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│Lugares Urbanos│

Miguel Angel Roca

CAPITULO III

LA CALLE

Muchas veces oímos hablar respecto de las calles de nuestras ciudades usando expresiones para caracterizarlas tales
como "caliente", "colorido", "frecuentada", "popular", "animada" o "viva”. Cada una de estas designaciones remite a un
código de un determinado campo cultural. Cuando decimos que es caliente, apelamos a las connotaciones climatológicas
del término, hay una incitación vigorizante, una sensación de calor y vitalidad humana que nos rodea y protege. Cuando
decimos que es frecuentada, se alude a una dinámica, sin discriminar si se trata de tránsito pasante o deambulante que se
pasea por ella. El carácter popular nos remite ala sociología tanto como a la socioeconomía. Nos habla del carácter de
adhesión que despierta entre las masas urbanas, o del tipo de usuario, sin excluir el primer sesgo. En cualquier caso nadie
está excluido, siempre y cuando deje los atributos de ostentación de su marco gestual. Que una -calle es colorida, que vale
la pena verse, habla de aquella que se singulariza por su pintoresquismo, que merece un reconocimiento por su carácter
único o es acreedora a ser registrada para transformarse en signo y símbolo del lugar o ciudad a consumir, localmente o en
extrañas geografías.

Decimos que la calle es animada, viva, cual si tuviera un espíritu, un ritmo propio que surge de un clima festivo, alegre o de
cierto desorden que es parte del continuum urbano. Si penetramos en la naturaleza de ésta, que todavía designamos como
calle viva o animada, vemos que en ella los negocios tienen un carácter provisorio, frágil, y que las actividades se
desarrollan por igual en la calle y en pequeños locales.
Aquí aparece evidente el grado de pertenencia, y de adscripción de las casas que bordean un canal espacial, las fuertes
relaciones recíprocas entre ambas, que le dan ese carácter sustantivo y propio de la calle, que sirve a unos habitantes como
medio de acceso a sus intereses y que se califica como mediadora entre el espacio privado y el auténticamente público.

Sin embargo, todas estas designaciones parecen ser válidas como observaciones superficiales, como registro de turista o
de escrutador clasificante y no movilizado de las capacidades imaginativas, de ensueño y de lectura poética de la ciudad.

La calle es una unidad sólida de análisis con valores esenciales, expresiva de las fuerzas urbanas, hecha de gente, de un
espectro amplísimo de seres evidentes a través de sus manifestaciones físicas, de lenguaje, gestos, etc., y de la realidad
material del recinto y su envolvente.

Existen reales hombres de la calle y ,a ellos pertenece un lenguaje que nada tiene que ver con el de los interiores. Pero está
lengua parece ser, producto, de la calle misma y no de los vendedores ambulantes, de los diareros, de los taxistas, etc.
Para estos habitantes, conocer una ciudad es conocer sus vías y flujos favorables o desfavorables, que ellos reconocen por
instinto, y que niegan toda posibilidad de aprehenderla lentamente. Ellos querrían la calle para sí, por cuanto la posesión
confiere prestigio y autoridad.

La ciudad presenta estímulos de todo tipo pero actúa sobre los hombres especialmente en la calle, de manera
incontestable. Si bien la ciudad es una unidad global, es en esta estructura de calle donde encontramos "la libertad por
excelencia del lenguaje que no es otro que el lenguaje de la libertad" En ella cada hombre se presenta con sus atributos
propios que justifican la lisonja, el sarcasmo o el apóstrofe, y en tanto exista este lenguaje, la ciudad no será el lugar de las
muchedumbres solitarias sino uno vivo, poblado, donde hay seres que rescatan su individualidad de la masa de rostros
anónimos. Antes que los príncipes de lo imaginario hubieran hablado de la calle, ella lo hizo a través de sus mercaderes con
la palabra libre, rápida, furtiva, cambiante con las horas, los clientes, el producto, producto hecho palabra, palabra gestual,
palabra-producto, palabra-fruto, palabra-proclama.
La ciudad, como su metafórico símil, el bosque, para Laugier, está llena, poblada de sonidos de sus elementos acogidos,
albergados: de insectos, pájaros, frondas, de las ocupaciones de construir, de comerciar, del movimiento y por sobre todo,
de los murmullos y gritos de sus gentes. La ciudad está llena de gritos que portan un sentido, de palabras que se desplazan,
que se modifican y que a veces estallan en el idioma de la revuelta. La sociedad global, como causa primera y última, se
expresa a través de esta mediación precisa de la calle y su gente, así como también "el número de las mediaciones sociales
modifican la fisonomía del fenómeno social".
lo. 1. Santa María del Fiore.
2. Plaza de la Annunziata.
3. Palacio de Ufizzi
4. Plaza de la Señora
S. Calles articulativas

La calle aparece como mediación autónoma y necesaria entre el dominio personal y los lugares de trabajo, de recreación,
de expresión comunitaria. Pero sin lugar a dudas todos reconocen en la calle la presencia de una estructura elemental, un
trayecto o recorrido que vale por sí mismo y que no les es indiferente, independientemente de los objetivos que permita
realizar.

