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M a rio C .

C a sa lla

AMERICA LATINA
EN PERSPECTIVA
Dramas del pasado,
huellas del presente

n „ ii - m, FUNDACIO N
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M a r io C. C a s a l i ,a

N otas

1 Una muy detallada nómina de las intervenciones militares en América lati­


na entre los años 1800 y 1961 puede encontrarse en el libro de Gregorio Selser.
Diplomacia, garrote y dólares en América latina. Palestra, Buenos Aires, 1962.
Para el caso concreto de la Argentina -d on de la intervención económica nor­
teamericana terminó equivaliendo, a fines del siglo xx, casi a la intervención
territorial directa- pueden consultarse, desde el punto de vista histórico:
Harold Peterson, La Argentina y los Estados Unidos. Hyspamérica, Buenos
Aires, 1985 (dos tomos que abarcan el período 1810-1960; la edición original
norteamericana es de 1964) y el trabajo de Rogelio García Lupo. Historia de
unas malas relaciones, J. Álvarez Editor. Buenos Aires, 1964.
2 El término es de Marcel Prelot y aparece en su Historia de las ideas políticas.
La Ley, Buenos Aires, 1971, p. 449. Como aquí tam poco desarrollaremos
en extensión la filosofía de Locke, además de sus obras, remitimos al lec­
tor interesado en profundizar el tema, a algunos interesantes comentarios:
Cassirer, Ernest. La filosofía de la Ilustración. FC E, M éxico, 1943; García
Sánchez, Esmeralda. John Locke (1632-1704). Ediciones del Orto, Madrid,
1995; González Gallego, Agustín. Locke: empirismo y experiencia. Montesinos,
Madrid, 1984 y Solar C ayón, José Ignacio. La teoría de la tolerancia en Jolm
Locke. Dykinson, M adrid, 1996.
3 Casalla, M. América en el pensamiento de Hegel. Admiración y rechazo. Catálo­
gos, Buenos Aires, 1992.
4 Éste y el resto de los textos hegelianos citados en este punto pertenecen a su
Die Vernunft in der Geschichte, edición de J. Hoffmeister, Hamburgo 1955 (quin­
ta edición), pp. 198-212. Utilizamos en las citas la traducción al castellano
de José Gaos. Filosofía de la historia universal. Anaconda, Buenos Aires, 1946.
5 Kant publica su obra La religión dentro de los límites de la simple razón, casi
simultáneamente con la salida de Hegel del Seminario de Tubinga.
6 Cf. Ramos, J. A., op. cit., p.121.
7 Las lecciones y conferencias públicas de Francisco de Vitoria fueron publi­
cadas con el título de Relectiones Theologiae (1537). Y las tres siguiente obras,
constituyen su verdadero tratado de ciencia política: De potestate civile
(1528), De Indis y De Jure (ambas de 1539). Para la valorización de Vitoria
como un verdadero maestro y antecedente del posterior pensamiento li­
berador hispanoamericano, pueden consultarse los artículos de: Martínez,
A. «Poder político, orden internacional y guerra justa», en Revista de Filo­
sofía Latinoamericana y Ciencias Sociales, N° 1 5 /1 6 , Buenos Aires, 1991, pp.
169-188; Auat, Luis, «El poder en la encrucijada de las tradiciones», ídem
anterior, N° 20, Buenos Aires, 1995, pp. 95-102.
8 Para el pensamiento de Suárez, es interesante consultar: Scannone, J. C.
«Lo social y lo político según F. Suárez. Hacia una relectura latinoamerica­
na actual de la filosofía política de Suárez», en revista Stromata, Año LIV,
vol. 1 / 2 , Buenos Aires, enero-junio 1998, pp. 85-118.
9 Rosa, J. M. Historia argentina. Oriente, Buenos Aires, 1974, tomo II, p. 130.
10 La novela de Arturo Uslar Pietri, Las lanzas coloradas, escrita en París en
1930, es una magnífica reconstrucción literaria del clima hum ano y políti­
co de esta primera revolución venezolana.
C a p ít u l o 8
S e g u n d o in t e r l u d io f il o s ó f ic o : s o b r e l a s n o c io n e s d e

N A C IÓ N Y P U E B L O E N P E R S P E C T IV A L A T IN O A M E R IC A N A

En este punto del relato histórico, nos parece oportuno un se­


gundo interludio filosófico, esta vez para referimos a las nociones
de «nación» y «pueblo» que hemos venido utilizando. Se trata de
categorías básicas del análisis histórico, político y social, y sin
embargo es notorio cómo su uso suele quedar atrapado por la vi­
sión europea o norteamericana de esos fenómenos, desconocién­
dose la impronta latinoamericana de estos mismos conceptos.
A su vez, esa visión eurocéntrica se presenta sin más como
«universal», con lo que se produce una transpolación epistemo­
lógica que en nada ayuda al conocimiento de nuestra reaíldad
sino que, por el contrario, la distorsiona severamente. Así ocu­
rre, por ejemplo, con la clásica confusión entre lo «popular« con
los «populismos», y lo nacional con aquella xenofobia tan pro­
pia de la cultura política europea de los siglos xix y xx, que poco
tiene que ver con lo efectivam ente sucedido entre nosotros.
Por esto es necesario diferenciar, precisamente para poder co­
nocemos mejor y con más propiedad. Es lo que ahora intentamos.

1. A m é r ic a y E uropa : l o s d if e r e n t e s p r o c e s o s d e f o r m a c ió n

DE SUS NACIONALIDADES

Como dijimos, en general cuando se alude al concepto de «na­


ción», lo que se hace es proyectar la experiencia europea del mis­
mo, como si se tratase de un «universal». Más aun, se privilegia
incluso la historia de la Europa del Oeste y prácticamente se ig­
nora la otra. A sí se ignora que el «nacionalismo» y la «nación»
originadas en Europa, están ligadas a circunstancias y procesos
muy especiales que la diferencian de otras experiencias mundia-
M a r io C. C a sa lla

les, las latinoamericanas, por caso. De aquí que sea menester mos­
trar esas peculiaridades para luego poder contrastarlas con las
nuestras, lo que puede hacerse a través de tres diferentes pla­
nos: el económico, el político y el ideológico, ya que en estos tres
registros las diferencias son notables.
En el orden económico y tal como lo han señalado todos los
historiadores importantes del período, el nacimiento de las nacio­
nalidades'europeasestá indisolublemente unido a la decadencia del fe u ­
dalismo y de su sistema económico-social. Aquella economía estáti­
ca de las corporaciones m edievales -e n la que el comercio y la
producción eran considerados un provecho para la sociedad, con
una ganancia limitada al servicio prestado- cede paso al sistema
capitalista de producción que revoluciona la sociedad y sus ins­
tituciones.
Ahora se trata de acumular riqueza e invertirla para obtener
nuevos beneficios individuales. Este nuevo sistema -q u e desa­
rrolla materialmente a Europa como nunca había ocurrido en los
siglos anteriores- supone elem entos cualitativam ente nuevos,
como son: la iniciativa privada; la competencia despiadada por
los mercados y los recursos naturales; la obtención creciente de
beneficios; el sistema de salarios para los obreros y un sinnúme­
ro más de elementos que renuevan por completo el panorama
social. La Nación europea es así hija de la nueva riqueza que
todo eso genera -au n con notorios contrastes e injusticias en su
interior- y esto la marca con caracteres propios frente a otras
experiencias que no siguieron ese m ismo camino de desarrollo
histórico^ ___________
\En el nivel político) es preciso advertir que el desarrollo de
las nacionalidades europeas está indisolublemente imido a dos
singulares luchas sociales. En prim er lugar, la de las noblezas
locales en contra del viejo señorío feudal y ecuménico y, al calor
áe~éllas7el reagrupam iento de pueblos enteros dentro de nue­
vas fronteras geográficas, sobre la base de la afinidad de lenguas
y de parecidas tradiciones culturales y raciales. Sé\:óñs ti luyeron ^
asílósp rim eros «territorios» y monarquía nacionales europeas.
En segundo lugar, y terminadas ya aquellas luchas de las mo­
narquías nacionales contra los señores feudales y los viejos im-
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

perios, el nuevo impulso nacional en Europa lo marcarán las lu­


chas burguesas y republicanas contra la restauración de las mo­
narqu ías absolutistas, sobre todo después de la derrota de
Napoleón (1814) y el surgimiento de la Santa Alianza que im­
pulsaba la vuelta al antiguo orden.
O sea, en este nivel de lo político las nacionalidades europeas
tienen en su partida de nacim iento dos protagonistas singulares
y en im pulsos sucesivos: el prim ero (desde la baja Edad media
hasta el sig lo x v i i ap ro x im ad am en te), son las m onarquías
ab so lu tistas luchand o contra el feu dalism o y los im perios
ecum énicos; el segundo impulso lo darán en los siglos x v iii y xix
las burguesías nacionales luchando ahora contra aquellas mis­
mas monarquías absolutas. Com o se advertirá, no son precisa­
m ente protagonistas que se repitan universalmente, con esas
mismas características y secuencias; quien traslade mecánicamen­
te este «mapa genético» de las nacionalidades europeas a la rea­
lidad americana, no entenderá casi nada de lo que realmente pasó
a q u í con el tem a de lo n acio n a l. Las d iferen cias superan
estructuralm ente a las semejanzas.
Finalm ente y ya en el nivel ideológico, si nos atenemos a esa
últim a y decisiva etapa política de consolidación de las naciona­
lidades europeas protagonizadas por aquellas burguesías nacio­
nales (siglos x v i i i y xix), veremos que los acompañamientos ideo­
lógicos son el republicanismo, como sistema político, y el romanti­
cismo, en el orden cultural. Se trataba así de una interesante com­
binación que amalgamaba los ideales democráticos y humanita­
rios de la Revolución Francesa, con el logro de sociedades libres
de tutelajes autoritarios y el ideal cosmopolita de la realización
de la «Humanidad» en el gran escenario de la «vida universal»,
términos por completo redefinidos y novedosos; algo que Herder
caracterizará así: «La Humanidad entera como una gran arpa en
m anos del gran maestro».
Y esto es lo que propiamente «exporta» aquella Europa como
m odelo de desarrollo para las emergentes nacionalidades de su
periferia: exporta su republicanismo y su romanticismo, pero no
la riqueza de origen que los sostenían, ni la experiencia política
de su dirigencia en el manejo de los asuntos públicos. Precisa­
M a r io C. C a sa lla

mente por esto -¡pequ eño d etalle!- las numerosas «copias» que
se hacen aquí de su original (a partir del siglo xix y las indepen­
dencias criollas), resultan siempre de una irremediable pobreza
e inestabilidad, com paradas con el ideal europeo que buscaban
imitar.
Es que una cosa era aquel rom anticism o y aquel republi­
canismo metropolitanos (sostenidos en Europa por la riqueza que
generaba el sistema capitalista de producción y la experiencia
de sus clases dirigentes en el manejo del Estado) y otra esta imi­
tación de segundo orden que, aun con sus buenas intenciones
en muchos casos, de poco serviría al separarse de esa base mate­
rial y política. Nuestras jóvenes cabezas «llenas de ideas», no se
asentaban por cierto sobre pies tan firmes com o los de la bur­
guesía y la nobleza europea. Y ese desajuste estructural entre lo
político y lo económ ico, acarreará consecuencias y delimitará
nuestra propia historia en materia de construcción de nacionali­
dades.
La misma Europa era ya en cierta m edida consciente de su
diferente posición en relación con las realidades coloniales ame­
ricanas, aun cuando vistiera su discurso público con ropajes
universalistas. Tomemos por ejem plo aquel rom anticism o re­
publicano que la Revolución Francesa de 1789 elevara a la ca­
tegoría de nueva religión universal: cóm o olvidar que cuando,
por el tratado de Amiens, les devuelven a esos m ism os france­
ses sus colonias am ericanas, el decreto napoleónico del 20 de
mayo de 1802 rezaba textualm ente en su artículo prim ero: «En
las colonias restituidas la esclavitud será mantenida conforme a las
leyes y reglamentos anteriores a 1789». ¡O sea, había «libertad,
igualdad y fraternidad» para toda la Hum anidad, m enos para
los haitianos! Singular forma «nacional» que suponía el m an­
tenimiento, en el N uevo M undo, del feudalism o que ella m is­
ma rechazaba en el Viejo, en aras por cierto de sostener la ren­
tabilidad colonial.
Más sutilmente que Herder, expresará Fichte aquel ideal na­
cionalista ecuménico (es decir, imperial) afirmando, respecto de
la guerra: «[...] y ya que es necesario que la práctica de la guerra
no cese, a fin que la humanidad no resulte dormida y corrompí-
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

da para el caso de una guerra, pues bien, nosotros todavía tene­


mos bárbaros en números suficientes en Europa y en otros con­
tinentes [...] que la juventud se robustezca combatiendo a los
bárbaros». Y es también en Fichte donde ya está presente aquel
nacionalismo elitista que luego hará larga carrera cuando en 1807
-e n sus célebres Discursos a la Nación A lem ana- diferencie entre
«pueblo» y «clases cultas». Al prim ero le reconoce haber sido
«hasta nuestros días el autor de todo desarrollo y adelanto»; sin
embargo les recuerda a aquellas clases cultas que «ahora, por
primera vez [...] deben prepararse para la educación y forma­
ción del pueblo», ya que «de no ser así el pueblo lo hará por sí
mismo y sin nuestra ayuda y ese día, si llega, las clases letradas
descenderán al lugar que actualmente ocupa el pueblo, mien­
tras que en el nuevo orden jerárquico se convertirán en la nueva
aristocracia engrandecida con las formas superiores de la cultu­
ra». Singular «sublevación» del orden natural, que también alar­
mará a ciertas elites «nacionalistas» criollas de la ulterior dere­
cha latinoamericana.
Es decir, en el orden ideológico, a fines del siglo xix ese nacio­
nalismo europeo se caracterizaba por dos notas distintivas: en
primer lugar, la propuesta retórica de un cierto «ecumenismo
civilizador» que, sin embargo, no aplicará ni admitirá evocar en
sus colonias; en segundo término, la distinción entre «pueblo»
(considerado «masa») y «burguesía local ascendente», a la que
sí entendía como una nueva aristocracia encargada de «educar
al soberano» en lo interno y, llegado el momento, de adminis­
trar eventualmente las colonias en lo externo. —.
' En síntesis, la nación en Europa, supone y es inconcebible, al
menos, sin los siguientes parámetros históricos: I o) la acumula­
ción de la riqueza y el florecimiento del capitalismo; 2o) las lu­
chas victoriosas de las denominadas «burguesías nacionales», en
contra de las monarquías despóticas; 3o) el mantenimiento del
sistema colonial como recurso indispensable para su propio de­
sarrollo sostenible; y 4o) el republicanismo, en el orden político,
y el romanticismo, en el cultural, en los que se plasmaban y re­
producían los ideales de aquellas prósperas burguesías en as­
censo.
M a r io C. C a sa lla

O sea, esas nacionalidades europeas surgen obedeciendo im­


pulsos endógenos al desenvolvimiento de sus sociedades y su­
ponen transformaciones operadas directamente por sus actores,
en términos generales. No se trató, por ende, de un acto reflejo,
ni estuvieron esencialmente determ inadas por centros de deci­
sión que operaban fuera de la misma Europa. Las realidades co­
loniales no coaccionaron a las naciones europeas, ni de la misma
manera ni con la misma fuerza con que éstas lo hicieron en su
periferia. La libertad de partida y la de llegada en América y en
Europa, no fueron las mismas.

