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Varios fueron los filósofos griegos que abordaron este problema: Heráclito,
consideró que todo fluye, y que ello es lo único constante, por lo tanto, para él el
cambio es lo verdadero. Por otra parte, Parménides decía que lo verdadero es el
ser, el cual siempre ha existido y no cambia. Luego, aparece Platón con su teoría
de las ideas, donde plantea que lo verdadero no se haya en las cosas sensibles,
sino en un mundo donde existen modelos inmutables y eternos de las cosas. Y,
finalmente, en términos de relevancia histórica, tenemos a Aristóteles, que plantea
que lo verdadero es la sustancia, la cual es la unión de materia y forma.
Como vemos, existen diversas posturas frente al tema del conocimiento verdadero,
y cada una da su respuesta a la interrogante. Pero ¿De qué sirve definir qué es lo
verdadero, sin antes establecer si realmente existe algo de esta naturaleza?
¿Existe, pues, el conocimiento verdadero? Considero que sí, y para respaldarme
me adheriré al pensamiento de San Agustín, usando dos de sus argumentos en
contra de los escépticos.
El primer argumento que recojo del de Hipona, es que la impresión subjetiva es una
certeza (Copleston, 1982). Con esto se refiere a que, si bien no es verdadero decir
que la imagen creada por los sentidos existe objetivamente de igual forma que el
objeto percibido por estos, sí se puede decir cierto lo que creemos de él. Dicho de
otra forma, de un objeto recibiremos, por medio de los órganos sensoriales, una
percepción que de carácter personal y que, por lo tanto, no podemos decir que
aquella esté en el objeto mismo, puesto que otra persona podría percibir algo
completamente diferente a nosotros. Pero sí podemos decir que es una certeza la
impresión que nos dejan los sentidos, porque eso es lo que efectivamente captan,
independientemente de si ello es una característica inherente al objeto percibido o
no. Entonces, si un daltónico capta que el color del pasto es rojo, es verdadero que
el pasto le parece de ese color, y no que efectivamente el pasto sea rojo.
Así, con la certeza de la existencia, él asume también que está vivo. Y, a su vez,
entiende que está existiendo y viviendo. Por lo tanto, se está cierto de tres cosas:
de que existe, está vivo y que entiende, y esto vale tanto como si se estuviese
soñando como si no, puesto que en ambos casos, sigue estando vivo (Copleston,
1982).