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Día duro, de Antonio Dal Masetto

A las 10.20 del sábado la adolescente se despierta, se coloca boca arriba en la cama y se queda mirando el cielo raso sin
moverse durante media hora.

A las 10.50 se levanta y enciende el televisor. Cambia de canal, vuelve a cambiar, se queda unos minutos en un programa
de dibujos animados, apaga.

A las 11.05 sale de su habitación, lee una nota que le dejaron sobre la mesa del living, murmura:

- Ufa.

A las 11.20 levanta el tubo del teléfono para comprobar si tiene tono.

A las 11.35 se prepara un té. Lo toma mirando por la ventana, mientras con el dedo escribe varias veces su nombre en el
vidrio empañado.

A las 12.05 empieza a ordenar su habitación pero enseguida abandona.

A las 12.30 se para en medio del living y, en voz alta, declara: - Estoy aburrida.

A las 12.35 se sienta en un sillón con una pila de revistas sobre las rodillas, las hojea rápido y las va tirando al piso.

A las 12.45 deja el sillón, va a la cocina, abre la heladera, pellizca un poco de tarta y toma un trago de leche directamente
de la botella.

A las 12.50 repite:

- Estoy aburrida.

A las 13 enciende el televisor.

A las 13.05 apaga el televisor, enciende la radio y sintoniza un programa de rock. A las 13.20 se para delante del espejo,
se mira largo y dice:

- Estoy fea.

A las 13.30 toma una hoja en blanco, una lapicera, se sienta a la mesa y escribe un poema que titula ―Aunque nadie me
entienda”.

A las 14.10 regresa al espejo, se estudia con cuidado y dice:

- Estoy gorda.

A las 14.20 hace flexiones.

A las 14.25 revuelve en un cajón, encuentra un atado de cigarrillos empezado, prende uno, pega un par de pitadas, tose,
apaga el cigarrillo.

A las 14.30 suspira con fuerza:


- Ufa.

A las 14.50 abre una ventana, cierra los ojos y se promete solemnemente que nunca, nunca, nunca más en la vida esto y
nunca, nunca, nunca más en la vida aquello.

A las 15.10 va al teléfono para verificar si sigue teniendo tono.

A las 15.25 enciende el televisor.

A las 15.30 apaga el televisor.

A las 15.40 llama a una amiga. Se cuentan lo que cada una hizo el día anterior, hablan de conocidos comunes. La lengua
del adolescente se va poniendo filosa y son varios los nombres femeninos y masculinos que caen bajo sus dardos.

A las 16.20 termina la charla. De nuevo la adolescente empieza a ordenar su habitación.

A las 16.30 interrumpe la tarea y se sienta a escribir otro poema. Titulo: ―Algún día lo sabrás y será tarde”.

A las 17.10 suspira y murmura:

- Así es el mundo.

A las 17.25 se para delante del teléfono, lo mira unos minutos, comienza a marcar muy despacio y cuelga sin completar
el número.

A las 17.35 abre un armario, saca una caja que contiene fotos, las desparrama sobre la cama y se recuesta a mirarlas.

A las 17.40 rompe una foto en pedazos muy pequeños y guarda las demás.

A las 17.50 vuelve a sentarse a la mesa con una hoja de papel en blanco. Piensa, muerde la lapicera. No le sale. Suelta un
gran suspiro, la hoja se desplaza y cae al piso.

A las 18.10 suena el teléfono. La adolescente corre a atender y en el camino voltea una silla. Antes de levantar el tubo se
contiene, hace una pausa, respira hondo y cuando dice hola su voz suena indiferente y un poco misteriosa. Mantiene un
diálogo en el que sólo emite afirmaciones y negativas. Sí, no, bueno, está bien, no, sí.

A las 18.25 interrumpe el diálogo:

- Estoy con gente, llámame en quince minutos.

A las 18.45 llaman: la adolescente deja que el teléfono suene media docena de veces. Atiende. Desde el otro lado
reanudan el interrogatorio y ella contesta con la misma apatía. Sí, no. No, sí. Después, poco a poco, se vuelve locuaz. El
tono de sus respuestas se endurece y se ablanda. Va y viene. Aunque nunca se inclina demasiado ni para un lado ni para
el otro, y resulta evidente que la adolescente está regulando con cuidado su estrategia para poder seguir manejándose
desde una posición de fuerza.

A las 19.10 como quien otorga un favor, acepta concurrir a una cita dentro de media hora.

A las 19.15 cuelga, levanta los brazos, suelta un gritito y baila alrededor de la mesa.

A las 19.20 corre a cambiarse de ropa y hay gran ruido de cajones que se abren y se cierran.

A las 19.35 se mete en el baño, se peina, se pinta los ojos y canta en voz baja.

A las 19.50 se pone la campera y se prepara para salir. Llega hasta la puerta, pega media vuelta, se para delante del
espejo, se mira de frente, se mira de perfil derecho, se mira de perfil izquierdo, nuevamente de frente. Dice:

- Qué linda que soy.

Se va.
Una perra cara Antón Chéjov

El maduro oficial de infantería Dubov y el voluntario Knaps, sentados uno junto a otro, bebían unas copas.-¡Magnífico
perro!... -decía Dubov mostrando a Knaps a su perro Milka-. ¡Un perro extraordinario!... ¡Fíjese, fíjese bien en el morro
que tiene!... ¡Lo que valdrá sólo el morro!... Si lo viera un aficionado, tan sólo por el morro pagaría doscientos rublos.
¿No lo cree usted?... Si no es así, es que no entiende nada de esto.
-Sí que entiendo, pero...
-Es setter. ¡Setter inglés de pura raza! Para el acecho es asombroso, y como olfato... ¡Dios mío!... ¡Qué olfato el suyo!
¿ Sabe cuánto pagué por mi Milka cuando no era más que un cachorro?... ¡Cien rublos! ¡Soberbio perro! ¡Ven acá...,
Milka bribón, Milka bonito!... ¡Ven acá, perrito..., chuchito mío...!
Dubov atrajo a Milka hacia sí y lo besó entre las orejas. A sus ojos asomaban lágrimas.
-¡No te entregaré a nadie..., hermoso mío..., tunante! ¿Verdad que me quieres, Milka? Me quieres..., ¿no? Bueno,
¡márchate ya! -exclamó de pronto el teniente-. ¡Me has puesto las patas sucias en el uniforme! ¡Pues sí, Knaps!... ¡Ciento
cincuenta rublos pagué por el cachorro! ¡Desde luego ya se ve que los vale! ¡Lo único que siento es no tener tiempo para
ir de caza! ¡Y un perro sin hacer nada se muere!... ¡Le falta... sobre qué utilizar la inteligencia!... ¡Cómpremelo, Knaps!
¡Me lo agradecerá usted toda la vida! Si no dispone de mucho dinero, se lo dejaré por la mitad de su precio... ¡Lléveselo
por cincuenta rublos!... ¡Róbeme ...!
-No, querido -suspiró Knaps-. Si su Milka hubiera sido macho, quizá lo comprara, pero...
-¿Que Milka no es macho? -se asombró el teniente-. Pero ¿qué está usted diciendo, Knaps?... ¿Que Milka no es macho?
¡Ja, ja!... Entonces, ¿qué es según usted? ¿Perra? ¡Ja, ja!... ¡Qué chiquillo! Todavía no sabe distinguir un perro de una
perra!
-Me está usted hablando como si yo fuera ciego o una criatura -se ofendió Knaps-. ¡Claro que es perra!
-¡A lo mejor también le parece a usted que yo soy una señora!... ¡Vaya, vaya.... Knaps! ¡Y decir que ha cursado usted
estudios técnicos!... No, alma mía. Este es un auténtico perro de pura casta. ¡Es capaz de dar ciento y raya a cualquier
otro perro, y usted me sale con que no es perro! ¡Ja, ja...!
-Perdóneme, Mijail Ivanovich, pero me toma usted sencillamente por tonto. ¡Hasta me ofende!
-Bueno, bueno... Pues nada, entonces... No lo compre si no quiere... ¡A usted es imposible hacerle comprender nada!
¡Pronto empezará usted a decir. que en vez de rabo tiene una pata!... Pero nada ... ¡A usted es a quien quería yo hacer el
favor! ¡Vajrameev!... ¡Trae coñac!
El ordenanza trajo más coñac. Los dos amigos llenaron sus vasos y quedaron pensativos. Transcurrió media hora en
silencio.
-¡Y después de todo..., vamos a suponer que fuera perra!... -interrumpió el silencio el teniente mirando sombrío la
botella-. ¿Qué importancia tendría eso?... ¡Mejor para usted!... Le daría cachorros, cada cachorro no valdría menos de
veinticinco rublos. ¡Se los compraría cualquiera, encantado! ¡No sé por qué le gustan tanto los perros! ¡Son mil veces
mejor las perras! El género femenino es más adicto y más agradecido... Pero bueno, en fin..., si tanto miedo tiene usted
al género femenino, ¡quédese con ella por veinticinco rublos!
-No, querido. No le pienso dar ni una kopeka. En primer lugar, no necesito perro, y, en segundo, no tengo dinero.
-Eso podía usted haberlo dicho antes... ¡Milka! ¡Largo de aquí!
El ordenanza sirvió una tortilla. Los amigos se pusieron a comerla y la terminaron en silencio.
-¡Es usted un buen muchacho, Knaps! ¡Un muchacho cabal! -dijo el teniente, limpiándose los labios-. ¡Qué diablos! ¡Me
da lástima dejarle así! ¿Sabe usted una cosa?... ¡Llévese la perra gratis!
-Pero ¿para qué la quiero yo, querido? -dijo Knaps con un suspiro-. Y además, ¿quién me la iba a cuidar?
-¡Bueno, pues nada, entonces!..., ¡nada!.... ¡qué diablos! ¿Que no la quiere usted?... ¡Pues no se la lleva! Pero ¿adónde
va usted?... ¡Quédese un ratito más!
Knaps se levantó desperezándose y cogió su gorro.
-Ya es hora de marchar. Adiós -dijo, bostezando.
-Espere, entonces. Le acompañaré.
Dubov y Knaps se pusieron los abrigos y salieron a la calle. Anduvieron en silencio los cien primeros pasos.
-¿No se le ocurre a quién podría yo dar la perra? ¿No tiene usted a nadie entre sus conocidos...? La perra, como ha visto
usted, es bonísima..., y de raza..., pero yo no la necesito para nada.
-No se me ocurre, querido. En realidad, ¿qué conocimientos tengo yo aquí?...
Hasta llegar a la misma casa de Knaps, caminaron los amigos sin pronunciar palabra. Sólo cuando al abrir la puerta de la
verja Knaps estrechó la mano a Dubov, éste tosió y con alguna vacilación dijo:
-¿Sabe usted si los perreros de la localidad aceptan perros?
-Es posible que los acepten, pero con seguridad no se lo puedo decir.
-Mañana la mandaré allá con Vajrameev. ¡Al diablo con la perra! Por mí, que la desuellen..., ¡maldita, asquerosa perra!
¡Por si fuera poco que ensucie las habitaciones, ayer en la cocina se zampó toda la carne!... ¡Canalla! ¡Y si siquiera fuera
de buena raza!... ¡Pero no es más que una mezcla de perro callejero y de cerdo! ¡Buenas noches!
-Adiós -dijo Knaps.
La puerta de la verja se cerró y el teniente quedó solo.

Anacleto Morones de Juan Rulfo


¡Viejas, hijas del demonio! Las vi venir a todas juntas, en procesión. Vestidas de negro, sudando como mulas bajo el
mero rayo del sol. Las vi desde lejos como si fuera una recua levantando polvo. Su cara ya ceniza de polvo. Negras todas
ellas. Venían por el camino de Amula, cantando entre rezos, entre el calor, con sus negros escapularios grandotes y
renegridos, sobre los que caía en goterones el sudor de su cara.

Las vi llegar y me escondí. Sabía lo que andaban haciendo y a quién buscaban. Por eso me di prisa a esconderme
hasta el fondo del corral, coriendo ya con los pantalones en la mano.

Pero ellas entraron y dieron conmigo. Dijeron: “¡Ave María Purísima!”

Yo estaba acuclillado en una piedra, sin hacer nada, solamente sentado allí con los pantalones caídos, para que ellas
me vieran así y no se me arrimaran. Pero sólo dijeron: “¡Ave María Purísima!” Y se fueron acercando más.

¡Viejas indinas! ¡Les debería dar vergüenza! Se persignaron y se arrimaron hasta ponerse junto a mi, todas juntas,
apretadas como en manojo, chorreando sudor y con los pelos untados a la cara como si les hubiera lloviznado.

—Te venimos a ver a ti, Lucas Lucatero. Desde Amula venimos, sólo por verte. Aquí cerquita nos dijeron que estabas
en tu casa; pero no nos figuramos que estabas tan adentro; no en este lugar ni en estos menesteres. Creímos que habías
entrado a darle de comer a las gallinas, por eso nos metimos. Venimos a verte.

¡Esas viejas! ¡Viejas y feas como pasmadas de burro!

—¡Dígame qué quieren! —les dije, mientras me fajaba los pantalones y ellas se tapaban los ojos para no ver.

