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Ruth No. 17/2016, pp.

69-91

René Unda Lara* y Daniel Llanos Erazo**

Jóvenes y sociedad. Algunas cuestiones


para una revisión conceptual
de la sociología de la juventud
A partir del presupuesto conceptual según el cual la juventud constituye un hecho
social, el artículo problematiza las implicaciones que las representaciones sociales
acerca de los/as jóvenes tienen en las teorizaciones en el campo de estudios de juventud,
cuando en su producción se atiende únicamente al sentido común y a las referencias
empíricas desde las que se intenta explicar las dinámicas juveniles y, que de forma
no muy inusual, orientan las intervenciones institucionales dirigidas a la población
joven. Se trata de una ruptura epistemológica con lo que se dice sobre los/as jóvenes
y la juventud para comprender quiénes son desde las condiciones sociohistóricas que
los han constituido.

Consideraciones básicas

Indagar en torno a los diversos temas y problemas del campo de estudios René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...
de juventud incuba siempre la posibilidad de reproducir una muy vasta
gama de representaciones sociales que, de acuerdo con el tipo particular de
sociedad, se ha construido y diseminado. Lo que se dice y se sabe sobre

* Sociólogo, Pontificia Universidad Católica del Ecuador (PUCE). Candidato a Doctor en


Ciencias Sociales, Niñez y Juventud, CINDE-Universidad de Manizales, Colombia. Profesor
investigador de la Universidad Pontificia Salesiana (UPS) del Ecuador. Director de la Maestría
en Política Social de la Infancia y Adolescencia. Investigador del Centro de Investigación de la
Niñez, Adolescencia y Juventud, CINAJ-UPS. Miembro del equipo coordinador del Grupo
de Trabajo CLACSO «Juventudes, Infancias: Políticas, Culturas e Instituciones Sociales».
** Pedagogo UPS. Candidato a Doctor en Ciencias Sociales, mención Sociología, Universidad
Nacional del Cuyo, Argentina. Profesor investigador de la UPS del Ecuador. Director del Es-
pecialista en Educación y Culturas Juveniles-UPS. Investigador del Centro de Investigación de
la Niñez, Adolescencia y Juventud, CINAJ-UPS. Investigador del Grupo de Trabajo CLACSO
«Juventudes, Infancias: Políticas, Culturas e Instituciones Sociales».

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los jóvenes y la juventud en un determinado contexto social requiere ser
problematizado en (y desde) el conjunto de condiciones que hacen o
han hecho posibles tales discursos. Una de las vías más apropiadas para
la comprensión de las dinámicas juveniles, sus prácticas y sus diversas
problemáticas consiste en ubicar como punto de referencia central las
condiciones sociohistóricas en las que la juventud, como realidad empírica
y como categoría analítica y teórica, ha sido producida.
Según lo anterior, la comprensión de la juventud y los jóvenes supone
su explicación sociológica; es decir, su esclarecimiento en tanto hecho social.
Son las condiciones y determinaciones de la sociedad las que construyen la
presencia juvenil y sus particulares modos de ser joven y estar en la sociedad.
Con otras palabras, los jóvenes y las juventudes no son entidades ajenas ni
extrañas a la sociedad; todo lo contrario, son hechos1 socialmente producidos.
A su vez, toda sociedad puede interpretarse mediante la comprensión
del fenómeno juvenil. Son sus manifestaciones, expresiones y formas de
vivir, los elementos que permiten conocer determinados aspectos de las
estructuras, prácticas y especificidades de una sociedad. En suma, la cues-
tión de los jóvenes precisa comprenderse desde la sociedad que la produce
y, de modo recíproco e inverso, la comprensión sobre «el mundo de los
jóvenes» supone e implica comprender el tipo de sociedad en la que estos
existen y se visibilizan.
Estas consideraciones básicas de orden relacional son las que dan pie a
la construcción de un campo conceptual sobre el tema jóvenes, y las que
contribuyen a problematizar, desde presupuestos teóricos —generales—,
las especificidades y particularidades del universo juvenil según una diversi-
dad de circunstancias históricas y categorías analíticas: etapas y momentos
históricos, modelo de sociedad, clase social, clase de edad, identificaciones
y adscripciones identitarias, consumos, accesos y formas de integración
al mercado, etc.; cuestiones que, como veremos más adelante, presentan
importantes variaciones entre las distintas sociedades y que, finalmente,
condicionan las configuraciones juveniles.2

1
Un hecho social, según los principios fundacionales de la sociología durkheimiana, implica la
idea de proceso. Es decir, el análisis y la comprensión de un hecho social supone la explicación
de sus causas y de sus efectos. Abarca, además, ciertas posibilidades predictivas del comporta-
miento social si se cumplen ciertas condiciones sociales, Cfr. Durkheim (1979): Las reglas del
método sociológico.
2
Para una consulta más amplia sobre estos enfoques, ver Pérez Islas, J. A. et al. (2008): Teorías
sobre la juventud. Las miradas de los clásicos.

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De tal forma que la premisa sociológica según la cual los jóvenes
(como segmento poblacional destinatario de políticas públicas, como
sujeto, como culturas juveniles, como tribus urbanas, como condición
juvenil, como movimientos juveniles o, de manera más amplia y abarca-
dora, como formas asociativas juveniles) son un producto social que, por
su parte, contribuye a comprender e interpretar de modo más completo
una sociedad, resulta fundamental para cualquier ejercicio analítico y
hermenéutico que sobre jóvenes pretenda hacerse. Pero, sobre todo, para
las llamadas intervenciones sociales que vayan a tener lugar con la parti-
cipación de jóvenes.
Los efectos prácticos a los que da lugar la premisa mencionada son
enormemente importantes e, incluso, imprescindibles para el trabajo
teórico y práctico en el campo de juventud, por varias razones. La primera
y más importante de ellas tiene que ver con la ruptura epistemológica en
el proceso del conocimiento de los jóvenes. Esto es, sobrepasar el ámbito
de las representaciones sociales y construir críticamente el campo de co-
nocimiento sobre jóvenes y juventud.
El señalamiento anterior resulta crucial debido, entre otras cosas, a que
los adultos y los mismos jóvenes han vivido o están viviendo la experien-
cia de serlo, hecho que confiere cierta «autoridad empírica» para saber lo
que es ser joven, pero que no necesariamente significa conocer la juventud
como categoría poblacional, analítica o teórica. Estas informaciones —las