2. C a r a c t e r e s d e l a n a c ió n y d e l n a c io n a l is m o

en A m é r ic a l a t in a

Así como hemos mostrado que la nación europea y sus ideas


se organizaron en torno de ciertos principios unificadores muy
específicos, veremos ahora cómo estos principios divergen cuan­
do se trata de abordar esa misma realidad en la situación lati­
noamericana.
Sin pretender ser exhaustivos -alg o que por lo demás escapa­
ría al objeto central de este trabajo- quisiéramos sí destacar aho­
ra al menos algunos contrastes básicos. En primer lugar, señale-
•jj) mos que las diferentes naciones americanas resultan de la dis­
persión de la América Hispana_y de su decadencia económica;
situación exactamente opuesta a lo sucedido con las nacionali­
dades europeas que, como dijimos, son fruto de la concentra­
ción geográfica y cultural de s l i s espacios y poblaciones, es de­
cir, un síntoma de su fortaleza.
En América latina las nacionalidades surgen más bien como
fragmentos de un todo mayor y a partir de procesos con fuerte
influencia exterior, antes que como decisiones libres y autóno­
mas de estados soberanos que van concentrando poder, como lo
fue en el caso europeo. Somos hijos de la fragmentación y de la
pobreza, antes que de la concentración y de la riqueza. De aquí
que la integración social y regional, así como el desarrollo eco­
nómico hayan sido el ideal inicial de casi todos los programas
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

políticos latinoamericanos y que ambos, como valores deseables,


sigan latiendo hasta el presente. Y esto, aun cuando hemos tam­
bién dolorosamente aprendido, la mutua imbricación que existe
entre aquellos ideales iniciales de integración y desarrollo, con
la situación de dependencia estructural que viven nuestras jó­
venes nacionalidades, agravado todo esto al presente por el ac­
tual proceso globalizador que lo complica más aún. Sin embar­
go, com o asignaturas pendientes, emergen cada vez que la re­
gión imagina su futuro.
Ahora bien, dado este peculiar punto de partida, no es de ex­
trañar entonces la debilidad política básica con que nacen estas
nacionalidades latinoamericanas -herederas, a su vez, de la de­
bilidad estructural del imperio español que no pudo retenerlas-
la cual se les transfiere, agravada. En cambio, está claro que en
Europa el proyecto de concentración de la riqueza, dio fuerza y
sostuvo a los respectivos Estados nacionales que lo protagoni­
zaron, los cuales contaban además con la exacción colonial como
fuente adicional de recursos, cuestión que como ya hemos visto
no fue de poco monta.
En relación con ese m ismo contexto económico, adviértase
además que el ingreso de estos diferentes pueblos latinoameri­
canos en su etapa nacional, no coincide tampoco con el floreci­
miento capitalista de sus respectivas economías nacionales sino,
muy por el contrario, con su incorporación como colonias eco­
nómicas en el desarrollo capitalista europeo, que sí se encontra­
ba en plena expansión. Es decir, esas emergentes nacionalidades
latinoamericanas son más el frutó de la pobreza colonial, que del
desarrollo autónomo de sus potencialidades económicas; mues­
tran a un tiempo, tanto la dependencia estructural de origen,
como sus reiterados y hasta ahora fallidos intentos de liberación.
Desde sus mismos comienzos, la historia de las experiencias na­
cionales latinoamericanas -co m o la cabeza de Jan o- presenta a
un tiempo dos rostros: el de la incipiente y prometida libertad y
el de la vieja dominación colonial: cambian los nombres y los
protagonistas, pero ese bifrontalismo irresuelto, insiste y exigirá
nuevas respuestas.
Tampoco se dio en el caso americano la regla de oro de con-
M a r io C. C a sa lla

solidación económica de las nacionalidades europeas: una legis­


lación proteccionista de parte del Estado para el desarrollo sos­
tenido de una economía nacional en ascenso, y el ulterior recla­
mo de medidas librecambistas, para colocar en el mercado inter­
nacional sus excedentes de producción. La debilidad política y
la pobreza económica, con las que nacieron com o naciones estas
ex colonias españolas, tornaron formales sus respectivas sobera­
nías políticas y consolidaron su dependencia económica exter-
\ na. V E1 liberalismo político y económico fue aquí la expresión de
\i una debilidad, antes que esa m anifestación de fuerza que sí tuvo
\\en la conformación de las nacionalidades europeas. Ese libera­
lismo que allá operó com o ideología emancipadora y justiciera,
invocado en América latina como credo librecambista por las
elites criollas dom inantes, sirvió más a la consolidación de la
dependencia económica que al fortalecimiento de la soberanía
política nacional y regional. Es que las elites económ icas criollas
fueron liberales en lo económico pero profundamente conserva:
doras en lo político y social, por lo cual, quien traslade también
mecánicamente esas categorías políticas a nuestra realidad lati­
noamericana, deberá prácticam ente invertir el sentido del libe­
ralismo para poder entender algo. Entre nosotros, a veces nada
más conservador que nuestros liberales y en otras, nada más revolucio­
nario que nuestros conservadores; restos de ima curiosa alquimia
colonial que precipita hombres, instituciones e ideas de forma
muy diferente a las de sus respectivos modelos europeos.
De todo esto deducimos ciertos rasgos culturales que, trans­
currido un tiempo, terminarán operando como verdaderos prin­
cipios estructurantes de las nacionalidades latinoamericanas.
/~ En principio se destaca el insoslayable hecho colonial; aquí se
I transita de la colonia a la nación, mientras que en Europa el pro­
ceso es inverso: se parte de una nación con colonias, que traba-
V jan para la respectiva metrópoli. Este hecho colonial signa los
ordenes políticos, económicos y culturales de América latina, al
tiempo que explica la aparición de nacionalidades débiles, po­
bres y altamente vulnerables a los vaivenes de las situaciones
externas; y también por qué - a casi dos siglos de sus respectivas
proclamaciones form ales- la conformación real de una naciona-
A m é r i c a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

lidad independiente sigue siendo más una tarea que una reali­
dad vivida y consolidada, en la mayoría de nuestros países lati­
noam ericanos. A sí el m andato de construir y consolidar una
Nación, de form ular lo que suele denominarse un «proyecto na­
cional» independiente, atraviesa gran parte del discurso político
latinoamericano, aun después de haberse organizado los respec­
tivos Estados. Y se trata de construir la Nación precisamente
porque, a contram ano de las secuencias usuales, los otros dos
elementos fundamentales de lo político sí existen (hay Estados y
hay sociedades), pero queda ese hiato histórico, indispensable
para que el Estado nacional tenga un sentido real y pleno, y sus
sociedades gocen de una razonable dosis de libertad y capaci­
dad de decisión soberanas. Por el contrario, Europa ya ha con­
solidado esos procesos básicos hace más de un siglo e incluso
hasta los ha agotado; por eso puede plantearse ahora nuevas for­
mas de in tegración p olítica y económ ica (lo continental, lo
transnacional, lo global).
Y estos últimos ámbitos agregan precisamente un nuevo in­
grediente al problema: el de la mundialización del poder y de la
política. Las sociedades latinoam ericanas siguen teniendo por
delante de sí la tarea de com pletar el cicló de construcción y con­
solidación de sus respectivas nacionalidades cuando ya sus vier
jas metrópolis están en otro estadio. Sin embargo, dicha etapa
no puede saltearse por más que muchos cantos de sirena se diri­
jan en dicha dirección. El hecho dé que este proceso deba darse
ahora en un escenario internacional por completo diferente y en
una era histórica de abierta «globalización», no la releva de esa
tarea política básica sino que le otorga marcos, desafíos y opor­
tunidades totalmente diversos. Evidentemente el modelo de na­
ción del siglo xix no es el del xxi, ni el proyecto nacional de aque­
llas épocas puede ser el de éstas, pero se confundiría largamente
quien creyera qtie, por azar de la «globalidad», la tarea nacional
ya no es necesaria. A no ser que se siga pensando para América
latina su incorporación satelital al nuevo orden internacional,
para lo cual sí no sería necesario más que continuar con su pasa­
do colonial, convenientem ente m aquillado de acuerdo con la
paleta de los tiempos.
M a r io C. C a sa lla

/ Por el contrario, una era auténticam ente global (es decir,


/ ecuménica) requerirá más y no m enos capacidad de decisión na-
( cional, para poder participar de ella creativamente. Cuando se
\ alienta lo contrario, seguramente se considera como «natural» la
situación colonial latinoamericana, m ientras que la era global se
concibe como el nombre de un nuevo reino planetario, al que
América latina debería acomodarse como antes a sus antiguos
conquistadores ibéricos. Una suerte de perpetuo cerro del Poto­
sí, eternamente explotado.1
Prosiguiendo con estas diferencias, hay que señalar que en
América latina se copiaron el republicanismo político y el roman­
ticismo cultural propios del surgimiento de las nacionalidades
europeas, pero sin la base material firme (la Nación) que en su
lugar de origen le daba un sentido auténticamente revoluciona­
rio. De allí ese desajuste básico entre la elaboración intelectual y
la realidad, tan común en Latinoamérica: se imita, se adapta, pero
se crea muy poco. Todo lo cual se agrava en una era global.
Tanto es así que un historiador clásico, como lo fue el argenti­
no Vicente Fidel López reconocía, a fines del siglo pasado:

La Revolución de Mayo ha llenado su misión. Nos ha dado


una patria independiente pero no ha tenido tiempo ni medios
de damos un organismo libre y representativo en sustitución
de aquel otro organismo, solemne por años, templado por sen­
satez administrativa de tres siglos, que ella ha demolido.

Ese «organismo» faltante, al que aludía López ya en el mismo


siglo xix, no es el Estado, sino la Nación. Y esta realidad no es
sólo argentina, sino primordialmente latinoamericana.
De todo esto concluimos dos cuestiones en nuestro entender
fundamentales para la comprensión de la realidad política y so­
cial latinoamericana. En primer lugar, que trasladar las catego­
rías y la intencionalidad de la nación y del nacionalismo euro­
peos a nuestro ámbito especifico (cosa que han hecho y hacen
no pocos historiadores y analistas norteamericanos y europeos
cuando analizan este asunto) es distorsionar enormemente la
lente con que consideraremos los hechos y las realidades al sur
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

del río Bravo; también es una distorsión importante entender que


en una aldea global la construcción de la Nación es cosa del pa­
sado e innecesaria para A m érica latina, tentación propia de
«predicadores», guriies telemáticos y divulgadores de distinto
orden e intereses muy concretos.
En segundo lugar, que ese rasgo particular que registran las
nacionalidades latinoamericanas en su punto de partida da cier­
to contenido común a las tareas que reiteradamente tienen por
delante, esto es, la búsqueda de la independencia económica, la
profundización de su soberanía política y el ansia de una socie­
dad más justa, con los nombres propios que ellas adoptan en cada
país y circunstancias. Se trata, en general de programas que tie­
nen un fuerte contenido reivindicativo y revolucionario, al me­
nos en su formulación teórica y política, y se trata además de un
nacionalism o integracionista y no divisionista.
Por cierto que estas formulaciones programáticas muchas ve­
ces fueron cambiadas al ejercer efectivamente el poder en un país
latinoamericano, lo que es muestra concomitante de nuestra pe­
culiar debilidad política; también es verdad que, en la mayoría
de las «caídas» de los gobiernos latinoamericanos, tuvo mucho
que ver el abandono de esos ideales iniciales e incumplidos, lo
cual produjo el repudio de su propia población una vez transcu­
rrido el tiempo del «realismo» al que generalmente se recurre
para justificarlas y cuando se advierte que ese cambio de pro­
grama y de ideales políticos no mejora la crisis que llevó a adop­
tarlos. La reciente década de «recetas neoliberales» (los 'noven­
ta' del siglo xx), es un claro ejemplo en esta dirección insatisfac­
toria.