—Traemos un encargo. Te hemos buscado en Santo Santiago y en Santa Inés, pero nos informaron que ya no vivías
allí, que te habías mudado a este rancho. Y acá venimos. Somos de Amula.

Yo ya sabía de dónde eran y quiénes eran; podía hasta haberles recitado sus nombres, pero me hice el
desentendido.

—Pues si Lucas Lucatero, al fin te hemos encontrado, gracias a Dios.

Las convidé al corredor y les saqué unas sillas para que se sentaran. Les pregunte que Si tenían hambre o que si
querían aunque fuera un jarro de agua para remojarse la lengua.
Ellas se sentaron, secándose el sudor con escapularios.

—No, gracias —dijeron—. No venimos a darte molestias. Te traemos un encargo. ¿Tu me conoces, verdad, Lucas
Lucatero? —me preguntó una de ellas.

—Algo—le dije — Me parece haberte visto en alguna parte. ¿No eres, por casualidad, Pancha Fregoso, la que se
dejó robar por Homobono Ramos?

—Soy, si, pero no me robó nadie. esas fueron puras maledicencias. Nos perdimos los dos buscando garambullos. Soy
congregante y yo no hubiera permitido de ningún modo...

—¿Qué, Pancha?

—¡Ah!, cómo eres mal pensado, Lucas. Todavía no se te quita lo de andar criticando gente. Pero, ya que me
conoces, quiero agarrar la palabra para comunicarte a lo que venimos.

—¿ No quieren ni siquiera un jarro de agua? —les volví a preguntar.

—No te molestes. Pero ya que nos ruegas tanto, no te vamos a desairar.

Les traje una jarra de agua de arrayán y se la bebieron. Luego les traje otra y se la volvieron a beber. Entonces les
arrimé un cántaro con agua del río. Lo dejaron allí, pendiente, para dentro de un rato, porque, según ellas, les iba a
entrar mucha sed cuando comenzara a hacerles la digestión.

Diez mujeres, sentadas en hilera, con sus negros vestidos puercos de tierra. Las hijas de Ponciano, de Emiliano, de
Crescenciano, de Toribio el de la taberna y de Anastasio el peluquero.

¡Viejas carambas! Ni una siquiera pasadera. Todas caídas por los cincuenta. Marchitas como floripondios
engarruñados y secos. Ni de dónde escoger.

—¿Y qué buscan por aquí?

—Venimos a verte.

—Ya me vieron. Estoy bien. Por mí no se preocupen.

—Te has venido muy lejos. A este lugar escondido. Sin domicilio ni quien dé razón de ti. Nos ha costado trabajo dar
contigo después de mucho inquirir.

—No me escondo. Aquí vivo a gusto, sin la moledera de la gente. ¿Y qué misión traen, si se puede saber? —les
pregunté.

—Pues se trata de esto... Pero no te vayas a molestar en darnos de comer. Ya comimos en casa de la Torcacita. Allí
nos dieron a todas. Así que ponte en juicio. Siéntate aquí enfrente de nosotras para verte y para que nos oigas.

Yo no me podía estar en paz. Quería ir otra vez al corral. Oía el cacareo de las gallinas y me daban ganas de ir a
recoger los huevos antes que se los comieran los conejos.

—Voy por los huevos —les dije.

—De verdad que ya comimos. No te molestes por nosotras.

—Tengo allí dos conejos sueltos que se comen los huevos. Orita regreso.

Y me fui al corral.

Tenía pensado no regresar. Salirme por la puerta que daba al cerro y dejar plantada a aquella sarta de viejas canijas.

Le eché una miradita al montón de piedras que tenía arrinconado en una esquina y le vi la figura de una sepultura.
Entonces me puse a desparramarlas, tirándolas por todas partes, haciendo un reguero aquí y otro allá. Eran piedras de
río, boludas, y las podía aventar lejos. ¡Viejas de los mil judas ! Me habían puesto a trabajar. No sé por qué se les antojó
venir.

Dejé la tarea y regresé. Les regalé los huevos.

¿Mataste los conejos? Te vimos aventarles de pedradas. Guardaremos los huevos para dentro de un rato. No debías
haberte molestado.

—Allí en el seno se pueden empollar, mejor déjenlos afuera.

—¡Ah, cómo serás!, Lucas Lucatero. No se te quita lo hablantín. Ni que estuviéramos tan calientes.

—De eso no sé nada. Pero de por sí está haciendo calor acá afuera

Lo que yo quería era darles largas. Encaminarlas por otro rumbo, mientras buscaba la manera de echarlas fuera de
mi casa y que no les quedaran ganas de volver. Pero no se me ocurría nada.

Sabía que me andaban buscando desde enero, poquito después de la desaparición de Anacleto Morones. No faltó
alguien que me avisara que las viejas de la Congregación de Amula andaban tras de mí. Eran las únicas que podían tener
algún interes en Anacleto Morones. Y ahora allí las tenía.

Podía seguir haciéndoles plática o granjeándomelas de algún modo hasta que se les hiciera de noche y tuvieran que
largarse. No se hubieran arriesgado a pasarla en mi casa.

Porque hubo un rato en que se trató de eso: cuando la hija de Ponciano dijo que querían acabar pronto su asunto
para volver temprano a Amula. Fue cuando yo les hice ver que por eso no se preocuparan, que aunque fuera en el suelo
había allí lugar y petates de sobra para todas. Todas dijeron que eso sí no, porque qué iría a decir la gente cuando se
enteraran de que habían pasado la noche solitas en mi casa y conmigo allí dentro. Eso sí que no.

La cosa, pues, estaba en hacerles larga la plática, hasta que se les hiciera de noche, quitándoles la idea que les bullía
en la cabeza. Le pregunté a una de ellas:

—¿Y tu marido qué dice?

—Yo no tengo marido, Lucas. ¿No te acuerdas que fui tu novia? Te esperé y te esperé y me quedé esperando. Luego
supe que te habías casado. Ya a esas alturas nadie me quería.

—¿Y luego yo? Lo que pasó fue que se me atravesaron otros pendientes que me tuvieron muy ocupado; pero
todavía es tiempo.

—Pero si eres casado, Lucas, y nada menos que con la hija del Santo Niño. ¿Para qué me alborotas otra vez? Yo ya
hasta me olvidé de ti.

—Pero yo no. ¿Cómo dices que te llamabas?

—Nieves... Me sigo llamando Nieves. Nieves García. Y no me hagas llorar, Lucas Lucatero. Nada más de acordarme
de tus melosas promesas me da coraje.

—Nieves... Nieves. Cómo no me voy a acordar de ti. Si eres de lo que no se olvida... Eras suavecita. Me acuerdo. Te
siento todavía aquí en mis brazos. Suavecita. Blanda. El olor del vestido con que salías a verme olía a alcanfor. Y te
arrejuntabas mucho conmigo. Te repegabas tanto que casi te sentía metida en mis huesos. Me acuerdo.

—No sigas diciendo cosas, Lucas. Ayer me confesé y tú me estás despertando malos pensamientos y me estás
echando el pecado encima.

—Me acuerdo que te besaba en las corvas. Y que tú decías que allí no, porque sentías cosquillas. ¿Todavía tienes
hoyuelos en la corva de las piernas?

—Mejor cállate, Lucas Lucatero. Dios no te perdonará lo que hiciste conmigo. Lo pagarás caro.

—¿Hice algo malo contigo? ¿Te traté acaso mal?

—Lo tuve que tirar. Y no me hagas decir eso aquí delante de la gente. Pero para que te lo sepas lo tuve que tirar. Era
una cosa así como un pedazo de cecina. ¿Y para qué lo iba a querer yo, si su padre no era más que un vaquetón?

—¿Conque eso pasó? No lo sabía. ¿No quieren otra poquita de agua de arrayán? No me tardaré nada en hacerla.
Espérenme nomás.

Y me fui otra vez al corral a cortar arrayanes. Y allí me entretuve lo más que pude, mientras se le bajaba el mal
humor a la mujer aquella. Cuando regresé ya se había ido.

—¿Se fue?

—Si, se fue. La hiciste llorar.

—Sólo quería platicar con ella nomás por pasar el rato. ¿Se han fijado cómo tarda en llover? allá en Amula ya debe
haber llovido, ¿no?

—Si, anteayer cayó un aguacero.

—No cabe duda de que aquel es un buen sitio. Llueve bien y se vive bien. A fe que aquí ni las nubes se aparecen.
¿Todavía es Rogaciano el presidente municipal?

—Si, todavía.

—Buen hombre ese Rogaciano.

—No. Es un maldoso.

—Puede que tengan razón. ¿Y qué me cuentan de Edelmiro, todavía tiene cerrada su botica?

—Edelmiro murió. Hizo bien en morirse, aunque me está mal el decirlo; pero era otro maldoso. Fue de los que le
echaron infamias al Niño Anacleto. Lo acusó de abusionero y de brujo y engañabobos. De todo eso anduvo hablando en
todas partes. Pero la gente no le hizo caso y Dios lo castigó. Se murió de rabia como los huitacoches.

—Esperemos en Dios que esté en el infierno.

—Y que no se cansen los diablos de echarle leña.

—Lo mismo que a Lirio López, el juez, que se puso de su parte y mandó al Santo Niño a la cárcel.

Ahora eran ellas las que hablaban. Las deje decir todo lo que quisieran. Mientras no se metieran conmigo, todo iría
bien. Pero de repente se les ocurrió preguntarme:

—¿Quieres ir con nosotras?

—¿A dónde?

—A Amula. Por eso venimos. Para llevarte.

Por un rato me dieron ganas de volver al corral. Salirme por la puerta que da al cerro y desaparecer. ¡Viejas infelices!

—¿Y qué diantres Voy a hacer yo a Amula?

—Queremos que nos acompañes en nuestros ruegos. Hemos abierto, todas las congregantes del Niño Anacleto, un
novenario de rogaciones para pedir que nos lo canonicen. Tú eres su yerno y te necesitamos para que sirvas de
testimonio. El señor cura nos encomendó le lleváramos a alguien que lo hubiera tratado de cerca y conocido de tiempo
atrás, antes que se hiciera famoso por sus milagros. Y quién mejor que tú, que viviste a su lado y puedes señalar mejor
que ninguno las obras de misericordia que hizo. Por eso te necesitamos, para que nos acompañes en esta campaña.

¡Viejas carambas! Haberlo dicho antes.

—No puedo ir —les dije —. No tengo quien me cuide la casa.

—Aquí se van a quedar dos muchachas para eso,lo hemos prevenido. Además está tu mujer.

—Ya no tengo mujer.

—¿Luego la tuya? ¿La hija del Niño Anacleto?

—Ya se me fue. La corrí.

—Pero eso no puede ser. Lucas Lucatero. La pobrecita debe andar sufriendo. Con lo buena que era. Y lo jovencita. Y
lo bonita. ¿Para dónde la mandaste, Lucas? Nos conformamos con que siquiera la hayas metido en el convento de las
Arrepentidas.

—No la metí en ninguna parte. La corrí. Y estoy seguro de que no está con las Arrepentidas; le gustaban mucho la
bulla y el relajo. Debe de andar por esos rumbos, desfajando pantalones.

—No te creemos, Lucas, ni así tantito te creemos. A lo mejor está aquí, encerrada en algún cuarto de esta casa
rezando sus oraciones. Tú siempre fuiste muy mentiroso y hasta levantafalsos. Acuérdate,Lucas, de las pobres hijas de
Hermelindo, que hasta se tuvieron que ir para El Grullo porque la gente les chiflaba la canción de “Las güilotas” cada vez
que se asomaban a la calle, y sólo porque tú inventaste chismes. No se te puede creer nada a ti, Lucas Lucatero.

—Entonces sale sobrando que yo vaya a Amula.

—Te confiesas primero y todo queda arreglado. ¿Desde cuándo no te confiesas?

—¡Uh!, desde hace como quince años. Desde que me iban a fusilar los cristeros. Me pusieron una carabina en la
espalda y me hincaron delante del cura y dije allí hasta lo que no había hecho. Entonces me confesé hasta por
adelantado.

—Si no estuviera de por medio que eres el yerno del Santo Niño, no te vendríamos a buscar, contimás te pediríamos
nada. Siempre has sido muy diablo, Lucas Lucatero.

—Por algo fui ayudante de Anacleto Morones. Él sí que era el vivo demonio.

—No blasfemes.

—Es que ustedes no lo conocieron.

—Lo conocimos como santo.

—Pero no como santero.

—¿Qué cosas dices, Lucas?

—Eso ustedes no lo saben; pero él antes vendía santos. En las ferias. En la puerta de las iglesias. Y yo le cargaba el
tambache. Por allí íbamos los dos, uno detrás de otro, de pueblo en pueblo. El por delante y yo cargándole el tambache
con las novenas de San Pantaleón, de San Ambrosio y de San Pascual, que pesaban cuando menos tres arrobas.

“Un día encontramos a unos peregrinos. Anacleto estaba arrodillado encima de un hormiguero, enseñándome
cómo mordiéndose la lengua no pican las hormigas. Entonces pasaron los peregrinos. Lo vieron. Se pararon a ver la
curiosidad aquella. Preguntaron: ‘¿Cómo puedes estar encima del hormiguero sin que te piquen las hormigas?’
“Entonces él puso los brazos en cruz y comenzó a decir que acababa de llegar de Roma, de donde traía un mensaje y
era portador de una astilla de la Santa Cruz donde Cristo fue crucificado.