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del saber empírico— pueden ser de gran valor para la constitución del
campo conceptual y del trabajo operativo con jóvenes, pero de ningún
modo suficientes para elaboraciones académicas y científicas que permitan
conocer qué es la juventud/es o quiénes son los/as jóvenes.
Afirmar, por ejemplo, que los jóvenes son entusiastas, soñadores y
optimistas, o que son apáticos, escépticos o pesimistas con respecto a los
distintos aspectos de la sociedad en que viven, sin que previamente se haya
investigado una determinada realidad o experiencia, más allá del riesgo
de generar y encender discusiones bizantinas, expresa, por una parte, un
profundo desconocimiento de un mínimo dispositivo teórico y conceptual
para comprender el fenómeno juvenil, y pone de manifiesto, por otra, las
incapacidades para traspasar el ámbito de las creencias, el sentido común,
las nociones y los prejuicios; en pocas palabras, la incapacidad para
plantear rupturas epistemológicas que contribuyan a superar el ámbito
de las representaciones sociales y trabajar con conceptos, con relaciones

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de conocimiento. Sostenemos que, en el momento actual, en el que se
hacen distinguibles varias etapas que han configurado tendencias en el
campo de estudios de juventud, se hacen indispensables contribuciones
para pensar conceptualmente las múltiples experiencias, prácticas y
discursos que se han registrado sobre los jóvenes, con particular intensidad
en las tres últimas décadas.

Representaciones sociales sobre juventud


y rupturas epistemológicas.
Notas introductorias

Hemos vinculado la problemática teórica y metodológica de las representa-


ciones y las rupturas epistemológicas por su estrecha vinculación en tanto
dimensiones distintas y complementarias en el proceso de producción de
conocimiento. Por ser dimensiones de distinto orden y con acumulados
(sociales, académicos, ideológicos y políticos) diferenciados, constituyen
una unidad indisociable al momento de producir conocimiento.
Una vez asumidas las representaciones sociales como los relatos que so-
bre un hecho social circulan en una sociedad y cuya finalidad principal es
establecer y consolidar consensos comunicativos (Luhman, 1999) en ella,
puede afirmarse que las representaciones sociales constituyen el «sentido
común» de la sociedad moderna (Casas, 1998).
Tanto la necesidad de disponer de un terreno común de entendimiento
de la sociedad en su conjunto sobre un determinado tema, como el im-
perativo de afirmar pautas ideológicas que contribuyan a la reproducción
social de sistemas o modelos societales, determinan la importancia y la
densidad de una representación social dada. Por ello, las representaciones
sociales, además de constituir un puente comunicativo entre grupos e indi-
viduos de una sociedad, permiten identificar los espacios sociales de mayor
o menor consenso y las problemáticas que la sociedad (sus tensiones) ha
posicionado y priorizado.
En tal sentido, se revela la importancia capital de las representaciones
sociales para la reproducción social de una sociedad, sobre todo en térmi-
nos de afianzamiento del vínculo social afincado en las valoraciones que
se produzca sobre una entidad determinada (Dupret, 2012). Se precisa,
entonces, conocer cómo se han generado los textos y discursos que circulan

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en la sociedad para poder identificar y ponderar los espacios sociales que
confluyen en la configuración de una determinada imagen y representación
sobre algo, tanto para fines de producción de conocimiento como para
fines de intervención.
En el plano del conocimiento, el trabajo de ruptura epistemológica
de las representaciones sociales resulta fundamental, no solo por las con-
secuencias teóricas a las que el proceso de producción de conocimiento
pudiere dar lugar, sino, sobre todo, por las consecuencias ideológicas y
efectos prácticos que de allí se deriven. Plantear, por ejemplo, que los jó-
venes son o no sujetos proactivos o interesados en la política, desecharía
la posibilidad de ofrecer respuestas simples, planas o falaces, y conduciría
más bien a problematizar dicha afirmación siempre y cuando se la sitúe en
el marco de determinadas condiciones sociales, económicas, culturales y
políticas. En este ejemplo, los jóvenes serán o no proactivos o interesados
en la política dependiendo de un conjunto de factores, condiciones y
circunstancias que los ha constituido como tal. Y, a su vez, su condición
proactiva o de interés por la política ayudará a comprender las valoraciones,
prioridades y, en definitiva, el carácter de una sociedad determinada con
respecto a sus jóvenes.
La ruptura epistemológica debe entenderse, ante todo, como la acti-
vación de un modelo explicativo que, considerando la importancia de la
dimensión aparente de los hechos sociales, la traspasa. Se trata de un tra-

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bajo en que los datos e informaciones de la realidad, tal como se presenta,
son examinados como un tipo particular de producción social; es decir,
condicionados por fuerzas, tensiones, intereses y expectativas de grupos
sociales diferenciados entre sí.
De acuerdo con lo dicho, las rupturas epistemológicas son tales porque
consideran ineludible el criterio de continuidad (solo puede romperse con
algo que ha representado un continuo) y porque desnaturalizan creencias,
apreciaciones y conceptos que se manejan sobre cualquier tópico. De ahí
que los modelos explicativos más actuales sobre temáticas en constitución
conceptual en las ciencias sociales, como infancia y juventud, coincidan
en que son categorías socialmente construidas, lo cual no es otra cosa que
partir del principio sociológico antes enunciado: la juventud debe com-
prenderse como una producción social determinada que, a la vez, permite
comprender dicha sociedad y sus transformaciones, producidas también
por acción de los jóvenes.

