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Actas en línea registradas como ISSN: 1850-1834

VII Jornadas de Investigación en Antropología Social


Sección Antropología Social – Instituto de Ciencias Antropológicas,
Facultad de Filosofía y Letras – Universidad de Buenos Aires
Buenos Aires, 27 al 19 de noviembre de 2013
GT 9: Etnografía, comparación y análisis procesual
en el estudio antropológico de la política.

Las concepciones de política como pragmatismos cognitiva y moralmente informados:


consideraciones comparativas en torno de algunas prácticas políticas recurrentes entre
los peronistas y los radicales.

Fernando Alberto Balbi


FFyL-UBA / CONICET
fabalbi@yahoo.com.ar

1- Un tópico reiterado en la literatura sobre la política argentina, y más específicamente en la


dedicada al peronismo, es el del pragmatismo que caracterizaría a sus dirigentes y militantes.
La condición puramente pragmática, interesada, desprovista de valores suele ser atribuida a
‗los peronistas‘ en general, al ‗peronismo‘ entendido implícitamente como un todo dotado de
características persistentes o incluso invariables, o a la ‗cultura política‘ o la ‗identidad‘
peronistas, expresiones que normalmente reifican esas supuestas características asumiendo
simplemente su homogeneidad y persistencia. Existen, claro está, excepciones, especialmente
en la literatura historiográfica y antropológica dedicada al análisis de procesos políticos
centrados en los niveles local y provincial. Pero en cualquier caso, la imagen
homogeneizadora del peronismo como una corriente política caracterizada por el
pragmatismo —muchas veces asociada a su clasificación como un ‗populismo‘— parece ser
predominante, ya sea que se la enarbole expresamente o que simplemente se la asuma.
De manera casi simétrica, en cierta literatura suele darse por descontado que los
dirigentes y militantes del radicalismo orientan su accionar en función de valores cívicos,
particularmente en lo relativo a la preservación de las instituciones y al respeto por los
principios y las formas de la vida partidaria. Es interesante observar que las principales
excepciones a este respecto se encuentran justamente en la literatura que se centra en la Unión
Cívica Radical y los partidos derivados de ésta, cuyos autores —si no son ellos mismos
radicales— suelen tener una visión más crítica o, al menos, realista. En cambio, los estudios
dedicados al peronismo o que consideran, más ampliamente, procesos políticos posteriores a
su surgimiento, muchas veces están guiados por una intención crítica hacia esa corriente (que,
claro está, no siempre es explícita), y es en ese contexto que sus autores caen recurrentemente
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en el trazado de la oposición moralizante entre un sector político principista y otro


pragmático, polos cuyos ocupantes son siempre los mismos y, evidentemente, se encuentran
determinados mucho antes de pasar al análisis de los hechos de que se trate. Más allá de las
intenciones conscientes de los autores, este procedimiento constituye una suerte de operador
ideológico cuya especificidad consiste en idealizar al radicalismo para descalificar al
peronismo afirmando por contraste su naturaleza pragmática, carente de principios. Sospecho
que la virtud de este operador radica en que, al trazar una oposición binaria totalmente
abstracta, permite descontextualizar los hechos a analizar para luego darlos simplemente por
explicados mediante la referencia a una construcción ya reificada, ya sea ‗el peronismo‘, ‗la
cultura política peronista‘, etc.
Mi objetivo en esta ponencia es esbozar un procedimiento diametralmente opuesto,
sugiriendo que, más que atribuir determinadas actitudes o propensiones a peronistas y
radicales en un sentido absoluto —esto es, abstracto, ahistórico, reificador—, deberíamos
investigar las formas social e históricamente específicas en que están efectivamente orientadas
sus prácticas políticas en cada contexto social, espacial y temporal dado. Semejante tipo de
investigación comporta, a su vez, la necesidad de considerar históricamente los múltiples
procesos sociales entrelazados que han dado lugar al desarrollo, siempre en curso, de esas
orientaciones, incluyendo sus particularidades, variaciones y sus semejanzas. Todo ello, por
último, exige una labor teórica de reflexión respecto de los recursos y procedimientos
analíticos con que deberíamos emprender esas tareas: esta última es la labor para la cual
quiero delinear aquí una propuesta preliminar.

2- Es claro que el análisis de formas socialmente específicas de orientación de las prácticas


políticas ha sido desarrollado —muchas veces con apreciable éxito— por numerosos autores
que trabajan sobre porciones temporal y espacialmente recortadas de nuestra historia política
o de las de una u otra corriente político-partidaria. Asimismo, existen estudios que rastrean de
maneras fructíferas algunas ‗tradiciones‘ políticas que cabe vincular con el desarrollo
histórico de ciertas orientaciones de las prácticas políticas de peronistas y radicales e,
inclusive, con algunas semejanzas que es dable apreciar entre unas y otras. Empero, no me
parece que el recuento de éxitos sea tan profuso cuando se examinan las reflexiones de
carácter más general dedicadas al tema, esto es, los intentos de conceptualizar las
orientaciones de las prácticas políticas de radicales y peronistas de modo tal de poder sentar
las bases teórico-metodológicas más adecuadas para los análisis empíricos. En este plano, las
reflexiones relativamente más productivas han girado en torno de los conceptos de cultura
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política y de identidad política, pero ambos son problemáticos y, a mi juicio, resultan


herramientas pobres para dar cuenta de las orientaciones de las prácticas políticas en toda su
historicidad, atendiendo a su naturaleza socialmente situada (cfr. Balbi 2009, 2010).
Evitando usar conceptos semejantes, pues, aduciré que las prácticas políticas de los
peronistas y los radicales están —como las de cualesquiera actores del escenario político—
sujetas a determinadas orientaciones cognitivas y morales socialmente producidas que
comportan diversos y cambiantes pragmatismos socialmente específicos. A fin de no reificar
esas orientaciones al arrancarlas del flujo histórico, al moverme en un nivel de registro
abstracto apelaré a la noción de ‗concepciones nativas de política‘, que debe ser leída en el
entendimiento de que al pasar a otros tipos de registro correspondientes a los análisis de caso
el término ‗nativas‘ ha de ser remplazado por aquellos apelativos que los actores se apliquen a
sí mismos, hablando, según corresponda, de las concepciones ‗peronistas‘ de política, o de las
‗radicales‘, ‗menemistas‘, etc.1
Al hablar de concepciones nativas de política hago referencia a formas socialmente
situadas de entender la política y de hacerla2, colocando el foco en las formas en que actores
socialmente situados entienden los qué, para qué, cómo y por qué del hacer política. Abarco
con ello desde las concepciones expresas, más abstractas y teorizadas (lo que podríamos
denotar como doctrinas políticas) hasta el conocimiento ‗incorporado‘, de carácter
prerreflexivo, que incluye elementos tales como el saber práctico que informa praxis
específicas o las técnicas corporales diferenciales que suelen desplegar los miembros de
distintas tendencias políticas. Y, especialmente, abarco todo esto sin hacer postulados que
impliquen atribuirles un carácter supuestamente sistemático, presuponer que son coherentes
desde un punto de vista objetivado, intelectualizarlas al asimilar ‗concepción‘ con ‗teoría‘, ni
considerar a priori que deben ser homogéneas para un universo de actores susceptible de ser
delimitado empíricamente. Además, al hablar de concepciones nativas de política incluyo
orientaciones del comportamiento de los actores tanto cognitivas como morales: esto es, tanto

