu ser y todo tu
espíritu.” Era esa una manera excelente de aplicar el
“Escucha, Israel” a algo menos sublime, pero capital

4 Cfr. Vocabulaire de Théologie biblique. Articulo Cœur. Cerf.

35
hoy día. El mundo tiene necesidad de encontrar seres
que escuchan.
Ahora bien, si yo me he habituado a escuchar a Dios
—ya hemos visto que es algo que ha de comenzarse cada
día—, al no ser ya un ser de disipación puedo venir a
ser para mis hermanos un ser de atención. Esto es la
añadidura magnífica del escuchar la Palabra de Dios.
Y esta añadidura, dada como excedente, es lo que el
Concilio ha querido hacer entrar, exactamente, en nues­
tros espíritus y en nuestros corazones: realizar esta Igle­
sia servidora y pobre, que es una expresión de la que
sin duda, se ha usado demasiado e incluso abusado
después.
Ya comprendéis perfectamente que yo no vengo a
dar unas lecciones a nuestra Madre la Iglesia: sabemos
que es santa, inmaculada, totalmente bella, que es la
Jerusalem celeste, al menos en todo aquello que es
compatible con su estado de peregrinar en la tierra.
Pero es necesario, además, que nuestra Iglesia sea per­
cibida por las multitudes. Y es cierto que una de las
realidades que los hombres de hoy día desean y espe­
ran es eso que se ha traducido, mejor o peor, con las
palabras de: una Iglesia servidora y pobre. Pero, ¿cómo
hacerse pobre? No se trata de saber si tendrá tales o
cuáles ingresos, si se vivirá en tal o cuál local; me pa­
rece que la primera etapa sería ensayar imitar al pobre
en lo que tiene de más esencial, en lo que le caracte­
riza en cuanto pobre.
Imitar al pobre exige que se sepa lo que es un pobre.
Tomo la palabra en su más amplio sentido, el sentido
que ya tenía en la Biblia cuando se trataba de los
anawim, los despreciados y afligidos, los humildes, los
pobres de Yahvé. Pero también pienso en los hombres
y mujeres de Brasil, del barrio en que he vivido tan cerca
de ellos, o en los cargadores de los muelles de Marse­
lla, esos pobres llegados allí desde las cuatro esquinas
del Mediterráneo; yo he vivido con ellos, menos, por
otra parte, con los de Marsella que con hombres de
Bari, de Barletta, de Cerdeña y de Malta, con árabes y
con Armenios que habían tenido que huir de la miseria
o de la persecución. ¿Qué era, pues, cada uno de esos

36
pobres? ¿Aquel que no tiene dinero? Sin embargo, hay
días en que el pobre tiene dinero e incluso cuando lo
tiene lo malgasta. ¿El que no tiene relaciones y amis­
tades? Verdaderamente es pobre aquel que no tiene re­
laciones ni amistades, que espera siempre en todas las
ventanillas de todas las oficinas, que jamás pasa de­
lante de los otros. Más profundamente es aquel que no
tiene ninguna cultura. Se puede alargar la enumeración:
falta de seguridad, falta de confianza en sí mismo...
Pero me parece que hay una definición más profun­
da todavía del pobre, aquella que al menos me ha
parecido surgir de una participación en su vida: el po­
bre es aquel que escucha siempre y a quien nadie es­
cucha. El pobre ha escuchado siempre. Ha escuchado al
maestro o maestra de escuela: estaba sentado y escu­
chaba. Ha oído al vicario en el catecismo- escuchaba.
Ha oído a la religiosa, “la buena Hermana”, como dice,
en el dispensario o en el patronato, que le prodigaba
buenos consejos y, más tarde, la asistente social. Ha
escuchado al contramaestre en la fábrica cuando entró
en ella como aprendiz. Cuando entró en el cuartel ha
escuchado al sargento y, cuando escucha la radio, oye
al diputado o al periodista; si conecta la televisión es­
cucha al Presidente, al Ministro o al General: en resu­
men, escucha siempre y, cuando vuelve a su casa por
la noche, todavía escucha a su mujer. Y a él, el pobre,
nadie le ha escuchado jamás durante la jornada. Ahora
bien, ahí está la raíz de toda pobreza: no ser escuchado
jamás durante una existencia entera.
Cuando se define así al pobre: aquel que escucha
siempre y a quien nadie escucha, se vuelve a encon­
trar una palabra del Eclesiastés: “La sabiduría del po­
bre es desconocida y no se escuchan sus palabras”
(Ecl. 9, 17). Se desprecia su palabra, nadie le presta
la menor atención. Y sin embargo, una de las más im­
portantes instrucciones de Dios, a través de Moisés en
el Sinaí, es esta: "Al juzgar no haréis acepción de per­
sonas, sino que escucharéis al pequeño como al gran­
de” (Dt. 1, 17).
Si queremos llegar a la pobreza del pobre nos será
preciso, en primer lugar, hacer lo que él hace, imitar

37
al hombre que escucha siempre antes de hablar. Al
hacerlo así nos acercamos a una actitud fundamental de
los Salmos: “El pobre clama, Dios escucha” (Sal. 34, 7).
No hace mucho tiempo, alguien que ha ingresado en la
vida religiosa después de años de vida difícil me decía
que esas palabras: “El pobre clama, Dios escucha”,
habían sido una liberación para él: “Al oírlas he estado
seguro de que son verdad. El pobre, no de dinero, sino
por toda mi vida, el pobre era yo. Yo he estado seguro
entonces de que el Señor me escuchaba.”
Dios no tiene, es; Dios es, nada tiene. Dios es, y el
pobre tampoco tiene nada; sólo tiene su simple exis­
tencia, está ahí, sin más. Y a causa de esto el pobre es
más capaz de acoger la palabra, de entrar en comunión
con ella. Entonces, si nosotros queremos “llevar el Evan­
gelio”,,como se dice —y debemos hacerlo, esa es nues­
tra función, ese es nuestro papel—, no podemos ser
unos perros mudos. Si queremos llevar el Evangelio, nos
es preciso recibirlo, vivo, de la propia mano de los
pobres, de los sencillos. Entiendo por tales, siempre,
esos hombres de humilde corazón que no tienen otro
recurso que el Señor.
El padre Lagrange gustaba decirnos, y esta había
sido la gran intuición de su existencia, que para com­
prender la Biblia hacía falta estudiarla en donde había
sido vivida. Todavía me parece oír al padre Lagran­
ge —partiendo de estas cortas frases de San Juan:
“Había mucha hierba”, y de San Marcos: “La hierba es­
taba verde”— explicar que, si no se hubiera visto por
uno mismo esta hierba abundante y verde en Palestina
en la época de la primavera, no se llegaría a la certi­
dumbre de que esos Evangelios habían sido escritos,
verdaderamente, por hombres que habían visto eso
mismo. No se inventa una frase como esa; pero para
comprender su veracidad es preciso haberse sentado
uno mismo sobre esa hierba. Pues bien, me parece que
se puede decir lo mismo respecto a la pobreza. Para
comprender el profundo sentido de ia primera bienaven­
turanza, la que contiene a todas las otras: “Bienaven­
turado el que tiene un alma de pobre, dichoso aquel
que se sabe pobre”, es preciso haber recibido, en alguna
forma, esa bienaventuranza de la misma mano de los
38
pobres. Recibir de ellos la comprensión profunda de la
pobreza según el Evangelio, para poder aportarles des­
pués verdaderamente la palabra del Señor.
Mas, también es preciso ayudar a los pobres a es­
cucharse mutuamente. Pienso, una vez más, en el ba­
rrio del Brasil en que yo vivía. También allí se habla
mucho de promoción, y con justa razón; pero la primera
promoción ¿no es, acaso, hacer descubrir a esos hom­
bres y a esas mujeres que su vida tiene un sentido?
Una mujer no cesaba de repetir: “En mi vida no hay
nada interesante; me paso el tiempo lavando vajilla, la
ropa y llamando a los niños, que no me escuchan.”
Pues, bien, después que esta mujer ha podido hablar
con otras, y ha podido contar esta vida en la que, como
ella decía y creía, nada había de interesante, ha des­
cubierto —porque un hermano la escuchaba— que Dios
la escuchaba y que también su vida podía ser una his­
toria santa 5.
Pienso, también, en un religioso que ha trabajado
muchos años en una fábrica en el Brasil. ¡Ah!, sé per­
fectamente que, a veces, ha habido unos excesos por
esa parte, pero ¡cuántas grandes cosas se han hecho!
Ese religioso todavía no era sacerdote cuando ha co­
menzado a trabajar y ha trabajado simplemente como
un hombre consagrado a Dios en medio de sus camara­
das. Un día, dos años y medio más tarde, ha sido or­
denado sacerdote, por el Cardenal Angelo Rossl, rodea­
do de sus camaradas de trabajo y de los habitantes
del barrio. Sólo dos personas no eran del barrio: el
Cardenal y su chófer; todos los demás vivían realmen­
te en aquel rincón. En un momento dado, en medio de
la liturgia, el Cardenal pronunció la palabra habitual:
“Si alguien tiene algo que decir respecto a este futuro
Cardenal, que lo diga.” Estas pobres gentes toman las
cosas tal como las oyen, al pie de la letra, podría decir­
se. Uno de ellos se levantó entonces, un obrero, y dijo:
“Señor Cardenal, yo tengo algo que decir.
—Bueno, hablad.

5 Se podrá leer este caso, y muchos otros, en la descripción que de ellos


hace Dominique BARBÉ: Demain des communautés de base. Cerf.

39
—Pues bien, cuando nuestro camarada ha venido a
trabajar con nosotros teníamos la costumbre de decir
siempre: “En esta fábrica no hay más que peones. Nada
somos; para nada contamos. Se nos toma, se nos des­
plaza sin explicarnos jamás nada. Pero desde que este
amigo trabaja con nosotros, obrero como nosotros,
hemos comprendido, sin que haya tenido que pronun­
ciar muchos discursos, que, a los ojos de Dios, no hay
peones, sino que todos nosotros somos hijos de Dios.
¡Para Dios no hay más que hijos! Y, por esta razón, que­
rríamos que continúe trabajando con nosotros.” He ahí
en lo que se convierten los pobres que son escuchados.
Al ser escuchados comprenden que Dios les escucha. Es
preciso, si se puede decir así, una humilde asemejanza
a ellos para que descubran poco a poco al gran Escu­
chante, su Dios y nuestro Dios. Al mismo tiempo, y como
añadidura, descubrimos nosotros en ese momento cómo
habla y obra Dios en el alma de los pobres.
Veo a una madre de familia brasileña, con nueve
hijos, y, además, un marido que vale por tres o cuatro
más, más absorbente por sí sólo que todos los hijos
juntos; en la casa reina la extrema pobreza. Poco a
poco, esta mujer descubre en comunidad el sentido de
la escucha de Dios, de la oración, y de aquí lo que
dijo un día en una reunión: “Cuando yo rezo y digo las
oraciones con palabras, siento que eso no es suficiente.
Entonces rezo a Dios en mi corazón; pero tampoco es
suficiente. Entonces, concluía, oro por medio del silen­
cio !!!” Y os aseguro que esta mujer jamás había leído
a San Juan de la Cruz, ni a Santa Teresa, ni a ningún
otro. Era realmente su corazón que escuchaba.
A la vista de tales palabras y de tales personas es
como nos haría falta estudiar el porvenir de la Iglesia.
Es preciso que los cristianos salgan de eso que se po­
dría llamar sus “revoluciones de practicantes”. En otros
tiempos se practicaba tal cosa y no ha resultado nada
bueno de ello; por tanto, se va a hacer de modo total­
mente diferente. Se celebraba la misa o se practicaba
la confesión de una manera: se va a intentar practicar­
las de modo totalmente opuesto. Eso son unas revolu­
ciones de practicantes dentro de su círculo cerrado y
dando vueltas alrededor de ellos mismos. Si queremos,

40
por el contrario, responder a las verdaderas necesida­
des y a las verdaderas exigencias de los hombres de
nuestros tiempos es preciso no escucharse entre inte­
lectuales, sino, más bien, volver a escuchar al pobre:
el pobre no busca ese tipo de revolución de practican­
tes, sino que espera y espera algo mucho más profundo:
lo que nos decía aquella mujer: “Yo oro por medio del
silencio.”
Os he citado aquellas palabras de Isaías, el “Señor
que abre mi oído de discípulo cada mañana” (Is. 50, 4).
Ahora bien, dentro de ese mismo texto se dice: “Para
que yo sepa responder al agotado, el Señor provoca
una palabra.” Y nosotros responderemos verdaderamen­
te a la espera inexpresada del pobre, podremos hacer
que el pobre nazca a la vida —y este mundo entero es
pobre porque está tan pobre de Dios—, haremos nacer
su esperanza si escuchamos al pobre al mismo tiempo
que escuchamos a Dios.
Uno de nuestros compañeros de equipo, Pablo Xar-
del, ha muerto en el Brasil aplastado por un camión
cuarenta días después de su entrada en la fábrica. Sus
camaradas de trabajo no sabían aún que era sacerdote.
Después de su muerte descubrieron con estupefacción
que el tornero de su taller, “el gran francés de larga
nariz”, era un “padre”, el Padre Pablo. Cuando acu­
dieron a sus exequias estaba yo allí para recibirles y
recoger sus primeras impresiones, y quedé trastornado
por las palabras de uno de ellos: “¡Ah!, ahora que sé
que era sacerdote comprendo por qué sabía escuchar
tan bien.” Había quedado asombrado de ver a aquel
obrero tornero escuchando a cada uno con tan amoro­
sa atención. Y cuando descubrió que era sacerdote, ins­
tantáneamente, relacionó esa facultad de escuchar con
el sacerdocio de aquel hombre6.
Tal es la actitud del apóstol, la actitud del sacerdote.
Esta es, en el mismo sentido de la Biblia, la actitud del
consolador. Cuando el pobre Job se encuentra sobre
el estercolero, con sus sufrimientos, llegaron sus tres

6 Los papeles de este sacerdote han sido publicados con el título: La flamme
qui devore le berger. París, Cerf.

41
amigos a verle y ya recordáis el hermoso comienzo:
porque ellos comenzaron bien, ya que durante siete
días y siete noches permanecieron sentados en tierra,
cerca de él, sin que ninguno de los tres le dirigiera la
palabra ante el espectáculo de un dolor tan grande.
Saben callarse durante siete días y siete noches, ¡y esto
no está mal del todo! Pero, ¡hay!, ¿por qué no se mantu­
vieron en esa actitud? Y comenzaron a hablar y hacer
grandes razonamientos. Exasperado les dirá Job:
“¡Qué penosos consoladores sois!” “¿Quién os en­
señará el silencio, que es la única sabiduría que os
conviene?”
“¿Terminarán esas palabras lanzadas al aire? ¡Y qué
desgracia esa necesidad de responder!” (Job 16, 2).
Y ya sabéis vosotros que el mismo Dios, a pesar de las
casi blasfemias de Job, dirá poco después esto: “No
habéis hablado bien de mí, como mi siervo Job; ofre­
ceréis un holocausto por vosotros, en tanto que mi sier­
vo Job rogará por vosotros; por atención a él no os cas­
tigaré con mi desgracia” (Job 42, 7).
Se busca, a menudo, en la hora actual, cómo lograr
la unidad en la vida de un sacerdote. De ese sacerdote
solicitado por lo que se puede llamar su vida espiritual
y por su vida apostólica. ¿Cómo va a conseguir la uni­
dad en su vida? Pues, bien, realmente cuando un sacer­
dote se encuentra comprometido hasta el cuello, de
lleno, en medio de los hombres, la unidad no podrá
conseguirse en él más que si ha adquirido la costum­
bre viva de escuchar largamente a Dios; porque si él
escucha a Dios se mantendrá en la misma actitud, no
tendrá necesidad de cambiar sus actitudes psicológicas
y mentales: si escucha a Dios escuchará a su hermano
que viene a hablarle, estará disponible para los hom­
bres. ¡Y esto es difícil!
Cierto día estaba con un viejo, bueno y animoso cura
de aldea que, lo reconozco, tenía el habla un poco con­
fusa: cuando contaba algo siempre era un poco largo.
Y me decía: “Ah!, mi Obispo es ¡demasiado inteligente!
Cuando voy a verle y le explico algo, a las tres frases me
dice: «Ya comprendo..., ya comprendo...», y entonces
es él quien se pone a hablar.” En realidad, creo que
42
este hombre bueno hubiera querido que su Obispo fuera
menos inteligente y comprendiera un poco menos rápi­
damente. Entonces hubiera podido hablar él y, en el
fondo, esto era lo que necesitaba: ser escuchado por
su Obispo. Es la actitud del jefe. Y de nuevo volvemos
a nuestro texto de Salomón: “Dame un corazón que es­
cucha para gobernar tu pueblo.” Salomón sabe, a pesar
de ser joven, que va a tener que gobernar este pueblo,
es decir, que va a tener que “juzgar” en el sentido de
la Biblia, gobernar y juzgar, como lo hará él en su gran
juicio respecto a las dos mujeres. Pero, justamente, para
ser capaz de juzgar es preciso ser capaz de escuchar.
En este mundo, en el que hay tantos errores, circulan a
toneladas, es frecuente que el responsable haya de
saber descubrir la pepita de verdad, la parcela dorada
de verdad englobada en la enorme ganga de errores.
Puede haber sólo un gramo de verdad y una tonelada
de absurdos, pero si los responsables y los jefes no
llegan a reconocer este gramo de verdad, si no la se­
paran y le dan valor, la minúscula verdad que sigue cau­
tiva dará fuerza de persuasión a todo el error. Sé cuán
difícil es decantar el gramo de verdad en todas las
tonterías que se dicen; pero Santo Tomás de Aquino
decía que cuando se dice una verdad —no decía “por
boca de un periodista”, pero eso es lo que nosotros
podríamos decir— proviene del Espíritu Santo, aunque
todo lo demás sea completamente absurdo. Por eso
nos hace falta saber descubrir el átomo de verdad,
pues, si no, ese átomo es el que dará fuerza persua­
siva a todo lo que es falso en su contorno. “Sí, dame
señor un corazón que escucha para g o b e r n a r tu
pueblo.”
¿Cómo no decirlo, en conclusión? Esta actitud es,
por excelencia, la actitud de María. Es contemplativa,
es madre, por tanto escucha. Ha escuchado a todos los
profetas. Y, cuando habla, su Magníficat está tejido
con todo lo que ella ha escuchado a lo largo de su
vida. Escucha al Angel atentamente: “al oír sus pala­
bras quedó conturbada y se preguntaba lo que signi­
ficaba este saludo.” María escucha; María se pregun­
ta; María no dice nada. Entonces el Angel continúa:
“No temas María.” Y sólo después de esa escucha,
43
sólo después de la palabra del Angel, llegará la pre­
gunta: “¿Cómo será eso?” Y cuando todo termina: “Yo
soy la esclava del Señor, que suceda en mí según tu
palabra.” Ahí está todo el misterio del encuentro de
Dios y del hombre en la Virgen María. Toda su vida
será una “lectio divina” constante: “María conservaba
con cuidado todos estos recuerdos en su corazón y
meditaba sobre ellos.” María lo escuchaba todo, pala­
bras y sucesos, y guardaba fielmente todos esos re­
cuerdos en su corazón: un corazón que escucha y
guarda.
Así es como se ha proclamado por otra mujer, y
luego por el mismo Jesús, la doble, grande, bienaven­
turanza de María: “Dichosas las entrañas que te han lle­
vado y los senos que te han alimentado.” Sí, con toda
seguridad; pero, “más dichosa todavía aquella que ha
escuchado la palabra de Dios y que la ha guardado”.
Y nadie en el mundo escuchará, entenderá y guardará
la palabra tanto como María. Y entramos en su dicha
si escuchamos: “Mi madre y mis hermanos son aque­
llos que escuchan la Palabra de Dios”, dice Jesús
(Le. 8, 21).
Que el Señor nos dé la gracia de ser esos seres
que escuchan. Vosotros, sobre todo, a través de vues­
tras responsabilidades (“la obsesión cotidiana, el cui­
dado de todas las Iglesias”) (II, Cor. 11, 28), vosotros
que tenéis que promover tanto la formación de los
clérigos y de los seminaristas, como las obras mundia­
les de ayuda a los más pobres: es preciso, verdadera­
mente, que estas muy grandes preocupaciones jamás
sean separadas de las pequeñas realizaciones que piden
siempre una escucha atenta y actual del pobre. Los ob­
sequios hechos a los pobres exigen un inmenso am­
biente de amistad, sin lo cual no penetran, hacen daño.
Que la Iglesia, incluso en sus obras mundiales, sea
siempre, en primer término, la gran escuchante. Un po­
bre es como un iceberg: muestra tres décimas partes al
exterior, y esconde las otras siete décimas partes bajo
las aguas. Todo lo que en justicia debemos darles a
ellos que son, a veces, tan susceptibles —incluso cuan­
do su susceptibilidad es muda—, es preciso que vaya
44
englobado en un inmenso ambiente de amistad, de pre­
sencia y de escucha.
Ayer os hablaba de Madeiaine Delbrél, esa mujer
tan extraordinaria, cuyos libros habéis leído: Nous autres
gens des rúes y La Joie de croire\ que es un inago­
table modelo, a mi parecer, de alguien de hoy en pleno
ambiente de ateísmo. Su primera adquisición de con­
ciencia de su vocación fue el pequeño hecho siguiente:
su cura, que era un santo sacerdote, el “abbé Lorenzo”,
le había encargado que llevara un paquete de ropa a
una pobre familia de Ivry, en un ambiente comunista.
Y Magdalena, sin mirar demasiado lo que hay en el
paquete, lo coge, sube cuatro o cinco pisos y se lo
da todo a la mujer que da las gracias a medias, una
mujer más bien... poco agradable. Magdalena descien­
de un poco molesta por la acogida. Apenas había ba­
jado los cinco pisos cuando oyó, ya en la calle, que la
mujer la llamaba desde la ventana, gritando: “Puede
volver a recoger su paquete; son adefesios, porquerías.
Venga, venga a recoger esto, no quiero sus desperdi­
cios.” Entonces Magdalena vuelve a subir y ve que, en
efecto, se había dado a esta pobre mujer una ropa que
realmente no era digna de ser dada a un pobre. Había
habido yo no sé qué error. Se excusa, desciende deso­
lada, molesta, sin saber qué hacer... Al pasar delante
de una tienda de flores ve un ramo de hermosas rosas
rojas, una preciosa docena de flores, de rosas maravi­
llosas. Las compra, vuelve sobre sus pasos, busca y
encuentra al hijo de aquella mujer y le da el ramo: “Ve
a llevar esto a tu mamá.” Y uno de los futuros cristia­
nos de Ivry, de ese mundo incrédulo, ha sido ese niño,
que no tenía entonces más que cinco o seis años y
que, quince años más tarde, ha pedido el bautismo. Me
parece que tenemos ahí un símbolo: nos hace falta es­
cuchar al pobre, incluso en sus susceptibilidades y sus
exasperaciones, para que el pobre, un día, se ponga a
escuchar a su Señor.

7 Ediciones Du Seuil.

45
4. LA GRACIA MAYOR: ENCONTRAR A JESUS

Lunes, 16 de febrero de 1970

Ayer tarde decía que la gracia de las gracias —y


este será el hilo conductor de este retiro, aunque a
veces parezca que va en zig-zag, de un lado a otro—
es hoy día, más que nunca, amar a Nuestro Señor Je­
sucristo como se ama a alguien a cuya suerte se está
ligado en cuerpo y alma. Amar a Jesús como se ama a
un ser vivo. Jesús está vivo: El es la vida. Nos hace
falta, pues, investigar no sólo quién es Jesús, sino cómo
debemos intentar que los hombres de hoy le conozcan
y descubran. Nosotros sabemos que El es quien dice
ser; un hombre concreto, real; pero mucho más que un
hombre: el Señor... Esta certidumbre, ¿cómo vivirla tan
fuertemente que brille ante los hombres y les ilumine?
Comencemos por la lectura de eso que podría lla­
marse el “Benedictus” o, si así lo preferís, el “Magní­
ficat” de San Pedro. Está en su primera Carta. Le
llamo el Benedictus porque comienza diciendo: “Ben­
dito sea Dios Padre”; pero también puede decirse su
Magníficat porque emplea dos veces las mismas pala­
bras que Nuestra Señora pronuncia en su Magníficat:
“rebosar de alegría.” Para nosotros —y pondremos esto
en relación con lo que Jesús puede ser para los hom­
bres de hoy—, para nosotros el Señor Jesús es esto:
el manantial de nuestro propio rebosar de gozo. Pero
oigamos a San Pedro (I, P. 1, 3-9):
“Bendito sea Dios, el Padre de nuestro Señor Jesu­
cristo: en su gran misericordia nos ha hecho nacer de
nuevo, por la Resurrección de Jesucristo de entre los
muertos, para una esperanza viva” —al lado de esos
hombres que están “sin Dios ni esperanza en el mundo”,
como dice San Pablo (Ef. 2, 12); sí, Dios nos ha hecho
nacer para una viva esperanza— “a una herencia exen­
ta de corrupción... Vosotros rebosáis de alegría por

47
ello” —he aquí su Magníficat—. “Vosotros rebosáis de
alegría por ello, aunque es preciso seáis afligidos to­
davía algún tiempo por diversas pruebas... Sin haberle
visto (a Jesucristo), le amais; sin verle aún, pero cre­
yendo, rebosáis de una alegría indecible —(por segunda
vez)— y gloriosa, seguros de alcanzar el objeto de
vuestra fe: la salvación de las almas.” Pues bien, ante
este texto tan bello, tan comunicativo de ese rebosar
de alegría, no creamos demasiado rápidamente que esta
gracia de las gracias se realiza en todos los cristianos
de hoy. Y, ¿lo es en cada uno de nosotros?
Esta mañana evocaba ante vosotros a los pobres,
esos anawin, esos pobres de Yahvé que existen hoy día
en el Brasil, en Africa y en Europa también. Al escu­
charles decir lo que es su plegaria, esa “plegaria por el
silencio”, comprendemos mejor que ellos son verdade­
ramente los bienaventurados de la primera bienaven­
turanza, esa que engloba a todas las otras: “Bienaven­
turados aquellos que se saben pobres.” Pero al lado de
esos bienaventurados —¡y son numerosos en el mun­
do!—, de esos pequeños y de esos pobres de hoy están,
y se multiplican, esos otros de quienes San Pablo nos
dice que son “extraños a las alianzas de la Promesa, no
teniendo esperanza ni Dios en este mundo” (Ef. 2, 12).
Y cuando se está así, sin otra cosa más que lo visible
inmediato, se llega rápidamente a desesperar.
He recibido, hace algunos días, un texto de lonesco,
el gran dramaturgo. Ese texto lleva por título Yo corro
tras la vida. Permitidme que os lo lea, aunque sea algo
largo: nada nos situará mejor en el vacío angustioso
de tantos hombres de nuestro tiempo que corren tras la
vida sin esperanza de alcanzar nada, la miseria de
tantos hombres verdaderos míseros del mundo, aunque
son poderosos en apariencia, girando como cosmonau­
tas perdidos en el espacio hasta el agotamiento de su
oxígeno:
“Las satisfacciones que buscaba para llenar una
vida, un vacío, una nostalgia, y que yo he obtenido, han
logrado, a veces, pero muy poco, enmascarar el males­
tar existencial. Me han distraído, pero ya no pueden ha­
cerlo. Los dolores, las penas, los fracasos me han pa-

48
recido siempre más verdaderos que lo conseguido o el
placer. Siempre he intentado vivir, pero siempre he pa­
sado al lado de la vida. Y creo que esto es lo que siente
la mayoría de los hombres. No he sabido olvidarme.
Para olvidarme es preciso olvidar no sólo mi propia
muerte, sino olvidar que aquellos a quienes se ama mue­
ren también y que el mundo tiene un final.”
“La ¡dea del final me angustia y me exaspera. ¡Ay!,
el alcohol mata la memoria y no he conservado más que
recuerdos brumosos de mis euforias. La vida es des­
dicha. Esto no impide que prefiera la vida a la muerte,
existir a no existir, porque no estoy seguro de ser una
vez que ya no exista. Porque existir es la única manera
de ser que yo conozco me aferró a esta existencia, por­
que no puedo imaginar, ¡ay!, una manera de ser fuera
de la existencia.”
“Existe la edad de oro: es la edad de la infancia, de
la ignorancia. Desde que se sabe que se ha de morir ha
terminado la infancia. Como ya lo he dicho, la infancia
para mí terminó muy pronto. Se es adulto, entonces, a
los siete años. Después, creo que la mayoría de los
seres humanos olvidan lo que han comprendido y en­
cuentran otra especie de infancia que puede perpetuar­
se toda la vida para algunos, muy pocos. No es esta
una verdadera infancia, es una especie de olvido. Los
deseos y las preocupaciones están ahí para impedirnos
pensar en la verdad fundamental.”
“Yo no he caído jamás en el olvido; jamás he vuelto
a encontrar la infancia. Fuera de la infancia y del ol­
vido sólo existe la gracia que pueda consolarnos de
existir o que pueda darnos la plenitud, el cielo sobre la
tierra y en el corazón. La infancia, el olvido por la agi­
tación, la gracia. No hay otro estado que ese. ¿Cómo
se puede vivir sin la gracia? Sin embargo, se vive.”
“Si hago todas estas confidencias es porque sé que
no me pertenecen y que todo el mundo, aproximadamen­
te, tiene en sus labios estas confidencias prestas a ma­
nifestarse, y que el literato no es otra cosa que aquel
que dice en alta voz lo que los otros se dicen a sí
mismos o susurran. Si pudiera pensar que esto que
confieso no es una confesión universal, sino la expre-

49
4
sión de un caso particular lo confesaría igualmente con
la esperanza de ser curado o consolado. Pero no tengo
esa esperanza: esa esperanza no la tenemos; estamos
unidos en la misma pena. Entonces, ¿por qué? ¿Para
qué puede servir? Es porque, a pesar de todo, no pode­
mos menos de adquirir conciencia, una conciencia más
aguda, de una realidad, de la realidad de la desgracia
de existir, del hecho de que la condición humana es
inadmisible: una conciencia inútil que no puede menos
de ser y de manifestarse: esa es la del literato.”
“Estoy en la edad en que se envejece diez años en
uno sólo, en que una hora sólo vale unos minutos, en
que incluso ya no se pueden contar los cuartos de hora.
Y, sin embargo, todavía corro tras la vida con la espe­
ranza de alcanzarla en el último momento, como se
salta sobre los estribos de un vagón del tren que ha
comenzado a andar”8.
He ahí, me parece, el grito de desesperación de un
hombre. Ahora bien, ese texto se me ha entregado hace
menos de cuatro días, en el momento en que iba a
venir a Roma, por una joven de veintidós años. Y me
ha subrayado unos pasajes para mostrarme, según me
decía, que eso es lo que ella, a sus veintidós años, ex­
perimentaba. Qué urgente es para nosotros hacer pre­
sentir a esos hombres que “corren tras su vida” el es­
tremecimiento de gozo indecible de San Pedro. Nuestro
papel, para nosotros que sabemos que no hay otro nom­
bre que el del Señor Jesús, es preparar esos encuen­
tros, ayudar verdaderamente a esos encuentros: prepa­
rar a los hombres para una religión del Cristo vivo y
no para una religión de Jesucristo muerto.
Los primeros cristianos llamaban al cristianismo na­
ciente “el camino” (Hch. 18, 25). Nada hay más urgente
que ese esfuerzo de colocar en camino, en el sentido
primitivo de la palabra, de colocar sobre el camino en
que se realice el encuentro con el Señor Jesús. Pero,
¿cómo? ¡Oh!, yo no voy a deciros cómo encontrarle. El
Señor resucitado ¡tiene tantas posibilidades! Pero me
parece que tenemos trazadas dos vías de acceso com-

IONESCO: Journal en miettes. Gallimard.

50
plementarias y necesarias en la fe, y que es preciso
emplear las dos. Para encontrar al Señor Jesús, para
encontrarle como una realidad viva es preciso, en primer
término —esto es una perogrullada— mirarle vivir, ver
al hombre. Yo descubro, como los primeros apóstoles,
un hombre, muy excepcional, pero hombre, muy excep­
cionalmente humano. Lo miro vivir y, como Simón Pedro
un día, partiendo de ese personaje Jesús de Nazaret,
llegó a decir: “Sí, tu eres el Cristo, el Hijo del Dios
vivo” (Mt. 16, 5).
Ese es el método —y empleo esa palabra método en
su significado etimológico de camino— que utiliza el
mismo San Pedro cuando en su primer discurso de Pen­
tecostés hace su primera catequesis al pueblo, la pri­
mera predicación apostólica:
“Hombres de Israel, escuchad estas palabras.
A Jesús el Nazareno, ese hombre —habla del hombre—
a quien Dios ha acreditado ante vosotros por los mila­
gros, prodigios y signos que ha realizado por él en
medio de vosotros —todo eso que os hace descubrir
poco a poco que hay algo más en ese hombre—, a ese
hombre que había sido entregado según el designio
bien establecido y la presciencia de Dios, lo habéis co­
gido y hecho morir clavándolo en la cruz... pero Dios
le ha resucitado.” Y San Pedro concluye: “Que toda la
casa de Israel lo sepa, pues, con certeza: Dios ha hecho
Señor y Cristo —su nombre divino— a ese Jesús —su
nombre humano— que vosotros habéis crucificado”
(Hch. 2, 22, 24, 36). Por tanto, lo que nos muestra aquí
la Escritura es un movimiento ascendente del hombre
a Dios, de la visión del hombre al presentimiento de
lo divino.
Pero hay, igualmente, un movimiento descendente
que la Escritura emplea también cuando nos hace des­
cubrir lo que San Pablo llamará el "sí de las promesas”,
aquél en quien termina y se cumple toda promesa:
“Porque el Hijo de Dios, el Cristo Jesús que hemos
anunciado entre vosotros... todas las promesas de Dios
tienen su sí en él, de igual modo que es por él por
quien decimos nuestro AMEN a la gloria de Dios”
(II, Cor. 1, 19-20). No es ya la subida del hombre a

51
Dios, sino un movimiento descendente en el que toda
una historia divina viene a cumplirse en un hombre.
La grandeza de este segundo movimiento está en
que no reduce nuestro Señor Jesús a un momento de
la historia, al tiempo de Herodes, rey de Judea, de
Cesar Augusto y de Quirino. Este modo grandioso de
abordar a Jesús es el mismo que San Mateo y San
Lucas nos proporcionan al darnos las genealogías de
Jesús. En otros tiempos, el 8 de septiembre se releía
la genealogía de Jesús; en latín se encontraba en ella
todos esos “genuit” en medio de los nombres hebreos.
El desgraciado celebrante sentía la tentación de esca­
motear esta genealogía diciéndose: “¿Qué van a com­
prender esas gentes de todo esto?” Sin embargo, no sin
razón, Mateo y Lucas dan la ascendencia de Jesús. En
San Mateo (Mt. 1, 1 y sigs.) se encuentra la “genealo­
gía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham”. En
San Lucas (Le. 3, 38 y sigs.) se remonta más lejos
todavía: “este Jesús, de unos treinta años de edad era
hijo de José..., hijo de Set, hijo de Adán, hijo de Dios.”
Jesús había afirmado también que los grandes pa­
triarcas y los profetas se habían vuelto hacia él: “Abra­
ham se regocijó pensando en ver mi Día; lo vio y se
alegró” (Jn. 8, 56). “Si creyerais a Moisés me creeríais
a mí también, porque de mí es de quien él ha escrito”
(Jn. 5, 46). Porque Moisés había anunciado, en efecto,
el don de Yahvé: “Yahvé, tu Dios, suscitará para ti, de
en medio de ti, entre tus hermanos, un profeta como yo
a quien escucharéis” (Dt. 18, 15). San Pedro hablando
al pueblo de Jerusalén (Hch. 3, 22) y San Esteban,
antes de ser lapidado, recogen esta profecía.
A nosotros nos toca escrutar las Escrituras: nada
más vital que ese descubrimiento, “como el centinela
espera la aurora”, de los presentimientos que los hom­
bres de la Biblia tenían de Cristo:
“Oráculo de Balaam, hijo de Beor,
oráculo del hombre de mirada penetrante,
oráculo de aquel que escucha las palabras de
Dios,
de aquel que conoce la ciencia del Altísimo.

52
El obtiene la respuesta divina y sus ojos se abren:
Yo lo veo, aunque no para ahora.
Yo lo vislumbro, pero no de cerca” (Núm. 24, 15).
Como la aguja imantada se vuelve hacia el polo
desde millares de kilómetros de distancia, así está orien­
tado el Antiguo Testamento hacia la persona de Cristo.
Ahí está lo que nos hace captar verdaderamente la
dimensión de nuestro Cristo Jesús, Señor, sin limitarlo
a un momento de la historia, sino dándonosla en toda
su plenitud, de edad en edad. Es esta la misma reve­
lación que nos presenta San Juan en su Prólogo; por­
que su Prólogo es ese gran movimiento descendente
que nos coloca ante ese Jesús anterior a toda cosa,
aquel que dirá un día: “Antes de que el mundo fuera
hecho Yo soy” (Jn. 8, 58). “En el principio el Verbo
existía y el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios.
Estaba en el principio con Dios. Todo fue hecho por
él, y sin él nada fue hecho... Y el Verbo se hizo carne
y ha morado entre nosotros” (Jn. I, 1-3, 14).
Ahí tenemos dos tiempos complementarios, dos ca­
minos de acercarse al Señor Jesús: Antes de la exis­
tencia humana de Jesús, y en el tiempo de su existen­
cia humana, “en los días de su carne”, como decía
San Pablo (Hch. 5, 7). Más tarde vendrá el tiempo de
Jesús en la plenitud de su Cuerpo Místico, la Iglesia.
Jamás contemplaremos bastante esta humanidad de
nuestro Señor Jesús porque ella es, en efecto, la que
debemos amar: Pedro, ¿me amas? ¿Me amas en mi hu­
manidad, tal como yo soy, con mi divinidad, seguramen­
te, pero me amas a mí, Jesús? Esa humanidad es la que
nos hace falta imitar, de ella vivimos; nos hace falta
continuarla, nosotros la terminamos, como dice San Pa­
blo. Y sabemos, al mismo tiempo, que esta humanidad
de nuestro Señor Jesús no adquiere su talla y su ver­
dad más que a la luz de su divinidad; pero ésta, para
nosotros, encuentra su dimensión a través de esa his­
toria de la que las genealogías de Lucas y Mateo, así
como el primer versículo de San Juan, nos dan el índice
de materias.
Ahora bien, Jesús, una vez que se ha resucitado, no
hace otra cosa al encontrarse con los peregrinos de

53
Emaús: al hacerse el encontradizo les va a explicar su
misterio:
“Comenzando por Moisés y recorriendo todos los
Profetas, les interpretó en todas las Escrituras aquello
que le concernía” (Le. 24, 27).
Más tarde, en su primera instrucción a los Apóstoles
hará lo mismo Jesús: “Entonces les abrió el espíritu a
la inteligencia de las Escrituras, y les dijo: Así estaba
escrito que el Cristo sufriría y resucitaría de entre los
muertos al tercer día” (Le. 24, 45).
Vemos, pues, al Señor Jesús comenzar por Moisés
—¿podemos hacer nosotros algo mejor que él?—, reco­
rrer los Profetas, la Biblia, interpretar todas esas Escri­
turas y, en esas Escrituras, aquello que le concernía,
aquello que sobre él estaba contenido en ellas.
De este modo de obrar de Jesús resucitado tene­
mos, a mi parecer, un comentario en la epístola misma
de San Pedro que os citaba al principio, en que nos
habla del modo de encontrar y reunirse con el Señor.
Es a propósito de la esperanza de los profetas “que
han profetizado sobre la gracia destinada a vosotros”
(I, Ped. 1, 10). No se trata de cosas viejas, en el aire:
es para nosotros, está “destinada a vosotros”.
Esos profetas “han buscado descubrir cuál era el
tiempo y cuáles las circunstancias que tenía a la vista
el Espíritu de Cristo, que estaba en ellos, cuando anun­
ciaba por adelantado los sufrimientos del Cristo y las
glorias que les sucederían”. ¡Los sufrimientos y las glo­
rias! “Les fue revelado que no era para ellos mismos,
sino que era para vosotros (siempre es para nosotros)
para quienes administraban ese mensaje que ahora os
anuncian quienes os predican el Evangelio” (I, Ped. 1,
11- 12) .
Henos, pues invitados por el mismo Cristo y por su
Apóstol a buscar al Señor Jesús a través de eso que
he llamado esa genealogía de sí mismo a través de
las escrituras. Los profetas, según San Pedro, han per­
cibido, con la gracia y la iluminación del Espíritu, o
al menos presentido, la dimensión de su mensaje, Je­
sucristo, Hijo de Dios, Enviado del Padre, muerto por
54
todos los hombres —“sus sufrimientos”, como dice
San Pedro—; ese Jesús resucitado y vivo —“sus glo­
rias”—, como dice también San Pedro. Pero también
es ese Jesús en su posterioridad, es decir, en su Igle­
sia que es su Cuerpo Místico, quien anuncia hoy el Evan­
gelio para la salvación de todo creyente.
Vamos, pues, a intentar al modo de Jesús, si se
puede osar decir semejante cosa, digamos al menos
imitándole, interpretar en todas las Escrituras aquello
que le concierne. Me parece que la Escritura, y sólo
ella, nos introduce en el conocimiento del Cristo y en
un triple conocimiento indiviso: el conocimiento de la
persona de Jesucristo; el conocimiento de la posteri­
dad del Señor Jesucristo, que es la Iglesia, el cuerpo
del que es la cabeza; el conocimiento de nosotros mis­
mos, en fin, en la acogida que prestemos a este admi­
rable designio de Dios.
Citaba a San Pedro. No dice otra cosa San Pablo
cuando nos habla de la promesa dirigida a Abraham
y cumplida en Jesucristo (Gal. 3, 16). He ahí por qué
ese Antiguo Testamento tiene tanto valor para nos­
otros, puesto que nos revela sin cesar lo que es la ac­
tualidad más inmediata: ese combate incesante entre
nuestro Dios que llama al hombre y el hombre que re­
siste. No es solamente al Señor Jesús a quien presenti­
mos, sino que presentimos ya sus sufrimientos, es decir,
al hombre que resiste a lo que Jesús viene a traernos, y
esto hasta la paradoja, si puede decirse, inimaginable
de la cruz, y hasta las palabras más inimaginables to­
davía: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abando­
nado?” Convertirnos es aceptar, a la vez, esa paradoja
y ese combate, sabiendo que hasta el fin estaremos,
todos y siempre, en lucha entre Dios que nos llama en
la persona del Señor Jesús y nosotros mismos que le
resistimos.

55
5. Y VOSOTROS, ¿QUIEN DECIS QUE SOY YO?

Lunes, 16 de febrero de 1970

“Llegado a la región de Cesárea de Filipo, Jesús


hizo a sus discípulos esta pregunta” —todos los Evan­
gelistas nos hablan de este episodio, pero en San Lucas
se dice que Jesús estaba en oración (Le. 9, 18)—,
Jesús, pues, hizo esta pregunta:
“Según dice la gente, ¿quién es el Hijo del hombre?
Ellos dijeron: para unos es Juan Bautista; para otros
Elias; para otros Jeremías o alguno de los profetas.
Pero para vosotros —dijo él—, ¿quién soy yo?” Para
vosotros, para ti, para cada uno de nosotros. “Tomando
entonces la palabra Simón Pedro, respondió: Tú eres
el Cristo, el Hijo de Dios Vivo.” En respuesta Jesús le
declaró: “Bienaventurado eres Simón, hijo de Jonás,
porque esta revelación te ha venido no de la carne y
de la sangre, sino de mi Padre que está en los cielos...”
(Mt. 16, 17).
La cuestión que nos planteamos esta tarde, en el
curso de estas jornadas de recogimiento, de profundi-
zación, es la interrogación permanente de Jesús a cada
uno: “Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?” Jesús nos
hace esta pregunta hoy. Jesús no nos pregunta lo que
dicen los manuales, lo que dice la Suma de Santo
Tomás con toda su grandeza y esplendor. Y, menos to­
davía: ¿Qué piensan los teólogos más en boga hoy so­
bre lo que yo soy? No. Pregunta directamente a cada
uno de entre nosotros con vistas a una respuesta com­
pletamente personal. Y con esto nos encontramos en
el corazón de la realidad más actual.
Las respuestas difieren. Paso por alto una primera
explicación que fue dada no ese día, sino algún tiem­
po antes cuando, marchando sobre las aguas, Jesús
aborda la barca de sus discípulos. Antes de que San
Pedro fuera a su encuentro algunos gritaban: “¡Es un

57
fantasma!” Con miradas humanas había cierta razón,
en cierto modo, para expresarse así ai ver a un hombre
marchando sobre las aguas. Es un mito, como dicen
tantas personas hoy día; manera fácil, por otra parte
caducada, para evitar explicarse este personaje. Es un
fantasma: dejemos esto a un lado.
Otra respuesta: “Es Elias o Juan el Bautista, o Jere­
mías, o alguno de los profetas.” Uno de los evangelis­
tas, Lucas, nos informa: “Es uno de los antiguos profe­
tas resucitado.” (Le. 9, 19). Aquí estamos en plena
actualidad, muy allá del mito. Se ha hablado mucho en
estos tiempos de Roger Garaudy. Evidentemente, no se
trata de entrar en la actualidad política; no es ese nues­
tro terreno; pero es interesante anotar una respuesta
dada por él a una encuesta de Navidad de una revista
franciscana9. En su contestación no se puede hablar
de manifestación de fe —no se trata de fe—, pero a su
manera respondió a la pregunta del Señor: “Y vosotros,
¿quién decís que soy yo?” Tú, Roger Garaudy, ¿quién
dices que soy yo? No se puede leer sin emoción esas
líneas escritas a propósito de Jesús: “Jesús ha debido
vivir de tal manera lo que toda su vida significaba...
Para pregonar hasta el fin la Buena Nueva hacía falta
que él mismo, con su resurrección, anuncie que todos los
límites, la barrera suprema: la misma muerte, ha sido ven­
cida.” Ese Cristo, dice Garaudy: “Ha desfatalizado la
historia... Era como un renacimiento del hombre...”
Roger Garaudy reivindica a ese Cristo: “Vosotros, los
custodios de la gran esperanza que nos ha robado Cons­
tantino, gentes de Iglesia, devolvédnoslo. Su vida y su
muerte son también para nosotros, para todos aquellos
para quienes tiene un sentido. Para nosotros que hemos
aprendido de El que el hombre ha sido creado creador.”
Así, para Garaudy y para muchos hombres rectos
de nuestra generación, Jesús es la humanidad que al­
canza lo que ella lleva en sí misma de más bello y más
grande: Jesús es el Hombre, el Hijo del hombre por
excelencia; pero es evidente que esto, que esa huma-

9 L’Evangile aujourd’hui. Citado en “La France catholique", por J. de Fa-

brégues.

58
nidad llevada al extremo, es parasitaria, si puede decir­
se así, de la divinidad de Jesús, que viene a desapare­
cer. Sí, ese Jesús sería, para esos hombres, “alguno
de los profetas”, uno de los “antiguos profetas resuci­
tado”, marcando con una huella imborrable la huma­
nidad.
Esta respuesta no es sólo la de los incrédulos.
¿Para cuántos cristianos su fe en Jesús no va más
lejos? Querría daros cuenta de lo que ha venido a ser
mi convicción en esos años de vida en América Latina,
y también puedo decir que en Europa. Me parece que,
a menudo, van al lado una de otra dos religiones que
llevan el mismo nombre de católicas. Sería preciso
matizar mucho lo que quiero decir con esto, pero me
parece que empleando las mismas palabras, venerando
los mismos santos, presentando los mismos sacramen­
tos, se encuentra uno a veces frente a una religión
muy diferente de la religión fundada por el Señor Jesu­
cristo y sobre El. No hablo de lo que se halla en el
fondo del corazón de cada hombre, de la actitud que
constituye el secreto de cada uno de nosotros. Pienso
que muchos de esos hombres de América Latina tienen
una fe análoga a la del tiempo de Abraham, una fe
muy secreta, soterrada, muy bella y que yo no dismi­
nuyo en nada. Un sacerdote brasileño, que conoce ad­
mirablemente su país, me decía: “Para el pueblo, a
pesar de sus supersticiones, Dios es una persona, es
Alguien.” Y añadía con una pizca de malicia: “Pero
¡para los curas es una verdad en que creer!” ¡Y eso no
es lo mismo!
Una vez más, pues, no hablo de aquello que sólo
Dios puede juzgar —El que ve el corazón del hom­
bre— y que yo admiro tan profundamente. Pero, si mira­
mos a la religión tal como se manifiesta, vivida exte-
riormente por esos hombres y esas mujeres tan llenos
de bondad y de sentido religioso, tan alejados al mismo
tiempo del ateísmo de Europa, carece de la realidad
que la constituye en su mismo ser: el Señor Jesús Re­
sucitado. Jesucristo no es la piedra angular en que
todo el edificio se sostiene. Con toda seguridad no es
desconocido, pero sólo es una devoción —si oso decir­
lo así— entre otras devociones, algunas de las cuales

59
tienen primacía sobre él en ciertos momentos. No doy
demasiados detalles, pero así como en tiempos de
Abraham cada pueblo llevaba consigo sus ídolos loca­
les, cada misionero sufre la tentación de llevar consigo
su culto nacional: nosotros, los franceses, instalamos la
gruta de Lourdes. También hay algunos santos de im­
portación italiana que, a veces, parecen adelantarse al
mismo Jesús, y esto acaba por borrar la realidad misma
de ese Señor y Cristo, de quien escribe San Pablo en
“gruesos caracteres” (Gal. 6, 11). Jesús, ciertamente,
no es desconocido; pero es objeto de una “devoción”
que le anega entre muchas otras y, de golpe, la Santa
Escritura, la Eucaristía, la Virgen María, la Iglesia, ya
no están iluminadas por la realidad del Verbo divino
hecho carne, de Dios hecho hombre. Como consecuen­
cia, pierden su carácter único y se convierten en unas
“prácticas” entre otras, aumentando el número de las
demasiado múltiples devociones, y pierden valor. Repi­
to: no subestimo el corazón de esos hombres y esas
mujeres; pero nos hace falta comprender que tal “fe”
no resistirá al desarrollo y a la cultura.
En una capilla, en la que jamás hasta entonces había
habido la presencia continua de la Eucaristía, propuse,
puesto que celebraba en ella regularmente, que se ins­
talara el Santísimo Sacramento. La gente se sentía muy
dichosa: “¡Oh!, ¡qué felicidad! ¡Se va a ver el Santísi­
mo!” Y yo me gozaba con su alegría. Se buscó el ta­
bernáculo, la seda, todo lo que hacía falta para insta­
lar al Señor pobremente, pero todo lo más dignamente
posible en aquella capilla minúscula en la que ya había
dieciséis imágenes de santos (incluso había dos santas
iFitomenas, una de 70 centímetros de altura y otra
de 1,20). Pero cuando el Santísimo quedó instalado con
su tabernáculo, el velo, la lámpara y todo lo demás, me
di cuenta de que había instalado, a sus ojos, ¡una deci­
moséptima devoción! Y, cosa más terrible aún, para
aquel pueblo tan concreto esta decimoséptima devoción
era ¡arte abstracto! Porque, en fin, San Jorge o San Mi­
guel, con su lanza y su dragón, eran de un arte más
realista que esa Hostia, “sin apariencia ni belleza”, a
pesar de todo aquello con que puede rodeársela.