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Pensar los jóvenes y las juventudes
desde los cambios de la sociedad

No es sino en la edad moderna cuando la idea y conceptos de joven y


juventud empiezan a adquirir cierta relevancia social y, posteriormente,
jurídica (Ariès, 1987). Y ello por los procesos de creciente diferenciación
funcional que caracterizan la sociedad industrial. En sociedades anterio-
res, el joven, como categoría etaria, estaba muy asociado a agregaciones
sociales como la familia y el «mundo del trabajo», por una serie de razones
estrechamente ligadas a los imperativos de la reproducción económica y
social de la sociedad. Es solo con la institucionalización progresiva y luego
obligatoria del sistema escolar que las diferenciaciones etarias empiezan
a distinguir niños, jóvenes y adultos con dispositivos de frontera (edad,
intereses, expectativas) que adquieren una relativa claridad.
Un primer y fundamental hito de lo afirmado se produce en las so-
ciedades occidentales desde el primer período de invención de la escuela
pública como espacio social específico de niños y jóvenes, a partir de la
segunda mitad del siglo xviii (Pérez Islas, 2008). Un siguiente momento
emerge desde la segunda mitad del siglo xx cuando los jóvenes, en tanto
sujetos de un determinado orden de relaciones socioeconómicas y políticas
—dominado por Estados Unidos—, posicionan por la vía de la incorpo-
ración creciente al mercado del trabajo y del consumo un conjunto de
valoraciones que determinan una clara distinción frente a lo que se empieza
a llamar «mundo adulto», aunque este fenómeno ya había sido percibido
y registrado desde las primeras obras fundadoras de los sociólogos de la
«Escuela de Chicago» y por el mismo T. Parsons, quien acuñó el término
«cultura juvenil» hacia finales de la década de 1940 (Pérez Islas, 2008).
La cada vez más vigorosa presencia social de la juventud en la sociedad de
posguerra, por efectos de su importante participación social en el mercado
laboral y en la redistribución de la riqueza, la convierte en un nuevo actor
con atributos propios y particulares que el Estado, y más aún el mercado,
supieron descifrar y funcionalizar a los fines de reproducción social con
asombrosa eficacia.
Una vez constituidos como agentes económicos con probadas capacida-
des de generación de riqueza, así como de consumo masivo y diversificado,
la sociedad industrial reconoce y acredita la presencia juvenil como actor
con posibilidades transformadoras, en varios sentidos, de sociedad.

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Sin embargo, merece destacarse que en épocas y períodos históricos
precedentes la juventud había desempeñado un importante papel en el
proceso productivo, sobre todo en la misma reproducción económica
de la familia. Al no estar institucionalizada la escuela antes de la entrada
en vigencia del Estado moderno —inspirado en el régimen democráti-
co—, los jóvenes, incluso aquellos que habían contraído matrimonio,
se encontraban muy vinculados a la estructura y dinámica familiares,
haciendo muy borrosa y difusa una posible distinción de los adultos y
de la institucionalidad adulta.
Por ello, la época moderna y la implantación del modelo Estado/nación
distinguen con absoluta claridad la condición juvenil de la condición
adulta, a partir de la institucionalización y regulación jurídica de la con-
tractualidad laboral y de la contractualidad conyugal, como dos de los
hechos sociales significativos que definen la integración del joven al mundo
adulto. Considerando que, de modo previo, la educación pública había
provisto las competencias necesarias para una adecuada inserción en el
mercado de trabajo y la transferencia del universo de valores dominantes
de la sociedad, con lo cual se garantizaba la reproducción ideológica del
sistema social.
En tal sentido, el sistema escolar, su extensión y universalización tienen un
papel determinante en la demarcación de las fronteras entre jóvenes y adultos.
La infancia y juventud, sobre todo en las sociedades más industrializadas,

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empiezan a ser asociadas con la idea de personas en formación, de segmentos
poblacionales que requieren formarse para fines de reproducción social.
A diferencia de las sociedades tradicionales, donde la socialización
familiar era también, en gran medida, socialización laboral, la sociedad
moderna establece con claridad las fases y temporalidades de la sociali-
zación primaria y de la etapa de formación escolarizada, identificando
e instaurando con ello una serie de fases sucesivas en el desarrollo de la
persona. Del simple paso de niño a adulto, con diversos rituales de pasaje
en las sociedades tradicionales (Mead, 1990), se transita hacia un escalo-
namiento de etapas y edades cada vez más complejo que, dependiendo del
grado de diferenciación funcional de una sociedad, puede abarcar infancia,
pubertad, adolescencia, juventud, y dentro de cada una de estas etapas o
en sus puntos de articulación pueden delimitarse también determinadas
subcategorías (primera infancia, preadolescencia, juventud temprana,
adulto joven, etc.).

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En la base de estos procesos encontramos el desarrollo de la sociedad
orientando, en gran medida, en el desarrollo del conocimiento y de las
ciencias. El crecimiento demográfico experimentado a partir de los si-
glos xviii y xix, como uno de los efectos del desarrollo científico en el
campo de las ciencias médicas, no solo supuso la ampliación masiva del
aparato productivo, sino también una creciente diversificación y especia-
lización de las ofertas y demandas de bienes y servicios.
El desarrollo científico, en estrecha correspondencia con el desarrollo
material de la sociedad, fue y es un soporte cada vez más socialmente le-
gitimado para instalar de modo práctico el concepto de diferenciación fun-
cional como aspecto fundamental de la sociedad moderna (Weber, 1985).
En la medida que las sociedades avanzan y se desarrollan, la produc-
ción material y simbólica se diversifica y especializa frente a la aparición
y emergencia de nuevas problemáticas. De igual forma, los campos del
conocimiento se desarrollan en este sentido y las instituciones también.
Todo ello constituye, a su vez, la creciente complejidad de la vida moderna.
Los segmentos poblacionales jóvenes no quedan al margen de estos
procesos. El fenómeno de diferenciación funcional opera doblemente
en ellos al distinguirlos de los adultos y especificarlos como sujetos en
formación, por un lado, y al evidenciar las particularidades al interior de
dichos segmentos, por otro. La pluralidad y preservación de la diferencia,
como cuestiones fundacionales de la modernidad y del Estado moderno
de cuño democrático, tienen también sus expresiones en el ámbito de las
relaciones inter e intra generacionales.
La misma transformación de las instituciones en la sociedad moderna ge-
nera la necesidad de definir la juventud, hecho que en sociedades precedentes
no constituía motivo de interés ni revestía importancia. Cuando las demandas
del mercado laboral crean importantes cambios en la configuración familiar,
comienza a operar un fenómeno de creciente visibilización y emergencia de
niños y jóvenes como entidades específicas y diferenciables (Feixa, 1996).
Por tanto, y ante un cúmulo de contingencias a las que la juventud
y los segmentos generacionales jóvenes en general se ven abocados, una
preliminar definición de juventud en la sociedad moderna pre-revolución
científico-tecnológica está dada por su socialización familiar y escolar, en
ese orden, que servirá luego para garantizar una adecuada integración al
mundo adulto en los términos del cumplimiento de la doble contractua-
lidad laboral y conyugal como instituciones centrales de la modernidad