1
El vocablo ‗nativas‘ opera aquí casi como un significante vacío, que prefiero a otros a pesar de sus resonancias
colonialistas porque entiendo que estas remiten a un pasado ya lejano de la disciplina y porque las alternativas de
uso corriente (como las referencias a la perspectiva del actor o a las perspectivas locales) presentan otros
problemas que encuentro más actuales.
2
Mi uso de esta expresión remite, ante todo, a la estrategia metodológica desarrollada en el Brasil por el Núcleo
de Antropologia da Política (cfr. NuAP 1998), cuyos integrantes más reconocidos la han empleado como una
forma abreviada de referirse a los modos en que los actores que operan en sociedades donde la noción de
‗política‘ es una categoría nativa trazan distinciones entre lo que cae o no ese ‗dominio‘ o bajo esa categoría.
Aunque derivado de estas investigaciones, mi propio uso del concepto es más específico y, a la vez, más extenso.
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su entendimiento respecto del hacer política (cómo perciben y entienden inmediatamente los
asuntos que tienen entre manos) y sus conceptualizaciones y reflexiones al respecto como las
axiologías socialmente específicas que los informan, a las que considero como una aspecto de
la cognición.
Estoy hablando, claro, del plano analítico que, en términos de la Antropología Social
clásica, sería el de las perspectivas nativas: esto es, el de las concepciones de determinados
grupos o categorías de actores acerca de su propio mundo social (cfr. Balbi 2012). Se trata de
concepciones inscriptas en el comportamiento y en los modos recurrentes de relacionamiento
cuya eventual sistematicidad debe ser determinada en el curso de su análisis, sin que quepa
prejuzgar los alcances de su homogeneidad, precisamente porque al encontrarse inscriptas en
las prácticas están siempre siendo re-producidas en el curso mismo del éstas; además, ello
implica lógicamente que deben presentar tanto variaciones a lo largo del tiempo como
heterogeneidades en cualquier momento dado, las cuales han de ser entendidas en relación
con los distintos contextos sociales en que son puestas en juego por sus portadores.
Recuperando, pues, esta tradición analítica, cuando hablo de las concepciones
peronistas o radicales de política me estoy refiriendo a sendas ‗familias‘ de formas
históricamente interrelacionadas de entender y de desarrollar la actividad política que son
específicamente ‗peronistas‘ o ‗radicales‘ no en el sentido de que sean emergentes de
cualesquiera variables independientes que informarían la existencia del cada una de esas
corrientes políticas (tal como tradiciones, culturas políticas o identidades) ni en el de ser
expresiones de fundamentos esenciales que las calificarían como tales (por ejemplo, de la
naturaleza supuestamente populista de uno y otro sector, de las presuntas inclinaciones
hegemónicas de los peronistas o del supuesto institucionalismo radical) sino, tan sólo, en
tanto y en cuanto se trata de productos históricos del accionar de los hombres y mujeres que
han participado y/o participan de la vida política del peronismo y del radicalismo,
respectivamente. Este hecho, el de ser productos de la acción social de quienes se han
considerado y/o se consideran a sí mismos como peronistas3 o como radicales, es lo único
que califica a esas concepciones de política como una cosa o la otra.
El uso del plural se sigue inevitablemente de todo lo dicho hasta aquí: las formas de
entender la política y de desarrollarla asociadas a cualquier sector no pueden ser sino un
conjunto, siempre fluido y de límites imprecisos y cambiantes, de concepciones que derivan

3
Me valgo de las itálicas para denotar los términos y expresiones empleados por los actores, ya sean peronistas o
radicales.
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unas de las otras, que se han desarrollado en el curso de procesos sociales interrelacionados.
Es en este sentido que apelo a la metáfora de la familia: se trata de concepciones
emparentadas históricamente, parentesco que debe ser considerado a la vez como un dato
relevante, informativo y como un problema a investigar.

3- Importa resaltar también que al hablar de ‗concepciones‘ de política estoy tratando de


desplazar la atención hacia la dimensión cognitiva de las prácticas. No puedo extenderme
sobre este particular pero algunas indicaciones mínimas resultan imprescindibles.
La acción humana involucra diversos principios de producción así como distintos
recursos cognitivos que operan a la vez, aunque en medidas variables, como medios a ser
desplegados por los sujetos y como condicionamientos que predefinen hasta cierto punto la
orientación de su comportamiento. Hablar del conocimiento, entonces, equivale a hacer
referencia a la operación de estructuras conceptuales y de percepción socialmente informadas
que se encuentran en la base de la acción humana y operan más o menos directamente como
principios de su producción. En este sentido, al elegir la expresión ‗concepciones‘ para
referirme a formas de entender y de desarrollar la actividad política intento resaltar la íntima
relación que existe entre conocimiento y acción, atendiendo prioritariamente al hecho de que
las prácticas políticas se fundan en formas específicas de conocimiento y, a la vez, suponen su
producción y reproducción.
Desde el punto de vista que propongo, pues, resulta necesario analizar las distintas
formas en que el conocimiento se ve implicado en la acción. Un factor central en este sentido
es que el conocimiento de que nos valemos en cada contexto de acción puede ser más o
menos intuitivo o reflexivo (cfr. Sperber, 1997), en el sentido de que puede encontrarse muy
directamente implicado en nuestra percepción, de modo tal que los hechos se nos presenten de
manera naturalizada, como si estuviesen dotados en sí mismos de un sentido determinado, o
bien puede suponer en mayor o menor medida mediaciones, tales como las que supone la
naturaleza imaginativa del pensamiento humano (cfr. Lakoff 1990) o las que resultan de la
elaboración discursiva de nuestras percepciones y conceptualizaciones a través del despliegue
de capacidades metacognitivas (cfr. Moses y Baird 1999) y, particularmente, del uso de
habilidades meta-representacionales (cfr. Sperber 1997, 2000). Ahora bien, el conocimiento
es tanto más reflexivo cuanto más susceptible es de ser elaborado discursivamente y tanto más
intuitivo cuanto menos disponen los sujetos de recursos que les permitan expresarlo
verbalmente. Cabe presentar estas variaciones de una manera abreviada, aunque al precio de
introducir cierta artificialidad, esbozando cuatro tipos de conocimiento que corresponderían a
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puntos nodales de un espectro que parte del extremo donde se encuentran las formas de
conocimiento dotadas de un carácter más reflexivo y se extiende hasta allí donde su
naturaleza es más intuitiva. El primer tipo, más reflexivo, es el que corresponde al
conocimiento que cabe considerar como teorizante en la medida en que es el producto de una
elaboración discursiva más o menos sistemática en torno de cuestiones que los propios actores
tematizan. En segundo lugar, encontramos que buena parte del conocimiento humano está
verbalizado, en el sentido de que los actores lo diferencian y lo elaboran discursivamente en
mayor o menor medida pero sin llegar a hacerlo objeto de una actitud teorizante: este tipo de
conocimiento es también de carácter reflexivo, aunque comporta un menor despliegue de
habilidades metacognitivas. En tercer término, ya con una naturaleza mucho más intuitiva, se
encuentra el conocimiento tácito (aquel al que remiten conceptos ya clásicos del pensamiento
social como los de conocimiento mutuo, conciencia práctica, etc.), que no está verbalizado
aunque puede serlo en caso de necesidad, o que se encuentra en parte verbalizado pero no es
tematizado o lo es apenas vagamente, y que carece de elaboración discursiva, ya sea porque
los actores no disponen de los recursos necesarios para dársela, porque les faltan incentivos
para hacerlo o, frecuentemente, por ambas razones. Por último, se encuentra el conocimiento
incorporado, que representa el tipo más intuitivo ya que no sólo no se encuentra verbalizado
sino que es difícilmente verbalizable y en ocasiones no puede serlo en lo absoluto; este tipo de
conocimiento se relaciona fundamentalmente con la dimensión física de la acción humana
(cfr. Marchand 2010) pero se extiende mucho más allá de ésta para abarcar una parte
substantiva de la producción de la acción humana en general (cfr. Johnson 1987; Lakoff
1990).
Si bien, como ya he indicado, estos tipos no son más que una forma abreviada y
empobrecida de presentar la cuestión, 4 bastan para sugerir que en la acción humana
normalmente se encuentran implicadas distintas formas de conocimiento, que son
inevitablemente dinámicas y elusivas, y que, al encontrarse inscriptas en las prácticas, están
siempre siendo re-producidas en su transcurso. Además, los conocimientos que en principio
podríamos caracterizar como de una u otra modalidad se conectan entre sí primariamente en

