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[1] Jacques-Alain Miller, “Jacques Lacan y la voz”, en Freudiana 21, Paidós, Barcelona
1997, p. 17.
“automatismo mental”. Es la voz que, una vez localizada como exterior a lo simbólico,
atribuimos también a un texto a cuyo autor nunca hemos escuchado hablar en la realidad.
Es la voz distinta al registro fónico, también fonográfico, la voz que no es reducible en
ningún momento a un sensorium, a un sentido perceptivo, y que incluso un sordomudo
puede testimoniar que “escucha” en algunas alucinaciones auditivas1[2].
El testimonio del caso princeps analizado en su texto por S. Freud, el famoso caso
Schreber, sigue siendo aquí de un valor clínico ejemplar. Recordémoslo:
“El piano tuvo para mí un valor inapreciable, como sigue teniéndolo hoy. Confieso que me
resulta difícil imaginar cómo habría podido soportar durante esos cinco años el juego
forzado del pensamiento, con todo su cortejo de fenómenos, si me hubiera visto
imposibilitado de tocar el piano. Mientras toco, el parloteo insano de las voces que me
hablan queda cubierto: junto con el ejercicio físico, es una de las formas más adecuadas del
famoso ‘pensamiento que no piensa en nada’ (Nichtsdenkungsgedankes), cuyos beneficios
habían intentado quitarme, aduciendo que en el buen lenguaje de las almas, no se trataba
más que de un ‘pensamiento musical de no pensar en nada’. Por añadidura, mientras toco,
los rayos conservan constantemente la imagen visual de mis manos y de las notas. En
definitiva todo intento por ‘hacerme pasar por’ mediante el ‘moldeado del humor’ o
cualquier otro medio, fracasaba ante la suma de sentimientos que yo podía expresar
mientras tocaba el piano. Es por ello que el piano desde siempre, y aún hoy, constituye uno
de los principales objetos de execración”2[3].
El sonido del piano cumple así la función de “cubrir” la voz impuesta al pensamiento para
introducir en él una “nada”. Cubrir para rodear una nada es, en efecto, la función de o que
llamamos “semblante” en la orientación lacaniana y tiene la virtud de vaciar, para rodearlo,
el cuerpo de un goce que se le hace extraño de tan cercano. Ese “pensamiento que no piensa
en nada” de Schreber tiene aquí la misma estructura que el “tocar nada” que antes
evocábamos a propósito de la operación Miles Davis en In a silent way. Se trata de incluir
el vacío sonoro que localice de alguna forma y en alguna forma el objeto a separado del
cuerpo del sujeto. De ahí también que el acto de “tocar”, en la medida que pone en juego el
cuerpo del músico, tenga siempre esta vertiente de contacto directo con el instrumento
como localizador de un goce fuera del cuerpo pero, a la vez, en contacto con el cuerpo.
Basta “ver” tocar a un Glenn Gould, o a un Keith Jarrett, para entenderlo, pero también
basta “escuchar” su cuerpo incluido en la música – con sus famosos sonidos guturales –
para entender la función que el goce separado del cuerpo tiene en contacto con el
instrumento.
1[2] Ver al respecto, A. Cramer, “A propos des hallucinations chez les sourds-muets”,
Analytica 28, pp. 3-28.
2[3] D. P. Schreber, Memorias de un neurópata, Ed. Petrel, Buenos Aires 1978, p. 173.
localización de la voz como objeto a-fono que se hace presente para cada sujeto de formas
diversas.
Desde esta perspectiva, ¿de qué se trataría en la música? Nos encontramos finalmente con
un tratamiento del objeto del goce en los márgenes del lenguaje, donde lo indecible toca lo
más real como imposible de representar, pero donde se localiza también ese goce separado
del cuerpo donde deberá desarrollarse la razón musical. La música, esa música de la que
Lacan dijo en una ocasión que “algún día habría que hablar, al margen”3[4], se organiza así
como un saber hacer con el sonido para acallar el ruido del objeto a, el objeto que anida en
el lenguaje in a silent way…
3[4] “Alguna vez – no sé si tendré tiempo algún día – habría que hablar de la música, al
margen”. Jacques Lacan, Seminario 20, “Aún”, Paidós, Buenos Aires 1981, p. 140.