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clásica, y desde las cuales los tempranos abordajes sociológicos y antropo-
lógicos en los estudios de juventud se sirvieron para construir la noción
de moratoria juvenil.
Evidentemente, estamos hablando de una fase del desarrollo de la so-
ciedad capitalista en la cual es inobjetable la centralidad del Estado como
espacio organizador e, incluso, productor de sociedad, lo cual entre los
aspectos fundamentales de la reproducción social contemplaba el acceso
al mercado de trabajo aunque sea en condiciones de explotación. En la
actualidad, como veremos más adelante, las condiciones socioeconómicas
y políticas han variado de modo drástico en muchos de los órdenes de la
vida social, lo cual no ha dejado de incidir notoriamente en las condiciones
adolescentes y juveniles.

El no tan nuevo orden global y la juventud.


Transformaciones del mercado de trabajo

El paso de una sociedad organizada en torno del ideario del modelo Es-
tado/nación hacia una sociedad cuyo principal referente de su dinámica
es el mercado supone transformaciones sustantivas en la relación Esta-
do-sociedad y en cada uno de sus dominios específicos, incluido el de la
producción de subjetividades.

René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...


La mundialización creciente de las relaciones sociales, bajo la metáfora
de la globalización, constituye la fase de la hegemonía económico-finan-
ciera (gobierno económico de la política) de las relaciones sociales, con
afectaciones directas en el ámbito de la política y de lo político. La política,
por una parte, se privatiza quedando a merced de las presiones e indica-
ciones cada vez más intensas de las fuerzas del mercado y, por otra parte,
lo político como espacio privilegiado de procesamiento de las demandas
sociales se refuncionaliza para procesar los intereses corporativos de grupos
transnacionales y, en general, de grupos y sectores con mayor capacidad
de influencia en la esfera decisional.
A partir de los años ochenta del siglo pasado, en la mayor parte de países
latinoamericanos, las prácticas políticas se convierten en prácticas despoja-
das del sentido de lo público y del bien común, debido a la concurrencia de
varios factores como la creciente privatización de la producción y el notorio
descrédito de los actores políticos tradicionales. Y lo político enfrenta una

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tendencial crisis orgánica que envuelve al sistema de representación, la
esfera gubernamental y la institucionalidad pública en su conjunto.
En la base de las transformaciones de la política y del sistema que la dota
de legitimidad y legalidad, se encuentran las aceleradas transformaciones de
la ciencia y la tecnología como un dispositivo central de las nuevas formas
de reproducción de la sociedad y, más específicamente, del modelo de
acumulación de la actual fase del capitalismo.
Las aplicaciones tecnológicas de la electrónica constituyen el soporte
fundamental de la transformación productiva y de las fuerzas productivas
en general. No solo reducen el lapso de la producción y el consumo, sino
que, entre sus múltiples efectos, generan procesos cada vez más intensos de
prescindibilidad de la fuerza de trabajo (Beck, 1992), variaciones inéditas
en las concepciones y usos del tiempo-espacio (Dery, 1998) y modifica-
ciones substanciales en las valoraciones sociales (Lipovetsky, 1990).
Al privatizarse aceleradamente la esfera de la producción, la redistribu-
ción e intercambio de la riqueza se dificulta cada vez más con relación a
los amplios segmentos poblacionales que ya no son partícipes del proceso
productivo. Y —puesto que el consumo está determinado por la pro-
ducción (Marx, 1978)— la masificación, diversificación y segmentación
productiva de mercancías masifican, diversifican y segmentan la esfera del
consumo y los mismos consumidores.
Además, cabe indicar que, como aspecto inherente a la transformación
de las fuerzas productivas ancladas en el desarrollo científico y tecnológico,
la mercancía más valorada del proceso de reproducción es el conocimiento
en sus distintas expresiones y variantes. Hecho sin precedentes en la historia
de la sociedad del capital.
Se trata, sin duda, de una profunda transformación societal que altera y
modifica las estructuras y funcionamientos de la sociedad centrada en el
Estado como instancia organizadora y reguladora de la vida social. La idea
del Estado como garante del bien común, por lo demás muy cuestionada,
se diluye frente al peso de los hechos que revelan inobjetablemente una
creciente exclusión del mercado del trabajo de grandes masas poblacionales.
Como nunca antes en la historia de la sociedad moderna, el sistema y
aparato productivo creó tanta riqueza y, como contrapartida, generó tan
abismales diferencias y tanta pobreza (Castells, 1996). El desarrollo de
la sociedad industrial, basado en la producción mecanizada y ampliada
de mercancías, se sostenía sobre la incorporación relativamente constan-
te de fuerza de trabajo. En la sociedad posindustrial, el inusitado desarro-

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llo de las fuerzas productivas, que ante todo son fuerzas tecnológicas,
determina la necesidad de unas altas y exigentes cualificaciones, por un
lado, y la inevitabilidad de los despidos masivos, la flexibilización laboral
y la deslocalización productiva, por otro. Se configura, en suma, la socie-
dad de la exclusión desde el constreñimiento del mercado de trabajo, la
prescindibilidad creciente de la fuerza de trabajo y la sobre-explotación
inmisericorde de ingentes masas poblacionales, produciendo, con ello, el
desplazamiento de la categoría sociológica de la marginalidad.
Por su potencia explicativa es importante remarcar la diferencia entre
exclusión y marginalidad puesto que cada uno de estos términos se inscribe
en dominios conceptuales distintos aunque vinculados. La marginalidad
supone, en rigor, una articulación periférica (marginal) al espacio central
de la reproducción de la sociedad: el mercado del trabajo. Y remite, de
forma invariable, a determinadas características de explotación de la fuerza
de trabajo, hecho que, por lo demás, obligaba a cierta intervención de
la institucionalidad pública estatal. La exclusión, por su parte, más que
verse como una secuencia inevitable de la marginalidad, se explica por la
prescindibilidad de la fuerza de trabajo debido a una serie de razones de
índole tecnológica que desencadenan ciclos productivos altamente tecni-
ficados, en los que las regulaciones estatales pierden peso y presencia en
el ámbito decisional.
Como se ha dicho ya, los efectos de estos cambios son decisivos en todos
los órdenes de la vida social a escala planetaria. Los Estados nacionales