4
Ante todo, cada uno se confunde con los otros, sin que existan límites claros: resulta imposible, por ejemplo,
determinar un punto exacto donde una pieza de conocimiento deja de estar meramente verbalizada para ser
elaborada en un sentido teorizante. Además, los conocimientos que determinados sujetos socialmente situados
tienen sobre cualquier asunto generalmente suponen una combinación de elementos de distintas naturalezas. Por
último, elementos de conocimiento que revisten ciertas características pueden ser reformulados bajo otras
modalidades en el curso mismo de los procesos sociales.
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las prácticas mismas, y secundariamente a través de elaboraciones discursivas a posteriori (y


no en un plano discursivo, simbólico o ideacional abstracto, como invitan a pensar los
conceptos de cultura política y de identidad política).
La importancia de apreciar las diferencias entre las formas de conocimiento más o
menos intuitivas sin perder de vista el carácter relativo de las distinciones al respecto y del
hecho de que unas y otras guarden entre sí relaciones dinámicas y fundamentalmente prácticas
puede ser mejor entendida si introducimos, siguiendo en parte a Mark Johnson (1987), una
discriminación a fines analíticos entre ‗conocimiento‘ y ‗entendimiento‘ donde la primera es
la categoría más general y la segunda remite a la más básica y determinante de sus facetas. El
conocimiento, en todas sus formas, requiere de estructura y de categorización, y el
específicamente humano exige en particular estructuras y categorías a las que los sujetos
puedan dar sentido en términos de sus propias experiencias mediadas y que puedan usar para
sus propios propósitos (cfr. Johnson 1987: 206). De esta forma, todo conocimiento humano
está mediado por lo el autor denomina ―entendimiento‖, en la medida en que ―conocer es
entender de cierta manera, una que pueda ser compartida por otros que se unen con uno para
formar una comunidad de entendimiento‖ (Johnson 1987: 206; mi traducción). Y es con los
tipos de conocimiento que he denominado ‗tácito‘ e ‗incorporado‘ que nos internamos en el
plano del entendimiento, es decir, de la forma en que los seres humanos experimentan sus
mundos como realidades comprensibles, la cual involucra la totalidad de su ser, incluyendo
sus capacidades y habilidades incorporadas, sus estados de ánimo y actitudes, sus
sensibilidades estéticas, los contextos históricos que habitan, sus ‗tradiciones culturales‘, las
formas en que están atados a una comunidad lingüística, etc. El entendimiento, de acuerdo
con el autor, ―no consiste meramente en reflexiones desarrolladas después de los hechos sobre
la experiencia previa; es, más fundamentalmente, la manera (o los medios a través de los
cuales) tenemos esa experiencia en primer lugar. Es el modo en que el mundo se nos
presenta‖ (Johnson 1987: 104; mi traducción). El entendimiento entonces, es el modo en que
estamos situados significativamente en nuestro mundo, y las formas de conocimiento más
abstractas y reflexivas, que se basan en la verbalización y comportan una mayor o menor
elaboración discursiva, son simplemente extensiones del mismo (cfr. Johnson 1987: 102). De
allí, claro está, la importancia de su consideración en el contexto del análisis de las formas
socialmente específicas de hacer política, que en ningún caso debería ceñirse a las
verbalizaciones de los actores ni, mucho menos, a sus elaboraciones discursivas de tono más
teorizante, limitación que hace totalmente imposible dar cuenta de la inmediatez de las
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prácticas políticas ni de su peculiar combinación de regularidad a largo plazo y adaptabilidad


a las cambiantes condiciones de la coyuntura.

4- Como ya he señalado, en contra del sentido común académico que atribuye


predisposiciones pragmáticas a los peronistas e institucionalistas a los radicales, pretendo
argumentar que las prácticas políticas de unos y otros están sujetas a determinadas
orientaciones cognitivas y morales socialmente producidas que comportan diversos y
cambiantes pragmatismos socialmente específicos: vale decir, que tales prácticas deben ser
entendidas en relación con las distintas concepciones nativas de política que las informan. A
fin de presentar este argumento, intentaré discernir comparativamente los entendimientos,
valoraciones y elaboraciones conceptuales que subyacen a ciertas prácticas recurrentes
desarrolladas por radicales y peronistas en relación con sus respectivas organizaciones
partidarias.5
Se impone, ante todo, una observación acerca de las maneras en que organizaré las
exposiciones de las concepciones de uno y otro sector, pues contrastan de una manera que no
resulta exclusivamente de mis opciones argumentales sino que trasluce una diferencia
fundamental entre sus respectivos procesos históricos de producción y reproducción. Para
presentar las orientaciones que parecen predominar entre los peronistas en lo tocante a las
organizaciones partidarias, recurriré a una exposición abstracta de algunas ideas extraídas de
dichos y escritos de Juan Domingo Perón, no sólo porque resulta económico en cuanto a la
organización de esta exposición, sino especialmente porque, según lo revela mi trabajo,
aunque las formas en que los peronistas piensan hoy la política no son una réplica de sus
ideas, generalmente no varían substancialmente respecto de ellas: en efecto, los relatos sobre
las acciones de Perón siguen siendo la principal fuente de conocimientos tácitos comunes a
todos los sectores del peronismo y sus teorizaciones sobre la actividad política son la más
importante fuente de orientaciones explícitas (verbalizadas y, en muchos casos, teorizantes)
de que ellos disponen. Así, mis referencias a las distintas coyunturas históricas a lo largo de

5
Al proceder de tal modo no sólo estaré abstrayendo las orientaciones a examinar por referencia a cierto tipo de
objeto —esto es, a un aspecto particular de las prácticas políticas—, arrancándolas artificialmente de las
concepciones de política en que se integran de manera dinámica, sino que también omitiré hacer referencias
detalladas al plano del conocimiento incorporado, no porque no se encuentre involucrado sino en aras de
abreviar la exposición y porque, en rigor de verdad, se trata de un aspecto de la cuestión que no me encuentro
aún en condiciones de apreciar adecuadamente. Huelga decir, por otra parte, que no podré realmente historiar
esos fragmentos de concepciones de política sino apenas ofrecer algunas líneas de ataque para su ulterior
examen, las cuales además estarán sesgadas en dirección al registro y explicación de aquellos rasgos claramente
contrastantes que distinguen a cada una en relación con la otra. Entiendo que tales omisiones, simplificaciones y
sesgos se justifican en función de la necesaria brevedad y los objetivos acotados de mi exposición.
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las cuales los peronistas han hecho política serán apenas módicas y tenderán más bien a
apuntar la presencia de condiciones que hicieron posible esa continuidad. En cambio, la
presentación de las concepciones radicales sobre el mismo particular me exigirá reseñar —
aunque de manera por demás empobrecida— distintas coyunturas políticas vinculadas con
una historia de amplias transformaciones, y llamar la atención tanto hacia los factores que
indujeron el abandono de algunos elementos centrales de las concepciones desarrolladas en
los tiempos de Leandro N. Alem e Hipólito Yirigoyen como hacia aquellos que condujeron a
la resignificación de otros de sus rasgos.

5- Para Perón,6 la política era siempre una lucha entre masas puestas en marcha por
voluntades que solamente podía ser ganada mediante la organización (cfr. Perón, 1998: 45).7
Todo ello era tarea del conductor, quien debía poner en marcha a la masa brindándole una
causa que, de ser necesario, él mismo había de crear (cfr. Perón, 1998: 43, 44), así como
debía crear una organización porque se ―conduce sólo lo orgánico y lo adoctrinado‖ (Perón,
1998: 50 y 51). El conductor creaba no sólo el objeto a conducir (cfr. Perón, 1998: 74) sino
también ―el instrumento‖ para hacerlo, empleando ―todos los medios para formarlo y para que
resulte apropiado a la propia conducción‖ (Perón, 1998: 86). Así, el aspecto fundamental de la
actividad política era la conducción, entendida como un arte: ―Conducir‖, decía, ―es actuar, es
crear‖ (Perón, 1998: 201), y aseguraba que ―la creación representa el ochenta por ciento del
fenómeno, y (...) no es producto de una técnica‖ sino ―de una inspiración que los hombres
tienen o no‖ (Perón, 1998: 17).
Ahora bien, según Perón, toda esta actividad política se producía en medio del
desorden, hecho que marcaba profundamente la naturaleza que debía tener la organización:
―...en política no existe el orden. A lo que hay que acostumbrarse es a manejar el desorden. Y
un objetivo político no se puede manejar si el cuerpo sobre el cual se actúa es rígido, no
flexible‖ (Perón, en Martínez, 1996: 61).8 Así, la organización debía seguir cuatro principios
(cfr. Perón, 1998: 46 y 47): ser simple; ser objetiva, en el sentido de que debía tener una