3. S o b r e l a c a t e g o r ía «pueblo » en l a c o m p r e n s ió n d e l o s

f e n ó m e n o s p o l ít ic o s y s o c ia l e s l a t in o a m e r ic a n o s

Hemos visto que en Europa la formación de las nacionalida­


des era el lógico coronamiento político y jurídico de la sociedad
burguesa. El período central y de consolidación de esa burgue­
sía, en el ejercicio del poder nacional, se da desde la revolución
o \ O5 /í'óCi i\c> K ,---- P o .U o t

M a r io C . C a sa lla * 'I«-"'

francesa de 1789 hasta la finalización de la unidad alemana en


1870.
Hacia 1880 esos sistemas nacionales europeos entraron en ima
etapa imperial decidida (administrando y acrecentando lo reci­
bido de las monarquías) y es precisamente cuando esa Europa
tiene ya consolidado su poder nacional-im perial que despunta
el despertar de las nacionalidades en el resto del mundo (en
América primero, en Asia luego y en África más tarde).
Es decir, las nacionalidades latinoam ericanas se viabilizaron
históricamente desfasadas en el tiempo (y en intereses) de las
europeas y las norteam ericanas. No son estas nacionalidades
emergentes las de aquellas burguesías locales consolidadas y en
expansión ecuménica, como en el caso europeo, sinopueblos'-que
unieron al reclamo de su soberanía política los de su progreso
económico y social, y ello ante esas mismas naciones ya consoli­
dadas, esto es, sus antiguas «metrópolis».
Atendiendo a esta situación específica de América latina es
entonces importante destacar otra serie de diferencias fundamen-
tales entre los dos procesos ahora considerados. En primer lu­
gar, advertir los diferentes sujetos sociales que protagonizarán las
respectivas conformaciones nacionales y estatales.
El sujeto histórico activo de la nacionalidad europea fueron
las burguesías locales, clase social entonces hegemónica en las so­
ciedades centrales; en cambio en América fueron los pueblos en
su conjunto, con las tensiones y diferenciaciones internas de cla­
se que, por supuesto, operaron en su interior. Así, el concepto de
pueblo -m arginal y sumamente resistido por la filosofía política
y las ciencias sociales europeas, seguramente basadas en su pro­
pia y reciente experiencia totalitaria- resultará en América lati­
na esencialmente importante para comprender su propia forma­
ción social e institucional. Por eso, aquellas mismas disciplinas
teóricas -a l «situarse latinoamericanamente» y ante la necesidad
de com prender su propia realid ad -, han producido resigni­
ficaciones de aquel concepto de pueblo sobre las que ahora vol­
veremos.
Antes señalaremos que, a partir de esta distinción en el «suje­
to histórico», surgen otras diferencias entre los procesos consi­
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

derados. Producto de aquel desfasaje, el desarrollo de las nacio­


nalidades americanas se da contra el marco de las naciones eu­
ropeas ya consolidadas y como reacción frente al hecho colonial
impuesto, desafíos externos que la Nación europea no debió en­
frentar. Por otro lado, advirtamos que en América latina las de­
nominadas Guerras de la Independencia fueron, simultáneamen­
te, luchas sociales por la organización y el sentido de la naciona­
lidad. No había entre nosotros una burguesía propia con intere­
ses más o menos claros y coincidentes entre sí; al contrario, la
libertad política de España abrió de inmediato graves luchas so­
ciales e ideológicas por la consolidación de una clase dirigente
capaz de asumir el vacío político dejado por la administración
española, tal las disputas entre los liberales españoles residentes
en América, la aristocracia criolla y el pueblo llano.
Precisamente la fragmentación nacional posterior de Améri­
ca latina -s u «balcanización», casi en tantos países como puer­
tos de exportación existiesen- tiene relación directa con las dis­
putas políticas y los intereses locales de las facciones en pugna,
cada una de ellas con su particular idea distinta de país y de
ubicación en el contexto internacional. Pero antes de extender­
nos sobre esto, vamos a detenem os por un momento en este con­
cepto de «pueblo» al que antes hacíamos referencia, lo que nos
permitirá entender mejor su dram ática intensidad y su muy pe­
culiar dinámica.

3.1. La irrupción política del concepto «pueblo»:


la experiencia en el campo marxista

La primera resultante de esta irrupción será una interesante


redefinición del concepto de clase en función del racismo básico
que alimenta la situación colonial. Al respecto, Ho Chi Minh se­
ñalaba algo muy interesante:

En las colonias, si se tiene la piel blanca, se pertenece a la


aristocracia: se es de raza superior. Para poder mantener su
posición social, el más ínfimo de los empleados de la adua-
' V cov>,'<A^> -s? c 4 #
M a r io C . C a sa lla ' a

na tiene por lo menos un sirviente, un «boy» que muy a me­


nudo hace todos los trabajos. [Y luego precisaba] Si se tiene
la piel blanca se es automáticamente un civilizador. Y cuan­
do se es un civilizador, pueden cometerse los actos de un
salvaje sin perder la categoría de civilizado. [Esto lo llevaba
a una precisa caracterización de la situación de clases en la
realidad colonial] Todos los franceses [...] llegan aquí con la
idea de que los anamitas son sus inferiores y deben servirlos
como esclavos. Los tratan como a bestias que sólo pueden
manejarse a palos. Todos ellos tienen la costumbre de consi­
derarse miembros de una nueva y privilegiada aristocracia.
Bien sean militares o colonos no conciben otra forma de rela­
cionarse con los nativos que la del trato con sus sirvientes.
Parece que su «boy» es para ellos el representante de toda la
raza amarilla. Habría que oír con qué estúpido desdén un
francés de Indochina habla del 'hombre de piel amarilla'.
Habría que ver de qué manera brutal trata un europeo a un
nativo.

Si bien como es obvio Ho Chi Minh se refería a la realidad


colonial francesa en sus colonias asiáticas, lo estructural de esa
relación colonial vale tam bién para nuestra situación latinoame­
ricana: aquí tam bién el «caballero» español, francés, inglés u
holandés consideró desde el principio como inferior al nativo
(aborigen primero, criollo después) y se pensó a sí mismo (inde­
pendientemente de su lugar o capital de origen) como miembro
de una aristocracia superior y civilizadora. Brutal racismo ini­
cial, que no se condice por cierto con lo sucedido en Europa du­
rante ese mismo proceso de conformación nacional.
De manera que, en situación colonial, ni la clase, ni su funcio­
namiento en el todo social tienen prioritariam ente que ver, ni se
definen, a partir de la clásica «inserción en el aparato producti­
vo», como burgueses o proletarios. Antes bien, un enfrentamiento
mucho más ancestral y profundo será el que determine la estruc­
tura social básica de la colonia: la conflictiva relación inicial que
se da entre un opresor (metropolitano) y un oprimido (coloniza­
do). Es la voluntad de dominación integral (es decir, histórica, po-
b o l &v\ o cT C d < yv\

A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

litica, cultural, humana en fin, y no sólo, ni prioritariamente, eco­


nómica) lo que reubica y enajena a los hombres en situación de
dependencia colonial.
Así, el alineamiento por clases sociales, no es sino el resulta­
do -cierto, pero posterior- de este extrañamiento racial y cultu­
ral prioritario: entre opresores y oprimidos, entre dominadores
y dominados. No es la «industria» (no las hay), ni el «capital»
(está en las metrópolis y todos son sus asalariados, inclusive el
colono local que circunstancialm ente domina), ni el «aparato
productivo» (término dem asiado pom poso para precisar la mi­
seria colonial), los que enfrenten de entrada a los hombres; esto
puede llegar a producirse con posterioridad. Lo que desde el
vamos sí enfrenta y determina la estructura de poder, es la situa­
ción de ser colono o colonizado, y se es lo uno o lo otro por razones
tan prim arias como la procedencia geográfica, el color de la piel,
el manejo de la lengua, etcétera.
El europeo (o sus sucedáneos) es en la colonia el burgués-
dominador, cualquiera sea su inserción en el aparato productivo
real; el colonizado es proletario-dom inado, aun cuando haya al­
guna vez poseído lo que se denomina el capital o la tierra. La
alquimia colonial mezcla las clases y los hombres generando una
particularidad vital e histórica (un pueblo dominado) que requiere
de nuevas categorías com prensivas para poder ser entendido.
En la colonia, por una especie de «maldición ontològica» que lo
político luego podrá o no luego explicar con claridad, los luga­
res básicos se predeterm inan aun antes del ciclo de explotación
y desarrollo económico. Quien manda y quien obedece, tienen más
que ver con la cultura que con la economía. De aquí también las
características políticas que tomarán luego los procesos de des­
colonización y sus denominados movimientos de liberación nacio­
nal, a los que tanto trabajo cuesta entender desde las categorías
exclusivamente europeas.
Y es sobre esta fractura ontológico-política originaria, sobre
ese racismo básico, donde se monta el sistema colonial de clases
sociales que no hace más que reforzar, mantener y consolidar lo
que el choque conquistador determinó en sus inicios. Sobre aque­
lla irracionalidad básica de la conquista, descansa luego la «ra­
M a r io C. C a sa lla

cionalidad» del sistema colonial. El alerta de Ho Chi Minh sobre


el «estúpido desdén» del colonizador, apunta precisam ente a
mostrar dicha racionalidad. Acaso también sirva ella para expli­
car los procesos de liberación de esos pueblos oprimidos (asiáti­
cos, americanos u africanos) que poco tienen que ver en el fon­
do con aquellas revoluciones, com parativam ente prolijas y edu­
cadas, que Europa sí ha pensado y propuesto. Las diferencias
entre ambos procesos son tan notorias y evidentes, como este
grito poético de Césaire2, inimaginable en la boca de im dirigen­
te revolucionario europeo del siglo xix o xx:

Corazón mío, tú no me librarás de mis recuerdos [...] Era una


noche de noviembre [...] Y súbitamente los clamores ilumi­
naron el silencio. Nos habíamos movido, los esclavos; noso­
tros, el abono; nosotros, las bestias amarradas al poste de la
paciencia. Corríamos como arrebatados; sonaron los tiros [...]
Golpeábamos. El sudor y la sangre nos refrescaban. Golpeá­
bamos entre los gritos y los gritos se hicieron más estriden­
tes y un gran clamor se elevó hacia el este: eran los barracones
que ardían y la llama lamía suavemente nuestras mejillas.
Entonces asaltamos la casa del amo. Tiraban desde las ven­
tanas. Forzamos las puertas. La alcoba del amo estaba abier­
ta de par en par. La alcoba del amo estaba brillantemente
iluminada, y el amo estaba allí muy tranquilo [...] y los nues­
tros se detuvieron [...] era el amo [...] Y entré. Eres tú, me
dijo, muy tranquilo [...] Era yo, sí soy yo, le dije, el buen es­
clavo, el fiel esclavo, el esclavo esclavo, y de súbito sus ojos
fueron dos alimañas asustadas en días de lluvia [...] Lo herí,
chorreó la sangre: es el único bautismo que recuerdo.

No, no podemos imaginar esto en boca de ningún revolucio­


nario europeo. Podrá haber palabras parecidas, casi textuales; po­
drá haber otras declaraciones que hagan pensar en la violencia de
ésta, pero lo que es imposible imaginar o encontrar allí es la terri­
ble experiencia humana que esto supone. Para ello sería menester
ser el colonizado y Europa nunca lo fue en el sentido cabal de este
término. Por eso no debemos confundir las luchas entre burgue­
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a
I

ses y proletarios europeos (aun las más cruentas) con la tremenda


crueldad y redención que em ergen de las palabras del africano
Césaire. Los héroes revolucionarios noratlánticos suelen ser de­
masiado apolíneos como para perder hasta tal grado la compos­
tura; para ello hubiera sido necesario un similar rebajamiento de
su humanidad y ello no ocurrió. Por esto decía otro africano, el
argelino Franz Fanón: «La descolonización es simplemente la sus­
titución de una especie de hombres por otra especie de hombres».
Así a la vez de simple, brutal y contradictorio.
Todo esto sirve también para hacem os comprender en profun­
didad el segundo de los elementos que, retomados esta vez de
M ao Tse Tung y la experiencia colonial china, Ho Chi Minh
reintroduce en el debate histórico del marxismo leninismo del si­
glo pasado; esto es, la «unidad antiimperialista» del pueblo con­
tra el opresor colonial, aun por sobre el clásico enfrentamiento (eur
ropeo) entre «burgueses y proletarios». En esto Fio Chi Minh te­
nía una entidad y una estrategia política concretas por detrás: el
Vietminh, a la vez partido político y frente popular antiimperialista.
En un informe de julio de 1939 ante la Internacional Comu­
nista, el líder chino pronunciaba estas palabras ante el estupor
de los comunistas europeos ortodoxos:

Para lograr esta meta, el partido debe esforzarse en organi­


zar un amplio frente democrático nacional. Este frente no sólo
abarca al pueblo indochino sino también a los franceses pro­
gresistas que residen en Indochina, y no sólo los trabajado­
res, sino también a los miembros de la burguesía nacional.
El Partido debe asumir una actitud inteligente y flexible con
la burguesía y tratar de atraerla hacia el Frente, ganar para
su causa a los elementos que puedan ser ganados y neutrali­
zar a los que puedan ser neutralizados. Tenemos que impe­
dir por todos los medios que se queden fuera del Frente, para
que no caigan en manos del enemigo de la revolución y au­
menten la fuerza de los reaccionarios.