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ceden paulatinamente a las presiones de las corporaciones multinacio-
nales, con la consecuente pérdida de autonomía y márgenes de acción
gubernativa. No se garantiza más el acceso al empleo ni el bienestar de los
ciudadanos ni, por tanto, el de las familias e individuos.
En este marco general de relaciones que atraviesan países y continentes,
la situación de las familias y la misma condición y estructura familiar se
modifican dramáticamente. La infancia y juventud —las más vulnerables—
son las más afectadas. Se visibiliza a costa de la pérdida de las condiciones
mínimas de vida y todo ello trae aparejada la violencia. Una violencia
producida desde las mismas fuerzas que supeditan y desplazan al Estado,
un tipo particular de violencia: la de la exclusión.
En el período del llamado «ajuste estructural» y en el de la aplicación
de políticas neoliberales, la gran mayoría de jóvenes, en tanto parte de este
proceso, tuvo que apelar a iniciativas apegadas a la más estricta sobrevi-
vencia. Como solo ejemplo, basta decir que en la región andina, de 52 %

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que representaba la población de hasta veinticuatro años, 62 % vivía en
condiciones de pobreza (CEPAL, 2001).
Las experiencias y procesos de reconfiguración socioestatal registrados en
varios países latinoamericanos desde los primeros años del presente siglo y
milenio encuentran en los jóvenes un actor de primera importancia para
la comprensión de tales cambios y transformaciones. La presencia juvenil
se hace más visible en procesos de movilización social y política ya desde
los tempranos años noventa, así como en las dinámicas informacionales
impulsadas desde las nuevas tecnologías y modalidades de funcionamiento
en red (Castells, 1996).
Sin duda, las formas de asociación y de organización juveniles han mos-
trado características distintas a las que habían tenido hasta los años ochenta
del siglo pasado, y las motivaciones, causas y luchas se han desplazado
desde los centros de gravedad clásicos, como la política partidista o los
movimientos de trabajadores, hacia nuevas demandas como la defensa de la
naturaleza, la libre movilidad no contaminante, la abolición de espectáculos
en los que se maltrata a los animales, la soberanía del cuerpo, etcétera.

De la moratoria juvenil a la juvenilización de la sociedad

En sí misma, la condición juvenil representa un campo caracterizado por


múltiples tensiones, ambigüedades e incertidumbres. Incluso, los intentos
de definición desde las perspectivas biomédicas son bastante disímiles. Por
tanto, la posibilidad de construir una sociología de la juventud como un
campo teórico con pretensiones totalizadoras encuentra siempre serias
dificultades y obstáculos epistemológicos que impiden tal construcción,
en razón de que las mismas lógicas globalizadoras han dado lugar a la
emergencia de particularismos y especificidades, puesto que las tendencias
de homogenización de una serie de prácticas sociales en contextos y suje-
tos históricamente situados se topan con las condiciones y características
específicas de estos. Los discursos y enfoques sobre la globalización y lo
translocal encuentran en estas dinámicas sus bases explicativas.
La masa crítica constituida en torno a los estudios de juventud se ha
nutrido sobre todo de investigaciones acerca de problemáticas específicas
del «mundo de los jóvenes» y de estudios de caso desde los cuales se ha
intentado configurar, más que un campo conceptual «universal», perspec-

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tivas teóricas y analíticas que permitan superar un conjunto de represen-
taciones sociales sobre juventud que impida su comprensión como hecho
socialmente producido y, en tal dirección, como producto y productor
de relaciones sociales históricamente situadas (Giddens, 1998). Cuestión
que sitúa a los jóvenes y a las juventudes en las encrucijadas de lo global
y lo local con sus diversas posibilidades y variantes.
Habrá de reconocerse, en este sentido, que los principios de la sociología
clásica han contribuido mucho a explicar el fenómeno juvenil como un
hecho social y, en tal medida, como una construcción social que adquirirá
sus morfologías particulares dependiendo del tipo y carácter de la sociedad
que produce juventud.
Así, puede considerarse que la historia de los jóvenes es, en gran medida,
la historia de las relaciones intergeneracionales en un contexto y sociedad
determinada (Vommaro, 2014). De allí, puede derivarse una de las aproxi-
maciones más afinadas sobre el concepto de jóvenes y juventud, puesto
que el ser joven presupone un pasado infantil y prefigura un futuro adulto.
De tal forma que el intento de una adecuada comprensión acerca de lo
que significa ser joven en cualquier sociedad habrá de considerar inelu-
diblemente la perspectiva inter-relacional mediante la cual se articula la
infancia y la adultez, con un espacio socioetario más o menos amplio
(adolescencia-juventud) que solo podrá estar definido por las condiciones
y expectativas sociales de una formación social concreta.
De ahí, que el tiempo de la juventud es un espacio social que expresa