6
En esta sección presento un versión abreviada de algunos aspectos de un análisis anterior (cfr. Balbi 2010).
Cabe advertir que las verbalizaciones de Perón que reproduzco no reflejan plenamente su concepción de la
política, que sin duda también incluía elementos de carácter tácito e incorporado, y además contienen una
cantidad importante de omisiones, falsedades, adornos retóricos, etc. Conviene, pues, aclarar que solamente
tengo en cuenta aquellas declaraciones explícitas de Perón que aparecen como consistentes con sus propias
acciones cuando éstas son reconstruidas en base a otras fuentes documentales y a la literatura especializada.
7
Las citas de Conducción política (Perón, 1998) corresponden al texto de las clases que Juan Domingo Perón
dictó durante 1951 en la Escuela Superior Peronista.
8
Las citas de Martínez (1996) corresponden a declaraciones hechas por Perón al autor en marzo de 1970.
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finalidad específica; ser estable para que no se produjera una desorganización; y ser
perfectible, susceptible de evolucionar de acuerdo con el tiempo y con la situación —
característica que cabe entender como un corolario de la exigencia de objetividad—. La
respuesta de Perón al desorden como condición de facto de la política suponía, pues, la
necesidad de contar con una organización que siempre estuviera basada en un análisis
realizado con sentido objetivo y que ofreciera en toda ocasión una variedad de posibilidades
de acción para el conductor, lo que exigía una gran amplitud. En este sentido, en rigor, Perón
entendía que no toda la organización era realmente creada por el conductor pero ello no era
más que un dato de la realidad que, en la medida en que los hombres y las organizaciones
estuvieran adecuadamente encuadrados, se tornaba en una fuente de flexibilidad y, así, en una
ventaja. En este marco, Perón consideraba necesario que los hombres y las organizaciones
tuvieran obediencia, una disciplina inteligente e iniciativa (cfr. 1998: 50 y 51), así como una
unidad de concepción fundada en la doctrina (cfr. 1998: 91).
El peronismo, pues, no era para Perón otra cosa que esta sumatoria de organizaciones
y hombres flexible y abierta, carente de otros límites que aquellos —necesariamente difusos—
representados por la aceptación de la doctrina y de la conducción. Inicialmente esto fue
descrito ocasionalmente como un Partido pero hacia comienzos de la década del ‗50 comenzó
a ser designado mediante la palabra Movimiento; en cualquier caso Perón entendía que su
organización, siempre referida a finalidades específicas, podía incluir uno o muchos partidos
políticos, así como otras organizaciones formales o informales, dependiendo de cómo las
―condiciones de lugar y tiempo‖ fueran juzgadas por el conductor (Perón, 1998: 126).
Esto por lo que se refiere a Perón. Cabría representar de manera condensada las
orientaciones cognitivas y morales al respecto que predominan entre los peronistas de
nuestros días citando una tajante afirmación del senador Anibal Fernández que tuve la
oportunidad de escuchar en vivo por radio hoy mismo. Al preguntarle un periodista por las
inminentes elecciones internas para definir la conducción del Partido Justicialista bonaerense,
donde se insinúa la posibilidad de un enfrentamiento entre sectores kirchneristas y massistas,
Fernández respondió que: ―Nunca le di pelota al partido. Es una herramienta electoral‖
(Broucastin, Radio América, AM 1190; 15/11/2013). Estas declaraciones son altamente
representativas de una tendencia predominante entre los peronistas contemporáneos a ver al
partido, más que como un valor en sí mismo, como un instrumento que es una parte de la
organización entre otras tantas, tendencia cuya contracara es la predisposición a entender a la

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conducción que rige y hasta cierto punto crea a dicha organización como dotada per se de un
valor axiomático.
Como he mostrado en trabajos anteriores (cfr. Balbi 2007, 2010, 2011), la orientación
del comportamiento nunca es apenas una cuestión de apreciación práctica, ya que las escalas
de preferencia establecidas a nivel cognitivo se encuentran también estructuradas en función
de determinadas valoraciones morales que se presentan como axiomáticas y que operan —
predominantemente a nivel tácito— como parámetros cognitivos, dando forma a las prácticas
de los actores. Me refiero a valoraciones naturalizadas que desde el punto de vista de los
actores se encuentran más allá de toda discusión y que suponen tratar a ciertos objetos —
comportamientos, tipos de relación, modalidades organizativas, etc.— como simultáneamente
obligatorios o ineludiblemente necesarios y como buenos en sí mismos y, por tanto, deseables
(cfr. Balbi 2007). Nos encontramos aquí en el plano de lo que Johnson denomina
entendimiento, es decir, el de los medios a través de los cuales los sujetos experimentan su
mundo: la forma en que las valoraciones axiomáticas contribuyen a direccionar las prácticas
es un corolario del hecho de que, al operar en el nivel básico del entendimiento, ―la moral es
también un elemento constitutivo de la orientación de la conducta humana en función de los
‗intereses‘ de los actores, se encuentra entre las condiciones iniciales de su concepción y es
una parte integral de los medios de su realización‖ (Balbi, 2011: 6).
Lo que estoy diciendo, en suma, es que lo que los peronistas generalmente valoran de
una manera que se encuentra más allá de toda discusión es la capacidad de conducir, a la cual
se atribuye la potencialidad de crear realidades políticas y, particularmente, de moldear al
propio peronismo y generar su predominio político; y que, en consecuencia, también se
valoran per se las condiciones consideradas como adecuadas para el ejercicio de la
conducción, las cuales, como ya hemos visto, remiten a la imagen de una organización que ha
de ser objetiva en el sentido de estar orientada hacia finalidades específicas y que, a tal efecto,
debe ser amplia y flexible. Esto tiene diversos efectos sobre las formas en que es visto el
partido. Primero, tiende a ser entendido como un instrumento de la conducción, es decir,
como secundario en relación con ésta. Segundo, tiende a ser percibido como un instrumento
más entre muchos otros, lo que supone que aunque se le reconozca una especificidad que hace
directamente a las finalidades específicas a que puede ser consagrado (los partidos políticos,
desde luego, son las únicas organizaciones jurídicamente habilitadas para participar del
sistema electoral) no se le atribuya a priori un estatus privilegiado. Y, finalmente, en tanto
instrumento de naturaleza objetiva que es parte de una organización igualmente objetiva,
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normalmente se registra una tendencia a preferir conservar al partido en un estado tal que
garantice su propia flexibilidad y que no reduzca la de la organización.
En suma, estos tres puntos suponen una manera bastante característica de apreciar y
tratar al partido que tiende a tomar la forma de una sucesión de valoraciones prácticas hechas
en función de finalidades específicas fijadas por quien conduce, así como a suponer
sistemáticamente la preferencia por modalidades de organización escasamente
institucionalizadas, informales, flexibles y, por ende, siempre potencialmente objetivas. Estas
orientaciones se encuentran encarnadas en ejemplos estandarizados (relatos sobre hechos
protagonizados por Perón, Evita, dirigentes sindicales, dirigentes provinciales y locales,
militantes, etc.) y frases hechas más que en la forma de un discurso relativamente articulado y
teorizante como el que desarrollara Perón, pero también se presentan de esta manera toda vez
que se hace necesario. En efecto, parece claro que los dirigentes y militantes peronistas
expresan frecuentemente ideas similares de manera más o menos fragmentaria (así ocurre con
los que he tenido oportunidad de conocer, y es posible encontrar numerosas declaraciones
similares en la literatura especializada; cfr. Levitsky 2005) y, lo que es más significativo,
actúan de maneras congruentes con ellas. En efecto, diversos tipos de prácticas recurrentes a
lo largo de la historia del peronismo y bastante comunes en los últimos años son congruentes
con las orientaciones expuestas, incluyendo —lo que es especialmente significativo— a
algunas que parecen contradecirse unas a otras en términos lógicos pero que cobran
consistencia si se las piensa como resultados del despliegue de disposiciones cognitivas
similares en contextos contrapuestos.9 Por ejemplo, contrariando una extensa literatura que
atribuía a los peronistas un desinterés palmario respecto de la forma partidaria, la
historiografía de las últimas décadas registra ingentes esfuerzos desarrollados por
innumerables actores y grupos peronistas para conformar estructuras partidarias y controlarlas
de cara a la participación en la arena electoral, lo que es perfectamente razonable en términos
de la exigencia de contar con organizaciones adecuadas a esa finalidad específica. Asimismo,
cabe mencionar un tipo de prácticas que parecen dirigirse en un sentido opuesto pero que,
bien vistas, revelan una misma orientación: la recurrente tendencia a ir por afuera del partido
sin crear una nueva estructura partidaria formal sino, más bien, estableciendo frentes que son
habilitados legalmente para participar de las elecciones por el hecho de incluir a terceros
partidos ya existentes. El ir por afuera es el producto de la misma orientación finalista que

