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León Rozitchner se vale de la figura de Simón Rodríguez -pensador, maestro,

tutor de Simón Bolívar- reenvía, por un lado, a una instancia preeducativa, una
pedagogía que debía calibrarse con el movimiento independentista que venció
militarmente a la monarquía y enfrentaba, ahora en el terreno económico y
cultural, las tensiones propias de la construcción de la República (esta vez los
enemigos de la independencia formaban parte del sistema representativo). Por
otra parte, se conecta con nuestro tiempo, más bien caracterizado por el
desfondamiento de las instituciones educativas, al menos en su sentido
moderno. Curiosamente, la pregunta por una educación capaz de asumir la
emancipación como problema, la crítica radical al proyecto de la escuela
"normal", retorna con posibilidades de interrogar a nuestro tiempo postescolar.

Un proyecto educativo de carácter popular se contraponía tanto a la función


adaptativa típica de la escuela enciclopédica y disciplinaria como a toda clase
de adoctrinamiento que insistiera en fórmulas a priori . Se trataba de las
posibilidades del pueblo, como cuerpo político colectivo y múltiple, de alcanzar
su propia voz, de descubrir las herramientas necesarias para estar a la altura
de su propia capacidad: "Un congreso de gente del pueblo pensándose a sí
mismos desde su propia experiencia". La enseñanza no podía reducirse a las
currículas que los autoproclamados doctos preparaban para perpetuarse en su
posición de superioridad; tampoco la educación podía empantanarse en el
vago dominio de la "cultura general", esa suerte de mapa informativo diseñado
por quienes deciden qué significa saber. Así el planteo de don Simón excedía
cualquier reformismo, la apuesta de don León no es menos contundente: "Si lo
que está en juego en el conocimiento es el problema del ser, del ser social,
humillado, expropiado, envilecido, la ignorancia que quiere combatir Simón
Rodríguez no es algo que se refiere a un mero conocer -instrucción primaria-
sino a un saber qué consecuencias tiene el no-saber cuando por medio de la
enseñanza se le oculta al joven el verdadero saber: el de la dependencia de su
ser".

No se trata del prójimo legitimado por un valor trascendente ni del individuo


como persona jurídica en un contexto contractualista, sino de una compasión
activa que asume el dolor del otro como propio en el marco de un pensar-hacer
colectivo, de una comunidad que está siempre por inventarse. Sólo así "legal
es lo que conviene a todos." Entre la rebeldía ancestral de los cuerpos y sus
potencias creativas, se juega lo Común, simultáneamente como condición
genérica del frágil animal humano y como posibilidad política de un ser
obligado a reinventarse. En ese sentido, uno de los problemas que recorren la
obra de León Rozitchner es el de la construcción del sujeto desde su "ser
sensible". ¿Qué tipo humano, qué matriz sensible se configura en determinado
tipo de sociedad, en determinada formación histórica? Y, al mismo tiempo,
¿cómo se juega lo irreductible de la experiencia singular en el nivel histórico, es
decir, la instancia en que los otros entran en juego?

No hay Ser sin otro, por eso la compasión en Rozitchner no reviste un carácter
moral sino ontológico, es decir, político. El egoísmo no se contrapone al
altruismo, sino a la emancipación, ya que la voluntad de dominio se funda en la
figura del individuo separado, mientras una nueva República sólo se organiza
como comunidad de los cuerpos. Por eso la educación popular y plural
imaginada por Simón Rodríguez, según la lectura acogedora de Rozitchner,
nos ayuda a pensar otras sensibilidades, "otros modos de ser hombre", no un
supuesto ascenso social o cultural bajo un parámetro fijo que talla las vidas en
torno al dominio y la competencia. Si "la pobreza puede ser el lugar germinal de
una riqueza diferente", lo que está en juego es el "segundo nacimiento",
nacimiento histórico, condición de toda decisión. El origen cómodo y en cierta
medida pasivo de cada hombre se enfrenta en un momento con una intemperie
determinante: experiencia intransferible en que cada quien asume "el drama
ampliado" del propio nacimiento en el riesgo implícito de albergar el dolor y el
deseo del otro. Así define Rozitchner a un Simón Rodríguez abandonado de
niño y renacido desde su propio gesto vital: "Transformó la pena individual en el
lugar sentido desde el cual enfrentar de otro modo la vida con los otros".

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