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como pocos las tensiones, contradicciones y proyecciones de una sociedad
debido, por una parte, a las fracturas y déficit socializadores de la familia y
la escuela, y, por otra, a las cada vez más notorias ausencias de «ofertas» de
integración desde el «mundo adulto» como consecuencia de una creciente
e intensa privatización de la sociedad.
Según lo anterior, deviene inevitable para la definición de la categoría de
juventud y de jóvenes una hermenéutica de las condiciones infantiles y de la
condición de adultez en la sociedad actual, ya que solo comprendiendo las
continuidades y transformaciones de una condición a otra podrán deter-
minarse las extensiones, umbrales y características que definen la juventud.
Por tanto, si el modelo de acumulación de riqueza sustentado en po-
líticas económicas neoliberales tiende a prescindir en proporciones cada
vez mayores de la fuerza de trabajo, encontramos que la exclusión provoca
cambios inéditos en el ámbito de la familia, de su estructura y composición,
pero, sobre todo, en lo concerniente a su tendencial precarización material
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y simbólica (Coraggio, 2011). Las tensiones producidas en los procesos
de transición hacia modelos políticos y económicos en los que se intenta
superar o revertir las condiciones y efectos de las políticas desregulatorias
(en lo financiero), privatizadoras (en los bienes y recursos públicos) y
flexibilizadoras (en el mercado de trabajo), han supuesto una necesaria
revisión de aspectos y dimensiones que rebasan la sola condición juvenil
enfocada —y hasta ensimismada— en los jóvenes, para voltear a ver hacia
espacios y puntos de articulación más amplios como las relaciones gene-
racionales, la precarización de la socialización familiar de niños y jóvenes,
y la juvenilización de la sociedad, entre otras (Unda, 2010).
El constreñimiento del mercado laboral, con sus secuelas de exclusión o
con sus efectos de concentración de la riqueza, genera la necesidad de que
los miembros de la familia adopten de modo bastante forzado formas de
autonomización como estrategias de sobrevivencia o como integraciones
diferenciadas al consumo.
En este marco general de posibilidades y desde una perspectiva de ju-
venilización de la sociedad, la condición infantil de la persona del niño
se acorta, dando lugar a un espacio social y etario de transición que poco se
reconoce en su condición infantil y que nada lo articula con la adultez. Su
infancia ha sido «intervenida» por dispositivos de adultizaciones precoces,
dado que la socialización primaria se ha restringido notablemente por
diversos factores que varían entre una y otra clase social, pero que, por lo
general, tienen efectos similares. Y, desde la otra orilla, los mecanismos
de integración resultan inaplicables al no disponer de las más mínimas
condiciones para cumplir con las contractualidades laborales, conyugales,
ciudadanas, exigidas por la sociedad. De modo casi forzado, este incierto
devenir lo ha situado ya en una muy particular condición juvenil.
Todo ello contribuye, desde una perspectiva clásica, a la creación o in-
vención moderna de la adolescencia (Sánchez-Parga, 2004) como espacio
consagrado a la formación del joven para su futura integración al mundo
adulto. Pero, puesto que dicha integración resulta cada vez más difícil,
el espacio de juventud tiende a ampliarse, considerando, además, que el
mismo mercado laboral exige mayores niveles de cualificación profesional.
Sea por precarizaciones persistentes, sea por excesos consumistas que
encierran en sí mismo al niño, por cualquiera de estas razones, el período
de la infancia tiende a reducirse, provocando una ampliación de la adoles-
cencia y juventud caracterizada por la incertidumbre de la integración a la

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institucionalidad adulta que, por su parte, no se reconoce en los nuevos
discursos y prácticas.
Resulta aparentemente paradójico que la sociedad que ha producido
esas generaciones de jóvenes no pueda reconocerse en este producto. De
igual forma, los jóvenes, al tiempo que de modo implícito o explícito
rechazan lo adulto o se desidentifican con los adultos, reclaman espacios
de participación social manejados por gente adulta.
Desde tal perspectiva se produce, entonces, una cada vez más extendida
moratoria juvenil, tanto por exceso como por defecto. Juvenilizaciones
tempranas e integraciones tardías, o que finalmente nunca se producen,
caracterizan la condición juvenil actual. Este fenómeno opera por distintos
caminos en el caso de las clases desposeídas y en el caso de las clases acomo-
dadas. Y es en estos intersticios donde justamente la noción de moratoria
juvenil empieza a mostrar sus límites y debilidades explicativas hasta casi
esfumarse. Este es, a nuestro juicio, uno de los aspectos conceptuales que
requiere no solo constataciones empíricas de su obsolescencia, sino que,
sobre todo, amerita explicaciones en razón de las profundas modificacio-
nes que supone. Encontramos enunciados tales como «el futuro ya fue»
(Valenzuela, 2009), «no nacimos pa’ semilla» (Salazar, 1991) o «el futuro
llegó hace rato» (Saintout, 2009).
Tenemos entonces que la mentada juvenilización de la sociedad obede-
ce, en primer término, a determinaciones de la esfera de la producción,

René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...


la cual se comprime sin permitir integraciones de diverso tipo. En esta
perspectiva, la mayor parte de los jóvenes no tiene mayores oportuni-
dades de integraciones afirmativas, puesto que desempeñan un papel
fundamental su nivel de preparación y conocimientos específicos que el
mercado laboral demanda en un contexto de tecnificación creciente e in-
tensificada. En contraposición y configurando una de las más ilustrativas
tensiones del estado de juvenilización actual, debe considerarse el papel
protagónico del mercado que, apoyándose en las representaciones e ima-
ginarios dominantes sobre la juventud presentándola como el estado ideal
para afrontar vicisitudes y experimentar placeres, re-incorpora a quienes
habiendo traspasado el umbral de la juventud vuelven a juvenilizarse a
través del consumo de objetos juveniles y juvenilizantes (Unda, 2005).
Ser joven, desde la orilla del consumo, confiere prestigio y seguridad, no
solo en el orden de la subsistencia y reproducción material, sino también
en el orden de la distinción simbólica de las generaciones.