60
En esas condiciones Jesús es un gran Santo, el más
grande, el mejor tal vez, el más milagroso, el más aman­
te hasta el punto de dar su vida. No es el Alfa y el Ome­
ga, la Luz, la única que ilumina a todo hombre que
viene a este mundo. No es el Señor, el Nombre por en­
cima de todo nombre.
Hace algunos días estaba yo en Suiza sentado al­
rededor de una mesa con unos cristianos que discutían.
Ya adivináis de qué hablaban en la hora actual: Huma-
nae vitae, el celibato de los sacerdotes, la colegialidad,
todo se examinaba. Pero en sus discusiones llenas de
psicología, de sociología, de fisiología y de hermenéu­
tica hasta la saciedad, sólo uno quedaba sin nombrar,
el sólo, el único, Jesucristo, la clave de todo. Con ello
nos encontramos en el núcleo de todos los sobresaltos
que comprobamos alrededor de nosotros en la hora ac­
tual. Comprobamos unos temblores de tierra. No se trata
de mirar a tal casa que se hunde, o aquella otra que
se resquebraja y parecía sólida. Se trata de buscar
dónde está el epicentro, el punto de partida de todos
esos temblores de tierra. Y aquí el epicentro del seísmo
está en la respuesta que se dé a la pregunta: “Y, vos­
otros, ¿quién decís que soy yo?”
Estaba yo hace un año en una de las regiones más
explosivas del Brasil (no era la de monseñor Helder;
me adelanto a decirlo porque así podría creerse). Es­
taban reunidos unos veinte sacerdotes. Durante dos días
estos hombres habían realmente buscado; estaban ator­
mentados por múltiples problemas y cuestiones, por su
porvenir, etc. Al final del segundo día —todavía veo el
momento, la hora, las cinco de la tarde— uno de aque­
llos sacerdotes que tenía unos treinta y ocho años tuvo
un destello que vino a iluminar toda su existencia: tuvo
netamente la explicación de su vida; y lo que manifestó
en aquel momento se sentía que salía de lo más ocul­
to de su inconsciente. Dijo esto: “¡Ah!, hoy me doy
cuenta de que he elegido libremente el oficio de sacer­
dote” (y en el buen sentido, no solamente en el de
para comer, beber y vivir), y añadió, “me doy cuenta
en este momento de que jamás he elegido seguir a
Jesucristo”. ¡Qué trágico descubrimiento para este hom­
bre a quien jamás se le había planteado la cuestión:

61
“Y tú, ¿quién dices que soy yo?”, y que no podía res­
ponder honestamente: “Tú eres el Cristo, el Hijo del
Dios vivo.”
Se comprende perfectamente entonces que el celi­
bato se planteaba para este sacerdote en los mismos
términos que para las azafatas del aire que, en otros
momentos, por contrato, no podían casarse y que, no
sin razón, decían: “No veo, realmente, por qué me im­
pedís casarme; esto afecta solamente a mi marido y a
mi, si él acepta que yo vuele.” Para este sacerdote, si
no había elegido verdaderamente a Jesucristo, no se
ve por qué, en nombre de qué, podía renunciar a tales
proyectos.
Y ved lo que nos decía un día un padre maestro
de una de las grandes Ordenes religiosas que existen
(hay muchas, no busquéis, pues, a cuál me refiero):
de golpe, al cabo de años de desempeñar su cargo,
descubría que podía formar religiosos perfectos —en el
sentido externo de la palabra al menos— pero que jamás
habían sido evangelizados. ¡Oh!, seguramente sabían
colocarse bien el capuchón, sabían orar, conocían in­
cluso la vida del Señor en el Evangelio, pero jamás
habían encontrado la persona viva y única de Cristo.
Vosotros sabéis que en Francia, hace algunos años,
algunos hombres políticos se llamaban “los incondicio­
nales” del General. Pues bien, nosotros los cristianos
debemos ser los incondicionales de Jesucristo. Si un
bautizado no es, en primer término, un incondicional de
Jesucristo, ¿cómo puede vivir verdaderamente su bau­
tismo y los otros sacramentos, matrimonio o sacerdo­
cio? Cuando en el plano cristiano encontramos todas
las dificultades que conocemos en la hora actual, tanto
si se encuentran, como vosotros las encontráis, en el
plano mundial y en el plano de las estructuras, como si
se encuentra uno mismo ínfimamente en la base con
los hombres que sufren y que inquieren, toda la cues­
tión está en saber quién es Jesucristo, él mismo en
su persona y en su forma de Iglesia. Si la descripción
del fin y de las misiones de la Iglesia está presentada
como si su misión fuera puramente terrestre, y si Jesu-

62
cristo es solamente “un gran profeta”, continuaremos
en unas discusiones sin fin.
Es preciso batirse por la realidad de nuestro Señor
Jesucristo y la del reino de los cielos, si no la Iglesia
será una especie de gran asociación con un secretario
general, tipo “Naciones Unidas”, porque Jesús no será
otra cosa que uno de los hermosos grandes momentos
de la historia, un Sócrates superinspirado, y no el “tú
eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo”, es decir: tú eres
mi Dios que vive en mí, mi Señor y mi Dios. Y esto es
lo que nos falta decir “a tiempo y a destiempo” a los
hombres que nos rodean, aunque ellos no nos escuchen
más de lo que los atenienses escucharon a San Pablo.
No nos batamos solamente en el terreno en que ellos
nos proponen el combate, sino que planteémosles la
pregunta: “Y tú, ¿quién dices que es el Señor Jesús?”
Puede ser que volvamos a los tiempos de los pri­
meros siglos cristianos en los que todo el Credo se apli­
caba a discernir el misterio de la persona del Señor
Jesús. Acaso tengamos que volver a la fórmula del pe­
regrino ruso, aquella que es la clave de la fe y la pie­
dad ortodoxa: “Señor Jesucristo, Hijo de Dios vivo, ten
piedad de mí, pecador.” En ella se dice todo: Jesús y
nosotros estamos definidos en ella. Algunos pensarán,
seguramente, que permanecemos ligados a un mito, que
nuestra edad mental sigue siendo la de un niño de ocho
o de doce años; pero nosotros lo sabemos perfecta­
mente: “Yo te bendigo Padre, Señor del cielo y de la
tierra, porque has revelado esto a los pequeños y lo
has ocultado a los sabios y a los sagaces” (Le. 10,
21-22; Mt. 11, 25).
Cuando en el desierto, en el momento de las mur­
muraciones, de los deseos ardientes, fue preciso encon­
trar un remedio contra las serpientes venenosas no
hubo otro que el de la serpiente de bronce, y al mirar­
la —no mirarla simplemente con los ojos, sino con una
mirada de fe y de confianza— se conservaba la vida.
Pues bien, en la hora actual no hay otra serpiente de
bronce, y siempre para sanar las heridas de los hom­
bres, las que ya conocemos y las que pueden sobreve­
nir, no hay otro modo de curación que mirar a ese

63
Hijo del hombre alzado ahora sobre la tierra, y cuyas
heridas son las únicas que pueden curarnos. San Juan
nos lo dice: “De igual modo que Moisés alzó la ser­
piente en el desierto, así es preciso que sea levantado
el Hijo del hombre a fin de que todo hombre que crea
tenga por él la vida eterna” (Jn. 3, 14). Pero a condi­
ción de que sepamos responder como el Apóstol Pedro:
“Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios vivo.”

64
6. ABRAHAM: «ABANDONA...»

Martes, 17 de febrero de 1970

Para dar a la persona de Jesús su dimensión; para


que caminemos hacia la "ciencia eminente de Jesucris­
to” (Fil. 3, 8); para que esa palabra de “Señor” no sea
una simple fòrmula, tan a menudo repetida en la con­
clusión de las oraciones: “por Jesucristo Nuestro Señor”;
para que el misterio de este nombre sea vivido con toda
nuestra admiración indecible y la más total adoración
posible, nos es preciso continuar mirando a ese Señor
Jesús, el Verbo hecho carne, y mirarle en sus tres di­
mensiones.
La primera es aquella en que encontramos al Señor
Jesús preparado profèticamente, prefigurado realmen­
te en cada página de la Biblia. El Concilio nos invita
a ello enérgicamente con esa consideración:
“La economía del Antiguo Testamento tenía por prin­
cipal razón de ser preparar el advenimiento del Cristo
Salvador del mundo, y de su Reino mesiánico, anunciar
profèticamente este acontecimiento y expresarlo por
medio de diversas figuras” (Dei Verbum, núm. 15).
Pues bien, en el momento en que los hombres aspi­
ran a una dimensión mundial, cósmica, me parece que
es necesario adquirir conciencia de esta dimensión de
Nuestro Señor Jesucristo, profètica, realmente prefigu­
rado en cada página de la Biblia. Sólo le daremos su
verdadera talla si lo encontramos en ese impulso y en
esa presencia a través de la historia. Hay en esto como
la línea que marca a los automovilistas el medio de la
carretera. Por ella vamos al Señor, rehaciendo el ca­
mino que él mismo ha trazado.
La segunda dimensión del Señor Jesucristo, que ve­
remos a continuación, es eso que llamaremos su di­
mensión de expansión a la medida del Cuerpo Místico,
65
6
ese Jesús-Iglesia que no cesa de crecer, como una in­
mensa esfera que se dilata a la medida de la huma­
nidad.
Y entre las dos, los treinta y tres años de Jesús.
“Pero cuando llegó la plenitud de los tiempos Dios en­
vió a su Hijo, nacido de una mujer” (Gal. 4, 4).
He ahí el hilo conductor de estas pláticas: mirar
sin cesar a nuestro Señor Jesús en sus tres grandes
dimensiones: su dimensión lineal que le prepara; la del
Verbo hecho carne morando entre nosotros, y su di­
mensión global de expansión de Cristo hombre Dios
resucitado. Y con toda seguridad no se oponen entre
sí. La Trinidad es la vida divina. La Encarnación es esa
vida divina comunicada a la humanidad del Cristo. La
encarnación del Cuerpo Místico es esa vida divina en­
globando al hombre en la humanidad de Cristo.
He aquí por qué, al mirar hoy a Abraham, me pa­
rece que no haré otra cosa que hablar de Jesús como
en filigrana. Pero, precisamente, lo que muestra que un
billete es bueno es la filigrana que está inscrita en el
billete. Yo no haré otra cosa, pues, que hablar de
Jesús, nuestro amado Salvador, y no haré otra cosa
que hablar de su Iglesia, que es su Cuerpo, “la posteri­
dad de Abraham”, que somos nosotros.
Hablar de Abraham es volver a esa genealogía de
San Mateo que evocaba ayer: Jesucristo hijo de David,
hijo de Abraham. Es recoger la palabra de San Pablo:
“Abraham, el padre de todos” (Rom. 4, 16). Y si me
buscara una abogada para abordar este tema de la
jornada de Abraham, es a María, esa verdadera hija de
Abraham, a quien me dirigiría, puesto que nombrán­
dole es como acaba su Magníficat:
"El Omnipotente ha prestado socorro a Israel su ser­
vidor acordándose de su misericordia —como lo había
prometido a nuestros padres— en favor de Abraham y
de su descendencia para siempre” (Le. I, 54-55).
María no cita otro nombre, no da muchas referen­
cias, habla poco; pero cuando ella nos hable de al­
guien nos habla de Abraham, de la promesa hecha a
66
Abraham y su descendencia y, por tanto, a nosotros,
posterioridad de Abraham.
Todo comienza con Abraham: y, en primer lugar,
ni dialogo que Dios anuda con el hombre. Dios en busca
<lol hombre... Sería preciso destacar estas palabras
con un largo silencio. La maravilla maravillosa es que
Dios, que de nada tiene necesidad, que está por enci­
ma de todo, que lo posee todo en sí mismo, venga a
buscar al hombre. ¡Es increíble y locura! Esto me ha
detenido mucho tiempo, siendo incrédulo, hasta el día
en que he presentido —porque jamás podremos com­
prenderlo— que siendo Dios el Amor absoluto, fuera de
toda limitación, podía ir hasta eso... Y cualquiera que
sea el pecado, o la infidelidad del hombre, siempre es
Dios quien da y vuelve a dar los primeros pasos, quien
reanuda el diálogo que nosotros habíamos interrumpi­
do. Pero con Abraham se dio una respuesta de hombre
a la iniciativa de Dios. De Abraham no tenemos, por así
decir, palabras: su vida misma es respuesta.
Después del “Ved” de que hablamos el primer día
—“Venid y ved”—, después del “Escuchad”, que era el
tema de ayer, se destaca con Abraham este otro tema
principal, esta otra palabra de Dios, que no es la más
fácil de vivir: “Abandona...” “Abandona tu país, tus pa­
rientes y la casa de tus padres para ir al país que te se­
ñalaré.” Y cuando Abraham quiera hablar de sí mismo
dirá al rey Abimeleck: “Cuando Eloim hizo de mí un
errante.” Cuando se le dice a Abraham que abandone
no se trata, simplemente, de un puro desplazamiento
local de nómada, sino de un verdadero desenraizamien-
to: Abraham se pone en camino, “Abraham partió como
se lo había dicho Yahvé” (Gen. 12, 4), y esto desenca­
dena un doble movimiento: un cambio de domicilio, en
primer término —lo cual no es lo más importante—,
pero, sobre todo, una modificación de su actitud de es­
píritu. Lo que cuenta no es el cambiar de lugar, es el
cambio interior de un modo de existencia que en lo su­
cesivo está ordenada por la fe. Porque, en definitiva,
es la fe de Abraham de lo que hablamos. Ese modo de
existencia caracterizado por la fe sigue siendo esencial
a todo creyente.

67
Un desenraizamiento: quien dice desenraizamiento
habla de algo que pertenece al pasado para llegar a un
enraizamiento que se realizará en el futuro. Entre uno
y otro está el presente de ponerse en camino: se parte,
se deja y esta es la historia de todo hombre en marcha
hacia Dios. Pero, ¡atención! La Biblia nos da a conocer
desarraigos muy diversos en su causa. Con Abraham
presenciamos un desarraigo de obediencia, mientras
que tres desarraigos anteriores de que nos habla la
Biblia eran debidos al pecado: el de Adán; Adán arroja­
do fuera del Edén, echado del lugar de ese paraíso en
que se encontraba, es desarraigado. El de Caín, quien,
después de la muerte de su hermano, va a verse —es­
cribe la Escritura— maldito, perseguido, errante, reco­
rriendo la tierra (Gén. 4, 11-12). El desarraigo, en fin, de
la Torre de Babel en que Dios “les dispersó sobre toda la
faz de la tierra” (Gen. 11, 9). En efecto, no es sólo la
voluntad de Dios la que nos desarraiga; también el pe­
cado lo hace, incluso cuando estamos perniciosamente
enraizados.
Con Abraham, por el contrario, se ve el desenraiza­
miento de la obediencia: “Abandona tu país.” Y este
desenraizamiento de la obediencia es, esencialmente,
una confianza en Dios para el porvenir. Todos los ver­
bos que vamos a escuchar dirigidos a Abraham son
verbos en futuro. Son unas promesas. “Abandona”, sí,
pero abandona para otra cosa que vendrá más tarde,
en el futuro: “Yo haré de ti; yo te bendeciré; yo ensal­
zaré; yo reprobaré.” Todo es futuro. La promesa hecha
a Abraham es lo que hay de más tenue: como todas
las promesas, su peso es sólo el de una palabra, y para
registrar esa palabra no es preciso que tenga peso. Es
preciso ser como esas balanzas extremadamente sensi­
bles de los sabios de hoy día que registran el menor
soplo. Esa promesa está toda ella orientada hacia un
porvenir, en el sentido fuerte de la palabra, “inimagi­
nable”.
Nuestra fe, actualmente, es eso. Jesús resucitado no
es del pasado; él es el “Sí de las promesas”, como de­
cíamos ayer con San Pablo. El es más que nadie, y él
está siempre también en porvenir. “El es, él era y él
viene.” El es siempre, él era, pero él viene. En el Apo-
68
calipsis le vemos como el caballero sobre su caballo
blanco de victoria que se va vencedor —ya lo es— y
"para vencer todavía” (Apoc. 6, 2). Siempre es un futuro.
Siompre es un porvenir. Por tanto, no hay en nuestra
vida de fe una situación inmutable, una realidad acaba­
da; por todas partes hay un devenir, incluso cuando ya
poseemos un presente y unas promesas realizadas; en
<>l desarraigo del “Abandona” sentimos muy bien que
vamos hacia más lejos. La existencia y el porvenir del
pueblo elegido —puesto que en Abraham descubrimos
a Jesús y a ese pueblo elegido que somos nosotros— de­
penden de esa promesa y de ese acto de fe en el fu­
turo que Abraham va a hacer. No se trata simplemente,
on efecto, de su descendencia carnal, sino de todos
aquellos a quienes la misma fe hará hijos de Abraham
nuestro padre y padre de todos los creyentes.
Leamos ahora paralelamente el texto del Génesis y
el comentario de San Pablo en la Epístola a los He­
breos. No hay comentario de maestro más grande que
el de San Pablo; sigue paso a paso el texto y está ins­
pirado de Dios:
“Yahvé dijo a Abraham: Abandona tu país, tus pa­
rientes y la casa de tu padre, para ir al país que yo te
señalaré. Yo haré de ti un gran pueblo, yo te bendeciré,
yo ensalzaré tu nombre, yo bendeciré a aquellos que
te bendigan, yo reprobaré a quienes te maldigan. Por ti
serán benditas todas las naciones de la tierra. Abraham
partió como le había dicho Yahvé” (Gen. 12, 1-4).
“Por la fe —esta es la obediencia de que nos habla­
ba San Pablo—, por la fe obedeció Abraham al llama­
miento de partir hacia un país que debía recibir en he­
rencia, y partió sin saber a dónde iba” (Hb. 11, 8).
En primer término, Abraham escucha; también él. Es­
cucha y no discute, sino que hace lo que se le dice.
Parte sin la menor seguridad, sin saber a dónde iba,
abandonando todos sus apoyos —como San Pedro an­
dando sobre las aguas—, mientras que nosotros tene­
mos, con mucha frecuencia, el deseo de sentir bajo
nuestros pies la tierra firme, el apoyo sólido.
“Por la fe —continúa San Pablo— vino a estar en la
tierra prometida como en un país extranjero, y viviendo

69
en tiendas” (Hb. 11, 9). Un país extranjero, lo cual es,
como fruto del desarraigo, la pobreza. Cuando llega
a esa tierra prometida encuentra en ella el hambre
(Gén. 12, 10). Cuando hemos vivido nosotros en un país
extranjero, no sabiendo el idioma de su población,
hemos experimentado lo que es la pobreza: no poder­
se expresar, no poder decir más que la décima, la vi­
gésima parte de lo que se querría decir, y quedarse un
80 por 100 sin poderlo decir.
Abraham ha conocido esta pobreza del emigrante.
Sin embargo, llegará un día en que se verá “muy rico
en ganados, en plata y en oro”, y esta será la fuente
de disputas entre los pastores de Abraham y los de
Lot. El “Abandona” resonará otra vez, aunque de modo
distinto, en lo más profundo de su corazón: Abraham,
el jefe del clan, dejará a su sobrino Lot la elección de
la mejor parte:
“Así, pues, Abraham dijo a Lot: Que no haya dis­
cordia entre tú y yo, entre mis pastores y los tuyos,
porque somos hermanos. ¿No tienes ante ti todo el
país? Sepárate de mí. Si tú tomas la izquierda yo iré a
la derecha, si tú tomas la derecha yo iré a la izquierda.”
“Lot levantó los ojos y vio la llanura del Jordán
que estaba irrigada por todas partes, como el jardín
de Yahvé, como el país de Egipto hasta Soar” (Gé­
nesis 13, 8).
De igual modo, cuando acude en socorro del rey
de Sodoma y le libra, y éste le dice: “Devuélveme mis
hombres y quédate todos los bienes”, le responde Abra­
ham: “Ni un hilo, ni una correa de sandalia, nada to­
maré de lo que es tuyo, y tú no podrás decir: He enri­
quecido a Abraham. Nada para mí” (Gén. 14, 23).
Mas, ¿por qué esa pobreza, ese desasimiento? San
Pablo nos lo explica: “Es que esperaba la ciudad pro­
vista de cimientos de la que Dios es el arquitecto y el
constructor” (Hb. 11, 10). Abraham está en espera de
la realización del plan de Dios, de esa ciudad de que
Dios es el arquitecto: “Si el Señor no construye la
ciudad en vano se fatigan los albañiles” (Salmo 127, 1).
Esta ciudad, la Jerusalén celeste que desciende de lo
alto, es todo lo contrario de la torre de Babel. Se da la
70
lorre de Babel cuando nosotros, los hombres, nos de­
dicamos a hacer nuestros planes y queremos construir
por nosotros mismos y a partir de nosotros para ir a
Dios. La ciudad santa de Jerusalén, la del Apocalip­
sis, desciende del cielo como una esposa a la que se
rocibe en brazos.
“Por la fe —continúa San Pablo— también Sara re­
cibió el vigor de concebir, a pesar de su edad avan­
zada, porque estimó que era fiel aquél que había pro­
metido” (Hb. 11, 11). Todo es posible a Dios: “Yo
lo puedo todo en aquel que me hace fuerte" (Fil. 4, 13).
He aquí lo que es la contrapartida, si puede decirse
así, maravillosa de los desgajamientos de la obedien­
cia. No pasemos demasiado rápidamente sobre este
vigor para concebir de Sara y sobre esa confianza de
Abraham que, en aquel momento, “espera contra toda
esperanza” (Rom. 4, 18): ¿Cómo nos encontramos nos­
otros en esa actitud esencial del creyente? ¿Y quién
llevaba, en definitiva, el pueblo de Dios? Así es como,
por lo demás, Abraham vendría a ser, dice San Pablo
a los romanos, “el padre de una multitud de pueblos”.
¡Qué hermoso es este texto!:
“Con una fe sin desfallecimientos consideró su cuer­
po ya sin vigor —tenía unos cien años— y el seno de
Sara, estéril igualmente; ante la promesa de Dios la
incredulidad no le hizo vacilar, sino que su fe le llenó
de vigor y dio gloria a Dios, persuadido de que lo que
ha prometido una vez Dios es bastante poderoso para
cumplirlo” (Rom. 4, 18-22). Nuestro Dios es fiel: “El
Señor hizo para mí grandes cosas.” “He ahí por qué
esto le fue imputado como justicia”, acaba San Pablo.
El nacimiento de este hijo de la promesa había
sido ya, de muchos modos, una prueba de fe. Había
sido necesario buscar oscuramente. ¡Cuántas cuestio­
nes se planteó Abraham cuando se veía sin descenden­
cia y Dios le había prometido una posteridad tan innu­
merable!: “Cuando se puedan contar los granos de
polvo de la tierra se contarán tus descendientes”
(Gén. 13, 16). Pero Abraham piensa: Pero yo soy viejo
y sin hijos. Entonces busca como un hombre, tantea:
“Mi Señor Yahvé, ¿qué me darás tú?, yo voy a terminar
71
sin hijos. Mira que no me has dado descendencia
y que una persona de mi casa heredará de mí...”
(Gén. 15, 2). Por tanto, va a escoger a su servidor Elia-
zar para que sea el principio de esta posteridad. Y Dios
le responde: “No, ese no será tu heredero, más bien
alguien salido de tu sangre” (Gen. 15, 4). Es entonces
cuando Yahvé le condujo fuera y dijo: “Levanta los
ojos al cielo y cuenta las estrellas si puedes. Tal será
tu posteridad” (Gén. 15, 5). Abraham creyó en Yahvé,
como María en la Anunciación. Abraham no tiene
dudas, pero se pregunta: “¿Cómo se hará eso?”
Pero el tiempo sigue pasando. Entonces, ¿por qué
no tomar el hijo nacido de la esclava? Y Yahvé va a
responder: No, no, un hijo de tu mujer; no es tu es­
clava, “será Sara la que te dé un hijo y tú le llamarás
Isaac” (Gén. 17, 19-20). Pero esto no se realizará en
seguida; todavía hará falta una larga paciencia, una in­
cansable espera antes que los tres visitantes misterio­
sos realicen esa promesa.
“Y por eso —continúa San Pablo a los Hebreos—
de un solo hombre, y ya marcado por la muerte (a
causa de esa larga paciencia, de esa absoluta confian­
za en la fidelidad de aquél que ha prometido), nacie­
ron descendientes comparables por su número a las
estrellas del cielo, a los granos de arena en la playa,
innumerables” (Hb. 11, 12 y sigs.).
Y nosotros estamos ahí... Vemos ya, en efecto, la
persona del mismo Jesús que se trasluce a través de
ese Isaac, el hijo de la promesa; pero también esa ge­
neración brotada de la fe en Dios, “todos aquellos que
creen en él, que no han nacido de la sangre ni de la
carne, ni de una voluntad de hombre, sino que Dios
ha engendrado” (Jn. 1, 13).
“Todos murieron en la fe sin haber alcanzado el
objeto de las promesas” (Hb. 11, 13) (Yo te daré
una tierra a ti y a tu posteridad), “pero la han visto y
saludado de lejos, y han confesado que eran extraños
y peregrinos sobre la tierra”, como Moisés que no en­
trará en la tierra prometida, sino que la verá de lejos,
desde el otro lado del río: “Aquellos que hablan así
hacen ver claramente que están en busca de una pa-
72
tria” (Hb. 11, 14). También nosotros estamos en mar­
cha hacia la ciudad permanente, hacia la ciudad esta­
ble, y es preciso que todo lo que nosotros hayamos de
hacer sobre la tierra, por grande que sea, no pueda
ocultar un instante, a los ojos de los hombres, que
nuestra ciudad definitiva está en los cielos.
Recuerdo que siendo todavía no creyente había pre­
guntado a los cartujos de Valsainte si me recibirían
para estar con ellos unos días de reflexión. Inmedia­
tamente recibí una sencilla palabra, maravillosamente
escrita: “Venid”. Un día, el descarnado cartujo que me
había recibido me hizo visitar el monasterio. Yo estaba
impresionado por el silencio, las celdas, esa vida de
todos aquellos hombres que casi nunca hablan. Pero
lo que más me había sorprendido, a mí el no creyente,
era un pequeño letrero colocado sobre la puerta de la
morada de un monje: “En retiro”. Aquello represen­
taba para mí —un cartujo en retiro— un silencio “al
cuadrado”, “al cubo”, no sabía qué. Y había también
sobre esa misma puerta otro letrero que decía en latín:
“Nostra conversatio in caelis est.” ¡Ah!, sí, nuestra ciu­
dad, nuestra “conversación”, aquello hacia lo que es­
tamos vueltos, eso se encuentra en los cielos. Somos,
según San Pedro, como extranjeros y viajeros (I, P. 2,
11). Jesús nos dirá: “No volved atrás.”
Vosotros también lo sabéis: el desarraigo toma múl­
tiples formas. Consiste en no aferrarse a unos puestos
permanentes, en ser capaz de dejarlos, de ir más lejos,
de tomarse el retiro... La fe de Abraham es así: “Ellos
murieron en la fe...” Aquellos que hablan así (sin haber
visto la patria, no habiéndola saludado más que desde
lejos) hacen ver claramente que están en busca de
una patria. Y si hubieran pensado en aquella de la que
habían salido hubieran tenido tiempo de volver a ella.
(“Cuando ponéis la mano en el arado no miréis hacia
atrás, podíais volver atrás”.) Ahora bien, en realidad,
aspiran a una patria mejor, es decir, celeste (Hb. 11,
14-16). A esto es también a lo que nosotros tendemos.
Esto es lo que hace que seamos cristianos, este es el
mensaje que tenemos para dar a los hombres de hoy.
Acordémonos de aquel texto de lonesco, de ayer: “Yo
corro tras la vida y corro como un hombre que intenta

73
atrapar un tren en marcha y subir en el último coche”;
pero ese coche no lleva a nada. Pues bien, nosotros
aspiramos “a una patria mejor, es decir, celeste. Por
eso es por lo que Dios no tiene vergüenza de llamarse
su Dios: él les ha preparado, en efecto, una ciudad...”
(Hb. 11, 16).
Es con esa paciencia, esa fidelidad, esa constan­
cia de Abraham, con la que podemos releer las pa­
labras de Jesús: “Vosotros salvaréis vuestras vidas con
vuestra constancia” (Le. 21, 19). Esta constancia es,
justamente, el lazo de unión entre el desarraigo con­
secutivo a la promesa y el cumplimiento de ella: ella
es la que llena completamente el tiempo entre las dos.
Por eso nos dice San Pablo: "Vosotros tenéis necesi­
dad de constancia para que después de haber cum­
plido la voluntad de Dios (el “Abandona...”) disfrutéis
de la promesa.”
Porque todavía un poco, muy poco tiempo;
Aquel que viene llegará y no tardará.
Ahora bien, mi justo vivirá por la fe...
(Hb. 10, 36-38.)

74
LAS PREFIGURACIONES DE CRISTO
7. ABRAHAM: EL SACRIFICIO DE ISAAC

Martes, 17 de febrero de 1970

Una larga paciencia a través de lo incomprensible

Después de esta larga prueba de las promesas su­


cesivas, y siempre en espera hasta el nacimiento del
hijo bienamado —Isaac, el hijo de la promesa—, so­
breviene lo incomprensible: la prueba suprema de la
fe de Abraham. Y en este episodio extremo del sacri­
ficio de Isaac está presente ya el Calvario, presentido,
prefigurado. Como lo dirá San Pedro en su epístola:
“El espíritu de Cristo predecía los sufrimientos del
Cristo y las glorias que le seguirían” (I, P. 1, 11).
Con este sacrificio de Isaac nos vemos introducidos
en unos caminos que nos desconciertan: nos es preci­
so mirarlos de frente, porque también para nosotros
las vías de Dios no serán un día nuestras vías y en­
tonces la respuesta del hombre fiel a su Dios será
para nosotros “desorientadora”. Si hubiéramos tenido
que escribir nosotros la Biblia es muy probable que
el escritor, incluso el más imaginativo, jamás hubiera
inventado unas cosas tan desconcertantes, sobre todo
“que es necesario sufrir p a r a entrar en la gloria”
que Jesús, el verdadero Isaac, se aplica a sí mismo
(Le. 24, 26).
Se trata, pues, de la prueba incomprensible, la
prueba de la fe.
“Sucedió que Dios probó a Abraham (como se
prueba la solidez de un puente) y le dijo: ¡Abraham,
Abraham! Este respondió: Heme aquí —la única res­
puesta que puede dar el hombre dispuesto a escuchar
á Dios—. Y Dios le dijo: (Tengamos conciencia de
estas palabras llenas de ternura, se diría que el Señor
quiere apoyar en ellas, sin evitar nada, todo lo que va
77
a pedir a Abraham): Toma a tu hijo, tú único hijo (ef
hijo de la promesa y de tu vejez, sólo le tienes a él,
en él está contenida tu posteridad), aquel a quien
amas, Isaac (ese niño que amas, el hijo dilecto, Isaac,
ese nombre que pronuncias con asombro) y vete al
país de Moria y allí lo ofrecerás en holocausto sobre
un monte que yo te indicaré (Gén. 22, 1-2). De nuevo
encontramos aquí el futuro: incluso entonces Abraham
no sabe dónde irá a sufrir y ofrecer: “Un monte que
yo te indicaré.” Más allá de Isaac, el hijo de Sara, el
hijo de la promesa, está Aquel que será su descen­
dencia, Jesús, y los hijos de la promesa que somos
nosotros. Y el monte Moria está localizado, por la misma
Biblia, allí donde se elevará el Templo de Jerusalén
(2, Cron. 3, 1), a 250 metros de Gethsemaní, a 500 del
Calvario.
Una exigencia incomprensible de la palabra divina
hiere a Abraham en pleno corazón. La prueba de Abra­
ham no es simplemente, como se dice, una prueba de
doble fidelidad: se ha abusado demasiado —ya lo ve­
remos esta tarde— de esa frase de “doble fidelidad”,
porque con Dios no puede haber más que una sola fi­
delidad. La prueba es, en primer lugar, ese desgarra­
miento entre Dios que habla, de una parte, y el amor pa­
ternal de otra. Sé perfectamente que los historiadores
nos dicen que en tiempos de Abraham no era cosa
inaudita el hecho de sacrificar al primogénito, y se han
encontrado en los cimientos de las ciudades esquele­
tos de niños sacrificados. Pero en este caso el primo'
génito es el hijo dado por el mismo Dios, aquél sobre
el que estaba centrado todo. No se trata, pues, simple­
mente, de una elección entre Dios que habla y el amor
de Abraham por ese hijo único, “ese hijo a quien amas,
tu Isaac, el tuyo”. Hay algo más oscuro, más terrible,
porque es la misma palabra divina, aparentemente des­
tructora de sí misma, la que ordena la inmolación de
Isaac, cuando esa palabra lo había designado solem­
nemente como el padre de una posteridad más innu­
merable que las estrellas y como el beneficiario de la
eterna alianza.
Dios no quiere que nos habituemos a los dones que
hemos recibido de él y, sobre todo, al don supremo de
78
la gracia, a nuestra filiación divina. Al igual que Isaac,
nosotros somos los hijos de la promesa, somos hijos
de Dios por la gracia. ¿Destruye Dios lo que construye
con el hombre? No; pero Abraham hubiera podido ha­
bituarse a esa paternidad que había recibido. Dios
quiere que Abraham venga a ser padre de nuevo de
ese hijo que era el hijo de su propia carne, pero en
nombre del mismo Dios: “¿qué tienes tú que no lo hayas
recibido?” No seas un habituado del don que te he
hecho, sino que devuélvelo a mis manos de nuevo y
recíbelo en cada instante de mí. No seas como el hijo
mayor de la parábola que ha olvidado la dicha de
estar siempre con su padre.
¿Dónde está la grandeza de Abraham? Está en que
no va a buscar la solución de una doble fidelidad:
¿voy a obedecer a Dios?, ¿voy a vivir el amor paternal
que siento por este hijo? Entraría así en un conflicto
insoluble. La obediencia total de Abraham está en haber
prestado su consentimiento, conjuntamente, a las dos
exigencias de la alternativa, abandonando a Dios la
solución del conflicto1. No va a ser él, Abraham, quien
intente pesar el pro y el contra, es Dios quien debe sa­
carle de aquella situación, aunque fuera a costa de un
milagro. “La obediencia de la fe”, ahí está (Rom. 16,
26); y el designio de Dios se realiza entonces.
Y esto es lo que nos dice el texto, tan lleno de fres­
cura (Gén. 22, 3 y sigs.): “Abraham se levantó tem­
prano, aparejó su asno” —esos gestos humanos en
medio de tantos acontecimientos extraordinarios— "y
tomó consigo dos de sus servidores y su hijo Isaac.
Cortó la leña para el holocausto y se puso en camino
hacia el lugar que Dios le había dicho”. Incluso enton­
ces no elige, obedece: el lugar que yo te Indicaré. “Al
tercer día Abraham levantó la mirada y vio el lugar
desde lejos. Abraham dijo a sus servidores: permane­
ced aquí con el asno. Yo y el muchacho iremos hasta
allá, haremos adoración y volveremos a vosotros.”
Sigue ahora esa escena que está por encima de toda 1

1 Cfr. Helmut Thielike, citado por LÂPPLE: Des patriarches à l'annonce du Mes­

sie. Fayard-Mame.

79
literatura: ese anciano con su joven hijo que anda a
su lado... “Abraham tomó la leña del holocausto y la
cargó sobre su hijo Isaac —¿cómo no pensar en la
cruz del Señor Jesús?—, tomó él mismo el fuego y el
cuchillo y se fueron los dos juntos. Isaac se dirigió a
su padre Abraham y le dijo: Padre mío (¡qué diálogo
tan directo!). Respondió: ¡Qué hay, hijo! Aquí está el
fuego y la leña, pero, ¿dónde está el cordero para el
holocausto?” Ya conocéis la respuesta de Abraham,
que es, justamente, la respuesta del hombre que no
busca la doble fidelidad: “¿Qué voy a hacer?”, sino que
todo lo pone en la mano de Dios. “Abraham respondió:
Dios es quien proveerá el cordero para el holocausto,
hijo mío.” Ahí tenemos la cima del lenguaje de la fe
donde la prueba misma nos muestra que jamás podrá
haber en ella contradicción para nosotros cuando acep­
tamos ser de la raza de Abraham, y crucificados por
la Palabra misma de Dios.
Podemos volver a la lectura de la Epístola a los
Hebreos: “Por la fe, Abraham, puesto a prueba, ha ofre­
cido a Isaac, y es su hijo único lo que ofrecía en sa­
crificio; él, que era el depositario de las promesas; él,
a quien se le había dicho: por medio de Isaac tendrás
una posteridad que llevará tu nombre. Dios, pensaba
él, es capaz incluso de resucitar a los muertos” (he
ahí el comentario de “Dios proveerá a ello”); “por eso
recuperó su hijo y esto fue un símbolo”, literalmente una
parábola (Hb. 11, 17-19).
¡Qué parábola viva! Esa salvación de Isaac es, se­
gún la tradición constante de todos los Padres de la
Iglesia, la pasión y la resurrección de Jesús. “Dios pro­
veerá a ello, hijo mío.” Cuando Jesús explicará a sus
discípulos de Emaús “todo aquello que le concernía”
—no sabemos, claro es, lo que Jesús pudo decir—
este sacrificio de Isaac le concierne directamente a él,
el Señor Jesús.
Cuando San Pedro nos habla “de los sufrimientos y
las glorias del Cristo” también se trata, con Jesús, de
nuestra propia vida. Todo ello nos concierne. Y cuan­
do San Pablo dice a los Romanos que “la fe de Abra­
ham le fue contada como justicia”, añade: “Ahora bien,
80
cuando la Escritura dice que su fe le fue contada no
era por él sólo: nos tenía en cuenta también a nosotros,
a nosotros a quienes la fe se debe contar, nosotros
que creemos en aquél que resucitó de entre los muer­
tos, Jesús nuestro Señor, entregado por nuestras cul­
pas, resucitado para nuestra justificación” (Rom. 4, 23).
He ahí la dimensión de nuestro Señor Jesús... “su lar­
gura, su anchura, su altura, su profundidad”; y he ahí,
también, en que, en el sacrificio de Abraham, estamos
comprendidos por la fe en “aquél que resucitó de
entre los muertos, Jesús nuestro Señor, entregado por
nuestras culpas, resucitado para nuestra propia justi­
ficación”. También nosotros conoceremos la contradic­
ción de Abraham, también nosotros estamos en presen­
cia de un Señor Jesús a quien aceptarían de buena
gana los hombres si no viniera a “exagerar” con sus
pretensiones, con sus milagros, sobre todo con el mi­
lagro de su resurrección. ¡Ah!, ¡si no fuera más que un
gran sabio! Pues bien, como Abraham, nosotros cono­
cemos esta contradicción, sabemos que Dios es bas­
tante grande para resucitar de entre los muertos a ese
Jesús nuestro Señor, y a nosotros con él. A esto es a
lo que nos adherimos.
Pero esto termina y desemboca en la alegría. Jesús
mismo nos revela el Magnificat de Abraham: “Abraham
vuestro padre ha rebosado de alegría”. Una vez más
volvemos a encontrar esa palabra “rebosar de alegría”;
la de María en presencia del Señor, la de San Pedro en
presencia de ese Jesús al que amamos sin haberle visto:
“Abraham vuestro padre ha rebosado de alegría al pen­
samiento de ver mi día. El lo ha visto y ha sido colmado
de gozo” (Jn. 8, 56). Abraham ha visto de lejos, a
través de esa imagen de su hijo Isaac, parábola viva,
ha visto desde lejos el día de Jesús, el día de su
resurrección. Lo ha visto en un acontecimiento profètico,
en ese nacimiento de Isaac que ha provocado su ale­
gría y su gozo; pero Jesús se ofrece como el verdadero
objeto de la promesa hecha a ese anciano, la verda­
dera causa de su alegría. “Abraham ha rebosado de
alegría al pensamiento de ver mi día”; el día que es el
día de Jesús, “el día de sus sufrimientos y el día de
sus glorias”.
81
6
Estamos aquí frente al “ya” y al “todavía no”, de
los que M. Cullman dice perfectamente que eso repre­
senta toda la actitud cristiana. Es verdad: nosotros po­
seemos ya, pero todavía no es: y también nosotros re­
bosamos de alegría ante el pensamiento de ver ese día
del Señor Jesús al que ya poseemos y que sólo vemos
todavía desde lejos. Al principio de la historia de la
salvación se esperaba el verdadero hijo de la promesa.
Nosotros le poseemos y le esperamos todavía. Todo está
prometido, ya realizado, y es preciso todavía depositar­
lo todo sobre él.
Después de haber leído estos textos del Génesis
oímos a San Pablo que nos dice: “Si Dios está con
nosotros ¿quién estará contra nosotros? El, que no aho­
rró su propio Hijo (lo que se ahorró a Abraham), sino
que lo ha entregado por todos nosotros, ¿cómo no nos
concederá, con él, todo favor?” (Rom. 8, 31-32). He ahí
la firme roca del “todavía no” de la esperanza cristia­
na: “El, que no ha ahorrado su propio Hijo que ha sido
entregado para todos nosotros, ¿cómo no nos dará to­
das las cosas con él?”.
Dios es vencido por su propia fidelidad. Pero su
propia fidelidad es él mismo; no puede ser de otro
modo: por ser amor, por ser verdad, él es fiel. Más allá
de Isaac viene aquél con el que Dios ha establecido
alianza perpetua, que será al mismo tiempo Dios y
de nuestra raza. A ese Jesús, el verdadero Isaac espi­
ritual, le poseemos; nosotros tenemos por él la vida
eterna: “Aquél que cree en mí tiene la vida eterna”
(Jn. 5, 24); pero todavía no se ha manifestado total­
mente. Por ser lo que somos todavía no le vemos;
hijos de Dios, no le vemos todavía en todo su esplen­
dor. Hemos de esperar a verle “tal como es” (I, Jn. 3, 2).
Cuando al final de este capítulo 22 del Génesis le­
vanta Abraham los ojos, ve el cordero y lo ofrece en
holocausto en lugar de su hijo, se nos dice: “Abraham
le dio a este lugar el nombre de “Yahvé provée”, de
suerte que se dice hoy: “Sobre el monte Yahvé provée”
(Gen. 22, 14). Pues bien, a fin de que esta historia de
Abraham nuestro padre continúe en nosotros, a fin de
que todo lo que Dios ha hecho por nosotros —no ha
82
nlinimilo su propio Hijo sobre el monte Gólgotha frente
ni monto del sacrificio de Isaac— no sea simplemente
imlnliins sino la realidad de nuestra propia vida, es
inm.lso que nuestra fe sea sin cesar un don renaciente,
i o hi ol momento en que nos convertimos en una es­
puela de propietarios de nuestra fe, como si fuera un
Non do familia que se posee, que se guarda para sí,
i monos que una revolución nos lo quite, nuestra fe
• o atrofia. Ya no vive su esperanza, por así decir.

I a lección que nos da nuestro padre Abraham la ex-


I a osa así Madeleine Delbrél —y la cito de nuevo por
oí verdaderamente una hija de la Iglesia que ha queri­
do servirla en medio del ateísmo francés más denso—:
"I I cristiano misionero (y el cristiano sin más, puesto
(jilo todos nosotros debemos ser misioneros) es, pues,
aquel que debe caminar sobre lo inquebrantable y lo ¡n-
modificable” 3. Eso inquebrantable es la palabra de Dios,
la luonte de su promesa; es la fidelidad de Dios, y para
nosotros la roca de la Iglesia; y esto lo poseemos: “Tú
oíos, Señor, mi escudo, mi fortaleza, la roca de mi sal­
vación", como dice el Salmo. A veces, esa roca está
demasiado alta para mí, pero entonces suplico: “Dígnate,
Señor, conducirme a la roca demasiado alta para mí.”
Y Madeleine prosigue: “El cristiano misionero es, pues,
aquel que debe caminar sobre lo inquebrantable y lo
Inmodificable y siguiendo un rastro imprevisible, hecho
do circunstancias particulares, de acontecimientos in­
mediatos, de encuentros y de influjos.” Todos esos en­
cuentros imprevisibles, esos acontecimientos desconcer­
tantes han tejido la vida de Abraham, pero, igualmente,
sucede con la vida del cristiano y la vida de nuestra
Iglesia, que es la descendencia de Abraham: también
ostá fundada sobre lo inquebrantable y lo inmutable y,
al mismo tiempo, en el curso de los siglos, vive siguien­
do un rastro imprevisible hecho por todo lo que marca
la historia de los hombres. A causa de esto el cristiano
misionero debe estar presto a cambiar “todo aquello
que es libre de cambiar”. No es libre para cambiar
cualquier cosa a su gusto; el cristiano es un “cautivo”; 2

2 Nous autres, genis des rues, pág. 183. Seuil.

83
p

cautivo de la palabra de Dios, cautivo de la voluntad del
Señor Jesús, cautivo de! designio de Dios, que va mucho
más allá de nuestras propias visiones de hombre. Pero
todo aquello que no es inquebrantable e inmutable de
la fe es preciso que estemos prestos, como Abraham,
a abandonarlo, a cambiarlo.
En defintiva, es preciso que sepamos vivir el “nada
más” y el “nada menos” del Evangelio. Nada más que
el Evangelio: “que tu sí sea sí, que tu no sea no; todo
lo que añadas de más viene del Maligno” (Mt. 5, 37).
Es posible que en el curso del tiempo el Evangelio se
haya sobrecargado con lo que no es el Evangelio; el
“aggionarmento” es un desescombro; es un desmoche,
como lo quiere el mismo Evangelio, de unos modos de
ser que han sido buenos, sin duda, pero que los acon­
tecimientos han convertido en caducos por no ser di­
rectamente del Evangelio.
Y nada menos que el Evangelio: no dejar caer nada,
ni siquiera una iota de todo aquello que se nos da en
el Evangelio, el Evangelio y la Tradición (con T ma­
yúscula) de que la Iglesia es garantizadora. Pienso en
la parábola de los nova et vetera, el padre de familia
que saca de su tesoro las maravillas siempre nuevas y
las cosas antiguas siempre preciosas. Y en esto vos­
otros estáis afectados en primer lugar: Pío XI o Pío XII
—no sé cuál de los dos, y pido perdón por ello—
decía, en efecto, que sólo el padre de familia es capaz
de hacer ese discernimiento, esa es su misión y tiene
la responsabilidad de hacerlo así: sólo la Iglesia puede
hacerlo y no cualquier cristiano. No soy yo, no son
mis hermanos, no son todos aquellos que están en
medio de los hombres los que pueden decir: "He aquí
lo nuevo y he aquí lo viejo; he aquí lo que ya no vale,
he aquí lo que sigue siendo actual.” El padre de familia
avisado, aquel que ha sido colocado a la cabeza de la
casa para esa misión, lo sois vosotros, designados
como pastores de la Iglesia. Pero, precisamente, para
sacar del Evangelio su contenido total, sin mutilarlo, ni
sobrecargarlo, es precisa la fe de Abraham que llega
hasta el “Dios proveerá a ello”, aceptando sacrificar
84
r m 111< lio (|uo nos es más querido, conja^ convicción de
1111« i "|)lo:; nos guarda para algo mejor” (Hb. 11, 4U)

v ...... "todo contribuye al bien de aquellos a quienes


I)|in nmn" (Rom. 8, 28).

85
il LA CELADA DE LA DOBLE FIDELIDAD

Martes, 17 de febrero de 1970

I sta mañana considerábamos a Abraham en su


única fidelidad, la del “Dios proverà”. Abraham recha-
-M el entrar en conflicto en el interior de sí mismo en-
tm su amor por Isaac, con todo lo que este hijo repre-
■'•ntaba para él, su “amado”, y, a la vez, el fruto de la
promesa, y la orden tan incomprensible del Señor.
Esta tarde querría llevaros plenamente en medio de
los problemas y de las agitaciones del momento pre­
cinte. Sé perfectamente que este retiro en que os ha­
lláis debe ser espiritual, y que Jesús os dice, como
(loda a sus Apóstoles cuando estaban agotados: “Venid
aparte, descansad”, y todos se dirigieron a un lugar
desierto (Mt. 14, 13; Me. 6, 31-32). Pero, ya lo sa­
béis perfectamente, apenas han llegado los Apóstoles
a aquel lugar más tranquilo al que Jesús les había
conducido, cuando la gente acude de todas partes,
incluso se les adelantan, y cuando desembarcan en el
lugar en que debían hacer ese retiro, si podemos decir­
lo así, he aquí que había allí “una gran multitud”, y
Jesús “tiene piedad de ella” y “se puso a instruirles”.
También nosotros, sin perder de vista espiritualmente
a nuestro Señor Jesús y la Iglesia, volvemos esta tarde
en medio de los hombres y de sus angustias, detenién­
donos ante el drama de la única o de la “doble fideli­
dad”, empleando una expresión que ha tenido éxito en
Francia. En efecto, esa expresión fue empleada, por
primera vez, a propósito de los sacerdotes-obreros en
el momento de la crisis de 1953-54. Se hablaba enton­
ces de una doble fidelidad: al mundo obrero, de una
parte, y a la Iglesia, de otra. Pero yo creo que esa pa­
labra de doble fidelidad es una celada, una trampa.
Ciertamente, no os hablaría de esto si sólo fuera un
episodio de un doloroso acontecimiento del pasado;
87
pero es que con él nos encontramos en el corazón de
uno de los problemas más actuales entre los cristianos
de hoy día.
Igualmente me excuso por partir de un ejemplo fran­
cés. Ya sabéis que este es un defecto que se nos re­
procha frecuentemente: parece que los franceses cree­
mos siempre que tenemos soluciones que ofrecer al
mundo entero. Estando un día en Polonia me encontré
con Monseñor Kominek, quien me abrió sus brazos y
me recibió con una sonrisa llena de bondad, desmin­
tiendo con ella la malicia de lo que iba a decirme: "¡Ah!,
el P. Loew, que está en Polonia. Bueno, ¿qué venís a
aportarnos para reformar la Iglesia de Polonia? En Fran­
cia no marchan siempre muy bien vuestros asuntos...
pero los franceses siempre tenéis remedios para todos
los otros países.” Y yo respondí: “¡Ah!, ya sabéis, Mon­
señor, no es que tengamos realmente unos remedios,
lo que sucede es que en Francia cogemos la enferme­
dad con frecuencia antes que los otros. No es que sea­
mos mejores médicos, es que hemos estado enfermos
mucho antes que todos, por eso puede suceder que se­
pamos mejor no ya el remedio, sino en qué consiste
la enfermedad, puesto que ya la hemos pasado.”
Si os hablo, por tanto, de la enfermedad de esa do­
ble fidelidad no es que pretenda aportar a ella unos re­
medios, sino porque se trata de una enfermedad que
conozco perfectamente, un mal que no es solamente el
de un grupo limitado de personas, sino que se le en­
cuentra desde el momento en que se tienen que vivir
unas fidelidades aparentemente contradictorias, y nos es
preciso caminar en las oscuras paciencias de la fe:
sacerdotes-obreros fieles al mundo obrero y fieles a la
Iglesia; crisis de misioneros en los países del tercer
mundo, que tienen que escoger entre la evangelización
y la revolución, valores humanos o valores del Reino
—yo quiero ser fiel a todos los valores humanos y quiero
ser fiel a los valores del Reino como si se opusieran
entre sí: este es el drama de la crisis modernista de
otros tiempos—, ¿fidelidad a la razón y a la ciencia,
o fidelidad a la fe? ¿Fidelidad a la Iglesia o fidelidad al
mundo? Me parece que a través de todo esto debemos
vivir en una única fidelidad, imitando a Abraham.
88
I ii la hora actual —y el Concilio ha sido eso tam-
Iilnn - se busca reanudar una “comunidad de destino”
i mi los hombres de nuestro tiempo, rellenar esa fisura,
nsn foso que impedía dormir al Cardenal Suhard, ser
i (improndido por los hombres, como tan bien lo dice
I. i Onudium et spes. Ahora bien, esta ¡dea de comunidad
iln destino merece que nos detengamos en ella. Dos
hombres, el P. Lebret, cuando estaba en sus comien-
.•n'; on Economie et Humanismo, y Gustave Thibon, la
II. ililan sentido profundamente.
El P. Lebret había conocido lo que era la comuni­
dad de destino a través de los pescadores del Atlántico,
una gente cuya vida era pobre, difícil, pero en la que
lodos estaban unidos en una solidaridad real. En efecto,
miando la barca de pesca volvía al puerto con su carga
do pescado no había salarios para unos y otros, sino
c 111 o se dividía el producto de la pesca en un cierto
número de lotes. El barco, el comandante, los marinos,
cada uno tenía derecho a un cierto número de esos lo-
tos o partes, y el grumete tenía derecho a una media o
n una cuarta parte. Si la pesca había sido buena todo
el mundo tenía una parte mayor; si la pesca era mala
todo el mundo tenía una parte más reducida.
Gustave Thibon, en su aldea del valle del Ródano,
también había visto esa comunidad de destino: había
campesinos ricos con tierras más extensas y había cam­
pesinos pobres con tierras más pequeñas; pero todo el
mundo miraba al cielo, el cielo meteorológico, con la
misma angustia, sabiendo que si llovía o si helaba la
cosecha de todos se perdía, y que si el tiempo era bueno
la cosecha de todos sería buena. Todos, a causa del
sol y de la lluvia, se hallaban en comunidad de desti­
no. E incluso el vendedor de sandalias miraba al cielo
con tanta inquietud como el campesino, porque si la
cosecha era mala sabía perfectamente que aquel año
no le comprarían los campesinos calzado. En cambio,
cuando más tarde ha venido un funcionario, factor, o
maestro de escuela, más o menos bien pagado, a veces
mal pagado, pero siempre pagado a fin de mes, tanto
si el tiempo fue bueno como si fue malo, ya no estaba
en comunidad con los campesinos de la aldea; su des­
tino era diferente.
89
El destino de un individuo es, por tanto, el conjunto
de acontecimientos que afectan su existencia; y hay
comunidad de destino entre varios hombres cuando
éstos comparten espiritual o materialmente la misma
existencia. Y cuando nosotros, sacerdotes-obreros,
hemos intentado vivir en comunidad de destino con el
mundo obrero nos ha parecido que era preciso ensa­
yar el vivir espiritual y materialmente la misma existen­
cia que él, estar sometidos a los mismos riesgos y per­
seguir los mismos objetivos. Y es cierto que ese esfuer­
zo de comunidad de destino produjo hermosos frutos;
y es cierto que no es otra cosa que la levadura que
se mezcla a la masa, la sal echada al plato que debe
salar: si la sal queda en el salero, ¿de qué sirve?
Pero —y aquí llego a la doble fidelidad— se produ­
jo un choque. Y si os hablo de esto es porque yo he
visto producirse ese mismo choque en ciertos países de
América Latina, y porque pienso que forma parte tam­
bién en gran medida del drama de muchos cristianos y
sacerdotes en la hora actual. Al compartir totalmente
la vida de un grupo de hombres se sufre un choque, se
descubre en esa comunidad de destino, en esos mismos
riesgos compartidos y esa manera de vivir semejante
a la suya, algo que no se sospechaba. Volviendo al
ejemplo de los sacerdotes-obreros, pero sólo a título
de ejemplo. Nosotros conocíamos antes al mundo obre­
ro "desde fuera”, a través de los libros, de las estadís­
ticas, incluso de informes de militantes obreros, y co­
nocíamos nuestra Iglesia, de la que somos parte, “desde
dentro”. Pero cuando hemos ¡do a trabajar como obre­
ros hemos conocido al mundo obrero desde dentro, y
un montón de pequeños acontecimientos que parecían
insignificantes influían profundamente sobre nosotros.
Insisto: pequeños acontecimientos. Puede ser una ca­
rretilla mal engrasada cuando, como cargador de mue­
lle, se tiene que llevar durante todo el día cargas pe­
sadas de 100, 200, 300 kilos. Eso marcha bastante bien
si la carretilla está bien engrasada, pero si no lo está
la fatiga se triplica, nada va bien y se siente uno incli­
nado a tomar el cielo y la tierra como testigos de que
el patrono podría hacer engrasar la carretilla.

90
Mo acuerdo de un suceso que me honra poco, lo re­
conozco, pero que acaso os haga sentir lo que es eso:
estaba un día trabajando duro, penando, resoplando,
cuando pasó un grupo de técnicos visitando el puerto
hombres bien vestidos, con un hermoso abrigo, una
bolla corbata, gentes que respiraban la alegría de vivir,
y, ¡Dios mío!, eso era completamente normal. Estaban de
excursión, o en viaje de estudios, que sé yo. Y yo, fa­
tigado, sudoroso, viendo a esos hombres a su gusto, di­
chosos, charlando, me dije: “Dios mío, si uno de ellos se
onredara un pie en una cuerda y cayera a tierra, ¡qué
bien nos reiríamos cinco minutos! Bueno, yo no deseaba
que se rompiera una pierna, ¡de ningún modo! Pero, en
fin, que hiciera un poco el ridículo, cinco minutos sola­
mente, me hubiera agradado. No presento esto como
un caso de santidad, ni mucho menos, pero aquel día
comprendí perfectamente lo que es el mundo obrero
visto desde dentro y no desde fuera.
Y, de igual modo, no se comprende lo que es el
mundo, ese gran mundo tan agitado, en ebullición, de
América Latina, de Africa o de otros países, si no se le
ve desde dentro, con unas injusticias que no se sos­
pechan, con unas complicidades, unas omisiones de que
no se tenía ¡dea y que provienen, frecuentemente, de
aquellos mismos de quienes formamos parte. En ese
momento se produce en nosotros lo que puede llamar­
se un choque en el sentido más fuerte de la palabra,
un choque traumático como se habla de un choque
quirúrgico. Os doy la definición médica: una depresión
profunda del organismo, con descenso de la presión
sanguínea, ausencia de reacción de los centros ner­
viosos y modificación de los vasos capilares. Trasladad
esto al plano espiritual: el hombre interior se deprime
ante ese choque porque en otros tiempos veía el mundo
obrero desde fuera y a la Iglesia desde dentro, y ahora
ve al mundo obrero desde dentro y a la Iglesia desde
fuera, a través de los ojos de los que no creen. Enton­
ces todo se encadena: depresión del organismo, des­
censo de presión —de presión espiritual—, ausencia
de reacción de nuestros centros nerviosos, que son la
fe, la esperanza, la caridad.