“Ellos lo levantaron de allí en sus brazos. Lo llevaron en andas hasta Amula. Y allí fue el acabóse; la gente se
postraba frente a él y le pedía milagros.

“Ese fue el comienzo. Y yo nomás me vivía con la boca abierta, mirándolo engatusar al montón de peregrinos que
iban a verlo.”

—Eres puro hablador y de sobra hasta blasfemo. ¿Quién eras tú antes de conocerlo? Un arreapuercos. Y él te hizo
rico. Te dio lo que tienes. Y ni por eso te acomides a hablar bien de él. Desagradecido.

—Hasta eso, le agradezco que me haya matado el hambre, pero eso no quita que él fuera el vivo diablo. Lo sigue
siendo, en cualquier lugar donde esté.

—Está en el cielo. Entre los ángeles. Allí es donde está, más que te pese.

—Yo sabía que estaba en la cárcel.

—Eso fue hace mucho. De allí se fugó. Desapareció sin dejar rastro. Ahora está en el cielo en cuerpo y alma
presentes. Y desde allá nos bendice. Muchachas, ¡arrodíllense! Recemos el “Penitentes somos, Señor” para que el Santo
Niño interceda por nosotras.

Y aquellas viejas se arrodillaron, besando a cada padrenuestro el escapulario donde estaba bordado el retrato de
Anacleto Morones.

Eran las tres de la tarde.

Aproveché ese ratito para meterme en la cocina y comerme unos tacos de frijoles. Cuando salí ya sólo quedaban
cinco mujeres.

—¿Qué se hicieron las otras? —les pregunté.

Y la Pancha, moviendo los cuatro pelos que tenía en sus bigotes, me dijo:

—Se fueron. No quieren tener tratos contigo.

—Mejor. Entre menos burros más olotes. ¿Quieren más agua de arrayán?

Una de ellas, la Filomena que se había estado callada todo el rato y que por mal nombre le decían la Muerta, se
culimpinó encima de una de mis macetas y, metiéndose el dedo en la boca, echó fuera toda el agua de arrayán que se
había tragado, revuelta con pedazos de chicharrón y granos de huamúchiles.

—Yo no quiero ni tu agua de arrayán, blasfemo. Nada quiero de ti.

Y puso sobre la silla el huevo que yo le había regalado:

—¡Ni tus huevos quiero! Mejor me voy.

Ahora sólo quedaban cuatro.

—A mí también me dan ganas de vomitar —me dijo la Pancha—. Pero me las aguanto. Te tenemos que llevar a
Amula a como dé lugar. Eres el único que puede dar fe de la santidad del Santo Niño. El te ha de ablandar el alma. Ya
hemos puesto su imagen en la iglesia y no sería justo echarlo a la calle por tu culpa.

—Busquen a otro. Yo no quiero tener vela en este entierro.

—Tú fuiste casi su hijo. Heredaste el fruto de su santidad. En ti puso él sus ojos para perpetuarse. Te dio a su hija.
—Sí, pero me la dio ya perpetuada.

—Válgame Dios, qué cosas dices, Lucas Lucatero

—Así fue, me la dio cargada como de cuatro meses cuando menos.

—Pero olía a santidad.

—Olía a pura pestilencia. Le dio por enseñarles la barriga a cuantos se le paraban enfrente, sólo para que vieran que
era de carne. Les enseñaba su panza crecida, amoratada por la hinchazón del hijo que llevaba dentro. Y ellos se reían.
Les hacía gracia. Era una sinvergüenza. Eso era la hija de Anacleto Morones.

—Impío. No está en ti decir esas cosas. Te vamos a regalar un escapulario para que eches fuera al demonio.

—... Se fue con uno de ellos. Que dizque la quería. Sólo le dijo: “Yo me arriesgo a ser el padre de tu hijo”. Y se fue
con él.

—Era fruto del Santo Niño. Una niña. Y tú la conseguiste regalada. Tú fuiste el dueño de esa riqueza nacida de la
santidad.

—¡Monsergas!

—¿Qué dices?

—Adentro de la hija de Anacleto Morones estaba el hijo de Anacleto Morones.

—Eso tú lo inventaste para achacarle cosas malas. Siempre has sido un invencionista.

—¿Sí? Y qué me dicen de las demás. Dejó sin vírgenes esta parte del mundo, valido de que siempre estaba pidiendo
que le velara sueño una doncella.

—Eso lo hacía por pureza. Por no ensuciarse con el pecado. Quería rodearse de inocencia para no manchar su alma.

—Eso creen ustedes porque no las llamó.

—A mi sí me llamó —dijo una a la que le decían Melquiades—. Yo le velé su sueño.

—¿Y qué pasó?

—Nada. Sólo sus milagrosas manos me arroparon en esa hora en que se siente la llegada del frío. Y le di gracias por
el calor de su cuerpo; pero nada más.

—Es que estabas vieja. A él le gustaban tiernas; que se les quebraran los guesitos; oír que tronaran como si fueran
cáscaras de cacahuate.

—Eres un maldito ateo, Lucas Lucatero. Uno de los peores.

Ahora estaba hablando la Huérfana, la del eterno llorido. La vieja más vieja de todas. Tenía lagrimas en los ojos y le
temblaban las manos:

—Yo soy huérfana y él me alivió de mi orfandad, volví a encontrar a mi padre y a mi madre en él. Se pasó la noche
acariciándome para que se me bajara mi pena.

Y le escurrían las lágrimas.

—No tienes, pues, por qué llorar —le dije.

—Es que se han muerto mis padres. Y me han dejado sola. Huérfana a esta edad en que es tan difícil encontrar
apoyo. La única noche feliz la pasé con el Niño Anacleto, entre sus consoladores brazos. Y ahora tú hablas mal de él.
—Era un santo.

—Un bueno de bondad.

—Esperábamos que tú siguieras su obra. Lo heredaste todo.

—Me heredó un costal de vicios de los mil judas. Una vieja loca. No tan vieja como ustedes; pero bien loca. Lo
bueno es que se fue. Yo mismo le abrí la puerta.

—¡Hereje! Inventas puras herejías.

Ya para entonces quedaban solamente dos viejas. Las otras se habían ido yendo una tras otra, poniéndome la cruz y
reculando y con la promesa de volver con los exorcismos.

—No me has de negar que el Niño Anacleto era milagroso —dijo la hija de Anastasio —. Eso sí que no me lo has de
negar.

—Hacer hijos no es ningún milagro. Ese era su fuerte.

—A mi marido lo curó de la sífilis.

—No sabía que tenías marido. ¿No eres la hija de Anastasio el peluquero? La hija de Tacho es soltera, según yo sé.

—Soy soltera, pero tengo marido. Una cosa es ser señorita y otra cosa es ser soltera. Tú lo sabes. Y yo no soy
senorita, pero soy soltera.

—A tus años haciendo eso, Micaela.

—Tuve que hacerlo. Qué me ganaba con vivir de senorita. Soy mujer. Y una nace para dar lo que le dan a una.

—Hablas con las mismas palabras de Anacleto Morones.

—Sí, él me aconsejó que lo hiciera, para que se me quitara lo hepático. Y me junté‚ con alguien. Eso de tener
cincuenta anos y ser nueva es un pecado.

—Te lo dijo Anacleto Morones.

—Él me lo dijo, sí. Pero hemos venido a otra cosa; a que vayas con nosotras y certifiques que él fue un santo.

—¿Y por qué no yo?

—Tú no has hecho ningún milagro. El curó a mi marido. A mí me consta. ¿Acaso tú has curado a alguien de la sífilis?

—No, ni la conozco.

—Es algo así como la gangrena. El se puso amoratado y con el cuerpo lleno de sabañones. Ya no dormía. Decía que
todo lo veía colorado como si estuviera asomándose a la puerta del infierno. Y luego sentía ardores que lo hacían brincar
de dolor. Entonces fuimos a ver al Niño Anacleto y él lo curó. Lo quemó con un carrizo ardiendo y le untó de su saliva en
las heridas y, sácatelas, se le acabaron sus males. Dime si eso no fue un milagro.

—Ha de haber tenido sarampión. A mí también me lo curaron con saliva cuando era chiquito.

—Lo que yo decía antes. Eres un condenado ateo.

—Me queda el consuelo de que Anacleto Morones era peor que yo.

—Él te trató como si fueras su hijo. Y todavía te atreves... Mejor no quiero seguir oyéndote. Me voy. ¿Tú te quedas,
Pancha?

—Me quedaré otro rato. Haré la última lucha yo sola.


—Oye, Francisca, ora que se fueron todas, te vas a quedar a dormir conmigo, ¿verdad?

—Ni lo mande Dios. ¿Qué pensara la gente? Yo lo que quiero es convencerte.

—Pues vámonos convenciendo los dos. Al cabo qué pierdes. Ya estás revieja, como para que nadie se ocupe de ti, ni
te haga el favor.

—Pero luego vienen los dichos de la gente. Luego pensarán mal.

—Qué piensen lo que quieran. Qué más da. De todos modos Pancha te llamas.

—Bueno, me quedaré contigo; pero nomás hasta que amanezca. Y eso si me prometes que llegaremos juntos a
Amula, para yo decirles que me pasé la noche ruéguete y ruéguete. Si no, ¿cómo le hago?

—Está bien. Pero antes córtate esos pelos que tienes en los bigotes. Te voy a traer las tijeras.

—Cómo te burlas de mí, Lucas Lucatero. Te pasas la vida mirando mis defectos. Déjame mis bigotes en paz. Así no
sospecharán.

—Bueno, como tú quieras.

Cuando oscureció, ella me ayudó a arreglarle la ramada a las gallinas y a juntar otra vez las piedras que yo había
desparramado por todo el corral, arrinconándolas en el rincón donde habían estado antes.

Ni se las malició que allí estaba enterrado Anacleto Morones. Ni que se había muerto el mismo día que se fugó de la
cárcel y vino aquí a reclamarme que le devolviera sus propiedades.

Llegó diciendo:

—Vende todo y dame el dinero porque necesito hacer un viaje al Norte. Te escribiré desde allá y volveremos a hacer
negocio los dos juntos.

—¿Por qué no te llevas a tu hija? —le dije yo—. Eso es lo único que me sobra de todo lo que tengo y dices que es
tuyo. Hasta a mí me enredaste con tus malas mañas.

—Ustedes se irán después, cuando yo les mande avisar mi paradero. Allá arreglaremos cuentas.

—Sería mucho mejor que las arregláramos de una vez. Para quedar de una vez a mano.

—No estoy para estar jugando ahorita —me dijo—. Dame lo mío. ¿Cuánto dinero tienes guardado?

—Algo tengo, pero no te lo voy a dar. He pasado las de Caín con la sinvergüenza de tu hija. Date por bien pagado
con que yo la mantenga.

Le entró el coraje. Pateaba el suelo y le urgía irse...

“¡Que descanses en paz, Anacleto Morones!”, dije cuando lo enterré, y a cada vuelta que yo daba al río acarreando
piedras para echárselas encima: No te saldrás de aquí aunque uses de todas tus tretas.”

Y ahora la Pancha me ayudaba a ponerle otra vez el peso de las piedras, sin sospechar que allí debajo estaba
Anacleto y que yo hacía aquello por miedo de que se saliera de su sepultura y viniera de nueva cuenta a darme guerra.
Con lo mañoso que era, no dudaba que encontrara el modo de revivir y salirse de allí.
—Échale más piedras, Pancha. Amontónalas en este rincón, no me gusta ver pedregoso mi corral.

Después ella me dijo, ya de madrugada:

—Eres una calamidad, Lucas Lucatero. No eres nada cariñoso. ¿Sabes quién sí era amoroso con una?

—¿Quién?

—El Niño Anacleto. El sí que sabía hacer el amor

El Draft de Jesús Ramón Ibarra.


Quilmes Fornito bajó del taxi y lo golpeó un olor a algas podridas. El hotel no era alto, parecía un diente ocre desde lejos.
Alguna vez había sido famoso por recibir a estrellas de cine, a políticos en busca de acción, a empresarios que
organizaban foros en el centro de convenciones, un galpón alfombrado que olía a fósforo, cuyo principal atractivo era la
vista al mar, al estuario y su gran vaho de sombras. ¿Qué parte formaba ahora él en el historial de ese edificio vetusto,
corroído, sin mozos al frente?

El gerente no lo reconoció. Le habló de las cualidades del lugar y le prometió una cortesía en el bar de la terraza.
Quilmes se movería solo. Los hombres que vería al día siguiente no se andaban con chiquitas y él no quería
comprometer a nadie. Uno era Darío Bárcenas, lugarteniente de Pablo Arjona, líder del Cártel del Noroeste. Los demás
eran complementos de ese indefinido ciclorama del crimen.