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De la identidad y culturas juveniles a la subjetividad
y condición juvenil

Uno de los abordajes predominantes desde los que, de modo relativamente


persistente, se ha intentado explicar la problemática juvenil es el referido a las
identidades y culturas juveniles. Reconociendo la actualidad y pertinencia de
esta aproximación analítica, así como su potencia movilizadora si es que se
la asume desde una perspectiva dinámica y no esencialista (Castells, 1996),
una primera inquietud que surge sobre tales intentos es aquella que interroga
desde dónde se enuncia y se formula el discurso sobre la cultura.
De hecho, y en primer lugar, no es lo mismo hablar de la cultura
desde uno u otro campo del conocimiento y, luego, porque el término
cultura, en el uso más amplio del lenguaje, ha sido objeto de usos poco
cuidadosos, laxos, que han funcionado como estrategias discursivas de
diferenciación, por lo general excluyente. Esto, sin embargo, es una dis-
cusión que retomaremos más adelante.
Cuando hablamos de identidad, hacemos referencia a un término de
relativamente reciente aparición y tratamiento en el ámbito de las cien-
cias sociales y que, sin embargo, parecería que pese a su uso extendido y
recurrente no llegó para quedarse, por lo menos en el campo de estudios
de juventud. Se trata, sin duda, de un concepto problemático que plantea
serias dificultades a la hora de producir explicaciones sobre las dinámicas
juveniles, en general. Desde trabajos recientes se ha propuesto dejar de
lado el campo conceptual de la identidad para dedicar esfuerzos analíticos,
investigativos y teóricos al de la subjetividad (Muñoz, 2007), donde pare-
cería que pueden problematizarse de modo más consistente las prácticas
y discursos de las diversas formas asociativas juveniles.
No obstante, y en atención al objeto central del presente artículo, con-
sideramos que es necesaria su revisión por sus implicaciones con respecto
a la diferencia y a la alteridad. Lo idéntico a sí mismo no puede explicarse
sino por lo que le es diferente. Por ello, la identidad supone la «integra-
ción simbólica de la diferencia» (Pujadas, 1993), lo cual significa que una
entidad se constituye como tal siempre con referencia a otra.
Por tanto, el ser joven, desde la perspectiva de la identidad —siempre
relacional, además—, se define con relación a algo. Y ese algo es la infan-
cia, por una parte, y la adultez, por otra. De tal suerte que lo joven será
siempre algo que no es la infancia y que tampoco es la adultez. Pero más

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que intentar definir la juventud por la negación o por lo que no es, lo
conceptualmente correcto es definir la juventud con relación a la infancia
y con relación a la adultez, lo cual remite, por un lado, al análisis de la
relaciones intergeneracionales y, por otro, al estudio de las relaciones entre
cambio societal y generacional. En el plano investigativo y metodológico,
estos señalamientos comportan consecuencias muy significativas.
Como puede apreciarse, los esfuerzos comprensivos sobre la identidad
juvenil acarrean varias dificultades que, consideramos, desbordan aquellas
posiciones que asocian identidad con el mero registro de actitudes y com-
portamientos de un grupo o grupos de jóvenes. La identidad juvenil será
siempre definida, en primer término, como el producto de determinadas
relaciones sociales, de las transformaciones intergeneracionales en socieda-
des concretas, en aras de evitar sesgos culturalistas que hagan abstracción
de sus anclajes sociales y en los que se corre el riesgo de describir y explicar
una cultura sin sociedad (Sánchez-Parga, 2006).
Ante las variaciones del período adolescente y juvenil, por efectos del
acortamiento del período infantil hacia una precoz adultización o hacia una
prolongada adolescencia, se hace necesario concebir la identidad juvenil
como un proceso de producción de pluralidades. En rigor, no se trata de la
identidad juvenil sino de las identidades juveniles, la cuales se configuran,
como se ha dicho ya, en los procesos de interacción social. La identidad y
la cultura se constituyen en los modos, estilos y formas de existencia de un
colectivo determinado o agregación social. Es, en suma, un proceso de

René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...


apropiación simbólica de la realidad.
Por tanto, la producción identitaria acarrea siempre una determinada
producción simbólica, una producción discursiva que no se agota en sí
misma, sino que siempre es multirreferencial. La identidad rockera, por
ejemplo, se constituye en torno de unas simbolizaciones inequívocas e
identificables en las que convergen los intereses y expectativas de quienes
conformen la dimensión física del proceso de producción identitario y,
además, con referencia a lo que no es parte de la discursividad rockera.
Se habla, en tal medida, de la identidad como un proceso que va ge-
nerando cultura o que reproduce la cultura profunda y simbolizada de
un grupo social determinado. La búsqueda de identidad es también una
búsqueda de diferencias y distinciones, y, por tanto, la autoafirmación de
uno mismo frente a la diferencia.
Con estas consideraciones, se comprenderá que la identidad y, más
precisamente, la producción de identidad, es un proceso dinámico, cam-

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biante. Es un concepto que por definición se opone a la visión estática
de cultura y, más bien, sitúa la cultura como un producto social sujeto a
cambios y transformaciones.
Por ello, aquellas concepciones que definen la identidad como un
conjunto de rasgos invariables e inmutables instauran una visión estática
y esencialista de la cultura, impidiendo un real ejercicio de la intercultu-
ralidad como fuente de las mismas formaciones culturales.

Cambios y transformaciones de la condición juvenil


en el siglo xxi
Reconfiguraciones socioestatales y nuevos escenarios

Como ya se mencionó líneas arriba, la constante dinámica de la sociedad


moderna y posindustrial ha definido que las relaciones entre Estado y so-
ciedad se modifiquen y transformen de forma vertiginosa. Las aceleradas
transformaciones tecnológicas y la necesidad de innovación son también
características de las relaciones sociales entre sujetos. El mercado tecnoló-
gico y cibertecnológico reconoce estas y otras características propias de la
población actual. Por ello, la tendencia al alza de consumo de productos
tecnológicos es un rasgo relevante de la sociedad globalizada.
La industria de la cibertecnología asociada a las industrias comunica-
cionales ha definido y determinado una nueva y novedosa forma de ser
sujeto: el Homo Digitalis (Negroponte, 1995), que, parafraseando a Can-
clini (2012), se le puede concebir como aquel sujeto con disposiciones a
la conectividad permanente y, por tanto, no distingue, ni diferencia, el
tiempo laboral del tiempo de ocio. En ese sentido, la participación y los
activismos se desarrollan y surgen en otros espacios y con otras temporali-
dades marcando una nueva era de activismo y de participación —digital.
El júbilo por la conectividad permanente es un tema de primera impor-
tancia en la sociedad actual. La exposición de «nuevos modelos» en la red
fascina a la población actual y sobre todo a los más jóvenes, a tal punto
que lo «nuevo» se ha convertido en una obsesión para quienes habitamos
en esta época.
Los espacios de las redes sociales son nuevos escenarios de interacción
social. Por consiguiente, el estar (contar con una cuenta) y pertenecer
(aceptación en número de seguidores) es un tema de interés actual, a saber,