91
Ahora bien, cada vez que se descubre un nuevo
universo se recibe ese choque. Los cosmonautas, los
primeros que han partido en esas aceleraciones o desa­
celeraciones prodigiosas, conocen lo que llaman el
velo negro, un momento en el que saben que pierden
conciencia; por eso se educan sus reflejos de tal ma­
nera que continúen haciendo lo que es necesario du­
rante ese velo negro, aunque no tengan plena concien­
cia de lo que hacen. Para un cristiano esto es la obe­
diencia, una obediencia que debe ser lo suficiente­
mente viva para que en ese momento, incluso si no
se ve ya muy claro, sepa tener los reflejos deseados.
Ya sabéis también que los primeros nadadores sub­
marinos que han franqueado las profundidades extraor­
dinarias que se alcanzan hoy han conocido lo que han
llamado la embriaguez de las profundidades: en un mo­
mento dado, por efecto de cambios gaseosos en la
sangre, se sienten dominados por un estado de euforia,
se han quitado su máscara y han muerto horriblemente.
Para el cristiano, seglar o sacerdote, el choque con­
duce a una tentación que no es vulgar; es la noble ten­
tación que el mismo Jesucristo ha experimentado des­
pués de la multiplicación de los panes, cuando los ju­
díos fueron a encontrarle y le dijeron: Sé nuestro rey
(Jn. 6, 15). ¿Qué significaba este llamamiento? Si los
judíos iban a buscar a ese rabí Jesús para que fuera su
rey no era para hacerle la liturgia; era, realmente, para
arrojar a los romanos de su país, ¡para coger en sus
manos todo lo temporal!
Sí, yo pienso que ese es el choque y la razón de
choque que han experimentado, ayer, tantos sacerdo­
tes que eran generosos, unos sacerdotes de valía; ese
es el choque que experimentan hoy tantos sacerdotes
en los países en ebullición: una tentación noble, pero
tentación de todos modos, ante unas situaciones nue­
vas y un mundo desconocido hasta ahora. Puede ser,
también, el choque que el mundo conoció en el mo­
mento del descubrimiento de América, cuando se com­
probó que había realmente unos hombres que jamás
habían podido escuchar el mensaje del Salvador. La
teología de entonces vaciló.
92
¿Cuál es el remedio para ese choque inicial? ¿No
nnvlar? Eso no es una solución. Nuestro Señor Jesús
luí dicho: “Id hasta los confines del mundo, id por todas
I mi tos”, y la fe no se ha hecho para ser protegida en
unn ostufa, sino para ser vivida a pleno aire y viento.
Otra solución sería ir a sumergirse en medio de los
hombres como se sumerge un submarino: los subma-
linos se sumergen totalmente en el agua, pero, ¡en el
londo son muy poco náuticos!, si puede decirse así. Un
submarino se las arregla para no tener realmente nin­
gún contacto interior con el agua. Es completamente
distinto esto de la barca del Apóstol Pedro que estaba
sobre el agua: y las espumas y las olas entraban en
la barca; en modo alguno era un submarino, ghetto ver­
daderamente rodeado de agua y completamente sepa­
rado de ella. Planteemos la cuestión: ¿no creemos muy
a menudo estar plenamente en medio de los hombres,
nuestros hermanos, cuando, en realidad, estamos allí
como un submarino bien preservado de las aguas, en
tanto que la barca de Pedro conoce todas las fluctua­
ciones de la tempestad y de la navegación? Esa barca
está verdaderamente en comunidad de destino con las
olas.
Me parece que para escapar a la trampa de la doble
fidelidad nos es preciso distinguir cuidadosamente dos
cosas6: En la comunidad de destino que queremos
vivir con los hombres hay la comunidad de semejanza:
yo quiero hacerme semejante; como un campesino de
Italia se parece a un campesino de Francia o del Eirá-
sil; tienen los mismos ritmos de vida, la misma depen­
dencia del tiempo, del sol. Se parecen. Igualmente, un
metalúrgico de “Fiat” y uno de la casa “Renault” tienen
una vida parecida, como la tienen dos marineros, aun­
que navegue uno por el Pacífico y el otro en el Medi­
terráneo: iguales trabajos, igual género de vida; sus
destinos se parecen. Pero esta comunidad de pareci­
do no puede llevarse hasta el fin. Debe existir, sin lo
cual no hay contacto; pero si queremos llevar la se-

3 Todo esto ya se había dicho en uno de los primeros números de "Economie

et Humanismo", de 1947, por GUSTAVE THIBON.

93
mejanza hasta el fin llegaremos al absurdo y a la ca­
tástrofe.
Con frecuencia he recibido la visita de muchachas
llenas de buena voluntad que me decían: yo no quiero
ser religiosa porque las religiosas son demasiado di­
ferentes de las otras mujeres; quiero ser como la mujer
más desgraciada del barrio. Quiero ser semejante —y
acentuaban la palabra semejante— a la mujer más des­
graciada del barrio. Y yo contestaba: “Es maravilloso
eso de querer ser como la persona más desgraciada
del barrio. Pero, ¿qué va a hacer para ser semejante
a ella? Pues bien, se casará, porque las personas del
barrio están casadas; pero, sobre todo, buscará un ma­
rido malo, porque si encuentra un marido bueno jamás
será desgraciada; por definición será feliz. Por tanto,
encuentre un marido malo, un marido que beba, que
le pegue, que la deje embarazada todo lo más frecuen­
temente que sea posible, incluidos los abortos... Pero,
cuando se encuentre en esa situación, dudo que sea
como la mujer más desgraciada del barrio, porque, en
realidad, la más desgraciada no ha elegido serlo, en
tanto que usted lo ha elegido y, por tanto, jamás será
semejante a la más desgraciada.”
No; nosotros jamás seremos completamente seme­
jantes. Yo no seré jamás semejante a los pobres del
Brasil que han nacido pobres, e incluso si llegara a ser
tan pobre como ellos, materialmente, yo tendría todo
el tesoro de la fe, todo el tesoro de la cultura, todas
esas cosas que yo no puedo quitar de mí mismo. La
comunidad de semejanza conduce a un callejón sin sa­
lida. Lo repetiré: es necesaria una cierta semejanza;
si no hay semejanza se trata de dos mundos que no
tienen ningún contacto entre sí; pero esa semejanza no
puede ser llevada hasta el fin.
La v e r d a d e r a comunidad, la que puede llevarse
hasta el fin, es la comunidad de la interdependencia, o
la solidaridad orgánica. Cuando somos semejantes, la
inundación de las tierras de Francia no afecta al cam­
pesino de Italia; la quiebra de una fábrica de automó­
viles no afecta a otra fábrica semejante; el naufragio
de una no hace naufragar a la otra. En tanto que dos
94
iim ImIiii(]Icos asociados, dos marineros asociados, dos
. im|in!ilnos asociados, por el contrario, no sólo viven
i i mu) como el otro y se parecen, sino que, sobre todo,
«i v 1111 n| uno para el otro. No sólo son semejantes, sino
111111 ■.un : .ol idarios; y a eso, a esa solidaridad, es a lo que

,l(.Immos tender.
< inundo la comunidad de semejanza, de similitud, se
. 11<i■ ■ on absoluto engendra la división y el conflicto
i>nii|iin se opone fatalmente a otras; su interés particu-
lai le ocultan el bien común más amplio. Crea exclusi-
vimjios, bloques, y conduce, forzosamente, a luchas de
. Iir.es, de sectores, de naciones. En tanto que cuando
os, unte todo, solidaria se puede tener verdaderamente
mili comunidad de destino total sin renunciar a nada
de lo que se es en sí mismo, ni a lo que se debe dar
a los otros.
I l más hermoso ejemplo de la comunidad de des­
hilo total en la desemejanza más absoluta es mi cere-
bio y mi corazón. No hay dos órganos tan desemejantes
como un cerebro y un corazón, pero están ligados de tal
modo el uno al otro, son de tal modo solidarios, de tal
modo interdependientes, que si uno no funciona el otro
ostá muy mal. Y mi cerebro está mucho más próximo a
mi corazón que al cerebro de mi vecino que puede sufrir
un ataque de apoplejía en tanto que yo me encuentro
perfectamente. Pero entre mi cerebro y mi corazón exis­
to una comunidad de interdependencia. No se trata,
pues, ya de ser exactamente semejante a los otros. Ya
no ponemos nuestra esperanza en una semejanza que
lleváramos hasta el límite, hasta lo absoluto, aunque,
lo repetiré, es necesaria una cierta similitud: para sal­
var a uno que se ahoga es preciso que me arroje al
agua con él; no es desde la orilla desde donde le puedo
decir: “Haz esto para salvarte.” Es preciso que yo me
arroje al agua con él; pero, igualmente, es preciso que
yo sepa nadar mejor que él, si no habrá, probablemente,
dos ahogados en vez de uno.
He ahí, pues, lo que me parece es la trampa de la
doble fidelidad; trampa cada vez que tomamos esta do­
ble fidelidad en el plano material, que es el plano de
la semejanza, y no en el plano formal, que es el plano
de la solidaridad.

95
Una secularización que no puede justificarse por
una finalidad apostólica próxima y, por consiguiente,
por una solidaridad profunda, conduce, fatalmente, a
una desintegración. Permitidme concluir de nuevo con
un texto de Madeleine Delbrél, porque también ella ha
conocido el mismo drama, ha sido tentada en un mo­
mento dado de hacerse semejante a los comunistas.
Ved lo que ella decía y trasladadlo a todos los proble­
mas de hoy: “Nos es preciso saber—hablaba del mundo
obrero, pero también es verdad para el Tercer Mundo
y para aquellos que estarán en contacto con el mundo
nuevo del ambiente científico— que compartir la men­
talidad y la sensibilidad del ambiente obrero, compar­
tir sus aspiraciones y sus rechazos, aunque nosotros
los rectifiquemos y los depuremos constituye, si ese es
nuestro único testimonio, un contra-testimonio de nues­
tra misión, incluso si lo depuramos, incluso si lo recti­
ficamos. Jamás debemos dejar que se establezca un
equívoco sobre el hecho de que Dios es, para nosotros,
el único bien absoluto y de que, gracias a él, todos los
otros bienes son buenos porque vienen de él” 4.
Esa es la gran solidaridad y, al mismo tiempo, la
gran desemejanza entre los hombres. Dios es el único
bien absoluto, pero con toda seguridad ese Dios, ese
Bien que decimos absoluto, “sólo presentará una hipó­
tesis de verosimilitud si nosotros tomamos en serio,
como provenientes de él, los bienes reales que desean
los hombres y los males reales que la privación de
esos bienes representa para los hombres”. Esa solida­
ridad profunda la expresaba Madeleine de este modo y
con estas palabras: “Cuando lloramos con aquellos que
lloran porque ha muerto un niño que podría no haber
muerto; porque un hombre mutilado hubiera podido no
serlo; porque un hombre ha pasado veinte años en la
cárcel y hubiera podido no pasarlos, entonces, acaso,
podremos esperar tener un corazón que se parezca,
por la esperanza, al corazón mismo de Jesucristo” 5.

* Madelaine DELBRÉL: Nous autres, gens des rúes, pág. 1B7. Seuil.
5 Ibid., pág. 274.

96
') EL DESARRAIGADO QUE ALOJA A DIOS

Martes, 17 de febrero de 1970

Cuando una fidelidad única lo pone todo en las


manos de Dios y marca la vida de un hombre —como
lim el caso de Abraham—, Dios manifiesta entonces su
incomparable generosidad. Así vamos a verlo prolon­
gando nuestra mirada sobre Abraham —lo que es, al
mismo tiempo, una mirada sobre nuestra salvación, so­
bre Jesús, el Isaac espiritual, sobre la posteridad de
Abraham que es la Iglesia—, viendo a Abraham, el des­
arraigado, que recibe en su casa a su Dios. He ahí, en
ofecto, que Abraham, que ha abandonado todo, va a
alojar a su Dios. Este encuentro con el padre de los
creyentes es también la más asombrosa aparición de
Dios:
“Yahvé se le apareció en la encina de Mambré cuan­
do él (Abraham) estaba sentado a la entrada de la
tienda en lo más caluroso del día. Levantando la mira­
da vio tres hombres en pie ante él. Tan pronto como
los vio corrió desde la entrada de la tienda a reunirse
con ellos, y se prosternó en tierra y dijo: “Señor, yo te
lo ruego, si he hallado gracia ante tus ojos no pases
cerca de tu servidor sin detenerte. Traeré un poco de
agua, os lavaréis los pies y os echaréis bajo el árbol.
Iré a buscar un pedazo de pan y os reconfortaréis el
corazón antes de ir más lejos; para esto es para lo que
habéis pasado cerca de vuestro servidor.” Ellos res­
pondieron: “Hazlo como dices” (Gén. 18, 1-5).
De este modo toma Dios asiento a la mesa de los
hombres por primera vez. Y lo hace como alguien que
pide hospitalidad. Conviene contemplar la sencillez de
la escena; incluso conocemos el menú que Abraham
va a ordenar a Sara: unas tortas, requesón, leche, ter­
nera. ¡Qué intimidad en esta primerísima teofonía, sin
nubes, ni truenos, ni relámpagos! Y qué disponibilidad

97
7
en Abraham: “Corrió hacia la tienda, junto a Sara, y
dijo: Coge pronto tres seas de harina, amasa y haz unas
tortas. Después corrió hacia el rebaño y cogió un ter­
nero tierno y hermoso y se lo dio a un sirviente, quien
se apresuró a prepararlo. Tomó requesón, leche, el ter­
nero que había dispuesto y lo colocó todo ante ellos;
él se mantenía de pie junto a ellos, bajo el árbol, y ellos
comieron” (Gén. 18, 6-8). Y Dios mira amorosamente
este trajín y espera que todo esté dispuesto.
Si vamos ahora al otro extremo de la Sagrada Es­
critura encontramos la misma intimidad en la comida
del Apocalipsis: “He aquí que estoy ante la puerta y
llamo, dice el Señor, si alguno oye mi voz y abre la
puerta entraré en su casa para cenar, yo junto a él y
él junto a mí” (Apoc. 3, 20). (Siempre esa escucha y
esa apertura del corazón.)
Pues bien, entre esa primera comida del Señor en
la encina de Mambré con Abraham, y esa última cena
del Apocalipsis, está incluida toda la historia de los
encuentros de Dios y del Hombre. Y cada vez Dios no
se impone, se presenta como alguien que, se puede
decir así, es un necesitado. Con Abraham está de pie
ante la tienda y nada dice. En el Apocalipsis lo mismo:
“Estoy ante la puerta y llamo.” Jamás fuerza Dios la
puerta. Este Señor que posee la llave de David y del
que se dice: “Si él abre, nadie en el mundo podrá ce­
rrar; si cierra, nadie podrá abrir” (Is. 22, 22); este Señor
jamás viene a abrir la puerta con su llave, que es, sin
embargo, universal. Prefiere aceptar el: “Ha venido a
casa de los suyos, y los suyos no le han recibido”
(Jn. 1, 11). Es preciso gravar esto en nuestro cora­
zón para no faltar al encuentro con Dios cuando venga
a alojarse en nuestra casa; esa es toda la historia del
Cantar de los Cantares.
Recordemos el “leit motiv” del Cantar de los Can­
tares, que aparece al final de cada uno de los poemas,
del primero al último; lo que dice el Amado, que es
el Señor: “Yo os conjuro, no desveléis, no despertéis
a mi amor antes de la hora que le plazca.” Ved a Dios
que respeta la libertad de la amada; y ésta, a su vez,
también tiene su “leit motiv”: “Yo duermo, mas mi co-
98
... < • 11 v* ’ 111 SI, mi corazón vela; hay algo que espera
...... l, pulo yo duermo. Y nuestro Dios espera la hora
i. ....... . gusto. “No desveléis, no despertéis a la
..... la un despertéis el alma de cada uno de nosotros,
,h ipuiluis a Israel antes de la hora que le plazca,
mi< do que lo quiera." Todo va a depender de la
iilm voluntad de la esposa y estará, al mismo tiempo,
ai.... Hundo a su arrepentimiento. Vemos al mismo
0. iii|in cuánto espera Dios y cuál es la respuesta de
M Minud.i, os decir, los desdichados y lamentables pre-
1. i.. . que invocamos nosotros. La esposa ha oído las
m i liornas palabras: “Mi paloma, mi perfecta.” Y, sin
i iiilinigo, permanece adormecida.
I logamos al cuarto poema y la esposa vuelve a decir
i,, minino: "Yo duermo, mas mi corazón vela.” Pero el
.i noi Insiste, y ella se despierta: “He oído a mi Amado
< 111■ < Huma”; siempre lo escucha; y entonces vienen las
|, iiahias tan dulces de Dios: “Abreme, hermana mía,
mi amiga, mi paloma, mi perfecta.” He ahí, verdadera-
niniila, cómo se conduce Dios con nosotros cuando
.inicuo decirnos palabras de amor. ¡Oh!, ya sé que en
mIiii'. momentos nos dirigirá reproches: “Tú eres una
paloma crédula y sin seso”, pero aquí no hay más que
palabras de ternura: “Abreme, hermana mía, amiga
mía, paloma mía, mi perfecta. Porque mi cabeza está
i abierta de rocío, mis cabellos del relente de la noche.”
I l I '.poso ha venido de lejos, ha caminado durante
toda la noche. Ante ese llamamiento, ¿qué va a hacer
la esposa? ¿Abrir su corazón y sus brazos? Ya sabéis
la respuesta, completamente absurda, desconcertante,
do la amada:
“Yo me he quitado la túnica,
¿cómo volvérmela a poner?
Yo he lavado mis pies,
¿cómo volverlos a manchar?”
Invocar yo no sé qué pretextos de preocupaciones
hogareñas para no abrir al Amado: Voy a mancharme
los pies; no estoy presentable. ¡Qué pobres razones!
Y sabéis la contestación:
“Mi Amado ha metido la mano
por el agujero de la puerta.”

99
El Esposo ha intentado ver, de todos modos, si podía
entrar. Ante esta muda insistencia aparece a la esposa
lo ridículo de su negativa: “Y, de repente, mis entrañas
se han estremecido.” Ya no duda más: ‘‘Yo me he le­
vantado para abrir a mi Amado, y de mis manos ha
destilado la mirra, de mis dedos la mirra virgen, sobre
el pomo de la cerradura." Pero es demasiado tarde; ya
no queda más que el rastro del perfume del Amado:
“Yo he abierto a mi Amado
pero, dando la espalda, ¡él había desaparecido!
Su huida ha matado mi alma.
Le he buscado, pero ¡no le he encontrado!
Le he llamado, pero ¡no ha respondido!”
¡Ah!, sí, ahora puede correr la esposa, puede ir a
la ciudad en su busca:
“¿Habéis visto a mi Amado,
aquél a quien ama mi corazón?”
¡Es demasiado tarde! Los vanos pretextos todo lo
han despilfarrado.
Pero, volvamos a Abraham que siempre está dis­
puesto. Abraham, pues, está allí, ve tres hombres; corre,
no espera a que se le llame; va desde la entrada de la
tienda a su encuentro, se prosterna en tierra. Piensa
en ofrecer hospitalidad a tres viajeros: Dios está ante
él; Abraham todavía no lo sabe.
Ante este misterio de Dios que espera, nuestras res­
puestas son muy diferentes: la Samaritana (Jn. 4) ar­
gumentará cuando Jesús le diga ante el pozo de Jacob:
“Dame de beber.” Y, ¿cómo reaccionamos nosotros
ante el gran banquete del sacrificio de Jesús que nos
dice: “Yo he deseado con ardor comer esta Pascua
con vosotros antes de sufrir”? (Le. 22, 15). ¿Seremos
como los peregrinos de Emaús? (Le. 24, 13-32), quie­
nes, después de haber escuchado a Jesús explicarles
“sus sufrimientos para entrar en su gloria”, quisieron
sellar su encuentro con una cena: “El dio muestras de
ir más lejos. Pero ellos le apremiaron diciendo: “Qué­
date con nosotros porque cae la noche y el día ya toca
a su fin.” Entonces, al fraccionar el pan, le reconocie­
ron, porque también ellos están a disposición de Dios,
100
. ...... Abiahiun. Y todo fue tan sencillo como en
Mitmlilrt
■ imvi’iü do todo esto aprendemos a conocer la fi-
.... . iii'l r.ofior incógnito, como lo es con Abraham y
u ln poiogrlnos de Emaús; y llegamos a ser capaces
■ i., (i i onocorle. En esos “tres hombres” de la apari-
.....i mi l.i oncina de Mambré toda la tradición y la ico-
11 -1111 ll o oitodoxa reconocen ya como una primera pre-

• 'Mi in do la Santísima Trinidad.


i la prosencia, a la vez real y secreta, de Dios en
■ i Imó'.pod que se presenta la proclamará Jesús como
..... luí lina primordial: “Yo tuve hambre y vosotros me
a ii "i i dado de comer; yo tuve sed y vosotros me ha-
l.ni'i dado de beber; yo era un estraño y me habéis
i. i.i|l(lo, desnudo y vosotros me habéis vestido, enfer­
mo y mo habéis visitado, prisionero y vosotros habéis
■ nido a verme... Cada vez que lo habéis hecho con
uno do osos hermanos míos más pequeños lo habéis
lim lio conmigo” (Mt. 25, 35-40).
Y acoger a Cristo Jesús es recibir en lo más íntimo
do nuestro ser a la Santísima Trinidad: “Si alguno me
nina guardará mi palabra y mi Padre le amará y
vendremos a él y haremos en él nuestra morada”
(Ja. 14, 23).
Así, pues, cada vez que nos abrimos a la partici­
pación fraterna acogemos al Señor mismo. Y esta es
uno cuestión de vida o muerte, para todos, en el mundo
do hoy: en efecto, para la mitad de los hombres la
cuostión de vida o muerte es la de tener pan, en tanto
< 111 o para la otra mitad la cuestión de vida o muerte es­
piritual es compartir el pan...
Pero todas estas presencias no deben disminuir la
Presencia, la única, la incomparable. En efecto, más
allá, infinitamente más allá de todas esas presencias
ya maravillosas en las que el Señor mismo es acogido
a través del huésped que viene, el pobre, el pequeño,
más allá de todo eso, Cristo es verdaderamente “Em­
manuel”, Dios con nosotros. Lo que sólo fue un pasar
fugaz junto a la encina de Mambré, lo que sólo fue un
instante con la Samaritana, un paseo con los peregri­
nos de Emaús, es ahora para nosotros la Presencia per-
101
manente del Señor. He ahí el tesoro de la Iglesia qim
supera todos los demás. ¡Qué pérdida irreparable so
produce cuando los hombres ya no saben reconocm
la presencia permanente del Señor en su Eucaristía,
o la reducen a una simple comida fraternal! Querría
recordar aquí, sencillamente, dos recuerdos, porquo
cambiaron mi vida.
Os decía esta mañana que siendo todavía incrédulo
había estado en la Valsainte. Había preguntado a los
cartujos si me querían acoger durante unos días do
retiro. Yo deseaba, verdaderamente, saber si Dios exis­
te o no. Ahora bien, en Valsainte me encontré como
enfrentado a este misterio de la Eucaristía en el que
no pensaba lo más mínimo. Y si hoy estoy aquí, en
medio de vosotros, a ese misterio se debe. El padre
recepcionista me había recibido muy bien. Me había
escuchado. Yo esperaba que me desarrollara toda una
apologética y estaba dispuesto a ello. Yo me decía:
Tú vas a casa de sacerdotes; ellos te recitarán un ca­
tecismo completo. Pero aquel padre me había escucha­
do y sólo me dijo: Está bien; estáis en el buen camino,
continuad. El me había mostrado la capilla: Si quiere
ir a ella, vaya. Yo iba a la capilla sin saber, sin com­
prender. Cuando comenzaba un oficio me arrodillaba
porque pensaba que esa era la actitud correcta; pero
esos oficios de los cartujos eran interminables y can­
sado de estar arrodillado me sentaba. ¡Crac! Era la ele­
vación, todo el mundo se arrodillaba; yo iba, exactamen­
te, a destiempo. Era Semana Santa. Una mañana, du­
rante el Oficio, vi que en un momento dado los monjes
abandonaban sus asientos e iban a situarse alrededor
del altar donde celebraba el Padre Abad; después vi
a los hermanos que salían de detrás de las rejas del
trascoro y se colocaban también alrededor del altar, y,
en fin, los que estaban en retiro, descendían por una
escalera de caracol y venían también a participar en
ese mismo círculo alrededor del altar. Y yo me encon­
traba solo en un rincón, lejos de todos, en el momento
en que se daba la santa comunión: era la misa del
Jueves Santo. ¡Completamente solo en la tribuna! Y en­
tonces, realmente, sentí que o bien todos aquellos hom­
bres: monjes, hermanos, seglares en retiro, estaban
102
' h yniidu n tragarse yo no sé qué pastilla—, o bien
• .< v..... nlmante, ol ciego que no comprendía nada de
i í|mm .m lidia. Ahora bien, yo veía a aquellos cartu-
i ■ impiobnda su calma, su equilibrio, descubría a
...... Immlmis capaces de vivir una vida entera en si-
..... .. mi la soledad; yo no podía decirme que eran
......... Incoa. Estaba obligado a pensar, incluso incons-
■ i' ni' monto, que, verdaderamente, allí había un “yo
no o qué" que me rebasaba, una Presencia santa más
■ •llii do lo visible.
I lo ha sido el punto de partida: yo seguía sin creer
■ n Dio», poro en adelante iba a buscarlo con la certeza
di qtio lo invisible podía existir. Más tarde Dios se ha
i ovalado como una certeza; pero Jesucristo, ¿no era una
loyonda? Un día he podido comprender que si Dios era
lilo», por encima de todas nuestras limitaciones, era ca­
pí/ de amar al mundo hasta el extremo de darle su Hijo;
qim »i Dios era el Amor, era capaz de venir entre nos-
ulios en su Hijo: entonces he creído en el Señor Jesús.
I 'oro todavía se planteaba una cuestión: yo había sido
bautizado católico, pero educado vagamente en el protes­
tantismo: ¿iba a ser católico o protestante? Decidí fre­
cuentar la Cena protestante para ver lo que era, pero
cada vez que preguntaba a mis amigos protestantes, o
a los pastores, que me explicaran lo que pasa en la
Cena, cada uno de ellos me daba su respuesta perso­
nal: un recuerdo..., una memoria..., una cena frater­
nal... Yo estaba solo, no veía a ningún sacerdote (había
dejado Valsainte al cabo de ocho días). Pero cuando
leía en el Evangelio: “Esto es mi cuerpo; esto es mi
sangre”, me volvía a encontrar de nuevo en Valsainte,
en la tribuna, solo en mi rincón de la izquierda, frente
a todos esos monjes que, desde el tiempo de Jesús
hasta hoy repiten: “Esto es mi cuerpo; esto es mi san­
gre”, y recibían con adoración el cuerpo de Cristo.
Y si, en definitiva, con la gracia de Dios e impulsa­
do por ella, con toda seguridad, he escogido el cato­
licismo; si después de seis meses de reflexión he ido a
ver a un sacerdote y le he dicho: “Quiero ser católico”,
es a causa de ese tesoro único de la Eucaristía, y por­
que sólo la Iglesia me parecía ser fiel al: “Esto es mi
cuerpo; esto es mi sangre”. Esto ha sido más fuerte

103
que todas mis dificultades, porque siendo incrédulo,
educado en una familia socialista, ya podéis peno.ii
que la Iglesia era un bocado muy grande que tragar,
con todas las ideas falsas que se pueden tener en In
cabeza: estaba Galileo, estaban los Papas del Reno
cimiento y tantas cosas más. Pero todo eso apenas po
saba, en definitiva, ante esa fidelidad de la Iglesia católi­
ca a la palabra: “Esto es mi cuerpo; esto es mi sangre.”
Que nada venga a diluir o enervar la certeza bimilenn-
ria de ese tesoro que lleva consigo nuestra fe.
El segundo recuerdo ahora, más reciente, nos con­
duce a Abraham. Hace cinco o seis años no iban bien
las cosas; teníamos grandes dificultades, y yo fui a
ver a nuestro Obispo, un hombre al que venero, un
verdadero padre para nosotros. Pero resultó que aquel
día, por yo no sé qué misteriosa circunstancia, mi
Obispo, tan bueno, a quien quería hablar con el cora­
zón en la mano, me contestó, si me atrevo a decirlo
así, a golpes de derecho canónico. Acaso no se equivo­
caba; pero no era eso de lo que yo tenía realmente
necesidad; en todo caso no era con toda seguridad lo
que yo esperaba aquel día. Y todavía me veo regresar,
no desesperado en realidad, pero profundamente des­
graciado. Todo me parecía absurdo, esta gran ciudad
con los automóviles en todas direcciones, las luces ver­
des, rojas y amarillas, las gentes que se detienen, las
gentes que reanudan el paso, los peatones que espe­
ran o que pasan como un rebaño de ovejas; y me decía:
¡Realmente, este mundo está c o m p l e t a m e n t e loco!
Todas estas personas que veo, esta especie de hormi­
guero agitado, ¿qué es? ¿Qué es nuestra pobre huma­
nidad? Y mi Obispo, ¿vale más?
En mi pesadumbre me acordaba de las horas y
horas en que Abraham, de pie ante Dios, intercedía
por Sodoma: “¿Vas a suprimir, realmente, al justo con
el pecador? Acaso haya cincuenta justos en la ciudad.
¿Vas a suprimirlos? ¿No perdonarás a la ciudad por los
cincuenta justos que viven en ella?” ¡Lejos de ti hacer tal
cosa! Ya sabéis el regateo de Abraham: “Si encuentro
en Sodoma cincuenta justos, respondió Yahvé, perdo­
naré a toda la ciudad por causa de ellos.” Abraham
dijo: Soy muy atrevido hablando a mi Señor, pero acaso
104
• it. i., i iiicunnta justos falten cinco: por esos cinco que
, luirás que perezca toda la ciudad? El respon-
111 No, .1 encuentro en ella cuarenta y cinco justos.”
i>i ilmm volvió a insistir: “Acaso no haya más que cua-
M'Mi i y Dios respondió: “No lo haré a causa de los
. iMH'iiln " Entonces Abraham, todavía más de prisa:
■ mi. mi Señor no se irrite, acaso se encuentren en
■ Un lo Hita." "Por los treinta no lo haré.” Y dijo Abra-
i .ni 11 "Soy muy atrevido por hablar a mi Señor; acaso
h niioontrarán en ella veinte”, y Dios respondió: “Yo
m. do .huiré a causa de esos veinte.” Abraham dijo:
* mío mi Señor no se irrite y hablaré por última vez:
m .r.o so encuentren diez”, y Dios respondió: “Yo no
ilo iimlró a causa de los diez” (Gén. 18, 22-32).
Y yo, en aquella baraúnda de la gran ciudad, me
ilocin "Sólo hay pecadores, ni un hombre justo, ni si-
i|iilnia mi Obispo, incapaz de comprender.” En aquel
inomonto viendo una iglesia abierta entré en ella y, de
iiiilpo, he percibido la diferencia, sin medida común,
i mi ol tiempo de Abraham: ahora, en cada una de nues-
ñu. iglesias, en la más miserable capilla, el Justo por
oxcolencia está presente allí. Y volvemos a encontrar
nuestro incomparable misterio: ese Cristo que es ver­
daderamente el Emmanuel, el Dios con nosotros. Día
y noche está en medio de nosotros y “habita con nos­
otros, lleno de gracia y de verdad” (Jn. 1, 14).
“El invita incesantemente a que le imiten todos
aquellos que se acercan a él a fin de que a ejemplo
suyo aprendan la dulzura y la humildad de corazón, que
sopan buscar no sus propios intereses, sino los de Dios,
nuestro Justo por excelencia. De ese modo cualquiera
que se acerque al venerable Sacramento con una devo­
ción particular y trate de amar con generoso corazón
a Cristo, que nos ama infinitamente, experimenta y
comprende a fondo —no sin gozo íntimo y sin fruto—
el precio de la vida oculta con Cristo en Dios. Sabe por
experiencia cuánto vale la pena hablar con el Cristo,
el Justo, el Emmanuel que siempre está allí; nada hay
más dulce sobre la tierra, nada más adecuado para
avanzar en los caminos de la santidad.”
Ya habréis reconocido en estas líneas la encíclica
Mysterium fidei.
105
10 MOISES, SOLITARIO Y SOLIDARIO

Miércoles, 18 de febrero de 1970

llnloamos, para comenzar, la Epístola de San Pablo


n Ion Romanos, porque ella es !a justificación de lo que
hincamos al mirar a los grandes patriarcas de nuestra
lo "Todo lo que se ha escrito en el pasado lo fue para
niioatra instrucción, a fin de que la constancia y el con-
.imlo que dan las Escrituras nos procuren la esperan-
. a" (Rom. 15, 4). Observad esas tres palabras: cons-
luncia, consuelo y esperanza, y su encadenamiento. La
Indura de la Escritura crea en nosotros la constancia,
os decir, la perseverancia, la p a c i e n c i a : “Salvaréis
vuostras vidas por vuestra constancia” (Le. 21, 19);
y la consolación, es decir, la alegría: porque toda la
l scritura es la revelación del designio de amor de Dios.
Y así la constancia y la consolación engendran en nos­
otros la esperanza.
Esta mañana veremos, con asombro, vivir a Moisés,
el gran Moisés. Lo veremos en dos aspectos que alcan­
zan, aunque rebasándolo infinitamente, lo que os decía
ayer sobre la comunidad de destino —esa comunidad
de destino que nuestro Señor Jesús llevará hasta lo
inimaginable—, Moisés solitario y Moisés solidario. Dos
aspectos que se reclaman entre sí: solidario porque,
en primer lugar solitario. “Aunque tuviérais, en efecto,
millares de maestros en Cristo no tenéis varios padres”,
nos dice San Pablo, hablando de sí mismo (I, Cor. 4, 15).
Si es verdad que Abraham es el padre de los creyen­
tes, se puede afirmar que Moisés ha sido el pedagogo
del pueblo de Dios. Sí, hemos tenido numerosos peda­
gogos, y siempre los tendremos con aquellos que el
Señor ha puesto para que sean los guías de su Iglesia;
pero con Moisés tenemos el primer gran pedagogo del
pueblo de Dios.

107
Si Abraham puede decirnos: “Yo os he engendrniln
en el Cristo” —infinitamente más que el mismo Sun
Pablo—, Moisés va a suscitar y reunir al pueblo di*
Dios. El es el prototipo de aquellos que han de formm
ese pueblo santo. La De/ Verbum nos lo recuerda:
“A su hora llamó Dios a Abraham para hacer do <*>l
un gran pueblo —el padre de la posteridad, de la do:,
cendencia—; después de los Patriarcas formó ese pue­
blo por Moisés y los Profetas” (Dei Verbum, 1, 3).
Por eso miraremos a Moisés a la luz de esa reali­
dad del pueblo de Dios recordada por el Concilio. Ln
Dei Verbum dice también más adelante: “En efecto, ha­
biendo pactado una vez una alianza con Abraham, más
tarde, por medio de Moisés con el pueblo de Israel, so
ha revelado Dios de tal manera... que Israel conoció
por experiencia los caminos de Dios con los hombres..."
(Dei Verbum, 4, 14). Todo el designio de Dios por Moi­
sés, Jesucristo, la Iglesia —y Jesucristo y la Iglesia
son un todo—, todo ese designio de Alianza de Dios
toma un relieve cautivador en la misma y permanento
pedagogía.
Ya hemos visto el “venid y ved”; después el “escu­
cha”; hemos oído el “abandona”. Con Moisés me pare­
ce que la palabra clave es la de “ve”: “Ahora ve, yo
te envío a Faraón para hacer salir de Egipto a mi pue­
blo, los hijos de Israel” (Ex. 3, 10). En el Sinaí el Señor
le dirá igualmente: “Ve a encontrar a mi pueblo y
diles...” Y desde ese momento oímos ya a Jesús
diciendo a sus Apóstoles: “Id por el mundo ente­
ro” (Mr. 16, 15); y, más tarde, a San Pablo: “Ve,
lejos, hacia los paganos, que yo quiero enviarte”
(Hch. 22, 21).
Oímos al Señor decir, por Moisés: “En adelante,
si me obedecéis, si respetáis mi Alianza, yo os tendré
por los míos entre todos los pueblos” (Ex. 19, 5); y
Jesús, después de su Resurrección, dirá a sus Após­
toles: “Id, pues, haced discípulos de todas las nacio­
nes“ (Mt. 28, 19).
Tenemos la prueba de que esa palabra pueblo tiene
su origen en Moisés en un texto que ha pasado sin des-
108
ii i l u í’ a lo largo de los siglos: “Yo os tendré por los
Milu millo todos los pueblos: porque toda la tierra es
mi |inM>:;lón. Yo os tendré como un reino de sacerdo­
te y una nación consagrada” (Ex. 19, 5-6). No es un
i.... i »lo. simplemente, lo que va a salir de las manos de
m.'Im's, sino un reino, una nación, y ¡a qué nivel!: ¡un
mino (lo sacerdotes, una nación consagrada!
Y la orden: “Ve”, anuda esas dos realidades que
.....■.liluyon esta pedagogía divina: “Ve” de la soledad
Inn m la solidaridad. Ve desde Madián, donde estás solo
nuaidando los rebaños de tu suegro; ve desde el cara
o i ara con Dios en el Sinaí; ve hacia la solidaridad,
viialvo de ese desierto de Madián hacia mi pueblo que
está na Egipto; ve desde ese cara a cara indecible sobre
i.i i una de la montaña y desciende a donde se encuen-
11 a ose pueblo de Israel. Y el punto de encuentro de

esa soledad y de esta solidaridad, el punto de conjun-


■ lón permanentemente de lo solitario y de lo solidario
so sitúa en nuestro corazón. Ahí es donde nos hace
falta ser, a la vez, solitarios y solidarios.
Esta doble y única actitud, como las dos caras de
una misma moneda, la vemos en Moisés, después en
los Profetas, culmina en nuestro Señor Jesús, se trans­
mite a los Apóstoles y hoy a ia iglesia. Todos, en igual
medida que Moisés, van a oír sin cesar ese “ve”, y
van a ser a la vez solitarios para Dios, puestos aparte,
elegidos por Dios —esto no deberán olvidarlo jamás—
y al mismo tiempo solidarios de sus hermanos, “judíos
con los judíos, griegos con los griegos, bárbaros con
los bárbaros, todos para todos a fin de ganarlos a
todos” (Cfr. I, Cor. 9, 20-23).
Nos encontramos con esto en presencia de la gran
llamada de la Iglesia, pero que pasa por la debilidad
y la muerte. ¿Cuál es, en efecto, ese pueblo que Moisés
debe reunir? Conviene mirarlo desde cerca porque ese
pueblo que Moisés tiene la misión de reunir es, en rea­
lidad, una escoria de la humanidad, condenado al ge­
nocidio. Puede decirse que en su historia encontramos
descrito el primer genocidio. Basta recorrer el libro dei
Exodo; y en ciertos lugares nos encontramos en plena
actualidad, en la historia más contemporánea.
109
Aquel pueblo, que había tenido unos comienzos tan
buenos en Egipto con José, le vemos convertido do-,
pués no sólo en un pueblo esclavo, sino en un pueblo
con una “demografía galopante”, como dirían los so­
ciólogos modernos: "Al ser tan fecundos, pulularon, lio
garon a ser numerosos y sumamente poderosos...”
(Ex. 1, 7). Y, ¡qué bien se describe la actitud del go­
bierno ante ellos!: “Tomemos hábiles medidas para im­
pedirle que crezca” (Ex. 1, 10). Que todo se haga con
habilidad y flexibilidad. No se trata de exterminarlos, sen
como sea, no, no: “Tomemos hábiles medidas”, con
una vida más dura, con trabajos más forzados. Vemos
aparecer los “campos de trabajo”. Pero esto dura muy
poco. A pesar de todo continúan multiplicándose; a
pesar de “la vida insoportable por los duros trabajos:
la preparación de la arcilla, el moldeo de los ladrillos,
los diversos trabajos en el campo...” (Ex. 1, 14). No
tengo necesidad de insistir; todo esto ¡evoca en nos­
otros tantos acontecimientos recientes! A pesar, pues,
de todos los trabajos a que se les fuerza, a pesar do
las comadronas a las que se dan consejos para la li­
mitación de nacimientos, todo era inútil: “El pueblo se
hizo muy numeroso” (Ex. 1, 20). Estamos ante un pue­
blo que se halla en un universo de campos de concen­
tración. No creo exagerar. Y estamos ante un pueblo
incapaz de lanzar otra cosa que no sea los clamores
anónimos arrancados por el brutal sufrimiento. Ya no
es ni siquiera un pueblo capaz de orar. Y el mismo
Señor dirá: “Yo he prestado oídos al clamor que le
arrancan sus vigilantes” (Ex. 3, 7). Ya no es siquiera
una oración, es simplemente un clamor de sufrimien­
to que hacen brotar los vigilantes que golpean y hun­
den a ese pueblo.
“Yo he prestado oídos, dice el Señor, a la desgracia
de mi pueblo... Yo conozco sus angustias.” Ellos mis­
mos ya ni las saben. Claman. Están condenados al ex­
terminio. Pienso que en la hora actual no hay conti­
nente en el mundo —salvo acaso Australia— en que
no encontramos pueblos que, de un modo u otro, no
se encuentran en igual situación. Ahora bien, de ese
pueblo tan desgraciado y miserable es de donde va
a salir el pueblo escogido; como puede ser que hoy se
110
on osos pueblos, que son los más miserables
. |. • monos desarrollados, los mensajes de salvación
............. tiempo.
i Minio a este pueblo aplastado, ¿quién es Moisés?
.Mu iipnrhombre? No. ¿El salvador de Israel? No; el
.1 hloi de Israel es Yahvé, sólo Yahvé. Moisés, en
(iiliimi lugar, es un rescatado de las aguas del Nilo.
vmiloiloramente un “salvado”. El es el primer “saca-
i- 11-■ apuros”: eso es lo que significa el nombre que se
i. iia “Cuando hubo crecido se le llevó a la hija del
i ai aún, que le trató como a un hijo y le puso por nom-
iiin Moisés, porque, dijo ella, “yo lo he sacado de las
ai 111 a ■." (Ex. 2, 10). Y cuando contemplamos a Moisés
mi m i cesto de mimbres y betún, en ese gran río Nilo,
un podemos menos de percibir ya a Jesús “envuelto
■ o pañales y acostado en un pesebre”. No podemos
monos de ver la Iglesia en la barca del Apóstol Pedro,
lodo comienza en la pequenez, en la debilidad. Siem-
pio me acuerdo de unas palabras de un sacerdote, un
mllgioso del Brasil, que también ha conocido la debi­
lidad, la enfermedad, el hospital, y que me decía un
dfa estas palabras Inolvidables: “Jesús ha salvado al
mundo en unos centímetros de pesebre y en menos
do dos metros de madera.” Toda la vida del Señor
Josús: algunos centímetros de pesebre y menos de dos
metros de cruz. “Lo que hay de locura en el mundo
oso es lo que Dios ha escogido para confundir a los
prudentes; lo que hay de debilidad en el mundo”, el
cesto de Moisés, el pesebre de Jesús, la barca tan frá­
gil del apóstol Pedro sobre el lago, “he ahí lo que Dios
ha escogido para confundir la fuerza” (I, Cor. 1, 27-31).
Y ahora me viene al pensamiento un hermoso texto
de Calvlno: “Ciertamente, Dios ha sacado a Moisés de
la tumba, al que iba a ser el salvador de su pueblo,
para enseñar que el comienzo de salvación de la Igle­
sia es como una creación sacada de la nada.” Sabemos
nosotros que ya en el plano de la existencia, del ser,
Dios no cesa de sacarnos de la nada, que no cesa de
sostenernos por encima de la nada. Sólo somos por él.
Pero, ¡cuánto más cuando se trata de una realidad so­
brenatural! El comienzo de nuestra Iglesia lo encon­
tramos en estas palabras de San Juan: “Llegados a
m
Jesús le encontraron muerto... pero uno de los solda­
dos le traspasó el costado” (Jn. 19, 33). De ese costa­
do traspasado y abierto “brotó sangre y agua”, y todos
los sacramentos de nuestra Iglesia.
De Moisés a Jesús las dos reuniones del pueblo de
Dios pasan por una fase de muerte. Aquel pueblo de
Moisés, oprimido, continúa hoy; y no es solamente el
“tercer mundo” hambriento, los prisioneros políticos
torturados; no son simplemente esas aldeas incendia­
das con “napalm”, sino también el sufrimiento de la
Iglesia, discutida y protestada en este momento. En
efecto, hoy día sufre nuestra muy amada Iglesia —y
no soy pesimista, porque el padecer es fuente de vida—
dentro de sí misma más que nunca en ese tiempo des­
crito por San Pablo “en que los hombres no soporta­
rán ya la sana doctrina sino, al contrario, siguiendo sus
pasiones y dándole gusto al oído se darán numero­
sos maestros” (¡y Dios sabe que con los “mass-media"
no faltan los maestros! Ya no hay más que teólogos;
están todos los periodistas que se convierten en maes­
tros...), “y apartarán los oídos de la verdad para vol­
verse hacia las fábulas” (II, Tim. 4, 3).
Un texto de San Pedro, citado con menor frecuen­
cia, es todavía más duro: “Hay falsos profetas en el
pueblo, como también habrá entre vosotros falsos doc­
tores que introducirán sectas perniciosas y que, rene­
gando del Maestro que les ha rescatado, atraerán so­
bre ellos mismos una pronta perdición” (II, P. 2, 1-3);
“pronta”, porque en el fondo todo esto pasa rápidamen­
te, en el tiempo de leer un artículo de periódico. Y San
Pedro no carece de psicología cuando describe “esas
gentes cuyo juicio desde hace largo tiempo no está inac­
tivo y cuya perdición no está adormecida”.
Todo esto no es pesimismo, sino invitación actual
a colocarnos en soledad, a meternos de nuevo en esa
cesta frágil de las aguas del Nilo, a colocarnos en el
pesebre de Belén, a entrar en la barca de los pescado­
res del lago, sacudida por la tempestad, que contiene
en germen toda la Iglesia y Jesús que duerme sobre un
cabezal; “Maestro, ¿no te importa que perecemos?”
(Me. 4, 38). Jesús se calla y duerme. Pero después
112
• l<> uso que llamamos los silencios de Jesús, él mismo
vd n imponer silencio a la tempestad en el momento
< 111 <' quiera. “Silencio, cállate”; “ponte un bozal”, dice
uno de los evangelistas. Y después: “¿Por qué teméis
ull?, nos dice. ¿Cómo no tenéis fe?”
Cuando el solitario ha vivido la experiencia de su
impotencia, entonces, pero sólo entonces, puede ha­
cerse solidario. Moisés va a ponerse en comunidad de
destino con su pueblo, en el verdadero sentido de la
palabra, y nos mostrará lo que es el hombre llamado
por Dios cuando Dios se propone salvar al hombre por
ol hombre. Porque Moisés es el tipo perfecto de aquel
que se coloca en comunidad de destino, en comunión
de solidaridad con su pueblo.
Ya hemos visto que la comunión no es, en primer
término, una semejanza, incluso heroica, llevada hasta
el último término: conduce a un callejón sin salida.
Moisés, educado en la corte del Faraón, no es “se­
mejante” a los hebreos sus hermanos: no ha fabricado
ladrillos durante toda su vida, no ha mezclado la paja
y la arcilla, no ha recibido los golpes de los contramaes­
tres. No, pero una vez que fue mayor quiso hacerse so­
lidario; y aquí volvemos a encontrar al autor de la Epís­
tola a los Hebreos, capítulo 11, que leíamos ayer a pro­
pósito de Abraham:
"Por la fe, Moisés, una vez que fue mayor, se negó
a ser llamado hijo de una hija del faraón, prefiriendo
ser maltratado con el pueblo de Dios que conocer el
goce efímero del pecado, estimando como una riqueza
superior a los tesoros de Egipto el oprobio de Cristo”
(Heb. 11, 24-26).
Esos “tesoros de Egipto” pueden ser la ciencia, la
civilización, la cultura; cosas todas ellas tan buenas en
sí mismas. Pero Moisés prefiere el oprobio de Cristo
a ese tesoro de Egipto. Y ese Cristo no es para él, direc­
tamente, el Señor Jesús, sino ese pueblo mismo que
va a ser ungido y será consagrado por Yahvé. “Yo haré
de vosotros un reino de sacerdotes, una nación santa.”
Y San Pablo nos dice que es preciso reconocer aquí a
Cristo, por cuya causa, por la fe, sufría ya Moisés. Con­
templando así a Moisés, a la vez desemejante y, sin em-

113
8
bargo, tan solidario que renuncia a todos esos tesoro:.,
viene a nuestra mente un texto, y más que un texto unn
realidad, la más elevada de todas: Jesús que “de con
dición divina —y sería preciso que pudiéramos pesai
lo que representa cada una de estas palabras— no re­
tuvo celosamente el rango que le igualaba a Dios. Pero
se aniquiló a sí mismo —se “vació” de sí mismo, dice
exactamente el texto— tomando condición de esclavo
y se hizo semejante a los hombres..., se humilló todavía
más obedeciendo hasta la muerte, y la muerte en una
cruz” (Filp. 2, 6-8). Lo que sólo fue un impulso en Moi­
sés al pedir a Dios que “le borrase del libro” de vida
(Ex. 32, 32) se convirtió en la realidad misma de Jesús
muriendo por reunir un pueblo (Jn. 11, 52).
Reconocemos a Jesús, solidario, que va a franquear
tres etapas y descender a estos tres abismos: hombres,
esclavos, muerte en la cruz. “Jesús, que no se avergon­
zó de llamarnos hermanos” (Hb. 2, 11), según la bella
exposición de la Epístola a los Hebreos! No, no se aver­
gonzó de llamarnos hermanos a nosotros que tan des­
preciables somos con frecuencia en esta humanidad
desgraciada de que formamos parte; no se avergonzó
de llamarnos hermanos, y hacerse semejante a sus her­
manos absolutamente en todo, menos en el pecado.
Lo mismo sucede con nuestra Iglesia, tal como se
dice en la Gaudium et Spes: es la misma suerte, el
mismo esfuerzo.
“Asamblea visible y comunidad espiritual a la vez,
la Iglesia camina con la humanidad y comparte la suer­
te terrestre del mundo, combatida por las mismas tem­
pestades, asaltada por los mismos golpes; la Iglesia es
como el fermento y, por así decirlo, el alma de la so­
ciedad humana (¿y qué es lo que está más unido al
cuerpo que el alma?; los dos hacen una sola cosa), lla­
mada a ser renovada en Cristo y transformada en fa­
milia de Dios” (G. et. S. IV, 40/2).
¡Qué relieve adquiere todo esto cuando lo vemos
vivido de milenio en milenio: Moisés-Jesús-La Iglesia,
solitarios y solidarios.

114
i l MOISI S, SOLITARIO Y SOLIDARIO: EL CRAN
IN I I.RCESOR

Miércoles, 18 de febrero de 1970

' oulmuemos mirando a nuestro pedagogo Moisés,


< i imdugogo del pueblo de Dios y de aquellos que han
■ i. .mvir a ese pueblo en todos los niveles: el sacer-
' iiiln on la parroquia, el vicario con los jóvenes; todos
.iiiu<*llos que, desde la cima de la jerarquía hasta la
Im'.d, tienen en la Iglesia una responsabilidad de jefes
v iln pastores.
Hornos visto a Moisés desemejante y queriendo soli-
<lnr izarse a la vez. Es desemejante: es un hombre libre,
pilvilogio inmenso respecto a su pueblo esclavo. Y por
m un hombre libre, que ha gozado de la grandeza de
la civilización de Egipto, tiene un ideal exigente: tiene
una elevada idea del hombre, no puede aceptar la es­
clavitud de sus hermanos. Un esclavo acepta la escla­
vitud. Un hombre libre no puede aceptarla. Nuestro
Señor tendrá la misma exigencia cuando diga: ‘‘La ver­
dad os hará libres.” Jesús también quiere aportarnos la
libertad. Y la Iglesia, nuestra Iglesia, continúa siendo,
aunque incomprendida, el defensor supremo del hom­
bre, tal como lo atestigua, a pelo y a contrapelo, la
Humanae Vitae cuando nos recuerda la grandeza ina­
lienable del hombre, y dispuesta a comprender y al
mismo tiempo sostener su debilidad.
Moisés quiere solidarizarse con su pueblo. ¿Cómo
lo va a hacer? ¿Haciéndose totalmente semejante a sus
hermanos? Eso es imposible. No resistiría mucho tiem­
po su vida de esclavos. La solución que escoge nos co­
loca en pleno centro del drama de hoy y, en particular,
de ío que es la tentación, tan comprensible, de la ju­
ventud de hoy día: Moisés, todavía muy joven aún, es­
cogió la violencia.

115
“Cuando Moisés fue mayor fue a visitar a sus her­
manos. Fue testigo de las penalidades a las que se veían
sometidos, y observó a un egipcio que golpeaba a un
hebreo, uno de sus hermanos. Miró en torno y al no
ver a nadie mató al egipcio y lo enterró en la arena”
(Ex. 2, 11, 12).
Moisés opta por la guerrilla y la violencia. No soy
yo quien lo inventa. Y esto nos hace comprender a
aquellos que hoy, como Moisés en su juventud, no ven
otra solución que la de entrar en los caminos de la
violencia. ¿Osaré decir que eso es un mal menor? Al­
gunos lo piensan; yo no lo creo así. Pero me parece
que el error más profundo no está en ese acceso de có­
lera juvenil de Moisés, sino en obrar en su propio nom­
bre antes de que Dios le envíe:
“Volvió al día siguiente, cuando dos hebreos esta­
ban golpeándose (porque había divisiones dentro mismo
de ese pueblo esclavo). “¿Por qué golpeas a tu camara­
da?”, dijo al agresor. Y ya sabéis la respuesta del otro:
“¿Quién te ha hecho nuestro jefe y nuestro juez? ¿Pien­
sas en matarme de igual modo que mataste al egipcio?”
(Ex. 2, 13-14).
Tenemos un comentario de este texto (y de toda la
historia de Israel y la nuestra) en el gran discurso de
Esteban. Antes de ser lapidado explica Esteban que la
imagen de Jesús —de quien Moisés es la figura, no lo
olvidemos— se proyecta sobre la de Moisés: “Sus her­
manos, suponía él (Moisés), comprenderían que era
Dios, por medio de él, quien les aportaba la salvación;
pero ellos no le comprendieron” (Hch. 7, 25). No
comprendieron esa buena voluntad inicial de Moisés.
Y Esteban añade: “He aquí que Dios les enviaba como
jefe y redentor ese Moisés de quien ellos habían rene­
gado” (Hch. 7, 35). Porque en el designio de Dios de­
berá estar Moisés alejado durante cuarenta años y ser
solitario —su primera estancia en el desierto— para
ser después cuarenta años solidario en la segunda es­
tancia en el desierto del éxodo6.

“ Se encuentran en ANDRÉ NÉHER: Moïse et la vocation juive. Colección "Maî­


tres spirituels”, Seuil, páginas admirables que sólo un judio podía escribir, y en
particular la página 111, sobre el desierto.