9
He examinado esta cuestión más extensamente en Balbi (2010).
12
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rige los intentos por construir y controlar estructuras partidarias, sólo que desplegada en un
contexto donde los actores entienden que no podrán controlar su partido de origen o que el
hacerlo será costoso; además, la preferencia por los frentes traduce la apreciación, hecha con
sentido objetivo, de que resulta conveniente un acuerdo transitorio con estructuras partidarias
legalmente habilitadas pero de escaso peso político, que habrán de estar dispuestas a ceder las
principales candidaturas a sus aliados peronistas. Por último, la tendencia reiterada a
desactivar totalmente al partido una vez que se ha tomado su control formal, anulándolo en
tanto centro efectivo de producción de orientaciones políticas y de toma de decisiones del
mismo —lo que en la práctica implica reducir su actividad a los períodos preelectorales—,
revela las mismas orientaciones que vengo discutiendo. Lo significativo aquí es el hecho de
que sistemáticamente quienes se empeñan por desactivar al partido antes se hayan esforzado
arduamente por llegar a controlarlo (piénsese, por ejemplo, en el prolongado pleito político y
judicial en torno del control del PJ entablado pocos años atrás entre el kirchnerismo y el
sector peronista encabezado por Adolfo y Alberto Rodríguez Saá): a mi juicio, el hecho de
que esas dos actitudes aparentemente contrapuestas tiendan a presentarse en forma
encadenada sugiere claramente que se trata de prácticas informadas por las mismas
orientaciones cognitivas, entre las que destaca particularmente la noción de que la
organización debe ser flexible a fin de ofrecer siempre a su conductor una variedad de
posibilidades de acción objetiva; de lo que se trata, siempre, es de disponer del control formal
del partido para mantenerlo en una situación de disponibilidad hasta que sea necesario
utilizarlo.
Considero justificado, entonces, afirmar que los peronistas de hoy en día tienden a
concebir a la conducción, el partido y sus respectivos lugares en la actividad política en
términos más o menos similares —según el caso— a los que he expuesto, esto es, de maneras
que pueden ser entendidas como variantes en torno de la concepción que he atribuido a
Perón.10 Ahora bien, si efectivamente es así, ello no se debe a ninguna cualidad inmanente a

10
Ya que mi exposición corresponde a una reconstrucción a posteriori de las ideas de Perón que he hecho
parcialmente en base a sus propias exposiciones teorizantes al respecto, sería absurdo esperar que las prácticas de
cualesquiera peronistas (del pasado o del presente) dejaran traslucir concepciones idénticas a las que he
expuesto. La concepción de la conducción que he presentado no es, en ese sentido, sino un recurso heurístico
cuya legitimidad en tanto tal resulta de que tanto las prácticas del propio Perón como las de muchos peronistas se
revelan como consistentes si se las considera como resultados de la aplicación de concepciones similares —pero
no idénticas— a aquélla en contextos diversos. Es en este sentido que decía más arriba que, a diferencia de los
conceptos de cultura política e identidad política, el de concepciones nativas de política remite necesariamente a
una pluralidad de orientaciones cognitivas y morales emparentadas históricamente, cuyas interrelaciones deben
ser considerados a la vez como información relevante y como un problema a investigar.
13
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ésta ni a factor alguno que induzca a los peronistas a adoptarla: no estoy hablando, cabe
recordarlo, de ‗el peronismo‘ en abstracto, de factores culturales o identitarios de carácter
trascendente. Al contrario, es menester explicar tales semejanzas especificando los efectos de
ciertas circunstancias históricas, en virtud de las cuales los peronistas habrían tendido a
reproducirla más que a reformularla en el curso de su accionar político en diversos contextos
(tiempos, lugares, medios sociales, situaciones específicas). Habría que escribir, en suma, la
historia de las concepciones peronistas de política, cuanto menos en lo tocante a las
consideraciones sobre la conducción y el partido, tarea que, desde luego, me supera, aunque
la he abordado parcialmente en mi trabajo previo sobre el concepto de lealtad, que es otra de
sus piezas centrales (cfr. Balbi 2007). Apenas puedo ofrecer aquí algunos trazos que permitan
entrever el por qué de las bastante sorprendentes continuidades que se presentan en esta
‗familia‘ de concepciones de política. Ya resulta claro que estas formas de entender la política
que se centran en la conducción y postulan la necesidad de apelar a una organización
objetiva y flexible, tuvieron sus primeros bocetos trazados a través de la resignificación de
ideas militares sobre el mando o conducción que Perón y sus primeros colaboradores
desarrollaron a mediados de la década del ‗40 para orientarse en el campo, que les era
desconocido, de la política republicana (cfr. Balbi 2007: cap. I). Esa mirada comenzó a tomar
forma en el curso de la construcción del heterogéneo frente electoral que llevó a Perón a la
presidencia en febrero del ‗46, fue ulteriormente reelaborada en el contexto de las pujas
internas del propio peronismo donde se la fue imponiendo paulatinamente a otros actores que
—como los sindicalistas provenientes del laborismo y los radicales renovadores— tenían sus
propias ideas sobre la política, ganó impulso al calor de las luchas políticas de la década
peronista, cuando fue resistida y descalificada por sectores de la oposición política civil,
militar, eclesiástica, etc., y fue hasta cierto punto consagrada y naturalizada entre amplios
círculos sociales por la propaganda política de los gobiernos de Perón (cfr. Balbi 2007: cap.
III). Más tarde, fue reafirmada, desarrollada y, sin duda, diversificada durante el largo período
que siguió al golpe de estado de septiembre del ‗55, cuando Perón tuvo que exiliarse y el
peronismo fue proscrito, de modo que durante diecisiete años los peronistas no pudieron
contar con un partido propio, ensayaron mil variantes para participar de las elecciones que se
desarrollaban de tanto en tanto, y se vieron en la necesidad de crear nuevas formas de
organización, ya fueran orientadas a hacer posible el regreso del conductor —cuya figura
servía muchas veces como un símbolo que proporcionaba el único principio de articulación
para una miríada de agrupaciones y redes independientes— o, al contrario, a construir un
14
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nuevo peronismo sin Perón; y todo ello sucedía mientras el viejo líder alentaba ese desorden
tanto como se lo permitía la distancia que le imponía el exilio a fin de reforzar su propia
posición como conductor y de darse los instrumentos necesarios para actuar de manera
objetiva en las cambiantes coyunturas políticas de esos años (cfr. Balbi 2007: cap. IV).
Posteriormente, otra serie de procesos políticos complejos tendieron a alimentar estas formas
de entender y hacer política: así ocurrió cuando, ya muerto Perón y desatada la dictadura
cívico-militar que desactivó a los partidos políticos, el sindicalismo peronista vio reforzado su
papel como única base capaz de dotar de estabilidad a la organización del peronismo; luego,
cuando las —seguramente limitadas— posibilidades de que el proceso de recuperación del
predominio por parte de los políticos del sector de la Renovación condujeran a una
solidificación de la organización partidaria fueron abortadas por el triunfo interno de Carlos
Menem, quien fue capaz de debilitar simultáneamente a ambos elencos dirigenciales (cfr.
Levitzky 2005; Novaro 1999) capitalizando su liderazgo plebiscitario y actuando como un
auténtico conductor; y finalmente, cuando ante la fragmentación del amplio campo integrado
por quienes se consideran peronistas y la debacle y división del radicalismo se tornó evidente
que hacerse con el piso que supone el electorado peronista sigue siendo clave para triunfar en
elecciones a nivel nacional y en varios de los principales distritos del país, dando lugar al
despliegue de estrategias políticas variopintas mediante las cuales distintas fracciones
peronistas intentan asegurar el voto de ese electorado y combinarlo con el de otros sectores,
apelando objetivamente a una serie de formas de organización cambiantes (como, para el caso
del kirchnerismo, la estrategia de la transversalidad a que se recurrió para superar la debilidad
de origen del primer gobierno de Néstor Kirchner).
Lo dicho hasta aquí deberá bastar como fundamento de mi afirmación de que al pensar
las prácticas que los peronistas despliegan en relación con las organizaciones partidarias no
deberíamos permitirnos creer que estamos ante un mero pragmatismo en estado puro,
consistente apenas en la apreciación racional de individuos interesados y desprovistos
totalmente de valores. Al contrario, nos encontramos frente a ciertas formas de conocimiento
socialmente establecidas y orientadas en parte por valoraciones morales específicas las cuales
son constitutivas de las maneras en que los peronistas conciben sus objetivos e intereses y
producen prácticas acordes con los mismos precisamente porque operan ante todo de manera
intuitiva, en el plano del entendimiento, es decir, porque forman parte de los medios a través
de los cuales los actores experimentan la política. Se trata de lo que, jugando un poco con los
términos, he descrito en otro sitio como un ―pragmatismo cognitiva y moralmente informado‖
15
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(cfr. Balbi 2010) que resulta del despliegue de las diversas pero interrelacionadas
concepciones peronistas de política.