Es que, cuando el objetivo es claro y la realidad colonial o


neocolonial impone la liberación nacional como programa poli-
M a r io C. C a sa lla

tico, todo sirve, incluso el enemigo y los aliados ocasionales; ¿aca­


so aquél no empeña todos sus recursos, burgueses y proletarios,
para lograr el suyo? ¿Por qué la revolución ha de basarse en el
principismo reformista? Por supuesto que no faltará algún «ul­
tra» (seguramente «ilustrado») que cometerá la imprudencia de
bautizar a esto como gatopardismo; los resultados de la revolu­
ción vietnamita (triunfante sobre tres imperialismos) no tarda­
rán en desmentirlo. Además, ¿es gatopardismo colocar todos los
elementos de una nación al servicio de la clase trabajadora? Es­
tas discusiones y estos dilemas, por supuesto resultaban muy
extraños para el pensamiento político europeo en cualquiera de
sus versiones.
La convocatoria a una insurrección general que Ho Chi Minh
redacta en agosto de 1945, es un buen testimonio ratificatorio de
esta línea de liberación nacional. En uno de sus párrafos pode­
mos leer:

En el Frente nuestros compatriotas marchan hombro con í


hombro sin discriminación de edad, sexo, religión o fortuna. J
[Y dos meses más tarde, ya en pleno curso de las operacio­
nes militares, recriminará a ciertos camaradas en estos tér­
minos]. Oponéis un sector del pueblo contra otro. No tratáis
de que los distintos sectores del pueblo se reconcilien entre
sí y puedan de este modo servir en buenos términos. En al­
gunos lugares habéis llegado al extremo de dejar campos
abandonados, provocando que los campesinos queden des­
contentos con vosotros. Olvidáis que en este momento debe­
mos unificar a todo el pueblo, que no es posible hacer distin­
ciones entre el anciano y el joven, el rico y el pobre, a fin de
salvaguardar nuestra independencia y luchar en contra del
enemigo común.

El concepto «pueblo» como unidad revolucionaria de lucha y


resistencia aflora aquí en toda su magnitud. Y lo que es intere­
sante señalar en este caso -traíd o ex profeso al d ebate- es que
esto ocurre en el interior de una ideología que se m ueve con un
concepto diferente y mucho más cerrado sobre sí misma, como
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

es el de «clase social». Lo cual es, a su vez, una prueba más a


favor de mostrar cómo el emerger político mundial de pueblos
hasta entonces explotados y postergados (en Asia, Africa y la
propia América latina, unificados luego en la denominación «Ter­
cer Mundo»), confundió a las ideologías preexistentes, aim las
m ás progresistas; exigió nuevas formas de prácticas sociales y
produjo sim ultáneamente un sano debate de ideas, al menos en
los cerebros bien intencionados de ambas partes. Efectivamente,
irrumpía una terceridad a la cual ni el capitalismo ni el marxismo
clásicos estaban en condiciones de responder rápidamente.
Desarrollar esto con m ayor profundidad nos exigirá una ma­
yor hermenéutica del concepto «pueblo» y su diferenciación con
las nociones clásicas de individuo y clase social.

3.2. Pueblo, clase e individuo: diferenciaciones


prácticas y conceptuales

Se trata ahora de precisar qué entendemos por «pueblo», de


cargar ontològica y epistem ológicam ente este concepto tan re­
sistido desde la experiencia teórica europea o norteamericana.
Para ello es útil com enzar contrastando con las nociones de «in­
dividuo» y «clase» de las que hablábamos antes.
Decíamos que, estructuralm ente analizadas, ambas recogen
la impronta de vina similar proveniencia ontològica: la metafísica
moderna de la subjetividad, que se expresaba como totalidad ce­
rrada y dominadora; del ego cogito, al yo conquisto^)¿Qué quería­
mos significar con esto? Varias cosas; en primer lugar que, den­
tro de aquella ontologia m oderna, tanto la «clase social» como el
«individuo» son residuos teóricos que se definen desde un ex­
tremo, desde un límite que las particulariza contra lo otro: el in­
dividuo, desde sí mismo; la clase social, desde la naturaleza. Lo
exterior a ellos se presenta como lo otro que debe ser incluido:
para el «individuo» se trata de incluir el mundo en su deseo,
mientras que para la clase social el mundo desaparecerá a partir
de una relación supuestamente neutra (colectiva y avalorativa)
con la naturaleza física, que disuelve al individuo en la relación.
M a r io C. C a sa lla

En segundo lugar señalamos que, constituidas estas entelequias,


ellas crecen por agregación: el individuo, reteniendo efectivamente
el «placer», con las reglas del «contrato» a su favor; la clase, en­
grosando sus filas a partir de una naturaleza cada vez más ame­
nazante. Ambos piensan su triunfo histórico (una vez más, la gue­
rra de todos contra todos) a partir de este aumento cuantitativo
del poder. Desde esta perspectiva, la «calidad» (lo específicamente
humano) es una simple consecuencia o un salto a posteriori.
Así, cerrados sobre sí mismos y creciendo por reducción y do­
minio, tanto para el individuo como para la clase, el «mundo»
no es sino un gran teatro de operaciones (siempre conflictivas)
que nos enfrenta como totalidad cerrada y agresiva, sin trascen­
dencia, y en ese juego social se agota lo hum ano y su destino. Lo
demás, lo otro, cuando aparece se lo identificará con la «ilusión»
y merece el desprecio de la praxis. Como expresamente lo dirá
Schopenhauer: el mundo es voluntad y representación (individual
en un caso, colectiva en otra):

[...] todo lo que puede ser conocido, es decir, el universo en­


tero, no es objeto más que para un sujeto, percepción del que
percibe; en una palabra: representación [...] Todo lo que cons­
tituye parte del mundo tiene forzosamente por condición un
sujeto y no existe más que por el sujeto.3

Terciando ante esto, en el seno de las experiencias coloniales


aparece el concepto de «pueblo» como una posibilidad de com­
prensión diferente del hombre, de la relación de los hombres entre
sí, de los hombres con la naturaleza y de la comunidad con su
destino. Algo habíamos avanzado a favor de la interpretación
de este fenómeno en un trabajo nuestro anterior sobre filosofía
latinoamericana. Allí presentábamos -frente al planteo clásico del
yo individual, como sede de la Filosofía- al pueblo como sujeto
histórico de un filo so fa r que in te n ta ra p en sar la tin o a m e­
ricanamente. Decíamos textualmente:

No es el individuo sino la comunidad organizada como Pue­


blo la posibilitadora y efectuadora de esa vocación de totali-
t* 4 7 fM o I *
/ c/ a
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

dad y trascendencia que se expresa como Filosofía. La co­


munidad organizada como Pueblo es el reducto primero y
último del filosofar.4

Claro que esto nos obligaba de inmediato a precisar esas ca­


tegorías (comunidad y pueblo), siempre conflictivas para la ex­
periencia intelectual europea (y no tanto para la latinoamerica­
na). Al respecto ya diferenciamos en esta obra entre comunidad
y pueblo. Definim os entonces la «comunidad» como un agolpa­
miento de voluntades individuales que, trascendiéndose en parte
como tales, organizan un modo común de convivencia y gobier­
no. Pero señalamos:

[...] cuando una comunidad produce su agrupamiento sobre


bases multitudinarias que recogen una ancestral memoria
común y el anhelo de un destino también común, nos halla­
mos en presencia de un Pueblo. Este no es otra cosa que una
memoria y un destino común, elementos que organizados
comunitariamente, dan forma a una Nación y al desarrollo
de una cultura.

Mucha agua y precisiones teóricas han corrido desde enton­


ces, pero entendemos que lo esencial estaba allí señalado y por
eso volvemos a traerlo aquí. «Pueblo» es antes que nada un con­
cepto histórico, diferenciándose así del carácter jurídico-formal del
concepto de individuo y del económico que en buena medida es­
tructura al de clase social. Un pueblo, entonces, se determina y
opera en cualquiera de sus niveles, a partir de la historia que con­
tribuye a crear, a recrear y a modificar (y que por supuesto tam­
bién lo determina y modifica). Es imposible pensar al pueblo en
abstracto, el pueblo es desde el vamos una historia determinada,
im relato que se construye y deconstruye tanto en el tiempo como
en el espacio. De aquí que las notas de una cierta «memoria y des­
tino en común» sean esenciales a su constitución. Sin ellas no hay
pueblo posible y, a partir de esta base histórica (y conflictiva, por',
cierto) que opera como originaria, en él se producen y operan di­
ferenciaciones (por ejemplo de individuos y clases sociales). —s
to>> — a J di
M a r io C. C a sa lla

Por supuesto que esto no significa plantear una especie de


armonía metafísica originaria del pueblo consigo mismo, ni tam­
poco una visión rom án tica de su tra n scu rrir h istó rico , ni
idealizaciones ideológicas de ningún tipo. Al contrario e\ conflic­
to lo atraviesa siempre de parte a parte y es precisamente como
f a l q u e se constituye históricamente, para resolverlo o encauzar­
lo, sea éste la tierra -poseída o deseada-, la dominación, la pro­
tección de sus bienes, etc.. Así, atravesado por ese conflicto y
mandato de origen, es que se constituye un(nosotros^ (plural y
abierto) que a su vez va construyendo su identidad a partir de la
memoria de ese «mandato», pero también - y he aquí una de las
génesis básicas de la libertad política- a partir de una cierta vo­
luntad de destino en com w}.
Es en el interior de esta construcción histórica, siempre in­
acabada, que aparecen y operan diferenciaciones que represen­
tan niveles de conciencia y de acción respecto de la regimenta-
ción de ese destino y esa memoria. Y es en esa práctica popular
abierta donde cada individuo, cada clase social juega su diferen­
cia, confunde su proyecto con el de la totalidad y busca, tam­
bién históricamente, su viabilización y triunfo. Algunas veces lo
logra y otras no, pero lo cierto es que, al menos en situación lati­
noamericana, está claro que las diferenciaciones individuales y
de clase jugaron siempre m uy fuertemente en ese seno macro
que es lo popular; y la conformación histórica del pueblo depen­
de a su vez del sistema de juegos y alianzas, avances y retroce­
sos, triunfos y derrotas, que sus actores principales (individuos
y clases sociales) han ido labrando en ese tejido social básico.
Así, en situación latinoamericana, los análisis en térm inos de

(
«pueblo», «individuos» y «clases sociales», lejos de excluirse se
complementan mutuamente.
Lo importante que recogemos de esa primera aproximación
son dos cuestiones: en primer lugar, el sentido histórico del tér­
mino, pueblo (un pueblo se hace, se amalgama y se realiza en el
tiempo común de la historicidad); en segundo lugar, el carácter
conflictivo de su ser histórico ya que, sobre la base de ese destino
y esa memoria en común, un pueblo siempre recrea pluralmente
ese ser histórico y busca concretarlo en instituciones, las que a
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

su vez expresan la situación concreta del poder en un determi­


nado momento. Sus mitos, sus héroes, sus artes no son sino la
expresión comunitaria de este conflicto básico y permanente.
Esta doble matriz básica en la conform ación de lo popular (su
historia y su conflictividad), genera desde el vamos otra serie de
preguntas, las que a su vez nos fuerzan a mayores precisiones
conceptuales. En efecto, si un pueblo es ante todo ima historia,
¿cuál y cómo es nuestro pueblo latinoam ericano?; ¿acaso es po­
sible una definición universal de pueblo?; ¿si pLieblo es conflicto
y búsqueda de unidad, cómo es que ésta se realiza y actúa?; ¿qué
significa pensar lo político, lo cultural, lo religioso, lo económi­
co en términos de esa historia y conflictividad popular? El pro­
blema es entonces historizar efectivam ente este concepto y for­
m ular, a p artir de esa h isto ria, la d inám ica de su peculiar
conflictividad. Esto nos perm itirá, a su vez, pensar lo latinoame­
ricano en térm ino de «pueblos», tratando así de dar cuenta
endógena de su peculiar memoria y conflictos.

3.3. La conformación histórica de lo popular en situación


latinoamericana

Debemos comenzar reiterando Lina de las pregLintas anterio­


res: ¿acaso es posible una definición universal de «pueblo»? Res­
pondemos que no, que un pueblo, por ser esencialmente histo­
ria, se define siempre en función de su específica situación (abar­
cando con este término el m arco integral del transcvirrir históri­
co que va desde la geografía a la cultura, desde la naturaleza
hasta las instituciones). Un pueblo se define siempre a partir de
una situación y de su inserción en ella. Por el contrario, uno de
los errores comunes al individualism o liberal y a cierto marxis­
mo orto d o xo , co n sistió en d e fin irlo a p artir de sup uestas
invariantes que trascenderían las situaciones y que podrían así
ser captadas desde una supuesta «objetividad» científica: el «de­
seo de placer» en un caso (común a todos los hombres y a todos
los tiempos, según el liberalism o); o la «posesión de los medios
de producción», en el otro. Ni Lino ni otro advierten que el pa-
|>x\\o 1<a\'A3
Án r'P ■O
rY'A'. O
M a r io C. C a sa lla

trón de medida que utilizan es, a su vez, histórico y, por lo tanto,


no universalmente válido ni necesariamente cierto; a no ser des­
de la pura ideología, donde todo puede llegar a ser probable y
hasta justificable.
Ahora podemos precisar nuestra pregunta: ¿cómo se com po­
ne un «pueblo» y cómo se pertenece a él en situación histórica
latinoamericana? La respuesta a esta pregunta, que además es
siempre provisional y abierta, supone la formulación de una his­
tórica y de una dinámica latinoamericanas capaces de dar cuenta
de este concepto y de sus transformaciones, en nuestra peculiar
situación continental. Aquí sólo apuntaremos algunas conside­
raciones en esa dirección.
Comencemos por la primera parte de la pregunta: indagar por
-e\ qu iéii)iel pueblo latinoamericano, requiere aclarar cuál es la
situación que lo conforma. Está claro que, estructuralmente ha­
blando, hay dos notas distintivas y muy básicas en su partida de
nacimiento: un corte violento de su peculiar historicidad (es de­
cir, en la autodeterminación de su ser) y el menoscabo de su hu­
manidad, proceso en virtud del cual ésta se dará -d e allí en m ás-
por la participación en la del conquistador («ser-como»).
A estas dos notas es necesario agregar, como una tercera ma­
triz básica, la permanente resistencia a la opresión (voluntad de
liberación) que el latinoamericano ha ejercido desde siempre y
bajo diferentes vías y proyectos históricos. De manera tal que
América latina es sim ultáneam ente las dos cosas: tierra de la
opresión y de la dominación, por un lado, pero también de la
consecuente voluntad liberadora, por el otro. Y es precisamente
a partir de esta dialéctica básica (dependencia/ liberación) des­
de donde debemos pensar el proyecto de «pueblo» y su rica di­
námica histórica en situación latinoamericana.5
Desde aquí mirado, lo popular, el pueblo, se conforma siem­
pre como el oprimido o el avasallado que, no obstante, busca
liberarse; que ejerce, como históricamente puede, el «resto» de
libertad que todavía posee. En este sentido es que decimos que
un pueblo -correctamente considerado- es siempre el exterior del
sistema estatuido; sistema con el cual se relaciona negativamen­
te (padecimiento/voluntad de liberación). Y como alteridad críti-
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