116
m> mnn dirá que cuando un hombre está en plena
|h • iiiti<i u ir.pira a un gran y hermoso proyecto quiere
m .n iilu Irmiodlatamente, y “Dios le hace esperar”.
i ...... . nqul aquello que decíamos a propósito de
i.1 iihiin Dios quiere que Isaac sea dos veces el hijo
i|<> Im plomosa —una vez porque Abraham era ya viejo,
, Im iiiia porque era preciso sacrificarlo—: Dios “pone
i | u nubil" en ciertos momentos lo que es verdadero, lo
ir, buono. En el caso presente no ha llegado toda-
win In hora de la liberación de ese pueblo cuyos clamo-
iiri •.ubun, sin embargo, hasta Dios. También Jesús ha-
IiImii'i liocuentemente de “su hora”.
Aillo la incomprensión de sus hermanos el temor se
Mpodoró de Moisés, porque Moisés estaba también ate-
mwlzado, al fin y al cabo, ¡a pesar del hervor de su
juventud! "Moisés, acobardado, se dijo: ciertamente se
libo la cosa.” El faraón oyó hablar del asunto y... Moi-
•ióh huyó lejos de él y se fue al país de Madián.”
(Ex. 2, 14-15).
Un episodio vivido en el Brasil me parece un símbo­
lo a este respecto. Hace dos o tres años habían venido
a nuestro suburbio de Sao Pablo unos jóvenes —estu­
diantes, unos hombres libres ¡como Moisés!— hacia el
primero de mayo, para “hacer conscientes” a los obre­
ros de nuestro barrio. Yo no diré que éstos sean unos
esclavos pero, con toda seguridad, no son hombres que
gocen de la libertad, al no tener la libertad de la cul­
tura, ni la simple libertad para escoger su propia vida.
Aquellos estudiantes Ies habían explicado que el prime­
ro de mayo era el día de la fiesta del trabajo: “Es pre­
ciso que acudáis a la ceremonia que tendrá lugar ante
la catedral de Sao Paulo, para manifestar la dignidad
del trabajo.” Algunos obreros más formados habían par­
tido, pues, ese día pensando, justamente, en afirmar
la grandeza del trabajo, sin más ¡deas preconcebidas.
Pero lo que aquellos estudiantes —los jóvenes Moisés—
no les habían dicho es que un centenar de ellos iban
cuidadosamente provistos de piedras para lanzarlas a
la cabeza del gobernador del Estado de Sao Paulo en
el momento en que éste apareciera. Yo no sé por qué
habían envuelto, muy gentilmente, esas piedras en pa­
pel, pero... la cosa es que dentro del papel había pie-
117
dras... En sus mentes, este era un medio de "hacer
conscientes”, como decían ellos, a los obreros. Pen­
saban, en efecto, que el gobernador, al recibir la pe­
drea, lanzaría la policía contra todos y que los obreros,
golpeados por ella, se encontrarían “conscientes” y en­
trarían, así, en el camino de la revolución.
El gobernador recibió una pedrada; corrió una gota
de sangre; ¡no era una cosa terrible, una gotita de san­
gre! Encontrándose ante la catedral entró en ella, y la
catedral jugó su viejo papel de derecho de asilo. Avis­
pado político, el gobernador tuvo la habilidad de no en­
viar la policía contra nadie. Nadie fue golpeado; y los
obreros no quedaron “hechos conscientes” como espe­
raban los estudiantes. El único recurso fue quemar la
tribuna oficiaj...
Sin juzgar a nadie, vi en aquello cuán grave es que­
rer “hacer conscientes” a unos hombres que no están
preparados para ello. Se transforma en peones de la
revolución a unos peones del capitalismo. Ese es el pe­
ligro de los intelectuales —de derecha o de izquierda—
cuando pretenden conducir las masas sin una larga,
paciente y previa gestación de su libertad.
La solidaridad de Moisés le conduce a la soledad.
Solitario, educado en la corte del faraón, tras este en­
sayo de solidaridad Dios le devuelve a la soledad: cua­
renta años pasará guardando los rebaños de su suegro
en el desierto. Este ritmo de presencia y de soledad
es toda la vida del Señor Jesús: “Entonces huyó a la
montaña. Pasaba la noche en un lugar desierto.” Jesús
pasa del tiempo al desierto. Por la noche se va a Betha-
nia: va al monte de los Olivos. Su solidaridad no siem­
pre es comprendida, ni sus tiempos de soledad, una
soledad que no es un refugio, como cuando se dice:
Ya hay bastante de toda esa gente, hasta la vista; sino
más bien la anticipación de la Iglesia que está en el
mundo (solidaria) y no es del mundo (solitaria). Es
la vida de los contemplativos. Es nuestra propia vida
de oración, de soledad, sin la que no habrá solidaridad
verdadera. Todos debemos entrar en el desierto.
¡Cuarenta años de espera! “No mi voluntad, Señor,
sino la tuya.” Para Jesús serán treinta años de silen-
118
do, tres años de predicación después de cuarenta días
un el desierto, ¡tres días de pasión! Y nosotros, muy a
menudo, querríamos treinta años de predicación, de ac­
ción, y tres años de semi-soledad. Durante esos cua-
mnta años de espera hay una preparación, a largo
plazo, de Moisés, prototipo de la nuestra, primicias de
la espera de la Iglesia hoy, durante la cual es preciso
saber reconocer los signos, esperar a que Dios diga:
"Ven, pues, que yo te envío a Egipto” (Hch. 7, 34).
Las etapas están señaladas por una mano segura:
la de Dios. Primero, abandonarlo todo, abandonar Egip­
to, el país en que se está enraizado. Después salir de
sí mismo, dejar su impulsividad, su violencia, despren­
derse del temor y del miedo. Es lo que nos dirá Jesús:
“Si se te golpea la mejilla derecha, ofrece la izquierda;
no temas nada, pequeño rebaño, porque ha placido a
tu Padre darte el reino.” Tercera etapa: pasar por la hu­
mildad. A fin de cuentas este es el supremo elogio de
Moisés en el libro de los Números: “Moisés era un hom­
bre muy humilde, el más humilde que haya pisado la
tierra” (Núm. 12, 3), y en el Eclesiástico: “En la fide­
lidad y eq la mansedumbre Dios le santificó” (Ecle­
siástico 45, 4). “Aprended de mí que soy manso y hu­
milde de corazón”, nos dirá Jesús, mostrando así el
camino a su Iglesia, a nuestra Iglesia, para que los
hombres reciban su enseñanza. Cuarta etapa: durante
ese tiempo en el desierto el hombre escucha a Dios
y entra en la intimidad divina: “Mi servidor Moisés ha
morado en mi casa y yo le hablo de boca a boca”
(Núm. 12, 7-8), en el diálogo más próximo que puede
ser. “El le dio cara a cara los mandamientos, una ley
de vida y de inteligencia”, dice también el Eclesiástico
(45, 5). En fin, vivir en comunión con Dios: “Moisés,
abiertamente, no en enigmas, vio la imagen de Yahvé”
(Núm. 12, 8). “Si alguno me ama... vendremos a él, ha­
remos en él nuestra morada. Mi Padre le amará”
(Jn. 14, 23). Tal es el fruto de los cuarenta años en el
desierto, que siguen a la iniciativa prematura de Moisés.
Pero un día es el mismo Dios quien toma la iniciati­
va de enviar a su servidor. Moisés se resiste entonces
largo tiempo cuando Dios le llama: “¿Quién soy yo,
Señor, para tal misión?” — “Suponiendo que yo vaya,
119
si me preguntan tú nombre, ¿qué diré yo?” — “¿Qué
señal les daré yo de que eres ciertamente Tú quien me
has hablado?” — “¡Ah!, yo no sé hablar” — “¡Ah!,
Señor, envía a quien tú quieras” (Ex. 3, 11 y sigs.). He
aquí lo que nosotros decimos cuando no somos nos­
otros los que nos enviamos, sino el Señor quien nos en­
vía. Moisés, sin verlo demasiado claramente, presiente
que su pasión va a comenzar. Encontrará de nuevo el
desierto durante cuarenta años, pero un desierto que
acogerá a una masa humana de la que él deberá hacer
un pueblo. Y ¡a qué precio!
¿Es posible intentar una aproximación entre los cua­
renta años de desierto que seguirán a la liberación de
Egipto, tal como los describe el Exodo, y el período
postconciliar en que nos hallamos? El Exodo es la mar­
cha del pueblo hacia Dios. El Concilio, ¿no ha buscado
colocar de nuevo a la Iglesia en la espera de las pro­
mesas? El Exodo nos describe la marcha por el desier­
to como una larga murmuración por parte de Israel, y
Moisés pagará las consecuencias:
“María (la profetisa), así como Aarón, habló contra
Moisés —se van a recordar entonces viejas historias—
a causa de la mujer cushita que había tomado. Porque
se había casado con una mujer cushita. Y dijeron: (¿no
es esto lo que oímos un poco por todas partes?) Yahvé
¿sólo hablará, pues, a Moisés? — ¿Sólo Moisés puede
tener el espíritu de Dios? Pero el Espíritu Santo está
en todas partes... —¿No nos ha hablado también a
nosotros?” (Núm. 1-2). Y en ese momento tenemos la
respuesta del Señor: “Yahvé oyó. Ahora bien, Moisés
era un hombre muy humilde, el hombre más humilde
que haya pisado la tierra” (Núm. 12, 3). No monopoli­
za a su Dios, sino que, al contrario, suplica: “¡Ah!,
¡ojalá pudiese ser profeta todo el pueblo de Yahvé dán­
doles Yahvé su Espíritu! (Núm. 11, 29).
Cuarenta años de murmuraciones contra la sed. En
Mará “las aguas amargas” (Ex. 15, 23 y sigs.): “no que­
remos este agua amarga, danos un poco de agua dulce,
de agua asequible, de agua agradable, de agua burbu­
jeante. ¿Qué es esta amargura que nos das a beber?” En
Meriba, aquel momento tan misterioso en que el mismo
120
Moisés ha fallado su propia fe: es a causa de este mo-
monto por lo que no entrará en el país que Dios quiere
ilnrle: "Puesto que no me habéis creído capaz, dijo
..ihvó, de mostrarme santo a los ojos de los hijos de
luaol, no entraréis esta asamblea en el país que yo le
<|ny." En Meriba, pues, nuevas murmuraciones: “Es por
lu\ aguas de Meriba por lo que los hijos de Israel se
mifrontaron a Yahvé, y en donde él manifestó, con
ollas, su santidad” (Núm. 20, 12-13).
Cuarenta años de murmuraciones contra el hambre.
Aquel maná que tres milenios después nos parece tan
hermoso, puesto que es el signo precursor de la Euca-
iistia y del Cuerpo del Señor, fue al principio algo insí­
pido, siempre igual... Y ya os acordáis de la añoranza
de las marmitas, de las cebollas de Egipto. Es verdad
que las cebollas de Egipto son magníficas. Yo he des­
cargado muchas toneladas de ellas cuando era cargador
do muelle en Marsella. Siguen existiendo y Egipto las ex­
porta. Murmuraciones contra el hambre: “Pero danos
un poco de carne.”
Murmuraciones contra la guerra, es decir, contra
el temor de tener que conquistar la tierra de Canaán:
"No nos hagas pasar el Jordán” (Núm. 32, 5). Zumba
la rebelión contra Moisés: no se quiere ir más lejos
hacia ese país del que se dice que los habitantes son
tan fuertes: ¡son gigantes y nosotros saltamontes! Esto
me trae a la memoria las palabras, tan llenas de humor
y tan frecuentes en nosotros, de un general sudameri­
cano que se encontraba en el cuerpo expedicionario y
que en medio de los combates más mortíferos de la
última guerra suspiraba diciendo: “¡Ah!, ¡cuándo vol­
veremos a ver las tan bellas maniobras del tiempo de
paz!” ¡Ah!, es que la guerra era bella ¡cuando todo se
desarrollaba según las previsiones del Estado Mayor!
Pues sí. Nosotros querríamos que la fe sea un bello
ejercicio, muy ordenado, como una salutación del San­
tísimo Sacramento. Y la fe es un combate, es la gue­
rra contra sí mismo y contra los "espíritus malos que
buscan perder a los hombres”.
Cuarenta años de murmuraciones. Nos es preciso
comprender, a través de ellos, la pedagogía divina de
121
la prueba. El mismo Moisés se lo enseña a su pueblo
antes de morir: “Acuérdate, dice Yahvé, de los caminos
que Yahvé, tu Dios, te ha hecho recorrer durante cua­
renta años a fin de humillarte, de probarte y de cono­
cer a fondo tu corazón: ¿guadarás o no mis manda­
mientos?” (Dt. 8, 2). He ahí el sentido profundo de esas
marchas que nos desconciertan tan a menudo cuando
damos vueltas y vueltas: porque la Biblia dice literal­
mente: “Durante mucho tiempo hemos dado vueltas al­
rededor de la montaña” (Dt. 2, 1).
Dios llama a este pueblo, “de dura cerviz”, que
somos nosotros, adolescentes si no niños cuando todo
parece ir mal, para que escoja libremente entre los dos
caminos que Yahvé le propone a Moisés: “Yo te propongo
la vida o la muerte, la bendición o la maldición. Escoge,
pues, la vida... amando a Yahvé tu Dios, escuchando su
voz, uniéndote a él” (Dt. 30, 19-20). Y cuando todo va
bien es la otra palabra que Dios no cesa de repetir a su
pueblo: “Cuida de no olvidar... cuando yo te he hecho
caminar, cuando yo te he salvado, cuando yo te he cu­
rado de todos los males por los que tu pasabas” (Dt. 8,
11-16). “Guárdate de decir en tu corazón: Es mi fuer­
za, es el vigor de mi mano los que me han procurado
este poder” (Dt. 8, 17). “Guardaos y poned en prác­
tica”, esto es lo que dice el Señor: “No os apartéis
ni a derecha ni a izquierda, seguid todo el camino que
Yahvé, vuestro Dios, os ha trazado” (Dt. 5, 32).
Todavía surge otro episodio en el desierto por el
que Moisés conduce su pueblo a través de mil remoli­
nos. ¡La cosa no es fácil! Moisés había dejado en casa
de su suegro Jetró su mujer, Séfora, y sus dos hijos.
Jetró, habiendo sabido todo lo que había sucedido, fue
al desierto. El es testigo del trabajo aplastante que
Moisés se imponía por su pueblo:
“¿Cómo te las arreglas para tratar los negocios del
pueblo? ¿Por qué presides tú solo mientras que todo
el pueblo se apretuja alrededor de ti desde la mañana
hasta la noche?” Y Moisés responde:
“Es que la gente viene a mí para consultar a Dios.
Cuando tienen un litigio vienen a mí, yo resuelvo las
122
diferencias que los separan y les enseño las leyes de
Dios y sus decisiones” (Ex. 18, 15-16).
Y Jetró va a mostrarse como el primer consejero en
organización del trabajo:
“¡Tú lo haces mal!, dijo. Con toda seguridad te ago­
tarás y también esas gentes que están contigo. La tarea
excede a tus fuerzas. Escucha, pues, el consejo que
te doy.” Y Jetró le aconseja nombrar unos jefes de
cada mil, de cien, de cincuenta, de diez: es decir,
crear unas pequeñas comunidades de base, con un
responsable. Y al mismo Moisés le da este consejo:
“Dedícate a interceder personalmente en favor del
pueblo ante Dios y preséntale sus asuntos” (Ex. 18, 19).
Hazle conocer la vía a seguir y la conducta que ha de
observar una vez que hayas presentado a Dios sus difi­
cultades. Esa es tu misión. Pero, al mismo tiempo, busca
encontrar ayuda; y esto no es fácil, por lo demás, porque
Jetró, buen psicólogo, decididamente añade:
“Escoge, de entre todo el pueblo, unos hombres
capaces, temerosos de Dios, unos hombres seguros, in­
corruptibles, y haz de ellos unos jefes del pueblo: jefes
de miles, de centenas, de cincuentenas, de decenas”
(Ex. 18, 21).
De este modo Moisés, concentrador de Israel, vino
a ser, gracias a Jetró, el gran intercesor. El, que es el
jefe, va a ser el hombre de la oración. Y esto no irá
sólo. Ya os acordáis que el pueblo, en rebelión, ha que­
rido lapidar a Moisés. Como querrá lapidar a Jesús;
como se quiere lapidar a la Iglesia.
“Y se decían entre sí: Designemos un jefe y volva­
mos a Egipto” (Núm. 14, 4). Volvamos al país de los
ídolos.
La comunidad entera hablaba de lapidarlos. Cuando
la gloria de Yahvé apareció en la Tienda de Reunión
a todos los hijos de Israel, Yahvé dijo a Moisés: “¿Hasta
cuándo va a despreciarme este pueblo? ¿Hasta cuándo
se negará a creer en mí a pesar de las muestras que le
ho dado? Voy a enviarle la peste, yo le desposeeré”
(Núm. 14, 11). “Veo claro que este pueblo tiene dura
la cerviz. Ahora, déjame, mi cólera va a inflamarse con-

123
tra ellos y yo les exterminaré. Pero de ti haré una gran
nación” (Ex. 32, 9-10). Entonces Moisés intercede. Y lo
hace de dos maneras. Una consiste en decir: Si haces
perecer a este pueblo, las naciones que han oído ha­
blar de ti dirán: “Yahvé no ha podido realizar sus pro­
mesas”, y se burlarán de ti. La otra manera de interce­
der Moisés es, una vez más, hacerse solidario de su
pueblo. No acepta ese convenio que Dios le propone
en cierto modo: exterminar el pueblo, recomenzar de
nuevo con Moisés y hacer de él una nueva gran nación.
No. Moisés no acepta, sino que dirá: “Este pueblo ha
cometido un gran pecado. Sin embargo, si te placiera
perdonar su pecado... Si no, bórrame, por favor, del
Libro que tú has escrito” (Ex. 32, 30-32).
Y así es como Moisés va a entrar profundamente
en oración: “Yo me eché, pues, a tierra delante de
Yahvé y allí seguí cuarenta días y cuarenta noches”
(Deut. 9, 25). He ahí la primera actitud de los respon­
sables de Israel y de la Iglesia. Pero nosotros también
tenemos nuestra misión en esta esfera. Es preciso que
nosotros, los hijos de la Iglesia, recordemos, y recor­
demos a todos nuestros hermanos, que podemos y de­
bemos ayudar a Moisés en su misión, no forzosamente
como esos responsables que ha establecido para que
le ayuden, sino, más bien, sostenerle en su tarea de in­
tercesor. Hay otro pasaje que encanta leer, que nos
lo recuerda, pero que es preciso que intentemos vivirlo
también:
Se presentaron los amalecitas y atacaron a Israel.
Moisés dijo entonces a Josué: “Escoge unos hombres y
mañana temprano sal a combatir a Amaieq. Yo estaré
sobre la cima de la colina, con el cayado de Dios en
la mano. Josué siguió las instrucciones de Moisés
para combatir a Amaieq. Sobre la cima de la colina
estaba Moisés, Aarón y Hur. Ahora bien, en tanto que
Moisés mantenía levantados los brazos Israel era el más
fuerte” (Ex. 17, 9 y sigs). Es la intercesión de Moisés
ante Dios lo que va a salvar a la Iglesia. “Cuando los
dejaba caer tenía ventaja Amaieq. Como los brazos
de Moisés estaban pesados tomaron una piedra y la
pusieron bajo él. Moisés se sentó encima en tanto que
Aarón y Hur le sostenían los brazos, uno a un lado y el
124
otro al otro. Así los brazos de Moisés no cedieron ya
hasta la puesta del sol. Josué diezmó a Amaleq y sus
gentes pasándolos a cuchillo.”
¿Cómo no pensar en el Señor Jesús que también
pide, no ya a Aarón y a Hur, sino a sus tres más fieles
discípulos que le sostengan en su agonía? Y los discí­
pulos duermen... Que el Señor nos conceda la gracia,
hoy, de sostener a aquél que intercede ante Dios por
nosotros, y no dormir.

125
12. SANGRE Y CLAMOR

Miércoles, 18 de febrero de 1970

Después de las palabras del Padre Nuestro y de la


salutación a María no hay otras que se repitan más
en el mundo que estas: “He aquí mi sangre derra­
mada por vosotros y por todos los hombres.” Desde el
principio de la Iglesia hasta hoy, y hasta el fin del
mundo, cada día, cada sacerdote vuelve a decir: “Este
es el cáliz de mi sangre, la sangre que ha sido derra­
mada por vosotros y por todos los hombres.”
En la hora actual se habla con frecuencia de extra­
vagancias en la celebración de la Eucaristía, y yo no
pretendo defenderlas. Pero había antes —y la hay siem­
pre— demasiada rutina, igualmente triste y muy per­
niciosa... En uno y otro caso, no será meramente me­
diante rúbricas y directorios como se podrá entrar de
nuevo en la verdad, y ayudar a comprender que el sa­
crificio de la Misa no es ni un rito intocable, ni una pa­
raliturgia cualquiera en la que se pueden inventar unas
modas de comunión fraternal. Yo pienso que sólo en la
medida en que volvamos a encontrar el sentido dos
veces milenario de esa “sangre derramada”, toma ese
sacrificio toda su profundidad y su densidad, y nosotros
nos encontramos acordes con las palabras que la Igle­
sia nos hace repetir, después de haberlas aprendido
del mismo Señor Jesús.
Para aproximarnos con temor y temblorosos a la vez
que con ternura y amor igualmente a la sangre del Cor­
dero, nos hace falta adquirir conciencia, me parece,
de dos cosas: en primer lugar, que la Biblia no cesa
de enseñarnos que la sangre tiene un valor sagrado;
después, que vivimos en un mundo duro, en un mundo
en que la sangre —la de los hombres mezclada a la
sangre de Cristo— se vierte a raudales, con toda la
profusión de medios que tiene el hombre moderno: la
127
sociedad de consumo es una consumidora de sangre.
Ahora bien, el Antiguo Testamento nos muestra esto:
Israel —el verdadero Israel— ha preferido siempre op­
tar por un destino trágico en el que Dios espera mucho
del hombre, más que por un destino cómodo, o al menos
soportable, pero limitado en su grandeza. Y la elec­
ción del cristiano hoy día, a causa misma de la sangre
de Cristo y la de sus hermanos, es la que indicaba
Jesús: “Largo y espacioso es el camino que conduce
a la perdición, pero estrecha es la puerta y angosto el
camino que conduce a la vida“ (Mt. 7, 14). Esas dos
vías ya se mencionan en el Salmo primero, como se
habla de ellas en toda la Biblia. Una es la vía difícil,
trágica a veces, pero digna del hombre y maravillosa
en su término; la otra es la vía de la facilidad que va
a perderse al final.
Volvamos a esta afirmación fundamental de la His­
toria Santa: la sangre tiene un carácter sagrado. En
efecto, para el hebreo la sangre es la vida, el alma, el
soplo, ese aliento divino que el mismo Dios ha puesto
en el hombre. Desde la primerísima Alianza con Noé,
se nos dice que “la sangre es la vida y —a causa de
esto una prescripción que puede cambiar, pero que
tiene su grandeza— no debes comer la vida con la
carne” (Deut. 12, 23). Además, el Levítico añade: “Sí,
la vida de la carne está en la sangre. Esa sangre yo os
la he dado yo (Yahvé) para hacer sobre el altar el rito
de expiación por vuestras vidas” (Lev. 17, 11). No sólo
la sangre tiene algo de sagrado, sino que es capaz de
reparar una falta, es portadora de vida, “porque es la
sangre la que expía por una vida” (Lev. ibíd.).
Se comprende entonces este orden y este equilibrio
fundamental del mundo: “Quien derrama la sangre del
hombre, por el hombre verá derramada su sangre. Por­
que el hombre ha sido hecho a imagen de Dios”
(Gén. 9, 6). Cuando hablamos de la dignidad de la per­
sona humana no hacemos otra cosa que llegar al fondo
de esta importancia de la sangre, pero de una manera
menos concreta, menos elocuente. Aquel que derrama
la sangre verá su sangre derramada por otro. Toda san­
gre, animal o humana, pertenece a Dios, pero de modo
eminente la sangre del hombre hecho a imagen de
128
Dios, y Dios entonces la vengará. Dios delega para esto
en el hombre mismo, sea la justicia pública del poder,
sea la privada del “vengador de sangre”, el Goel, el
más próximo pariente de la víctima: “El asesino será
condenado a muerte. Es el vengador de sangre quien
matará al asesino. Cuando le encuentre lo matará”
(Núm. 35, 19).
Pero este modo de hacer, realmente bastante rudo,
y, digamos, primitivo, manantial inagotable de vengan­
zas, va a interiorizarse poco a poco. En tiempo de los
rabinos ya no es necesario ni que brote la sangre fuera
del cuerpo para ser culpable de la sangre. Hay en ello
algo muy hermoso. Los rabinos palestinianos de co­
mienzos de nuestra era, del tiempo de Jesús, estima­
ban que se puede "vaciar a un hombre” y, por tanto,
hacerse culpable de muerte, sin que corra ni una sola
gota de sangre7. Bastaba, decían ellos, hacer que la
cara del prójimo empalideciera por el insulto; en efec­
to, el insultado —y todos lo hemos experimentado—
tiene la sensación de que su propia sangre se retira de
él; insultar a un hombre, vaciarlo de su sangre, sin efu­
sión exterior, ya es asesinarlo. Jesús entra en esa vi­
sión: “Aquel que llama raqa (imbécil) a su hermano
responderá de ello ante el Sanhedrín; y si le llama (no
sé cómo traducirlo) “renegado”, o “sucio impío” —ex­
presión todavía más fuerte que raqa— responderá de
ello en la gehenna del fuego” (Mt. 5, 22). ¡Esto llega
lejos! La gehenna, no por una muerte sangrienta, sino
por un insulto que hace empalidecer a un hombre. Por
encima de los tribunales humanos, es Dios quien ven­
gará en el último Juicio.
A la luz no caducada de la Palabra divina, miremos
ahora la dureza del mundo actual ante esa sangre, esas
oleadas de sangre derramadas, y ante todos esos in­
sultos, todos esos clamores de insultos en la humani­
dad de hoy día.
Ahora bien, la sangre clama hacia Dios. Podría de­
cirse que una de las propiedades de la sangre en la

7 Este hecho lo señala el P. D. BARTHÉLEMY, en: Dieu et son image. Cerf, pá­

gina 208, en el capítulo “Du sang à boire", que ha inspirado esta charla.

129
9
Biblia es la de clamar hacia Dios. La sangre injusta­
mente derramada clama, y la vida de un hombre no
puede ser compensada con dinero (Núm. 35, 31).
Caín tiene la impresión de la más total clandesti­
nidad: “Caín dijo a Abel, su hermano: Vamos fuera,
y como estaban en pleno campo” —allí donde no habrá
nadie para ver, allí donde se está verdaderamente tran­
quilo— allí es donde tiene lugar el asesinato. Ahora
bien, la sangre derramada injustamente clama: “¿Qué
has hecho”, dice Yahvé. “Escucha cómo la sangre de
tu hermano clama hacia mí desde la tierra” (Gen. 4,
8-10). Cada gota de sangre injustamente derramada
clama hacia Dios. Si creemos en la inspiración de todos
estos textos, si cada gota de sangre derramada clama
hacia el Señor, ¿ante qué terrible drama no nos encon­
tramos, hoy como ayer?
Más tarde, Ezequiel, profetizando contra Edom, dice:
“Puesto que tú alimentabas un odio eterno (no sola­
mente la sangre, sino el odio), pues bien, por mi vida,
oráculo del Señor Yahvé, yo te inundaré de sangre y
la sangre te perseguirá. Yo lo juro: tú has pecado derra­
mando la sangre, la sangre te perseguirá” (Ez. 35, 5-6).
Y es Dios quien se encarga de la venganza de la
sangre derramada. Desgraciados de nosotros si subes­
timamos este plan divino. “Y yo, dice el Señor, me en­
cargo de la venganza” (Deut. 32, 35). Dios hace que
caiga la sangre inocente sobre la cabeza de quienes
la derraman. ¿Por qué dirán los pueblos: “Dónde está,
pues, su Dios?”, leemos en el Salmo 79 (v. 10). Las
gentes piensan, en efecto, que Dios no se ocupa de
nosotros; ese es un refrán de todos los tiempos: “¿Por
qué dirán los pueblos: dónde está, pues, su Dios?”
Pero he ahí la respuesta del salmista: "Que ante nues­
tros ojos conozcan los paganos la venganza de la san­
gre de tus servidores que fue derrama” (Ibid.). La
sangre que clama desde la tierra será vengada ver­
daderamente un día.
Acordémonos del capítulo 63 de Isaías; de ese texto
que nos hace contemplar al Señor Jesús, puesto que
cada vez que hablamos de la sangre pensamos en el
“Cordero que borra el pecado del mundo”, el Cordero
130
que derrama su sangre por nosotros. Isaías describe
allí a Dios como el gran vengador que, en el día de
• u cólera, en el día de su venganza, hará salir a bor­
botones la sangre de los culpables hasta tener las
ropas manchadas de púrpura:
“¿Quién es, pues, el que llega... con ropas mancha­
bas de púrpura?
“¿Por qué te cubres de rojo y te vistes como un
[lagarero en el lagar?
“En la cuba yo he pisoteado solitario.
“Nadie estaba conmigo de las gentes de mi pueblo.”
“Entonces, en mi cólera, yo los he pisoteado... Su
jugo ha saltado a borbotones sobre mis ropas.” Ya no
es ahora la sangre de los inocentes, es la sangre de
los culpables la que salta a borbotones hasta las ves­
tiduras del vengador divino.
“Yo tenía en el corazón un día de venganza, el año
de mi Redención se había cumplido... Entonces mi
brazo me ayudó y mi furor me sostuvo.
“Yo aplasté los pueblos en mi cólera,
“Yo los pisoteaba en mi furor,
“Y yo hice correr por tierra su jugo” (Is. 63, 1-6).
¡Qué realismo!
En el Apocalipsis el clamor de los humillados se une
al clamor de la sangre vertida: “Y yo oí al Angel que
decía: Tú tienes razón, ¡oh!, tú que eres, que eras,
¡oh!, santo, de haber castigado así; es la sangre de los
santos y de los profetas la que ellos han derramado,
por tanto tú les haces beber sangre, ¡bien lo merecen!”
(Apoc. 16, 5-6). Es preciso que los mismos verdugos
beban la sangre injustamente derramada, como ex­
piación.
Ante esta situación los hombres inventan entonces
una técnica, o más bien creen idear un subterfugio para
escapar de la cólera de Dios. Si la sangre del inocente
debe ser pagada con la sangre del culpable; si es pre­
ciso que el culpable beba la sangre que él mismo ha
derramado, ¿qué va a hacer? La técnica que se en­
saya es recubrir con tierra y polvo la sangre vertida
131
para que ya no clame. Se va a ocultar la sangre que
clama hasta Dios, recubriéndola, amontonando sobre
ella la tierra y el polvo de modo que desaparezca y ya
no clame. Esa es la invención de los hermanos de José
en el momento en que piensan matar al engorroso:
“¿Qué provecho habría en matar a nuestro hermano y
ocultar su sangre?” (Gén. 37, 26). Es seguro que no
conviene dejar la sangre al descubierto, a pleno aire,
y que clame ante Yahvé; pero podríamos cubrir esa
sangre y ya no se la oiría.
Ante este subterfugio del hombre que intenta cu­
brir perpetuamente la sangre de la injusticia, Dios no
queda engañado. Ya podemos inventar comisiones de
encuesta, firmar manifiestos, en suma: cubrir la sangre
derramada con montañas de papel, ya podemos sofo­
carla como sea: Dios no queda engañado. Y yo pien­
so ahora en ese texto tan extraordinario de Pío XII en
su mensaje de Pentecostés de 1943, en el que decía:
“¿Cómo la Iglesia, madre tan amorosa y tan preocu­
pada por el bien de sus hijos, podría hacer como si no
viera y no conociera unas situaciones sociales que
hacen prácticamente imposible una vida cristiana?”
Pienso que jamás un Karl Marx ha pronunciado pala­
bras tan duras como estas de Pío XII; palabras que nos
conciernen, que nos causan temor. Pío XII nos previene:
también nosotros, la misma Iglesia, podríamos intentar
ese subterfugio de hacer “como si no se viera”, de ce­
rrar los ojos, de hacer “como si no se conociera”. En
realidad, esa es la parábola del Buen Samaritano
(Le. 10, 28 y sigs.), en la que se desvía, o se pasa por
“el otro lado” del camino para no encontrarse de frente
con el herido de Jericó. El levita, el sacerdote, los que
pasan, “se desvían”, nos dice simplemente el texto.
Que nos desviemos o no, Dios no queda engaña­
do. El hará verter sobre la roca desnuda la sangre ocul­
ta bajo montecillos de tierra o de papel impreso; esa
sangre, de la que hayamos huido, Dios la colocará so­
bre la roca en donde no puede ser ocultada ni recu­
bierta (Ez. 24, 6-8).
Dios hará que vuelva a salir al fin del mundo la
sangre hundida en tierra, nos dice Isaías: "Porque he
132
aquí que Yahvé va a salir de su morada para castigar
por sus crímenes a todos los habitantes de la tierra,
l a tierra devolverá su sangre y dejará de cubrir a sus
degollados” (Is. 26, 21). Dios hará salir de la tierra
osa sangre que nosotros habremos ocultado tan peno­
samente; la tierra devolverá esa sangre.
"¿Hasta cuándo —se dice en el Apocalipsis— Maes­
tro verdadero y santo tardarás en hacer justicia, en
obtener venganza de nuestra sangre, sobre los habi­
tantes de la tierra?” (Apoc. 6, 10). Este es el grito de
los mártires, y de ese río de sangre inocente que no
cesa de correr de un extremo al otro del mundo.
En definitiva —porque Dios, que toma todo eso en
serio, quiere que penetremos más adelante en el mis­
terio del inocente que sufre injustamente—, aquí es
donde Job nos va a aportar su gran descubrimiento
de esperanza. Job está en proceso, se queja contra
Dios porque su sufrimiento no proviene de su propio
pecado, ni de la injusticia de los hombres. En efecto,
Dios le reconoce justo. Job es probado en su propia
carne, y en la sangre de sus hijos. Entonces entra en
litigio con Dios; cita a Dios ante el tribunal del mis­
mo Dios. Blasfema en ciertos momentos pero, en el
fondo, a pesar de todo, hay en él algo más grande que
su blasfemia: toma a Dios como abogado. Va a morir
teniendo conciencia de que es Dios quien le mata. Está
lleno de sangre y de hiel; tiene conciencia de morir
injustamente perseguido. Sus amigos le llenan con la
apologética de su tiempo, la apologética optimista de
los escribas y los doctores. Job no acepta eso. Que le
sobreviva al menos —dice— “esa protesta que va a lan­
zar contra Dios”. Que de su muerte injusta nazca una
protesta que permanecerá clamorosa. Y vienen entonces
los grandes temas de Job, en los que apela por la in­
justicia de su situación ante la justicia de Dios;
“¡Oh! tierra, no cubras mi sangre y que nada deten­
ga mi grito. Desde este momento tengo en los cielos
un testigo, allá arriba está mi defensor8. Mi clamor es

8 Mi Goél, que traducimos imperfectamente por defensor: “mi vengador de

sangre”.

133
mi abogado cerca de Dios, en tanto que corren mis lá­
grimas ante él. Que mi clamor defienda la causa de
un hombre en lucha con Dios, como un mortal defien­
de a su semejante. Porque mis años de vida están
contados y voy a emprender el camino sin retorno”
(Job. 16, 18-21).
Mi defensor —dice Job— "mi Goél”. No es posible
que toda esa sangre derramada lo sea en vano, que
tanto dolor quede eternamente inútil. Entonces es a ese
mismo clamor, a esa misma sangre, a lo que apela Job
y pronuncia estas palabras verdaderamente proféticas
(y lo son porque todavía las leemos nosotros hoy, y él
había pedido que quedarán inscritas para siempre):
“¡Oh!, quisiera que se escriban mis palabras,
que sean grabadas en una inscripción,
con el cincel de hierro y el estilete,
esculpidas en una roca para siempre.
Yo sé que mi Defensor está vivo,
que El, el último, se levantará sobre la tierra.
Después de mi despertar, él me pondrá de pie
y con mi carne veré a Dios. [junto a él
Aquel que yo veré será para mí,
aquel que mirarán mis ojos no será un extraño.
Y mis riñones en mí se consumen...”
(Job 19, 23-29)

Ese es el gran grito de esperanza de Job.


Algunos pueden tener la tentación de envararse
ante estas palabras de “venganza de Dios”, de “sangre
que recae sobre la cabeza del culpable”. Se podría
pensar entonces que esa era ha quedado cerrada con
el Antiguo Testamento, al inaugurar el Evangelio de
Jesús el reino del amor. Pero la Justicia de Dios es tan
absoluta como su Amor, y por eso no puede Dios dejar
que grite ante él la sangre del inocente sin intervenir.
Esta mística no es del Antiguo Testamento; Jesús tam-
134
bién habla igual: “Caerá sobre todos vosotros la san­
gre de los justos extendida sobre tierra, desde la san­
gre del justo Abel hasta la sangre de Zacarías. En ver­
dad, os digo, todo eso va a recaer sobre esta genera­
ción” (Mt. 23, 35). Pero nosotros sabemos el nombre
de nuestro Goél: nuestro Defensor está vivo, resucita­
do; él ha querido derramar su sangre, el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo, Aquel en quien
toda esperanza, la de Job y la de los mártires, está rea­
lizada.

135
13. EL CORDERO PASCUAL: LA SANGRE INOCENTE

Miércoles, 18 de febrero de 1970

Nos volvemos ahora hacia el Cordero “como dego­


llado”, el único digno de abrir el libro del universo y
de realizar su verdadero destino (Apoc. 5-9). Job no
veía, no comprendía, pero tenía conciencia de que el
hombre no puede liberar al hombre y, en su desespe­
ración, apelaba a su “Goél”, al vengador de su sangre.
En cuanto a nosotros, sabemos que estamos, estaría­
mos irremediablemente perdidos sin la presencia del
Cordero; y, si lo olvidamos, nuestro cristianismo y nues­
tra fe pierden su consistencia.
El desquiciamiento que pesa sobre la humanidad
desde Adán se ha concretado en la sangre derramada
de Abel, ese manantial que ha ¡do engrosando a través
de todo el Antiguo Testamento como un río, acompa­
ñado de exilio y de lágrimas. Pero es preciso que ad­
quiramos conciencia de que ese río de sangre alcan­
za hoy día una dimensión y un volumen jamás alcan­
zados. Todas las técnicas son llamadas en ayuda. La
brutalidad, la tortura, la violación, son cosas de todos
los tiempos, pero nunca se ha conocido, por ejemplo,
la tortura, las técnicas, las sutilezas actuales; y esto es
así en todos los países, en todas las policías, en todos
los regímenes, con muy raras excepciones apenas: la
electricidad, la acción psicológica, el lavado del cere­
bro, brutalidades que no dejan la menor apariencia de
señal, etc. Y no es sólo la tortura; pienso en los dos
extremos de la degración: en los ingenios nucleares,
de una parte, capaces de aniquilar un continente, y en
las máquinas distribuidoras de anti-conceptivos, de la
otra, que se encuentran en cualquier café de ciertos
países; igual que se compra una cajetilla de cigarrillos.
¡Qué prostitución del amor! “La vida me pertenece”,
dice Dios.
137
Este desquiciamiento no se encuentra sólo en los
hechos más crueles o los más sensacionales que se ob­
servan; con frecuencia es más significativo todavía en
los acontecimientos minúsculos. Me acuerdo de un mi­
sionero de Laos —muerto después, por otra parte— que
me contaba la historia, a la vez tan banal y tan doloro-
sa, de una pobre vieja campesina en la zona bajo la
Influencia del Vietcong:
Había puesto algunos huevos a incubar y tenía que
declarar al comisario político el número de huevos que
había confiado a la gallina. El comisario estaba a medio
día de camino. Después tuvo que volver para declarar
el número de polluelos que habían nacido, ocho o nueve
de los doce huevos puestos, no sé exactamente. Algún
tiempo después fue el comisario para comprobar el nú­
mero de polluelos, y en vez de encontrar los ocho que
había declarado sólo encontró seis o siete: “¿Dónde
están los dos que han desaparecido?” — “Murieron;
se los comió un animal” — “Debéis mostrar los restos”...
Ciertamente no será eso una tortura sangrienta, pero
¡qué servidumbre y qué terror el de esta pobre mujer!
Otro ejemplo, tomado en el mundo que se llama libre:
un joven francés había ido a realizar un viaje más allá
del telón de hierro; allí se enamoró de la joven encar­
gada de recibir y atender a los visitantes. Ya sabéis
que el amor hace milagros, y el suyo, superando las
distancias y los obstáculos más inverosímiles, acabó
en matrimonio. Todo se termina felizmente y la joven
pareja se instala en Francia. La joven esposa se ve
citada entonces por la policía: se sospecha de ella
que es miembro de algún partido extranjero, se le inte­
rroga, se la “cocina” y, en realidad, nada se encuentra
en contra suya. Pero se continúa citándola, se la inte­
rroga; se la “manipula”, por así decir, de modo se­
mejante a lo que se hacía con la pobre campesina
y sus polluelos. Se estaba perfectamente persuadido
de que no era un agente secreto de su país de origen;
pero se habría querido que lo fuera por cuenta de
Francia...
Lo repito: todo eso no son “torturas”; pero, ¿no es
algo así como la sangre derramada?
138
La maldición hoy es esa invasión fulminante de la
droga. Acaso no conozco nada tan doloroso como ese
"Salmo 23” escrito por un drogado del East Harlem,
que se había convertido, que había intentado escapar
de la droga, había recaído en su esclavitud y ha muerto
a consecuencia de ella. Ese salmo no es una blasfe-
femia: es el clamor de la esclavitud, de la miseria, de
la desdicha llevada hasta lo más profundo:
“La heroína (la droga) es mi pastor.
Siempre tendré necesidad de ella.
Ella me hace acostarme en los arroyos.
Ella me lleva en una dulce demencia.
Ella destruye mi alma.
Ella me conduce por el camino del infierno por el amor
[de su nombre.
Sí, aunque yo ande en el valle
de la sombra de la muerte,
no temeré ningún mal,
porque la droga está conmigo.
Mi jeringuilla y mi aguja me proporcionan el confor-
[tamiento.
Tú me das vergüenza en presencia de mis enemigos.
Tú unges mi cabeza de locura.
Mi copa desborda de tristeza.
El odio y el mal me seguirán seguramente todos los
[días de mi vida
y yo habitaré para siempre en la morada de la desgra­
cia y de la vergüenza”9.
¡Qué grito! He ahí, pues, esa maldición que pesa
sobre nuestra humanidad.
Y si ese desquiciamiento —no encuentro otra pala­
bra— no nos abruma se podría decir: “vana es nuestra
fe.” Porque, como ya os decía, nos volveremos hacia
unas revoluciones de practicantes —saber cómo dar
la comunión: en la mano, o no; cómo casar, o no casar,

9 Bruce KENRICK: La sortie du désert. Seuil, pág. 188.

139
"

a la gente— cuando es a un nivel muy diferente donde


se juegan el drama y la grandeza de la humanidad.
Y, ¿cómo no pensar también en esas catástrofes que
no dependen de la mala voluntad de los hombres, ni
de su imprudencia? El mismo Jesús conocía esto: En
San Lucas (13, 1-5) se lee: “En aquel mismo momento
se presentaron algunos que le informaron de lo que
había sucedido a los galileos, cuya sangre había mez­
clado Pilatos a la de sus víctimas (esa sangre ¡nocen­
te que es derramada). Tomando la palabra les dijo:
¿Creéis que por haber sufrido tal suerte fueran esos
galileos mayores pecadores que los otros galileos? No,
os lo aseguro; pero si no hacéis penitencia pereceréis
todos de igual modo. ¿O pensáis que aquellas die­
ciocho personas que perecieron al caerse la torre de
Siloé (una catástrofe) tenían una deuda mayor que
todos los otros habitantes de Jerusalén? No, yo os lo
aseguro. Pero si vosotros no hacéis penitencia todos
pereceréis igualmente.”
Sí; hay algo fundamentalmente desquiciado en nues­
tra humanidad, a pesar de todas sus grandezas, de las
que tenemos consciencia y que en modo alguno nega­
mos. Es preciso llamar a esta calamidad por su nom­
bre, y tener el valor de decir que existe. Ayer os decía
lo que ha sido para el incrédulo que yo era el descu­
brimiento de la Eucaristía: en aquel momento también
se me ha presentado como evidente e innegable otro
dogma: el del pecado original, el de un mundo maravi­
lloso y hundido a la vez.
Pues, bien, esta “maldición” pesa sobre nosotros,
está en nosotros, se extiende a cada uno de nosotros
y a todos. Yo soy pecador. Yo soy pecador de nacimien­
to. Yo fui dado a luz en la abyección: mi madre me ha
concebido en el pecado. Y somos pecadores colectiva­
mente, en humanidad, pecadores desde el origen. Por
Adán ha entrado el pecado en el mundo, y todos han
pecado. San Pablo nos lo recuerda: “Y este pecado ha­
bita en nosotros” (Rom. 7, 20). Nuestro Señor Jesús nos
dice que él quiere morar en nosotros, El y su Padre:
Yo vendré, “nosotros vendremos a él y nosotros hare­
mos en él nuestra morada” (Jn. 14, 23). Pero, entre­
no
tanto es el pecado el que habita en mí, y habita en el
mismo San Pablo: “Si yo hago lo que no quiero... es
que el pecado habita en mí” (Rom. 7, 20). “Yo estoy
vendido al poder del pecado” (Rom. 7, 14). Yo tengo
en mi carne pasiones pecaminosas que fructifican para
la muerte. “¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este
cuerpo que me lleva a la muerte?” (7, 24). Esta mo­
rada, que debería ser la morada de Dios, es la choza
del pecado. Es preciso que tengamos consciencia de
estar presos de esa maldición, si no nuestra fe corre
el riesgo de no ser más que superficial: la fe no es un
accesorio, un adorno de coche: ¡se ponen tantos ador­
nos de cromo para que el auto sea más bello! Toda la
razón de ser del Señor Jesús no es embellecer los co­
ches, sino más bien salvar de la perdición de los autos
que corren hacia el precipicio. Por eso San Pablo ter­
mina diciendo: “¿Quién me librará de este cuerpo que
me lleva a la muerte? Gracias sean dadas a Dios por
Jesucristo nuestro Señor” (Rom. 7, 25).
En esa perdición general sólo un ser inocente puede
salvarme. Pero, ¿dónde encontrarlo? No existen ino­
centes...
En ciertos momentos se encuentran víctimas escar­
necidas, acorraladas. Todavía conservo el recuerdo de
una reunión sindical —muy manipulada, prefabricada—
en el curso de la cual un hombre, que nada tenía de
monaguillo y en modo alguno era amigo de los curas,
no compartía la opinión de la mayoría. Y todavía le veo
intentando subir hasta el micrófono para explicar lo
que quería decir. Pero la sala estaba preparada para
impedirle hablar. Aquel día he visto a una víctima es­
carnecida, acorralada. Aquel obrero, incrédulo, era ver­
daderamente como el justo perseguido. Pero algún tiem­
po más tarde, habiendo adquirido fuerzas y habiendo
adquirido de nuevo cierta autoridad, tan pronto como
había podido levantar la cabeza se había convertido, a
su vez, en opresor de otro inocente. Porque no existe
el inocente total. En cada inocente oprimido se oculta
un opresor, virtual o actual, de otro inocente. A nivel del
hombre inmolado hay, seguramente, unos ¡nocentes,
pero no son, en cierto modo, más que unas imágenes
pasajeras del único verdadero inocente inmolado, por-
141
que tan pronto como hayan encontrado un poco de fuer­
za vendrán a ser, a su vez, unos opresores. Y por eso
es por lo que jamás podemos, en la tierra, entregarnos
totalmente a una causa o a un hombre; ninguna solida­
ridad puede anudarse definitivamente en la tierra con
un ser, o con una nación cualquiera. “¡Oh, libertad,
cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”
Cuando era cergador de muelle estaba rodeado de
pobres y desgraciados, todos esos hombres venidos de
las cuatro esquinas del Mediterráneo, y cada uno de
ellos era el ¡nocente oprimido por el mundo capitalista.
Había entre ellos un buen entendimiento pero cada uno
despreciaba, al mismo tiempo, al otro en relación con
un punto concreto. El corso me decía: “Ya sabes, des­
confía de aquél, es un italiano, ¡cuidado!” Y venía luego
el italiano y me decía: “¡Ah!, ya sabes, no te confíes
demasiado al armenio, porque ya se sabe... ¡los arme­
nios!” Y el armenio, a su vez, decía: “Tú ya lo sabes, el
griego, los griegos... esos engañan a todo el mundo.”
Y seguía el griego que me decía: "Los árabes..., ya
sabes, inútil decir más.” Y lo mismo el árabe, el fran­
cés, el español. Era todo el Mediterráneo que nada valía
a los ojos de los unos y los otros. Todos eran, sin em­
bargo, pobres inocentes oprimidos, pero todos ellos eran
“despreciadores”, si me permitís decirlo así. El último
de los vagabundos lleva, en un rincón de su corazón, al
lado de la certeza de su dignidad de hombre, terribles
sentimientos de satisfacción y de auto-respetabilidad
burguesa respecto a su vecino de vagabundeo. Y en
nosotros, que no somos vagabundos, todavía peor. Jesús
lo sabe y no cesa de decírnoslo en todos sus discursos.
He ahí lo que nos conduce con toda la fuerza de
nuestra alma hacia la única víctima sin mancha, sin
falta, en el mundo, "hostia pura, santa, inmaculada”,
hacia el Cordero, de igual modo que el pueblo de Dios
ha sido conducido hacia él a través de sus esperanzas
sucesivas.
Ahora es preciso que releamos el primer relato so­
bre el cordero de Egipto:
“Yahvé dijo a Moisés y a Aarón en el país de Egip­
to: Este mes será para vosotros el primero de todos; lo
haréis el primer mes del año. Dirigios a toda la comu-
142
nidad de Israel en estos términos: el día diez de este
mes procuraos cada uno una cabeza de recental por
familia, un cordero por familia... El animal será sin de­
fecto, macho, de un año... Toda la asamblea de los
hijos de Israel lo degollará al caer la tarde. Se tomará
de su sangre y se untará con ella las dos jambas y el
dintel de la puerta de la casa en la que se comerá... lo
comeréis de prisa: es esta una Pascua en honor de
Yahvé. Esa noche yo pasaré por la tierra de Egipto y
heriré a todos los primogénitos en el país de Egipto, los
de los hombres y los de los animales, e infligiré cas­
tigos a todos los dioses de Egipto, yo, Yahvé. La sangre
os servirá para señalar las casas en que estáis. Al ver
la sangre pasaré de largo y escaparéis de la plaga ex-
terminadora... Este día lo declararéis como fiesta para
siempre, de generación en generación” (Ex. 12, 1 y
siguientes). “Y cuando el día de mañana (cuando todo
este acontecimiento haya pasado, mañana, pasado ma­
ñana, en todas las generaciones) te pregunte tu hijo:
¿Qué significa esta costumbre? Le responderás: Con
mano fuerte nos sacó Yahvé de Egipto, de la casa de
servidumbre. Como Faraón se obstinase en no dejarnos
salir, Yahvé hizo perecer a todos los primogénitos en
el país de Egipto: los de los hombres y los del ganado.
Por eso inmolo a Yahvé todo primogénito macho y res­
cato todo primogénito de mis hijos. Este rito te será
como señal en la mano y como recuerdo ante tus ojos
porque fue con mano fuerte como Yahvé nos sacó de
Egipto” (Ex. 13, 14 y sigs).
Así, pues, en el Egipto que describíamos esta ma­
ñana, en el corazón del primer espantoso genocidio de
Israel, nació una esperanza, o mejor, una substitución:
substituir la sangre injustamente derramada —porque
los Israelitas eran allí los inocentes frente a sus perse­
guidores— por el cordero pascual. ¿Qué quiere decir
esto para Egipto, el opresor? ¿Qué quiere decir esto
para Israel, el oprimido?
Respecto al perseguidor se aplica la ley del talión,
si aquella noche son condenados al exterminio los pri­
mogénitos de Egipto es porque los egipcios han conde­
nado al exterminio al primogénito de Dios, Israel, el
débil, la víctima. Y la sangre de un inocente debe ser
143

pagada con la sangre de otro inocente, que va a ser el


hijo del mismo verdugo: lo que habéis hecho a los in­
defensos a quienes odiabais (los hebreos) cae sobre
los indefensos a quienes amais (vuestros hijos) 10 11.
¿Y respecto al oprimido? ¿Por qué Israel, que es la
víctima, tiene necesidad de una víctima en substitución
para escapar del castigo que se inflinge a su opresor?
¡Puesto que es la víctima no tiene necesidad de una
víctima expiatoria, del cordero pascual! Pero Dios se­
ñala así claramente que Israel escapa no en tanto que
pueblo de Israel (pueblo de dura cerviz que no vale
más que los otros), sino en cuanto víctima11. Si es­
capa es en tanto que es víctima. Y la sangre del cordero
en las puertas manifiesta la situación de víctima de Is­
rael. Esa sangre extendida misteriosamente se convier­
te en intercesión, y, gracias a ella, una porción de hu­
manidad víctima, Israel, queda liberada. En la ley de
santidad del Levítico (17, 11) se dice: “La vida de la
carne está en la sangre, es la sangre la que expía por
una vida.” Pero se trata en este caso de una porción
muy reducida de la humanidad, terriblemente oprimida
también, y en favor de la cual la sangre de la víctima
sin mancha va a interceder.
Mañana veremos otras dos etapas que nos llevan
más y más directamente hacia el Señor Jesús: aquellas
en que ya no se trata simplemente del cordero de Pascua
inmolado, sino que esa víctima se precisa en el Servi­
dor sufriente y en el Cordero del Apocalipsis. La gran
maravilla que va a realizarse es que, en tanto que en
el cordero pascual la sangre intercede solamente por
la víctima inocente, poco a poco, con el Servidor su­
friente, Isaías, y después con aquel que será el Ser­
vidor sufriente por excelencia, Jesús, ya no es sólo la
víctima la que queda liberada, sino que es el mismo
pecador quien queda absuelto. El cordero pascual en
Egipto sólo salva a los primogénitos de Israel; los primo­
génitos de Egipto mueren. Con Jesús que intercede:
“Padre, perdónalos...”, es el mismo pecador, el ver­
dugo, quien se encuentra perdonado.