6- De hecho, si acaso existe, el pragmatismo en estado puro no puede ser sino una auténtica
rareza sociológica. Por el contrario, las orientaciones pragmáticas de los actores,
quienesquiera que sean, están siempre fundadas en escalas de preferencia socialmente
específicas que se encuentran inscriptas en sus recursos cognitivos y que combinan
inextricablemente valoraciones prácticas y morales. En este sentido, evidentemente, cualquier
corriente política relativamente duradera ha de dar lugar al desarrollo de un mayor o menor
número de concepciones específicas de política interrelacionadas y ha de caracterizarse por
ciertos pragmatismos acordes a las mismas. El radicalismo, con su supuesta vocación cívica e
institucionalista no representa una excepción: al contrario, más bien, es claro que esas
inclinaciones moralizantes son inseparables de ciertas formas de hacer política que son
bastante diferentes de las que acabamos de considerar pero resultan por lo menos tan
pragmáticas como ellas.
El origen tanto del énfasis radical en la necesidad de una depuración y defensa de las
instituciones republicanas como en la centralidad de la propia UCR de cara a esa empresa se
encuentra en su nacimiento como un partido del orden conservador que carecía de diferencias
sociológicas e ideológicas sustanciales con el Partido Autonomista Nacional de Julio A. Roca,
Carlos Pellegrini y Miguel Juárez Celman, y la Unión Cívica de Bartolomé Mitre (cf. Rock
1977; Hora 2001). En ese contexto, la representación de su propia actividad política como una
empresa moral era funcional a los objetivos de sus dirigentes y, más que eso, se aparecía
naturalmente a sus propios ojos como la razón de ser de su oposición a los otros partidos,
puesto que eran en su mayoría hombres asociados a sectores de la oligarquía terrateniente y,
en rigor de verdad, su exclusión de las posiciones políticas a que aspiraban era apenas el
producto de acuerdos establecidos entre dirigentes que se traducían luego en el efectivo
reparto de los cargos a través de elecciones fraudulentas. Refiriéndose a la situación en la
política bonaerense de la década de 1890, Roy Hora (2001: 26) destaca la ―ausencia de
cualquier diferencia social de consideración entre la dirigencia y los apoyos de cívicos,
radicales y autonomistas‖ y observa que:
Como ya se ha señalado para la política nacional, estas agrupaciones compartieron
presupuestos sobre el ordenamiento político y social de la provincia y el país que revelaban
su conformidad con las líneas maestras del orden socioeconómico vigente. Los temas
centrales de la discusión fueron específicamente políticos. Entre los tópicos más repetidos
por la oposición se escuchó una y otra vez la demanda de elecciones honestas y la crítica de

16
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la concentración del poder desde el estado. Lo que se criticaba era, principalmente, un estilo
de acción política orientado a la exclusión de la oposición. (Hora 2001: 26)
Esta concepción moralizante fue la base de la estrategia revolucionaria seguida inicialmente
por la UCR (y antes por la Unión Cívica, de la cual la UCR fue un desprendimiento). Cabe
apreciar que dicha estrategia implicaba la aceptación del procedimiento consistente en romper
con la institucionalidad vigente, que era entendido como orientado a su propia defensa pues se
asumía que las instituciones eran amenazadas por las prácticas que la UCR pretendía
combatir. Esta disposición moralizante, que asociaba el accionar y aún la existencia misma de
la UCR a un deber cívico, comenzó a forjarse bajo el liderazgo de Leandro N. Alem, cuyo
pensamiento fue influenciado por las ideas de Kant (Passalacqua 1984: 13) y se profundizó de
la mano del estilo del liderazgo emergente de Hipólito Yrigoyen, quien hacía cuestión de
mantener un trato personal incluso con sus seguidores menos prominentes (cfr. Hora 2001:
13). Como ha observado Tulio Halperín Donghi (2004: 22), a diferencia de Roca, Mitre o de
un líder posterior como Justo, que no se identificaban plenamente con los movimientos
políticos de que se servían y conservaban cierto margen de independencia respecto de los
mismos porque sus posiciones como dirigentes también tenían raíces en su condición de altos
jefes militares y suponían compromisos acordes a esa condición, Yrigoyen no disponía de
otros recursos para acumular poder que los que le proporcionara su control sobre la estructura
del radicalismo. Así, su convicción de que al acumular poder ―realizaba una tarea de alta
moralidad parecía reflejar sobre todo su identificación obsesiva con ella, que dotaba a la
ambición política (...) de una intensidad y un fervor que hicieron que la conquista del poder
por Yrigoyen y sus huestes fuera vista tanto por él como por éstas como la meta de una
empresa de redención nacional‖ (Halperín Donghi 2004. 22).
Pero esas ideas y la estrategia revolucionaria que se basaban en ellas estuvieron desde
un comienzo en tensión con la aspiración de los dirigentes radicales a llegar a posiciones de
gobierno. Así, diversos sectores radicales no las aceptaban plenamente y se inclinaban a
promover la incorporación del partido al juego electoral, tendencia que parece haberse
acentuado en la medida en que paulatinamente la UCR fue concitando el apoyo de sectores de
la población urbana no vinculados a la economía agropecuaria (cf. Rock 1977). El relativo
fracaso de todas las intentonas armadas tendió a fortalecer esta tendencia a la transformación
de la UCR en un partido dirigido a promover el acceso de sus dirigentes al Estado por la vía
electoral, terreno donde —dicho sea de paso— Yrigoyen y sus correligionarios no dudaron en
emplear los mismos métodos que criticaban a sus adversarios (cf. Rock 1977; Hora 2001).