en con el sistema estatuido, siempre es de alguna manera «revo­


lucionario», por cierto qtie en diferentes grados y estilos, según
las circunstancias. Pero lo importante es esto: en el pueblo mora
siempre la posibilidad cabal de crítica a lo estatuido (revolución),
cuando esto es la injusticia en cualquiera de sus múltiples más­
caras. El pueblo se define, entonces, como la alteridad del siste­
ma y se constm ye históricamente desde ese espacio crítico que
aquélla posibilita.
A sí el pueblo latinoam ericano comienza siendo el aborigen (el
indígena) que, arrasado primero y esclavizado después, se resis­
te sin embargo al caballero español conquistador (al «sistema»).
Son los millares y millares que siguen a Túpac Amaru («padre
de todos los pobres y de todos los m iserables y desvalidos»), que
marchan sobre el Cuzco predicando arengas proféticas (los que
muriesen en esa guerra resucitarían para disfrutar las riquezas y
felicidades que el español les había arrebatado), que comparten
victorias y derrotas unidos, que en manos de uno de sus jefes
traiciona al caudillo (las contradicciones y la conflictividad de lo
popular) y que, finalmente, en la figura de su líder se planta frente
al visitador Areche -y a en el calabozo de la cárcel- y responde a
las prom esas de libertad a cambio de la delación de sus herma­
nos: «Aquí no hay más cómplice que tú y yo; tú por opresor, y
yo por libertador, merecemos la muerte». Indígena que no que­
dará del todo atrás en el tiempo, sino que renacerá en partes de
nuestra América, cada vez que llega el «tiempo oportuno», su
kairós. El reciente resurgimiento zapatista en México es prueba
de estas irrupciones; pero cómo olvidar también cuando en 1969
el presidente Velazco Alvarado, del m ismo Perú que desvelara a
T ú p ac A m aru reco g e su voz (a la que llam a «in m ortal y
libertaria») y finaliza su célebre m ensaje de la reforma agraria
en el Perú moderno, con la célebre arenga de 1781: ¡«Campesi­
no, el patrón ya no comerá más de tu pobreza!».
Por sobre los despojos del indígena y los hijos de los conquis­
tadores nacerá el criollo. Segunda forma básica del pueblo lati­
noam ericano qué - a través de sus diferentes expresiones- parti­
cipa de la guerra contra los realistas, com bate en los ejércitos de
la Independencia sudam ericana bajo las órdenes de San Martín
M a r io C. C a sa lla

y Bolívar, recorre semitriunfante la América Hispánica (mientras


el imperio inglés aguardaba su turno) y logra su primera forma
de libertad (precaria, neocolonial y negociada). También serán
criollas las elites de turno que ocuparán el viejo aparato colonial
español (usufructuando la victoria del gaucho en los campos de
batalla), la m ayoría de las veces con una ideología liberal-
ilustrada (moderna) que, a poco de andar, se volverá contra los
intereses del mismo pueblo que la ha llevado al poder. Una vez
más el Imperio de tum o explotando las «contradicciones en el
seno del pueblo», como el lugarteniente de Túpac Amaru que
entregó a su jefe, y otra vez el pueblo relegado por el sistema,
criollo ahora, y de aquí en más, abiertamente explotado por uno
de sus propios estamentos, la elite ilustrada local, que jugará tam­
bién reiteradamente el papel de intermediario de los sucesivos
imperialismos (británico, norteamericano, «global» finalmente).
Es en este momento, entonces, donde se institucionalizará otra
dicotomía básica que signará el posterior devenir de lo popular:
lo oposición entre pueblo y elite. El cuadro se forma ahora - y de
aquí en m ás- con tres elementos: el pueblo, la elite intermediaria
(criolla) y el imperio dominante de tumo. La combinación, siem­
pre fluctuante, de estos tres protagonistas, signará el acontecer
continental. Más adelante nos referiremos a estas interrelaciones,
cuando consideremos la «dinámica» del concepto pueblo, pero
por ahora seguiremos un poco más con la faz «histórica» del
mismo.
/ Alejado ya de la conducción central de las emergentes nacio­
n e s sudamericanas, encontramos ahora al pueblo refugiado en
(los respectivos interiores provinciales. Las ciudades tradiciona­
les y el poder central han sido ya ocupadas por aquellas elites
criollas, que son ahora propiamente los ciudadanos; el resto es
chusma, «pueblo» o vulgo, que hay que educar para «incorpo­
rar a las sociedades modernas». Es el tercer.gran momento his­
tórico del pueblo latinoamericano al que, siguiendo en esto una
denominación argentina, llam arem os «federal». El pueblo es
ahora el pueblo federal q u e conducido por sus caudillos defiende,
contra l a e l i te; la causa de la Nación. Es el pueblo que sigue a
Juan Manuel de Rosas en Buenos Aires (haciendo una primera
OTL^’ h ,.^ ! 2. OaJ ^ ^ 'L- ^ ^ ■í )

Cs-vN c í j , o ) ú¿> w \ A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

experiencia masiva del poder), al Chacho Peñalosa y a Facundo


Quiroga en La Rioja, a José Artigas en la Banda Oriental, a López
Jordán en la Mesopotamia. El m ismo pueblo que, después de la
derrota en la batalla de Caseros, prefiere m orir antes de entre­
garse al puerto unitario o complicarse en el genocidio de la Gue­
rra de la Triple Alianza (Argentina, Brasil, Uruguay) contra el
pequeño Paraguay Su divisa es clara: la Federación, es decir una
asociación de pueblos libres para constituir, a partir de ella, una
nación soberana; sus enemigos también: las elites que negocian
sus propios intereses y el imperio de turno que les pone precio.
En esto se sigue la ancestral mem oria del indígena frente a
los adelantados y del criollo frente al realista. Así, al menos en la
América del Sur, los denom inados procesos de «organización
nacional» (o sea, de estructuración de los respectivos aparatos
estatales m odernos, aminoradas las guerras civiles que siguie­
ron casi inmediatamente a las luchas por la Independencia) sig­
nificaron para los sectores populares una nueva expulsión del
sistema y un nuevo arrinconam iento en la alteridad crítica de
los marginados. La tarea de alcanzar una plena ciudadanía políti­
ca es, en la mayoría de los casos, una tarea todavía pendiente.
¿Qué nos deja en concreto esta «histórica» que sumariamente
recorrimos? Mucho, para precisar m ejor el concepto que tene­
mos entre manos. En prim er lugar, que el pueblo es una configu­
ración histórica concreta y que, en consecuencia, no se puede deci­
dir a priori ni su com posición definitiva, ni sus sucesivos avata-
res; la consideración «dinámica» que seguirá a esta histórica, lo
ampliará. En segundo lugar, que en esto que denominamos pue­
blo, se sintetiza la historia viviente de una comunidad, es decir,
de una cierta m em oria y una cierta intuición de destino en c o ­
m ún. En nuestro caso peculiar de am ericanos del sur, esa conti­
nuidad racial y cultural no ajena al resto de América latina, que
va desde lo indígena a lo ciudadano, pasando por lo criollo y lo
federal. En tercer lugar, que esa unidad histórica y sintetizadora
(el puebloTlo popular) es, a la vez, conflictiva y compleja. Produc­
to de su c o m p o s ic ió n m ú ltip le , en el té rm in o «p u eb lo »
englobam os toda la conflictividad liberadora de una sociedad en
un momento dado. Grandezas y miserias, lealtades y traiciones,
M a r io C. C a sa lla

enterezas y renunciamientos se dan en el curso de su dinámica y


constihiyen los avatares de su juego (agón) político y cultural. O
sea, los pueblos no son solamente «los buenos» de la película -
para decirlo en un lenguaje llan o- correspondiendo siempre a
«otros» el p ap el de v illa n o s , tal com o p a re c e n cre er los
«populismos» demagógicos de tum o, o ciertas visiones idílicas
y románticas, tan «europeas» ellas mismas. Al contrario, «lo mejor
y lo peor» (en términos éticos) se dan cita o conviven en el inte­
rior de un pueblo histórico determinado. ¿O acaso a su manera
no era también parte del pueblo el lugarteniente que entregó a
Tiipac Amaru a manos de los conquistadores; o la elite criolla
ilustrada que negoció la sangre del gaucho; o las respectivas oli­
garquía centrales que ahogan a sus propios connacionales del
interior postergado? Precisamente, de esta conflictividad, de esta
ambigüedad de lo popular, está hecha la historia de nuestra
América latina. Al mismo tiempo, de la resolución correcta (aun­
que siempre abierta) de esas contradicciones endógenas a lo po­
pular, depende en buena medida su posibilidad de integración
nacional y regional.
El pueblo como unidad conflictiva y su historia como lenta
conformación de la nacionalidad son dos conceptos, a nuestro en­
tender fundamentales, para entender qué pasa realmente en Amé­
rica latin a. Esto a su vez nos p erm itiría sup erar, tanto el
principismo teórico (que decide a priori quién es el pueblo y qLié
debe hacer), como la falsificación histórica de los «liberalismos»
locales (en realidad, neoconservadorismos) que reducen nuestra
temporalidad histórica a la voluntad de las elites dirigentes, como
si el pueblo fuese Lin mero eco o Lin pasivo y dominado especta­
dor. Muy por el contrario, de esa rica alteridad suya (radical para
con lo instaurado) depende la creatividad política, social y cultu­
ral de ima nación. El «pueblo» es en nuestra específica situación
latinoam ericana (y acaso tam bién en buena parte de un orbe
tecnificado y superexplotado) la mirada atenta que testifica con
su propia existencia la injusticia de la totalidad cerrada erigida
ahora en «sistema» global. El testigo benjaminiano o aquel «res­
to» insistente tan significativo en la tradición bíblica.6
En cuarto lugar, otra nota distintiva que nos permite destacar
A v v ìi f>V*U&
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

nuestra histórica, es que el pueblo es siempre la mayoría de una


nación y que, precisamente por eso, es en él en quien se sustenta
y quien anhela, aun con todas sus contradicciones inmanentes,
el bien común de una sociedad, su capacidad de autodetermina­
ción, su liberación. Si repasamos con atención y sin prejuicios la
historia de América latina, veremos que fueron los pueblos (y
no las elites) los verdaderos protagonistas de los cambios decisi­
vos. Por el contrario, como es obvio tanto las elites gerenciadoras
como los sucesivos imperios de tum o poco y nada intentaron
cambiar; su problema era (y es) exactamente inverso: conservar y
- s i se pu ed e- incrementar, no cambiar.
Esto, a su vez, nos perm ite introducir en nuestro análisis una
nueva distinción. Como la consideración histórica lo ha mostra­
do reiteradam ente, en nuestra situación latinoamericana a un
pueblo determ inado (a una mayoría) se le ha opuesto casi siem­
pre una elite local (una minoría) que interpreta el pasado y el
destino de la comunidad de acuerdo con sus intereses de sector
privilegiado. Esta minoría, que en los comienzos coloniales co­
incidió con el invasor extranjero, en general a partir de media­
dos del siglo xix fue asumida por cierta porción de la misma po­
blación am ericana, negando los intereses de las mayorías, para
lo cual invocan casi siempre diferentes y «loables» causas (atra­
so/progreso; civilización/barbarie, etc.). A partir de esta posi­
c ió n de p o d er, te rm in ó e rig ié n d o s e en d esp reciad o ra y
dominadora de sus propios connacionales, a la vez que en una
suerte de «guardia pretoriana» de esos intereses, con los que bus­
có además com patibilizar siempre los suyos. Evidentemente se
trata de un sector de lo popular con rasgos y funciones muy pe­
culiares, que no puede ser confundido con el resto; sector por lo
demás de importancia decisiva en la comprensión de los fenó­
menos políticos latinoamericanos.
A esta minoría específica, que surge del propio pueblo y que
sin embargo lo traiciona en sus intereses mayoritarios (libera­
dores), la denominaremos «antipueblo». Es cierto que participan
del pueblo, pero negándolo en su proyecto autodetermmador, cas­
trándolo en su identidad nacional y social. Su presencia es una
constante en casi todas las situaciones coloniales o neocoloniales
M a r io C. C a sa lla

y una de las armas más efectivas y económicas con que los im­
perios contaron para triunfar y «aminorar costos». Se trata de
utilizar en contra de lo popular vina parte de su propia energía,
de su propia vida: de ocupar la nación -paradójicam ente- con una
porción de sus propios hijos. En la transición colonial del brutal ca­
pitalismo salvaje de los prim eros tiempos a uno más «democrá­
tico» y hasta participativo, ese sector local específico (el deno­
minado «antipueblo») desempeñó siempre un papel fundamen­
tal. Por eso no podemos ni debem os ignorarlo ni minimizarlo,
aunque su denominación teórica pueda chocar a oídos más fi­
nos o despierte tantas inquietudes como el término que niega
(pueblo). Sin embargo, con ese u otros nombres, todos aquí sa­
bemos (o sospechamos) de qué se trata.
Al mismo tiempo apuntemos que de su recuperación para la
causa popular (o sea, de su posible reintegro al proyecto de la
mayoría), o bien de su neutralización política, económica y cul­
tural, dependió y depende en buena medida el triunfo de los
proyectos auténticamente populares y democráticos latinoame­
ricanos.