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que la identidad y el yo del cibernauta tienden a expandirse y fortalecerse
dentro de los espacios en red.
Los contextos socioculturales determinan la condición juvenil. En
los nuevos escenarios de la red, esta premisa persiste, sobre todo por-
que los contextos (familiares, escolares y laborales) definen y delinean los
intereses de los sujetos, es decir, la participación de un sujeto dentro de las
redes sociales remite a una cuestión de intereses comunes. Lo que convoca
y articula a una comunidad son los intereses compartidos, atribuyendo
así la característica del paralelismo entre el espacio de la virtualidad y la
realidad pero, al mismo tiempo, situando dicho paralelismo como relación
compleja, puesto que la actividad en los espacios virtuales pantallizados
produce efectos de realidad, tal como se ha podido constatar, por ejemplo,
en recientes movilizaciones de protesta en diversos lugares del mundo. En
ellas, los usuarios de las llamadas redes sociales levantaron y posicionaron
sus consignas, convocándose además por el espacio virtual pantallizado
para reclamar en espacios físicos reales por sus causas y demandas.
Aunque los intereses convocantes, inicialmente dentro de un espacio
en red, sean diversos y heterogéneos (políticos, deportivos, culturales, es-
téticos, recreativos, ambientales, entre otros), nos atrevemos a decir que el
tránsito obligado por el espacio de lo público en tanto territorio virtual —la
red— lo transforma y lo politiza (Vommaro, 2014) visibilizando asuntos
de la cotidianidad. En ese sentido, los espacios de las redes sociales se han

René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...


convertido en uno de los principales espacios y canales de convocatorias
y de encuentro desde los que se generan, vehiculizan y dinamizan las
protestas sociales del siglo xxi.
Habrá que decir, también, que la generación de protestas y convocato-
rias es el resultado de nuevas dinámicas comunicativas y formas de acción
colectiva (Unda, 2015) a partir de las cuales las nociones de distancia y
proximidad (cerca/lejos, centro/periferia, global/local) se han visto alteradas
(Scolari, 2010), así como también las nociones de lo público y lo privado;
hechos y sucesos que antes eran tratados en la esfera de lo privado, e in-
cluso de lo íntimo, ahora se publican, se publicitan o son eminentemente
públicos.
Las dimensiones generales de la política y de las innovaciones tecnoló-
gicas, los planos de intersección y tensiones que se despliegan desde estas
dimensiones, constituyen, a nuestro juicio, una de las cuestiones en las que
la sociología de la juventud tiene aún mucho por explorar, reconociendo,

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desde el inicio, que se trata de una empresa intelectual que comporta un
alto grado de complejidad en razón de las múltiples aristas concurrentes
en tales dinámicas.

A modo de conclusión: nuevas visibilidades juveniles

Queda claro que los vínculos requieren y generan identidad. Asimismo, es


preciso decir que en las redes sociales la presencia de los sujetos puede
ser diacrónica, generando así un estado de copresencia que no afectaría
de forma sustancial la presencia y vigencia de los sujetos en los espacios de
socialización; es decir, la intermitencia, o no, que tienen los cibernautas
en las redes no altera los actos dispuestos y difundidos en el espacio de la
red y, por el contrario, la trasmisión de una noticia, manifiesto, consigna o
información puede, incluso, viralizarse en la red. Además, debemos asumir
que las redes sociales son espacios preferenciales para (y de) los jóvenes,
al menos así fue su génesis. Sin embargo, en los últimos años es cada
vez mayor el número de usuarios en las redes sociales que superaron su
adolescencia y juventud; lo que nos permite presumir que la integración
y participación de la población en las redes sociales no es únicamente un
atributo de sectores poblacionales denominados jóvenes.
De hecho, la brecha intergeneracional, en términos digitales, se acorta;
las razones son múltiples, pero nos detendremos en dos: La primera tiene
que ver con la integración vigente en los actuales momentos. Las tareas
laborales, las actividades escolares (a todo nivel), así como las acciones
más recreativas y de ocio, son programadas y puestas a consideración de
los «otros» desde los espacios digitales de la red. Esta interacción con los
otros supone una visibilidad, tanto de los sujetos, como de sus intereses. La
segunda razón tiene que ver con la exposición de los sujetos y sus intere-
ses que contribuyen al aparecimiento de colectividades virtuales, las mismas
que se encargan de posicionar temas y problemas de orden local y que, en
breve, serán asuntos globales; es decir, la velocidad dejó de ser relativa para
convertirse en determinante única de las interacciones sociales de la red.
Por su parte, Bauman (2004) afirma que las nuevas identidades y las
comunidades virtuales que surgen en el espacio de la red se conforman
en torno a la misma red y se caracterizan por su fragilidad temporal y la
dificultad de estructurar relaciones estables, depositando a los individuos

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en un presente continuo, sin pasado ni futuro; o sea, una visibilidad fugaz
y delimitada por los factores colectivos. Sin embargo, Michel Maffesoli
(2013) indica que esta misma condición posibilita a los sujetos asumir
distintos roles en los diferentes espacios en los que participan, conjugando
un profundo sentido de comunidad con una afirmación fuerte de la in-
dividualidad. Rompiendo, de este modo, la idea de la colectividad como
un conjunto de personas integradas bajo una misma idea. Entonces, los
colectivos actuales en —red— son una sumatoria de individualidades que,
fugazmente, se integran y cuya «integración» desaparece con el pasar de los
días, configurando así un comportamiento que corresponde a una actividad
típica de la red. Estos son parte de las nuevas visibilidades juveniles que,
desde la compleja movilidad rizomática que potencian las redes sociales,
plantean serios desafíos investigativos a la sociología y, en particular, a la
sociología de la juventud.

Bibliografía

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Bauman, Z. (2004): Identidad, Editorial Losada, Buenos Aires.
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Barcelona.

René Unda Lara y Daniel Llanos Erazo / Jóvenes y sociedad...


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