En sus orígenes, la calle, en Atenas, en Roma (no así en sus ciudades coloniales), en las mediaciones incluso del París
medieval, fue estrecha, sujetó al capricho de las construcciones erigidas sobre ella y sometida a las vicisitudes de sus
retiros o adelantos. Parecían entonces las calles, no públicas sino casi privadas, en el sentido de posesión, de ser algo
propio, desarrollado por sus vecinos. La Calle se define como un medio inmediato, el "foyer” contiguo a nuestra privacidad
de vivienda familiar. Al mismo tiempo nos envuelve con la riqueza y variedad del medio del que emana, y como es nuestra
percibimos toda la "información" que puede transmitir. La función esencial de la calle, sería la de dar acceso ya que vemos a
la gente entrar y salir de sus casas: pero además conlleva el primer estar, el cuarto colectivo, donde las comunicaciones se
intensifican, tanto entre los vecinos ribereños como entre estos y la calle como organismo.

Edificio Calle. Palacio Ufizzi

La calle se diferencia del boulevard, en que éste se alimenta de su propia multitud, cual gran espació público, ilustrando en
su regularidad de edificios que responde a principios y categorías generales, que remite a una existencia ideal, poco
comprometida con singularidades de los habitantes de la edificación circundante. Generalmente el boulevard es recto y
regular, en tanto la calle es irregular en su trazado o en sus fachadas.
La calle es el símbolo del orden y la libertad de cierta anarquía del privilegio de la individualidad manifiesta, producto del
empuje vital del tiempo y la vida. Sentimos ala calle como diversa y múltiple en su esencialidad y manifestación, producto de
la afirmación de las cosas y seres que la determinan, indiferencia total por la uniformidad, celebración de los contrastes, de
las disimetrías. Basta remitirnos al París del siglo XVIII, del Siglo de las Luces, de la Edad de la Razón, en el que la vida de
los cafés, de los salones, de los diarios y la libre empresa reinaban en su plenitud para que reconozcamos en su testimonio
físico de la ciudad, la inexistencia de tradiciones asumidas, la ausencia de orden, el espíritu manifestándose en la libertad
irreverente. Desaparece la preocupación del siglo XVII por vistas de conjunto armoniosas, grandes perspectivas. Los logros
hay que buscarlos en los rincones en el detalle.

La calle Medieval La calle protegida. Bazar de Isphahan

La calle-plaza protegida. Galería Vittorio Emanuele

Este caos urbano, ya acompañado como es lógico suponer, de la proclamación y sustentación teórica de un orden riguroso,
el de Laugiér en 1755 y otro que, sin embargo, tardará un siglo en concentrarse y enseñorearse de la ciudad.

El boulevard posee su propia naturaleza. Constituye verdaderas vías públicas que sirven a barrios enteros, y por ello mismo
están trazados más regularmente, producto de haber sido hechos con indiferencia por los intereses particulares y su
anarquía implícita. Cuando nacen en París, con Hausmann estos ejes principales organizan la ciudad entera y vinculan a
ésta con el exterior. Tienen en su momento un carácter un tanto abstracto a pesar de su cuasi naturaleza, de su forestación
cuidadosa e intensa, pero que no deja de parecer un simulacro, un sustituto de aquella otra real del bosque. Nuevos signos
aparecen en equipamientos urbanos uniformes. Lo que lo aparta, sin embargo, de la uniformidad, no es precisamente su
tratamiento sino más bien su carácter de espacio teatral, altamente socializado.

El boulevard introduce una sobreexitación; especialmente en sus tardes y noches tempranas.


En plena noche lo dominan el vacío y la oscuridad. En cambio la calle vive con sus habitantes, amanece y se acuesta con
ellos, nunca se deshumaniza totalmente: alguna luz en un cuarto atestigua un desvelo.