3.4. Dinámica del concepto de pueblo

La consideración dinámica del concepto de pueblo (o sea su


conform ación y transform aciones en determ inada coyuntura
h istó rico -p o lítica), es lo que ahora in ten tarem os, tam bién
sumariamente, partiendo de las notas fundamentales que nos ha
proporcionado la anterior «histórica». La encararemos a su vez
desde dos puntos de vista: uno general, es decir, teniendo en
cuenta el conjunto teórico del proceso político, y otro más espe­
cífico que buscará explicitar su funcionamiento en distintas co­
yunturas posibles.
Habíamos señalado que el proceso liberador tiene siempre por
sujeto positivo al pueblo y negativo al imperio o metrópoli colo­
nial de tumo. Pero si ahora introducimos una distinción en el
término «liberación», el panorama se nos irá aclarando. En efec­
to, si bien la liberación es un proceso integral (humana y política-
L a W / C < . ( .C t f 'ó A C, c V O vi ¿I * Í O u M ' - . •£>'í «

A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

m ente hablando), sin embargo podemos distinguir dos aspec­


tos: uno nacional y otro social, ambos presentes en la coyuntura
continental latinoamericana.
La liberación nacional es el proceso de independencia (políti­
ca, cultural y económica) de sus naciones respecto de una po­
tencia extranjera. Estos procesos en América latina se aceleraron
a partir del siglo xix y, a pesar de los logros evidentes, están lejos
de haberse concluido. Si bien en la región prácticamente no exis­
ten colonias, en el sentido tradicional de este término, la depen­
dencia económica y financiera respecto de los grandes centros
de pod er in tern acio n al, es in d iscu tib le y estructuralm ente
condicionante de sus endebles regímenes democráticos.7
Por otro lado, la liberación social es un proceso interno en la
vida nacional, en pos de la justicia y la igualdad política para
todos los sectores de la comunidad, sin distinciones ni privile­
gios; es decir, el renovado anhelo de suprimir a nivel interno la
vieja dialéctica colonial de explotados y explotadores, correlati­
va a nivel externo con la de dominados y dominadores. Sobra
decir también en este caso que, a pesar de los avances obteni­
dos, las asignaturas pendientes son formidables8 Y es lógico que
así sea, ya que resulta muy difícil, cuando no imposible, el logro
de la justicia social y de la igualdad política ciudadana, en na­
ciones dependientes y empobrecidas. Por supuesto que la expec­
tativa de liberación abarca a ambas, que la una es correlativa de
la otra y que el proceso no se da sin su realización sucesiva o
simultánea.
Sin embargo, esta distinción entre lo nacional y lo social, nos
permitirá precisar mejor la dinámica que se establece entre los
diferentes actores y cómo ésta va cambiando complejamente. Así
por ejemplo, cuando el dom inador (el sistema) es el imperio ex­
tranjero sin más que ocupa militarmente el país, el pueblo es prác­
ticam ente la nación en su conjunto. Sin mayor distinción de
banderías y postergando muchas veces específicos intereses sec­
toriales, vemos constituirse al pueblo con diferentes formas y fi­
guras políticas. En el caso específico latinoamericano, éstas van
desde los grandes levantamientos indígenas y campesinos, a las
guerras de guerrillas contra los ejércitos invasores o a los más
M a r io C. C a sa lla

modernos frentes nacionales de resistencia antiimperialista, de


las más variadas formas y colores, y todas expresan una volun­
tad liberadora.
En cambio, cuando el sistema de opresión es asumido por ima
oligarquía nativa (esa elite intermediaria que, como vimos, fun­
ciona a la manera de un «antipueblo»), la conform ación de lo
popular varía. Pueblo son ahoxa losjrabajad o res. es decir, el con­
junto de los explotados y marginados por esa oligarquía local,
jConcepto, como se advertirá, ^distinto del tradicional «proleta­
riad o» y más adecuado, creemos, a la realidad dependiente típica
de América latina. En este caso son trabajadores,jno sólo los obter
ros asalariados sino también el conjunto de las fuerzas nacionales
productivas dispuestas a enfrentar ese proceso de empobrecimien­
to y decadencia nacional y regional. En estos casos, la forma de
expresión política más frecuente en la América latina contempo­
ránea han sido los dcnom inados..pnrtidos nacionales de composi­
ción más bien policlasista, aunque con fuerte presencia obrera y
cam pesina; con program as an tiim p erialistas, pero a su vez
gradualistas y adaptados a una negociación realista con las me­
trópolis de tumo; de fuerte contenido social y reivindicativo pero
sostenedores en general del sistema democrático, en contra de
los reiterados y sempiternos «golpes» militares que asolaron la
región y terminaron casi siempre aliados con aquellas oligarquías
locales; en cualquiera de los casos, m uy atentos a sus propios
tiempos y a la necesidad de acum ular un poder social capaz de
equilibrar y eventualmente term inar las revoluciones regionales
comenzadas e inconclusas. El caso del APRA peruano, el MNR
boliviano, el Justicialismo argentino, el Frente chileno fueron -a
pesar de sus diferencias- indicadores de ese estilo común: na­
cional, popular y antiimperialista. Nada tradicionales por cierto^
y por eso mismo tan difíciles de com prender para estudiosos eu­
ropeos o norteamericanos, en quienes muchas de estas palabras
dicen o quisieron decir otras cosas. Sin embargo, de nada servi­
ría -a la manera de Procusto- reducirlos a su propio tamaño. Aun
para la crítica, es im prescindible una comprensión endógena de
todos estos procesos.
Esto nos obliga a insistir más con el concepto de situación, clave
A m é r ic a l a t in a é n p e r s p e c t iv a

en el arm ado de cualquier tipo de pensamiento que se precie de


tal. Dado qLie hasta aquí lo venim os aplicando de hecho, nos
parece oportuno cerrar esta segundo interludio filosófico refirién­
donos a esa noción de sitLiación.

4. H a c ia u n a l e c t u r a c u l t u r a l m e n t e s it u a d a

Cuando se está dispuesto a aceptar el reto que supone hacer


de la situación un tema explícito, el pensam iento que así lo hace
-n o sin incomodarse, claro está - asume la figura de un perro que
se m uerde la propia cola.
¿Cómo hablar de un concepto que es, a la vez, el punto de
partida y de llegada de todo discurso? La situación acompaña al
pensam iento desde todos los lugares. Es en parte aquello que
los medievales tanto discutieron bajo los nombres de status viae
(la situación en qiie efectivamente nos encontramos ahora, pero
que a su vez no es sino el pasaje o la transición entre dos mun­
dos) o el status termini (la situación final, en el sentido rico y com­
plejo de punto en que se concentra todo el movimiento). Pero
siempre el status, la situación, aqLiello que a la vez alberga y limi­
ta m iestro ser en el m undo; m al tan insondable como necesario,
marca en el orillo de nuestra muy hum ana realidad.
¿Cómo caracterizar en abstracto, algo que no es «objeto» sino
el darse de toda objetividad posible?, para decirlo esta vez en tér­
minos tan kantianos como angustiantes. Porque sin lugar a du­
das, la asunción de su situacionalidad es siempre un puñetazo
en el rostro tanto para el pensam iento con vocación de absoluto
como para su sujeto, fervorosamente libre. Algo con el que am­
bos, pensam iento y sujeto, deberán contar aun como «obstácu­
lo» para llegar a ser aquello que ya se es (Hegel); resistencia que
nos toma de las solapas y nos impide desde el vamos proclamar
la victoria, el desarraigo, la no determinación, la ilusión en fin
de L in espíritu sin máculas.
Muy por el contrario, el desarrollo problemático del concepto
de situación obliga a que el discurso analice su propia posibili­
dad, recorra sin disimulo sus bordes y desde ellos (y con toda
M a r io C. C a sa lla

humildad, gnoseológica e histórica) reescriba sus límites y sus


diversos sentidos, ganando así -paradójicam ente- auténtica uni­
versalidad.
Y si hay un tipo de discurso que visceralmente se ha resistido
a este baño de humildad, sin dudas es el de la filosofía académi­
ca. Mañosa y reiteradamente comprometida con im tipo de uni­
versalidad tan impoluta como impune, tan hipócrita como vio­
lenta, cree haberla superado subsumiéndola en la categoría de
«accidente».
Por eso preferimos ahora partir no de un análisis categorial y
abstracto de la noción de situación sino de una caracterización
del status del discurso (en especial del que se ha caracterizado
como filosófico-científico) y a partir de allí, retom ar al concepto.

4.1. Reflexión y situación

Partimos de una afirmación: toda reflexión, todo discurso,(toda


lectura de lo real (hasta la aparentemente más abstracta y, por
supuesto, la filosófica) está situada. Esto es, sus límites le perte­
necen y no le pertenecen, su objeto le es propio y también dado;
su originalidad nunca es absoluta, ni tampoco su pretensión de
objetividad, imparcialidad y universalidad.
Y, lo que es tan im p o rtan te com o esta afirm ació n , esta
situacionalidad no es algo negativo, ni un defecto a superar sino, muy
por el contrario, es su chance, su posibilidad más originaria, su
oportunidad de ser. Es ese «espacio» que a la vez contiene y ge­
nera, al cual Platón, por ejemplo, aludió con la palabra kóra, re­
clamando para ese tercer género (ni sensible, ni totalmente inte­
ligible) un p en sam ien to (n ó u s) cap az de co m p ren d erlo y
expresarlo. Singular topología donde el pensamiento, asumiendo
su situacionalidad, encuentra (ahora sí) ese status que la dicta­
dura de lo absoluto y el reino de la universalidad abstracta, pro­
meten e imposibilitan con el mismo fervor.9
Pero volvamos sobre lo central de nuestra línea argumental.
Toda reflexión está situada -la que investiga y la investigada, la
que mira y la que es m irada- y es desde esta situación concreta
5 v( n o ti Ax J c c J r l( Ú VI ^ ^ °^ v a

A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

como se establecen y se abordan los hechos. Se trata así de una


doble situacionalidad: la del investigador frente al hecho (en el
doble sentido que esta palabra tiene) y la de él con respecto a sí
mismo. No hay investigadores ni hechos aislados y el problema
de la búsqueda de la «pureza» o de la «objetividad», en el senti­
do casi religioso con que este término es pronunciado en el cre­
do positivista y neopositivista, es tan ingenuo como imposible.
Ya Husserl a su manera había advertido la singular Krisis a
que dicho credo positivista habría de llevarnos: «Meras ciencias
de hechos hacen meros hombre de hechos». Y en el borde mismo del
Holocausto (1935) -después de comprobar que «justamente los
problemas que ella (la ciencia positivista) excluye por principio
son los problemas candentes para los hombres entregados a re­
voluciones que ponen en juego su destino, en nuestros tiempos
infortunados»- se preguntaba angustiadamente: «¿Qué tiene la
ciencia que decim os sobre la razón o la sinrazón, sobre noso­
tros, los hombres en tanto sujetos, de esta libertad?» Evidente­
mente poco. A no ser que Auschwitz se tome como la bm tal res­
puesta de una racionalidad así unilateralizada.10
Pties bien, asum am os entonces decididam ente la situacio­
nalidad, su singular topología. Veremos que todo pensar (lo ad­
vierta o no lo advierta; lo asuma o no lo asuma) es un pensar de
y desde una situación (a la vez, personal e histórica) y que ésta lo
realimenta permanentemente.
Esto no significa, ni siquiera aproximadamente, que el hecho
deba ser reemplazado por la situación. Muy por el contrario, lo
que sí queremos significar es la imposibilidad de abstraer la si­
tuación, de quitar del medio -sin más y bajo el benemérito man­
to del «rigor científico»- la estructura dentro de la cual algo es lo
que es.
No negam os la posibilidad de esta operación -practicada por
lo demás hasta el cansancio-; lo que sí negamos es la validez de
las respuestas o conclusiones a las que arriba esta suerte de in­
sistente literatura fantástica y totalitaria. De esta manera, la tan
mentada neutralidad, objetividad y desinterés cuasiahistóricos,
con que cierto pensam iento insiste en presentarse todavía, son
algunas de las cosas que en ciencia y filosofía hay que volver a
M a r io C. C a sa lla

pensar seriamente. Es que no hay ciencia pura, si por tal se en­


tiende incontaminada y al resguardo de los vaivenes de la histo­
ria y la facticidad (lo cual a su vez replantea las relaciones entre
ciencia e ideología); ni hay aproximación objetiva si por ello se
entiende la carencia de toda proyección o influencia de valores
personales y sociales sobre los investigadores, las teorías o los
sistemas; ni hay consideración desinteresada, porque nadie más
interesado y situado que el sujeto humano.
Si partimos entonces del reconocim iento de la inextirpable
situacionalidad de todo pensar y de toda lectura, el compromiso
entre el pensamiento y lo real no puede ser escamoteado ni mi­
nimizado a mero accidente, o circunstancia. Por el contrario, de­
beremos revalorizarlo e incorporarlo a nuestros análisis. Sin
embargo, como señalábamos, y muy especialmente para el caso
del discurso filosófico, es común que esto no ocurra. Ese pensa­
miento que pretende desertar de su kóra, de su espacio, se toma
ora bastardo, ora historizante, conformando dos estilos que -au n ­
que más no sea brevem ente- caracterizarem os aquí, como pró­
logo a nuestra propia propuesta de una lectura culturalmente si­
tuada.
Se trata, com o decíam os, de dos estilos de reflexión que
distorsionan o mutilan gravemente las relaciones ricas y com ­
plejas entre el concepto y lo real, con las consecuencias teóricas
y prácticas que de ello se derivan. El pensamiento bastardo es un
estilo de reflexión que ha renegado de su situación y que así lo­
gra, mediante im puro trabajo de abstracción ideológica, confor­
mar vina svxerte de enteleqviia incolora y aparentemente univer­
sal, qvie suele hacerse pasar por «la» verdad. Al haber renuncia­
do -deformándose a sí m ism o- a asum ir su propia situaciona­
lidad, este pensamiento bastardo se instala en un autoerigido
«olimpo» y se considera más allá de las circunstancias y la tem­
poralidad. En este tipo de discurso monadológico, lo histórico,
lo situacional, lo encarnado entra -cu and o entra- en calidad de
anécdota o pasatiempo, no m ás; algo que viene a interrumpir,
inoportunamente, el largo monólogo trascendental de las ideas
consigo mismas.
Paul Nizán, en Adén Arabia, ha caracterizado con ironía y agvi-
\ , h> ¿'-t V» v
/ y.
\ V\i V^-v-x l/^vAÍl
A m é r i c a l a t i n a e n p e r s p e c t iv a »

deza el ejercicio del pensamiento desde esta perspectiva (bastar­


da, sin filiaciones), con estos términos:

[...] presentan ideas bien constmidas, teorías sutilmente ela­


boradas sobre la psicología, la moral y el progreso [...] Son
bonachones: dicen que la verdad se capta al vuelo, como un
pajarito inocente. Emiten mensajes sobre la paz y la guerra,
sobre el futuro de la democracia, sobre la justicia y la crea­
ción de Dios, sobre la relatividad, la serenidad y la vida es­
piritual. Componen vocabularios porque entre todos han des­
cubierto una proposición importante: una vez que los térmi­
nos estén correctamente definidos, los problemas dejarán de
existir. Entonces se disolverán en el aire: ni visto, ni conoci­
do, plantearlos será resolverlos.