Ya instalado en un cuartito de paredes tapizadas con flores azules, recordó borrosamente a su padre, jugador de América
de Cali hacia los años ochenta; evocó sus primeras lecciones con la pelota en los pies. El futbol es una guerra, decía
siempre. Él se quedó con la frase y con los trofeos que su papá cosechó durante cinco temporadas en Colombia, antes de
partir al futbol argentino, donde cumplió con dignidad una campaña con Boca Juniors. A su regreso, América no lo quiso
recibir y terminó en Millonarios. El acoso de los hinchas de Cali no se hizo esperar, frente a algo que consideraron una
traición flagrante.

Dos años después de su incorporación al club bogotano, el carro donde iba Arístides Fornito, mediocampista,
seleccionado nacional, voló en pedazos justo cuando el matrimonio salía de una misa en la Iglesia de Nuestra Señora de
las Aguas. El atentado se lo atribuiría el Cártel de Medellín. La tragedia, sumada a los malos manejos de un contador
voraz, dejó a Quilmes literalmente en la calle. Un tío lejano le concedió un rincón en su garaje para que el chico
durmiera. A esa etapa él posteriormente la llamaría "el limbo".

En este limbo cruzó el desierto espinoso de la orfandad, a la vista de todos, convertido en un muchacho que solventa la
vida con un desarraigo mecánico. En la calle se hizo hombre: su naturaleza era la de un roble golpeado por un rayo
intransigente. Aprendió de armas. Supo que la mejor forma de sortear el peligro era creando un halo de poder y respeto
alrededor suyo. Se involucró con criminales. Olía a pólvora, sangre desecada y whisky rancio. Tenía una puntería letal con
el pie y con la pistola. Fue en esos días cuando comenzó a hacer trabajos para Fedor Delgado, entonces cabeza del Cártel
de Cali. Para Quilmes, la vida se había convertido en un árbol de cuyas ramas colgaban los frutos de una desesperanza
atroz, pero también de un coraje paliado por el juego, la muerte rápida y efectiva de sus enemigos, las cascaritas en el
Parque de la 80, los labios mansos de alguna chica que lo iba a ver con desgano por las tardes.

Fue en el barrio de Ciudad Bolívar, entre baldíos anegados de yerba mala, apostadores y asesinos en reposo, donde lo
descubrió jugando futbol el profesor Montoya, visor de Independiente de Santa Fe. El chico era extremo derecho. Una
flecha en la franja que mandaba centros precisos o repartía diagonales como dulces. Sin embargo, la inutilidad de sus
delanteros, su mal tino y su nula condición depredadora, le dieron amor propio para hacer él mismo recorridos rumbo a
la portería y disparar a gol. Esa tarde metió tres y falló otros tantos mientras cautivaba a una afición raquítica. Montoya
se impresionó con esa rareza de crack y le invitó un refresco después del partido. Hablaron de futbol colombiano. El
profesor recordó al Pibe Valderrama, a Higuita, al Tren Valencia, mientras Quilmes se limitaba a señalar las condiciones
de Faustino Asprilla, su ídolo. Montoya no pudo eludir la mención de Arístides Fornito. El muchacho resistió, sin
embargo, ese golpe.

Cuando Montoya le preguntó si tenía equipo o representante, Quilmes le respondió con una sonrisa de signo ortográfico
que no, que cómo creía. A la semana el chico ya estaba instalado en un departamento de un suburbio y tenía un
contrato sobre la mesa donde sueldo y prestaciones irían subiendo a la par de sus méritos en la cancha. Aunque le
inquietaba un poco deponer las armas, esperaba la comprensión de su jefe. Y la mirada profesional, seria, del Monstruo
de los Andes cuando el muchacho le comentó de su prometedora carrera con el Santa Fe, del dinero bien habido, del
lodazal que se sacudía gracias al genio irrestricto de sus dos pies, confirmó sus sospechas. Fedor le dio un abrazo y le
regaló una M1911 con el nombre de Quilmes grabado en la cacha de nácar. Le puso en la mano, además, un fajo de
dólares contenidos por un pasador perlado de diamantes.

En Independiente mostró de inmediato su talento. Aunque le faltaba estatura, su correosidad le ayudaba en los choques.
Tenía picardía para esconder la pelota, para el regate en corto, para el tiro de media. Iba muy bien por lo alto y era
disciplinado en la táctica. En su primera campaña metió 14 goles y el equipo fue subcampeón. Era un virtuoso lleno de
recursos cuya juventud transcurría entre el confort del estrellato y los rumores permanentes de su pase a Europa.

Fornito ganó dos títulos de goleo y encabezó la obtención de tres trofeos de Liga, antes de que El Gullit Sánchez le
rompiera tibia y peroné, harto de sus regates burlones y de sus caños.

Paró ocho meses, mismos que dedicó a estudiar pintura, a escribir en un diario local, a producir un programa deportivo.
Al Gullit, tiempo después, lo matarían a tiros cuando iba saliendo de un bar en Cartagena de Indias.

Después de eso vino una decadencia sistemática, paulatina, identificada por una disminución en los goles. Menos
atrevimiento, menos peso específico. Más lesiones y menos velocidad. Para Independiente se volvió prescindible. Cedido
a Jaguares de Chiapas, en México, Quilmes jugó un par de años que fueron un campo de concentración. Un técnico lo
retrasó unos metros y más o menos empezaba a rendir como enganche cuando llegó una nueva contractura muscular
que lo detuvo media campaña. Cuando se recuperó lo despidieron del club. Anduvo de un lado a otro pugnando por
hacer lo que mejor sabía: dialogar con un cuerpo que ahora quería establecer su propio monólogo cansino, en las
sombras de la abulia y el desapego. Solo el Zihuatlán pudo pagarle un sueldo más o menos digno en la división de
ascenso, donde metió muchos goles que no sirvieron para nada. Le regalaron sus derechos federativos y ahora estaba
ahí, en un hotel de la costa mexicana, haciendo tiempo para asistir a una reunión donde se definirían, entre otras cosas,
su futuro. Le habían pedido puntualidad, algo que no podía faltarle a un jugador decolorado por las lesiones y la falta de
estrella.

Quilmes estuvo en el bar hasta las 12 de la noche. Se ligó a una mazatleca y subió amarrado a su cintura las escaleras
amplias y ondulantes. La mujer olía a playa, pero también a bourbon. Él le contó de sus planes. Ella escuchaba sin
pasión, aletargada por la embriaguez y un deseo curioso: no era su primer mulato, pero sí su primer futbolista. No era
ajena a los colombianos, que pululaban como sombras en todas las costas del mundo, labiosos y festivos, dicharacheros
y con una lírica rudimentaria pero efectiva para la seducción.

Hicieron el amor un par de veces, a gritos, mientras el mar sonoro corrompía esa composición de alientos que buscan
sus asideros en la carne. La madrugada era una boca adormecida sobre el olor de las magnolias que se secaban en el
corredor. Desde muy lejos llegaba una canción de Elvis Presley.

Por la mañana, Quilmes se sintió diez años más joven, salió a la calle y el sol le pareció cruento, blanco, casi como un
huevo que arde en su propio nido. Se palpó la pistola, su M1911, y avanzó por las calles repletas de turistas.

Cuando llegó al lugar, un privado del Cáucaso, restaurante especializado en cortes, lo recibieron dos hombres grandes,
vestidos de plata. Quilmes les entregó el arma y ellos lo guiaron hacia el fondo del saloncito. En una esquina había una
pecera luminosa. De una bocina montada en un rincón alto surgía una música que se insinuaba norteña, aunque
lúgubre. Olía a pienso. Por una puerta entró un hombre y se sentó en la cabecera. Le indicó que ocupara un lugar junto a
él. Vestía un traje negro, su cabeza era enorme y oscura, aunque la mirada transmitía una tranquilidad casi sedante:
Darío Bárcenas, el sanguinario lugarteniente del cártel local, famoso por su falta de pudor, por sus maneras suaves, pero
también por su incapacidad para negociar cuando la corriente va en contra.

De la calle se acercaban los rumores de una mañana creciente, llena de coches pero también de un calor amargo.

Quilmes tenía que sostenerle, primero, la mirada, si quería extraer de ese rostro sin complejos una voz. Y así lo hizo. Lo
demás sería cuestión de resistir. Bárcenas ordenó a los hombres que levantaran al colombiano y lo sostuvieran de pie;
luego tomó un bate de béisbol y lo levantó a la altura de su hombro. No sabía cuántos golpes tenía que dar, aunque ya
había hecho esa maniobra muchas veces. Cuando dio el primero, Quilmes sintió cómo la pierna izquierda, esa que le
servía como eje en algunas jugadas vistosas, se fragmentaba en múltiples pedazos. Con eso basta, dijo. Bárcenas apeló a
la sabiduría de quien conoce la propia decadencia de su cuerpo como una prenda de vestir, y se detuvo. Vio en Fornito la
mirada que quería. En el fondo comenzaba a arder el desprecio como una zarza. Era suficiente. Con la pistola en las
manos, solo tenía que recuperar un poco de pulso.

Barba Azul, de Charles Perrault


Érase una vez un hombre que tenía hermosas casas en la ciudad y en el campo, vajilla de oro y plata, muebles tapizados
de brocado y carrozas completamente doradas; pero, por desgracia, aquel hombre tenía la barba azul: aquello le hacía
tan feo y tan terrible, que no había mujer ni joven que no huyera de él.

Una distinguida dama, vecina suya, tenía dos hijas sumamente hermosas. Él le pidió una en matrimonio, y dejó a su
elección que le diera la que quisiera. Ninguna de las dos quería y se lo pasaban la una a la otra, pues no se sentían
capaces de tomar por esposo a un hombre que tuviera la barba azul. Lo que tampoco les gustaba era que se había
casado ya con varias mujeres y no se sabía qué había sido de ellas.

Barba Azul, para irse conociendo, las llevó con su madre, con tres o cuatro de sus mejores amigas y con algunos jóvenes
de la localidad a una de sus casas de campo, donde se quedaron ocho días enteros. Todo fueron paseos, partidas de caza
y de pesca, bailes y festines, meriendas: nadie dormía, y se pasaban toda la noche gastándose bromas unos a otros. En
fin, todo resultó tan bien, que a la menor de las hermanas empezó a parecerle que el dueño de la casa ya no tenía la
barba tan azul y que era un hombre muy honesto.

En cuanto regresaron a la ciudad se consumó el matrimonio.

Al cabo de un mes Barba Azul dijo a su mujer que tenía que hacer un viaje a provincias, por lo menos de seis semanas,
por un asunto importante; que le rogaba que se divirtiera mucho durante su ausencia, que invitara a sus amigas, que las
llevara al campo si quería y que no dejase de comer bien.

-Éstas son -le dijo- las llaves de los dos grandes guardamuebles; éstas, las de la vajilla de oro y plata que no se saca a
diario; éstas, las de mis cajas fuertes, donde están el oro y la plata; ésta, la de los estuches donde están las pedrerías, y
ésta, la llave maestra de todos las habitaciones de la casa. En cuanto a esta llavecita, es la del gabinete del fondo de la
gran galería del piso de abajo: abrid todo, andad por donde queráis, pero os prohibo entrar en ese pequeño gabinete, y
os lo prohibo de tal suerte que, si llegáis a abrirlo, no habrá nada que no podáis esperar de mi cólera.

Ella prometió observar estrictamente cuanto se le acababa de ordenar, y él, después de besarla, sube a su carroza y sale
de viaje.

Las vecinas y las amigas no esperaron que fuesen a buscarlas para ir a casa de la recién casada, de lo impacientes que
estaban por ver todas las riquezas de su casa, pues no se habían atrevido a ir cuando estaba el marido, porque su barba
azul les daba miedo.

Y ahí las tenemos recorriendo en seguida las habitaciones, los gabinetes, los guardarropas, todos a cual más bellos y
ricos. Después subieron a los guardamuebles, donde no dejaban de admirar la cantidad y la belleza de las tapicerías, de
las camas, de los sofás, de los bargueños, de los veladores, de las mesas y de los espejos, donde se veía uno de cuerpo
entero, y cuyos marcos, unos de cristal, otros de plata y otros de plata recamada en oro, eran los más hermosos y
magníficos que se pudo ver jamás. No paraban de exagerar y envidiar la suerte de su amiga, que sin embargo no se
divertía a la vista de todas aquellas riquezas, debido a la impaciencia que sentía por ir a abrir el gabinete del piso de
abajo.

Se vio tan dominada por la curiosidad, que, sin considerar que era una descortesía dejarlas solas, bajó por una pequeña
escalera secreta, y con tal precipitación, que creyó romperse la cabeza dos o tres veces.

Al llegar a la puerta del gabinete, se detuvo un rato, pensando en la prohibición que su marido le había hecho, y
considerando que podría sucederle alguna desgracia por ser desobediente; pero la tentación era tan fuerte, que no
pudo resistirla: cogió la llavecita y, temblando, abrió la puerta del gabinete.

Al principio no vio nada, porque las ventanas estaban cerradas; después de algunos momentos empezó a ver que el
suelo estaba completamente cubierto de sangre coagulada, y que en la sangre se reflejaban los cuerpos de varias
mujeres muertas que estaban atadas a las paredes (eran todas las mujeres con las que Barba Azul se había casado y que
había degollado una tras otra). Creyó que se moría de miedo, y la llave del gabinete, que acababa de sacar de la
cerradura, se le cayó de las manos.

