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Esta política buscó afectar los poderes eclesiásticos en la medida en que la centralización
política se expresó también a través de un creciente regalismo, cuyo momento culminante fue la
expulsión de la compañía de Jesús de todos los territorios imperiales en 1767. Los eclesiásticos
empezaron a ser vistos como un instrumento de la autoridad rea y prácticamente como
funcionarios del estado.
Erradicar a los jesuitas se volvió un objetivo central a partir de la expulsión, se trataba de buscar
una obediencia competa del clero al Rey. Los fundamentos de la nueva legitimidad, no podían
provenir sino de algunas de las ideas de la ilustración. No de todas, sino de una versión selectiva
y católica que contribuyó a dar forma a un estilo de gobierno que se denominó “despotismo
ilustrado”.
La corona obtuvo la colaboración tanto del clero como de integrantes de otras órdenes que,
aunque no fueran entusiastas partícipes de la nueva sensibilidad, veían en la expulsión de los
jesuitas una ocasión inmejorable para acrecentar su influencia y patrimonio. El eje de la política
eclesiástica oficial no se orientó tanto a fortalecer el papel del clero regular adicto, sino que
propició fundamentalmente la reforma del clero secular, a este fin contribuyeron los concilios
que se realizaron en México, Lima y Charcas en los años inmediatos a la expulsión.
La compañía era una suerte de estado autónomo dentro del imperio, con indios más leales a ella
que a la Corona. Pero la expulsión no fue una iniciativa exclusivamente española: la decisión de
Carlos III fue precedida por Portugal en 1759 y por Francia en 1764.