Claro que ésta es la versión m ás pacífica - o «bonachona»,


como la llamaba N izan - del pensam iento bastardo; más propia
quizás de ciertas variantes espiritualistas de comienzos de siglo,
que tanto él com o dos de sus condiscípulos ilustres (Sartre y
Merleau-Ponty) habían sufrido en l'École Normal de París. Pero
existe también su rostro guerrero y militante. La versión científi­
ca positivista y neopositivista de este cierre de siglo, suele ser
m ucho m enos bonachona y tolerante con los «réprobos» que
monsieur Lalande. La guerra a lo que ellos llaman «relativismo»
ha endurecido los rostros y los discursos de quienes sienten sus
racionalismos y objetividades asediadas desde diversos flancos;
e n to n c e s s í qu e lo s d is c u rs o s se v u e lv e n m u cho m en os
com unicativos, plurales y dem ocráticos de lo que aconsejaría
hasta la propia prudencia política y académica. Las pasiones,
como era previsible, term inan desacomodando los peinados.
En el otro extremo del espectro - y precisamente por eso se
tocan - está lo que denominamos pensamiento historizante. Lo pro­
pio de este tipo de reflexión es su pretensión de explicar un he­
cho determ inado por el ciim ulo cíe B a to s colaterales que lo
circunscriben. Tratándose de un pensador o de ima teoría cientí­
fica, por ejemplo, adjuntará datos biográficos, de época, políti­
cos, económicos, religiosos, todo ello con la pretensión de que
M a r io C. C a sa lla

ellos -por sí mismos y por sí so lo s- «expliquen» determinada


tarea especulativa. Así, el hecho se pierde en su contorno, el tex­
to en el contexto, la singularidad concreta en la generalidad abs­
tracta. Exactamente al revés que el pensamiento bastardo, des­
emboca en el mismo resultado: el empobrecimiento tanto de lo
real, como del concepto. Si en el caso anterior nos hallábamos
ante una ausencia total de situacionalidad, en éste nos encontra­
mos ante una versión deficitaria de la misma.
Superar ambas, requiere que nos adentremos en un concepto
positivo y diferente de situacionalidad.

4.2. Sobre el co n cep to de situ a ció n

En efecto, la situación no es para nosotros el conjunto prefa­


bricado de circunstancias que rodean a un hecho (una obra, un
autor, una idea), sino que proponemos un quehacer intelectual
diferente. Situar un pensam iento es com prenderlo dentro de
aquella estructura histórica (es decir, no meramente formal) en
relación con la cual el pensamiento se expresa y dentro de la cual
adquiere su especificidad.
Y esto nos coloca ya en la dirección que nos interesa: el con­
cepto de «lectura culturalmente situada» que -apoyada a su vez
en la noción de lo «universal situado»- venimos proponiendo y
trabajando en las últimas décadas.11
Pero si situar es comprender en la estructura, ésta nunca se da
a priori, ni junto al hecho. Es una de las tareas fundamentales de
la crítica es, precisamente, delimitarla y plantear sus alcances e
importancia en relación con el dato concreto que se interroga.
Además, no ha de ser confundida con el simple conjunto de he­
chos concomitantes; antes bien, será advertida como el horizon­
te de sentido contra y a partir del cual opera un determinado
pensamiento o actividad.
Todp_pensamiento es un discurso situado, esto es, todo pensa­
miento es discurso de una determinada situación, tanto como su
trascendencia y voluntad de superación. El pensam iento es así
un modo determinado de la praxis, por lo que nunca es simple­
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

mente teorético o puro, y se caracteriza por afirmar y negar, a la


vez, el espacio (topos) histórico-vital dentro del cual se compren­
de, en el doble sentid o del térm ino. U tilizando un térm ino
sartreano (y antes heideggeriano) adecuado para este caso, po­
demos decir: todo pensamiento es un pro-yecto, es decir un in­
tento siempre renovado de comprender (trascendiéndola, a su
vez) determinada situación de origen.
Positividad y negatividad, lo califican por igual: «negativo»
con respecto al punto de partida, pero siempre «positivo» en su
despliegue hacia el acontecimiento que pretende hacer nacer. Y
la originalidad de la tarea propiamente especulativa se juega en
eso: en esá «trascendencia» respecto del origen.12
Pero si este doble m ovimiento (de afirm ación y negación, de
totalización y trascendencia) es lo que caracteriza a todo discur­
so situado, la noción misma de situación encierra también una
rica ambigüedad. Es lo dado Ten tanto m atriz y punto de parti­
d a - pero también lo por alcanzar. Y en esta ambigüedad siempre
abierta e irresuelta se construye la historia y el pensamiento se
reencuentra con ella. Se construye (constituye, diríamos mejor
dicho) la historia, porque de esta manera la situación se abre per­
m anentem ente desde sí misma hacia lo otro, que la de-forma y
sim ultáneamente, la con-forma (o sea, la hace acontecimiento). Y
el pensam iento se reencuentra con ella por asumir ese vaivén
que lo expresa y lo mediatiza (es decir, lo torna estructura y pala­
bra). De esta manera, en la situación se reencuentran la historia y
el discurso, el pensam iento y lo real.13
Y así com o la situación no es una estructura formal, tampoco
es una suerte de ente explicatio que desde lo «general» explica lo
«particular»; ni representa las «condiciones objetivas» a las que
cierto positivismo y m arxismo (del siglo pasado, pero también
de éste) aluden cuando desean explicar por qué las cosas suce­
den tal como suceden. Aquel juego señalado de totalización y
trascendencia, de singularidad y alteridad, de vaivén entre lo
fá ctico y lo h ip o té tic o , no p u ed e v o lv e r a ser redu cido a
«universalism os, trascendentalism os, ni estm cturalism os» de
nueva o vieja especie.
Es necesario proteger y defender con vigor esta bocanada de
M a r io C. C a sa lla

aire fresco, que una lectura culturalmente situada vuelve a ha­


cer ingresar por las ventanas dem asiado estrechas de aquellas
mansiones, ahora destechadas. La época de la modernidad con­
sumada es especialmente útil para un intento de esta naturale­
za, aun cuando en muchos debates contemporáneos en tom o de
la globalidad vuelvan a aparecer las entelequias formalistas y
positivistas.14
Y es en el reencuentro con la situación donde mora la posibi­
lidad más auténtica para toda reflexión creadora y muy espe­
cialmente para la filosófica. Si se puede hablar con propiedad de
una «filosofía latinoamericana» (o europea, africana...) -e n sen­
tido estricto y no como simple aditam ento geográfico o reitera­
da «historia de las ideas en...»- es porque la comprendemos como
pensamiento situado, como lectura culturalmente situada en la
que lo universal y lo particular se penetran en un nuevo y pecu­
liar status. Otro tanto vale para el ejercicio del psicoanálisis y de
todas las denominadas ciencias hum anas y sociales.
Cómo ocurre esto en la práctica, es cosa sobre la que ahora
quisiéramos decir algo o, mejor aún, continuar diciendo.

4.3. Lo universal situado

Si somos capaces de pensar más allá del mito de la «sincronía


universal» de las culturas, vamos a necesitar dar cuenta -también
situada- de nuestro propio proyecto histórico y desde él abrir­
nos al impostergable diálogo planetario. Esto porque una re­
flexión situada, lejos de encerrarnos en un particularism o o
«folclorismo» cultural, nos abre desde nosotros mismos a las ex­
periencias de una alteridad que siempre adviene desde la histo­
ria y, mucho más ahora, en que el tiempo y el espacio se han
| comprimido, a punto tal que hablam os del mundo como una
^«ciudad global». Sin embargo, esto últim o redobla las necesida­
des de esa singularización; en caso contrario, aquel proceso de
planetarización nos diluirá sin más en ese Estado aplanador de las
diferencias que bien puede identificarse con la muerte cultural.
Por esto conviene referim os al viejo tema de la «universalidad»,
Co Ovs i & ty

A m é r i c a l a t i n a e n p e r s p e c t iv a

pues es sabido que sobre una muy determinada idea de «univer­


salidad», se m ontan aquellos espejism os que tanto atraen al
neocolonialism o cultural.
Atento observador de esto viltimo, don Arturo Jauretche re­
cordaba aquella frase, «¡Pero cóm o va a ser el ministro, si vive a
la vuelta de mi casa... !» Tomada de su riquísimo anecdotario,
pinta el problem a de cuerpo entero: la desvalorización de lo pro­
pio y la exaltación de lo ajeno (lo impropio), como «modelo» que
debe ser alcanzado para poder ingresar en el «verdadero» orden
de la existencia.
i Por cierto que no se trata de un problem a universal. Antes
bien, lo es de las jóvenes nacionalidades latinoamericanas que
todavía no han completado su proceso de emancipación (políti­
ca, económ ica, cultural) y para las que, en consecuencia, la cons­
trucción de la Nación y el proceso de liberación siguen siendo
una tarea inconclusa y prioritaria. Allá por 1837 -cuando estas
mismas cosas se decían con otras palabras-, el joven abogado
argentino Juan Bautista Alberdi lo pregonaba sin ruborizarse:
i «Nuestros padres nos dieron una independencia material: a no­
sotros nos toca la conquista de Lina forma de civilización propia:
la conquista del genio americano». A sí vio la generación de los
fundadores el meollo de este problem a irresuelto: completar la
obra política de la Independencia con «una especie de programa
de los trabajos fuhiros de la inteligencia argentina» para desem­
bocar en la emancipación cultural y educativa del país. A ciento cin­
cuenta años de las veladas de aquel Salón literario, tenemos luz,
gas, calles asfaltadas, Liniversidades, pero la independencia cul­
tural y la construcción de la N ación siguen siendo una tarea vi­
gente y convocante, a pesar que el «posindustrialismo» nos diga
otra cosa.
Una de las m aneras m odernas de eludir el problema consiste
en desprestigiarlo. Así, se dice que el planteamiento de la cultu­
ra nacional es una suerte de «chauvinismo» a contramano de los
tiempos y que de lo que se trata no es de «nacionalismos», sino
de ingresar cuanto antes en el terreno de lo «universal». Lo que
esta crítica desconoce es que lo universal no es una sustancia
concluida que, a la manera de una diosa romana, nos está espe-
’/ V-f c ^vl< 9 -
M a r io C. C a sa lla

rando para darnos la bienvenida en su seno, sino un ámbito al


cual se accede a partir de la propia identidad. Y para esto es ne­
cesario partir de las antípodas, es decir, del reconocimiento de
que toda cultura está situada (lo sepa o no, lo proclame o lo ocul­
te) y que sólo desde la asunción madura de esa situacionalidad
es posible proyectarse más allá de sí misma y realizar la expe­
riencia de lo Otro, de lo planetario, de lo universal.
/ Por eso se requiere distinguir entre una universalidad abstracta
y una universalidad situada. La primera es producto de uno o va­
rios «particulares», que m ediante cualquier artilugio (en gene­
ral, la guerra) se autoerigen en «universales sin más» y de allí en
adelante incorporan a su imperio a todas las formas nacionales;
mientras que la universalidad situada se construye como ámbi­
to respetuoso de las diferencias (de los pueblos) como totalidad
abierta que pide y acepta las diferencias nacionales y que se nie­
ga a vestir los atributos del imperio. Las culturas griega y roma­
na (profundamente nacionales) han sido fundadoras y maestras
de la primera escuela: primero defendieron lo propio como cul­
tura (rechazando lo ajeno como barbarie) y luego presentaron
su cultura nacional como «universal sin más» y por cierto que
hicieron escuela. La pena es que nuestros «universalistas» de­
pendientes los hayan copiado exactamente al revés: bautizaron
lo propio como «barbarie» y comprendieron lo ajeno como cul­
tura, no quedándole otro camino que el de copistas o traducto­
res acelerados. En el m ejor de los casos con algo de «sabor lo­
cal».15
Sin embargo, existe otro error muy común. El folclorismo mal
entendido resulta la otra cara de la misma falsa moneda. Es una
visión estrecha de lo nacional que termina reduciéndolo al pai­
saje, a las costumbres y al horizonte del pasado, idealizado éste
como fuente de verdad y placer. No es casual que el inglés
Williams Thoms haya sido el padre del vocablo, que desde me­
diados del siglo xix se lo eleve al rango de «ciencia» y se le haya
colocado como objeto de estudio la «tradición».
Evidentemente, parecería ser ése el mínimo rango de la iden­
tidad nacional que la «universalidad abstracta» está dispuesta a
aceptamos. Después de todo, no es una ciencia peligrosa: m ien­
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a
I