10 Cfr. D. BARTHÉLEMY: Dieu et son image, pág. 212.


11 Id., pág. 213.

144
14. EL CORDERO: EL SERVIDOR SUFRIENTE

Jueves, 19 de febrero de 1970

Pidamos a Nuestra Señora que presida esta jornada,


no por que vaya a hablar directamente de ella, sino
porque únicamente ella puede ayudarnos a penetrar o,
al menos, a presentir a través del pueblo judío exiliado
en las orillas de Babilonia, el misterio del servidor su­
friente, el misterio de su Hijo. Os recuerdo nuestro tema,
aquel que olvidamos siempre, aquel que es necesario
repetir sin cesar: “Era preciso que él sufriera para en­
trar en la gloria.”
Ayer hablábamos de la sangre. ¡Dios sabe la san­
gre que se derrama en el mundo de hoy, por todas
partes y con unos refinamientos que los reyes de Egip­
to, de Asiria y de Babilonia apenas conocían! Ayer vimos
el cordero inocente, ese cordero de la Pascua que pro­
tege al pueblo víctima del primer genocidio en Egip­
to. Hoy daremos un salto de setecientos años, siete
siglos: y nos encontramos ante una tragedia. Pero en
el fondo de esta tragedia, que tiene todo su valor por
sí misma, va a perfilarse de un modo mucho más fuerte
todavía la figura y la realidad del Señor Jesús.
Las circunstancias son completamente distintas. Es­
tamos, precisamente, antes del período de la futura
gran deportación. Pero nada lo hace suponer; al con­
trario. El rey Josías, aunque nacido de un rey perverso,
hizo todo lo que estuvo en su mano y, como dice la Es­
critura, “hizo todo lo que es agradable a Yahvé e imitó
en todo la conducta de su antepasado David, sin des­
viarse de ello a derecha ni a izquierda” (II, Rey. 22, 2).
Ni integrista, ni progresista, diría yo. Va recto por com­
pleto. Y con él, os acordáis, tuvo lugar un maravilloso
“agionarmento”: se encontró el Libro de la Ley. Al ad­
venimiento de Josías los edificios del Templo estaban
en estado muy lamentable. Se intentó poner un poco de
145
10
orden en todo aquello. Se enviaron personas para hacer
las reparaciones necesarias: carpinteros, albañiles: todo
un mundo de gente fue a reparar el Templo. Y se dice
que obraron con probidad. En este trajinar se encuen­
tra el Libro de la Ley. Entonces, embargado de alegría,
de paz, el rey Josías va a renovar al alianza del Sinaí
entre Yahvé y su pueblo 12.
"Entonces el rey hizo convocar ante sí todos los an­
cianos de Judá y de Jerusalem y el rey subió al Templo
de Yahvé con todas las gentes de Judá y todos los ha­
bitantes de Jerusalem, los sacerdotes y los profetas y
todo el pueblo, desde el más pequeño al más grande.
Leyó ante ellos todo el contenido del Libro de la Alianza
encontrado en el Templo de Yahvé” (II, Rey. 23, 1-3).
Todo esto no fue cosa de poca monta; duró días y días;
un verdadero concilio: “El rey estaba de pie, junto a la
columna y concluyó ante Yahvé la Nueva Alianza que
le obligaba a seguir a Yahvé y a guardar sus manda­
mientos, sus instrucciones y sus leyes con todo su co­
razón y con toda su alma para hacer efectivas las cláu­
sulas de la Alianza escrita en ese Libro. Y todo el pue­
blo se adhirió a la Alianza.”
He ahí que se abre un período de gran belleza: se
suprimen los ídolos y sus servidores; se rompen las es­
telas y la reforma se extendió hasta el reino del Norte.
Un poco más tarde va a celebrarse la Pascua: “El rey
dio esta orden a todo el pueblo: Celebrad una Pascua
en honor de Yahvé, vuestro Dios, de la manera que está
escrita en este Libro de la Alianza.” Y la Escritura nos
dice: “No se había celebrado una Pascua como aquella
desde los tiempos de los Jueces que habían gober­
nado a Israel y durante todo el tiempo de los reyes de
Israel y de los reyes de Judá” (II, Rey. 23, 22).
Todo es, pues, maravilloso. “No ha habido ningún
rey que se haya vuelto como Josías a Yahvé, con todo
su corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas,
con toda fidelidad a la Ley de Moisés, y tampoco ha
habido otro después de él que le fuera comparable”
(II, Rey. 23, 25). Y, sin embargo, llega el drama. A pesar

12 Véase el capítulo siguiente: “La Nueva Alianza”.

146
de todo eso Jerusalem es rachazada: “Jahvé no se re­
tractó de su gran cólera que se había inflamado contra
Judá por todas las irritaciones que Manasés le había
causado. Jahvé decidió: Yo apartaré también a Judá
de mi presencia, como ya he apartado a Israel, recha­
zaré esta ciudad que yo había elegido, Jerusalem, y el
Templo del que había dicho: En él estará mi nombre”
(II, Rey. 23, 26-27). Hay arrepentimientos sinceros y
llenos de promesas, pero las consecuencias de las fal­
tas precedentes no pueden ser detenidas.
Y llega la tragedia. El Templo es destruido. El pue­
blo es deportado. Es el exilio más implacable. Nos en­
contramos de nuevo en lo más hondo de lo incompren­
sible. La destrucción. El derrumbamiento. ¿Qué signi­
fica esta condena a muerte? ¿Por qué la matanza de
este pueblo tan sinceramente arrepentido con su rey
Josías?
Creo oportuno citar aquí el texto de un hombre que
ha sido uno de los discípulos preferidos del P. Lagran­
ge, cuando el padre tenía algo más de ochenta años y
este joven estudiante de sólo veinte años se lanzaba
al estudio de la Biblia y de las lenguas antiguas orien­
tales. Ahora es uno de los más grandes profesores en
el Colegio de Francia; se dice no creyente pero ha se­
guido siendo un gran admirador de la Escritura, en la
que ve uno de los más elevados momentos alcanzados
por la humanidad. He aquí lo que escribe en un maravi­
lloso libro de arte que acaba de aparecer13, como res­
puesta a la pregunta que nos hemos hecho: ¿Por qué la
matanza de ese pueblo sinceramente convertido?
“Al exponer, como El lo había hecho, a su pueblo en
la picota del Universo, debía tener otra finalidad, más
sutil, más insondable, más digna de El, que el simple
castigo, vindicativo y correctivo: con este ejemplo in­
esperado y terrible, quería, para atraer a Sí todos los
pueblos, hacerles conocer al suyo como Su mandata­
rio, acreditarlo ante ellos como Su testigo, por el es­
pectáculo de una desgracia que ese pueblo había so-

13 Vérité et poésie de la Bible, presentadas en láminas por Erlch Lessing, con


la colaboración de H. Cazelles, Jean Botero y otros. Ed. Hatier, pág. 60.

147
portado tan digna y valerosamente ante todos, para ex­
piar así sus delitos. Israel, por tanto, tendrá en adelante
como misión extender en el Universo entero el conoci­
miento de Yahvé, la unión de Yahvé y todos los pri­
vilegios que de ello se deducen y que le habían sido
reservados en el primer momento, pero que Yahvé, Dios
único y universal, quiere extender a todos los hombres.
La única prerrogativa que sigue siendo suya, incompar­
tible, es haber sido escogido por El como Su heraldo,
Su vicario, Su servidor."
Porque en exilio descubre Israel la grandeza de su
Dios incomparable y la manifiesta. Se hace misionero.
En el corazón de la idolatría que descubre, el pequeño
grupo que queda comprende lo que se es entre las
manos del Dios vivo, incluso si es para ser aplastado
por él.
Cuando el pueblo judío estaba en su casa, en Jeru­
salem con su Templo, con su culto, era más bien de­
cepcionante: corría con frecuencia de un ídolo a otro,
o bien se hacía “fariseo” antes de que existieran éstos.
Desde el momento en que había pagado el diezmo, y
que había hecho todo lo que hacía falta hacer ¡ya se
sentía en regla! Orgulloso de su Dios, era bien medio­
cre respecto a él. Pero en Babilonia va a encontrarse
en medio de verdaderos paganos, algo que no se ima­
ginaba: ¡descubre unos ídolos cien por cien! Entonces,
y por contraste, ve no sólo la verdadera grandeza de
su Dios, sino su carácter único y maravilloso. En ese
momento podrá decir verdaderamente hablando de esos
ídolos, porque los ve con sus ojos: “Tienen manos y
no tocan, tienen ojos y no ven, tienen una boca y no
hablan”, en tanto que El, Yahvé, nuestro Dios, habla.
Sí, por causa de encontrarse ese pueblo en lo más pro­
fundo de la idolatría, sumergido en ella, va a descubrir
por sí mismo la grandeza de su Dios. Estoy muy se­
guro de que todos los cristianos de hoy tenemos nece­
sidad de sufrir las mismas pruebas: sólo vemos desde
demasiado lejos los ídolos y las ideologías de nuestro
tiempo. El Cardenal Saliege anhelaba que los cristia­
nos pasaran por la experiencia real y prolongada de
un ateísmo que llegara hasta el extremo de sus pre-
148
misas, después de vaciarse de todo lo que contiene aún
de cristianismo.
En comparación con unos ídolos vistos de cerca,
la presencia del Dios de Abraham, de Isaac, de Jacob;
la ternura de Yahvé, la piedad de Yahvé, todo aquello
a que se estaba habituado, va a tomar consistencia.
Esto es lo que nos dice el hermoso libro de Tobías,
de ese Tobit14 ejemplo típico también “del solitario y
del solidario”. Tobit solitario cuando estaba todavía en
Jerusalem, yendo “completamente solo” al Templo cuan­
do nadie iba a él. Tobit que cumplía todas las prescrip­
ciones y, en exilio, era el único que seguía observán­
dolas, rechazando el mancharse con unos alimentos.
Pero, al mismo tiempo, tan solidario de sus hermanos
de raza que enterraba a los muertos de su pueblo, que
acogía a todo el mundo... Pues bien, esa historia de
Tobías nos dice lo que el pueblo descubre en el exilio;
y yo pienso que en el seno de las dificultades de hoy
día se prepara maravillosamente el descubrimiento, el
redescubrimiento —porque siempre ha sido conocida—
vital, existencial, en el mismo corazón del cristiano, de
la realidad de Dios: “Celebradle ante las naciones, hijos
de Israel. Porque si os ha dispersado entre ellas, ahí
es donde os ha mostrado su grandeza.” La grandeza
de Yahvé aparece en la dispersión del exilio: “Exal­
tadle ante todos los vivos. El es nuestro señor. El es
nuestro Dios. El es nuestro padre, y él es Dios por
todos los siglos” (Tob. 13, 3-4).
Primera consecuencia del exilio, por tanto: Israel se
hace misionero, testigo de su Dios ante las naciones.
Pero hay más: de las llagas de este pueblo servidor,
reducido una vez más a la nada, va a surgir un extraor­
dinario suero de curación. Y no sólo la suya, sino cu­
ración de todos aquellos que le rodean. Ayer veíamos
en Egipto la substitución del cordero pascual que ocu­
paba el lugar del pueblo víctima. Y he aquí que hoy,
en exilio, ese pueblo que sufre se hace, en una segunda
substitución, un nuevo cordero pascual. Pero, a dife­
rencia del tiempo del Faraón, engloba en su redención

14 El Libro de Tobías es la historia de Tobit y de su hijo Tobías.

149
la de aquellos mismos que le aplastan. En tiempos de
Faraón el perseguidor es aplastado y sus primogénitos
deben morir. En esta segunda etapa del servidor su­
friente la redención se extiende a quienes le persiguen.
Cuando leemos el capítulo 53 de Isaías, ese texto
que es el primer Evangelio de la pasión del Señor
Jesús, no pensamos ya bastante en que el “servidor
sufriente” es, en primer lugar, el pueblo “sentado y
llorando” en Babilonia. Por ciertos rasgos innegables
es el pueblo de Israel; pero no ciertamente todo Israel,
incluso deportado, sino aquel que en ese pueblo se
mantiene fiel, sufre y espera: “Tú, Israel, mi servidor.
Jacob al que yo he escogido. Raza de Abraham, mi
amigo” (Is. 41, 8), se dice en el Libro de Isaías a pro­
pósito justamente de ese servidor. Se trata, sin duda,
del pueblo: "Ahora escucha, Jacob, mi servidor Israel
que yo he escogido. Así habla Yahvé que te ha hecho.
Jacob, acuérdate de esto y de que tú eres mi servidor,
Israel” (Is. 44, 1).
El servidor sufriente y el pueblo en exilio sólo son,
pues, una sola cosa. Y con este Israel, que está anega­
do en lágrimas, tenemos también el prototipo, el signo
precursor de nuestra Iglesia, pueblo de Dios, en su
elección y su fidelidad, llevando su pecado y el de los
hombres, sufriendo, esperando, luchando, repartido a
través de las naciones. Pero, por encima de todo, el
servidor sufriente será el Servidor Unico, escogido, se­
parado, inocente, Jesús, que se entrega libremente a la
muerte, porque ha amado hasta el extremo, intercedien­
do por los pecadores; aquél que se designará así mismo
cuando leyendo la profecía de Isaías: “El espíritu del
Señor está sobre mí..., él es quien me ha enviado a
traer la Buena Nueva a los pobres”, añadirá: “Hoy se
ha cumplido ante vuestros ojos el pasaje de la Escritu­
ra” (Le. 4, 18, 21). Así, pues, ese servidor sufriente
es, a la vez, el pueblo deportado y el Señor Jesús: “El
Dios de Abraham, de Isaac y de Jacob, el Dios de nues­
tros padres, ha glorificado su servidor”, dirá Pedro en
los Hechos de los Apóstoles (3, 13). Y es el Padre
mismo el que dirá en el momento del bautismo de
Jesús: “He aquí a mi Hijo muy amado”: hijo y servidor
en la Biblia es la misma palabra. A través del exilio
150
vemos, pues, que se transparenta en filigrana la figura
misma de nuestro Señor y su dimensión, que domina la
historia.
Releamos ahora ese texto del Servidor sufriente que
la liturgia nos ha hecho meditar con frecuencia, que en­
contramos a lo largo de toda la Cuaresma, y que me
parece el más bello homenaje que podemos rendir con­
juntamente a nuestros antepasados exiliados en Babi­
lonia y al Señor Jesús:
“¿Quién creería en lo que hemos querido decir?
¿Quién hubiera sabido reconocer la intervención de
[Yahvé?
¡Vaya! este brote enteco perdido en medio de la aridez,
[sin empuje ni vigor...
esa cabeza que no se recuerda,
ese semblante madurado en su sufrir,
esos ojos de cuya mirada se huye,
ese ser que se aparta
ese abandonado por cálculo...
¿Eran, pues, nuestros males los que le anonadaban,
nuestros dolores bajo los cuales se doblaba?
Y nosotros que le clasificamos entre los reprobados,
le creemos castigado por la mano de Dios y desposeído...
cuando era por nuestros pecados por lo que sangraba,
nuestros delitos los que le trituraban.
El castigo que nos reconcilia le aniquilaba
y de sus heridas destilaba nuestra curación.
Nosotros erramos como un rebaño en desorden
vagando cada uno a su placer”15.
Al comentar San Juan las palabras de Caifás cuan­
do los jefes del pueblo deciden la muerte de Jesús:
“Vale más que muera un solo hombre por el pueblo y
que la nación no perezca”, nos dice la verdadera razón
de esta muerte: “El Gran Sacerdote profetizó que Jesús

15 Isaías, 52,13. Según la traducción del P. Barthélemy en su obra: Dieu el


son image, pág. 215.

151
debía morir por la nación, y no sólo por la nación, sino
también para reunir en la unidad a los hijos de Dios
dispersados” (Jn. 11, 52). He ahí la razón de la muerte
del Señor Jesús. Y he ahí lo que volvemos a hacer cada
día cuando celebramos el sacrificio de la muerte del
Señor y “anunciamos su muerte hasta que venga”
(I, Cor. 11, 26):
“Nosotros erramos como un ganado en desorden,
vagando cada uno a su placer.”
Y él ha venido a reunimos:
“Entonces Yahvé ha hecho caer sobre él
todo lo que hay de delictivo en nosotros.
Tratado brutalmente y objeto de irrisión, no ha dicho
[nada,
se ha dejado conducir al matadero como un cordero...
Por el derecho del más fuerte, fue detenido,
y ¿quién de sus contemporáneos hubiera podido com­
prender
que eran las culpas de su pueblo las que le
[suprimían de los vivos,
y los golpes a ellos destinados los que le traspasaban?
De ese modo se ha mezclado su tumba con las de los
[que no tienen Dios,
yace ahora entre los explotadores
aunque él no haya hecho daño a nadie...
Ha placido a Yahvé romperle con el sufrimiento,
y él ha ofrecido su vida en sacrificio expiatorio.
Así, pues, verá una posteridad y sobrevivirá en el por­
venir.
Los designios de Yahvé se cumplirán por él.
A causa de las pruebas que ha sufrido volverá a ver la
luz y lo comprenderá todo” 16.
Si el Señor parece haberse encarnizado sobre el
pequeño resto de Israel, exiliado y convertido, es por-

10 Según la traducción del P. Barthélemy, ob. cit.

152
que verdaderamente es preciso alguien para restable­
cer el equilibrio destruido por el pecado del mundo. El
mismo mundo entero era incapaz de llevar sus propios
pecados en la obediencia, y de liquidar por sí mismo
sus propias faltas. Sólo un pueblo convertido podía pre­
sentir algo y decir el sí. Y ese sí ya es el presentimiento
de la copa de la agonía de Jesús: “Que este cáliz pase
lejos de mí, pero no mi voluntad... la tuya.”
Continuemos con el texto de Isaías:
“El justo, mi servidor, justificará multitudes,
aquellas mismas cuyos delitos le anonadan.
Por eso yo le atribuiré multitudes.”
(“He aquí esta sangre entregada por vosotros y por
la multitud”, dirá Jesús) (Mt. 26, 28).
“Con los poderosos compartirá los trofeos
porque se ha despojado él mismo de su vida.”
(El, que era de condición divina, que se ha hecho
exclavo hasta la muerte. Y muerte de cruz”) (Filp. 2,
6-7).'
“Tratado como malhechor,
llevando las faltas de las multitudes
e intercediendo por los pecadores” (Is. 53, 11 b, 12).
Sí, el Justo justificará a multitudes. Así, en el pue­
blo hebreo, tal como estaba en su cautividad de Egip­
to, y en el pueblo judío, tal como es al final de su exi­
lio en Babilonia, se transparenta las dos veces la fi­
gura misteriosa del servidor víctima, como se transpa­
renta siempre en cada uno de los dolores que apare­
cen en la Iglesia.
Estamos ante una verdad fundamental y como cons­
titucional de la Iglesia: tanto si se trata de Josías como
del Vaticano II no creemos en la posibilidad de un “ag-
giornamento” pacífico y sin historias. El “aggiornamen-
to” de Josías ha desembocado en el más inesperado
de los dramas, el exilio; pero el exilio ha realizado con
el sufrimiento del Servidor un más allá de todo “ag-
giornamento” previsible: ya no se trata de la Pascua
celebrada con esplendor, se trata de la redención en
153
acto, al precio y a costa de la sangre derramada. Dios
siempre va más lejos que nosotros cuando nos pone­
mos en camino; y su camino es el del Calvario. Así,
pues, es capital hoy día para nosotros no considerar
la puesta al día de la Iglesia más que a la luz del Ser­
vidor sufriente, Jesús. Y él nos llama a participar no
solamente en el servicio, sino más todavía en el sufri­
miento del servidor. No olvidemos esto: el “aggiorna-
mento” desemboca no en la liturgia o la reforma de
los seminarios, la inserción o la promoción de los po­
bres, sino, en primer lugar, en la Cruz con Jesús y sólo
más tarde en su gloria.
Un poeta puede ayudarnos no a probar, claro es,
sino a presentir esta ley fundamental de todos los tiem­
pos. Pierre Emmanuel dice:
“Si los sollozos de los sometidos a suplicio se nos
quedaran en la garganta, la tierra entera después de
Caín habría perecido ahogada. En verdad, no podría­
mos seguir viviendo si no fuéramos criaturas nacidas
del olvido, que viven del olvido y condenadas muy pronto
al olvido” (nosotros somos los grandes distraídos ante
ese servidor sufriente). “Y, sin embargo, nada queda
olvidado; cada lloro vertido en el desierto se filtra en
fin hasta la capa eterna, semblante de todos los sem­
blantes, presencia de la que toda efímera presencia
ocupa la entera extensión: cada lloro de cada instante
cae de grada en grada despertando los grandes círcu­
los de la historia, los grandes ciclos de nuestra espe­
cie, los grandes órdenes del cielo nocturno. Todo se
contiene y nos viene del infinito, este mismo instante
que estamos viviendo, ya difundido hasta la curva ex­
trema de la altura y por ella repercutida hasta el cen­
tro en que nos mantenemos, que está en nosotros mucho
más profundamente que nosotros mismos. En realidad,
no podríamos ya vivir si nuestros actos volvieran a gol­
pear en nuestra frente, después de esa infinita, esa ins­
tantánea trayectoria que recorren en todos los sentidos
de la duración. Sin embargo, vuelven; pero es otro bajo
ellos quien se tambalea, quien está cargado, en nues­
tro lugar, con todos los pecados del mundo, que cada
uno de todos nosotros ha cometido. Por eso es por lo
que la vieja historia del Gólgota continúa obsesionan-
154
(lo a los hombres. No porque un hombre haya sufrido
la cruz; tantos otros han sufrido cosas todavía peores,
que acaso han deseado que se les clavara sobre las
puertas para acabar con sus tormentos, sino porque un
hombre, en el cénit del mundo, está eternamente en
agonía, porque en esa hora eterna de hace dos mil años
-que es la única en no haber huido como las otras,
la única que cada uno de nosotros, efímeros, vive en
ose hombre eternamente— sufre él eternamente en su
carne, que es la nuestra; y su espíritu, que nosotros
ahogamos en el fondo de nosotros, sufre cada uno de
nuestros sufrimientos y de nuestras debilidades de hom­
bre, cada una de nuestras injusticias y de las Injusti­
cias padecidas por nosotros, y los dolores de la víctima
y las delicias del verdugo, y su inefable común desgra­
cia, y la insostenible absurdidad de todo esto” (Babel,
página 232).
Mucho más que todo poeta, sólo la madre de Jesús
puede, en definitiva, darnos, a pesar de nuestra capa­
cidad de olvido, el entrar en el misterio de su Hijo ser­
vidor sufriente, en el misterio de sus llagas de las que
“destilaba nuestra curación”. Sólo ella, entre todos, ella
que se mantuvo de pie junto a la cruz de Cristo, puede
socorrernos cuando llegue el momento a cada uno de
nosotros de entrar personalmente en el misterio del ser­
vidor sufriente y “de completar en nuestra carne lo que
falta a las tribulaciones de Cristo, en su Cuerpo, que es
la Iglesia” (Col. 1, 24).

155
15. «HE AQUI EL CORDERO DE DIOS»:
LA NUEVA ALIANZA

Jueves, 19 de febrero de 1970

Llegamos a la tercera y última etapa, que no es so­


lamente una prefiguración como lo eran la figura mis­
teriosa del cordero pascual y la del servidor suficiente
que nos conducían hacia Otro. Estamos ahora en la úl­
tima y definitiva substitución: “He ahí el Cordero de
Dios, he ahí a quien quita el pecado del mundo.” Es
Jesús hecho é! mismo Cordero degollado. Tal como nos
lo describe el Apocalipsis. Tal como le vemos en la
Cena y en el Calvario, en el sacrificio de la Nueva Alian­
za. Es a ese Jesús, Señor y Cordero, al que vamos a
contemplar ahora.
El Cordero pascual, el Pueblo víctima, el Servidor
que expía por la multitud; todo esto converge y se funde
en una realidad única: Jesús, el Mesías, “El león de la
tribu de Judá”, se hace Cordero degollado (Apo. 5, 5)17.
Pero en tanto que el Cordero de Egipto sólo substituía
a los hebreos víctimas de la opresión, en tanto que con
el Servidor, de Isaías, se veía ya la multitud que sería
salvada por él, con el Cordero degollado es todo el uni­
verso, la humanidad total la que está presente y en la
que el destino de redención se cumple.
Releamos ese gran texto del Apocalipsis:
“Entonces vi, de pie (triunfador), en medio del
Trono (que es la Omnipotencia de Dios), entre los cua­
tro Seres y los Ancianos, un Cordero como degollado,
llevando siete cuernos (la plenitud de la potencia) y
siete ojos (la plenitud del conocimiento) que son los
siete Espíritus de Dios en misión por toda la tierra. Y el

17 El texto del Apocalipsis remite al Génesis, 49,9.

157
Cordero se acercó y tomó el libro de la mano derecha
de Aquél que está sentado en el trono. (Este libro ce­
rrado hasta entonces y sellado con siete sellos con­
tiene la historia de la humanidad, pero nadie lo puede
abrir: la humanidad está bloqueada en su destino.)
Cuando lo hubo cogido los cuatro Seres se prosterna­
ron ante el Cordero, así como los veinticuatro Ancia­
nos, teniendo cada uno un arpa y copas de oro llenas
de perfumes, las oraciones de los santos (esas oracio­
nes que suben como un incienso hacia Dios dando prisa
a! acontecimiento de la venida del Reino). Cantaban un
cántico nuevo (como Moisés había cantado la libera­
ción de Egipto, cantan ellos el reino en que todo va
a ser nuevo, la nueva alianza): Tú eres digno de coger
el libro y de abrir sus sellos, porque tú fuiste degollado
y tú rescataste para Dios (tú nos rescatastes para Dios),
al precio de tu sangre, a los hombres de toda raza,
lengua, pueblo y nación.” Esa es la catolicidad del uni­
verso. Esa es la Iglesia, rescatada por la sangre del
Cordero: “Tú has hecho de ellos para nuestro Dios un
Reino de sacerdotes reinando sobre la tierra.” Y si
Moisés había dicho ya que en adelante seríamos un
pueblo santo, un reinado de sacerdotes y una nación
consagrada, ahora está ahí la realización presente, la
promesa está cumplida (Apoc. 5, 6-10).
Pero la visión de San Juan no ha terminado: “Y mi
visión continuó. Oí el clamor de una multitud de Ange­
les reunidos alrededor del trono, de los Seres y de los
Ancianos. Se contaban por miríadas de miríadas, y mi­
llares de millares” (y vemos a nuestra Iglesia en su
esplendor y dimensión de grandeza que nos supera
desde el comienzo al fin del mundo), “y clamaban a
plena voz: Digno es el Cordero degollado de recibir el
poder, la riqueza, la sabiduría, la fuerza, el honor, la
gloria y la alabanza. Y a toda criatura en el cielo, sobre
la tierra y debajo de ella, y en el mar, el universo entero,
le oí clamar: A Aquel que se sienta en el trono, así
como al Cordero, la alabanza, el honor, la gloria y el
poder en los siglos de los siglos” (Apoc. 5, 11-13).
He ahí la dimensión real e insospechada de aquél
de quien decía Juan Bautista: “He ahí el Cordero de
Dios que quita el pecado del mundo” (Jn. 1, 29). Todo
158
lo que estaba disperso a siete siglos de distancia se
reúne. En este Cordero de Dios que quita el pecado del
mundo se han fundido, en una misma realidad el Cor­
dero pascual y el servidor sufriente, pero en una nove­
dad que alcanza la talla misma de Dios.
Al Cristo Jesús, dice San Pablo (Rom. 3, 25), “lo
ha destinado Dios a ser instrumento de propiciación por
su propia sangre”, por nuestros pecados. Expiación por
nuestros pecados, pero quitando a la palabra de expia­
ción, en cuanto se refiere a Jesús, el sentido de cul­
pable. El es, verdaderamente, instrumento para borrar
nuestros pecados. Aún tenemos esta otra hermosa frase
en la Epístola a los Hebreos: esa sangre de Jesús “más
elocuente que la de Abel” (Hb. 12, 24). Esa sangre,
que habla mejor todavía que la de Abel, nos introduce
en la Nueva Alianza. Para comprender la significación
de esto, para entender este lenguaje, no puedo menos
de coger y seguir un pequeño folleto —pequeño, pero
que vale su peso en oro— del P. Lyonnet: Eucaristía y
Vida Cristiana. En unas cuarenta páginas se nos desve­
la todo lo esencial de esta Nueva Alianza. Yo no haré
otra cosa, como buen discípulo, que recoger lo que él
ha dicho.
Esta Nueva Alianza no es una comida cualquiera:
¡es preciso decirlo en el momento actual! No es sola­
mente la reunión de algunos amigos que comparten el
pan, la alegría fraterna y el calor humano. Lo que cons­
tituye el sacrificio de la Nueva Alianza no es, en primer
lugar, la asamblea de los fieles, es el Señor Jesús, por­
que la comida de la Eucaristía es la de un cuerpo en­
tregado y de una sangre derramada. Entre los jóvenes
del momento actual la palabra “Misa” se encuentra pa­
sada de moda. No les gusta decir “voy a misa”. Pre­
fieren decir “participo en la Eucaristía”, y eso me pa­
rece bueno. Pero haría falta decir “vengo a participar
en el sacrificio de la alianza”, porque eso es lo que ha­
cemos cada mañana o cada tarde. “Age quod agis”,
“haz lo que haces”, y ¿qué haces tú? Renuevas el sa­
crificio de alianza. Eso es lo que nos recuerda la Cons­
titución sobre la Santa Liturgia, en la que se declara
que en la Eucaristía se opera la renovación de la alian-
159

za del Señor con los hombres. Y otros textos del Con­


cilio lo repiten también en varias otras ocasiones.
Un sacrificio de Alianza... Es Dios mismo quien
—¡qué maravilla!— ofrece al hombre esa amistad, antes
incluso de todo tratado o de toda ley. Pero un sacrifi­
cio de Alianza, hay que repetirlo, no es algo que se
deja a la fantasía de cada uno. En nuestra Biblia, todo
a lo largo de la historia santa de Israel, un sacrificio
de Alianza obedece a un “esquema” siempre idéntico,
tanto si se hace entre príncipes que pactan una alianza
como si se trata del gran sacrificio de alianza del Sinaí
o de la Pascua renovada por el rey Josías.
En todo sacrificio de alianza encontramos, invaria­
blemente, tres elementos: una ley, un compromiso de
observar esa ley y la aspersión de sangre a los dos con­
tratantes. Hay en él, repito, una constante que se en­
cuentra siempre, y que se remonta a los tiempos más
antiguos. Hay, en primer término, una ley. Esa ley, que
ha dado Moisés, es el Decálogo: es el pacto que cons­
tituye, precisamente, la alianza; son las diez cláusulas
del tratado. No hay alianza, no hay eucaristía, sin una
ley.
Después viene el compromiso de respetar esa ley,
de observar las cláusulas del tratado. Por ejemplo, se
nos dice en el Exodo (24, 7): “Moisés tomó después
el libro de la Alianza (la ley) y lo leyó al pueblo, el
cual declaró: Todo lo que ha dicho Yahvé lo pondre­
mos en práctica y lo obedeceremos.” También lo hemos
visto cuando Josías renueva la Alianza; el pueblo res­
ponde: “Todo eso lo practicamos.”
En fin, está la aspersión de sangre a los dos contra­
tantes: cuando se trata de dos príncipes que pactan su
alianza es fácil la cosa; pero cuando uno de los con­
tratantes es el Señor mismo es el altar el que va a re­
presentar y simbolizar a Dios, y Moisés realizará la as­
persión del altar con sangre: “Moisés recogió la mitad
de la sangre y la puso en unas vasijas y roció con la
otra mitad el altar... Entonces Moisés cogió la sangre
y roció con ella al pueblo diciendo: “Esta es la sangre
de la Alianza que Yahvé ha pactado con vosotros me-
160
diante esas cláusulas” (Ex. 24, 6-8), es decir, mediante
el compromiso que habéis aceptado.
Pues bien, en nuestra Nueva Alianza, en el sacri­
ficio de hoy, la Eucaristía, encontramos esos mismos
tres elementos, y Jesús ha recogido los mismos tér­
minos de Moisés. No es por casualidad por lo que Jesús
escogió el día de la Pascua, ni por lo que pronunció
exactamente las palabras: ‘‘Esto es mi sangre, la san­
gre de la alianza, que va a ser derramada por una mul­
titud” (Me. 14, 24). Las mismas palabras exactamente
en San Mateo (26, 28). “Esta copa es la nueva alian­
za en mi sangre, que va a ser derramada por vosotros”
(Le. 22, 20).
“Esta copa es la nueva alianza en mi sangre”
(I, Cor. 11, 25). No es esto por casualidad, sino más
bien querido así: Jesús recoge las mismas palabras de
la Alianza de Moisés, la renueva y la hace eterna.
Encontramos también una ley —nueva igualmente—,
aunque a primera vista no parezca mencionar el relato
de la Cena una ley particular que los Apóstoles se
hayan comprometido a observar. Pero existe. Esta nueva
ley la va a vivir Jesús y expresarla en el gesto del la­
vatorio de los pies: “Antes de la fiesta de la Pascua
—dice San Juan (13, 1 y sigs)—, sabiendo Jesús que
había llegado su hora de pasar de este mundo al Pa­
dre, habiendo amado a los suyos que estaban en el
mundo, les amó hasta el fin”, es decir, hasta el final,
hasta el final del tiempo de su vida, hasta el extremo de
la capacidad de su amor. “En el curso de la cena... se
levantó de la mesa, se quitó su manto y tomando un
lienzo se lo ciñó. Después puso agua en un recipiente
y se puso a lavar los pies de sus discípulos... ¿Com­
prendéis lo que os he hecho? Vosotros me llamáis Maes­
tro y Señor, y decís bien porque lo soy. Por tanto, si yo,
el Señor y Maestro, os he lavado los pies, vosotros os
debéis lavar los pies los unos a los otros. Yo os he
dado el ejemplo para que vosotros obréis como yo he
obrado respecto a vosotros.” Y después del gesto explí­
cito Jesús nos da el mandamiento —porque en esta
alianza hace falta un mandamiento—: “Yo os doy un
mandamiento nuevo (una nueva alianza): amaos los
161
11
unos a los otros. Sí, como yo os he amado también vos­
otros amaos los unos a los otros. En eso os recono­
cerán como mis discípulos: en ese amor que tendréis
los unos para los otros” (Jn. 13, 34-35).
Y en todo el discurso después de la Cena repetirá
este tema. Así, pues, todo lo que hay de deseo de fra­
ternidad humana, de reunión, de calor humano, de vida
compartida, y que sentimos en tantos hombres y tantos
jóvenes de nuestro tiempo, todo eso es verdad y cien
por cien cristiano; pero en la medida en que ese amor
fraternal se origina en el sacramento, en el sacrificio
de alianza que Jesús renueva sin cesar: “Esto es la san­
gre de mi alianza, entregada por vosotros. Todas las
veces haréis esto en memoria mía.” Que el hombre no
separe lo que Dios ha unido.
Tenemos, pues, una ley, “el mandamiento nuevo”;
una ley, repetimos, que no es separable del resto del
sacrificio de alianza, pues en otro caso viene a ser
vago sentimentalismo que no resiste al tiempo. También
hay, como en la alianza con Moisés (Ex. 24, 3-9), la
sangre derramada: “Esto es mi sangre derramada por
la multitud.” Hay también, en fin, el compromiso por
nuestra parte de entrar en esa ley. Este es el secreto
de cada uno de nuestros corazones. No basta hacer
los gestos, es preciso, además, que entremos en ese
compromiso. Como lo dice Jesús: “Yo os doy un man­
damiento: amaos los unos a los otros; sí, como yo os
he amado amaos los unos a los otros.” A esto es a lo
que nosotros debemos adherirnos ahora.
Esta Alianza es “nueva” también por otra razón:
cumple maravillosamente lo que Jeremías había presen­
tido y anunciado (31, 31-33): “He aquí que vienen unos
días en que yo pactaré con la casa de Judá y la casa
de Israel una alianza nueva.” En esto estamos hoy con
el nuevo y definitivo sacrificio de alianza de Jesús: “No
ya como la alianza que he pactado con sus padres el
día en que les cogí de la mano para hacerles salir del
país de Egipto; esa alianza —mi alianza— son ellos
quienes la han roto. Entonces, yo les hice sentir mi po­
derío. Pero he aquí la alianza que yo pactaré con la
casa de Israel (con la Iglesia); después de aquellos
162
días —oráculo de Yahvé— colocaré mí ley en el fondo
de su ser y la escribiré en su corazón. Entonces yo seré
su Dios y ellos serán mi pueblo.”
Yahvé había dicho ya: “Yo haré de vosotros mi pue­
blo. Yo os tendré por mío entre todos los pueblos:
porque toda la tierra me pertenece” (Ex. 19, 5). Pero
entonces, en tiempo de Moisés, la alianza se mantenía
todavía exterior. La alianza obraba como un pedagogo.
A un adolescente es necesario decirle: “si tú quieres
amar es preciso hacer esto y no hacer aquello”, “nece­
sitas aceptar esto y rechazar aquello”; esta es toda la
pedagogía de un adolescente. Pero ahora escuchamos
esto: Yo pondré mi ley, no ya como un pacto exterior so­
lamente, sino que la injertaré en el fondo de tu ser.
Se convertirá en una exigencia interior, un instinto.
"Amor meus, pondus meas”, “mi amor es el peso que
me arrastra”. Un amor. Y en aquel momento “ya no
tendrán que instruirse mutuamente diciéndose uno a
otro: “Conoced a Yahvé! ¡Aprended los mandamientos
de Yahvé!, sino que me conocerán todos, desde los
más pequeños hasta los mayores, oráculo de Yahvé”
(Jer. 31, 34). ¿Por qué me conocerán todos? Porque
yo estaré inscrito en su corazón. Anteriormente el co­
nocimiento de Yahvé estaba en la fidelidad en obser­
var sus preceptos escuchados y recibidos del exterior;
ahora, en esta Nueva Alianza, por encima y más allá
de esa fidelidad, hay un instinto interior, un espíritu,
es decir, un impulso interior y actuante que se nos ha
dado: “Yo os enviaré mi Espíritu.”
Y lo que nos dice Jeremías nos lo repite Ezequiel,
yendo incluso algo más lejos. “Yo colocaré mi ley en el
fondo de su ser”, decía Jeremías. Ezequiel no habla ya
de ley, sino de corazón y de espíritu: “Yo os daré un
corazón nuevo y pondré en vosotros un espíritu nuevo.
Yo quitaré de vuestra carne vuestro corazón de piedra
y os daré un corazón de carne. Yo pondré mi espíritu
en vosotros, y haré que caminéis según mis normas”
(Ez. 36, 26-27). Porque nada ha sido abolido: Jesús no
ha venido para abolir, sino para cumplir, y cumplir hasta
la última iota. Pero esa ¡ota será mantenida, no como
un punto sobre una i, sino como algo que brota del ¡n-
163
terior del corazón humano, un instinto de obediencia
por amor.
“Yo colocaré mi espíritu en el fondo de vuestro ser”:
la ley interior de que hablaba Jeremías es idénticamen­
te el Espíritu mismo de Yahvé, lo que San Pablo llama
“la ley del Espíritu de la vida” (Rom. 8, 2). Entonces
comprendemos perfectamente “que el mediador de una
tal ley —cito al P. Lyonnet— no pueda ser ya un hom­
bre, aunque fuese profeta, como Moisés: sólo un media­
dor que sea al mismo tiempo Dios y hombre puede ac­
tuar en el corazón mismo del hombre”; el corazón del
hombre del que Santo Tomás nos dice que ¡es una cosa
tan grande que incluso los demonios no pueden obrar
desde el interior! Pueden meternos imaginaciones en
la cabeza —¡y esto tiene un influjo cierto sobre nos­
otros!—, pero no pueden penetrar en el fondo mismo
de nuestro corazón. Sólo Dios puede entrar en la li­
bertad de nuestro corazón. El P. Lyonnet continúa ci­
tando un texto de Santo Tomás sobre los dos modos de
comunicar una orden a alguien: el modo del Sinaí y el
modo de la Alianza nueva. “Hay dos maneras de co­
municar una orden a alguien. La primera consiste en
obrar sobre él desde el exterior, por ejemplo, haciendo
conocer a esa persona lo que queremos; esta es una
manera que puede usar el hombre. Y así es como fue
comunicada la ley de la antigua alianza. La segunda
consiste en obrar desde el interior mismo del hombre;
y esta es la propia de Dios. Así es como fue dada la
nueva alianza, porque consiste en el don del Espíritu
Santo, el cual, de una parte, Instruye desde el “inte­
rior...y de otra parte inclina la voluntad a obrar bien” 18.
He ahí cuál es la maravillosa nueva alianza, de la que
somos los beneficiarlos.
Pero, entonces, ¡qué atención deberíamos prestar,
y qué silencio, para oír esa voz que habla en el interior!
Seguramente serán necesarios unos preceptos, pero
todo dependerá del interior.
En esta nueva alianza todo es renovado, y el nuevo
mandamiento termina y deja acabado el Decálogo. En

18 ST. TOMAS: Sobre la Epístola a los Hebreos, cap. 8, lee. 2.

164
el Sinai daba Dios una tregua a los hombres y decía a
Moisés: “Yo haré huir ante ti a tus enemigos.” Ahora
la tierra que se nos da es el Reino de Dios llegado en­
tre nosotros: “Bienaventurados los pobres porque de
ellos es el Reino de los Cielos.” Es el Reino. “Biena­
venturados los mansos porque ellos poseerán la tie­
rra.” “No temas pequeña grey porque ha placido a tu
padre darte el reino.” “Venid, benditos de mi Padre.”
En la antigua alianza Yahvé estaba especialmente pre­
sente en el santuario donde residía Dios, donde estaba
presente la gloria de Dios. En la nueva alianza del Em­
manuel esta presencia permanente, esta presencia tan
íntima, tan suave, está entre nosotros, en nosotros:
“Nosotros haremos en él nuestra morada.”
Hemos llegado ya “a ese punto capital de nuestras
palabras”, tomando las palabras de San Pablo a los
hebreos: “El punto capital de nuestras palabras es que
tenemos un tan gran sacerdote que está sentado a la
derecha del trono de la Majestad en los cielos, minis­
tro del santuario y de la Tienda, la verdadera, la que ha
erigido el Señor, no un hombre” (Hb. 8, 1-2). Todo
converge en el cordero, en el Cordero del Apocalipsis,
en el Cordero que es nuestro Señor en la cruz. Ante­
riormente había un trono en el Templo, estaba el que
se sienta en el trono, había la víctima cuya sangre es
derramada, había el gran sacerdote, el ungido, que
hacía a Dios la ofrenda expiatoria. Ahora todo está re­
unido en el Cordero. Ahora comprendemos mejor la
frase de San Pablo: “Dios le ha expuesto, instrumento
de propiciación con su propia carne, mediante la fe”
(Rom. 3, 25). Todo está reunido en él. El es el trono.
El es aquella placa de oro propiciatoria que el sacer­
dote venía a rociar una vez al año, aquella placa de
oro que estaba en el Sancta Sanctorum, considerado
como el trono de Yahvé, invisiblemente presente19.
Jesús es el trono, y el que se sienta en el trono. El es
la víctima cuya sangre es derramada. El es el gran

19 Cfr. P. BARTHÉLEMY: Dieu et son image, pág. 224. El propiciatorio, además,

era el lugar en que estaba el Arca de la Alianza, de la que Yahvé había dicho
a Moisés: "Allí es donde me reuniré contigo"; de ahí el nombre de Tienda de
Reunión. (Ex., 25,22.)

165
sacerdote; él es aquel de quien el Concilio de Trento
nos decía “el mismo sacerdote, la misma víctima”; sólo
es diferente la manera de ofrecer.
Y, además, este Cordero intercede y pide el perdón.
“Padre, perdónales, no saben lo que hacen.” ¡Cuán
verdadera es esta palabra!: no sabemos lo que hace­
mos. Los hombres no saben lo que hacen; no saben lo
que es aquello a cuyo lado pasan. ¿Y nosotros? Pues
bien, nosotros somos, debemos desear ser aquellos de
quienes habla el Apocalipsis: “Esas gentes... ¿Quiénes
son? ¿De dónde vienen? Y yo contesté: Mi Señor, tú
eres quien lo sabe. Y él dijo: Son aquellos que vienen
de la gran prueba: han lavado sus vestiduras y las han
blanqueado en la sangre del Cordero. (“Cuando estés
rojo como la sangre te harás más blanco que la nieve”.)
Por eso están ante el trono de Dios, sirviéndole día y
noche en su Templo; y Aquél que se sienta en el trono
—ese Cordero que lo es todo, que todo lo reúne en sí
mismo— extenderá sobre ellos su tienda. Jamás sufri­
rán ya hambre ni sed; jamás serán ya agotados por el
sol ni por algún viento abrasador. Porque el Cordero
que está en medio del trono será su pastor y los con­
ducirá a las fuentes de las aguas de vida. Y Dios secará
toda lágrima de sus ojos” (Apoc. 7, 13-17). El Cordero
se ha hecho el Buen Pastor dando su vida por amor a
la oveja perdida.
He ahí el efecto de la sangre del Cordero, de esa
preciosa sangre de la que San Pedro decía: “Sabed
que no es por nada corruptible, plata u oro, por lo que
habéis sido librados de la vana conducta heredada de
vuestros padres, sino por una sangre preciosa, como
de un cordero sin defecto y sin mancha, el Cristo”
(I, P. I, 18-19). El Cristo, aquél que nos ha amado
hasta el fin. ¡Qué grandeza adquiere ahora esta frase
de la Constitución de la Liturgia!: “Cada Eucaristía es
una renovación de la alianza del Señor con los hom­
bres, y arrastra, inflama los fieles hacia la caridad apre­
miante de Cristo...” Es esto el eco fiel de la palabra de
San Pablo: “El amor de Cristo nos empuja.”