Después de haberse recobrado un poco, recogió la llave, volvió a cerrar la puerta y subió a su habitación para reponerse
un poco; pero no lo conseguía, de lo angustiada que estaba.

Habiendo notado que la llave estaba manchada de sangre, la limpió dos o tres veces, pero la sangre no se iba; por más
que la lavaba e incluso la frotaba con arena y estropajo, siempre quedaba sangre, pues la llave estaba encantada y no
había manera de limpiarla del todo: cuando se quitaba la sangre de un sitio, aparecía en otro.

Barba Azul volvió aquella misma noche de su viaje y dijo que había recibido cartas en el camino que le anunciaban que
el asunto por el cual se había ido acababa de solucíonarse a su favor. Su mujer hizo todo lo que pudo por demostrarle
que estaba encantada de su pronto regreso.

Al día siguiente, él le pidió las llaves, y ella se las dio, pero con una mano tan temblorosa, que él adivinó sin esfuerzo lo
que había pasado.

-¿Cómo es que -le dijo- la llave del gabinete no está con las demás?

-Se me habrá quedado arriba en la mesa -contestó.

-No dejéis de dármela en seguida -dijo Barba Azul.

Después de aplazarlo varias veces, no tuvo más remedio que traer la llave.

Barba Azul, habiéndola mirado, dijo a su mujer:

-¿Por qué tiene sangre esta llave?

-No lo sé -respondió la pobre mujer, más pálida que la muerte.

-No lo sabéis -prosiguió Barba Azul-; pues yo sí lo sé: habéis querido entrar en el gabinete. Pues bien, señora, entraréis
en él e iréis a ocupar vuestro sitio al lado de las damas que habéis visto.

Ella se arrojó a los pies de su marido, llorando y pidiéndole perdón con todas las muestras de un verdadero
arrepentimiento por no haber sido obediente. Hermosa y afligida como estaba, hubiera enternecido a una roca; pero
Barba Azul tenía el corazón más duro que una roca.

-Señora, debéis de morir -le dijo-, y ahora mismo.

-Ya que he de morir -le respondió, mirándole con los ojos bañados en lágrimas-, dadme un poco de tiempo para
encomendarme a Dios.

-Os doy medio cuarto de hora -prosiguió Barba Azul-, pero ni un momento más.

Cuando se quedó sola, llamó a su hermana y le dijo:

-Ana, hermana mía (pues así se llamaba), por favor, sube a lo más alto de la torre para ver si vienen mis hermanos; me
prometieron que vendrían a verme hoy, y, si los ves, hazles señas para que se den prisa.

Su hermana Ana subió a lo alto de la torre y la pobre aflígida le gritaba de cuando en cuando:

-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

Y su hermana Ana le respondía:

-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.

Entre tanto Barba Azul, que llevaba un gran cuchillo en la mano, gritaba con todas sus fuerzas a su mujer:

-¡Baja en seguida o subiré yo a por ti!

-Un momento, por favor -le respondía su mujer; y en seguida gritaba bajito:

-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

Y su hermana Ana respondía:

-No veo más que el sol que polvorea y la hierba que verdea.

-¡Vamos, baja en seguida -gritaba Barba Azul- o subo yo a por ti!

-Ya voy -respondía su mujer, y luego preguntaba a su hermana:

-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

-Veo -respondió su hermana- una gran polvareda que viene de aquel lado.

-¿Son mis hermanos?

-¡Ay, no, hermana! Es un rebaño de ovejas.

-¿Quieres bajar de una vez? -gritaba Barba Azul.

-Un momento -respondía su mujer; y luego volvía a preguntar:

-Ana, hermana Ana, ¿no ves venir a nadie?

-Veo -respondió- dos caballeros que se dirigen hacia aquí, pero todavía están muy lejos.

-¡Alabado sea Dios! -exclamó un momento después-. Son mis hermanos; estoy hacíéndoles todas las señas que puedo
para que se den prisa.

Barba Azul se puso a gritar tan fuerte, que toda la casa tembló.

La pobre mujer bajó y fue a arrojarse a sus pies, toda llorosa y desmelenada.

-Es inútil -dijo Barba Azul-, tienes que morir.


Luego, cogiéndola con una mano por los cabellos y levantando el gran cuchillo con la otra, se dispuso a cortarle la
cabeza.

La pobre mujer, volviéndose hacia él y mirándolo con ojos desfallecientes, le rogó que le concediera un minuto para
recogerse.

- No, no -dijo-, encomiéndate a Dios.

Y, levantando el brazo...

En aquel momento llamaron tan fuerte a la puerta, que Barba Azul se detuvo bruscamente; tan pronto como la puerta se
abrió vieron entrar a dos caballeros que, espada en mano, se lanzaron directos hacia Barba Azul. Él reconoció a los
hermanos de su mujer, el uno dragón y el otro mosquetero, así que huyó en seguida para salvarse; pero los dos
hermanos lo persiguieron tan de cerca, que lo atraparon antes de que pudiera alcanzar la salida. Le atravesaron el
cuerpo con su espada y lo dejaron muerto.

La pobre mujer estaba casi tan muerta como su marido y no tenía fuerzas para levantarse y abrazar a sus hermanos.

Sucedió que Barba Azul no tenía herederos, y así su mujer se convirtió en la dueña de todos sus bienes. Empleó una
parte en casar a su hermana Ana con un joven gentilhombre que la amaba desde hacía mucho tiempo; empleó la otra
parte en comprar cargos de capitán para sus dos hermanos; y el resto en casarse ella también con un hombre muy
honesto, que le hizo olvidar los malos ratos que había pasado con Barba Azul.

Fantasmas [1986], de Paul Auster


En primer lugar está Azul. Más tarde viene Blanco, y luego Negro, y antes del principio está Castaño. Castaño le
inició, Castaño le enseñó el oficio, y cuando Castaño envejeció, Azul le sustituyó. Así es como empieza. El escenario es
Nueva York, la época es el presente, y ninguno de los dos cambiará nunca. Azul va a su oficina todos los días y se sienta
detrás de su mesa, esperando que ocurra algo. Durante mucho tiempo no ocurre nada, y luego un hombre que se llama
Blanco entra por la puerta, y así es como empieza.

El caso parece bastante sencillo. Blanco quiere que Azul siga a un hombre que se llama Negro y que le vigile todo el
tiempo que haga falta. Cuando trabajaba para Castaño, Azul hacía muchos trabajos de seguimiento, y éste no parece
diferente, quizá incluso más fácil que la mayoría.

Azul necesita el trabajo, así que escucha a Blanco y no le hace muchas preguntas. Supone que se trata de un caso
matrimonial y que Blanco es un marido celoso. Blanco no da muchas explicaciones. Quiere que le mande un informe a la
semana, dice, a tal apartado de correos, mecanografiado por duplicado en hojas de tal largura y tal anchura. Azul
recibirá un cheque por correo todas las semanas. Blanco le dice luego a Azul dónde vive Negro, qué aspecto tiene,
etcétera. Cuando Azul le pregunta a Blanco cuánto tiempo cree que durará el caso, Blanco le contesta que no lo sabe.
Que siga mandando los informes hasta nuevo aviso, le dice.

Para ser justos con Azul hay que decir que lo encuentra todo un poco raro. Pero afirmar que tiene recelos en ese
momento sería ir demasiado lejos. Sin embargo, le es imposible no advertir ciertas cosas de Blanco. La barba negra, por
ejemplo, y las cejas excesivamente pobladas. Y luego está la piel, que parece exageradamente blanca, como si estuviera
cubierta de polvos. Azul no es ningún aficionado en el arte del disfraz y no le resulta difícil notar ése. Después de todo,
Castaño fue su maestro y en sus tiempos Castaño era el mejor del gremio. Así que Azul empieza a pensar que se ha
equivocado, que el caso no tiene nada que ver con el matrimonio. Pero no va más allá, porque Blanco sigue hablándole y
Azul necesita concentrarse en seguir sus palabras.

Todo está arreglado, dice Blanco. Hay un pequeño apartamento justo enfrente del de Negro. Ya lo he alquilado y
puede usted mudarse hoy. Pagaré el alquiler hasta que se acabe el caso.

Buena idea, dice Azul, cogiendo la llave que le da Blanco. Eso eliminará el trabajo de piernas.
Exactamente, contesta Blanco, acariciándose la barba.

Y así el asunto queda resuelto. Azul acepta el trabajo y se dan la mano. Para demostrar su buena fe, Blanco le da a
Azul un anticipo de diez billetes de cincuenta dólares.

Así es como empieza, por lo tanto. Con el joven Azul y un hombre llamado Blanco, que evidentemente no es el hombre
que parece ser. No importa, se dice Azul cuando Blanco se ha ido. Estoy seguro de que tendrá sus razones. Y, además, no
es mi problema. Sólo tengo que preocuparme por hacer mi trabajo.

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Publicado por Sinaloa lee en 12:06 No hay comentarios:

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Etiquetas: Fantasmas [1986], Paul Auster

martes, 11 de agosto de 2015

La Reina de José Emilio Pacheco

Oh reina, rencorosa y enlutada &


PORFIRIO BARBA JACOB

Adelina apartó el rizador de pestañas y comenzó a aplicarse el rímel. Una línea de sudor manchó su frente. La enjugó
con un clínex y volvió a extender el maquillaje. Eran las diez de la mañana. Todo lo impregnaba el calor. Un organillero
tocaba el vals Sobre las olas. Lo silenció el estruendo de un carro de sonido en que vibraban voces incomprensibles.
Adelina se levantó del tocador, abrió el ropero y escogió un vestido floreado. La crinolina ya no se usaba pero, según la
modista, no había mejor recurso para ocultar un cuerpo como el suyo.
Se contempló indulgente en el espejo. Atravesó el patio interior entre las macetas y los bates de beisbol, las manoplas y
gorras que Óscar dejó como para estorbarle el camino, entró en el baño y subió a la balanza. Se descalzó. Pisó de nuevo
la cubierta de hule junto a los números. Se quitó el vestido y probó por tercera vez. La balanza marcaba 80 kilos. Debía
estar descompuesta: era el mismo peso registrado una semana atrás al iniciar los ejercicios y la dieta.
Caminó otra vez por el patio que era más bien un pozo de luz con vidrios traslúcidos. Un día, como predijo Óscar, el
patio iba a desplomarse si Adelina no adelgazaba. Se imaginó cayendo en la tienda de ropa. Los turcos, inquilinos de su
padre, la detestaban. Cómo iban a reírse Aziyadé y Nadir al verla sepultada bajo metros y metros de popelina.
Al llegar al comedor vio como por vez primera los lánguidos retratos familiares: ella a los seis meses, triunfadora en el
concurso El bebé más robusto de Veracruz. A los nueve años, en el teatro Clavijero, declamando Madre o mamá de Juan
de Dios Peza. Óscar, recién nacido, flotante en un moisés enorme, herencia de su hermana. Óscar, el año pasado, pítcher
en la Liga Infantil de Golfo. Sus padres el día de la boda, él aún con uniforme de cadete. Guillermo en la proa de
Durango, ya con gorra e insignias de capitán. Guillermo en el acto de estrechar la mano al señor presidente en ocasión
de unas maniobras navales. Hortensia al fondo, con sombrilla, tan ufana de su marido y tan cohibida por hallarse entre la
esposa del gobernador y la diputada Goicochea. Adelina, quince años, bailando con su padre el vals Fascinación. Qué
día. Mejor ni acordarse. Quién la mandó invitar a las Osorio. Y el chambelán que no llegó al Casino: prefirió arriesgar su
carrera y exponerse a la hostilidad de Guillermo-su implacable y marcialmente sádico profesor en la Heroica Escuela
Naval-antes que hacer el ridículo valsando con Adelina.

-Qué triste es todo-se oyó decirse-. Ya estoy hablando sola. Es por no desayunarme-. Fue a la cocina. Se preparó en la
licuadora un batido de plátanos y leche condensada. Mientras lo saboreaba hojeó Huracán de amor. No había visto ese
número de la Novela Semanal, olvidado por su madre junto a la estufa. Hortensia es tan envidiosa &Por qué me seguirá
escondiendo sus historietas y sus revistas como si yo todavía fuera una niñeta?
No hay más ley que nuestro deseo, afirmaba un personaje en Huracán de amor. Adelina de inquietó ante el torso
desnudo del hombre que aparecía en el dibujo. Pero nada comparable a cuando encontró en el portafolios de su padre
Corrupción en el internado para señoritas y La seducción de Lisette. Si Hortensia-o peor: Guillermo-la hubieran
sorprendido &
Regresó al baño. En vez de cepillarse los dientes se enjuagó con Listerine y se frotó los incisivos con la toalla. Cuando
iba hacia su cuarto sonó el teléfono.
-Gorda &
-Qué quieres, pinche enano maldito?
-Cálmate, gorda, es un recado de our father. Por qué amaneciste tan furiosa, Adelina? Debes de haber subido otros
cien kilos.
-Qué te importa, idiota, imbécil. Ya dime lo que vas a decirme. Tengo prisa.
-Prisa? Ah sí, seguramente vas a desfilar como reina del carnaval en vez de Leticia no?
-Mira, estúpido, esa negra, débil mental, no es reina ni es nada. Lo que pasa es que su familia compró todos los votos y
ella se acostó hasta con el barrendero de la Comisión Organizadora. Así quién no.
-La verdad, gorda, es que te mueres de envidia. Qué darías por estar ahora arreglándote para el desfile como Leticia.
---El desfile? Ja, ja, no me importa el desfile. Tú, Leticia y todo el carnaval me valen una pura chingada.
-Qué lindo vocabulario. Dime dónde lo aprendiste. No te lo conocía. Ojalá te oigan mis papás.
-Vete al carajo.
-Ya cálmate, gorda. Qué te pasa? De cuál se fumaste? Ni me dejas hablar &Mira, dice mi papá que vamos a comer aquí
en Boca del Río con el vicealmirante; que de una vez va ir a buscarte la camioneta porque luego, con el desfile, no va a
haber paso.
-No, gracias. Dile que tengo mucho que estudiar. Además ese viejo idiota del vicealmirante me choca. Siempre con sus
bromitas y chistecitos imbéciles. Pobre de mi papá: tiene que celebrárselos.
-Haz lo que te dé la gana, pero no tragues tanto ahora que nadie te vigila.
-Cierra el hocico y ya no estés chingando.
-A que no le contestas así a mi mamá? A que no, verdad? Voy a desquitarme, gorda maldita. Te vas a acordar de mí,
bola de manteca.