tras la tribu está ocupada con el pasado (entendido de esa ma­


nera), no se vislumbra ningtín problema con el presente y con el
futuro. Otra cosa serían ese pasado y esa tradición entendidos
como marco político de la cultura nacional, para lo cual es en­
tonces necesario comprender la situación no como «paisaje», sino
como proyecto.
En efecto, la situación es pro-yecto en un doble sentido: alude
por un lado a lo que es, a lo que está; y por otro, a lo que es
necesario hacer nacer, a lo que desde el futuro viene a rescatar
nuevos valores y a proyectarlos. En este sentido la cultura na­
cional no es «provincianismo», ni simple indigenismo, ni folclo­
re; es, como alguna vez se dijo de la poesía, un «arma cargada
de futuro», que enlaza firmem ente a un pueblo con su pasado,
con su tradición y, paradójicam ente, lo libera de su particularis­
mo, lo inserta en ese ámbito donde es posible el diálogo con los
otros pueblos, con las otras culturas. Los griegos también enten­
dieron esto muy bien, aunque sus repetidores los hayan copiado
mal. La voz arjé, que se traduce com o «principio» o «fundamen­
to», viene del verbo arjein, que significa «ser el primero», pero
también «comenzar», «conducir y gobernar». Lo nacional no es
el «pasado» que com o principio (formal) quedó atrás; es lo que
está «por delante y cumple» el doble servicio de unlversalizamos
y rem itim os siempre, sin embargo, a nuestro propio hogar. Acaso
ahora se comprenda m ejor aquello de «pinta tu aldea y pintarás
el mundo».
Por cierto que todo esto resulta de fundamental importancia
para comprender el m otor de ese m undo global que hoy enfren­
ta a América latina, buscando incluirla en su propio sistema:
hablamos de la fabulosa revolución científico-técnica que lo po­
sibilita. Esta tampoco es una revolución «universal sin más», sino
un desarrollo muy situado: representa el grado de civilización al­
canzado por las sociedades industriales avanzadas, a partir de
la consumación de las tendencias contenidas en la ya descripta
m odernidad» europea16 Sabido es que nuestra relación con ese
proceso y las respectivas culturas nacionales que lo soportan, no
es la de una igualdad de pares, ni se trata de un objetivo abierto
fácilmente alcanzable con el tiempo; por el contrario, se trata nue-
M a r io C. C a sa lla

vamente de una relación de dependencia y blanco de aquellos


impactos tecnológicos. No lo descubrim os nosotros, ni somos
voceros de ningún resentim iento especial, sino que lo dice el
propio Z. B rzezin sk i cu an d o en su record ad a obra La era
tecnotrónica afirma: «El Tercer Mundo es víctima de la revolu­
ción tecnotrónica». De manera que ese lugar de exterior al pro­
yecto (de «periferia subdesarrollada) nos lo otorga el propio «cen­
tro», a partir de uno de sus voceros más destacados. Otro tanto
hacen H. Kissinger y D. Bell, para no citar sino algunos de los
divulgadores pioneros del fenómeno luego llamado «global».17
Sobre la ignorancia de este presupuesto fundamental (nuestra
relación de dependencia con aquellas sociedades centrales) es que
se desarrolla la fábula de un supuesto «banquete tecnológico uni­
versal» al cual deberíamos concurrir rápidamente y la asunción
sin más -por parte de algunos intelectuales de la «periferia»- de
aquel modelo del posindustrialismo como panacea para los ma­
les de nuestro «retraso» científico y tecnológico. En algunas cir­
cunstancias, esto se hace de buena fe y en general por falta de un
estudio adecuado del proyecto que se propone adoptar; en otras,
por mandato y a sabiendas, cuando no por una suerte de resigna­
ción histórica ante lo abrumador de la circunstancia y bajo la di­
fusa bandera de una modernización que nos permitiría hipoté­
ticamente superar aquella dependencia que se reconoce. En todos
los casos se desemboca en un callejón sin salida.
La otra forma de peiisar esta realidad latinoam ericana tiene
que ver con este estilo de lo universal situado y la lectura que so­
bre tal epistemología es ahora posible.

N otas

1 Y esto no es así. Por cierto que la construcción de lo nacional en un mundo


global es harto dificultosa, pero no imposible. Aquí las estrategias de inte­
gración subregional (M erco su r, p o r ejem p lo , en el ca s o co n cre to de
Sudamérica) juegan y jugarán un papel cada vez m ás decisivo; por ello no
es casual que la respuesta estratégica de los Estados Unidos apueste al
«disciplinamiento» continental am ericano detrás de su propia idea de in­
tegración continental (ALCA). El viejo sueño «panam ericano», nuevam en­
te soñado. Los procesos de integración regional y subregional y sus res-
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

pectivos liderazgos son hoy -e n la «era glob al»- el territorio efectivo en


que se darán las nuevas luchas nacionales latinoamericanas. Con el mo­
delo de integración económ ica que finalmente se adopte, se decidirá bue­
na parte del futuro político regional.
Césaire, Aimé. Les armes miraculeuses (Las armas milagrosas). Poeta negro de
lengua francesa nacido en 1912 en la Martinica. (Nota del Editor)
Schopenhauer, A. El mundo como voluntad y representación. Libro 1, pará­
grafo 1.
Cf. Mario Casalla, «Filosofía y cultura nacional en la situación latinoame­
ricana contem poránea», en Nuevo M undo, N° 5, enero-junio de 1973, Bue­
nos Aires.
La denominada «teoría de la dependencia», tanto com o la «filosofía de la
liberación» se originaron precisam ente en Am érica Latina en los años 1960
y 1970, com o un intento de comprensión teórica y valorización diferente
de los problemas que aquejaban y aquejan al continente. Desde entonces
muchos fueron los cambios experim entados en sus desarrollos y autores -
así com o permanentes los ataques y críticas, políticas y académ icas, que
sobre ella se ejercieron- pero lo cierto es que, en estas cuatro últimas déca­
das, las categorías básicas de dependencia/liberación (a veces superpues­
tas y otras en paralelo con las de desarrollo/subdesarrollo) resultan insos­
layables a la hora de com prender (endógenam ente) la historia latinoame­
ricana.
Sobre esta idea de «resto» y su vinculación con lo popular y la justicia, nos
permitimos rem itir a nuestro trabajo «El cuarteto de Jerusalén», en AA.VV,
Márgenes de la Justicia, A ltam ira, Buenos Aires, 2000, pp. 227-265.
En los com ienzos de este siglo xxi, la deuda externa latinoamericana ron­
da los 617.000 millones de dólares. Dos países llegaron directamente a la
bancarrota declarada (Ecuador y Argentina) y otros dos grandes actores
regionales estuvieron a punto de cesar sus pagos (M éxico y Brasil). Las
políticas neoliberales im puestas a partir del «consenso de Washington» y
ejecutadas por el FMI (cuya dirección directam ente controla los Estados
Unidos), llevaron a la región a una deplorable situación social, con crisis
cada vez m ás graves y recurrentes. En términos de porcentajes de su PBI,
cinco de esos países superan el 40% de com prom iso (Argentina, Brasil,
Chile, Colombia y Ecuador); otros dos están por sobre el 30% (Perú y Uru­
guay); Venezuela ronda peligrosamente el 25% y sólo Costa Rica y México
están en valores inferiores al 20%. Y por cierto que esto vale, sólo como
una «foto» de comienzo de milenio, ya que la situación empeora año a
año (Fuente, CEPAL).
Al iniciarse este siglo xxi, en Am érica Latina viven 211 millones de pobres
y 90 millones de ellos son directam ente indigentes. El 35% de los hogares
carece de recursos para satisfacer sus necesidades básicas y el 14% no cuen­
ta con un ingreso que le perm ita llegar al mínimo alimentario. La mayor
parte de esos pobres son niños y jóvenes: la mitad de los menores de 20
años son pobres.
Es adem ás la región con la distribución de ingresos más desigual del mundo:
en términos generales, el 10% de los hogares ricos capta una proporción
M a r io C. C a sa lla

del ingreso total, 19 veces mayor de la que recibe el 40% de los hogares más
pobres (Fuente, CEPAL).
9 Vicenzo Vitiello ha desarrollado una singular «topología» inspirado -e n
p arte- en ese rico concepto platónico de kóra y ha revisado con ella la his­
toria del pensamiento occidental. Resultan m uy sugestivas sus obras To­
pología del moderno. Marietti, Génova, 1992; y Elogio dello spazio. Ermeneutica
y topología. Bompiani, Milano, 1992. (En Platón mismo cf. Timeo, 52 A y ss.)
10 Cf. Husserl, E. Die Krisis der europäischen Wissenclwften und die trascendentale
Phänomenologie. Husserliana, tomo VI, 1954, ca p .l, parágrafo 2. Citamos
según traducción de A. Podetti. La crisis de la ciencia europea y lafenomenología
trascendental. Mimeo, Buenos Aires, 1965.
11 Hemos acuñado el concepto de «universal situado» en nuestro libro Razón
y liberación. Notas para una filosofía latinoamericana. Siglo XXI, Buenos Aires,
1973, precisamente para dar cuenta de una m anera diferente de entender
esa expresión («filosofía latinoamericana»), dentro de lo que -d esd e en­
tonces- se conoció genéricamente com o Filosofía de la Liberación. Cuatro
años m ás tard e fo rm u lam o s y a p lica m o s el m éto d o de la «lectu ra
culturalmente situada», en nuestro libro Crisis de Europa y reconstrucción
del hombre. Un estudio sobre M. Heidegger. Castañeda, Buenos Aires, 1977;
realizando nuevas aplicaciones del mismo en nuestras obras Tecnología y
pobreza. La modernización vista en perspectiva latinoamericana. Fraterna, Bue­
nos Aires, 1988, y América en el pensamiento de Hegel. Admiración y rechazo.
Catálogos, Buenos Aires, 1993.
12 Ciertamente, en esta noción nuestra del pensam iento com o pro-yecto se en­
lazan -m odificados por cie rto - conceptos aparentemente antitéticos pro­
venientes de la tradición d ialéctica (H eg el), de la fen om en ológica-
existencial (Husserl-Heidegger), así com o de su prolongación hermenéu­
tica (Gadamer-Ricoeur). Piénsese en el concepto hegeliano de Auflieben («su­
peración»), pero también en la noción fenomenológica de trascendencia, en
las nociones heideggerianas de proyecto y Ereignis («acontecimiento»), así
como en la idea hermenéutica de círculo interpretativo. Todas ellas apun­
tan, en nuestro entender y cada una a su m anera, hacia la idea central de
un pensamiento «situado», topológicamente enraizado y, a la vez, crítico
y trascendente de todo punto de partida.
13 Quienes crean ver aquí una impronta de Paul Ricoeur, no se equivocan.
Siempre me pareció m uy sugestivo aquel breve artículo suyo, «La estruc­
tura, la palabra, el acontecimiento», incluido en El conflicto de las interpre­
taciones. Quizás sea una de las mejores críticas -e n pleno a u g e - a cierto
estructuralism o form alista que ren egab a d e la tem poralid ad y de la
historicidad.
14 Así como hace un momento recordábam os a Ricoeur, hagam os ahora jus­
ticia con Sartre. Debemos reconocer que sus Cuestiones de Método (1957)
-insertadas luego como prefacio al prim er volumen de la Crítica de la ra­
zón dialéctica. Losada, Buenos Aires, 1 9 6 0 - resultaron una crítica pionera,
implacable y sugestiva a ese marxism o (esclerosado en «materialismo dia­
léctico») que terminó por sacrificar toda especificidad de la situación, ope­
rándola reductivamente. Su crítica a Lukácz, com o paradigm a de eso que
A m é r ic a l a t in a e n p e r s p e c t iv a

él mismo denomina «m arxism o perezoso», es tan certera com o implaca­


ble; aun cuando uno pueda luego tom ar distancia de su «método regresi-
vo-progresivo» y de su casi escolar mixtura de marxism o y psicoanálisis.
Y para com pletar aquél panoram a de los sesenta, cóm o olvidar al filósofo
checoeslovaco Karel Kosík que -d esd e el interior de un marxismo que plan­
teaba ren ov arse- buscó pensar la situacionalidad de manera no reductiva,
ni metafísica. Su Dialéctica de lo concreto. Estudio sobre los problemas del hom­
bre y del mundo. Grijalbo, México, 1967 (edición original de 1965) -d escu ­
bierta y traducida oportunam ente al castellano por don Adolfo Sánchez
Vázquez en M éxico- fue otro interesante aporte en esta misma dirección.
Sobre este tema de las «diferencias» y su im portancia para el pensamiento
latinoamericano, es de interés el trabajo de Silvio Maresca, «Nietzsche y la
filosofía latinoamericana», en Revista de Filosofía Latinoamericana, N° 9, Bs.
As., 1979, pp. 119-142.
Véase el Capítulo 6: Primer interludio filosófico.
fiem os desarrollado esta temática y estos autores en nuestro libro, Tecno­
logía y pobreza. La modernización vista desde la perspectiva latinoamericana,
Fraterna, Buenos Aires, 1988.

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