Por sus proporciones y dimensiones, el boulevard condiciona, en las gentes, ciertas actitudes. Estas son más propiamente
las de la representación. En ellas, se puede ver y ser visto. Como en el foyer de la Opera, la gente se saluda
ceremoniosamente al pasar. La visión lejana permite una anticipación, que la calle niega, para establecer toda una
estrategia del encuentro o para parecer distraídamente distante y ajeno. También otorga mayor libertad de movimientos por
su magnitud y regularidad; las multitudes refuerzan el anonimato, el ocultamiento. La atmósfera del boulevard pareciera mas
liberadora en tanto potencia. Las libertades de visión, de compostura y hasta de consciencia que goza del espectáculo
humano para aprobar o rechazar. Pareciera posible reconocer dos tipos de visión rápida, fugaz, indiscreta, osada, tal vez
afectuosa, en la, calle; abrupta, impremeditada, más lenta, distante, casi de conjunto y aérea en el boulevard.

Otras dimensiones-posibilitadas por el invento hausmaniano es el de la experiencia de la


horizontalidad y de la verticalidad. La primera debida a las grandes extensiones, recrea el horizonte distante, que nos
recuerda las llanuras del campo. Igualmente introduce la practicabilidad de la vertical con sus connotaciones ascensionales
de progreso, su impulso vital. El boulevard celebra por sobre todo la horizontalidad y con ella la sensación, y a veces la idea
de que la gente no vive una sobre otra sino contigua, al lado.

Calle y boulevard garantizan su complementariedad de términos diferentes unidos a las plazas; un sistema de elementos
urbanos proveedores de un buen equilibrio de nuestros ensueños y de nuestra vida imaginaria e imaginante. En la calle, la
actitud es familiar, como si estuviéramos en el dominio de lo privado y propio, en tanto que en el boulevard el parisiense se
sintió habitante de una capital en relación con el provinciano y, el extranjero.

De allí que la recreación de los boulevares en otras ciudades, tal como se hizo, tuvo como objetivos recrear esos atributos
propios, reafirmar idealmente en provincia el carácter de prolongación, de extensión territorial de la capital, sus rasgos
sacralizantes, elevando al rango de reflejo el lugar reflejante de una calidad de vida urbana intensa y metropolitana.

El espacio unitario primero de toda ciudad, sin lugar a dudas, fue la, plaza, el primer recinto ámbito colectivo. Cualquiera sea
su forma: triangular, circular, cuadrada o variada, cualquiera sea la distorsión de la figura básica en su regularidad, tamaño,
escala, rostros que la presiden, estos verdaderos edificios urbanos, construidos a lo largo de la historia, se insertan,
cualquiera sea su número, armoniosamente en el entorno, permitiendo recrear el encuentro, el reencuentro, la expresión, la
manifestación, la honra.

Construidas a partir de un monumento, de un lugar sacralizado, frente a una iglesia, a un edificio público y como
prolongación natural de ellos, la plaza -desde la plaza de pueblo o barrio- constituye el lugar donde el niño, los enamorados
o el anciano pueden caminar con sus ritmos propios y gozar de ellos o del espectáculo público de otros seres.

Pero a este tipo de ámbito cerrado se empieza a oponer, cómo contra figura, el ámbito de encuentro de múltiples calles y
trayectos. Las esquinas, cruces, encrucijadas, encuentros de caminos, son puntos de particular significación. Pero a
diferencia de la plaza recinto parece casi la negación de la ciudad, por ser un lugar donde no puede uno detenerse, donde
es peligroso hacerlo. En este espacio el tiempo aparece consumido y no objeto de consumo. Todo allí parece
excesivamente iluminado, todo multiplicado, vigorizado: el ruido, el miedo, los colores. Es el epicentro de la violencia, de la
irritación. Aquí la inhumanidad
reviste el carácter propio de la ciudad y se confunde con el corazón de ella (Picadilly Circus) y en alguna manera expresa
los aspectos negativos de la ciudad: es el lugar en el que nadie puede ceder a su rival y para sobrevivir debe recurrir a
todos sus recursos físicos y psíquicos. La gente que se aproxima a estos ámbitos no busca la paz de la plaza sino explorar
la dimensión dramática de la ciudad.

Una serie de equipamientos de gran valor simbólico aparece calificando el lugar: el quiosco de diarios se presenta aquí, al
igual que en las estaciones de trenes, para el hombre de paso, apurado, en partida, señalando la plaza encrucijada.
También en estos lugares aparecen abrigos contra la intemperie, como lugares de espera, precarios o firmes, de tranvías o
de ómnibus. Estos albergues son símbolos de la forzocidad, de la necesidad de trabajo y de la regularidad a que dicha
necesidad nos somete. Los ómnibus en París o en Londres, con sus horarios marcados en estos rincones o en simples
postes que los sustituyen a veces, indican el programa de apariciones sucesivas, regulares, puntuales, simbolizando la
estabilidad en medio de un mundo que tiembla, se derrumba en derredor de nosotros. Pareciera proteger al usuario del
constante flujo de vehículos y gentes que pasan alrededor. También cumple funciones de signo indicando la correcta
dirección de nuestra distante destinación, permitiendo una mejor lectura de la ciudad.