Adelina colgó furiosa el teléfono. Sintió ganas de llorar. El calor la rodeaba por todas partes. Abrió el ropero infantil
adornado con calcomanías de Walt Disney. Sacó un bolígrafo y un cuaderno rayado. Fue a la mesa del comedor y
escribió:

Queridísimo Alberto:
Por milésima vez hago en este cuaderno una carta
Que no te mandaré nunca y siempre te dirá las mismas cosas.
Mi hermano acaba de insultarme por teléfono y mis papás no
me quisieron llevar a Boca del Río. Bueno, Guillermo
seguramente quiso: pero Hortensia lo domina. Ella me odia,
por celos, porque ve cómo me adora mi papá y cuánto se
preocupa por mí.
Aunque si me quisiera tanto como yo creo ya me hubiera
Mandado a España, a Canadá, a no sé dónde, lejos de este
infierno que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Se detuvo. Tachó que mi alma, sin ti, ya no soporta.
Alberto mío, dentro de un rato voy a salir. Te veré de nuevo,
por más que no me mires, cuando pases en el carro alegórico
de Leticia. Te lo digo de verdad: Ella no te merece. Te ves
tan & tan, no sé cómo decirlo, con tu uniforme de cadete. No ha
habido en toda la historia un cadete como tú. Y Leticia no es
tan guapa como supones. Sí, de acuerdo, tal vez sea atractiva,
no lo niego: por algo llegó a ser reina del carnaval. Pero su
tipo resulta, cómo te diré, muy vulgar, muy corriente. No te
parece?
Y es tan coqueta. Se cree muchísimo. La conozco desde que
estábamos en kínder. Ahora es íntima de las Osorio y antes
hablaba muy mal de ellas. Se juntan para burlarse de mí
porque soy más inteligente y saco mejores calificaciones.
Claro, es natural: no ando en fiestas ni cosas de éstas, los
domingos no voy a dar vueltas al zócalo, ni salgo todo el
tiempo con muchachos. Yo sólo pienso en ti, amor mío, en el
instante en que tus ojos se volverán al fin para mirarme.
Pero tú, Alberto, me recuerdas? Seguramente ya has
olvidado de que nos conocimos hace dos años-acababas de
entrar en la Naal-una vez que acompañé a mi papá a Antón
Lizardo. Lo esperé en la camioneta. Tú estabas arreglando un
yip y te acercaste. No me acuerdo de ningún otro día tan
hermoso como aquel en que nuestras vidas se encontraron
para ya no separarse jamás.
Tachó para ya no separarse jamás .
Conversamos muy lindo mucho tiempo. Quise dejarte como
Recuerdo mi radio de transistores. No aceptaste. Quedamos en
Vernos el domingo para ir al zócalo y a tomar un helado en el
Yucatán.
Te esperé todo el día ansiosamente. Lloré tanto esa noche &
Pero luego comprendí: no llegaste para qu nadie dijese que tu
Interés en cortejarme era por ser hija de alguien tan importante
En la Armada como mi padre.
En cambio, te lo digo sinceramente, nunca podré entender
Por qué la noche del fin de año en el Casino Español bailaste
Todo el tiempo con Leticia y cuando me acerqué y ella nos
Presentó dijiste: mucho gusto.
Alberto: se hace tarde. Salgo a tu encuentro. Sólo unas
Palabras antes de despedirme. Te prometo que esta vez sí
Adelgazaré y en el próximo carnaval, como lo oyes, yo voy a
Ser La Reina! (Mi cara no es fea, todos lo dicen.) Me llevarás
A nadar a Mocambo, donde una vez te encontré con Leticia?
(por fortuna ustedes no me vieron: estaba en traje de baño y
corrí a esconderme entre los pinos.)
Ah, pero al año próximo, te juro, tendré un cuerpo más
hermoso y más esbelto que él; suyo. Todos los que nos miren te
envidiarán por llevarme del brazo.
Chao, amor mío. Ya falta poco para verte. Hoy como siempre
es toda tuya.
Adelina

Volvió a su cuarto. Al ver la hora en el despertador de Bugs Bunny dejó sobre la cama el cuaderno en que acaba de
escribir, retocó el maquillaje ante el espejo, se persignó y bajó a toda prisa las escaleras de mosaico. Antes de abrir la
puerta del zaguán respiró el olor a óxido y humedad. Pasó frente a la sedería de kis turcos: Aziyadé y Nadir no estaban:
sus padres se disponían a cerrar.
En la esquina se encontró a dos compañeros de equipo de su hermano. (No habían ido a Boca del Río?) Al verla
maquillada le preguntaron si iba a participar en el concurso de disfraces o había lanzado su candidatura para Rey Feo.
Respondió con una mirada de furia. Se alejó taconeando bajo el olor a pólvora de buscapiés, palomas, y brujas. No
había tránsito: la gente caminaba por la calle tapizada de serpentinas, latas, y cascos de cerveza. Encapuchados,
mosqueteros, payasos, legionarios romanos, bailarinas, circasianas, amazonas, damas de la corte, piratas, napoleones,
astronautas, guerreros aztecas y grupos y familias con máscaras, gorritos de cartón, sombreros zapatistas o sin disfraz
avanzaban hacia la calle principal.
Adelina apretó el paso. Cuatro muchachas se volvieron a verla y le dejaron atrás. Escuchó su risa unánime y pensó que
se estarían burlando de ella como los amigos de Óscar. Luego caminó entre las mesas y los puestos de los portales,
atestados de marimbas, conjuntos jarochos, vendedores de jaibas rellenas, billeteros de la Lotería Nacional.
No descubrió a ningún conocido pero advirtió que varias mujeres la miraban con sorna. Pensó en sacar el espejito de su
bolsa para ver si, inexperta, se había maquillado en exceso. Por vez primera empleaba los cosméticos de su madre.
Pero, dónde se ocultaría para mirarse?
Con grandes dificultades llegó a la esquina elegida. El calor y el estruendo informe, la promiscua contigüidad de tantos
extraños le provocaban un malestar confuso. Entre aplausos apareció la descubierta de charros y chinas poblanas. Bajo
gritos y música desfiló la comparsa inicial: lo jotos vestidos de pavos reales. Siguieron mulatos disfrazados de vikingos,
guerreros aztecas y penachos de rumbera.
Desfilaron cavernarios , kukluxklanes, la corte de Luis XV con sus blancas pelucas entalcadas y sus falsos lunares, Blanca
Nieves y los Siete Enanos (Adelina sentía que la empujaban y las manoseaban), Barba Azul en plena tortura y asesinato
de sus mujeres, Maximiliano y Carlota en Chapultepec, pieles rojas, caníbales teñidos de betún y adornados con huesos
humanos (la transpiración humedecía su espalda), Romeo y Julieta en el balcón de Verona, Hitler y sus mariscales llenos
de monóculos y suásticas, gigantes y cabezudos, James Dean al frente de sus rebeldes sin causa, Pierrot, Arlequín y
Colombina, doce Elvis Presleys que trataban de cantar en inglés y moverse como él. (Adelina cerró los ojos ante el brillo
del col y el caos de épocas, personajes, historias.)
Empezaron los carros alegóricos, unos tirados por tractores, otros improvisados sobre camiones de redilas: el de la
Cervecería Moctezuma, Miss México, Miss California, notablemente aterrada por lo que veía como un desfile salvaje, las
Orquídeas del Cine Nacional, el Campamento Gitano-niñas que lloriqueaban por el calor, el miedo de caerse y la forzada
inmovilidad-, el Idilio de los Volcanes según el calendario de Helguera, la Conquista de México, las Mil y
una Noches,pesadillas de cartón, lentejuelas y trapos.
La sobresaltaron un aliento húmedo de tequila y una caricia envolvente:
-Véngase, mamasota, que aquí está su rey-.
Adelina, enfurecida, volvió la cabeza. Pero hacia quién, cómo descubrir al culpable entre la multitud burlona o
entusiasmada? Los carros alegóricos seguían desfilando: los Piratas en las isla del Tesoro, Sangre Jarocha, Guadalupe la
Chinaca, Raza de Bronce, Cielito Lindo, la Adelita, la Valentina y Pancho Villa, los Buzos en el país de las sirenas, los
astronautas y los extraterrestres.
Desde un inesperado balcón las Osorio, muertas de risa, se hicieron escuchar entre las músicas y gritos del carnaval:
-Gorda, gorda: sube, Que andas haciendo allí abajo, revuelta con la plebe y los chilangos? La gente decente de Veracruz
no se mezcla con los fuereños, mucho menos en carnaval.
Todo el mundo pareció descubrirla, observarla, repudiarla. Adelina tragó saliva, apretó los labios: Primero muerta que
dirigirles la palabra a las Osorio. Por fin, el carro de la reina y sus princesas, Leticia Primera en su trono bajo las espadas
cruzadas de los cadetes. Alberto junto a ella muy próximo. Leticia toda rubores, toda sonrisitas, entre los bucles
artificiales que sostenían la corona de hojalata. Leticia saludando en todas direcciones, enviando besos al aire.
-Cómo puede cambiar la gente cuando está bien maquillada.- se dijo Adelina. El sol arrancaba destellos a la bisutería del
cetro, la corona, el vestido. Atronaban aplausos y gritos de admiración. Leticia Primera recibía feliz la gloria que iba a
disfrutar unas cuantas horas, en un trono destinado a amanecer en un basurero. Sin embargo Leticia era la reina y
estaba cinco metros por encima de quien la observaba con odio.
-Ojalá se caiga, ojalá haga el ridículo delante de todos, ojalá de tan apretado le estalle el disfraz y vean el relleno de hule
espuma en sus tetas- murmuró entre dientes Adelina, ya sin temor de ser escuchada.
-Ya verá el año que entra: los lugares van a cambiarse. Leticia estará aquí abajo muerta de envida y...-Una bolsa de
papel arrojada desde quién sabe dónde interrumpió el monólogo sombrío: se estrello en su cabeza y la baño de anilina
roja en el preciso instante en que pasaba frente a ella la reina. La misma Leticia no pudo menos que descubrirla entre la
multitud y reírse. Alberto quebrantó su pose de estatua y soltó una risilla.
Fue un instante. El carro se alejaba. Adelina se limpio la cara con las mangas del vestido. Alzo los ojos hacia el balcón
en que las Osorio manifestaban su pesar ante el incidente y la invitaban a subir. Entonces la Baño una nube de confeti
que se adhirió a la piel humedecía. Se abrió paso, intentó correr, huir, hacerse invisible.
Pero el desfile había terminado. Las calles estaban repletas de chilangos, de jotos, de mariguanos, de hostiles
enmascarados y encapuchados que seguían arrojando confeti a la boca de Adelina entreabierta por el jadeo, bailoteaban
para cerrarle el paso, aplastaban las manos en sus senos, desplegaban espanta suegras en su cara la picaban con varitas
labradas de Apizaco.
Y Alberto se alejaba cada vez más. No descendía del carro para defenderla, para vengarla, para abrirle camino con su
espada. Y Guillermo, en Boca del Río, ya aturdido por la octava cerveza, festejaba por anticipado los viejos chistes
eróticos del vicealmirante. Y bajo unas máscaras de Drácula y de Frankenstein surgían Aziyadé y Nadir, la acosaban en su
huida, le cantaban, humillante y angustiosamente cantaban, un estribillo improvisado e interminable:
-A Adelina/le echaron anilina/por no temor Delgadina. / Poor noo toomaar Deelgaadiinaa.
Y los abofeteó y pateó y los niños intentaron pegarle y un Satanás y una Doña Inés los separaron. Aziyadé y Nadir se
fueron canturreando el estribillo. Adelina pudo continuar la fuga hasta que al fin abrió la puerta de su casa, subió las
escaleras y halló su cuarto en desorden: Óscar estuvo allí con sus amigos de la novena de beisbol, óscar no se quedó en
Boca del Río. Óscar volvió con su pandilla. óscar también anduvo en el desfile.
Vio cuaderno en el suelo, abierto y profanado por los dedos de óscar, las manos de los otros. En las páginas de su última
carta estaban las huellas digitales, la tinta corrida, las grandes manchas de anilina roja. Cómo se habrán burlado, cómo
se estarán riendo ahora mismo, arrojando bolsas de anilina a las caras, puñados de confeti a las bocas, rompiendo
conferida por sus máscaras y disfraces.
-Maldito, puto, enano cabrón, hijo de la chingada. Ojalá te peguen. Ojalá te den en toda la madre y regreses chillando
como un perro. Ojalá se mueran tú y la puta de Leticia y las pendejas de las Osorio y el cretino cadetito de mierda y el
pinche carnaval y el mundo entero.
Y mientras hablaba, gritaba, gesticulaba con doliente furia, rompía su cuaderno de cartas, pateaba los pedazos
arronjaba contra la pared el frasco de maquillaje, el pomo de rímel, la botella de Colonia Sanborns.
Se detuvo. En el espejo enmarcado por figuras de Walt Disney miró su pelo rubio, sus ojos verdes, su cara lívida
cubierta de anilina, grasa, confeti, sudor, maquillaje y lágrimas. Y se arrojó a la cama llorando, demoliéndose,
diciéndose:
-Ya verán, ya verán el año que entra.
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martes, 17 de noviembre de 2015

Rashomon de Ryunosuke Akutagawa

Era un frío atardecer. Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No había nadie en el
amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas
partes. Situado Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas damas con el
ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían guarecerse allí; pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era
explicable, ya que en los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de calamidades:
terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una completa desolación. Dicen los antiguos textos que la
gente llegó a destruir las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera, laqueada y adornada con
hojas de oro y plata, se vendían en las calles como leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se
ocupara de restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y otros animales instalaron sus
madrigueras entre las ruinas; por su parte ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente
se lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los alrededores al anochecer, más que
nada por su aspecto sombrío y desolado.