17
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Así, contra lo que registra la memoria histórica de los radicales contemporáneos, la UCR
comenzó a participar en elecciones tan tempranamente como en febrero de 1894, en el marco
de comicios convocados por la intervención federal que siguió a los alzamientos simultáneos
realizados por la UCR y la UC contra el gobernador de la provincia de Buenos Aires en julio
del año anterior (cf. Hora 2001: 7 y ss.). De hecho, la UCR llegó a ser el partido más votado
en la provincia hacia 1895, cuando su propio éxito electoral hizo que ―las referencias a la
revolución comenzaron a desaparecer del vocabulario radical‖ y el partido comenzó a ser
considerado por sus oponentes como ―una fuerza que no se distinguía sustancialmente de sus
rivales ni por sus objetivos últimos ni por el origen social de sus dirigentes y militantes‖ (cf.
Hora 2001: 13). Una serie de disputas internas entre Yrigoyen y Bernardo de Irigoyen, supuso
la desarticulación del yrigoyenismo porque, precisamente, su líder ya no fue capaz de
garantizar el acceso de sus hombres a cargos públicos, hecho que además acabó con el breve
esplendor electoral del radicalismo bonaerense (cfr. Hora 2001: 15 y ss.).
Paradójicamente, este retroceso fue capitalizado por el yrigoyenismo y, más
ampliamente, por la UCR, en la segunda mitad de la década del ‘10, cuando más de diez años
de ausencia de los procesos electorales le permitieron tender un manto de silencio sobre su
historia de acuerdos con autonomistas y mitristas, presentándose como ―el único impugnador
moral del régimen, y como una fuerza política sin más vínculos con el pasado político de la
Argentina que su voluntad de abolirlo‖ (Hora 2001: 28). Este resurgimiento del radicalismo
bajo el liderazgo de Yrigoyen se dio de la mano de una profunda identificación de la UCR
con la Nación, donde los temas ya establecidos del respeto por la Constitución, la limpieza de
los comicios y la naturaleza moral del accionar radical fueron reformulados en términos que
revelan la influencia del pensamiento krausista, dando lugar a la idea de que la UCR no era un
partido sino un movimiento que encarnaba la Causa del combate contra el Régimen y se
identificaba con la Nación misma, de la cual sería la encarnación (cfr. Passalacqua 1984;
Puiggros 1969: cap. V). Así, Yirigoyen escribe de la UCR que es ―la genuina encarnación de
las más puras y vigorosas energías de la Patria, que absorbe en su defensa todas las fuerzas
morales, intelectuales y reales‖, y que es ―la Patria misma‖ (Primera carta al Doctor Molina,
septiembre de 1919; citado en Del Mazo 1984: 75). También, es posible leer en un Manifiesto
emitido ante el fracaso de revolución de febrero de 1905 que: ―La Unión Cívica Radical, no
es precisamente un partido en el concepto militante, es una conjunción de fuerzas emergentes
de la opinión nacional, nacidas y solidarizadas al calor de reivindicaciones públicas‖ (en:
Bortnik 1989: 89). Como lo sugiere el último pasaje citado, la contracara de la representación
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de la UCR como un movimiento que encarnaba a la Patria era la descalificación de los


restantes partidos en tanto representantes de intereses sectoriales que se encaramaban en el
poder a través de prácticas corruptas. En efecto, olvidando selectivamente el origen de sus
fundadores y principales líderes, el Manifiesto Revolucionario del 4 de febrero de 1905 reza:
Los partidos políticos son meras agrupaciones transitorias, sin consistencia en la opinión,
sin principios ni propósitos de gobierno. Desprendidos los unos del régimen que domina al
país, procedentes los otros de defecciones a la causa de su reparación, el anhelo común en la
posesión de los puestos públicos. (...) La oposición pierde así sus condiciones esenciales para
el bien público, se convierte en escuela perniciosa y perturbadora y en un exponente de la
depresión general. (En: Bortnik 1989: 76)
Esta descalificación general de los restantes partidos y del juego electoral sería la base de la
estrategia de la abstención revolucionaria con que el radicalismo yrigoyenista transitaría la
primera década del siglo pasado, produciendo ―un socavamiento sistemático de las
autoridades nacionales (...) mostrando al régimen como una mera excrecencia
irrepresentativa, al tiempo que el peso efectivo de un radicalismo que eludía el camino del
comicio, denunciado como fraudulento, era imposible de mensurar‖ (Aboy Carlés 2013: 40).
Este camino, en definitiva, llevaría a Yrigoyen a la presidencia de la República, Ley
Sáenz Peña mediante. Es interesante observar al respecto que, como ha observado Luciano de
Privitello, dicha ley ―vino a consagrar una visión totalizadora de la sociedad en clave
espiritual: la representación política estaba llamada a expresar el alma de la nación, cuyo
contenido concreto Sáenz peña no dudaba en reconocer primero en su propia voz y, más
ampliamente, en la del grupo pensante del cual era miembro‖ (Privitello 2004: 4; las itálicas
son del original). Como han observado, a su modo, diversos autores (Privitello 2004: 5;
Halperín Donghi 2004: 38) el movimientismo del yrigoyenismo que, al cabo, vino a
beneficiarse de la reforma electoral, no representaba sino una variante de esa manera de
entender a la Nación. Podría hablarse, de hecho, de un entrelazamiento de las concepciones de
política de los sectores reformistas del conservadorismo y de los líderes radicales que
atestigua las ya mencionadas semejanzas de sus orígenes, condiciones sociales y programas
(cfr. Rock 1977: 61 y ss.).
Empero, el proceso que llevó a Yrigoyen a la primera magistratura exhibió
nuevamente la tensión ya mencionada entre la concepción yrigoyenista de política y las
presiones emergentes de las posibilidades ciertas de llegar al poder por la vía electoral.
Aparentemente, entrada la segunda década del siglo, el líder radical aún aspiraba a la toma del
poder por la vía de las armas, oponiéndose a las exigencias de diversos sectores partidarios en
cuanto a deponer la abstención y participar de diversas elecciones provinciales. Lo cierto es
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que en 1912 Yrigoyen no pudo evitar que la UCR santafesina se presentara en las elecciones
provinciales —las primeras a realizarse tras la reforma electoral—, donde obtuvo un claro
triunfo que, sumado a la actitud aperturista del sector reformador del conservadorismo, dejó
en claro que la vía electoral estaba abierta para que el radicalismo llegara a ocupar posiciones
de relevancia a nivel nacional. Esto condujo, a la postre, a la candidatura y el triunfo de
Yrigoyen en las elecciones de 1916.
Yrigoyen, sin duda, trató de gobernar en función de esta concepción de su partido
como encarnando —bajo su propio liderazgo, claro está— a la Nación misma. Ello se reflejó
de manera dramática en ―la más agresiva política de intervenciones federales [a las
provincias] jamás desarrollada‖ (Aboy Carlés 2013: 41), que incluyó diecinueve
intervenciones entre 1916 y 1922. En efecto, la identificación entre la UCR y la Nación y el
triunfo electoral del líder radical, sumados, dieron lugar al desarrollo de una doctrina según la
cual el Poder Ejecutivo, encarnado por Yrigoyen, corporizaba a la soberanía entendida como
ejercida de manera indivisible dentro de la unidad nacional —esto es, como no pasible de ser
concebida como fragmentada en un cierto número de soberanías provinciales—, de modo que,
comprensiblemente, cualquier revés electoral daba lugar a acusaciones de corrupción en los
comicios y a la subsecuente intervención federal (cf. Aboy Carlés 2013: 42). En esta dinámica
encuentra una nueva expresión —y un nuevo desarrollo— la ya añosa predisposición de los
radicales a interrumpir el orden institucional en defensa de las propias instituciones. De
hecho, bajo esta lógica, incluso los gobiernos radicales que no respondían al liderazgo del
presidente eran sospechosos de ilegitimidad y tendían a ser intervenidos (cf. Aboy Carlés
2013: 44).
Sin embargo, con el acceso de Yrigoyen a la presidencia de la Nación, la concepción
de la UCR como un movimiento —esto es, como lo opuesto de un partido en el sentido de la
expresión de intereses sectoriales ilegítimos— entra en una lenta decadencia y se consolida
paulatinamente su representación como un partido político dentro del orden institucional,
aunque no deja de persistir una suerte de sello moral que, a los ojos de sus integrantes, lo
distingue de los restantes. El hecho de estar en el gobierno condujo a Yrigoyen a una
estrategia de ampliación de su base política a partir de la extensión de la organización en
comités, especialmente en Buenos Aires y las principales ciudades. Esta práctica suponía,
entre otras cosas, el nombramiento de numerosos empleados públicos que eran afiliados del
partido recomendados por los caudillos locales que presidían los comités, y la disposición de
fondos públicos para satisfacer cuestiones locales a través esos mismos dirigentes. (cfr. Rock
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1977: cap. 5). Todo ello no pudo sino consolidar la importancia que la organización partidaria
tenía para los radicales: en efecto, el naciente único partido moderno del país se convertía
crecientemente en un espacio de poder significativo, lo que agregaba un enorme valor
práctico al valor moral de que ya estaba dotado en tanto encarnación —según se lo viera
desde uno u otro sector interno— de la Nación misma o de la más pura representación de sus
intereses. Este proceso, con sus tensiones y contradicciones, con sus marchas y
contramarchas, se prolongaría hasta la caída de Yrigoyen en 1930, e incluso entonces seguiría
bajo una forma renovada al aceptar los sectores internos opuestos a Yrigoyen
(‗antipersonalistas‘ y alvearistas) que el alzamiento golpista había sido necesario para
defender a las instituciones que la corrupción, el autoritarismo y la ineficacia del gobierno
amenazaban y entender que, en tanto radicales, correspondía que acompañaran el proceso de
reconstrucción para garantizar su éxito, con el resultado de que los distintos segmentos del
radicalismo se tornaron en partidos del régimen (Ciria 1986: 172). Luego, la irrupción de
Perón como consecuencia inesperada de la asonada militar de junio de 1943 promovería
nuevas reafirmaciones de la identificación de la UCR con la defensa de las instituciones
republicanas que el peronismo supuestamente ponía en peligro, pero no su apartamiento del
juego electoral, estrategia que hasta la fecha nunca ha sido retomada pues la consolidación de
la concepción del radicalismo como un partido político ha tendido a excluirla. Hacia 1956, de
hecho, Frondizi abjuraría expresamente de la identificación plena del radicalismo con la
Nación (Aboy Carlés 2001: 33, nota 51), con lo que la concepción movimientista quedaría
enterrada incluso entre los sectores radicales que se consideraban como herederos directos del
yrigoyenismo hasta que se la reflotó, cargada ya de otros sentidos, durante el gobierno de
Raúl Alfonsín.
Lo que en ningún caso desapareció, en cambio, fue la centralidad que el partido
revestía para los radicales en términos tanto morales —como una organización de importancia
preeminente para la defensa de las instituciones y los principios republicanos— como
prácticos —como conjunto de medios privilegiados de su hacer política—. Ambos rasgos, sin
duda, perviven hoy en día en sus concepciones de política y marcan a fuego las formas en
hacen política no sólo los integrantes de la UCR sino también los dirigentes y militantes de
los sectores que se alejaron del partido desde el período de la debacle de la Alianza. De hecho,
bien puede decirse que las estructuras y los procedimientos partidarios formales se imponen a
los radicales y ex radicales como recursos prácticos de los cuales parecen incapaces de
prescindir. De allí, por ejemplo, que sus prácticas políticas sigan revelando esa concentración
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tan marcada en las disputas por el control de los órganos partidarios y por la definición y
supervisión de sus procedimientos que quienes no somos radicales —y e incluso ellos
mismos— solemos describir como ‗internismo‘. De allí, también, las tribulaciones a que se
han sometido con aparente fatalismo dirigentes escindidos de la UCR como Elisa Carrió y
Ricardo López Murphy, quienes se han dedicado sistemáticamente a construir nuevas
organizaciones partidarias cada vez que llegaron a la conclusión de que las anteriores no les
permitían concretar sus aspiraciones políticas de acuerdo a sus previsiones —un proceder que
no podría contrastar más con el predominante entre los peronistas, donde la procura de
‗sellos‘ partidarios disponibles para armar frentes electorales ha sido pan de cada día—. Es de
destacar, también, que todas estas escisiones se hacen en términos de un discurso
republicanista y enarbolando la pretensión de que el nuevo partido encarna la defensa de los
principios e instituciones que el anterior ya no quiere o no puede emprender.
Como es de esperar, la retradución del valor axiomático atribuido a la UCR desde su
concepción como encarnación de la Nación hacia su representación como un partido político
en el sentido ‗moderno‘ ortodoxo y la retención del valor último acordado a la defensa de las
instituciones de la República, han dado lugar a que en las concepciones radicales de política
se valoren per se no sólo a la propia UCR sino a los partidos en abstracto y al sistema de
partidos. Sin embargo, sería engañoso abordar esta cuestión en términos exclusivamente
morales, como si se tratara apenas de un asunto de principios –pues no lo es—. Un indicio del
punto hasta el cual las valoraciones morales y prácticas no pueden ser entendidas
separadamente es el hecho, aparentemente paradójico, de que los radicales y ex-radicales
también conserven —aunque por lo general de una manera no tan explícita como en tiempos
de Yrigoyen— una cierta predisposición a deslegitimar a sus adversarios políticos que se hace
presente toda vez que estos se muestran reiteradamente más exitosos en la arena electoral que
ellos. Resurgen, entonces, muchos giros verbales enarbolados en su momento por el
yrigoyenismo contra los conservadores y que hoy, ya relativamente en desuso, llegan a sonar
arcaizantes; y, sobre todo, se reactualiza, aunque cada vez con una coloratura específica, la
predisposición a apoyar y hasta a promover rupturas del orden institucional en nombre del
propio orden institucional, tal como se refleja claramente en la historia de los golpes de estado
del siglo XX que, sin excepciones, fueron invocados por voces de dirigentes de extracción
radical y contaron con hombres del radicalismo entre los elencos de los gobiernos de facto
resultantes. No puedo dejar de observar en este contexto que incluso hoy, al cabo de treinta
años de democracia, algunos políticos de filiación y/u origen radical se muestran dispuestos a
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anunciar la inminencia —y hasta a postular la necesidad— de la caída de un gobierno elegido