166
Ill

JESUS EN SU VIDA MORTAL


16. LA HUMANIDAD TAN HUMANA DE JESUS. (I)

Jueves, 19 de febrero de 1970

Hasta este momento hemos contemplado a Jesús


en esa dimensión, única en el mundo, que le hace pre­
sente en la historia durante casi dos milenios antes de
su nacimiento en Belén de Judea. Si hablamos de His­
toria Santa a propósito de Israel es a causa de esa fi­
nalidad suprema en la que Jesús está presente en fili­
grana, acompañando “las alegrías y los sufrimientos”
de ese pueblo. El mismo, en algunas horas de caminar
con los dos peregrinos de Emaús, les “había interpre­
tado en todas las Escrituras, comenzando por Moisés
y recorriendo todos los profetas, lo que le concernía”
(Le. 24, 27). La Iglesia primitiva ha vivido de eso, de
“esas investigaciones y esas búsquedas de los profe­
tas... buscando descubrir qué tiempo y qué circunstan­
cias tenía a la vista el Espíritu de Cristo que estaba en
ellos cuando atestiguaba por adelantado los sufrimientos
de Cristo y las glorias que les seguirían” (I, P. 1, 11).
Ya he citado estos dos textos anteriormente, pero son
tan importantes para dar a Jesús su verdadera dimen­
sión histórica y transhistórica, que no temo el repetir­
los. ¿Podemos dar a Jesús su verdadera dimensión si
no empleamos su propia catequesis cuando él mismo
habla de sí? Como dice Peguy, no son solamente “los
pasos de las legiones romanas que marchan hacia él”,
son también, repitámoslo, dos mil años de historia los
que están llenos de él, hablan de él, convergen hacia
él. Privado de esta dimensión Jesús empalidece, y nues­
tra fe se hace anémica.
Para ver así a Jesús en las Escrituras no bastaría
una vida. Pero después de las ojeadas fragmentarias
que hemos echado sobre algunas de las grandes reali­
dades que convergen hacia él en la historia estamos
169
mejor preparados para poder decir, como los Apósto­
les: “¿Quién es aquél a quien el viento y el mar obede­
cen?” O, si no vemos obedecer el viento y el mar al
Señor: “¿Quién es aquél a quien han preparado los si­
glos? ¿Qué es ese edificio construido durante siglos y
del que al fin se ve la piedra angular que le da toda su
consistencia y su cohesión?”
Esta tarde dejamos esa grandeza histórica de Cristo,
a través de milenios, para mirar su humanidad, esa hu­
manidad tan paradójica de Jesús, esa humanidad tan
humana. ¡Tanta pequeñez sucediendo a tanta grande­
za! Por muy familiarizados que estemos con el Evan­
gelio, por muy habituados que estemos a cogerlo y re­
leerlo, nos hace falta, después de haber visto a Jesús
tan grande y dominando la historia, mirarle vivir tan
humanamente, tan semejante, tan maravillosamente pa­
recido a los hombres. El primer día os decía que la
gracia de las gracias es amar a Jesús como se ama a
alguna persona viva a la que se ha dado su vida, como
se ama a un hombre, a una mujer, a quien se está li­
gado en cuerpo y alma. Pues bien, vamos a intentar,
esta tarde, encontrar a este Señor Jesús viviendo, y en
cierta forma olvidar, durante unos instantes, que es
Dios mismo, para verle como un hombre.
En primer lugar, le vemos como un alma abierta y
profunda. Se transparenta en él un recogimiento silen­
cioso. Sus sentidos están abiertos a la vida. Tiene como
unas antenas orientadas hacia las cosas, hacia los
seres. No pasa por la existencia con los ojos bajos o
cerrados: el mundo exterior existe para él. Ese mundo
no es para él un símbolo ni una ilusión, y su vida inte­
rior no ha embotado la exactitud de su mirada. Sus
parábolas, sus comparaciones, las coge verdaderamen­
te a ras del suelo. Lo que nos dice son las cosas que
ha contemplado en su Padre, pero partiendo de lo que ha
visto en Nazareth, de lo que se ha cruzado en los cami­
nos, de lo que ha percibido, de lo que ha mirado, él, el
Dueño de todo: los pájaros que picotean y comen los gra­
nos, los que construyen sus nidos en las ramas, los que
son atrapados y vendidos luego, ensartados, por unos
céntimos; los niños que juegan, disputan y se enfadan;
170
los parados que esperan en la plaza un trabajo; el ama
de casa que busca la moneda perdida; la que coge un
puñado de levadura para mezclarla con tres medidas de
harina (¡se diría que conce las recetas de cocina, las
proporciones!); la víspera de las bodas, con todo su cor­
tejo; el amigo importuno que viene a llamar de noche
a la puerta... Todo esto ¡está lleno de vida, lleno de hu­
manidad!
Habla de la joven parturienta que acaba de tener
un hijo: se tiene la impresión de que Jesús de Nazareth
ha visto, realmente, la sonrisa de esa joven madre “que
olvida los dolores con la alegría de que haya venido al
mundo un hombre” (Jn. 16, 21). Conservo siempre el
recuerdo de un hombre de nuestro barrio de Osasco,
en el Brasil, que seguía los cursos de alfabetización.
Este hombre de treinta y cinco años, Sebastián, no era
muy apto para las cosas intelectuales. Le veía ante
el encerado, ante una simple palabra de cuatro letras
—no una frase—, la palabra “vila”, que quiere decir
barrio. Tenía la frente fruncida, estaba tenso, en una
especie de impulso, como un corredor olímpico que in­
tenta batir un record, para intentar descifrar esas cua­
tro letras, esas dos sílabas. Y al fin, de golpe, por pri­
mera vez, llegó a leer: esa palabra “vila” salió de los
labios de aquel hombre, tan fuerte, tan rudo, como en
un soplo apenas perceptible, y se hubiera dicho que
era un niño el que pronunciaba “¡vila!” E inmediatamen­
te se produjo bruscamente una distensión en su sem­
blante, una sonrisa indefinible; y entonces ¡he visto la
sonrisa de gozo de que habla Jesús por el nacimiento
de un hombre! Sebastián, al leer por primera vez esa
palabra de cuatro letras y dos sílabas se había hecho
un hombre...
Puen bien, Jesús ha visto, ¡y cuánto mejor que nos­
otros!, cosas parecidas, y cuando habla en parábolas
parte de hechos que ha tomado de su alrededor, que
ha visto. Y los evoca sin literatura. Es preciso que vol­
vamos a encontrar esa espontaneidad del Señor Jesús,
de ese Jesús de Nazareth que se ve en el fondo de todo.
Hay también un hálito de admiración; y ya sabemos
que la admiración es el primer paso de la adoración.
171
La naturaleza le habla; los lirios del campo, las anémo­
nas, la hierba, la madera verde. Se tiene la impresión
de que jamás está en éxtasis, sino acomodado a todas
las cosas. No es como algunos, incluso de los mayores
santos, que siempre parecen estar un poco tensos. El
no. El siempre tiene el ojo abierto a todas las impre­
siones que le rodean.
Y al mismo tiempo, ¡qué mirada tan profunda! ¡Dirá
las cosas más extraordinarias, unos pensamientos, a
veces los más dramáticos, a través de una imagen fa­
miliar, tan familiar que no nos choca incluso cuando
habría motivo para ello! Jesús acaba de escoger a los
Doce. Les anuncia inmediatamente que serán perse­
guidos: “Desconfiad de los hombres... El hermano en­
tregará su hermano a la muerte, y el padre su hijo...
No temáis... No temáis nada de quienes matan el cuerpo,
pero que no pueden matar el alma; temed más bien
a aquél que puede perder cuerpo y alma a la vez en
la gehenna” (Mt. 10, 17, 21, 28-30). He ahí un len­
guaje rudo y una situación dramática. Y, ¿qué imagen
emplea Jesús? ¿No se venden dos gorriones por unos
céntimos? Este pasaje tan dramático es ¡lustrado por
Jesús con una comparación completamente vulgar, in­
finitamente humilde: “¡Y ni uno sólo de ellos cae al
suelo contra la voluntad de vuestro Padre! Y vosotros,
pues, incluso están contados todos vuestros cabellos.”
Un poco más adelante es la misma cosa, en otro pa­
saje no menos dramático: el juicio de Jesús sobre su
generación; generación que no le recibe. Está en su
conflicto principal con los escribas y fariseos: “¿A qué,
pues, puedo comparar esta generación?”, que es per­
versa, que es adúltera. Y Jesús hace la comparación
más inesperada: "Se parece a unos muchachos (esos
muchachos que vemos nosotros) que sentados en las
plazas interpelan a otros diciendo: ¡Hemos tocado la
flauta y no habéis bailado! Hemos entonado unos can­
tos de duelo y no os habéis golpeado el pecho”
(Mt. 11, 16-17). De ese modo profetiza el drama que
va a jugarse, y distiende la atmósfera para no paralizar
a esos hombres, sino hacer que reflexionen.
172
En unas situaciones dramáticas, las comparaciones
más familiares y la más humilde: ahí tenemos un ver­
dadero estilo de anunciar las verdades más elevadas.
Me acuerdo de uno de nuestros camaradas de nuestra
misión obrera, que trabajaba en unos astilleros. Sus
compañeros le hablaban de Dios, le preguntaban: “Ex­
plícanos un poco quién es Dios.” ¿Cómo iba a explicar
a unos soldadores, a unos instaladores de tuberías, a
unos forjadores, que Dios es el origen del ser, que es
el Ser por sí mismo, el Ser sustancial, y que toda cria­
tura sólo es ser por participación; el “ens in se”, “per
se”, o el “ens per participationem”, como dicen los es­
colásticos? Entonces les dijo: “Ya sabéis que cuando
en invierno tenemos una cañería helada y queremos
calentarla se busca un puñado de trapos —una estras-
se, como se dice en Marsella—, algo con que poder
frotar, y se la empapa en agua caliente; y en cuanto es­
tán calientes por el agua hirviendo se los coloca rápi­
damente alrededor de la cañería; hace falta volver a
empaparlos en agua caliente, colocarlos alrededor de
la cañería una y otra vez... y no se acaba nunca. En
cambio, si coges un soplete puedes calentar la cañe­
ría con su llama y ésta no se enfría. Y la cañería se
deshiela pronto.” Así explicaba a aquellos hombres lo
que es el “ser en sí” y el “ser participado”: la llama
del soplete tiene el calor en sí misma, ella es el calor,
en tanto que esos trapos que se empapan en agua ca­
liente no son el calor: tienen el calor, que reciben de
otro y que perderán algunos Instantes después. Así,
Dios es la vida, la existencia, y nosotros solamente la
tenemos, ¡la recibimos! Es el mismo estilo empleado
por Jesús. ¡Y cuánto mejor que este misionero obrero!
Releed las parábolas del gozo de Dios. Cuando
Jesús quiere hacernos entrar en el gozo del Padre, por
haberse arrepentido un pecador, emplea las compara­
ciones más sencillas: la mujer que enciende la luz, que
barre, que busca; ¡y bien sabe Dios cuántas hemos
visto que así lo hacen, y que se enervan en sus búsque­
das cuando no encuentran lo buscado! Ahora ya no es
una pequeña moneda, sino, en general, un documento
de identidad que se busca y no se encuentra cuando se
necesita... Lo pone todo boca abajo y ¡al fin encuentra
173
su documento! Entonces invita a los vecinos: "Venid a
tomar café conmigo, ya he encontrado ese famoso do­
cumento.” Jesús mira a los invitados: esos invitados
que buscan los primeros puestos en el festín, los asien­
tos principales.
Jesús conoce bien todas nuestras falsas excusas y
sabe exponérnoslas, ¡con qué humor!; “Venid, todo está
preparado... y todos empezaron a escusarse” (Le. 14,
15-20). Y ver cómo Jesús sabe emplear las palabras
que todos nosotros hemos empleado: “Yo he comprado
una tierra y me es preciso ir a verla, yo te ruego..., ex­
cúsame. Yo he comprado cinco pares de bueyes —aho­
ra sería un “Fiat 650” o un “Renault”, o un “dos ca­
ballos”— y voy a probarlos: te ruego me tengas por
excusado... Acabo de casarme, por esa razón no
puedo ir.”
Sería preciso tomar de nuevo en su brotar impe­
tuoso las parábolas del Reino, esa realidad, la más
sublime a la que somos llamados todos, y que Jesús va
a presentar a través de las realidades más sencillas: el
grano, la simiente, el sembrador —y veis que Jesús co­
noce todas las situaciones posibles de ese hombre que
va a echar la simiente—, el grano que termina por sí
solo, sin ayuda ajena; y para quienes sueñan con un
reino en el que todo sería maravilloso, el “buen grano
y la cizaña mezclados hasta el fin del mundo”. A este
propósito, cuando os decía cuán mezclada estaba en
el Brasil la superstición a una fe profunda, habría sido
preciso añadir que no se debe arrancar el grano bueno
al arrancar la cizaña, y que no se trata de suprimir cier­
tas cosas demasiado rápidamente, por dudosas que
sean (¡incluso aquellas dos imágenes de Santa Filo­
mena, una de 0,70 y la otra de 1,20 metros de altura!),
por temor a quitar el buen grano que también se en­
cuentra allí. Todo esto Jesús lo ve, lo conoce.
Acordaos de la cosecha abundante, de los obreros
escasos, de la tarea inmensa que espera a los hombres,
de los campos que empiezan a blanquear. ¡Por todas
partes palpamos esa comunión con las cosas, con la
naturaleza, con los hombres! No se trata, claro es, de
reducir Jesús a una humanidad incluso maravillosa.
174
Pero lo que es extraordinario no es que Dios sea Dios:
¡es que Dios se haya hecho hombre! ¡Y qué hombre!
Ved su sensibilidad: sería preciso releer todo San
Marcos con los relatos que había recibido de Pedro.
Cuando Jesús ve ai leproso tiene piedad de él: "Se
conmovió de compasión” (Me. 1, 41). Y, sin embargo,
al final le trata rudamente. Está lleno de nuestros me­
jores sentimientos humanos. Tiene piedad de la muche­
dumbre: “Son como ovejas sin pastor” (Me. 6, 34).
Cuando miramos las grandes multitudes de nuestras
ciudades me parece que debemos intentar participar
en esa piedad de Jesús; pero su piedad no fue plató­
nica: “Y se puso a instruirles largamente” (Me. 6, 34).
Tiene piedad de ella. Esa muchedumbre que le ha se­
guido durante tres días ha venido de lejos... Jesús tiene
compasión de ella.
También conoce Jesús la cólera, la decepción.
“Y, herido por el endurecimiento de sus corazones, les
dirigió una mirada de cólera.” No hay como San Mar­
cos, por otra parte, para darnos ese matiz (Me. 3, 1 y
siguientes); los otros Evangelistas han atenuado... "En­
tró de nuevo en una sinagoga. Había en ella un hombre
que tenía seca la mano. Y la gente le expiaba para
ver si le curaba... ¿Está permitido en el día del Sábado
hacer el bien más que el mal, salvar una vida en vez
de perderla? Pero ellos se callaban. Entonces, pasando
por ellos una mirada de cólera, desgarrado por el endu­
recimiento de su corazón, le dijo al hombre: Extiende
la mano.”
Cuando fue de visita a Nazareth, y va a su patria, al
llegar el sábado enseña. La gente queda asombrada.
“¿De dónde le viene esta sabiduría? ¿No es el hijo del
carpintero, el hijo de María?” (Me. 6, 1-6). “Y él se
asombraba de su falta de fe.” Pero al mismo tiempo
que se asombra de la falta de fe de todos aquellos que
le han visto vivir, tiene una admiración sin reservas
cuando puede decir: “Jamás he encontrado una fe pa­
recida” (Le. 7, 9-10).
Jesús se disgusta cuando sus discípulos reprenden
a los niños y los envían lejos. Se enfada de igual
175
modo con Pedro: “Quítate de mi presencia, Satanás”
(Me. 8, 33).
Así, pues, encontramos en Jesús fuerza y dulzura,
piedad y combatividad, exigencia y ternura. San Juan,
en el Apocalipsis (6, 16), hablará de la “cólera del
Cordero”. Jesús ama. ¡Qué diferencia con Juan Bautis­
ta! ¡Cuanto más próximo está Jesús...! Cuando ve al
joven rico Jesús ya sabe, sin embargo, lo que va
a suceder: que apenado ese hombre se alejará. Pero
“Jesús fijó en él su mirada y le amó” (Me. 10, 21).
Acaso sea eso lo que los ricos necesitan más en el mo­
mento actual; que les amemos, aunque pensemos que
no podrán responder al llamamiento del Señor; y esto
es verdad no sólo respecto a los hombres ricos, sino
a los comunistas, a los ateos, a todos los hombres.
“Jesús fijó en él su mirada y le amó.” Lo mismo cuando
Pedro acaba de renegar de él: “y volviéndose fijó Jesús
su mirada en Pedro” (Le. 22, 61). No se nos ha dicho
cómo era esa mirada, pero sentimos en ella la incon­
mensurable profundidad del amor. Sabemos, por otra
parte, que esa mirada puede ser también terrible a
veces; por ejemplo, cuando leemos al final de la pará­
bola de los viñadores homicidas: “Fijando su mirada
en ellos (los escribas) les dijo...” (Le. 20, 17).
Jesús ama hasta tal punto que no se dudará en
decirle: “Señor, aquel a quien amas está enfermo”
(Jn. 11, 3). “Porque Jesús amaba a Marta y a su her­
mana y a Lázaro.” Y cuando está allí, ante la tumba,
conmovido, se decía: “¡cómo le amaba!” (Jn. 11, 36).
Si el Señor Jesús sólo fuera un hombre todo esto sería
bello, pero sería poca cosa. Pero es el Verbo de Dios
mismo, es aquél a quien hemos visto a lo largo de la
historia, que se nos hace próximo, tan sencillo, tan car­
gado de amorosa humanidad, “manso y humilde de
corazón”.
¡Y los niños! Jesús hace que se acerquen los niños,
les abraza, les bendice, les impone las manos. Acaso
sean los gestos que más afectan a las turbas, los de los
más elevados personajes tomando en sus brazos a un
niño. Pienso —y no es para hacer de ella una santa—
en Eva Perón, en Argentina. Es cierto que esta mujer,
176
que se hacía vestir por los principales modistas de
París, que, según parece, dilapidaba el dinero del Te­
soro de la Argentina, había sabido hacer en Buenos
Aires lo que nadie había hecho antes que ella; yo no
la canonizo, no la rechazo, hago constar simplemente.
Esta gran dama con alhajas de reina, abrazaba en medio
de la multitud al primer niño llegado, con la moquita en
la nariz y cualquiera que fuera su mugre. Esto es lo
que tocó a las multitudes y ha hecho que hoy Eva
Perón, con Gardel el guitarrista, nuestro Señor Jesús
y la Santísima Virgen están juntos en el mismo saco
de los grandes médiums del espiritismo: esto acaso no
sea excelente como resultado cristiano, pero muestra
cuánto ha influido en las multitudes la actitud verda­
dera de Eva Perón. Y en ella no era eso afectación.
También Jesús coge a los niños y les abraza: “Se le
presentaban los pequeños para que los tocara, pero los
discípulos los rechazaban. Al verlo Jesús se enfadó y
les dijo: Dejad venir a mí los pequeñuelos... Después los
abrazó y los bendijo, imponiéndoles las manos” (Me. 10,
13-16). Y en San Lucas: “Atrajo a sí un pequeño, le
puso junto a él, y les dijo...” (Le. 9, 47). O este otro
texto: "Después, tomando a un pequeño, lo colocó
en medio de ellos y rodeándolo con sus brazos...”
(Me. 9, 36).
Siempre me acuerdo de una pequeñuela de nuestro
barrio. Se llamaba Asunción, y era de una pobre fami­
lia de refugiados mediterráneos en Marsella, ¡pobres,
realmente, entre los más pobres!, que habitaba en un
espantoso tugurio. Era como un pobre y escuálido ga-
tito. Las cosas habían ido tan mal en la familia —el pa­
dre había muerto, la madre estaba enferma, los herma­
nos habían marchado no se sabe dónde— que fue pre­
ciso colocar a Asunción en una institución tipo orfeli­
nato. Tenía entonces siete u ocho años. Preguntándome
qué iba a sucederle en ese pensionado en que se la
iba a meter, estando acostumbrada de siempre a la li­
bertad de la calle, había ido yo a ver a la superiora
para explicarle quién era Asunción y decirle cuánta
necesidad tenía aquella pequeña de afecto y de ter­
nura. Y siempre tendré ante mi vista a esta buena ma­
dre superiora que, acordándose de los consejos que
177
12
yo le había dado, al llegar la pequeña puso un casto
beso sobre la frente de Asunción, pero un beso con el
borde, completamente el borde, de sus labios que se
alargaban... Pienso que cuando Jesús tomaba a un pe-
queñuelo en sus brazos no lo abrazaba del mismo modo
que esa buena madre superiora, sino con toda su ter­
nura de hombre, con todo lo que él era, con sus brazos
de hombre, sus labios y su mejilla de hombre, su cora­
zón, que sería traspasado, y con la ternura que había
recibido de María, su madre.

178
17. LA HUMANIDAD TAN HUMANA DE JESUS. (II)

Jueves, 19 de febrero de 1970

La humanidad tan humana, tan perfectamente pró­


xima y sencilla de Jesús nos sumerge en un nuevo y
definitivo abismo de asombro y estupefacción cuando
meditamos que es la humanidad de Aquel que es el
Alfa y el Omega de la historia, la humanidad del servi­
dor sufriente que hemos visto prefigurado en el cor­
dero de Pascua y en el pueblo judío; de aquél de quien
ya se hablaba en la posteridad de Abraham. He ahí
hasta dónde se ha hecho verdaderamente humano, ver­
daderamente nuestro, cuando ese gran Cristo, que do­
mina todas las cosas, se ha hecho hombre. Os acor­
dáis de ese texto final del Cantar de los Cantares, en el
que la esposa dice a su amado:
"¡Ay!, ¿por qué no me eres un hermano
amamantado en el seno de mi madre?
Encontrándote fuera, yo podría abrazarte
sin que la gente me despreciara.
Yo te conduciría, yo te introduciría
en la casa de mi madre, tú me enseñarías.”

(Cant. 8, 1-2.)

¿Respeto humano por parte de la esposa? En ab­


soluto. Arde demasiado en amor para eso y jamás ha
tenido escrúpulos por ese lado. Pero le parece que
ese esposo, ese Dios, ese Yahvé es demasiado grande
y, por tanto, es demasiado lejano para ella. Lo querría
más próximo, de su raza, de su familia, un hermano.
Pues bien, eso es, exactamente, lo que ha hecho Jesús:
“Y el Verbo se hizo carne (el hombre en su condición
179
de debilidad y de mortalidad) y habitó entre nosotros”
(Jn. 1, 14).
Le miramos, le contemplamos en su amor, su ter­
nura y su dulzura con los pequeñuelos. Y otras de sus
palabras por las que siento particular afecto: “Si amáis
a quienes os aman, ¿qué mérito tenéis?” (Mt. 5, 46).
Si busco el primer instante en que Dios, que jamás
había tenido consistencia en mi vida, que no era real­
mente nada para mí, se me ha aparecido, furtivamente,
mucho antes de mi conversión, viene a mi memoria
vivamente un recuerdo. Era en una cena de familia en
la que todo el mundo discutía no se qué cuestión po­
lítica. Se decía que tal categoría de personas era gente
poco interesante, que no había por qué ocuparse de
ellas, etc. No se cómo, pero como cae un papel de un
archivador en que estaba olvidado, me vino al pensa­
miento esta frase de Cristo: “Si amáis a quienes os
aman, ¿qué mérito tenéis?” Me acuerdo de haber ci­
tado estas palabras, que me parecían extraordinarias,
y de haber quedado muy sorprendido al ver que no pro­
ducía efecto en nadie. Esa fue, verdaderamente, la
primera vez en que algo de Dios, de Cristo, ha entrado
en mi vida: “Si amáis a quienes os aman, ¿qué mérito
tenéis?”
Ahora bien, esa es, exactamente, la actitud de nues­
tro muy amante Jesús. Ama a aquellos que nada pueden
darle. Ama a quienes le odian. Ama a quienes le hacen
daño. Y se le reprocha por eso. Porque en la mentali­
dad de los hombres de su tiempo no era cosa de poca
monta que Jesús fuera a comer con gentes impuras:
“¿Por qué vas a comer con los publícanos y pecado­
res?”, ¿cómo te mezclas con ellos? “Es un glotón”, se
dirá de él; “es un ebrio”. Y no sólo come con los pu­
blícanos y los pecadores, esa gente despreciada, esas
personas impuras por excelencia, sino que va a comer
con los fariseos, esa otra categoría de gentes tan in­
soportables. Y entonces se produce aquel asombroso
episodio (Le. 7, 36-50) en que Jesús se deja como alla­
nar por la pecadora: “Se presentó una mujer, una peca­
dora de la ciudad. Sentándose entonces a sus pies,
llena de lágrimas, comenzó a mojarle sus pies con sus
lágrimas; después los secaba con sus cabellos, los
180
cubría de besos y los ungía con perfumes.” Confieso
que nuestra teología moral encontraría dificultad para
justificar tal escena. Jesús es el Señor, es verdad, pero,
en fin, ¡el caso es que acepta! Esa mujer cubre los pies
de Jesús con sus besos, desata sus cabellos, mezcla
el perfume y sus lágrimas, ocupa toda la escena. Y se
comprende que el fariseo diga: "Si este hombre fuera
verdaderamente un profeta sabría quién es esta mujer
que le toca y lo que ella es: una pecadora.” Y Jesús
interviene: “Simón... yo he entrado en tu casa y no has
vertido agua sobre mis pies; ella, al contrario, me ha re­
gado los pies con sus lágrimas, y los ha secado con
sus cabellos. Tú no me has dado el beso; ella, por el
contrario, desde que he entrado no ha cesado de cu­
brirme los pies de besos. Tú no has vertido aceite sobre
mi cabeza; ella, al contrario, ha vertido perfume sobre
mis pies. (¡Qué proximidad aceptada de una mujer cual­
quiera, de mala vida...!) Por eso yo te lo digo: sus pe­
cados —porque el Señor no ha sido engañado—, sus
numerosos pecados, le son perdonados, puesto que ha
mostrado mucho amor.”
Jesús emplea expresiones tiernas con aquellos que
sufren. Al paralítico le dirá: “Hijo mío, pequeño mío.”
A la mujer hemorrágica que está, dice el evangelista,
“temerosa y temblorosa” con su pérdida de sangre, le
dirá: “Hija mía.” “Hija mía, ve en paz, estás curada.”
A la luz de esta ternura no teórica, sino concreta,
creo yo que es preciso siempre leer los grandes pasa­
jes de San Juan en que Jesús habla del amor fraterno.
Ved todo el capítulo quince. "Como el Padre me ha
amado, así también os he amado yo” (v. 9), eso no es
un amor platónico. “Si observáis mis mandamientos
moraréis en mi amor, como yo he guardado los manda­
mientos de mi Padre y yo moro en su amor” (v. 10).
No es simplemente un gran amor divino, sino que ese
amor divino se manifiesta por todos los gestos de hom­
bre de Jesús. “No hay amor más grande que dar la
vida por aquellos a quienes se ama” (v. 13). “Lo que
yo os mando es que os améis los unos a los otros”
(v. 17). Todo esto está dicho por alguien que no sólo
enseña, sino que ha manifestado tan afectuosa presen­
cia a sus amigos, y que ha dejado a la pecadora mani-
181
testarle, igualmente, a su manera, la alegría de saberse
perdonada.
Cuando Jesús nos dice que él es “el Buen Pastor
que conoce a sus ovejas” (Jn. 10, 11), es preciso que
devolvamos a esa palabra conocer todo el valor, toda
la carga afectiva que tenía para un judío: “conocer” en
la Biblia no es algo intelectual. Para nosotros esa pa­
labra evoca un libro, algo que se mete en la cabeza.
Pero para un judío conocer no se refería a un concep­
to, a una abstracción; era una relación existencia!, una
relación personal llena de diálogo, de silencio, de par­
ticipación, de intercambio recíproco, hasta ese empleo
máximo de la palabra conocer, cuando se dice que un
hombre “conoce” una mujer, es decir, que va con ella
hasta la más total intimidad carnal y espiritual. Cono­
cer es una experiencia, una presencia que se expande
en amor. Entonces, cuando Jesús dice: “Yo soy el Buen
Pastor, yo conozco mis ovejas”, es precioso cargar esa
palabra “conocer” con todo lo que hay de más profun­
do, de más amable, de más amoroso, digamos, en la
boca del Señor Jesús. “Y mis ovejas me conocen”,
porque es así como es necesario que le conozcamos,
a nuestra vez, no ya sabiendo lo que dicen los libros y
los comentarios a propósito de él, sino con ese cono­
cimiento vital que supera todo conocimiento, aunque no
desprecie, claro es, el conocimiento de los libros. “Yo
soy el Buen Pastor: yo conozco mis ovejas y mis ovejas
me conocen, como el Padre me conoce y yo conozco
al Padre; y yo doy mi vida por mis ovejas... También
tengo otras ovejas” (Jn. 10, 14-16).
Un día he comprendido existencialmente lo que es
el “conocimiento” del Buen Pastor. Estaba en el co­
medor, sentado a la mesa, en el mediodía. Se había
trabajado toda la mañana; un trabajo sucio: cargar sacos
de azúcar que nos dejaban pegajosos. Yo estaba en
un extremo de la mesa y en un extremo del comedor,
y veía a todos mis camaradas, frente a frente, a causa
de la disposición de los puestos. Estaba impresionado
al ver que sus semblantes parecían cubiertos por una
máscara anónima, hecha de polvo, de suciedad, de fa­
tiga... Llegaban a parecerse todos. Después de la co­
mida, como quedaba un breve espacio de tiempo, una
182
modia hora, hasta reanudar el trabajo, cada uno se iba,
unos a la siesta, otros a otra cosa, algunos al café. Con
cinco o seis de ellos fui a un pequeño café, un “bis-
liot”, como se dice en Marsella, el Bar Gaby, por el
nombre de la dueña. Era ésta una verdadera marselle-
■■a, rolliza, alegre, feliz; y cada vez que iba al Bar Gaby
pensaba en la frase de Jesús: “Yo conozco mis ovejas
y mis ovejas me conocen.” Porque la patrona del Bar
Gaby conocía a las ovejas que iban a su casa a beber.
iConocía a cada uno de nosotros por su nombre y sus
apellidos! No eramos gente anónima para ella! Cada
uno tenía su nombre: “Eh, el Chtimi” (para el mucha­
cho del Norte)... E incluso los nombres que hubieran
podido ser injuriosos en otra boca adquirían una tona­
lidad amistosa dichas por ella. Había el “Sardignole”
—¡sé, perfectamente, que esta es una palabra que no
se debe decir!—, pero ella conocía a sus ovejas, y el
hombre en cuestión estaba contento: dejaba de ser un
anónimo. Ella me conocía —para ella era yo, unas ve­
ces, Jackie, otras veces “Anteojos”: “Eh, Lunettes, ¿qué
te trae por aquí?” Cada uno era alguien. Entonces, al
contacto con esta mujer que conocía a sus ovejas, y a
la que éstas conocían a su vez, he visto caer la más­
cara que tanto me había impresionado hacía unos ins­
tantes en el comedor: ante esta mujer habían vuelto a
ser un hombre cada uno de ellos, con su nombre y ape­
llidos, y de golpe surgía algo límpido y sencillo en sus
miradas que parecían miradas de niño. Durante algu­
nos minutos me volvía a encontrar ante unos hombres,
y no ya ante unas cosas o unos números. Sí: “yo co­
nozco mis ovejas y mis ovejas me conocen.” En este
sentido es en el que Jesús tiene de nosotros ese co­
nocimiento que supera todo conocimiento, y ese es el
sentido de ese “guijarro blanco” del Apocalipsis “que
lleva grabado un nombre nuevo que nadie conoce,
fuera de aquel que lo recibe”, y de Jesús que lo da
(Apoc. 2, 17).
Hay en Jesús una mezcla de limpidez y de transpa­
rencia. “Que vuestro sí sea un sí, que vuestro no sea
un no: lo que se dice de más viene del Maligno”
(Mt. 5, 37). No acepta esas habilidades y subterfugios
a los que nosotros, “los eclesiásticos”, estaríamos ¡fá-

183
cilmente habituados! Es lo que se llama —y es una her­
mosa palabra, al menos en la lengua popular francesa—
un “sincero”. Cuando en Francia dice un obrero de al­
guien: “Ese es un sincero”, quiere decir: “acaso sea
un poco bobalicón, pero es un hombre que cree en lo
que dice." Es un sincero; todo lo contrario de un exal­
tado, de un extravagante, de un extremado. Es eso una
mezcla de dulzura y de majestad.
Jesús tiene, ciertamente, exigencias terribles en cier­
tos momentos, y nunca será bastante lo que se haga
por él: “No vayáis a creer que yo he venido a traer
la paz sobre la tierra; yo no he venido a traer la paz,
sino la espada. Porque yo he venido a oponer el hom­
bre a su padre, la hija a su madre, la nuera a su sue­
gra. Se tendrá por enemigos a las personas de su pro­
pia familia. Quien ama a su padre o a su madre más
que a mí, no es digno de mí. Quien ama a su hijo o a su
hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su
cruz y viene en pos de mí, no es digno de mí.” ¡Qué exi­
gencias! “Quien haya encontrado su vida la perderá, y
quien la haya perdido por causa de mí la encontrará”
(Mt. 10, 34-39). ¡Qué terrible letanía! Pero al mismo
tiempo que tiene tan grandes y duras exigencias, se
contenta con la menor buena voluntad, desde el mo­
mento que encuentra un alma que intenta ir un poco
más adelante; desde que ve una chispa de buena vo­
luntad en un alma, la acepta1.
Y su perdón va acompañado de alegría. Es la oveja
perdida y encontrada; el dracma perdido y encontrado;
el hijo pródigo. Su perdón no pesa. A la pecadora de
Magdala le dice (Le. 7, 50): “Tus pecados son per­
donados”, “Tu fe te ha salvado”, “Ve en paz”. Con la
Samaritana, una mujer que no es de un hombre sólo
puesto que ya ha tenido cinco, ¡y que no es seguro que
el sexto sea el último!, “se queda con ella”. La consi­
dera como un alma que busca, no la desprecia. ¡Y la
mujer adúltera! Jesús no la mira —tiene ella demasia­
da vergüenza, demasiado miedo—, está, simplemente,

1 Cfr. BOUSSET, citado por el P. de Grandmaison: La personne de Jésus. París,

Beauchesne, pág. 82.

184
inclinado con la actitud de uno que escribe en la tierra.
“Que aquél que nunca haya pecado le eche la primera
piedra” (Jn. 8, 1-11), y se inclina de nuevo dejándola
con su conciencia. No la sermonea; y los más viejos
son los primeros en irse. Esta es, al menos, la ventaja
de la edad: ¡se sabe que se es pecador! Sólo entonces,
cuando no queda nadie, se endereza y la mira: “Mujer,
¿dónde están ellos? ¿Nadie te ha condenado? —Nadie,
Señor—. Tampoco yo te condeno. Vete, en adelante no
peques ya (Jn. 8, 1-11). Y su delicadeza hasta el último
instante, con Judas: “Amigo, ¿tú aquí? ¿Traicionas con
un beso?” (Le. 22, 48). Así, pues, Jesús, que puede
ser tan exigente, y por quien nunca se hará bastante,
acepta a los hombres tal como son.
Mañana veremos el misterio de “la hora de Jesús”;
de esa hora de la que hablará durante toda su vida,
y cuya proximidad le hace sufrir temor, angustia y tris­
teza. El hombre-Dios no va a morir como un estoico,
sino lanzando un gran grito antes de expirar.
Vemos a Jesús llorar por su ciudad, a la que tanto
afecto tenía, como un verdadero israelita; le conmueve
la emoción de Marta y María ante su hermano Lázaro
muerto. Todo eso no es teatro, aunque sea Jesús el
Verbo de Dios. No son lágrimas de glicerina, como en
el cine. “Cuando la vio sollozar y que también solloza­
ban los judíos que la acompañaban, Jesús se estreme­
ció interiormente. Emocionado, preguntó... Jesús lloró...
estremeciéndose de nuevo en su interior...” (Jn. 11, 33
y siguientes). Todo eso es el Verbo hecho carne. To­
mando nuestra carne en su totalidad.
Si es capaz de estremecerse de dolor, también salta
de alegría. Es inagotable ese texto, tan bello, en que
Jesús salta de alegría antes de decir: “Yo te bendigo,
Padre, por que tú has revelado esto a los más humil­
des” (Le. 10, 21). “En ese mismo momento exultó de
alegría bajo la acción del Espíritu Santo.” Esa misma
palabra del Magníficat, esa misma palabra que em­
pleará el Apóstol Pedro: “Sin conocerle, sin haberle
visto, sin verle, exultáis con una alegría indecible”
(1, P. 1, 8), también nuestro Señor Jesús la ha co­
nocido.
185
¡Habría tantos pasajes sobre los que detenerse! To­
memos uno, que acaso da a la humanidad de Jesús lo
que tiene de más simple, de más humano: la resurrec­
ción de la hijita de Jairo (Me. 5, 38-43). "Llegan ellos
a la casa del jefe de la sinagoga y Jesús percibe una
turbamulta, gentes que lloraban y lanzaban grandes
gritos.” —Yo no sé si habéis sido párrocos; yo lo he sido
en Marsella. Allí se está en pleno Mediterráneo y, de
vez en cuando, había entierros corsos: un entierro corso
¡es un rito! Toda la parentela está presente; mientras
se espera se bebe café y se charla bastante apacible­
mente. Después, cuando llega el párroco, todo se de­
tiene: es el momento de los grandes gritos. La esposa
se arroja sobre el ataúd: “Señor cura, no os lo llevéis,
llevadme con...” ¡Es difícil decir las oraciones en medio
de todo aquello!, se desea pasar rápidamente las pági­
nas. Finalmente, se va el coche fúnebre. La esposa, en­
tonces, se precipita a la ventana para arrojarse por ella
(¡detenida felizmente por los vecinos!) e irse con el
muerto...— Pues bien, imagino que el entierro de que
habla San Marcos debía ser un poco este desorden.
Jesús está envuelto, pues, en el tumulto: gente que llora,
que lanza grandes gritos, y él, “habiéndoles hecho salir
a todos, toma consigo al padre y a la madre de la niña,
y dice: Talitha koum, que significa: Hijita, yo te lo digo,
¡levántate! E inmediatamente la niña se levantó y se
puso a andar, porque tenía doce años, y ellos quedaron
estupefactos. El les ordenó vivamente que nadie lo su­
piera. Y dijo que le dieran de comer”. Observad lo hu­
mano de esa última y sencilla frase. Jesús, que acaba
de resucitar esa niña, dice: “Dadle de comer.” Es algo
como lo que sucede en Lourdes con los curados mila­
grosamente: después del milagro tienen una gran ham­
bre. Nada le es extraño a Jesús. Ni el menor menospre­
cio hacia la cosa más humilde.
No se debe subestimar esta investigación de lo hu­
mano en Jesús. No es un retorno al pasado, ni se trata
de arqueología, folklore o poesía, sino que es querer
conocer a Jesús en sus raíces, en lo que tiene de más
carnal, en la raza de Adán, Jesús hijo de Abraham.
Y esto es valiosísimo, es capital. Y esto nos previene
186
contra muchas pseudoteologías y pseudoexégesis ¡que
dividen sus razonamientos como un ordenador!
Nos hace falta, en definitiva, pedir la gracia de poder
pronunciar la palabra “Señor” como Juan la pronuncia
al borde del lago en la madrugada del día de la Resu-
rección. Ese hombre que se ve allá lejos “es el Señor”,
dice Juan (21, 7). Es preciso que la pronunciemos como
Pedro lo hizo en la cuarta vigilia de la noche cuando
vio a Jesús caminando sobre el mar y que los demás
decían: “Es un fantasma.” El exclamó: “¡Es el Señor!"
(Mt. 14, 24 y sigs.). La profesión esencial de nuestro
cristianismo está ahí: esa palabra, Señor, es la palabra
clave: “Así Dios le ha dado el nombre que está por en­
cima de todo nombre... a fin de que toda lengua pro­
clame de Jesucristo que él es SEÑOR en la gloria de
Dios Padre” (Filp. 2, 9).
Sí; es urgente que aprendamos a repetir esa pala­
bra de Señor, y que enseñemos a los hombres a pro­
nunciarla como es debido, uniendo en uno sólo la di­
vinidad de Dios, verdaderamente Dios y la humanidad
de un hombre, verdaderamente hombre.
De Jesús de Nazareth conocemos sus padres y sus
primos —¿no es éste el hijo del carpintero?—, y él es
“el Alfa y el Omega” (Apoc. 1, 8). Es el hijo de María,
la mujer de Nazareth, y es el Verbo “resplandeciente
de la gloria (del Padre), efigie de su substancia”
(Hch. 1, 3). Es el carpintero del pueblo, el artesano, y
es aquél de quien nos dice el Apocalipsis que es el
“Dueño de todo” (Apoc. 1, 8). El es todo eso junto;
y todos los credo y todas las profesiones de fe nos
recuerdan esta verdad: come, bebe con los pecadores,
y es “el Santo, el Verdadero, aquél que posee la llave
de David: si él cierra, nadie abrirá; si él abre, nadie ce­
rrará” (Apoc. 3, 7). Esa palabra de Señor es la que ha
surgido de la experiencia de los Apóstoles. Es el Rabbi
que tiene sed, que pide de beber a la Samaritana; y
es aquél a quien los vientos y el mar obedecen. Es
aquél que abraza a los pequeñuelos, como decíamos,
con toda su ternura de hombre; y es aquél que resu­
cita a la pequeña y le da de comer.

187
Se habla mucho del testimonio del cristiano en el
mundo de hoy. Pero el testimonio esencial está ahí, en
la forma en que pronunciamos el nombre de Señor.
Porque hay dos formas de pronunciar el nombre de un
ser: la simple designación de aquél a quien llamamos
en medio de otros, y entonces es un signo neutro, con­
vencional, una comodidad, una llamada. Pero ese mismo
nombre se convierte en algo vivo cuando está en la
boca de alguien que ama al otro con todas las fibras
de su ser, desea apasionadamente su presencia y sufre
por su ausencia; entonces se carga con todos los sen­
timientos de quien lo pronuncia, y los expresa con una
sola palabra y de golpe: es el grito de todo el ser. Así
se puede decir y repetir ese nombre, sin cansarse y
sin desgastarlo, que lleva en sí la persona misma. Aho­
ra bien, esto es así, esto debe ser así cada vez que
un cristiano habla del “Señor Jesús”, y a cada uno
le toca detener sobre estas palabras su pensamiento y
su corazón hasta que arda un gran incendio de llamas de
respeto, de afecto, de intimidad y de admiración. Pero,
¿de qué está hecha esta palabra, de dónde proviene su
carga?, como se dice al hablar de una corriente eléc­
trica. De la puesta en presencia de dos realidades que
constituyen, indisolublemente, a Cristo, hombre verda­
dero, Dios vivo.
El testigo en el Evangelio es, en primer término,
aquel que ha visto, y que ha visto ¿a quién? —Al
Señor—. Cuando en los Hechos de los Apóstoles sea
preciso sustituir a Judas, se buscará a aquel que ha
visto al Señor desde el bautismo de Juan hasta su Re­
surrección (Hch. 1, 12-22). He ahí por qué hemos in­
tentado ver al Señor en “los días de su carne”, después
de haber intentado discernirle en su grandeza, dos veces
milenaria, antes de su nacimiento. Después podemos
decir: “Yo he creído, por eso he hablado” (Sal. 115, 1).
Y con ello volvemos a lo que decía San Juan: “Aquello
que mis ojos han visto, aquello que mis manos han
palpado” (I, Jn. 1, 1). No se trata incluso de saber si
nuestro testimonio será eficaz o no, si los hombres lo
aceptaran o no. ¡Incluso las señales de Jesús no lo
fueron! “No hizo muchos milagros a causa de su incre­
dulidad” (Mt. 13, 58). Pero lo esencial es que yo estoy
188
unido a ese Cristo Jesús, si soy cristiano, más que a
"mi madre, mi esposa, mis hijos, mis hermanos, mis
hermanas, y hasta a mi propia vida” (Le. 14, 26). Se­
guramente, mi sensibilidad juega de otro modo cuando
se trata de mi propia carne —mi piel— que cuando se
trata de mis padres y mis íntimos. Cuando se trata del
Señor estamos menos “sensibilizados”, pero nos sabe­
mos ligados a él más realmente que a cualquier otro ser
visiblemente próximo. Y aunque la fe responde a un
diapasón distinto al de nuestra carne y nuestro cuerpo,
no deja de ser el lazo más fuerte y más inquebrantable
que se puede concebir.
Pero si yo quiero que Jesús sea verdaderamente
para mí el Señor, y si yo quiero que aparezca a los
hombres y mujeres que me rodean como el Unico, es
preciso que los tesoros que me ha dado sean para mí,
por encima de cualquier otra posesión humana, los más
preciosos, los más celosamente amados. Que nada
pueda venir a compararse —ni siquiera parecer que
pueda compararse— con los dones que él me ha hecho:
“Si tú supieras el don de Dios” (Jn. 4, 10).
Ahora bien, de Jesús poseo tres realidades muy con­
cretas, indisolublemente ligadas a él: me ha dado su
palabra; me ha dado su carne y su cuerpo en la Euca­
ristía; me ha dado, en fin, su madre. Tres regalos ini­
maginablemente vivos e inagotables, a la medida de lo
que él es y de lo que quiere hacer de mí: otro él. Y esas
tres realidades me van a constituir en Iglesia con todos
los otros elegidos de Dios, beneficiarios de esa prodi­
galidad de Jesús “amando a los suyos hasta lo último”,
sin guardar nada para él.
A decir verdad, se debe añadir una cuarta realidad
que Jesús me lega y ha compartido conmigo: su cruz.
Ella es la que nos hará entrar en la profundidad de las
otras tres y nos permitirá decir un día con verdad, con
toda nuestra debilidad y nuestro desorden el nombre
bendito de “Señor”.

189
18. LA HORA DE JESUS:

Viernes, 20 de febrero de 1970

«Dios mío, Dios mío; ¿por qué me has abandonado?»

Contemplábamos ayer, a través del Evangelio, esa


humanidad tan humana de Jesús. Para hacer que es­
tallen nuestras rutinas congénitas necesitamos, al mismo
tiempo, captar ese Cristo en todo lo que podemos en­
trever de su esplendor y de su gloria dominando todas
las edades, y mirarle en lo que tiene de más humilde,
tan familiar, tan tierno. Esto ha debido marcar a sus
contemporáneos, incluso aquellos que no habían vivido
directamente con él, puesto que San Pablo, cuando su­
plicaba a los corintios, lo hacía por “la dulzura y la
benignidad” (II, Cor. 10, 1) de Cristo. Y esto nos evoca
el bello texto que leemos en Navidad, de Pablo a Tito:
“El día en que aparecieron la benignidad (a veces se
traduce por bondad, pero ¡es tan bella esa palabra be­
nignidad!) de Dios nuestro Salvador y su amor para
con los hombres” (Tito, 3, 4).
Pero hay otro aspecto en Jesús; dos palabras mis­
teriosas puntúan toda su vida: “Mi hora.” Desde el mo­
mento de Caná, Jesús dice ya a su madre: “Mi hora no
ha llegado todavía” (Jn. 2, 4). Parece que haya para
nuestro Señor Jesús dos grandes expresiones: su Hora
y su Día. El nos dirá que ignoramos la hora: “Vosotros
no sabéis ni el día ni la hora” (Mt. 24, 36), pero exis­
ten ese día y esa hora. El Día es el de la glorificación,
el día de la vuelta al Padre, de la victoria sobre el pe­
cado. Eso es el Día del Señor, y Jesús se aplica a él
mismo esa gran palabra reservada en el Antiguo Testa­
mento a Yahvé, a Aquél cuyo nombre no se osa decir.
El Día del Señor era, a la vez, el día de la cólera y el
día de la victoria; el día en que todo, cielo y tierra,
sería renovado.
191
y la muerte. Ciertamente, es el camino de la glorifica­
ción, pero que pasa por la Pasión.
Recorramos simplemente los pasajes del Evangelio
que marcan la aproximación de esa hora. Desde la pri­
mera manifestación pública de Jesús y su “primera se­
ñal”, en Caná, ya se presenta la cuestión: “Mi hora no
ha llegado todavía” (Jn. 2, 4); pero muy pronto se pre­
siente que esa hora conduce a la Pasión. Es San Juan,
sobre todo, el que jalona la vida de Jesús con esa pa­
labra: “Quisieron detenerle, pero nadie posó la mano
sobre él, porque su hora no había llegado todavía”
(Jn. 7, 30). En el capítulo ocho igual escena: “Quisie­
ron arrastrarle, pero no se hizo porque su hora no
había llegado todavía” (v. 20). En los Sinópticos, cuan­
do la Pasión ha comenzado en Getshemaní, Jesús podrá
decir por tercera vez: “Ahora podéis dormir y descan­
sar, he aquí que ha llegado la hora en que el Hijo del
Hombre va a ser entregado en manos de los pecado­
res” (Mt. 26, 45). Y en San Marcos: “El oraba postra­
do contra la tierra para que, si era posible, pasara lejos
de él esta hora” (Me. 14, 35). San Juan no nos informa
de este momento, pero describe una escena que, según
los mejores comentadores, evoca Gethsemaní: la misma
angustia ante la hora que se aproxima, llamamiento a
la piedad del Padre, aceptación del sacrificio, confor­
tación venida del cielo. Es cuando Jesús anuncia su
glorificación por su muerte (Jn. 12, 20-28). Están pre­
sentes algunos griegos y le dicen a Felipe: “Querría­
mos ver a Jesús.” Felipe va a decírselo a Andrés; An­
drés y Felipe van a decírselo a Jesús, y éste les respon­
de: “He aquí llegada la hora en que el Hijo del Hom­
bre debe ser glorificado. En verdad, en verdad, yo os
digo si el grano de trigo no cae en tierra, y muere, queda
solo; si muere da muchos frutos... Ahora mi alma está
turbada.” Es verdaderamente Gethsemaní. “Y, ¿qué
diré? ¿Padre, sálvame de esta hora? Pero es para esto
para lo que yo he llegado a esta hora. Padre, glorifica
tu nombre.”
Más adelante: “Antes de la fiesta de Pascua, sabien­
do Jesús que su hora de pasar de este mundo al Padre
192
había llegado, habiendo amado a los suyos que esta­
ban en el mundo, les amó hasta el extremo” (Jn. 13, 1).
Y en su gran oración última: “Padre, la hora ha llegado,
glorifica tu Hijo” (Jn. 17, 1). Y Jesús va a dar su vida
en rescate de las gentes.
Pues bien, acaso hablemos nosotros —nosotros, los
predicadores— demasiado fácilmente de esta hora hacia
la cual converge todo el Evangelio, la hora de la Pasión
del Señor. Somos como esos pintores que presentan a
Jesús lleno de ultrajes, pero que dibujan una perfecta
anatomía del Señor Jesús: y esta anatomía, este cuerpo
así representado, nos oculta el drama de la pasión.
¡Cuánto más prefiero para mí, lo confieso, las escultu­
ras completamente rústicas de Jesús, tal como las en­
contramos en Polonia a lo largo de los caminos, en el
cruce de los mismos, obra de campesinos de Zako-
pane o de madereros. ¡Allí se ve poco a menudo el Cru­
cifijo!: es “el Cristo ensimismado” el representado; Jesús
durante su última noche: ha sido arrestado, sufrido los
ultrajes de los soldados y lleva el manto y la corona
irrisoria. Está sentado ahora: se le ve así, simplemen­
te, con la mano apoyada en la mejilla y la frente, ensi­
mismado. Parece preguntarse: ¿Por qué todo esto?, y
decir antes de que se lo preguntemos nosotros: “Padre,
perdónales, no saben lo que hacen.” Se trata de una
representación muy profunda de Jesús.
La Pasión de Jesús, ya lo sabemos, no es una ca­
tástrofe accidental, ni un accidente de viaje. “Era pre­
ciso que el Cristo sufriera para entrar en su gloria”
(Le. 24, 26). No hay otro camino. El mismo lo ha es­
cogido. Y entra en él libremente.
Frente a esta hora, esta hora que él ha preparado
y escogido, está también la hora de los grandes sacer­
dotes que le detienen. Jesús lo sabe y les dice: “He
aquí llegada vuestra hora y el reino de las Tinieblas”
(Le. 22, 53). Así, bien sea de parte de Jesús, bien sea
de parte de aquellos que quieren detenerle, esta hora
es el centro de convergencia de toda la vida de Jesús.
San Mateo nos precisa que a partir del día en que
Pedro acaba de hacer su hermosa profesión de fe
—después de la cual el mismo Jesús le ha proclamado
193
13
“Piedra, y sobre esta piedra construiré mi Iglesia”, esa
roca firme que permanecerá hasta el fin del mundo— “a
partir de ese día comenzó Jesús a mostrar a sus discí­
pulos que le era preciso ir a Jerusalén, sufrir allí mucho
por parte de los ancianos, de los grandes sacerdotes y
de los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al
tercer día” (Mt. 16, 21).
Sí, esta hora es verdaderamente el punto de conver­
gencia de su existencia. En el Sermón de la Montaña
Jesús nos "dice” por adelantado la manera en que vi­
virá su Pasión: “Bienaventurados aquellos que son man­
sos, bienaventurados los pobres, aquellos que se saben
pobres —y él alcanzará la plenitud de la pobreza—,
bienaventurados aquellos que son perseguidos por la
santidad, por la justicia” (Mt. 5, 1 y sigs.). Su gran
Sermón sobre el Pan de vida también converge a este
momento. Todo ello por obediencia al Padre. El gran
texto de San Juan, de que hablamos ayer, en que Jesús
afirma ser el “Buen Pastor”, termina con esta obedien­
cia total al Padre. La hora de su Pasión es, igualmente,
obediencia: “Si el Padre me ama es porque yo doy mi
vida para recuperarla” (Jn. 10, 17). La da libremente:
“No se me la quita, yo mismo la doy. Yo tengo poder
para darla y poder para recuperarla; tal es la orden
que yo he recibido de mi Padre” (Jn. 10, 18). Por tanto,
lo que juega, verdaderamente, es el cumplimiento de
la voluntad del Padre, pero aceptada con plenitud de
libertad, con una serena majestad en aquel momento.
Cuando contemplamos a este “Jesús a quien se
llama Cristo” (Mt. 1, 16). “Jesús”, el nombre de hombre
que se le ha dado; “a quien se llama Cristo” —su nom­
bre de Mesías, de ungido, su nombre divino— cuando
releemos todas las profesiones de fe de la Iglesia, de los
Concilios, en las que afirmamos que ese Jesús es "con­
sustancial al Padre”, de la misma naturaleza del Padre,
y semejante a María y, por tanto, a nosotros, hijo de
María, nacido de la mujer, consustancial a nosotros
mismos, en todo semejante a sus hermanos; cuando
consideramos su doble pertenencia, su doble realidad
en la unión hipostática, doble realidad sin división: una
sola persona humana-divina; cuando intentamos no per­
der nada de la riqueza de la divinidad, y no quitar nada
194
al abajamiento humano, a las limitaciones humanas, a las
debilidades humanas, debemos confesarnos que estamos
ante ¡un misterio! Apenas llegamos a comprender, di­
gamos mejor, a aceptar, en nuestra vida ordinaria, que
cada uno de los gestos de Jesús de Nazareth sean la
expresión del Verbo de Dios que anima una vida de
hombre real; esto ya es misterioso, pero aceptable en
alguna forma. Es Romano Guardini quien lo dice: “Jesús
ha sido Dios desde el principio. Pero su vida ha con­
sistido en esto: vivir humanamente su divinidad” (¡qué
maravilla, una divinidad que vive humanamente!), “llevar
la realidad divina, con todo su sentido, hasta en su con­
ciencia humana; insertar su voluntad sobre el poder di­
vino; practicar la divina pureza en su vida humana, el
amor eterno con su corazón de carne, verter la pleni­
tud infinita de la divinidad en su “forma de esclavo”
(R. Guardini: Le Seigneur, I, 26).
Y esto podemos, todavía, si no comprenderlo, al
menos aceptarlo. En tanto que cómo vamos a entender
aquella palabra de Gethsemaní: “¡Mi alma está triste de
muerte!” (Mt. 26, 38). ¿Cómo puede llegar verdadera­
mente el Verbo de Dios a esta situación? ¿Puede pro­
nunciar tales palabras?
Sin embargo, reflexionando en ello llegaría incluso
a comprender esa frase: “Mi alma está triste de muerte.”
A los tres amigos de Jesús que están durmiendo los
comprendo, porque también yo duermo ante la Pasión
del Señor; yo tampoco puedo, frecuentemente, pasar
media hora con él ante el Santísimo Sacramento, agi­
tado por mis pensamientos, mirando tres o veinte veces
mi reloj. Llego a comprender la negación de Pedro; com­
prendo, sí, la traición de Judas; ¡de la cobardía de Pi-
latos encuentro tantos ejemplos!, sólo tengo que mirar
mi propia vida; comprendo los azotes, las espinas, la
sed de Jesús; la Cruz, la muerte misma, también las
comprendo, y pido perdón, me siento culpable y pre­
siento que, en efecto, pueda decir Jesús: “Mi alma está
triste de muerte.” Me basta mirar las humildes imáge­
nes del “Cristo pensativo” polaco.
Pero que Jesús diga: “¡Dios mío!, ¿por qué me has
abandonado?” (Mt. 27, 46), eso, a pesar de los Con-

195
cilios, a pesar del artículo de Santo Tomás en el que
habla de una “voluntad permisiva de Dios”, que ha sus­
pendido la visión, he de confesar que ya no lo com­
prendo. ¡Oh!, yo creo y me siento captado por lo más
profundo del misterio; pero tales palabras en la boca
de Jesús: “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has aban­
donado?”, son algo que rebasa mis fuerzas. Las com­
prendería en un hombre; las comprendo en Job. Las
comprendería en una enferma que está muriendo estos
días, en la que pienso, Eliana T. Yo sé que se halla
acogida en la ternura y el amor de Dios; pero ella no
lo sabe y cree que ya nada existe. Incluso no dice tales
palabras porque no sabe decir siquiera “Dios mío, Dios
mío”, porque toda su vida no ha sido más que un “¿por
qué estoy abandonada a este sufrimiento bestial que
me mata?” De un hombre, de una mujer, comprendo
ese grito de desesperación, pero ¿en Jesús? ¡El Verbo
del Padre! Jesús, el Hijo..., el Resplandor de su Gloria,
la imagen de su substancia” (Hb. 1, 2); Jesús, a quien
me muestra San Juan a lo largo de todo el Evangelio
vuelto hacia el Padre, por entero “ad Patrem”, entre­
gado a su Padre, recibiendo todo de su Padre y devol­
viéndoselo todo: “Al principio era el Verbo, y el Verbo
estaba con Dios” (Jn. 1, 1). Aquél cuya vida entera no
es otra cosa que un "al lado del Padre”. Así lo ha dicho
bastante: “Mi alimento es hacer la voluntad de Aquel
que me ha enviado y realizar su obra” (4, 34); o cuando
dice: “Yo no hago nada de mí mismo; lo que el Padre
me ha enseñado, yo lo digo” (8, 28); “Mi Padre no me
ha dejado sólo, porque yo hago siempre aquello que
le place” (8, 29). Su palabra la recibe de su Padre:
“Yo no he hablado por mí, sino que el Padre, que me
ha enviado, él mismo me ha ordenado lo que yo debía
decir y hacer oír... Las palabras que yo digo son como
el Padre me ha dicho que las diga” (12, 49). Su mismo
amor sólo es una referencia a su Padre: “Es preciso que
el mundo sepa que yo amo al Padre y que yo obro como
el Padre me lo ha ordenado. ¡Levantaos! ¡Partamos de
aquí!” (14, 31). “Como yo he observado los mandamien­
tos de mi Padre, y yo moro en su amor” (15, 10).
Toda la significación, el sacramento terrestre de
Jesús es revelarnos el misterio de la Trinidad que lleva
196
mi sí mismo, todo él absorbido por su Padre, y todo él
mllejo, glorificación de su Padre: “Padre, ha llegado la
hora, glorifica a tu Hijo” (Jn. 17, 1). El Padre Lebreton,
.il final de sus dos gruesos volúmenes sobre el Dogma
do la Trinidad, dice: “Si se contempla a Cristo en sí
mismo se percibe en él, en relación con su Padre, una
dependencia, un aniquilamiento del que nada aquí abajo
puede darnos idea: ni su doctrina es suya, ni sus obras,
ni su vida. El Padre le muestra lo que debe hacer y
docir, y con los ojos fijos en esa regla soberana y muy
amada, habla, obra y muere. Esta dependencia natural
va acompañada en el Hijo de Dios por una infinita com­
placencia... De igual modo que el Padre se vierte en
ó| con un amor indecible, el Hijo pone su felicidad en
locibir y depender.”
Entonces, ¿no son otra cosa las palabras de Jesús
que eso: palabras? ¿Todas esas bellas frases sobre el
Padre van a quedar mustias en el momento de “su
hora”? El “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has aban­
donado?”, ¿va a borrar todas las demás? Con esto nos
hallamos en un pozo sin fondo de desesperación en el
que se puede caer durante milenios. Sé perfectamente
que después —al fin— dirá Jesús: “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu” (Sal. 31, 6), recogiendo un Salmo;
igual que el “Dios mío, Dios mío...” era un Salmo tam­
bién (Sal. 22); y que al decir “Padre, en tus manos
pongo mi espíritu”, Jesús cambia la palabra “Dios mío”,
que es la del Salmo, por esa otra de “Padre”. Veo con
toda claridad que la causa de la muerte, de la agonía
de Jesús, de ese “Dios mío, Dios mío”, es nuestro pe­
cado puesto al desnudo, vivido aquí en sus últimas y
más extremadas consecuencias, porque Jesús veía nues­
tras taras con la lucidez misma de Dios. Jesús, Hijo de
Dios, ve nuestra humanidad en su más profunda reali­
dad. Nosotros estamos siempre más o menos entonteci­
dos y ciegos; pero él, el hombre libre, ve la profundidad
del mal, y eso es lo que le arranca ese “Dios mío, Dios
mío”. Sí, la causa la veo perfectamente, pero esa frase,
¿cómo puede decirla él? Sin embargo, podía esperarse
así: recordemos el “Padre, sálvame de esta hora. Pero
es para esto para lo que yo he llegado a esta hora...”
(Jn. 12, 27).
197
I
Me parece que hay aquí una esfera en la que nos­
otros no podemos penetrar. El Evangelio nos dice:
“Jesús llega con ellos a una propiedad llamada Gethse-
maní, y dice a sus discípulos: Quedad aquí en tanto
que yo voy a orar allá lejos” (Mt. 26, 36). Entre ese
aquí en que vosotros debéis quedaros y ese allá lejos
donde yo voy a orar, hay un abismo insondable, incon­
mensurable. ¡Nada hay de común entre ese “Aquí” y
ese “Allá lejos”! Hay un sepultamiento de la vida en
la muerte, aunque después triunfe la vida. “Y tomando
consigo a Pedro y los dos hijos del Zebedeo, comenzó
a sentir tristeza y angustia. Entonces les dijo: Mi alma
está triste con tristeza de muerte; quedaos aquí y velad
conmigo. Y habiendo ido más lejos cayó con la cara
contra la tierra” (Mt. 26, 37-39). Entre ese “aquí” y
ese “más lejos” no hay aproximación posible, ninguna
participación puede imaginarse. De un lado, aquí, el
hombre pecador, reducido a su impotencia, llamado so­
lamente a velar. Y del otro, el Santo, el Cordero, entre­
gado a su espantosa soledad, a su combate, y llamado
a dar su consentimiento: “no ya como yo quiero, sino
como quieres tú.” De un lado, aquí, el hombre tan débil
y entorpecido que se duerme hasta en su pecado; del
otro lado, ese Señor, tan despierto, tan aplastado por
el pecado, que entra viviéndolo en la muerte. Y esa es
su agonía. Esta sólo. Ayer decíamos que Jesús com­
parte con nosotros todas sus riquezas, su Eucaristía,
su Madre, su Palabra, incluso su Cruz. Pero el miste­
rio de la agonía está como reservado a sólo Jesús.
Nadie puede penetrar en él, a no ser el ángel que es
el amor de Dios que le sostiene... Pero, ¿qué sostén
es ese? No imaginemos demasiado pronto unas conso­
laciones de Jesús en ese momento.
En todo el resto de su vida Jesús nos llama a com­
partirlo todo con él. En la Cena le dice a Pedro: “Si
yo no te lavo no tendrás parte conmigo” (Jn. 13, 8).
Pero voy a lavar tus pies y tú tendrás “parte” conmi­
go. En la Eucaristía Jesús dice: “Repartid entre vos­
otros, vosotros tenéis parte conmigo.” En el reino es­
tamos llamados a compartir la suerte de los santos:
“Yo voy a prepararos un lugar en la casa de mi Padre”
(Jn. 14, 2). Pero en la agonía nada es compatible. Todo
198
queda inaccesible, inaproximable. Jesús está sólo. Aban­
donado de los hombres, abandonado del Padre. Por
más que quieran explicar nuestros más grandes teólo­
gos, Jesús dijo esa frase insondable: “¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?” San Pablo, en la
Epístola a los Galatas, llegará a decir: “Dios ha hecho
maldito a Cristo por nosotros” (esa es la traducción
verdadera de este texto de a los Galatas) (3, 13). Sí;
“Dios ha hecho maldito a Cristo por nosotros”.
Se dice siempre que esa frase: “¡Dios mío, Dios
mío!, ¿por qué me has abandonado?”, es el comienzo
del Salmo profètico 22 (21), que se acaba con una
frase de esperanza: “Yo anunciaré tu nombre a mis her­
manos, yo te alabaré en el seno de la asamblea”; pero
Jesús no dice esta última frase. Escapamos muy pronto
y demasiado fácilmente al drama de la hora de Jesús
dando preferencia a unas palabras que nos dicen el
fruto real de esta Hora, pero que Jesús no ha pronun­
ciado. Y, además, se olvida todo el intermedio del
mismo Salmo que no hace otra cosa que añadir un co­
mentario espantosamente doloroso al grito de Jesús;
“¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado,
[ajeno a mi salvación, a los clamores de mi rugido?
Dios mío, yo grito durante el día, tú no respondes, du­
dante la noche ningún silencio para mí.
¡Tú, el Santo, el que predominas en las alabanzas de
[Israel!
¡En ti se abandonaron nuestros padres y tú les libraste!
Hacia ti clamaron y fueron liberados, en ti se abando­
naron y no quedaron defraudados.
Y yo, soy un gusano, no un hombre, la abyección del
[hombre, el desecho del mundo.
Todos los que me ven se burlan de mí, hacen muecas
[con los labios, menean la cabeza.”
“¡Diríjete al Señor! Que él le salve, que le libre puesto
[que le ama...”
(¡Di, pues, a tu Padre que te baje de la cruz!)
199
*