La existencia de un poste es suficiente para indicar un lugar, para generar una especialidad circundante que se sustrae de
la calle, de la vereda y aparece como refugio. Estos lugares, parecieran haber consumido el tiempo, decíamos, demandan
total exactitud, nos remiten al cronómetro que condiciona nuestro trabajo y nuestra vida.
En esta encrucijada asistirnos al triunfo del movimiento sobre la inmovilidad y por ello mismo a la negación de la ciudad, por
cuanto una circulación rápida e intensa no permite reconocerse, conocer a los seres. Sólo el peatón tiene el ritmo y el
tiempo que requiere el comunicarse., Por otra parte, este cruce, esta encrucijada, celebra al automóvil como un "adentro"
elegido por el hombre para proyectarse en el espacio, y por ende en el tiempo.
En ese lugar el hombre, adoptando su segunda naturaleza, aquella de automovilista, ve delante de sí sólo automóviles, es
indiferente a las gentes y satisface su deseo de intimidad en su segundo hogar, ambulante y sin raíces. Pero curiosamente
la luz roja y verde, que regularmente paraliza el tránsito desmitifica al auto que, desprovisto de velocidad, quieto, pierde todo
su valor.
Lo extraño es que a pesar de estos rasgos,.el nudo, el cruce, la encrucijada-plaza que constituye una ruptura de continuidad
urbana, de sus otros aspectos de negación de la ciudad, constituye paradójicamente uno de los puntos de mayor atracción y
paradigmáticos del hombre urbano en tanto exalta y valora algunas de las calidades propias del mismo, tales como
celeridad de reflejos, discontinuidad, nuevos comienzos rápidos, comprensión cabal de una situación complicada en
brevísimo tiempo, vale decir, todo lo opuesto a una conducta armoniosa y lenta. Por su parte, la autopista es la celebración
del flujo constante, del desplazamiento libre, sin esfuerzos, de manera continua, fuente que libera al hombre de su cuerpo.

En cuanto a los orígenes de la calle podemos encontrarlos en el mismo punto del origen de la plaza, cuando ésta había
adquirido una magnitud y densidad que requería la prolongación de sus caracteres fuera del recinto, vinculado a él, sobre
canales espaciales.

Lo cierto es que a pesar de tantos cambios acaecidos desde ese remoto origen metafórico, las calles han cambiado algunas
de sus funciones pero no su esencia de ser: el lugar de los primeros contactos humanos, de intercambio entre seres, de
comunicación, que ninguna sociedad puede eliminar sin el riesgo de acentuar los fenómenos de alienación del hombre de
su mundo, de su cultura y, por ende, de su ciudad.

La calle convertida en elemento de estructuración de la imagen urbana sufre evoluciones históricas relevantes a lo largo de
los últimos ocho siglos.

De ser un estado comunitario, prolongación de la plaza, articulado a ella orgánicamente en un tejido medieval, la calle pasa
a ser un instrumento de orden y control, una forma simbólica (en el sentido de Cassirer) capaz de expresar valores
ideológicos de una sociedad que se quiere ordenada, clasificada.
La calle como distrito, como corte horizontal y vertical de un área, rostro la más de las veces de ella, adjudicado a una
corporación, a una actividad, con un rol específico en el equilibrio social de la ciudad medieval pasa a ser un instrumento
abstracto de control físico y psíquico de la ciudad del siglo XVI.

El desencadenante de esta potencialidad lo constituye en el Renacimiento la introducción deslumbrante de la perspectiva


polar o central que permitiendo medir y definir con precisión, desde un punto, el campo visual introduce la dimensión
escenográfica y la representación en el paisaje urbano.

El rigor de alineación de los edificios y la servidumbre de sus fachadas o rostros para describir por igual un intrínseco orden
de sus organismos y el orden universal del dominio público contribuye ala idealización de la calle como lugar, como pieza de
valor autónomo, casi autosuficiente, con indiferencia por su rasgo de soporte existencial, emocional y social.

Nace el primer edificio calle, en el caput mundi del Renacimiento, en Florencia en el edificio que Vasar¡ construye para los
Ufizzi. Nace la calle unificada y unificadora, controladora impecable de nuestros ritmos vitales.