En cambio, los cuervos acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en círculo alrededor
de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre
los cadáveres abandonados.

Pero ese día no se veía ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que se derrumbaba a
trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un
gastado kimono azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente la lluvia, mientras
concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.

Como decía, el sirviente estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía ninguna idea precisa
de lo que haría después. En circunstancias normales, lo natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes
éste lo había despedido, no obstante los largos años que había estado a su servicio. El suyo era uno de los tantos
problemas surgidos del precipitado derrumbe de la prosperidad de Kyoto.

Por eso, quizás, hubiera sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya que no tiene adónde
ir". Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de
este sirviente de la época Heian.

Habiendo comenzado a llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar de
pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el día siguiente y la manera de obrar frente a
ese inexorable destino que tanto lo deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la Avenida
Sujaku.

La lluvia parecía recoger su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como
envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube suspendida en el borde de una teja inclinada.

"Para escapar a esta maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni bueno ni malo, pues si
empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a
esta torre, dejándome tirado como a un perro. Pero si no elijo..."

Su pensamiento, tras mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese "si no elijo..." quedó fijo
en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear cualquier medio; pero al decir "si no..." demostró no tener el
valor suficiente para confesarse rotundamente: "no me queda otro remedio que convertirme en ladrón".

Lanzó un fuerte estornudo y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor del fuego. El viento,
en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se posaba en la gruesa columna había desaparecido.

Con la cabeza metida entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las hombreras del kimono
azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera
guarecerse de la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.

El sirviente descubrió otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí arriba nadie lo podría
molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente
puso su pie calzado con sandalias sobre el primer peldaño.

Minutos después, en mitad de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado como un
gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la
mejilla del hombre; una mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El hombre, es decir el
sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que
había luz, y que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo mortecino, amarillento, oscilando de
un modo espectral en el techo cubierto de telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una
noche de lluvia como aquélla?

Silencioso como un lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada escalera. Con el cuerpo
encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó medrosamente el interior de la torre.

Confirmando los rumores, vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de la llama
iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad; únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y
otros desnudos, de hombres y mujeres. Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más
densa la sombra en los restantes miembros.

Unos con la boca abierta, otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco de barro.
Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que hubiesen vivido alguna vez.

El hedor que despedían los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz. Pero un instante
después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los
cadáveres.

Era una vieja escuálida, canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo con la mano
derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por su larga cabellera parecía una mujer.

Poseído más por el horror que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante, sintiendo que se le
erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una
mano la cabeza que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por uno; parecía
desprenderse fácilmente.

A medida que el cabello se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo tiempo se
apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio -pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja,
sino contra todo lo que simbolizase “el mal", por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en ese instante le hubiera
sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía
unos instantes- no habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan vivamente como la tea
que la vieja había clavado en el piso.

Él no sabía por qué aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta. Pero a los ojos del
sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la
apariencia de un pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho olvidar que sólo
momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.

Reunió todas sus fuerzas en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su espada, en una
zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.

-¡Adónde vas, vieja infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los cadáveres.

La suerte estaba echada. Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y piel, más bien
parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al suelo con violencia:

-¿Qué estabas haciendo? Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.

Diciendo esto, el sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los ojos de la vieja. Pero ésta
guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda. Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad,
con los ojos desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su merced. Y al tener conciencia de
que una vida estaba librada al azar de su voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un
sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se sienten al realizar una acción y obtener la
merecida recompensa. Miró el sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:

-Escucha. No soy ningún funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar. Por eso no
tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo
aquí hace un momento.

La vieja abrió aún más los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con esos ojos
sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como masticando algo, movió los labios, unos labios tan
arrugados que casi se confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda. De pronto, una voz
áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los oídos del sirviente:

-Yo, sacaba los cabellos... sacaba los cabellos... para hacer pelucas...

Ante una respuesta tan simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el odio y la
repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que
el sirviente sentía en ese momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró
con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos merece ser tratado de
mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de
víbora desecada en la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los guardianes decían
que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de
hambre. ¿Qué otra cosa podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo otro remedio, si
quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le hago, posiblemente me perdonaría.

Mientras tanto el sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la empuñadura, la escuchaba
fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía
cierto coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía en dirección opuesta al
sentimiento que lo había dominado en el instante de sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre
elegir la muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de hambre se había convertido
para él en una idea absurda, algo por completo ajeno a su entendimiento.

-¿Estás segura de lo que dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.

De pronto quitó la mano del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:

-Y bien, no me guardarás rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.

Seguidamente, despojó a la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las piernas, de un
puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar
de ojos, con la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad de la noche.

Un momento después la vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda. Gruñendo y
gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los
cabellos blancos le cayeron sobre la cara.

Abajo, sólo la noche negra y muda.

Adónde fue el sirviente, nadie lo sabe.

Publicado por Sinaloa lee en 12:36 No hay comentarios:

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lunes, 1 de octubre de 2018

El huevo. Howard Fast


Fue un hecho afortunado, como lo reconocieron todos, que Souvan estuviera a cargo de las excavaciones –167-arco II,
porque aunque era un arqueólogo de segundo orden, su hobby o afición lateral era las excentricidades de las ideas
sociales de la segunda mitad del siglo veinte. No era simplemente un historiador, sino un estudioso cuya curiosidad lo
llevó por los pequeños atajos olvidados por la historia. De otra manera, el huevo no hubiera recibido el tratamiento que
tuvo.

La excavación tenía lugar en la parte norte de una región que en tiempos antiguos se había llamado Ohio, perteneciente
a un ente nacional conocido como Estados Unidos de América en aquel entonces. Había sido una nación tan poderosa
que había resistido tres incendios atómicos antes de desintegrarse, y por eso era más rica en tesoros enterrados que
cualquier otra parte del mundo. Como lo sabe cualquier escolar, fue sólo en el siglo pasado que logramos llegar a
entender las antiguas costumbres sociales de las últimas décadas de la era anterior. No es muy fácil superar una brecha
de tres mil años, y es muy natural que la edad de la guerra atómica esté más allá de la comprensión de los seres
humanos normales.

Souvan había pasado años de investigación calculando el lugar exacto para la excavación, y aunque nunca lo había
declarado públicamente, no estaba interesado en refugios atómicos sino en otra manifestación de aquella época, una
manifestación olvidada. Habían sido tiempos de muerte (el mundo no había visto antes tantas muertes), y por eso
habían sido tiempos en que se había tratado de conquistar la muerte, mediante curas, sueros, anticuerpos, y mediante
algo que le interesaba a Souvan de manera especial: el método de congelación.

A Souvan le interesaba sobremanera la cuestión de la congelación. Según sus investigaciones, parecería que al comenzar
la segunda mitad del siglo veinte, se habían congelado órganos humanos así como también animales enteros. Los más
simples habían sido descongelados y revividos. Algunos médicos habían concebido la idea de congelar a seres humanos
que padecían enfermedades incurables, manteniéndolos luego en hibernación hasta que se hubiera descubierto la cura
de la enfermedad en cuestión. Para entonces, en teoría, se los reviviría para curarlos. Si bien sólo los ricos aprovecharon
las ventajas del método, fueron varios cientos de miles de personas las que lo utilizaron (no se conocía a ciencia cierta si
alguien había sido revivido y curado), y los centros construidos a tal efecto fueron destruidos por los incendios y los
siglos de barbarie y salvajismo.

Sin embargo, Souvan había hallado una referencia a uno de esos centros, construido durante la última década de la era
atómica. Era subterráneo y aparentemente tenía compresores accionados por energía atómica. Los años de trabajo e
investigación estaban a punto de dar fruto. Habían hundido el socavón a unos cien pies dentro de la materia como lava
que estaba al sur del lago, y ya habían llegado a las ruinas de lo que parecía ser la instalación que buscaban. Ya habían
penetrado en el antiguo edificio y ahora, armados con poderosos reflectores, picos y palas, Souvan y los estudiantes que
lo ayudaban caminaban por las ruinas, pasando de habitación en habitación y de sala en sala.

Sus investigaciones y cálculos no lo habían defraudado. El lugar era precisamente lo que había esperado: un instituto
para la congelación y preservación de seres humanos.

Entraron en todas las cámaras donde estaban apilados los ataúdes. Parecían las catacumbas cristianas de un pasado
remotísimo. La energía que impulsaba los compresores se había detenido hacía tres milenios y hasta los esqueletos
dentro de los ataúdes se habían convertido en polvo.

–Ahí termina el sueño de la inmortalidad del hombre –pensó Souvan, preguntándose quiénes habrían sido esos pobres
diablos y cuáles habrían sido sus últimos pensamientos antes de ser congelados para desafiar lo más ineludible del
universo, el tiempo mismo. Sus estudiantes charlaban excitados, y si bien Souvan sabía que su descubrimiento sería
recibido como uno de los más importantes de su tiempo, se sentía profundamente decepcionado. Él había esperado
encontrar algún cuerpo bien preservado en alguna parte, y con ayuda de la medicina, al lado de la cual la del siglo veinte
había sido bastante primitiva, volverlo a la vida y así obtener un informe directo de esas misteriosas décadas en que la
raza humana, en un ataque de locura generalizado en el mundo entero, se había vuelto contra sí misma destruyendo no
sólo el 99 % de la humanidad sino también todas las formas de vida animal existente. Sólo habían sobrevivido datos muy
incompletos de las formas de vida de esa época, mucho menos de los pájaros que de otros animales, a tal extremo que
las maravillosas criaturas aéreas que surcaban los vientos del cielo eran parte integrante de mitos más que de la realidad
histórica.

El sueño dorado de Souvan, ahora destrozado, había sido encontrar un hombre o una mujer, un ser humano que hubiera
sido capaz de arrojar luz sobre el origen de los incendios provocados por las naciones de la Tierra para destruirse entre
sí. Por todas partes se veían importantes trozos de esqueletos que permanecían intactos, como un cráneo que
presentaba un maravilloso trabajo de restauración en la dentadura (Souvan quedó impresionado por la eficiencia técnica
de los antiguos), un fémur, un pie, y en un ataúd encontró un brazo momificado, lo que lo sorprendió. Todo esto era
fascinante e importante, pero nada si se lo comparaba con las posibilidades inherentes a su sueño destrozado.

No obstante Souvan inspeccionó todo con gran cuidado. Condujo por las ruinas a sus estudiantes, y no se perdieron
nada. Examinaron más de dos mil ataúdes, en los que no encontraron más que el polvo de la muerte y del tiempo.

Pero el sólo hecho de que la instalación hubiera sido construida a tal profundidad sugería que pertenecía a la última
parte de la era atómica. Indudablemente los científicos de la época se habrían dado cuenta de la vulnerabilidad de la
energía eléctrica cuyo origen no fuera atómico, y a menos que los historiadores estuvieran equivocados, ya se utilizaba
la energía atómica para la producción de electricidad.

Pero, ¿qué clase de energía atómica? ¿Cuánto tiempo podría funcionar? ¿Dónde había estado la planta de energía?
¿Utilizaban el agua como agente refrigerante? En ese caso, la planta de energía estaría en la ribera del lago, ahora
convertida en vidrio y lava. Posiblemente no habían llegado a descubrir cómo se construía una unidad atómica
autónoma capaz de producir energía por lo menos para cinco mil años. Si bien no habían encontrado una planta así en
ninguna de las ruinas, había que considerar que la mayor parte de la civilización antigua había sido destruida por los
incendios y por eso sólo habían sobrevivido fragmentos de su cultura.