“¡Oh, tú!, que me has sacado del vientre, mi abrigo en


[seno de mi madre.”
(Esa Virgen María, tan tierna, tan amable.)
“No te alejes de mí, porque la angustia se aproxima y
[nadie salva de ella.
Innumerables toros me rodean, los aurochs de Bashan
[me atacan.
El león devora y ruge: abren sus fauces contra mí.
Soy derramado como el agua, se dislocan todos mis
huesos, como la cera se funde mi corazón en mis en-
[entrañas.
Mi fuerza se hace maleable como la arcilla, mi lengua
se pega a mi paladar: me has reducido a polvo de
[muerte...
Porque los perros me atacan, los malhechores en horda
me asaltan, como un león desgarran mis manos y mis
[pies.
Cuento todos mis huesos, ellos me vigilan, me ven.
Se reparten mis vestidos, echan a suerte mi túnica.
¡Oh, tú, Señor! ¡No te alejes, mi fuerza divina, socórre-
[me, apresúrate!
Libra mi alma de la espada, mi vida de la garra del
[perro.
Sálvame de las fauces del león, de los cuernos del bú-
[falo, concédemelo!” 2.
Todo esto no es sentimentalismo. “¿Hasta dónde me
has amado tú, Señor?” Jesús se ha encarnado no sólo
hasta llegar al seno de María, se ha encarnado hasta
el “¡Dios mío, Dios mío!, ¿por qué me has abandonado?”.
Entonces sí, el lenguaje de la cruz es verdadera­
mente una locura. “El me ha amado. Se ha entregado
por mí” (Gál. 2, 20). 3

3 Según la traducción de Andró Chouraqui. P. U. F., 1956.

200
IGLESIA, TRAYECTORIA
DE CRISTO
19. LA IGLESIA, TRAYECTORIA DE CRISTO. (I)

Viernes, 20 de febrero de 1970

Para nosotros el misterio único y específico de nues­


tra fe es el Señor Jesús. Todo converge en él, y de él
vuelve a partir todo. Me parece que en la formación de
los cristianos y de los sacerdotes tenemos demasiados
tratados separados: la Encarnación, la Redención, la
Eucaristía, la Iglesia... Claro es que es preciso distin­
guir; pero a condición de que todo sea unido y reunido
en la persona del Señor Jesús: “Felipe, quien me ve,
ve a mi Padre” (Jn. 14, 9). En nuestra fe todo pende
de Jesús como de un hilo, uno de esos hilos de nylón,
casi invisible, pero que sostiene mucho peso.
Hemos intentado ver esa gran revelación de Dios
“que ha amado tanto al mundo que ha dado su Hijo
único” (Jn. 3, 16). Sabemos que “la vida eterna es que
ellos te conozcan, a ti y a Aquel que tú has enviado,
Jesucristo” (Jn. 17, 3). Cuando se pregunta al Señor
Jesús: “¿Qué debemos hacer para trabajar en las obras
de Dios?” (en plural), responde: “La obra de Dios (en
singular) es que creáis en aquél que él ha enviado”
(Jn. 6, 28). Todo esto es la contemplación del Verbo
hecho carne.
En el tiempo que nos queda nos falta escuchar
ahora la última palabra de Jesús en la Ascensión:
“Y yo, yo estoy con vosotros para siempre, hasta el
fin del mundo” (Mt. 28, 20). Ahora bien, esta presen­
cia permanente y nueva de Jesucristo hoy es la Iglesia,
nuestra Iglesia católica. En un comentario del carde­
nal Journet sobre uno de los textos del Concilio en la
colección “Unam Sanctam” hacía la observación —es
un pensamiento precioso que le es muy caro— de que
en el tiempo en que vivía Jesús había tres maneras po­
sibles de mirarle: muchos no veían en él más que un
hombre entre otros, “ese Jesús, hijo de José, de quien
203
conocemos el padre y la madre” (Jn. 6, 42); otros le
han mirado con mirada más penetrante y han pensado
en Elias, en Jeremías, en uno de los profetas (Mt. 16,
13-14); otros, en fin, han podido verle con la mirada de
la fe, y confesarle como su Señor y su Dios (Jn. 20, 28).
Pues bien, prosigue el cardenal Journet, sobre nuestra
Iglesia se puede dirigir semejantemente una triple mi­
rada: la del hombre de la calle, una mirada exterior,
la del estadístico, del historiador, del sociólogo, pura­
mente circunstancial. Y de todo esto hacen su pasto
los periódicos.
La mirada del observador más penetrante irá hasta
discernir, en algún modo, la constancia de la Iglesia,
su unidad católica, su carácter y sus efectos de san­
tidad \ Esta mirada es la de numerosos incrédulos
cuando se encuentran enfrentados con un aspecto autén­
tico de la Iglesia que se corresponde con sus preocu­
paciones.
Hace algún tiempo tuvimos en la Escuela de la Fe
la visita de un sacerdote de la misión del mar, Jean
Volot. Desde hace más de quince años participa en las
misiones polares, es decir, desde hace catorce o quince
años vive, durante doce, trece o dieciocho meses se­
guidos, en los hielos de Tierra Adelaida o de Groenlan­
dia, participando en unas misiones científicas que, en
esas tierras polares estudian los rayos cósmicos u otros
fenómenos. Además de sacerdote es también un téc­
nico entre los hombres allí reunidos. En esas expedi­
ciones polares están representadas todas las profesio­
nes, desde el chófer, el engrasador de máquinas, el co­
cinero, hasta el sabio ultra-especializado, y todas las
religiones, las filosofías y las ideologías posibles. Jean
nos decía que estos hombres, que están catorce o
quince meses entre los hielos, aislados, sin recibir una
sola carta (sólo reciben mensajes por radio), tienen,
en cierto modo, una vida peor que la de los cartujos
o trapenses. Hay, desde luego, conferencias para aque­
llos que las desean —y él mismo ha dado algunas—. 1

1 Ch. JOURNET: Le caractère théandrique de l'Eglise, source de tension per­

manente. Art. de L'Eglise du Vatican II, tomo 2. Paris, Cerf, 1966, “Unam Sanc-
tam”, 51 b, pâgs. 299-312.

204
Ahora bien, todo lo que se refiere a la Iglesia o al Con­
cillo, nos contaba, es totalmente indiferente para la
casi totalidad, salvo uno o dos verdaderamente cris­
tianos. Pero el asunto que les Interesa, y para el que
acuden asiduamente es oír hablar de los místicos, de
San Juan de la Cruz, de Santa Teresa de Avila y de
otros grandes apasionados de Dios. Eso les Interesa y
acuden a las conferencias o reuniones, varias veces al
mes, para reflexionar sobre los místicos. “En el fondo,
dicen, tú eres como nosotros. Nosotros somos investiga­
dores de rayos cósmicos (o de qué se yo), y tú eres
un buscador de Dios.” Y de golpe esos científicos con­
sideran a Jean Volot, el Investigador de Dios, como uno
de los suyos. Es preciso añadir que su misión allí es
observar las auroras boreales, creo yo. Lo cual no es
ningún descanso porque como las noches son largas
son muchas las horas de vela que hay que hacer. En
fin, me gustaría añadir, sin pretender hacer el panegí­
rico de Jean, que este hombre que vive así quince
meses en los hielos, todavía encuentra el medio de ir
a pasar quince días en Citeaux, entre los trapenses,
cuando vuelve a Francia con tres o cuatro meses de
vacaciones, ¡cómo sí no hubiera tenido bastante so­
ledad aún! SI habla de los místicos es, sin duda, porque
sabe de lo que se trata. Pero eso que interesa a sus
compañeros corresponde a esa segunda mirada de que
habla el cardenal Journet; una mirada capaz de discer­
nir en nuestra Iglesia sus aspectos de santidad.
En fin, la tercera mirada, que es la nuestra ahora:
“la mirada de la fe en la que la Iglesia aparece en su
misterio como la Esposa de Cristo.” He ahí, según la
Constitución, “la única Iglesia de Cristo que confesa­
mos en el Símbolo”, “una, santa, católica y apostólica”.
He ahí la mirada de la fe. Y el cardenal Journet añade
esta observación tan iluminadora y que tan frecuente­
mente le he oído decirme en Friburgo: “Esta Iglesia,
pequeño rebaño en cuanto a aquellos que pertenecen
a ella visible y plenamente, pueblo inmenso en cuanto
a los que le pertenecen invisiblemente y por el deseo.”
Ahora bien, la misión de la Iglesia, o mejor su mismo
ser es continuar a Cristo. Nuestra Iglesia es amada por­
que, para nosotros, ella es Jesucristo que vive hoy. Que­
205
rría leeros, a este propósito, un texto que he meditado
con frecuencia, releído y llevado siempre conmigo y
que a mi parecer puede ayudar particularmente a los
hombres de nuestro tiempo a entrar en el misterio. Es
el texto de un discurso pronunciado en el Segundo Con­
greso Mundial para el Apostolado de los Seglares,
en 1957, por el entonces cardenal de Milán, monseñor
Montlnl2:
“Acordaos de lo que enseñaba el Concilio Vaticano:
«El eterno Pastor Obispo de nuestra alma, para hacer
eterna la obra salvadora de la Redención, decidió edi­
ficar la Iglesia, en la que, como en la mansión de Dios
vivo, todos los fieles serían recibidos en el lazo de la
fe y de la caridad» (Denz, 1821). Y recordad lo que
Pío XII nos repite en la encíclica sobre el Cuerpo Mís­
tico: «Así como de hecho el Verbo de Dios, para res­
catar a los hombres de sus sufrimientos y tormentos,
ha querido servirse de nuestra naturaleza, de igual modo
se sirve de su Iglesia para continuar perpetuamente la
obra comenzada» (AAS, 1943, 199).
«Estamos —continuaba el cardenal Montini— ante
un hecho que se presenta simultáneamente bajo un
doble aspecto:
— Uno, de identidad, de conservación, de coheren­
cia, de comunión de vida, de fidelidad, de pre­
sencia; es la Iglesia simbolizada por la estabi­
lidad de la piedra: Tú eres Piedra (Pedro), y
sobre esta piedra edificaré mi Iglesia».
— El otro de movimiento, de transmisión, de proyec­
ción en el tiempo y en el espacio, de expansión,
de dinamismo, de esperanza, de escatología; y
es la Iglesia simbolizada por el cuerpo móvil de
Cristo vivo y creciendo sin cesar.”
Yo creo que hay ahí un lenguaje y una imagen ac­
cesible a los hombres. Y el cardenal continuaba:
“La misión de la Iglesia nos invita a contemplar la
huella de Cristo a través de los siglos: verdadera tra- 3

3 Traducción tomada de las Actas oficiales del Segundo Congreso Mundial del

Apostolado de los Seglares.

206
yectoria que crea la historia; la historia, con su sentido
y el valor que comunica a la historia humana que, en
otro caso, no sabe dónde buscarlos o dónde encon­
trarlos.”
Bossuet hablaba de “Jesucristo continuado”. Habla­
ba al modo de su época, pero ahora, en la época de los
cosmonautas, comprendemos mejor lo que es esa “tra­
yectoria del Cristo a través de los siglos” que constituye
la Iglesia.
Intentemos ahora mirar un poco a ese Jesucristo de
hoy, Iglesia.
Se nos ha dicho por Pío XII en su encíclica sobre
el Cuerpo Místico, citada en el Congreso Mundial del
Apostolado dé los Seglares, que el Señor Jesús, Verbo
de Dios, que ha querido servirse de nuestra naturaleza
humana, se sirve hoy día de su Iglesia. Son estas unas
palabras que es preciso escrutar a fondo. Mirando a
Cristo en su vida natural, como lo hemos hecho hasta
este momento, de una parte, y de otra mirándole en su
vida resucitada, gloriosa, en su vida mística, nos ve­
remos conducidos a captar la identidad de esas dos
vías: y entonces alcanzamos el misterio de la Iglesia:
comprobar que Jesucristo y la Iglesia son una misma
cosa. Pronunciar la palabra “Iglesia” es escuchar, cada
vez que se pronuncia, la palabra “Jesucristo”. Sin esto
haremos apologética, defenderemos esto contra aqué­
llo, pero siempre estaremos en situación de tentación.
La persona de Jesucristo es la misma persona de
Dios, pero la naturaleza que lo ha hecho accesible,
que le ha hecho obrar, era la naturaleza de un hombre.
Y es por la unión de esa divinidad y de esa humanidad
por lo que la Redención se ha operado. Jesús no dice
en la Cena: “He aquí mi ser”, sino que dice: “He aquí
mi cuerpo entregado por vosotros”, este cuerpo hu­
mano de carne que es el instrumento de la Redención.
En Jesús, en quien estaban unidas la naturaleza humana
y la naturaleza divina, no ha obrado Dios solamente por
su divinidad, sino por su humanidad. En el seno de una
mujer, María; en la última comida, la cena, Dios se ha
servido de una realidad humana, terrestre, para dar
cumplimiento a sus divinas intenciones. Y Dios siempre
207
ha obrado así, mediante una humanidad: una nación ai
principio, después una tribu, una familia y, en fin, una
persona —Israel, Judá, la raza de David, María— fue­
ron así separados del mundo para que ese plan se
cumpliese.
Monseñor Benson, en un libro muy antiguo —debe
ser de 1913— que me ha ayudado mucho, decía: “Cree­
mos que este Cristo tuvo para hablar la voz de un hom­
bre, las manos de un hombre para bendecir y el co­
razón de un hombre para ayudar y sufrir; y que, sin em­
bargo, esa voz, esas manos, ese corazón, aunque re­
ducidas al silencio, rotas y atravesado, eran la voz, las
manos y el corazón de Dios mismo” 9.
Pues bien, es necesario que dirijamos la misma mi­
rada a la Iglesia, Jesucristo hoy. Monseñor Benson
decía que los protestantes de su tiempo, sin duda en
la situación de Inglaterra en aquella época, veían en
el “Todo está consumado” la prueba de que luego ya
no hay nada. Si Jesús decía “Todo está consumado”,
o sea, todo está acabado, ya no hay nada que esperar.
No hay otra cosa que esa vida de Jesús, tal como nos
ha sido dada por los Evangelios, en los que se contie­
nen todas las acciones de Jesús.
Mas, para nosotros, ese es, precisamente, el comien­
zo de una nueva era. Todo está consumado, sí, pero
todo comienza. Para los protestantes de que hablaba
monseñor Benson, la Iglesia sólo era necesaria en la
medida en que hace falta una organización social, en
que es útil, a veces incluso indispensable, para provo­
car y dirigir las energías individuales. Para nosotros
la Iglesia es, al pie de la letra, el cuerpo de Cristo.
Por la Iglesia vive Jesús, habla, obra, como vivía, ha­
blaba y obraba en Galilea y en Jerusalén. Y ese Jesús
que se ha unido a una carne humana, que ha recibido
esa carne de María, ese Jesús que cada día toma del
pan su nueva existencia entre nosotros, ese mismo Je­
sús se unió a la naturaleza humana de sus discípulos
—que somos nosotros— y, por medio del Cuerpo asi 3

3 Le Christ dans l'Eglise, por Mons. Robert Hugh Benson. Paris, Perrin, 1913.

208
constituido, continúa hablando, obrando, viviendo. Las
acciones, las palabras, la vida de la Iglesia, son las
acciones, las palabras y la vida de Jesucristo; y la
Iglesia, mucho más que la delegada, la representante o
incluso la esposa del Cristo, es el mismo Jesús. “Yo
soy la vid, vosotros los sarmientos.” Las dos cosas sólo
son una sola cosa. Y también dijo: “Esto es mi cuerpo”,
“como mi Padre me ha enviado así os envío yo”. Los
sarmientos no son una imitación de la vid, otra cepa;
son la vid que continúa, que crece, que se desarrolla
de año en año. Así, la Pasión del Cristo —nos dice
San Pablo— se continúa en la pasión de los cristianos.
Pero entonces, si poseemos en la tierra, por estar pre­
sente en la Iglesia, la misma personalidad, la misma
energía que actuaba en la persona de Jesús de Naza-
reth hace dos mil años, parece que, ante las mismas
ambiciones, las mismas debilidades, las mismas ener­
gías terrestres que son hoy parecidas en los hombres
a las de hace dos mil años, Jesucristo hoy-lglesia va
a ser acogido o rechazado como lo fue en aquella épo­
ca. Es un poco como la repetición de una misma ex­
periencia de química. Hoy voy a encontrar de nuevo a
Pedro, Juan, Judas, Pilatos y, bastante más, voy a ver
morir a Jesús y resucitar hoy, como le he visto morir y
resucitar en los relatos de los Evangelistas.
He ahí lo que me ha ayudado a descubrir y aceptar
la fe católica. Aceptar a Dios, descubrir que existe,
descubrir que Dios ha amado tanto al mundo que le
ha dado su Hijo, descubrir que ese Hijo está presente
en la Eucaristía, son cosas que me han exigido algún
mes para creer en ellas. Pero para “tragar” la Iglesia
he necesitado seis meses. Me ha sido preciso para eso
comprender que el drama y la realidad de Jesucristo
se continúan en ella hoy. Me ha sido preciso adquirir
conciencia de la permanencia del Señor Jesús en ella.
Vivimos en un mundo en que las tradiciones, cua­
lesquiera que sean, se derrumban, incluida la tradición
de ser católicos de padre a hijo; el influjo social des­
aparece; se escapa de él fácilmente. Ahora bien, me
parece que aquellos que siguen siendo fieles, o que se
convierten tienen, como en tiempos de Jesús, unos co-

209
14
\
\
razones semejantes a los de los pastores o a los Magos:
pastores sin cultura o personas muy cultas. Porque tanto
unos como otros no creen saberlo todo. El pastor sabe
perfectamente que no sabe gran cosa; y el Mago que
es un verdadero sabio, que sigue tras una estrella,
sabe perfectamente que no lo sabe todo: no sabe a
dónde le va a llevar la estrella. Esa es, acaso, la dife­
rencia con el “pequeño burgués", de una parte, que
cree saberlo todo porque ha leído el periódico, o con
el especialista, de otra parte, que sabe tanto en su es­
fera que casi está solo en el mundo a ese nivel y corre
el riesgo de creer que lo sabe todo, cuando en reali­
dad su campo del saber es, finalmente, un sector muy
limitado. Eso es lo que decía el Señor: “¡Qué difícil es
para quienes poseen riquezas entrar en el reino de los
Cielos!” (Mt. 19, 23; Me. 10, 23; Le. 18, 24). Aquellos
que creen saberlo todo...
Con Jesús encontramos, pues, a los pastores; en­
contramos a los pecadores; encontramos a Pedro, que
son gente sencilla que no saben gran cosa; pero tam­
bién encontramos a los Magos, a José de Arimatea,
miembro notable del Sanedrín; encontramos a Nicode-
mo, intelectual vacilante; encontramos a San Pablo.
Y hoy en día, ¿quiénes son los pastores, los sencillos?
Me acuerdo de una pobre anciana del Brasil. Era
en tiempo de Navidad, en nuestra minúscula capillita
con nuestras dieciséis imágenes de santos. Se había
puesto un nacimiento. Una tarde vi a esa anciana allí,
completamente sola; no sé si se había dado cuenta de
que yo estaba en un rincón de la capilla. La anciana
contemplaba el nacimiento. ¡Y fue abrazando todas las
figuras! Abrazaba al Niño Jesús, abrazaba a la Virgen,
abrazaba a las ovejas, una tras otra, A San José, los
ángeles, la muía, el buey, ¡todos eran abrazados por
ella! Aquel día estaba yo bien dispuesto, sin duda, y no
me dije: ¿qué hace esta buena mujer? ¡Qué supersti­
ción! No; yo estaba impresionado por aquellos abrazos
y por las señales de la cruz que acompañaban a cada
abrazo... Al fin aquella buena mujer sacó del bolsillo
un billete de cien cruceiros —apenas nada, ni siquiera
para tomar un autobús— y lo dejó en el Nacimiento.
Era la viuda pobre del Evangelio que daba su óbolo,
210
V lo daba de lo necesario. Era el Evangelio verdadera­
mente; la Iglesia que continúa.
Algún tiempo más tarde hubo un incidente en nues-
lio barrio. En el curso de una huelga, uno de nuestro
equipo, francés —que nada tenía de agitador; realmen­
te no había hecho nada malo, sólo había hecho huelga,
como todo el mundo— fue arrestado y llevado a la cár­
cel. Y se produjo gran agitación. Los intelectuales, los
estudiantes vinieron a vernos: “Es preciso hacer alguna
manifestación; es preciso que reúnas a las mujeres y
los niños, y que los envíes en manifestación ante el
puesto de policía” —“Bueno, pero ¿si son golpea­
dos?”—. “Tanto peor; es preciso hacer algo".
Gran agitación entre los sacerdotes. Pero, ¿qué po­
dían hacer ellos? Habían pensado que podrían decla­
rarse también en huelga, y la huelga de los sacerdotes
es la huelga de la Eucaristía. Querían hacer la huelga
de la Eucaristía, y se veían en el domingo, durante la
misa, reuniendo a todo el mundo, haciendo un sermón
tomado de los profetas, y luego, al llegar el momento
de la Eucaristía, decir: “Bueno, ahora nada de Euca­
ristía, volveos a vuestras casas, estamos en huelga.”
Y se intentó disuadirles...
Habíamos sabido el arresto de nuestro compañero
en la tarde del jueves. El viernes, por la mañana, los
obreros del barrio fueron al trabajo como de costum­
bre. Por la tarde, uno de ellos, Renato —un hombre
de treinta y cinco años, con cinco hijos, que no había
conocido más que la miseria en toda su existencia—
volvió del trabajo a las seis e inmediatamente fue a
visitar a una veintena de familias del barrio, las más
creyentes, las que constituían el núcleo de la comuni­
dad, y las citó para las nueve y media de la noche en
la capilla. Después de realizar esas visitas vino a ver-
nos a los “padres” y nos dijo: “Esta noche nos reuni­
mos en la capilla a las nueve y media.” Y cuando nos
encontramos todos en la capilla, Renato, que había
tomado la dirección de las operaciones, dijo: “Bueno,
ya estamos reunidos. Sabéis que nuestro amigo Pedro
(ese era el nombre del detenido) ha sido detenido; está
en la cárcel. Ya sabéis también que esto no es una
211
novedad; ya se dice en los Hechos de los Apóstoles
{Renato no sabía leer tres años antes y, como muchos
otros, había aprendido a leer para poder leer el Evan­
gelio) que San Pedro también fue detenido, que había
sido encarcelado; y se dice que mientras San Pedro
estaba encarcelado «la oración de la Iglesia por él
subía sin descanso hacia Dios». Pues bien, ya veis, lo
que ellos hicieron por San Pedro es preciso que lo ha­
gamos nosotros por nuestro Pedro.”
Y Renato improvisó una homilía después de leer
el texto de los Hechos —¡que hubo de leer cuatro o
cinco veces para poder leerlo de modo tan audible!—;
y aquella homilía no estaba mal, ni mucho menos. Es
preciso reconocer que en ella había un poco de: a un
lado los buenos —y los buenos eran Pedro, la gente
del barrio, los padres, los obreros— y a otro lado los
malos —y los malos eran el patrono, la policía, el Go­
bierno... y qué se yo. Pero, en fin, también Jesús ha
hablado de las ovejas y de los machos cabríos.
Ahí tenemos un hombre que había salido a las seis
de la mañana; que había meditado durante todo el día
sobre lo sucedido y que en el curso de sus reflexiones
había pensado en ese texto de los Hechos de los Após­
toles, ¡mientras que ninguno de nosotros había pensado
en él!, y que nos había reunido con el fin indicado. Para
Renato esa era la acción principal que había de reali­
zarse en la línea de la fe. A continuación pidió que cada
uno improvisara una oración de intercesión por Pedro,
y un miembro de cada una de las veinte familias rogó
así en voz alta. Una mujer dijo que también era pre­
ciso orar por los perseguidores, y así lo hizo. Se puede
decir, creo yo, que estos pobres, esos “anewin”, esos
hombres, esas mujeres, aquella pobre viuda, este Re­
nato, como el cosmonauta que proclama la grandeza
de Dios, son todos ellos Jesucristo-lglesia, las personas
por las que continúa viviendo hoy el Evangelio.
“Verdaderamente, en ti está oculto Dios, el Dios de
Israel, el Salvador”, decía el Profeta (Isa. 45, 15); este
es otro aspecto del Señor Jesús-Iglesia que continúa
hoy. Hemos visto los silencios, la oscuridad de Jesús
de Nazareth, ese “Verbo eterno de Dios” —el Verbo,

212
os decir, la Palabra, lo que se oye—, el Verbo que
guarda silencio treinta de sus treinta y tres años de
vida. ¡Nueve décimas partes de silencio! Y esas noches
de oración y de retiro. Treinta años de silencio; tres
años de palabra; veinticuatro horas de sufrimiento, fuente
de los sacramentos. Y eso continúa: son las órdenes con­
templativas de hoy; esos monjes, esos hombres y esas
mujeres que oran... María que ha escogido la mejor
parte, que escucha la palabra, lo único necesario, lo
que dice San Pablo: “Dedicaos a lo que es digno y os
une sin separación al Cristo.”
Jesús-Iglesia se continúa así cuando somos fieles
a las certezas invisibles; cuando nosotros, que sabemos
que el mundo no lo es todo, cualquiera que sea su gran­
deza, y que las necesidades terrestres no son las más im­
periosas nos colocamos en estado de comprender y de
ver lo que los sentidos no pueden alcanzar. Y esto no en
la oposición o la división de la Iglesia, en la que se opu­
siera una cabeza al cuerpo, sino en la unidad indivisible
del mismo Cristo.

213
20. LA IGLESIA, TRAYECTORIA DE CRISTO. (11)

Viernes, 20 de febrero de 1970

Continuamos mirando ia Iglesia como “trayectoria


del Cristo a través de los siglos”. Dos mil años de cris­
tianismo nos han enseñado que sólo la Iglesia, en de­
finitiva, es capaz de vivir perdurablemente el Evange­
lio; y al mismo tiempo que ha de conocer también lo
que el Señor Jesús ha conocido en su vida mortal. Sé
que no se debe querer encontrar a toda costa unas
concordancias; puede ser que caiga yo en ese tropiezo
a propósito de algún detalle; pero pienso que hay en
ello una realidad cierta. Con mucha frecuencia, cuando
oigo a unos hombres y mujeres discutir indefinidamente
sobre la Iglesia, su enseñanza, su porvenir, etc., mé
parece que, en el fondo, lo que les falta es la referen­
cia al Señor Jesús. Hablan de la Iglesia, sea en pro,
sea en contra, enamorados de progreso o de tradición,
como de una institución y no como siendo el modo de
presencia y acción actuales de Jesucristo. Para mos­
trar esta continuidad Jesús-Iglesia puede ser útil hacer
ver hasta qué punto tantas actitudes en la Iglesia dé
hoy no son inéditas, sino que ya los hombres del Evan­
gelio, ante el mismo Señor Jesús, tenían las mismas
tentaciones. Ahí hay, puede ser, un primer remedio a
ciertas dificultades de hoy... y de siempre.
Una de esas “continuidades” es, ciertamente, la ten­
tación de Jesús en el desierto. Jesús está en la aurora
de su ministerio público; debe escoger su camino, y
el tentador le aborda: “SI tú eres el Hijo de Dios, or­
dena que estas piedras se conviertan en pan”; “si tú
eres el Hijo de Dios, échate abajo (de hecho desde el
Templo)”; “si tú eres el Hijo de Dios, bueno, de algún
modo, adórame, y todos los reinos de la tierra serán
tuyos” (Mt. 4, 2 y sigs.).
215
Jesús se encuentra, así, netamente colocado frente
a una propuesta de un mesianismo temporal, político,
hecho opulencia, de gloria, de poderío humano. Y, más
tarde, quienes le rodean le propondrán con frecuencia
eso mismo. Pero Jesús rechaza esa propuesta para
adoptar el camino del abandono en Dios, en la humil­
dad y en la obediencia a su voluntad. El episodio de
la tentación en el desierto al comienzo de su minis­
terio, cómo Gethsemaní al final, son verdaderamente
los momentos cruciales en que Jesús tiene que esco­
ger entre ese mesianismo temporal, político, y el cami­
no que toma. Es el: Dios o César.
Pero, ¿por qué es tentado Jesús? Jesús de Nazareth.
Es tentado porque es Dios y hombre al mismo tiempo.
Por ser hombre tiene hambre. Y por ser Dios podría
cambiar las piedras en pan. Y el tentador viene a de­
cirle, en el fondo: “Si tú vienes a rescatar el mundo no
te dejes perecer, triunfa eficazmente y di a esas piedras
que se cambien en pan.” ¿No parece que, a menudo,
sufre hoy la Iglesia santa, es decir, Jesucristo-lglesia,
la misma tentación, por ser humana y por ser divina a
la vez? Se le dice: “Ordena que esas piedras se con­
viertan en pan, ordena que se conviertan en la paz, sé
eficaz si eres divina. Sé eficaz y sabe emplear los me­
dios humanos para serlo. No te dejes perecer o, enton­
ces, es que tu Dios no existe.” Ciertamente, Jesús no
niega la necesidad del pan en la primera tentación,
sino que añade: “El hombre no vive solamente de pan,
sino de toda palabra que sale de la boca de Dios.” Me
parece que hoy día la Iglesia, Jesucristo-lglesia, también
continúa diciéndonos: “Es verdad que soy humana, te­
rrestre, que me interesa el pan, pero no puedo conten­
tarme con eso; y además del pan, de la justicia y de
la paz, es preciso que os aporte mi fe, mi credo.”
“Si tú eres hombre, si tú eres Dios, dice el tenta­
dor, muestra una señal llamativa al no romperte la ca­
beza si te arrojas desde lo alto del Templo, porque los
ángeles te sostendrán.” Y Jesús responde: “Tú no ten­
tarás al Señor tu Dios.”
Yo no vengo a la tierra para hacer milagros. Yo
vengo a la tierra para trabajar como los hombres, como
216
la gallina clueca que reúne a sus polluelos bajo su
ala (cf. Le. 13, 34), que tantas veces ha intentado re-
unirlos y que ellos no han querido venir. Yo acepto
ol rechazo de las personas libres, yo no vengo para
aplastar con mi poderío y hacer descender el fuego del
cielo como me lo propone el apóstol Pedro. Hoy día, a
Jesucristo-lglesia se le continúa diciendo: “Si tú has
venido para hacer creer a los hombres en tu divinidad,
da unos signos innegables, haz alguna cosa, ¡es preci­
so que eso se vea!” O bien la tentación inversa: “Si tú
eres verdaderamente divina deja a Dios toda responsa­
bilidad, fuérzale la mano, que él te lleve!” Ya sabemos,
por experiencia, toda la ambigüedad que pueden tener
los signos. Nosotros queremos dar tal señal que mos­
trara hasta qué punto está presente en nuestro corazón
el tercer mundo, pero ¿es que esta señal será compren­
dida? La comprenderán algunos, otros no la compren­
derán. En realidad, se nos pide, como siempre: “Busca
el reino de Dios y su santidad, y los signos vendrán
por añadidura” (Mt. 6, 33). Y Jesús responde hoy
como lo hizo entonces: “No hay otro signo que el de
Jonás: mi muerte y mi resurrección” (Mt. 16, 4).
La tercera tentación: “Todos los reinos del mundo,
con su gloria”, son mostrados al Señor, “todo esto te
daré si caes a mis pies y me adoras”. Ahora bien, Jesús,
Jesús hombre viene a establecer, en efecto, un reino,
un reino que extenderá sus raíces en nuestra tierra,
pero eso no es un triunfo guerrero y nacionalista, es
un aprendizaje de la obediencia a la voluntad del Pa­
dre. Hoy día se sentirá la tentación de decir a Jesucris­
to-lglesia: “Adora un poco los reinos del mundo y su
gloria, todas las glorias terrestres tan prodigiosas. ¡Es
tan sencillo! Arrodíllate en secreto un instante, sírvete
del poder natural a tu disposición.” Y la Iglesia, Jesu­
cristo-lglesia, debe responder: “Cuando soy débil es
cuando soy fuerte” (II, Cor. 12, 10).
En su librito, tan actual y tan sabio, Dieu et César,
nos muestra bien Oscar Cullmann que Jesús siempre
tiene que combatir en dos frentes: el de los saduceos,
de un lado, y el de los Zelotes, del otro. Los saduceos,
colaboracionistas de aquel tiempo, aprobaban la domi­
nación romana y sus abusos de poder y, en realidad,
217
hundiéndose en la indiferencia religiosa, renunciaban
a toda esperanza del Reino de Dios. En el extremo
opuesto, los fariseos, con su punto de vista teocrático,
identificaban el Estado con la comunidad judía, oponién­
dose radicalmente a los romanos impuros e ignorantes
de la ley. En el ala extrema de los fariseos, los zelotes
eran realmente el partido que predicaba y preparaba
la guerra santa, la revolución, la guerrilla, atacando a
los romanos con acciones aisladas, con sublevaciones,
para declarar en el año 66 una guerra abierta. Ahora
bien, los primeros amigos de Jesús parece ser que
fueron reclutados en los ambientes zelotes o próximos
a ellos. Piénsese en el Apóstol Simón el Zelote y acaso
en otros nombres de apóstoles que, según Cullman, po­
drían interpretarse en el mismo sentido. Jesús ejercía
una atracción sobre ellos y su ideal político-religioso
ha sido una verdadera tentación en el momento en que
el diablo le ofrece el dominio sobre el mundo.
Jesús va a responder al diablo: “Es al Señor tu Dios
a quien tu adorarás, sólo a él le rendirás culto.” Más
tarde rechazará a Pedro, zelote acaso de hecho, y en
todo caso de temperamento, con las mismas palabras:
“¡Apártate de mí Satanás! Tú me eres un obstáculo,
porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los
de los hombres” (Mt. 16, 23), cuando Pedro rechaza
la Pasión del Señor. En el momento decisivo de Geth-
semaní, en efecto, el diablo le tienta todavía de una
cierta manera. En efecto, San Lucas termina la tenta­
ción en el desierto con estas palabras: “Habiendo ago­
tado así todas las formas de tentación, el diablo se
alejó de él para volver en el tiempo señalado”
(Le. 4, 13). Ahora bien, ese tiempo, “la hora del po­
der de las tinieblas”, es Gethsemaní. Todavía allí se
trata de saber de una vez para siempre si Jesús va a
ceder a la presión de sus discípulos y resistir a los
soldados que vienen a prenderle, o bien si se entrega
a los romanos cumpliendo su vocación de Mesías, a
la manera del Hijo del hombre sufriente. Una vez más
responde Jesús sin sombra de vacilación: “Envaina tu
espada... ¿Piensas tú, pues, que yo no puedo hacer un
llamamiento a mi Padre, que me proporcionaría más
de doce legiones de ángeles? ¿Cómo se cumplirían en-
218
tonces ias Escrituras, según las cuales todo debe su­
ceder así?” (Mt. 26, 52 y sigs.).
Es suficiente leer estos textos tan claros en que
Jesús nos da el por qué y el cómo de su misión para
sentirnos aludidos y en plena actualidad ante las de-
ciones que se nos presentan. ¿Dónde está el eje de
nuestra fe, eso que Jesús-Iglesia quiere que mostremos
con prioridad a los hombres de hoy? Todo esto se con­
tinúa ahora y siempre. Me quedé asombrado al leer
en un libro sobre el “Padre nuestro que estás en los
cielos” —la oración ecuménica4— que el Padre Nues­
tro de Jesús estaba inspirado en una oración llamada
de “las dieciocho bendiciones”, a la que se le ha com­
parado frecuentemente: en ella la alabanza y la ac­
ción de gracias enmarcan doce peticiones que se refie­
ren exclusivamente a la vida del pueblo judío. En esa
“oración de bendición” “el creyente judío suplicaba
a Dios que restaurara la soberanía política del pueblo
judío, que pusiera fin al dominio extranjero, reuniera
los dispersados; el judío pedía la venida del Mesías po­
lítico”. En la oración de Jesús todo eso ha desapare­
cido; queda totalmente extraña a las esperanzas nacio­
nalistas; sólo hay una esperanza: el advenimiento del
reino de Dios. Por eso la oración de Jesús se distingue
tanto de la oración de los fariseos como de la de los es-
senios y la de los zelotes.
Así, pues, nos es preciso mirar nuestras propias
tentaciones a la luz de Jesucristo-lglesia. Y la historia
de nuestra indignidad, pero también de nuestra fideli­
dad desde hace dos mil años, sigue siendo la misma
que la de los Apóstoles.
Las impaciencias de los Apóstoles son nuestras
mismas impaciencias. Estamos impacientes de ver, fi­
nalmente, que llega el reino de Dios, que sea algo que
se ve, que todos nuestros asuntos se arreglen un poco.
“Y dijo todavía una parábola... porque la gente se ima­
ginaba que el reino de Dios iba a aparecer en aquel
mismo instante” (Le. 19, 11-12). Y eso es también lo

4 La prière œcuménique. Paris, Cerf. Ed. des Bergers et des Mages, colec.
œcuménique de la Bible, pâg. 27.

219
que nosotros esperamos. “El dijo, pues: un hombre de
elevado nacimiento marchó a un país lejano para reci­
bir allí la realeza y volver en seguida.” Y esta pequeña
parábola resume realmente la situación del cristianis­
mo, el pensamiento del cristianismo primitivo, como
nuestra situación. Nuestro Señor está ahí, él está en
todas partes, en ese gran reino que es el suyo, él ha
recibido la realeza, él volverá. Pero, ¿estamos nosotros
impacientes en espera de su retorno, o de organizar-
nos uniendo el trono y el altar?
Las divisiones de los Apóstoles son nuestras divi­
siones: “Se elevó una discusión entre ellos: ¿quién de
entre ellos podía ser el más grande? Pero Jesús, sa­
biendo lo que sucedía en sus corazones, llamó, cabe
así, a un pequeñuelo...” (Le. 9, 46-47). Y nosotros,
¿qué hacemos? Alguien me decía el otro día que lo
que lo que más le hacía sufrir eran esas mutuas ex­
comuniones que se dirigen los católicos en el momen­
to actual. “Yo estoy por esto, yo estoy por aquello; para
mí es la Acción Católica; para mí tal otro movimiento...”
“Yo soy de Pablo, y yo de Apolo, y yo de Cetas...”
“¿Está dividido el Cristo?” (I, Cor. 1, 12).
Dos mil años de historia nos muestran que somos
gente de poca fe. Oímos a Jesús repetirlo tan frecuen­
temente: gentes de poca fe... “Si Dios viste así a la
hierba de los campos... ¿no hará él por vosotros mucho
más, gente de poca fe?” (Mt. 6, 30). En medio de la
tempestad: “¿por qué tenéis miedo, gente de poca fe?”
(Mt. 8, 28). Y eso es lo que nos dice hoy la Iglesia,
Jesucristo-lglesia. El mismo San Pedro, después de
haber tenido ese gesto maravilloso de salir de la barca
y andar sobre las aguas, se siente de golpe poseído
de temor. ¡Eso de andar sobre las aguas no es “nor­
mal”! “Hombre de poca fe —le dice Jesús, ¿por qué
has dudado?” (Mt. 14, 31). A propósito de los panes
que se han olvidado (nosotros nos ajetreamos por mu­
chas cosas, ¡y se han olvidado los panes!): “Gente
de poca fe, ¿por qué haceros esta reflexión de que
no tenéis pan?... ¿No os acordáis de los cinco panes
multiplicados para alimentar cinco mil hombres?”
(Mt. 16, 8).
220
Y la actualidad de aquel anuncio de Jesús: "Simón,
Simón, he aquí que Satán os ha reclamado para criba­
ros como el trigo, pero yo he rogado por ti a fin de
que tu fe no desfallezca. Tú, pues, confirma a tus her­
manos” (Le. 22, 31-32): y es Jesús-Iglesia quien dice
eso hoy. Pero, ¿sabemos nosotros aferramos a esa con­
tinuidad? En caso afirmativo podremos seguir adelante,
proponer reformas; si la respuesta es negativa, a pesar
de todas las mejores intenciones, acabaremos por
aguarlo todo.
Pero Jesús dijo también, y continúa diciendo hoy
(siempre esta trayectoria del Cristo a través de los si­
glos): “Vosotros sois la luz del mundo” (Mt. 5, 14).
Jesús, que ha dicho de sí mismo: “Yo soy la luz del
mundo” (Jn. 8, 12), nos dice también a nosotros, y
debemos creerle con fe, a pesar de nuestras debilida­
des y nuestra poca fe: “Vosotros sois la luz del mundo.”
Cuando leemos la carta que San Cipriano escribía a
los mártires condenados ad metella a ir a las minas
—no está en el Evangelio, pero esa carta está muy
cercana a él—, ¿cómo no pensar en toda la Iglesia
sufriente, en la Iglesia del silencio, cuando no puede
ni siquiera celebrar su Eucaristía?
“Es preciso no tener la menor idea de la religión y
de la fe para pensar que ahí donde os encontráis ahora
no tienen los sacerdotes la facultad de ofrecer y celebrar
los sacrificios divinos. Vosotros celebráis e incluso ofre­
céis un sacrificio a Dios, sacrificio precioso, glorioso,
que os abrirá los tesoros celestiales, puesto que la es­
critura dice: “el espíritu afligido, el corazón triturado
y humillado es un sacrificio a Dios” (Salm. 51 [50], 19).
Ese es el sacrificio que vosotros ofrecéis; he ahí el sa­
crificio que no cesáis de celebrar día y noche, hechos
víctimas por Dios, presentándoos puros e inmacula­
dos ante él, como el Apóstol os invita a hacerlo”
(Rom. 12, 1) B.
Sí, en Jesús-Iglesia se continúa lo que era en Jesús
de Nazareth, aquél a quien los hombres veían; nosotros 5

5 San Cipriano (t 258). Carta 77,3. Dabin, pág. 72.

221
nos encontramos en la misma situación que los Após­
tales. Al igual que para Jesús de Nazareth, para Jesús-
Iglesia es por ser, al mismo tiempo, como nosotros, di­
vinos y humanos, por lo que nos vienen las dificulta­
des. ¿Hasta dónde se puede llegar en los medios y los
compromisos terrestres? ¿Hasta qué punto se puede
contar con la intervención de Dios? No aporto solu­
ción, pero digo, simplemente: tengamos conciencia de
que el hecho de ser célula viva del cuerpo de Jesu­
cristo es lo que nos somete a la “tentación”. La ten­
tación del Cristo en su Cuerpo Místico es la continua­
ción de la tentación de Jesús en el desierto. Basta
abrir nuestro Evangelio. Y escuchamos en él lo que nos
dicen las multitudes de hoy día. “La multitud estaba viva­
mente impresionada por su enseñanza: es que él les
enseñaba como hombre que tiene autoridad, y no como
sus escribas” (Mt. 7, 28-29). Y es verdad que hoy día
todavía las multitudes están impresionadas por la en­
señanza que proviene de Roma. No son siempre, ni
todas ellas, protestarías. Pero, ¡cuidado! Los escribas
sabrán también arrastrar un día a la multitud que, sin
embargo, estaba impresionada por Jesús (“Nadie ha
hablado como este hombre”), y sabrán darle la vuelta.
¿Cómo no pensar hoy en la presión de la opinión pú­
blica, en la magia de los medios de comunicación?
En el fondo, ¿qué es la magia? Es creer que con unas
palabras bien dichas y unos gestos bien realizados se
podía obligar a la divinidad a que hiciera lo que se
quería; bueno. ¿No se tiene, a veces, la impresión de
que la Prensa, por ejemplo, con el poder mágico que
posee, piensa que con sus palabras y sus acciones con­
ducirá, sino a la divinidad, al menos a aquellos que la
representan, a pasar por lo que ella querría?
“¿No es éste el hijo del carpintero?”, dice la gente
(Mt. 13, 53-58). Y nosotros oímos decir: ¡Va!, se conoce
demasiado a la Iglesia, se sabe perfectamente lo que
es. Y que se detalla el carácter, el temperamento de
cada uno de sus miembros. Y, sin embargo, nuestra
Iglesia es divina, es una institución querida por Dios.
“Pero el mismo Jesús no hizo muchos milagros en este
lugar” porque era demasiado conocido. O bien se dirá
—y esto es lo que se decía— “echa los demonios por
222
Belcebú” (Mt. 12, 24). Y la gente dirá también: todo
esto son combinaciones de los grandes, de los pode­
rosos... Pero no os preocupéis, no se comerán entre sí.
“Este hombre es un bebedor y un pecador” (Mt. 11, 19).
Eso era falso, claro es, respecto al Señor Jesús; pero es
tristemente verdad de algún miembro de la Iglesia...
“Vamos, desciende de tu cruz y creeremos en ti”
(Mt. 27, 42). Y también hoy: vamos, desciende, des­
ciende un poco de todas las exigencias que tienes,
de todas esas exigencias de grandeza del hombre ex­
puestas a través de tus encíclicas, y después se creerá
en ti. Atenúa un poco tus exigencias, así marcharán
mejor las cosas.
“¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo
Dios?” (Mr. 2, 7). Y ahora: desde el momento en que
yo me confieso a Dios basta, no hay necesidad de ir
a un hombre. Y, después de todo, ¿dónde se encuen­
tra en el Evangelio la confesión? Oímos esto hace
mucho tiempo...
“¿Cómo puede este hombre darnos a comer su
carne?... Este lenguaje es muy duro” (Jn. 6, 52-60).
Cuánto más sencillo sería si la Eucaristía sólo fuera
una comida fraterna, en la que la fraternidad humana
tiene libre curso. ¿Por qué hablamos de sacrificio?
¿Por qué colocamos unos ritos? ¿Por qué endurecer
todas las cosas? ¡Sería tan cristiano reunirse alrededor
de la mesa todos y hacer la misa como se la siente!
Sí, todo esto no es otra cosa que Jesucristo-lglesia
en. lucha con las mismas palabras que las que se di­
rigían a Jesús de Nazareth. “Antes de que existiera
Abraham Yo soy” (Jn. 8, 58). “Y ellos tomaron unas
piedras para arrojárselas”, porque las pretensiones de
este nazareno superan todos los límites. Hoy día, man­
tener firmemente lo que dice el Decreto sobre el Ecu-
menismo, a saber que “la Iglesia católica ha sido enri­
quecida con la verdad revelada por Dios, así como con
todos los medios de la Gracia” (Decr. 4, 613), es la
continuación de lo que decía Jesús: “Antes de que
Abraham existiera soy yo”: ¡Qué pretensión insosteni­
ble, que no puede menos de enajenar las simpatías
y bloquear el diálogo!

223
Pensemos en el fracaso del Cristo, su aparente fra­
caso humano: o bien él es demasiado humano, o bien
no lo es bastante; o es demasiado divino, o no lo es
bastante. Se diría que no acaba de situarse. Después
de multiplicar los panes se le dice: “Se nuestro rey”
(Jn. 6, 15), y huye a la montaña, sólo, para orar. El
día de los Ramos fomenta una manifestación, y eso
excita a los fariseos: “¿No ves que todo el mundo clama
tras de ti y te sigue?” (Le. 19, 28 y sigs.). Y, des­
pués, no aprovecha su ventaja: llora por la ciudad
(Le. 19, 41-44) y se va a Betania a pasar la noche
(Mt. 21, 17). ¡Cuando había tenido una inesperada
ocasión de mostrar su poderío...! Ante Caifás se de­
clara “el Señor” que “se sienta a la derecha del Padre”
(Mt. 26, 64), y esto merecía la muerte. Y luego lo
acepta todo sin decir una palabra. “Profetiza, Cristo,
y dinos quién te ha golpeado.” Con mucha frecuencia
vemos que nuestra Iglesia se calla porque no puede
explicarse sin someter a juicio a aquél mismo que la
ataca. Me parece que hoy se hacen a la Iglesia, a
Jesús, dos reproches contradictorios; o bien se le dice:
no evoluciona bastante en un siglo de progreso social,
material, en el que el interés de todos se concentra
sobre las cosas del mundo; ocúpate un poco más del
mundo y del progreso; o bien se le dice: eres dema­
siado mundana; suprime tus nunciaturas y limítate a
dirigir la vida espiritual de tus hijos en la sacristía y
la iglesia. Jesús, Jesús de Nazareth, o Jesús-Iglesia
—es lo mismo— no está hecho ni sólo para el cielo,
ni sólo para la tierra: por eso se le crucificará entre
el cielo y la tierra.
Sí; ante eso “Jesús se callaba”. Os acordáis de
Herodes que le interroga “con palabras apremiantes,
pero él nada le respondió” (Le. 23, 9). Y cuando los
grandes sacerdotes y los escribas le acusan con vehe­
mencia tampoco responde. ¡Ah!, seguramente hay otros
silencios de la Iglesia que son malos: San Pablo habla
de “silencios de la vergüenza” —¡bella fórmula del
Apóstol!—, porque hay horas en que debe hablar la
Iglesia, en que no puede callarse: “Por eso es por lo
que misericordiosamente investidos de este ministerio
224
no desfallecemos, antes bien hemos repudiado los si­
lencios de la vergüenza, no conduciéndonos con astu­
cia y no falsificando la palabra de Dios” (II, Cor. 4, 1).
Al hablar de la continuidad Jesús-Iglesia no intento
ocultar las calamidades de la Iglesia y quedarnos
siempre y en todo con una conciencia tranquila. La
Iglesia es continuación —y con nosotros— de Jesús
de Nazareth; es el santo cuerpo de Jesús viviendo hoy,
cuerpo santo porque es santa su cabeza; pero los
miembros, que somos todos nosotros, son pecadores.
¡Qué de tonterías han podido ser dichas por sus
miembros, y hasta qué punto podemos compartir las
peores aberraciones de nuestro tiempo y encontrar,
además, la posibilidad de justificar teológicamente lo
insostenible! La historia de la Iglesia nos hace humil­
des. Leamos, por ejemplo, sin remontarnos muy lejos,
el Proudhon del abate Haubtmann. Es imposible no en­
rojecer de vergüenza ante lo que se ha dicho, repetido,
hecho, pensado, escrito y publicado durante la restau­
ración por seglares, obispos e incluso un León XII
embrollado en sus estados pontificios6. Se querría no
hablar más que de mentalidad, pero es necesario em­
plear la palabra teología cuando se hace de la desi­
gualdad de las condiciones el hecho social necesario
e intangible por voluntad de Dios, y se hace eso en
plena explosión del naciente proletariado. ¡Y basado
en un contrasentido de las palabras de Jesús: “Siem­
pre tendréis pobres entre vosotros...”! En tal caso la
salvación para el pobre está en resignarse con su es­
tado, sin esperar más mejoría que la proveniente de
la limosna del rico. ¡Y qué decir de los actos de culto
exigidos por los reglamentos de las escuelas en donde
la hostia consagrada, devuelta desde la boca, servía
para cerrar las cartas que los pequeños enviaban a
sus padres! (pág. 103).
Todo esto lo sé, y lo sabía también Jesús; Jesús
que “ha amado a la Iglesia, que se ha entregado por
ella a fin de santificarla, purificándola por el baño de
agua que acompaña a una palabra” (Efe. 5, 26).