A cada concepción del mundo le corresponde una concepción del espacio y un sistema de representación o perspectiva. Al
mundo copernicano le corresponde, el espacio mensurable, escandido y verificable por la perspectiva central, como al
einsteniano contemporáneo, le corresponde el espacio fluido inasible, multidimensional sólo imaginable como forma
simbólica por la perspectiva axonométrica, representación sintética, económica, síntesis de corte, planta y fachada,
representación objetiva que nos aleja del objeto y nos ubica en el lugar o punto de vista infinito como auténticos demiurgos.

Pero si analizamos la evolución vemos varias etapas previas y roles cambiantes antes de arribar a la extinción de. la calle y
su inteligibilidad como elemento urbano. La actual, aparece en las ciudades abstractas del movimiento moderno desde
1920, disociada de su compromiso existencial y de su rol de figura, transformada en pieza autónoma y autosuficiente,
erigidas en autopistas que nada tienen que ver con las calles de las cuales abjuraron.

El Renacimiento que entroniza el rigor, la razón, el orden fatigará hasta el agotamiento el papel de la calle como vehículo
para su corporización.

El Barroco retomará el concepto extendiéndolo a la posesión integral del territorio urbano y rural. En Roma tensionará con la
calle los monumentos dispersos de un territorio histórico rico en sedimentos como es la totalidad de los monumentos
cristianos basilicales articulados y tensionados en una trama, que se, ofrece como soporte de los recorridos procesionales,
los de los peregrinos, ulteriormente como soporte del desarrollo urbano y actualmente del psiquismo estructurado de sus
habitantes merced a proveer un fondo total y definitivamente estructurado.

La posesión territorial se hace evidente en la lección de Versalles donde el palacio imperial se erige como caput mundi,
nodo referencia¡ y de convergencia de todas las direcciones que emanando de ella se enseñorean del paisaje, de Francia y
simbólicamente del mundo todo.

La capacidad configurante de la imagen urbana es entendida en profundidad por un Laugier que en sus Ensayos sobre la
Arquitectura de 1755, nos describirá las claves de la belleza urbana y destacará, jugando un rol esencial, a las calles, que
uniformemente diseñadas y definidas por el poder gubernamental en su recorrido, perfil y carácter deberán vincular los
territorios intraurbanos con las puertas de la ciudad calificadas en sí mismas o por la prístina geometría de sus plazas
inmediatas.

Pero la calle devendrá en el siglo XIX en instrumento, complejizado en su sección altamente mecanizada, de servicio a una
ciudad industrial que debe ser además industriosa.

Haussmann inventa el boulevard o promenade, ese canal vinculante de los grandes complejos (ferroviarios,
gubernamentales, sociales, etc.) de la ciudad industrial como un organismo que sirve de transporte de bienes y servicios,
que prelonga 1os conceptos del Barroco, pero que redefinen la plaza lineal que entroniza los lugares recreativos de la
campiña y naturaleza extra urbana en la interioridad de su organismo como miniaturización higienista y convocante de la
humanidad socializada. Como artefacto socializante y socializador irrumpe trayendo rostros y. comportamientos nuevos al
seno urbano. Durante cincuenta años las promenades de París serán usadas, reusadas hasta olvidar la esencia que les
diera legitimidad siendo declinados en remotas latitudes como símbolos de adscripción a un cuadro de valores de la
metrópolis idealizada como exponente excelsa de la mayor y más rica intensidad de vida y sentido de la ciudad.

Boulevard Lenoir. Paris

Hombres hechos y educados en estos marcos culturales de países centrales decretarían en un nuevo credo la posesión
didáctica del territorio, clasificando actividades que luego espacializarán en unidades escindidas y estancas.

La "calle corredor" es anatemizada y la calle aislada, con funciones exclusivas y excluyentes, entronizada como elemento
único. Sus consecuencias en la destrucción del tejido de las ciudades existentes y en la erección de ciudades fantasmales
está a la vista.

Sin embargo, nuevas reflexiones llevarán a un Kahn a definir la calle como edificio que quiere espacio propio en los muros
contra la decadencia en que se transforma la autopista central de Philadelphia transformado en pieza polifuncional
estratificada (1961), en calle convencional capaz de albergar los nuevos y viejos usos reciclando el sistema componiendo la
partitura de la arquitectura del movimiento, definiendo calles pasantes, de ritmo stacatto, calles cul de sac de
estacionamiento y calles peatonales cobijando o encasando los multiusos comprometidos y contaminantes que la historia se
ha obstinado en perpetuar en las ciudades figurativas que subsisten. Stirling buscaría la formalización estricta de la entidad
calle y todo el neoracionalismo hará su revalorización sacralizada.

Philadelphia 1954. Kahn

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