por el voto popular, cosa que en la práctica equivale a promoverla activamente. Estas
recurrencias poco felices en las prácticas políticas de los radicales y ex radicales, sin embargo,
no deben ser reificadas apelando a conceptos como los de cultura política o populismo, que
sugieren la existencia de ―concepciones hegemonistas‖ (Aboy Carlés 2001: 32) subyacentes.
Es necesario, en cambio, dar cuenta de ellas a través del análisis de la historia de sus
concepciones de política a fin de dar cuenta sociológicamente de sus condiciones de
producción y reproducción.11

8- No dispongo ya de espacio para extenderme y, en rigor de verdad, no tengo demasiado que


agregar pues me encuentro al comienzo de un camino y no en un punto de llegada. He tratado,
apenas, de sugerir que las prácticas políticas de los peronistas y los radicales están —como las
de cualesquiera actores del escenario político— sujetas a orientaciones cognitivas y morales
socialmente producidas que comportan diversos y cambiantes pragmatismos socialmente
específicos. También he intentado delinear los términos teórico-metodológicos para una
aproximación al estudio de estas cuestiones, apelando a las nociones de ‗concepciones nativas
de política‘ y de ‗pragmatismos cognitiva y moralmente informados‘. Finalmente, a fin de
ilustrar mi argumento, he procurado mostrar cómo las formas en que radicales y peronistas
hacen política no son más o menos pragmáticas sino que lo son de distintas maneras,
residiendo las diferencias esenciales en el hecho de que las historias de ambas corrientes
políticas han dado lugar a que en el primer caso las valoraciones morales y practicas de las
estructuras y los procedimientos partidarios tiendan a confundirse hasta hacerse inextricables,
mientras que en el segundo la apreciación de esas estructuras y procedimientos generalmente
es apenas práctica porque las valoraciones morales se fijan, más bien, sobre la labor de la
conducción y sus condiciones de realización. Tengo para mí que los conceptos que he
propuesto, debidamente desarrollados, pueden servir de puntos de partida para estudios sobre
las prácticas políticas que sean capaces de generar nuevas preguntas en lugar de invocar
certezas preconcebidas que, al cabo, no pueden sino alimentar los mismos preconceptos con
que los actores políticos se posicionan y se diferencian unos de los otros.

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Sospecho que las claves para entender por qué este rasgo de las concepciones radicales de política ha sido
reformulado pero no se ha visto desplazado por el institucionalismo que es su rasgo más característico han de
encontrarse en los procesos sociales causantes de que, desde la emergencia del peronismo, el antiguo partido
dominante se haya visto casi permanentemente reducido a la condición de segundo actor de la escena electoral.
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Actas en línea registradas como ISSN: 1850-1834

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