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En este apartado, el autor parte de la noción de libido planteada por Freud, apoyándose en el
concepto de goce de Lacan, para elucidar algunas consideraciones en torno a las a-dicciones.
La adicción, para las neurociencias, se presenta como un exceso, “una enfermedad cerebral crónica
y recidivante” que produce alteraciones en diversas áreas y procesos, cuyo principal criterio
diagnóstico es que el trastorno sea compulsivo y acompañado de diversas consecuencias
destructivas para el paciente. Hecho que da cuenta que hay un sujeto que goza del objeto a pesar
del Otro y que el saber bioquímico de las neurociencias nada soluciona sino a través de la obturación
o la exposición a la falta sin mediación de la propia palabra.
Freud, sin el acceso a nuestra tecnología, había dado cuenta ya de las alteraciones dopaminérgicas
e inscribe el fenómeno en una cuestión que va más allá del plano biológico, adjudicándole una
función ya no para el organismo con capacidades de satisfacción, sino para el cuerpo agujereado
que desborda de placeres siempre insuficientes. Fenómeno al que le asignó el nombre de libido.
En los inicios del psicoanálisis, Freud quiso inscribir el psiquismo en un sistema homeostático que
funcionaba augurando para sí la búsqueda única de placer. Hecho frente al cual estaba
medianamente equivocado porque más tarde encontraría que en esta búsqueda única del placer
encontraría también que el cuerpo se satisface en su propio malestar, aun cuando el sujeto re-
conozca en ello su destrucción.
Luego, en Acerca de las drogas, el autor parte de la definición de droga para evidenciar que no existe
una clara distinción frente a lo que se concibe como elemento tóxico o funcional para el sujeto, sino
que más bien las drogas se inscriben en el discurso del Amo según su conveniencia. La marihuana,
por ejemplo, ha venido teniendo ciertas modificaciones en la manera en que se concibe dentro del
discurso médico y legal, a partir del saber que el Otro ha producido de la misma y que ha tenido
como efecto una mayor aceptación por sus efectos medicinales en el cáncer o la epilepsia, aun
cuando desde hace décadas se hayan implementado estrategias para la destrucción y erradicación
de sus cultivos. Así, si no la marihuana, sí algunos componentes del THC entran en el orden de la
funcionalidad y consecuentemente en la industrialización de medicamentos pares a la insulina. La
droga es, hoy y siempre, una definición institucional.
De las drogas, como la drogadicción, la convención impera en dos discursos: “el condenatorio y el
apologético”. Braunstein se sirve de los cuestionamientos de Derrida a sustancias como , el café, la
coca-cola, el tabaco, el alcohol o la marihuana, que más allá de desafiar el orden “natural” de las
cosas –en la medida en que no son necesidades biológicas-, pueden llegar a alterar es el vínculo con
el Otro. Lo que se busca evitar es que el sujeto apasionado se inscriba en la repetición que “conlleva
la sumisión de la memoria a imperativos antieconómicos” y que se inscriba en un vínculo con el
objeto de goce donde no haya cabida al trabajo, al sexo, al otro. Pero lo que el Otro desconoce es
que el sujeto también goza de lo que el Amo demanda.
Lo que hace el Otro es inscribir la droga en un discurso que hace parte de una tekhné que articula
los modos de ser-feliz del sujeto; pero la “técnica es un pharmakon”, un síntoma que sirve como
veneno y antídoto. De manera que más allá de posicionar la droga en políticas de prohibición,
regulación o aprobación, lo que Derrida plantea es un ethos acorde a los códigos dominantes.
Braunstein finaliza el apartado con Las drogas y la libido. Parte de las variantes de la a-dicción como
la psicosis o el suicidio como situaciones que, en primer lugar, omiten todo vínculo con el otro como
mediador, y que, además, ofrecen al sujeto la ilusión del máximo placer. Para Freud, el máximo
placer estaba procurado por el acto sexual, placer que termina con la extinción de la excitación,
hecho que da cuenta que la brújula que orienta al sujeto no se limita a buscar situaciones de placer
sino que también en el dolor hay algo de satisfactorio.
Pero el placer no es meramente autoerótico, requiere de Otros objetos y zonas erógenas que sirven
como intercambio del cuerpo con el exterior. La brújula del placer en el sujeto se orienta por el
objeto perdido e imposible de encontrar, tratando de repetir una experiencia que no se sabe si se
tuvo, pues de ello sólo queda una huella, una sensación.
El placer, es siempre, la sensación de la pérdida de un cuerpo que ya no está, que nunca fue. De la
ilusión quedaron los restos de un amor para siempre perdido, la libido. Pero la droga es un amor
que no sirve para nada, no hay nada que el sujeto pueda hacer con eso porque ahí difícilmente hay
palabras. La droga es un amor que, de entrada, no acaba sino con la muerte. Ese encuentro con la
muerte, es también, el encuentro con el das Ding freudiano. La Cosa da cuenta de ese objeto-madre
perdido para siempre, de la cual “sólo se sabe por el grito”. La Cosa es el comienzo y final de la
búsqueda de todos los Otros objetos sustitutivos de un placer ahora innombrable. Es el origen de
toda acción específica que permite pasar de la desesperación a la calma. De ahí que también el
deseo tenga cabida en eso que hace falta, siendo este la posibilidad de construir una experiencia de
satisfacción que procure un placer semejante, aunque no sea mortífero.
En el origen no fue el verbo sino el goce. Si bien la palabra no elimina la angustia de querer recuperar
ese objeto perdido para siempre, sí abre la posibilidad de establecer un vínculo con el Otro a partir
de su desvelamiento. La palabra permite ubicarse más allá del fantasma. Pero las crecientes
demandas de la época están orientadas al divorcio del sujeto con el hace-pipí como una medida de
no querer saber de Eso.