6 PIERRE HAUBTMANN: P. J. Proudhon, Genèse d’un antithéiste. Mame.

225
15
Cuánta falta nos hace —cada uno en su rango— es­
cuchar humildemente los adioses de San Pablo a los
ancianos de Efeso: “Guardaos a vosotros mismos y a
toda la grey de que el Espíritu Santo os ha consti­
tuido encargados para apacentar la Iglesia de Dios,
adquirida por él al precio de su propia sangre”.
(Hechos 20, 28).
Cuánta falta nos hace repetir con el Miserere: “De
mis faltas ocultas, Señor, purifícame”; aquellas faltas
que yo comparto con mi tiempo.
Si la Iglesia es el Reino, no debe asombrarnos la
mezcla inseparable de la cizaña en el puro trigo. Pero
no deja de ser cierto que en medio de sus miserias
sólo la Iglesia es bastante grande para llevar sus pro­
pias grandezas. Y esa es, me parece, una de las mani­
festaciones de Jesucristo-lglesia. En la divinidad tan
divina de Jesús, y su humanidad tan humana, sólo la
Iglesia puede introducirnos. En otro caso oscilamos
entre Eutiquio, Nestoriano, el arrianismo, los Docetas,
¿qué sé yo?, sin hablar de los judaizantes y de los ag­
nósticos. Sólo la Iglesia es capaz de llevar la grandeza
de Jesús. Sólo la Iglesia es capaz de llevar la gran­
deza de la Santa Escritura, de la Palabra, que es otra
encarnación del Señor. Si no es así oscilaremos entre
los mitos babilónicos y las explicaciones de los sabios
—y hay cosas muy profundas y muy verdaderas en lo
que quieren decirnos que nosotros no podemos recha­
zar—, pero olvidaremos que el autor principal de la
Escritura es Dios, que la unidad de las Escrituras viene
de Dios. Sólo la Iglesia, esto es una realidad, nos apor­
ta la Santa Escritura en su revestimiento humano y su
contextura divina. Sólo la Iglesia puede aportarnos la
Eucaristía, que es a la vez asamblea del pueblo de Dios
y sacrificio de la cruz, memorial de la Cena: si no, yo
haría una comida cualquiera y olvidaría que es el
gran sacramento de la unidad, o perdido en mi sole­
dad y mis rúbricas olvidaría el mandamiento de Jesús.
Sólo la Iglesia puede presentarse en su grandeza que
nos rebasa. Sin ella no podemos sostener, de una parte,
el pueblo inmenso de todos los bautizados, con el plu­
ralismo de ese cuerpo según las razas, los países, las
226
mismas épocas y sus cambios; y, por otra parte, y al
mismo tiempo, la jerarquía querida por Cristo, cons-
lituida por él, la institución de la Iglesia. Sin la unidad
de la Iglesia el pluralismo sólo es una desintegración.
Sólo la Iglesia puede aportarme una verdadera noción
del hombre, carne, espíritu, corazón; sin ella dejaría
caer uno de esos elementos y yo no sería más que
carne, o sólo sería espíritu.
Sólo la Iglesia puede conducirme perpétuamente al
primer mandamiento y al segundo que le es similar.
"Habladnos de Dios”, nos dicen los hombres; y, al
mismo tiempo: “Yo he tenido hambre, dadme de comer.”
Sólo la Iglesia me recuerda que "Cuando dos o
tres están reunidos en mi Nombre, yo estoy en medio
de ellos” (Mt. 18, 19), y sólo ella me recuerda tam­
bién: “Cierra tu puerta, después ve a orar a tu Padre”
(Mt. 6, 6). Sólo la Iglesia me mostrará lo que es la
contemplación, fuente de acción: sin ella sería yo un
ratón eremita en mi queso de contemplación, o sería
una liebre galopando siempre desesperada. Sólo la Igle­
sia puede aportarme las cosas nuevas y viejas, sólo la
Iglesia es bastante grande y bastante fuerte para aportar
el Evangelio, todo el Evangelio y no sólo unos trozos
escogidos. Sólo ella me aporta el “ya” y el “todavía
no”. Sólo la Iglesia puede aplicar las palabras del Se­
ñor Jesús: “Esto es lo que era preciso practicar, sin des­
cuidar aquello” (Mt. 23, 23). y las de “no separar aquello
que Dios ha unido.”

227
21. EL CUERPO MISTERIOSO DE JESUS RESUCITADO

Viernes, 20 de febrero de 1970

Nos falta abordar, en esta instrucción, el misterio


que nos concierne, el más difícil de expresar, aquel que
el mismo San Pablo llama, por excelencia, “el Miste­
rio”, y que enuncia así: “En un solo Espíritu hemos
sido todos bautizados para no formar más que un solo
cuerpo” (I, Cor. 12, 13). A través de las pobres pala­
bras que pueda deciros, os invito a encontrar de nuevo
en vosotros mismos todo lo que vivís, lo que os ha ilu­
minado, lo que experimentáis de ese misterio de Je­
sucristo. Sería preciso releer palabra por palabra el
primer capítulo de la Epístola a los Efesios para llegar
a la conclusión de que ese Cristo “constituido, en la cima
de todo, es Cabeza para la Iglesia, la cual es su Cuerpo,
la Plenitud de Aquel de quien está lleno todo en todo”
(Efes. 1, 22).
Lumen Gentium tiene en su primer capítulo un bello
pasaje que es un verdadero poema. Se podría escri­
bir en forma de poema, dándole así valor, en vez
de reproducirlo, como se hace corrientemente en un
texto cerrado. Es el comentario a esta frase de San Pa­
blo: “Todos bautizados en un solo Espíritu para no
formar más que un solo cuerpo.”
“Asumidos como estamos en los misterios de su vida,
Configurados a él,
Asociados a su muerte y a su Resurrección,
En espera de serlo a su Reino,
Peregrinos todavía sobre la tierra,
Siguiendo nuestros pasos la huella de los suyos,
En la tribulación y la persecución,
Asociados a sus sufrimientos, como el cuerpo a la ca-
[beza,
Unidos a su Pasión para ser unidos a su gloria” (N.° 7).
229
Los padres del Concilio eran poetas: el Espíritu
Santo les ha ayudado a redactar este gran texto, ese
bello poema a la gloria del Cuerpo que somos hoy nos­
otros, asociados a Cristo Jesús.
Tomemos de nuevo, si os parece bien, el hilo con­
ductor de este retiro. Hemos visto a ese Cristo Jesús
presente en todas partes, dominante, vitalizante, dando
fin a toda la historia de los encuentros de Dios y el
hombre, desde Abraham e Isaac, y el cordero pas­
cual, hasta Moisés en el Sinaí; desde el Templo de
David hasta el servidor sufriente, que es a la vez Israel
exiliado, Jesús de Nazareth y el Jesús de hoy día-igle­
sia. Sí, desde Adán a Abraham y de Abraham a María
hemos visto “a través de los Profetas y las Escrituras”
al Señor Jesús. Amputar a Jesús eso que se podría
llamar su prehistoria (¡si no era ya su historial), es
hacer un Jesús a lo Renán o a lo Garaudy.
Y he aquí que al final de ese inmenso cortejo que,
desde el Génesis, le prefigura y le prepara, llega él y
vive sobre la tierra, “manso y humilde de corazón”,
durante treinta y tres años, hombre entre los hombres,
“nacido de una mujer, nacido súbdito de la ley”
(Gál. 4, 4). Después, habiendo “amado a los suyos que
estaban en el mundo, les amó hasta lo último” (Jn. 13,1),
y dando su vida por nosotros, muere. Pero al tercer
día resucita. Ese es el nudo de nuestra fe: esta resu­
rrección no es una fantasmagoría o un símbolo cual­
quiera del progreso: “Si Cristo no ha resucitado, vana
es nuestra fe” (I, Cor. 15, 17).
Entonces adquiere una dimensión que sobrepasa
todas las dimensiones precedentes, todavía en línea,
en cierta forma, con el hilo de la historia. El lo va a re­
capitular y englobar todo: este es el Misterio de que
habla San Pablo. Este es su misterio, el de su Señorío.
Su misterio que es un misterio de unidad, que no es
una simple yuxtaposición. Es la bella frase del P. de
Lubac: “Nosotros no somos unos trozos, sino miem­
bros”; nada de trozos esparcidos que fueran aglome­
rados como un montón de piedras o un montón de hom­
bres en una multitud: venimos a ser los miembros del
230
Cristo, un cuerpo orgánico y organizado. La unidad del
Cristo no es una unidad de orden, una colección mara­
villosa que fuera revalorizada en el más bello museo
del mundo; ni siquiera una unidad de cooperación en
la que todos los esfuerzos se hacen convergentes hacia
el mismo objetivo; es la misma unidad de vida y de
amor que une a las personas divinas entre sí y que
viene a englobarnos. El Cuerpo Místico de Jesús es
esto:
“Que todos sean uno
Como Tú, Padre, estás en mí y yo en ti.”
Observad la fuerza de ese “como tú estás en mi y
yo en ti”. “Que también ellos sean uno en nosotros
(he ahí la unidad y el modelo de la unidad), a fin de
que el mundo crea que tú me has enviado.” La misión
recibida alcanza así la unidad del cuerpo místico: la
misión no es otra cosa que la visión exterior, la visi­
bilidad de esa unidad: “que ellos sean uno en nosotros
como tú, Padre, estás en mí y yo en ti.”
“Yo les he dado la gloria que tú me has dado
para que sean uno como nosotros somos uno:
Yo en ellos, y tú en mí,
para que ellos sean perfectamente uno,
y que el mundo sepa que tú me has enviado
y que yo les he amado como tú me has amado.”

(Jn. 17, 21-23)

Acordémonos del carácter sagrado de la sangre


“porque la sangre es la vida”: beber la sangre del
Cristo es entrar en la vida de otro: la vida de Dios viene
a nosotros.
Nos hacemos, por gracia, lo que la Santa Trinidad
es por naturaleza, “participantes de la divina natura­
leza”, según la palabra inaudita del Apóstol Pedro
(II, Ped. 1, 4). Y sentimos que esto lleva mucho más
lejos que lo de “un solo rebaño bajo un solo Pastor”;
aunque este sea el deseo de Jesús; sentimos que esto
231
es mucha más incluso que el Esposo y la Esposa que
“ya no son dos, sino una sola carne” (Mt. 19, 5). El
misterio del Verbo hecho carne, de Jesús resucitado
—porque es su resurrección lo que nos hace entrar
en este misterio—, el misterio de Jesús es que Jesús
se incorpora todos los hombres, incluidos los paganos.
Se les incorpora en el más fuerte sentido de la pa­
labra, no ya como se incorporan los reclutas al ejér­
cito, sino verdaderamente “in corpore”, pero en un solo
cuerpo, hecho un cuerpo único. No estamos al decir
esto en el juridismo, sino en una biología divina. Y este
cuerpo único es el cuerpo de Jesús, su cuerpo resu­
citado por la Cruz y a través de la Cruz. No es tampoco
un “cómo”: San Pablo sabe perfectamente que Jesús
le ha dicho: “¿Por qué me persigues?” (Hch. 9, 4). Hay
una identificación real de los cristianos con el cuerpo
de Cristo resucitado. Somos los miembros de un cuer­
po real, del que Cristo es la cabeza. Esta es la verdad
capital que vivifica nuestra mirada sobre la Iglesia.
Siempre nos hace falta volver al modo en que San
Pablo, en la primera Epístola a los Corintios, se expre­
sa sobre el cuerpo que es uno, aunque teniendo varios
miembros (esa vieja comparación que venía ya arras­
trada en las fábulas antiguas): “De igual modo, en efec­
to, que el cuerpo es uno, aunque teniendo varios miem­
bros, y que todos los miembros del cuerpo, a pesar de
su pluralidad, sólo forman un solo cuerpo, así es en
Cristo” (I, Cor. 12, 12). No dice “así es el cuerpo de
Cristo”, no; sino “así es en Cristo”. Esto es mucho más
que una comparación. Es una identificación verdadera­
mente. San Pablo identifica la Iglesia, la reunión de los
cristianos, al cuerpo físico del Cristo resucitado. Y para
ese judío que es Pablo, el “cuerpo” no se opone al
“alma” como para los griegos; es el ser entero. Es el
Cristo entero, el cuerpo de Cristo, es Jesús mismo exis­
tiendo corporalmente cuya alma viviente ha venido a
ser “principio vivificante de resurrección”. Es el mila­
gro de la resurección y de la nueva plenitud del Señor
Jesús. Este Cristo corporal, pasible, sufriente, hambrien­
to, sediento, necesitado de dormir, ese Cristo corporal
se ha hecho espiritual. "Se ha espiritualizado hasta en
su corporeidad por el espíritu de su gloria”, según la
232
oxpresión del P. Durwell. Esto es un poco técnico, pero
si sabemos meditarlo nos veremos ayudados a entrar
en el corazón mismo del misterio:
“La materia que limita y divide, que está enferma,
toma en adelante las propiedades del Espíritu: renun­
cia a su estrechez y abandona su debilidad. El Cristo
se hace en su humanidad corporal capaz de vivificar
el mundo y de contenerle en él. La misma vida de esta
humanidad del Cristo glorioso se comunica, asimilán­
donos a El en la vida de su humanidad corporal, y
revistiéndonos de su ser (Gál. 3, 27), de suerte que
hace de nosotros su cuerpo, es decir, su propia huma­
nidad” 7.
Y esta es la causa del entusiasmo de San Pablo en
su himno a la primacía de Cristo, al comienzo de su
Epístola a los Colosenses:
“Con alegría daréis gracias al Padre que os ha
puesto en condición de compartir la suerte de los san­
tos en la luz (puesto que somos ese cuerpo del Cristo).
En efecto, él nos ha arrancado del imperio de las
tinieblas y nos ha transferido al reino de su Hijo
amado...”
“Este Hijo
es la Imagen del Dios invisible,
Primogénito de toda criatura,
porque en él han sido creadas todas las cosas,
en los cielos y sobre la tierra,
las visibles y las invisibles,
Tronos, Señoríos, Principados, Potestades:
todo ha sido creado por él y para él.”
(Es el prólogo mismo de San Juan.)
“El es antes de todas las cosas y todo subsiste en él.
Y él es también la Cabeza del Cuerpo, es decir de la
[Iglesia” (Col. 1, 12-18).

7 DURWELL: La Résurrection de Jésus, mystère de salut, pág. 209.

233
Esta Iglesia es verdaderamente el cuerpo de Cristo;
nunca lo diremos bastante: nosotros somos el cuerpo
del Cristo resucitado. El Cristo es su cabeza por su
prioridad en el tiempo; él es el primer resucitado, como
él es el primer principio en el orden de la salvación.
Entonces, sí; todas las imágenes que nos dicen lo que
es la Iglesia, la herencia de los santos, la ciudad de
los santos, la familia de Dios, el reino del Hijo amado,
todo eso es el fruto de la carne humana del Cristo, de
su humanidad, pero que se ha abierto al infinito en su
Resurrección.
Si la presencia de Cristo en nosotros, nuestra in­
corporación a él, y entre todos nosotros por vía de con­
secuencia, no es una consideración de orden intelec­
tual o dependiente de la psicología, sino de orden on­
tològico que realiza una comunidad de ser "en Cristo”,
entonces se trata simplemente para nosotros de inten­
tar aproximarnos a ese misterio, llenarlo de él y vitali­
zarlo en nosotros. No podemos hacer eso más que en
la oración, en la súplica interior y constante. “Como yo
os decía —escribía San Juan Crisòstomo—, la preocu­
pación constante del apóstol es mostrar que los cris­
tianos tienen todo lo que tiene Cristo. Y a través de
todas sus epístolas el tema es mostrar que los cristia­
nos están, en todo, en comunión con Cristo” 8.
Todos estamos llamados a no ser más que uno con
el Señor Jesús. Sólo Cristo, misteriosa, pero muy real­
mente, encierra y contiene en él todos los cristianos,
todas sus gracias, todo su saber sobrenatural y toda
su esperanza.
Si he de buscar una imagen —no sé demasiado bien
lo que vale, pero es preciso tomarla del orden cósmico
—pienso en esa hipótesis de la formación de nuestro
universo a partir de un átomo primitivo, de una densi­
dad inimaginable, que explota y da nacimiento a los
mundos, a las galaxias, que continúan su curso en una
expansión prodigiosa, pero siempre contenidas y guia­

» ln. Col. Hom. Vil, P. G. 62, 345, cit. por el P. MERSCH en su libro, tan
indispensable y acaso demasiado olvidado hoy: Le Corps Mystique du Christ.

234
das por esa explosión inicial, dependiendo de ella y por
ella ligados los unos a los otros.
Pues bien, esto que sólo es una hipótesis de nues­
tro mundo en expansión, lo realiza Jesús, y mucho más,
en su cuerpo místico. Jesús es ese “englobamiento”
prodigioso en que todo está recogido por él, recapitu­
lado por él, “a fin de llenar todas las cosas” (Ef. 4, 10).
Nuestro Cristo Jesús, nuestro Señor Jesucristo resulta
así ser el alma vivificante, “espíritu vivificante”, dice
San Pablo, coordinador de toda la humanidad —he ahí
por qué no somos simples trozos, sino miembros— nos­
otros estamos en Cristo Jesús, incorporados a él, más
allá de toda expresión humana: la unión de las piedras
en un edificio, la unión del esposo y la esposa en una
sola carne, la unión de los miembros de nuestro propio
cuerpo no son más que aproximaciones de este mis­
terio; la realidad divina queda lejos de ellas.
Se podría emplear la expresión de León Bloy:
“Cuando intentamos hablar de Dios nuestras palabras
son como leones ciegos que buscan una fuente en el
desierto.” Tengo la impresión, en efecto, que cuando
intentamos adquirir conciencia de esa incorporación en
Cristo nuestras pobres palabras no son otra cosa que
esos leones ciegos que buscan una fuente en el de­
sierto. Salvo las palabras de la Escritura; y por eso es
preciso leerlas y releerlas sin cesar. Si intentamos
hacer cuerpo con la Iglesia, que es ese cuerpo de
Cristo, incorporarnos a él, a ella —todo es uno—, ha­
cernos célula viva de ese cuerpo, entonces, nos dice
San Pablo, “viviendo según la verdad y en la caridad
(y son inseparables), creceremos en todo hacia Aquel
que es la Cabeza, el Cristo, de quien el Cuerpo entero
recibe concordia y cohesión por toda clase de junturas
que le nutren, le hacen obrar según el papel de cada
parte, operando así su crecimiento y construyéndose a
sí mismo en la caridad” (Ef. 4, 15). Un cuerpo vivo que
no deja de hacerse, en el que cada parte, incluso la
más ínfima, tiene una misión, que se articula, se une,
se reencuentra. Y en el versículo anterior nos dice San
Pablo que es la visión de ese cuerpo, la visión de la
“Plenitud del Cristo”, lo que nos impedirá ser “zaran­
deados y arrastrados por cualquier viento de doctrina
235
Hi

a gusto de la impostura de los hombres y de su astucia


para descarriar en el error”.
El antídoto a todos los errores es la toma de altura
que nos permite la visión de ese cuerpo del Cristo,
ese cuerpo que somos nosotros, unidos con Dios como
“mi Padre y yo no somos más que uno”; unidos todos
con todos los hombres: “que no seáis más que uno”;
unidos en el Cristo, en ese misterio de unidad. Y ahí
tenemos una unión verdadera, una unión real, ontolò­
gica: se trata del ser, y no de imaginación; no son com­
paraciones, no se trata del "cómo”; verdadera y real­
mente, él está en nosotros y nosotros en él, y todos
somos uno en él como él es uno con el Padre. Es muy
posible que esto sea difícil de explicar, que sea inex­
plicable. Pero Dios ha hecho las cosas más grandes y
perfectas que nuestras ideas demasiado cortas. No po­
demos decir cómo, pero esta unión misteriosa y místi­
ca es muy real. No hay otra cosa entre tierra y cielo.
San Pablo lo aplicará a la vida más cotidiana. Y nos­
otros sabemos que esa expresión del cuerpo místico
no cesará de crecer a través de todas las generaciones
que se sucedan: Ino hay un recién nacido que no quede
englobado en el cuerpo místico!
El más bello ejemplar de esa visión en que el Señor
está todo en todos y en que cada uno debe ser mirado
como estando “en el Cristo” se nos da en el modo en
que San Pablo, partiendo de las cosas más cotidianas,
no cesa de hablar de ella. Sería preciso releer todas
las epístolas; pero acordémonos, por ejemplo, del ca­
pítulo 16 de la epístola a los Romanos. A primera vista
es una relación de recuerdos a los amigos y de salu­
dos. Pablo cita toda una serie de nombres, pero di­
ciendo cada vez que es preciso saludar: “en Cristo”,
y no se trata de una simple fórmula eclesiástica si pen­
samos en esa grandeza cósmica de Jesús que todo lo
engloba, y en la que estamos nosotros: “Saluda a Prisca
y Aquila mis compañeros de trabajo en el Cristo Jesús;
(...) Andrónico y Junia... destacados apóstoles que
me han precedido en el Cristo (...) Ampliatus, a quien
amo en el Señor. Saludad a Urbano, nuestro coopera­
dor en el Cristo (...). Apeles, que ha mostrado su valer
(y ha sido probado) en el Cristo (...). Saludad a los
236
miembros de la casa de Narciso en el Señor. Saludad a
Trifena y Trifosa que se fatigan en el Señor; saludad
a mi querida Perside que ha trabajado mucho en el Se­
ñor (...), y Rufo, este elegido en el Señor.” Todo esto es
la vida cotidiana de las primeras comunidades cristianas,
pero justamente comunidad porque todos son uno en el
Cristo. ¡Es preciso que nosotros, por nuestra parte, lo
veamos así! Cuando San Pablo nos dice: “Sea que co­
máis, sea que bebáis, y cualquier cosa que hagáis, ha­
cedlo todo para la gloria de Dios y en el Cristo”
(I, Cor. 10, 31), es por la misma razón.
Muchos otros textos podrían citarse. En la epístola
a los Filipenses: “Acoged, pues, a Epafrodita con toda
alegría en el Señor”; “en fin, hermanos míos, alegraos
en el Señor” (Fil. 2, 29; 3, 1). A los Corintios: “Vosotros
estáis en Cristo Jesús al cual hizo Dios, para nosotros,
sabiduría, justicia, santificación y redención” (I, Cor. 1,
30-31); a los Romanos: “No hay ahora condenación
para aquellos que están en Cristo. Porque la ley del
Espíritu que da la vida en Cristo te ha liberado de la
ley del pecado y de la muerte” (Rom. 8, 1-2).
“En Cristo” se opone al “sin Cristo”: San Pablo re­
cuerda a los Efesios lo que esto significa. “Acordáos que
en aquel tiempo estabáis sin Cristo, excluidos de la
ciudad de Israel, ajenos a las alianzas de la Promesa,
no teniendo ni esperanza ni Dios en este mundo. Ahora
bien, ved que en el presente, en Cristo Jesús, vosotros,
que antes estabais lejos, habéis venido a estar próxi­
mos gracias a la sangre de Cristo. Porque él es nues­
tra paz” (Ef. 2, 12-14).
He ahí el mensaje de la talla de Cristo Señor. El es
la cabeza —como decía San Pablo— que nutre, que
acciona sus miembros; él es el primogénito de toda
criatura; en él es en quien se ha gozado Dios haciendo
habitar en él toda la Plenitud de la divinidad. Ese Cristo
resucitado lo reúne todo: el mundo divino, al que per­
tenece por su ser preexistente y glorificado, y el mundo
creado por su humanidad, por su encarnación y su re­
surrección. Todo ha sido puesto bajo sus pies; él está
constituido en la cima de todo ser para la Iglesia, la
cual es su cuerpo, la plenitud de aquel que es, lo llena
237
todo en todos; y nosotros nos encontramos asociados
a esa plenitud.
Pero entonces, puesto que somos bautizados —como
lo dice San Pablo— para no formar más que un solo
cuerpo en el cuerpo de Cristo (I, Cor. 12, 13), puesto
que somos participantes de Cristo por la mesa del
Señor en que todos comemos de un único pan
(I, Cor. 10, 17), ¡qué drama cuando no sabemos ya
discernir el cuerpo de Cristo, su cuerpo eucarístico y
su cuerpo místico! San Pablo, en la Epístola a los Co­
rintios, nos recuerda que hay dos maneras de no dis­
cernir el cuerpo del Señor: “por las divisiones, o afren­
tando a quienes nada tienen” (I, Cor. 11, 17 y sigs.).
En los dos casos, nos dice San Pablo, eso es “despre­
ciar la Iglesia”. Dividir la Iglesia es dividir el cuerpo no
respetando la diversidad de cada miembro, descuidan­
do nuestro propio cuerpo y nuestra carne —el cuerpo
del Cristo y su carne resucitada— con el menosprecio
o el olvido de los míseros.
Que el Señor Jesús nos dé la gracia, cada vez que
celebremos la Eucaristía, o que nos reunimos en su
nombre, de captar verdaderamente su dimensión que
supera toda dimensión, y eso que quiere decir el “en
El, por El, con El se encuentra toda plenitud”.
Que Dios nos conceda no reducir la dimensión del
Cristo a nuestras dimensiones personales. A pesar de
nuestras distracciones y nuestros olvidos, y gracias a
ello y al remordimiento de nuestras dudas, que surja de
nuestro ser el “Señor mío y Dios mío” del apóstol
Tomás (Jn. 20, 28).

238
V
CONCLUSION
22. PERMANECED EN LA ACCION DE GRACIAS

Sábado, 21 de febrero de 1970

En estos últimos momentos en que tengo el privi­


legio de estar en medio de vosotros querría que termi­
náramos por uno de los más grandes mandamientos de
nuestra fe, el mismo del Evangelio, “la dichosa nueva”.
Ese gran mandamiento lo encontramos, en efecto, desde
el principio de San Marcos: “Comienzo de la Buena
Nueva referente a Jesuscristo, Hijo de Dios” (Mr. 1,1).
Una buena, una alegre noticia: y el mundo de hoy tiene
necesidad de oír la alegría de esta noticia. Cuales­
quiera que sean las tormentas, es preciso que la ale­
gría y la luz de esta buena nueva dominen todas las
cosas. Así querría yo que termináramos estas jorna­
das de retiro.
“Comienzo de la Buena Nueva referente a Jesucris­
to, Hijo de Dios.” El Evangelio, pues, no es en primer
término ni un escrito, ni un libro: es una “noticia”, que
es el mismo Jesucristo, lo que Jesús decía a los pere­
grinos de Emaús: “El les explicó todo lo que le con­
cernía” (Le. 24, 27).
El Apóstol Pedro nos lo dice en términos llenos de
alegría: “Por él, las promesas, las más grandes pro­
mesas nos han sido dadas a fin de que vosotros tam­
bién os hagáis así participantes de la naturaleza di­
vina” (II, Ped. 1, 4). He ahí cual es la buena, la alegre
noticia: hemos recibido unas promesas preciosas, las
más grandes. Se nos han dado a fin de que lleguemos
a ser “participantes de la naturaleza divina”, y esto
“por Jesucristo Nuestro Señor”.
Ahora bien, nuestro muy amado Señor Jesús, en sus
parábolas más sencillas, nos recuerda que el reino de
Dios es semejante al “tesoro escondido en un campo y
que un hombre llega a descubrir (¡esta es la alegre no­
241
16
ticia!): lo esconde de nuevo y se va, loco de alegría,
a vender todo lo que tiene y comprar el campo”
(Mt. 13, 44-46). La clave de esta parábola no es que
sea preciso vender todo lo que se tiene, sino que se
está “loco de alegría”. Y cuando se está loco de ale­
gría, simplemente y como sin pensarlo se venderá fá­
cilmente lo que hace falta vender, se desembarazará
de lo que entorpece. Pero es necesario estar loco de
alegría.
Ya sabéis que en los Nacimientos de Navidad mar-
selleses y provenzales uno de los personajes, entre
todos los que figuran allí, se llama “el Ravi”. No es el
más inteligente de todos, ni mucho menos: incluso pasa
por un bobo. Ni siquiera tiene un regalo que traer, como
todos los otros que no vienen con las manos vacías.
Pero él está enajenado de alegría; por eso es el Ravi
(el enajenado). En Marsella también se dice el fada,
es decir, el que está tocado por un hada. Para nos­
otros esa hada es la gracia, “ese intercambio de amis­
tad con ese Dios de quien se sabe amado”, según las
palabras de Santa Teresa; y cuando nosotros descu­
brimos esa “ternura misericordiosa de nuestro Dios”
(Le. 1, 78) se produce infaliblemente la enajenación
de alegría. De ese modo nuestra fe, nuestro cristianis­
mo, es esa doble corriente de alegría y gozo que va
de Dios al hombre y que remonta del hombre a Dios:
Dios, que se alegra de la oveja perdida y encontrada,
del dracma encontrado, del hijo pródigo que vuelve;
el hombre que se alegra porque ha encontrado el te­
soro oculto en el campo. Y de esa alegría es de lo que
tienen más necesidad los hombres de hoy.
Todo nuestro Evangelio está como bordado, tejido
de esa palabra alegría, gozo. El Angel Gabriel entró en
casa de María y dijo: “Alégrate, María, llena de gracia.”
Esa es la primera palabra de la buena nueva: “Alégra­
te.” Esto es más que el “Yo te saludo, María”; es el
“Alégrate María, llena de gracia”. Juan Bautista “salta
de alegría” (Le. 1, 44)) en el seno de Isabel; y María
misma rebosa de alegría” en su Magníficat. “Yo os
anuncio una gran alegría”, se dice a los pastores, y no
sólo una alegría para vosotros, sino una alegría “que
será la de todo el pueblo” (Le. 2, 10). Y el anciano
242
Simeón y la anciana profetisa Ana bendicen y alaban
a Dios. Cuando la Iglesia, nuestra Iglesia, acaba de
nacer, cuando es tan pequeña, tan reducida, parte el
Pan “con alegría y sencillez de corazón”, nos dicen los
Hechos de los Apóstoles (2, 46). En Antioquía, en la
primer diáspora, “los discípulos estaban llenos de ale­
gría y del Espíritu Santo” (Hechos 13, 52). Y tenemos
esas palabras que nos han servido de punto de partida,
el Magníficat de Pedro: “Vosotros rebosáis de una ale­
gría indecible y llena de gloria” (I, Ped. 1, 8). Si con­
templamos la Transfiguración del Señor Jesús, también
nosotros —como dice San Pablo— “somos transforma­
dos en la imagen del Señor, cada vez más gloriosa”
(II, Cor. 3, 18).
No es de extrañar que sea San Lucas, el evangelis­
ta de la ternura, y de la misericordia, el evangelista de
los pecadores, de la pecadora perdonada y amante, el
evangelista del dracma encontrado, del hijo pródigo,
quien nos haya transmitido todos esos textos que aca­
bo de citar sobre la alegría en el Evangelio; él es el
historiador de María y el discípulo de San Pablo.
Pero escuchemos directamente a San Pablo: “Yo
estoy todo lleno de consuelo; yo reboso de gozo en
todas nuestras tribulaciones” (II, Cor. 7, 4). Si hay un
reproche que pueda hacerse a San Pablo es no saber
lo que es la tribulación. El rebosa de alegría. Y si rebo­
sa de alegría es porque ha recibido ese deslumbra­
miento de Dios: del Dios que conocía como el Dios de
Abraham,,de Isaac y de Jacob; el Dios de sus padres;
pero también de ese Dios que se ha revelado a él en
la persona del Señor Jesucristo en el camino de Da­
masco. Y San Pablo, o el autor tan paulino de la Epís­
tola a los Hebreos, nos da la descripción del cristiano;
descripción que nos hace sentir cuán olvidadizos somos
a menudo de lo que allí se dice:
“Aquellos que han sido iluminados una vez (aque­
llos que justamente han recibido ese deslumbramiento
de Dios), que han gustado el don de Dios, que se han
hecho participantes del Espíritu Santo, que han sabo­
reado la maravillosa palabra de Dios y presentido las
fuerzas del mundo futuro...” (Hb. 6, 4).
Esos son los signos distintivos del discípulo de
Jesús, de aquellos que han sido iluminados, que han
gustado ese don de Dios: “Si tú conocieras el don de
Dios y a quien te habla” (Jn. 4, 10); de aquellos que
participan del Espíritu Santo, de las divinas promesas,
que han saboreado la maravillosa palabra de Dios, ese
tesoro, esa encarnación permanente, viva, que posee­
mos en los libros de la Escritura. También de aquellos
que, a través de las dificultades del mundo de hoy, han
presentido las fuerzas del mundo que vendrá: “Aquellos
que por la fe y la perseverancia reciben la herencia de
las promesas” (Hb. 6, 12): nosotros somos salvados en
esperanza.
Así comprendemos la vehemente exhortación de San
Pablo que repetimos en el tiempo de Pascua, pero que
que es preciso releer y repetir:
“Alegraos sin cesar en el Señor, yo os lo digo una
vez más: alegraos” (Filp. 4, 4). Es una orden; es pre­
ciso alegrarnos. “Que vuestra benevolencia (vuestra
benignidad, vuestra bondad) sea conocida por todos
los hombres.” Que vuestra alegría sea conocida por
todos los hombres, porque esa benevolencia, esa be­
nignidad, esa paz del corazón es la que será la fuente
de la paz para los hombres, y para cada uno de ellos
cuando cada uno la haya descubierto. Pero San Pablo
quiere decirnos la razón de esa alegría en el Señor:
“Alegraos sin cesar, el Señor está próximo.” De­
bemos ser felices porque el Señor está próximo. Me
diréis que eso no es fácil; pero es preciso creerlo: es
una palabra inspirada. “El Señor está próximo. No ali­
mentéis ningún cuidado.” San Pablo no nos dice: “No
tengáis ningún cuidado”; eso sería ridículo. Lo que nos
dice es que no los alimentemos. Ahora bien, sucede
a veces que alimentamos nuestro cuidado, nuestras pre­
ocupaciones, como a esas plantas verdes de salón que
se riegan cuidadosamente, y que se las hace crecer.
No se quiere que mueran... No; no alimentéis, ningún
cuidado.
Ya os acordáis de Jonás, ¡que estaba cansado de
ser profeta! Dios quiere enviarle a que hablo a Nínive,
244
I.i gran ciudad. Y Jonás desconfía de Dios porque sabe
quü Dios le obligará a decir cosas terribles contra Ní-
nlvo. Pero eso sería lo de menos: Jonás sabe que Dios
capaz, después, en el último minuto, de ¡perdonar!
Y, entonces, ¡qué postura la de Jonás, después de ha­
berles anunciado daños espantosos, si Dios se pone a
perdonar en el último instante y no sucede nada! Por
eso, en vez de ir a Nínive, Jonás toma el camino contra­
llo, el de Tarsis, hacia España: así está seguro de que
no irá a dar aquel mensaje. Ya sabéis la continuación:
no hay modo de escapar de Dios. Jonás acaba final­
mente en Nínive. Y anuncia la noticia durante varios
días. Después ya tiene bastante, y va a descansar un
poco fuera de la ciudad. Hace calor, y Dios, en su bon­
dad, hace crecer un ricino que le protegerá con su
sombra. Pero he aquí que se introduce un gusano en
ol ricino y éste empieza a secarse. “No alimentéis nin­
gún cuidado”, dice San Pablo; pero Jonás está muy pre­
ocupado por su ricino que se está secando. Sólo piensa
on eso. Entonces le dice el Señor: “Jonás, te creas pre­
ocupaciones, estás en pena por tu ricino y te olvidas
de la gran ciudad con sus millares de habitantes. ¡Ella
es la que me preocupa y no tu desgraciado ricino! Es
la gran ciudad la que me da cuidado” (Jon. 4, 6 y sigs.).
“No alimentéis ningún cuidado”, nos dice San Pa­
blo. ¡Qué fácil es decirlo! Pero inmediatamente nos
dice cómo estar en la acción de gracias y la alegría:
“Pero en toda necesidad (porque sabe perfectamente
que tenemos necesidades —y hay otros además de
nosotros— y dificultades) recurrid a la oración y a la
plegaria, penetrados de acción de gracias, para presen­
tar vuestras peticiones a Dios” (Filp. 4, 6). Ahí tenemos
como un mini-tratado de espiritualidad: “En toda nece­
sidad recurrid a la oración.” La oración de que nos ha­
blaba Santa Teresa: “el encuentro de amistad con Dios,
de quien se sabe amado.” Un gran silencio con Dios:
yo sé que él me ama, y yo le amo. San Pablo añade,
después de haber mencionado la oración, la plegaria:
“Llamad y se os abrirá, pedid y recibiréis”; esa es la
plegaria de petición de la que el Señor Jesús nos habla
en el Evangelio. Y que esa oración y esa plegaria estén
“penetradas de acción de gracias”, de agradecimien­
245
tos. Nuestra vida cristiana es una vida totalmente nueva
con Cristo, en el que somos resucitados; es una vida
de acción de gracias, una vida eucarística. Es la misma
palabra: EUCHARISTOI. Sed gente de acción de gra­
cias, que agradecen por la CHARIS, la gracia que han
recibido. Y nuestro sacrificio de Alianza nueva y eterna
se llama también “Eucaristía”, es decir: “Acción de gra­
cias”. Entonces, si no alimentáis ningún cuidado, si en
toda necesidad recurrís a la oración, “la paz de Dios,
que supera toda inteligencia, tomará bajo su guarda
vuestros corazones y vuestros pensamientos en el Cristo
Jesús” (Filp. 4, 7). Así se termina este texto de la
Epístola a los Filipenses, ese tratado en nueve líneas
de la alegría del cristiano, el mandato de “alegrarnos
sin cesar”. Y, por añadidura, ante las maravillas de
nuestra fe que nos hacen alegrarnos, las teorías o las
disputas sobre las interpretaciones nos parecerán pá­
lidas y sin interés.
Nuestra vida cristiana, si lo es así, se expandirá y
se comunicará indefectiblemente a los hombres. No
puede quedar en un simple cara a cara con Dios, aun­
que sea un cara a cara de enamorados llenos de gozo.
Por el hecho de que existe ese gozo interior, por tener
en nosotros esa benevolencia que acompaña a la paz
de Dios en nuestro corazón, se transparentará todo eso
al exterior, como lo dice San Pablo en otro texto de la
epístola a los Colosenses:
“Vosotros, pues, los elegidos de Dios (y este es
también un motivo de nuestra alegría: somos los elegi­
dos de Dios), sus santos y sus muy amados —y de ahí
la carta de la vida cristiana, lo que nuestras iglesias
locales deben ser— revestios de los sentimientos de
tierna compasión” (Col. 3, 12).
San Pablo vivió la ternura. Cada vez que habla de
ternura emplea la palabra griega “Filostorgein”, que
quiere decir “amar, amar”. Cuando escribe su carta a
Filemón habla de Onésimo, el esclavo fugitivo: “Onési-
mo, mi hermano amado en la carne y en el Señor.” No
es sólo un amor platónico “en el Señor”. San Pablo
ama a Onésimo igualmente “en la carne”. Cuando dé
unos consejos a Timoteo para la dirección de las co­
246
munidades, le dirá: “Exhorta a los ancianos como un
pudre, a las mujeres de edad como a madres, a los jó­
venes como hermanos, a las jóvenes como hermanas,
un toda pureza” (I, Tim. 5, 1-2).
Pero volvamos a la carta de la vida cristiana vivi­
da en comunidades fraternas, según la Epístola a los
Colonenses (3, 12 y sgs.):
“Revestios, pues, de sentimientos de tierna compa­
sión, de benevolencia, de humildad, de dulzura, de pa­
ciencia. Soportaos los unos a los otros, y si uno tiene
alguna queja contra otro perdonaos mutuamente. El
Señor os ha perdonado (he ahí la gran razón), haced
lo mismo vosotros. Y después, por encima de todo, la
caridad, en la que consiste la perfección. Con esto, que
la paz del Cristo reine en vuestros corazones: ese es el
llamamiento que os ha reunido en un mismo cuerpo
(ese gran Cuerpo que domina todo el universo, ese
pleroma). En fin, vivid en la acción de gracias.” Y vol­
vemos a nuestro tema: la traducción literal sería: “Sed
eucarísticos”. Y, con toda seguridad, en la cima de
nuestra acción de gracias será el sacrificio de la Euca­
ristía lo que ofrecemos.
¿Ignoran la enfermedad, la percepción, el sufrimien­
to, la muerte, estos primeros cristianos a quien habla
y escribe San Pablo? El mismo está preso cuando es­
cribe estos himnos a la alegría. ¡Y las prisiones romanas
no eran hoteles tres estrellas! Y él, que ha conocido
los peligros del desierto, los peligros del mar, los peli­
gros de la ciudad y el peligro de los falsos hermanos,
que ha sido flagelado tres veces, que ha naufragado
tres veces, que ha permanecido veinticuatro horas en
el abismo, y ha sido lapidado una vez, sabe muy bien
de lo que habla cuando dice que es preciso “vivir en
la acción de gracias” (cfr. II, Cor. 11, 23-29). ¿Quién
osará recusar su testimonio? Para él, el cristiano, “como
si viera lo invisible, se mantiene firme” (Hb. 11, 27).
Por el contrario, el pagano es aquel que “no da a Dios
ni gloria, ni acción de gracias” (Rom. 1, 21).
La grandeza que nos aportan hoy los pueblos po­
bres es saber dar gracias en todas las circunstancias.
247
Una de las más bellas lecciones de los años pasados
en medio de las gentes más sencillas del Brasil es su
capacidad para dar gracias por las cosas más peque­
ñas. En nuestra Europa bien cebada siempre estamos en
actitud de quejarnos. Si queremos recurrir a una pará­
bola, podríamos tomar a un hombre que tiene un auto­
móvil. En ese automóvil sólo el limpiaparabrisas no mar­
cha muy bien. Y el hombre sólo piensa en su limpiapa­
rabrisas, ¡cómo Jonás en su ricino! ¿Es posible, en
pleno siglo XX, tener un limpiaparabrisas que no fun­
cione? Y el pobre del Brasil, que no tiene coche, ni
nada, mira un limpiaparabrisas y se dice: “¡Ah!, qué bo­
nito es eso, qué divertido, está bien hecho, es hermo­
so”, y se siente feliz mirando ese limpiaparabrisas.
“Alegraos siempre”, dice San Pablo; y yo no quiero
emplear otras palabras que las suyas a los Tesaloni-
censes, cuando dice: “Manteneos siempre alegres, rogad
sin cesar. En toda ocasión estad en acción de gracias,
esa es la voluntad de Dios sobre vosotros en Cristo
Jesús” (1 Tes. 5, 16-18). La voluntad de Dios respecto a
nosotros en Cristo Jesús es que estemos en toda con­
dición, cualquiera que sea, hagamos lo que hagamos,
en acción de gracias. Y dice siempre, incluso cuando
hay divisiones en la comunidad cristiana, incluso cuan­
do los cristianos se discuten. Porque en tiempos de San
Pablo también se discutían, y por nonadas. Pensemos
en la famosa querella de los ¡dolothytes de la carne:
“Yo como carne sacrificada; yo no la como; yo necesi­
to legumbres; yo necesito otra cosa.” El P. Spicq ex­
plica, en uno de sus libros más profundos, que en esta
primera comunidad cristiana había incluso gentes con
ideas absurdas. Los pitagóricos recién convertidos, por
ejemplo, que tenían un gran amor al silencio —el si­
lencio era para ellos una cosa grande y bella— rehu­
saban comer pescado, porque los peces eran para ellos
el más maravilloso símbolo del silencio: ¡son, en efec­
to, los grandes silenciosos! Adivinamos, pues, lo que
podía ser una comunidad en la que ¡el neo-pitagórico
se negaba a comer pescado, otro la carne, y el otro las
legumbres! Y San Pablo les dice a todos: “No vayas a
hacer que perezca con tu alimento aquel por quien ha
muerto el Cristo” (Rom. 14, 15); y añade, en relación
248
con cada uno de ellos: “Aquel que come (carne), poco
importa, lo hace para el Señor, puesto que da gracias
a Dios. Y aquel que se abstiene lo hace para el Señor
y da Gracias a Dios” (Rom. 14, 6).
Encontramos en esto la gran actitud: en todas las
cosas dar gracias a Dios. Es lo que ya decía el Profe­
ta: “Como el esposo se alegra de la esposa, tú serás
la alegría de tu Dios” (Isa. 62, 5). He ahí lo que Dios
espera de nosotros: que seamos su gozo. Y San Pablo
añade: “El reino de Dios es justicia, paz y gozo en el
Espíritu Santo” (Rom. 14, 17).
¿Existe alguna palabra más bella, una palabra que
penetre más profundamente en el corazón, que aquella
del profeta Miqueas, cuando, después de haber pronun­
ciado tantos oráculos de destrucción nos da la palabra
de Dios?
“Se te ha hecho saber, hombre, lo que está bien,
lo que Yahvé reclama de ti...”
¡Ah!, entonces estamos a la escucha: ¿que es lo
que Dios espera de nosotros?
“Nada más que realizar la justicia,
amar con ternura
y andar humildemente con tu Dios.” (Miq. 6, 8).
Ese es el programa pedido a los cristianos: cumplir
la justicia, es decir, la santidad de Dios que tendrá unas
exigencias en la tierra igualmente, puesto que el hom­
bre ha sido hecho a imagen de Dios. Amar con ternura,
!esa ternura de que nos habla San Pablo, y de la
que ya os he hablado; ella es una de las notas de la
vida cristiana, y ¡a que los hombres esperan más, puede
ser, en estos tiempos. Y andar humildemente con Dios.
Este es, en defintiva, el mensaje, el único mensaje
que nos da Nuestra Señora: “Mi alma alaba al Señor
y mi espíritu se estremece de alegría en Dios mi Sal­
vador.” Henos aquí de nuevo en pleno gozo y alegría.
Pero, ¿por qué ese “estremecerse de alegría en Dios?”
¿Por qué? “Porque él ha puesto los ojos sobre su hu­
milde sierva.” El gozo cristiano, el gozo de Nuestra Se­
ñora, resulta a la vez de la grandeza de Dios, del des­
249
lumbramiento de Dios, de las divinas promesas y mise­
ricordias de Dios que el Magníficat enumera a continua­
ción, de ese Dios tan grande que María exalta, que está
por encima de todo, y de la pequeñez de ella. La ale­
gría cristiana está hecha de esa diferencia de nivel, de
potencial, entre la grandeza de Dios y nuestra peque­
ñez. Y así puede decir con tanta dicha —y nosotros
con ella— que Dios “ha puesto los ojos sobre su humil­
de sierva”.
La Iglesia sirviente y pobre encuentra en María su
modelo, pero ¿es preciso recordarlo cuándo nos deci­
mos los servidores de Dios, los siervos del Señor? De­
masiado frecuentemente, en efecto, nos parecemos más
bien a esos buenos párrocos y presbíteros que quieren
ser servidores, pero a condición de ser quienes gobier­
nen..., ¡lo cual no es la misma cosa!
Seamos los humildes adoradores del Señor, como
María. Entonces, puesto que Dios es tan grande, podre­
mos verdaderamente estar en alegría, entrar en el gozo
del Señor.
Nuestro Señor Jesús también “se ha estremecido de
gozo bajo la acción del Espíritu Santo” (Le. 10, 21).
Y dijo entonces: “Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo
y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sa­
bios y a los sagaces y haberlo revelado a los más hu­
mildes.”

250
DISCURSO DE PABLO VI AL TERMINAR ESTE RETIRO

Antes de poner fin a esta reunión silenciosa que du­


rante unos días nos ha reunido en la plegaria y la me­
ditación, damos las gracias a quienes han asistido a
ella, a quienes han estado en comunión entre ellos y
con Nos en la búsqueda de Dios, en la oración y en
el deseo de elevarse hacia Dios; y damos también las
gracias al P. Loew por tantos pensamientos y palabras
que nos ha ofrecido, y por su continua invitación a avan­
zar en busca de un conocimiento más profundo y más
íntimo del Señor.
Cuando el P. Loew aceptó dar este retiro, debemos
recordar que Nos preguntó: “Pero, ¿sobre qué materia
y cómo desarrollarla?” Y Nos hicimos decirle: “Hablad-
nos de Cristo y de la Iglesia.“ Sobre estos dos puntos
que debían ocupar estos momentos de recogimiento
espiritual, nos ha llamado la atención el padre; y este
debería ser, Nos parece, el recuerdo que conservare­
mos en nuestro espíritu de estas jornadas; un recuer­
do que no debe apagarse ni dormir en nuestros espíri­
tus, sino que debe ser como un manantial de nuevos
pensamientos, de nuevos sentimientos, de resoluciones
que tomemos una vez terminado el retiro; y Nos pare­
ce que esas resoluciones pueden ser dos, sin atenuar
por eso las tan hermosas recomendaciones hechas por
nuestro predicador antes de dejarnos, es decir, la glo­
ria de servir al Señor.
El primer recuerdo y, por tanto, la primera resolu­
ción Nos parece ser esta: Debemos reanudar el estudio
de Cristo. Es una petición que parece casi indiscreta
y que no nos hace justicia a quienes somos alumnos
en la escuela del Señor, que siempre hemos buscado
conocerle; pero sucede que nosotros, que poseemos las
llaves de esos tesoros del conocimiento del Señor, que
conocemos la teología, que tenemos las fórmulas y te­
nemos esa verdad, debamos preguntarnos a nosotros
mismos si hacemos trabajar esas llaves, es decir, si
251
abrimos esos tesoros, si los exploramos, y si en vez de
detenernos en una expresión nominal, buscamos com­
prenderlos mejor o, al menos, sentirnos afectados por
la profundidad, por la grandeza de esas cuatro dimen­
siones de San Pablo: la altura, la profundidad, la largu­
ra y la anchura; lo que quiere decir que somos invita­
dos a extender, a ampliar nuestra capacidad de apren­
der, de comprender por encima de toda palabra; y esto
Nos parece tanto más necesario cuanto que en la cul­
tura moderna, que llega hasta nosotros, en la opinión
pública y en el ambiente mental que nosotros mismos res­
piramos surgen las negaciones de Cristo.
“En la hora sexta se hizo la oscuridad sobre toda
la tierra hasta la hora nona, y después Jesús clamó con
un gran grito: Eloi, Eloi.”
Hay en el mundo una negación más agresiva, más
penetrante, que nos alcanza en las raíces de la exége-
sis de la palabra de Dios, o que niega la utilidad y la
actualidad del cristianismo. Y si nosotros no vamos con
las armas del pensamiento, de la plegaria, de la vir­
tud y de la gracia para enfrentarnos con esa negación
que busca vencer a la Iglesia y llega, lo repito, hasta
nosotros que somos los ministros de la palabra y de la
gracia del Señor, no podrá prosperar, ciertamente, el
reino de Dios. Debemos ser más cristianos, estar más
llenos de esa ciencia del Señor para ser capaces, des­
pués, de transmitirla a los otros, a fin de que la luz atra­
viese las cosas y no sólo las tinieblas.
Tenemos el Concilio, abierto ante nosotros, con pá­
ginas maravillosas; y estos días, precisamente, releyen­
do esas páginas decía yo a la Curia romana que ha par­
ticipado en el Concilio y ha trabajado en su prepara­
ción, que estoy asombrado de cuán bellas son y de
cómo han brotado, casi inconscientemente, de nuestras
almas y de nuestras plumas, y al verlas ahora nos pa­
recen destellar una luz que no es nuestra. El Señor nos
ha asistido y pienso verdaderamente que esa riqueza
no debe ser olvidada, sino que debemos, como verda­
deros hijos de nuestro tiempo, aprovechar esa gran
inundación de sabiduría, de ciencia del Señor que ha
llegado hasta nosotros.
252
Todavía querría añadir otra consideración que fa­
cilite, o al menos invite nuestra atención al estudio de
Cristo: es la consideración de que en nuestro mundo la
estatura del hombre se ha hecho mayor. Hoy día está
ensalzado, se siente maduro, se siente adulto y busca
ser la medida última de la evolución, del progreso hu­
manos. Actualmente, esa figura del hombre, que se en­
sancha, que crece, que se hace más profunda, que des­
cubre su profundidad psicológica, que revela sus ne­
cesidades, que aún revela más sus sufrimientos, se
presenta ante nosotros todavía más visible, más explora-
ble, más cognoscible y más reconocible como la ima­
gen de Cristo. Nos es más fácil, verdaderamente, en­
contrar a Cristo en el hombre porque el hombre es
más visible, más reconocible. Y esto no es retórica, es
verdaderamente el rastro e incluso el objeto de nues­
tra conversación cotidiana. ¡Qué evidencia la de esa ne­
cesidad de Cristo, experimentada y manifestada por
el hombre! Se la quiere medir hasta la desesperación,
última palabra de la literatura moderna, con una sed
angustiosa de paz social, de justicia, sentimientos que
se apoderan de cada uno de nosotros y que nos con­
sumen. En suma, en su propia exaltación el hombre ex­
presa como una gran necesidad, un gran deseo de
Cristo; y si sabemos descifrar esto encontraremos las
palabras para predicar, para hacer que nuestra época
viva a Cristo en nuestra sociedad, que más bien pare­
ce refractaria, a la que, diría yo, casi repugna recibir
el nuevo mensaje del Señor; que lo rechaza como si
fuera un lenguaje para un tiempo ya caducado, cuando,
en realidad, adquiere toda su actualidad cuando cono-
nocemos verdaderamente nuestra humanidad.
Todo esto es una invitación a estudiar de nuevo a
Cristo, no sólo en los libros, sino también en la riqueza
de la ciencia de la Iglesia y de la experiencia humana;
y el progreso es posible, está a nuestro alcance y no
debemos descuidarlo.
Cuando escuchábamos las predicaciones de estos
días pensaba en ese camino que, acaso en nuestra teo­
logía habitual de los estudios, jamás había percibido tan
bien trazado: es decir, la venida de Cristo a través de

253
la historia de la salvación. Ciertamente, esa visión no
es original, ajena y exterior, heterodoxa, sino que es
una visión más profunda de esa revelación aplicada a
la historia. Y esa historia, ¡cuánto nos puede enrique­
cer al hacernos encontrar a Cristo que viene siguiendo
nuestros pasos, a nuestro encuentro!
Hay un viejo libro de Fornari que siempre encanta
leer, que dice al comenzar la historia de Cristo: "Jesús
ha venido a nosotros como un hombre que viene de
lejos, cuyos pasos apenas se oyen al principio, apenas
son perceptibles, y que cada vez se oyen más claros y
firmes hasta el momento en que se comprende que sus
pasos son la presencia”: Y esa es la historia de la Re­
dención que podemos encontrar de nuevo abriendo otra
vez el libro que ha estado cerrado para nosotros dema­
siado tiempo: el Antiguo Testamento, con sus persona­
jes y con sus gradaciones que anuncian a Cristo aproxi­
mándose a nosotros.
Y ese mejor conocimento de Cristo, ese problema
—es preciso estudiar más a Cristo—, se presenta a Nos
por la Iglesia: porque nadie podrá negar que la Iglesia
ha venido a ser para Nos el gran tema de reflexión y de
estudio. Al leer nuestros textos de eclesiología, la gran
definición, que parecía definitiva, era la siguiente: la
Iglesia es una sociedad. Y Nos nos acordamos que,
cuando el Concilio rechazó el esquema sobre la Igle­
sia, se hizo esta objeción: no es solamente una socie­
dad... ¡es un MISTERIO! Un misterio..., eso es lo que
puede haber de más profundo y último en la definición
de la Iglesia como sociedad. Y hemos visto lo que era
ese misterio: la Encarnación, que continúa y Cristo pre­
sente en la historia... Y por eso la Iglesia, esta vieja
Iglesia, se presenta ante nosotros con tal vivacidad,
con tal capacidad de expansión y, yo diría, con una
oferta de comprensión.
Debemos dar gracias al Señor por haber nacido en
estos desgraciados y, sin embargo, dichosos años en
cuyo curso, es verdad, la Iglesia se transfigura ante
nuestros ojos; y no debemos ser ciegos, sino videntes y
mirar, y decir lo que San Pedro dice en el Evangelio
254
que leeremos mañana: “¡Qué bello es, cuán hermoso
es contemplar el semblante de la Iglesia si ella es así!”
Y con estas resoluciones volveremos a estudiar a
Cristo y a la Iglesia. Terminemos nuestro retiro dando
gracias al Señor, dando las gracias —repito— a quie­
nes han participado en él, a quienes se Nos han unido
en él, y que Nuestra bendición selle y fecunde esos
pensamientos y esas resoluciones.

Que sea bendito el nombre del Señor...

255

Vous aimerez peut-être aussi