En ese momento de sus meditaciones fue interrumpido por el alarido proferido por uno de sus estudiantes, cuya tarea
era detectar radiaciones.

–Tenemos radiación, señor.

No era extraño en una excavación a bajo nivel, pero muy inusual a esa profundidad.

–¿Cuánto?

–De 003. Muy baja.


–Muy bien –dijo Souvan–. Guíenos, proceda lentamente.

Sólo faltaba examinar un recinto, una especie de laboratorio. ¡Qué extraño cómo los huesos perecían pero sobrevivían la
maquinaria y los equipos! Souvan caminaba detrás del detector de radiaciones, y detrás de él todos los otros,
desplazándose con gran lentitud.

–Es energía atómica, señor, ahora 007, todavía inofensiva. Creo que ésa es la unidad, la que está en el rincón, señor.

Del rincón se oía un murmullo muy débil.

Había una gran unidad sellada conectada por un cable a una caja de unos treinta centímetros cuadrados. La caja,
construida de acero inoxidable, en partes todavía brillante, emitía un sonido apenas audible.

Souvan se volvió a uno de sus discípulos.

–Análisis de sonido, por favor.

El estudiante abrió una caja que llevaba, la puso sobre el suelo, ajustó los diales, y leyó los resultados.

–Es un generador –dijo, excitado–. Activado por energía atómica, más bien simple y primitivo, pero increíble. No
demasiada energía, pero constante. ¿Cuánto tiempo ha pasado?

–Tres mil años.

–¿Y la caja?

–Presenta algunos problemas –dijo el estudiante–. Parece que hay una bomba, un sistema de circulación, quizás un
compresor. El sistema está funcionando, lo que indicaría que hay refrigeración en alguna parte. Es una unidad sellada,
señor.

Souvan tocó la caja. Estaba fría, pero no más fría que los demás objetos metálicos que había en las ruinas. Bien aislado,
pensó, maravillándose nuevamente del genio técnico de esos antiguos.

–¿Qué porcentaje –preguntó al estudiante– estima que está dedicado a la maquinaria?

El estudiante volvió a tocar los diales y estudió las agujas de su detector de sonido.

–Es difícil decirlo, señor. Si quiere algo aproximado, yo diría que un ochenta por ciento.

–Así que si contiene un objeto congelado, debe ser muy pequeño, ¿verdad? –preguntó Souvan, tratando de que no se
notara que le temblaba la voz de ansiedad.

–Muy pequeño, sí señor.

Dos semanas más tarde Souvan habló por televisión. Habló para la gente. Con el final de los grandes incendios atómicos
de hacía tres mil años se habían terminado las razas y los idiomas. Las pocas personas que sobrevivieron se juntaron y se
casaron entre sí, y de todas las lenguas salió una sola. Con el tiempo se propagaron a los cinco continentes de la Tierra.

Ahora había medio billón de habitantes. Volvía a haber campos de trigo, huertos y bosques, y peces en el mar. Pero no
existía el canto de los pájaros ni el grito de ninguna bestia, porque ni bestias ni pájaros habían sobrevivido.

–“Sin embargo, algo sabemos acerca de los pájaros.” –dijo Souvan, un poco nervioso porque era la primera vez que
hablaba por el circuito mundial. Ya les había contado acerca de sus cálculos, la excavación y el hallazgo.

–"No es mucho, desgraciadamente, porque no ha quedado ninguna imagen ni representación de un pájaro. Pero
durante nuestras investigaciones hemos tenido la suerte de encontrar algún libro que mencionaba a los pájaros, o un
verso, una referencia en una novela. Sabemos que su hábitat era el aire, que volaban sobre alas extendidas, no como
vuelan nuestros aviones impulsados por sus chorros atómicos, sino como nadan los peces, con belleza y gracia. Sabemos
que algunos era pequeños, otros muy grandes, y sabemos también que estaban cubiertos por una pelusa que llamaban
plumas. Pero cómo era exactamente un ave o una pluma o un ala, eso no lo sabemos, fuera de la imaginación de
nuestros artistas, que tantas veces han imaginado a los pájaros.”

–"Bien, en el último cuarto que examinamos en el extraño lugar de resurrección construido por los antiguos en América,
en la única célula de refrigeración que todavía funcionaba, descubrimos una cosita ovoide que creemos que es el huevo
de un pájaro. Como saben, existe una disputa entre los naturalistas; algunos sostienen que no es posible que una
criatura de sangre caliente se reproduzca por medio de huevos, otros dicen que sí, que es igual que los insectos y los
peces, pero esa disputa no ha sido resuelta todavía. Muchos hombres de ciencia de gran reputación creen que el huevo
del pájaro era simplemente un símbolo, un símbolo mitológico. Otros sostienen con igual firmeza que los pájaros se
reproducían poniendo huevos. Quizá podamos por fin resolver esta disputa.”

–"De cualquier modo, ahora verán el dibujo de un huevo"

En las cámaras de televisión apareció una cosa pequeña, de una pulgada de largo, y toda la gente de la Tierra la miró.

–"He aquí el huevo. Lo hemos sacado de la cámara de refrigeración con el mayor de los cuidados, y ahora está en una
incubadora que le hemos construido especialmente. Hemos analizado todos los factores que podrían indicarnos cuál
sería el calor adecuado, y ahora que hemos hecho todo lo posible, debemos esperar. No tenemos idea de cuánto tiempo
llevará la incubación. La máquina que se usó para congelarlo y mantenerlo fue probablemente la primera de su tipo que
se construyó (tal vez la única), y seguramente se planeaba congelar el huevo por un período muy breve, quizá para
comprobar la eficacia de la máquina. Sólo podemos tener esperanzas de que, tres mil años después, quede un germen
de vida".

Pero Souvan tenía mucho más que esperanzas. El huevo había sido puesto bajo el cuidado de una comisión de
naturalistas y biólogos, pero como él había sido su descubridor, Souvan podía estar presente en todo. Ni sus amigos ni su
familia lo veían. Vivía en el laboratorio, comía y dormía allí. Las cámaras de televisión, fijas sobre el minúsculo objeto en
la incubadora de vidrio, informaban en la hora de su progreso a todo el mundo. Souvan, junto con la comisión de
científicos, no podían apartarse del lugar. El arqueólogo se despertaba y en seguida recorría los silenciosos corredores
para ir a mirar el huevo. Cuando dormía, soñaba con el huevo. Observó cientos de dibujos hechos por artistas sobre
pájaros, y recordó antiguas leyendas de seres metafísicos llamados ángeles, preguntándose si no habían tenido origen
en alguna especie de pájaro.

Él no era el único cuyo interés era fanático. En un mundo sin fronteras; sin guerras ni enfermedades, casi sin odio, no
había sucedido nada tan excitante como el descubrimiento del huevo. Millones y millones de personas observaban el
huevo en sus televisores. Millones soñaban con lo que podría llegar a convertirse.

Y luego sucedió. A los catorce días Souvan fue despertado por uno de los ayudantes del laboratorio.

–¡Está saliendo del cascarón! –exclamó–. ¡Venga, Souvan, que está saliendo!

Todavía en su ropa de dormir, Souvan corrió al cuarto de la incubadora, donde ya estaban reunidos los naturalistas y los
biólogos junto a la máquina. En medio de las voces se oía el ruego de los camarógrafos pidiendo más espacio para la
imagen. Souvan los ignoró, abriéndose paso para ver.

Estaba sucediendo. Ya la cáscara estaba agrietada, y mientras observaba vio un pequeño pico que se abría paso, seguido
de una bolita de plumas amarillas. Su primera reacción fue de gran desilusión. ¿Así que éste era un pájaro? ¿Esta
minúscula e informe bolita de vida parada sobre dos patas que apenas si podía caminar, y que evidentemente era
incapaz de volar? Luego su entrenamiento científico lo hizo razonar asegurándole que el infante no necesariamente se
parece al adulto, y que el hecho de que emergiera vida de un antiguo huevo congelado era el milagro más grande que
hubiera presenciado.

Ahora se hicieron cargo de todo los naturalistas y los biólogos. Ya habían determinado, recomponiendo todos los
fragmentos de información que poseían, y utilizando el ingenio, además, que la dieta de la mayoría de los pájaros debía
haber consistido de raíces y de insectos, y ya tenían preparado todas las variaciones posibles de dietas, listos para ver
cuál era la mejor para el velloncito amarillo. Trabajaron siguiendo el instinto pero también rezando, y por suerte hallaron
una dieta adecuada.

Durante las semanas siguientes el mundo y Souvan observaron la cosa más maravillosa, el crecimiento de un polluelo
que llegó a convertirse en un hermoso pájaro cantor. Lo trasladaron de la incubadora a una jaula y luego a otra jaula más
grande, y luego un día extendió las alas e hizo el primer intento para volar.

Casi medio billón de personas gritaron de alegría, pero nada de esto sabía el pájaro. Cantó, débilmente al principio,
luego cada vez con más fuerza. Hizo sus trinos, y el mundo escuchó con más interés que el que prestaba a sus grandes
orquestas sinfónicas.

Construyeron una gran jaula de, treinta pies de alto, cincuenta de largo y cincuenta de ancho, y colocaron la jaula en el
medio de un parque, y el pájaro volaba y cantaba dentro de la jaula como si fuera una veloz bola sonora.

Millones de personas iban al parque a ver el pájaro con sus propios ojos. Atravesaban los continentes y los anchos
mares. Llegaban de todos los confines de la Tierra para ver el pájaro.

Quizás algunos de ellos sintieron que les cambiaba la vida, así como Souvan sintió que su vida había cambiado. Vivía
ahora con los sueños y recuerdos de un mundo que había existido, un mundo en el que esos bailarines plumados eran
cosa de todos los días, en el que el cielo estaba lleno de sus formas que planeaban, se precipitaban y bailaban. Vivir con
ellos debe haber sido un goce sin fin. Verlos desde la puerta de la casa, observarlos, oír sus trinos de la mañana hasta el
atardecer debe haber sido un éxtasis. Iba a menudo al parque (tan a menudo que interfería con su trabajo), se abría
paso entre las inmensas muchedumbres hasta que se acercaba y podía ver el rayito de sol que había regresado al mundo
desde la inmensidad de los tiempos y un día; parado allí, miró la lejanía azul del cielo y supo lo que debía hacer.

Era una figura de fama mundial, así que no le fue difícil que el Consejo le diera audiencia.

Parado ante el augusto cuerpo de cien hombres y mujeres que administraban todo lo relacionado con la vida en la
Tierra, esperó hasta que el presidente del consejo, un venerable viejo de barba blanca y más de noventa años, le dijo:

–Te escuchamos, Souvan.

Estaba nervioso, intranquilo, pero sabía qué era lo que debía decir y juntó ánimos para decirlo.

–El pájaro debe ser puesto en libertad –dijo Souvan.

Se hizo un silencio que duró varios minutos, hasta que se puso de pie una mujer y le preguntó, no sin amabilidad:

–¿Por qué dices eso, Souvan?

–Quizá porque, sin querer ser egoísta, estoy en condiciones de decir que mi relación con el pájaro es especial. De
cualquier manera, ha entrado en mi vida y en mi ser, dándome algo de lo que antes carecía.

–Posiblemente lo mismo nos pase a todos, Souvan.

–Posiblemente, y por eso sabrán lo que siento. El pájaro está con nosotros desde hace más de un año. Los naturalistas
con los que he discutido creen que un ser tan pequeño no puede vivir mucho. Vivimos por amor y hermandad.

Damos porque recibimos. El pájaro nos ha dado el don más precioso, un nuevo sentido de la maravilla que es la vida.
Todo lo que podemos darle en cambio es el cielo azul, para el que fue creado. Es por eso que sugiero que soltemos el
pájaro.

Souvan se retiró y los consejeros se pusieron a hablar entre ellos, hasta que al día siguiente anunciaron al mundo su
decisión. Iban a soltar el pájaro. La explicación que dieron fueron las palabras de Souvan. Así llegó un día, no mucho
después, en que medio millón de personas se agolparon en las colinas y valles del parque donde estaba la jaula,
mientras medio billón más miraba en sus televisores.
Había miles de largavistas enfocados sobre la jaula. Souvan no tenía necesidad de ellos, porque estaba junto a la jaula.
Observó cómo corrían el techo de la jaula, y luego observó al pájaro.

Se quedó sobre la percha, cantando con todos sus bríos, mientras un torrente de sonidos brotaba de su pequeña
garganta. Luego, de alguna manera, se dio cuenta de la libertad. Voló, primero dentro de la jaula, luego en círculos,
elevándose cada vez más alto hasta que sólo fue un aleteo brillante de sol, y luego nada más.

–A lo mejor regresa –dijo alguien que estaba cerca de Souvan.

Extrañamente, el arqueólogo deseó que no fuera así. Tenía los ojos llenos de lágrimas, pero sentía una alegría y una
plenitud que nunca había experimentado en su vida.

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